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Cuaderno de Pedagogía

R O S A R I O

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Tomaz Tadeu da Silva (Brasil)
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Impreso en Rosario, Argentina, 2001

Cuaderno de Pedagogía Rosario es una publicación semestral realizada por el Centro de Estudios en Pedagogía
Crítica. Los trabajos, colaboraciones, correspondencia y todo pedido de información deben dirigirse a:
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Cuaderno de Pedagogía
R O S A R I O

índice:

Editorial ........................................................................................................ 5

Dossier

POSTESTRUCTURALISMO Y EDUCACION

Un manifiesto posestructuralista para la educación


Tomaz Tadeu da Silva ............................................................................... 7

Principio de alteridad e ilusión de autoproyección


Tientos para la supervivencia de la pedagogía
Francisco Jódar ........................................................................................ 13

El pliegue: psicología y subjetivación


Miguel Domènech, Francisco Tirado y Luda Gómez ................................ 27

¿Qué es el post-estructuralismo?
Michael Peters ......................................................................................... 39

Lenguaje y educación
Jorge Larrosa ........................................................................................... 67

La infancia en el discurso mediático


Cristina Corea .......................................................................................... 85

Historia y memoria: ¿una relación?


Historia y militancia o historia militante
Pablo Hupert e Ignacio Lewkowicz ......................................................... 91

Investigaciones
El proyecto HISTELEA (Historia Social de la Enseñanza de la lectura y escritura en la Argentina)
Héctor Rubén Cucuzza y Pablo Pineau ................................................... 101

Reseñas bibliográficas ............................................................................ 123


Cuaderno de Pedagogía

El pliegue: psicología y subjetivación

Miguel Doménech*
Francisco Tirado*
Lucía Gómez**

*Universidad Autónoma de Barcelona


**Universitat de Valencia

El mito de la interioridad en psicología


H
ace ya más de dos décadas que las ciencias sociales asisten a la muerte del Sujeto. Bajo la
expresión “crisis del self” se critica y rechaza la definición de un sujeto universal, estable,
unificado, totalizado y totalizante, interiorizado e individualizado. Hace ya más de veinte
años que el sub-jectum no es el sol sobre el que gira nuestro pensamiento social. En su lugar
han aparecido nuevas imágenes. Se habla de subjetividad distribuida, socialmente cons-
truida, dialógica, descentrada, múltiple, nómada, inscripta en la superficie del cuerpo, creada
en el habla, situada, etc. En ese cambio, lo psicológico abandona el espacio privado e
intransferible de las psiques individuales para alojarse en las encrucijadas y vericuetos que
marca el estar-en-el-mundo con otros seres humanos (Kvale, 1992).

Esta crisis del "self" posee, ciertamente, largas raíces y una gestación complicada. Para
seguir brevemente ese hilo genealógico, observemos durante un instante los dictados del
sentido común. En él, pretender que lo psicológico no es una cuestión individual sino más
bien un evento social atenta directamente contra evidencias incuestionables. Pensar es algo
que atañe a nuestras cabezas, lo producimos nosotros, lo manejamos a voluntad y lo
frenamos cuando nos apetece. Persiste la imagen de una experiencia privada, intransferible,
incuestionable e irrenunciable dado que define nuestra propia condición humana. Así, se
afirma que aquello que nos diferencia de los animales no es más que nuestra capacidad
reflexiva, la posibilidad de representarnos como entidades propias, la habilidad de ser
conscientes de nuestra mismidad. Semejantes imágenes entroncan con una larga tradición
cultural. Como ha argumentado Taylor (1989), la tendencia a situar en un espacio interior
todo lo que tiene que ver con el alma, la subjetividad, lo mental, la moral o la virtud se
remonta a concepciones cristianas, San Agustín es el ejemplo más palpable de ese ejercicio,
y adquiere su formulación más acabada en la obra de Descartes. En la obra de este padre de
la modernidad, es posible hallar la justificación filosófica, more geométrica, para la distinción
entre un mundo "interior" y otro "exterior". El primero poblado por conjuntos y series de
entidades mentales, pensamientos e ideas que, en sí mismas, son independientes del
segundo, espacio relegado para lo material, lo inerte y lo mecánico. Nuestro sentido común
no ha hecho más que convertirse en caja de resonancia de tal diagrama.

