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UNA LECTURA DE BORGES DESDE LA CIENCIA


Guillermo Boido

Facultad de Ciencias Exactas y Naturales


Universidad de Buenos Aires

Publicado en L. Fleming (comp.), El Universo de Borges, Secretaría de Cultura de la


Nación, Buenos Aires, 1999, pp. 81-98. ISBN 987-9161-05-X.

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Introducción

A fines de 1997, por iniciativa del Centro de Estudios Avanzados de la Universidad de


Buenos Aires, un grupo de investigadores pertenecientes en su mayoría al ámbito de
las ciencias formales y naturales expusieron en las llamadas “Jornadas sobre Borges y
la ciencia”, cada uno desde la perspectiva de su respectiva disciplina, sus puntos de
vista acerca de las ideas científicas que subyacen en ciertos textos borgeanos. Sus
contribuciones fueron recopiladas en el libro Borges y la ciencia, Buenos Aires,
Eudeba, 1999. Me declaro deudor del aporte esclarecedor de aquellos colegas, sin el
cual, probablemente, las reflexiones que siguen hubiesen sido mucho más pobres.
Debo aclarar, por otra parte, que en esta lectura de Borges desde la ciencia
presupongo que el término ciencia se refiere (abusivamente) a las ya mencionadas,
en particular a la física y a la matemática.

1. Borges y la dimensión ficcional de la ciencia

En el epílogo de Otras inquisiciones, Borges destaca su tendencia a estimar las ideas


religiosas o filosóficas por su valor estético e incluso “por lo que encierran de singular
y maravilloso”. No hay razón, por tanto, para que no hiciese lo propio con aquellas
ideas científicas que expresan lo que la ciencia tiene de aventura del pensamiento, de
empresa que, en su poderosa diversidad, se interna a menudo por los territorios de la
paradoja, la belleza y la maravilla. Determinadas teorías o conceptos científicos
ofrecen una suerte de tierra fértil para la creación literaria, esto es, una dimensión
ficcional a disposición del narrador, el ensayista o el poeta. En tal sentido, la ciencia,
y en particular la matemática, ofrece un amplio campo de posibilidades para el
ejercicio de “los lúcidos placeres del pensamiento y las secretas aventuras del orden”,
los cuales, según Borges, han conformado la admirable opción de Paul Valéry “en un
siglo que adora los caóticos ídolos de la sangre, de la tierra y de la pasión”.
El joven Borges fue contemporáneo de algunas de las revoluciones científicas
más trascendentes del siglo XX, en particular en lo que respecta a las ciencias
formales y naturales: la revisión de los fundamentos de la lógica y la matemática, la
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teoría de la relatividad, la física cuántica y el desarrollo de la genética moderna datan


del primer tercio del siglo. Célebres científicos, como Bertrand Russell, Einstein o
Julian Huxley, escribían por entonces o poco después libros de alta divulgación para
poner al alcance del profano las nuevas ideas científicas en circulación. Sabemos
incluso los títulos de algunos de ellos que Borges, insaciable lector y atento a las
novedades de la cultura de su época, sin distinción de fronteras, leyó en distintos
momentos de su vida. En múltiples escritos, Borges incursiona por las autorreferencias
y las regresiones infinitas de la lógica, los números transfinitos, las series infinitas, la
infinita divisibilidad del espacio y el tiempo, la irreversibilidad termodinámica, las
simetrías, los universos paralelos, la cosmología, la memoria o la universalidad del
azar, temas que, de un modo u otro, son patrimonio de la investigación científica
actual. En otras oportunidades su literatura remite también a cuestiones
trascendentes para la filosofía de la ciencia: los límites del conocimiento, la verdad y la
duda, la causalidad, el orden y el caos, la realidad y la apariencia. Lejos de pretender
desmenuzar esta compleja amalgama, en este trabajo me limito a reflexionar, con
modestia, acerca de una suerte de interacción que involucra, por una parte, a la
escritura borgeana generada por las lecturas científicas de nuestro escritor, y por otra,
a la lectura de tales escrituras por sus lectores con un mínimo de formación (o
información) científica.

