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REVISITANDO CHILE

2 METRO DE SANTIAGO y la CORPORACIÓN CULTURAL METROARTE, han comprometido su esfuerzo


en la difusión de éste libro.
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Revisitando Chile: IDENTIDADES, MITOS E HISTORIAS 3


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Revisitando Chile
IDENTIDADES, MITOS E HISTORIAS

Sonia Montecino 5
Compiladora
Subcomité Identidad e Historia
Comisión Bicentenario

CUADERNOS BICENTENARIO
PRESIDENCIA DE LA REPÚBLICA
REVISITANDO CHILE

MONTECINO, SONIA

Revisitando Chile / Sonia Montecino, compiladora


Santiago: Publicaciones del Bicentenario, 2003
608 p.; 16 x 26 cms

I.S.B.N.: 956-7892-02-4

HISTORIA DE CHILE
983

6 Primera edición : noviembre de 2003


I.S.B.N.: 956-7892-02-4
Registro de Propiedad Intelectual N° 135.109
Editor: Arturo Infante Reñasco
Diseño: Patricio Andrade
Impresión: Andros impresores, Santiago de Chile

Esta publicación no puede ser reproducida, en todo o


en parte, ni registrada o transmitida por sistema alguno
de recuperación de información en ninguna forma o
medio, sea mecánico, fotoquímico, electroóptico, por
fotocopia o cualquier otro, sin permiso previo, por
escrito de la Secretaría Ejecutiva de la Comisión
Bicentenario

Comisión Bicentenario, Presidencia de la República


Nueva York 9, piso 17, Santiago de Chile
Teléfono: (56-2) 672 9565. Fax: (56-2) 672 9623
Correo electrónico: comision@bicentenario.gov.cl
www.bicentenario.gov.cl
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AGRADECIMIENTOS

E sta publicación no habría sido posible sin la convicción, aportes y genero- 7


sidad de:

Ricardo Lagos, Presidente de la República


José Miguel Insulza, Presidente de la Comisión Bicentenario
Matías de la Fuente, ex Secretario Ejecutivo de la Comisión Bicentenario
Todos los integrantes de la Comisión Bicentenario, en especial de los miembros
del Subcomité Identidad e Historia, señores(as):
María Teresa Ruiz
Horacio Salinas
José Bengoa
Elicura Chihuailaf
Rodrigo Roco
León Cohen

Arturo Infante, editor de la Comisión Bicentenario


Verónica Vergara, periodista Secretaría Ejecutiva Comisión Bicentenario
Victoria Martín, periodista Secretaría Ejecutiva Comisión Bicentenario
Germán Yovane, asistente Secretaría Ejecutiva Comisión Bicentenario
Ximena Sandoval, asistente Secretaría Ejecutiva Comisión Bicentenario

De los coordinadores regionales:


Héctor González, Universidad de Tarapacá
Javier Pinedo, Universidad de Talca
Juan Carlos Skewes, Universidad Austral de Chile
Mateo Martinic, Universidad de Magallanes
Marcel Young, Ministerio de Relaciones Exteriores
Ema Tuki, Conadi Isla de Pascua
Marcela Prado, Universidad de Playa Ancha
Gilberto Triviños, Universidad de Concepción

y de Hans Muhr
Victoria Castro
y Patricia Roa, Secretaria Ejecutiva de la Comisión Bicentenario
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Nuestra historia puede sintetizarse así: Nació hacia el


extremo sudoeste de la América una nación obscura, que su
propio descubridor, don Diego de Almagro, abandonó
apenas ojeada, por lejana de los centros coloniales y por
recia de domar, tanto como por pobre.
El segundo explorador, don Pedro de Valdivia, el extremeño,
llevó allá la voluntad de fundar, y murió en la terrible
empresa. La poblaba una raza india que veía su territorio
según debe mirarse siempre: como nuestro primer cuerpo
que el segundo no puede enajenar sin perderse en totalidad.
Esta raza india fue dominada a medias, pero permitió la
creación de un pueblo nuevo en el que debía insuflar su 9

terquedad con el destino y su tentativa contra lo imposible.


Nacida la nación bajo el signo de la pobreza, supo que
debía ser sobria, super-laboriosa y civilmente tranquila, por
economía de recursos y de una población escasa.
El vasco austero le enseñó estas virtudes; él mismo fue
quizás el que lo hizo país industrial antes de que llegasen a
la era industrial los americanos del Sur.
Pero fue un patriotismo bebido en libro vuestro, en el
poema de Ercilla, útil a país breve y fácil de desmenuzarse
en cualquier reparto, lo que creó un sentido de chilenidad
en pueblo a medio hacer, lo que hizo una nación de una
pobrecita capitanía general que contaba un virreinato al
Norte y otro al Este.
En una serie de frases apelativas de nuestros países podría
decirse: Brasil, o el cuerno de la abundancia; Argentina, o
la convivencia universal; Chile, o la voluntad de ser.

(Gabriela Mistral, Anales de la Universidad de Chile, 1934)


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ÍNDICE

Ricardo Lagos Escobar, Presidente de la República. PRÓLOGO 15 11


Sonia Montecino. INTRODUCCIÓN 19

PRIMERA PARTE
LECTURAS DE LAS IDENTIDADES: SUBJETIVIDADES, MÁRGENES E INSTITUCIONES 27

Carla Cordua. Sobre una identidad nacional 29


Agustín Squella. ¿Necesitamos proteger una identidad o asumir y
fomentar nuestra diversidad? 36
Roberto Aceituno. Notas sobre los cuerpos sociales (Reflexiones críticas
sobre la identidad cultural) 45
Rafael Parada. Identidad y memoria 52
Pedro Morandé. Los distintos niveles de la identidad cultural 59
Jorge Larraín. Etapas y discursos de la identidad chilena 67
Pedro E. Güell. ¿Identidad chilena? El desconcierto de nuestros retratos
hablados 74
Jorge Gissi. Identidad chilena: conflictos y tareas 78
Ana Pizarro. Mitos y construcción del imaginario nacional cotidiano 85
Miguel Laborde. La construcción de la identidad en Chile 92
Víctor Gubbins. Ciudad e identidad 97
Ariel Dorfman. La hora de los tamborileros 102
Juan Pablo Sutherland. La identidad como señuelo de un tránsito
cultural 106
Gilberto Triviños. Revisitando la literatura chilena: historias, mitos,
identidades 109
Jaime Valdivieso. Algunas reflexiones sobre la identidad individual y
colectiva 117
Justo Pastor Mellado. Sismografía, identidad y filiación: dos siglos de
representación pictórica 123
Rafael Gumucio. La Colonia 131
Micaela Navarrete. El propio espejo... 136
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Jorge Montealegre. Pepo y el cóndor de Chile 141


Horacio Salinas. Nuestra identidad musical es también latinoamericana 146
Rodrigo Torres. El arte de cuequear: identidad y memoria del arrabal
chileno 149

SEGUNDA PARTE
IDENTIDADES: DE LO REGIONAL A LO LOCAL O DE LA PATRIA A LA MATRIA 159

I. El Norte 161
Lautaro Núñez. La comarca tarapaqueña: de pertenencias y desiertos 163
Victoria Castro. Entretejiendo las diferencias 171
Hans Gundermann. Las elusivas identidades regionales del norte de Chile 174
Héctor González. Imaginario e identidad cultural de la Región de
Tarapacá 180
Bernardo Guerrero. De la Cenicienta del Norte al Puerto-Mall: la
identidad cultural de los iquiqueños 189
José Antonio González. La identidad en el desierto de Atacama: una
región polifónica 196
Jorge Zambra. El Huasco, una multiidentidad 202
12
II. El Puerto 207
Leopoldo Sáez. Aproximaciones a lo porteño 209
Alberto Cruz. Revisitar 217
Marco Chandía. La joya deslucida del Puerto. Cultura popular de un
Valparaíso que no muere 221
Marcelo Mellado. San Antonio, el cuerpo de mi delito (Texto de
antropología ramplona) 228
Claudio Caiguante. Reencontrarse con la historia 234
Miguel Chapanoff. El mundo invisible: identidad y maritorio 240
Jorge Razeto. Esbozos identitarios de Aconcagua 247
Claudio Mercado. Bailes chinos, mil años sonando en el Valle del
Aconcagua 252

III. Las islas 257


Rapa Nui
José Miguel Ramírez. Apuntes personales sobre la identidad rapanui 259
Ema Tuki - Ernesto Tepano. Rapa Nui: una identidad inconfundible 266
Alberto Hotus. La visión de la etnia rapanui 268

Región transparente
Marcel Young. La búsqueda del afecto perdido de la XIV Región 272
Juan Matas. La identidad bicultural para un Chile moderno y democrático 277
Luis Mizón. Pensar Chile desde afuera 283
Loreto Rebolledo. De la isla al archipiélago. La experiencia identitaria
de los chilenos retornados 289

IV. El Valle Central 295


Fernanda Falabella. Las identidades en el mundo prehispano de Chile
central 297
Viviana Manríquez. De identidad e identidades. Una aproximación
etnohistórica a los indígenas del Maule 304
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Fidel Sepúlveda. La identidad desde los sentidos, el sentimiento y el


sentido 312
Javier Pinedo. Chile, un país de rincones: la Región del Maule 318
Pedro Gandolfo. Lo importante es tejer, zurcir 323
Guillermo Blanco. En los mitos nos somos 327
Cecilia Sánchez. Chile en el cruce de identidades defensivas y excéntricas 332

V. El Bío-Bío 339
Leonardo Mazzei. En torno a la identidad histórica de Concepción 341
Roberto Hozven. Identidades penquistas: lugares y caracteres 347
Gonzalo Rojas. Otra carta sobre este Concepción del Nuevo Extremo 353
Omar Lara. Quién soy yo, quién eres tú 360
Roberto Lira. La vegetación como factor de identidad urbana en
Concepción 365
Juana Paillalef. Revisar la multiculturalidad desde lo femenino y laboral 371

VI. El Sur 375


Ximena Navarro. Identidades compartidas. Experiencias milenarias en
los bosques del sur de Chile 377
Jorge Bravo. De la frontera a la Araucanía: identidad fragmentada 384 13
Iván Carrasco. ¿Qué significa ser chileno en uno de los sures de Chile? 391
Héctor Painequeo. Identidad mapuche en la composición oral del ül 397
Pilar Álvarez-Santullano y Manuel Contreras. Chile, identidad y
lenguas: “el ser se dice de múltiples maneras” 403
José Ancán. Sobre miedos y pesadillas: ser mapuche dentro de las
murallas de la frontera 409
Margarita Calfío. En nuestra diversidad está el poder de la transformación 413
Rolf Foerster. El movimiento mapuche y las instituciones mediadoras 416
Juan Carlos Skewes. Identidades precarias: otra forma de remodelar el
futuro 424
Andrea Minte. La colonización alemana a orillas del lago Llanquihue:
asentamiento e identidad regional 429
Clemente Riedemann. De cómo me quedé en el sur o mi prima Carmen
tenía razón 435
Eugenio Alcamán. Las ideas de identidad e historia en una región
multiétnica 442
Jaime Luis Huenún. Entrada en Chauracahuín 450
Bernardo Colipán. Identidades, memoria y alegorías 457
Delia Domínguez. La cintura llovida de la patria 463
Renato Cárdenas. La saga del pueblo chilote: tensiones externas
e identidades 465
Edward Rojas. La identidad de la arquitectura del sur 471

VII. El Sur Austral 477


Alfredo Prieto. Algunos alcances sobre la prehistoria del Chile austral 479
Leonel Galindo. Costumbres y tradiciones de Aysén continental. Claves
para entender la identidad de sus habitantes 483
Danka Ivanoff. El ser aysenino: reflexiones sobre nuestra identidad 491
Enrique Valdés. Aysén: entre el truco y la taba 498
Mateo Martinic. Región magallánica: una identidad bien definida 504
Mauricio Quercia. Identidad: latitud, meridión y temperie 512
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Mario Moreno. La identidad del confín de Chile 517


Mario Barrientos. Canoeros australes: construcción diaria de una
identidad 522

Expositores Jornadas Revisitando Chile: Identidades, mitos e historias 526

TERCERA PARTE
HISTORIAS, IDENTIDADES Y TRASLACIONES 529
Sol Serrano. ¿Hay Bicentenario sin nación? 531
Jorge Pinto. Identidad nacional e identidad regional en Chile. Mitos e
historias 536
Bernardo Subercaseaux. El Bicentenario bajo un prisma de sano
escepticismo 543
Elicura Chihuailaf. Nada que celebrar y mucho que conversar 549
Maximiliano Salinas. Historias e identidades desde el mestizaje 554
Álvaro Góngora. Una reflexión sobre la identidad chilena y la verdad
histórica 562
Julio Pinto. El dilema de la identidad nacional: entre los discursos
14 unificadores y los vectores de acción histórica 568
José Luis Martínez. Abrir las historias: a propósito de nuestra historia
nacional y de nuestras identidades 575
Gabriel Salazar. Debajo de la atalaya de la Historia 581
María Angélica Illanes. Los mitos de la “diferencia” y la narrativa
historiográfica chilena 588
Cristián Gazmuri. Algunos rasgos de la identidad chilena en perspectiva
pretérita 593
José Bengoa. Encontrando la identidad en la celebración de la diversidad 600
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PRÓLOGO

Ricardo Lagos
Presidente de la República de Chile

L os autores del presente trabajo nos proponen un novedoso viaje: revisi- 15


tar Chile a través de múltiples textos. Y nos ofrecen un equipaje ligero:
identidad, mitos e historias, que nos animan a compartir algunas ideas
sobre el país de nuestros sueños y desvelos.
Preguntarse por la identidad es preguntarse de dónde venimos, qué
somos y hacia dónde nos dirigimos. Se trata del modo particular de ser de
nuestra patria. Se trata de identificar lo que somos, pero no definirlo. A
Chile no le pueden fijar límites estrechos, fronteras inexpugnables que así
como aprisionan, expulsan. La identidad sí propone una historia pasada a
relatar, una misión que abrazar y una realidad humana y natural de la
cual nos sentimos voluntariamente parte, pertenecemos a ella.
La identidad chilena no es ni un puro discurso ni una esencia fijada
por una tradición inmodificable. La identidad de Chile, su historia y sus
mitos están en permanente construcción y reconstrucción. Esta obra apunta
en esta dirección. Ese discurso público y que se da tanto en el aula acadé-
mica, en la escuela pública o en el relato revivido en las fiestas populares,
se expresa y se hace carne en prácticas y significados sedimentados en la
vida diaria de las personas. La identidad cultural está en permanente cons-
trucción y reconstrucción; pero esto no ocurre al azar, sino dentro de las
relaciones y prácticas disponibles y de los símbolos e ideas existentes.
Porque la historia es una corriente que viene de muy atrás, en la que
continuamos navegando, aprendiendo de las experiencias del pasado y
mirando hacia el porvenir. Nuestros progresos y nuestras metas de hoy
son parte de esa larga historia. Una historia que no podemos dejar de
asumir, de la que no podemos desconocer ni sus logros ni sus tragedias; ni
lo que nos sirve de ejemplo ni lo que nos sirve de lección.
La historia del país es el conjunto de relatos que se han escrito y
también los que se escribirán. No hay “una” historia, pues las interpreta-
REVISITANDO CHILE

ciones de los hechos siempre serán rebatibles. Sin embargo, no estar de


acuerdo acerca del papel de Bernardo O’Higgins en la batalla de Chacabu-
co no significa que la batalla y el hombre no hayan existido. La historia de
Chile y sus mil historias de pueblos, razas, ciudades, batallas, gestas, coti-
dianidades, héroes y seres sencillos y casi olvidados nos pertenecen a to-
dos y nos llaman a autoidentificarnos.
Y lo mismo podríamos decir de nuestros mitos. La llamada cultura
occidental no existiría sin los mitos griegos, judeocristianos o romanos. El
mito de Prometeo nos invita a pensar acerca del ansia de libertad del hom-
bre y de la mujer. El mito de la caverna de Platón nos muestra, por el
contrario, nuestras miserias intelectuales y espirituales. El mito de Sísifo
nos llama a meditar acerca de la humanidad y también acerca de América
Latina edificando democracias que rápidamente se vuelven a desplomar
para, luego, volver a empezar. La historia de la creación del ser humano o
de diluvios universales nos habla de la apertura a lo infinito y de la peque-
ñez de la humanidad. Y los mitos romanos cantados por el poeta nos ha-
16 blan de la grandeza de la patria y de los mil sacrificios de sus padres funda-
dores. ¿Qué seríamos sin ellos?
¿Qué es Chile? Yo diría que es historia pasada, naturaleza, humani-
dad y destino futuro. Chile es una loca geografía, recuerdos históricos y
mitos colectivos. Chile es actualmente una cultura de masas, una econo-
mía unificada y derechos y deberes legales iguales para todos sus habitan-
tes. No es poca cosa.
Cuando a Gabriela Mistral le preguntaban por la historia nacional
decía que “el chileno no puede contar como un idilio la historia de su
patria. Ella ha sido muchas veces gestas o, en lengua militar, unas mar-
chas forzadas. Esta vida tal vez tenga por símbolo directo la piedra cordi-
llerana”.
Cuando la leemos y erramos por Chile y su geografía, sentimos el
significado hondo de la patria. Nos damos cuenta, como decía Nicomedes
Guzmán, de aquella “emoción no sólo de sabernos seres pensantes, sino
seres de raíces vegetales alimentados de su esencia, de pájaros en vigilia,
también y de animales cautelosos, pero que respiran de su aire, que beben
de su agua, que afirman y reafirman sus instintos en la potencia natural,
telúrica, de su estrato y su estructura intrínsecos”. La historia es aquélla
que nos habla desde el pasado y nos empuja hacia el futuro.
Cuando nos remontamos al pasado, nos sentimos atraídos por el mis-
terio. ¿No soñamos cuando niños leyendo La Ciudad de los Césares de Ma-
nuel Rojas o Pacha Pulay, de Hugo Silva Endeiza? Chile surge en parte del
relato de ésta y de otras ciudades perdidas. Ellas nos hablan del relato
trágico del enfrentamiento armado entre pueblos que deben amarse, de la
necesidad de crear y domeñar ciencia y tecnología que así como sirve,
mata.
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L AP RÓLOGO
M AT R I A

Ernesto Silva Román nos invitaba en los años cincuenta a recorrer


Cobija, Punta de Rieles, Toconao, los arcaicos “pukaras” de Lasana, Turi,
Ayquina, Caspana, Toconce y la vieja y destruida Imperial, hoy Carahue,
es decir, “pueblo que fue...”. Esos pueblos que existieron nos recuerdan
que Chile no nació en 1541 ni fue forjado por el empuje del español. Ese
primer mapa de Chile, levantado por el sacerdote Cristóbal de Molina,
que acompañó a Diego de Almagro hasta el Maule, expresa el relato espa-
ñol de nuestra patria. Pero esta naturaleza había acogido hacía miles de
años a pueblos como el atacameño o el inca, que incluso llegó hasta más
allá del actual Concepción.
Cuando pensamos en el presente, sentimos que este libro llega en
buen momento, pues Chile vive vertiginosos cambios. Allí están la globa-
lización y la revolución de las comunicaciones, el acortamiento de las dis-
tancias, la universalización de ciertos modos de vida occidentales, la ex-
tensión de la democracia y de los derechos humanos, la revolución
científico-tecnológica con sus avances increíbles en informática y bioge-
nética, en fin. Y en Chile, cuando hemos retornado a la democracia, ha 17
llegado el libre mercado, se ha reducido a la mitad la pobreza y la educa-
ción se extiende a los doce años, nos podemos preguntar sobre si hemos
construido las bases para que los chilenos alcancemos una mejor calidad
de vida. Asimismo, el acceso a una cultura universal pero muchas veces
vulgar, nos ha hecho preguntarnos por nuestra cultura nacional. Y surge
el cine chileno y los grupos de rock entonan cuecas en fondas cibernéticas
que sus padres no cantaron ni visitaron. El aserto de Hernán Godoy sigue
siendo certero: las sociedades se preguntan acerca de su identidad durante
su formación y ante períodos de crisis, decadencia o cambio.
Y si pensamos en estos desafíos mundiales y nacionales, sentimos la
necesidad de decirles a todos los chilenos que conozcan, amen y sirvan a
su patria. Otro grande que se preguntó por Chile, siendo extranjero naci-
do en Inglaterra y muerto recientemente en Estados Unidos, fue Simon
Collier. Él nos relata cómo el amor a la patria fue un detonante central en
la independencia nacional. Se trata de luchar y trabajar incansablemente
por un país mejor.
Eso es lo que entendieron los patriotas de 1810. Ellos se emociona-
ban leyendo en el extranjero La Araucana. Manuel Lacunza, desde el exi-
lio, había añorado un Chile enajenado. Y de su dolor expresaba que “sólo
saben lo que es Chile los que lo han perdido”. Del patriotismo geográfico
e histórico, amor al terruño y a sus orígenes y próceres, nació el patriotis-
mo político de los promotores de 1810. Don Manuel de Salas decía que
era “sin contradicción el más fértil de toda América y el más adecuado
para la humana felicidad”.
Este amor por Chile es clave para su futuro. Pues de no existir entre
sus elites, siempre el mundo desarrollado terminará por darles mayores
REVISITANDO CHILE

comodidades materiales y oportunidades de desarrollo personales. Algu-


nos lo dicen con cinismo: “el capital no tiene patria”. Y hay intelectuales
que sostienen que aman más “la patria celeste” de las ideas universales
que su terruño. A los que aman valores universales que se pueden servir
en cualquier parte les decimos, con el filósofo, “que toda la idea del mar
está contenida en una gota de agua”. Que si se trata de servir a la ciencia
o a los valores de la libertad y la igualdad, ahí están Chile y sus habitantes
para ser servidos. Y a quienes buscan enriquecerse en otras latitudes, les
afirmamos que no sólo Chile es tierra de oportunidades, sino que también
es el lugar donde ellos nacieron y donde ciertamente serán enterrados al
morir.
A lo largo del tiempo, los chilenos y chilenas hemos tenido y tendre-
mos diversas experiencias y visiones, pero ciertamente una historia co-
mún. Cada una de esas historias y nuestra historia las seguimos viviendo
y escribiendo en nuestros días.
Chile no sólo es una memoria histórica y un presente de naturaleza y
18 humanidad compartidas. Es también un futuro por hacer en común. Es
tanto ser como llegar a ser. La pregunta no es entonces sólo qué somos,
sino también qué queremos ser. Para ello está hecha la invitación del Bi-
centenario. El Chile del Bicentenario, conocerlo y amarlo, amarlo y for-
jarlo.
Por eso me gusta lo que escribió Gabriela Mistral a Benjamín Suber-
caseaux, el 27 de febrero de 1941: “Los contadores de patria cumplen de
veras un acto de amor (...) con rabiosa exigencia que es la del amor en
grande”.
No resta más que guardar silencio y comenzar a leer, recordar, pen-
sar y soñar en Chile.
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INTRODUCCIÓN

Sonia Montecino
Antropóloga

Revisitar Chile 19
El texto que presentamos compila una selección de las ponencias y re-
flexiones efectuadas en diez encuentros organizados por el Subcomité Iden-
tidad e Historia de la Comisión Bicentenario durante los años 2001 y 2003.
Cuatro de estas reuniones, que llamamos “Revisitando Chile”, se realiza-
ron en Santiago, y el resto en Arica, Valparaíso, Talca, Concepción, Valdi-
via y Punta Arenas. Estos encuentros regionales tuvieron como espacio de
recepción universidades que, como las de Tarapacá, Playa Ancha, Talca,
Concepción, Austral y Magallanes, nos abrieron generosamente sus salas
y auditórium para acoger los debates que sostuvieron los(as) intelectuales
de las zonas, así como los(as) estudiosos(as) de esas regiones.
Es preciso señalar que se incorporaron también representantes de la
decimocuarta región, la de los Chilenos en el Exterior, en la medida en
que revisitar sus identidades y sus modos de comprender la historia es
relevante en la construcción de una nueva forma de definir el “nosotros”
como comunidad con miembros “desterritorializados”, pero que se sien-
ten –y sentimos– parte nuestra.
La finalidad de llevar a cabo este proceso de reflexión emergió de las
propias inquietudes planteadas en las primeras sesiones del Comité, en la
medida en que si bien la celebración del Bicentenario se asoció funda-
mentalmente con las obras, con los monumentos, en definitiva con lo que
entendemos como patrimonio tangible, también fue evidente que los con-
tenidos emblemáticos de este patrimonio, sus significados y sus valora-
ciones debían ser encarados, pensados y debatidos toda vez que no exis-
te una única mirada sobre él y porque nuevos sentidos se han ido
perfilando. Así, los conceptos de identidad y de historia se tornaron fuen-
te y punto de partida para examinarnos, para detenernos a meditar, con el
REVISITANDO CHILE

referente de la celebración de los doscientos años de independencia, en


las actuales formas culturales nuestras, sus riquezas y precariedades.
Desde ese horizonte nos propusimos estructurar los encuentros que
se iniciaron en Santiago, convocando a diversos especialistas con disímiles
puntos de vista, porque consideramos clave un cruce de disciplinas; si de-
seábamos que emergiera lo plural para la comprensión de los conceptos
de identidad e historia y sus relaciones, era preciso hacer comparecer len-
guajes y discursos que en sus engarces, en sus semejanzas y diferencias
fueran bordando la compleja trama de lo diverso que nos compone.
Denominamos este cruce de ideas y disciplinas Revisitando Chile, pues
lo que se anheló fue volver a mirar –con los ojos de quien regresa a un
sitio entrañable– y releer las antiguas y nuevas marcas sociales con un
sentimiento de asombro, no de “ya visto”, sino de algo que se desea obser-
var con la sensibilidad de quien retoma objetos queridos, luego de haber
cruzado y vivido traumas, cambios, transiciones e incertidumbres. Pero
también relacionábamos “revisitar” con la idea de incluir y cuestionar.
20 Así, las preguntas ¿qué celebramos en el Bicentenario? y ¿todos y todas
conmemoramos lo mismo?, fueron claves. Hubo distintas actitudes frente
a estas interrogantes, pero dos fueron claras. La primera, la más cómoda,
fue decir que no hay que cuestionar nada y que es mejor sumirse en el
caudal de lugares comunes: propongamos obras y slogans conocidos que
tengan que ver con nuestras identidades libertarias, republicanas, de cons-
trucción de la nación y del Estado, y con nuestras nuevas identidades de
“país moderno” (que algunos definen como liberal en lo económico, pero
tradicional en lo cultural).
La otra actitud, la más compleja y la que decidimos tomar, fue enca-
rar el hito histórico descomponiéndolo, releyéndolo, dialogando desde las
distintas disciplinas, posibilitando nuevas interpretaciones, haciendo “apa-
recer” en lo público (en el sentido que da a esta palabra Anha Arendt), las
diferencias, es decir, las múltiples experiencias humanas y sus relatos pues-
tos de manera igualitaria en el escenario social. Esto supuso una voluntad
de superar los discursos hegemónicos sobre la historia de Chile, y abrirse a
la consideración de las historias, de un conjunto de relatos que componen
una trama móvil donde aparecen con igual poder las vivencias de las
mujeres, de los indígenas, de los pobres, de los jóvenes, entre otras parti-
cularidades.
Esta postura también implicó considerar que los nexos conceptuales
entre historias e identidades son importantes, y asumir que las preguntas
por estas últimas deberían dejar de lado el esencialismo y el fundamenta-
lismo. Hablar de identidades en este sentido es comprenderlas como pro-
cesos incesantes de identificación (soy igual a) y de diferenciación (soy
distinto a), y que las fronteras de lo propio y de lo ajeno son siempre
porosas.
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R IIAN TAR O
L AD UMCAT
C IRÓI N
A

De esta manera, elegimos el segundo gesto, el complejo, pues no


queríamos reproducir el sentido común, conscientes de la necesidad de
reformular los discursos existentes, de “revisitar”, recrear interpretacio-
nes, no por el simple hecho de “innovar” –como una empresa–, sino por-
que hay demasiada riqueza acumulada y poco difundida, muchas ideas
sacramentadas desde un poder –estoy refiriéndome al poder de la inter-
pretación– ciego a los nuevos conocimientos, a las nuevas experiencias, a
los quiebres sociales, a la urgencia, por ejemplo, de incluir las diversidades
que nos conforman en los programas de enseñanza de la historia en los
liceos si queremos de verdad ser un país tolerante y democrático. Por otro
lado, ciertas maneras de transmitir los relatos del devenir corresponden a
modelos superados por los nuevos enfoques de las ciencias sociales, de la
arqueología, de la antropología y de la sociología, que comienzan a incluir
otros actores, otras duraciones temporales, nuevas construcciones de senti-
do. Asimismo, somos otros y otras los y las habitantes de Chile, hemos con-
quistado nuevos y distintos derechos sociales y simbólicos; sin embargo, es
evidente que falta incluir los relatos legitimados de este nuevo acontecer. 21
Así, este revisitar entrañó el desafío de sacar a la luz esos conoci-
mientos que muchas veces, y sobre todo en el caso de las regiones, no son
reconocidos o resultan poco difundidos. Me refiero a saberes sobre áreas
específicas, locales, producidos por quienes viven y también por aquellos
que aman o están ligados por distintos motivos a las regiones.
Es importante señalar, a su vez, que las ideas de diferencia y la parti-
cipación de intelectuales hombres y mujeres, del universo de los pueblos
originarios (mapuche y rapanui), de jóvenes que están construyendo mo-
delos y nuevos marcos no fue siempre cabalmente comprendida, pues el
tic de la exclusión, de la jerarquización de los saberes y del miedo a los
disensos, aún son habituales. Por último, es evidente que no fue posible
incluir a todos(as) los(as) estudiosos(as) y estamos conscientes de que
cualquier inclusión siempre supone una exclusión. Sin embargo, intenta-
mos en cada uno de los casos contemplar la mayor diversidad de expo-
sitores(as) y de ideas.

Norte y Sur de las reflexiones


Una mirada somera a los contenidos intelectuales de los encuentros per-
mite observar que en el Chile de hoy existe una diversidad de lenguajes
para hablar sobre identidad e historia, no obstante, la mayoría confluye
en la noción de “construcción” de las experiencias y los discursos sobre el
sí mismo, y en que los conceptos fijos y unívocos no sirven para compren-
der la compleja dinámica de los procesos de constitución de las identida-
des personales y sociales. Por eso, la historia de Chile aparece como un
conjunto de relatos sobre el pasado en el que emergen distintos sujetos,
donde tanto la tradición oral como la escrita juegan un papel relevante en
REVISITANDO CHILE

su transmisión y socialización. Pero es asimismo muy claro que los discur-


sos históricos han privilegiado los relatos –escritos– sobre determinados
grupos sociales, étnicos y de género.
De este modo, la historia –en tanto disciplina y construcción de sen-
tidos sociales– sigue siendo uno de los campos de tensión, de disputa. Los
encuentros muestran cómo las tradicionales maneras de hacer historia se
confrontan con las nuevas y cómo parece que ya no es posible excluir el
vasto y milenario acervo de lo que se ha malentendido como “prehisto-
ria”, es decir, de la antigua densidad cultural que precede a la Conquista y
colonización y que sin duda nos ha construido en tanto sociedad mestiza,
híbrida, mezclada, como lo han demostrado los(as) arqueólogos(as) parti-
cipantes en las jornadas del norte, centro y sur del país.
Otro de los temas relevantes ha sido el de los vínculos entre las iden-
tidades y el poder. Una de las manifestaciones generales fue el deseo de,
por un lado, volver a nombrar las regiones hoy numeradas, seriadas, obe-
deciendo a un orden social que se entiende superado. Este volver a nom-
22 brar aparece como un acto de refundación en donde se deberían privile-
giar aspectos sensibles y simbólicos de cada zona: los desiertos, los ríos, los
sujetos. Por otro lado, es evidente que el discurso de la descentralización
ha permeado, pero no se ha cristalizado en realidades: en muchos lugares
se habla del “poder central” para referirse a Santiago y está presente el
sentimiento (y a veces resentimiento) de un “nosotros” regional percibido
como desfavorecido, subordinado, acatando políticas y presupuestos. En-
tonces, se trata de una identidad construida por oposición al centro.
Esto nos lleva a que el “otro” siempre es un gran referente en las iden-
tidades nuestras ya sea por oposición o por identificación. En el primer caso,
por ejemplo, los discursos étnicos han estado signados por los modos histó-
ricos en que el huinca, el Estado, la sociedad nacional, han incidido, mode-
lado y estigmatizado a quienes pertenecen a los pueblos originarios como
“otros”, como una alteridad desvalorizada. La introyección de la desvalo-
rización es uno de los ejes de la construcción de las identidades étnicas;
pero, por otro lado, lo son también las políticas del Estado que “constru-
yen” una valoración positiva e incentivan lo étnico como valor. Ésta es
quizá la paradoja que se vive hoy día en las relaciones interculturales.
No obstante, lo “otro” y su nexo con el poder no sólo opera en el
universo indígena, lo hace además en la pertenencia a una clase o estrato
social. Pareciera que el peso simbólico del vínculo –prístino en la zona
central– entre patrón e inquilino sigue funcionando y hace de nuestra
“modernidad” algo sui generis, en la medida en que el poder, y también el
micropoder, se ejerce de un modo en que las negociaciones jamás se esta-
blecen entre iguales o pares, sino entre “dador y deudor”, como “pago de
favores”, en donde la oposición fidelidad/infidelidad, con toda la carga de
perversión que supone, es la que domina.
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R IIAN TAR O
L AD UMCAT
C IRÓI N
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Por cierto, cuando se habló de las identidades de género, también


emergió el tema de lo “otro”, en este caso de lo masculino, que representa
sin duda el poder en lo público, dejando el ámbito de los micropoderes
privados a lo femenino.
Ahora bien, si observamos cómo aparecieron en los encuentros las
identidades construidas por identificación, es obvia nuestra tendencia al
blanqueamiento, al arribismo, al querer siempre ser “otros” en relación a
Latinoamérica, a lo considerado bárbaro, cholo, indio, tropical, roto, “flai-
te”. Uno de los símbolos de esta tendencia son los mall, suerte de nuevos
templos en donde mercado y cultura se entreveran, sitios de reconoci-
miento, de compra de las identidades (soy la marca que uso), nuevas pla-
zas públicas donde es posible mostrarse como comunidad. Plaza ya no
abierta sino cerrada, donde confluyen las apariencias, todo ocurre como si
estuviéramos en otro país (Estados Unidos es el paradigma). El imaginario
latinoamericano del que queremos alejarnos para ser “blancos”, sin embar-
go, está cada día más cerca: numerosos ejemplos de gestos “garcíamarquia-
nos” como los de crear ilusiones de mar y playa en medio de la ciudad que 23
reverbera y ruge, de mujeres “porotitos verdes” que sirven para vender en
la medida en que su voluptuosidad se asocia con el dinero, entre otros,
fueron citados para poner en evidencia lo no “moderno” de nuestras pre-
tensiones. De esta manera todo ocurre “como si” (se hicieron recuerdos
de la construcción de las imágenes del “jurel tipo salmón”, los “jaguares”,
el iceberg que se envió a Sevilla, modos emblemáticos de entendernos y
conceptualizarnos).
La mayoría de los(as) participantes en las jornadas constató que la
desterritorialización cultural trae consigo un enriquecimiento y un acer-
camiento a otras experiencias, pero también que la desvalorización (o la
falta de políticas de reconocimiento) de expresiones de la cultura popular
y campesina o de manifestaciones de las culturas locales, ocasiona un
empobrecimiento de los sentidos y de los lenguajes identitarios. Es así
como la amenaza de desaparición de los patrimonios intangible y tangible
fue una denuncia permanente. Por otro lado, y relacionado a las deman-
das frente al Estado, se hizo patente que las identidades colectivas y la
lucha por lo local, por los derechos culturales y ciudadanos están muy
debilitadas. Esta carencia de una ciudadanía activa en cuanto grupo fue
vista como un rasgo contemporáneo, pero se hizo énfasis en que la inver-
sión en cultura debería pasar, a su vez, por una recuperación de la educa-
ción formal como espacio privilegiado para aprender a habitar el mundo
de un modo determinado; hoy día los recursos simbólicos están siendo
acumulados por unos pocos, y los más no llegan ni siquiera a obtener los
estándares requeridos para ingresar a las universidades.
Podríamos decir que a lo largo de las jornadas, la actitud crítica, el
debate de las ideas, la puesta en escena de las diferencias ideológicas fue
REVISITANDO CHILE

una constante, y constante fue asimismo el espacio de afecto, de “afectar-


se” unos con otros y otras, en el sentido de comprendernos como una
comunidad compleja, a menudo agresiva, otras amorosa, cuya identidad
pasa muchas veces por la declaración de no tener identidad.
Cerrando el breve periplo que hemos efectuado por los discursos de
los participantes en las regiones, podemos decir que el revisitar Chile fue
fecundo, a veces nostálgico de lo ido, crítico de lo que se es y esperanzador
de lo que será; pero siempre sembrador y creador de lenguajes. De modo
figurado, es como si hubiéramos dejado de pensarnos unilinealmente de
norte a sur y comenzáramos a vernos de manera transversal, entre el mar
y la cordillera, entre los cerros, en la diversidad que nos habita.

La compilación
El texto que publicamos, como ya dijimos, contiene un conjunto de las
ponencias de los diversos debates efectuados,1 pero también de lo que
denominamos “encuentros virtuales”, que conjuntaron a diversos(as) in-
24
telectuales que no pudieron, por distintas razones, formar parte de las
reuniones, y cuyas reflexiones nos ha parecido importante incluir.
Hemos intentado en esta selección recuperar y dar cuenta de las ideas
que se vertieron en las jornadas de “Revisitando Chile” y es así como po-
demos apreciar, en los textos escogidos,2 que la celebración del Bicente-
nario de la República no aparece sólo como la creación de obras, sino que
junto a ellas es preciso integrar otros “monumentos”, tal vez los que más
nos especifican como cultura y que tienen que ver con la imaginación, el
pensamiento, el conocimiento, la reflexión, la escritura. Es evidente que
si analizamos desde la “larga duración”, lo que nos singulariza no son las
grandes arquitecturas monumentales, sino las grandes obras de palabras.
Los finos mitos de los pueblos aymara, mapuche, rapanui, por ejemplo; las
obras de la Mistral, Neruda, Huidobro, Donoso, entre muchos y muchas
más; las diversas expresiones de la poesía y del arte popular. La palabra, su
misterio y su poder, se nos ha dado como alimento simbólico. Por ello, es
claro que el conjunto de textos reunidos hacen relativa o problematizan la
idea de un déficit cultural, y dan cuenta de que la densidad de significados
existe, pero que falta valorarlos, hacerlos circular y confrontar con los
lenguajes dominantes.
Podemos sostener que los resultados del desafío de realizar los en-
cuentros “Revisitando Chile” y esta compilación desde la perspectiva más
difícil, han sido de una fecundidad notable, y utilizamos esta palabra en
sus acepciones de “virtud y facultad de producir”, de “reproducción nu-
merosa y dilatada”, de “unión de lo masculino y femenino para crear un
nuevo ser”. Entonces, fecundidad como metáfora de la producción y la
reproducción material, social y simbólica.
Por último, el Subcomité Identidad e Historia de la Comisión Bicen-
tenario se propuso dar cabida a los necesarios cuestionamientos que este
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R IIAN TAR O
L AD UMCAT
C IRÓI N
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tiempo nos exige y deseó convertirse en un espacio de acogida de las dis-


tintas interpretaciones sobre Chile, pues entendió la celebración del Bi-
centenario no como única y oficial. Nuestras identidades, precisamente
por no ser esenciales sino construidas y cambiantes, se nutren y vinculan
a una trama de significados que van más allá de nosotros, trama que se
actualiza en el lenguaje que utilizamos, en nuestros mundos simbólicos y
en los recuerdos que somos capaces de compartir con otros. En ese senti-
do quisimos entender Chile como una canción, pero en la acepción mis-
traliana de que “una canción es una herida de amor que nos abrieron las
cosas”.

25

1. La selección realizada se hizo sobre la base de estrictos criterios temáticos, de factibilidad


textual y de espacio. Las ponencias de todos(as) los(las) expositores(as) que participaron en las
jornadas “Revisitando Chile”, cuyos nombres se señalan al final de la segunda parte de esta
publicación, pueden ser leídas en el portal de la Comisión Bicentenario, www.bicentenario.gov.cl.
(Sección Debate y Reflexión).
2. Hemos procurado que en la edición de los textos se respeten plenamente las diversida-
des, expresadas en el lenguaje de cada uno(a) de los(las) autores(as), por encima de las
necesidades de homologación que un texto de esta naturaleza obliga.
REVISITANDO CHILE

26
L ECTURAS DE LAS IDENTIDADES : S U B J E T I V I DA D E S , MÁRGENES E INSTITUCIONES

PRIMERA PARTE

LECTURAS DE LAS IDENTIDADES: SUBJETIVIDADES, MÁRGENES E INSTITUCIONES 27

Los chilenos tenemos en el cóndor y el huemul de nuestro


escudo, un símbolo expresivo como pocos y que consulta dos aspectos
del espíritu: la fuerza y la gracia. Por la misma duplicidad la norma
que nace de él es difícil.

(Gabriela Mistral en “Menos cóndor y más huemul”, El Mercurio, 1926)


REVISITANDO CHILE

28
L ECTURAS DE LAS IDENTIDADES : S U B J E T I V I DA D E S , MÁRGENES E INSTITUCIONES

SOBRE UNA IDENTIDAD NACIONAL

Carla Cordua
Filósofa

E scribo para buscar la respuesta a una interrogante doble que dice: “¿Existe 29
la identidad chilena? Si es así, ¿qué elementos la constituyen?” Una de las
cosas que me anima a contestar es que ésta es una de aquellas preguntas
que desde un comienzo ofrecen ayuda, esto es, que le dan una señal al que
desea responderlas. En este caso, el signo orientador residiría en que el pri-
mer cuestionamiento está formulado en singular, “la identidad chilena”,
mientras que el segundo, relativo a sus elementos, presupone que éstos
son, por lo menos, varios y, tal vez, muchos e, incluso, por qué no, innu-
merables. De este modo, las dos preguntas juntas apuntan, desde un co-
mienzo, en la dirección de una identidad constituida por varios elemen-
tos, pero capaz de abrazarlos a todos y de otorgarles, por muchos que
fueran, unidad.
Esto, aunque poco, excluye de inmediato la posibilidad de que la
palabra “identidad”, que tiene tantos significados diversos, sea confundi-
da con alguno de sus sentidos que no vienen al caso. Pues “¿existe la
identidad chilena?”, podría ser interpretada como una pseudointerrogan-
te, si usamos el concepto en un sentido formal, puramente lógico-gramati-
cal. Pues todo cuanto es, si puede ser conocido y reconocido, debe tener
una identidad, que es, en cada caso, la suya, ésa que lo diferencia de todas
las demás cosas, a las que tampoco puede faltarles la identidad. Si éste
fuera el sentido de la pregunta por la identidad, ella ya estaría contestada
afirmativamente antes de tener que formularla.
Pero aquí no se trata de la identidad indiferente de todas y de cual-
quier cosa, sino de una específica, de la identidad chilena. Una parte obliga-
toria e infaltable de ser chileno consiste en poseer un certificado oficial de
identidad que llamamos, a la francesa, el carnet. Contiene datos básicos
sobre su portador que, en varias circunstancias, le suelen interesar a las
REVISITANDO CHILE

personas e instituciones con las que entra en relación. Entre otras cosas, el
carnet certifica, dentro de Chile, la nacionalidad, razón por la cual en Es-
paña se le llama documento nacional de identidad. Pero la función princi-
pal de éste es probar la identidad del ciudadano, ésa que diferencia irremi-
siblemente a cada uno de todos los demás, mediante datos, huellas dactilares
y una fotografía. Esta identidad exclusiva de cada cual, que pertenece al
ámbito de la vida práctica, civil y política, no deja lugar a ninguna duda o
pregunta acerca de la existencia de su legítimo dueño.
Lo que introduce las vacilaciones tanto acerca de la existencia de la
cosa mentada como del alcance y validez de la expresión “identidad chile-
na”, provocando las preguntas que consideramos, proviene del uso exten-
dido de la palabra “identidad”. Nadie, salvo los lógicos, cuestiona la iden-
tidad en general, que es una condición del lenguaje, ni abriga dudas acerca
de la justificación de un carnet personal. Los desacuerdos de opinión so-
bre el significado ampliado de “identidad”, aquel que adquiere el término
cuando se lo usa para atribuirle a la nación una personalidad colectiva por
30
analogía con la de la persona singular, los origina este uso analógico. Esta
analogía es, como todas ellas, parcial. Decimos del hijo que se parece a su
padre porque somos capaces de ignorar provisoriamente la diferencia de
edad entre ellos, y también muchas otras diferencias que no estorban el
parecido. La comunidad nacional poseería un espíritu común, una manera
de ser que se expresa tanto fisiognómica como prácticamente en la conduc-
ta, las preferencias, las costumbres, los gustos, las actitudes, los sentimien-
tos. Hablamos de una posible identidad chilena que no tiene carnet y olvi-
damos por un momento que el carnet de identidad prueba su utilidad
porque demuestra que somos todos diferentes.
¿Se puede objetar el uso amplio de un concepto? Claro que no, siem-
pre que se tenga presente que la nueva extensión que se le da cambia las
reglas de su aplicación. En principio, las palabras están ahí para ser usa-
das, abusadas, cambiadas, diversamente aplicadas, abreviadas y extendi-
das, olvidadas y recuperadas. El lenguaje es uno de los campos de ejercicio
de la libertad humana. Si no lo cree, pregúntele a los poetas y a los chisto-
sos. Pero es obvio que tales ejercicios tienen consecuencias de todo tipo,
tanto felices como desgraciadas. ¿Qué duda cabe de que todos los miem-
bros de una comunidad nacional tienen numerosas cosas en común? Des-
de luego la nacionalidad, que no es poca cosa. Pero también tenemos mu-
chas coincidencias con gentes de otros países, y tampoco éstas son poca
cosa. Afirmada al voleo, la existencia de una identidad nacional chilena, no
implica grandes responsabilidades. Ahí están los sentimientos comparti-
dos, las intuiciones, las simpatías, los recuerdos de infancia que, narrados,
resultan extrañamente parecidos a los recuerdos de infancia de nuestros
contemporáneos. Sin embargo, está claro que vamos entrando en dudas e
interrogaciones apenas tratamos de hacernos una idea precisa de esta cla-
se de identidad.
L ECTURAS DE LAS IDENTIDADES : S U B J E T I V I DA D E S , MÁRGENES E INSTITUCIONES

¿Cuántos caracteres o rasgos idénticos se necesitan para darnos algo


así como una identidad que consta de muchos elementos homologables?
¿Es esto algo que se puede calcular, cuantificar, evaluar con precisión, o
siquiera discutir con rigor como para que de la discusión puedan resultar
conclusiones válidas? ¿Hay respuestas unívocas para todas estas pregun-
tas o nos movemos en un terreno resbaladizo sobre el cual resulta difícil, o
tal vez imposible, ponerse de pie y sostener la posición? Esto es, una posi-
ción susceptible de ser defendida con argumentos legítimos que persua-
den a todo el mundo.
Recuerdo que leyendo los escritos de un filósofo mexicano, que se
ocupó frecuentemente y con maestría de la cuestión de las identidades
colectivas, me sentí iluminada por sus palabras mientras pude creer que
hablaba de México, una nación tan única e impresionante por su incom-
parable originalidad que quien la conoce siente el impulso de abandonar
toda reserva crítica frente al que la trata como si fuera una persona, una
gran persona. Pero aquel autor se movía con toda soltura de la identidad
mexicana a la hispanoamericana, y de ésta, a lo que llamaba la identidad 31
de la cultura latina. A estas alturas de la generalización, cuando la perso-
nalidad pretendidamente unitaria abarcaba en conjunto a la Roma anti-
gua y a la Italia actual, a España y Francia, tal vez a Rumania, y también a
las ex colonias españolas y portuguesas en América, nos sentimos priva-
dos de toda posibilidad de pensar con claridad.
Pero volvamos a nuestro asunto. Si reclamamos que los chilenos te-
nemos una identidad nacional, ¿le concedemos implícitamente lo mismo
a todos los demás países del mundo, o nuestra identidad constituye un
privilegio de que otras comunidades humanas carecen?
¿Importa o no, para el efecto en cuestión, ser un país de doscientos
años hecho de oleadas disparejas de inmigrantes venidos de distintas par-
tes del orbe a reunirse aquí con los restos de las poblaciones originarias de
lo que ahora es Chile? Hagamos la suposición romántica y democrática de
que todas las naciones poseen, en cuanto tales, una identidad nacional.
¿Qué otra razón que este improbable supuesto general podría igualar en
este respecto a un país a medio hacer con 16 millones de habitantes con
otro de más de 1.000 millones y viejísimo como el que más, como la India,
por ejemplo? Las diferencias de escala en el espacio, el tiempo, la ubica-
ción, la experiencia acumulada, etc., ¿desempeñan aquí algún papel o, al
preguntar por la identidad nacional chilena, estamos frente a una convic-
ción mística decidida a ignorar todo dato preciso como una intromisión
impertinente en un terreno que no debe ser enturbiado por la inteligencia
analítica?
Siempre me ha llamado mucho la atención que en los países más
antiguos, dominados por tradiciones multiseculares cuyos representantes
actuales ni siquiera saben expresamente que las actualizan y mantienen
REVISITANDO CHILE

de tan vigentes que están, no se plantee nunca esta cuestión de la identi-


dad nacional ni tampoco se la busque, movido, tal vez, por la angustia de
una posible falta de la misma. En Latinoamérica, en cambio, ella reapare-
ce a cada rato y por todas partes. Para no limitarme a repetir las dudas que
tengo sobre el sentido de esta inquietud nuestra por la identidad y sobre el
significado y valía de algunos de los discursos que entre nosotros se le
dedican, consulto una obra del filósofo colombiano Carlos Rojas Osorio,
Latinoamérica. Cien años de filosofía (2002), que contiene una sección 18
dedicada al tema.
Este autor estudia las obras de filósofos cubanos y costarricenses que
le dedican sendos libros a la cuestión de la identidad. Particularmente
nutrida resulta ser la tradición de Costa Rica; cuatro representantes de la
misma merecen destacarse en esta historia del pensamiento latinoameri-
cano. Son Luis Barahona Jiménez, José Abdulio Cordero, Constantino
Láscaris Commeno y Jaime González Dobles. Antes de resumir sus res-
pectivas posiciones, Rojas dice: “Desde el siglo pasado se ha ido desarro-
32 llando [en Costa Rica] el tema de la identidad nacional”. Lo que llama la
atención inmediatamente es la diversidad irreductible de los planteamientos
de los cuatro pensadores reseñados. Cada uno de ellos entiende el asunto
de otra manera. ¿Cómo podría haber un desarrollo del mismo en estas
condiciones? Voy a ilustrar esta independencia mutua de las cuatro con-
cepciones mediante citas de Rojas, que demuestra gran fe y simpatía hacia
los autores que explica.
“Constantino Láscaris opina que El gran incógnito de Barahona es el
primer estudio sociológico acerca del campesino costarricense”. Cordero
es autor de El ser de la nacionalidad costarricense (1980); se trata de “una
historia filosófica cuyo papel es mostrar el espíritu de un pueblo, la racio-
nalidad concreta que lo caracteriza y su conato de llegar a ser un sujeto
libre y creativo, es decir, la voluntad de ser una colectividad humana defi-
nida. Esa voluntad del pueblo se ha cristalizado en la construcción del
estado-nación”. Láscaris propone sus ideas sobre la identidad en El ser
costarricense (1985).
Láscaris se abocó a un estudio fenomenológico del ser costarricense.
Láscaris se admira del buen uso de la lengua castellana que hace el
costarricense. Es el español equivalente al de España del siglo XIV al
XVI, anterior al proceso de galización. El lenguaje del costarricense
es notoriamente conservador en su expresión idiomática. La sensibi-
lidad del costarricense enraíza en la vida de la montaña. “Sin monta-
ñas delante de los ojos el costarricense se marea”, escribe Láscaris.
Láscaris analiza la geografía. Costa Rica es una prolongación de los
Andes pero en ambiente tropical. La montaña cubre la casi totalidad
del territorio. “Es puro monte”. Y esto es decisivo para la forma de
vida que el pueblo ha forjado.
L ECTURAS DE LAS IDENTIDADES : S U B J E T I V I DA D E S , MÁRGENES E INSTITUCIONES

Finalmente, para Jaime González, autor de La patria del tico (1995), ante
todo se trata de preservar la identidad del Tico. Ser nosotros mismos
en plenitud… Cada patria engendra un sentido que hace visible en
sus más profundas aspiraciones. Hacer patria es descubrir una huma-
nidad concreta, descubrir lo humano realizado en la concretez histó-
rica.
La variedad de los puntos de vista muestra, en este caso y en otros,
que el concepto de “identidad nacional” es incapaz de establecer una meta
que gobierne la investigación. Demasiado indefinido e impreciso, deja sin
dirección a la búsqueda, sin método, librada a iniciativas puramente per-
sonales, incapaces de empalmar constructivamente con el trabajo de otros
interesados en el tema. En tales circunstancias, los diversos teóricos de las
identidades colectivas carecen de los lazos que harían falta para fundar
una tradición emergente, capaz de acumular saberes y de crecer. Todos los
que proponen teorías en este campo dan la impresión de Adanes que han
de partir de cero o resolverse a callar. No hay nada antes de cada uno que
funde suficientemente y guíe la actividad de pensar sobre identidad. De 33
las explicaciones bien intencionadas de Rojas Osorio se deduce que los
discursos teóricos, en este caso filosóficos, sobre la identidad, no dan para
iniciar una historia que se pudiera heredar.
Una de las debilidades de los textos contenidos en la historia de Rojas
Osorio para ilustrar las filosofías de la identidad, es la manera en que la
escritura se desliza sin control de la descripción de los rasgos supuesta-
mente definitorios de una identidad a la formulación de deseabilidades.
Ya que no es lo mismo decir cómo las cosas son que expresar como debie-
ran ser a juicio del que habla, la sustitución de la palabra definitoria por
otro modo de hablar que propone un deber ser, un ideal, una preferencia,
un valor, equivale a un abandono del tema y a una fuga en dirección de lo
meramente deseable. Sobre el costarricense González Dobles dice Rojas
Osorio:
Analiza valores tales como el humanismo, la autenticidad, los cuales
deben integrar la idea de patriotismo. El humanismo nos debe incitar
a poner al ser humano en el núcleo mismo de cualquier política de
desarrollo. Por último, González destaca la importancia de la demo-
cracia […] En definitiva, nos dice González, la patria es la personalidad
de un pueblo.
El mismo autor de Latinoamérica. Cien años de filosofía, en su atracción
por las teorías de la identidad, titula la sección 18 de su libro como “Tres
estudios sobre identidad y eticidad”.
Una crítica de la posibilidad de hacer teoría, ya sea filosófica o cientí-
fica, sobre la cuestión de la identidad nacional no significa lo mismo que
proponer que haya que desconsiderarla del todo y guardar silencio acerca
de ella. La teoría tiene sus propias exigencias, de las que depende su éxito,
REVISITANDO CHILE

e impone límites a lo que puede ser tratado en sus términos. El discurso


teórico excluye, por ejemplo, los casos individuales, las excepciones, y
maneja imperiosamente todo cuanto no es sino particular, seleccionando
en los individuos y en las particularidades lo que puede encontrar en ellas
de universal. Pero hay muchas maneras de tratar asuntos de interés fuera
del ámbito de la teoría. El habla de la vida ordinaria, la literatura, las artes
en general, el culto religioso, la práctica de hábitos y costumbres que, tal
como las instituciones sociales, va acompañada de un lenguaje característi-
co de ella, un lenguaje que es aceptado y comprendido en los grupos que la
cultivan, ofrecen múltiples oportunidades de ocuparse de la experiencia
personal de una identidad nacional. Tenemos esa experiencia en numero-
sas ocasiones; reconocemos en nosotros y también en otros, los sentimientos
y emociones que forman parte del amor a la tierra natal, de la reverencia
hacia la unidad política de la patria y de la comunidad que formamos con
nuestros connacionales. ¿Qué podría agregar una teoría de la identidad
chilena a esta persuasión personal, a estas devociones y respetos?
34 En la tradición literaria chilena hay abundantes ejemplos de ensa-
yos, novelas, cuentos, dramas, que se proponen representar artísticamen-
te al país. Algunos lo logran, según ciertos lectores; otros sólo trataron, sin
llegar a conseguirlo, según otros. Éste del propio país y sus habitantes, es
un gran tema, que puede ser tratado y que ya ha sido, en efecto, abordado
de mil maneras diferentes. Pienso en Gabriela Mistral y su poema sobre
Chile; en Benjamín Subercaseaux con Chile o una loca geografía. Recuerdo
también las batallas críticas que a través de sus ensayos no se cansó de dar
Joaquín Edwards Bello, que se fue enrabiando porque las cosas no eran
como él habría querido que fueran. El amor agriado también revela lo que
ansiamos saber cuando se expresa aliado con la inteligencia. ¿De qué es-
cribieron Manuel Rojas y José Santos González Vera, Neruda y De Rokha
sino de donde estamos y de quienes somos? ¿Que el mensaje no es siem-
pre claro y directo, que se deja entender de muchas maneras, que ningu-
na de estas obras es exhaustiva, que falta mucho por decir? También falta
mucho por hacer, por caminar, por resistir, por esperar.
Las letras no tienen, en estas materias, ningún monopolio, a pesar de
su jamás suficientemente reconocida, o bastante celebrada, importancia.
Las artes visuales, en particular la fotografía y el cine documental, pero
también la pintura, la escultura, la danza, el folklore, emiten toda clase de
símbolos que hay que aprender a incorporarse para darle forma y presen-
cia memorable en nosotros al país que somos. ¿Hay alguien para quien
todo esto no es bastante? Pues, en tal caso, hágalo usted mismo. Hágalo
mejor.
Los chilenos, no sé por qué tengo que decirlo, ya tenemos una ma-
nera de pensar y de sentir el paisaje, el país, la gente de aquí, las posibili-
dades y los inconvenientes de la vida local. Somos lúcidos, conscientes y
L ECTURAS DE LAS IDENTIDADES : S U B J E T I V I DA D E S , MÁRGENES E INSTITUCIONES

pensantes. Si alguien produjera una versión filosófica o científica de la


identidad nacional chilena, que fuera una respuesta impecable a las dos
preguntas que me propuse contestar al empezar a escribir, ella vendría
formulada, como no puede dejar de ser, en el lenguaje técnico que es parte
obligada de esta clase de obras. Vendría, además, acompañada de estadísti-
cas, promedios, notas eruditas, cuadros y mapas ilustrativos, y formulada
mediante conceptos refaccionados a la medida de la precisión exigible. La
ciencia, en cualquiera de sus formas, depende de procedimientos metódi-
cos de medida, de aparatos técnicos que regulan los procesos de la inves-
tigación, de intervenciones para aislar sus objetos de los contextos a que
pertenecen, de simplificaciones y estilizaciones que hacen posible que el
saber que resulta se ajuste al ideal del conocimiento objetivo que regula la
actividad científica moderna. ¿Qué haríamos con nuestra familiaridad ya
adquirida de lo que significa para nosotros ser chilenos? ¿La desdeñaría-
mos y reemplazaríamos por la teoría? Lo dudo; las dos cosas no se sustitu-
yen ni serían intercambiables; desempeñan papeles diferentes en el grupo
social y en la vida personal. Nada que la ciencia pueda producir es adecua- 35
do para reemplazar la experiencia vital de seres como nosotros. Y, por
cierto, no es para eso que se hace teoría. Para poder vivir desde ellas ten-
dríamos que ser otros que los que somos, renunciar a la intimidad y a la
constante referencia a nosotros mismos que posee la conciencia natural y
sus contenidos.
REVISITANDO CHILE

¿NECESITAMOS PROTEGER UNA IDENTIDAD


O ASUMIR Y FOMENTAR NUESTRA DIVERSIDAD?1

Agustín Squella
Asesor Cultural de la Presidencia

36 U na sociedad moderna es aquella que acoge la diversidad y renuncia a la


uniformidad. Por lo mismo, aspira propiamente no a la unidad, sino a ins-
talar y compartir unos aceptables hábitos de convivencia entre sus miem-
bros. Entendemos por la primera, la propiedad que consiste en que algo
no puede dividirse sin que se destruya o altere gravemente, y por la se-
gunda, el hecho de vivir unas personas con otras. Igualmente, la palabra
unidad, utilizada al modo de un atributo que tiene o que se desea para una
determinada sociedad, es más fuerte que convivencia. Esto quiere decir que
para lograr aquélla es preciso satisfacer más condiciones que para conse-
guir esta última. Así, la unidad, si bien no se confunde con uniformidad,
tiene una evidente cercanía con ésta, ya que se podría creer que para
obtenerla es preciso tener o a lo menos fingir uniformidad. Por su parte, la
convivencia, que no se puede confundir con diversidad, es portadora de un
sentido que la acerca a esta última expresión.
La colaboración no es una virtud social ni tampoco el conflicto un
vicio o una patología social, sino que ambos son fenómenos propios de la
vida en sociedad. De allí, entonces, que una frase como “Quiero una so-
ciedad donde haya colaboración” sea redundante, mientras que otra como
“Quiero una sociedad sin conflictos” resulte contradictoria. Por lo tanto,
tenemos que aceptar que en la vida social nos comportemos como amigos
a la vez que como adversarios.
Sin embargo, una auténtica patología puede surgir cuando se trata
de propiciar el conflicto en forma deliberada o de evitarlo obstinadamen-
te. Con ello no quiero sino aplicar la idea de Paul Ricoeur: puede ser tan
dañino para una sociedad el conflicto a cualquier precio como el acuerdo a
como dé lugar. Este punto tiene particular importancia en el caso de la so-
ciedad chilena de las últimas décadas. Es bien notorio que la lógica del
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conflicto a cualquier precio dominó en nuestro país, a fines de los sesenta


e inicios de los setenta, período en el que se produjo una tan profunda
como deliberada agudización de los conflictos. Otro tanto ha hecho la ló-
gica de la segunda idea en la década de los noventa, lo cual quiere decir
que hemos procurado sanar una patología refugiándonos en otra.
Puesta dicha situación de otra manera, se podría decir que a fines de
los años sesenta e inicios de los setenta prevalecían con claridad las opcio-
nes por sobre las tendencias. Es efectivo que el país pagó un alto precio por
haber soñado, en un momento dado de su historia, de espaldas a la reali-
dad y a los límites y condiciones que esta última impone. Es decir, por
haber sobrevalorado las opciones y descuidado negligentemente las ten-
dencias. Mi pregunta es si no vamos a pagar un precio demasiado caro por
aferrarnos ahora a la manía contraria: creer que cada vez que vamos a
decidir un asunto público debemos simplemente seguir la dirección que
marcan las tendencias y eludir todo análisis razonado y libre que nos pu-
diera conducir a una opción diferente.
Volviendo a la distinción entre unidad y convivencia, quizás sí la pri- 37
mera se relacione con la idea tradicional de nación (que es un concepto
cultural), mientras que la segunda lo haga con la idea de sociedad, un con-
cepto de alcances propiamente políticos. Nación supone unidad cultural y
en cierto modo moral de una comunidad. Ello trae consigo fenómenos
como la identidad y el orgullo nacionales, esto es, un fuerte sentido de
pertenencia comunitaria y una no menos potente convicción acerca de
que el sello común compartido alberga determinados valores que se con-
sideran mejores que los que puedan ostentar otros grupos nacionales. En
cambio, sociedad alude a un pacto de convivencia entre quienes admiten
tener diferencias y optan por la paz y la justicia –ambas relativas– que
pueden proveer los vínculos asociativos e igualitarios, aunque no se incli-
nan por la instauración de una unidad cultural que uniforme las ideas
religiosas, morales o de otro orden, puesto que, precisamente, lo que la
sociedad persigue es mantener las diferencias.
Las distinciones previas podrían servir para preguntarnos si lo que
queremos tener en Chile es una buena sociedad, esto es, una buena con-
vivencia, o una buena nación, es decir, una unidad cultural que podamos
a la vez identificar y exhibir como buena e incluso mejor que otras que
existen en el planeta.

Para caracterizar la sociedad chilena actual desde el punto de vista de su


diversidad, así como para evaluar cuánto esta última favorece o perjudica
nuestra convivencia, es preciso distinguir entre pluralidad, pluralismo y to-
lerancia. A la vez, tratándose de ésta es posible distinguir entre una activa y
otra pasiva.
Llamo pluralidad al simple hecho de la diversidad, a la circunstancia
fáctica de existir al interior de una sociedad cualquiera una variedad no
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coincidente de creencias, convicciones, sentimientos y puntos de vista acer-


ca de asuntos que se reputan importantes.
Llamo pluralismo a la valoración positiva que se hace de la pluralidad,
esto es, a la actitud que consiste en aceptar esta última y en estimarla
como un bien, no como un mal y ni siquiera como una amenaza, en tanto
ella es expresión de la autonomía de las personas para determinarse en
cada uno de los campos antes señalados.
Así las cosas, mientras la pluralidad es un hecho, el pluralismo es una
determinada actitud que las personas pueden o no adoptar ante él.
En cuanto a la tolerancia, se trata ya de una virtud, es decir, de algo
más que una mera postura inicial frente a la pluralidad, algo no sólo ad-
quirido, sino que es posible de obtener únicamente mediante su práctica o
ejercicio. La tolerancia pasiva es aquella que consiste en resignarse al he-
cho de la pluralidad y en aceptar la existencia de aquellas creencias, con-
vicciones, sentimientos y puntos de vista que no coinciden con los nues-
tros y que reprobamos por considerarlos incorrectos. En cambio, la
38 tolerancia activa tiene que ver con la disposición habitual de comunicarse
con quienes sustentan creencias, convicciones, puntos de vista y senti-
mientos que no aprobamos, con entrar en diálogo con ellos, con escu-
char las razones que pueden ofrecernos, sopesarlas luego y estar incluso
dispuestos a modificar las creencias y convicciones propias como resul-
tado de esta comunicación y diálogo.
Mi hipótesis es que para la sociedad chilena la pluralidad es mayor
que el pluralismo, la tolerancia menor que el pluralismo y la tolerancia
activa menor que la pasiva.
Es posible que en toda sociedad se produzca alguna interrelación entre
pluralidad y pluralismo, a la vez que entre pluralismo y tolerancia. Lo que
quiero decir con esto es que la pluralidad promueve el pluralismo, en
tanto que este último empuja hacia la tolerancia.
En primer lugar, la pluralidad promueve pluralismo. En sociedades
homogéneas hay más posibilidades de que las personas consideren como
un mal, o cual menos como una amenaza, la existencia de creencias, con-
vicciones, sentimientos, puntos de vista y planes de vida que se aparten de
los cánones aceptados. A la inversa, en sociedades heterogéneas hay más
posibilidades de que la gente se haga la idea de que la pluralidad es un
hecho que conviene aprobar en nombre de la autonomía individual.
En el caso de Chile, lo anterior nos parece evidente: el incremento de
la pluralidad filosófica, religiosa, moral y política, o sea, el simple aumen-
to de la diversidad en cada uno de esos campos (un fenómeno que se
acentúa a partir de la década de los sesenta, si bien por momentos llevado
al extremo de los antagonismos) ha traído consigo un mayor pluralismo;
más personas que aprecian la pluralidad como un bien y no como una
amenaza. En consecuencia, el solo incremento de la pluralidad en cual-
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quiera de los campos o materias identificados al momento de acordar un


sentido a la palabra “pluralidad”, si bien al comienzo puede producir des-
concierto, temor e incluso antagonismos en parte importante de la pobla-
ción, termina por persuadir a la mayoría de que lo mejor que puede hacer
es aceptar la pluralidad, tanto en nombre del principio de autonomía como
en el del cálculo de las posibilidades de sobrevivencia de las convicciones
y perspectivas propias. Esto, claro está, con la condición de que la agudi-
zación de los conflictos no llegue al punto que efectivamente alcanzó en
nuestro país y que trajo consigo, como todos sabemos, la violenta imposi-
ción de un determinado punto de vista sobre los demás y, por lo mismo,
una fuerte atenuación del pluralismo a partir de 1973. Por otra parte, la
expansión del pluralismo, a su vez, tiene un efecto en el fenómeno de la
pluralidad, puesto que crea mejores condiciones para un incremento aún
mayor de esta última.
Debido a la interrelación que existe entre pluralidad y pluralismo
–aquélla expandiendo a éste y éste favoreciendo un mayor campo para
aquélla–, los enemigos del pluralismo suelen ser también enemigos de la 39
pluralidad. En otras palabras, como un incremento de la pluralidad tiende
a producir una expansión del pluralismo, los enemigos de éste tratan de
poner freno a aquélla, es decir, procuran favorecer un tipo de sociedad
menos plural para no verse obligados a tener que vivir en una sociedad
pluralista.
Según anticipamos, el pluralismo empuja a su vez hacia la toleran-
cia, a admitir las creencias, convicciones, puntos de vista y planes de vida
que reprobamos, renunciando a combatirlos por medios coactivos, y con-
sintiendo, además, en que no es legítimo discriminar en su contra.
Al igual que en el caso de la pluralidad y del pluralismo, también
existe una relación entre pluralismo y tolerancia. El incremento de aquél
produce una expansión de ésta, de donde resulta claro por qué los enemi-
gos de la tolerancia siempre miran con recelo el fenómeno del pluralismo
y tratan de disminuir el campo de acción de la primera valiéndose, para
ello, de un desprestigio directo o soterrado del segundo.
Pero esta relación entre pluralismo y tolerancia es también una inte-
rrelación –lo mismo que en el caso de pluralidad y pluralismo–, puesto que
mayores grados de tolerancia en una sociedad proporcionan una base más
firme y segura a las cotas de pluralismo que esa misma sociedad exhiba.
Algo similar ocurre entre tolerancia pasiva y tolerancia activa, en el
sentido de que buenos niveles de la primera abren paso a la práctica de la
segunda. El solo hecho de resignarnos a convivir con los que piensan,
sienten o viven de manera diferente siembra, por así decir, el germen de
esa disposición espiritual –ciertamente más exigente y también más gene-
rosa– que nos lleva a comunicarnos con tales personas; a entrar en diálo-
go; a escuchar las razones que puedan ofrecernos y a mostrarnos incluso
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dispuestos a modificar las propias convicciones y puntos de vista como


resultado de esa comunicación y diálogo.
Si reunimos ahora las interrelaciones previas, se podría concluir que
la aprobación o rechazo que se hace de la pluralidad (entendida esta última
como simple diversidad de hecho) están determinados, en forma conscien-
te o inconsciente, por la aceptación que nos merecen, ya en otro plano (no
el de los hechos, sino el de las actitudes y los hábitos), esas disposiciones
que llamamos pluralismo y tolerancia.
Asimismo, hay que admitir que el pluralismo de una sociedad irá a la
zaga de la pluralidad, la tolerancia pasiva a la del pluralismo y la toleran-
cia activa a la de la pasiva. Con todo, resulta interesante preguntarse cuánto
es esa zaga en la sociedad chilena actual, cuánto desfase tenemos entre
pluralidad y pluralismo, entre pluralismo y tolerancia y entre tolerancia
activa y pasiva. Sobre el particular, mi impresión es que subsiste un hiato
importante entre pluralidad y pluralismo. La expansión de nuestro plura-
lismo se produce a una velocidad sensiblemente más lenta que en otras
40 sociedades respecto de lo que acontece con los tiempos más rápidos que
toma el simple incremento de nuestra diversidad.
Lo anterior quiere decir que tardamos mucho tiempo en aceptar la
diversidad que de hecho se produce en los más diversos campos. Impedi-
dos de terminar con ella o de obstaculizar su incremento, y fracasados
también los intentos por estigmatizarla como fenómeno que pondría en
riesgo la sobrevivencia de un proyecto social unitario, solemos recurrir al
subterfugio de esconderla y de continuar presumiendo que somos una
sociedad homogénea. El ocultamiento de la diversidad se lleva a cabo de
muy distintas maneras, en especial por medio de una cierta homogeneiza-
ción de los medios de comunicación que deberían transparentarla, como
también mediante un discurso que certifica como “alternativo” –en el sen-
tido más peyorativo que descriptivo del término– cualquier planteamien-
to que haga patente de manera fuerte esa misma diversidad.
A su vez, el hiato entre tolerancia pasiva y activa es todavía mayor.
Según mi parecer, uno de los factores que más perjudica el desarrollo de
una tolerancia activa en nuestro medio se relaciona con un discurso pú-
blico dominante. En materias de índole moral sugiere que todo lo que
pueden hacer personas con convicciones firmes en este terreno es practi-
car una tolerancia pasiva, puesto que la de carácter activo se vincularía
inevitablemente con un relativismo moral de efectos personales y sociales
inconvenientes.
A un discurso como ése lo he llamado otras veces “moral de dos ban-
das”, porque sugiere en forma errónea que en un punto a nuestras creen-
cias de orden moral y a sus posibilidades de argumentación racional existi-
rían sólo dos posiciones: la de quienes tienen convicciones fuertes en ese
terreno y están persuadidos de que es posible probar racionalmente su ma-
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yor valor de verdad respecto de convicciones discrepantes, y la de quienes


poseen postulados débiles, o simplemente carecen de ellos y consideran
que no es posible la prueba de verdades irrefutables en el ámbito moral.
Pueden existir a ese respecto más de dos posiciones. La indiferencia
sería la de aquellos que situados frente a un asunto moral importante res-
pecto del que se les pide un pronunciamiento, sencillamente se encogen
de hombros y declaran no tener ninguna preferencia que expresar sobre
la materia.
Está también la de los desinformados, aquellos que frente a la misma
situación antes descrita declaran no disponer de suficiente información
acerca del tema que se les plantea. Por lo mismo, difieren su pronuncia-
miento hasta el momento en que puedan comprenderlo.
Por su parte, la neutralidad sería la posición de quienes tienen un
juicio moral formado, aunque por una razón estratégica cualquiera pre-
fieren no darlo a conocer.
Sigue luego la posición del relativismo, sustentada por quienes decla-
ran ser capaces de formarse y emitir un juicio moral acerca del asunto de 41
que se trate, aunque creen que todos los juicios morales que puedan pro-
nunciarse al respecto, por contradictorios que resulten entre sí, tienen
igual justificación. Ninguno de ellos, ni siquiera el propio, puede resultar
preferible a los demás desde un punto de vista objetivo.
A continuación está la posición del escepticismo, de aquellos que son
capaces de tener y expresar un juicio moral acerca del asunto en discusión,
que prefieren el suyo al de los demás y están dispuestos a defenderlo con
algún tipo de argumentación. Pero, en último término, admiten que ni
ellos ni nadie cuentan con métodos propiamente racionales que permitan
probar con certeza el mayor valor de verdad de cualquiera de los juicios
morales que puedan hallarse en conflicto sobre la materia de que se trate.
Existe también la posición de la falibilidad, de quienes poseen una
convicción moral fuerte sobre el asunto de que se trate y creen estar en
posición de demostrar racionalmente el mayor valor de verdad de la mis-
ma respecto de otras que se le oponen. Pero, a la vez, reconocen la posibi-
lidad de estar equivocados y aceptan oír los argumentos que puedan dar-
les las personas que piensan distinto frente al tema moral en discusión.
El absolutismo moral, también llamado en ocasiones “realismo moral”,
coincide exactamente con la posición anterior, la de los falibles, aunque su
interés por identificar y acercarse a quienes piensan distinto proviene no
de la posibilidad de aprender de éstos, sino del impulso por convertirlos.
En fin, el fanatismo en cuestiones de índole moral se confunde con la
posición del absolutismo, aunque con una diferencia central: los fanáticos
buscan a sus contradictores no para convertirlos, sino para eliminarlos.
Un esquema como el expuesto tiene la suficiente flexibilidad como
para admitir que las personas puedan manifestar más de un temperamen-
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to moral, según sea la índole e importancia del asunto moral que se discu-
ta. Es decir, las personas no tienen siempre y para todos los asuntos mora-
les uno solo de tales temperamentos, sino que se desplazan entre ellos, o
al menos entre algunos de ellos, según sea la índole e importancia del
asunto moral de que se trate.
Si por pluralismo entendiéramos ahora la multiplicación y autonomía
de los centros de poder al interior de una sociedad, la nuestra también
exhibe carencias manifiestas en este sentido, en particular en lo que con-
cierne a la autonomía de los centros de poder. Ésta es escasa, por ejemplo,
entre poder político y poder económico, entre poder civil y poder religio-
so, y entre poder político y poder militar. Lo anterior es importante por-
que la sola multiplicación de los centros de poder no satisface las exigen-
cias de una sociedad libre, si ellos no se comportan de manera autónoma.
Por otra parte, si domesticar los centros de poder equivale a la acción
encaminada a limitar sus posibilidades de dañar a las personas, el discurso
público nacional que prevalece entre nosotros es el que busca limitar el
42 poder del Estado, casi como si se tratara del único centro de poder capaz de
vulnerar la libertad de las personas. Pero se omite toda referencia a los
demás centros de poder o se velan deliberadamente las posibilidades de
dañar la libertad de las personas que tienen también esos otros centros de
poder.
Un asunto especialmente delicado, que nuestra sociedad se niega a
discutir en forma abierta, es el que concierne a los límites que deben exis-
tir entre poder civil y poder religioso. Si bien la secularización es un pro-
ceso que también ha venido cumpliéndose en la sociedad chilena, es más
real en la base social que en las elites directivas, con el inconveniente
adicional de que dicho proceso (con un carácter religiosamente neutral y
no necesariamente antirreligioso) suele ser presentado como si se tratara
de un burdo secularismo, esto es, el emplazamiento de la ideología del
rechazo o repulsa de toda religión.
Es evidente que todo proceso de secularización hace perder a las re-
ligiones determinadas zonas de influencia, por ejemplo, en la ciencia, en
el arte, en la política, desde el momento en que dichas actividades pasan a
ser consideradas de injerencia y responsabilidad exclusivamente huma-
nas. En tal sentido, queda de manifiesto que ella es un proceso que presta
un evidente servicio a la libertad y a la creatividad humanas. También a
las propias religiones al demarcar bien el espacio de lo sagrado y eterno,
por un lado, y el de lo profano y temporal, por otro.
Entre nosotros existe una insuficiente comprensión de las ventajas
que tiene mantener separados ambos dominios, tanto para una visión se-
cular como para una religiosa. Se desconocen o se aplican en forma inade-
cuada las exigencias de autonomía para las actividades humanas y las es-
tructuras sociales que, desde una perspectiva católica, reconocieron
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documentos como los emanados del Concilio Vaticano II y la constitución


pastoral Gaudium et Spes.