Este ha planteado dos problemas aparentemente irresolubles que han perseguido a la


epistemología moderna durante dos siglos y que siguen ocupando a una psicología que no
consigue romper con la herencia cartesiana. Por un lado, cuanta mayor certeza detentamos
sobre nuestra existencia mental como mundo interior, más problemas tenemos para no
dudar de la existencia de la realidad exterior y de la verosimilitud de otras mentes
pensantes. El abismo entre el ámbito interior y el exterior parece ensancharse. Se vuelve
insalvable. Por otro lado, seguir a Descartes hasta el final nos pone en el aprieto de explicar
cómo esas entidades mentales han sido engendradas, producidas en ese reino secreto y
privado que es nuestra interioridad.

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Esta concepción del ser humano adquiere inmediatamente en la psicología la forma del
individualismo metodológico, denominador común de diversos enfoques teóricos. A partir de
éste, la única materia relevante para el investigador son decisiones privadas tomadas por
individuos que operan en un exterior más o menos hostil y del que intentan sacar los
máximos beneficios. En esa misma línea, el recurso al cerebro como 'locus' específico de la
actividad mental no hace sino reforzar ese dispositivo metodológico al esencializar los
procesos cognitivos y soslayar el papel que desempeñan en la conformación del pensamiento
las prácticas culturales y las producciones sociales. El análisis del individuo como,
esencialmente, un procesador de información, implica, en primer lugar, que los procesos
cognitivos se convierten en el centro de la reflexión científica y, en segundo lugar, que tales
procesos están localizados en nuestro interior y son susceptibles, a través de diversos
procedimientos, de examen y descripción (Bruner, 1990).

Del ser psicológico al ser social

Sin abandonar este dualismo interior-exterior, reflejado en innumerables tensiones, por


ejemplo individuo-sociedad o agencia-estructura, distintas perspectivas originadas en el seno
de las ciencias sociales han insistido en la idea de que es preciso prestar más atención a lo
que queda fuera del espacio interior para comprender lo mental, lo subjetivo, la identidad
misma. No podía ser de otra manera. Para todas esas perspectivas, la definición de ser
humano en términos de "ser social" antes que "ser psicológico" es tanto el punto de partida
de su reflexión como su propia definición identitaria.

De hecho, podría decirse que disponemos de una versión débil y de otra fuerte para
pensar al ser humano como seres sociales (Bakhurst y Sypnowich, 1995). La versión débil
implica aceptar que nuestra identidad toma forma a partir de poderosas influencias externas.
Nociones como las de internalización, educación o socialización remiten a la idea de que
nuestro espacio interior se configura a partir del efecto que sobre él ejerce el espacio de lo
social o lo cultural, y sirven para plantear cómo la estructura de la sociedad se refleja en la
estructura del self y genera individuos competentes en sus contextos sociales (Widdicombe,
1998). En tales versiones, la subjetividad pre-existe a las ulteriores influencias. Simplemente
recibe su 'forma' del exterior. Es in-formada desde fuera. Por el contrario, en la versión
fuerte se cuestiona la misma posibilidad de que preexista interior alguno al margen de cier-
tos procesos constitutivos que tendrían siempre su origen y localización en lo exterior, en lo
social:

"Así, el proceso de internalización no es la transferencia de una actividad externa a un ‘plano


de conciencia' interno pre-existente: es el proceso en el cual este plano se forma"
(Leontiev, 1981; citado en Bakhurst y Sypnowich: 6)

Esta versión fuerte pretende una disolución definitiva de la dicotomía interior-exterior. La


superación del abismo que hay entre un mundo privado e interior y uno externo y público
constituye, desde hace bastantes años, el caballo de batalla esencial en los denominados
construccionismos sociales. En todas sus versiones, se rechaza tanto la posibilidad de hablar
de una psique aislada y ajena a los contextos socioculturales que la producen, como de una
identidad que se moldea e in-forma bajo la acción de un mundo exterior. Lo que llamamos
subjetividad no es sino parte del tejido relacional, del entramado social en el que todo
individuo está siempre imbuido:

"Se asume, en otras palabras, que lo que llamamos entidades mentales pertenecen a la
discursividad en la que baña, y de la que está hecho en parte, todo ser social. Cuando se
rechaza la dicotomía interior/exterior, la "realidad psicológica" se presenta bajo otras
características y se abren nuevas perspectivas para su investigación" (Doménech e Ibáñez,
1998:19)