2. Borges: de la lectura a la escritura

Podríamos decir que Borges es un visitante de la ciencia que, a su regreso, nos relata
lo que ha visto en el lenguaje del narrador, el ensayista o el poeta. Así, Borges visita
la aritmética transfinita de George Cantor y las leyes de la termodinámica y vuelve
con “La doctrina de los ciclos”; o la versión matemática de las aporías de Zenón y
regresa, por caso, con “Avatares de la tortuga”; o alguna teoría del tiempo en física y
nos narra “El jardín de senderos que se bifurcan”. Desde luego, lo hace acompañado
por todas aquellas experiencias atesoradas en visitas a otros territorios: los de la
filosofía, la magia, la mitología, la historia, la antropología, la teología y tantos otros.
(Así, en sus textos sobre las aporías de Zenón, se remite a científicos como Bertrand
Russell o Lewis Carroll, pero también a Aristóteles, Platón, Hobbes, Patricio de
Azcárate, Stuart Mill, santo Tomás de Aquino, Leibniz, etc., amén de algún improbable
filósofo chino.) Dada la enorme cantidad de lecturas de todo orden que ha acumulado
Borges y el asombroso poder de su imaginación, no siempre es posible decidir a cuáles
territorios hace referencia tal o cual texto, o si ha sido inspirado por tal o cual teoría
científica. (Tarea aún más compleja dada la frecuencia con que adjudica a otros lo que
en rigor es original y propio.) Sin embargo, en ciertos casos, las ideas científicas
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recogidas por Borges han sido transmutadas en literatura de manera casi literal,
mientras que en otros es posible identificar las fuentes que han nutrido su
invención sin demasiada ambigüedad.
De allí que sea posible clasificar estos relatos de viajero en tres grupos, que
corresponden a distintas elaboraciones literarias de aquellas geografías científicas que
Borges ha visitado. En el primer grupo, el territorio es descrito apelando al ensayo
breve que informa, más o menos literalmente, acerca de las maravillas que han
descubierto sus lecturas: la exposición de Borges, a su modo, siempre original y
brillante, es una suerte de reflexión de alto vuelo en el plano de la divulgación
científica, como en su bella e informada refutación del Eterno Retorno por invocación a
la segunda ley de la termodinámica. En el segundo grupo, el transfondo científico de
una narración o un ensayo puede ser develado por un lector informado a poco que
advierta ciertas pistas que Borges, quizás adrede, ha diseminado por aquí y por allá.
Se trata de una lectura que podría ser llamada a la Pierre Menard (esto es, de una
escritura que corre por cuenta del lector) a la cual contribuye Borges por medio de
indicios y guiños al lector versado en ciencias para que éste reconstruya, si lo desea,
la geografía científica que Borges ha visitado antes de escribir su texto. Pertenecen a
este grupo relatos tales como “El libro de arena”, que convoca a la aritmética
transfinita y al cual me referiré luego. Al tercer grupo pertenecen, finalmente, ensayos
o relatos que podrían haber tenido o no un referente científico. Aquí Borges no nos
ofrece pistas, y la lectura a la Menard del lector corre por su cuenta y riesgo, a solas
con el texto y sin la ayuda, el testimonio o el consuelo del autor. Tal es el caso de “La
lotería en Babilonia”, que podría remitir, como correlato, a la gradual introducción del
azar en la física de los siglos XIX y XX, según ha puesto en evidencia recientemente el
físico argentino Roberto Perazzo. El universo de Newton era previsible, nos dice
Perazzo, pero hoy, a la luz de la física cuántica, los incesantes y ocultos sorteos de la
Compañía son un patrimonio inevitable del mundo. Permítaseme ahora analizar
algunos de estos recorridos de Borges por los países de la física y la matemática.

2.1. Borges en la geografía de la física moderna

Mi primer grupo de ejemplos pertenece al ámbito de la física, en particular a la de


principios de siglo, en lo referente a las teorías relativista y cuántica. El cosmólogo y
astrofísico Héctor Vucetich ha señalado que algunas de estas ideas le han permitido a
Borges jugar con el espacio, pero a la vez desarrollar imágenes dramáticas del
tiempo: El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me
destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego.
Borges no juega con el tiempo, nos dice Vucetich, porque la segunda ley de la
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termodinámica afirma la irreversibilidad del tiempo y está en el origen de la