Otro aspecto interesante de considerar, a propósito de la pluralidad, el plu-


ralismo y la tolerancia en la sociedad chilena actual, es el que concierne a
los tres distintos planos en que tales fenómenos pueden ser apreciados.
Esos son los de la realidad (cuánta pluralidad, pluralismo y tolerancia
tenemos efectivamente en Chile), del pensamiento (cuánta pluralidad, plu-
ralismo y tolerancia percibimos realmente los chilenos en nuestra socie-
dad) y del discurso (cuánto de cada uno de esos mismos tres fenómenos
expresamos públicamente los chilenos).
Por ejemplo, en el caso de la pluralidad, resulta evidente que existe
en mayor grado en el plano de la realidad que en el del pensamiento, o
sea, tenemos más diversidad en nuestra sociedad que la que percibimos. A
la vez, el grado en que nos percatamos de ella es menor que aquél en que
la certificamos o expresamos en público. Sin dejar de considerar la impor-
tancia que para esta degradación sucesiva de la pluralidad tienen en nues- 43
tro medio el temor a la exclusión y una cierta hipocresía social, es preciso
no despreciar el papel que juega un conjunto limitado y marcadamente
homogéneo de medios de comunicación. Dicho simplemente: nuestros
medios de comunicación (en el plano del discurso) muestran una socie-
dad más homogénea que la que los chilenos percibimos (plano del pensa-
miento), en tanto que lo que acontece en los hechos (plano de la realidad)
es aún menos homogéneo.
Continuando dentro del marco conceptual que hemos adoptado, lo
que tendríamos que hacer como sociedad no es fomentar la pluralidad,
sino darle expresión. A lo que sí deberíamos darle validez es al pluralismo
y, desde luego, a promover también una mayor tolerancia, especialmente
en su modalidad activa. En todo ello la educación, en sus diferentes nive-
les, suele desempeñar un papel muy importante.
Por otra parte, es preciso mejorar nuestra percepción de la pluralidad
que tenemos como sociedad. Es decir, tendríamos que conseguir una ma-
yor correspondencia entre la diversidad que tenemos y la que percibimos.
Además, es menester dar mayor expresión pública a la pluralidad que
percibimos; esto es, tendríamos que conseguir también una mayor corres-
pondencia entre la diversidad que conocemos y aquella que estamos dis-
puestos a admitir y a mostrar públicamente.
Los sectores conservadores de la sociedad chilena son en extremo
susceptibles a la amenaza. Parecen dispuestos a aceptar la diversidad úni-
camente en la medida en que no sientan que ella constituye un peligro
para sus creencias y formas de vida. Por lo tanto, en esos sectores, y en
las áreas de influencia que manejan, existe una tendencia a mantener la
pluralidad relegada al ámbito privado, puesto que así se consigue ocul-
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tarla y atenuar de algún modo su capacidad para amenazar a quienes no


la toleran.
El paso de la pluralidad desde el plano de la realidad al de la percep-
ción, y desde el de ésta al plano del discurso, puede llegar a facilitar algo
más que la tolerancia frente a la diversidad, a saber, su reconocimiento. El
reconocimiento de la identidad de todos los grupos en el espacio público
sería realmente a lo que deberíamos aspirar como sociedad, más allá de la
simple tolerancia. El reconocimiento, en tanto reclama un igual derecho
de todas las identidades a ser reconocidas en el espacio público, constituye
una demanda mayor que la primera.
Por lo demás, en la práctica de la tolerancia siempre existiría la idea
de una identidad básica común, a partir de la cual se pueden luego aceptar
las diversidades. Otra cosa es lo que ocurre con las diferencias, que no su-
pondrían una identidad básica común y, por lo mismo, demandarían, más
que tolerancia, reconocimiento.
Volviendo a los planteamientos iniciales de trabajo, siempre me gus-
44 ta recordar ese ensayo de Tabucchi sobre Fernando Pessoa, llamado “Un
baúl lleno de gente”, en clara alusión a que todos, individualmente consi-
derados, somos siempre más de uno. Si eso vale para el plano individual,
me pregunto cuánto más valdría cuando la cuestión de la identidad se
plantea no respecto de los individuos, sino de las sociedades en que éstos
viven y de los países que habitan.

1. La base de este texto es el artículo del autor “Pluralidad, pluralismo y tolerancia en la


sociedad chilena actual”, publicado en Perspectivas, volumen 2, número especial, 1999, De-
partamento de Ingeniería Industrial de la Universidad de Chile.
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NOTAS SOBRE LOS CUERPOS SOCIALES


(REFLEXIONES CRÍTICAS SOBRE LA IDENTIDAD CULTURAL)

Roberto Aceituno
Psicólogo

Cuenta la historia que los griegos tributaban a las mujeres muertas en el


trance de ser madres los mismos honores que a los guerreros que morían en
el campo de batalla; pasaban, pues, a ser héroes. Día llegará que, así como a
los hombres se les exige en servicio del Estado pasar por los cuarteles, a las
mujeres para servir a la Patria se les exija pasar por una Escuela de Madres.
El origen de la familia reside, pues, en las leyes naturales y es el vínculo de
sangre el que impulsa a los hombres, desde tiempo inmemorial, a otorgarse
mutua comprensión y afecto movidos por una fuerza superior latente: la
perpetuación de la especie
(La eugenesia y su legislación, Amanda Grossi)

D esde la perspectiva, ciertamente parcial, en la que estas reflexiones se 45


sitúan, la pregunta por las identidades culturales requiere formularse de
manera diversa.1 No sólo porque ella pone en tensión las representacio-
nes más o menos “unificadas” que en el imaginario social han podido –y
debido– crearse sobre las subjetividades de los pueblos y de sus indivi-
duos, sino porque es la pregunta misma la que debe ser analizada en su
complejidad histórica. En este sentido, esta interrogación puede servir como
una herramienta crítica frente al anonimato de un poder (social, político,
económico) que reniega, en lo contemporáneo de las diferencias para pri-
vilegiar un discurso mistificatoriamente “común”; pero también puede ope-
rar como una versión más de ese mismo discurso, a través de su reverso
en la reivindicación ciega de una pura especificidad local. Esto último
merecería un análisis detallado, pero basta por ahora con dejar indicado
que este discurso “planetario” o “globalizado” tiene su reverso en los nue-
vos integrismos de nuestra época actual.

1
Desde el primer punto de vista esbozado, habría que señalar que las rela-
ciones económicas, políticas o “simbólicas” que constituyen actualmente
el lazo social, se organizan bajo modos de “intercambio” –para nuestros
efectos, “culturales”– que parecieran exigir un relativo olvido de las especi-
ficidades locales que habrían definido las identidades –las representaciones,
conscientes o no– que las culturas construyen de sí mismas en el curso de
sus historias. Si cada cultura –en este caso, la chilena o latinoamericana–
organizara este guión fantasmagórico de lo que “es” en función de la par-
ticular relación a sus orígenes (dado que la identidad concierne a la ficción
necesaria sobre lo traumático de todo origen) y estableciera desde ahí el
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código simbólico desde el cual organiza sus referencias “comunes”, el ho-


rizonte globalizado que –se dice– comanda las relaciones entre los pueblos
y los sujetos pareciera requerir hoy en día otro orden de referencias “sim-
bólicas”, es decir, acerca de la matriz cultural desde la cual se declinan sus
identidades y la relación a lo Otro que constituye la alteridad inevitable de
sus “cuerpos sociales”. En este marco “actual”, la pregunta identitaria toma
la forma de un síntoma –y de una posible resistencia– frente a las crisis
referenciales que la modernidad “clásica” tramitó a su manera, pero que
hoy en día parece tomar el rumbo de otras encrucijadas. El problema de la
“identidad cultural” no es entonces el mero resabio mítico de algún narci-
sismo cultural, sino que puede implicar también un trabajo crítico frente a
las crecientes y cada vez más eficaces oleadas de lo Único.
Sin embargo, la pregunta por las identidades expresa también una
paradoja característica de las culturas modernas –o, si se quiere, postmo-
dernas– en su afán por fijar los límites de su geografía subjetiva. Una in-
tención que ha querido mantener tal especificidad al abrigo de los mestiza-
46 jes y de los conflictos que sin embargo la han constituido históricamente. La
paradoja ha consistido en que mientras más se ha enunciado aquello que
definiría la identidad de un pueblo, de una nación o de una cultura, más el
proceso de configuración subjetivo-social ha sido despojado de la base real
(e histórica) por la cual ese mismo relato identitario ha podido formularse.
Desde aquí, resulta necesario considerar que la pregunta por las iden-
tidades culturales tiene su propia genealogía discursiva y constituye ella
misma un elemento para pensar históricamente la cuestión sobre las sub-
jetividades más o menos “comunes”. En este contexto, habría que reto-
mar otro momento de la reflexión sobre las identidades culturales, que
historizar la pregunta misma: ¿desde cuándo, a partir de qué condiciones
sociales, políticas, discursivas, la pregunta identitaria se hace un problema
y el objeto de más de alguna disciplina (antropología, historia, sociología,
psicoanálisis)?, ¿de qué manera una transcripción cultural (en este caso
de Europa a Chile) de aquella pregunta disciplinaria por la identidad “nues-
tra” constituiría parte del objeto de nuestra reflexión local?
Ubicados en esta perspectiva, habría que recordar que el “problema”
de las identidades culturales resulta en parte de la transmisión discursiva
de asuntos que ya se formulaban durante el siglo XIX en Europa, cuando
los conflictos nacionales parecían obligar a las conciencias “ilustradas” de
la elites intelectuales a producir la “verdad” de las diferencias entre los
pueblos y sus “modos de ser”. Pero no solamente de los pueblos de allá,
cuyas rivalidades estimulaban una conciencia “científica” de las razas o de
las particularidades subjetivas, sino la verdad de las diferencias que las
intervenciones coloniales de la Razón habían producido como un nuevo
problema. Parte importante del desarrollo de las ciencias llamadas “hu-
manas” (la antropología, particularmente, pero incluso la historia misma)
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ha sido efecto de esta vocación identitaria, toda vez que la relación a lo


“incomprensible” de lo Otro ha sido incluido al interior de la propia em-
presa racional de la modernidad cuando ha querido decir quién es.2
La pregunta por la identidad –y por lo que hay de alteridad en ella
misma– se hizo asunto disciplinario (en ambos sentidos del término: como
parte de las estrategias normalizadoras de las nacientes disciplinas “huma-
nas” y como promesa correctiva o profiláctica de los “disciplinamientos”
en los discursos educativos o medicinales)3 acarreando con ello un nuevo
saber sobre lo Uno a expensas de dejar en las tinieblas de lo Múltiple el
devenir de los pueblos, las clases sociales, las diferencias de los sexos o la
condición de errante de la locura. Pero también, si se trata de historizar la
pregunta por las identidades culturales, sería necesario considerar que
aquellas inquietudes por el ser de las naciones, de las subjetividades o de
los “cuerpos sociales”, siendo que ellas mismas han producido también un
recurso y un nuevo problema (que, por lo tanto, habría que “resolver” en
la imposible ecuación de lo único y de lo diverso), no fueron sino el retor-
no especular de la pregunta por el Otro (semejante y extranjero a la vez 47
en esa mirada ciudadana) hacia la difícil imagen de Sí-mismo, cuando la
alteridad de otras culturas (aquí la mestiza tierra americana) impactaba de
golpe en las “culturas” que habían hecho de la invasión su verdad política
y nacional.
La cuestión identitaria, que en un futuro “anterior” volverá majade-
ramente a formularse cuando los pueblos hayan vivido en carne propia la
intervención real del Otro y el difícil comercio de las lenguas y de los
pactos con el extranjero en su geografía aparentemente originaria, es el
signo de aquello que se produjo como deseo –en el amplio, estricto, sexual
y mortífero sentido de la palabra– en los viajes al continente oscuro y fértil
de los territorios de más acá. Las identidades culturales, el imaginario (su-
puestamente) colectivo de lo que somos, ha heredado desde entonces la
gramática simbólica por la cual estas nomadías coloniales crearon y trans-
mitieron el relato de sus religiones, las apuestas de sus ciencias y el coti-
diano transcurrir de sus costumbres.
Es necesario considerar estas versiones sobre la pregunta acerca de
las identidades para el diseño de las cartografías y de los relatos de la cul-
tura chilena. No sólo por una cuestión doctrinaria, como la reflexión pre-
cedente podría hacer pensar a partir del lado “académico” donde ellas se
instalan. También por razones estrictamente históricas.
De este modo, no es muy difícil hallar en las traducciones locales de
la identidad cultural el resabio extranjero del imaginario europeo del
siglo XIX. Traducciones que no necesitaron mucho tiempo para hacerse
efectivas, justo mientras las naciones del otro lado del mar buscaban a
través de sus cuadros intelectuales definir la “identidad” de sus “razas”,
aquí mismo encontraban una fuente para justificar lo relevante de la
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pregunta misma, en función de la existencia “real” de las diferencias


intercontinentales.
El tema racial, como apuesta aparente sabia y filantrópica de las dis-
ciplinas decimonónicas, fue injertado en la fértil provincia de las necesi-
dades de la conciencia política en las nacientes repúblicas americanas. Los
líderes “revolucionarios” de la burguesía ilustrada de acá viajarían más allá
de sus orígenes mestizos para transplantar a estas tierras otras preguntas
sobre los cuerpos, los territorios y las costumbres. La “conciencia” –cierta-
mente parcial en los representantes de un saber “oficial”– de las exigen-
cias de una modernización en curso (y que volverá con nuestro tiempo a
plantearse como desafío institucional) implicó durante una etapa im-
portante del siglo XX chileno enfrentar “civilizada”, “racional” incluso
“científicamente” la tarea de modernizar los discursos y las prácticas ins-
titucionales (vinculadas a la educación, la familia, el trabajo, la salud) de
una sociabilidad que presentaba renovados desafíos para el desarrollo
nacional. Todo ello a la luz de las conciencias políticas y académicas de
48 una racionalidad “democrática” que viajaba de un continente a otro. Pero
para ello fue necesario instalar la pregunta por el “nosotros” (los chile-
nos) de las identidades locales; no tanto para reconocer que cualquier
afán modernizador debía enfrentarse a las resistencias de los pueblos
con su memoria más o menos arcaica, con sus cultos, sus mitos y sus
fantasmas, sino para hacer más eficaz aún la promesa racional de lo Uni-
versal cuando podía servirse de un “cuerpo social” apto para fecundar su
soberanía.
Así, de un modo que no deja de mostrar el lado oscuro (incluso en su
vocación de visibilidad) de una modernidad trágica a la vez que promete-
dora, las preguntas sobre la identidad chilena no pudieron sino formular-
se en parte desde de las coartadas “científicas” de las razas y del afán higié-
nico sobre los cuerpos imaginarios de la ciudad.4 La modernidad se fue
instituyendo en Chile no sólo a partir de los designios de una Razón clara
y distinta, aquella que permitiría avanzar desde el desorden, los vicios, la
magia o lo “demoníaco” hacia un modo de relaciones sociales inspiradas
en el espacio “moderno” de la organizada ciudadanía, sino que también
acarreó una conciencia purificadora de los cuerpos (sociales o no) a través
del frío expediente de distintos tipos de limpieza. Este discurso tuvo su
versión más recurrida en las apelaciones a la raza chilena, y no es muy
difícil leer ahí precisamente la transmisión ideológica de otras búsquedas
identitarias que ya hemos mencionado. Pero más específicamente, los idea-
les de una modernización de las prácticas ciudadanas tuvieron su oscuro
emblema en una serie de promesas acerca de la limpieza social. Baste se-
ñalar los discursos eugenésicos que se propusieron más de alguna vez, aque-
llos que prometían la limpieza de la raza y la prevención de los vicios y las
pasiones.5
L ECTURAS DE LAS IDENTIDADES : S U B J E T I V I DA D E S , MÁRGENES E INSTITUCIONES

Habría que considerar entonces, más allá del idealizado relato de la


historia chilena, que ésta se ha escrito con la pluma doble de la Razón y de
la Violencia. La identidad cultural, en tanto mezcla de traumatismo y Or-
den, de temblor y de civilidad, ha de pensarse en virtud de este complejo
escenario de nuestra memoria olvidada. La pregunta por la modernidad
que se abre, que prolonga los destinos actuales de otros proyectos racio-
nales, ha de contener también otra que interrogue por aquello que resiste
tanto a la idealización de los orígenes como el relato desmemoriado de
nuestro presente.

2
Pero no basta con someter a un análisis crítico la noción de identidad
cultural ni solamente recuperar lo que ella supone de resistencia o de
construcción de memoria. Es necesario también ingresar en el terreno de
los intentos por pensar histórica y antropológicamente la pregunta por las
subjetividades en las culturas (aquí, la chilena).
En este marco, sería necesario, al menos, esbozar otras operaciones 49
críticas. Éstas incumben a las nociones “simbólicas” por las cuales se ha
emprendido –con resultados diversos– la tarea de reflexionar acerca de las
identidades en nuestras culturas y, sobre todo, del modo como se “archi-
van” y se transmiten bajo el horizonte fértil y enigmático de los cuerpos
sociales.
En este sentido, valdría la pena considerar el orden “familiar” a par-
tir del cual se han elaborado las interpretaciones simbólicas sobre las trans-
misiones identitarias. Así, por ejemplo, se ha sugerido que las culturas
latinoamericanas –y en particular la nuestra– se habrían configurado sim-
bólicamente a partir de un eje paterno-filial donde la imagen menoscaba-
da del Padre sería una de las bases para pensar en la difícil relación cultu-
ral a los orígenes y el doble juego de debilidad y violencia característico de
los proyectos de emancipación, los traumatismos históricos y la conflicti-
va dinámica de las filiaciones.6 Por otra parte, como en contrapartida, se
han esbozado los fundamentos socioculturales a partir de los que las refe-
rencias maternas otorgarían otros hitos identitarios que, simbólicamente,
servirían como la matriz de la transmisión femenina de los orígenes de
nuestra naturaleza reprimida. Esta versión materna de las identidades sim-
bólicas –desconocida por el saber oficial de los padres, hijos, hermanos– ha
estimulado ciertamente una lectura alternativa al relato masculino de la
cultura y la historia, con sus deudas, sus amenazas y sus poderes. Desde esta
perspectiva, se podría considerar que los “padres de la patria”, los represen-
tantes de la autoridad política, con sus prohibiciones y sus emblemas “fáli-
cos”, serían débiles soportes identitarios frente a la matriz alternativa de las
referencias maternas. En una especie de antinomia originaria, las figuras
matriarcales representarían así el marco plural que en nuestras culturas le
REVISITANDO CHILE

habrían hecho el peso a las “sólidas” referencias de la Ley del Uno, mascu-
lino y central.
Pero debiera historizarse en su conjunto este relato familiar de las le-
yes, los pactos y las transmisiones genealógicas de las culturas. Porque si
hay algo complejo en esta referencia “parental” por la cual se define la
mitología familiar de los orígenes, a través de los modelos identificatorios
provistos por la Ley del Padre o la transmisión materna, esto incumbe a
los límites de una comprensión “edípica” de los procesos de configuración
identitaria.7 De hecho, tal escenografía trágica, que provee toda una fan-
tasmagoría originaria de amores, odios, rivalidades o promesas, se ha ins-
crito en la cultura moderna a través de los resabios secularizados de las
tradiciones cristianas y, desde ahí, ha ofrecido un marco ideológico que a
partir de la sagrada familia sustancializa los poderes simbólicos de las leyes
patriarcales para proponerse finalmente como el referente universal de
los procesos de subjetivación. Desde este marco histórico y social, incluso
político, la interpretación acerca de los modos como se transmite la iden-
50 tidad, ahora en nuestras culturas, hereda esta partitura familiar que se lee
en el sentido incestuoso de las filiaciones y que por lo demás constituye
un rasgo importante del imaginario mestizo.
¿Bajo qué otra gramática cultural sería necesario declinar entonces
un trabajo de recuperación –si fuese el caso– o de construcción de las identi-
dades culturales? Ciertamente, no se trataría de proponer que ellas se han
organizado bajo un modo completamente diverso de filiación o de genea-
logía simbólica, porque la cultura –o las identidades en ella– son en parte
este relato defensivo –ficcional– que es transmitido desde las “clásicas”
referencias de los padres, las madres, los hijos. Se trataría en cambio de
instalar una reflexión histórica sobre lo que esta ficción edípica de los
orígenes deja fuera de su clausura poderosa y universal. A través de los
aspectos difícilmente susceptibles de inscribir en este fantasma familiar, y
que sin embargo le otorgan a éste el color de su tragedia, sería posible al
menos imaginar un esfuerzo de producción histórica que avanzara por los
caminos difíciles y múltiples de los residuos y los excesos identitarios.
Se trataría entonces de interrogar la dimensión estrictamente sexua-
da del diálogo y los desencuentros entre las culturas de aquí o de allá. Des-
de esta perspectiva, las identidades múltiples de las culturas se pensarían
más allá (o más acá) de los arcanos del Padre y su Ley, y más acá (o más allá)
de los designios maternos del algún buen o mal amamantamiento. Han sido
solamente madres las mujeres de estas genealogías simbólicas intergenera-
cionales?, ¿fueron hombres los padres que, con sus leyes aparentemente
unificadoras y normalizadoras, habrían marcado para siempre las filiacio-
nes de los hijos para reproducir sus símbolos y sus discursos?
De este modo, el problema de la identidad cultural requeriría pensar-
se también en el marco de las subjetividades cruzadas por las diferencias
L ECTURAS DE LAS IDENTIDADES : S U B J E T I V I DA D E S , MÁRGENES E INSTITUCIONES

entre los sexos; aquellas que si bien se ven mediadas por la escenografía
clásica de los padres, las madres, los hijos o los hermanos –con sus prohi-
biciones, sus dones y sus alianzas– no se dejan ver ni escuchar del todo
por el relato familiar de los orígenes y de las transmisiones entre las gene-
raciones. Ellas mostrarían el lado difícilmente representable de las identi-
dades, porque éstas se declinan también en una sintaxis cultural cuya len-
gua se arma y rearma menos a partir de una quieta estructura “simbólica”
que en virtud de los dialectos de los encuentros y desencuentros de lo
sexual en el tiempo.
Así, finalmente, habría que estudiar con más detalle el uso de las
lenguas, resistentes a la matriz aparentemente universal de los lenguajes.
Porque al interior de cada lengua –que se ha llamado a veces “materna”–
se inscriben territorios de la palabra que son colonizados por las elocucio-
nes efectivas de los discursos de otros tiempos y lugares, pero donde los
modos de hablar –o de escribir– en la singularidad de las historias locales y
siempre “actuales” alteran la quieta estructura de los orígenes de las len-
guas o de las identidades. 51

1. Un examen más detallado y diverso de las preguntas que orientan este artículo se en-
cuentra en: Aceituno, R. (ed.): Identidades. Intervenciones y conferencias. Universidad Diego
Portales, Santiago, 2002.
2. El siglo XIX en Europa, heredero inmediato de las revoluciones “democráticas”, fue el
marco histórico para que las promesas de la Razón encontraran su límite y sus enigmas en
la dimensión trágica de una conflictiva alienación. Desde ahí, una “crisis de identidad”
comanda el desarrollo de una serie de discursos, más tarde llamados “disciplinarios”, cuya
pregunta fundamental fue la identidad de los sujetos y las culturas.
3. Cf. Al respecto la lectura de Michel Foucault sobre la “sociedad de la normalización”, en
el marco de la inquietud sintomática de “defender la sociedad”. Foucault, M.: Il faut défendre
la societé, (Paris, Gallimard, 1997).
4. Considerar, por ejemplo, el libro ya clásico de Nicolás Palacios, Raza chilena.
5. Sobre la “eugenesia” y su legislación, ver por ejemplo: Bertzhold, H., Eugenesia (Stgo.:
Ed. Zig-Zag, 1942). También, Grossi, A: Eugenesia y su legislación. (Stgo.: Nascimento, 1941).
6. En este contexto y para lo que sigue se sitúa el aportador trabajo de Sonia Montecino, en
De madres y huachos. (Stgo.: Cuarto Propio-CEDEM, 1993). Ver también los comentarios de
Dominique Guyomard y Suzanne Ginestet-Delbreil en: Aceituno, R. (ed.): op. cit.
7. Ver al respecto, Guyomard, D.: “Fantasmas originarios, orígenes del fantasma”, en Acei-
tuno, R., op. cit.
REVISITANDO CHILE

IDENTIDAD Y MEMORIA

Rafael Parada
Psiquiatra

52 S obre identidad nacional no tengo un saber que vaya más allá del que
posee un ciudadano común; sin embargo, me acercaré a ella desde el ámbi-
to de la subjetividad. No se trata del sujeto que está siendo invocado por
una objetividad que lo funda, en el sentido kantiano de la expresión, sino
del sujeto que se inaugura en el tiempo, que inaugura una biografía y que
hace que el hombre sea lo que es a través de su conciencia, y que resiste,
casi metodológicamente, que pueda ser adscrito solamente al reino animal.
La subjetividad se nos sale, nos rebasa un poco, es una especie de
basta que hay que darle a esos reinos para poder y, de ese modo, ingresar
a un dominio distinto, que tiene una metodología distinta, con contrastes
distintos. Esto puede ser un aporte, una discusión y punto de vista intere-
sante para el tema de la identidad.
¿Por qué digo “para el tema”? Porque justamente dentro de la subje-
tividad estaría, como primer problema, una reflexión sobre “qué es la sub-
jetividad como cosa y si ella tiene una determinada identidad”; si ésta es
genérica, individual; si viene desde un self interno que se desarrolla, florece
como una semilla o por el contrario, se genera y se constituye desde alteri-
dades que la fundan, dándole toda su tesitura y morfología definitivas.
En buenas cuentas, ése sería el tema de la identidad.
Pero hay que hacer algunas consideraciones sobre el sujeto para ir
perfilando el asunto. El problema del sujeto muchas veces se ve contami-
nado por el concepto kantiano de relación sujeto-objeto; está también aglu-
tinado con la idea del yo. Yo, sujeto, individuo serían tres elementos su-
perpuestos.
Se puede hablar de ellos; el individuo dijo, el sujeto dijo, etc., como si
no admitieran diferencias esenciales, o como si se les pudiera confundir
con facilidad y tuvieran la propiedad de ser confundibles.
L ECTURAS DE LAS IDENTIDADES : S U B J E T I V I DA D E S , MÁRGENES E INSTITUCIONES

En el último tiempo se ha generado un movimiento, un tipo de dis-


curso, en el seno de la psicología, de la psicopatología, del psicoanálisis, y
de todas las materias que tienen por obligación hacerse cargo del proble-
ma del sujeto, que tiende a la discriminación entre el yo y el sujeto, y a no
pensar que el sujeto es el fundamento subterráneo del yo.
Esto tiene consecuencias muy interesantes, y también muy preocu-
pantes. La subjetividad así expuesta, va a plantear una necesidad metodo-
lógica expresando que “a lo mejor las ciencias objetivas cuando abordan
al sujeto, no hacen sino transgredirlo y olvidarlo”.
Voy a poner un ejemplo de esto, típico de la psicología: el plantea-
miento de Watson, cuando dice que para hacer una psicología realmente
empírica, realmente científica, acorde con los tiempos, se debe omitir al
sujeto por perturbador, por ser inconocible, y partir de los fenómenos de la
conducta.
Este planteamiento inicial le daba ciertos dividendos de cientificidad,
pero a expensas de lo que quería estudiar como científico. Era una contra-
dicción interna, epistemológica, que nacía junto con fundar la concepción 53
que él planteaba.
El devenir de la concepción de Watson ha sido muy interesante. Des-
de ese apostolado inicial de cientificista, positivista, con el correr del tiem-
po pasa a una concepción en que va agregando lo que antes había des-
calificado de manera global. Sistemáticamente, agregan el cognitivismo,
el cognitivismo conductual, el cognitivismo conductual relacional, el cog-
nitivismo conductual procesal, el cognitivismo conductual procesal sisté-
mico. Llega a plantearse una concepción del sujeto al final, año 2001, que
participa de lo que quiso olvidar, pero al mismo tiempo tiene la huella del
olvido inaugural.
Esto es interesante, porque se ve confrontado con la idea de una
subjetividad que nace con una tendencia o necesidad de aceptación abso-
luta. En el año 20, Freud dice “tenemos que a partir de la estructura, de la
tópica segunda, del yo súper yo”. Estas cosas que también son muy cono-
cidas, llevan a los mismos psicoanalistas a intentar una objetividad que los
hace ser empiristas.
Después de prácticamente ochenta años, todos quieren estar en ese
lado, para poder cruzarse de manos o para darse un abrazo de amistad o
de enemistad definitiva.
Señalo esto porque el problema del sujeto tiene que ver con este acon-
tecimiento histórico. Comienza a plantearse en la actualidad dirigiéndose
no a lo que es su naturaleza propiamente tal, sino a cómo se configura,
cómo se transforma y cómo las alteraciones de su transformación determi-
nan algún tipo de malformación que nos permite conocer mejor al sujeto.
Es como decir “al ser humano lo conocemos por sus defectos”; cuan-
do “se le sale la ojota”. Lo mismo pasa en el desarrollo de la subjetividad.
REVISITANDO CHILE

Observamos cuando se descarrila hacia un lado o hacia otro, cuando se


exalta, cuando se deprime, cómo se organizó esto y qué naturaleza tenía.
Se ha confundido la subjetividad con la psiquis. Conservaré todavía
el término subjetividad de manera provisoria para ver cómo se desarrolla
su relación con la psiquis, y no hablaré de ésta, pues su significado está
muy contaminado por una concepción del psiquismo.
Agregaría un hecho que la psicología ha estado trabajando, el pro-
blema de la psicología como una ciencia “o un saber” relacionado a la
conciencia, y es la incorporación del inconsciente como parte de la con-
ciencia. Se trata de la construcción, de una elección entre alternativas
para definir lo que determina nuestro comportamiento. O más bien, en
tanto bisagra que junta una cosa con otra y la cierra a la vez. Ahí estaría el
problema de la subjetividad y el lugar donde el hombre define sus accio-
nes y logra su identidad.
Subjetividad, conciencia, inconciencia, psiquis. Esta última dimen-
sión con letra chica por el momento, para revisarla más adelante.
54
El problema de la identidad se abre inicialmente cuando debe abor-
dar el asunto de la memoria. Nosotros somos idénticos, porque somos lo
que hemos sido ayer. Hoy soy el mismo que ayer estaba a esta misma hora
haciendo una charla con los alumnos a propósito de otra cosa. No tengo
que preguntarle a alguien si me vio para saber si fue así o no. Es decir,
tengo por dada mi continuidad.
Si por otra parte realizo una proyección hacia el futuro y digo, “bue-
no, yo el próximo año voy a dedicarme a estudiar tal tema o dedicarme
más a fondo a este problema de identidad y el Bicentenario”, seré yo quien
lo estaré ejecutando, no habrá otro que lo haga por mí.
La memoria me otorga continuidad, la sensación de ser yo el ejecu-
tante de las cosas. Por lo tanto, el recuerdo que tengo es el de la ejecución
de algo. Fui yo el que ayer charló con los alumnos, por lo tanto, el recuer-
do de esa ejecución lo hace “apropiado” y establece mi continuidad.
Durante un tiempo también la memoria sufrió una simplificación
que tiene que ver con la historia, razón por la cual los historiadores son
un poco renuentes a hablar de identidad, porque dicen “bueno, desde
dónde vamos a partir, desde cuál concepto de memoria”.
La memoria se despachaba con tres términos: de evocación, de re-
tención, fijación y de almacenamiento. La empiria avalaba este modo de
concebirla.
El concepto de memoria a la luz de distintas investigaciones que se
han realizado y que han aportado avances en el ambiente de la neurofi-
siológica, de las neurociencias, se ha ampliado y se habla de varios tipos de
memoria que hacen más complejo, pero más fértil, el trabajo para ingre-
sar al tema de la identidad.
Se habla de la memoria informática para aludir a la que poseen las
computadoras. Éstas fijan y acumulan la información y uno simplemente
L ECTURAS DE LAS IDENTIDADES : S U B J E T I V I DA D E S , MÁRGENES E INSTITUCIONES

aprieta dos o tres teclas que permiten que aparezca la información corres-
pondiente en una pantalla.
Esa memoria no es sinónimo de la llamada memoria episódica, por la
cual yo no solamente tengo el recuerdo formal y cronológico de un acon-
tecimiento vivido por mí, sino que poseo también la vivencia de lo que
significó, de las emociones que concomitaron con aquello y de toda una
periferia emocional que lo circundó, que es completamente un agregado,
una escenografía de la información que la vuelve “viva”. Pero no una que
albergue la información, sino una que constituya su significado, cosa que
es muy importante y que la computación no puede hacer, salvo que noso-
tros hagamos conexiones por asociación.
La memoria automática constituye el tercer tipo de función. En ella lo
que nosotros hacemos es aprender algo que no olvidaremos. Los que he-
mos aprendido a andar en bicicleta podemos seguir haciéndolo toda la vida,
lo que no nos pasa con otros tipos de información. Por ejemplo, si uno
aprendió un idioma, al cabo de un tiempo, si lo ha olvidado, tiene que ir y
“reflotarlo”, ir al diccionario y buscar. O nadar; quien aprendió a nadar, 55
sabrá hacerlo para siempre. Puede que lo haga con mayor torpeza, con
menos habilidad, pero queda grabado en nuestro esquema corporal el modo
de tratar con el agua y la respiración.
El cuerpo es capaz de retener acciones de una manera mucho más
constante que la mente reteniendo conceptos e ideas. Lo que ésta puede
olvidar, el cuerpo a veces se lo hace recordar. Eso ha sido útil para una
serie de terapias. Esta memoria se funda en un aprendizaje y permanece
posteriormente como una constancia. Nos señala que también al cuerpo
hay que entenderlo no únicamente como el soma que sostiene nuestro
comportamiento y que, cuando se enferma, debemos guardar cama, casi
clausurándolo. El cuerpo también es capaz de poseer un discurso desde
sus propias grabaciones y almacenamientos.
Pongamos un ejemplo. El discurso de los gestos nos permite recono-
cer la identidad de los argentinos. Es decir, a veces se puede estar con el
televisor encendido pero sin sonido, y saber que el que está hablando es
argentino o italiano, porque realiza determinados gestos o ademanes. Es
decir, se reconoce por la gesticulación la identidad del hablante. A través
de ella podemos realizar un aprendizaje que colabora con el lenguaje ver-
bal y que a menudo lo puede reemplazar y contribuir así a identificar a las
personas.
Podemos no sólo aprender gestos convencionales (saludarnos, hacer
venias), donde el cuerpo repite gestos heredados a la vez que aprendidos,
reproduciendo en la configuración de la identidad la necesidad de un apren-
dizaje de algo que se escuchó y se observó sin darse cuenta. Se ha caído en
ser igual y hablar siguiendo el modelo “copiado” sin una intención cons-
ciente.
REVISITANDO CHILE

Cuando se dice “mira, fíjate que fulano está tan identificado con su
profesor de matemáticas, que habla igual, gesticula igual, saluda igual”. Ahí
se comprueba el proceso de identificación que inicialmente se da siempre
con los padres. Los niños hablan igual que sus padres y, especialmente,
como dicen los alemanes: mütter spreche. El lenguaje de la madre es funda-
mental, porque es a partir de él que cada ser humano organiza el suyo.
Por último, se habla de una memoria funcional, de la cual resulta un
yo que aglutina y distribuye estas memorias y las utiliza para fines diver-
sos. Tiene la característica de ser fundante, como centro del funciona-
miento psíquico, proponiendo una concepción egocéntrica de la que se
habla en la modernidad. Hoy se empieza a conjeturar si realmente el suje-
to es egocéntrico o se trata más bien de una exterioridad que lo funda y
que desconocemos. Nosotros somos desde la madre o somos por el len-
guaje que constituye un ingreso a lo simbólico, mas el lenguaje vendrá
siempre de lo “otro”.
Esto conduce a que el sujeto ya no sea concebido como un individuo
56 aislado o aislable metodológicamente. Ahora puede entenderse como de-
pendiendo de otras variables que lo constituyen; de las cuales no es subsi-
diario ni está sometido, sino que está configurándose desde lo otro, adqui-
riendo su propia identidad.
Estamos planteando el tema de la memoria para ingresar al proble-
ma de la identidad del sujeto, que no debe ser asimilada a aquella de “es
idéntico porque es una igualdad lógica: A=B”.
La identidad tampoco es una pertenencia. Por ejemplo, un sujeto
para decir “yo que trabajo en la empresa tanto, que vende tal chocolate”, se
refiere a “nosotros, los que fabricamos este chocolate”, identificándose con
la institución. O la gente conflictiva, que no logra identificarse con la insti-
tución, y que, por lo tanto, resulta disruptiva para sus propósitos.
Pero no solamente es este pertenecer “a”, sino que el constituirse
“desde” sería lo central en una identificación.
El proceso de constituirse opera de una manera tal que aparta de la
igualdad y la diferencia. Así, el término identidad es reemplazado de una
manera sorprendente por una diferencia. Algunos pensadores han traba-
jado este tema. La idea de constancia como espesor, como lo fundamental,
supone la repetición permanente que hacemos de nosotros mismos en
virtud de la cual cada imagen actual, instantánea nuestra, está concebida
en relación a una anterior. Es una repetición que tiene la virtud de man-
tener un hilo conductor desconocido que nos hace tener una continuidad
como constancia.
Por lo tanto, esta repetición podría servirnos para pensar que ya no
estamos frente a un hecho de constancia, sino frente a un fenómeno diná-
mico. La dialéctica interna que gobierna este proceso de identificación,
que va otorgando el ser y el dejar de ser.
L ECTURAS DE LAS IDENTIDADES : S U B J E T I V I DA D E S , MÁRGENES E INSTITUCIONES

Ser en el hoy para dejar de ser en el ayer y tratar de ser en el mañana,


cuando pensemos que vamos a dejar de ser en el hoy. Surge así una serie de
pequeñas sinuosidades en nuestro comportamiento que nos impiden a ve-
ces querer ser otra cosa, porque vamos a dejar de ser esto: el niño no
quiere dejar de ser niño, porque al pasar a ser adulto toma otras obliga-
ciones.
Existe la necesidad de que nuestra identidad se vea frágil, porque no
tenemos la garantía de una continuidad; la constancia que invocamos
metodológicamente es un constructo de una determinada época, a lo mejor
de una cierta cultura, pero habría que ver si se mantiene vigente.
Más que hablar de identidad, es menester referirse a la identifica-
ción. La identificación como el proceso que nos hace, de una manera in-
advertida, llegar a ser algo sin que lo hayamos querido y sabido muchas
veces. Nosotros los chilenos tenemos una determinada forma de hablar
que se reconoce inmediatamente. Algo ocurre en el modo de hablar, que
indica identidad, algo que se copia precozmente y que no sabemos cómo
se forma. No nos damos cuenta cuando hablamos como chilenos, sino que 57
tenemos que ser enjuiciados por otros, como los argentinos que se refie-
ren al “cantito de los chilenos”.
Hay una función de desconocimiento que logra generar nuestra iden-
tidad en el sujeto, y lleva acoplado ese desconocimiento, el hecho de no
reconocer nuestro origen. Por eso se nos hace conjeturable el problema de
la identidad.
Digamos nuestra identidad: soy lo que soy, y me busco en lo que soy
en esencia. Pero, a lo mejor, lo que debería ser es admitir que tal vez tengo
una herencia, vengo de una transformación, tengo una evolución interna,
desde una alternidad externa y anterior que me constituye y determina.
El proceso mencionado conduce a sentirme autónomo. Mas, si ana-
lizo y escarbo un poco esta situación, me encuentro con la insatisfacción
de no saber quién soy ni qué quiero. Ésa es la crisis de identidad de la cual
se habla tantas veces.
Reconozco que soy sólo constructos de fuera, sólo copias exteriores.
Una mezcla de lo que fueron todas mis primeras relaciones, mis padres,
mis compañeros de colegio, mis profesores, mi estadía en las plazas, en los
rincones. Es decir, todo lo que me va socializando a lo largo de la vida, eso
será lo que me constituya. No fue simplemente un escenario donde yo
viví y actué una esencia interna, sino que donde se construyó esa esencia
histórica externa como un terminal y no como el principio que después
floreció.
En resumen, y habiendo abordado la identidad desde la perspectiva
psicológica y antropológica:
1) El problema de la identidad en la persona o en una nación está
ligado íntimamente a la memoria. Es, pues, Historia.
REVISITANDO CHILE

2) La identidad se configura de exterioridades determinantes –la ma-


dre, por ejemplo– para el proceso de individuación.
3) La identidad no es sólo una operación de mera igualdad matemá-
tica, sino un proceso con una dialéctica interna que lo gobierna.
Es necesario revisar tanto el concepto de identidad como su génesis y
ser reconocido el proceso que en la actualidad cumplen las funciones de la
memoria.

58
L ECTURAS DE LAS IDENTIDADES : S U B J E T I V I DA D E S , MÁRGENES E INSTITUCIONES

LOS DISTINTOS NIVELES DE LA IDENTIDAD CULTURAL

Pedro Morandé
Sociólogo

N unca me he ocupado del tema de las identidades nacionales. La identi- 59


dad cultural se puede situar evidentemente a nivel nacional, pero yo me
he ocupado de otro nivel que explicaré a continuación.
Mi perspectiva de análisis corresponde a la sociología de la cultura, y
se orienta hacia una hermenéutica de los simbolismos sociales. Desde este
punto de vista, si bien mi visión es también histórica, se sitúa en períodos
de larga duración y no en la historia de la que habitualmente se ocupa el
historiador. Los sociólogos tendemos a pensar que las culturas se generan
y se transforman en siglos, no en años ni en décadas, aun cuando ocurran
acontecimientos imprevistos, inesperados, que alteren sustancialmente la
situación coyuntural de los países. La cultura es un fenómeno de larga
duración.
Justamente por esto, quisiera especificar cuál es el punto de vista y el
lenguaje con que trabajo. Particularmente, cuál es concepto de cultura, que
no es eterno ni nació en el principio, sino que surge de una circunstancia
histórica específica. Es una noción europea que nace en el siglo XVII, vincu-
lada a la emergencia y consolidación de la cultura burguesa. ¿Por qué se
acuña? Para establecer un parámetro de comparación entre la naciente cul-
tura burguesa y lo que había sido la civilización desarrollada por la nobleza
tradicional de la sociedad estamental, jerárquicamente organizada.
El concepto de cultura, entonces, entendido según la sociología, es
esencialmente comparativo, y se estructura sobre la distinción identidad-
diferencia. Acerca de la contraposición de estos dos términos y de la su-
puesta necesidad de escoger entre ellos, creo que ha habido muchas con-
versaciones y páginas inútilmente escritas, puesto que identidad y diferencia
son las dos caras de una misma distinción. No se puede establecer cuál es
la identidad de un grupo sino por sus diferencias en relación con otros.
REVISITANDO CHILE

En el caso específico de la cultura burguesa, ella expresamente trató


de diferenciarse de la tradición de la nobleza. Kant intentará un poco más
tarde –y con él, toda la tradición sociológica alemana– dar sustento re-
flexivo a la diferenciación entre cultura y civilización, precisamente para
distinguir aquello que venía del rango social exterior, de la representa-
ción, respecto de aquello que procedía del saber y del conocimiento que la
cultura burguesa entendía como su mayor patrimonio.
Pero, más allá de las cuestiones históricas vinculadas al surgimiento
de este concepto, me interesa destacar que, usando el lenguaje de la lógica
actual, puede decirse que el concepto de cultura corresponde a una obser-
vación de segundo orden, es decir, a una propia de observadores y no a
una apreciación directa de la realidad.
Si se observa directamente la realidad, todos los objetos son cultura-
les. No existe un solo objeto que no tenga una carga cultural. Incluso, la
distinción entre lo artificial y lo natural es inútil a este respecto, porque
todos los accidentes naturales han tenido también para las culturas una
60 carga simbólica, una carga hermenéutica: los ríos, los valles, el cielo, etc.
La clásica definición de Tylor de cultura incluye, en el fondo, todos los
objetos. Y, entonces, tal concepto de cultura se vuelve inútil, inservible,
porque no discrimina.
Lo que permite comprender, en cambio, la intención del concepto de
cultura desde el horizonte de la sociología, es que esta comparación de tra-
diciones, de la que hablaba antes y que motiva el surgimiento del concepto
de cultura, se entiende cuando se sitúa el concepto al nivel de la observa-
ción de segundo orden. Es decir, se identifica una cultura viendo cómo ob-
servan otros y no cuáles son los objetos observados como tales. A mi pare-
cer, la pregunta clave para identificar una cultura se refiere a cuál es la
diferencia desde la que observa un observador, sea éste individual o social.
En esta diferenciación se pueden apreciar distintos niveles. Primero,
si se trata de autoobservar, evidentemente a esta diferencia se le trata de
dar una carga positiva a favor de quien observa. Ocurre, por ejemplo, con
el típico binomio de Sarmiento, en el siglo XIX, que tanta influencia tuvo
en la interpretación de América Latina: civilización/barbarie. Evidente-
mente, quien hace esa distinción está situado del lado de la civilización.
No tiene sentido hablar de otro como civilizado y de sí mismo como bár-
baro. Es decir, no es una distinción simétrica, equivalente, sino jerarqui-
zada. En el fondo, todos buscan en la tradición lo que es estimable de su
realidad, lo que es su patrimonio. Por ello, se habla de patrimonio cultural,
aquello que quisieran transmitir a otros, a sus hijos, que quisieran legiti-
mar ante los demás. Y por eso, la distinción tiene siempre esta carga posi-
tiva a su favor.
Pero desde el punto de vista de la labor del científico, uno trata de
situarse en un ángulo de observación más alto, donde los dos términos de
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lo diferenciado sean apreciados en forma equivalente. Al cientista social


no le interesa decidir si la cultura burguesa es superior o no a la de la
nobleza. Simplemente las reconoce como distintas y trata de estudiar cuál
es su diferencia. Lo mismo ocurre al apreciar todas las restantes culturas
del mundo.
Éste es el punto de vista con que habitualmente trabaja el cientista
social. Pero, pasar naturalmente de una distinción asimétrica y valorada a
una simétrica, no siempre es fácil y depende del punto de vista que se
escoja para observar.
De aquí se desprende que el discurso sobre la identidad puede tener
muchos niveles de interpretación. Uno es el de la identidad nacional, que
es un punto de vista específico. Corresponde a la determinación, en el
caso nuestro, de la chilenidad, que se diferencia de otras perspectivas na-
cionales: de la argentinidad, de la peruanidad, etc.
La hermenéutica de esta distinción remite obviamente al proceso de
la independencia nacional, o sea, al siglo XIX, a la formación del Estado
nacional, a su soberanía, a sus conflictos con los otros Estados nacionales. 61
Los vecinos juegan a este respecto un papel muy determinante. Incluso se
llegan a formular tesis como la de don Mario Góngora: “la constitución de
la identidad nacional se desarrolla a partir de las guerras nacionales del
siglo XIX”. Refiere también a la supervivencia y al desarrollo de la nación,
a la celebración de las efemérides patrias, a la reconstitución de la memo-
ria histórica nacional, etc.
Pienso que los principales intérpretes de este nivel de definición son
básicamente los gobernantes, los políticos, los historiadores nacionales y
los folkloristas. Es decir, se trata de un nivel de análisis del tema de la
identidad que, como está cargado valorativamente y jerarquizado a favor
de encontrar la positividad de lo que constituye lo nacional, involucra
directamente a los actores responsables. Por esto, creo que a nivel de la
sociología, es muy difícil hablar de la identidad nacional, puesto que no
está comprometida con la búsqueda de las virtudes de la propia cultura,
como lo están las categorías de personas antes mencionadas.
Como en este plano el punto de vista está determinado por el aprecio
a la propia comunidad de pertenencia, a la historia y las tradiciones nacio-
nales, se exaltan las virtudes y se es más cauto con las críticas. Por ejemplo,
se habla de la valentía del roto chileno, con o sin uniforme; de la tenacidad
y entereza de la población ante los desafíos de la loca geografía, de los terre-
motos y catástrofes naturales; de la creatividad empresarial, artística, litera-
ria; de la sobriedad y probidad de su grupo dirigente; de la abnegación de
sus mujeres y de sus madres; de la riqueza de sus recursos naturales; de la
cohesión nacional. En una palabra, de la copia feliz del edén, que es lo que
cantamos en nuestro himno.
Y, aunque se reconozcan algunos vicios tales como la mentira, la floje-
ra, el ausentismo laboral y tantos otros, la picaresca criolla los transforma,
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pese a todo, en virtudes: el chileno es astuto, ladino, inteligente, picarón,


tiene chispa, sabe sacar partido. Es, más o menos, lo que representa la
obra teatral La Negra Ester, ejemplo de cómo la picaresca transforma los
vicios en virtudes.
Éste es un nivel de la identidad que está claramente determinado por
la búsqueda de la positividad, de la valoración de la pertenencia a esta
comunidad nacional.
Un segundo nivel a diferenciar es el de la identidad regional, que com-
parte con el nivel nacional la asimetría de lo distinguido. Se trata de definir
positivamente y de buscar las posibilidades de desarrollo a nivel de América
Latina. Creo que este análisis se ha generalizado en Latinoamérica desde el
llamado “sueño bolivariano”, “la patria grande”. Mientras en el siglo XIX,
dominado culturalmente por Europa, prevalece la oposición civilización/
barbarie de Sarmiento, como clave hermenéutica principal de los ensayis-
tas, jerarquizándola, obviamente, en beneficio de América Latina; en el
siglo XX, a mi parecer, prevalece la clave hermenéutica determinada por
62 la oposición de Rodó, entre Ariel y Calibán, la cual cruza todo el siglo
hasta Octavio Paz, pasando por la Raza cósmica de Vasconcelos: “por nues-
tra raza hablará el espíritu”. Con distintos matices de exaltación se identi-
fica Iberoamérica con el valor del futuro, de lo que llegará a ser si la dejan
ser, el punto de llegada final de la historia universal.
Vasconcelos sostiene la tesis –y leyéndola a la distancia uno sonríe–
de que la civilización nació en el Trópico y encontrará su cumplimiento
final y definitivo allí. Es decir, se trata del retorno al origen, pero esta
vez, de la civilización entera, de toda la humanidad, a través de Ibero-
américa.
Es evidente que estas claves definen jerarquías. El caso de la oposi-
ción Ariel-Calibán es explícito, al situar al primero sobre el segundo, a pe-
sar de reconocer en éste todo su esfuerzo técnico, su espíritu de trabajo, su
acumulación, su capacidad de desarrollo industrial, etc. Sin embargo, el
lema de Vasconcelos, “por nuestra raza hablará el espíritu”, valora la cultu-
ra espiritual de Ariel más que el esfuerzo técnico productivo de Calibán. Es
decir, no obstante nuestras dificultades de desarrollo, estamos cultural-
mente por encima de lo diferenciado. Se repite más o menos la misma
lógica de la definición de la identidad nacional, pero esta vez extendida al
plano regional.
Pareciera que se puede hablar de un tercer nivel de la identidad pro-
veniente, en parte, de las ciencias sociales aplicadas y de la administración
pública, que intenta hacer distinciones más simétricas de la realidad, al
menos no con una carga valorativa evidente, y básicamente en dos pla-
nos. Primero, el cuantitativo: más o menos PGB, más o menos productivi-
dad, más o menos cobertura y rendimiento escolar, metros cuadrados edi-
ficados, electrificación, teléfonos y, ahora, computadoras, personas
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conectadas a internet, etc. Segundo, por el lado cualitativo se ha desarro-


llado la reflexión sobre integración social: marginalidad, gobernabilidad,
participación ciudadana, estabilidad democrática, respeto, interlocución y
confiabilidad internacional; liderazgo, calidad de vida, calidad de educa-
ción, estabilidad macroeconómica, respeto al estado de derecho, a los tra-
tados, etc.
Me parece que en estas dos dimensiones, cuantitativa y cualitativa,
se puede resumir el itinerario de las distinciones, señalando que la identi-
dad ha querido determinarse, económicamente, por la capacidad de creci-
miento y, políticamente, por la calidad de la ciudadanía, incluyendo como
meta en ambos casos, el difícil equilibrio entre libertades individuales, so-
ciedad civil y Estado.
Explico, a continuación, otro nivel de la percepción de la identidad
nacional en el que he situado mi trabajo, y que se relaciona fundamental-
mente con las macrovariables de la evolución social. Buscando respetar el
fenómeno cultural en tanto proceso de larga duración, como decía al co-
mienzo, los sociólogos se han puesto de acuerdo en trabajar con dos gran- 63
des macrovariables, que corresponden, por una parte, a las transforma-
ciones de la comunicación social, donde se destaca el paso de la oralidad a
la escritura y ahora, a la comunicación audiovisual. Y por otra, a las trans-
formaciones de la organización social que diferencia las sociedades según
se organicen: por el parentesco, por una jerarquización estamental y, fi-
nalmente, por una diferenciación funcional de su estructura. Evidente-
mente, cada estadio no suprime al anterior, sino que lo redefine.
Desde este punto de vista, a este nivel de abstracción, los criterios
con que se construye la identidad chilena no son muy distintos de los de
muchos otros países, sean de América Latina o de otras regiones. Perso-
nalmente, caracterizaría la situación de nuestro país como un tránsito de
la oralidad a la comunicación audiovisual, sin haber completado el desa-
rrollo intermedio de la escritura; y en la otra macrovariable, como un
tránsito de la jerarquización estamental a la diferenciación funcional, to-
davía muy incipiente.
He escrito que nuestra cultura es de impronta barroca, mestiza y ca-
tólica, debido a las circunstancias históricas particulares en que se produ-
ce la transición descrita por estas dos macrovariables. Podría haberse de-
sarrollado teóricamente esta transición a través de otras alternativas, pero
se dio como se dio. La historia es así. Implica selección de caminos en
circunstancias particulares y no quedan disponibles todas las alternativas
a distinguir.
Defino el barroco, en este sentido, como un intento de síntesis entre
una oralidad predominante y una escritura incipiente, por medio de la
representación simbólica visual. No tenemos literatura latinoamericana
prácticamente hasta el siglo XIX, con algunas honrosas excepciones como
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es el estudiado caso de Sor Juana Inés de la Cruz en México. Predomina la


oralidad, incluso hasta hoy, unida a la representación sintética visual que
se estructura en el rito, la fiesta, el traje. La debilidad y ambigüedad de la
escritura la resume muy bien la célebre frase del virrey, “la ley se acata
pero no se cumple”, lo que exacerba un marcado ritualismo jurídico que
resulta al final extremadamente ineficiente, porque no se cumple. Y esto,
reconocido y declarado por la propia autoridad.
Sociológicamente, se puede añadir que no se produce una distinción
suficiente entre persona y rol, con lo cual la movilidad social queda vincu-
lada a las dimensiones de la representación, inhibiendo la introducción de
criterios funcionales de organización.
El modelo social del Barroco es el teatro, “el gran teatro del mundo”,
como escribió Calderón de la Barca, que se expresa en una concepción
tributaria y sacrificial del trabajo, escasamente monetarizado, y con un
tiempo abundante y disponible para la dilapidación. La representación
arquetípica del sujeto humano y de su inteligencia es el pícaro, el que
64 aprovecha a su favor la ambigüedad de su condición social.
A la condición barroca hay que agregar la mestiza, puesto que el
mestizo es el sujeto histórico nuevo, ni indio ni europeo, como decía Bo-
lívar, fruto de las circunstancias históricas del encuentro. Idealizado y vi-
tuperado simultáneamente. Debe “blanquearse” de manera permanente
para acceder a la movilidad social, sacrificando en virtud de las idealiza-
ciones del indigenismo o del hispanismo, su propia identidad. Debe afron-
tar de forma ininterrumpida, un permanente conflicto de justificación y
legitimidad, que es social antes que moral. Un dato muy importante de
nuestra cultura, que nunca ha debido elaborar justificaciones morales. Entre
nosotros no existió el moralismo, como en las zonas puritanas o pietistas.
Lo que aparece como justificación moral es, en el fondo, pura justificación
social, y nada más. El mestizo busca su identidad en su filiación con la
madre, único vínculo social real ante el padre ausente, imposible de ser
reconocido. Suele ser iletrado, populista, abierto a toda clase de sincretis-
mos que puedan favorecerlo.
La condición católica de nuestra síntesis cultural es importante. Con
ello quiero decir que fue el catolicismo el que introdujo la escritura, pero
vinculándola al rito antes que a la elaboración teológica. El catolicismo
latinoamericano, particularmente el de América del Sur, es históricamen-
te tridentino (difundió las orientaciones del Concilio de Trento), pero a
diferencia del europeo de la época, no conoció el pietismo ni la reforma.
Puso el acento en la difusión de la objetividad del rito y del simbolismo
litúrgico y sacramental, estructurando el calendario y los espacios públi-
cos del trabajo y de la fiesta.
Dadas estas características y la forma barroca de la representación
social, tiende a favorecer el clericalismo la valoración social indiscutible
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de la institucionalidad eclesiástica y, particularmente, de su jerarquía. Pero


su sustento social real es la religiosidad popular, caracterizada por la aper-
tura al milagro, a lo imprevisto, y su relativa indiferencia frente a las pres-
cripciones morales. Tal conformación le otorga al catolicismo, hasta el día
de hoy, una posición de equilibrio equidistante de todos los extremos:
políticos, sociales, generacionales, de género o de cualquier otro tipo. Magro
en elaboraciones teológicas –que prácticamente no han existido, salvo la
llamada Teología de la Liberación– y rico en expresiones rituales popula-
res. Me parece que la religión no fue nunca entre nosotros sustento de la
legitimidad política del Estado, ni dio origen por lo tanto, como en Euro-
pa, a conflictos o guerras religiosas.
Ésta es la proposición de una clave hermenéutica, que habría cierta-
mente que especificar en sus diferencias regionales, pero que hace com-
prensible la semántica con la cual opera la transición de la oralidad a la
escritura y a lo audiovisual y, en el otro plano que he mencionado, del
parentesco a la jerarquización estamental y a la funcional.
65
Los hechos sociológicos fundamentales del siglo XX son, según mi
perspectiva, en primer lugar, la concentración urbana y el desarrollo de la
infraestructura urbana, con la consecuencia de un enorme desequilibrio
entre las grandes urbes y el resto de las ciudades.
En segundo lugar, la industrialización precaria e incompleta.
Tercero: la extensión progresiva de la monetarización a amplios ám-
bitos de la vida social, con el resultado de crecientes niveles de diferencia-
ción de la productividad, y consecuentemente, del aprovechamiento del
valor de oportunidad de los recursos, tanto en el plano nacional como
internacional. Con ello comienza a cambiar la forma de administración de
la temporalidad social. Pienso que la monetarización es lo que ha cambia-
do más profundamente la tradición del Barroco, para el cual el tiempo
sobra y es gratuito. La monetarización hace que el tiempo sea el bien más
escaso, porque estructura las actividades sociales con el parámetro del in-
cremento de la productividad. Ésta es la fuente, a mi parecer, de nuestras
transformaciones culturales más importantes, mucho más determinante
que todos los discursos y proyectos que hacen los gobernantes.
Cuarto: el fortalecimiento del Estado como un organismo de represen-
tación ritual del sacrificio, la redistribución, la justicia social y el proyecto
común. Es una característica del Estado latinoamericano, bastante diferente
a lo que se puede observar en Estados Unidos o Europa.
Quinto: la incorporación de la mujer al mercado del trabajo remune-
rado, a la vida democrática y, más ampliamente, a la vida pública, en edu-
cación, salud, desempeño profesional y en el sector servicios. Me parece
que la emergencia de la cultura audiovisual ha potenciado más a las mu-
jeres que a los varones en los roles representacionales.
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Sexto: otra de las tendencias fuertes del siglo XX es la transición de-


mográfica. Se trata del efecto combinado de la disminución de la mortali-
dad infantil y de la extensión de la esperanza de vida al nacer, con una
baja sustancial de la fertilidad y un incremento de la tercera edad.
Séptimo: la globalización sin integración regional, lo que ha genera-
do dificultades estratégicas para el desarrollo económico-social. Geopolíti-
camente, es muy importante. Comienza a darse una integración global sin
que haya resultado nunca el proyecto bolivariano. La actual debilidad del
Mercosur me parece un buen ejemplo.
Octavo: consolidación precaria del estado de derecho, de la protec-
ción de los derechos humanos personales y sociales, de la democracia como
sistema representativo. Digo precaria, porque como se puede observar en
todos los países de la región, no se ha logrado garantizar la estabilidad en
la alternancia en el poder junto con el respeto al estado de derecho.
Y, finalmente, mencionaría el acortamiento de la distancia de edad
entre las generaciones. Ello se debe a los mencionados ciclos demográficos
66 de transición y al desarrollo crónico, casi estructural, del desempleo juve-
nil, con la correspondiente extensión del período de la adolescencia y su
consecuente apatía y distanciamiento frente a las responsabilidades insti-
tucionales.
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ETAPAS Y DISCURSOS DE LA IDENTIDAD CHILENA