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Así, actividades tradicionalmente consideradas como propias del mundo interior aparecen
ahora dotadas con un carácter eminentemente social y cultural: pensar ya no es un proceso
psicológico sino un proceso de argumentación colectivo (Billig, 1987); la memoria ya no es
una posesión individual sino un bien compartido basado en la interacción continua de los
miembros de una comunidad determinada (Middleton y Edwards, 1990). En suma, lo que
antes denominábamos mente se convierte en un dispositivo esencialmente retórico. De este
modo, los construccionismos sociales enfatizan el papel determinante que posee lo
lingüístico, lo discursivo y el significado en la constitución de nuestros mundos mentales:

"En lugar de contemplar el estudio del discurso como un camino hacia la vida interior de los
individuos, sea ésta procesos cognitivos, motivaciones o algún otro material mental, nosotros
vemos las cuestiones psicológicas como construidas y desplegadas en el discurso mismo"
(Edwards y Potier, 92: 127)

Límites del construccionismo social: el logocentrismo

Todas estas propuestas comparten un mismo y único centro de gravedad: el "yo" es un


relato que emerge esencialmente a partir de las propiedades del lenguaje, del discurso y/o
del significado. Un buen ejemplo lo tenemos en una de las parejas fundadoras del
construccionismo social:

"No sólo narramos nuestras vidas como relatos, sino que en un sentido importante nuestras
relaciones son vividas también en una forma narrativa" (Gergen y Gergen, 1988: 18).

Desde esta perspectiva, la subjetividad se constituye en el uso y elaboración de un


complejo de narrativas, discursos, conversaciones, actos de habla o significados que la
cultura pone a nuestra disposición y manejamos en las realidades interaccionales que
habitamos. Sin embargo, estos análisis aunque suponen un paso adelante en la denuncia del
esencialismo naturalista dominante en las explicaciones psicológicas, flaquean en la
concepción que manejan de lo lingüístico y lo discursivo y por ello, también en la concepción
de lo "social" (Doménech, 1998). En ellos, el lenguaje no es más que una suerte de "habla",
negociada exclusivamente entre individuos ubicados en una situación concreta y a través de
significados producidos en la interacción, también exclusiva, de esos individuos. En tanto que
"habla", esos estudios reproducen un modelo banal de la comunicación. Por un lado pre-
sentan unas partes implicadas, individuos humanos; por otro unos recursos lingüísticos,
palabras, relatos, explicaciones, historias, atribuciones... con los que se elaboran mensajes
que establecen intenciones, mueven a la acción, persuasión y actúan sobre otras personas.
Por un lado, tenemos un canal, por otro, un problema: el éxito o fracaso de la interacción.
Como puede observarse, nada nuevo: el viejo modelo comunicacional. Estas propuestas
ponen en el corazón de las actividades productoras de sentido y significado, las relaciones
entre agentes humanos. Así, el ser humano es definido de modo acrítico como un agente que
se construye a sí mismo como "yo" proporcionando a su vida la coherencia de una narrativa.
Desplegando y utilizando recursos lingüísticos. Como señala Rose (1996), el "yo", en tanto
que virtud o capacidad de narrarse de diversas maneras, es re-invocado implícitamente
como una exterioridad a ese evento lingüístico que ya está en sí mismo unificado y
totalizado. De esta manera, estos enfoques acaban manteniendo viejos dualismos
(sujeto/objeto, naturaleza/sociedad...), aunque su propósito sea deshacerlos. Y sólo rompen
aparentemente con la imagen clásica de Sujeto porque no consiguen escapar del
logocentrismo y de la circularidad que encierra su modo de entender la conformación de
subjetividad.

Deleuze: subjetivación y pliegue

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"Basta comprender -y ante todo ver y tocar- las montañas a partir de sus pliegues para
que pierdan su dureza, y para que lo milenario se convierta de nuevo en lo que es, no
permanencia sino tiempo en estado puro, flexibilidad. Nada es más turbador que los
movimientos incesantes de lo que parece inmóvil. Leibniz diría: una danza de partículas
arrollándose en pliegues" (Deleuze, Conversaciones)