impostergable muerte personal. En cambio, el espacio borgeano, con sus prisiones,
sus desiertos y sus laberintos, es una suerte de tablero de ajedrez. Escribe Vucetich:
“El Aleph anula el espacio; la casa de Asterión lo descompone en corredores, patios y
recodos; la biblioteca de Babel lo exalta hasta lo monstruoso; todos, lo niegan. El
espacio es una sustancia mental que, como los hrönir de Tlön, pueden modelarse a
voluntad del artista.”
En la teoría general de la relatividad, los cuerpos modifican las propiedades del
espacio físico (que en realidad es el indiviso espaciotiempo) y la geometría euclideana
no se aplica al universo. El universo de Einstein está gobernado por la llamada
“geometría elíptica”, en la cual las paralelas invariablemente se cortan y la suma de
los ángulos de un triángulo es mayor que 180o. Ésta es la “geometría visual” de Tlön :
“Esta geometría desconoce las paralelas y declara que el hombre que se desplaza
modifica las formas que lo rodean”. Por su parte, el narrador de “La biblioteca de
Babel” sugiere que la biblioteca es ilimitada y periódica, tal como sucede con el
universo einsteniano y su geometría elíptica. La llamada “paradoja de los mellizos”
ilustra una consecuencia de la teoría de la relatividad : el mellizo A permanece en la
Tierra, mientras que B realiza un largo viaje intergaláctico, al cabo del cual, a su
regreso, ha envejecido sensiblemente menos que su hermano. Hay reminiscencias de
ello en “El milagro secreto”, relato en el cual Dios concede al protagonista, frente al
pelotón de fusilamiento, un año para terminar su obra inconclusa, lo cual acontece
mientras transcurre solamente un breve instante para sus ejecutores.
La física cuántica describe el comportamiento de las partículas atómicas y
subatómicas en términos probabilísticos. Podemos estimar, por caso, qué cantidad de
una sustancia radiactiva se habrá desintegrado al cabo de cierto lapso, pero no si en
dicho lapso lo habrá hecho determinado átomo individual. Acerca de este último
evento, sólo podemos calcular la probabilidad de que acontezca. De acuerdo con la
interpretación más difundida de la física cuántica, llamada “de Copenhague”, este
carácter azaroso de los fenómenos cuánticos no es inherente a nuestro conocimiento
sino al comportamiento mismo de la naturaleza, tesis que algunos grandes físicos,
como Einstein y Erwin Schrödinger, se han negado a admitir. En 1935, Schrödinger
presentó una objeción a la interpretación de Copenhague, hoy conocida como la
“paradoja del gato de Schrödinger”, un experimento mental un tanto truculento que
involucra a un gato, una cierta cantidad de material radiactivo y un dispositivo que, al
ser alcanzado por la radiación emitida por un átomo al desintegrarse, libera un gas
letal que mata al gato. Todo ello se encuentra dispuesto en una caja cerrada, de modo
que no podemos saber qué acontece allí dentro. En un lapso determinado, por caso un
segundo, tendremos una probabilidad del 50% de que algún átomo se haya
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desintegrado y una probabilidad del 50% de que no lo haya hecho. En el lenguaje


cuántico, esta situación se describe diciendo que el átomo se encuentra en una
superposición de dos estados, cada uno con su propia probabilidad. Pero, puesto que
no sabemos qué ocurrió dentro de la caja durante ese lapso, se preguntaba
Schrödinger, ¿qué podemos afirmar acerca del gato? ¿Acaso se encuentra a la vez
vivo y muerto?
No interesa aquí la intención crítica de Schrödinger hacia la interpretación de
Copenhague, sino las consecuencias (especulativas) que podrían surgir de la misma a
propósito de su célebre gato. Podríamos pensar que al cabo de un segundo se han
generado dos historias posibles : en una de ellas, el gato muere, en la otra, sobrevive.
Ahora la argumentación puede ser reiterada. Una vez transcurridos dos segundos, se
habrán generado tres historias posibles: la del gato que muere al cabo de un segundo,
la del gato que muere al cabo de dos segundos y la del gato que sobrevive al cabo de
dos segundos. Esta secuencia temporal, arborescente, de tiempos e historias
paralelas, podría ser extendida indefinidamente. Es la del laberinto temporal del
astrólogo Ts’ui Pen, en El jardín de senderos que se bifurcan. Algunos físicos, como
Marcelo L. Levinas y Alberto Rojo, han llamado la atención acerca de las notables
similitudes entre el tiempo arborescente de Ts’ui Pen y una teoría, publicada en 1957
por Hugh Everett, llamada sugestivamente “la interpretación de los muchos mundos
de la mecánica cuántica”.