Jorge Larraín
Sociólogo

M e parece interesante reflexionar acerca de cómo abordar el problema 67


de la identidad chilena. Entre otras cosas, para mucha gente la existencia
misma de ésta no es tan obvia como parece y, si existiera, tampoco es tan
claro cómo debe entendérsela.
Una de las experiencias interesantes de mi paso por la Feria Interna-
cional del Libro de 2001, donde me pidieron que fuera a firmar copias de
mi libro sobre la Identidad chilena1 fue conversar con bastante gente y en-
contrarme con que muchos, al ver mi libro, me decían con una cierta cara
de duda, “¿identidad chilena?, ¿de qué está hablando usted? Nosotros los
chilenos no tenemos identidad: lo copiamos todo”. Yo les decía: “Eso mis-
mo es un rasgo de nuestra identidad”.
Esto se repitió muchas veces y me hizo ver que muchas personas
piensan que no tenemos identidad porque entienden por ella “distintivi-
dad”, “creatividad” u “originalidad”. Desde esa perspectiva tienen cierta
razón, porque no hemos producido una pintura, una arquitectura, una
filosofía o una ciencia social distintiva. Pero no es falta de identidad en el
sentido en que yo la entiendo: existe una que, entre otros rasgos, tiende a
ser ecléctica, muy abierta a absorber ideas de todos lados.
Para hablar de identidad chilena parto de un contexto teórico, lati-
noamericano e histórico. El primero me interesa porque, sin definir más o
menos lo que uno entiende por identidad, es bastante difícil hablar de la
atingente a Chile.
Lo primero que habría que decir es que una identidad colectiva no es
más que un artefacto cultural que existe como una comunidad imaginada
en la mente de sus miembros. Nunca debe ontologizarse como si pertene-
ciera a un sujeto individual. Por eso rechazo confundir identidad nacional
con carácter nacional. No se puede decir que una nación tiene una estruc-
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tura psíquica como si fuera una persona individual, y menos aún que ese
carácter sea compartido por todos sus miembros.
El modo de existencia de una identidad nacional no es simple. A
veces se piensa que cada nación posee una discernible de manera clara,
homogénea y, sobre todo, ampliamente compartida por todos sus miem-
bros. Esta creencia está en parte influida por una transmutación indebida
del carácter más integrado de las identidades personales al plano de las
colectivas. Sostengo que la identidad nacional existe de modo más com-
plejo como un proceso de interacción recíproca entre dos momentos cla-
ves: las versiones públicas o discursos de identidad, y las prácticas y signi-
ficados sedimentados en la vida diaria de las personas.
Esto equivale a la distinción que hace Giddens entre la conciencia
discursiva, que es la que utilizan los intelectuales al hacer discursos rigu-
rosos y coherentes sobre la realidad, y la conciencia práctica, que tiene
que ver con lo que la gente común sabe y hace sobre esa misma realidad,
pero que no puede formular en un discurso riguroso. Con la identidad
68 sucede lo mismo, algunos pueden dar cuenta de ella de manera minucio-
samente discursiva, otros simplemente la viven. El hecho de no poder dar
cuenta en el discurso de una identidad no significa no poder contribuir a
ella en forma práctica.
Lo que planteo es que la identidad de una nación es en el fondo una
interacción entre los discursos públicos sobre esa identidad, y las prácticas
de la gente común. Esta interrelación se explica, por un lado, porque para
construir sus discursos identitarios los intelectuales seleccionan rasgos de
los modos de vida de la gente que les parecen importantes y representati-
vos. Por otro lado, esas mismas narrativas influyen en las personas a tra-
vés de los medios de comunicación, del sistema educativo, de los libros, de
la televisión, y buscan reafirmar un sentido particular de identidad. Es
como si los intelectuales estuvieran diciéndole a la gente “reconózcase en
esto que digo; he seleccionado de la vida misma de los chilenos algunos
rasgos identitarios que son importantes y que usted mismo practica. Créa-
me, esto es lo que es usted, eso es lo que es nuestra nación”. Y esto se
enseña y se aprende, de partida en los colegios.
Sin embargo, precisamente porque se trata de una interacción entre
el discurso público y los modos de vida de la gente, una dialéctica que no
es siempre de perfecta correspondencia, muchas veces las personas no se
sienten bien representadas por lo que los discursos les están diciendo. Una
nación contiene una enorme diversidad interior; está compuesta de mu-
chos rasgos culturales diversos, de muchas regiones, de mucha gente di-
versa y de distintos orígenes, por lo tanto, hay muchos que no se recono-
cen culturalmente en ciertos discursos identitarios. La identidad nacional
es algo tremendamente complejo, no se puede reducir a una especie de
alma, de estructura de carácter o psiquis compartida por todos. Por el con-
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trario, se va construyendo, muchas veces en la contradicción entre estos


discursos y la manera como la gente vive. Es algo que va cambiando.
Las preguntas por la identidad surgen de preferencia en períodos de
crisis, cuando los modos de vida, las maneras de hacer las cosas, aquello
que se da por sentado, es cuestionado o sufre alguna amenaza.
Veamos ahora, en segundo lugar, el contexto latinoamericano: la iden-
tidad chilena está articulada con la identidad latinoamericana y debe estu-
diarse en este contexto.
Es un hecho que muchos cientistas sociales, literatos, poetas y ensa-
yistas, tanto chilenos como del resto de América Latina, frecuentemente y
con mucha facilidad van de la identidad nacional a la latinoamericana y
viceversa. Esto se verifica al estudiar las versiones de identidad latinoame-
ricana que prevalecen, tales como el hispanismo, el mestizaje, la religiosi-
dad popular, con sus equivalentes chilenos. Por ejemplo, el discurso lati-
noamericano de carácter hispanista, que destaca la raigambre ibérica de la
cultura y los valores latinoamericanos, está muy bien replicado en Chile
por Jaime Eyzaguirre y Osvaldo Lira. Las versiones latinoamericanas de 69
religiosidad popular tienen también representantes chilenos como Pedro
Morandé y Cristián Parker.
Una excepción interesante es la ausencia relativa en nuestro país de
las versiones indigenistas de la identidad latinoamericana. En Chile no
son tan organizadas ni tan importantes como en México, Venezuela y Perú,
donde hay indigenismos muy desarrollados.
En tercer lugar, destaco el contexto histórico. Mi tesis central es que
la identidad chilena se ha ido formando históricamente con tres caracte-
rísticas fundamentales. Primero, se ha ido construyendo en estrecha rela-
ción con el proceso de modernización, distinto del europeo, japonés o
norteamericano. Existe una trayectoria hacia la modernidad específica-
mente latinoamericana, que tiene sus etapas de crisis y expansión y que
Chile comparte en lo fundamental. Segundo, las preguntas por nuestra
identidad han surgido de preferencia en los períodos de crisis que se han
ido alternando con períodos de expansión. Ha existido una tendencia a
presentar la identidad como un fenómeno contrapuesto a, y excluyente
de la modernidad. La historia de Chile muestra que en el pensamiento de
una mayoría de nuestros ensayistas y cientistas sociales ha existido un
permanente contrapunto o contradicción entre identidad y modernidad,
como si pudiéramos ser modernos sólo a costa de nuestra identidad o pu-
diéramos tener identidad solamente a costa de la modernidad.
En el proceso de modernización chileno podemos diferenciar siete eta-
pas bien definidas de su trayectoria histórica independiente, que se relacio-
nan con la distinción entre períodos de expansión y períodos de crisis:
1. Desde 1541 a 1810: etapa colonial en que la modernidad fue ex-
cluida.
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2. Desde la Independencia hasta 1900: la edad de la modernidad oli-


gárquica con importante expansión económica.
3. Desde 1900 a 1950: la crisis de la modernidad oligárquica y el
comienzo de la modernización populista. La oligarquía terrateniente em-
pieza a perder su poder político.
4. Desde 1950 a 1970: la expansión de la posguerra. Nuevamente
una etapa de desarrollo, ahora en el marco de una ideología desarrollista
impulsada por la irrupción de las ciencias sociales.
5. Desde 1973 a 1990: crisis de la modernidad y dictadura.
6. Desde 1990 hasta 2000: modernización neoliberal y expansión
económica.
7. Desde el 2000 en adelante: parece abrirse una nueva etapa de
crisis que todavía no podemos explorar con claridad.
Siguiendo de manera general la alternancia entre etapas de expan-
sión y etapas de crisis, se produce también una entre la aparición de teo-
rías optimistas de la modernización y el surgimiento de versiones públicas
70 de la identidad nacional. Las teorías favorables a la modernización se ma-
nifiestan y son más exitosas en tiempos de desarrollo acelerado y de ex-
pansión económica. Por ejemplo, entre 1850 y 1900 prevalece la visión
sarmientista, que oponía la civilización europea a la barbarie de lo mestizo
o indígena; entre 1950 y 1970, en la expansión de posguerra, llegan las
teorías norteamericanas de la modernización, las nuevas ciencias sociales
y el desarrollismo que se oponen a la mentalidad conservadora rural; en-
tre 1990 y 2000, durante los años dorados del crecimiento acelerado se
imponen las doctrinas neoliberales del comercio libre e integración con el
mundo que se oponen al estatismo.
Las versiones públicas de identidad, en cambio, emergen con mayor
fuerza y reciben más aceptación en los períodos de crisis y estancamiento,
cuando bajan los índices de desarrollo y de bienestar, por ejemplo, entre
1900 y 1950, entre 1970 y 1990.
Durante estas siete etapas se han ido configurando diferentes versio-
nes o discursos sobre la identidad chilena. He distinguido seis que me pa-
recen los más importantes sin tratar de ser exhaustivo: discurso militar-
racial, empresarial, hispanista, religioso, psicosocial y de la cultura popular.
Cada uno de estos tiene, por supuesto, autores importantes que contribu-
yen a su formación, por ejemplo, Gabriel Salazar y Maximiliano Salinas
en la cultura popular; Nicolás Palacios en el discurso militar-racial; Her-
nán Godoy en el psicosocial; Pedro Morandé, en el que realza la religiosi-
dad popular; Jaime Eyzaguirre, en el hispanista, etc. Pero hay que tener
en cuenta que, a nivel social, un discurso no es el mero resultado de uno
o dos autores que pueden identificarse con precisión y que deben asumir
toda la responsabilidad por sus contenidos. Por el contrario, en sociedad
los discursos exitosos se van construyendo con una cierta autonomía so-
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bre la base de muchos aportes distintos y van circulando e interpelando a


las personas para convencerlas, para constituirlas en sujetos adherentes a
su concepción de las cosas.
Todos estos discursos, menos el psicosocial, tienden a acentuar un
rasgo que caracterizaría nuestra identidad, sea nuestra capacidad de em-
prender, nuestro sustrato católico, nuestra herencia hispánica, nuestra
capacidad militar. Algunos tienden además a proponer un sujeto histórico
portador de la identidad, por ejemplo, el empresariado o el pueblo pobre o
el ejército, que adquieren así un estatus privilegiado en la construcción de
la identidad chilena.
El discurso psicosocial busca establecer la estructura psíquica o de ca-
rácter del chileno en el sentido de un número definido de rasgos psicológi-
cos compartidos por todos. Transfiere lo que son rasgos de algunos chilenos
tales como valentía, hospitalidad, flojera, sentido del ridículo, etc., a la
estructura de carácter supuestamente compartida por todos. A mi manera
de ver, es ilegítimo predicar cada una de estas cualidades o defectos de
todos los chilenos. 71
Aun si toda identidad nacional es un proceso histórico de construc-
ción en cambio permanente e, incluso, si es insostenible la creencia en un
carácter nacional inamovible, es legítimo tratar de estudiar algunos rasgos
históricamente formados de la identidad nacional, tratar de explorar su
estado actual, establecer sus características principales y la evolución his-
tórica que ha llevado a ellos. Algunos de estos elementos tienen bastante
estabilidad en el tiempo y de alguna manera han figurado con significa-
ciones parecidas desde hace mucho. Otros son de más reciente aparición o
su sentido ha ido cambiando y siendo reinterpretado en nuevos contextos
históricos. Es posible estudiar estos rasgos y tratar de explicarlos, no como
elementos raciales –con los cuales nacemos–, no como características que
llevamos en la sangre, no como aspectos de una estructura sicológica dada,
sino que como elementos que tienen una justificación histórica, que han
aparecido debido a causas determinadas y que pueden modificarse, trans-
formarse o aun desaparecer.
Hay que evitar cuidadosamente esencializar estos elementos, inmo-
vilizar lo que es un proceso histórico cambiante y ocultar los desacuerdos
y visiones distintas que sobre esa identidad tienen sectores sociales diver-
sos. Estoy consciente de que al seleccionar algunos rasgos yo mismo cons-
truyo una versión de identidad, muy selectiva, que no puede pretender
universalidad ni ser exhaustiva, pero creo que es legítimo proponerla para
su discusión y análisis. La principal diferencia con otras versiones es que no
se postula aquí un factor esencial privilegiado alrededor del cual se constru-
ye la identidad (por ejemplo, lo indígena, lo empresarial, lo religioso, lo
bélico, lo hispánico), sino que se considera una variedad de factores inte-
rrelacionados. Por ejemplo, considero el papel que juega la religión en la
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identidad chilena, pero no la constituyo en el “substrato” único o primor-


dial de esa identidad. Entre ellos menciono los principales: legalismo, reli-
giosidad, fatalismo y solidaridad, tradicionalismo ideológico, racismo oculto,
machismo, eclecticismo.2
A modo de ejemplo, es interesante hacer el estudio de cómo surge el
legalismo en Chile, a partir de lo que se resume en el dicho “se acata pero
no se cumple”. En su base existe una cadena de simulaciones que empieza
con los indígenas que se convierten al catolicismo para salvar la vida, sin
creer verdaderamente; que toca a los funcionarios reales, quienes, profe-
sando obediencia, no pueden aplicar las leyes o edictos reales que defien-
den a los indios porque eso perjudicaría los intereses de los encomenderos;
que alcanza aun al rey y a la jerarquía eclesiástica, que en conocimiento
de esto, finge no darse cuenta en parte, porque de otro modo bajaría la
recaudación de tributos.
Pero en todos estos casos se profesa externamente acatar, cumplir en
lo formal con el principio de autoridad aunque en la práctica el principio o
72
la norma se está violando. Éste es un rasgo bastante estable que encontra-
mos hasta hoy. No lo quiero esencializar, como si fuera parte de nuestra
estructura de carácter, pero todavía subsiste en la hipocresía con que se
sostienen públicamente ciertos principios que se desconocen en el queha-
cer cotidiano.
De este modo, cada rasgo debe justificarse por factores políticos, eco-
nómicos y sociales cambiantes. Por ejemplo, los rasgos de fatalismo y soli-
daridad se pueden justificar por la subsistencia de la pobreza en vastas
capas de la población. La religiosidad sigue siendo un factor importante
pero ha ido perdiendo la centralidad que tenía. Ninguno de los rasgos de
la identidad chilena que podrían detectarse es una característica estable
de carácter racial o psicológico; son resultados de la historia y pueden por
lo tanto cambiar, transformarse o aun desaparecer completamente.
La identidad chilena también tiene los rasgos formales de toda iden-
tidad, que son fundamentalmente tres, que esbozaré. Primero, identida-
des culturales más amplias que Chile como país comparte con otros. Por
ejemplo, el pertenecer a América Latina, o al mundo subdesarrollado en
la posguerra y hoy, a la categoría de país exitoso o emergente en desarro-
llo. Segundo, elementos materiales que expresan nuestra identidad. Por
ejemplo, las peculiaridades de nuestro territorio y geografía, que determi-
nan nuestro sentido de aislamiento o confinamiento. Tercero, nuestros
“otros” tanto significativos como de diferenciación en función de los cua-
les hemos construido nuestra identidad. Entre los primeros, los significati-
vos, tenemos una sucesión de otros que fueron nuestros países modelos,
empezando por España y siguiendo con Francia, Inglaterra, Alemania y
Estados Unidos. Entre los otros de diferenciación, en oposición a los cua-
les se ha construido la identidad chilena, destacan el pueblo mapuche,
Bolivia, Perú y Argentina.
L ECTURAS DE LAS IDENTIDADES : S U B J E T I V I DA D E S , MÁRGENES E INSTITUCIONES

En conclusión, la chilenidad nunca ha sido algo estático, una especie


de alma permanente, sino que ha ido modificándose y transformándose
en la historia, sin por ello implicar una alienación o traición a un supuesto
carácter esencial que nos habría constituido desde siempre. Por esta razón
resulta tan difícil establecer con claridad la línea divisoria entre lo propio,
como algo que debe mantenerse, y lo ajeno, como algo que aliena. Nada
garantiza que aquello que consideramos “propio” sea necesariamente bue-
no y debamos mantenerlo a toda costa, sólo por el hecho de ser “propio”.
La identidad no solo mira al pasado como la reserva privilegiada donde
están guardados sus elementos principales, sino que también mira hacia
el futuro; y en la construcción de ese futuro no todas las tradiciones histó-
ricas valen lo mismo. No todo lo que ha constituido un rasgo de nuestra
identidad nacional en el pasado es de por sí bueno y aceptable para el
futuro.
Por otro lado, hay que evitar también una reacción de receptividad
acrítica que nos haga creer que todo lo que viene de fuera es bueno o
mejor. La identidad chilena seguirá construyéndose sobre la base de nues- 73
tros propios modos de vida que van cambiando, pero tomando también
los aportes universalizables de otras culturas para transformarlos y adap-
tarlos desde la propia, llegando así a nuevas síntesis.

1. Jorge Larraín, Identidad chilena (Santiago: LOM, 2001).


2. Para profundizar en estos rasgos y otros no mencionados aquí, véase el capítulo 7 de mi
libro Identidad chilena.
REVISITANDO CHILE

¿IDENTIDAD CHILENA?
EL DESCONCIERTO DE NUESTROS RETRATOS HABLADOS

Pedro E. Güell
Sociólogo

74 E l auge reciente de los debates sobre la identidad y el modo de ser de los


chilenos no es farándula literaria. Es expresión –mejor o peor– de lo que
nos pasa y de los procesos reales en que vivimos. Para vivir en sociedad y
ponernos de acuerdo con los demás es indispensable tener una imagen
sobre nosotros mismos. Una que, heredada, hoy parece no servirnos de
guía. Es un mapa que ya no coincide con el terreno sobre el cual nos
movemos. Ha cambiado; nosotros hemos cambiado y también nuestras
relaciones y la forma objetiva del país. El debate actual es expresión del
desconcierto que esto nos provoca, aunque parece limitarse sólo a consta-
tarlo. Hasta ahora se ha descuidado la reflexión sobre los desafíos que
implica la necesidad de construir nuevos mapas, porque éstos, a pesar de
que cambien, resultan indispensables para avanzar.

1. ¿Por qué justo ahora estamos haciendo radiografías de quiénes somos?


Porque lo que nos han dicho y nos hemos dicho que somos no nos permi-
te interpretar lo que nos está pasando y lo que estamos haciendo. ¿Por qué
estamos pesimistas?, ¿por qué nos desnudamos en la calle?, ¿por qué ha
dejado de interesarnos la política?, ¿por qué nos sentimos inseguros? Las
imágenes una y otra vez enseñadas del país cívico, emprendedor, amisto-
so, doméstico, insular de cuerpo y alma, no sirven ya como explicaciones.
Pero ¿por qué ahora y no antes, si los cambios son normales y el
brusco giro de la modernización tiene ya dos décadas? Porque la discusión
sobre nuestros mapas ha sido un debate postergado. Para salir de lo que se
experimentó en los setenta y ochenta como un pantano y como la nega-
ción más flagrante de lo que creíamos buenamente ser, necesitábamos
seguir una carta de navegación puesta fuera de dudas. La modernización
y especialmente la transición fueron también una propuesta identitaria.
L ECTURAS DE LAS IDENTIDADES : S U B J E T I V I DA D E S , MÁRGENES E INSTITUCIONES

Algo así como un “manual para dejar de ser aquello que fuimos y nos
aterró, y para ser aquello que sería bueno ser”. Las necesidades de la racio-
nalidad política, la gobernabilidad para tiempos de amenazas, contenía tam-
bién un efecto subjetivo: disciplinar la identidad y postergar algunas pre-
guntas culturales para tiempos mejores. Hoy ha entrado en crisis el sentido
futuro de esa racionalidad política y su primera víctima es un sistema po-
lítico cuya oferta pública de cartas de navegación no hace sentido en las
aguas cotidianas de la mayoría de la población.

2. No obstante, para las personas comunes y corrientes esto se ha vuelto


también un problema. Los esfuerzos cotidianos, que son siempre con otros
y se despliegan en el tiempo, requieren de un sentido que los organice y
aliente. Eso no puede crearlo cada uno por sí solo. Los mapas de orienta-
ción y las identidades son una tarea colectiva. Cuando ellos se hacen difu-
sos e inverosímiles, la vida cotidiana se hace difícil. Es una situación muy
concreta. Es el caso de una madre que se esmera trabajando para cambiar
a su hijo de una escuela municipalizada a una particular subvencionada. 75
Ella cree que la diferencia es vital para el futuro de su hijo. Pero cuando
las imágenes del futuro social se hacen difusas y la movilidad impredeci-
ble, entonces, al caer la noche, ella duda, cansada: y todo este esfuerzo,
¿para qué? La ausencia de identidad y mapas colectivos se vuelve ago-
biante. Las preguntas de ¿quiénes somos?, ¿qué queremos?, ¿qué pode-
mos?, ¿para qué todo este esfuerzo?, se han vuelto explosivas en la misma
medida en que fueron largamente calladas y en que las respuestas canóni-
cas son insuficientes.

3. ¿Por qué llamarle identidad al objeto de ese debate? Hay una necesidad
básica: comprender la trama que da sentido a la multiplicidad y a veces
contradicción de nuestros momentos y acciones cotidianas. Esa necesidad
se ha resuelto normalmente a través de relatos colectivos que nos dicen
cuál es el trayecto del pasado al futuro sobre el que avanzamos, cuál el
territorio sobre el que nos movemos, quiénes somos los que actuamos ahí y
cómo lo hacemos, quiénes los adversarios de nuestros propósitos. Por tra-
dición y doctrina llamamos identidad a esos “retratos hablados”. Retratos,
porque circulan a través de imágenes; hablados porque están en perma-
nente construcción, y retratos hablados porque se construyen no como
fotografías sino como esfuerzo interpretativo e imaginario.
Pero la “identidad” no existe en los relatos hablados de la misma
manera en que las personas no son en el reflejo de los espejos. Existe en el
vínculo que las personas y los colectivos establecen con esas imágenes:
relaciones de reconocimiento, extrañeza, apelación, entusiasmo o fraca-
so. La navegación real de un marino no está en su mapa sino en los lazos
que estableció con él. Así también las identidades o su ausencia son el
REVISITANDO CHILE

resultado de las relaciones que establecemos con nuestros retratos habla-


dos disponibles.
La actual dificultad para satisfacer la necesidad básica de sentido no
radica en las incoherencias literarias o ideológicas de los retratos hablados
circulantes, sino en la dificultad de la sociedad y de sus grupos para reco-
nocerse en ellos. La descripción de este hecho es uno de los aportes del
último Informe de Desarrollo Humano del Programa de las Naciones Uni-
das para el Desarrollo (PNUD). Muestra además que esto tiene sus raíces
en las transformaciones ambivalentes de las experiencias cotidianas. Mu-
chas de esas experiencias no encuentran reconocimiento y sentido en las
ofertas actuales de retratos hablados de la sociedad.

4. Lo central es que los relatos disponibles no logran responder a dos de-


mandas básicas de sentido para la vida cotidiana. Primero, lo que hacemos
día a día es relacionarnos con otros. Aun nuestras acciones y deseos más
íntimos y personales dependen de ellos o son sus destinatarios. Por eso,
76 para comprender el sentido de nuestras acciones realizadas tenemos que
sentirnos parte de un orden colectivo. Necesitamos para ello de una ima-
gen positiva de los deberes y derechos que nos vinculan a él. Por moderno
que sea un retrato hablado de la sociedad no puede renunciar a proponer
una imagen de comunidad como origen y resultado de lo que hacemos.
Sin embargo, los relatos que circulan son más bien teorías sobre el
funcionamiento anónimo de la sociedad. Se enfatiza el equilibrio de las
fuerzas del mercado y de la burocracia y no la acción conjunta de las per-
sonas como textura de la sociedad. En consecuencia, la gente experimen-
ta a la sociedad y sus productos como algo extraño y, según muestra el
informe citado del PNUD, interpreta su vida cotidiana como adaptación a
las exigencias de ese mundo de sistemas y poderes y no como uno de
relaciones dotadas de un sentido social. A eso le llaman “la máquina” y les
provoca “agobio”. Un retrato hablado que no es capaz de reflejar la comu-
nidad, el “nosotros” que existe tras los múltiples rostros de la vida cotidia-
na, y que a cambio nos dice cómo funciona sistémicamente la sociedad es
tan útil como un espejo que refleja la fórmula química del vidrio de que
está compuesto. Ninguno de los dos posibilita el reconocimiento.
Segundo, el sentido de la vida cotidiana es inseparable de la expe-
riencia del tiempo. La gente ve cómo crecen los niños, los árboles, la ciu-
dad, los embarazos. Ven envejecer a los ancianos, las casas, el color de las
fotos. Ven nacer y morir y saben que serán parte de eso. El tiempo es una
experiencia desconcertante mientras no se le dote de sentido. ¿Para qué
cambian las cosas? La idea del futuro, de la esperanza, de la historia que
conduce a ella es una de las más grandiosas invenciones que hemos hecho
para dotar de sentido al tiempo. El futuro ha llegado a ser una necesidad
básica.
L ECTURAS DE LAS IDENTIDADES : S U B J E T I V I DA D E S , MÁRGENES E INSTITUCIONES

En la actualidad, para muchos es difícil validar un sentido de futuro


a partir de lo que ven en sus vidas cotidianas. Ello se experimenta como
incertidumbre, la misma de aquella madre que no sabe si sus esfuerzos de
hoy redundarán mañana en mejores oportunidades laborales y de inte-
gración social de su hijo. A pesar de los notables avances que han traído
consigo la modernización y la transición actual, ellas han contribuido poco
a dotar de sentido histórico a sus realizaciones.

5. Los retratos hablados o identidades que las sociedades se construyen


para poder actuar siempre han sido parciales, precarios, cambiantes y aque-
jados de apolillamiento. La crítica es necesaria para desenmascararlos, pero
sobre todo para mantenerlos dinámicos. Sin esa crítica permanente, los
desconciertos identitarios se vuelven explosivos y dañinos. Sería bueno
favorecer la reflexión crítica sobre nuestros retratos hablados, especialmen-
te en el mundo de la política. No obstante, la crítica no debe hacernos olvi-
dar que no hay sociedad sana sin una imagen de sí misma que provea reco-
nocimiento recíproco entre sus miembros, trama a la vida cotidiana y sentido 77
de futuro al tiempo. Tan importante como la crítica es la elaboración de
nuevos y mejores retratos hablados. Lo agradecerá la política, que encon-
trará una vía para recuperar su legitimidad y función social. Lo agradecerá
también la señora que se esfuerza por su hijo, porque tendrá alternativas
creíbles para responderse a la pregunta ¿y todo este esfuerzo para qué?
REVISITANDO CHILE

IDENTIDAD CHILENA: CONFLICTOS Y TAREAS1

Jorge Gissi
Psicólogo

78 1
Como se sabe, la identidad, la cultura y la historia de Chile tienen algunas
semejanzas cruciales con las de América Latina, que han influido en la
formación (y deformación) de la identidad nacional. Recordaré primero
algunas de esas semejanzas, para luego destacar las diferencias, que son
menos. Dado que todos los chilenos somos también latinoamericanos, es-
tas características son también parte de la identidad nacional.
1. “Descubrimiento” de América por el imperio español a fines del
siglo XV, seguido por la invasión, Conquista y Colonia durante los tres
siglos siguientes.
2. Derrota del imperio español en Europa y América, independencia
de sus colonias a comienzos del siglo XIX, y expansión del imperio inglés
y secundariamente francés y norteamericano durante ese mismo siglo y
comienzos del XX. Esta etapa incluye liberalismos nominales, moderniza-
ción e industrialización incipientes.
3. Expansión del imperio de EE.UU. durante el siglo XX, fortalecido
tras la derrota de los imperios europeos entre las dos guerras mundiales y
la posguerra. Ello se ha expresado de modo particular en su creciente in-
fluencia política, militar, tecnológica y cultural, predominantemente esta
última a través de los medios de comunicación masiva.
4. Institucionalización, legitimación e internalización (Berger y Luc-
kman 1980) del racismo, correlacionado con el clasismo y etnocentrismo,
todos superpuestos y derivados de la Conquista, en que los vencedores
son blancos y los vencidos indios, quedando los primeros en estratos me-
dios altos y los segundos como esclavos o “siervos”. Los vencedores pare-
cen ser de cultura “superior” (europea) y los indios, “bárbaros e infieles”
(Todorov 1987, Lanternari 1983).
L ECTURAS DE LAS IDENTIDADES : S U B J E T I V I DA D E S , MÁRGENES E INSTITUCIONES

5. Como causa y a la vez consecuencia de los prejuicios menciona-


dos, las relaciones autoritarias penetran todas las formas de la vida social:
Estado, Iglesia, trabajo, familia, posteriormente escuela y medios de masa.
Esto dificulta intensa y masivamente hasta hoy, en toda América Latina,
la práctica cotidiana de la vida democrática (Carmagnani 1980, Paz 1992,
Winn 1992).
6. Los diagnósticos y reivindicaciones de la identidad nacional han
tenido en Chile, como en todos los otros países del continente, sesgos
parciales y unilaterales en que se han acentuado lo indígena (indigenismo)
o la influencia hispánico-católica (hispanismo y catolicismo tradicionales y
aristocráticos) o la modernización postindependencia antihispánica, afran-
cesada y anglófila del siglo XIX y crecientemente norteamericanizada del
XX (Larraín 1995). No hay duda de que Chile y todo país latinoamericano
tiene raíces indígenas, mestizaje predominante con hispánicos y relevan-
tes influencias posteriores europeas y norteamericanas; pero el sobreenfa-
tizar uno de tales aspectos y culturas es un error, como también lo es
79
idealizar las culturas indígenas, hispánica, francesa, inglesa, italiana, ale-
mana, norteamericana o japonesa.
En consideración a las características anteriores, que esquemática-
mente son una síntesis sobre la identidad de América Latina, planteamos
también sintéticamente algunas características, problemas y tareas de la
identidad nacional chilena actual.

2
1. Chile es un país que, al igual que la mayoría los países de Latino-
américa, tiene cerca de 190 años de historia como república independien-
te y casi 300 de historia como región colonial, lo que ha hipertrofiado la
percepción dependiente de la propia identidad en espejo, esto es, hacien-
do depender nuestra valoración de la percepción de España y los otros
países centrales sobre nosotros mismos.
2. La percepción sobre nosotros que poseen España y Portugal, y
también otros países europeos y EE.UU. ha sido histórica y predominan-
temente racista y etnocéntrica hasta la actualidad (Lanternari 1983). Esto
es, se nos ha dado a los chilenos, como a todos los latinoamericanos, una
baja valoración por ser indios, mestizos, “supersticiosos”, subdesarrolla-
dos, no occidentales, etc.
3. La institucionalización de estos prejuicios por el Estado aristocráti-
co del siglo XIX mantuvo y reprodujo la discriminación racista respecto de
los no blancos y clasista en relación a los pobres (Barros 1978). Lo grave
de esto es que durante todo el siglo XIX y parte del XX, la gran mayoría de
los chilenos eran pobres, y gran parte no blancos hasta el siglo XXI (Gissi
2002).
REVISITANDO CHILE

4. Esto ha dificultado la valoración justa del arte, artesanía y folklore


autóctonos en su poesía, plástica, cerámica, tejidos, música, bailes, reli-
gión, gastronomía, lengua y cosmovisión en general.
A su vez, esta baja valoración de lo autóctono, tanto nacional como
regional y latinoamericano, ha ido produciendo una deculturación, un
empobrecimiento y una pérdida de la memoria cultural, étnica, histórica
y local.
5. Al intentar legitimar su identidad de clase y de “blancos” y “euro-
peizados”, las aristocracias han sido permanentemente antinacionales,
subvalorando a los chilenos y sobrevalorando enajenadamente a Europa,
a EE.UU. y a sí mismos como superiores y civilizados:
En cuanto se sustrae al control y al contacto de los elementos sociales
superiores más civilizados que él, el campesino, cargado de sangre
araucana, desciende en moralidad, en cultura y en todo lo que cons-
tituye la civilización. Se hace perezoso, aventurero y ladrón (F.A.
Encina, cit. por Barros 1978: 148).
80
6. La muy alta correlación entre aristocracia y Estado durante gran
parte de nuestra historia, sumada a la guerra contra la confederación pe-
ruano-boliviana y a la guerra del Pacífico, mantuvo los prejuicios antiin-
dígenas transformándolos en antiperuano y antiboliviano, y reforzando
los de una identidad nacional y racial blanca, y por tanto superior.
7. El siguiente párrafo de un aristócrata revela un narcisismo nacio-
nal y racista:
La separación entre españoles y araucanos produjo la integridad ori-
ginaria con que las razas se mantuvieron en Chile, la falta de mesti-
zaje, y por lo mismo, la característica de nuestra superioridad étnica.
Indios y españoles daban un producto degenerado (Vicuña Suberca-
seaux, cit. por Barros 1978: 148).
Sin embargo, la autoimagen e identidad chilenas como blancos es un
error, porque la mayoría de los chilenos somos mestizos. Escribe un famo-
so antropólogo:
La verdad es que los chilenos constituyen un pueblo nuevo, fruto del
mestizaje de españoles con indígenas. Su matriz es la india araucana
apresada y encinta por el español. Los mestizos originados por estos
cruzamientos, que a su vez absorbieron más sangre indígena por el
apareamiento mestizo-india, plasmaron el patrimonio genético fun-
damental del pueblo chileno [...] La autoimagen chilena, que tiende
a describir a sus nacionales enfatizando las características blanco-eu-
ropeas como un valor en sí, no es sólo un error sino que también
implica una forma de desprecio por el perfil nacional real (Ribiero
1972: 363-364).
L ECTURAS DE LAS IDENTIDADES : S U B J E T I V I DA D E S , MÁRGENES E INSTITUCIONES

8. El autorrechazo de lo indígena (minoritario) y de lo mestizo (ma-


yoritario) implica una identidad negativa y ambivalente inconsciente, junto
con el rechazo a la memoria cultural e histórica de las influencias indíge-
nas que nos constituyen. Decía Pablo Neruda:
Nuestros recién llegados gobernantes se propusieron decretar que no
somos un país de indios. La Araucana (Ercilla) está bien, huele bien.
Los araucanos están mal, huelen mal. Huelen a raza vencida. Y los
usurpadores están ansiosos de olvidar o de olvidarse. En el hecho la
mayoría de los chilenos cumplimos con las disposiciones y decretos
señoriales: como frenéticos arribistas nos avergonzamos de los arau-
canos [...]. Se empeñan en blanquearnos a toda costa (Neruda 1978:
272).
9. La “alta frontera” con nuestros dos vecinos del norte debido en
gran parte a las guerras, más la cordillera y la alta frontera tradicional con
“los hermanos argentinos” por litigios limítrofes y por el estereotipo de
que “los argentinos son pesados y prepotentes” (Gamboa 1992: 95), ha
cultivado en Chile una cultura insular, esto es, con poca apertura al diálo- 81
go, poca aceptación a las diferencias, desinformación y baja tolerancia a la
incertidumbre (Hofstade, en Toloza 1984). En el peor de los casos, esta cul-
tura deviene narcisismo colectivo en parte de nuestra población, asumien-
do justamente la deformación bonaerense cuando ellos la van corrigiendo
por su creciente conciencia de la necesidad de inserción en América Latina.
(También en las provincias de Argentina los bonaerenses son considerados
“pesados y prepotentes”, porque son más ricos y modernos desde fines del
siglo XIX. El prejuicio chileno es generalizar a “los argentinos”).
10. Por tanto, en parte de la población chilena se hace descansar la
identidad positiva en que seríamos “superiores” a Perú y Bolivia, porque
ellos tienen más indios y son más pobres (Gamboa 1992), pero como Ar-
gentina tiene menos indios y es (era) más rica que Chile, parte de nuestra
población los desvaloriza como “pesados”, negando así tales datos. Una
investigación sociológica de la Universidad de Chile de 1997 encontró que
“el 21,4% de los chilenos está de acuerdo con que Chile es un país ‘más
avanzado que otros porque no hay negros’, y el 28,3% afirma que Chile
es un país más desarrollado que sus vecinos porque hay menos indígenas”
(en El Mercurio 1998, 19 de julio, “Artes y Letras”: 14).
Esto se puede considerar un “complejo de superioridad” para con
Perú y Bolivia y un “complejo de inferioridad”, pero “negado”, con Ar-
gentina. La afirmación sobre los negros revela la ignorancia de que Barba-
dos, Bahamas y otros países tienen un alto porcentaje de negros y de “in-
dustrialización”, y un ingreso per cápita muy superior al chileno. Estos
“complejos” y prejuicios son causa y consecuencia de la cultura (parcial-
mente) insular que aún nos queda, y dificultan el énfasis necesario en la
integración cultural, política y económica con y de Latinoamérica.
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11. Una nueva relación dialéctica es que los prejuicios son causa de
desinformación y ésta es, a su vez, causa de prejuicios. La desinformación
chilena de que para la mayoría de los argentinos de provincias los bonae-
renses son considerados “pesados y prepotentes”, es causa del prejuicio de
generalizar a los bonaerenses de presencia internacional (que son los únicos que
ven o escuchan la mayoría de los chilenos) como los “argentinos” en gene-
ral. Sin embargo, la mayor información y cercanía con Mendoza, Barilo-
che, Salta y otras ciudades limítrofes está tendiendo a disminuir esta pre-
disposición.
El otro prejuicio de que los chilenos somos superiores a Perú y Boli-
via ignora todo sobre la importancia de sus civilizaciones precolombinas
en la historia del mundo (Toynbee) y su evidente superioridad arquitectó-
nica, arqueológica y de artes populares respecto a Chile.
En ambos casos se desconoce que no hay un país o cultura superior
ni inferior a otros en todo, sino que cada cual es superior e inferior relati-
vamente, esto es, de igual valor a priori.
82 12. Más de medio siglo atrás nuestra maestra Gabriela Mistral obser-
vaba lo mismo:
Una de las razones que dictan la repugnancia criolla a confesar el
indio en nuestra sangre, uno de los orígenes de nuestro miedo de
decirnos lealmente mestizos, es la llamada “fealdad del indio”. Corre
parejas con las otras frases empleadas, en “el indio es perezoso” y “el
indio es malo” (“El tipo del indio americano”, en Céspedes 1978: 130).
“El indio gobierna un poco o mucho dentro de nosotros, mestizos sin
confesión, pero mestizos al cabo” (“W. Frank y nosotros”, en Céspe-
des 1978: 135).
Gabriela constataba los prejuicios antiindios y junto con ello la pro-
pia identidad negativa en cuanto mestizos, o sea, descendientes también
de indios. “Repugnancia a confesar”, “mestizos sin confesión” significa
identidad ambivalente y mecanismos de defensa de negación.
Esta identidad negativa es efecto de la mala memoria histórica de lo
que realmente hemos heredado los chilenos, de bueno y malo, de indios,
españoles, inmigrantes del siglo pasado, modernización del siglo XX, etc.
También la mala memoria la diagnostica Gabriela, ahora en verso:
Aún vivimos en el trance
del torpe olvido
y del gran silencio (1967: 80).
Esta mala memoria histórica es también efecto de la identidad nega-
tiva: de no asumirnos en lo que somos. De este modo, el rechazo de lo
indígena no es sólo hacia el pasado y parte de las “raíces”, sino también
autonegación de lo mestizo, racismo presente y bloqueo del futuro. Toda
identidad implica, para bien y/o para mal, pasado, presente y futuro o, en
otros términos, memoria, diagnóstico y proyecto. Gabriela Mistral ganó el
L ECTURAS DE LAS IDENTIDADES : S U B J E T I V I DA D E S , MÁRGENES E INSTITUCIONES

Premio Nobel de Literatura antes que el Premio Nacional, lo que es una


prueba dramática de la incapacidad del Estado, la Iglesia y la intelectuali-
dad chilena de la época, de comprenderla, aceptarla y tolerarla. Después y
durante más de medio siglo fue ignorada (“olvidada”) y diluida como una
mera poetisa infantil. Sus ensayos siguen siendo geniales.

3
Conclusiones y tareas:
1. La identidad chilena, como de todo pueblo, cultura y persona,
incluye pasado, presente y futuro, o memoria, diagnóstico y proyecto.
Cualquier sobreénfasis en uno de los tres momentos es anticientífico y
falso.
2. La reiterada “modernización” de Chile tiene que ser acotada para
que tenga sentido, y no debe suponerse que la “modernidad” es buena per
se. Si modernizar implica democratizar, es necesario porque la identidad
nacional predominante es poco democrática por su autoritarismo, pre-
83
juicios y clasismo vigentes. Si modernizar significa liberalizar el pensa-
miento, las organizaciones y la participación, es necesario en relación
complementaria con la democratización. Si modernizar implica expandir
el individualismo narcisista o la tecnificación indiscriminada, es inconve-
niente.
3. Reivindicar y corregir la identidad nacional chilena se acompaña
con y pasa por reivindicar las identidades indígenas (contra el racismo),
las de ambos sexos (contra el sexismo), la de todos los ciudadanos (con-
tra el clasismo), el plebiscito y la real democratización local y comunal
(contra el autoritarismo), el regionalismo (contra el centralismo), el diá-
logo y la polémica (contra el silencio y el pseudoconformismo), la justi-
cia, libertad y fraternidad (contra el liberalismo, socialismo o modernismo
unilaterales).
4. En Chile no existe ninguna plaza con estatuas de Gabriela Mistral
y Pablo Neruda, uno frente al otro. Hacerla es una necesidad intelectual,
afectiva y simbólica de la identidad y memoria nacionales. Son los únicos
dos chilenos que han tenido un premio mundial relevante, son nuestros
“padres” y uno frente al otro expresarán también el arquetipo de lo mas-
culino y lo femenino unidos fecundamente. Además, ambos son mestizos
visibles como todos los otros premios Nobel de Literatura latinoamerica-
nos: Miguel Ángel Asturias, Gabriel García Márquez y Octavio Paz.
5. La necesaria integración latinoamericana facilitará en un círculo
virtuoso la integración, autonomía (relativa) e identidad nacional chile-
na. El latinoamericanismo se relaciona con la política de bloques, y si la
integración es necesaria y viable en Europa porque cada país separado es
débil, ella es aún más viable y perentoria para América Latina.
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6. La Educación Básica y Media en Chile y en todo el continente


deberá privilegiar la historia y cultura en y de América Latina, poniendo
como figura al subcontinente y solamente como “fondo” a los Estados na-
cionales, meras provincias de la “Patria Grande”, que lejos de ser un sue-
ño romántico, es el único proyecto geopolítico responsable para toda Amé-
rica Latina.

84

1. Este artículo es parte de la actual investigación Fondecyt (Nº1010936). “Psique y psicolo-


gía en América Latina: memoria y proyecto”. Se agradece la colaboración de Pablo A. Herrera
en la transcripción.
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MITOS Y CONSTRUCCIÓN DEL


IMAGINARIO NACIONAL COTIDIANO

Ana Pizarro
Profesora de Letras

Es una obviedad para todos, salvo para los chilenos, que Chile es un país 85
latinoamericano. América Latina es un trampolín que apenas pisamos para
saltar al mundo y compararnos sobre todo con el primero. La relación
permanente con el exterior continúa siendo la del siglo XIX, Chile y Euro-
pa, y también la de mediados del XX, Chile y Estados Unidos. Latinoamé-
rica es un vínculo que molesta: se trata de países con un desarrollo econó-
mico por lo menos sospechoso, con una molesta historia política de
populismos –ya no hablamos de dictaduras– que no tiene que ver con
nuestros patrones europeos, que no cultivan las manners que nos entrega-
ron los ingleses en el siglo XIX, junto con la aversión a los colores chillo-
nes que lucen nuestro vecinos continentales. Para qué hablar del Caribe.
Estas informaciones que provienen de la cultura hegemónica, per-
mean los distintos sectores de la cultura nacional. Sin embargo, creo que
realmente hay diferencias entre Chile y otros países latinoamericanos, pero
son de otra naturaleza y tienen que ver justamente con los mitos funda-
dores de la nación.
Conocemos el mito de inkarri. El héroe –Tupac Katari– despedazado
por las fuerzas españolas en el altiplano durante la colonia que renacerá
de sus fragmentos y volverá convertido en miles y miles. Esta idea del
retorno –del espíritu del héroe, de la divinidad– tiene antecedentes más
antiguos.
En el momento de la Conquista, el pueblo azteca vio en el invasor a
un dios: era la vuelta de Quetzalcoatl, y frente a este retorno, previsto por
la tradición, nada había que hacer. Lo mismo sucedió con el pueblo inca y el
esperado regreso de Viracocha: estaba en el relato de los antepasados. Con
el pueblo mapuche, sin embargo, sucedió algo distinto: ellos no creyeron
en el retorno de Dios. Si pensaron en el hombre y el caballo como una
REVISITANDO CHILE

sola entidad, fue una ilusión rápidamente desvanecida. No parece haber


estado en sus tradiciones. Entonces, como no se trataba de un ser divino,
los mapuche vieron al invasor como un enemigo. Y lo enfrentaron.
Creo que esta situación diferente respecto a los mitos de origen de
otros lugares de América marca singularmente nuestra historia. Porque el
pueblo mapuche fue bravo, y más que sofisticación cultural, su fuerte era
la estrategia guerrera. Frente a ello, y a la larga ofensiva que debió desa-
rrollar para combatirlo y expandir el capitalismo agrario, que recién logró
llevar a cabo a fines del siglo XIX, la gran burguesía agraria del valle cen-
tral se fue también fortaleciendo. Concentró así su poder frente al resto
del territorio, al resto de la sociedad. Entonces vio erguirse su hegemonía
frente al “otro”: el mapuche, el aymara, el sureño y el nortino –en Chile
no existe, como en otras partes la noción de “interior”– y generó los pa-
trones culturales que conducirían la vida republicana del país naciente.
Fue un disciplinamiento férreo, restrictivo, en donde incluso la fies-
ta, esa ruptura del orden cotidiano y de la vida del trabajo que trastoca los
86 órdenes sociales, estaba normada. La nación, en Chile, se conformó en el
espíritu de la separación –la frontera– y por lo tanto en términos de recru-
decimiento del poder. Así, la comunidad imaginada que se formaba fue
armándose en la hegemonía de la estructura cortesana y los valores de un
grupo social que se quería europeo sobre el resto de la población. En ese
momento, ella estaba constituida fundamentalmente por el campesinado,
hasta la emergencia, a fines del XIX, de los sectores medios, que entrega-
ban servicios ligados a la exportación. Aquel grupo social estuvo vincula-
do a lo hispánico primero, luego al mundo francés, porque así se era re-
belde a la antigua metrópoli y además elegante, pero con té a las cinco de
la tarde, por los capitales ingleses que se apoderaban de riquezas y servi-
cios en la segunda mitad del XIX. Pero no vivía en conflicto sus contradic-
ciones, ellas eran su manera de ser nacional. Quería ser europeo pero
tener al mismo tiempo las ventajas de la periferia: lacayos, sectores ligados
a él y serviles por la obligatoriedad que genera la carencia, por la expecta-
tiva de prebendas. Querían ser europeos, pero manejar al “propio”. Éra-
mos herederos de la Revolución Francesa, liberales pero con lacayo, con
inquilino, el siervo de la gleba a escala local.
La gran burguesía agraria del valle central estableció así su hegemo-
nía cultural, impuso las normas del deber ser chileno, las particularidades
que lo singularizan y esta hegemonía tiene su expresión máxima en el
Estado portaliano.
La primera particularidad es la otredad del país, su condición única,
diferente del resto del continente, plagado entonces de caudillismos que
no se condecían con el modelo político ya trazado por viejas tradiciones, y
que es el modelo por antonomasia. Está muy lejos la voz de Martí y sus
ecos no alcanzan el finis terrae. Somos diferentes porque estamos alejados.
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La falta de contacto físico con el resto de América fue siempre muy fun-
cional a este planteamiento en que mar y cordillera nos establecían la
calidad de isla. Teníamos comunicación sólo con Europa y difícilmente con
nuestros vecinos del sur. La dictadura militar de los años setenta y a pesar
del flujo de las comunicaciones que ya comienza su etapa desbordante, lo-
gra restablecer este postulado: no se debe escuchar lo que dice de nosotros
el extranjero, es que somos diferentes y nadie nos entiende. La vincula-
ción allí se da directamente con los Estados Unidos y sobre todo en el
ámbito de la economía.
El segundo elemento de normativa cultural es el de la homogenei-
dad del país.
El elemento unificador consistió justamente en el carácter europeo
que se le atribuyó. Hemos sido “los ingleses de América”. Evidentemente,
algo había de razón en este planteamiento: la organización de la sociedad
desde el comienzo fue altamente jerarquizada y de un clasismo exacerba-
do. La oligarquía de la zona central, en su mayoría de origen vasco, presi-
día la organización social de un país que vio desarrollarse sobre todo des- 87
de comienzos del siglo XX clases medias que sustentaban en aquélla su
modelo cultural e intentaron reproducir a lo largo de la historia su ima-
gen. Ésta estuvo ligada a Europa durante por lo menos la mitad del siglo
XX, fue compartida con Estados Unidos durante los años cincuenta y se-
senta y ya en los setenta se impuso, sobre todo a partir de la economía
neoliberal, el modelo norteamericano que había estado siempre presente
en países del norte del subcontinente, como Venezuela, por ejemplo.
Todo esto implicaba desde luego la negación del mestizaje. Chile se
consideró a sí mismo, a diferencia de sus vecinos, un país blanco. Los
indígenas habían sido arrinconados en el sur, se los había vencido, esta-
ban en reducciones. Es decir, nada teníamos que ver con ellos, eran la
rémora de un pasado que no nos alcanzaba ya. El indígena era utilizado
como símbolo –“la heroica sangre araucana”– en los discursos pompier. El
indígena concreto, si existía, era molesto y la discriminación un hecho no
explicitado públicamente, pero real.
En la última década esta situación ha quedado en evidencia a través
de las manifestaciones políticas de los grupos mapuche y de las reacciones
que han generado en la sociedad chilena.
El país discriminatorio ha sido poco elaborado en la reflexión nacio-
nal. La discriminación contra el mundo judío, por ejemplo, por momentos
de mucha fuerza, atraviesa los distintos sectores sociales y llegó a ser muy
fuerte a mediados del siglo pasado. Recuerdo un juego de infancia muy
común que perturbó mi memoria cuando mayor. Era en los años cincuen-
ta del siglo XX. Un grupo de niños jugaba contra otro y preguntaba: “¿Cuán-
tos panes hay en el horno?”. El otro respondía: “Veintiún quemados”. La
nueva pregunta era: “¿Quién los quemó?”. Respuesta: “El perro judío”.
La frase siguiente: “Mátalo por atrevido”. Y comenzaba la persecución.
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La inmigración judía, a veces eskenazi, a veces sefardí, era en general


también de origen humilde y estaba ligada al comercio, como la de los
árabes. En San Felipe, un pueblo de mi niñez, existía “la calle de los tur-
cos”, como se les llamaba, con ignorancia y desdén, a los árabes. Nunca
nadie se preguntó por esas culturas milenarias, por su perfil, su riqueza o
las historias de origen de estos señores de bigote y traje oscuro sentados
en la entrada de tiendas de tela o mercería de donde emanaba un fuerte
olor a naftalina. Eran sólo “los turcos”, permanentemente atentos al dine-
ro, y su existencia se iniciaba y terminaba en esa calle. Tal vez el interés
más generalizado por ellas haya comenzado recién en el siglo XXI, un 11
de septiembre.
Como contrapartida a estas migraciones se dio el prestigio del colono
de Europa occidental. Los inmigrantes que procedían de allí, lejos de cons-
tituir un “otro”, tuvieron el prestigio de su origen. Así se integraron ale-
manes, algunos franceses, yugoeslavos, además de una legión de españo-
les e italianos, movidos todos por la situación económica europea de fines
88
del siglo XIX y luego por las guerras mundiales. Como toda inmigración,
el origen estaba casi siempre en la pobreza. Algunas veces en la política,
como en el caso de algunos inmigrantes españoles, pero también de algu-
nos de los alemanes llegados a áreas rurales del sur de Chile para huir de
la persecución contra los nazis. En muchos casos pasaron por suizos.
Esta inmigración asumió su condición de acuerdo con las exigencias
de la estructura de poder del país. Lejos de concebirse a sí misma pionera,
orgullosa de su tránsito desde la extrema pobreza en que llega todo inmi-
grante y de su carácter de self made society –a diferencia de la Argentina,
por ejemplo, en que cada uno luce con orgullo el tránsito desde el Hotel de
Inmigrantes a la situación de hoy como el esfuerzo de la familia por forjarse
un espacio en la sociedad–, esta inmigración en Chile construyó un relato
dorado respecto de su origen. En éste, hay una familia de prestigio social,
hay en ocasiones títulos nobiliarios y a veces un mundo de dinero. Uno no
entiende entonces por qué se trasladaron a este país del fin del mundo. Es
una inmigración que rápidamente, en una o dos generaciones, integró los
sectores medios y altos del país. Una mirada a los apellidos en las páginas
sociales de los periódicos lo pone en evidencia. Contrariamente también
al caso argentino, esta inmigración en Chile se integró rápidamente al
Estado nacional. Si en el país vecino la estructura social está marcada por
capas superpuestas o adosadas de inmigrantes de distintos orígenes –ar-
menios, alemanes, rusos, italianos, etc.– que afirman su procedencia en la
vida cotidiana además de su pertenencia al Estado nacional, en Chile la
nación los absorbe con mayor fuerza y el origen se desvanece con rapidez
en el espacio cultural de la nación y su cultura hegemónica. Distinto es el
caso de las otras migraciones. Contrariamente a esta aceptación del colo-
no europeo, los recién llegados de las últimas décadas exhiben un destino
peor que el de las migraciones no prestigiosas de árabes en el pasado, hoy
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integrados a la nación. Se trata de migrantes latinoamericanos por una


parte, bolivianos, peruanos, pero también coreanos, hindúes. Es cierto
que son los inmigrantes de la última ola siempre los más rechazados. En
este caso les corresponde hoy a los peruanos.
Esta situación se exacerbó con la dictadura militar. El disciplinamiento
de la apariencia bajo el modelo blanco –vestido a la occidental, con el pelo
corto– tuvo su apogeo con castigo a veces desmedido a la infracción de la
norma, en un momento en que se generalizó la persecución del “otro”
como respuesta a la apertura de la década anterior: el latinoamericano, el
de tez oscura, el indígena, el izquierdista. Hay trabajos sobre la actitud
antisemita por parte de los aparatos represores del momento.
Si, de acuerdo a la metáfora de Tabucchi en su hermosa novela Sostie-
ne Pereira, el ser humano tiene varias almas que de acuerdo al momento
vivido emergen o se repliegan tomando una de ellas el papel central, de-
biéramos pensar que en nuestra sociedad se han configurado histórica-
mente patrones de comportamiento, que, latentes en general, de pronto
tienen la capacidad de hegemonizar el perfil de ella y plasmarle un rostro 89
que preferiríamos no mirar.
La nación es, como sabemos, un modelo de representación, una cons-
trucción de comunidad que aglutina, articula y entrega las modulaciones
que históricamente la sociedad le ha plasmado. Ahora bien, la sociedad no
es toda la sociedad, sino el discurso de las voces que la hegemonizan. Es por
eso que este modelo ha podido deconstruirse por momentos, fragmentar-
se en su pluralidad, poner en evidencia el juego de sus ocultamientos, sus
contradicciones, sus emergencias. En ellas ha surgido con nitidez en nues-
tro país, por ejemplo, la presencia de ese entre-lugar cultural que se ha
llamado la Región XIV, el universo de quienes permanecieron fuera del
país después del 73 y constituyen en sus vidas un espacio híbrido en don-
de están negociando permanentemente los residuos culturales del país de
origen y el lugar del transtierro, el país de acogida. Una cultura de frag-
mentos que se mueve entre la memoria y el presente, de negaciones, ex-
pectativas, de mayor o menor tecnologización, dependiendo del asiento
cotidiano, un discurso diferente, que conforma también a este país.
También hace parte de la cultura del entre-lugar la de los retornados,
los escasos exiliados que decidieron volver. Percibo tres momentos en la
vivencia y la cultura del exilio: primeramente la del desgarramiento, pro-
pia del que salió recién y que corresponde en general a la segunda parte
de la década de los setenta; en segundo lugar, la del transtierro, que es el
momento en el que el exiliado comienza a insertarse en el país de acogida
y comienza allí a “acomodar el alma”, en la expresión de Martí. La tercera
pertenece a la identidad del retornado.
El retornado guarda siempre en sí mismo al exiliado. Hay un hiato
en la memoria y en la experiencia concreta. Un tiempo en que no estuvo
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presente y que se pone en evidencia porque no puede participar en el


discurso de los demás; hay formas de sensibilidad que no tiene, hechos
que no ha registrado, bromas que no comprende porque sólo la experien-
cia histórica entrega la percepción cabal de la vida de un lapso, y éste es el
de su ausencia. Tiene en cambio otros registros, le parecen graciosos otros
gestos, aprendió a disfrutar del perfume de otras plantas, sabe de diferen-
tes formas de la luz, conoce otros sabores, el sonido de otras lenguas, ha
aprendido a mantener afectos lejanos y ha comenzado a ver su país desde
fuera de él, con la distancia que anula el patrioterismo vulgar y permite
iniciar la crítica, develar los mitos. De alguna manera, ese rayado mural
que vi fotografiado alguna vez y que expresaba el peor nacionalismo nues-
tro tenía algo de razón: “Los retornados también son extranjeros”, decía.
El retornado vive entonces en un entre-lugar de la vida y la cultura,
en un espacio de negociación, entre el pasado que lo destruyó y lo rehizo,
y este presente que también está en su memoria histórica pero es diferen-
te a las imágenes que ella conservaba. Dependerá de las circunstancias y
90
de sus recursos íntimos el lograr equilibrar esta tercera etapa de su viaje, y
de este equilibrio dependerá, a su vez, el resto de su vida. Hay quienes han
regresado al país de exilio porque no pudieron con éste; hay quienes per-
manecieron en el rencor al país de origen; hay quienes se sumieron en él
tratando de olvidar el hiato. Creo que la sanidad consiste en llevar al exilia-
do consigo mismo e insertarse con él en la vida en esa interlocución per-
manente que será la de aquél con la realidad, así como la de él con su
parte exiliada. Vivir un entre-lugar de la cultura, un entre-lugar de los
sentimientos, de los afectos. Ésta es tal vez la marca del exiliado y del
retornado, la cicatriz que dejó la ruptura inicial con el lugar de origen. Es
la marca de su desgarro, pero también de su enriquecimiento, su carencia
y su atributo, el único modo, en fin, con el que podrá enfrentar nueva-
mente la vida. El retornado es también una tribu diferente, con modulacio-
nes que remiten al país del que proviene, que va integrándose por distintos
lugares, con diferentes intensidades y suerte a la vida y a la identidad del
país. En esta proveniencia también se identifica: hay países que tienen más
prestigio que otros y priman, desde luego, los europeos occidentales.
Esta situación se ve fortalecida por la evolución del pensamiento a
nivel internacional en torno a la aceptación paulatina de la fragmentación
como eje de los tiempos en el siglo XXI, fragmentación de los paisajes de
género, de clase, de etnia, de nacionalidad. La tensión está presente en la
actualidad frente a la concepción monolítica del chileno como sujeto inte-
grado, con una ascendencia discernible y una filiación única. La noción de
diversidad no está generalizada, pero ha ganado terreno.
Quiero tocar un último punto en este perfilamiento cultural de los
comportamientos sociales a partir del origen.
La sociedad colonial, como sabemos, tuvo su sustento en la enco-
mienda, situación que generó relaciones de poder altamente polarizadas
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en una sociedad pequeña y de gran jerarquización. De alguna manera, en


el período republicano la oligarquía de la zona central reprodujo el esque-
ma con el inquilinaje. Se generó así una relación interclase basada en el
favor, condición que, en una sociedad altamente jerarquizada, juega un
papel central en las conexiones entre los individuos. El que entrega el
favor ejerce su poder, el que lo recibe queda en situación de deber algo, en
una forma de dependencia. De este modo se activa un mecanismo de su-
jeción en donde las relaciones de los individuos, lejos de ser transparen-
tes, ponen en evidencia la opacidad del funcionamiento de una sociedad
en donde lo importante no es el mérito, sino “ser amigo de”. Tener “ami-
gos”, es decir, contrariamente al sentido de la amistad, poder hacer con-
tacto con alguien que tiene algún poder ha sido tradicionalmente una
forma de funcionamiento social. Es un mecanismo que se agudizó en el
momento del gobierno militar. El favor remite a los esquemas de una so-
ciedad cortesana, en donde perder el favor del poder puede ser el peor de
los castigos. Desde los años sesenta del siglo XX, este sistema tomó incluso
una denominación: el pituto, aceptado socialmente incluso como algo sim- 91
pático. Es evidente que este mecanismo establece un sistema de relaciones
sociales antidemocrático en alto grado: sólo aparentemente los individuos
tienen las mismas opciones, subyacen a ellas las redes construidas por el
sistema del favor. En la actualidad, es el modo oblicuo con que el país
desarrolla el llamado lobby. De este modo, la sociedad sostiene un sistema
doble de funcionamiento cultural en donde democracia alude a un siste-
ma equilibrado de relaciones por una parte y está activado en su interior
uno paralelo y articulado profundamente antimeritocrático ligado a ré-
moras culturales de poder colonial.
De este modo, por una parte los mitos, por otra parte los mecanismos
con que históricamente se ha perfilado la cultura en el país necesitan ser
puestos en la mesa de la discusión y en la reflexión nacional. Construir un
sistema democrático es también pensar desde dónde hablamos, cuál es la
situación de enunciación de nuestro discurso. Ello nos puede entregar
más de una sorpresa.
REVISITANDO CHILE

LA CONSTRUCCIÓN DE LA IDENTIDAD EN CHILE

Miguel Laborde
Cronista urbano

92 L a identidad, como ser de un modo distintivo, aunque merezca contro-


versias teóricas aparece como una constante en la historia. La persistencia
de pueblos minoritarios que, a pesar de seculares presiones siguen alzan-
do el derecho a existir, tal como palestinos, vascos, irlandeses o cheche-
nios, es una señal de que las identidades colectivas sí existen, con su carga
poética, musical, plástica, gastronómica, todo lo cual, en tanto trama, con-
forma una cosmovisión.
El impacto de una globalización que, por tener escasos polos creati-
vos nos deja a gran parte del planeta en calidad de “minoría”, debiera ser
una señal para insistir en la tarea de seguir conservando y construyendo
las identidades a diferentes escalas. Así, el ser latinoamericano se corres-
ponde y no se contrapone con el ser, sucesivamente, por ejemplo, chile-
no, maulino y talquino.
El negar la identidad, en favor de un cosmopolitismo tecnológico
supuestamente humanista y tolerante, sólo favorece la presión del em-
presariado internacional, para el cual la producción masiva abarata los
costos, y en el que la identidad sólo tiene valor, puntual, en cuanto “moda
étnica” susceptible de ser promovida y olvidada con alta velocidad.
En cuanto a la chilena, se sitúa en un océano Pacífico americano que
la vincula, por ejemplo, con California, Colombia y el Perú, eje vertical
que se caracteriza por una serie de rasgos que, por ejemplo, conforman un
ser más introvertido y reflexivo que el de sus opuestos, de la costa Atlán-
tica de Estados Unidos, Venezuela, Brasil y Argentina, eje atlántico más
extrovertido y activo.
También lo sitúa, dentro del eje horizontal, de latitud, junto a Argen-
tina, Uruguay, Sudáfrica, Australia y Nueva Zelandia, todas naciones del
hemisferio sur que, por haber recibido una alta proporción de inmigran-
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tes europeos, han tenido una tarea más compleja a la hora de sintonizar
su historia con su geografía, entregándoles el desafío de construir su iden-
tidad sobre parámetros menos evidentes.
En su condición Pacífica y meridional, Chile tiene, además, como
rasgos relevantes, la vastedad del océano y la altura de la cordillera de los
Andes, los que sitúan al país en un aislamiento tan marcado que, en su
identidad, es permanente la experiencia de sí mismo como periferia, nación
distante de las demás, a la que no le basta con ser; también necesita “apare-
cer”. En este sentido, la curiosidad del chileno en relación a los demás –ante
aquellos que actúan como naciones centrales, protagonistas del centro de la
historia–, así como la persistente ansiedad por ser advertida por las otras,
son rasgos recurrentes de su identidad.
La dureza de su geografía, con un ochenta por ciento de montañas,
enormes extensiones desérticas o semidesérticas, costas abruptas, suelos
cultivables frágiles, también ha incidido en una suerte de fatalismo escépti-
co, corrosivo (a lo José Victorino Lastarria o Joaquín Edwards Bello), que
desalienta liderazgos, por una parte y, por otra, favorece el olvido del pasa- 93
do y un eterno reciclaje en función de nuevos futuros, utopías que (a lo
Pablo Neruda), finalmente transformarán el país para situarlo en una “nor-
malidad” similar a las de otras naciones, cambiando sus modelos sociopo-
líticos sin cesar.
Ser chileno, por estas razones, es estar insatisfecho. Es tener una iden-
tidad en tránsito, o como proyecto a realizar.
Estas tendencias, que ya son claras en el siglo XIX, se hacen aún más
evidentes en el XX. Desde la profunda insatisfacción de los pensadores del
Centenario, hasta el radical reformismo con visos revolucionarios de la
generación del 38, hasta las utopías del socialcristianismo y la socialde-
mocracia de los años 60, y su choque con las fuerzas de los poderes fácti-
cos en los años 70, el escenario chileno es de una agitación convulsiva que
no conoce pausas. Si puede asimilarse esta conducta con la del adolescen-
te en proceso de pura construcción de su identidad, los años 70 corres-
ponden a “la noche oscura del alma”, el descubrimiento –primer momen-
to de madurez– de que la realidad no soporta la experimentación constante.
La vida, implacable, exige un pragmatismo, un “sentar cabeza”, para en-
frentar las necesidades básicas de alimentación, vivienda, seguridad, sa-
lud, educación, de grandes mayorías que padecen sus carencias mientras
las elites no logran configurar proyectos-país eficientes.
Una nación madura se construye en torno al consenso de ciertos
rasgos de su identidad que se califican como valores colectivos, eje sustan-
cial que puede tener oscilaciones pero que es capaz de modificar rumbos,
e incluso puertos de destino, sin poner en riesgo la nave geográfica ni la
vida de sus pasajeros. En tanto subcontinente, América del Sur termina el
siglo XX sin alcanzar esos mínimos, aunque Chile, tal vez por la violencia
REVISITANDO CHILE

de la década de los setenta, la que mueve y remueve los más diversos


fundamentos y estructuras del país –entregándole la perspectiva de un
abismo posible–, logra avanzar hacia un nivel de consensos que nunca
antes alcanzara, más apreciado en el resto del país que en su interior.
El modo de ser insatisfecho, hondamente asentado en su identidad,
persiste incólume.
También el olvido del pasado. Aunque la curiosidad por lo que suce-
de en los polos de desarrollo le ha jugado a favor, permitiéndole acceder
con más velocidad a innovaciones tecnológicas, éstas actúan mantenien-
do al país en la misma situación de periferia anterior, funcional a la inser-
ción internacional pero sin que logre, por ejemplo, aumentar el valor agre-
gado de sus productos para avanzar a una suerte de nación más autónoma,
más centrada en sí misma, más capaz de hacer interactuar las innovacio-
nes con sus recursos naturales y su historia cultural. En este sentido, no
debe extrañar que la poesía reciente, la música popular, los ensayos de
intelectuales, sigan en la senda de la insatisfacción.
94 Y es que otro rasgo de la identidad, la desconfianza, ésa que desalien-
ta los liderazgos, que genera abismos entre una generación y otra demo-
rando las continuidades e impidiendo proyectos a largo plazo, ésa que frac-
ciona la sociedad en grupos autorreferentes y no interactuantes, mantiene
a los chilenos a merced de grupos de poder que no dejan espacio a la par-
ticipación ciudadana. Por supuesto, este hecho mantiene a gran cantidad
de gente en un nivel también marcado por la insatisfacción.
Los escenarios para la acción, los espacios para el encuentro, los gru-
pos cohesionados en torno a proyectos comunitarios, los medios de co-
municación alternativos, que también son propios de una nación madura,
son prácticamente inexistentes en Chile. Y a pesar de haber sido denun-
ciada su ausencia a todo lo largo del siglo XX, este ámbito social se mantie-
ne paralizado. Como otros, este rasgo de la identidad juega en contra.
Toda identidad, por supuesto, no es un catálogo de virtudes sino un
complejo de luces y sombras. Y también incluye semisombras; así, la insa-
tisfacción, además de corrosiva, actúa como un detonante de preguntas,
demandas y búsquedas, cumpliendo un rol positivo.
El ser chileno es frágil, susceptible a la crítica. Es inconstante, tiende
al desánimo. La geografía y la historia, ásperas, lo han inmovilizado en un
presente que teme mirar hacia atrás y no osa soñar un futuro construido.
Esto lo aleja de las tareas nacionales mayores, de los proyectos-país, como
son la descentralización, la participación ciudadana, la generación de tec-
nologías propias, la vivencia cotidiana del arte nacional, la reforma de la
educación y el reencantamiento de la vida política.
Queda, sobrevive, el miedo a la vida. La incertidumbre ante lo que ha
de venir y el resentimiento ante culturas e incluso individuos que carecen
de tales trabas. Persiste la imagen del pequeño país alejado, sin esplendores
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precolombinos ni coloniales, nacido para jugar un rol secundario, muy


menor, en el escenario de la historia.
No es un país pequeño, como no lo son Nueva Zelandia, Suiza o
Dinamarca. Tiene un área geográfica más que considerable, estándares de
infraestructura y salud que son superiores a la media, cuatro mil años de
una historia cargada de avatares, creadores artísticos e intelectuales, socia-
les y empresariales, los que conforman una constelación aceptable para cual-
quier nación mediana. Sólo su identidad, que soporta el peso insondable
de una mala autoimagen, mantiene al país, sicosociológicamente, en un
nivel inferior al que entregan todos los estudios y estadísticas internacio-
nales comparados. Gran parte de América Latina, de África, de Asia, de
Oceanía, tiene índices inferiores a los de Chile, condición que lo sitúa
claramente en un nivel medio, no pequeño.
Es más un tema de política, de gestión, para que tales recursos fluyan
en el espacio nacional y entre los sectores nacionales, lo que, en último
término, refleja una tara cultural y no física. Subjetiva, y no objetiva.
Pero toda identidad es proceso. Se expresa en imaginarios culturales 95
que están siempre modificándose, al margen de ciertas invariantes. En la
producción de las nuevas generaciones se advierten cambios relevantes,
con rasgos positivos y negativos. Gracias a las nuevas tecnologías, el aisla-
miento geográfico ha perdido peso; esto incide en un menor “complejo
geográfico” de último rincón del mundo. El éxito empresarial, expandién-
dose en América Latina, también ha sustituido ciertas carencias por orgu-
llos inmaduros, hijos de los complejos anteriores, que bloquean la capaci-
dad de comprender la historia de Argentina, Bolivia, Colombia o Venezuela;
el aislamiento geográfico se transforma en aislamiento histórico y cultural.
Chile, por otra parte, en este nuevo imaginario global, pierde perfiles; para
muchos jóvenes da lo mismo la nacionalidad, es un signo menos relevante
que la subcultura de pertenencia, la que pasa a ser un “colectivo” más
atractivo, más vigente, más abierto, más libre.
Todo esto no sugiere un horizonte más fácil que el anterior. Especial-
mente, porque aleja al ciudadano de su entorno natural y humano. Sepa-
ra al santiaguino de la tarea de construir su ciudad, o al osornino de vivir
su región como tarea colectiva. Al desarraigo histórico cultural, sucede el
de carácter geográfico. Yo soy yo y mi proyecto, y lo arraigo donde sea que
encuentre un nicho para hacerlo.
Este fenómeno no es casual, es hijo de generaciones precedentes que
fuimos incapaces de diseñar desafíos, conglomerados, liderazgos, que se-
dujeran a las emergentes. En un escenario escéptico, desencantado, era
natural que floreciera un individualismo que, por otra parte, es síndrome
global.
Nos hace falta el viaje, exploratorio, físico y mental. El asombro ante
el otro, el descubrimiento de Chile, de los países de América del Sur, de
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América Latina, del planeta en general. Más mundo, más miradas, para
romper el bloqueo de la hora presente. Es de la interacción que nace el
autoconocimiento, del goce de la diferencia, de la diversidad, de la plura-
lidad. La identidad no crece en el confinamiento, en el hermetismo, en el
encierro de las raíces, sino en la apertura, el encuentro, el descubrimiento
del otro.
En el equilibrio entre el yo y el mundo.
El encierro es un peligro grave para la identidad. Podemos terminar
con mapuches, aimaras y rapanui “actuando” de indígenas para satisfacer
proyectos culturales y productos turísticos; con campesinos de Colchagua
y Maule, en sus pequeños poblados de los siglos XVIII y XIX, “actuando”
de testimonios vivos de la tradición para similares intereses, al mismo tiem-
po que esas regiones pierden sus entornos naturales y patrimonios cons-
truidos. Con cesantes disfrazados frente a un auge agroindustrial, forestal,
pesquero, minero, que carece de conexiones culturales con los territorios
que ocupa. Sobreviviendo ciertos cantos, bailes, construcciones, artesanías,
96 en tanto agonizan los espacios, las instituciones, los valores que esas mis-
mas expresiones artísticas encarnaban.
Esa doble inserción en la sociedad global, de empresarios “actuando”
de tales pero dependiendo de una economía extractiva, sin emprendedo-
res capaces de generar autonomías mediante valores agregados, en tanto
disminuye el empleo y aumentan los “actores” secundarios disfrazándose
de sus abuelos, es un modo de participación que agrede la identidad.
Los proyectos de ciudad y región deben pasar a ser protagónicos en
este siglo. Con empresarios, autoridades políticas, universidades, organi-
zaciones no gubernamentales, participación ciudadana. Proyectos de fu-
turo, en el presente, para que el pasado vuelva a tener sentido y vigencia.
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CIUDAD E IDENTIDAD

Víctor Gubbins
Arquitecto

La imagen veraz de un objeto requiere de su identificación y reconocimiento,


en cuanto entidad independiente y diferenciada respecto de otros objetos. A
esto se le denomina identidad, no en el sentido de igualdad con otro, sino en
el sentido de individualidad consigo mismo
(Kevin Lynch)

A través de estas líneas, quisiera reflexionar sobre la idea de identidad 97


aplicada a nuestro ámbito urbano, idea que a mi entender equivale a dife-
renciarse de los otros y, en consecuencia, poder afirmar que la identidad de
una ciudad se sustenta en su diferenciación con otras ciudades pertenecien-
tes al sistema urbano. Esto significa que las diferencias que pueda presentar
una ciudad respecto de otra, serían las que sustentarían su identidad urba-
na, siempre y cuando esa ciudad estuviera efectivamente conciente de esas
diferencias y pudiera asumir el reconocimiento de sus atributos y ventajas
de parte de sus autoridades, vecinos y visitantes –e incluso su compromi-
so– permitiendo con ello perfeccionar sus atributos en extensión y pro-
fundidad, y solucionar parcial o totalmente sus defectos o desventajas con
el objeto de transformarlos, a su vez, en atributos y ventajas.

Ciudad e historia
Para este efecto, definiré la ciudad como un territorio y lugar de encuen-
tro permanente, organizado y dinámico de flujos de personas, actividades
y productos.
Dice la historia que los primeros asentamientos urbanos emergieron
con la incorporación de las primeras técnicas de explotación agrícola, las
cuales permitieron a los usuarios contar con alimentos suficientes en cali-
dad y cantidad que aseguraran la subsistencia, incluso, de los trabajadores
no agrícolas. El mejoramiento sucesivo de la calidad de vida impulsó el
aumento de la población provocando que se incorporaran infraestructu-
ras, organización social y comercial y el control de los terrenos agrícolas.
Inicialmente, la ciudad se constituyó en base a la agrupación de va-
rias tribus con el objeto de defenderse de otros pueblos, y compartiendo la
propiedad de la tierra. Luego y en el curso de la historia, se constituyeron
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como ciudades-Estado, incluyendo las tierras que las rodeaban y convir-


tiéndose en lugares de encuentro de los que vivían dentro y fuera de ellas.
Más adelante y en tiempos de prosperidad, guerra o dominación,
como también ocurrió en nuestro país, por ejemplo en Valdivia, comenza-
ron a protegerse con murallas o fuertes cercanos. Siglos después, las ciuda-
des se transformaron en la base de la expansión económica y comercial,
acogiendo estructuras de intercambio permanente y asumiendo un rol po-
lítico centralizador y controlador, definiéndose y diferenciándose cada vez
más de sus vecinas, y a través de ello, construyendo su propia identidad.