Y es que la crítica más radical y la propuesta más alternativa a la imagen convencional de


la subjetividad hay que buscarla en otra parte. En este sentido, el pensamiento de Deleuze
se presenta como una vía, como una salida que nos permite pensar la subjetividad al margen
de los presupuestos en los que la psicología -de muy diversas formas- continúa atrapada. La
crítica para Deleuze no consiste en justificar sino en procurar otra sensibilidad, para ello,
crea, "fabrica" conceptos que rompen con las modalidades dominantes de pensar y
representar la subjetividad y que son inseparables de nuevos perceptos (nuevas maneras de
ver y escuchar) y de nuevos afectos (nuevas maneras de sentir). Conceptos y no metáforas
porque la metáfora implica una relación con algo que ya existe, remite a un significado
previo mientras que los conceptos actúan como imágenes performativas (Braidotti,1995) que
no reducen el lenguaje a logos porque más que significar buscan cartografiar futuros parajes,
"construir una región en el plano, añadir una región a las existentes, explorar una nueva
región, llenar un vacío"(Deleuze, 1996: 234). Conceptos como haecceidad, cuerpo sin
órganos, nómada, agenciamiento, devenir, máquina abstracta, espacio liso, rostridad,
territorio, rizoma, pliegue, líneas molares, líneas moleculares, líneas de fuga que sirven para
combatir la primacía del verbo ser, y por ello, remiten siempre a circunstancias: ¿en qué
caso? ¿dónde y cuándo? ¿cómo? y nunca a esencias, dibujando una subjetividad en
movimiento y continuamente producida. Así, Deleuze, frente a una idea de Sujeto
esencializado dotado de una identidad unitaria, autónoma, privada, estable, de contornos
fijos, nos ayuda a perfilar formas de subjetividad múltiples, heterogéneas, de confines
fluidos.
Deleuze lleva a cabo una genealogía de la subjetividad donde analiza los procesos de
subjetivación. De hecho, para Deleuze sólo hay procesos y pueden ser procesos de
unificación, de subjetivación, de racionalización. Examina la génesis de la subjetividad en un
momento y en un nivel previo a la individuación entendida como entidades del tipo
"sustancias" o "sujetos". Intenta, como señala Foucault:

“pensar intensidades más bien (y antes) que cualidades y cantidades, profundidades más
bien que longitudes y anchuras; movimientos de individualización antes que especies y
géneros y mil sujetos larvarios, mil pequeños yo disueltos, mil pasividades y hormigueos allí
donde ayer reinaba el sujeto soberano"
(Foucault,1994: 86)

Nos muestra así un territorio poblado de singularidades pre-individuales: intensidades,


profundidades, movimientos, sujetos larvarios... la generación de subjetividades no consiste
en la demarcación de los límites de un yo, enclaustrado e interior sino que es el efecto de
una función u operación que siempre se produce en la exterioridad de ese yo. El sujeto ya no
es una unidad-identidad sino envoltura, piel, frontera: su interioridad se desborda en
contacto con el exterior.

Deleuze sustituye la lógica del ser por la lógica de la conjunción, sustituye el "es" que
identifica por el "y" que relaciona: la identidad por la multiplicidad. Y el sujeto sería, por
tanto, el espacio de conexión o de ensamblaje, continua pre-posición, un pliegue del
exterior. El pliegue. Esta figura hace referencia a procesos, relaciones de movimiento y
descanso, capacidades de afectar y ser afectado, define, pues, modos de individuación que
no corresponden a un sujeto y que por ello, no precisan el recurso a metateorías psicológicas
o lingüísticas. Como señala Rose desde el propio ámbito de la psicología:

"El ser humano, aquí, no es una entidad con historia, sino el blanco de una multiplicidad
de tipos de trabajo, más como una latitud o una longitud en la cual interseccionan diferentes
vectores a diferentes velocidades. La 'interioridad' que tantos se sienten compelidos a

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diagnosticar no es la de un sistema psicológico, sino una superficie discontinua, una especie


de plegamiento de exterioridad"
(Rose, 1996: 37)