2.2. Borges en la geografía de la matemática

En mi segundo grupo de ejemplos interviene la matemática, esa ciencia que, con


palabras de Borges, no se contrapone con la imaginación sino que se complementa
con ella “como la cerradura y la llave”. Sabemos que una recta se extiende
indefinidamente hacia un lado y el otro de la misma : está conformada por infinitos
puntos. ¿Cuál es el primer punto de la recta? No existe tal punto. ¿Cuál es el último?
Tampoco existe. Indiquemos ahora sobre la recta cuatro puntos cualesquiera, A, B, C
y D, en ese orden. ¿Cuántos puntos hay entre A y D? Infinitos. ¿Cuántos hay entre A
y C? Infinitos. También hay infinitos puntos entre A y D, y así sucesivamente. Por
pequeño que sea el segmento que consideremos, habrá en él infintos puntos. Entre
dos puntos cualesquiera de la recta hay infinitos otros.
Ahora bien, tal como sucede en una regla graduada, los puntos de la recta
pueden ser numerados. A un punto cualquiera le corresponderá el cero ; hacia un
lado de la recta habrá puntos correspondientes a números tales como 1, 2, 3, 4... ;
hacia el otro, puntos correspondientes a números tales como -1, -2, -3, -4...
Tendremos además otros puntos intermedios a los que les corresponderán números
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tales como 2,5, 7,34 ó -3, 28, o bien el conocido número π = 3,1415... Por decirlo
así, cada número “habita” en su correspondiente punto : no hay punto sin número ni
número sin punto. Estos números, que permiten numerar todos los puntos de la recta,
son llamados números reales. Por tanto, las preguntas anteriores acerca de los puntos
de la recta pueden ser reformuladas ahora en términos de números reales. ¿Cuántos
números reales hay ? Tantos como puntos : infinitos. ¿Cuál es el primer número real ?
No existe tal número. ¿Cuál es el último ? Tampoco existe. ¿Cuántos números reales
hay entre 0 y 3? Infinitos. ¿Cuántos hay entre 0 y 1,5 ? Infinitos. También hay
infinitos números reales entre 0 y 1, y así sucesivamente. Por pequeño que sea el
intervalo numérico que consideremos, habrá en él infinitos números reales. Entre dos
números reales cualesquiera hay infinitos otros.
Un libro corriente de 120 páginas está foliado por medio de un conjunto finito
de números naturales : 1, 2, 3, 4, .... 120. Pero el borgeano libro de arena no es un
libro corriente. El conjunto (infinito) de páginas que lo integran ha sido foliado con el
conjunto (infinito) de números reales. Así lo da a entender el relato : “Me dijo que su
libro se llamaba el libro de arena, porque ni el libro ni la arena tienen ni principio ni
fin.” Y también: “Apoyé la mano izquierda sobre la portada y abrí [el libro] con el dedo
pulgar casi pegado al índice. Todo fue inútil : siempre se interponían varias hojas
entre la portada y la mano. Era como si brotaran del libro”. Y también : “El número de
páginas de este libro es exactamente infinito. Ninguna es la primera, ninguna es la
última.” ¿Serán, me pregunto, los granos de arena del relato una metáfora de los
puntos de la recta? Probablemente.
Pero a lo antedicho podemos agregar algo más. En distintos textos, por caso en
“La ‫אּ‬doctrina de los ciclos”, Borges expone la teoría de los conjuntos infinitos del gran
matemático alemán George Cantor (1845-1918). Cantor fue capaz de desarrollar una
aritmética de los conjuntos numéricos infinitos, en la cual los (infinitos) números del
conjunto se consideran como un todo. En esta aritmética tan alejada del sentido
común y la intuición, se asigna a cada conjunto infinito un tipo de número llamado
transfinito. Se trata, sin duda, de una clase de objetos matemáticos que nada tienen
que ver con los modestos números naturales que empleamos en la vida diaria para
contar, pues no podemos contar los elementos de un conjunto infinito. En la teoría de
Cantor, a cada conjunto numérico infinito le corresponde un número transfinito, y el
que le corresponde al conjunto de los números reales se llama ‫( אּ‬alef). Hay ‫אּ‬
números reales. Hay ‫ אּ‬puntos en la recta. Y el libro de arena tiene, exactamente, ‫אּ‬
páginas.
El efecto devastador de estos relatos que Borges ha hecho crecer en el suelo
fértil de la matemática radica en su materialización de las entidades matemáticas. Las
extrae del mundo de la abstracción o de su hábitat platónico y las inserta en nuestro
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mundo cotidiano, en el cual tales entidades no tienen cabida, y de allí que sean
inconcebibles. Cantor fue criticado en su época por considerar al infinito numérico
como un todo (dicho con reminiscencias aristotélicas, un infinito no potencial sino
actual), pero los alef con los que opera hoy el matemático son, si se quiere, triviales :
los alef se suman, se multiplican, etc. En cambio el alef de Borges, materializado en
un sótano de la calle Garay, en el que se dan cita la localización y la simultaneidad de
todo suceso, es decir, la divinidad, es monstruoso. En el mundo real, las páginas de
un libro no son carentes de espesor, es decir, poseen tres dimensiones, y por ello el
espesor del libro de arena sería infinito, es decir, no sería un libro. En el relato de
Borges lo es, y por eso se presenta como un “objeto de pesadilla”. El autor logra
superponer aquí, magistralmente, la condición ideal del “libro matemático” con su
contrapartida material. Lo logra también cuando hace reflexionar al protagonista
acerca del riesgo que supondría quemar el libro de arena, porque el espesor del libro
conformaría una masa de papel igualmente infinita, y su combustión inundaría de
humo no sólo el planeta, como afirma Borges, sino también el universo todo.
Esta invasión de entes matemáticos en el mundo real, suerte de trayecto
inverso al de Alicia cuando atraviesa el espejo, está presente también en otros relatos.
En “El disco”, Borges arranca el círculo euclideano del plano, lo lanza a un espacio
tridimensional, lo materializa y lo convierte en el disco de Odín, que tiene un solo lado.
En esas condiciones, el comportamiento del círculo lo convierte en otro objeto
monstruoso. A veces, sin embargo, la pesadilla resulta de la súbita inadecuación de la
matemática para describir el mundo real. Para un matemático, la afirmación “2+2=4”
es tautológica, necesariamente verdadera, porque “2+2” y “4” son distintos nombres
para designar un mismo número. Por el contrario, la afirmación “2 manzanas + 2
manzanas = 4 manzanas”, que se refiere al mundo físico, es contingente : nos dice
que si reunimos dos manzanas con otras dos manzanas obtendremos un conjunto de
cuatro manzanas. El resultado no es necesario desde el punto de vista lógico, pero,
desde luego, nuestra sorpresa sería mayúscula si al agregar dos manzanas a otras dos
manzanas obtuviésemos un conjunto de tres o de cinco manzanas, pues confiamos en
la validez de las generalizaciones inductivas (siempre que hemos reunido dos pares de
objetos hemos obtenido cuatro objetos) o bien en la conocida afirmación de Galileo de
que el libro de la naturaleza está escrito en caracteres matemáticos. Sin embargo, tal
cosa no sucede en el relato de Borges “Tigres azules”, en el que, por ejemplo, nueve
discos, al ser divididos, pueden resultar en seiscientos. Lo aterrador del
comportamiento de estos discos no resulta de una refutación de la matemática,
inmaculada en su olimpo conceptual o platónico, en el que 2+2 será siempre igual a 4,
sino de la constatación de que se ha roto la legalidad de un mundo expresable en
términos matemáticos, tesis en la que descansan las ciencias físicas, y por tanto la
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conversión de un orden natural en otro quizás inaccesible para nosotros o bien en un