Atributos y diferencias
La revolución industrial hizo posible una mayor productividad y transfor-
mó la vida de la ciudad, aumentando la necesidad de mano de obra y las
respuestas a sus necesidades.
De este modo, se fueron originando distintos tipos de ciudades de
acuerdo a sus atributos y diferencias: ciudades industriales, portuarias,
98
agrícolas, mineras, turísticas y todas las denominaciones que hoy conoce-
mos, producto de las cualidades que las diferenciaban de las otras ciuda-
des del sistema urbano, fueran éstas la cantidad de sus habitantes; la orga-
nización, distribución y complejidad física, social y económica de las
actividades que en ellas se realizaban; los tipos y cantidad de trayectos
diarios de sus poblaciones; la infraestructura sanitaria y transporte que
poseían; su equipamiento educacional, de salud, deportivo, comercial, ad-
ministrativo y su distribución; la organización y calidad de sus espacios
públicos; la calidad de su arquitectura; su clima; la calidad y respeto a la
geografía de su territorio y el valor de su paisaje natural y construido.
Aun cuando las ciudades se caracterizan por tener un conjunto de
atributos que las diferencian entre sí –como es el caso de Valdivia, a la cual
le reconocemos su calidad de ciudad culta, turística, fluvial, patrimonial y
de servicios; de Antofagasta, reconocida por su condición de ciudad capi-
tal de la gran minería, portuaria, de servicios y administrativa; de Valpa-
raíso, por ser ciudad portuaria, patrimonial, turística universitaria y de
servicios–, se tiende en general a denominarlas por su atributo principal, o
ellas mismas, consciente o inconscientemente, han ido evolucionando más
intensamente hacia uno de sus atributos.
Cuando nos referimos a una ciudad turística, pensamos en Iquique,
La Serena, Viña del Mar, Valdivia, Pucón o Castro. Cuando hablamos de
una ciudad de servicios, en Chillán y Temuco. Si es una ciudad portuaria,
en Arica, Antofagasta, Valparaíso, San Antonio o Puerto Montt. Si se trata
de una ciudad industrial, en Santiago, Talcahuano o Calama. Una ciudad
fluvial, en Valdivia. Una ciudad lacustre, en Villarrica, Pucón o Puerto
Varas. Una ciudad capital, en Santiago.
El sociólogo Bernardo Guerrero señala que las ciudades de Antofa-
gasta e Iquique no se pueden entender sin la pampa, y la pampa sin los
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puertos, y reconoce que su territorialidad está sustentada en los barrios y


su identidad en el deporte (fútbol y box) y la religiosidad popular.
Del mismo modo, podemos afirmar que Valparaíso y Viña del Mar no
se pueden entender sin los cerros y el plan dispuestos en posición esceno-
gráfica respecto del mar, y que su organización territorial se apoya preci-
samente en la diversidad y emplazamiento de los cerros, constituyéndose
en barrios perfectamente diferenciados entre sí y, en consecuencia, identi-
ficados.
A algunos de ellos se les ha nombrado como la república de Playa
Ancha y han sido caracterizados por los hombres de mar y sus institucio-
nes. Otros, como el Cerro Alegre y Cerro Concepción, como la colonia de
ingleses, alemanes y yugoeslavos, con sus iglesias y colegios protestantes y
católicos y caracterizados por ejecutivos y empleados de empresas de im-
portación y exportación y del sistema bancario y bursátil.
Quienes hemos nacido en Valparaíso, difícilmente podemos liberar-
nos de la pertenencia a un barrio o cerro y a sus denominaciones, a sus
calles, pasajes y escaleras, a sus miradores –siguiendo los ejemplos, los 99
Paseos 21 de Mayo, Yugoeslavo, Gervasoni y Atkinson, y lógicamente, al
escenario que presenta el puerto, cuya actividad por momentos ha sido la
portadora de novedades, inmigrantes y visitantes, el espectáculo de tem-
porales, la presencia del atardecer o la poesía de la noche iluminada.
Cuando mencionamos a Valdivia como una ciudad culta, nos referi-
mos a sus diferencias y definiciones de cultura del conocimiento, de las
artes, de la investigación e innovación, y cultura del cuerpo y de la vida al
aire libre, a través del deporte en sus diferentes manifestaciones.
En su primera definición, Valdivia es una ciudad que se caracteriza,
entre otros, por haber puesto en el mercado la única cerveza que se ha
exportado a Alemania; por fabricar uno de los mejores chocolates chile-
nos; por explotar una extensa variedad de flores calas, de treinta colores
diferentes y que se exportan a EE.UU. e Italia; por poseer una mano de
obra y tecnología capaces de fabricar y reparar embarcaciones de diferente
tipo y envergadura junto al río; por haber acogido centros de formación e
investigación de alto nivel como son la Universidad Austral y el Centro de
Estudios Científicos, y por percibirse en su gente una influencia y costum-
bres de generaciones pasadas de origen alemán, español y propiamente
del sur del país.
En su segunda definición, esta ciudad se ha caracterizado, entre otros,
por haber formado a campeones mundiales de remo y destacados golfis-
tas, binomios de rodeo, equipos de basquetbolistas y boxeadores.

Identidad e identidades
En su última visita a Chile, el arquitecto catalán Oriol Bohigas comentaba
que Florencia tenía una identidad extraordinaria, y se preguntaba, ¿qué
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es aquello que hace de la arquitectura un signo de identidad de esa ciu-


dad? Y agregaba que las ciudades que mantienen vigente y actualizada su
identidad no se deshumanizan. Comentó que quedó impresionado con el
centro histórico de Santiago, donde la calle y la plaza no solamente tienen
funciones representativas sino también de uso importante, porque la ciu-
dad es un espacio colectivo de gente que vive, circula y se pasea, un espa-
cio colectivo que no se define por los interiores de los edificios sino por sus
exteriores. Una ciudad que se debe proyectar, comenzando por los espa-
cios públicos.
En esa línea de reflexión, podríamos pensar que no existe una sola
identidad urbana, sino muchas y de diferente escala, así como hay ciuda-
des diferentes para cada uno de nosotros, dependiendo de los recorridos
diarios y semanales que hagamos y de sus orígenes y destinos, hacia don-
de vamos y venimos.
Nos referimos a la inevitable coexistencia de una ciudad personal, de
cada uno o de cada familia y una de todos, donde la primera corresponde
100 al o los barrios y centros que recorremos diariamente y la segunda a la
suma de las ciudades de cada uno y que componen nuestra ciudad propia-
mente tal. Ésta es la razón por la cual existen personas que afirman que
Santiago está descompuesto en varias ciudades.
Es cierto que existe una identidad histórica en la capital, según decía
Oriol Bohigas refiriéndose al centro de Santiago, al damero, a los pasajes,
a la Plaza de Armas, a los paseos peatonales, al barrio París-Londres, al
barrio cívico. Pero existe también una identidad geográfica por la existen-
cia de la cordillera de los Andes, los cerros Santa Lucía, San Cristóbal, San
Luis o el río Mapocho. Una identidad climática debido a la nítida diferencia-
ción de las estaciones entre sí, a la presencia del smog y a la gran diferencia
de temperatura entre el día y la noche. Una identidad urbanística producto
del carácter de sus espacios públicos, de sus ejes ceremoniales y de sus par-
ques. Y así podríamos continuar identificando esas identidades.
Sin embargo y pese a reconocer la existencia de estas identidades
sustentadas en virtudes y defectos, pienso que debieran actuar en conjun-
to y reconocer la supremacía temporal o permanente de uno de sus atri-
butos, de manera de concentrar los esfuerzos de progreso y orientar en
profundidad su desarrollo, sin por ello menoscabar a los demás.
Ejemplos existen al respecto. Es el caso de la renovación de Barcelo-
na y su transformación cultural y turística; de Viña del Mar, que deviene
una ciudad turística luego de ser industrial y dormitorio de Valparaíso; de
Pucón, que evoluciona de balneario estival a centro turístico y de servi-
cios, abierto prácticamente todo el año; de Buenos Aires y Londres, que
recuperan al río de la Plata y al Támesis; de París, que construye nuevas
perspectivas y valiosos edificios contemporáneos y recupera antiguos mo-
numentos.
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Identidad y proyecto de ciudad


El siglo XX y especialmente el presente, han acrecentado el rol económico
y social de las ciudades en el mundo globalizado, adquiriendo una impor-
tancia relevante para su propio desarrollo y el de sus países, como centros
de atracción nacional e internacional.
A consecuencia de lo anterior, las ciudades como proyecto urbano
han debido tomar conciencia de sus atributos, sus identidades y diferencias
con las ciudades vecinas y competidoras, de acuerdo a lo que son, a lo que
quieren ser y a lo que deberían ser, incentivando su desarrollo con la parti-
cipación de la autoridad y los vecinos, ya que la superación de sus defectos
dependerá de su grado de conciencia, conocimiento y compromiso.
Cada proyecto de ciudad debiera sustentarse en lo que hemos llama-
do diferencias, y que en la imagen de la ciudad, las percibimos como iden-
tidad o identidades. De este modo, la autoridad asumirá una cartera de
proyectos debidamente seleccionados y necesarios para fortalecer aquella
identidad en los próximos años –por ejemplo, turística–, luego de lo cual,
y producto de su evaluación será imperativo potenciar otras diferencias, 101
otros atributos y otras identidades –por ejemplo, patrimonial– para lo que
la autoridad asumirá otra cartera de proyectos destinados a fortalecerla.
Estas carteras de proyectos las hemos denominado plan-proyecto y
el conjunto de planes-proyecto y el proceso de decisiones e incorporación
de otros proyectos colaterales, lo hemos denominado plan-gestión. Am-
bas acciones son indispensables para asumir el proyecto de ciudad, para
consolidar la identidad de urbe y para construir la imagen urbana que
diferenciará a esta ciudad de las otras y que le permitirá competir ventajo-
samente con las otras pertenecientes al sistema urbano, produciéndose un
fortalecimiento de los barrios en su calidad de unidad base de la vida ur-
bana, de sus centros y subcentros en su calidad de lugares de intercambio,
creando conciencia de pertenencia y participación en su gente y buscando
acuerdos con la autoridad.

Colofón
Mientras reflexionamos sobre ciudad e identidad para el Bicentenario, sobre
la necesidad y conveniencia de que cada ciudad de nuestro sistema urbano
posea un proyecto de ciudad, con imagen e identidad urbana, consciente,
conocido y respetado, estamos siendo testigos de la demolición legal de la
ladera norte del cerro San Luis ubicado en la comuna de Las Condes e hito
característico de este territorio, mencionado anteriormente como parte de
la identidad geográfica de Santiago. Sin comentario.
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LA HORA DE LOS TAMBORILEROS

Ariel Dorfman
Escritor

102 E l año pasado, acompañado de mi mujer Angélica, visité Iquique con el


fin de escribir un libro para National Geographic sobre el desierto chileno,
y los dioses del azar me depararon uno de esos incidentes que, mirado
más de cerca, puede ayudarnos a interrogar los dilemas de lo que llama-
mos, sin saber a ciencia cierta qué es, nuestra identidad.
Habíamos planeado nuestra visita a ese puerto del norte de Chile
para que coincidiera con el feriado del 21 de Mayo, curioso yo por presen-
ciar, en el lugar mismo de los hechos, cómo se festejaría aquella pelea
sangrienta contra Perú y Bolivia. Esperaba casi perversamente, la verdad
sea dicha, toparme en ese puerto del norte con una retahíla de imágenes
marciales y peroratas chovinistas y no faltaron, en efecto, durante una
mañana entera, homenajes castrenses y fervores patrióticos y una vasta
escuadra de barcos de toda laya que desparramó flores en la bahía donde
la famosa batalla naval se había librado. Extenuados ya de tanta algarabía
oficial, Angélica y yo concluimos nuestro paseo en la plaza principal de
Iquique, donde una muchedumbre festiva y vociferante y engalanada con
los colores de la bandera chilena se había puesto a contemplar a un par de
tamborileros que, en la calle que bordeaba la plaza, danzaban sus instru-
mentos. Y uso el verbo danzar de esa manera, transitivamente, porque es
la única forma de atinar siquiera una descripción de aquel espectáculo de
pies que suben y bajan y manos que percuten y vuelan, tocando múltiples
tambores y bombos y timbales, el dum-dum-dum del gran barril en la
espalda de los músicos acompañado por un encabalgamiento de incesan-
tes repiqueteos y embates. Primos lejanos de los organilleros perdidos del
planeta, hermanos ambulantes de los jazzistas, los tamborileros son unos
enamorados del ritmo, un amor que se manifiesta no sólo en el sonido
sino que en el cuerpo mismo que gira y se estira y reverbera, señalando y
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sintetizando en la música y la cadencia y los pasos su doble herencia espa-


ñola y andina.
Ese día en Iquique, los dos hombres se daban vuelta acompasada-
mente y, no obstante, con una secreta furia, una vuelta y otra vuelta y
otra más, poseídos y a la vez ausentes, sin atender lo que sucedía en su
entorno, aparentemente sin interés en los adultos que celebraban las glo-
rias gallardas del pretérito chileno o en los niños que celebraban el pre-
sente de los helados que se vendían en la vecindad. Más preocupante era
que aquellos danzantes parecían no tener conciencia de algo más amena-
zador que se les venía encima. En efecto, por la avenida Baquedano, la
principal de Iquique, podíamos los espectadores percatarnos del sonido de
una banda naval que avanzaba como una flecha, como una marea inelu-
dible, desde la ceremonia que acababa de terminar media hora atrás en el
monumento al Marinero Desconocido al borde de la rambla, un grupo
marcial que enfilaba derechito hacia la plaza Prat, cuarenta, cincuenta
músicos en marcha, hacia nosotros, hacia los tamborileros que hacían caso
omiso de esa acometida, que no oían o simulaban no oír las trompetas, los 103
atabales, los tímpanos militares. Tampoco la banda parecía interesada en
evitar una colisión. Sus integrantes progresaban hacia los tamborileros
como si no los vieran, como si no existieran. Nada en el mundo, pensé, va
a detener a estos músicos navales, y me puse a esperar el choque ineludi-
ble, casi deseando que se me confirmara la peor de mis anticipaciones,
otra riña más que agregar a un largo repertorio, la certeza de que esos
soldados, como lo habían hecho tantas veces en mi vida, iban a sofocar
otra vez más algo vivo y danzante y hermoso; arrollarían la creatividad
popular, destruirían a quien se pusiera y opusiera en el camino. El hecho
de que esos dos hombres tenían rasgos indígenas y claramente provenían,
a lo menos originalmente, de las montañas, del interior de América Latina
y que quienes estaban a punto de atropellarlos eran representantes de la
Armada, me permitió interpretar ese enfrentamiento como una metáfora
de algo más vasto. Me dije que no sería, después de todo, la primera vez
en la historia de nuestro continente en que hombres venidos del mar usa-
rían su tecnología y poderío superiores para avasallar a los nativos.
¿Volvería a suceder? ¿Los dos tamborileros, armados solamente con
su música, iban a seguir bailando y tocando, invitando a una confronta-
ción que se había repetido a lo largo de la existencia de Chile, una y otra
vez desde nuestros más remotos orígenes? ¿O esos hombres indefensos
emprenderían, a última hora, su retirada, prefiriendo ser humillados y
reducidos al silencio antes que recibir un escarmiento ejemplarizador?
La multitud, vaticinando una refriega, de pronto enmudeció, prepa-
rándose para ver, si no un río de sangre, por lo menos un espectáculo
mezquinamente memorable, un desenlace dramático, otra anécdota de
una patria dividida que agregar al catálogo.
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No es lo que ocurrió.
Cuando el portaestandarte que encabezaba la banda naval se encon-
tró a unos pocos metros de los músicos andinos que seguían su impertur-
bable baile, en ese preciso instante, cada miembro de ese escuadrón, como
si estuviese animado por un acuerdo secreto o tal vez en concierto con el
gran corazón del universo, cada uno de esos uniformados simultáneamente
detuvo su marcha y su música marcial. Sin que mediara ni una señal es-
condida, ni una orden explícita del oficial a cargo del destacamento. Es, en
todo caso, lo que quiero creer: que esa decisión de no arrollar a los tambo-
rileros nació de algún unánime pacto interior.
Los segundos se fueron estirando, se fueron convirtiendo en un mi-
nuto, en un segundo minuto, mientras los dos danzantes siguieron su
interminable baile, bajo las mismas narices de la banda tan augusta, sin
mofarse de los músicos navales, sin provocarlos, simplemente esperando,
aquellos tamborileros, al igual que los marinos y los espectadores, espe-
rando todos nosotros, esperando incansablemente que terminara esa ce-
104 remonia, que ese ciclo musical concluyera. Y entonces, poco a poco, el
ritmo se fue acallando, los golpeteos y sonidos se volvieron menos vigoro-
sos, los pies comenzaron a arrastrarse en vez de saltar, y los dos hombres
se sacaron los gorros y se adentraron en el gentío en busca de monedas y
billetes. Y sólo cuando habían abandonado en forma definitiva la calle y se
había extinguido el último eco del último tambor, sólo entonces la banda
retomó su himno marcial y partieron hacia el puerto donde se le daría la
bienvenida a los barcos que retornaban de su homenaje a la bahía.
Me sentí invadido por la maravilla de ese momento de… ¿cómo lla-
marlo? –de reconciliación, tregua, amparo. No se trataba tan sólo de la
intuición de que acababa de presenciar una especie de entendimiento sub-
terráneo y transitorio entre el pueblo chileno profundo y sus soldados,
separados por las décadas de la dictadura de Pinochet y todas las masacres
que la habían precedido y de alguna manera anunciado, sino de algo igual-
mente significativo y reparador, el encuentro entre las alturas y la costa, un
reconocimiento mutuo de derechos que se basaba en que el mar aceptara lo
que el interior de América ofrecía y había estado ofreciendo hace siglos, la
esperanza de un futuro latinoamericano en que los antagonistas recurrirían
irrevocablemente a la violencia para decidir quién dominaba el aire y las
alamedas. Ofreciendo también un modelo de cómo es posible resolver los
conflictos. Se puede, en efecto, evitar la guerra si el lado más débil en una
disputa persiste e insiste en su dignidad, logrando conquistar su miedo;
siempre, por cierto, que el otro lado, el que aparentemente dispone de
más poder, destierre su presunción automática de superioridad, detenga
su propia marcha para aceptar la difícil tarea de autoexaminarse.
Y me pareció fascinante que esta visión de cómo Chile podría ser,
cómo Chile se sueña a sí mismo, ocurriera precisamente en la mágica ciu-
L ECTURAS DE LAS IDENTIDADES : S U B J E T I V I DA D E S , MÁRGENES E INSTITUCIONES

dad de Iquique. Porque una de las maldiciones de nuestro aislamiento


como país, una de las paradojas de la inmensa gravitación que tiene el
valle central y específicamente Santiago en la conciencia nacional, es que
constantemente sentimos la tentación de darle la espalda a nuestro desti-
no latinoamericano. Hasta el punto de que hace unos años atrás oímos a
más de alguno que, bajo el delirio de una modernización acelerada, se
despedía de América Latina, augurando que dentro de poco íbamos a pa-
recernos más a Noruega que a Brasil y más a Nueva Zelandia que a Ecua-
dor. Íbamos a pertenecer al Primer Mundo. Éramos unos jaguares.
Frente a tales augurios, se yerguen y bailan aquellos tamborileros.
Que no se me entienda mal: no estoy exaltando la pobreza o la margina-
lidad, ni propongo volver a una especie de autenticidad indígena primige-
nia. Pero el Chile que se supone atrasado e invisible no va a desaparecer
así como así.
¿Quieren un pronóstico de veras delirante?
En las calles que nos esperan en el futuro, muy dentro de las ciuda-
des, sobre el horizonte, nos acechan los tamborileros, su mirada y su desa- 105
fío. Y todo proyecto nacional que los ignore está condenado, creo, al fra-
caso.
Una de las grandes tareas de los próximos doscientos años es apren-
der de aquella danza con que a lo largo de los siglos los seres supuesta-
mente más vulnerables de nuestra sociedad supieron defender su digni-
dad, aprender de esos dos hombres que un día en Iquique tocaban sus
tambores y giraban sus pies bajo el cielo impuro e incierto de Chile, persis-
tiendo, meramente persistiendo hasta que llegase la hora de su estruen-
dosa verdad.
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LA IDENTIDAD COMO SEÑUELO DE UN


TRÁNSITO CULTURAL

Juan Pablo Sutherland


Escritor

Las identidades gays y lésbicas que desafían la discriminación y la opresión,


son históricamente contingentes, pero políticamente esenciales. Puede que
sean ficciones sociales, pero, sin embargo, también parecen ser “ficciones
necesarias”, que aportan las bases que posibilitan la identidad de sujeto y de
pertenencia a una comunidad
(Valores para una era de incertidumbre, Jefrey Weeks)

106 L a identidad como territorio simbólico que fija a los sujetos es una tensión per-
manente en aquellas subjetividades más vulnerables en el devenir social.
Referido a mis reflexiones en el campo de las homosexualidades y sus
políticas de representación cultural, podría señalar que en la construcción
de identidades operan diversos dispositivos internos que modelan fijaciones
en múltiples volúmenes. Las instituciones normalizadoras (léase familia
heterosexual, escuela, Iglesia) inscriben sistemáticamente en los sujetos
una bitácora naturalizada por la cultura, maquinaria que objetiva y pro-
yecta la vida individual y colectiva en formalizaciones de género, clase y
etnia, registrándolos unívocamente en un lugar predestinado.
En Chile, la construcción de identidades en el ámbito de las diferen-
cias culturales (mujeres, homosexuales, lesbianas, mapuches, entre los más
notorios) siempre constituyó un terreno complejo y violentado por las he-
gemonías de la cultura y del Estado histórico chileno. En el caso de gays y
lesbianas, siempre operó el registro social donde se objetivaron sus cuer-
pos con relatos sociales vinculados a la patología sexual, a la crónica anor-
mal de los cuerpos, y a las violencias institucionales y culturales que cada
época promovió.
El concepto de identidad que trabajo está asociado a la construcción
del sujeto, definición que incluyo desde la perspectiva del lenguaje, la
producción cultural y definida por las instituciones normalizadoras que
ya mencioné anteriormente. Identidades amalgamadas en un palimpsesto
histórico que obliteraron en Chile subjetividades alejadas del sujeto clási-
co de transformación social y política.
La historia de la diferencia cultural en Chile todavía se escribe y no
ha pertenecido al sistema de registro social canónico. Los gays, lesbianas,
travestis, desde la perspectiva de sus devenires sociales han sido borrados
L ECTURAS DE LAS IDENTIDADES : S U B J E T I V I DA D E S , MÁRGENES E INSTITUCIONES

e invisibilizados sin posibilidades de acceso a la ciudadanía política y so-


cial. La mayor parte del siglo XX se les persiguió desde las políticas de
higiene social que el Estado chileno implementó. En la década del cin-
cuenta encontramos la Ley de Estados Antisociales, que suponía la insta-
lación de granjas agrícolas donde se recluiría a homosexuales, locos, vaga-
bundos y otros indeseables. La ausencia de un reglamento que materializara
esta ley impidió su ejecución. Llama la atención que la homosexualidad
haya tenido señalizaciones tan particulares en las leyes chilenas, violencia
simbólica que profundiza y modela nociones de castigos y estigmatizacio-
nes a determinados sujetos presentes en un discurso social que criminali-
za la diferencia.
Pero, ¿se puede construir identidad desde la estigmatización y objeti-
vación? Pareciera que para un sector importante de chilenos y chilenas
ésta ha sido una constante histórica. No olvidemos que respecto a las re-
presentaciones culturales de mapuches, homosexuales, lesbianas, la sola
enunciación trae consigo un ejercicio de violencia cultural que los fija en el
terreno de una alteridad bastarda. No existe referente que promueva la 107
diferencia cultural. Los movimientos identitarios tienen que batallar con
una lógica de poder presente no tan sólo en las instituciones sino que en
el imaginario social (indios flojos, maricas depravados, homosexuales en
el centro de la parafernalia mediática). La construcción de una identidad
se percibe en la mayoría de los casos como una negatividad que carga el
sujeto.
Las posibilidades de desalojar las formaciones culturales hegémoni-
cas en los individuos son ejercicios complejos, pues manifiestan todas las
dificultades históricas de los movimientos sociales emergentes. Junto a
ello, en el propio terreno de las sexualidades y sus políticas de identidad
hay discusiones pendientes que se refieren a desplazamientos y transfor-
maciones en los sujetos. ¿Qué constituye el marco identitario de un gay,
de una lesbiana? Muchos autores hablan de que en primera instancia la
construcción funciona en el acto performativo del lenguaje, es decir, su
reflejo estaría presente en la injuria, en la ofensa, pues su identidad está
desenfocada de sus propios devenires. Diciéndolo de otro modo, la identi-
dad está fijada por la violencia que el orden cultural estaría aplicando. Por
otra parte, la identidad como proceso de individuación de los sujetos esta-
ría anulada en la diferencia sexual por su negatividad social. En esa pers-
pectiva, los propios movimientos identitarios debaten las estrategias de
instalación: ¿o iguales o diferentes? La construcción de la diversidad sexual
en Chile nace, en su mayor parte, políticamente en la transición democrá-
tica. Luego de la recuperación de la democracia surgen movimientos so-
ciales que en momentos anteriores resultaban temáticas menores y dis-
tractoras para la lucha contra la dictadura. Son los propios sujetos con sus
relatos corporales y discursos politizados los que entran a escena; una vez
REVISITANDO CHILE

más la sexualidad como territorio en disputa en nuestra cultura. Uno de


los mayores logros en los años noventa fue la derogación del artículo 365
del Código Penal que criminalizaba la sodomía (incluyendo una relación
adulta de mutuo consentimiento). Estos avances marcan las nuevas posi-
bilidades de transformación que dominaron las últimas décadas del siglo
XX. Cuestión fundamental si pensamos que a lo largo de dicho siglo se
anularon ciudadanías desde diversos dispositivos de exclusión (¿quién
cuenta la historia social?, ¿qué saberes se integran o no al megarrelato
histórico?). Los desafíos respecto a las políticas de identidad de los movi-
mientos sociales emergentes se sitúan en el plano de revertir las lógicas
culturales que negaron sus legitimidades. Y sin duda que otro reto es des-
pejar las estrategias de instalación pública, asumiendo prácticas discursi-
vas que valoren como sentido central políticas de diferencias internas (re-
feridos a sujetos homosexuales emergentes como la población transgénero)
y revaloración de nuevas construcciones de un sujeto. Para que aquellos
procesos se produzcan será necesario remirar las omisiones históricas y
108 respetar subjetividades castigadas sólo por su diferencia. Cuestión rele-
vante para que una comunidad se construya más allá de los lugares desig-
nados por el orden cultural y pueda reiventarse con la legitimidad social
que se merece.
L ECTURAS DE LAS IDENTIDADES : S U B J E T I V I DA D E S , MÁRGENES E INSTITUCIONES

REVISITANDO LA LITERATURA CHILENA: HISTORIAS,


MITOS, IDENTIDADES

Gilberto Triviños
Crítico literario

R evisitar la literatura chilena tiene gran importancia en el proyecto 109


(utópico) de recoger los sueños de todos en el país cuya norma trágica es la
negación del otro, ligado “al destino de esta nación y con ella a las denomi-
naciones con que nombramos las cosas, con que percibimos un cambio
atmosférico o los infinitos laberintos del agua de un río” (Zurita, en Lien-
laf 1989:15). Sorprende en este sentido que Ariel Peralta en Idea de Chile
(1993) y Jorge Larraín en Identidad chilena (2001) no reparen en la impor-
tancia de la literatura en el estudio de la “visión global de la identidad
chilena en la historia”, de “la idea que de (Chile) se han ido forjando sus
protagonistas a lo largo de cuatro y medio siglos”. Los autores de estos
libros valiosos en muchos aspectos privilegian de modo ostentoso el géne-
ro ensayístico. Ninguna función parecen tener, en cambio, la novela, la
poesía y el teatro en el fascinante proceso de reinvención de Chile. La
omisión es grave porque contribuye a borrar en este “país inconcluso”
(Peralta) la memoria de la negación que Boudrillard llama el crimen per-
fecto: “Se acabó el otro: la comunicación (...) Se acabó la alteridad: identi-
dad y diferencia (1997:150).
Las sociedades occidentales, dice Guillaume en Figuras de la alteridad,
redujeron la realidad del otro por colonización o por asimilación cultural.
El resultado de esta reducción de lo radicalmente heterogéneo e inconmen-
surable en el otro es un mundo en el que la verdadera rareza es la alteridad.
Así es, pero esta gestión del prójimo no es perfecta, pues siempre queda un
residuo. Aquello que ha sido embalsamado o normalizado puede desper-
tar en cualquier momento. El retorno efectivo o la simple presencia de
esta inquietante alteridad están en el origen, según el mismo Guillaume,
de las singularidades, los accidentes, las catástrofes que hacen bifurcar la
historia, que cambian un destino individual o colectivo (2000:16). Hay un
REVISITANDO CHILE

lugar discursivo de los puntos de caos en Chile: el espacio literario. El lugar


por antonomasia de la trasgresión y de la muerte (Blanchot, Foucault) lo es
tal vez porque en él irrumpe, de modo ostentoso, la alteridad radical desti-
nada a la reducción y al olvido en el análisis, la memoria y la historia de
Chile. Es la gente polimórfica de los espejos del relato de Borges en el que
Baudrillard lee la bella alegoría de los pueblos privados de su fuerza y de
su figura que plantean ahora al orden social, pero también al orden polí-
tico, un problema irresoluble: “Romperán las barreras de cristal y de metal
y esta vez no serán vencidas”.
Las formas de la alteridad radical en el espacio literario chileno son
múltiples. Me limitaré, en esta ocasión, a mostrar una de ellas, acaso la que
testimonia de modo más hiperbólico el carácter sacrificial del mito de la
modernidad en el país que hoy sueña dulcemente el “gran proyecto común
de llegar al Bicentenario como un país desarrollado” (Ricardo Lagos). Me
refiero a los pueblos de los espejos que resisten con obstinación la esclavitud
de lo mismo y la semejanza. Hoy los llamamos infractores a la Ley de
110 Seguridad Interior del Estado y ayer “bárbaros infernales”, “hordas salva-
jes” o “fieras inhumanas”. Esa gente ingobernable que, como cualquier
alteridad radical, es el epicentro de un terror (Baudrillard): el que ella
ejerce sobre el “mundo normal” con su misma existencia (“Vivir con miedo
en la ‘Zona Roja’ de la Araucanía”, “La nueva guerra de los mapuches”, “La
tragedia de Arauco indómito”) y el que dicho mundo ha ejercido, ejerce y
quiere ejercer sobre ella: “Estamos esperando que se pacifique la Arauca-
nía” (La Segunda, Nº 20.965, viernes 15 de marzo de 2002, pág. 14).
La figura realmente ingobernable, amenazante, explosiva en La Arau-
cana, nuestra “epopeya nacional” escrita por Ercilla, “inventor de Chile”,
no es realmente Lautaro, el bárbaro valiente que muere defendiendo la
libertad de su patria. Tampoco Caupolicán, el araucano cuyo martirio, no
ya como bárbaro sino como cristiano, evoca la muerte del crucificado del
Gólgota. Es otro personaje, no destacado habitualmente por los estudio-
sos del poema de Ercilla, tal vez porque la radicalidad del accidente o catás-
trofe que en él se concentra constituye una provocación tan extrema que
es necesario olvidar los extensos episodios por él protagonizados en el
“libro literario” que ha ejercido el “influjo literario y social” más profundo
en “la ideología de un pueblo”. En Chile “respiramos a Ercilla y no lo
sabemos” (Solar Correa). Lo “respiramos”, por ejemplo, en los nombres
de las calles de nuestras ciudades, pero también borramos los puntos de caos
de su poema que perturban la lectura épica del origen de la nación, entre
ellos, el accidente cifrado en Galvarino, el bárbaro infernalmente pertinaz
cuyo cuerpo martirizado testimonia con marcas imborrables la violencia
sacrificial del origen de nuestro país. No es la guerra lo que está en el
nacimiento de Chile. Es otra cosa: no la epopeya sino la tragedia. No el
canto sino el llanto. No la vida sino la muerte. No la voz serena del otro
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devenido prójimo, sino la “atrevida voz” del otro inasimilable. Ese “bárba-
ro infernal” cuya obstinación desconcertante sólo puede sugerirse con
analogías tomadas del mundo animal:

Así que contumaz y porfiado,


la muerte con injurias procuraba,
y siempre más rabioso y obstinado
sobre el sangriento suelo se arrojaba;
donde en su misma sangre revolcado
acabar ya la vida deseaba,
mordiéndose con muestras impacientes
los desangrados troncos con los dientes.

La bestia rabiosa y obstinada no es el doble de Galvarino en el Nuevo


Mundo. Lo es, por ejemplo, Neptuno, el negro que muere maldiciendo,
como el araucano, a sus torturadores: “manada de canallas salvajes... Vo-
sotros, cristianos, habéis fracasado” (Price 1992:38). Las diferencias de lugar 111
(Chile-Surinam) y de tiempo (siglo XVI-siglo XVIII) no impiden percibir
la analogía profunda de estos dos sacrificios. Las víctimas que resisten en
el momento mismo de su muerte la pulsión deshumanizante de sus ver-
dugos proclaman la misma hipertrofia de muerte constitutiva del paradig-
ma sacrificial del proyecto moderno (“es necesario ofrecer sacrificios, de la
víctima de la violencia, para el progreso humano”). Sobreabundancia que
desvanece, en el caso específico de La Araucana, todo espejismo heroico.
Sólo el olvido del “fiero estrago y gran matanza” sin “muertes bellas” per-
mite convertir el poema trágico de Ercilla (“Quisiera aquí despacio figura-
llos/ y figurar las formas de los muertos”) en escritura del nacimiento
épico, sublime, de este país. La Araucana no es un poema de amor que
rehúsa decir su nombre. Las historias de Galvarino y de Fresia, entre otras
múltiples, imposibilitan esta lectura. La “epopeya nacional” (Samuel Li-
llo) de Chile narra historias de amor, pero es imposible transfigurar sin
mistificar los sucesos bélicos que constituyen su materia dominante en
una serie de enfrentamientos de “sumo ambiguos, casi amorosos” (Joce-
lyn-Holt Letelier 2000:349). El historiador que así interpreta La Araucana
borra sin pudor, en efecto, la verdad desnuda descubierta por Ercilla en el
suelo mismo de la Araucanía. Esa verdad testimoniada sin velos de ningu-
na especie por los protagonistas de los puntos de caos de la narración: el
amor no es el origen de Chile. Es otra cosa más perturbadora, algo más
inquietante. John Gabriel Stedman logra vislumbrarlo con vergüenza en
su horrorizado relato del “tema maldito” de la ejecución de Neptuno:
¡Ay de mí! Torturas. Potros. Látigos. Hambre. Horcas. Cadenas. Inva-
den mi mente; atemorizan mis ojos oscurecidos por lágrimas; provo-
can mi furia y arrancan un suspiro sentido en lo más hondo de mi
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ser; siento vergüenza y me estremezco con este tema maldito (...)


Ahora, resulta increíble cómo puede la naturaleza humana –en nom-
bre de Dios– sufrir tanta tortura con tanta fortaleza, si ello no es una
mezcla de ira, desprecio, orgullo y esperanza de alcanzar un lugar
mejor, o de, al menos, verse librados de esto, porque verdaderamen-
te creo que no hay infierno para los africanos peor que éste (Sted-
man, Price 1992: 38-39).
Mezcla de ira, desprecio, orgullo y esperanza. Esa otra cosa testimo-
niada precisamente por Galvarino, el “bárbaro infernal” que cifra en La
Araucana el accidente de la alteridad radical en los fuegos de la historia y
los juegos de la imaginación: “muertos podremos ser, mas no vencidos,/
ni los ánimos libres oprimidos”.

La nación chilena, dice Jaime Concha, se construye en el siglo XIX


por oposición a cuatro adversarios internos y exteriores: los vencidos de
Lircay, el bandidaje rural, el indio araucano y la confederación Perú-boli-
112 viana. Uno de estos adversarios, con todo, es probablemente el factor es-
tructural más determinante en esta conformación de la nacionalidad. Es
el pueblo mapuche, “parte de un nosotros incluyente y un gran excluido de
la nación: inclusión imaginaria y marginación real. Chile se hace y se cons-
truye como nación a partir del mapuche y contra el mapuche. Esto es
muy claro para Bello, quien ve en La Araucana (1569-1578-1589) de Erci-
lla una especie de Eneida fundadora del país, al paso que celebra el some-
timiento del araucano de su tiempo, ligando, muy significativamente, esta
guerra interior de exterminio con el triunfo de las armas chilenas en el
Perú” (1997:34-35). También Tomás Guevara en el libro Psicología del pue-
blo araucano, publicado en 1908, cuando la pacificación de la Araucanía,
“feliz conquista” chilena del siglo XIX, parece haberse consumado ya para
siempre. La advertencia de esta obra redactada con “intención científica”
señala que ella no es una labor de propaganda contra el pueblo araucano
(“sería eso pueril y sin ningún fin práctico”) ni un idilio para ensalzar las
cualidades de “nuestros indígenas”. El psicólogo que no hace propaganda
contra el pueblo inferior que debe ser civilizado por el pueblo superior con-
fiesa sin pudor las razones que impiden el reconocimiento de la “raza arau-
cana”: la exaltación de las hordas salvajes ya pacificadas puede tener “el
inconveniente de perturbar el criterio público y dificultar, por consiguien-
te, el plan de asimilación de los 70 u 80 mil indígenas que aún sobrevi-
ven” (1908). No sólo eso. El plan de Guevara, el Gran Educador que llama
“trabajo científico” a la empresa de reducción de la realidad del otro por
asimilación cultural, reproduce a principios del siglo XX el mismo error
trágico que impide en Chile el “esperado fruto”: la ignorancia del poder de
la idea, del poder de los hechos. El olvido de los puntos de caos: “Reminis-
cencias de su histórica afición a la guerra fueron las formaciones y simula-
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cros que continuaron teniendo después de la ocupación definitiva; pero al


presente esa afición guerrera ha desaparecido por completo. La energía
militar de la raza es hoy una tradición y nada más, pues los mapuches no
han dado el mejor contingente para guerra estrangera ni para el servicio
de conscriptos” (1908: 148- 149). La literatura de la época tiene, en este
sentido, importancia fundamental en la historia de la dialéctica del ocul-
tamiento y revelación del Gran Juego en el país transfigurado por la “ley
universal” de las “conquistas del progreso y de la unificación nacional”
(Lara 1889, 1, Introducción, pág. 14). Es Quilapán, penúltimo relato de
Sub-Sole, publicado por Baldomero Lillo en 1907. El sobreviviente de la
“hermosa conquista” de la Araucanía no se lamenta ni pide piedad. No
maldice ni insulta. Lucha y muere en silencio, pero su gesto postrero de
morir, pareciendo asirse de la tierra en una desesperada toma de posesión,
dice a los chilenos lo ya revelado por el “bárbaro infernal” de La Araucana:
“muertos podremos ser, mas no vencidos”. Lillo revela así el “gran secre-
to” de los “salvajes” que resisten el “soplo misterioso del progreso moder-
no”. Es el secreto cifrado en la misma mezcla que asombra a los narradores 113
de La Araucana y Narrative of a Five Years Expedition against the Revolted Ne-
groes of Surinam. Quilapán es el doble de Galvarino y Neptuno. Su “mirada
desafiante, torva, cargada de odio, de desprecio, de rencor”, así lo testimo-
nia. Paz y justicia en la Araucanía, dice el discurso historiográfico chileno
que celebra el triunfo de la ley universal del progreso en la Araucanía.
Terror y muerte, refuta Baldomero Lillo en Quilapán. No hay silencios en
la Crónica de la Araucanía, proclama la “opinión ilustrada” chilena. Menti-
ra, responden las voces reprimidas del pueblo privado (ilusoriamente) de
su fuerza y su figura. Asimilación, pide Guevara. Resistencia, replica Qui-
lapán, cuya inquietante figura cifra en la literatura de la primera década
del siglo XX, como Galvarino en el XVI, la “fatalidad indestructible de la
alteridad” que la nación chilena persiste en reducir y olvidar en el análisis,
la memoria y la historia: “Cámbiele de título (Araucanía) o suspéndala. No
somos un país de indios”. Se empeñan en borrar las escrituras que nos
dieron nacimiento, dice Neruda en Para nacer he nacido. Hemos ido apa-
gando entre todos, en efecto, los diamantes del español Alonso de Ercilla,
pero también los de los chilenos Alberto Blest Gana y Baldomero Lillo,
Pablo Neruda, Gabriela Mistral, Patricio Manns... Esos diamantes que ilu-
minan el secreto de Galvarino en La Araucana, de Peuquilén en Mariluán,
de Quilapán en Sub-Sole, de Lautaro en Canto General y Pasión y epopeya de
“Halcón Ligero”, de la brava-gente-araucana en Poema de Chile, de José Se-
gundo Leiva y Lautaro Leiva Allipén en Memorial de la noche....

La historia de la perturbadora irrupción de la alteridad étnica en el


espacio literario chileno quedaría incompleta si ella silenciara a su vez la
cifra tal vez más persistente, aunque no la más inquietante, de la indes-
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tructibilidad del otro étnico en el país que no termina con la cursilería de


blanquearse a toda costa (Neruda). Es Lautaro, el héroe del mito cuyas
variantes narrativas (Ercilla, Alegría, Manns), poéticas (Neruda) y teatra-
les (Subercaseaux, Aguirre) dicen una y otra vez lo indecible en el relato
chileno celebrador del “poder incontrastable” del progreso en la Arauca-
nía (Lara, Barros Arana, Amunátegui, Villalobos). La Escena IV del Quin-
to Acto de la tragedia Pasión y epopeya de “Halcón Ligero” (Lautaro), publica-
da en 1957 con una significativa dedicatoria (“A PABLO NERUDA, mi
poeta y amigo, que en su Canto General encendió el corazón de Chile con
la tea de un nombre: LAUTARO”), se destaca en este aspecto con singular
intensidad en la historia de las ficcionalizaciones del Gran Juego en Chile.
Las palabras de Lautaro, el héroe que testimonia la resistencia obstinada,
no son sólo recuerdos de un pasado anacrónico, mítico, legendario. Son,
por el contrario, recuerdos ardientes del presente y del futuro:
LAUTARO. – (...) Mucho tiempo pasará antes de que se advierta que
somos también un pueblo, con su propia dignidad y grandeza, con
114 sus señores y sus plebeyos. Que somos un pueblo capaz de dar la
paternidad a una nación varonil. ¡Tenemos las manos limpias, Chilli-
cán! Porque, es verdad, ni antes ni después, nadie se ocupó en defen-
der verdaderamente a Chile, como no sea el pueblo araucano (Su-
bercaseaux 1957:161-162).
El análisis detenido de los textos que plasman literariamente las for-
mas del Gran Juego en Chile evidencia los mecanismos de intensificación,
pero también de atenuación, de los puntos de caos cifrados en el llamado
mito de la resistencia mapuche. Es interesante descubrir, por ejemplo, que
La Araucana elabora este mito de modo “más audaz, más provocador” que
Mariluán de Blest Gana, Pasión y epopeya de “Halcón Ligero” (Lautaro) de
Benjamín Subercaseaux, El mestizo Alejo de Víctor Domingo Silva o Lauta-
ro de Fernando Alegría.
El delirio heroico de Alejo nace de una pasión individual, egoísta,
que nunca abandona del todo. Alejo no se sumerge en el sí mismo colec-
tivo mapuche, imagina uno diferente. Como en el caso de Mariluán, el sí
mismo colectivo del protagonista no coincide con la identidad colectiva
mapuche. El Mariluán y Alejo literarios son sujetos que transponen sólo
externamente las aguas (turbias) que los reflejan difuminadamente. Con-
tinúan embriagados en su narcisismo que, aunque colectivo, no deja de
serlo. Ercilla es más audaz, más provocador, va más lejos; su experiencia
de la guerra de Arauco y la escritura sobre ella generan un remezón en la
identidad idéntica a sí misma y la contagian de la pasión y el espíritu del
otro (Troncoso 2003).
Ercilla parece ir, en efecto, más lejos. No, sin embargo, en la ficciona-
lización de Lautaro, el héroe portador de valores idénticos a los de origen
“cristiano” (amor a la patria, a la libertad), lo que equivale a borrar las
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marcas de su alteridad, sino en otros lugares del texto que plasman en su


forma más pura la heterogeneidad irreductible del “bárbaro”. Ni elipsis ni
asimilación ni reducción del otro al prójimo, sino tan sólo revelación, que
las analogías zoológicas no logran atenuar, del terror que la otredad irre-
ductible, inasimilable, produce y a la vez se despliega sobre ella:

Fueron estos presos escogidos


doce, los más dispuestos y valientes,
que en las nobles insignias y vestidos
mostraban ser personas preeminentes:
éstos fueron allí constituidos
para amenaza y miedo de las gentes,
quedando por ejemplo y escarmiento
colgados de los árboles al viento

Mito, ficción, decimos nosotros, los chilenos: “Ercilla ha creado un


mito –el mito araucano– fecundo en consecuencias, no siempre benéficas 115
para la cultura y adelanto nacionales” (Solar Correa). “(Ercilla) recoge el
núcleo del mito mapuche, el de la resistencia” (Jocelyn-Holt Letelier). Poder
de la idea, testimonio de la historia, poder de los hechos, replican los “bár-
baros” inasimilables de La Araucana. “Nosotros, los indios”, decimos que
los mapuche se han apropiado del mito ercillesco, pero tal vez somos no-
sotros, los chilenos, quienes nos hemos apoderamos del mito (¿oral?),
porque “La Araucana está bien, huele bien (mientras) los araucanos están
mal, huelen mal. Huelen a raza vencida” (Neruda 1978:272). Lo que im-
porta, en uno y otro caso, es, sin embargo, la diferencia radical entre la
apropiación chilena y la apropiación mapuche del mito. Así, por ejemplo,
en el caso de la figura de Lautaro. ¿Dónde está el héroe libertario, cuál es
su morada? Las versiones españolas son inequívocas. El “bárbaro valien-
te” está en el infierno: “los ojos tuerce y, con rabiosa pena,/ la alma del
mortal cuerpo desatada/ bajó furiosa a la infernal morada” (Ercilla, XIV,
1968:201). Las fabulaciones chilenas son más generosas. Mantienen a
“nuestro padre” en este mundo, pero lo expulsan del presente. Lautaro
existe únicamente en el pasado, en el “origen épico” del país. Representa
entonces, sólo entonces, la bella fuerza incitante del amor a la patria. En
el presente, dice el Gran Psicólogo de inicios del siglo XX, la resistencia
araucana ha desaparecido por completo: “la energía militar de la raza es
hoy una tradición y nada más” (Guevara 1908:148). La memoria mapu-
che del héroe introduce una versión del mito inconcebible, inaceptable en
el Reino de Chile, regido por la pulsión etnófaga, pero también en la Re-
pública de Chile, hoy empeñada en promover al otro negociable, al otro
de la diferencia, forma de exterminio más sutil (Baudrillard) que la “paci-
ficación definitiva” del siglo XIX. Lautaro, dice Lienlaf, pero también Chi-
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huailaf y Kvyeh, no está en el infierno ni en el pasado. Camina, por el


contrario, sobre esta tierra, cerca de la vertiente y del corazón del poeta,
llamando a su gente en este momento, en nuestro presente, para luchar con
el espíritu y el canto.

Actualmente hay en Chile dos literaturas, dice provocadoramente


Elicura Chihuailaf en Todos los cantos. Ti Kom VL: “la indígena –mapuche,
rapanui, aymara, entre otras– y la chilena” (1996:8). El final de este viaje
de revisita de la literatura chilena es, pues, sólo un comienzo. El inicio de
otro viaje. El descubrimiento del diálogo fascinante entre esas literaturas.
El hallazgo de “unos cuantos referentes comunes”, producto de los “paisa-
jes compartidos y la distante convivencia”. Neruda, sobre todo, propone
Chihuailaf: “En medio de la confusión y del espejo obnubilado –pretendi-
damente europeo– de los chilenos, Neruda vislumbró nuestro Azul, el de
nuestra vida, el color que nos habita, el color del mundo de donde veni-
mos y hacia donde vamos. ‘Elástico y azul fue nuestro padre’, dice con
116 orgullo y sobre todo con afecto en su poema a nuestro Lautaro. Tan cerca-
na siento la emoción, la ternura, en sus poemas en los que habla con su
padre y su mamadre. Escucho también allí el pensamiento de mis mayo-
res; veo reflejada también allí la ternura de mi gente, de mis abuelos y de
mis padres. Creo, por eso, que la obra de Pablo Neruda es una de las posi-
bilidades para el diálogo entre los mapuche y los chilenos; para empezar a
encontrarnos –poco a poco– en nuestras diferencias” (1996:11-12). Gal-
varino, Lautaro y Quilapán, propongo yo, pero también Chihuailaf, Lien-
laf y Kvyeh. Esos guerreros y poetas que nos recuerdan a través del tiem-
po la “regla del mundo” que nosotros, los chilenos, nos obstinamos
trágicamente en olvidar.
L ECTURAS DE LAS IDENTIDADES : S U B J E T I V I DA D E S , MÁRGENES E INSTITUCIONES

ALGUNAS REFLEXIONES SOBRE LA IDENTIDAD INDIVIDUAL


Y COLECTIVA

Jaime Valdivieso
Escritor y ensayista

Los hombres hacen su propia historia pero no la hacen a su antojo, bajo


circunstancias elevadas por ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias
con que se encuentran directamente, que existen y transmite el pasado
(Karl Marx)

Esta sociedad constituye actualmente la única aristocracia del mundo que


todavía tiene completo y reconocido control sobre las fuerzas económicas,
políticas y sociales del Estado en que vive
(Paul S. Reinsch, 1901)

Introducción 117
José Ortega y Gasset reflexionó respecto de su país en su libro Meditaciones
del Quijote, porque este libro fue para él un medio de meditación sobre
España en momentos en que se vivía una gran crisis de valores, coinci-
dencia bastante grande con lo que creo sucede ahora en Chile. Dice:
Causas exteriores desvían a lo mejor de su ideal trayectoria, este
movimiento de organización creadora de un pueblo, en que va desa-
rrollando un estilo y el resultado es el más monstruoso y lamentable
que cabe imaginar. Cada paso de avance en ese proceso de desvia-
ción soterra y oprime más la intención original. La va envolviendo
en una costra muerta de productos fracasados, torpes e insuficientes.
Cada día es ese pueblo menos lo que tenía que haber sido.1
Me parece igualmente que nuestro país es mucho menos de lo que
tenía que haber sido, a causa del problema de su débil y distorsionada
identidad.
Trataré este aspecto a partir de una doble perspectiva: desde una vi-
sión universal y teórica (con alguna relevancia en el factor epistemológi-
co) y desde una posición con especial énfasis en lo personal, subjetivo y
vivencial. Esto es, de qué manera, en forma inconsciente primero, y luego
cada vez más claramente, se fue instalando en mí el constructo o imagina-
rio de lo que puede y debería ser la auténtica identidad social o colectiva,
con una real correspondencia entre el presente y el pasado que configuró
este país, como parte de una singular realidad latinoamericana y propia
para, como consecuencia, percibir un mundo más sólido y significativo
bajo mis pies, y una mayor complacencia espiritual y moral al descubrir
en ello un valor insustituible que le confería a mi vida un nuevo sentido.
Por lo tanto la “identidad”, como el amor o el sentimiento ante la muerte
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no se puede definir ni describir conceptualmente, es un estado de con-


ciencia, una particular “disposición” de ánimo, como lo vio lúcidamente
el filósofo mexicano Luis Villoro:
La identidad es algo que puede faltar, ponerse en duda, confundirse,
aunque el sujeto permanezca. Su ausencia atormenta, desasosiega;
alcanzar la propia identidad es, en cambio, prenda de paz y seguridad
interior. La identidad responde, en este segundo nivel de sentido, a
una necesidad profunda, está cargada de valor. Los enunciados descrip-
tivos no bastan para definirla. (Cursivas del autor.)2

Contexto histórico
No deja de sorprender la escasa importancia y reflexión que se le ha dado
en este país al problema de nuestra identidad nacional. Sin embargo, tam-
bién es posible explicarse dicha ausencia de análisis frente al tema, al con-
trario de lo que sucede con la mayoría de los países latinoamericanos don-
de se da como un hecho asumido e interiorizado y se considera a la
118 identidad como parte natural del pasado y de la cultura que se respira a
diario (el caso de México, Perú, Cuba, Guatemala, Ecuador), ya que en
nuestro país no se habla precisamente, por un lado, porque nadie tiene
muy claro qué se entiende por identidad y, por otro, porque sería escarbar
en algo que a la mayoría no le interesa o desdeña pues significa asumir el
legado indígena, y la realidad ineludible del mestizaje espiritual, cultural y
lingüístico que él conlleva.
Fue durante la Conquista y al comienzo de la Colonia cuando se
estructuraron la sociedad y la economía de Chile, y se creó una institución
que configura hasta hoy la mentalidad y la psicología de los chilenos junto
con el papel del Ejército y de la Iglesia, que se refiere al problema de la
repartición de la tierra y a la figura del señor como lo describe Arnold. J.
Bauer en su libro ya clásico La sociedad rural chilena: desde la Conquista espa-
ñola hasta nuestros días:
A un mes de la fundación de Santiago (12 de febrero de 1541), Valdi-
via se encontraba dedicado a distribuir la población nativa entre sus
seguidores europeos a través de las encomiendas. Al hacerlo, tenía como
modelo la organización rural que había conocido de joven: las gran-
des posesiones señoriales de las órdenes militares en Extremadura.
Ello significa que Valdivia no tenía en mente, como lo hacía la Coro-
na, un esquema de asentamiento rural en que las granjas europeas
existieran lado a lado de aldeas de indígenas independientes. Más
bien, sin duda, “flotaba ante él una imagen señorial” en que jurídica-
mente se juntaban las dos principales recompensas de las Indias: los
trabajadores nativos estarían subordinados al eminente dominio de
un señor poderoso, y residirían dentro de los límites legales de la
gran hacienda. Esta meta señorial, de acuerdo a Mario Góngora, estu-
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vo siempre presente en los primeros conquistadores. La persiguió


Cortés, por ejemplo, en México; pero sólo en un lugar como Chile,
considerablemente alejado de los centros de poder imperial, podía
encontrar satisfacción el deseo de señorío sobre hombres y tierras
juntos.3
Y en otra parte el mismo autor concluye: “La ‘visión señorial’ de
Valdivia dio su forma inicial a la sociedad chilena, y este primer diseño se
mantuvo, a pesar de los débiles esfuerzos que funcionarios posteriores
hicieron para cambiarlo”.
Esta institución del señorío, del señor feudal, se afinca y permanece en
las haciendas chilenas en manos de la oligarquía y del poder político du-
rante toda la Colonia y luego a partir de la Independencia, lo que explica
la íntima relación de los hacendados y su familia con el pueblo mapuche
por un lado y la Iglesia por el otro, y el consecuente desarrollo de una
mentalidad ultraconservadora que hasta hoy funciona ligada al poder de
la Iglesia en cada uno de los llamados “temas valóricos”.
Todos estos factores más un ejército validado por su papel de defen- 119
sor del territorio contra los mapuches y de los bienes de la oligarquía, han
configurado una clase social y económica claramente clasista, racista, con-
servadora y pacata que ha despreciado y perseguido a los indígenas, con-
siderados como un elemento indigno para sus aspiraciones eurocentristas
luego de la fundación de la República.
Esta concepción, este ideario infiltrado desde ese momento en la con-
ciencia y el espíritu de la clase ilustrada (ya que el pueblo tuvo siempre
instintivamente claro cuál era su origen y tradición), conllevaba en el caso
nuestro el desprecio a todo lo indio y mestizo, lo cual se expresó en la
negación y persecución sistemática a la etnia mapuche, que empezó con
una permanente exacción de sus tierras y culminó con la llamada “Pacifi-
cación de la Araucanía”, eufemismo sarcástico, mistificador y fariseo para
enmascarar el mayor genocidio de nuestra historia.
Tuvo que producirse la Revolución Mexicana para que por primera
vez en el continente se hiciera conciencia lo que ya había afirmado José
Martí en su ensayo “Nuestra América”: el reconocimiento de las etnias
nativas, la africana y la indígena, para que a partir de ellas, e incorporando
a su tronco la cultura europea, naciera la verdadera identidad mestiza de
nuestros pueblos. Gabriela Mistral adquirió su plena conciencia indígena
en México y no en Chile (“y en un relámpago yo supe/ carne de Mitla ser
mi casta” dice en su bello poema “Beber”), pues mientras aquí se despre-
ciaba esta etnia, allí era motivo de orgullo. Nosotros éramos los británicos
o al menos los superiores en América Latina, y esto se descubre en nuestra
literatura a partir del siglo pasado, desde Blest Gana, pasando por Orrego
Luco, Eduardo Barrios y llegando hasta José Donoso y Jorge Edwards.
Afortunadamente a partir de la misma Gabriela Mistral y luego con Neru-
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da, De Rokha, Nicanor y Violeta Parra, Jorge Teillier y novelistas como


Francisco Coloane, Reynaldo Lomboy, Luis Durand, Lautaro Yankas, el poeta
y narrador Luis Vulliamy, y otros como Mercedes Valdivieso en su libro
sobre La Quintrala (Maldita yo entre las mujeres), y los ensayos de los antro-
pólogos José Bengoa, Rolf Foerster y Sonia Montecino existe otra corrien-
te que asume plenamente nuestro pasado indígena como parte de su iden-
tidad.
Sin embargo, permanece a nivel estatal e institucional la autosatis-
facción de lo blanco y europeo, además del desprecio y desconocimiento
de la presencia y legado indígena a través de todos los siglos XIX y XX.
Sigo pensando en lo difícil de teorizar sobre una materia tan subjeti-
va y escurridiza, que sólo es posible abordar desde la experiencia personal,
y de un proceso que puede ser inconsciente pero que luego se asume
como aporte sustancial en la vida de un chileno haciendo más firme y
verdadero el suelo donde se vive. La identidad se vuelve entonces no sólo
una toma de conciencia sino una pasión, una obsesión, que implica una
120 valoración del pasado que comenzamos a incorporar a nuestro espíritu. Y
si los chilenos tenemos una identidad indefinida e incompleta es porque
negamos una parte de nuestro pasado, porque no queremos reconocer una
circunstancia ineludible: la herencia mapuche, raza a la cual hemos despre-
ciado y tratado de eliminar. ¡Cómo vamos a identificarnos con algo que
negamos! Imposible. Primero tenemos que valorar esa realidad para que
podamos incorporarla. El problema es cómo cada país latinoamericano asu-
me su pasado, su ingrediente indígena o negro, un pasado híbrido donde se
mezclan durante los primeros siglos fundamentalmente la sangre y el es-
píritu de dos etnias y dos formas culturales y espirituales que determinan
una nueva cultura ni indígena ni europea sino una fusión de ambas en
una nueva unidad.

Un ejemplo emblemático
En la década de los cuarenta hay un ejemplo paradigmático en relación a lo
que llamamos identidad y por extensión a la idea de un verdadero patriotismo,
que incluya a todos los chilenos. Se trata de una experiencia de Neruda
durante su estada en México a raíz de la publicación de una revista que se
editaría allí de nombre Araucanía. Neruda la recuerda en términos muy
elocuentes:
Cuando llegué a México de flamante cónsul general fundé una revis-
ta para dar a conocer la patria. El primer número se imprimió en
impecable huecograbado. Colaboraba en ella desde el Presidente de
la Academia hasta don Alfonso Reyes, maestro esencial del idioma.
Como la revista no le costaba nada a mi gobierno, me sentí muy
orgulloso de aquel primer número milagroso, hecho con el sudor de
nuestras plumas (la mía y la de Luis Enrique Délano). Pero con el
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título cometimos un pequeño error. Pequeño error garrafal para la


cabeza de nuestros gobernantes.
Debo explicar que la palabra Chile tiene en México dos o tres acepcio-
nes no todas muy respetables. Llamar la revista “República de Chile”
hubiera sido como declararla nonata. La bautizamos Araucanía.
Y llenaba la cubierta la sonrisa más hermosa del mundo: una arauca-
na que mostraba todos sus dientes. Gastando más de lo que podía
mandé a Chile por correo aéreo (por entonces más caro que ahora)
ejemplares separados y certificados al Presidente, al ministro, al di-
rector consular, a los que me debían, por lo menos, una felicitación
protocolaria. Pasaron las semanas y no había respuesta.
Pero ésta llegó. Fue el funeral de la revista. Decía solamente: “Cám-
biele el título o suspéndala. No somos un país de indios”.
–No señor, no tenemos nada de indios –me dijo nuestro embajador en
México (que parecía un Caupolicán redivivo), cuando me trasmitió el
mensaje supremo–. Son órdenes de la Presidencia de la República.
Nuestro Presidente de entonces, tal vez el mejor que hemos tenido, 121
don Pedro Aguirre Cerda, era el vivo retrato de Michimalongo.

Veinte años después sucede algo semejante, ahora en Europa, que


también cuenta Neruda:
La exposición fotográfica “Rostro de Chile”, obra del grande y modes-
to Antonio Quintana, se paseó por Europa mostrando las grandezas
naturales de la patria: la familia del hombre chileno, y sus montañas,
y sus ciudades, y sus islas, y sus cosechas y sus mares. Pero en París,
por obra y gracia diplomática, le suprimieron los retratos araucanos:
“¡Cuidado! ¡No somos indios!”.
Se empeñaron en blanquearnos a toda costa, en borrar las escrituras
que nos dieron el nacimiento: las páginas de Ercilla: las clarísimas
estrofas que dieron a España épica y humanismo.
¡Terminemos con tanta cursilería!
El Dr. Rodolfo Oroz, que tiene en su poder el ejemplar del Diccionario
araucano corregido por la mano maestra de su autor, don Rodolfo
Lenz, me dice que no encuentra editor para esta obra que está agota-
da desde hace muchísimos años.
Señora Universidad de Chile: Publique esta obra clásica.
Señor Ministro: Imprima de nuevo La Araucana. Regálela a todos los
niños de Chile en esta Navidad (y a mí también).
Señor Gobierno: Funde de una vez la Universidad Araucana.
Compañero Alonso de Ercilla: La Araucana no sólo es un poema: es
un camino.4
Ese camino que tan lúcidamente vio Neruda en las páginas de La
Araucana, único que debimos haber elegido hace mucho tiempo, lo perdi-
mos y costará mucho reiniciar ese verdadero rumbo.
REVISITANDO CHILE

Y así, en esta forma, con estos prejuicios, con esta falta de valor para
afrontar una verdad inevitable y necesaria, por este afán de olvidar aque-
llo que nos avergüenza o disgusta (como persiste ahora mismo en una
parte importante del país respecto a los años de la dictadura), nos hemos
quedado sin saber lo que somos al rechazar y desconocer esa otra parte
que vive dentro de nosotros y conforma nuestra otra mitad espiritual y
cultural.
Soy un convencido de que en el caso de países como el nuestro,
donde la verdadera identidad ha sido escamoteada por un proceso planifi-
cado desde el momento mismo de la instauración de nuestras repúblicas,
y donde, por consiguiente, nada oficialmente nos refiere a ella en los tex-
tos de historia, de literatura, y menos en las efemérides nacionales, el
encuentro con lo propio y verdadero como nuestro origen biétnico, ma-
puche-español es producto de una voluntad, de una apropiación personal
al momento cuando se descubre en nuestro imaginario algo que conside-
ramos importante y de que carecíamos, y se busca en un proceso que
122 persigue un pasado y una tierra más firme donde poner los pies.

1. Ortega Gasset, José. “Meditaciones del Quijote”. Revista de Occidente. Colección “El Ar-
quero”. Séptima edición, Madrid, l963.
2. Villoro, Luis en León Olivé y Fernando Salmerón (eds.). La identidad personal y la colectiva.
(México: Universidad Nacional Autónoma de México, l994).
3. Bauer, J. Arnold. La sociedad rural chilena: desde la Conquista española hasta nuestros días.
(Santiago: Ed. Andrés Bello, l994).
4. Neruda, Pablo. “Nosotros los indios”. En John Skirius El ensayo hispanoamericano del siglo
XX. (México: F.C.E. Colección Tierra Firme, 1981).
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SISMOGRAFÍA, IDENTIDAD Y FILIACIÓN:


DOS SIGLOS DE REPRESENTACIÓN PICTÓRICA

Justo Pastor Mellado


Crítico de arte y curador

U n intento por aportar algunos elementos que permitan dar cuenta de 123
las luchas identitarias de la plástica chilena, en la perspectiva de la cele-
bración del Bicentenario, tendría que privilegiar algunos momentos de
recuperación fantasmal cuya densidad fija su corporeidad como síntoma.
Y si de este último se trata, hay uno que organiza la aparición y determina
la consistencia de dichas densidades; a saber, la sismicidad. Esto plantea de
inmediato la sospecha metodológica sobre el uso de la fisiognómica terri-
torial en la determinación del carácter de los pueblos. Nada más lejano a
mis intenciones. Lo que busco me conduce a la defensa del sismógrafo,
como instrumento de registro de los movimientos subterráneos, cuyo de-
sarrollo bajo determinadas condiciones puede dar lugar a catástrofes de-
vastadoras, como los terremotos.
¿Porqué fijarme en la imagen del sismógrafo?1 Justamente porque
apunta a resolver la cuestión del registro y de su episteme. Pero en este
terreno, lo que debe ser definido es de qué forma los instrumentos de
registro recomponen la relación del cuerpo con la temporalidad histórica.
En este sentido, pensando en la consistencia de la escena plástica chilena,
quizá su momento de mayor densidad haya sido aquél en que se redefinió
la relación de las prácticas artísticas con las representaciones de la corpo-
ralidad. Pongamos una fecha aproximativa, fácilmente posible de periodi-
zar: los años ochenta, del siglo XX, a partir de las obras diagramáticas de
Carlos Leppe y Eugenio Dittborn.
Y cómo definir esa densidad sino como un complejo altamente con-
densado de cruces fantasmales que se establecen en la dinámica oscilato-
ria de las representaciones por sustracción y las representaciones por ex-
ceso, señalando las discontinuidades en la repetición, enmarcando las crisis
de visibilidad en las latencias de larga duración, de procesos en los que
REVISITANDO CHILE

sobreviven ciertas formas afectivas arcaicas, que determinan los modos de


aprehensión del presente, siempre, como “presente que regresa”.
De este modo, no resulta contradictorio recuperar a José Gil de Cas-
tro como figura identitaria, justamente porque sólo a un pintor de origen
peruano, mulato, le correspondería retratar y retrazar la política de auto-
rreconocimiento de las clases ascendentes, en el momento de la invención
republicana. Pero dicha recuperación ha sido producida desde el diagra-
ma de la exposición “Historias de transferencia y densidad”, realizada en
octubre del año 2000, en el Museo de Bellas Artes.2
Todo esto se anuda a partir de la noción de filiación. Sin embargo, an-
tes, debo instalar la idea por la cual una curatoría ejerce un tipo de presión
metodológica sobre el trabajo de historia del arte; lo que supone sostener
que ésta, en Chile, en su condición de “disciplina”, ha realizado con efica-
cia su trabajo. Vale decir, a título de “disciplinamiento” de su práctica como
dispositivo encubridor de los conflictos, lapsus, discontinuidades, fallos y
devastaciones subjetivas que delimitan, en parte, los procesos identitarios
124 que operan –que “hacen trabajar”– un campo determinado de saber. La
práctica curatorial3 ha tenido que infractar el estructural retraso analítico
del trabajo de historia, para producir la “documentariedad” que hace (la)
falta. En este sentido, una exposición que tiene bajo su responsabilidad
dar cuenta de un período corto, 1973-2000, produce el forzamiento me-
todológico que le permitirá ajustar las cuentas de los procesos de transfe-
rencia en el arte chileno contemporáneo. Pero, ¿es posible dar cuenta de
un período mediante una exposición? Todo depende de las dimensiones y
formatos de ella, así como de las conexiones que establece con las condi-
ciones de visibilidad de las obras. Una muestra que cumpla con esas exi-
gencias no da cuenta, sino que “pasa la cuenta”, a la petición de orden de
los relatos.
En la coyuntura de celebración del Bicentenario, el corpus discursivo
de historia del arte en Chile es relativamente reducido: Lira, Pereira Salas,
Álvarez Urquieta, Romera, Isabel Cruz, Galaz, Ivelic, son hitos que permi-
ten señalar unas coordenadas conceptualmente frágiles en un mapa de
referencias históricas sobredeterminadas por el significante literario chile-
no. Es decir: la modernidad plástica chilena tiene directa relación con la
conquista de su autonomía como campo. De ahí que plantear en nuestra
escena la existencia delegada de vanguardias, a lo largo del siglo, no resul-
te metodológicamente pertinente. Sólo es posible proponer la existencia
de transferencias diferidas de información, cuya consistencia está definida
por la complejidad y articulación temporal de dispositivos institucionales
de recepción y reproducción, que permiten inscribir nuevos núcleos de
problemas formales, especificando ciertas condiciones identitarias para el
campo plástico chileno. Desde esta perspectiva, así como lo he propuesto
en el curso de mi trabajo analítico, las dos grandes transferencias que pro-
L ECTURAS DE LAS IDENTIDADES : S U B J E T I V I DA D E S , MÁRGENES E INSTITUCIONES

porcionan solidez institucional constituyente al arte chileno contemporáneo


son dos, y tienen lugar en un período relativamente cercano; a saber, la
primera, en torno a 1962-64 (Obra Balmes: Arte de la Huella), y la segun-
da, alrededor de 1977-80 (Obra Dittborn: Artes de la Excavación).
No se trata, en este lugar, de trazar la historia de validación de dichas
transferencias, pero todo indica que no será posible, aquí, al menos en lo
relativo a la identidad plástica chilena, hacer operar la noción de vanguar-
dia, a la que viene aparejada la práctica de la analogía dependiente. Dicha
práctica subordina toda manifestación artística chilena a la existencia re-
ferencial previa de un antecedente externo, de cuyo modelo no sería sino
una expresión tardía y relativamente aminorada. De este modo, la histo-
riografía relativa al siglo XIX no hace más que relatar las condiciones de
constitución de un campo plástico, en directa dependencia con los viajes
de unos artistas europeos de segundo orden, que en el curso del siglo XIX
toman a su cargo la organización de un espacio de enseñanza académica
que ya se concibe como uno de reproducción del retraso formal. Esto pue-
de explicar en parte la ceguera plástica de la oligarquía que tiene a su 125
haber la conformación de las primeras colecciones del Museo Nacional de
Bellas Artes, que se construye para celebrar el primer Centenario de la
República.
Resulta diagramáticamente significativo que la oligarquía se cons-
truya, para ejecutoriar dichos festejos, una edificación que sostiene en una
misma planta, un museo y una academia; todo ello, cubierto bajo el título
de Palacio de Bellas Artes, concebido como extensión interior de un par-
que. El palacio se erige como un “jardín de invierno” que desplaza directa-
mente hacia el espacio público el concepto de interior doméstico; es decir,
de la domesticidad de la clase referencial. Por esta razón, en términos es-
tructurales, la supuesta ausencia de “política cultural” del Estado chileno no
es efectiva. Por el contrario, éste jamás ha dejado de desarrollar una “polí-
tica cultural inconsciente”, visible mediante la articulación de prácticas
que convertían directamente el gusto de la clase referencial en política
pública. De este modo, no ha sido necesaria –hasta ahora– la proposición
de una institucionalidad cultural explícita, que pusiera en pie las media-
ciones institucionales que una cultura democrática requiere. Esta política
cultural oligarca de facto, al menos fue severamente combatida por la “ple-
beyización” de la enseñanza de arte, mediante su incorporación a la uni-
versidad en 1932.
Ahora bien: resulta paradójico que en el siglo XX, la historiografía
oficial señale el año 1932 como un gran hito en la modernización de las
instituciones culturales, a raíz de la incorporación de la Escuela de Bellas
Artes a la Universidad de Chile. Lo anterior supone pensar que la “univer-
sitarización” de la enseñanza garantiza el acceso a la modernidad pictóri-
ca. Pero lo cierto es que nuevos estudios realizados señalan que la “uni-
REVISITANDO CHILE

versitarización” permite, en Chile, la organización de la resistencia insti-


tucional a las transferencias artísticas que aseguraban una aceleración for-
mal del campo. En términos concretos, la resistencia a la modernidad pic-
tórica se organizó desde la propia universidad, como espacio decisorio de
los ritmos e intensidades de las transferencias. De ahí que, por un lado, la
práctica de la reproducción informativa se “plebeyiza” pero, al mismo tiem-
po, se organiza como filtro institucional que administra la selección e in-
tensidad de los flujos de información sobre el desarrollo internacional del
campo del arte.
Teniendo clara la ejecución de las dos transferencias duras que acele-
ran la constitución de un campo de arte contemporáneo, era necesario
postular el momento de densidad plástica que permitiera reconstruir las con-
diciones de instalación y reproducción de la segunda transferencia, en el
sentido de que la segunda amplifica y problematiza a la primera. Por esta
razón, una exposición como “Historias de transferencia y densidad” debía
poner el acento en las condiciones de filiación de las obras que, a su vez,
126 debían satisfacer la formalidad del diagrama propuesto.
¿De qué manera, entonces, justificar la presencia de una pintura de
comienzos del siglo XIX, en una sala destinada a tratar las historias de la
identificación chilena? En el fondo, la apuesta era en extremo arriesgada.
La resonancia de las obras de Dittborn y Leppe me proporcionaron los
elementos de garantía del vínculo, centrando la atención en el concepto
de “construcción de una pose”. En términos estructurales, dicha construc-
tividad, en el espacio simbólico chileno, no había sufrido rupturas, sino
que, por el contrario, presentaba indicios de una alarmante continuidad,
por ejemplo, de una fobia a la representación de la corporalidad. Respecto
de esto, resulta significativo que un pintor como Valenzuela Puelma, el
único que pinta desnudos en el siglo XIX, muera internado en un asilo en
Villejuif (Francia).
Efectivamente, el campo plástico chileno se constituye en el curso de
un rechazo pictórico a la representación de la carne. De ahí que Romera,
el “inventor” de la historiografía contemporánea, localice el carácter pro-
pio de la pintura chilena en la “pintura de paisaje”. El contexto discursivo
propuesto por Romera, en cuanto a la búsqueda de las esencias expresi-
vas, la polémica por la existencia de una “pintura realizada en Chile” a
diferencia de una posible “pintura chilena” que expresara la esencia de un
carácter, pasa a ser totalmente irrelevante, justamente por lo diagramáti-
co de la pose, instalada como debate identitario en la coyuntura de los
años ochenta, por obras que ponen en condición la eficacia y legitimidad
de las condiciones de registro y de reproducción de una “pose cultural”,
reconocible en la dimensión de la merma extensiva de su falla. Por eso
afirmo el valor de las obras de Dittborn y Leppe como sismógrafos que
registran una catástrofe identitaria en la formación artística chilena.
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Regreso a la historia de la pose, instalada por la dimensión altamente


codificada de la retórica visual practicada por el Mulato Gil. Siendo un
pintor que se especializa en miniaturas y temas religiosos, destina rápida-
mente sus esfuerzos al desarrollo de una pintura civil, en cuya práctica com-
bina su rol de cartógrafo militar. Tratándose de identidad en construcción,
Mulato Gil retrata la primera puesta en escena autoafirmativa de la nueva
clase en el poder. Y ocurre que la exposición “Historias de transferencia y
densidad” tiene lugar en el momento en que se discute en el Parlamento
una reforma a la ley de filiación, y que el historiador Julio Retamal publi-
ca el primer volumen de una obra destinada a las familias fundadoras. Es
decir, si hay algo que en nuestra formación simbólica se mantiene como
una situación afectiva arcaica, eso es la cuestión del nombre. ¿Y cómo?
En la exposición mencionada, Carlos Leppe realiza una performance
en una de las salas del museo, donde ha dispuesto previamente una gran
acumulación de pelo. Un dato importante que debe ser tomado en cuen-
ta, entre otros, lo constituye la pizarra escolar que lleva colgada del cuello,
donde ha escrito la frase “Yo soy mi padre”. El fantasma del autoengen- 127
dramiento asola los relatos de la bastardía y del abandono. El “huacherío”
parece revelarse como una escena constitutiva de las representaciones iden-
titarias chilenas. El gran aporte de la tesis de Sonia Montecino, sostenida
en un pequeño ensayo de gran fuerza expansiva, destinado al estatuto del
“huacherío” en las estrategias de nombrar la corporalidad de la patria,
como efecto (casi) de un singular “derecho a pernada” en la fase de prefi-
guración seminal de la República, se verifica en el uso que hago de un
triángulo referencial que articulo a partir de los ángulos conformados por
Mulato Gil, Dittborn/Leppe y las excavaciones de Pisagua.
En la coyuntura plástica de los ochenta, lo que está en juego resulta
ser la visibilidad y fisicidad de un campo infrafenomenal, que las “ciencias
humanas” no podían ya registrar, por defección metodológica, que en de-
finitiva se saldaría en una deserción ética. Las obras de arte producidas en
este período ocupan el vacío que deja la deserción analítica de dichas “cien-
cias”. Pero la verdad de estas defecciones se hará efectiva en el momento
de las excavaciones ya mencionadas, como una especie de après-coup.
Debo referirme a aquella escena en la que se descubren, en 1991,
restos de fusilados en Pisagua. Cuando se inician las excavaciones, una
comisión parlamentaria entre cuyos miembros se encuentra la entonces
senadora Laura Soto, visita el lugar. Un joven de casi veinte años se le
adelanta para solicitar su intervención. Le han señalado que entre los res-
tos recuperados se encuentran los de su padre. Laura Soto relatará poste-
riormente a la prensa que una vez obtenida la autorización para ingresar
al recinto, el joven se abalanzó sobre los restos de su padre, que presenta-
ba un buen estado de conservación, exhibiendo casi la totalidad de su
cabellera. La conectividad de este “incidente” con el espacio de producti-
REVISITANDO CHILE

vidad de Leppe se validó en la representación de lo siguiente: el joven se


arrancó un mechón de su propia cabellera y la acercó a la del padre muer-
to, para comparar su color, su textura; en síntesis, la consistencia de su
ilación simbólica, en la trama de la recuperación de un nombre (de cuer-
po) perdido.
Un hecho político como el que acabo de describir se conecta con las
obras de Dittborn/Leppe, en términos de completar, de modo empírico, lo
que éstas ya habían señalado, simbólicamente, una década antes.4
La cuestión de la pilosidad como metáfora de la filiación no podía
dejar de mencionar el núcleo iconográfico generativo, que ya estaba pre-
sente en la pintura del Mulato Gil a la que haré mención. Bastaba con el
estudio riguroso de una historia del arte repotenciada, con las solas herra-
mientas de un trabajo de historia interpelado por una curatoría. En este
caso, la historia de la pose republicana infracta el terreno de la ciencia
política chilena, porque en ella se configura la autorrepresentación de una
clase ascendente que inicia la ocupación del Estado-Nación emergente.
128 Este hecho se verifica en una pintura de Mulato Gil: Retrato de don Ramón
González de Luco y de su hijo don José Fabián.
Este cuadro es colgado en la sala “Historias de identificación”, junto a
las obras de un fotógrafo (Luis Poirot) y de artistas que trabajan con so-
portes fotográficos (B. Oyarzún, M. Bengoa y Paz Errázuriz). Lo impor-
tante para la hipótesis que lo justifica como elemento central de la sala en
cuestión es su oficio de topógrafo militar. Sostengo que su propia obra es
una extensión pictórica de la “topografía de clases”. Pero aquí daré al tér-
mino topografía el carácter de una fisiognómica. Se trata, entonces, de la
primera fisionomía de las clases ascendentes de una República en consti-
tución.
Pero hay algo más: ya en esa primera fisionomía se constata la ame-
naza a la filiación. Una república nonata debe mantener la pureza de la
raza y de los nombres propios. El cuadro que he mencionado representa a
un padre y a un hijo. El incidente de la excavación de Pisagua tiene que
ver con un padre y un hijo. Si el joven de Pisagua compara la textura
capilar, don Ramón Martínez de Luco acoge, con su gesto en la pose, al
hijo. Estamos frente a la representación de un gesto de posesión y de ins-
tauración de linaje.
En el cuadro se puede observar que el hijo sostiene en su mano un
objeto que representa la amenaza de que hablo. Se trata de una cajita
circular en cuya tapa está pintada la figura de un mono con navaja frente
a un espejo. Este dato es un detalle de primerísima importancia, si se sabe
que Mulato Gil era un extraordinario miniaturista, que producía narra-
ciones laterales en gran parte de sus cuadros. Tanto el padre como el hijo
presentan una ausencia de cabellera que se combina con la amenaza es-
pectral del mono, que será el único personaje extremadamente piloso.
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Mi hipótesis reconstruye una pequeña teoría de la filiación amena-


zada, en la que la imagen del mono con navaja indica los dos peligros que
se vienen encima: el corte con España y la profusión de un pelo media-
no, asimilable al del mono, para las nuevas civilidades que se miran ante
el espejo; es decir, que adquieren su propia imagen-de-sí como clases en
el poder, que debe enfrentarse a los efectos simbólicos del corte: corte
con la filiación colonial y corte de la sinuosidad perfilada del contorno de
cuerpo.
En el cuadro, padre e hijo miran hacia la izquierda; aparecen inmó-
viles en un espacio jerarquizado, que no pueden compartir, donde su mi-
rada se enfrenta con el espacio de la letra. En el extremo superior izquier-
do del cuadro se inscribe una dedicatoria destinada a los hijos. Se supone
que José Fabián no es el único. La dedicatoria introduce de manera vio-
lenta el fuera de cuadro, que ha sido comandado para permanecer en el
salón familiar mientras el padre estuviera de viaje. La proclama referida
sólo puede ser la de alguien que prepara su partida y cuya efigie va a
instalarse en la morada como un referente nobiliario. Esta situación es un 129
antecedente para las historias sobre la articulación de la letra en el espacio
plástico contemporáneo. Al menos aquí hay un cuerpo que se repite como
representación y nombre, el cuerpo de la letra pintada; pintura del nom-
bre propio y pintura de proclama nobiliaria.
En relación a lo anterior, la letra pintada pasa a convertirse en un
significante gráfico que ancla en el cuadro de la exposición, la imagen de
Carlos Leppe avanzando de rodillas por la nave del museo. Como ya he
señalado, éste lleva colgada del cuello una pizarra de madera, escolar, en
la que ha escrito con caligrafía prealfabética la frase Yo soy mi padre. Mula-
to Gil anticipa en sus detalles miniaturistas la caligrafía del poder de las
imágenes en la construcción identitaria de la República, de un modo aná-
logo a como Leppe declara la desconfianza en el origen de las representa-
ciones de los cuerpos.
Regreso a la coyuntura de fin del siglo XX. No deja de ser curioso que
durante dos décadas, varios centenares de personas hayan destinado gran
parte de sus esfuerzos de vida a restituir la pertenencia de unos nombres a
unos cuerpos flotantes. El Estado los “puso fuera” de la ley; es decir, los
desafilió.
La desafiliación significa hacer desaparecer el vínculo, los cuerpos
que son la prueba de existencia de la amenaza fundamental a la filiación y
al patrimonio que le corresponde. El contingente de nombres desafiliados
pertenece a un bloque social que tuvo la iniciativa de afectar las condicio-
nes del patrimonio en la sociedad chilena de los años setenta. Es decir, que
tuvo en sus manos la posibilidad de poner en duda las condiciones de la
propiedad. Este solo deseo se haría merecedor del mayor de los castigos,
en carne propia, señalando a dicho sector como objeto de acometida pu-
REVISITANDO CHILE

nitiva: aquel que amenaza la propiedad y el origen de la filiación debe ser


severamente castigado, siendo desafiliado como un momento de ejempla-
ridad para su bloque social de procedencia. Como se verá, las cuestiones
de filiación poseen en la sociedad chilena un rol fundamental, probable-
mente porque se la reconoce como fundada sobre la duda de su origen.