Así, a partir de las propuestas deleuzianas, Rose (1996, 1999) plantea que la imagen de
un “self” dialógico defendida desde el construccionismo social es insatisfactoria. Ofrece sólo
un análisis parcial de nuestra realidad social. Desde su punto de vista, es el momento de
resistir la tiranía del dispositivo lenguaje-discurso-significado a la hora de pensar la
subjetividad. Y en este sentido, el pliegue sirve para desplazarnos de las anatomías mentales
imaginarias y lingüísticas que han fabricado nuestras ciencias sociales a un universo de flujos
o líneas de fuerza generadas en las conexiones entre órganos y objetos o artefactos, entre
seres humanos y espacios, entre sujetos y escuelas o talleres, entre instituciones. La
subjetivación entendida como pliegue es un proceso de agrupación, de agregación o
conglomerado, de composición, de disposición o agenciamiento, de concreción siempre
relativa de lo heterogéneo: de cuerpos, vocabularios, inscripciones, prácticas, juicios,
técnicas, objetos... que nos acompañan y determinan. En ella, se prima la parte molecular,
fragmentada, incierta por encima de cualquier objeto total y acabado, evidente y manifiesto,
rompiendo así con las viejas dicotomías articuladoras de las ciencias sociales:

"(...) los pliegues incorporan sin totalizar, internalizan sin unificar, reúnen discon-
tinuamente en la forma de pliegues que producen superficies, espacios, flujos y relaciones"
(Rose, 1996:37).

Lenguaje, multiplicidad y agenciamiento

Por ello, Rose propone que el pensamiento social gire, no hacia el signo o la comunicación,
sino hacia la analítica de los dispositivos en los que éste emerge como tal, con cierto sentido
y valor interaccional. En esta analítica, el lenguaje sería simplemente otro elemento entre los
muchos que componen los distintos agenciamientos o disposiciones en que nos vemos
implicados.

La subjetivación no se refiere tanto al lenguaje y a sus propiedades internas como a un


agenciamiento o disposición de enunciación. Las relaciones entre signos siempre están
agenciadas, conectadas, ensambladas en otras relaciones. Y nuestras prácticas no habitan o
se localizan en espacios de significado y negociación entre individuos homogéneos, amorfos
y asépticamente funcionales. Están siempre localizadas en establecimientos y procedimientos
particulares. Si aceptamos que el lenguaje está organizado en regímenes de significación,
que a través de éstos es distribuido en espacios, tiempos, zonas, estratos y aceptamos que
está ensamblado junto a otros regímenes prácticos de cosas, cuerpos y fuerzas, entonces la
construcción de la subjetividad adquiere otra apariencia. Preguntas como: ¿quién habla?,
¿según qué criterio de verdad?, ¿desde qué lugares?, ¿en qué relaciones?, ¿actuando de qué
manera?, ¿apoyándose en qué hábitos y rutinas?, ¿autorizado de qué manera?, ¿desde qué
lugares y espacios?, ¿bajo qué formas de persuasión, sanción, mentira y crueldad? pasan a
un primer plano y delimitan la actividad del pensamiento social. No se trataría de conocer el
significado de una palabra, frase, relato o narración; ni se trataría de conocer qué connota o
qué denota. Más bien, el problema es con "qué" se conecta, en "qué" multiplicidades se
implica, con "qué" otras multiplicidades ensambla. Para el análisis de la producción de
subjetividades, no necesitamos semánticas ocultas, sino el esclarecimiento de regímenes de
producción de conexiones superficiales. Se trata de ver qué hace el lenguaje, con qué co-
necta y para qué. Sus efectos son sólo una parte de este entramado. El lenguaje no debe
tomarse como materia prima y primaria en la constitución de la subjetividad, sino más bien
como parte de un complejo mayor. Lo lingüístico y lo discursivo estabilizan relaciones y
generan relaciones, por supuesto, pero no son en esencia asuntos interaccionales e
interpersonales. Lo que hace posible cualquier relación o intercambio es un régimen de
lenguaje, incorporado en prácticas que capturan a los seres humanos de diversas formas,
inscriben, organizan, forman la producción de ese mismo lenguaje.

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¿Dónde están los objetos?

Es cierto que los análisis basados en el discurso y lo lingüístico suponen una propuesta
que evita la referencia a un lugar interior, pero al exteriorizar la subjetividad nos presentan
un exterior poblado exclusivamente por seres humanos y sus relaciones que son las
entidades que tienen el privilegio y el estatus de explanans mientras que otras entidades,
por ejemplo, los objetos tecnológicos siempre son excluidos y tratados como explanandum.
De este modo, el esencialismo naturalista es sustituido por un esencialismo social que no se
problematiza y que sigue justificando la dicotomía naturaleza/sociedad.