impredecible caos.

3. Borges: de la escritura a la lectura

Pero la fascinación de Borges por aspectos de la ciencia de su tiempo encuentra su


contrapartida en aquélla que provoca en sus lectores de formación científica. Como
cualquier otro lector, un científico puede apreciar narraciones como “El sur” o “La
intrusa”, pero no es aventurado conjeturar que su aprecio por los textos borgeanos
será mayor ante escritos tales como “El jardín de senderos que se bifurcan”, “La
biblioteca de Babel” o “La lotería en Babilonia”. Este particular interés puede ponerse
en evidencia señalando las numerosas citas de Borges que, a modo de analogías o
metáforas que remiten a determinadas facetas de la ciencia, aparecen en trabajos
científicos recientes. El bioquímico Alberto Boveris ha explorado este punto con el
recurso a los Citation Index, publicación periódica estadounidense que ofrece
citaciones de un par de miles de revistas internacionales de primer orden, con
rigurosos controles en cuanto a referato. Comprueba que, entre 1975 y 1994, Borges
es citado 54 veces, una cifra que, seguramente, se incrementaría si se tuviesen en
cuenta libros (en particular los de referencia, en donde los autores gozan de mayor
libertad en cuanto a reflexión y especulación), publicaciones de alta o mediana calidad
ignoradas por el Index, etc. Boveris estima que en tal caso el número de citaciones se
multiplicaría por una cifra comprendida entre 5 y 10, es decir, entre 270 y 540
citaciones en el período de veinte años considerado.
Permítaseme agregar, a una serie de ejemplos que señala Boveris, una reciente
constatación personal en el libro Representar e intervenir, del filósofo de la ciencia Ian
Hacking. Al referirse a los problemas que plantea el realismo científico, el autor
rechaza aquella imagen de Galileo (ya mencionada) según la cual Dios escribió un
libro de la naturaleza para que nosotros podamos leerlo con el recurso a la
matemática. Citando a Leibniz, Hacking afirma que Dios maximizó la variedad de
fenómenos y, a la vez, escogió las leyes naturales más simples, pero la consecuencia
de ello es que las leyes han de ser inconsistentes unas con otras, es decir, que cada
una tiene un contexto en el que se aplica pero ninguna es aplicable a todo. A esto
llama Hacking una fantasía argentina: Dios no escribió un solo libro de la naturaleza
sino una biblioteca, en la cual cada libro, inconsistente con todos los otros, no es
redundante, pues permite la comprensión y la predicción en un contexto determinado
del mundo físico, mas sólo en él. Dios, en suma, nos dice Hacking, habría escrito una
biblioteca de la naturaleza cuya estructura no es otra que la de la biblioteca de Babel.
¿Por qué la fascinación de los lectores científicos ante ciertos textos borgeanos
que presuponen alguna referencia, mediata o inmediata, al pensamiento científico? Si
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determinados aspectos de la ciencia han creado una tierra fértil para el crecimiento y
la maduración de la imaginación de Borges, el lector científico no puede menos que
interrogarse acerca de los frutos que el escritor ha cosechado. Pero éste es sólo el
comienzo de una respuesta. Algunas de ellas remiten al carácter fragmentario y
ensayístico de la obra de Borges como una suerte de expresión literaria de nuevos
paradigmas científicos, como el del caos, al parecer surgidos de la crisis de la
modernidad, lo cual convertiría a Borges en una suerte de filósofo de la ciencia
antipositivista. Más sencillas son las razones que invoca el biofísico y escritor Marcelino
Cereijido : “Hay un metabolismo social del conocimiento, que comienza con los
artistas, sigue con los ensayistas y, para cuando la ciencia toma un problema para
tratar de explicarlo, ya ha pasado mucha agua debajo de los puentes”. La ficción
borgeana, nos dice Cereijido, trata con territorios que quedan más allá del límite
entre orden y caos. Borges viaja al fondo del mito y de la historia y regresa con
aquellos cabos sueltos abandonados por la “estampida de la razón“. Por otra parte,
hace estallar el carácter disciplinar y la parcelación de la realidad que impone la
ciencia moderna, y en cierto modo propone una convergencia en la que hoy están
empeñados muchos científicos. Esta respuesta de Cereijido me resulta completamente
satisfactoria.
Es interesante constatar que, en ciertos casos, los lectores científicos invaden
el territorio de la creación borgeana con sus propios instrumentos profesionales y
ejercen una suerte de colaboración con el autor ampliando el texto escrito por Borges,
es decir, extraen consecuencias inesperadas que el propio autor no había previsto.