130

1. Didi-Huberman, Georges. L´image survivante. Histoire de l´art et temps des fantômes selon Aby
Warburg. (Paris: Les ëditions de Minuit, 2002).
2. La exposición “Historias de transferencia y densidad” corresponde a la tercera sección
del ciclo de exhibiciones que, organiza el Museo de Bellas Artes bajo el título Chile. Artes
visuales. 100 años, durante el año 2000. Las dos primeras secciones estuvieron destinadas a
abordar el arte chileno entre 1900-1950 y 1950-1973. A quien escribe le correspondió con-
ducir el trabajo de investigación y montaje de la tercera sección.
3. Mellado, Justo Pastor. “Textos estratégicos”. Cuadernos de la Escuela de Arte, 7. Pontificia
Universidad Católica, Santiago de Chile, 2000.
4. Eugenio Dittborn produce en 1991 su pintura aeropostal número 90, que titula El cadá-
ver, el tesoro, interviniendo el espacio de obra con un fragmento de la fotografía del cuerpo
de un detenido desaparecido, exhumado en Pisagua, publicada en primera página, el 8 de
junio de 1990, por el periódico Fortín Mapocho.
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LA COLONIA

Rafael Gumucio
Periodista y escritor

La Colonia, dos siglos enteros, es para la mayor parte de los chilenos un 131
misterio. Un misterio no de la historia sino del presente, porque el Chile del
bicentenario es el mismo de entonces. De esas tinieblas no hemos nacido,
sino que flotamos uterinamente esperando a la matrona, o el fórceps.
La Colonia es un crimen del que no quedan huellas. En Santiago, un
caserón rojo (la Casa Colorada); en La Serena, algunas iglesias, y en Con-
cepción, la ciudad más importante de aquel tiempo, nada. O más bien esa
nada como único monumento, la ciudad que da la espalda a su magnífico
río, y al rabioso mar que se llevó tres veces todas sus calles hasta que, a
pesar de la oposición del arzobispo que amenazaba con excomulgar a los
que se atrevían a cambiar a Concepción de lugar, la ciudad se trasladó a
vivir de su propio miedo sin mirar ni mar ni río ni montaña ni bosques ni
indios. La cuadriculada llanura con casas de uno o dos pisos, las más anti-
guas construidas en 1955 tratando de no distinguirse una de otra, tratan-
do de no ofender a los indios, a los terremotos, a las ratas que alguna vez
arrasaron con la ciudad. No hay en Concepción ningún recuerdo arqui-
tectónico de la Colonia, nada español, un campus a la americana dejado
por los francmasones, tilos llenos de flores, el cerro Caracol vigilando.
Sin embargo, la ciudad de cemento y hormigón respira como ningu-
na otra el aire de la Colonia. Sus médicos, sus empleados de tiendas, sus
obreros dormidos en el bus que los traslada (velado por los vidrios empa-
ñados) a una ciudad de bloques en Chiguayante, o al pleno olor a harina
de pescado en Talcahuano; esos habitantes que hacen todo el esfuerzo del
mundo en no distinguirse unos de otros, son aún los colonos del siglo
XVII. La miseria lluviosa que toca los techos de zinc apenas se sale de las
veinte cuadras centrales, es la misma de entonces; la fragilidad es todavía
la de los que esperan un malón mapuche. La gran ciudad dormitorio, las
REVISITANDO CHILE

fábricas y el bosque que toca el mar donde los mestizos de ayer (hoy lla-
mados simplemente “rotos de mierda”), se hielan los pies para recoger de
entre las olas restos de carbón.
A golpe de patriotismo acallaron la Colonia, y Concepción aún se ca-
lla para que no lo vea el enemigo, para que no lo adivine el tue-tue, el
pájaro que según los mapuches se alimenta de las cabezas de los francmaso-
nes. Dos siglos duró la Colonia, y algo de ella permanece hasta hoy. Chile
era llamado entonces el “Flandes indiano” por la Corona, y “tumba de
españoles”, por la gente común; gozaba como único privilegio el recibir
siempre refuerzos para sus fuertes en el sur. En Santiago se salió el río
varias veces, y un terremoto vio agrietarse la tierra y tragarse a los despre-
venidos paseantes que cometieron la estupidez de pensar que esto era una
ciudad, un país, un mundo. Fueron dos siglos de toque de queda, atrave-
sados por el resplandor sangriento de La Quintrala, terrateniente mitad
alemana mitad india quechua, que mataba ritualmente a sus amantes para
practicar actos de magia negra. Magia india, más bien; transformar a sus
132
amantes en imbunches, cortarles una pierna, taparles los agujeros de los
ojos, la boca y la nariz si es que sobrevivieran.
Mito de noche, peso de la noche que de día era una terrateniente muy
católica, casada con un anciano, y que al caer el sol probaba que el enemigo
indio había penetrado ya la frontera, que se había adueñado de la mansión
y de la dueña. Los conquistadores habían hecho el amor con las indias para
comprender esta tierra, para hablar su idioma sin siquiera hablar; para no
morir lejos de casa se habían perpetuado en los vientres de las caciques.
En una mujer, La Quintrala, Catalina de los Ríos Lisperguer, Chile encon-
traba el motor de su historia, de su progreso, y de su permanencia: el
miedo. Aquel que impide pensar, el murmullo de la muerte que te permi-
te cerrar los ojos y seguir adelante. Porque por más que los rumores sobre
el vampirismo de esa mujer duran hasta hoy, nadie hizo nada en su tiem-
po para siquiera interrogarla. Fue querida y respetada de todos, visitando
de tarde en tarde el barro de la ciudad, las chozas de adobe, la cuadrada
plaza de Armas sólo adornada por la sangre de un ahorcado por la justicia
colonial, la Monja Alférez que espiaba y mendigaba para el rey, los peni-
tentes, las batallas entre conventos que terminaron con la vida de algunas
monjas clarisas en manos de algunos franciscanos. La violencia y el terror
eran generalizados, y una mujer debía llevar su estandarte por todo.
Esa mujer, La Quintrala, era ya la mujer chilena de hoy, de siempre.
Católica, austera, poderosa, sola, mestiza, irascible, avara, seductora, ase-
sina, respetada porque temida, y temida (porque no hay nada que pruebe
la autenticidad de su leyenda de sangre) porque entre los chilenos de en-
tonces, ya entonces y para siempre, sólo el miedo inspira respeto, sólo la
muerte tiene fuero de ley.
Y el río y la lluvia y el viento que levanta el polvo en verano; los
indios que invaden y queman y se raptan a los negros para tratar de sacar-
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le el color con coronta de maíz. De día aun la luz miente, de noche, la


vigilia de la nieve en la montaña, el cielo lleno de estrellas, el barranco, los
espinos sin grillos, las cosechas que esperan la helada para reírse de sus
sembradores. No había ni cine ni televisión; el miedo era la única forma
de entretención. En ese campamento saqueado de colonos pobres que
esperaban la oscuridad o que el agente de la ley diera la vuelta para arre-
glar con las uñas su deuda, no sólo regía (como rige hoy) la ley del más
fuerte, sino la del menos escrupuloso, del más desvergonzadamente sin-
cero, del que ya no tiene miedo, el soldado que ya no espera ascenso. En
las poblaciones callampa a la orilla de Santiago, en los pueblos cordillera-
nos, se respira el mismo aire de milagro y miseria que se respiraba enton-
ces. Hemos pasado por todas las utopías (socialismos, dictaduras, neolibe-
ralismo salvaje) y vivido y repetido siempre la misma realidad. La patria
dulce y cruel.
Cuando llueve y se anega la mitad de la ciudad, se pierden los autos
en el lodo y los dueños de casas impagas permanecen en el techo de sus
propiedades con una pistola debajo del cuerpo para que nadie les robe. 133
Hacen lo que hicieron sus ancestros, pues se sabe lo que sabe hacer, es
decir, atacar para defenderse. Vive en esa misma felicidad al contemplar
los daños del terremoto que ritualmente acompaña a cada gobierno. La
vuelta al pionero que fuimos, y a la incerteza que somos, el miedo en que
sabemos como los peces de profundidad movernos mejor que en la luz del
oleaje incierto.
Y La Quintrala, seguida de innumerables chacales, de miles de infan-
ticidas, del asesino francés Emil Dubois, son objeto de reverencia. En la
iglesia a la que ella le regaló un crucifijo aún se rezan novenas por su
alma. Algunas películas, demasiados libros malos y una triste serie de tele-
visión en dictadura perpetraron su leyenda. Así puede aparecernos como
una excepción en un orden católico, vestido de negro y hambre. No era
así el Chile de entonces, lleno de mulatos, locos, corridas de toro, gober-
nadores borrachos es el secreto mejor guardado de nuestra historia.
Chile como hoy, en el Bicentenario de su independencia, daba una
imagen única, jesuítica y militar, y ya era muchos países en desorden. Los
recién llegados, entre ellos mis antepasados, no sólo se plegaron a ese
orden y sus mentiras, sino que lo establecieron como un mito. A Chile se
llegaba de rebote, después de haber perdido ya su fortuna en Antillas, en
Perú o en Potosí. Se quedaban los que no tenían nada que perder, como
los vascos. Una estúpida ley los había hecho a todos nobles, o sea, exentos
de impuesto. Eran sin embargo pobres, y muchos se habían visto en la
necesidad de volverse pajes de la realeza. Vivían de su propia leyenda, la
de ser los españoles puros frente a los otros: los semijudíos y los casi ára-
bes del resto de la península. Para prevenir el contagio, las leyes vascas
prohibían los matrimonios con no vascos. Leyes felizmente olvidadas cuan-
REVISITANDO CHILE

do los vascos llegaron a América. Detrás de los más impronunciables ape-


llidos vascos hay mulatos, judíos sefarditas y moros de toda especie. Los
vascos de América eran los segundones, los que habían perdido en largos
pleitos judiciales el derecho a no hacer nada y dilapidar un poco más la
herencia de sus ancestros. Llegados a América, perpetraron su odio a Es-
paña y al mismo tiempo volvieron a establecer las leyes de mayorazgo, de
exclusión, de las que huían.
En aquel desierto florido se hicieron buena parte de los apellidos que
sonarían en la historia posterior. Un titiritero italiano de apellido Alessan-
dri, el mulato Subercaseaux, los también mulatos Egaña, los vascos Errázu-
riz, los Navarro Larraínes que para hacerse los franceses un tiempo se hicie-
ron llamar La Reine. Era Chile lo que es hoy, la provincia de una provincia
en la que se llegaba de rebote después de haber fracasado en otra parte.
Las mentiras que traían los recién venidos eran creídas por los otros a
condición de que les creyeran las propias. Sólo los hijos de los conquista-
dores y los mestizos sabían la verdad, por eso fueron apartados cuidadosa-
134 mente del poder. La aristocracia de Chile, como en ninguna otra parte (o
quizás como en el resto de América), estableció que los nuevos eran los
originales y que los antiguos, que los antiguos hijos de los conquistadores
estaban genéticamente podridos, mezclados con el barro y la sangre de la
guerra de Arauco. Los nuevos aceptaban a otros nuevos con tal de que no
llevaran la mácula española encima. Mucho antes de que la Independen-
cia siquiera se fraguara, mis ancestros peleaban contra sus padres. Vascos,
catalanes, aventureros alemanes o irlandeses, no querían ni ser mestizos,
ni españoles. Ya el chileno se definía por lo que no quería ser y no por lo
que era. Aprendimos de los vascos a odiar lo que somos y a acallar al que
nos recuerda.
Era mucho más una rebelión contra el esplendor del Perú que contra
España. Era una vez más el decreto de aislamiento. Los fugitivos cortaban
los puentes que pudieran posibilitar que la ley, que los hermanos mayores
los encontraran. España los olvidaba por décadas para recordarlos brusca-
mente y mandar a un funcionario que muy luego desconocía su función y
se hacía parte de ese orden hecho a palos y amables circunvalaciones,
mitos provinciales, mujeres pequeñas y achatadas que eran las amas de
sus borrachos maridos.
Como esos viajeros que llevan muchas horas en el mismo barco y
olvidan de dónde partieron y a qué puerto van para inventar que el puen-
te de la nave es el mundo, y que el mar es el único horizonte posible, los
viajeros de Chile, los que en él se quedaron, vivían su propia ley y su
propia moral, y fueron llamando a este descampado el Reino de Chile, el
reino sin rey.
Somos hijos de este extravío. Nos gusta pensar que todo empieza de
nuevo. En este Bicentenario nos gusta pensar en la tecnología, y en cómo
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Chile se insertará en el siglo XXI. ¿Cuál es nuestra identidad y nuestro


destino? No lo sé. Sólo sé que esas preguntas servirán una vez más para
borrar las huellas del crimen del que somos hechos. Nuestro odio amable
que cada cierto tiempo nos lleva a la guerra civil, entre medio de amplios
momentos de paz y acuerdo. Somos pocos y solos. Eso era así en esa tierra
nueva, recién conquistada del siglo XVII y sigue siendo así a comienzos
del siglo XXI. ¿Seguirá? No soy un profeta. Sólo una cosa ha cambiado en
el Chile hoy. Ya tenemos doscientos años, un dictador conocido mundial-
mente, una aventura épica. Tenemos por primera vez claramente y sin
posibilidad de huir, una historia que contar. Muertos, héroes y vergüen-
zas para salir del poema de Ercilla, y del resplandor lírico de Neruda; para
empezar la novela. Es la tarea que he decidido emprender. Contar Chile,
inventarlo si es necesario, amarlo con extravío y odio para comprenderlo
al fin.

135
REVISITANDO CHILE

EL PROPIO ESPEJO...

Micaela Navarrete
Historiadora

136 S i algo está claro es que nuestra pérdida de identidad nacional, regional o
local tiene que ver con el desamor y la ingratitud de nosotros mismos por
lo propio, lo próximo.
Andamos demasiado envalentonados con lo ajeno, mirando hacia
fuera convencidos de que sólo lo que viene de otro lado nos mejora el
nivel cultural y nos hace más modernos. Encandilados con una globaliza-
ción que sabe Dios a lo que puede llevar a nuestros pueblos.
Hoy día, cuando se tiende a creer y se insiste en forma desmedida en
que el acceso a la cultura sólo sucede en el encuentro con el libro o con
internet, se está tácitamente discriminando a quienes no leen o no ven.
Se hace, pues, necesario volver a reconocer el valor de la memoria oral y
la sabiduría de los ancianos, de nuestros campesinos, nuestros artesa-
nos, de los trabajadores de todos los oficios, en definitiva, de nuestra gen-
te sencilla.
Verdad inmensa es que el libro y los medios electrónicos ayudan a
profundizar el conocimiento, pero la oralidad es la base de toda escritura y
hasta hoy está vigente, no ha pasado de moda; ¡ni sabemos cuánto la
necesitamos! Lo que hace falta es prestar oído a esa voz y a ese saber; está
en nuestras manos llevarla al libro u otro medio que permita aprovechar
siempre ese “nutriente” que está en todas las culturas y en todos los esta-
mentos sociales.
Tener en cuenta el saber oral y local, como base de la educación esta-
blecida permitiría vernos más a nosotros mismos en el espejo de la comu-
nidad y nos haría más fuertes ante lo de afuera, que no siempre es lo que
necesitamos.
Es urgente y necesario dar con esos espejos para vernos reflejados tal
como somos. Actualmente, cuando nuestras propias imágenes se pierden
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ocultas por “otras” que no nos pertenecen y que hasta nos discriminan y
segregan, importa, pues, recuperar nuestro verdadero rostro.
Nuestra historia oficial está plagada de conquistas y dominaciones,
de procesos y batallas; de personajes muy ilustres, en sus textos y en sus
ilustraciones. Si aparece un campesino en un libro de texto o un persona-
je popular, es porque lo pintó Rugendas o porque es una escena popular
tomada de Claudio Gay.
Menos aún hay oídos para las historias, la palabra de la gente sencilla
que también hace la historia: un ovejero austral o un arriero de la zona
central; una santiguadora o una partera; un carpintero chilote o un mata-
rife, incluso cuando han ejercido su oficio durante toda una vida y hayan
sido tremendamente importantes para su comunidad.
Hace un tiempo la profesora Angélica Illanes contaba que en un se-
minario dedicado a la memoria del fin de siglo, un grupo de estudiantes
de ciencias sociales se rebelaba frente al estudio de una historia que lla-
maron “objetivista” o “factualista”. Expresaban su malestar por el rechazo
de algunos académicos a validar la oralidad y la subjetividad en tanto co- 137
nocimiento e historia.
Éste es un buen signo, hay esperanza todavía. No todo el saber se ha
recogido en los libros ni es monopolio de los académicos.
El problema no es que no existan fuentes orales y locales, es el recelo
de muchos autores y académicos por los temas de la cultura tradicional, la
religiosidad, por ejemplo. No es que no existan expresiones de identidad.
Es que no se pueden ver si no se interactúa con los saberes locales. Así se
podría aspirar a un conocimiento más profundo de nuestro país y del con-
tinente. Lo ha planteado Néstor García Canclini: “Latinoamérica se hace
incomprensible desde el purismo cientificista del proyecto moderno basa-
do en dicotomías tales como lo ‘culto’ y lo ‘popular’, la ‘tradición’ y la
‘modernización’”.1 Esta postura sólo ha contribuido a oscurecer la com-
prensión de nuestra cultura.
Por el contrario, nuestros pueblos han de ser comprendidos dejando
de lado todo purismo objetivista, que se traduce, por lo general, en des-
precio de lo popular respecto de lo supuestamente culto. Nuestra historia
se construye en íntima interrelación entre “lo culto y lo popular, entre la
tradición y la modernización”, entre lo oral y lo escrito, entre lo rural y lo
urbano.
Se acostumbra entender por cultura, todas aquellas manifestaciones
del hombre dirigidas a satisfacer necesidades materiales y espirituales, to-
mando en cuenta su medio ambiente. El historiador guatemalteco Celso
Lara escribe:
Sin embargo, los elementos de la cultura no están todos a un mismo
nivel, sino jerarquizados. Ello implica que cada sociedad hereda y
reestructura la herencia acumulada por su historia pasada; seleccio-
REVISITANDO CHILE

nada, jerarquiza, consagra sus elementos culturales de acuerdo con


las necesidades y aspiraciones de su presente práctica social. De este
modo la cultura es la síntesis de valores materiales y espirituales que
expresa, con su sola presencia, la experiencia histórica particular de un
pueblo y representa las resultantes de su fisonomía social peculiar, su
personalidad colectiva.2
El caso es que aun cuando no se preste ojos ni oídos a la historia
como un todo del quehacer del hombre, la cultura popular está ahí y “es-
tudiarla y apoyarla no es un pasatiempo, sino un compromiso moral”,
afirma el estudioso Jas Reuter.3
Para Eduardo Galeano, “la cultura popular es un complejo sistema
de símbolos de identidad que el pueblo preserva y crea”.4 Y esos símbolos son
los que se desdibujan frente a una cultura más impuesta.
Lo concreto es que, en una sociedad de clases, tenemos dos culturas.
Una hegemónica, oficial, que es trasmitida sistemáticamente a través de la
educación formal y los medios de comunicación, y una subalterna o popu-
138 lar, cuyo medio de transmisión es la vía oral. Dentro de esta última está la
cultura tradicional, que es la parte más genuina de esa cultura, pues encie-
rra las tradiciones y costumbres ancestrales de un pueblo, sus modos de
vida guardados en la memoria.
El término tradición oral es utilizado como “todos los testimonios ora-
les, narrados, concernientes al pasado, los que son transmitidos de boca
en boca por el lenguaje”.5 Otra definición dice que “es un fenómeno vi-
viente, profundamente engarzado en la cotidianidad del grupo social don-
de cumple funciones de control, homogenización y cohesión, permitien-
do cierta identidad interpersonal, frente a los rápidos cambios culturales
devenidos de la masiva difusión ecuménica de opiniones, doctrinas, filo-
sofías y costumbres, etc.”.6
A través de la tradición oral puede advertirse el modo de sentir de una
determinada cultura. Citando de nuevo al profesor Celso Lara “la tradición
oral muestra la conciencia colectiva de un determinado pueblo”.7
Así pues, urge romper el mito de que la cultura es sólo la producción
y consumo de libros y otras obras de arte, idea monopolizadora que ha
marginado a la cultura de nuestros pueblos, cerrándonos ese conocimien-
to de la realidad que es siempre el primer paso, y quizás el más importan-
te, de un proceso de cambio.
Para reconocernos, hay que volver todos los sentidos a las pequeñas
historias locales, a las creencias y mitos de nuestros pueblos, a los sabios de
las comunidades: rezadoras, parteras, “meicas”, los que trabajan en la tie-
rra, en la caleta o en el barrio. Las loceras de Pilén, las cantoras de rodeo.
Por qué y hasta cuándo pensar y creer que sólo existe el saber en los
que han tenido el privilegio de estudiar. Por qué no va a poseer sabiduría
un carpintero que construye casas o embarcaciones porque no tuvo la
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oportunidad de ir a la escuela y que aprendió su oficio de sus mayores,


que sabe de reconocer las maderas, de la orientación de una casa según las
características de la geografía y el clima o que sabe cuál árbol cortar y
cuándo, pues toma sólo lo que necesita.
Ese mismo hombre sabe las épocas de las siembras y las cosechas.
Sabe relacionarse con la naturaleza con respeto y confianza; pero también
sabe de leyendas, cuentos, refranes, adivinanzas. Sabe practicar su religio-
sidad.
Una rezadora que oficia los ritos de la familia y de su comunidad,
reconocida por su comunidad, la que reza en un velorio o santigua a un
niño enfermo, ella misma, muchas veces, es la cantora que da vida a las
fiestas de casamientos con sus parabienes y todo su amplio repertorio de
canciones aprendidas de otras cantoras que ya no están. La que canta en
novenas y también en los velorios de angelitos. Por si fuera poco, a veces
también es chamantera o locera, además de toda la tarea de llevar su casa.
Ella tiene claro su papel en la vida. “Ella no se considera una artista, para
ser escuchada y aplaudida. Con su saber y su repertorio poético musical, 139
responde a los requerimientos y gustos de su comunidad” dice Patricia
Chavarría. “Yo canto por hartas partes, por casamientos, por los velorios
de angelito, por las fiestas, pa’ cualquier devoción de Santo”, dice la seño-
ra Rosa Osores de Pelluhue.8
Cuánta tradición oral se conserva todavía en la memoria de los abue-
los que se la están llevando, antes de que podamos “leerla y estudiarla”
quienes queremos contar la historia, hacer el panorama musical de Chile,
o explicarnos sociológicamente el pueblo.
No estamos pensando solamente en la que guarda en su memoria las
clases populares o campesinas. Todos nuestros viejos y viejas, en su reco-
rrido de tantos años, han hecho acopio de experiencias y saberes.
De su boca podemos aprender y comprender importantes períodos;
retazos valiosísimos de historia local: saber de sus luchas, sus mitos, su
religiosidad, su visión de su región y su país, de la crianza de sus hijos y de
sus alegrías y juegos. De hechos históricos que les tocó vivir.
Qué decir de todo su repertorio de relatos literarios que saben y apren-
dieron de sus mayores: cuentos de Pedro Urdemales, oraciones antiguas,
décimas, canciones, refranes o dichos, “mentiras”, “sucedidos”, romances,
leyendas como las de Yerbas Buenas, de Pelluhue, Hualqui o Cobquecura.
Los cantos a lo divino que se reúnen en el Archivo Sonoro del Museo de
Rancagua, los rezos y novenas que recoge Patricia Chavarría entre sus
comadres campesinas.
Si vamos por ahí, por esos atajos, por esos caminos vecinales podre-
mos leer en esa memoria, que estamos desperdiciando, y podremos afir-
mar que aún existe una identidad local o regional, pero tendremos la ta-
rea de hacer luz sobre ese patrimonio.
REVISITANDO CHILE

Cada vez se hace más necesario echar mano a las fuentes orales, va-
lidarlas y, sobre todo, considerarlas en la educación, tarea tomada con
poca decisión.
Hay experimentos tremendamente exitosos en las escuelas rurales,
donde se interactúa con los ancianos de la comunidad. Allí se trabaja con
sus historias y, claro, cuando se conoce más de la historia propia, se le
quiere y cuida, lo que no implica el desprecio por otras. Es empezar por el
comienzo, es verse en el propio espejo, no perder la imagen propia.
Quiero terminar citando a Gabriela Mistral:
La primera lectura de los niños, sea aquella que se aproxima lo más
posible al relato oral, del que viene saliendo, es decir a los cuentos de
las viejas y los sucedidos locales. Folklore, mucho folklore, todo el
que se pueda... Se trata del momento en que el niño pasa de las
rodillas mujeriles al seco banco escolar, y cualquier alimento que se
le allegue debe llevar color y olor de aquellas leches de anteayer.9

140

1. Néstor García Canclini, Culturas híbridas. Estrategias para salir y entrar en la modernidad
(Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 1995).
2. Celso Lara, “La cultura popular en la endoculturación del niño latinoamericano”. En
Tradiciones de Guatemala. Revista del Centro de Estudios Folklóricos, Universidad de San Carlos
de Guatemala, 1987
3. Jas Reuter y otros, La cultura popular (México: Primiá Ed., 1987).
4. Eduardo Galeano. En La cultura popular. Ibid.
5. Clara Rey Guido, El cuento folklórico y sus aplicaciones en la educación (Caracas: Instituto
Interamericano de Etnomusicología y folklore, 1976).
6. Stith Thompson “Sobre el cuento folklórico”. En Folklore de las Américas, vol. XII, Nº 2, sin
lugar de edición, 1952.
7. Celso Lara, Leyendas y casos de la tradición oral de Guatemala (Guatemala: Ed. Universitaria,
1973).
8. Patricia Chavarría y otros, Cultura tradicional y patrimonio (Santiago: Dibam, 1999).
9. Jaime Quezada, compilador Antología de poesía y prosa de Gabriela Mistral (Santiago: FCE,
1997).
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PEPO Y EL CÓNDOR DE CHILE

Jorge Montealegre
Escritor e investigador del humor gráfico

El majestuoso cóndor del escudo nacional lleva una corona de oro; el 141
andrajoso Condorito de Pepo, unas hechizas ojotas de neumático. Diver-
sos íconos para un símbolo de chilenidad que está en el aire. Ave carroñe-
ra o inofensivo pajarraco de papel, el cóndor marca nuestra identidad. En
Condorito hay una síntesis de Verdejo, el roto chileno y el ave nacional.
Además de otras señas atávicas, gracias a la pluma del dibujante penquista
René Ríos. Autor de un patrimonio iconográfico fundamental que ilustra
la “chilenidad cotidiana” de al menos medio siglo de nuestra historia. Pepo
fue grande. Probablemente el dibujante humorístico chileno más comple-
to del siglo XX.
René Ríos nació en Concepción en 1911. A los 6 ó 7 años ya había
hecho una perfecta caricatura del intendente de la provincia y dibujó a un
típico personaje de la ciudad: un canillita que era tuerto, con parche en el
ojo, andaba con un perrito y voceaba ¡El Suuuuure! Precisamente en ese
diario –El Sur– empezó a publicar. Su primera exposición fue cuando tenía
diez años, en una vitrina de la Confitería Palet. Sus estudios los realizó en
el Liceo Alemán de Concepción, hasta 4º año de Humanidades. El 5º y el
6º los hizo en el Liceo de Hombres, para egresar de bachiller. Luego, en
1930, ingresó a la Escuela de Medicina, donde alcanzó a estar dos años.
Hasta que partió, como Condorito, a la capital: a Pelotillehue.

El cóndor pasa
Por más de medio siglo Condorito ha sido un ícono representativo de Chi-
le, que lleva en su inconsciente profundos antecedentes atávicos.
La representación humanizada del cóndor ha estado en el imagina-
rio de los habitantes del territorio que hoy llamamos Chile, desde antes
que los europeos descubrieran el Nuevo Mundo. Entre los mapuches existe
REVISITANDO CHILE

el huentrumanque (hombre cóndor) y hay testimonios de la cultura inca


en el arte rupestre: en Temantica, cerca de la Quebrada de Guatacondo, se
encuentra un santuario de piedra para rendir culto al cóndor. En el lugar
hay un petroglifo con la figura de un “hombre-cóndor” y en el valle de
Guatacondo se hallaron unas láminas de oro con la figura de un niño-
cóndor. El primer “condorito”.
Además de los honores recibidos por los habitantes originarios de
Chile, que reconocen al cóndor como ave sagrada en sus culturas, el Esta-
do chileno lo institucionalizó como ave nacional y le hace reverencias en
sus emblemas. Desde 1834 el cóndor está instalado, majestuoso, en el
escudo nacional diseñado por Carlos Wood. Escoltando la insignia de la
estrella solitaria, el huemul es el contrapeso del cóndor. Sobre esto, como
veremos, Gabriela Mistral dejó su palabra elocuente.
En el humor gráfico, hay cóndor humanizado desde el siglo XIX. El
segundo periódico que publica caricaturas en Chile, de 1863, se llamó
precisamente El Cóndor. Este periódico político, literario i de novedades tuvo
142
como personaje símbolo un cóndor humanizado: un condorito que repartía
su propio periódico como un canillita. Este cóndor, probablemente el pri-
mer personaje en la historia del humor gráfico de Chile, era un observador
de los acontecimientos y opinaba sobre ellos con la pretensión de repre-
sentar a la llamada “opinión pública”.
Humanizado, el cóndor ha representado personajes populares y otros
no tanto. También del siglo XIX son los dibujos del florentino avecindado
en Chile Juan Bianchi. Entre sus representaciones caricaturescas de la so-
ciedad, inscritas en la tradición del bestiario, encontramos su “caballero
con bastón”, con cara de ave de rapiña, cóndor o buitre (para Neruda,
cóndores coronados por la nieve,/pomposos buitres enlutados).
En la segunda mitad del siglo XIX, el destacado político y escritor
Isidoro Errázuriz Errázuriz fue apodado “Condorito Errázuriz”. De nariz
ganchuda y aficionado a los cóndores (la moneda de entonces), en más de
una oportunidad fue caricaturizado con cuerpo de cóndor.

Cómic chilensis
Ya en la era del cómic, la mítica revista El Peneca publicó, en 1935, las
“Aventuras de Amapola y Condorito”. Se trataba de una historieta extran-
jera tipo folletín, protagonizada por indios norteamericanos. En la adapta-
ción, sus nombres eran chilenizados. Así, los indios se llaman Catrileo... o
Condorito, un niño que de cóndor sólo tiene la típica pluma que adorna la
cabeza de los indios de los Estados Unidos.
En 1937 se exhibe una película chilena de monos animados protagoni-
zada por un cóndor antropomorfo, realizada por el dibujante Jaime Escu-
dero y el cineasta Carlos Trupp.
Ya es la era de las animaciones de Walt Disney, de cuya escuela, pa-
chacho como el primer Pato Donald, nace Condorito, desarrollado exito-
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samente por René Ríos. A comienzos de los cuarenta, durante la Segunda


Guerra Mundial, el Departamento de Estado norteamericano despliega su
“operación simpatía” hacia América Latina. En ese contexto se producen
las películas de Walt Disney Saludos amigos y Los tres caballeros, en las cuales
se hace un estereotipo de los pueblos latinoamericanos con animales an-
tropomorfos. Por ejemplo, Brasil es representado por Pepe Carioca: un
papagayo arribista y fiestero que habita un barrio misérrimo de Río de
Janeiro. México es el gallo Pancho Pistolas, provisto de sendos pistolotes y
un gran sombrero de charro.
A Chile, por su parte, lo representa con un pequeño avión-correo
humanizado –Pedrito– que cruzaba dificultosamente la cordillera para en-
tregar su correspondencia (una carta para Jorge Délano, Coke). En otras
palabras, Walt Disney no atinó a investigar en nuestro bestiario. Dejó pasar
al cóndor que estaba en el aire, al tímido y pacífico huemul que nunca se
pone para la foto y, valga la mención honrosa, al patriótico quiltro chilensis.
Un condorito brilló por su ausencia. Y se impuso como una imagen
latente que hasta ese momento, en la iconografía humorística, no se había 143
podido desarrollar en forma. La misión la tomó Pepo: “se me ocurrió, pues,
humanizar al cóndor que vive solitario en las altas cumbres, como un
príncipe desdeñoso y soberbio. Y lo hice –cuenta el dibujante– descender
hasta la tierra, con todos los arreos del personaje nacional, sin faltarle, por
cierto, las ojotas”.
El Condorito de 1949, que nace en la revista Okey, era claramente de
origen campesino: un gañán recién llegado a la ciudad, de manta y ojotas.
Su pantalón arremangado dejaba ver el calzoncillo largo y blanco que
usaba el Verdejo de Coke, a la usanza del jornalero que debe meterse en
las acequias. Era “más pájaro”, con su collar plumífero, un gran pico rapaz
y una cola de largas plumas asomándose por el parche trasero de su pan-
talón. Más bajo, patas cortas, sacaba pechuga y fumaba. Era la síntesis del
cóndor, el roto y el huaso pobre. A poco andar, deja la manta campesina y
se caracteriza para siempre con su camiseta roja, como aquella de la Selec-
ción Nacional de fútbol. Condorito se queda en los márgenes de la ciudad.
Un pueblo grande y provinciano llamado Pelotillehue que, atendiendo a
su etimología chileno-mapuche, significa “lugar donde abundan las (¿los?)
pelotas”.
Como buen rapaz, en sus inicios fue ladrón de gallinas y cogotero.
Pero le iba mal. Era un aventurero desventurado. Un antihéroe, apolítico
y pícaro, que en la impotencia de la derrota se queda exigiendo una expli-
cación. Tiene la vulnerabilidad del pobre y del chico, y la fortaleza del
“hijo del rigor” que no se da por vencido. Así lo testimonian sus grafittis
contra el Roto Quezada, los chascarros con que ridiculiza a Pepe Cortisona
y los chistes donde se burla de pistoleros, matones y otros prepotentes:
cuando no hay plata ni porte, sólo quedan la pillería y la inteligencia.
REVISITANDO CHILE

Cóndor tipo huemul


En muchos aspectos, Condorito es más huemul que cóndor. En nuestros
pagos una persona insignificante o muy simple es una “pobre ave”, que
en los días del Condorito de Pepo era representada por el pobre pollo enamo-
rado, canción que era hit en las radios de entonces y entretenida historieta
cómica en la revista Aladino (dibujada por Jorge Christie).
Como pobre ave, Condorito contrasta con la majestuosidad del cón-
dor coronado del escudo. Proletarizado es, al menos, una caricatura o un
acto de irreverencia hacia el símbolo oficial. Es una imagen de chilenidad
autodegradada. Ahí está el roto chileno que es superior en la retórica pa-
triótica, pero inferior en la clasista vida cotidiana. Símbolo también de
nuestro doble discurso. Cóndores y huemules. El huemul –nos enseñaron
en la escuela– es una especie desaparecida de ciervo. Si es así, como a todo
desaparecido entrañable, hay que seguir buscándolo. Tiene un lugar en el
alma nacional. Gabriela Mistral lo propone lúcidamente en su texto “Me-
nos cóndor y más huemul”:
144 Mucho hemos lucido el cóndor en nuestros hechos y yo estoy –escri-
be Gabriela Mistral, desde París, en 1926– porque ahora luzcamos
otras cosas que también tenemos, pero en las cuales no hemos hecho
hincapié. Bueno es espigar en la historia de Chile los actos de hospi-
talidad, que son muchos; las acciones fraternas, que llenan páginas
olvidadas. La predilección del cóndor sobre el huemul acaso nos haya
hecho mucho daño. Costaría sobreponer una cosa a la otra, pero se
irá logrando de a poco.
Algunos héroes nacionales pertenecen a lo que llamaríamos el orden
del cóndor; el huemul tiene, paralelamente, los suyos, y el momento es
bueno para destacar éstos.

Compadres y sonámbulos
En Condorito, la hospitalidad y la amistad se expresan en una noble insti-
tución: el compadrazgo. La frase emblemática de Don Chuma “no se fije
en gastos, compadre” y el bautizo de Coné donde su tío Condorito lo adopta
como ahijado, son una muestra de la solidaridad sencilla y espontánea
que implica el compadrazgo. Don Chuma es un carpintero, desprendido,
dispuesto a gastar su poca plata para socorrer a su compadre. Condorito
comparte su chalet tipo mejora y apadrina al sobrino huérfano que llega del
sur. Lo adopta como un sucedáneo del padre ausente y, para mayor legiti-
midad, se convierte en padrino en el acto del bautizo... y lo bautiza Uge-
nio. “¡Con E será!”, le corrige el cura. Y la criatura se llama Coné.
A esta filosofía de la sobrevivencia, se le suma otro rasgo típico: su
identificación con el maestro Chasquilla. Es decir, con la persona empeñosa,
buscavidas, que se acomoda a todas las circunstancias, que intenta hacer
de todo, aunque no le resulte.
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Son rasgos, más que de chilenidad, de un tipo de ser latinoamerica-


no, popular, masculino y pícaro. Ellos, tal vez, explican la “identificación”
de Condorito con sus lectores. Y digo lectores y no lectoras, porque los mun-
dos de Pelotillehue son predominantemente masculinos (el bar, la patota
de amigos, el compadrazgo, etc.), donde las mujeres no existen o juegan
roles suplementarios que refuerzan los estereotipos (Yayita: la novia eterna,
manzana de la discordia; y la suegra bigotuda, Tremebunda).
Por último, me interesan personajes secundarios, extras, que pasan
casi inadvertidos por Pelotillehue. Si se fijan, es un pueblo donde hay mu-
chos sonámbulos. Para Pepo, en la revista Topaze, el presidente Ibáñez era
Don Sonámbulo. Luego dibujará sonámbulos cruzando las calles de Peloti-
llehue. El sonámbulo hace –comete, perpetra, realiza– acciones de las que
no puede dar cuenta al otro día: justifica su olvido, tiene coartada. Chile a
veces parece un pueblo sonámbulo: le cuesta admitir lo que hizo de no-
che, especialmente en esas noches con toque de queda. Ahí Pepo capturó
un “rasgo nacional” que trasciende sus historietas e intenciones.
145
De la artesanía a la industria cultural
Condorito está inspirado en cierto nacionalismo que, en la medida en que
su producción pasa de la artesanía a la industria cultural, se desdibuja hasta
convertirse en un personaje latinoamericano, “ciudadano del mundo” ha-
bilitado para actuar fuera de su espacio y tiempo originales. Con los años, la
suerte y la figura del personaje cambian. Ahora, más estilizado, siempre sale
bien parado... o se echa a volar en el momento oportuno. Más que un
personaje, con sus características propias, hoy es un actor que asume las
características necesarias para representar el chiste. La globalización tiene
su precio.
A pesar de ello, el personaje mantiene su poder evocador “nacional”,
sobre todo en la lejanía: más de un intelectual que vio con desdén las por-
tadas de Condorito en Chile, abrió la revista con disimulada emoción en el
exilio. En ese dibujo estaba Chile. Tiene que ver con nuestra identidad. Nos
guste o no. Y lo sepa o no este pajarón que a veces no recuerda que es
cóndor ni que está, inconscientemente, en los surcos, en las huellas más
antiguas de nuestra cultura.
REVISITANDO CHILE

NUESTRA IDENTIDAD MUSICAL ES TAMBIÉN


LATINOAMERICANA

Horacio Salinas
Músico

146 Q uiero hablar fundamentalmente desde el mundo de mi actividad; tarea


bastante ardua porque en realidad la música se canta o toca y hablar de
ella se vuelve ya un esfuerzo de imaginación tal vez más complejo que lo
que implica hacer una canción. Sin embargo, creo que estamos todos in-
mersos en una reflexión extraordinariamente significativa y, a mi modo
de ver, muy apasionante. Al fin y al cabo lo único que queremos es cono-
cernos algo más, desentrañarnos y pensar, tal vez, con un poco más de
alivio este futuro que se nos viene encima.
Creo que uno de los principales retos que tenemos por delante cuan-
do nos imaginamos un país más vivible y una patria más querible es hacer
esto que, de repente, en la política parece ser un desafío enorme para
todos: democratizar este mundo en el que intercambiamos tantas cosas.
Digo esto porque creo que uno de los problemas trágicos de nuestra
identidad es precisamente aquella periferia que queda por completo al
margen. Aquella marginalidad que no participa de los afectos de todos los
chilenos. Soy de los que creen que la marginalidad es, tal vez, por lo me-
nos en términos artísticos, depositaria de una cantidad enorme de claves
que nos pueden ayudar a descubrir parte de nuestras propias gracias.
No es gratuito que quienes se han dedicado precisamente a hurgar
en este mundo de la marginalidad sean quienes a lo largo de la historia
han cosechado los más grandes aplausos. Pensemos en Andrés Pérez, por
ejemplo. Con La Negra Ester y toda su fábula, Andrés nos muestra un mundo
que ha sido recibido con muy poco cariño y, en el fondo, nos está plan-
teando con cierta alarma que hay que desviar la mirada también hacia
esos mundos.
Pues bien, cuando digo que se debe democratizar este ámbito es por-
que en el campo de la música existen y siempre han existido unas com-
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puertas muy pesadas. Los conservatorios siempre han desdeñado todo el


patrimonio relacionado con el mundo popular. Cuando yo estudié en el
Conservatorio, las quenas, los charangos, las pifilcas, las trutrucas y los
ñolquines, entre otros, a comienzos de los setenta, eran adornos de los
muros, por decirlo de algún modo. No eran instrumentos que se pudieran
considerar interesantes. Eran bonitos pero estaban allí para mirarlos, no
para tocarlos. Ahora, esto que parece medio chistoso es en realidad una
tragedia, porque parte importante de nuestra identidad necesita extender
esta mirada, sobre todo con afecto, porque no tenemos alternativas. Como
dice Humberto Maturana: “desde el afecto”, “sólo desde el afecto es posi-
ble el conocimiento”; y nuestra cultura más bien ha sido de la desafección,
especialmente por aquello que es el mundo de la música popular, ante
todo sospechoso...
Soy de la idea de que parte de nuestra identidad está en nuestro
sentido de pertenencia a América Latina. Nosotros –aquí ya se ha hablado
de nuestra marginalidad– todos coincidimos en esta marginalidad física,
147
esta sensación isleña que tenemos y que tal vez sea más profunda que la
de un propio isleño. Este remedo a otros modelos. Creo que hay que mi-
rarse hacia adentro, pero por sobre todo hay que mirarse hacia dentro de
América Latina.
En términos musicales, nuestro país tiene muchas carencias y, curio-
sa e históricamente, hemos necesitado aferrarnos a sonoridades, ritmos y
encantos que vienen de otros ángulos de América Latina. Pareciera que es
una condición de nuestra identidad musical el apropiarnos de eso. De la
misma manera en que Neruda se apropia de Machu Picchu, Violeta Parra
toma un cuatro y entona canciones e inventa música con instrumentos
que se cultivan y tocan en pueblos que distan de Chile cinco mil kilóme-
tros o más.
Nosotros necesitamos de América Latina. Sin duda, no tenemos ne-
gros, no tenemos el pulso ni toda la sensualidad que viene del África y que
posee casi todo nuestro continente, todos nuestros pueblos latinoameri-
canos. Uruguay tiene el candombe, nosotros no. Tal vez sea por eso que
aquí se recibe de manera tan indiscriminada el golpe de cadera, los tam-
bores de Axé Bahía y todo esto que hoy día se discute mucho, si es perti-
nente o no que existan este tipo de manifestaciones.
La verdad es que cuando llega en los años 30 el cine mexicano, lle-
gan también las canciones de ese hermoso país y pasa que en Puerto Montt
hay varias orquestas de mariachi. También sucede que la segunda canción
más bella del siglo XX, escogida en algún tipo de elección democrática, fue
“Arriba en la cordillera”, ¡un huapango mexicano! Esa canción, de Patri-
cio Manns, es en realidad un ritmo mexicano y nadie sabe y no tiene
ninguna importancia, porque es una canción chilena y porque algo acon-
REVISITANDO CHILE

tece entre nosotros que necesitamos inventar una música que evoca el
mosaico que existe en este continente.
¿Que ha sucedido en los últimos decenios? Esta condición nuestra
de latinoamericanos, curiosamente ha sido combatida… Desde luego, ya
en términos históricos, el ser chileno ha sido muy combatido por nosotros
mismos. El mundo de la música popular ha sido muy marginal. Hemos
encontrado la manera de, incluso, torturar a muchos chilenos o de relegar
a toda una parte muy importante de este país. Esta violencia, a ratos sote-
rrada, también nos ha separado de nuestro continente.
Es bien simple, creo que lo que ocurrió es que pocos meses después
del golpe militar se dictó un decreto que prohibió el uso de estos instru-
mentos, de los instrumentos latinoamericanos, porque felizmente en la
década del sesenta se había producido este “descubrimiento” de América
Latina y entonces comenzamos los músicos chilenos, con Violeta Parra como
pionera, a apoderarnos de instrumentos como el charango, el cuatro vene-
zolano, el tiple colombiano. Inventamos un tipo de música y de conjuntos
148 que resultaron ser un ejemplo muy curioso de bandas musicales donde existía
el bombo argentino, el tiple colombiano, el rondador ecuatoriano, el gui-
tarrón mexicano, el cuatro venezolano, el charango peruano y boliviano.
Luego vi incluso en Japón grupos que imitaban este tipo de formación
que se fue gestando en todos los países latinoamericanos.
Ésa es nuestra música chilena, un pedazo muy importante de la música
chilena que, por razones que en parte conozco y en parte desconozco del
todo, necesita tender una mirada y un oído muy atento al patrimonio de
la música latinoamericana.
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EL ARTE DE CUEQUEAR: IDENTIDAD Y MEMORIA


DEL ARRABAL CHILENO

Rodrigo Torres
Etnomusicólogo

A Hernán Núñez Oyarce y Los Chileneros,


maestros de la cueca

E n el tiempo de la nación que inevitablemente ha comenzado a activar la 149


celebración del Bicentenario, y cuando se la libera de su domesticado
cautiverio de objeto típico, la cueca pone en el aire ecos y pulsiones de su
naturaleza más profunda. Entonces, algo fundamental se expresa, se hace
cuerpo y se percibe en clave de cueca. Abordaré el tema de las identidades
regionales en referencia a una tradición de la cueca arraigada especial-
mente en Santiago: la cueca chilenera, género-espejo donde una parte de
nuestra sociedad se mira y construye una mirada sobre sí misma.1 Para
entrar en este campo, parto desde un hito singular: el evento donde los
cuequeros chileneros debutaron representando oficialmente a la música
nacional.

La querella de las cuecas


Haciendo parte de la gala artística con la que se celebró la asunción del
Presidente de la República Ricardo Lagos –el 12 de marzo de 2000 en el
Centro Cultural Estación Mapocho–, el conjunto Los Chileneros cantó en
el escenario tres pies de cueca al tiempo que bailaba la pareja formada por
Rita Núñez e Hiranio Chávez, ante más de cuatro mil personas, entre ellas
quince presidentes de países invitados y setenta delegaciones extranjeras.
Días después, el 14 de marzo, en la Cámara de Diputados uno de sus miem-
bros manifestaba, en los siguientes términos, su punto de vista sobre esta
performance:
El acto no representó en nada a la música chilena. (…) Tal presenta-
ción fue de muy mal gusto, porque no representaba en nada a quie-
nes han sido los más auténticos exponentes de la música chilena (...)
Habiendo gran cantidad de conjuntos folklóricos con tanto prestigio
no sólo en Chile, sino en el mundo, el que actuó hizo una presenta-
REVISITANDO CHILE

ción similar a lo que ofrece una tanguería, porque más bien parecía
una pareja que bailaba tango en lugar de música chilena. A mi juicio
lo hizo bien, pero no representaba a nuestro folklor auténtico. Tene-
mos al Bafochi, el Bafona,2 Los Huasos Quincheros.
Remataba su reclamo solicitando que “nunca más se presente, en
especial cuando queramos mostrar nuestra música al extranjero, un acto
folklórico que no corresponda a lo que es intrínseco, lo básico, lo funda-
mental. Ojalá no sea ésa la cultura que se va a exponer en Chile en lo que
respecta a la música chilena.”3
Este hecho reactualizaba la polémica en torno a los prototipos simbóli-
cos que definen el ser chilenos –en este caso, a través de la música y la
danza– y la pugna sobre su control.4
Estas expresiones, que argumentan en contra de un tipo de cueca y a
favor de otra considerada más representativa del estatuto de la chilenidad,
evidencian sin ambages que en el género cueca coexisten –con notorias
fricciones–, a lo menos dos estilos, dos tradiciones, dos identidades.5 Una
150 de ellas, desusadamente ausente en ese acto oficial, es bastante conocida y
está inscrita en el imaginario nacional como prototipo de la música típica
chilena. La otra, de manera insólita presente en un acto de esa naturaleza,
ha sido ampliamente ignorada aunque sí está muy arraigada como expre-
sión urbana popular del género, voz de los suburbios que cuando sube al
escenario del poder –como en dicha ocasión–, pone en tensión el tiempo de
la nación y sus emblemas.6
El modelo de cueca que el citado comentario invoca como auténtica
expresión de la música nacional es, en breve, un estilo paulatinamente
decantado en el Santiago de las décadas siguientes a las celebraciones del
Centenario (1910). Por entonces fue una cueca con una apariencia reno-
vada y modernizada, que cristalizó en la década del treinta como nuevo
prototipo del género, cabalmente representado por el pionero conjunto
Los Cuatros Huasos (1927-1957). Su masiva difusión –en especial a través
de emisiones de radio y la edición de discos– la proyectó en todo el territo-
rio, consolidando su institucionalización y fuerte gravitación en el imagi-
nario nacional. Desde la óptica de tal modelo, asociado a un gusto, a una
estética hegemónica, el otro estilo quedó fuera de cuadro.
En esta ocasión más que revisitar el discurso construido en torno a
las auténticas expresiones y genuinos representantes de la llamada músi-
ca nacional, me parece más oportuno preguntarse por aquellas tradicio-
nes musicales que éste ha negado o marginado en la penumbra de la cul-
tura nacional representativa. Desde esta perspectiva es particularmente
valiosa la experiencia de la cueca brava o chilenera, núcleo duro y puesta
en acto de la identidad y memoria del arrabal chileno.
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¡Vamos a remoler con canto!: cueca, fiesta


y convivialidad popular
Recientemente, durante la década de 1990, la cueca brava o chilenera
comenzó a salir de sus habituales márgenes, adquiriendo una insospecha-
da visibilidad y audibilidad en otros sectores de la población, especialmen-
te entre los jóvenes. Esta creciente presencia social de la cueca chilenera
es un fenómeno que, entre otras cosas, ha reactualizado la controvertida
relación de la música con el cuerpo, antigua querella en la historia occi-
dental. Afirma Susan McClary7 que las luchas acerca del cuerpo y la mú-
sica que lo incita han sido siempre un locus central de confrontación en la
música occidental, y en este locus –más amplio que el discurso de lo nacio-
nal– nos preguntamos por aquello que motiva el rechazo de esta cueca.
Una pista plausible es el baile. En efecto, las manifestaciones popula-
res del baile, la gestualidad y sensualidad de los bailarines, el cuerpo po-
pular en definitiva (y, por cierto, el modo en que la música aporta a la
construcción de ese cuerpo), ha sido la más reiterada evidencia por la cual la
clase ilustrada ha considerado oprobioso y de mal gusto el modo popular 151
de la cueca, justificando con ello su marginación. Es decir, se cuestiona la
corporeidad intrínseca y no disimulada de su expresión –aquello que Bar-
thes definió como “el grano de la voz”–8 más que sus rasgos formales. Así,
el grano de la discordia en la cueca son las marcas distintivas del timbre de
sus voces, del sonido de sus instrumentos, del movimiento y gestualidad
de su danza.
Esto consta en una extensa saga de juicios negativos, desde los albo-
res de la República hasta ahora incluso. Tomo, por ejemplo, los comenta-
rios de Andrés Bello en el año 1832, cuando se producía un auge de las
chinganas populares. El honorable sabio condenaba las chinganas y sus
“concurrencias fomentadoras de incentivos destructores de todo sentimien-
to de pudor”. Allí “los movimientos voluptuosos, las canciones lascivas y
los dicharachos insolentes hieren con vehemencia los sentidos (…) El je-
nio de la delicadeza se embota y el espíritu de civilidad se disipa. Todas las
costumbres se estragan”; y sentenciaba preocupado que “en medio de las
ventajas que nos ha proporcionado el establecimiento del orden, se obser-
va con desagrado una afición a ciertas diversiones que pugnan con el esta-
do de nuestra civilización. Se ha restablecido con tal entusiasmo el gusto
por las chinganas, o más propiamente, burdeles autorizados, que parece
que se intentase reducir la capital de Chile a una gran aldea”.9
Un siglo más tarde, desde la visión del escritor Joaquín Edwards Be-
llo, la fiesta y la cueca popular aparecen indisolublemente asociadas a ex-
cesos y violencia:
Por ser un pueblo aburrido amamos las diversiones violentas y que
no están regidas por principios sociales, o métodos de urbanidad,
sino por el agotamiento que engendran. Nuestras fiestas, francache-
REVISITANDO CHILE

las y banquetes, no tienen límites, si son populares. La cueca es uno


de los bailes más violentos, ilimitados y voluptuosos que se pueda
conocer; nunca se sabe cómo ni cuándo terminarán los bailado-
res.10
Desde tal perspectiva, la cueca y la fiesta popular son portadoras de
una alteridad problemática, meritoria de vigilancia y control. Por ello, esta
cultura de lo festivo se desarrolló en paralelo, sometida a persecución in-
cluso, constituyéndose en uno de los ejes de sentido de la vida del pueblo
urbano.
¿Dónde y cómo surgió la cueca brava o chilenera? ¿Cuáles son sus
marcas identitarias? ¿Cuáles sus códigos y reglas? ¿Sus lugares, circuitos y
los actores sociales que la encarnan?
En la transición desde el último cuarto del siglo XIX al siglo XX, en el
seno de los suburbios de las grandes ciudades del país, principalmente
Santiago y Valparaíso, se cultivó una cueca vital e intensamente arraigada
al estilo de la vida popular. Ahí, fiesta y cueca fueron experiencias comu-
152 nitarias que actualizaban las marcas de una convivialidad diferente. Sin-
tetizada en el verbo remoler, la fiesta era con cueca; y para los cuequeros
remoler era una verdadera opción de vida. Ellos, los cuequeros, encarna-
ban a la rotada, cuyo estilo de vida y sus fiestas eran desaprobados –como
vimos– por la clase ilustrada.
Estos habitantes del arrabal cultivaron modalidades propias de hacer
música, poesía y baile, con una fuerte función identitaria, asociados a even-
tos, lugares, personajes emblemáticos, comportamientos sociales, estilos
de vestirse, de apariencia, de gestualidad, etc. La manera de hablar en este
ambiente, por ejemplo, y el uso del coa, jerga del ambiente delictual, fue
incorporada en las letras de sus cantos. Estos elementos configuraron un
sistema de distinción relacionado con las necesidades de socialización e
identificación de tales grupos –de la rotada y su anarquismo libertario–, en
el moderno espacio de la ciudad. La cueca chilenera es parte sustantiva en
este sistema.
En los años 1920 y 1930, cuando sobreviene la primera ola de folklo-
rización mediática de géneros tradicionales, la cueca chilenera fue ignora-
da y marginada. Tal situación cambia lentamente desde los años 1950. En
esta época, la intensificación del proceso de industrialización produjo una
nueva ola migratoria a la ciudad, la radio y la industria discográfica pro-
mocionaban nuevas músicas populares internacionales, orientadas sobre
todo a las clases medias, y se multiplicaban y renovaban las manifestacio-
nes de la música típica.11 Fue entonces que por primera vez se incorporan
en el circuito del disco y el espectáculo artístico algunos cantores chilene-
ros, como es el caso destacado de Mario Catalán,12 figura-puente en la
proyección de la tradición del canto chilenero. En la década del sesenta,
con el vuelo de una nueva ola folklorística –a la vez modernizante y rei-
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vindicativa de una nueva autenticidad–, otros cuequeros son incorporados


en la escena de los massmedia. Un verdadero hito en este proceso fue la
formación del conjunto Los Chileneros (1967), integrado por fogueados
cantores del ambiente cuequero: Hernán “Nano” Núñez, Luis “Baucha”
Araneda, Eduardo “Lalo” Mesías y Raúl “Perico” Lizama. A través de sus
actuaciones y de los discos que grabaron –3 discos LP entre 1967 y 1972–,
un sector más amplio de la sociedad conoció el estilo chilenero, recono-
ciéndolo como una importante tradición de la cultura popular. Cuando en
el año 2000 –casi 30 años después– reaparecen en la escena como Los
Chileneros,13 estos maestros generan un inusitado interés por la cueca,
cuestión que más de alguno ha relacionado con el fenómeno cubano de
Buena Vista Social Club. Es un signo abierto que habrá que descifrar en el
futuro próximo.

El arte de cuequear
La chilenera es por excelencia un arte de cuequear, arte difícil y tradicio-
153
nal cuya práctica resume las características, repertorios, reglas y códigos
del género, que aquí sólo describiremos muy someramente.
“La cueca es de pueblo; si p’arriba14 no la cantaban”, nos dice Her-
nán Núñez, y así es en efecto. La vida social de la cueca va asociada a los
suburbios y conventillos, a los llamados barrios bravos de Santiago y del
puerto de Valparaíso.15
Estos territorios son las canchas cuequeras que delimitan un ambiente
esencialmente urbano, con una trama de personas, lugares, eventos e his-
torias.
En este sentido, la cueca chilenera es emblemática de una identidad
localizada, cuya cartografía en el Santiago de la primeras décadas del siglo
pasado incluía, como principales, el barrio de la Estación Central, la Vega
Central, el Matadero, y el circuito de burdeles y otros lugares de la vida
bohemia (Plaza Almagro, calles Maipú, Diez de Julio, Vivaceta, etc.).
En estos territorios se consolidó un espacio de convivialidad popular
y libertaria, asociada con la rotada y la bohemia, donde la cueca fue la
“reina de la noche”. Este ambiente cerró su ciclo en 1973: “las casas mu-
rieron en el año 73, para cuando fue el golpe; ahí se acabó la noche bohe-
mia”, afirma Raúl Lizama, el “Perico chilenero”.16
El verso “guapo, cantor y habiloso” representa una buena síntesis del
cuequero, cuyo prototipo es un modelo de hombría, encarnado en el roto,
actor social emblemático de esta cueca. De ahí que el roto la defendiera
incondicionalmente, como lo testimonia Hernán Núñez:
Se la persiguió y más que todo en los barrios humildes. Es por eso
que la cueca se refugió en las casas de niñas, en los arrabales, en los
bajos fondos, cárceles y presidios. Ahí no los podían llevar presos. La
REVISITANDO CHILE

cueca prácticamente era prohibida, aunque esa ley no tenía número.


Y aunque al roto lo llevaban en cana, la cantaba igual. O sea, el roto
se quedó con la cueca y la cueca se quedó en el alma del roto. Es por
eso que es difícil que se la quiten. Y si no hubiera sido por él, la cueca
habría desaparecido porque ha sido el único abogado que ha tenido.17
La fiesta popular encontró en la práctica de la cueca chilenera –los
eventos cuequeros– uno de los núcleos más resistentes al control de la
vigilante autoridad, una especie de hoyo negro en la textura del poder. Los
lugares tradicionales donde se hacía cueca eran las picadas, los bares y
chicherías, y los burdeles o casas de remolienda. Los burdeles –las casas–
son considerados no sólo como refugio de la cueca sino verdaderas escue-
las de canto, donde concurrían los mejores cantores y músicos del am-
biente.
Yo a las casas fui más por las cuecas. Nosotros cuando estábamos por
ahí, en cualquier parte, con los polleros, los de La Vega, los carretele-
ros, “¡Vamos a carliniar!”. Se iba más por las cuecas, porque allá eran
154
bonitas las cuecas y no crea que tanto por bailar ¡Entonces habían
cantorazos, pueh oiga!18
Es en su puesta en acto, en los buenos cuequeos, cuando se manifiesta
con plenitud la diferencia que hace de la cueca chilenera un estilo con
identidad propia: “¡Si las cuecas son todas iguales! Es uno el que tiene que
darle la gracia, el sabor”, afirma un cuequero de los grandes. El cantor es
el motor de la cueca, al punto de que sin buenos cantores no hay buena
performance y, por lo tanto, no hay evento cuequero.
El proceso de la performance cuequera se desarrolla sobre la base de
un conjunto de prácticas, códigos y reglas validadas por la comunidad, las
que ponen en juego una serie de engranajes e interacciones entre los can-
tores, el conjunto instrumental que los acompaña, los bailarines y la co-
munidad participante.
En los eventos cuequeros, especialmente cuando se juntaban los “lo-
tes” de cantores, predominaba un ambiente de competencia, que a menu-
do lindaba en el conflicto, “eran guerras las cuecas; no era llegar y cantar,
había que ser gallo”.19 De ahí su denominación como cueca brava, “es
brava porque la rotada también es brava, parada en el hilo”, rasgo atribui-
do a la idiosincrasia popular: “es la vida que tiene el chileno, medio ague-
rrido, es algo de adentro, se nace con eso”.20 Es brava porque es difícil
cantarla y bailarla y, además, por el clima de intensa pasión que genera
entre los participantes.
Antiguamente eran duelos las cuecas, sobre todo en los bajos fondos.
Para cantar con esa gallada había que ser buen cantor y guapo por-
que se formaban ruedas de cantores. El que se pifiaba lo echaban
para afuera o lo hacían servir.21
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En suma, cuequear es un arte de contienda cuyo eje es el canto; un


oficio de lidiar cantando en equipo con otros, juntos y compitiendo, al
mismo tiempo:
El cuequero cantaba una cueca y lo primero que hacía era voltear al
otro. Más aún si no lo conocían y más si lo habían aniñado. Por eso
que la cueca para cantarla y para bailarla ha sido guerreada.22

El oficio del cantor


La defensa del cuequero radica en el dominio de las varias habilidades que
constituyen el oficio del cantor, como sacar en primera, arremangar, ani-
mar, segundear, tañar. En un proceso largo y paciente desarrolla la voz
cuequera (el pito) y aprende de memoria el repertorio. “Ésa ha sido la
pillería del cuequero –dice un viejo cantor–, tener harto material”, lo que
implica saber muchas melodías, incluyendo las más difíciles (las con reco-
vecos), saber hacerles variaciones; también saber encajar muletillas dife-
rentes a las melodías, tener en mente un repertorio de versos numeroso y
155
temáticamente variado, y saber improvisarlos si no los tiene; y, además,
saber cantar un mismo verso con varias melodías y viceversa, para despis-
tar a los otros cantores.
La escuela para aprender a cantar la cueca así eran los conventillos,
las casas de niñas, las fondas, las picadas. Ésos eran los lugares donde
gustaba la cueca, donde la querían, donde la respetaban, fueran los
que fueran.23
Otro circuito de transmisión y aprendizaje de esta tradición fue el de
los vendedores ambulantes, aquellos que gritan su mercadería en las ca-
lles; esos “andaban siempre entrenándose, pasaban todo el día gritando, y
adornaban el grito en sus pregones, ¿se da cuenta cómo estaban esas gar-
gantas?”.24
El pito cuequero –marca fundamental del estilo– tiene un grano y un
comportamiento peculiar que los cuequeros refieren a dos cualidades bá-
sicas: la potencia de la voz y el ser aniñado. El estilo cuequero se puede
describir como canto gorgoreado y entonado, especialmente apreciado
cuando el cantor se encumbra en los tonos altos.
Cuando no hay acompañamiento instrumental, el cuequero canta a
capela. En estas cuecas sin música –cuecas a capela o atarradas– es funda-
mental el buen tañido de los cantores; esto es, la capacidad de acompañar-
se percutiendo en sus panderos, tormentos (o “tañadores”), o bien tañan-
do cajas, sillas, mesas, tarros, conchas, platillos de loza, cucharas, dedales,
o lo que sea.
Segundear, hacer una segunda voz a cualquier melodía de cueca, cons-
tituye otra herramienta del oficio, necesaria para intercambiar entre la
primera y la segunda voz en el transcurso de una cueca y para integrarse
REVISITANDO CHILE

en los lotes para cantar a la rueda. Ése es el modo de sostener y apoyar en


su esfuerzo al que agarra la primera voz; de modo que “un cantor que
cante sólo en primera no va a ser nunca cantor ¡Nunca! Si un hombre
tiene que cantar a dos voces, hacerle segunda al compañero”, dice Luis
“Baucha” Araneda.25
Con el dominio de estas competencias básicas del oficio, un cantor
estaba en condiciones de pegar el grito en cualquier parte, como dice esta
cueca, autorretrato de uno poseedor de las reales [las cartas mayores] de la
chingana:

Pego el grito en cualquier parte


que yo sé lo que es cantar
de mi pecho salen versos
como arena de la mar.