Para romper con esta dinámica se hace necesario llevar a cabo una sociología simétrica
(Domènech y Tirado, 1998) en la que se reconozca que humanos y no-humanos forman
parte del mismo colectivo. Esta es, sin duda, la principal aportación de la Teoría del Actor-
Red (Callon, 1986; Latour, 1987; Law, 1994), nacida en el seno de los estudios de la ciencia
a partir de los planteamientos de Michel Serres. A pesar de constituir una teorización
enormemente compleja, si hay algo que pueda resumir de alguna manera la aportación de la
Teoría del ActorRed es, precisamente, su apuesta por una redefinición de lo que significa la
reflexión social. En lugar de seguir ampliando la fractura entre lo humano y lo no-humano, lo
social y lo natural, la Teoría del Actor-Red recupera el papel de lo tecnológico, de los objetos,
de lo natural, en las explicaciones sobre cuestiones que se han venido reivindicando como
ajenas a esa clase de elementos: las relaciones de poder, las dinámicas institucionales o la
constitución de subjetividades, por poner sólo algunos ejemplos, aparecen bajo una nueva
luz al dejar de considerarlos como procesos que única y exclusivamente tienen que ver con
humanos.

En esta línea, Serres (1994) precisamente al hablar del pliegue señala la importancia de
los objetos, de lo que no es meramente corporal y/o humano. El pliegue permite el mínimo
espacio que la vida necesita para tener lugar: "sólo habito en pliegues, sólo soy pliegues"
(Serres, 1994: 47). Para Serres, no hay vida humana sin diferencia, precisamos de un
pliegue donde retiramos, aunque sólo sea durante un pequeño lapso de tiempo. Confundidos
permanentemente en la colectividad, de ser verdaderamente animales políticos, perderíamos
nuestra condición humana. Precisamos de algo que nos permita diferenciarnos, una
membrana que nos procure un límite. Y lo que permite que aparezca la mínima diferencia es
de carácter objetual, una pertenencia, una propiedad. Al defender este planteamiento -del
que aquí no damos cuenta sino de manera muy sesgada, Serres saca a colación la vida de
vagabundos consumados, pobres de solemnidad carentes de casi todo. Y en el "casi" radica
la cuestión. Diógenes, San Francisco, Jesucristo, caracterizados por su renuncia de los bienes
materiales no pueden evitar poseer alguna propiedad, algo que no tenga nada que ver con
los demás. El tonel es la propiedad de Diógenes -tomando propiedad en su doble acepción:
aquella cosa que es poseída y atributo o cualidad esencial de una persona como la
porciúncula lo es de San Francisco o la túnica de Jesucristo.

Así, siguiendo a Serres, podemos decir que no hay vida humana sin al menos un objeto. El
pliegue mínimo aparece en la relación con un objeto. La subjetividad, en este sentido, es
siempre un dispositivo que requiere al menos de la relación con un objeto. No se puede
hablar de procesos de subjetivización sin referirse a pliegues, pero no puede hablarse de
pliegues sin referirse a lo objetual. Tal planteamiento, por otra parte, guarda coherencia con
la cosmovisión serresiana que implica en una misma red, al mundo, a los aparatos y a
nosotros mismos:

"¿Podemos decir que esta armonía es tan nueva bajo el Sol? Cuando indicaba la hora del
equinoccio y la posición, en latitud, del lugar, el eje del cuadrante solar escribía, en otros
tiempos, sobre la tierra, él solo, unos resultados que nos adjudicábamos nosotros: esa
inteligencia sutil, ¿tenemos que llamarla propia, interior a nuestras neuronas y vinculante de una
sociedad de cerebros, o remitirla a las herramientas, artificial, pues; o referirla al mundo, que

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traza, automáticamente, sobre sí, la longitud sombreada de su propia luz? ¿Cuál de las tres,
cultura, técnica o naturaleza, goza de esta función? Elija si se atreve!"
(Serres, 1994: 125)

El movimiento del pliegue: política y poética de lo que somos

Pensar los procesos de subjetivación como pliegue implica, como hemos visto, despojar al
Sujeto de toda identidad (esencialista) y de toda interioridad (absoluta) y al mismo tiempo,
reconocer la posibilidad de transformación y de creación que dejan abierta. En otras
palabras, el pliegue nos permite pensar los procesos por los que el ser humano se desborda
y va más allá de su piel sin recurrir a la imagen de un Sujeto autónomo, independiente,
cerrado, agente... sino precisamente en base a su carácter abierto, múltiple, inacabado,
cambiante... Ahora, el problema ya no sería tanto inquirir sobre qué tipo de sujeto es
producido como plantear qué puede hacer el ser humano, qué capacidad de afectar y de ser
afectado tiene en un dispositivo concreto. Esa capacidad no es, ni mucho menos, una
propiedad de la carne, el cuerpo, la psique, la mente o el alma. Es, simplemente, algo
variable, producto o propiedad de una cadena de conexiones entre humanos, artefactos
técnicos, dispositivos de acción y pensamiento. En esta dirección van las palabras de Serres:

"¿Quiénes somos? La intersección, fluctuante en función de la duración, de esta variedad,


numerosa y muy singular, de géneros diferentes. No dejamos de coser y tejer nuestra propia
capa de Arlequín, tan matizada o abigarrada como nuestro mapa genérico. No procede pues
defender con uñas y dientes una de nuestras pertenencias, sino multiplicarlas, por el contrario,
para enriquecer la flexibilidad. Hagamos restallar al viento o danzar como una llama la oriflama
del mapa-documento de identidad" (Serres,1994: 200)

En este punto, es necesario resaltar que precisamente el concepto de pliegue es utilizado


por Deleuze para explicar la posibilidad -que lanza Foucault en sus dos últimos libros- de un
sí mismo constituido como núcleo de resistencia frente a poderes y saberes establecidos.
Foucault, señala Deleuze (1987, 1996), tras haber analizado las formaciones de saber y los
dispositivos de poder, es decir, los estados mixtos de poder-saber que nos constituyen,
atraviesa un impasse donde se plantea la posibilidad de ir más allá del poder-saber, de
franquear el límite que prescriben, de "pasar al otro lado". Así, los volúmenes II y III de
Historia de la sexualidad marcan un punto de inflexión, de transición en la obra foucaultiana
porque -sin renunciar a su concepción del sujeto como forma constituida históricamente y no
como norma constituyente- concibe los procesos de subjetivación como ensayo, como
proceso ético y estético que busca producir modos de existencia inéditos. Y es aquí donde
Deleuze, lector de Foucault, re-crea el concepto de pliegue para explicar los procesos de
subjetivación como modificación de los límites que nos sujetan para reconstruirnos con otras
experiencias, con otra delimitación.

Modificación de los límites que nos sujetan, que nos convierten en sujetos posible en la
medida que el pliegue nos muestra un escenario diferente al que la oposición inte-
rior/exterior nos remitía. El movimiento del pliegue tiene lugar entre un adentro y un afuera
que no equivalen a un interior y a un exterior, marcando un territorio y unas relaciones
completamente distintas. Así, en la separación interior/exterior en su versión más cartesiana,
se mantienen las coerciones identitarias: sujetos y objetos aparecen encuadrados en géneros
y especies, el exterior sólido y extenso se distingue de un interior inexpugnable y aislado,
pero en todos los casos y en todas las versiones -independientemente de quién o qué esté en
uno u otro lado- esta separación nos remite siempre a lo ya existente, a lo ya conocido, en
ella todo se reconoce a la forma de lo Mismo; por eso, no sólo es una dicotomía estática sino
también estéril:

"¿Qué pasa cuando el Otro falta en la estructura del mundo? Sólo reina la brutal oposición del
sol y de la tierra, de una luz insostenible y de un abismo oscuro: -la ley sumaria del todo o
nada-. Lo sabido y lo no sabido, lo percibido y lo no percibido se enfrentan de manera absoluta

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en un combate sin matices (..) Mundo crudo y negro, sin potencialidades ni virtualidades: lo que
se ha desmoronado es la categoría de lo posible"
(Deleuze, 1994: 305)

Sin embargo, el pliegue supone un movimiento que incorpora esa categoría de lo posible,
precisamente porque el pliegue permite habitar el límite que traza los bordes de lo que
somos, situarnos en una línea inestable y arriesgada, la línea del afuera, donde los contornos
de lo familiar (imaginable y representable) se diluyen en contacto con lo desconocido
(intraducible, irrepresentable), y, en palabras de Deleuze:

"llegar a plegar la línea para constituir una zona en la que sea posible residir, respirar,
apoyarse, luchar y en suma, pensar" (Deleuze, 1996: 178)