(Como pocas, la obra de Borges se presta admirablemente a ello.) Esta celebración de
la lectura, multiplicadora de textos, me parece, hubiese contado con la aprobación
entusiasta de quien escribió una biografía no autorizada de Tadeo Isidoro Cruz,
ignorada por José Hernández. Consideremos nuevamente, por caso, la singular
conformación del libro de arena. ¿Es posible abrir el libro en una página determinada?
Abrir un libro normal cuyas páginas están numeradas de 1 a 100 en la página 55 es
sencillo : se trata de partir (con los dedos) el conjunto de páginas en dos
subconjuntos. Basta un par de tentativas para lograrlo. A la derecha del lector se
tendrá el subconjunto de las páginas comprendidas entre la 55 y la 100; a la
izquierda, el de las páginas comprendidas entre la 1 y la 54, el número natural
anterior a 55. Pero en el libro de arena, si bien existe la página 55, no existe la
página anterior a la 55. La inexistente página debería corresponderse con un número
menor que 55, pero, sea cual fuere el número menor que 55 que escogiésemos,
habría infinitos otros números entre él y 55. El libro de arena podría ser abierto al azar
pero la probabilidad de encontrar, por tanteo, la página 55, es nula. Nunca podríamos
hallar de ese modo una página determinada. Para volver aún más imposible esa tarea,
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Borges distribuye los folios del libro de manera aleatoria, es decir sin respetar el orden
en que se presentan los números reales : a la página 32 puede subseguir la 500 000 y
a ésta la 3,4. El libro de arena se vuelve así todavía más misterioso. Además, ¿de que
serviría un índice del libro de arena, tan infinito como el propio libro? ¿Y qué decir, por
caso, si el comportamiento de los misteriosos discos de “Tigres azules” se extendiera a
toda la realidad ? Deberíamos abandonar el lenguaje matemático como gramática del
mundo físico. El libro de la naturaleza ya no estaría escrito en caracteres matemáticos,
aunque podría estarlo, por ejemplo, en caracteres musicales. De ser así, tal vez
podríamos fundar una nueva física en la cual el conocimiento se expresara por medio
de una serie de partituras musicales y las clases o exposiciones públicas sobre el
orden natural obligaran a la utilización, por caso, de un clavicordio.
Esta indagación acerca de las características de los “objetos literarios” creados
por Borges a partir de sus propias lecturas científicas admite otras modalidades.
Estimar las dimensiones de objetos literarios no es asunto nuevo. A fines del siglo XVI,
Galileo dictó en la Academia florentina una conferencia sobre la estructura, la
ubicación y el tamaño del infierno de Dante, en la que propuso una topografía del
mismo a partir de rigurosas consideraciones geométricas. Para calcular las
dimensiones de los sucesivos círculos infernales infirió previamente, según la
información que proporciona Dante, el tamaño del mismísimo Satanás, que resultó ser
un gigante de más de un kilómetro de altura. Leonardo Moledo ha hecho algo similar
con la biblioteca de Babel, biblioteca que, por contener todos los libros que resultan de
combinar un número finito de símbolos, es enormemente vasta pero no infinita. El
número de libros allí presentes es de 101 836 800
, es decir, un uno seguido de 1 836
800 ceros. Si estos libros se acomodaran de tal modo de conformar una compacta
esfera, ésta tendría un tamaño enormemente mayor que la del universo según las
estimaciones cosmológicas actuales: la biblioteca de Babel no cabría en el universo.
Tiene razón Moledo cuando afirma que, en vista de estas dimensiones, Borges ha
construido el objeto literario de mayor tamaño de toda la historia de la literatura. Pero
permítaseme ahora una especulación personal : ¿cuántas bibliotecas de Babel caben
en el libro de arena? Puesto que la cantidad total de folios de los libros almacenados
en la biblioteca es un número muy elevado pero finito, habrá lugar en el libro de arena
para todos esos folios y aún para los folios de otra biblioteca de Babel, y para los de
otra, y los de otra... y así interminablemente. En el libro de arena caben infinitas
bibliotecas de Babel. (Borges así lo sugiere en la nota al pie de página con la cual
finaliza “La biblioteca de Babel”, con una pertinente referencia al matemático
Bonaventura Cavalieri.)
En otros casos, finalmente, el texto borgeano actúa como una suerte de test
proyectivo que permite reflexionar acerca de ideas científicas recientes (seguramente
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desconocidas por Borges) quizás desde una perspectiva novedosa. El biólogo