Pa’ sacar entonado


156 caramba, nadie me gana
porque tengo las reales
caramba, de la chingana

De la chingana, sí
caramba, me sobra el pito
que una cueca dos veces
caramba, no la repito.

Juego con el pandero


caramba, soy chinganero.

Participando en los lotes los cantores pulían su oficio, ampliaban su


repertorio y perfeccionaban su capacidad de memorizar y de improvisar
versos. Y es esta actividad de competencia y preparación constante la que
estableció un curso de progresivo enriquecimiento del cada vez más exi-
gente arte de cuequear.
Arte de vibrante humanidad, reacio a imitaciones y mediatizaciones
someras, la cueca chilenera es, aún, un espacio de convivencia festiva y
libertaria, donde los herederos de “las reales de la chingana” mantienen y
reproducen una identidad popular y su memoria. En mi opinión, es una
de las tradiciones más vitales y originales de la música urbana popular
surgidas en nuestro país. Es una de las músicas que encarnan la transición
del siglo XIX al XX, y que tiene algo en común con géneros surgidos en
otras ciudades del planeta en el mismo período, como el tango rioplaten-
se, el vals criollo limeño, el son cubano, el blues y la polka en Estados
Unidos, el fado en Lisboa, el cante jondo en Andalucía y otros.26
L ECTURAS DE LAS IDENTIDADES : S U B J E T I V I DA D E S , MÁRGENES E INSTITUCIONES

1. También cueca brava, centrina, o acarambolada, achaflanada, achiquillada, apianada,


atarrada.
2. Ballet Folclórico de Chile y Ballet Folclórico Nacional, respectivamente; son cuerpos
artísticos especializados en la proyección folklórica en escenarios.
3. Intervención de la parlamentaria doña María Angélica Cristi en la Cámara de Diputados;
Oficio N° 4878 del 15 de marzo de 2000.
4. Del mismo modo que la identidad, las músicas nacionales no son una esencia ni un
hecho dado sino un constructo que remite directamente a la pugna por la representación de
lo nacional.
5. En efecto, hacen parte del género varios estilos, tales como cueca nortina, centrina,
chilota, porteña (según la región) y cueca huasa, campesina, chilenera, marinera, minera,
asalonada, de burdel, de circo, etc. (según los grupos y usos).
6. Recordemos la calidad de emblema oficial de la cueca, declarada danza nacional de Chile
por Decreto Ley N° 23 del 18 de septiembre de 1979.
7. En Femenijne Endings: Music, Gender and Sexuality (Minneapolis: University of Minnesota
Press, 1991) p. 20.
8. Ver Roland Barthes, ¿Por dónde empezar? (Barcelona: Tusquets, 1974): “El ‘grano’ es el
cuerpo en la voz que canta, en la mano que escribe, en el miembro que ejecuta” (p. 162).
9. Andrés Bello, editorial en El Araucano, del 7 de enero de 1832, citado en El Mercurio de
Valparaíso, 22 de septiembre de 1884.
10. Joaquín Edwards Bello, “Exceso por escasez”, artículo en periódico no identificado,
157
s/f. [c. 1934].
11. Desde la década del treinta, la “música típica” constituyó e identificó la representación
folklórica nacional, sustentada en la estilización de géneros de la música tradicional campe-
sina, fundamentalmente la tonada, ajustada a los formatos y estéticas prevalecientes en el
circuito de la massmedia.
12. Este renombrado cantor de la Vega Central de Santiago, surgió en el medio de la música
típica en los años 1950, a través de sus actuaciones y grabaciones con el Dúo Rey-Silva, por
entonces una de las agrupaciones más importantes en la escena local.
13. Ver la edición en disco de su primer y único concierto, Los Chileneros en vivo. Santiago:
Warner Music Chile, CD 092741100-2, 2001.
14. “Arriba” señala el barrio alto de Santiago.
15. También hacen parte del sistema chilenero, aunque en escala más reducida, Coquimbo,
San Antonio, Rancagua, Concepción.
16. Entrevista, 1998.
17. Hernán Núñez, de su relato “Apología de la cueca”, editado en 1972 como disco com-
plementario al tercer álbum LP de Los Chileneros.
18. Hernán Núñez, Entrevista, 1999.
19. Hernán Núñez, Entrevista, 1998.
20. Hernán Núñez, Entrevista, 1999.
21. Hernán Núñez, “Apología de la cueca”, 1972.
22. Hernán Núñez, Entrevista, 1999.
23. Ibid.
24. Hernán Núñez, Entrevista, 1998.
25. Entrevista, 1999.
26. People’s music es la categoría acuñada por Charles Keil para este tipo de tradiciones
musicales urbanas y populares. Cf. Charles Keil & Steven Feld, Music Grooves (Chicago: Uni-
versity of Chicago Press, 1994), pp. 197-217.
REVISITANDO CHILE

158
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

SEGUNDA PARTE

IDENTIDADES: DE LO REGIONAL A LO LOCAL O DE LA PATRIA A LA MATRIA 159

…porque soy, como ustedes, una regionalista de mirada y de


entendimiento,
una enamorada de la «patria chiquita», que sirve y aúpa a la
grande.
En geografía como en amor, el que no ama minuciosamente,
virtud a virtud y facción a facción, el atolondrado, que suele ser un
vanidosillo,
que mira conjuntos kilométricos y no conoce y saborea detalles, ni ve,
ni entiende,
ni ama tampoco

(Gabriela Mistral, Conferencia en Málaga)


REVISITANDO CHILE

160
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

I. EL NORTE

En arribando a Coquimbo 161


se acaba el Padre-desierto,
queda atrás como el dolor
que nos mordió mucho tiempo,
queda con nuestros hermanos
que en prueba lo recibieron
y que después ya lo amaron
como ama sin ver el ciego

(Gabriela Mistral en Poema de Chile, 1985)


REVISITANDO CHILE

162
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

LA COMARCA TARAPAQUEÑA:
DE PERTENENCIAS Y DESIERTOS

Lautaro Núñez
Arqueólogo

Aquí estoy para el triunfo


de las viejas soledades
de las tumbas remotas
que aprenden a volar
(Vicente Huidobro)

D oscientos años de vida, desde el punto de vista arqueológico, es bastan- 163


te poco para un país que cuenta ya catorce mil. En consecuencia, lo suce-
dido en dos siglos no es más que la vida de tres ancianos sucesivos.
Dentro de esta pequeña historia, entonces, trataremos de ordenar
visiones antropológicas e históricas para evaluar constataciones de perte-
nencias, más que identidades, entre los grupos sociales que han configu-
rado las entidades tarapaqueñas.
La clave para entender los procesos de pertenencias e identidades es
la noción de un ethos que, desde nuestra mirada de historia larga, varía en
términos de tiempo, espacio y cultura; siempre haciéndose y esencialmente
inconcluso.
Estar hoy en un vacío identitario es positivo, pues implica que se
están generando, dialécticamente, las fuerzas para salir de estados laten-
tes que permitan a la sociedad –en este caso, la tarapaqueña, como reali-
dad más que un supuesto– estructurar otra vez esos fuertes movimientos
sociales que conducen a la representación de identidades, según se ha
observado en reiterados eventos clímax de los procesos regionales.
Estos conceptos instrumentales, ajustados o no, deberían ser la con-
secuencia de nuestra capacidad para identificar procesos históricos parti-
culares de cada región que posea suficientes atributos cotradicionales asu-
midos, compartidos y autorreconocidos en el imaginario de comarcas
específicas.
El centro del análisis no será ninguna ciudad ni ningún rasgo aislado
en particular, sino aquellos componentes que le dieron y dan pertenencia
a los habitantes que a lo largo del tiempo decidieron domesticar el territo-
rio más inhóspito de América y que, a su vez, lo hicieron más habitable.
Aquellos que inauguraron el arraigo entre paisajes escasamente coloniza-
REVISITANDO CHILE

dos dadas sus características no aptas para la vida que tanto asombraron al
propio Darwin.
El solo hecho de vivir en un desierto involucra un grado de diferen-
cia, revelada en el acto de exponerse más que imponerse, en torno a la
paradoja de habitar lo vacío. Únicamente así se puede entender la epope-
ya más grande que ha distinguido a este territorio de los “otros”; esto es,
habitar lo vacío dentro de las leyes de la soledad y de los despoblados, tal
como fueron tratados por los cronistas y viajeros... También quisiéramos
entender mejor cómo la ocupación europea desde la Conquista recoge los
logros indígenas preexistentes y los prearticula hacia su nueva propuesta, a
través de un modelo distinto y distante del mundo anterior, como acep-
tando una praxis que los superaba en el extraño modo de vivir lo para
otros invisible y no vivible. Fue así que el escenario indio y español, sin-
cretizado, creó las condiciones del destino minero colonial. De allí a la
recepción de la modernidad industrial y minera de cuño victoriano sólo
hubo un levísimo paso. ¿Podría alguien sostener que no hay un conti-
164 nuum de percepciones mineras que ha marcado el pensamiento entre es-
tos desiertos y el mar?
También fueron particulares los procesos coloniales en el desierto de
Atacama y, a su vez, aquellos esencialmente prehispanos, irrepetibles en
el resto del país.
Lo que hicieron los indígenas para hacer más habitable este desierto
no sucedió en otros territorios. Por ejemplo, los procesos civilizatorios pre-
hispánicos son frecuentes en los desiertos y no más allá. Ni los indígenas
ni los españoles colonizaron las pampas intermedias secas y más extensas
que ocuparán luego el espacio salitrero. Esta epopeya es decimonónica,
alzada entre la nueva clase empresarial cosmopolita y los orígenes del ca-
pitalismo industrial, junto al proletariado emanado de poblaciones indí-
genas, mestizas y de emigrantes acriollados, todos pertenecientes al am-
plio espectro del norte grande y chico del Chile actual y a las repúblicas
andinas fronterizas. Incluyendo, por supuesto, los procesos durante los
tiempos republicanos, que también tienen condiciones particulares. La
pregunta válida es la siguiente: ¿el proceso de chilenización logró cubrir
las complejas y largas historias regionales del desierto tarapaqueño-ataca-
meño? Y su respuesta: absolutamente no.
Estamos hablando de procesos históricos regionales muy cercanos
que ocurrieron en la región de Tarapacá y no en otro lugar, donde el cam-
bio de un país por otro fue aceptado y querido gradualmente. Sobre esos
eslabones de resistencia y adaptación recién ahora comenzamos a enten-
der su “doble militancia”, capaz de crearnos un espíritu de mayor integra-
ción subregional y a conocer las historias limítrofes como verdaderas y
también propias. Lo anterior es posible a partir de investigaciones que
iluminan las dinámica de identidades que se van y otras que surgen al
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

interior de los protagonistas multiestamentarios de un proceso tarapaque-


ño que siguió su curso de acción sin enredarse más con su pasado.
Debe tenerse presente que éste es el único territorio del desierto de
Atacama donde hay tres fronteras limítrofes. Son estos componentes so-
ciales los que le dan particularidad y dinamismo al proceso en cuanto los
vínculos integrativos han constituido una impronta a lo largo de toda la
historia del desierto tarapaqueño.
En consecuencia, si abrimos ventanas diacrónicas podríamos recono-
cer indicadores verticales; esto es, señales que vienen desde el pasado y que
nos pueden indicar que verdaderamente estamos en un territorio bastante
singular, en donde las condiciones de adaptación, desarrollo, continuidad y
cambio fueron absolutamente originales. Fue así que, desde muy tempra-
no, este paisaje fuese dominado primero por los caravaneros prehispáni-
cos, luego por la arriería colonial y republicana, hasta los primeros inge-
nios rodantes motorizados, incluyendo los ferrocarriles. Sólo de ese modo
fue capaz, a través del movimiento de sus gentes, de ganarle a la noción
española de “despoblado” para configurar una comarca bien referida y 165
acotada en la geografía cultural de un desierto que se llenó de voces, sabe-
res y labores, que establecieron la etología de la diferencia con sus regio-
nes aledañas. Se habitó lo vacío donde los recursos lo permitieron, y no
hubo un espacio con agua, caletas y minas visibles en donde esta sociedad
no anduviera tras sus asentamientos apoyados en la más increíble red de
senderos conocidos.
Hasta ahora no he encontrado otro territorio como éste en Chile, en
donde los procesos históricos nos muestren largas historias desde estilos
de vida paleolíticos, hasta la revolución industrial inglesa y el surgimiento
de tempranos focos capitalistas y clases proletarias coexistentes con mino-
rías étnicas preexistentes al régimen colonial y obviamente republicano.
Con hiatos más hiatos menos, los arqueólogos están en condiciones
de afirmar, junto a los historiadores, que efectivamente en este territorio ha
transcurrido la mayor cantidad y calidad de respuestas sociales y tecnolo-
gías sucesivas, desde formas bastante primitivas de apropiación de la natu-
raleza, hasta otras tan sofisticadas como la implantación de agricultura y
ganadería, y del arribo del talento de la revolución inglesa del siglo XIX.
En este sentido, la notable expansión ferroviaria, un proceso propio
de esta zona, no puede explicarse sino al interior del escenario de innova-
ciones tecnológicas surgido del manejo capitalista de los recursos extracti-
vos. Y también de un territorio que por largo tiempo, desde el mundo pre-
hispánico, estuvo sometido, a partir de sus recursos, a la aplicación sucesiva
de innovaciones tecnológicas.
Estamos, entonces, reconstituyendo una historia larga e irrepetible
pero que se inserta en los procesos macrohistóricos de cómo fueron do-
mesticados, colonizados y explotados los otros desiertos y cómo se defi-
REVISITANDO CHILE

nieron sus perfiles estamentarios al interior del orden mundial. El compo-


nente indígena aquí es temporalmente dominante y generó primero una
forma de subsistencia e ideología andinas frente a un proceso original, que
marca una línea de varios miles de años desde lo prehispánico hasta tiem-
pos actuales. En consecuencia, es muy importante indicar que la evolución
de la sociedad andina es otra marca indeleble para este territorio. Con todos
los conflictos, con toda la complejidad que significa para un país que se
creía uniforme, reconocer y cohabitar los valores indígenas no es ni será
fácil; pero aprenderemos a caminar juntos por una historia plural. Nadie
podría dudar que la sociedad andina, la única localizada en el norte del
país, le otorgó al proceso tal pertenencia e identidad que humanizó el
espacio occidental desde los altos Andes al Pacífico.
Sin querer emplear la palabra “mestiza”, este territorio también está
impregnado del surgimiento de una nueva sociedad. Sin ella y su obliga-
ción de crear espacios culturales e ideológicos nuevos en los ámbitos urba-
nos y rurales suficientemente españolizados, no podemos entender la emer-
166 gencia de la religiosidad popular que cruza los tres tiempos de América.
Entonces, estamos frente a un espacio particular y con suficiente di-
versidad cultural que ha logrado generar ciertos perfiles humanos, distin-
tos de otros territorios.
El desierto de Atacama tiene tal diversidad ambiental y cultural que
generó durante el mundo prehispánico distintas identidades, reestructu-
radas en el mundo colonial y que aún sobreviven. En ellas los valores étni-
cos cohabitan con fenómenos tan modernos como lo fue el carácter cosmo-
polita que generó la implantación, en este desierto antes que en otro
territorio, del más temprano capitalismo. Por lo anterior, debe aceptarse
que el estamento indígena actual es un genuino portavoz de pertenencia
tal como se aprecia, por ejemplo, en su ritualidad, que no fue desarticula-
da ni colapsada por tanta modernidad salitrera.
Eso explica por qué solamente en este territorio surge la primera
transición desde sociedades agrarias a la implantación de la más prístina
fuerza proletaria de todo el país. Éstos son hechos particulares, irrepetibles,
que generan importantes investigaciones sobre temas trascendentes que los
historiadores entienden como tremendamente complejos y que particula-
rizan a este territorio, acercándonos a interpretaciones entre modelos de
emergencia de formas capitalistas en el concierto mundial. Tal análisis se-
ría imposible lograrlo en el universo del ciclo del trigo del centro sur de
Chile.
Otros indicadores verticales son los ciclos mineros. Las sociedades
tarapaqueña y atacameña, sensu lato, los estamentos étnicos y no étnicos,
han desarrollado una cultura de súper pervivencia, puesto que han logrado
sobrevivir al surgimiento, desarrollo y crisis de grandes ciclos mineros, con
la permanente sensación de habitar en un cuasi campamento, siempre en
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

estado de espera, como de acumular e irse, como siempre de paso; a pesar


de que todo nortino sabe que es siempre, entre todos, el más arraigado.
Siempre nos quedamos, y siempre vivimos en estado de esperanza, como
buscando esa nueva veta que nos permita continuar en nuestras tierras
bajo el sentido de la más auténtica lealtad territorial.
Los hombres siguen creando los recursos, de acuerdo a las nuevas
necesidades y, extrañamente, el desierto sigue siendo el más generoso e
inagotable territorio, donde la gente que piensa irse termina agrandando
sus cementerios… En el medio de la nada, cuando un recurso agotado o
mal administrado crea los tiempos de crisis se abre un nuevo paso al des-
cubrimiento de otro nuevo.
La cultura de la pervivencia frente a todos estos ciclos efímeros y mag-
níficos a la vez, es un rasgo propio y sustancial de este territorio y abre una
de las ventanas más persistentes y tradicionales a través de los tiempos.
Por otro lado, en relación al carácter fronterizo de este territorio, no
ha sido fácil sostener y estimular una cultura de fronteras más armónicas.
Siempre se advierten resabios de suspicacia derivados de la envergadura 167
del conflicto gracias al cual Chile se extiende hasta este territorio y sus
habitantes, que vivíamos aquí desde antes, por medio de un decreto pasa-
mos a ser chilenos. Lo traumático de estos problemas fronterizos es que, si
bien superados, generan que aún las tres fronteras no hayan sido incorpo-
radas con creatividad y no logren compartir cultura ni educación, salvo
un poco de ciencias sociales y antropológicas debidas a contactos persona-
les más que a estímulos institucionales y señales pioneras que nos acer-
quen a mejores relaciones interandinas.
Otro aspecto proveniente de las ventanas verticales es la noción de
asentamientos con identidades, tan importantes en el desierto porque son
creados entre tremendas distancias. El mundo es aquél donde se nació y
se labora, y no hay otro a la mano. De esta manera, la relación establecida
con la tierra natal es muy intensa, para así mitigar aquellas distancias in-
conmensurables. En consecuencia, se establece no solamente una lealtad,
sino una cultura del arraigo, amparada por un paisaje apropiador.
A pesar del tiempo que ha pasado desde las crisis del salitre, hasta
ahora las organizaciones proletarias salitreras se mantienen en función de
esos asentamientos que hoy son ruinas visibles que viven lozanas en el
imaginario de sus descendientes… Es, pues, una vinculación en donde las
relaciones de querencia con el territorio son mucho más acentuadas que
en otros lugares.
Las labores son otro aspecto que entra por las ventanas verticales. En
ningún momento, ni siquiera en la prehistoria, hemos visto que los traba-
jos tradicionales agropecuarios hayan sido dominantes. Sí lo fueron para
la subsistencia, pero siempre fue la riqueza de los materiales no vincula-
dos con recursos naturales –básicamente el tráfico de piedras preciosas, de
REVISITANDO CHILE

suntuarios, de bienes costeros, la circulación de objetos de estatus, y bási-


camente lo minero-metalúrgico– el aspecto que le dio un lugar en el uni-
verso andino a los pueblos prehistóricos de esta región.
El río Loa, la cuenca de Atacama, las regiones tarapaqueñas, orien-
tan modelos para comprender que siempre fuimos un país minero y cos-
teño, con ganas de no darle a la tierra que produce alimentos el respeto y
desarrollo suficientes. Una impronta minera, una suerte de pasión extracti-
va que nos remite a uno de los más grandes desafíos en términos de diver-
sificar las fuentes para un futuro más confiable. No debe olvidarse que el
siglo colonial aquí fue esencialmente más minero que agropecuario. El
destino minero es antiguo, y lo sigue siendo hoy. Es decir, otra vez esta-
mos frente a instituciones y labores tradicionales que han marcado los
signos en este desierto y tal magnitud de estilos de vida ha quedado im-
pregnada en el espíritu de estos pueblos.
Y, finalmente, algo que tiene que ver con aspectos ideológicos. Exis-
tiendo tres o cuatro ejemplos más de estas ventanas verticales, escogeré
168 uno, que es el que más sostiene la presente propuesta: la religiosidad po-
pular. Aquí se mezclan valores indios, de la nueva sociedad, la colonial y
de la actual que, en conjunto, marcan una constante hacia un acerca-
miento de fe y feria entre largas distancias y, por sobre todo, el someterse
sin doctrinas a un aparato religioso que los sostiene en el centro de la
adversidad de este desierto. Es la soledad india con sus incas asesinados, la
sociedad colonial esclava y los salitreros y sus descendientes actuales que
sienten pobreza de cuerpo y alma, desamparados en regímenes cada vez
más impersonales.
Más que el efecto Tirana y que los santuarios del norte, lo que hay es
una conexión directa entre hombres y mujeres del desierto, que encuen-
tran en la religiosidad popular la única posibilidad de darle un sentido y
una orientación a tantas vidas llenas de promesas por los avatares y que
desde la visión de los males físicos y del alma no eran ni son tan distintos
a las penurias coloniales.
Desde ese punto de vista, los componentes de la nueva sociedad que
configuran este proceso derivado del discurso colonial y decimonónico,
son la continuidad y el cambio, que le otorgan una fisonomía absoluta-
mente peculiar. Sin duda, el entretejido de varias tradiciones regionales
insertas en el fenómeno Tirana, urdido entre los tres tiempos es tan gran-
de, que los estudios teóricos relacionados con el traslado formal y rígido
del modelo de evangelización hispánico, asociado al boato de lo festivo y
de la visualización del poder, tienen aquí un caldo de cultivo capaz de
incentivar el déficit de marcos teóricos vinculados con los procesos locales
de identidades y pertenencias.
Los indicadores horizontales tocan tangencialmente a los procesos
verticales pertinentes al desierto, aquellos que desde el centro físico e ideo-
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

lógico del Estado nacional, centralizado, alcanzan la periferia para unifor-


mar lo diverso y para cohesionar los valores nacionales en un país estirado
desde los desiertos al polo. Esta sola dimensión de una “loca geografía”, en
el decir de Benjamín Subercaseaux, debería iluminar el entendimiento de
la existencia de varios países socioculturales dentro de uno. En este sentido,
el Bicentenario será una fiesta de cumpleaños para todos, aunque celebrada
con las distintas idiosincrasias regionales, de modo que el regalo de esos
edificios emblemáticos refleje el espíritu y la forma tarapaqueña a través
del juego, esta vez, de los cuatro tiempos: el indio, el colonial, el republi-
cano temprano y el presente-futuro, con la alegría de saber que las histo-
rias regionales del país seco podrán articularse en las historias generales
del país verde.
Sergio Villalobos, que aún escribe una notable historia de los pueblos
chilenos, se atrevió en un momento de su vida a historiar esa bella obra
sobre la economía del desierto. De todas maneras, falta muchísimo más
para que las historias sean menos generales y cada vez más cercanas a los
distintos procesos entre sí. En verdad, puesto que la cultura tarapaqueña 169
no fue parte del reino de Chile, cuesta que sea entendida dentro de un
fenómeno nacional. Por lo demás, la educación ha sido tremendamente
horizontal y homogénea al no acudir a las realidades regionales.
Hasta hace poco las regiones no tenían museos; pero ahora existen
aquí los mejores museos antropológicos del país.
Frente a estas improntas horizontales, se debe considerar que el ser-
vicio militar, las comunicaciones actuales y el nacionalismo innato, per-
versamente innato, con olor a una aristocracia urbana proveniente de los
campos con su toque prusiano, hacen que el tema nacional esté siempre
sobrepasando los valores regionales.
¿Qué es lo que nos falta para incorporarnos a la historia nacional? Lo
prehispánico es desconocido, también cómo se conquistó y domesticó este
desierto, los estilos de vida del desierto, las formas de habitarlo. Los proce-
sos regionales recientes son algo más conocidos, porque es ahora que esta-
mos completando los propios vacíos históricos que tenemos. Y el costum-
brismo, la creatividad artística literaria y musical, danzas y bailes, en fin…
son parcialmente conocidos. Pero se nos olvida que la cantata de los Advis,
traducida a más de diez idiomas, surge en Iquique, entre familias iquique-
ñas que entendían claramente el proceso salitrero. Ése es el mejor modelo,
la cantata es un fenómeno regional que, tratado con rigor, se eleva a lo
universal. Claro, Santa María como cacería humana es un fenómeno uni-
versal. Pero ¿por qué se logra esto? Es posible asumir ciertos temas tras-
cendentes desde nuestra propia cultura, desde nuestras propias vísceras,
dado que las pertenencias son persistentes y subyacen a pesar de la actual
incultura de la liviandad.
Las tendencias que advierto desde un punto de vista arqueológico,
un poco jugando entre pasado y presente, son que el crecimiento urbano
REVISITANDO CHILE

y las intervenciones en los frágiles ambientes desérticos van a ser cada vez
más descontrolados, porque el modelo minero se hará más inflexible, sin
armonizar ni estimular otros modelos de desarrollo paralelos. El agua de-
ficitaria y el desconocimiento frente a recursos existentes y no bien cono-
cidos como los marítimos y las carencias de investigaciones teóricas y apli-
cadas ejemplifican nuestra falta de creatividad para seguir domesticando
los espacios áridos, entre grandes movimientos de opinión atados al acto
de pertenecer con destinos compartidos. Es decir, no existe una cultura de
vivir el desierto que vaya desde su pasado al patrimonio, de sus recursos y
sus gentes por la irradiación de un estilo de vida acorde a este paisaje
cultural con el fin de seguir habitando el vacío con sensatez humana y
ecológica suficiente, puesto que ya hay, por ejemplo, registros de plomo
en las altas cumbres atacameñas. De modo que una visión crítica, pero
llena de esperanza, nos dirá si las contradicciones entre los modelos eco-
nómicos globales y las débiles estructuras de la cultura y la educación
regionales y nacionales serán capaces de sostener las memorias de perte-
170 nencias e identidades pasadas y así formalizar los movimientos de gente y
los pensamientos para aquellos valores que darán cuenta de lo que escri-
bió Balzac: “Que caiga la maldición a quien calle en el desierto creyendo
que está solo”.
Tampoco olvidar que cuando pensábamos que las epopeyas del norte
estaban ya escritas por sus más clásicos voceros, nuestro Hernán Rivera
Letelier, el último obrero salitrero, nos reencantó hoy para enseñarnos
que el ethos nortino está allí latente, como mirando por su otra ventana lo
que fuimos para a lo menos hacernos pensar que los pasados son medios
genéticos y sus actores se alojan en la sangre de los descendientes. Mien-
tras existan Riveras en nuestro desierto vamos a estar muy felices por esa
frágil separación entre el olvido y la memoria, del cómo se hizo el norte y
del porqué no nos debiéramos preocupar de aquellos que prefieren volar
por sobre la historia sin posibilidad alguna de bajar de las solitarias razo-
nes del Olimpo. Hay en este tema de lo que somos una suerte de pasiona-
rio tan bien escrito por Huidobro: “Señor, lo único que vale en la vida es la
pasión, vivimos para uno que otro momento de exaltación”. Y frente al
desierto, la “fascinación de las esferas” inconmensurables, donde la tierra
se ve que en verdad es redonda sea pues la exacta medida para que sus
habitantes lo naveguen por sus más íntimas extensiones.
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

ENTRETEJIENDO LAS DIFERENCIAS

Victoria Castro
Arqueóloga

H ay una trama del tipo palimpsesto, un sustrato difuso que es el soporte 171
inicial, fuerte y silencioso que ayuda a la formación de las identidades en
todo lugar. Quizás este aserto constituya un concepto de extensión seme-
jante a aquel que nos señala que es preciso consolidar un principio de
diferenciación, inherente al tema de las identidades.
Las identidades se construyen o se hacen operativas a partir de un
concepto de país, lo que nos plantea el problema de un tiempo de cons-
trucción ligado a la constitución del Estado. Quienes reflexionamos sobre
estos temas desde una perspectiva de honda profundidad histórica, en las
latitudes altas y bajas de este territorio, difícilmente podríamos concordar
con una idea de región más bien centralista, surgida desde la visión colo-
nial de la Capitanía de Chile y luego reafirmada por el Estado, a pesar de la
necesidad de sentar dominio sobre los territorios más norteños. Como ar-
queólogos, estamos siempre relacionándonos, tal vez de modo no tan cons-
ciente, con representaciones materiales a partir de las cuales queremos
saber desde dónde se miraron o cómo se pensaron los seres que concibie-
ron tales obras.
Las identidades a nivel regional tienen historias previas, con identi-
dades previas. La llamada identidad chilena, que pareciera un cierto prin-
cipio de homogeneización, nos resulta impuesta y poco conocida. Sin duda
es la mirada oficial, lo que se espera que seamos. A través del tiempo, esa
dimensión fue hasta hace poco, tremendamente europeizante.
Al no poder ser totalmente europeos, se optó, en prácticamente toda
Latinoamérica, por una definición de “identidad mestiza”, nombrada así
para significar, teóricamente, un componente europeo con otro “indio”.
Este significativo concepto no puede seguir siendo el real lugar común
que ha existido hasta ahora. Merece, por su amplia extensión y distribu-
REVISITANDO CHILE

ción, que podamos llegar a denotar su complejidad, a revisar qué recono-


cemos como lo mestizo, que significa sentirse mestizo.
Sin duda existen las identidades a nivel regional y podría decirse que
hay aquellas sentidas, nacidas de la empiria misma, como la del pampino
del salitre, la del morrino de Iquique y tantas otras microidentidades. Tam-
bién hay otras construidas, como el macroconcepto étnico de atacameño,
inicialmente más exógeno, porque surgieron desde el ámbito académico.
Éstas han sido consideradas posteriormente por diversos grupos de rai-
gambre indígena, que las han incorporado a parte de su discurso de rei-
vindicación frente al Estado y para existir en él.
Creo en la solidez de múltiples identidades locales, gremiales, “senti-
das”, en las que la identidad personal goza de una coherencia con la colec-
tiva, cuestión que no me parece que suceda tan fácilmente con las “macro-
identidades regionales”. Pienso que son aquéllas internamente coherentes
entre lo personal y lo colectivo, de generación más endógena, de concien-
cia o convencimiento entre lo que se siente ser y cómo cada uno se reco-
172 noce en el todo, las que tienen más fuerza e integración, más allá de los
elementos representacionales que las hacen reconocibles.
Esas microidentidades, hacen parte de las identidades de nivel regio-
nal, pero no la definen como un todo, un ser del Norte Grande. La suma
no es la integración de las partes. Habría que preguntarse, entonces, cómo
las micro y macroidentidades del nivel regional se articulan con la “iden-
tidad chilena”. Me parece que esta vinculación sólo podría darse en tanto
unos y otros se encontraran fuera de este espacio llamado Chile, tal como
están las cosas ahora, apelando al elemento relacional de la identidad como
concepto. Porque, ¿que podrá ser la identidad chilena en este momento?
¿Es lo mismo que la identidad nacional?
Creo, en definitiva, que el nivel de articulación se activa cuando el
país se piensa por regiones, al modo de un mapa cultural diverso y rico. El
problema es que quienes lo conciben así, no pasan de ser un puñado de
personas sin el peso suficiente para cambiar una educación en extremo
homogeneizante.
En fin, por supuesto que hay identidades regionales; pero son múlti-
ples y sus elementos constitutivos también. Son su historia. Nacen de re-
tazos de historias diversas y de procesos de formación diferentes.
No me parece que las historias regionales hayan sido suficientemen-
te interpretadas dentro de las historias de Chile. Creo que prácticamente
está todo por hacerse. Toda la historia de Chile.
Finalmente, quisiera apenas enunciar el problema de la construcción
de una identidad por parte de los arqueólogos, ya que, sin darnos cuenta,
ocupamos nuestro tiempo, en realidad, tratando de imaginarnos cómo
fueron los otros, tratando de pensarlos para comprenderlos, tratando de
imaginar las partes blandas de la cultura y su dinamismo, cuestión que no
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encontramos en los elementos materiales representacionales que han que-


dado en los lugares que habitaron y transitaron. Creo que vale la pena
ejemplificar con la construcción del concepto “atacameño” a través del
tiempo.1
Durante la Colonia, particularmente en los siglos XVI y XVII, “lo ata-
cameño” actúa como un concepto homogeneizador, para denotar a los
“naturales de Atacama”. Son los escritores coloniales los que deciden quién
es quién de acuerdo a determinado territorio. Poco importa cómo ellos se
mencionan entre sí y entre otros.
Luego, en la época republicana, a partir de los arqueólogos de los ini-
cios del siglo XX, “lo atacameño” es un concepto para nombrar a “los nati-
vos”, desde el Loa y hasta Arica. Después, el concepto se restringe territo-
rialmente. Así, hacia 1960, si bien el territorio sólo se circunscribe a la
II Región, todo lo nativo de ella se constituía como “lo atacameño”. A partir
de los años ochenta se segregan fases y tradiciones culturales diferentes, se
comprende la diversidad y la riqueza en Atacama o la Provincia de el Loa.
El discurso de la década de los noventa incorpora nuevos actores y 173
objetivos para el uso del término “atacameño”. Hay una discusión seria
sobre el tema de las transformaciones y cambios que afectan a grupos
llamados “atacameños” y que son denunciados por los antropólogos so-
ciales, etnólogos y arqueólogos. Estos últimos continúan teorizando sobre
el tema de representaciones materiales y territorios. Muy significativa-
mente, los pueblos originarios revisan y reevalúan el concepto, utilizán-
dolo como parte del esquema de representación frente al gobierno.
En cuanto al Estado, recién empieza a conocer este debate. Para él, la
Provincia de el Loa siempre ha sido pensada en función de macroproyec-
tos en donde el agua y los recursos minerales para la industria y la urbe son
cruciales para “crecer como país”...., a costa de destruir los paisajes cultura-
les de este territorio, construidos socialmente por milenios. Ello significa
que los pueblos originarios de esta región y que reconocemos como “ata-
cameños”, están cambiando de manera paulatina para homogeneizarse,
sin quererlo, con los cordones urbanos.
Frente a ello, también muy recientemente, el Estado quiere contri-
buir a esta “identidad atacameña”, con proyectos patrimoniales de etno-
turismo. Es posible, entonces, que las distintas fuerzas que se conjugan
nos permitan respetar, como país, las diferencias y entretejerlas en este
proyecto identitario nacional.

1. Para saber más, véase Victoria Castro, “Identidad, territorios y lenguas en Atacama”.
Revista Anales de la Universidad de Chile”, VI Serie, Nº 13, agosto de 2001.
REVISITANDO CHILE

LAS ELUSIVAS IDENTIDADES REGIONALES


DEL NORTE DE CHILE

Hans Gundermann
Antropólogo

174 INTRODUCCIÓN
Intentaré fundamentar la tesis de que no existe una identidad regional
nortina. Sí identidades colectivas, otras. Para esto considero útil una in-
troducción relativamente extensa de tipo más bien conceptual.
Como parte de ello, es oportuno plantear qué podríamos entender
por una región en el norte de Chile. El Norte Grande nos parece más una
referencia geográfica e histórica, incluso con contenidos emocionales, que
propiamente una región, pues ésta supone lo anterior pero demanda que se
cumplan más condiciones que las de un marco físico y algún tipo de con-
ciencia y adhesión emocional. Las regiones de las divisiones político-admi-
nistrativas no son, en principio, histórico-sociológicas. Pueden llegar a ser-
lo, dado que la acción del Estado sin duda es un factor eficiente en la
construcción histórica de una región, pero la estabilidad de dichas divisio-
nes no es algo que caracterice la macrozona norte. Por ello es que este
factor no ha actuado históricamente de un modo estable en la formación
de regiones en esta parte del país.
Las provincias y sus ciudades cabeceras podrían quizá representar
regiones. Por ejemplo, Iquique, la ciudad y la provincia. O Calama y el
espacio interior correspondiente a la Provincia del Loa. Parece ser una
buena posibilidad de encontrar regiones. Pero, a condición de que limite-
mos la región a las ciudades cabeceras de esos territorios, habría algunas
dificultades para ver como región las relaciones entre esas ciudades y los
espacios jurisdiccionales provinciales. Por lo pronto se trata de espacios
con evidentes segmentaciones étnicas entre un interior indígena y un es-
pacio urbano no indígena y modernizado. Las actividades extractivas del
“interior” de los territorios pudieron ser una manera de construir región,
pero esas actividades han tenido importantes interrupciones en el tiempo
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

y la propia modalidad de inserción del capital en esos espacios ha variado


considerablemente. Por momentos tales espacios han estado plenos de acti-
vidad; en otros, el desierto cuasi deshabitado se impone; en otros, recientes,
la intervención económica es virtualmente aséptica. En definitiva, los cam-
bios, las crisis económicas, las reformas del Estado, los cambios jurisdic-
cionales, han limitado la formación de regiones a este nivel. No hay en la
actualidad regiones consistentes. En estas circunstancias, difícilmente ha-
brá identidades regionales.

IDENTIDADES COLECTIVAS
Existe la tendencia de ver las identidades colectivas como “cosas”, como
entidades naturalizadas, fijas, estables. Es común, por lo tanto, una defini-
ción sustancialista de la identidad, referida a entes que poseen propiedades
y atributos específicos y estables relacionados entre sí, los que se establecen
como constituyentes de identidades que se mantendrían constantes y sin
mayores variaciones a través de la historia. Debido a ello, existe la inclina-
175
ción a no ver las identidades como lo que efectivamente son: realidades
situacionales y relacionales. Es decir, dependientes de contextos sociales e
históricos, cambiantes, sujetos a contingencias, permeables al tiempo y las
circunstancias. La identidad es, ante todo, relación y no sustancia.
Frente a la pregunta de si existen o no identidades regionales, debe-
rían anteponerse a ella otras que las especifiquen: identidades en determi-
nada historia, en cierta configuración política, en tal o cual espacio social,
en uno u otro proceso sociohistórico. Sólo así, en esta contextualización,
podría evitarse la tendencia de naturalización, de fijación de las identida-
des. Es entonces necesario alejarse de estos vicios, cuestionar esta tenden-
cia. Se requiere un concepto de identidad que arranque de otra manera.
Este otro punto de partida podría estar dado por una perspectiva del
actor, sujeto social, o agencia social. No voy a entrar en los pequeños o
grandes detalles que diferencian estas nociones. Baste decir que en todos
los casos se pone en evidencia, se resalta como algo significativo, la capa-
cidad de acción de los sujetos, individual o colectivamente considerados,
en la construcción de los sí mismos y en la intervención, en mayor o me-
nor grado, que ellos despliegan sobre los ambientes o contextos en los que
se ven envueltos.
Desde este enfoque y ubicación, las identidades aparecen íntimamen-
te vinculadas con los sujetos sociales: son sus productores. La identidad no
puede desprenderse, entonces, de la acción social y del movimiento de lo
social. Con frecuencia, la identidad aparece también relacionada con la ac-
ción poseedora de sentido histórico, con proyecto, con utopía, con deman-
das fuertes, con lucha y conflicto dirigidos a la búsqueda de cambios en el
sistema social.
REVISITANDO CHILE

De aquí, entonces, que me parece más apropiada una definición de


la identidad colectiva, más rica en consecuencias de análisis, como la de
un conjunto de signos, símbolos y significados por medio de los cuales los
actores, agentes o sujetos sociales establecen diferencias, demarcan fronte-
ras, se distinguen de otros en situaciones sociales e históricas determinadas
y determinables. Lo anterior implica, en consecuencia, que no bastan las
diferencias culturales objetivas para que haya identidad. Es necesario, es
indispensable una cierta voluntad de diferenciarse, de distinguirse; es de-
cir, se requiere una elaboración subjetiva de diferencias objetivas para que
haya identidad. Es una de sus condiciones, uno de sus prerrequisitos.
Se trata, en esta medida, de una construcción social en un sistema de
relaciones sociales entre actores. Hay, en definitiva, que situar en relación
con qué sujetos o actores sociales, con qué procesos sociales, con qué his-
toria social se están elaborando, produciendo y reproduciendo estas defi-
niciones de sí mismo y de otros.
Aquí la temática del poder es central. Las asimetrías sociales son un
176
aspecto clave del éxito o fracaso en la conformación de identidades. La cues-
tión del poder es fundamental en las posibilidades de que la voluntad y la
construcción de imágenes de identidad tengan éxito social y eficiencia so-
cial y, por lo tanto, consecuencias históricas. A lo anterior habría que agre-
gar, sin duda, ya que estamos hablando de poder, el tema del reconoci-
miento externo. Cuando lo hay, las posibilidades de éxito obviamente se
ven incrementadas.
Habría que decir, luego, que la identidad es el resultado de un proce-
so de identificación. Si no existe, no hay identidad. Si nos situamos en una
perspectiva de los actores o de los sujetos, se requiere entonces el fenómeno
de la identificación, no sólo como algo cognitivo, sino también como una
adhesión más o menos racional o más o menos emocional. La identificación
supone definiciones de sí mismo, pero en el seno de una contextualidad
social en donde el propio acto de definición del sí mismo es también un
acto de demarcación, de diferenciación y de definición de otros. Es también
un acto que arrastra solidaridad, compromiso, voluntad, así como distan-
cia, neutralidad, indiferencia, odio, discriminación o agresividad.
Un elemento que resulta fundamental, entonces, para el argumento
que estoy sosteniendo es la idea de identidad como valor. La identificación
presupone la existencia de valoraciones y la mediación de valores. En la
medida en que las identidades sean algo bastante más importante para los
sujetos que simplemente una cierta sensibilidad, una cierta clasificatoria,
una cierta imagen, una cierta representación; en la medida en que se cons-
tituyan como valores, las identidades van a poder entonces dar sentido a
la acción. Podrán ayudar a conformar propósitos, intenciones, orientacio-
nes, definiciones de posicionamiento, metas y objetivos, eventualmente
opciones de cursos de acción por parte de estos sujetos, actores o agentes
sociales.
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

Sería bueno, quizá, acudir a una posición que un autor como Ma-
nuel Castells plantea en una de sus obras recientes más importantes, lla-
mada El poder de la identidad. En ella habla de identidades proyectos e iden-
tidades defensivas, las cuales están, obviamente, muy ligadas a esta noción
de agencia y actor con una identidad defensiva, o actor con identidad pro-
yecto. Estas modulaciones de la identidad implican una potencia, una fuer-
za. Para que haya identidad colectiva verdaderamente se requiere enton-
ces la existencia de significados adscritos fuertes y con potencialidad sobre
lo social.
En suma, no basta para hablar de identidad o alteridad (su otra cara),
para aquellos fenómenos de identificación que proporcionan sentidos va-
gos, con identificaciones débiles, con pertenencias descomprometidas, si
lo vemos en términos individuales. Y en lo colectivo, no basta con hablar
de identidades que son sólo sensibilidades, representaciones, elementos de
repertorios culturales, clasificaciones sociales o administrativas. Para hablar
de identidad en sentido fuerte, se requiere bastante más, y los elementos
que he tratado de reseñar son aquellos que se requieren para que en rea- 177
lidad podamos hablar de una identidad colectiva.
¿Y cuáles son las identidades regionales en el norte de Chile?
Hecho todo este largo preámbulo, sostengo que para el caso del nor-
te de Chile no existe realmente una identidad regional, tarapaqueña, como
valor, como algo que para actores, agentes o sujetos sociales, tiene conse-
cuencias políticas, culturales o sociales significativas. Sí hubo en Tarapacá
una identidad formada en y durante el ciclo salitrero.
Sin duda, hay referencias de pertenencia, algún sentido de adscrip-
ción, algún tipo de lealtad, pero estos elementos no alcanzan a represen-
tar o a configurar verdaderamente una identidad colectiva, al menos en el
sentido fuerte en que estoy postulando que se la debe considerar. Lo que sí
tenemos, sin duda, son identidades dentro de espacios político-administra-
tivos, en los espacios históricos, espacios más exclusivos que también tienen
alcances socioculturales. El norte de Chile es rico en estas o en otras iden-
tidades, pero no en identidad regional.
Pensemos en las identidades populares en torno a la religiosidad, en
las obreras, en las étnicas, también en las categoriales referidas a género.
Están, asimismo, las ligadas a los gremios y los oficios. Estas últimas fue-
ron importantes en algunos momentos de la historia del norte, cuando
éste albergó y dio origen a movimientos sociales fundamentales en sus
consecuencias para la historia política y social del país. En éstos estuvie-
ron implicadas configuraciones de identidad muy profundas y consisten-
tes, que no estaban circunscritas a regiones. Asimismo, están presentes,
con algunas dudas, movimientos étnicos de los pueblos originarios regio-
nales, que tampoco pueden categorizarse como regionales.
Ahora, he venido sosteniendo que hay una relación muy estrecha
entre identidad y movimiento, identidad y acción colectiva, pues ambas
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se construyen mutuamente. Desde este punto de vista hay una codeter-


minación entre ambos planos. Por cierto, la acción colectiva no es el único
lugar de la construcción de la identidad, pero sin duda que es un momento
de activación, fijación, interrogación, toma de opciones, etc., respecto de las
identidades. En este sentido, hay movimientos, si lo apreciamos desde el
punto de vista de los movimientos sociales o de la acción colectiva en
general, hay movimientos en el norte del país con alcances políticos y
sociales importantes, pero limitados a las ciudades.
Son movimientos sociales y diversas formas de acción colectiva que
se circunscriben a las ciudades. La Arica de los últimos años es un buen
ejemplo al respecto. Por muchos años en estado de receso, mirándose por
demasiado tiempo en el espejo de su prosperidad de antaño y en la llegada
de la hora de la opulencia y crecimiento de Iquique, una multitud de agen-
tes sociales, políticos y económicos de la ciudad han protagonizado una
notable movilización. Es una modulación de la identidad de la ciudad
eminentemente reactiva, de protesta.
178 En estos niveles sí creo que es legítimo, sí considero que es adecuado
e importante destacar la existencia de identidades; pero no en el nivel re-
gional. Para hablar de identidad regional, o macrorregional, entonces, no
basta con tener ciertas especificidades históricas, particularidades cultura-
les, orígenes raciales o determinadas proveniencias étnicas. Éstos son sólo
materiales que pueden o no ser acogidos o recogidos en la construcción de
sentidos, de significados fuertes por parte de actores, sujetos o agentes
sociales para conformar identidades.

UN ESBOZO DE EXPLICACIÓN
¿Por qué no hay una identidad regional nortina? ¿Por qué en general en
Chile no hay identidades regionales? Un elemento sin duda importante es
el que dice relación con que en Chile el proyecto republicano tiene una
tradición centralista muy potente. Una fuerza histórica de largo plazo y de
amplio alcance que incidirá en una suerte de anulación, de inhibición de las
identidades regionales. Esta conformación centralista del Estado, del poder,
no deja espacio a la generación, al “cocimiento” histórico de actores regio-
nales con autonomía que construyan, entonces, una identidad de región.
No está el caldero que se requiere para que este tipo de cosas exista.
La descentralización, que en las últimas décadas está teniendo lugar,
bien sabemos, es, ante todo, de carácter administrativo y las cuotas de po-
der traspasado son insuficientes, limitadas, inadecuadas, insustanciales.
Si buscamos en la economía un factor eficiente de formación de iden-
tidades colectivas regionales, tampoco encontraremos un resultado neto.
La economía salitrera en el norte de Chile formó una región y muy proba-
blemente creó una identidad regional. Pero esa región así formada se trans-
formó profundamente con las crisis del siglo XX. Los actores, instituciones
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y poderes que dieron vida y sostuvieron esa identidad ya no están o vie-


ron en lo sucesivo muy menguada su importancia política, económica y
cultural. Una por un momento poderosa identidad regional se vio trunca-
da, interrumpida. Una región carente de vigor se resuelve más en la nostal-
gia que en la renovación. No hubo en lo sucesivo una economía regional
autónoma más o menos independiente y floreciente, en relación con la cual
actores, agentes, sujetos del mercado, sujetos económicos, pudieran haber
contribuido de una manera decisiva a la continuidad y redefinición de una
identidad regional. Más recientemente se dan, por vía de la economía,
fenómenos de movilización, formación de actores y formulaciones de iden-
tidad, pero más ligados a ciudades. Se mencionó el caso de Arica. Sin duda
también Iquique, en una perspectiva de crisis para el período posterior al
auge del salitre. O también el Iquique del exitismo de las últimas dos y
media décadas, al parecer efímero, pero no como un fenómeno macrozo-
nal o regional más amplio.
Estas ciudades han ido adquiriendo, de manera cambiante a través
del tiempo, posiciones regionales e identidades que van a conformarse a 179
veces como identidades proyecto y a veces como identidades de crisis, de
resistencia. Arica era, en la década de los sesenta, una ciudad próspera, con
crecimiento, orgullosa de sí misma, con actores políticos y económicos pro-
minentes. Los sujetos sociales de la ciudad crearon esa visión promisoria.
La imagen, la definición y aquello por lo que luchaban los actores políticos
y económicos de la ciudad se orientaba hacia el futuro. Ésa era una iden-
tidad proyecto. Por el contrario, Iquique, en la época de la crisis salitrera
terminal, desde la década del treinta en adelante, era más una identidad
defensiva que otra cosa.
Hay otros casos. La ciudad de Calama es más bien la antiidentidad.
Absorbida por Chuquicamata y por los agentes económicos, políticos y sin-
dicales de la minería (para quienes es apenas una suerte de híbrido entre
emporio y una región dormitorio), realmente no le ha sido posible cons-
truir una identidad de ciudad ni una identidad proyecto ni una identidad
siquiera defensiva. No sabemos qué pase en el futuro, pero por ahora no
ha cuajado allí una identidad dotada de fuerza social suficiente.
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IMAGINARIO E IDENTIDAD CULTURAL EN LA


REGIÓN DE TARAPACÁ

Héctor González
Antropólogo

180 E n un espacio determinado pueden existir diferentes tipos de identida-


des: de género, de clase, de etnia, de nación u otras. Algunas o todas ellas
se pueden encontrar en un espacio territorial como el de una región.
En Tarapacá no existe una identidad “regional”, al menos no una
que corresponda con los límites de su territorio o sus habitantes. En Chile
las regiones son construcciones político-administrativas arbitrarias, de data
reciente, que no se corresponden necesariamente con áreas culturales que
puedan proporcionar “contenido” a un sentido de pertenencia o distinti-
vo de este tipo.
Sin embargo, entendiendo que las identidades también se constru-
yen (el caso de las identidades “nacionales” lo demuestra), en la medida
en que son parte del juego de las relaciones sociales, creo que se pueden
rescatar ciertos elementos que, llegado el caso, pudieran ser realzados o,
aun, despreciados como recursos disponibles para un “proyecto” de imagi-
nario colectivo de pertenencia y especificidad de los habitantes de este espa-
cio regional. Por ejemplo, los límites de la Región de Tarapacá alojan tres
realidades: sus dos ciudades costeras y la zona rural interior, con distinta
composición poblacional y diferentes recorridos históricos. La realidad cul-
tural urbana es diferente a la rural, compuesta en su mayoría por población
de origen aymara. A su vez, Iquique y Arica presentan componentes cultu-
rales particulares que sustentan, incluso, una enemistad entre sus respecti-
vos habitantes. Por otra parte, ciertos componentes culturales se relacio-
nan con la existencia de un espacio cultural y geográfico más amplio: el
Norte Grande; otros con la amalgama cultural que se da en una región
que se ha formado con la afluencia de variados aportes migratorios prove-
nientes del resto del país y el extranjero.
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Enumero, a continuación, los elementos que podrían estar disponi-


bles para un proyecto de dotar de contenido a una identidad regional por
construir; sin embargo, advierto que algunos pueden operar en sentido
centrífugo y otros de manera centrípeta a un proyecto de esta naturaleza.
Sin asegurar que sean elegidos, llegado el caso, pueden ayudar a com-
prender en qué se funda lo “diverso” de la Región de Tarapacá.

Algunos elementos “tradicionales”


El componente indígena presenta al menos tres aspectos que se pueden des-
tacar. Primero, lo que el pueblo aymara representa en el imaginario de
una región de frontera y ocupación como Tarapacá cuando, a pesar de ser
los habitantes originarios del territorio, evocan lo “extranjero”. Luego, su
propia identidad grupal, que en los últimos años abandona el referente lo-
calista que la caracterizaba (somos de un pueblo determinado), asumiendo
una condición étnica amplia (somos aymaras), que sobrepasa incluso los
límites del país y cuestiona temas como los de fronteras y soberanía. Por
último, los elementos que, bajo la forma de préstamos, sincretismos o re- 181
elaboraciones, han aportado a la cultura general de la región, presente en
festividades, música, bailes y otros que se acostumbra ubicar en el acomo-
daticio ámbito del folklore.
Muchos elementos de la cultura pampina siguen todavía vigentes en
el imaginario cultural regional (aunque también en Antofagasta e, incluso
el Norte Chico). Destaca obviamente la pampa como lugar de nacimiento
del movimiento obrero y de la lucha social. Junto a la solidaridad, presen-
te en las redes de ayuda mutua desde las antiguas sociedades de benefi-
cencia, también se proyecta el fenómeno de la ilustración al que estuvo
asociado el movimiento obrero, visible en la importancia asignada a la edu-
cación (desde los preceptores originales), la información (prensa popular),
el teatro, la música. Los poblados y cementerios abandonados de las oficinas
salitreras recuerdan al viajero la fugacidad o finitud del esplendor económi-
co y son la imagen de los ciclos de crisis y prosperidad de la economía del
desierto. La impronta cosmopolita de ese período es también la postal del
crisol y amalgama cultural de una región con alta proporción de inmigran-
tes. La concepción sobrenatural de la pampa como proveedora y quitadora
de vida continúa en el respeto a las animitas, las leyendas de aparecidos y
otras. Los elementos festivo-religiosos de síntesis hispano-indígena, se tras-
ladan desde las oficinas a las ciudades (como los carnavales) o a centros de
peregrinación (como las cofradías y bandas a La Tirana). Por último, la
muerte sacrificial (por accidente o masacre), sigue siendo el símbolo de la
tragedia que acecha a los obreros en sus lugares de trabajo o en la lucha
por sus demandas.
El componente del barrio también sigue de alguna manera presente. No
basta ser de Iquique, se debe especificar el barrio, así el sujeto es percibido
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como original de un grupo de bravos o fieros luchadores, buenos nadado-


res o futbolistas, pescadores o pampinos, habitantes antiguos o recientes,
pobres o de clase media, etc. El barrio es una suerte de refugio. Un ámbito
reducido donde todos se conocen, y donde son posibles las relaciones cara
a cara, y la solidaridad grupal a una escala alcanzable de reciprocidad. De
todas formas, se trata de un elemento en crisis, por la movilidad residen-
cial o la revalorización de los cascos antiguos de estas ciudades, donde se
ubicaban los barrios más tradicionales.
La constitución de imágenes de ciudad funciona con lemas tales como
“Iquique, tierra de campeones” o “Arica, ciudad de la eterna primavera”,
aunque no sean estrictamente ciertos. El esplendor deportivo de Iquique
coincide con el período de depresión que vive la ciudad después de la
crisis del salitre. Lo que parece estar detrás es la asociación entre pobreza
y valor, de triunfar con escasos recursos. En el caso de Arica, la imagen se
posiciona en tiempos en que la ciudad vivía su máximo auge. La oferta de
primavera permanente remite aquí a una constante “natural”, las condi-
182 ciones climáticas, ya no a una conceptualización de sus habitantes, sino
del entorno geográfico.
La conceptualización del entorno geográfico remite a una particular rela-
ción hombre-paisaje que se puede rastrear en los ritos, símbolos e íconos
con que las poblaciones prehispánicas aprehendieron culturalmente su
subsistencia y convivencia en el desierto. Los antiguos geoglifos, indica-
dores y descansos rituales de las antiguas caravanas, mudados de imagen
en escritura, todavía sirven para señalar distintos elementos paganos o
religiosos. La veneración e identificación de la tradición andina con las
cumbres, aunque reelaborada, sigue de alguna manera presente en el ce-
rro Dragón de Iquique, la enorme duna de arena símbolo de la ciudad;
también el “histórico” morro de Arica, un peñón de piedra, es símbolo de
la ciudad y marcador de nacionalidad: en su falda un neogeoglifo con
feroces corvos, significantes del Ejército chileno, se la señalan diariamente
a sus habitantes y a los visitantes de los países vecinos.
La religiosidad popular está presente de la manera más destacada en
las festividades de la Virgen de La Tirana en el área de Iquique y de la
Virgen del Rosario de Las Peñas en la zona de Arica, que combinan la fe, la
fiesta y la feria. La devoción se manifiesta no sólo en multitudinarias pere-
grinaciones, sino también en la vida de los sujetos. Asimismo, las leyendas
fundantes y las características del culto en ambos santuarios se enmarcan
dentro de la tradición mariana latinoamericana y tienen que ver también
con el mestizaje y con el sincretismo religioso.
Respecto de la mujer, se pueden destacar conceptos como los de sole-
dad, lucha y solidaridad, asociados con los de valentía, sacrificio y esfuerzo.
Los ciclos de empleo y cesantía obligan al traslado de los hombres a otros
puntos en busca de trabajo; mientras que la minería y la pesca son activi-
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dades que obligan al hombre a dejar a su familia por períodos. La mujer de


la región tiene también un largo historial de lucha y participación social y
política, que arranca desde la época del salitre y continúa hasta hoy. Vincu-
lado con este punto, otro elemento interesante de rescatar es la relación
entre mujer y ahorro familiar. Son ellas las que generalmente se encargan
de juntar el dinero para la vivienda social o manejar las finanzas familia-
res para el endeudamiento planificado, sea con el almacenero o la cadena
comercial.

Algunos elementos emergentes


Últimamente han surgido ciertos componentes de marginalidad. Cuando
se acentúa la desigual distribución de los ingresos y la pobreza tiende a
hacerse más dura, subsisten ciertos elementos asociados a la solidaridad
vecinal; pero también aparecen otros más preocupantes que tienen que
ver, principalmente, con un aumento del consumo suntuario y, entre los
jóvenes, de la drogadicción. La oferta de la Zofri ha penetrado fuertemente
en los hogares de la región. En casas a punto de derrumbarse, existen elec- 183
trodomésticos y hay autos abandonados en las puertas de las viviendas en
los sectores populares. Por otro lado, en Iquique y Arica el consumo de
pasta base ha originado patologías sociales clásicas y también desórdenes
culturales que afectan a instituciones inherentes al mundo marginal, como
la solidaridad barrial y el orden familiar. La conducta de los “moneros”
plantea una subversión de límites culturales tradicionales. Ya no se delin-
que fuera sino dentro del barrio o la familia: se asalta al vecino, se roba y
maltrata a los padres. La cultura de la marginalidad ha tenido que integrar
a la fuerza a estos nuevos personajes, sus vestimentas y su jerga.
Otro nuevo tema lo plantean los indígenas en la ciudad. Actualmente
la mayor parte de la población aymara chilena reside en las zonas urbanas
de la región. Aunque sólo representarían entre un 10 y un 15% de la
población total urbana, los migrantes aymaras son claramente visibles en
ciertos espacios residenciales, sociales y económicos de las ciudades. Den-
tro de ellas desempeñan de preferencia ocupaciones por cuenta propia y
el manejo económico sigue siendo familiar, de acuerdo al modelo campe-
sino del que provienen. De esta manera han copado también ciertos sec-
tores económicos de las ciudades, como el comercio detallista, el ambu-
lante y el transporte. En su convivencia con los no indígenas han hecho
aportes al paisaje urbano, siendo quizás el más importante la música tro-
pical andina, en sus dos versiones: chicha y cumbia.
La minería moderna tiene un sistema de organización laboral y un
desarrollo tecnológico muy diferentes a los de la producción salitrera, so-
bre la que se funda la experiencia histórica de los habitantes de la región.
Esta cuestión no afecta sólo a los mismos trabajadores, sino también a la
percepción ciudadana del fenómeno minero: el paisaje, el lugar de traba-
REVISITANDO CHILE

jo, el grupo familiar, la fuerza laboral, etc. Por otro lado, los trabajadores
mineros perciben beneficios y salarios mucho más altos, que se traducen
en mayores niveles de consumo suntuario, mejor educación para los hijos
y salud para el grupo familiar, residen en modernas villas custodiadas por
guardias. En definitiva, una segregación espacial, social y económica del
resto de la población.
Se ha producido también un revival de la cultura de la playa. Aunque
los habitantes de la costa de la región siempre han tenido una fuerte rela-
ción con el mar, ha surgido un nuevo fenómeno que parece inscribirse
dentro de esta misma relación cultural. Las playas de Iquique y Arica se
han inundado de jóvenes que “corren” las olas en sus tablas de surf. Sin
embargo, ya no se trata de cazadores-recolectores marinos, la vinculación
de estos jóvenes con el mar ya no es “productiva”, sino “lúdica”. La masi-
ficación de esta práctica y su intrusión en todas las capas sociales dan
cuenta de la emergencia de un nuevo fenómeno cultural juvenil.

184
Vínculos con la identidad “chilena”
Sin pronunciarme acerca de si existe o no una cultura “chilena”, es inne-
gable que al menos el Estado nación ha intervenido en la Región de Tara-
pacá con ciertos contenidos de lo que es o debiera ser la identidad “nacio-
nal”, visible al menos en tres temas: militares, huasos y educación.
En la región se aprende y se sabe más de la historia de la Guerra del
Pacífico y se vive un ambiente más militarista que en cualquier otra del
país. El 21 de Mayo en Iquique es un verdadero aniversario de identidad
local: rememoración de un acto constituyente, el aniversario de fundación
de la ciudad. También una evocación sacrificial que, desde la epopeya béli-
ca, se conecta con los sacrificios de la historia social (de obreros durante el
ciclo salitrero o de los fusilados en Pisagua en 1973). Tampoco hay que
olvidar la influencia que proyecta sobre la conciencia y la vida regional la
gran cantidad de regimientos y contingente militar radicado en esta zona
de frontera y ocupación.
También son importantes la visión y percepción de lo indígena (como
“extranjero”), las políticas explícitas o implícitas de la educación formal y
la proyección de la imagen de Chile central como un estereotipo del ser
nacional. La educación de tipo nacionalista se exacerbó durante el régi-
men militar, que la asumió como una cuestión de geopolítica, especial-
mente en el sector rural.
La “chilenización” tiene que ver también con la proyección de la
imagen campestre de Chile central, que nuestro país parece haber adopta-
do como símbolo del ser nacional. Nada más extraño que ramadas, cuecas
y huasos en el desierto. En Arica existe un club de huasos y se celebra
todos los años el campeonato ¡nacional! de cueca. Es una elección de sen-
tido para el ser o el deber ser chileno que no considera los elementos de
cultura regional enumerados antes.
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

Un relato histórico discontinuo


La memoria histórica, aprendida por conductos formales o informales, es
la reserva patrimonial de un agregado como el regional. Pero, ¿los habi-
tantes de la Región de Tarapacá pueden hacer un recorrido continuo por
toda la historia de su territorio, por todos sus períodos, por todos sus años?
El período prehistórico está bien documentado. Las condiciones am-
bientales permiten la conservación de restos y existen especialistas desde
antes que se iniciara profesionalmente la arqueología en el país. Las colec-
ciones de los museos regionales son archivos de importancia nacional e
internacional. El período colonial es menos conocido. En Iquique su evo-
cación parece ser menos importante que en Arica, pues fue una ciudad
que, en ese período, seguía siendo apenas una caleta de pescadores. En
Arica ocurre lo contrario. Esta ciudad fue capital del primer corregimiento
en la región y vivió una época temprana de esplendor, entre fines del siglo
XVI y finales del XVII, cuando sirvió de puerto de entrada y salida para el
mineral de Potosí. Luego vino un ciclo de depresión económica y demo-
gráfica que se prolongó, incluso, hasta mediados del siglo pasado. Los his- 185
toriadores locales y los propios habitantes de Arica rememoran constante-
mente su importancia colonial, rescatando incluso su escudo y decreto
real de fundación. Este juego de olvido y evocación del pasado colonial
trae a cuento los ciclos históricos de la dinámica económica regional, un
fenómeno que se proyecta también hacia otros componentes del imagina-
rio cultural: si Iquique es una caleta sin pasado colonial vistoso, que se
transforma en puerto recién a mediados del siglo pasado y con el auge del
salitre, Arica es un puerto del pasado que se transforma en caleta después
de la declinación del mineral argentífero de Potosí.
La historia regional da un salto sobre la época peruana, para reco-
menzar solamente desde la ocupación chilena de este territorio a fines del
diecinueve. Esta situación se relaciona evidentemente con las característi-
cas que asume la incorporación de un territorio tras una guerra. La ocupa-
ción y la afirmación de la soberanía chilena supusieron la instalación de
una nueva nacionalidad y la necesidad de borrar los vestigios de la prece-
dente. Aparte de políticas demográficas (traslado de población de otras
partes del país y expulsión o facilidades para la partida voluntaria de ciu-
dadanos peruanos), el Estado también aplicó prácticas culturales basadas
fundamentalmente en una política educacional centrada en el concepto
de chilenidad, especialmente a partir de la primera década de este siglo,
cuando se avecinaba el plebiscito que debía zanjar la adscripción de Arica
y Tacna a uno de los dos países involucrados.
El silencio sobre el período peruano señala una discontinuidad en la
elaboración de la historia regional. Reconocer una época prehispánica o
colonial parece no ser tan doloroso como admitir que también existe uno
de pertenencia a otra nacionalidad. Este velo se extiende también sobre el
REVISITANDO CHILE

fenómeno de chilenización compulsiva y violenta que se desató entre 1910


y 1929 en las ciudades de Arica e Iquique, con formación de ligas patrió-
ticas que persiguieron a los ciudadanos peruanos que todavía quedaban.
Estos hechos, que todos pueden rastrear en la intimidad del recuerdo fa-
miliar, no son explicitados hacia la conciencia colectiva. Más aún, salvo
recientes intentos, la propia historiografía local los ha ignorado.

La desterritorialización de las identidades: la globalización


La pérdida de la relación entre la cultura y sus territorios geográficos y
sociales es un fenómeno favorecido especialmente por el avance de las re-
des de comunicación mundial. La influencia cultural a través de los me-
dios de comunicación tiene ya antigüedad, y en los tiempos actuales lo
que sorprende es su rapidez de propagación.
En el caso de la apertura económica, no obstante, se pueden apreciar
fenómenos y cuestionamientos culturales diferentes según se trate de Ari-
ca o Iquique. Aunque pueden existir otras vertientes para la descripción y
186 análisis de este tema, nos ha parecido interesante resaltar la distinta rela-
ción que ambas ciudades parecen tener con la globalización económica,
que podemos denominar como el cosmopolitismo de Iquique y el estatismo y
nacionalismo en Arica.
La Zofri y sus productos conectan la economía regional con los países
industrializados del Asia-Pacífico y con los mercados de Perú, Bolivia, Para-
guay y Argentina. Pero no se trata sólo de un fenómeno económico; junto a
las mercancías llegan comerciantes y clientes con culturas extranjeras. La
mezcla de tipos físicos y culturales, la convivencia de la peculiar arquitectu-
ra de madera del pasado salitrero con la de los modernos edificios, la coexis-
tencia de la particular cultura local con la de los inmigrantes, le imprimen a
Iquique un aire cosmopolita. A pesar del fuerte chovinismo que les carac-
teriza, los “tradicionales” iquiqueños se han mostrado abiertos para aco-
ger a los nuevos vecinos y su diversidad. En este caso la apertura cultural
parece acompañar a la económica. La reacción cultural de esta ciudad
tiene raíces históricas. Como se señaló, el período salitrero fue también un
fenómeno cosmopolita. La pampa e Iquique se poblaron de manera masi-
va sólo a partir del último cuarto del siglo XIX. Atraídos por el esplendor
económico llegaron inmigrantes de otras partes del país y del extranjero.
La pampa y el puerto se constituyeron también a partir de la síntesis cul-
tural. La Zofri es un fenómeno económico nuevo, pero puede fluir por el
carril de una vieja y fundante experiencia de cosmopolitismo cultural.
Arica vive un largo período de ostracismo desde finales del siglo XVII,
cuando declinó el mineral de Potosí, del cual era el puerto de entrada y
salida, y a mediados del siglo XX, se reactiva económica y poblacional-
mente, producto de una serie de medidas estatales de excepción, elimina-
das a mediados de los años setenta, cuando la política neoliberal del go-
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

bierno militar abrió las barreras arancelarias. En los últimos veinte años la
ciudad ha vivido una fuerte contracción económica. Los ariqueños se sien-
ten actualmente meros observadores del desarrollo del país y, especial-
mente, de Iquique, su eterno rival. La respuesta cultural es hasta ahora
nostálgica del período de auge. Se evoca cotidianamente el movimiento,
las inversiones y el adelanto vivido o conseguido en el pasado gracias al
subsidio estatal o las políticas de excepción. La reactivación económica de
la ciudad pasa por una decidida intervención del Estado, precisamente
cuando éste jibariza su accionar a nivel nacional y mundial. En este caso,
al apabullante tren de la apertura económica mercantil se le ofrece un riel
extraño: una cultura de la nostalgia estatizadora.
En un contexto parecido, se espera que la globalización de las econo-
mías produzca un avance en la integración económica de Chile, Perú y
Bolivia. El tema de los corredores bioceánicos es una necesidad sentida y
se dan pasos hacia su implementación. Sin embargo, existen señales de
que los cambios culturales que implica la integración serán más lentos,
pues será necesario vencer las barreras y diferencias históricas que perdu- 187
ran entre estos países desde la Guerra del Pacífico. Este fenómeno es espe-
cialmente visible en Arica. Aparte de su situación de zona de ocupación
relativamente reciente, su condición fronteriza hace que se exacerbe más
el nacionalismo. Pese a que es importante la presencia de peruanos y bo-
livianos en ciertos espacios económicos, hasta ahora pasa como si esta
ciudad sólo se reprodujera por el esfuerzo de sus puros ciudadanos chile-
nos. Se hace invisible así la relevancia de empresas bolivianas en distintas
actividades propias de la zona. Ocurre lo mismo con el comercio hacia y
desde Tacna. Estos antecedentes permiten pronosticar que el nacionalis-
mo “regional”, que es una construcción cultural, será una fuerte barrera a
la integración económica.

La deslocalización de las identidades: cambios en la


base productiva y en la movilidad en el empleo
Las nuevas prácticas mineras ponen sobre el tapete la emergencia de un
nuevo fenómeno: la no necesaria correspondencia entre desarrollo eco-
nómico e identidad local. Actualmente un trabajador minero puede tra-
bajar en Collahuasi, en el altiplano de Iquique, pero residir con su familia
en un radio que puede ir desde Arica a Concepción. Así, una demanda
como la de “Arica quiere empresas en Arica para que los ariqueños pue-
dan seguir viviendo en Arica”, parece ya no tener sentido. El desarrollo de
una identidad local no necesita ya de la existencia de una economía pro-
pia o, al menos, de una demanda de desarrollo económico sustentada en
esos términos.
Algo similar ocurre con los fenómenos cada vez más corrientes de
movilidad en el empleo. Esto obviamente trastoca la continuidad de cul-
REVISITANDO CHILE

turas o identidades “laborales” como la del “ferroviario”, el “pescador arte-


sanal” u otra. De esta manera, es posible que la región siga manteniendo
cierta “especialización” económica, pero será difícil que a partir de ella se
constituyan, como antes, identidades particulares que ayudaban a su vez a
caracterizarla en su conjunto y se transmitían generacionalmente.