Enfrentar la línea del afuera, membrana, borde, esa zona extrañamente intermedia... ,
límite y al mismo tiempo desvanecimiento de poderes y saberes (Deleuze, 1996) que definen
lo que hacemos, pensamos y decimos, y ser capaces de plegarla para construir espacios,
pliegues, que permitan ensanchar lo que somos, darnos un nuevo cuerpo con otro umbral de
sensibilidad, de modo análogo a lo que sucede en el movimiento del aprender cuando se
entiende como posibilidad de hacer habitable la frontera donde se encuentran y transforman
lo representable y lo que aún no se conoce (Jódar, 2000). Por ello, entre el afuera y el
adentro no hay separación sino confusión, inversión, intercambio... es el afuera el que abre
un sí mismo, un adentro que no es más que el doblamiento, el plegado del afuera, plegado
que se produce cuando una fuerza se afecta a sí misma en lugar de afectar a otras fuerzas,
es decir, mediante la relación de uno consigo mismo:

“Es como si se tratara de una glándula pineal que no cesa de reconstituirse al variar su
dirección, al trazar un espacio del adentro, pero coextensivo a toda la línea del afuera. Lo más
lejano deviene interior, al trasformarse en lo más próximo: la vida en los pliegues"
(Deleuze, 1987: 158)

De esta manera, lo Otro se instala y atraviesa la subjetividad, impidiendo una identidad


cerrada, privada, auténtica y pura. Teniendo en cuenta que lo Otro no hace referencia a una
identidad enfrentada a otra sino que es aquello irreductible a cualquier identificación, lo Otro,
pues como diferencia, es decir, como aquello que hace diferir, que produce novedad. El
pliegue, como el arte barroco, excita, desestabiliza el orden del sistema y lo somete a
turbulencias y fluctuaciones (Calabrese, 1992).

El pliegue, entendido ahora, como creación de posibilidades de existencia que rechazan el


orden de identificación existente, adquiere inmediatamente una dimensión política. El
concepto de pliegue constituye una figuración o imagen de la subjetividad necesaria, como
señala Foucault (1982), para combatir el tipo de individualidad que se nos impone y para
pensar(nos) de otra manera. En este sentido, si el pliegue sólo puede avanzar variando,
bifurcándose y metamorfoseándose, el problema no es nunca cómo acabar el pliegue sino
cómo continuarlo. Es necesario plegar, desplegar, replegar: el manierismo sustituye al
esencialismo (Deleuze, 1989). Plegar, desplegar, replegar no sólo porque los procesos de
subjetivación son continuamente penetrados por el saber y recuperados por el poder sino
porque las propias subjetivaciones -si se asientan dentro de las estructuras fijas y de las
seguridades agradables de la identidad- pueden convertirse en un obstáculo que impide
cruzar la multiplicidad, que impide la prolongación de sus líneas, la producción de novedad
(Deleuze 1996: 232). De esta manera, el pliegue nos permite entender la crisis que afecta a
diversos movimientos -desde el feminismo hasta ciertos nacionalismos- enfrentados a los
límites, a las contradicciones, a los peligros, más bien, de hacer política con la identidad, es
decir, de reivindicar identidades modernas de carácter esencialista, identidades que deben
ser recuperadas, reencontradas, desveladas... y que cuando lo son acaban convirtiéndose en
ley, principio y código funcionando como mecanismos de constricción y exclusión (Gómez y
Bueno, 2000). Y no sólo eso, entender la subjetivación como pliegue inaugura otra política,
una política que renuncia al esquema opresión/liberación/identidad y que busca crear nuevas

Año IV Nº 8 – Abril 2001 12


Cuaderno de Pedagogía

formas de experimentar y de sentir, afirmando la diferencia, la variación, la metamorfosis


como formas de resistencia a dos formas actuales de sujeción, una que consiste en
individuarnos según las exigencias del poder, otra que nos vincula, nos ata a una identidad
sabida y conocida y de la que debemos responder:

"si es cierto que el poder ha afectado cada vez más nuestra vida cotidiana, nuestra
interioridad y nuestra individualidad, si se ha hecho individualizante, si es cierto que el propio
saber está cada vez más individuado, formando hermenéuticas y codificaciones del sujeto
deseante ¿qué le queda a nuestra subjetividad? Al sujeto nunca le queda nada, puesto que
constantemente hay que crearlo, como núcleo de resistencia según la orientación de los pliegues
que subjetivan el saber y doblan el poder"
(Deleuze,1987: 138) (la cursiva es nuestra)

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