uruguayo Eduardo Mizraji lo expone de este modo: “La obra de Borges parece un
misterioso espejo en el que nuestras ideas o nuestras incertidumbres se reflejan de
modo tal que, contraviniendo las leyes usuales de la reflexión, nos son devueltas con
más nitidez y brillo. La enorme inteligencia de Borges, la fuerza de su pensamiento,
introdujeron en sus escritos un complejísimo material que posee el poder de
reconfigurar, precisar y enriquecer ideas confusas y desdibujadas que a veces los
científicos tenemos en nuestra mente cuando vamos a sus textos”. A propósito de los
recientes estudios sobre las bases biológicas de la memoria, nos recuerda Mizraji que
un signo de nuestra identidad humana es poder abreviar, conceptualizar, es decir,
hacer que la realidad sea aprehensible por medio de su capacidad de condensar la
complejidad del mundo en unidades simples. Podemos pensar porque nuestra
memoria es imperfecta. Una memoria minuciosamente perfecta es incompatible con la
conceptualización y por ende con el pensamiento, que sólo es posible a condición de
que el cerebro humano pueda llevar a cabo olvidos estratégicos de aquello que es
levemente diferente. Tal es la imposibilidad y el amargo drama de Funes (“mi
memoria, señor, es como vaciadero de basuras”) pero también la desmesura de los
cartógrafos que, en “Del rigor en la ciencia”, diseñan un inútil mapa del imperio del
tamaño del imperio. El espejo de estos textos devuelve a Mizraji una reflexión ética :
la desmesura de la información, inabarcable para la mente humana, insinúa hoy un
“mundo de pesadilla” que bien podría ser el nuestro a breve plazo. Ello es así en virtud
de la casi infinita potencialidad de las bases de datos computarizadas que, a modo de
un Funes colectivo y planetario, todo lo almacenan. Es nuestra responsabilidad,
concluye Mizraji, impedir que los cartógrafos del imperio sean nuestra realidad futura.