188
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

DE LA CENICIENTA DEL NORTE AL PUERTO-MALL:


LA IDENTIDAD CULTURAL DE LOS IQUIQUEÑOS1

Bernardo Guerrero
Sociólogo

El asunto de la identidad cultural puede ser estudiado de distintos modos. 189


Para el caso que nos ocupa, analizamos lo que llamamos las autopresenta-
ciones que los iquiqueños, a lo largo del siglo XX, construyeron. Son afir-
maciones que funcionan en términos de edificaciones de identidades y
que tienen que ver con los momentos económicos y deportivos, que se
expresan en términos de conflictos con el centro del país. Son, en última
instancia, modos de objetivarse, de definirse y de relacionarse con los otros.

Iquique es puerto...
Curiosa esta afirmación de identidad que, según el historiador iquiqueño
Mario Zolezzi, surge a finales del siglo XIX y comienzos del XX. Decimos
curiosa porque el 26 de junio de 1855 se declara a Iquique puerto mayor
por el gobierno del Perú. Esta es una señal de identidad que tiende a la
desvaloración del otro, para reafirmar lo propio. Es lo que se llama identi-
dad por oposición y tiene que ver con el reclamo que los iquiqueños de-
mandan contra el caletismo. Según el historiador que citamos: ‘Iquique es
puerto. Los demás son caletas’ es un lema orgulloso de una ciudad que
combatió la extensión del caletismo en el litoral de Tarapacá durante el
período salitrero. Esto es, la posibilidad de que los salitreros embarcaran
sus productos por Caleta Buena, Junín, Chucumata entre otros, a través
de la construcción de ferrocarriles, lo que significaba la caída del principal
puerto. Fue esta situación la que generó conflictos regionales. Los iqui-
queños reclamaban lo que se creía justo. Ése el origen de esta expresión
que hasta el día de hoy usamos.
Actualmente, la condición de puerto principal la disputamos los iqui-
queños con los porteños. Para ello se alude a su historia económica, social,
política y deportiva. Iquique reclama la exclusividad.
REVISITANDO CHILE

Sólo un hombre de la talla de Víctor Acosta, autor de “La joya del


Pacífico” y del “Iquique, jamás te olvidaré”, logra en estos dos valses au-
nar los puertos. Aunque, en todo caso, el de Iquique es un grito desespe-
rado por llamar la atención de la madrastra santiaguina.
La situación de caleta de Iquique hay que entenderla en dos momen-
tos. Uno, el previo a la explotación masiva del salitre, o sea, en 1800, y
otro, producto de la crisis de los años treinta a los sesenta. El primero tiene
que ver con la caleta de los changos o de sus descendientes, los pescadores
que se asentaron en las aguadas del Ike Ike, ya sea en el Morro o en lo que
fue la Aduana, por sólo nombrar dos sitios.
El segundo, más que una caleta es un puerto en crisis. Y eso es distin-
to. Un puerto que se queda sin el auge del comercio y del transporte. Es
una ciudad que mira con espanto cómo sus hijos predilectos, o no, hacen
sus maletas, levantan anclas o bien se suben al ferrocarril con rumbo, casi
siempre, a la ciudad-madrastra: Santiago. La quiebra o el cierre de empre-
sas y de bancos se vuelve el pan de cada día.
190 El símbolo más claro de este segundo momento fue el haber enarbo-
lado la bandera chilena a media asta, más aun el día en que se celebraba la
gesta heroica de Prat: el 21 de mayo de 1957. Era una protesta contra el
centralismo-madrasta. Éste reacciona declarando zona de emergencia “por
relajamiento patriótico”. ¿Será el inconsciente peruano?
Iquique supo llevar con dignidad su condición de aldea, pero no glo-
bal. Los locos –que ahora se llaman discapacitados– compartían los mismos
espacios que los autodenominados cuerdos. El amplio repertorio de esos
personajes constituyó parte importante de nuestra identidad. Figuras como
“La Loca de los Gatos”, el “Patecuete”, “Chiricaco” o “Cayo-Cayo”, entre
muchos otros, colorearon con sus miserias y grandezas el paisaje de nues-
tra ciudad.

Iquique, la Cenicienta del Norte


Acontecida la crisis del salitre, Iquique se las arregló para seguir (sobre)vi-
viendo. La bullante ciudad que fue a principios de siglo se transformó en
una caleta semidesierta. Las luces de la calle Baquedano se apagaron y el
tren longitudinal –el mejor indicador del progreso– redujo considerable-
mente sus viajes; el puerto ancló también su dinamismo. La crisis hizo
conjugar el verbo emigrar. Los más pobres tuvieron que ir con sus vian-
das, o bien en tarros, a coger sus alimentos en el regimiento Carampan-
gue. Los que pudieron regresaron a sus lugares natales. El enganchado se
desenganchó y quedó libre, pero pobre. Las calles se llenaron de un nuevo
olor. Iquique olía a porotos. El alimento de los ranchos destinado a saciar
el hambre de los pobres. En los corralones de La Puntilla o bien en el
regimiento Carampangue (ubicado en las calles Juan Martínez y Riquel-
me) grandes filas de obreros esperaban su ración.
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

La identidad iquiqueña, caracterizada por el emblema de las múlti-


ples naciones que la ayudaron a formar, creó la consigna “Iquique, la Ce-
nicienta del Norte”.
Esta afirmación aparte de ser poética, encerraba una tremenda ver-
dad. Para ello basta releer el cuento de la Cenicienta. Iquique, mujer her-
mosa debía trabajar más de la cuenta para satisfacer las necesidades de su
madre postiza, o sea, Santiago. Su madrastra, la ubicó en calidad de colo-
nia interna, a la que había que extraerle rápidamente sus riquezas. La
madrastra centralista la hacía trabajar para financiar su propio crecimien-
to. Las dos hijas de Santiago representan al resto del país, que vive gracias
a la riqueza y trabajo que se generó por la actividad del salitre.
Su verdadera madre, el Perú, la había abandonado a su suerte. A dife-
rencia del cuento, el final no fue feliz. El príncipe no le probó el zapato; al
contrario, le quitó los que tenía y la dejó descalza. De allí que la rabia y la
frustración sigan siendo parte integrante de nuestra identidad. El centralis-
mo ha intentado calzarnos el zapato que nos devuelva el bienestar perdido.
Las múltiples políticas generadas desde el aparato central se pueden homo- 191
logar al intento por ponernos el zapato correcto. Uno de ellos ha sido, sin
duda alguna, la Zona Franca de Iquique, impulsada por el régimen de Pino-
chet el año 1975, aunque sus antecedentes se remontan a la década de los
sesenta. Pero, a diferencia del cuento, el calzado ya nos quedó chico.
A pesar de lo anterior, la belleza sirvió también para desarrollar una
gran estima de la que aún gozamos los iquiqueños. A diferencia de la
Cenicienta, terminamos amando a nuestra madrastra. De hecho, cada 21
de Mayo, celebramos la gloria de Prat, pese a que la escuadra chilena nos
bloqueó y nos bombardeó. Se nos olvida que nuestros antepasados fueron
iquiqueños, pero peruanos. Sin embargo, de vez en cuando, al son de un
vals peruano o de un plato de papas a la huancaína, nos acordamos de
nuestra madre. El complejo Madre/Madrastra, Lima/Santiago nos tensa
en nuestra dinámica y contradictoria identidad.

Iquique, tierra de campeones


Ser Cenicienta no era señal suficiente para el centralismo. El llanto no
bastaba. La lucha obrera de principios de siglo hasta 1907 fue escrita con
sangre obrera, pero no logró la construcción de la “República de los Traba-
jadores”, según anhelaba Juan Pérez en Tarapacá, la novela escrita por
Juanito Zola en 1903.
Gran parte de la identidad local iquiqueña se entreteje en torno a la
práctica masiva del deporte que, entre cosas, no se agota en sí mismo, sino
que tiene consecuencias sociales mucho más amplias, que deben analizar-
se en el marco de la estructura demográfica y del crecimiento económico
que alcanza la ciudad de Iquique.
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Más duro que el Tani


El deporte hizo el milagro. Gracias a esta actividad empezamos a exportar
nuestras fortalezas más allá de nuestras fronteras. Para ello hay fechas pre-
cisas: el 13 de julio de 1925 el hijo del matarife Estanislao Loayza, disputó el
título mundial de boxeo frente a Jimmy Goodrich. La pelea duró dos rounds.
El norteamericano venció por K.O. técnico, después de que el árbitro le
pisara el pie al Tani Loayza. La fatalidad una vez más. El símil con Prat es
más evidente. El periódico Nueva York Pugilista, editado en esa ciudad, narra
con lujos y detalles la pelea. Dice en su artículo “Sangre espartana”:
Loayza estaba peleando con más ferocidad que nunca, enconado,
soberbio y amenaza aniquilar a su contrincante muy en breve. Todo
el mundo grita y los anima en la pelea. Es un verdadero desafío.
Goodrich tira su izquierda recto a la quijada y avanza, pero Loayza
da un paso atrás esquivándola. Loayza tira su jab y cruza su terrible
puño derecho que cae sobre la nuca de Goodrich como un rayo. Loay-
za yerra un gancho izquierdo a la quijada, que Goodrich evade aga-
192 chándose. Se traban. Loayza cruza otra vez, rapídisimo. Loayza tira
su izquierda y caen en clinch. Se separan, Loayza se avalanza con un
gancho izquierdo, Goodrich lanza su derecha al cuerpo y Loayza,
perdiendo el equilibrio, cae. Todo el mundo se pone en pie. Se levan-
ta Loayza penosamente. Algo se ha roto. Loayza está en pie, pero su
pie derecho le falsea. Loayza se retira contra una esquina, como si
buscara en las cuerdas el apoyo que su pierna le niega, y pelea desde
allí, lanzando zarpazos de fiera herida contra Goodrich que, creyén-
dolo perdido, se avalanza. Ya presentimos el fin.

Agáchate Godoy
El 9 de febrero de 1940 Arturo Godoy resiste los 15 rounds frente al mejor
peso pesado del mundo: Joe Louis. La pelea fue un hito. En la segunda
pelea el árbitro declara K.O. técnico, pese a las protestas del iquiqueño
que insistía en pelear. Pero ¿cómo se vivió la pelea en Iquique?
El resultado de la pelea es por todos conocido. El Tarapacá tituló el 10
de febrero: “A. Godoy hizo una brillante pelea frente a Louis, pero la deci-
sión del jurado favoreció al campeón mundial”. El guapo de Caleta Buena
ganó U$13.540 por ese match. La madre tuvo que ser hospitalizada de
urgencia la noche del viernes.
Por su parte, Santiago Polanco Nuño, escribía: “Te anotaste un poro-
to, Arturo, y de los grandes”. Y agregaba: “Hubieras visto cómo estaba tu
querido Iquique la noche del viernes. En El Colorado, en el Morro, en
Cavancha, en todas partes, la gente se apretaba en torno a las radios y
altoparlantes para no perderse un detalle del combate”. Como se sabe, la
disputa por el título mundial del 9 de febrero de 1940 fue filmada. Otro
iquiqueño, parecido a los de hoy, escribió: “El Ministerio de Educación
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

Pública de Chile, debería adquirir una copia de esa película para exhibirla
gratuitamente a todos los escolares chilenos, a toda la juventud nuestra de
hoy”. Nadie le hizo caso.
La última gran hazaña del deporte local la realizó Raúl Choque. Cam-
peón del Mundo en Pesca y Caza Submarina. Esto ocurrió el año 1971, el
mes fue septiembre. Ariel Standen, un atleta seniors contribuyó a no olvi-
dar el sueño no cumplido del Tani y Godoy.

Iquique, una ciudad para querer


La Zofri llegó con toda su parafernalia y se instaló en la calle Lynch en un
viejo galpón del barrio La Puntilla. Iquique se dejó seducir por el oro taiwa-
nés. Autos, radiocasetes, sacacuescos de aceitunas, alcuzas y todo lo imagi-
nable sirvió para que los iquiqueños nos rindiéramos ante tantas luces y
brillos. El progreso se nos hizo evidente y se transportaba en autos Suzuki y
luego en pony, los primeros taxis colectivos. Los módulos de cristal rodea-
ron la Plaza Condell, ahuyentando a las palomas y a los viejos jubilados.
De la Municipalidad de la época surgió el lema “Iquique, una ciudad 193
para querer”, enfatizando con ello sus componentes turísticos. Se ofrece
la playa y su clima como atributos de una ciudad en expansión. Miami/
Cancún, es la imagen meta de un turismo que parece reducirse a edificios
en alturas y desarraigado de su pasado histórico. La antigua arquitectura
va desapareciendo, conforme se elevan los edificios. La casa donde habitó
John Tomas North, el “Rey del Salitre”, desaparece como por encanto, y
tras ella toda una época. Podríamos llenar páginas y páginas de otros edi-
ficios transformados, como, por ejemplo, la Estación de Ferrocarriles. En
ella funciona hoy el Registro Civil e Identificación y lo que fue su andén,
está convertido en un garaje.

Iquique es puerto mall


El mercado, con su mano invisible, nos conectó de nuevo al mundo. Si
antes estuvimos en el centro de la economía fue gracias al salitre. Hoy lo
estamos por una compleja red liderada por el comercio. Ya en 1975, con la
Zona Franca de Iquique, empezamos a notar que este último cuarto de
siglo sería diferente para la ciudad. La escalera mecánica puesta en mar-
cha en el segundo mall –diciembre de 1990– indica que el progreso se
materializó. Aquel engendro que asusta a niños y a viejos significó la po-
sibilidad de la rápida ascensión, así como de su contrario. La gente encon-
tró en ella la posibilidad de igualarse, aunque sea simbólicamente, al rico.
La afirmación “Iquique es puerto...” parece pasada de moda. Corres-
pondía más bien a la época de oro del ciclo salitrero y años después, al
boom pesquero. Ningún iquiqueño de este siglo podría defender esa vieja
consigna. No por falta de convicción, sino por irrelevante. Más aún si el
REVISITANDO CHILE

puerto se ha privatizado. Lo mismo sucede con el “Iquique, tierra de cam-


peones”. Muerto el cronista mayor, Hernán Cortez Heredia, ya no queda
quien dé fe de tan mayúscula verdad. El adjetivo de campeón no se actua-
liza con la masividad de antes. Es cierto, de tarde en tarde emerge un
campeón, pero no en los deportes masivos como el fútbol, el básquetbol y
el box. En éste último hace falta una figura de dimensiones continentales.
El último fue Eduardo “Maravilla” Prieto. Deportes Iquique desapareció
con mucha pena y gloria.
El mall de la Zona Franca se levanta sobre las ruinas apenas percep-
tibles de la maestranza del ferrocarril y de su cancha, el Iquitados. El mall
Las Américas, en lo que fue el antiguo aeropuerto. Ambos simbolizan la
expansión de un modelo económico sobre una ciudad obligada a crecer
por las demandas del mercado. “Las Américas” se inscribe dentro de la
lógica de la uniformidad. Estar en él es habitar en un espacio de cualquier
parte del mundo; carece de identidad local.
Un mall con estética pampina o iquiqueña de principios de siglo hu-
194 biese constituido un puente entre el Iquique de ayer y del hoy. La lógica
del Mac Donald o de la Iglesia Mormona anima estas construcciones. Son
una especie de no-lugares. Su atmósfera con jardines artificiales, fuentes
de agua, escaleras mecánicas que suben y bajan, un patio de comidas,
farmacias, etc. Denotan, más que un espacio comercial, una ciudad.
Sin embargo, nos queda como bastión el Terminal Agropecuario con
su emisora ofreciendo la “sopa rompecatre”. El Mercado Municipal –con
la radio Hergatur en el silencio–. Ambos, “malls” de un Iquique vivo que
aún sigue reconociéndose en sus olores a pescado, flores, mangos, tumbos
y peras de pascua.

A modo de conclusiones
Del entorno regional (dentro de lo que hoy es la región de Tarapacá), la
identidad iquiqueña es la mejor perfilada tanto en términos discursivos
como simbólicos. Ésta se expresa en un sentimiento colectivo, en un no-
sotros que se alimenta de un pasado glorioso y doloroso a la vez. Iquique
es reconocido por su personalidad cultural. La autoestima de los iquique-
ños es algo que nos ha servido para soportar y vencer el olvido, tal cual lo
afirma nuestro himno. El espíritu de la Cenicienta se despierta cada vez
que el centralismo nos quiere imponer sus puntos de vista. El “Iquique es
puerto” se rebela cada vez que el otro puerto pretende tener el monopolio
del patrimonio cultural. El “Tierra de campeones”, se enrabia cuando se
elige a un santiaguino como el mejor deportista del siglo, olvidando al
Tani, Godoy, Robledo y Choque.
Hoy, sin embargo, Iquique parece haber transado su historia en el
mall. El turismo se inspira en Miami y en Cancún. De vez en cuando, los
carnavales de los barrios populares, la peregrinación a la “China” en La
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

Tirana, parecen poner en duda esa modernidad turística. Pero, ya lo sabe-


mos, la identidad es dinámica y de a poco el mall, la Zofri y los edificios de
altura empiezan a ser parte de lo que somos. Son las paradojas y contra-
dicciones de los iquiqueños. Es que así somos.

195

1. Bernardo Guerrero. Iquique es puerto... (Santiago: RIL, 2002).


REVISITANDO CHILE

LA IDENTIDAD EN EL DESIERTO DE ATACAMA:


UNA REGIÓN POLIFÓNICA

José Antonio González


Historiador

196 L as identidades regionales existen desde el momento en que el hombre


debe dar una respuesta distinta a un ambiente que lo desafía en toda su
dimensión. Cada persona posee una mismidad, en palabras de Leopoldo
Zea, donde radica la esencia de la identidad. De esta forma, su acerca-
miento al entorno lo asume en una dimensión diferente a lo que se ha
venido realizando. En otras palabras, donde el reto a la naturaleza conlle-
va estructurar un modo de habitar diferencial a otras latitudes ya deambu-
ladas, lo cual se traduce en un proceso tanto de humanización del paisaje
como de estructurar sus formas culturales relacionado directamente a su
propia ontología (vivir su existencia, plantearse su ser con sus propios
referentes de sistemas de creencias, recursos naturales, etc.).
En este sentido, no existe una unívoca identidad regional, sino una
pluralidad de identidades concretadas en el quehacer histórico del hom-
bre. Cada grupo social, cada etnia, construye de modo diferencial su rela-
ción con el paisaje; construye y reproduce sus propios códigos e instru-
mentos de socialización y sus marcos de referencia que acoge su pertenencia.
De ahí que la riqueza designativa de la cultura de la etnia atacameña es
distinta, en su dinámica sociocultural, en la conformación histórica de sus
rasgos identitarios e incluso en su propio ámbito espacial, a la que se erige
con la estructura social del proceso salitrero, e incluso con los matices que
le imponen sus soportes tecnológicos (Shanks, Guggenheim, etc.), con
sus propias constelaciones (léxico, espacios públicos, ocupación territo-
rial, etc.) y, naturalmente, con la construcción de la identidad urbana de
los vecinos de las ciudades costeras principales. En ésta también aprecia-
mos distintas bases, según recorramos el litoral desde Cobija hasta Taltal.
Presupuestado lo anterior, podemos señalar los elementos constitu-
tivos de la diversidad que encierra la identidad regional nortina; clasifica-
bles desde distintos modos:
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

a) Un sustrato cultural pivotal: engloba un contenido metafísico del


hombre, una visión del entorno y los variados elementos que en los planos
conceptual y metafórico le ha asignado tanto su intelectualidad como su
propio grupo comunitario. Aquí radica la importancia de los marcos de
pertenencia y la construcción de los marcos de referencia: cómo se ven a
sí mismos, cómo se visualizan desde afuera, qué rasgos se consideran
“constantes”, aun en la historicidad de los mismos, como marcos refe-
renciales.
b) Una dimensión espacial: donde en una misma región podemos ha-
llar modalidades propias de asumir por cada comunidad su entorno y su
cultura diferencial, conectándola con los recursos y formas productivas,
en una búsqueda de un sentido; todo lo cual se traduce en un arraigo y
compromiso con la región. La dimensión de sacralidad del paisaje –y del
cosmos– para las culturas aborígenes se trastoca en una desacralización en
el período moderno minero.
c) Una concreción de los planteamientos anteriores en actitudes y objetivos
sociales, lo que nos conduce a: 197
c.1. Un nivel básico: patente en la expresión material amplia que se
revela en las ciudades (planteamiento de su urbanismo, materiales de cons-
trucción, arquitectura de las viviendas, formas de hábitat como la lumino-
sidad o la orientación al viento-espacios), como de igual manera en sus
hitos referenciales simbólicos (en el lenguaje arquitectónico, sendas, nudos,
lugares, en el sentido heideggeriano); todo lo cual funciona en un lenguaje
social (los léxicos locales, sean pesqueros, mineros o urbanos y sus locu-
ciones características).
c.2. Un nivel intermedio: la identidad es asumida y vivenciada por el
grupo, según la manifiesta, la siente y la reconstruye cognitivamente. Impor-
tante en esto es cómo se reconstruye lo lárico y también el sentido del ser
regional. Las señas planteadas, desde los primeros cronistas hispanos, por
ejemplo, en torno al desierto de Atacama son revisadas por los viajeros del
siglo XIX desde una perspectiva positivista y utilitarista, para ser nueva-
mente estudiadas, en la visión de su significado para el obrero del salitre o
para el pampino. De esa forma, se ha pasado desde el criterio de lo exis-
tente-real, en la categoría aristotélica, a la pragmática de Comte hasta con-
cluir con la aletheia, el desvelamiento de la verdad oculta; la otra dimen-
sión de la realidad del gran despoblado: sus riquezas mineralógicas. De
igual manera, se puede argüir que el sentido metafórico asignado al de-
sierto se modifica sensiblemente en los escritores de la región nortina (An-
drés Sabella, Antonio Rendic, Mario Bahamonde, etc.) respecto a los que
escriben sobre el ciclo salitrero sin tener la vivencia. Lo válido en el campo
literario se extiende en lo historiográfico, teniendo la prueba palmaria en
Óscar Bermúdez, cuyo acercamiento al objeto de sus estudios trasluce la
contenida emoción de su vivencia y sus ancestros.
REVISITANDO CHILE

c.3. Un nivel superior: el constructo de la identidad es asumido de


modo dinámico, histórico y, por consiguiente, la comunidad le asigna va-
lores a esa identidad, que se evidencia en ideas, sentimientos, estilo de vida. En
este nivel se anida el imaginario colectivo. Pero también exige diferenciar
rasgos de toda la humanidad, con lo asignado peculiarmente a “la chileni-
dad”. En esta perspectiva, el sentimiento religioso es una nota universal;
cómo se vive el catolicismo –“el ser católico a la chilena”– hasta distinguir
la peculiaridad de la religiosidad popular mariana nortina (Virgen de la
Tirana, Virgen de Ayquina, grupos de bailes religiosos, etc.).
Las realizaciones llevadas a cabo en un paraje desértico desde el plano
de articular una respuesta viable de asentamiento, productividad, formas
de vida, cimentar estructuras culturales, nos conducen a dimensionar dis-
tintas respuestas del hombre a lo largo de su historia con esta naturaleza:
1. La cultura atacameña, soporte pivotal no sólo en recoger lo primige-
nio de la respuesta sino en su larga duración de enseñanzas relativas a sus
modos de producción, a su hinterland (antes que surjan las fronteras na-
198 cionales), y cómo ha moldeado una forma de sentir religioso; la religio-
sidad popular de corte mariano, que ha establecido dentro del pathos re-
gional la visión sincrética de la espiritualidad nortina. En esta vertiente se
bebe la tradición oral, el encantamiento andino (leyendas, cuentos, la dimen-
sión simbólica, la sacralidad del cosmos). Un fragmento de su acervo pa-
trimonial se denota en la música andina, el rico folklore. Su mayor pre-
sencia radica en la riqueza de los estudios arqueológicos y antropológicos
sobre la cultura atacameña, en el plano universitario, y en la constatación
de las costumbres y sistemas de creencias y expresiones musicales, en el
plano popular.
2. La cultura ilustrada, en la vertiente positivista, liberal y pragmática,
vinculada con los estadios de progreso comtiano, muy susceptibles en la
construcción urbana de las ciudades (el lenguaje antitético: campamento
minero v/s ciudad, que todavía persiste) y propios de un prurito moderni-
zante y modernizador, afincado en los aparatos del Estado (la escuela, los
profesionales, las Fuerzas Armadas). Constituye una vertiente contradic-
toria poco dada a rescatar las subculturas, tanto urbanas como rurales, y a
no reconocer nuevas formas culturales que estén vinculadas con expre-
siones “marginales” y meramente “lúdicas”. Su mayor presencia se deno-
ta no sólo en la semiología urbana y los nuevos hitos referenciales comer-
ciales. Por ejemplo, el Mall Líder es mucho más significativo que el Barrio
Histórico como ícono referencial en Antofagasta; lo cual nos conduce a
que mientras más se homogeniza esta expresión arquitectónica y su con-
secuente conducta social, más “progresamos”, más enraizados estamos en
la “modernización”; por tanto, tendemos a parecernos más a referencias
exógenas a nuestra realidad y a desdibujar y/o trastocar la pertenencia refe-
rencial endógena.
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

3. La cultura salitrera hunde sus raíces en dos fuentes: un pasado cali-


chero del sistema Shanks y otro derivado de la experiencia del sistema
Guggenheim y de la evaporación solar. Es otro de los elementos pivotales
populares, donde la variedad de cantones significó la irrupción de sus vi-
vencias y su léxico en las urbes costeras (Taltal, Tocopilla y Antofagasta). Su
mayor presencia estriba en la producción literaria de la generación del 38,
que constituye no sólo confundir la naturaleza con un modo de producción
minero, en un espacio determinado: el Norte Grande, sino vincular su com-
portamiento aventuro con la épica proletaria nortina. Sus íconos se en-
cuentran abandonados como patrimonio cultural y algunos de ellos se han
rescatado e incorporado al interior de las universidades: al igual que su
época, la era del salitre, son mudos testimonios en el entorno de la algara-
bía y estudio de la juventud universitaria (Plaza de la Oficina José Francis-
co Vergara en la Universidad de Antofagasta y trenes, vagones, carretas en
la Universidad Católica del Norte). Aun así, el poder de convocatoria per-
mite asignar una vivencia vigente entre las personas del cantón del Toco,
con sus periódicos viajes del recuerdo hacia las oficinas salitreras y sus 199
agrupaciones en Antofagasta. La propia iniciativa de establecer la Corpo-
ración Salitrera de Chacabuco habla de la persistencia de ese pasado en la
actualidad. Así, se debe mentar no sólo la difusión por parte de las entida-
des universitarias de este patrimonio cultural sino también la perspectiva
renovadora –más mágica– de la obra narrativa de Hernán Rivera Letelier,
por mantener vigente ese antaño.

El conjunto de elementos de las identidades específicamente de la


II Región o del desierto de Atacama, se asume en la identidad chilena
desde dos perspectivas diferentes:
1. Desde la propia creación regional se han justipreciado las tres di-
mensiones, lo atacameño, lo ilustrado y lo salitrero. Pero es un ámbito
provinciano, que reclama el lugar de estas respuestas en las identidades
que conforman lo nacional. La propia proyección de estos rasgos cultura-
les, de la polifonía regional, podríamos decir, cuestiona en cierta forma una
identidad nacional, que ha surgido históricamente en los valles centrales y
que se ha construido desde el Estado centralista. Nadie discute en el Norte
Grande la simultaneidad de los procesos socioculturales; pero esto no se
comprende desde el espacio de los instrumentos de educación. En otras
palabras: la identidad regional –en singular a su vez– se ha canonizado
desde la óptica centralista, lo cual no sólo castra los elementos constituti-
vos de ésta sino que extiende una incomprensión desde otras latitudes a
las dimensiones del mundo aborigen, al mundo salitrero e incluso a la
perspectiva ilustrada globalizante que hubo en nuestras ciudades capitales
de provincia (Antofagasta e Iquique).
2. Desde la perspectiva centralista, las tres dimensiones se asumen
como añadidos o agregados a la dimensión del territorio y de la economía.
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Con esto queremos decir que siguen siendo el huaso y sus formas socio-
culturales el signo característico de la chilenidad; todavía domina la con-
cepción del mapuche en el panorama de las culturas aborígenes; persiste
una modalidad modernizadora patente en Santiago y Valparaíso. Todo lo
que constituye la expresión de la nortinidad no tiene carta de naturaliza-
ción en la manera de construir socialmente nuestra identidad en términos
nacionales. Esto porque la historia nacional no ha interpretado la propia
de las regiones, lo que se debe distinguir en dos niveles:
a) la producción historiográfica relativa a la historia de Chile en ge-
neral y
b) la canonización de textos para el ámbito del sistema educacional.
En el primero, no vemos una incorporación de elementos o una in-
terpretación que asuma estas diferencias regionales; se aprecian esfuerzos
por asumir los resultados de la investigación regional en determinados
autores pero son “argumentaciones” a favor de una perspectiva centralis-
ta, sea desde el Estado o desde la evolución de la sociedad civil. Desde el
200 centro del país.
En el segundo, todavía no se acogen los textos producidos desde las
regiones, que no postulan a integrarse o erigirse en una historia nacional;
aún siguen vigentes determinados textos seleccionados.
Creo importante detenerme en la reproducción social del conocimien-
to histórico y de los criterios epistemológicos derivados de la implementa-
ción de la denominada Reforma Educacional. Conocimiento centrado en
señalar en el currículo los objetivos fundamentales y los contenidos míni-
mos, a partir de la Consulta de 1997, lo que quedó traducido en el Decreto
Nº 240 para el Nivel Básico.
En este sentido, puedo aducir, a causa de haberme desenvuelto como
relator, en la II Región, de los Programas de Perfeccionamiento Funda-
mental en el subsector de Historia y Ciencias Sociales, para la Enseñanza
Media, y del subsector Estudio y Comprensión de la Sociedad, para la Ense-
ñanza Básica, que en el sistema educacional es posible implementar ambas
modalidades: una profundización del conocimiento histórico y una señali-
zación de la teoría del conocimiento de la realidad total, como sostenía
Marcel Gauss; esto es, postular en los planos cognitivo y constructivista
los elementos identitarios regionales en la estructura nacional, plantean-
do no sólo la biodiversidad de la visión de la naturaleza, sino la pluralidad
de elementos y visión de conjunto de nuestra cultura mestiza.
Así, podemos observar tres tendencias vinculantes en distintos gra-
dos con la orientación que muestra el país.
1. Una pluralidad endógena nacional. Por un lado, la irradiación de la
música y folklore andinos a nivel nacional, un fenómeno desprovisto de
prejuicios o lecturas reduccionistas y, por otro, la recepción y difusión de
elementos propios del valle central, traducido en clubes de rodeos, huasos
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

en el norte (Antofagasta, Calama). De alguna forma un reconocimiento re-


cíproco de contribuciones que no se excluyen.
2. La vinculación sociocultural identitaria andina trinacional. Los que par-
ticipamos en la asociación Chileno-Argentina de Historiadores o en el marco
de los Encuentros de Historiadores Chileno-Boliviano, hemos podido cons-
tatar el rescate de antecedentes socioculturales, precedentes a la demarca-
ción de las fronteras nacionales. Son los elementos que apuntan a una
visión de la arquitectura, a formas políticas variadas, a relaciones sociales,
a indicios culturales prehispánicos, coloniales e incluso del período repu-
blicano comunes en la hoya altiplánica con irradiación hacia la depresión
intermedia e incluso en la costa.
3. Un acoso paradójico derivado del empleo de la tecnología en el ámbito
educacional, traducido en la integración, por una parte, de modelos de co-
nocimientos que son globalizantes y que no constituyen per se el soporte
de las identidades regionales. Por otra, la propia innovación desplegada
en las empresas multinacionales, en los proyectos hacia la formación de
nuevos recursos humanos no siempre se condice con la preservación pa- 201
trimonial regional existente. Es el nuevo desafío de estar integrado pero
sin renunciar a constituirse en una tábula rasa en el plano identitario.
En este sentido pueden confundirse realidades sociales graves –los
problemas de la drogadicción, el alcoholismo, el individualismo, que cons-
tituyen marcos o contextos sociales que tienden a hacernos ver o vivir con
las marginaciones globales– con otras, insertas también en aquellas reali-
dades sociales, donde han empezado a emerger distintas formas en bús-
queda de una identidad, no vinculada con la región, sino a la pertenencia
generacional que asume los desencantos de la receptividad tardía de la
globalización y utiliza uno de sus modos expresivos, los graffitis. Importa
destacar en ello que, aunque el medio es imitado, el mensaje es auténtico.
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EL HUASCO, UNA MULTIIDENTIDAD

Jorge Zambra
Profesor de Castellano

202 E l día es transparente, luminoso, frío. Los ojos pugnan por abarcar el
inmenso panorama andino. Que la memoria grabe, a prueba de olvidos, la
visión conmovedora; no será fácil regresar a estas alturas.
La cordillera del Huasco. Al norte, enorme, macizo, el Potro, con las
nacientes del formativo más sureño del río Copiapó. Allí delante, en el
espejismo de tenerlo a la mano, por la limpidez del aire, alto, armónico, el
Cantarito. El nombre le ha venido por algún inmemorial ceramio indíge-
na encontrado en sus laderas, denominación reveladora de la impronta
que se arraiga en estas cresterías.
Estamos a los cinco mil metros, en un atalaya espectacular: el Palas,
así llamado por el hallazgo de palas aborígenes en sus escarpados contor-
nos. Y de nuevo la toponimia hablando el lenguaje más lleno de sentido,
en los Andes de la III Región, para aludir a encumbrados dominios de
unos señores ya largamente silenciosos. Hemos ascendido tras un derro-
tero de los incas, con suerte diversa. No damos con todos los vestigios de
un santuario que nos empeñamos en descubrir, pero creemos caminar
por sagrado territorio indio, percibimos su misterio.
Desde el vértice último, dominante sobre la frontera, puedes mirar
dos países. Hacia Argentina y sus lomajes, descendiendo, desde la misma
línea fronteriza, en suave oleada, en dirección naciente, y volver la mira-
da hacia Chile inconfundible, y enfrentarte con sus apretados puños mon-
tañosos, con su malla laberíntica de quebradas.
Doy un raudo vuelo a esa Argentina tan próxima. También es tierra
nuestra. Obviamente no hablo con intención reivindicativa ni política.
Pero si viajáramos por la sangre, a poco andar nos encontraríamos con
parientes que dejaron extendida la familia chilena de ese lado de los An-
des, desde tiempos prehispánicos, con las migraciones étnicas y los con-
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tactos transcordilleranos, hasta entrado el siglo XX, que rubricó una in-
tensa época de arreos desde el país vecino y el envío desde el nuestro,
desde el Huasco, de las proverbiales frutas y licores de nuestro valle. Si
bajáramos a las tierras lindantes de San Juan, La Rioja, Catamarca, Tucu-
mán, reconoceríamos parentescos, identidades; despertaríamos un área
dormida de nuestra memoria ancestral, una zona que es parte de nuestro
espíritu. Los argentinos de aquellas provincias pudieran sentir otro tanto
respecto de Atacama.
Vía de tránsito, nudo de nexos, puerta de la libertad entre pueblos,
cantera de ingentes recursos económicos, la cordillera es uno de nuestros
más potentes bienes identitarios. Desde ella bajamos a Atacama, a su vas-
to, múltiple, complejo, hermoso cuerpo geográfico, optando por la menos
comentada cuenca del Huasco.
Al tranco, desde lo alto. A vista de avión, el brillante hilo del Valeria-
no, que se desliza muy abajo, me dice una razón más para la valoración de
la cordillera: ser la fuente de nuestros ríos.
Y del Valeriano, en las juntas de este nombre, al Conay, y de éste, en 203
las juntas de Chollay y de Pinte, al receptivo mayor, El Tránsito, querencia
de los Campillay, de los Ceriche, los Huanchicay, los Licuime, los Liquitay,
los Pallauta, herederos diaguitas del alguna vez llamado “río de los Natu-
rales”. Frase como salida de una crónica de la Conquista. Esto por el lado
norte, pues por el sur, con la cuña de la sierra de Tatul mediante, el Zanca-
rrón, el del Medio y el Primero dan cuerpo al que los unifica, El Carmen.
Heredad de apellidos hispanos: Torres, Salazar, Godoy, Leyton, Páez, Vé-
liz, hasta comienzos del siglo XX solía llamársele “río de los Españoles”, en
abierto contraste con el nombre del otro afluente. La disciplina histórica
enseña la posibilidad de cuestionamiento de la acción humana, pese a en-
tender la existencia de una línea de sentido de los acontecimientos del hom-
bre. La historia del Huasco es la base de nuestra identidad. Igual que otras
de provincia, está lejos de ser simple, como se la ha tenido hasta ahora. Al
revés, es rica y no le son ajenos hechos obviados, oscuros o increíbles. Este
caso tiene bastante de ello. El ya citado bastión de la sierra de Tatul se
empleó como un enorme muro para separar dos culturas, en un hecho de
discriminación racial pocas veces consumado con tanta nitidez en el país.
Toda esta red fluvial se recoge en Juntas del Carmen y se refunde en
el Huasco. Es el nombre que damos genéricamente a la hoya hidrográfica
completa y al valle, a nuestro principal puerto, a la comuna porteña, a la
provincia entera, haciendo de la multiplicada denominación del río la ex-
presión primordial de nuestra identidad con la tierra de Atacama. El río
Huasco nos ha sustentado, nos ha aglutinado en sus riberas, nos ha unido,
y también nos ha desunido cuando disputamos sus disminuidas aguas vi-
tales, en las funestas sequías, y nos ha dañado cuando, por el contrario, su
caudal en crecidas terribles, arrasó terrenos de cultivo, destruyó edificios y
caminos, segó vidas.
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El río y, por cierto, el valle. Uno inconcebible sin el otro. Ambos un


todo. El valle transversal, en la zona de los valles transversales, parecidos,
pero diferentes. La cordillera como extendiendo brazos hacia el mar. La
persistencia de la montaña hasta la orilla del océano.
El Huasco, profundo e intrincado valle arriba, decrecido y abierto al
aproximarse a la costa. El enorme surco, suavizado al alcance del río, en
laderas aluviales, en uno que otro tramo de llanura, en los conos aterraza-
dos de las bocas de quebrada, donde se asentaron las primeras poblaciones,
como Huasco Bajo; en la forma de caseríos o aldeas, o a veces, de placillas
mineras, como la que dio origen a Freirina, o de viejos fundos que devinie-
ron en pueblos, y éstos, favorecidos por emplazamientos propicios a la
expansión, se convirtieron en ciudades, como Vallenar y Huasco. Y toda
esa eclosión con el hombre y por el hombre. Nuestros antepasados: cam-
pesinos, mineros, propietarios agrícolas, arrieros, comerciantes, troperos,
transportistas de camiones mixtos, pescadores, ferroviarios…
El valle y los pueblos, mucho más que referentes pintorescos. El por-
204 qué de sus nombres; sus personajes, sus incidencias, sus fiestas religiosas,
cuanto los ha hecho inconfundibles. Si reandamos desde Huasco adentro:
Juntas de Valeriano, el último poblado y puerta hacia la cordillera. Si salta-
mos a San Félix, el encanto de la belleza agreste al pie de un anillo de
montañas. Si vamos a Pinte, su colorido espectáculo de la geología. Y si es
El Tránsito, la hazaña vitivinicultora del célebre Nicolás Naranjo. Y si es
Alto del Carmen, el pueblo dador del nombre a la más reciente de las
cuatro comunas huasquinas, y su capital.
Y he aquí otro capítulo discutible de nuestra historia provincial. Esta
comuna debió conservar su nombre de antigua data, Huasco Alto. Verdad
es que no estaba oficializado en ningún documento, pero algunos libros y
numerosos escritos oficiales y particulares, ya oficios, ya solicitudes o car-
tas, consignan el nombre de Huasco Alto, referido a toda el área de los
valles del interior. Todavía hoy suele empleárselo en el lenguaje escrito,
tanto como su gentilicio “huascoaltino”. El nombre actual carece de uno
tan lógico y fluido.
Resulta evidente que el nombre Huasco Alto se corresponde, dentro
del valle, con el hasta ahora inalterado de Huasco Bajo, según el concepto
dual de los diaguitas, consagrado por los incas como patrón divisorio del
espacio. ¿Se consideró este antecedente antes de decretarse la denomina-
ción Alto del Carmen? ¿Se lo soslayó o simplemente se ignoraba el tema?
Sospecho que lo último. Hemos comprobado, en múltiples ocasiones, el
desconocimiento de la historia local, el nulo interés por llevarla a las es-
cuelas y liceos, tal vez porque por local en este caso se entiende irrelevan-
cia, prescindencia. Falta notoria en el sistema educacional y consabida en
el ejercicio de la asignatura de historia. Exactamente lo antiidentitario.
Mirado bien el hecho que planteamos, ¿no es el eco, a siglos de dis-
tancia del drama andino del siglo XVI, el caso más tardío de una superpo-
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

sición de antiguo signo hispano sobre una concepción indígena vinculada


a nuestra identidad?
Río abajo siguen los verdes agrícolas que se alternan con lo que resta
de los matorrales nativos de romeros y chañares, de espinos y algarrobos,
con los segmentos de rodados o rocas. La impresionante garganta pétrea
de El Toro; La Laja, el pueblo que se hundió en las aguas del embalse
Santa Juana, el sueño de cien años de los agricultores del Huasco; Pedro
León Gallo, la estación del ferrocarril que partió hacia el olvido. Y Cama-
rones, Chañar Blanco e Imperial y el contorno de Vallenar mismo, con su
nueva fisonomía de parronales.
El conocimiento de la realidad presente también es identidad. Los
vastos viñedos de uva de exportación continúan extendiéndose en el in-
terior, a semejanza de Copiapó. Se trata del nuevo uso del suelo, ya no
sólo para uvas pisqueras. Las antiguas arboledas frutícolas, los minifun-
dios tradicionales, que daban cabida al trigo, al maíz, a la alfalfa, a la ceba-
da, han sido absorbidos por el manto verde que sigue avanzando hasta
alcanzar quebradas que no conocieron cultivo. Fenómeno económico, 205
productivo y laboral contemporáneo digno de estudiarse, se ha produci-
do, como en los valles copiapinos, al precio de la destrucción de varios
sitios arqueológicos, como Ramadillas, desembocadura de quebrada El
Tabaco, Conay y otros. Una muestra más de las contradicciones culturales
que vienen ocurriendo en provincia y de las cuales la capital acusa recibo
tarde, mal y nunca. No se entiende por propia conciencia ni se educa para
entender que las formas más recientes de producción, de desarrollo vial o
de soluciones habitacionales no tienen por qué tolerarse a costa de pren-
das del patrimonio, como vestigios de arte rupestre, añosos cementerios
indígenas o cristianos, iglesias antiguas, especies vegetales autóctonas.
Con todo, nada nos identifica más profundamente, desde que des-
pertamos a la conciencia, quizá desde que nos concibieron nuestros pa-
dres, que el valle. Ése es el Huasco que nos acompaña como un sello de
alma, él nos ha moldeado el carácter.
Geografía equivale a identidad. Las cadenas de cerros descolgadas de
la cordillera para apretarse en torno al río Huasco se rompen cerca de
Vallenar. El desierto cruzándose decididamente, de norte a sur, sobre el
valle, para exaltarlo como un oasis maravilloso. El desierto y otra contra-
dicción. Quedados en los estereotipos de una educación mezquina, sólo
concebimos el desierto de Atacama como propio del Norte Grande. He
visto el desierto en las llanuras camino de Ovalle. Vi, de niño, su pie ocre
y arenoso, frente a La Serena. Domeyko, Cachiyuyo, al sur de Vallenar,
parecen pueblos del Norte Grande. ¿Cómo llamarnos Atacama si el de-
sierto nuestro no nos facultara para poseer en propiedad y no prestado
este precioso nombre?
El 2002, un año excepcional en lluvias en el Huasco. Más de 80 mm
en Vallenar y sus vecindades. Salto al desierto del Huasco. Despuntan las
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añañucas. El desierto entre Vallenar y Copiapó, la “Travesía”. Diciembre


de 1788. Don Ambrosio O’Higgins rumbo al Huasco. 1859. Don Pedro León
Gallo hacia el Huasco con su revolución. El desierto nos abrió el camino
hacia la minería del oro en Capote, de la plata en Agua Amarga, del cobre
en Quebradita y Labrar, del hierro en El Algarrobo y Huantemé y Los Colo-
rados. Por este desierto norte fuimos antaño al encuentro de la leyenda de
Tololo Pampa, al mítico pueblo minero de Carrizal Alto o al legendario
Chañarcillo. Lo dibujábamos en el espíritu al cruzarlo en el viejo ferroca-
rril longitudinal. Conocimiento y sentir, como llamas de un mismo fuego.
Eso es lo que hay que enseñar a los muchachos. Donde vive nuestro sentir
profundo reside nuestra verdadera identidad. Para nosotros, el Huasco es
el corazón del mundo.

206
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

II. EL PUERTO

Se pierde Valparaíso 207


guiñando con sus veleros
y barcos empavesados
que llaman a que embarquemos;
pero no cuentan sirenas
con estos aventureros.

(Gabriela Mistral en Poema de Chile, 1985)


REVISITANDO CHILE

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I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

APROXIMACIONES A LO PORTEÑO

Leopoldo Sáez
Lingüista

C
¿ uál es la identidad de los porteños? ¿Cuál es la identidad de los chile- 209
nos? ¿Los rasgos que componen la identidad se mantienen a través del
tiempo? ¿Cambian? ¿Cuál es su naturaleza? ¿Hay algunos exclusivos de
Valparaíso? ¿O tal vez lo característico es la especial combinación de ras-
gos? Difícil tema. Seguramente no soy el más indicado para dilucidar estas
preguntas tan complejas, pero intentaré por lo menos una aproximación
algo gruesa y tosca, más bien empírica.
Yo les quiero contar lo que he observado, para que nos vayamos
conociendo.
Por circunstancias de la vida, en dos períodos me ha tocado convivir
en el extranjero con comunidades de chilenos, en las Alemanias, la una y
la otra, Francia, España, Inglaterra y pude percatarme de un extraño fe-
nómeno. Cada vez que se juntaba un grupo numeroso de chilenos, por
una suerte de reacción química, al brevísimo tiempo se producía un movi-
miento imperceptible que dejaba constituido un subgrupo férreo, militan-
te (y transversal, se dice hoy día) de porteños. Afuera quedaba el resto de
los chilenos.
Luego, hay un sentido de grupo, de comunidad. Los porteños se reco-
nocen como porteños y están orgullosos de serlo.
Los porteños en el exilio siguen reconociendo lugares de Valparaíso
en las ciudades en que viven. El profesor Foresti les puede hacer un tour
porteño en Gotenburgo, en Suecia. Otros reconocen a Valparaíso en Gé-
nova, Blankenese, Cabo Verde. Excepcional es el caso del chileno que en
Australia, desde un lugar que descubrió, al atardecer, bien en la lejanía, y
haciendo un gran esfuerzo de concentración alcanza a distinguir débil-
mente las luces de Valparaíso.
Los porteños tenemos nuestros términos y temas propios que nos
sirven de contraseña secreta. Hablamos de los cosacos, los guachimanes y los
REVISITANDO CHILE

managuás, las chorrillanas y las calugas de pescado (inventos o adaptaciones


del J. Cruz y del loco Raúl), las salidas de cancha y el frío (por refrigerador),
los batidos (frente a las marraquetas santiaguinas y al pan francés penquista).
Son característicos de Valparaíso los amenazados troles y los auditorios, donde
no se va a oír sino a jugar o a ver jugar fútbol. Claro que a los árbitros
siempre se les grita alguna cosita para que no se sientan olvidados.
Evidentemente hay factores lingüísticos que nos caracterizan como
porteños.
Debe de tener un papel importante el medio en que vivimos los porte-
ños. El cielo claro, el aire, la visibilidad a la distancia, el panorama de
cerros y bahía, especialmente al atardecer, una ciudad en dos niveles, con
arriba y abajo. “Valparaíso,/ qué disparate/ eres/ qué loco,/ puerto loco”. No es
lo normal subir a enterrar a los muertos, a la altura del edificio de la Coo-
perativa Vitalicia o aquí al lado. En todas partes quedan bajo tierra, aquí
suben. Una primera etapa de la ascensión de los porteños y las porteñas
buenas.
210 En todas partes los ricos viven en el sector alto, que es el de mejor
vista. Aquí el barrio alto es de los pobres que viven arriba, muy arriba. Los
ricos se fueron a Viña. Los muy ricos, a la Dehesa.
Este arriba y abajo es el fundamento de las escaleras (“Ningún rostro
de ciudad tuvo estos surcos por los que van y vienen las vidas, como si
estuvieran siempre subiendo al cielo, como si estuvieran siempre bajando
a la creación”) y de los ascensores, dos de los signos porteños más caracte-
rísticos.
Esta geografía obliga a esfuerzos físicos. No es fácil llegar a casa subien-
do con las bolsas de la feria. Por ello dicen que las porteñas tienen las
mejores piernas del país.
Pero además esta ciudad ha sufrido todo tipo de catástrofes: terremo-
tos devastadores, maremotos, dos bombardeos, inundaciones, aluviones,
incendios gigantescos, pestes de cólera y viruela, motines, asonadas popu-
lares, guerras civiles, un golpe de Estado (o pronunciamiento, si ustedes
prefieren). No hay otra ciudad que tenga una historia de tantas y tan va-
riadas catástrofes.
Todo esto tiene que dejar una huella en el espíritu de los porteños.
Un solo ejemplo. En 1717 los mercedarios construyeron su primera iglesia
en el sector de la Plaza O’Higgins. En 1730 hubo un terremoto con salida
de mar. En 1734 está de pie una nueva iglesia. Terremoto en 1751. Se
reparan los daños y en 1778 construyen una nueva, mayor y más sólida.
Terremoto en 1822. Y así. La pequeña iglesia actual es la sexta. Y ahí si-
guen los infatigables mercedarios impertérritos en el mismo lugar con su
colegio. No, no, no nos moverán, dicen.
La presencia de ánimo y la fuerza de voluntad para superar las adversida-
des es una constante. La mayor de las adversidades es la pobreza. Los por-
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

teños ven la vida a través del cristal de la pobreza. Ésta es una de las
características históricas de Valparaíso. Desde sus comienzos como una
humilde caleta, en su apogeo como potencia comercial y puerto impor-
tante del Pacífico hasta nuestros días (la ciudad tuvo un 18,6% de cesan-
tía en el trimestre noviembre 2002-enero 2003, la más alta del país).
Conventillos, cités, poblaciones callampas, tomas. Y frente a ellos la
fortuna del hombre más rico de la historia de Chile: don Agustín Edwards
Ossandón (1815-1878), calculada en más de US$ 3.200 millones. Frente a
él, con sus US$ 1.300 ó US$ 1.400 millones, Angelini, Matte y Luksic
pertenecen a una modesta clase media.
En 1832, el Hospital de Caridad dejaba mucho que desear. A los pro-
blemas estructurales de un edificio construido con otros fines (mala distri-
bución, poca luz, pésima ventilación) se sumaban el desaseo, la alimenta-
ción deficiente, la pestilencia. A los enfermos había que llevarlos a la fuerza.
Y tenían toda la razón, porque la mitad moría y sin mayores ceremonias
eran enterrados allí mismo, en el patio. No había cocina, las comidas se
preparaban al aire libre. 211
“el calabozo más tenebroso de la inquisición no podría igualar a la
[habitación] en que están estos desgraciados vivientes (...) presentan un
aspecto espantoso (...) es imposible que el paciente que entre allí no desee
su último fin”. Los desgraciados que caían en ese antro hubieran estado
felices con cualquier Plan Auge, por deficiente que fuera. Sin duda nece-
sitaban con urgencia una Asistencia Universal con Garantías Explícitas.
En 1900, la pobreza está documentada en las extraordinarias fotos
de Harry Olds. En 1969, en Valparaíso, mi amor, de Aldo Francia. Ya no
están la Calahuala, los conventillos de la Subida Márquez, los del Barón
bajo, pero vayan a conversar con el padre Pepo en La Matriz o con el
capitán Saavedra del Ejército de Salvación, que los podrán guiar.
La pobreza porteña es solidaria. Al comienzo de la avenida Argentina
se puede ver la cabeza de doña Micaela Cáceres de Gamboa con su moño
tomate. La joven Micaela era costurera en el taller de modas Günther,
junto a setenta compañeras. Una enfermó gravemente y, para ayudarla,
Micaela organizó una colecta. Entre todas juntaron apenas $ 18 con los
que no pudieron ni siquiera pagar el ataúd. Pero de allí surgió el 23 de
noviembre de 1887 la Sociedad de Obreras No 1 de Valparaíso, presidenta:
Micaela Cáceres. Feminismo y mutualismo. Pioneras en América Latina.
Al frente del monumento está la Sociedad Manuel Blanco Encalada
de 1893 y en Colón, la Asociación de Artesanos, fundada el 13 de mayo de
1858. La Federación Provincial Mutualista tiene hoy treinta asociaciones
miembros y a la Liga de Sociedades Obreras pertenecen cuarenta y ocho
sociedades. Hoy, pese a todo, la solidaridad de los pobres se mantiene y
bien organizada.
Esta pobreza inmensa conmueve e incita a la acción. Apareció la fi-
gura de Juana Ross de Edwards, una suerte de gran madre superiora de
REVISITANDO CHILE

Valparaíso: hospitales, iglesias, escuelas, asilos, viviendas para los pobres,


cuidado de los ancianos, protección de la mujer, de los heridos de guerra,
de los enfermos. Abarcó todos los campos, su labor enorme hizo olvidar a
otras decenas de filántropos. A atacar la pobreza y a salvar las amenazadas
almas porteñas llegaron agustinos, mercedarios, dominicos, jesuitas, fran-
ciscanos, del Sagrado Corazón, claretianos, pasionistas, redentoristas, pa-
llottinos, las hermanas de la Providencia, de la Caridad, del Buen Pastor.
Sin olvidar a los luteranos, anglicanos, presbiterianos, protestantes. Y ahí
están todavía en la batalla diaria.
En 1898, doña Juana refaccionó un edificio de tres pisos, le instaló
baños en cada departamento, lujo oriental en aquellos años, y lo entregó a
los obreros de la Unión Social de Orden y Trabajo. Todavía viven sus des-
cendientes en este conventillo vertical, en Castillo con Camino Cintura.
En la ceremonia de entrega habló el joven Agustín Edwards Mac Clure
en nombre de su abuela. Escuchémoslo:
el primer deber de los hombres de fortuna es buscar por todos los
212 medios posibles la forma de levantar el nivel de vida de los desampa-
rados y, aunque no haya leyes sociales que impongan normas a los
terratenientes, hay una ley mucho más sagrada que golpea la concien-
cia de los ricos y esa ley está en el fondo de la conciencia de cada uno.
La Gran Logia de Chile nació en Valparaíso en 1862, pero por su-
puesto se la llevaron a Santiago. Para la masonería la solución iba por el
lado de la instrucción de la clase obrera y de las mujeres. Sociedad de
Instrucción Primaria, primera escuela laica, Blas Cuevas. Juan de Dios
Arlegui, Jacinto Chacón, el doctor Ramón Allende Padín...
Y en el origen de dos de nuestras universidades encontramos idénti-
ca preocupación. Santa María quería ayudar a los pobres con su Escuela
de Artes y Oficios,”poniendo al alcance del desvalido meritorio llegar al
más alto grado del saber humano; es el deber de las clases pudientes con-
tribuir al desarrollo intelectual del proletariado (...) tanto la instrucción
como el alojamiento, alimento y vestido serán gratuitos”. El internado era
exclusivo para jóvenes proletarios inteligentes y laboriosos.
Y la Universidad Católica, fruto de la fortuna de doña Isabel Caces de
Brown, debía especializarse en las ciencias aplicadas y el comercio. La fi-
nalidad era que las clases populares elevaran su condición social, su nivel
cultural dentro de una formación cristiana.
(Digresión: Valparaíso se ha convertido lentamente en una ciudad
universitaria, la UPLA, la UV, la UCV y recientemente el DUOC han cons-
truido decenas de miles de metros cuadrados).
González de Hontaneda, Marcelo Mena Luna, Carlos van Buren, Fran-
cisco Echaurren, y muchos otros benefactores, pero de ninguna manera
santos, ante el espectáculo de la pobreza porteña, reaccionaron con cuan-
tiosas donaciones. Para algunos vale la coplilla:
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

El señor don Juan de Robres


con caridad sin igual
hizo este santo hospital
y también hizo a los pobres.

Para el porteño es cada vez más difícil salir de la pobreza. El puerto


dejó de ser el gran proveedor de trabajo para fleteros, lancheros, estibado-
res, medios y cuartos pollos. La industria es prácticamente inexistente. En
estos días se nos va la fábrica Costa. Se cerró la Maestranza de Ferrocarri-
les, cientos de baroninos perdieron sus trabajos. Una solución histórica es
la emigración. Miles de porteños han abandonado su ciudad. El golpe del
73 aceleró esta tendencia. Los porteños son emigrantes, y no es fácil tomar
esta decisión. Sólo un ejemplo del Cerro Barón. En Nueva York, el Club
Condorito está integrado exclusivamente por baroninos, y en Suecia se
luce el club Amigos del Barón. Y no nos olvidemos que DJ Méndez tam-
bién es baronino. De vez en cuando vuelven estos emigrantes y encuen-
tran que sus vecinos también se fueron y van quedando los más viejos. 213
Wanderers significa “vagabundos, peregrinos, trotamundos”. Nombre muy
apropiado para el club de fútbol representativo de Valparaíso.
Pero, por otra parte, el puerto ha sido una gran atracción para inmi-
grantes. Yo estudié en el Eduardo de la Barra, uno de los buenos liceos del
país, estatal, gratuito, de clase media y popular. Entre mis compañeros
estuvieron Medvejer, Maluk, Sartori, Blanchard, Vigouroux, Günther,
Macari, Schiappacasse, Rolleri, Robert, Delporte, Assis, Zazópulos, Zout.
Los apellidos árabes, judíos, alemanes, ingleses, franceses, italianos eran
casi tan abundantes como los Pérez, Gutiérrez y Moya. Y hablo de un liceo
fiscal, no de un colegio privado de colonia. Esto significa que la mitad de mi
curso tiene una tradición cultural foránea que ha puesto en un fondo co-
mún. ¿Cuánto hemos ganado los porteños con esta mezcla de culturas? Muy
visible es en la arquitectura alemana e inglesa del cerro Concepción, algu-
nos edificios norteamericanos, fábricas alemanas, el Jugend Stil de algunas
casonas playanchinas, el art deco del Palacio Baburizza. Pero ¿dejaron algu-
na huella en el alma porteña los ingenieros ingleses de los ferrocarriles, los
comerciantes alemanes, judíos y árabes, los almaceneros italianos y espa-
ñoles, los importadores y exportadores, los banqueros, los Wadddington,
Wheelwright, Balfour, Mac Kay, Somerscales, Montvoisin y Rugendas?
Subiendo por Simpson, a la derecha, donde se encuentra el Liceo la
Igualdad, estuvo el Hospital Francés (dirigido por el Dr. Coignard en 1872),
que más tarde se trasladó al cerro Yungay. En 1837 empezó a funcionar el
colegio de los padres franceses, en 1838 llegaron las monjas francesas, el 21
de mayo de 1856 se fundó la Pompe France, cuyos integrantes usan todavía
los uniformes de los bomberos parisinos. En 1884, 819 franceses estaban
radicados en Valparaíso. En la ciudad había panaderías, modistas (Copin,
REVISITANDO CHILE

Ernestine…), sombrererías, tiendas (“Ville de Paris”…) francesas, la So-


cieté Française de Recours Mutuels tenía su mausoleo en el Cementerio.
En 1870, Enrique Choteau fundó Le Courier du Chili y en 1883 el periódico
Colonie Française. Francesas eran las Monjas de la Caridad y del Buen Pas-
tor. Flora Tristán nos cuenta: “Me creí en una ciudad francesa. Todos los
hombres a quienes encontraba hablaban francés y estaban vestidos a la
última moda” (Peregrinations d’une paria, 1833-1834).
Naturalmente, en el Colegio de los Sagrados Corazones enseñaron
desde 1836 padres y monjas francesas que en aquellos tiempos también
tenían escuelas gratuitas. Para el Artisans English School fueron a buscar
profesores a Escocia. Más tarde, el director Peter Mac Kay y algunos cole-
gas se retiraron y crearon el Colegio Mac Kay del Cerro Alegre. Su compe-
tidor católico, el Colegio de San Luis de Gonzaga, tenía exclusivamente
profesores irlandeses y alemanes. Los pequeños colegios ingleses tenían
profesores de esa nacionalidad. Los salesianos eran curas italianos, al igual
que los profesores de la Scuola Italiana. Alemanes enseñan en la Deutsche
214 Schule.
Está bien, pero uno no esperaría encontrar docentes extranjeros en
los liceos fiscales. En 1862 se fundó el Liceo 1 de Hombres. Edwards Bello
recuerda con mucho cariño a sus profesores Schneider, de Historia; Böt-
ger, de Francés; Weidmann y Rudolph, que fue rector cuando Eduardo de
la Barra tuvo que huir después de la revolución de 1891.
La alemana María Franck de Mac Dougall fue la directora fundado-
ra del Liceo 1 de Niñas, el primer liceo fiscal femenino del país, y la
primera dotación de profesoras estuvo compuesta por cinco alemanas y
una inglesa.
En 1897, el Presidente Federico Errázuriz Echaurren firmó el decreto
de fundación de la Escuela Profesional de Niñas de Valparaíso. Su primera
directora, doña Julia Köller de Huber, de nacionalidad austríaca, estuvo
25 años en su cargo.
Y más cercanamente en el tiempo, por instrucciones de Santa María,
durante los diez primeros años de la Escuela de Artes y Oficios sólo se
contrataron profesores extranjeros. Edwards y Laudien seleccionaron a
cuarenta alemanes entre mil postulantes. Todos estos maestros tienen que
haber influido en generaciones de estudiantes.
Y también llegaron daneses, los Thierry y Oluf Christiansen; escoce-
ses, Mouat y Mac Kay; suizos, Pümpin y Scheggia; canadienses, como las
Monjas de la Providencia; húngaros, croatas, griegos, judíos, españoles,
palestinos.
Valparaíso durante mucho tiempo fue la ciudad con mayor porcen-
taje de extranjeros del país. Este mayor contacto con variadas culturas,
¿ha contribuido a la tolerancia, la apertura de mente, el mayor respeto
por el prójimo que caracterizan a muchos porteños?
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

Valparaíso es un puerto con historia y cuenta con centros de estudios


históricos muy activos en la UCV y en la UPLA. Además, frente a otras
ciudades chilenas se destaca por el aporte del arte y el rescate que éste ha
hecho de su pasado. Literatura, crónica, pintura, grabado, arquitectura,
cine, fotografía, música, el arte ha salvado lo que han destruido u olvida-
do sus habitantes y autoridades.
Los porteños son tangófilos. No hay una ciudad no argentina más
amante del tango que Valparaíso. Los fanáticos recuerdan que José Razza-
no, el cantante y compositor uruguayo, compañero de Gardel, visitó, no
cantó, posó sus pies en el Teatro Barón por los años cuarenta. En el Teatro
Avenida, ahora una especie de mercado persa, se presentaron Julio Mar-
tel, Charlo, Alberto Castillo. Más tarde, los Carbone en Subida Ecuador,
las tanguerías, el ritmo del dos por cuatro del Cinzano en Plaza Aníbal
Pinto, donde brilla Manuel Fuentealba desde hace decenios. Es una curio-
sa pasión que se mantiene, pese al axé.
Valparaíso, pese a los inconvenientes geográficos, es una ciudad fut-
bolizada, cuna del fútbol chileno. Muy poco ortodoxo es jugar fútbol en los 215
cerros, un medio tiempo de subida, y el otro de bajada. O un medio tiempo
con viento a favor y otro con viento en contra. El gol significa bajar todo un
cerro para recuperar la pelota en el plan. Una espectacular volada del ar-
quero puede terminar en el fondo de una quebrada. Está comprobado que
estas dificultades favorecen las habilidades futbolísticas. El Pato Yáñez nació
en calle Eusebio Lillo, junto a la iglesia de los jesuitas; un poco más allá,
don Elías Figueroa, en el Cerro Polanco; don Raúl Sánchez es playanchi-
no, como Claudio Pizarro y como Claudio Núñez, sobrino nieto de José
Cochepeto Leal, el primer jugador profesional baronino. Una de las pocas
alegrías de los cerros son los campeonatos nocturnos de las numerosas
asociaciones amateurs en los auditorios o canchas y ver ganar al Wande-
rers en Playa Ancha. Recientemente los jóvenes caturros, representando a
Chile, salieron campeones invictos de los IX Juegos Sudamericanos Estu-
diantiles.
Curiosamente, al porteño sólo le importa el color verde en la camise-
ta de su club favorito, pero ha sido históricamente enemigo de los espacios
verdes, de las plazas, jardines, que ha hecho desaparecer sistemáticamente,
encementándolos, destinándolos a la construcción, sacándolos del uso pú-
blico. La avenida Argentina tenía escaños, dos arboledas, jardines, el este-
ro corría por el centro entre paredes de adoquines, antes de la Estación
Barón se daban conciertos.
En Playa Ancha, Federico Santa María donó grandes extensiones de
terreno para convertirlo en un Bois de Boulogne para los ciudadanos de
Valparaíso. El Parque de Playa Ancha, inaugurado en 1889, llegó a tener
13.000 árboles, jarrones, estatuas. Busquen hoy día esos parques monu-
mentales.
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Juan Aguayo en el diseño de la Población San Juan del Puerto con-


templó en calle República dos plazas: Libertad y Constitución. Han sido
recortadas y no reciben ningún cuidado. El mirador de la Población de la
Marina Mercante sólo tiene un cactus que sobrevive porque es autosufi-
ciente y, al parecer, indestructible. No quedan rastros del parque Santa
Lucía de Cordillera. La plazuela San Francisco está tras las rejas de Inves-
tigaciones. El parque El Litre casi no existe y está cerrado al público. El
bosque detrás de Ramaditas ha sufrido una depredación sistemática y se
ha convertido en un basural. ¿Dónde están los jardines del Barón, Polan-
co, etc.? La Plaza de la Justicia tenía palmas, naranjos y plantas ornamen-
tales. Hoy es una calle. La estatua de Temis, titán femenina, representante
de la legalidad y del orden, tuvo que subirse a la vereda para no ser atro-
pellada.
Todavía quedan algunas áreas verdes, pero no están a salvo de ciuda-
danos y autoridades.
Por otra parte, es innegable el hecho de que en Valparaíso se pensó y
216 realizó en grande. Las obras portuarias, el ensanche del plan, la urbaniza-
ción y reconstrucción del Almendral, el Camino Cintura, la avenida Alta-
mirano, el ferrocarril a Santiago y, antes, el Camino de las Cuestas de
O’Higgins fueron realizaciones trascendentes que comprometieron la inteli-
gencia y la capacidad de autoridades, empresarios y obreros. Valparaíso
fue además un precursor y pionero múltiple: religioso, cultural (cine, foto-
grafía, periodismo), económico-financiero, tecnológico, social. Aquí sur-
gieron las primeras sociedades anónimas, el diario más antiguo en espa-
ñol, el primer banco, las compañías de seguros, la Bolsa de Comercio, la
mayoría de los deportes, la masonería, los bomberos, la educación prima-
ria laica, los liceos fiscales femeninos...
En suma, los porteños tienen conciencia de pertenecer a una socie-
dad especial, que vive en un medio geográfico de belleza excepcional. Tie-
nen rasgos lingüísticos diferenciales con respecto a otras variedades del dia-
lecto que se habla en el país. Se han desarrollado integrando emigrantes de
variadas procedencias. Por lo general, son indiferentes a su historia y a la
naturaleza. Están habituados a todo tipo de catástrofes. La pobreza es el eje
en que se mueven la solidaridad, la beneficencia, la emigración. Pese a las
duras condiciones de vida, conservan la cordialidad, se dan tiempo para la
convivencia y aún no están contaminados por el impersonal y nervioso
ritmo capitalino. Son amantes del fútbol y del tango. Hicieron grandes
cosas en el pasado y, por cierto, las harán en el futuro.
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

REVISITAR

Alberto Cruz
Arquitecto

Se trata de recoger lo que puede ser una visita a Valparaíso, de lo que ella 217
puede entregar a las miradas de arquitectos. Éstos ven la conformación de
este puerto, que al ascender a los cerros permite observarlo en su conjun-
to, tanto desde la altura de aquellos como de abajo a lo largo de la orilla
del mar, sea de día o de noche cuando titilan las luces de las calles, casas,
barcos en la bahía. Es como si Valparaíso se aprestara a recibirnos; aun
más, como si viniera a nuestro encuentro.
Tal sensación conduce a que la visita no se constituya como todas en
un hecho, sino en un acto. El de visitar y a la vez ser visitado. Y es la
profundidad del cielo sobre el mar la que vuelve ese hecho un acto.1 Pues
ella, junto con hacerse presente, se hace representación de un algo que
nos invita a nombrarlo atribuyéndole ser lo incontable, la aventura...
Atribuir2 es connatural al lenguaje humano, que atribuye lo que
hondamente le concierne. Y esto tan habitual. Las más de las veces no lo
llevamos adelante, dejándolo como impresión, pero si “revisitamos” a ésta,
las palabras comienzan a cantar,3 pues un acto es un hecho visitado por la
palabra.

Valparaíso lugar de atribuciones. Identidad


Una pareja de atribuciones que yacen en boca de todos a lo largo de gene-
raciones.
Una: de anhelo. Valparaíso siempre se preocupó y ocupó por ser una
ciudad fundada, con el orden de trazado –manzanas, solares, patios–, con
el orden de jerarquía –plaza mayor, iglesia mayor, camino real, y con los
sucesores urbanos de ambos.4
La otra atribución: de logro. La época de prosperidad que aunó las
riquezas de la minería y del comercio marítimo anterior al Canal de Pana-
má, con las actividades que conforman la identidad del país.5
REVISITANDO CHILE

Esta pareja de anhelo-logro se refleja6 en un par de atribuciones ar-


quitectónicas:
a) La vemos en las subidas a los cerros, en los recodos que ellas han
de hacer para remontar las pendientes en sus edificaciones que simultá-
neamente dan a la parte de alta y de baja del recodo. La vemos en los pie-
de-monte en esas bifurcaciones de las subidas en que las edificaciones
reducen al mínimo su ancho para alcanzar la simultaneidad entre el par
de subidas. Accidentes de discontinuidad se convierten en rasantes de con-
tinuidad. Voluntad de ritmo.7
b) La vemos en las quebradas que giran sus hondonadas de suerte de
no pertenecer ya a ese gran anfiteatro que es el puerto. La vemos en el
antiguo centro del plan, en esas calles angostas y torcidas que tampoco
pertenecen al gran anfiteatro. Voluntad de un ritmo con su contrarritmo,8
al que vemos en esas mamparas con vidrios de colores para que el acceder,
en aquello que no pertenece al ritmo de continuidad9 se demore, y así se
advierta. Contrarritmo de la advertencia.10 Ritmo y contrarritmo arqui-
218 tectónico se refleja como advertencia en una tercera pareja de atribucio-
nes, llamémoslas complejas:11
a) Los cerros con sus quebradas y hondonadas que los separan con-
forman límites al habitar, a las urbanizaciones. La complejidad consiste en
imaginar que los cerros fueron islas que iban a la deriva por los mares
hasta venir a encallar en Valparaíso. El que ha crecido expandiéndose en
un archipiélago que después se reúne por istmos que se expanden: Valpa-
raíso-Viña, Valparaíso, Yolanda, Placeres, Recreo, Viña del Mar. Es la ad-
vertencia del ritmo y su contrarritmo en una permanente finitud.12
b) Lo imaginario, que en la época en que América compareció como
Nuevo Mundo, la utopía de una peregrinación que partía de Roma, llega-
ba a América, la recorría y proseguía a la Nueva Jerusalén. Es la adverten-
cia del itinerario. De la infinitud de itinerarios de los habitantes perma-
nentes y de paso, de los crecientes turistas. Infinitud es elevar a potencia,
es potenciación.13
Y el acto de visitar y ser visitado por Valparaíso lo es en anhelo y
logro, que es ritmo y contrarritmo con la finitud alcanzable y la infinitud:
nuestro inalcanzable.

Recoger los sueños de los chilenos para transformarlos en obra


Valparaíso habla del origen de la forma de la obra arquitectónica, no de la
generación de ésta, que es el modo habitual.
En un país americano, ¿el origen de la forma es confiado a ciertos
lugares?
Valparaíso le habla al afecto, al afecto creativo, queremos llamarlo.14
En un país americano, ¿el afecto creativo puede ser recogido o ha de
permanecer en su silencio creativo?
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

Valparaíso asiste al hecho de que la contemplación de lo creándose15


se ha ido a los lagos del sur, los salares del norte.
En un país americano, ¿se abren heridas con los tránsitos de la con-
templación?
Tales preguntas, a su vez, ¿no piden constituir una permanente ela-
boración,16 la que a su turno, no pedirá una cierta institucionalidad de
índole gubernamental, no gubernamental, universitaria?
Es Valparaíso con su anhelo de fundación por el afecto creativo; y es
este madurando en atribuir realidades.