4. A modo de conclusión: Borges y las dos culturas

Alguna vez será necesario analizar con las herramientas críticas pertinentes la
naturaleza y posibilidades de lo que he llamado la dimensión ficcional de la ciencia,
que tanto ha subyugado y subyuga a los maestros de la ciencia ficción, pero también,
por caso, a Stanislaw Lem o a Italo Calvino. De llevarse a cabo este proyecto, una
tarea multidisciplinaria que incluiría necesariamente la participación de científicos, me
atrevo a afirmar que Borges será no sólo un referente ineludible en materia de
producción literaria sino también que en sus escritos encontraremos las claves para
encarar la empresa. Pero para ello habrá que superar esa perniciosa fragmentación
cultural característica de los tiempos modernos, en particular aquella que sitúa a la
ciencia, la literatura, el arte o la filosofía en compartimientos estancos. Nuestra
condición de especialistas acentúa la feudalización del conocimiento y la expresión al
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trágico costo de una lamentable mutilación cultural. La cosmología y la astrofísica


tratan sobre el universo, asunto que debería importar a todo aquél que siente que no
vive en una cáscara de nuez, mientras que la poesía sitúa a los hombres con relación
a sus límites: la poesía no descubre galaxias, pero, a la vez, no hay ciencia del amor o
la muerte. No es asunto de jerarquías sino de modos distintos de convivir con la
condición humana, indispensables ambos. Al fin de cuentas, tales indagaciones, la del
cosmólogo y la del poeta, parecen satisfacer una necesidad común: probar que somos
infinitos, aunque los infinitos con los que tropezamos, paradójicamente, acaben no
sólo por no colmarnos sino que nos revelan nuestra esencial finitud. El abismo con el
que trata la cosmología del físico nos destina la indiferencia, no menos que el que
descubre la poesía cuando ésta nos sumerge en el absurdo, por omisión, por ausencia,
por las voces del silencio que convoca. Decía Antonio Porchia : No descubras, que
puede no haber nada. Y nada no se vuelve a cubrir. ¿Debo aclarar que, cada uno a su
modo, el cosmólogo y el poeta se atreven a descubrir, a riesgo de que, para nosotros,
no haya nada?
La creatividad, el sentido de la belleza, el recurso a la intuición, la especulación
y la fantasía son patrimonios comunes del artista y el científico, aunque el
pensamiento de éste deba ceñirse a ciertos controles metodológicos que
necesariamente limitan el alcance de sus afirmaciones. Bertrand Russell, a propósito
de Einstein, escribe que las teorías de éste “emergen como una imprevista intuición
imaginativa, como le sucede a un poeta o a un compositor musical”. El propio Einstein
afirmaba que un hallazgo científico presupone previamente alcanzar “un estado
emotivo que se asemeja al de un hombre profundamente religioso o al de un
enamorado”, a la vez que mencionaba haber sido perseguido por visiones mientras
reflexionaba sobre problemas científicos irresueltos. (La visón de “un hombre montado
en un rayo de luz” lo habría conducido a la teoría especial de la relatividad.) El químico
Kekulé halló la solución al problema de la estructura teórica de la molécula del
benceno luego de haber soñado con cadenas de átomos que en el sueño se
manifestaban como serpientes en incesante movimiento. Términos tales como
"simplicidad", "belleza" y “armonía” aparecen con frecuencia en los escritos de muchos
científicos como criterios estéticos de verdad. El astrónomo Johannes Kepler,
fuertemente influido por el hermetismo renacentista, adhirió al sistema de Copérnico
invocando exclusivamente la “arrebatadora belleza” de la teoría heliocéntrica, con la
cual su autor pretendía restablecer la armonía que Platón, siglos atrás, había exigido
de la astronomía. Para Paul Dirac, uno de los mayores físicos del siglo XX, "es más
importante la belleza de nuestras ecuaciones que su ajuste experimental". Dicho de
otro modo, el camino hacia las teorías científicas transita muchas veces por territorios
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similares a los que suele visitar el artista, como señalaba Saint-John Perse en su
célebre discurso de recepción del premio Nobel.
Al comienzo de esta exposición mencioné una cita de Borges a propósito de
Valéry, aquél que ha practicado “los lúcidos placeres del pensamiento y las secretas
aventuras del orden”. Pertenece a “Valéry como símbolo”, un texto incluido en Otras
inquisiciones. El símbolo es el de un hombre “infinitamente sensible a todo hecho y
para el cual todo hecho es un estímulo que puede suscitar una infinita serie de
pensamientos”. ¿Cómo no pensar en el propio Borges, de quien Rodríguez Monegal ha
dicho que todo lo que lee se convierte en escritura? Al considerar los ingredientes
filosóficos, religiosos o científicos que enriquecen su obra (convertidos, desde luego,
en literatura) sabemos que estamos en presencia de esa clase de raros escritores que
Boris Vian caracterizaba diciendo que no levantan muros entre ellos y los distintos
ámbitos del conocimiento. Me parece que la explícita decisión de Borges de rechazar
una concepción feudal de la cultura es otra lección del maestro que sus lectores, de
una buena vez, deberíamos aprender. .

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