1. Acto.
El acto es inmediato, sin intermediarios. El mundo actual –lo parece– se desempeña en
construir un intermediario: los actos similares que están ocurriendo últimamente. Tal infor-
mación se constituye en intermediaria en el pensar de la vitalidad creativa.
2. Atribuir.
El atribuir se conforma en nosotros por la observación del entorno, cercano o lejano: dibujo
219
y texto en el lugar mismo y con el cuerpo entero. Los observacionales –así los llamamos–
son fruto de sondeos, encuestas, referéndum.
3. Cantar.
La palabra poética canta elevándose sobre sí misma, para nosotros, al abrir el “ha lugar” que
da curso. Ella, propiamente canta; el arte por participación. Y dicha participación torna a la
palabra internamente medible; así medimos lo que ello nos otorga, así “revisitar”.
4. Sucesores urbanos.
La Ciudad Jardín: Viña del Mar con sus enredaderas, sucedió a la “traza” española, a través
de la alameda en avenidas Brasil y Argentina, y las plazas que se arbolaban, más esos mace-
teros con plantas en balcones, ventanas, tragaluces del viejo Valparaíso.
5. Logro.
Residencias cual palacios, edificios públicos y comerciales de metrópoli, albergues para
menesterosos, de parte de benefactores: cités con la imagen del Santo Patrono, al fondo,
una casa grande –para ellos...
6. Se refleja.
No en un espejo plano que invierte derecha a izquierda, ni en curvos, doble curvatura,
biselados que recogen fragmentos para repetirlos, sino como la superficie de una laguna
bajo un cielo nublado, plateado, sin mácula.
7. Ritmo.
Ve, atreve, ve... siempre que... Así no es otorgada forma; ella calza con las figuras que
construyen la disposición de la obra; ésta es en sí neutral, deja de serlo al recibir la visita de
la forma, aquella que se ve, entrevé....
8. Contrarritmo.
Cuando el ritmo ve, el contrarritmo entrevé; cuando el ritmo entrevé, el contrarritmo se
apresura a ver las formas en el calce con figuras de la obra; en un siempre que...
9. Ritmo de continuidad.
La extensión se presenta desde la semejanza en figuras, tamaños, posiciones, orientación,
sea por mano del hombre o de la naturaleza. Cuando la extensión se presenta desde lo
distinto se da el ritmo de discontinuidad.
10. Advertencia.
Es penetrar a ese siempre que... del ritmo y del contrarritmo para exponerlo, sea de manera
directa, a través de excursos y aun de atajos, como el de ese sol enrojecido del largo ocaso
en el mar que va disolviendo las singularidades en la noche.
REVISITANDO CHILE

11. Complejo.
Lo que no puede ser designado con un solo nombre, con un vocablo del oficio sino que
requiere para ser llamado y llamar de co-nombres: así, último-sol-de-lo-próximo, que es ya
una suerte de cosa-útil.
12. Finitud.
Límite del horizonte del mar y cielo en su perfección que no varía al variar el ojo que mira
de pie a tendido en la playa. O la perfecta intersección del barco con el mar a una distancia
en que éste es inmóvil; las propiedades costeras según la marea más alta; el vocablo del
oficio nunca será palabra poética; el limitar geométrico, el matemático.
13. Infinitud.
“De ahora en adelante, de una vez para siempre”. Sí, como hecho: para siempre en la
segunda mitad del siglo pasado, en adelante. Como acto: en el conquistarlo día a día, en su
perfección que lleva a lo externo.
14. Afecto.
Encontrarse no sólo ante sino al par anticipadamente dentro de lo que nos es ajeno, extra-
ño, y que nos adviene, como esas docas, tan irreparables, que sustentan las arenas.
15. Contemplación.
La razón de ser de lo “creándose” comparece en lo sensible, se la ve desde lo mayor de dicha
razón, un mayor que se expande para llenarlo todo por un momento.
16. Permanente elaboración.
La ciudad en el permanente pulso de sus actividades requiere de un permanente cuidarla
220
que llegue hasta su intimidad, a la elaboración de ella, la cual es de naturaleza pública.
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LA JOYA DESLUCIDA DEL PUERTO. CULTURA POPULAR DE UN


VALPARAÍSO QUE NO MUERE

Marco Chandía
Profesor de Castellano

En la ciudad de Valparaíso, en un sector muy particular de ella, en el 221


barrio puerto, en los márgenes de esta moderna ciudad,1 sobreviven aún
los restos de una propia y auténtica cultura popular.
Tomando como punto de partida el año 1850, cuando Valparaíso se
transforma en uno de los escenarios urbanos más importantes de la inci-
piente modernización latinoamericana, es posible detectar hoy la vigencia
de una cultura popular cuyos rasgos característicos estarían en perma-
nente diálogo con ese pasado y que, pese a todas las formas que atentan
contra ella y las costumbres sociales, no desaparece.
Cultura popular que si bien ha sido sostenida y permanentemente
negada por la elite , por la cultura oficial, en un momento se cruza con ella
creando de ese encuentro un universo simbólico que algunos pueblos ab-
sorbieron con bastante vigor, como es el caso de Valparaíso. El poeta y
cuequero popular “Nano” Núñez, en su “Autobiografía”, así lo recuerda:

En patota íbamo’ pal’ Puerto


a ese “Nunca se Supo”
había que ser regallo
pa’ enchufarse en esos grupos.

Si fue famoso San Roque


como fue Clave y Cajilla
donde llegaban los taitas
y los chiquillos de la orilla.

También fue cuna de guapos


el famoso barrio chino
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triunfó el mercado de amor


y el cantor de pergaminos...

La fiesta, el banquete y el amor, se puede decir que son los elementos


constitutivos de este mundo popular que gira en torno al bar –la taberna–,
y desde donde es posible reconstruir la identidad de un sujeto popular
portador de una memoria histórica propia y de un Valparaíso que hoy se
siente trastocado.
Cobra interés aquí, por lo mismo, el carácter vital de los sujetos del
pueblo: alcohólicos, putas y maricones, delincuentes, mendigos y locos, vie-
jos y jóvenes pobres que, como seres de otro tiempo y lugar, están siendo
barridos por el progreso urbano. Desde esta forma de vida celebrada en el
bar es plausible erigir una imagen de mundo, un saber, un orden distinto,
que pueda ser útil al rescate de esta cultura que por su capital social es
necesario preservar.
Entre 1850 y 1930 en Latinoamérica se llevaron a cabo trascenden-
222 tales y profundas transformaciones en las áreas económicas, sociales, po-
líticas y culturales que darán inicio al desarrollo de una nueva realidad
más global, conocida como la Modernidad.
La irrupción de fines del siglo XIX del capitalismo económico, tuvo
como efecto un desquiciamiento del sentimiento nacional en la mayoría
de los países de América Latina, que se dejó sentir, por un lado, en la
construcción de proyectos culturales orientados hacia el cosmopolitismo,
por parte de las clases dominantes y, por otro, en la consolidación interna,
al vincularse el campo con los centros urbanos clausurando las posibilida-
des de un desarrollo nacional autónomo.
La modernización económica y el modernismo cultural que vino de
los países centrales impuso un nuevo modo de ver y de concebir el arte y
la literatura, las relaciones económicas, políticas y sociales y, en general, el
conjunto de creencias, formas de ser y entender el mundo. Siempre desde
una lógica eurocéntrica ilustrada, desde el canon occidental absolutista,
civilizatorio.
No obstante y pese a todas las contradicciones que acarrea la implan-
tación de un capitalismo como el nuestro, introdujo un importante desa-
rrollo económico y social que transformó a las grandes ciudades en mo-
dernas urbes y en epicentros de una cultura cosmopolita, difusora de las
corrientes del pensamiento finisecular. Este impulso modernizador que
desarrollan las naciones latinoamericanas y que oculta tras de sí profun-
das desigualdades, se verá reflejado principalmente por el intento de una
expansión nacional sin precedentes.
Las principales ciudades latinoamericanas que llevarán a cabo este
paradigma como un todo y gran acontecer cultural, adquirirán desde enton-
ces un carácter único y particular dentro del orden histórico y social en
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que se ubican. Ciudades como Lima, Buenos Aires, Santiago, Valparaíso,


experimentarán, gracias a su ubicación privilegiada en la ruta Pacífico-
Atlántico, entre otras razones, los efectos de un importante desarrollo cuya
experiencia las transforma en ciudades capitales de la cultura latinoame-
ricana.
Esta cultura moderna y europeizante que absorben las sociedades
latinoamericanas se verá, sin embargo, en un momento de nuestra histo-
ria social, contrastada con otra poderosa vertiente que si bien niega el pre-
dominio de la razón ilustrada, a su vez complementa el universo de esta
particular cultura porteña. Se reincorpora así en los modos de vida de la
gente del puerto, y de otros pueblos, ganando indiscutiblemente un lugar
dentro de la cultura nacional, que hasta entonces había sido terreno ex-
clusivo de las elites.
Se trata de una cultura favorecida por la incorporación del elemento
popular y heredera de una larga tradición mestiza –“los pueblos indíge-
nas, africanos, hispanoandalusíes y, en su conjunto, mestizos de Hispano-
américa” (Salinas, 2002: 3). Cultura que, vista desde la lógica moderna, 223
está llena de tensiones e incoherencias, posee en cambio el vigor de una ima-
ginación creadora que le ha permitido al pueblo sobrevivir en condiciones
muy difíciles. Y no sólo eso: es dueña además de una fuerza vital que
funciona como impulso que humaniza la vida social en todos sus aspec-
tos, que apunta hacia un proyecto de sociedad alternativa. Aunque ha
sido segregada, esta cultura popular tiene una enorme capacidad para crear
vida, códigos morales y cultura al margen de la sociedad establecida.
Estamos en presencia de una cultura popular que, aunque parece
que no, sí existe y que, pese a ser constante y sistemáticamente negada, se
niega a desaparecer; se mantiene –contaminada, erosionada y hasta apro-
piada por el capitalismo– vigente aún en el imaginario colectivo de los
habitantes de esta ciudad. Pero no sólo en la mente, como un vago recuer-
do. Se mantiene en sus formas de vida; de un modo total que incluye sus
sueños, prácticas, creencias y costumbres socioculturales. Se trata de una
cosmovisión popular que agrupa en su conjunto “especiales expresiones
técnicas, lingüísticas, laborales y religiosas” (Salinas, 2000: 176). Todavía
guarda un sentido profundo a través del cual es posible no sólo conocerla
y valorarla en su calidad arqueológica y condición pintoresca sino también,
y sobre todo, nos permite recobrar el valor identitario de un tipo de sujeto
popular cuya forma de vida ha sido trascendental en la historia personal,
de esta ciudad, y también de esta nación.
De esta manera, como sabemos que ya no quedan culturas populares
puras, incontaminadas, lo que hay, lo que se da puntualmente en el barrio
puerto de Valparaíso, es una forma peculiar que se ha construido en base
a esas dos corrientes provenientes cada una de dos poderosos afluentes
culturales: el grecolatino de la Europa central y el arábigo andaluz de la
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España mestiza con el conjunto de los pueblos indígenas de la Hispano-


américa multirracial.
Así pues, este mundo popular es depositario de la tradición que ca-
racterizó al Valparaíso del 1900; allí donde desembarcaron Darío, Sarmien-
to, Bello y otros tantos “ilustres” inmigrantes venidos desde Europa invi-
tados a “contrarrestar las fuerzas negativas [de una] raza chilena [que] es
tonta por naturaleza y aunque ello es muy triste no tiene remedio –a me-
nos que llevemos 500.000 europeos por año”– (Subercaseaux 1999: 31).
Se trata, en el caso de esta tradición, de una ciudad que el auge capitalista
de entonces transformó en moderna urbe y en epicentro de una cultura
de elite, docta, ilustrada; reflejo fiel de la moda y costumbres europeas.

Lo que tenemos, en consecuencia, es una cultura popular que pese a


haber viajado siempre a contrapelo de y negada por la cultura oficial, ha
sabido, por medio de la fiesta, el banquete –comida y bebida– y el amor,
mantener vivo un saber y una identidad propios como dos ingredientes
224 básicos que vendrían como a espesar nuestra chilenidad. A través de estas
tres dimensiones o ejes constitutivos, que las culturas populares viven de
manera natural y cotidiana, desarrollan un modo de vida festivo que vin-
dica como elemento central el cuerpo, la carne, las pasiones, el desenfre-
no y la abundancia, como también el amor, la franqueza, la confianza en
la palabra dada y, sobre todo, la amistad...

Para el hombre que es de yunta


la palabra es documento
ser bien apantalona’o
dará confianza y respeto (Advis, 1997: 25)

Se trata de una comunidad profundamente afectiva, cuyos sentimien-


tos están siempre siendo avivados por el trago, la comida y el baile; y
recreadas por el tango y el bolero, el vals peruano, el corrido mexicano, la
cumbia centroamericana y la cueca chilena. Una cueca chora, centrina, bra-
va. Una cueca urbana popular. Una anticueca:

Yo soy la cueca porteña


soy el sentir de mi gente
que viva el folklore
en el mercado y la vega
en las noches de bohemia... (Núñez, 2002: 1)

Se trata, por cierto, de dimensiones que por lo demás se hacen y


rehacen, se vitalizan y se consumen, se establecen y se deshacen en un
lugar: el bar. Allí quienes participan de esta marginalidad, de este microes-
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pacio social, se legitiman y se construyen como sujetos históricos con va-


lores, creencias y conocimientos propios.

Por lo mismo, no es cualquier lugar, en la lógica del teórico Marc


Augé, un lugar antropológico, “un lugar en el sentido inscripto y simboli-
zado (...) que se cumple por la palabra, el intercambio alusivo de algunas
palabras de pasada, en la convivencia y en la intimidad cómplice de los
habitantes” (1993: pp. 82-86). En otras palabras, “lugar” no como un sitio
cualquiera, sino como un espacio de resignificación social que se constru-
ye por medio de la experiencia de los sujetos que allí acuden, y que en ese
“acudir” deja siempre algo. De acuerdo al teórico francés, la chingana, el
bar, serían, pues, lugares de identidad, relacional e histórico. Aquel sitio o
espacio que no pueda definirse bajo estas características, definirá un no-
lugar.
Por lo mismo, hemos de saber, a estas alturas, que la riqueza de esta
ciudad no se halla sólo en sus casas, escaleras, ascensores, troles y mirado-
res; su verdadero valor descansa, a mi juicio, en su historia y en esta cul- 225
tura popular que estos hombres y mujeres de la bohemia marginal del
puerto en su cotidianeidad han hecho de ella. O sea, lo que interesa dejar
claro es que existe, en esta ciudad, un sector que vive al margen no sólo
del espacio geográfico sino también del sociocultural, y que mantiene,
pese a todo, un verdadero patrimonio cultural. Se trata de un valioso, de
un cuantioso capital que está siendo peligrosamente amenazado por las
políticas culturales impuestas por el sistema.
Cuando en el año 2001 se hizo entrega del Expediente de Postula-
ción de Valparaíso como Sitio del Patrimonio Mundial de la UNESCO, en
el que se daba a conocer el sector que pretende ser incluido en la lista de
las ciudades protegidas, apareció un mapa que mostraba claramente los
límites geográficos de la postulación. En él se señalaba como patrimonio
histórico, por ejemplo, parte de los cerros Alegre y Concepción, el sector
bancario de la calle Prat, la plaza Sotomayor, más allá, la Quebrada Már-
quez y La Matriz y su iglesia, pero no su entorno. Es decir, ni las calles
Clave ni Cajilla ni San Francisco ni Severín, que vienen a ser los sitios
donde se ubican los “lugares” de Augé y donde, por lo demás, se inscribe
una parte importante de la historia social y política porteña, están siendo
incluidas en el Proyecto Patrimonio de la Humanidad. No se incluyen, o
mejor dicho, se excluye esa realidad, ese universo social intangible que
está a punto de extinguirse y que, por lo mismo, necesita ponerse a salvo
tanto cuanto más susceptible de deterioro es. Sin embargo, se protegen
sólidas edificaciones que han permanecido intactas por más de un siglo.
Ciertamente estamos frente a una paradoja: aquello que no necesita
ser tan protegido porque ha demostrado saber protegerse, se resguarda; en
cambio, aquello que no se puede proteger fácilmente por sí solo porque
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está ahí lo moderno, con sus aparatos y sus medios, se desprotege. Y es


más: al no ser incluido no sólo se desconoce como capital cultural intangi-
ble sino también se barre, se pasa a llevar, ya que como deslinda con el
lado patrimonial sufre el desprecio del vecino. Pasa a ser el reverso, la cara
oculta, el negativo, el patio de atrás donde va a dar la basura que desluce
la fachada del Valparaíso que se exporta y que se busca proteger.
Y esto no es de extrañar, porque bien sabemos que los criterios con
que opera la UNESCO, y con ella los del Gobierno de Chile, no están inte-
resados precisamente en proteger lo popular. Su interés está centrado en
otra parte. Al concebir patrimonio como algo presuntamente de la nación,
nos quieren hacer partícipes a todos de ciertos objetos concretos como un
mecanismo de integración nacional. Lo importante aquí es lo tangible y no
lo intangible. El patrimonio pertenece, en este caso, sólo a un grupo –a la
elite– y desde ahí se quiere hacer participar al conjunto de la nación como
los códigos propios de una identidad nacional, sólida y consolidada.
Dicho de otra manera, el patrimonio vendría a remediar esa incerti-
226 dumbre que aqueja a las identidades de hoy –heterogéneas, móviles y
desterritorializadas– y que caracterizan a sociedades como la nuestra. De
ahí pues el énfasis del gobierno en establecer el Día del Patrimonio Nacio-
nal, de ahí también la apertura una vez al año para que apreciemos con
asombro palacios como el mismo Baburizza o la panteón de Prat, La Mone-
da, clubes y casonas que vendrían a orientarnos sobre cuál es nuestra iden-
tidad, cuál o cuáles son los referentes que como nación definen lo que
somos. Al parecer, para algunos, es en estos lugares donde se hallaría el
capital cultural heredado de nuestros antepasados y no en las formas de
vida que se mantienen aún en la marginalidad.
Ahora, tampoco se trata acá de oponerse por completo a la moderni-
zación, es imposible, y por lo demás ridículo, pues sabemos cuán útil nos
resulta. De lo que se trata es de cuestionar los modos como se opera. Y,
lamentablemente, nos damos cuenta de que se siguen aplicando los mis-
mos métodos de toda la vida: siempre de espalda a los más pobres, igno-
rando a las minorías, excluyendo a los otros. Son, aunque más sutiles,
procedimientos no por eso menos dañinos.
Se trata este estudio, por tanto, de un doble alegato. El primero, como
sujeto parte de una sociedad que vive en un constante dilema entre la
modernidad y la tradición; y el segundo, por la defensa de una verdadera
cultura popular propia de Valparaíso. Y esto no por mero romanticismo;
se fundamenta en la detección real y concreta de algo en que vale la pena
reparar: una forma de vida que su gente desea mantener viva porque la
ven como propia, y con la cual se sienten cómodamente representados.
Por lo mismo, es importante preguntarse, ¿por qué no son patrimonio?
Ciertamente, aquí también está el tema de la memoria como un ras-
go característico de los sujetos modernos y del relato de vida como un
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

método apropiado para rescatarla. Memoria histórica que formó pueblos,


naciones, y que hoy se desdeña a favor del progreso, pero que desde este
lado se pretende rescatar.
Por lo visto, lo que nos mueve es el desafío de proteger esta cultura
popular. De hacerlo, estaríamos contribuyendo a que las futuras genera-
ciones conocieran un modo de vida que posee valores incuestionables, y
de no hacerlo, se corre el grave riesgo de perderla para siempre, como
tantos y tan valiosos patrimonios que a lo largo de estos doscientos años
hemos echado, sin más, al tarro de la basura.

227

1. Se trata del sector hacia el sur de la Plaza Echaurren, entre las calles Cajilla, Clave y San
Francisco, a los pies de los cerros Santo Domingo, Toro y Cordillera. En este espacio geográ-
fico existen todavía cerca de diez bares, que datan desde los años cincuenta y sesenta. Entre
los más característicos están el 7 Machos, el Nenita, el Clara, el Industrial, el “sin nombre”
(porque no tiene nombre), Los Portuarios, El Wanderito, Los Carlos y el Liberty. Aquí se
protagonizó la antigua “bohemia porteña”, famosa por la agitada y licenciosa vida que ca-
racterizó a este puerto, en distintas etapas: a fines del siglo XIX y comienzos del XX, en los
años cuarenta y desde los años 60 hasta el golpe militar del 73.
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SAN ANTONIO, EL CUERPO DE MI DELITO


(TEXTO DE ANTROPOLOGÍA RAMPLONA)

Marcelo Mellado
Escritor

228 M e imagino que el tema que nos convoca reconoce un soporte material
que no puede ser otro que el relato, región marcadamente simbólica del
lenguaje o acreedora de los más diversos registros de la connotación. Este
recurso supremo de la ficción que es el relato identitario, comporta diver-
sas estrategias de legitimación e institucionalización, incluidos procedi-
mientos técnicos del manejo de la historia, que hacen más “palatable” el
verosímil propuesto por el relato y, de este modo, ser mejor leídos por la
comunidad, colectivo o tribu, beneficiaria de esta prestación discursiva,
dicho en jerga de salud pública.
Las estrategias o, más específicamente, la voluntad de estrategias se
insertan en una especie de mercado discursivo que peticiona y pugna por
la legitimación de los relatos. En este punto comparece una palabra que
no se puede omitir en este contexto y que cumple una función omnipre-
sente, me refiero a la palabra poder. Las operaciones simbólico-adminis-
trativas que institucionalizan la verdad, o las políticas de producción de
verdad, intentando citar a Michael Foulcaut, entran en disputa. Los rela-
tos se gestionan, se hacen circular, se ofrecen, se regatea, se hace lobby, se
publicitan, se marquetean, etc.
La competencia en este mercado es dura, pero hay relatos que están
en mejores condiciones de comparecer de otros. De ahí la complicidad o
alianzas que se establecen. El relato patrimonial, el genealógico, el filial, el
nacional o épico, el local, el étnico, etc., cada uno atesorando un mensaje
específico, dador o proveedor de esto que queremos llamar identidad. Es-
tructuralmente se trata de un discurso tautológico, cuyo rasgo distintivo
es la reiteración de un mensaje vacío cuyo contenido, siempre mítico, es
la imposición de un límite, negador de la alteridad y de la diferencia, y que
siempre quiere decir nosotros. Y que, paradójicamente, hay que ir llenan-
do de variaciones a partir de un tema eje.
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

El territorio en cuestión
Quisiera detenerme en el tema de las estrategias para dar cuenta del fun-
cionamiento de algunas de ellas, en las disputas por ciertas hegemonías en
la ciudad de San Antonio, también llamada por el municipio local la Ciu-
dad-Puerto de San Antonio, lo que constituye por sí mismo una estrategia
o al menos una táctica refundacional.
A nivel de “chapucería” analítica, procedimiento que asume el pre-
sente texto, recurro a la noción freudiana de “novela familiar”, que es un
capítulo del complejo de Edipo que alude a la historia imaginaria que es-
tablece el sujeto con respecto a sus lazos parentales (que su padre no es su
verdadero padre, que su origen es otro, etc.), lo que supone una especie
de delirio de filiación y que hace sistema con una especie de neurosis de
destino. En este caso, la homología funcionaría por el lado de construir
una historia “a la pinta” del deseo...
Los sanantoninos disputamos apasionadamente por contarnos un
cuento, como buenos provincianos, que nos quede a la medida. Ya conta-
mos con la Negra Ester y El Juanita (una picada gastronómica célebre), la 229
Rosa Pelé (una futbolista que jugaba codo a codo con los hombres), el Regi-
ne y la tía Adelina (famosos prostíbulos a la antigua), pero son demasiado
populares para las exigencias de los mercados identitarios en el actual es-
tado de la modernidad. En todas estas secuencias hay un protagonismo
absoluto de la mujer como agente del relato, asunto del cual no nos pode-
mos hacer cargo en este contexto.
El campo de detenidos de Tejas Verdes lo dejo de lado, porque no le
interesa ni a las víctimas, y esto lo digo asumiendo el tono horroroso y
falto de respeto, y que no es otra cosa que desesperación y angustia. Todo
esto es producto del desprecio institucional por la memoria histórica, para
decirlo en tono grandilocuente. Aquí hubo un cuerpo político que no fue
capaz (fue incapaz) de construir un relato a la altura del dolor y de las
necesidades de éste, contribuyendo a la más brutal de las impunidades. Sólo
hay un memorial en el cementerio y una piedra recordatoria de un asesi-
nato múltiple de dirigentes sindicales en el sindicato de estibadores, en
una zona conocida como Puertecito.
Otras tendencias o leves pulsiones identitarias las constituyen el in-
tento de crear la región o provincia del Maipo, asumido como gesto inde-
pendentista respecto de Valparaíso, ciudad despreciable por su voracidad
y omnipresencia administrativa. Yo me incluyo como despreciador de Val-
po en mi calidad de pajarito nuevo que tiene que hacer méritos de perte-
nencia, siendo un activo militante anti-Valparaíso, sobre todo por su pre-
tensión de ciudad “culturera” y regalona de las políticas oficiales.
Otro de los relatos a tomar en cuenta y que tiene un alcance interco-
munal, ya que abarca casi todo el litoral central, es el llamado “litoral de
los poetas”, que viene a ser una especie de “mula”, como dicen los pende-
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jos, turístico-cultural. Aquí el tema es apropiarse de los vates famosos de


este país de poetas que habitan y habitaron la zona, llámese Neruda en
Isla Negra, Parra en Las Cruces, Huidobro en Cartagena, Barquero en Lo
Gallardo y ahora están intentando rentar con Couve en Cartagena. Esta
impostura turístico-cultural tiene un carácter un tanto exógeno y es pro-
movida por “amantes del arte y la cultura” o amateristas de la cultura, que
suelen veranear en la zona y por algunos locales, como el actual goberna-
dor que la habría comprado como divisa. Es paradójico que, a pesar del
mito de “Chile país de poetas”, la gente de la zona no se identifica con él.
Al parecer, es sentido como algo muy gratuito y como un negocio poco
rentable. Es como un tema de suplementos culturales de verano que ha-
cen los diarios de Santiago o de publicaciones de departamentos de cultu-
ra municipales.
No puedo dejar de mencionar un microrrelato de un amigo mío, so-
bre una de las grandes hazañas navales chilenas, la de la motonave Yelcho,
que rescatara a los náufragos de una expedición británica en la Antártica,
230 en 1914. Según la versión de mi amigo, el verdadero héroe no sería el
piloto Pardo, sino el práctico don León Aguirre, oriundo de San Antonio,
que en ese momento estaba fuera de la Armada y que fue ubicado espe-
cialmente para esa misión, por el conocimiento de la zona y de la manio-
bra. Más aún, el piloto Pardo partió curado y llegó curado. Toda la pega la
habría realizado don León Aguirre, abuelo de la esposa de mi amigo. Hay
una calle en San Antonio que lleva su nombre.

Disputa mediática
Recuerdo, además, una disputa cultural que tuvo como escenario un pe-
riódico local que pertenece a El Mercurio de Valparaíso, ¡horror!, a propósi-
to de la publicación de una novela en que San Antonio era el espacio de
los acontecimientos. Una carta de un lector descalificaba a dicha novela
porque no tenía la altura épica y fundacional de las de un Manuel Rojas o
de un Salvador Reyes. La esperanza del lector era que se escribiera una
novela que diera “real” cuenta de San Antonio, así como lo hicieron los
mencionados escritores con Valparaíso. Es decir, ahí tenemos un elemen-
to, Valparaíso como la bestia negra para los sanantoninos.
Dentro de esa misma polémica hubo un par de cartas más que alu-
dían a la necesidad de representar fielmente “nuestra identidad”, alterada
por dicha novela. Incluso se propuso quemarla públicamente, como un
modo de desagravio a la ciudad.
El autor de dicha novela, que soy yo mismo, reconoce que la palabra
desprecio es la clave que resume la actitud de lo que podríamos denomi-
nar el mundo oficial local, que allá no es otra cosa que el municipio, parte
de las autoridades magisteriales y el sentido común institucional, por dar-
le ese nombre al “comidillo” que sostiene el orden local. Esto ha redunda-
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

do, en lo personal, en una feroz falta de inserción laboral y social, en


donde los únicos aliados resultan ser los marginados de siempre, o sea, los
bolcheviques del puerto y un reducido colectivo afectivo sin inserción en
las altas esferas, como capital simbólico. Todo esto también redunda en la
situación política local, determinada por una profunda tradición conspira-
tiva, sin dejar de registrar una paranoia viva en los agentes de relato.

Cultura del malestar y municipalización del deseo


Uno de los grandes malestares del orden local es la sensación de abandono
por parte del orden central, lo que determinaría un profundo sentimiento
de precariedad. Incluso a nivel de sensación callejera se percibe que la
única noticia o lo único que se muestra de la ciudad en los medios es
aquello que lo rebaja: pobreza, marginalidad, conflictos de pescadores,
historias de prostíbulos, etc., más aún, todos los sanantoninos comentan
con cierta vergüenza la calidad de sanantonino de Tombolini; expresión
de lo que hemos llamado neurosis de destino o fatalidad que nos rebaja-
ría. Todo esto a pesar de que, desde el punto de vista estrictamente econó- 231
mico, somos el primer puerto de Chile.
La obsesión por construir un relato supremo, el oficial, el que nos
proveería de reconocimiento, produce un tipo de discurso que llamaré
desarrollista, representado por una extraña corporación de desarrollo que
funciona en el piso catorce de la Torre Bioceánica, hito arquitectónico de
vidrios espejo construido en los noventa cerca del puerto. El puro nombre
da cuenta de las pretensiones de dicho relato. Esta corporación está repre-
sentada por todas las instancias de poder de la zona, incluida la municipa-
lidad. Se trata de una caja de resonancia del concepto neoliberal de desa-
rrollo que centra toda su energía en el tema de las inversiones posibles
que los privados puedan hacer en la zona.
Otro capítulo clave en estas disputas por el poder del relato más legi-
timador, es el funcionamiento de un sistema de operaciones de descalifi-
cación y discriminación, asentados en una profunda voluntad de despre-
cio. Todo esto se escenifica por la prensa, incluido el canal de cable local,
en donde los conflictos se personalizan, lo que funciona como una econo-
mía discursiva, en el sentido de reducir las contradicciones a síntomas
neuróticos.
En este punto, es necesario dar cuenta de un fenómeno que me ima-
gino determina el proceso de modernidad chilensis. Todas las localidades
del litoral central, incluido San Antonio, son profundamente municipaliza-
das. La institución municipal además de absorber una gran cantidad de fun-
cionarios, tiene una influencia y una capacidad de control ciudadano que la
convierte en un poder omnipresente. Hay ciudades, y en esto exagero un
poco, en que casi todos sus habitantes son funcionarios municipales o
están ligados a ella. Es el caso de Cartagena. Incluso se podría hablar del
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proceso de municipalización de Chile. Las muni manejan la educación, la


salud, la cultura y diversos servicios que abarcan toda la trama societal.
Por otra parte, están los llamados poderes fácticos que están muy
bien representados en los municipios. Habemos algunos, y esto en tono de
cahuín, que no podemos trabajar en nada que sea municipal, yo al menos
estoy vetado en San Antonio y en Cartagena y no puedo hacer clases en
ningún colegio municipalizado. El sentido común recomienda estar en
“buena” con los alcades o alcaldesas y con los directores de servicios.
Esta municipalización como que ha producido un proceso de “clase-
medianización” de las provincias, y cuyos representantes más característi-
cos son los profesores. Podríamos hablar, ya en pleno delirio, de una ma-
gisterialización de Chile. Lo que pasa es que la presencia escénica de la
educación es increíble en localidades pequeñas, constituyendo un nuevo
estatuto de lo público. Licenciaturas, actos cívicos, desfiles varios, eventos
y espectáculos, festividades recreativas y culturales, etc., suponen una es-
pecie de carnavalización paródica de lo público, siempre rotulado por el
232 diseño kitsch de lo cívico.

Nihilismo pop
Paralelamente, hago el contraste con otra “institucionalidad” mucho me-
nos visible, pero con un nivel de latencia activa, representada por una espe-
cie de sentido común popular nihilista, que desconfía radicalmente del
poder, asentado en ciertas tradiciones contestarias y algo descompuestas,
pero sin dejar de tener expresión corporativa; me refiero al mundo de la
pesca y al de la construcción, fundamentalmente, que tienen una presen-
cia no menor y que exhiben hasta con cierta arrogancia una cierta volun-
tad de “hueveo” crítico.
Me amparo en una anécdota humorística de profundo contenido co-
prolálico, más bien un acto de lengua marcadamente simbólico y que, como
todo acto de lengua, está anclado en una metonimia delirante. Un obrero
de la construcción grita un “piropo” algo subido de tono desde un cuarto
piso de un edificio en construcción a una muchacha que pasa por la calle
y le dice en tono interrogativo “¿quién se lo pone mijita pa’ chupárselo?”.
Análogo a la expresión “quién fuera su ginecólogo para chuparse los dedi-
tos”, pero más radical. Este relato corresponde a un constructor civil joven
que dirigía una obra en el centro de la ciudad y que llegó muy sorprendi-
do a comentar el episodio a la oficina.
Aquí la lectura clave tendría que ver con un feroz ejercicio irónico
que opta por una especie de suplencia del deseo, cuyo objetivo deseoso es
el producto posible del goce del otro. El subtexto parece asumir una cierta
minusvalía del sujeto, que no es digno del placer directo, sino sólo de un
efluvio o un restito “del que lo pone” o “del que la lleva”. Es la feroz arro-
gancia de la impotencia y la sospecha brutal de cualquier masculinidad
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chilensis vivida como súper potencia. El placer segundo, en suma, la po-


tencia crítica de una impotencia, la que desprecia por la vía del sarcasmo
brutal la potencia eréctil de la modernidad que en su megalomanía mimé-
tica margina el deseo del otro, quedando un cuerpo sin órgano victimado
por el obturado deseo. Todo un delirio contra el delirio. A nivel de imagen
es oponer la arrogancia “cuma” a la arrogancia “cuica”.

El nivel del deseo


Este puerto, que es el otro, me refiero al de San Antonio, parece expresar
en su secundaridad terciaria, la agudeza crítica del abandono y la margi-
nalidad, al ser victimados por una discriminación estructural que nos des-
legitima y que también nos vivifica.
Es decir, haciendo la homología, el desarrollo correspondería, preci-
samente, al proceso de la succión o lo que queda del goce (no del placer)
del otro, ese resto que nos permite la sobrevivencia o alguna participación
en la posesión del objeto del deseo, aquel restito o sobrante adherido a la
función simbólica del órgano. 233
A estas alturas, de la coprolalia analítica se desprenderían tres relatos
posibles, “el del que lo pone” o el que es poseedor del placer supremo, los
que optan por “el restito” gozando el dudoso placer del “chorreo” y, por
último, los que a distancia prudente o no, son testigos burlescos de la ficción
succionadora que aspira a formar parte del más identitario de los relatos,
participar de la “perra” modernidad.
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REENCONTRARSE CON LA HISTORIA

Claudio Caiguante
Asistente social

234 S oy descendiente indígena, específicamente de los huilliches, de la gente


del sur, de la zona del lago Ranco. Nací en Valparaíso producto de los
avatares de la vida de mi madre, que salió de su tierra muy pequeña y
llegó allá a trabajar como asesora del hogar en el año 73.
Por las cosas del destino llegué nuevamente a esas tierras en el año
99, a un pueblo que se llama San Antonio, que está al sur de Valparaíso.
Voy a hablar desde la práctica. Llevo un año y medio trabajando en
una oficina que se creó de la institucionalidad del gobierno local, que busca
canalizar las demandas de descendientes indígenas que se encuentran en el
medio urbano. Comenzó como idea hace más o menos tres años atrás,
cuando se crearon y organizaron asociaciones indígenas, gracias a la Ley
Indígena.
El año pasado se concretó la idea, y el desafío, por supuesto, como
profesional, es poder compatibilizar las demandas de personas naturales y
colectivas descendientes de indígenas y, por otro lado, las del espacio polí-
tico que está brindando el recurso. Entonces, poder compatibilizar a am-
bos resulta bastante complicado.
La experiencia que expongo tiene que ver con un trabajo que se ha
estado desarrollando con la Asociación Indígena Calaucán, una de las prin-
cipales de San Antonio, donde desde el año pasado la capacitación se co-
menzó a visualizar como una línea de trabajo.
Porque, aunque muchos piensen que el movimiento indígena tiene
claros sus objetivos, ocurre que, por el contrario, muchos indígenas están
en un paso previo todavía, sin poder encontrar el sentido o la identificación.
Es un poco paradójico, pues nosotros nos enteramos de muchas noticias y
polémicas por la televisión, por ejemplo lo que está sucediendo en Ralco o
en Malleco y, sin embargo, habiendo en la V Región una alta concentra-
ción de indígenas, muchos no están participando organizadamente.
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

¿Qué quiero decir con esto? Que los descendientes que estamos en el
medio urbano nos encontramos un poco desconectados de nuestra histo-
ria y de nuestra identidad. El proceso en el cual estamos embarcados en
estos momentos es de reconstruirla, de poder abrir espacios donde nues-
tros abuelos o nuestras abuelas nos puedan hablar de aquello conocieron
directamente.
La mayor parte de quienes nos encontramos en la V Región somos
jóvenes, terceras generaciones, que llevamos por apellido Huenupe, Llan-
quinao o el mismo mío, Caiguante, que significa “seis días”. Cayu-antu,
“seis soles”.
Entonces, es un proceso incipiente. Estamos construyendo historia,
juntando pedazos como un puzzle, porque muchas de las personas que
aquí estuvieron, que llegaron acá, por la discriminación, por la margina-
ción, mantuvieron escondida esa historia.
En marzo de 2002 desarrollamos un trabajo que se llamó “Nehuendo-
mo” (“fuerza de mujer”), donde buscamos recoger los relatos, la opinión o
el discurso que tienen los descendientes en el medio urbano, respecto a su 235
descendencia. En él encontramos que hablar de nuestra identidad, de los
derechos, de la valoración para con nuestras raíces y costumbres, y aproxi-
marnos de manera reflexiva al fenómeno de las discriminaciones, son cues-
tiones que nacen de la necesidad de pensar nuestra realidad desde nosotros
mismos como sujetos, como ciudadanos. Este proceso nos enriquece, puesto
que ayuda a despejar el sentido que tendrán en el futuro las acciones del
manejo de nuestra historia. Con esto quiero decir que el hecho mismo de
que estemos presentes implica que somos una historia viva, y que el chi-
leno tiene que comprender que una de las grandes vetas, también cultu-
rales, tiene que ver con la descendencia indígena.
El proyecto buscó que se expresaran nuestras opiniones respecto de
lo que es la educación, y la visión que tenemos de nuestras tradiciones.
Definir identidad es bastante complicado. La teoría nos dice que es la
igualdad, la equivalencia o la autenticidad de la personalidad individual
en relación a cómo uno es y dónde pertenece.
Por otro lado, se la puede comprender como la mismidad, cuestión
que nos enfrenta con la pregunta acerca de quién soy. Por tanto, es aque-
llo que nos constituye como sujetos diferentes entre sí.
También se habla de que la noción de identidad posee una dimen-
sión comunitaria o colectiva, aquella que trasciende en el tiempo y en el
espacio. Tiene relación con la cultura en que un individuo nace, se desa-
rrolla y se identifica. Y aquí quiero detenerme un momento. Lo que ha
ocurrido con el tema indígena hoy en día es que, precisamente, lo que nos
da el soporte de nuestra historia está muchas veces en el sur. Entonces,
cómo podemos construir historia en un lugar en donde, por situaciones
de la migración, somos foráneos.
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En San Antonio sabemos que existieron culturas (bato, aconcagua y


llolleo), depósitos, restos arqueológicos, cementerios, pero no hemos en-
contrado descendientes.
El movimiento organizado indígena está compuesto por personas que
han migrado desde Ercilla, en la zona de Temuco, o de más al sur, de
Puerto Montt, que son, en mapudungun, huilliches, lafquenches, que son
gente de mar, y pehuenches, los que están en la zona interior de Temuco.
Entonces, reflexionar sobre identidad también tiene que considerar
el tema indígena. La V Región es depositaria de una gran cantidad de
migración indígena, y desde ahí se está construyendo ahora.
¿Cuáles son las opiniones que se plantearon con respecto a la identi-
dad?
La mujer es la que mantiene vivas las tradiciones, porque, por esen-
cia, parece ser el puente canalizador de encuentro con la cultura ances-
tral. Es la que a través de la organización de los aspectos domésticos de la
casa y de las familias, socializa las tradiciones, costumbres y visiones de
236
mundo.
No es casualidad que actualmente en las organizaciones indígenas, la
mujer sea quien lleva la batuta, quien está en los puestos directivos. Es la
que está sosteniendo el movimiento indígena por lo menos en la V Región.
Me acuerdo de mi historia, de mi familia, de cuando el abuelo siem-
pre le consultaba a la mujer sobre un negocio, sobre la venta de un vacu-
no o de algún caballo. Entonces, no es casualidad que la mujer hoy en día
esté pronunciándose también sobre el tema indígena.
Una de las características parece ser el esfuerzo personal por insertar-
se de mejor manera en la sociedad, a través de la educación individual y
de los hijos.
Se busca mejorar la condición y la calidad de vida. Se valora que
muchos de nuestros padres nos inculcaran la importancia de educarnos
para fortalecernos como personas y defendernos de las injusticias.
Éste es un tema conflictivo que tiene que ver con la discriminación
que sufrimos en nuestra sociedad actual y también en el pasado.
Un rasgo característico de nuestra identidad, definido por los encues-
tados, es la discriminación, la fuerte discriminación ejercida en nuestros
padres. Así, muchos de nuestros hijos se han visto privados de conocer sus
orígenes ancestrales, porque existe una represión de parte de los padres
por miedo al que dirán.
De hecho, muchas personas hoy en día, ñañas, abuelos de San Anto-
nio, ahora recién que nosotros estamos abriendo espacios para hablar el
mapudungun, por ejemplo, empiezan a recordarlo. O bien, comienzan a
recordar cómo se hacía la ceremonia del huetripantu, o cómo se hacía un
tragún.
Hay un trabajo que actualmente se está desarrollando en Santiago,
que expone la discriminación en los colegios, por el apellido. Cómo nues-
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tros hijos se relacionan con ese otro que tiene el pómulo sobresaliente, que
tiene una tez morena, que tiene el pelo duro, es decir, los rasgos étnicos.
¿Por qué es importante pronunciarse acerca de la identidad en nues-
tros tiempos? El tema en sí es conflictivo, puesto que nos lleva al plano de
las decisiones personales, y el definirnos acerca de qué hacer con la pre-
sencia cultural ancestral, de la cual muchos descendientes indígenas so-
mos portadores. Hay una brecha, y los mismos descendientes lo dicen,
entre quien lleva el apellido y quien se reconoce como descendiente indí-
gena. No es lo mismo tener el apellido a que se reconozca y se tenga orgu-
llo de la descendencia, y del acervo cultural del cual somos portadores.
De hecho, en el censo del año 92 San Antonio aparece con un 8% de
descendientes indígenas, lo que bordearía cerca de 7 mil personas mayo-
res de 14 años. Pero de ese porcentaje, las que participan activamente no
son más allá de 35 ó 45 familias. Una gran brecha.
Entonces, lo mismo ocurre con otros pueblos, como el aymara o el
rapanui, que no tienen participación, en circunstancias de que también
sabemos que existen descendientes. 237
Reflexionar sobre la identidad nos entrega un perfil acerca de quié-
nes se identifican y quiénes siguen la senda de trabajo para reencontrarnos
con lo propio de la cultura indígena, con la cosmovisión y las expresiones
particulares que lo hacen como una cultura en sí con un valor trascenden-
tal que debe tomar en cuenta la sociedad chilena.
Las mujeres indígenas, especialmente las nacidas en el medio urba-
no, están en el dilema de ser mapuches, o sea, están en un espacio en el
cual tienen que decidir acerca de una identidad de la cual son portadoras.
Un fenómeno que se está dando también respecto al tema indígena
es que los descendientes urbanos, indígenas, tienen una doble discrimina-
ción. ¿Por qué? Una, por el hecho de descender de una cultura por la
sociedad chilena. Ahí hay una marginalidad. Pero, por otro lado, los más
radicales, o bien las personas más antiguas, los de mayor edad, nos discri-
minan porque somos más ahuincados o estamos más urbanizados.
De hecho, uno puede ver la diferencia cuando viaja al sur y llega al
campo y empieza a desconocer o se le olvidan cosas que allí son elementa-
les. Por ejemplo, el nombre mapudungun del trigo-mote, o del mogai, o
cómo se prepara, cuestiones que fueron esenciales cuando nosotros éra-
mos niños. Una vez que llegamos es difícil poder conectarse con eso, por-
que ha pasado mucha agua sobre el río y ha habido mucha experiencia.
Otro de los ejes que hemos trabajado en esta área, en San Antonio,
tiene que ver con los derechos indígenas.
Al realizar el ejercicio de clarificar el concepto de derechos y sus con-
secuencias prácticas para el mundo indígena, se puede uno encontrar con
varias interpretaciones y connotaciones, según el grado de profundidad
con que se maneje la materia. Y nos percatamos de que muchos descen-
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dientes no tienen claro qué es la Ley Indígena, por ejemplo, y cuáles son sus
implicaciones prácticas. Sólo ven la parte más funcional, por llamarlo de
alguna manera, o sea, los beneficios, los espacios que se logran, los recursos,
los proyectos de microempresa y también las becas indígenas; es decir, lo
que más se conoce.
Entonces, educar a las personas en que la Ley Indígena tiene una
mayor trascendencia como, por ejemplo, que se abran espacios para la in-
terculturalidad bilingüe, suena muy lejano.
Por lo tanto, la idea de esta participación, de esta organización que se
está realizando en el medio local, es lograr que la gente se sensibilice con
respecto a estos temas, que se nutra de conocimientos, porque la clave
para fortalecer el movimiento indígena es capacitándose, ya que debe ser
propositivo y también respetuoso con la sabiduría ancestral. Yo creo que
ésa es la línea.
¿Cuáles han sido las opiniones de las personas al respecto? Es que el
esfuerzo personal por aprovechar las oportunidades del medio y el esfuer-
238 zo institucional por informarnos es a través de cualquier medio de comu-
nicación. Ellos dan a conocer nuestros derechos y deberes como ciudada-
nos, ya que por medio de ellos nos informamos acerca de nuevas leyes y
cómo hacerlos efectivos.
Si ignoramos nuestros derechos, desconocemos con ello lo que nos
corresponde, pues no contamos con una educación que nos fortalezca como
ciudadanos. Para nosotros es importante y valioso que desde niños, desde el
colegio se nos enseñe cuáles son nuestros derechos.
Estoy aquí gracias al trabajo que están haciendo muchos peñis y la-
mienes en forma anónima. Yo no soy un gran estudioso del tema, no soy
un teórico, más bien me restrinjo a la práctica, al trabajo social.
El desafío nuestro como profesionales es poder resolver esa amalga-
ma entre práctica y teoría; darle contenido. Creo que estamos en un buen
camino, exigiendo sí que seamos respetados, y abriendo espacios. O sea,
ahí está la idea de poder aprovecharnos también, como un medio, de to-
dos los instrumentos legales que se están dando en estos momentos para
poder financiar iniciativas culturales.
Digamos que estamos haciendo historia, construyéndola desde lo más
básico, juntando los peñis y lamienes a conversar y brindándoles un espa-
cio donde fluyan los recuerdos personales, relatos que han permanecido
escondidos por el paso del tiempo. La vergüenza que provoca el mestizo
chileno, el huinca, por burlarse de nuestros orígenes, ha coartado el tras-
paso histórico que se ha realizado por vía oral, de padres a hijos, de abue-
los a nietos.
Todos nosotros estamos en búsqueda de la tolerancia, la heteroge-
neidad y el pensamiento crítico. Es un desafío, además, tanto para la so-
ciedad como para nosotros como indígenas.
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El pensarnos nosotros mismos es un tema muy difícil, por todo el


significado que tiene. O sea, el peso de ser mapuche es bastante complica-
do. Yo lo digo como descendiente en segunda generación. Mis primeras
socializaciones fueron con lo chileno, y volver a reencontrarse con la his-
toria es algo que debe hacerse muy respetuosamente y depende mucho
también de los mayores, de los abuelos.

239
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EL MUNDO INVISIBLE: IDENTIDAD Y MARITORIO

Miguel A. Chapanoff
Antropólogo

240 1. Identidades, discursos y patrimonios: la muerte del ojo


Cuando se nos interroga acerca de la identidad cultural, entramos en una
casa de espejos: imágenes, visiones, y narraciones se yuxtaponen en un
imaginario híbrido, donde el relato de lo que somos se mezcla con la difu-
sa imagen de aquello que nunca hemos sido pero siempre deseamos vol-
ver a soñar.
Desde lo oficial, la identidad es un discurso: orden narrado de reali-
dad representada en la empírica objetualidad de lo patrimonial. Así, el
patrimonio se articula como referente y producto de una voluntad orde-
nadora que, basada en una legislación fundante, opera a través de saberes
especializados cuya función es la evaluación, discriminación y finalmente
la determinación de lo que es o no patrimonio.
Para que este dispositivo organizado institucionalmente para la toma
de decisiones, tenga eficacia, es decir, que sus actos sean reconocidos y
validados socialmente, no sólo se requiere el ejercicio de una autoridad
institucional, sino también condiciones objetivas de verificación donde
sea posible reconocer, en los aspectos tangibles del mundo, las identidades
acerca de las cuales se pronuncia. De ahí entonces que los elementos no
tangibles del patrimonio sólo sean reconocidos como subsidiarios del mo-
numento, y las identidades que carecen de representación física, que no
se encuentran objetivadas a través de una imagen dura e inamovible, se
tornen invisibles para el discurso oficial, pues su subjetividad, demasiado
confusa tal vez, rompe con el relato homogéneo acerca del nosotros, el
cual, fruto de una epistemología que pretende ser rotunda, desea afirmar-
se como cierto y verdadero.
De lo anterior se desprende la posibilidad de una paradoja, me refie-
ro a la existencia de identidades culturales sin patrimonio tangible reco-
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nocido, o más peligroso aún, que la ausencia de condiciones objetivas de


representación cultural y social institucionalmente validadas, ayuden a
configurar un paisaje de identidades extintas o en proceso de desapari-
ción. Éstas cada cierto tiempo, en un acto precedido de cierta nostalgia,
son “rescatadas” para ser “puestas en valor”, y por tanto representadas en
una objetualidad que las haga evidente, lo cual no deja de parecer sospe-
choso, sobre todo cuando nos preguntamos acerca del real vínculo entre
la identidad que desea ser representada y el objeto o los objetos a través de
los cuales se muestra.
Esta sospecha puede ser argumentada por dos situaciones. Primero,
porque en la mayoría de los casos el proceso nostálgico del rescate y la
puesta en valor no surge desde las propias comunidades que sustentan
determinada identidad o lo que a nuestros ojos queda de ella, y cuando así
ocurre, dando un resultado distinto de lo esperado, debe enfrentarse a un
duro proceso de negación e invalidación, más aun cuando sus consecuen-
cias no son un suave y aséptico producto de consumo turístico.
Un segundo motivo de sospecha radica en que la evidencia patrimo- 241
nial transformada en monumento (histórico-arquitectónico), que se ha
tendido a conservar y por tanto a valorar en el tiempo, se corresponde con
determinados grupos sociales y económicos, por tanto es excluyente de
aquellas comunidades que históricamente han estado fuera de los ámbi-
tos de poder socioeconómico que posibilitan una preservación y valida-
ción simbólica de su acervo tangible.
Por otro lado, intuimos que cualquier pretensión de identidad atri-
buible a un grupo humano es un anhelo por permitirse ser y proyectar esa
existencia en el tiempo. Por ello, todo discurso acerca de nuestras identi-
dades desea ser cierto, establecer la distinción, fijar los deslindes simbóli-
cos y factuales de lo propio en un proceso no exento de conflictos y en
cuyo desarrollo, la posibilidad de negar al otro o de transformar su anda-
miaje cultural en un fetiche es real. El gran riesgo de que existan mecanis-
mos formales de discriminación de lo que es y no patrimonial, no está sólo
en la posible validación de miradas etnocéntricas, que esperan que las
identidades se manifiesten en la impronta de un complaciente patrimo-
nio, sino en la ruptura ideológica que ello genera y, por ende, en la invisi-
bilidad de estilos de vida completos y la impronta cultural con que tiñen
cotidianamente el paisaje en que habitan.

2. Acerca de la relación entre espacio y cultura


Toda noción de identidad y patrimonio refiere cierta proximidad entre los
discursos acerca de lo que somos y el espacio que nos es propio como
soporte y referencia física de nuestra existencia. Esta relación entre uno y
otro se da a partir de mecanismos de validación social y simbólica, en los
cuales aspectos como la memoria, el imaginario colectivo y el paisaje ad-
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quieren relevancia en la configuración de un código desde el cual leemos


nuestra geografía y nuestro ambiente.
Quien no reconoce un espacio físico natural o construido como pro-
pio se considera fuera del mundo, más aún en culturas como la nuestra,
que está fuertemente arraigada a una construcción histórica que nos asocia
con una idea de ocupación sedentaria de un espacio fundamentalmente de
origen agrario, en la cual las prácticas de movilidad nómada no tienen
cabida sino como signo de pérdida del arraigo, una transgresión por sobre
los asentamientos del territorio ocupado, mundo disperso que desde la
modernidad y su historiografía resulta homogéneamente cartografiado.
Toda inscripción social en el espacio estructura áreas según interpre-
taciones y símbolos que derivan de la experiencia, por lo tanto posee una
valoración diferencial para cada cultura. Podríamos decir que cada estilo de
vida, cada identidad cultural y su modo de percepción construyen una no-
ción espacial propia y, por tanto, de paisaje. Parafraseando a Edward Hall,
los individuos pertenecientes a culturas distintas no sólo hablan lenguajes
242
diversos, sino que están situados en mundos sensoriales diferentes...

3. El maritorio como lugar


Inmensidad, extensión, lejanía, son descriptivos espaciales habituales para
referirse al mar masa/llanura de agua al ojo inhabitada, carente de senti-
dos, no semantizada por el rumor de la cultura.
Tome cualquier mapa de Chile, uno carretero o de turismo, por ejem-
plo, y mire a su derecha la parte firme de la patria, repleta de significacio-
nes... colores, tramas, líneas de distinto color, trazo y tipo. Observe a su
izquierda, el mar de Chile, plano celeste ausente de grafía, donde sólo
pequeñas inscripciones denotan ciertas significaciones.
El espacio que podemos leer en un mapa es imagen, visualidad y
símbolo asociado a una experiencia del espacio que señala. En el trazo
cartográfico están nuestras percepciones y representaciones tanto geográ-
fico-físicas como socioculturales. El mapa nos muestra también nuestra
experiencia espacializada en áreas de interacción social y cultural.
Lo que deseo connotar de los párrafos anteriores es nuestra incapaci-
dad para visualizar el espacio marítimo como uno de tipo identitario. Se le
ha despojado de su noción de lugar y por tanto de arraigo cultural, es
decir, de su condición fundante de estilos de vida.
El habitar es uno de los modos privilegiados que coloca e instala a los
seres humanos en una relación espacio-temporal repleta de significacio-
nes individuales, familiares y colectivas desde donde es posible el anclaje
histórico, cotidiano y simbólico. Ello permite una serie de intencionalida-
des como espacio-tiempo esencial de proyectos, transformaciones, apro-
piaciones y de identificaciones.
Al hablar de maritorio, me refiero a aquel espacio marítimo que a lo
largo del tiempo ha sido habitado, confiriéndole la condición cultural donde
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algo tiene lugar o puede tenerlo. El maritorio así entendido es un esce-


nario cualificado de conducta y acción, conocido, usado e imaginado. Al
asociarse con usos y usuarios (habitantes), se constituye en un referente
de identidad.
Nuestro país posee una rica tradición de diversas culturas marítimas
que, adaptadas a ecosistemas y entornos marinos, instalaron su habitar en
aquel medio y al instaurar el deslinde de sus respectivos maritorios estable-
cieron la distinción. Esa masa de agua para muchos de nosotros no signifi-
cada, fue repletada de signos. El mar se hizo lugar al ser medido, materia-
lizado, gozado, usado y leído, representado y simbolizado por estilos de
vida que en él urdieron sus andanzas.
Un aspecto interesante dice relación con la perspectiva pedestre des-
de donde hemos construido la visión de lo marítimo. Estamos acostum-
brados a la huella empírica del habitar terrestre que deja marca en el sue-
lo. La trama urbana visualizada como damero, el trazo del camino, la
casa-habitación que perdura en el tiempo, son en tanto referentes físicos de
la ocupación estratificada a través del tiempo, lo que hace que el territorio 243
sea cartografiable. Cuando estamos preparados para leer esa evidencia re-
conocemos identidades y por ende la inscripción del patrimonio. Es proba-
ble que un pescador, por ejemplo, sea capaz de discriminar distintas rutas
de navegación que a diferencia de lo que habitualmente pensamos tienden
a permanecer fijas en el tiempo en un aprendizaje de generación en genera-
ción. Sin embargo, su paso no deja huella. No requiere de ella porque lee su
entorno de otro modo. He sabido que algunos discriminan el color del agua
o su sabor, escuchan el viento y el oleaje en un acto de orientación y refe-
rencia espacial para nosotros desconocido. El entendimiento del espacio
es bidimensional, discriminando su condición vertical –latitudinal y hori-
zontal y, a su vez, en esta última, distintas categorías como mar afuera o
mar adentro. El punto de visibilidad de las culturas marítimas es la playa,
es el punto de experiencia de lo marítimo para la mayoría de la población
y reconocemos las identidades y comunidades culturales marítimas por la
impronta que dejan en la playa. Éste es lugar de encuentro construido
desde el habitar, desde la noción del territorio vista como un límite de
tierra firme, donde el maritorio representa un espacio de continuidad, es
el cruce fundacional de los caminos.

4. Maritorio y patrimonio: hurgando en la ceguera


Esta connotación cultural del espacio marítimo la encontramos oculta,
invisible en los discursos acerca del patrimonio y las identidades. Creo ver
en ello un profundo sesgo geográfico y cultural. Hoy sólo es posible acce-
der a lo marítimo a partir de imágenes muy simbólicas, la mayoría de ellas
estereotipadas y alejadas de representaciones de la experiencia vivida.
Por una parte, seguimos reconociendo el terruño, el interior como
espacio fundante de identidades y por tanto sustentador de lo patrimo-
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nial; por otra, la fijación espacial del patrimonio a través del monumento
desconoce experiencias culturales basadas en la movilidad, éstas sólo son
eventualmente consideradas cuando dejan huella física perdurable en tie-
rra firme. Esta mirada configura una noción de identidad asociada a la
tradición, la permanencia y la continuidad, donde lo que adquiere valor
son los elementos del pasado que han sido capaces de perdurar en la ex-
presión tangible del asentamiento.
Por otro lado, el océano mar que vemos desde la seguridad de playa
se muestra a nosotros como paisaje, es decir, una elaboración mental a
partir de ciertos atributos físicos y asociaciones históricas. Nuestra lectura
acerca del mar es una construcción cultural y por ello dinámica a través
del tiempo. No obstante hemos tendido a ciertas lecturas que redundan
en el estereotipo y muchas veces en la caricatura. El punto es que desde
ellas se ha articulado la noción de patrimonio marítimo.
Deseo centrarme en tres de estas visiones:
a) Una buena parte de nuestra tradición no sólo histórica, sino tam-
244 bién pictórica y literaria ha construido una noción de lo marítimo asocia-
do al mundo romántico que evoca toda aventura y todo viaje y que devie-
ne de la contemplación del mar como una práctica estética. Gran parte de
la pintura del siglo XIX y parte del XX ayudan a construir la exótica ima-
gen de un mundo aventurero, plagado de citas y referencias a la cultura
europea. Nos muestran el mar como espacio épico, de exploración y a la
vez de ensoñación, desligado de referentes culturales propios a fuerza de
su construcción cosmopolita y errabunda.
Esta mirada no posibilita una aproximación desde lo patrimonial,
porque las identidades sobre las cuales se sustenta la cultura marítima se
hallan ausentes, prima una visión estética de lo cotidiano en que el paisaje
es referido como una colección de anécdotas, un inventario descriptivo,
plagado de personajes estereotipados fijos en la retórica complaciente del
encuadre.
b) Si uno busca en internet acerca del patrimonio marítimo de Chile,
una referencia que se repite son los museos de la Armada, la única institu-
ción vinculada directamente con la protección, exhibición y puesta en
valor del patrimonio marítimo. Sin embargo, el único patrimonio maríti-
mo que allí se muestra es el de carácter histórico institucional, donde lo
marítimo se ve reducido dramáticamente a unas cuantas gestas épicas de
batallas navales, artilugios de guerra, uniformes militares y objetos des-
arraigados pertenecientes a algunas embarcaciones. La visión que nos pre-
senta excluye cualquier referencia a otra cultura marítima que no sea la
militar, con sesgos temporales importantes, ya que antes de la época repu-
blicana, con algunas excepciones a favor de navegantes europeos, nada.
Casi como si la historia y el patrimonio marítimos de nuestras costas co-
menzaran sólo con la expedición de la escuadra hacia el Perú en los albo-
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res de nuestra independencia. Este hecho no es menor ya que este parti-


cular modo de apropiación cultural e histórica es el que tradicionalmente
se ha utilizado en nuestra formación educacional. Representa el modo a
través del cual sucesivas generaciones se han aproximado al conocimien-
to de lo marítimo.
Sin duda la tradición marítima militar posee algunos rasgos comunes
con otras culturas marítimas, aunque ésta suele estar configurada princi-
palmente por la cultura propia de una organización de carácter militar; a
este respecto, su validación como identidad vinculada al maritorio es ab-
solutamente legítima. El punto no es una cuestión de visibilidad sino de
valor, pues su particular mirada ha sido apreciada por sobre otras hasta la
negación discursiva de identidades diferentes. El museo, al ser un aparato
productor de discursos y por tanto de supuestas verdades acerca del noso-
tros, al asociarse con grupos de poder específicos, corre el riesgo de apro-
piarse socialmente del patrimonio para darnos una particular mirada per-
teneciente al grupo que lo controla como dispositivo mediático.
c) Desde la política y economía se ha visualizado el mar como recur- 245
so natural y estratégico, resaltando sus condiciones como espacio instru-
mental asociado a sus valores económicos, de vínculo o soporte de trans-
porte y como símbolo de soberanía geopolítica. Aquí el concepto de
patrimonio no es cultural sino económico, donde lo importante no son los
referentes sociales y culturales vinculados a lo marítimo sino aquello que
el mercado genera. El espacio marítimo es concesionado, su borde costero
dispuesto para la especulación inmobiliaria o bien para la infraestructura
portuaria, que salvo contadas excepciones ha establecido una barrera físi-
ca de contenedores entre la ciudad costera y su bordemar. En este punto,
el caso de Valparaíso es paradójico, pues siendo una ciudad fundada desde
el mar y con gran parte de su plano ubicado en terrenos ganados al mar, al
punto que no es posible explicar su trama urbana sin referencia a su histo-
ria marítima, la zona protegida y declarada patrimonial prácticamente no
incluye su borde costero.

5. Cierre
Identidad y patrimonio no son conceptos inocentes, ambos implican una
definición más que técnica, ideológica, desde donde se construye el noso-
tros. Un nosotros situado, habitante de espacios concretos. El maritorio, al
igual que el o los territorios, posee un desarrollo espacial y formas de
ocupación que son ineludibles de los estilos de vida que hicieron del mar
su derrotero. Las experiencias globales de estas poblaciones (pescadores,
navegantes, poblaciones aborígenes canoeras, marinos, etc.) expresan una
visión particular del mundo, una cosmovisión en la cual se integran sus
conocimientos y miradas, tradiciones, ritos y tabúes, tanto propios como
de aquellas culturas con las cuales establecen convivencia. Estas cosmovi-
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siones y otras son muy profundas y en ellas se podrá encontrar la fuente


de la identidad y las significaciones de su comportamiento y expresiones
culturales.
Muchas de ellas parecieran estar representadas en una cultura mate-
rial difícil de patrimonializar bajo los criterios que actualmente operan en
la toma de decisiones. Sin embargo, la incapacidad nuestra de leer sus
testimonios hace además que estos estilos de vida y sus identidades se
transformen en un mundo invisible, sólo atisbado a través del estereotipo
o su consideración como meros relictos de culturas ya desaparecidas. Han
sido asimilados en el discurso patrimonial acerca de lo marítimo a partir
de la negación sistemática de una espacialidad que les confiere sentido, al
entender el mar desde nociones instrumentales y románticas que lo des-
pojan de su condición de espacio culturizado.
El patrimonio no puede constituirse sobre eriazos, sobre maritorios o
territorios invisibles. Su desarrollo y valoración implica la revisión de los
propios relatos e historias que hemos construido y sus categorías de vali-
246 dación. Ello implica un esfuerzo por reconocer que las identidades no sólo
se expresan en un patrimonio tangible u objetivado al modo del monu-
mento. Al ser experiencias vividas, la dimensión intangible del patrimo-
nio también configura realidades concretas.
Hace algún tiempo atrás conversaba con Juan Gálvez, pescador oriun-
do de Llolleo. Hace nueve años que vive en la lancha albacorera Isabelita,
allí duerme, come, hace su vida. Conoce todo Chile, la mayoría de los pue-
blos y ciudades costeras, pero casi todas hasta el límite del puerto. Hablá-
bamos de la nueva Ley de Pesca y sus efectos para la pesca artesanal… En
medio de sus palabras, me refirió una frase que deseo compartir.
Yo no sé qué está pasando, me dijo, toda mi familia ha vivido del
mar, mi papá, mis abuelos, mis tíos todos, yo antes de aprender a
caminar ya me paraba en un bote, si hasta mis piernas ya parece que
sólo me sirven pa’ andar arriba de una lancha… como te decía… yo
no cacho lo que pasa, porque a mí, que he vivido toda la vida en el
mar, nadie me pregunta acerca del mar… y los que deciden lo hacen
sin saber de mi mundo… eso es lo mismo casi que no existir…
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

ESBOZOS IDENTITARIOS DE ACONCAGUA

Jorge Razeto
Antropólogo

Acerca de las identidades 247


Las identidades son significaciones culturales que se constituyen en torno
a dos componentes: la pertenencia, es decir, de dónde soy, cuál es mi arraigo,
quiénes son los míos, cuál es mi territorio, y la referencia, de quién me
diferencio, a quiénes considero los otros, desde dónde comienzan...
En esta lógica, es muy posible distinguir una enorme diversidad de
identidades en que efectivamente practicamos los sentidos de pertenencia
y referencia. Los seres humanos nos distinguimos de los animales; los oc-
cidentales, de los orientales; los americanos, del resto; los latinoamerica-
nos tenemos elementos propios que nos diferencian de los gringos; los
chilenos, de nuestros vecinos; los del norte somos distintos de los del sur;
los de la región propia, de los de la del lado; nuestra comuna es especial y,
al interior de ella, cada localidad identifica a sus pobladores con elementos
propios que les dan sentido.
En fin, un gran tema de escalas donde las identidades actúan en for-
ma concéntrica, aportando cada una bases propias para generar identi-
dad. Las personas, las comunidades y los pueblos buscan pertenencias y
referencias múltiples, con diferentes niveles de motivación. Algunas mue-
ven pasiones nacionalistas, otras racistas, localistas, algunas más econó-
micas, en fin, los chovinismos mueven montañas de identidad.
Desde nuestro punto de vista, nos interesa reflexionar en torno a
aquella dimensión de identidad más restringida, donde creemos se expre-
sa el sentido de pertenencia y referencia con mayor naturalidad, con me-
nos inventos externos, con más carne en la vivencia misma. Valoramos así
las identidades locales, restringidas, como la de Aconcagua, territorio de
fuerte reconocimiento identitario.
REVISITANDO CHILE

Definiendo Aconcagua
La V Región incluye las provincias de San Felipe y Los Andes, pero nadie
la identifica con Aconcagua, ni por referencia, ni menos por pertenencia.
Sin embargo, a pesar de que no existe administrativamente, todos se re-
fieren a un territorio preciso cuando se habla de ella.
Aconcagua existe y su pertenencia se expresa en términos de las diez
comunas que las componen: Calle Larga, Los Andes, San Esteban, Rinco-
nada, Santa María, San Felipe, Putaendo, Panquehue, Catemu y Llay Llay.
Al mismo tiempo, por referencia nos distinguimos claramente de las pro-
vincias de Quillota y Petorca. La verdad es que no hay duda, todos sabe-
mos exactamente dónde queda y qué involucra Aconcagua.
¿En qué se basa esta existencia identitaria, sin soporte político admi-
nistrativo? ¿Cómo y desde qué factores se construye esta identidad?
• Un primer gran componente es de orden territorial. Un valle físi-
camente delimitado, que está marcado por la cuenca del río Aconcagua,
que nace en la cordillera de los Andes, y por dos cordones transversales
248
absolutamente dominantes, con alturas por sobre los 4.000 msnm.
• Una economía común, con claros referentes agrarios y mineros. La
agricultura en Aconcagua fue siempre la principal actividad económica y
se ha diferenciado tanto por la calidad de su fruta como por el período de
maduración respecto de otras regiones. Antiguamente pirquinera, desde
hace más de 70 años, posee una gran minería, como la Minera Andina de
Codelco.
• Una historia común, con hitos fundamentales como el paso del
ejército libertador y una serie de escaramuzas y gestas bélicas no siempre
honrosas.
• Una prehistoria demarcada por la existencia de un claro horizonte
cultural, denominado técnicamente aconcagua, con vestigios materiales
específicos, principalmente diseños decorativos sobre cerámica.
• Un conjunto de tradiciones, cuentos, leyendas, festividades y tradi-
ciones religiosas propias de la zona.
• Una enorme diversidad de “saberes haceres” acumulados en torno
a más de 200 oficios tradicionales, algunos de los cuales perduran hasta
hoy día.
Más allá de lo anteriormente expuesto, Aconcagua no existe, no hay
decreto alguno que lo refrende. Aconcagua existe sólo como identidad.

Identidades formales v/s identidades sentidas


Nos perece fundamental diferenciar algunos aspectos sobre los que se cons-
truye la identidad en general y en particular. Ellas se construyen paulati-
na y progresivamente, existiendo, viviendo, trabajando, hablando, rezan-
do, cantando, luchando; sin embargo, puede ser analizada desde diferentes
ámbitos.
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

• En un plano encontramos lo formal, lo tradicional, la historia ofi-


cial, las condecoraciones, los discursos, los galvanos, las celebraciones. En
este sentido, existe toda una institucionalidad que la favorece, que la esti-
mula y sostiene.
• En otro plano identificamos la vivencia popular, la historia local, la
práctica ritual anónima, la vida cotidiana hecha historia, las diferencias
entre familias, los grandes horrores, epidemias, alegrías, las fiestas religio-
sas locales. Para ellas hay sólo un soporte informal, popular, no institucio-
nalizado pero tremendamente válido.
La historia nacional ha nacionalizado lo local, le ha dado argumen-
tos, héroes, tradiciones, protocolos, formalidades llenas de pompas y ritos
conservadores, de condecoraciones, trofeos recordatorios. No obstante, eso
no es historia local, es la historia nacional localizada. Desde allí no surge
identidad local en el sentido más enraizado del término, sino en uno eli-
tista y formal; así no puede surgir otra porque no está acompañada de
vivencias profundas comunitarias.
Es interesante observar cómo esta “nacionalización” identitaria ac- 249
túa en casos y hechos concretos, que a su vez han tenido significados
propios a nivel local. Por ejemplo:
• Por Aconcagua pasó el ejército libertador, glorioso y triunfante, lo
que nos llena de orgullo, conmemoraciones, eventos épicos y rituales.
Gracias a ese tránsito por nuestro territorio, celebramos todos la fiesta de
la Independencia y la chilenidad. Sin embargo, el hito que se recuerda en
Aconcagua es el “Cariño Botado”, el pueblito que lleva ese nombre por-
que esperaba con fiestas y comidas a un ejército que nunca llegó y que
dejó a su paso el cariño botado. La vivencia local de la historia nacional es
radicalmente diferente. La comunidad de “El Cariño Botado” aún no per-
dona y todavía recuerda y festeja el desaire.
• La epidemia de cólera de fines del siglo XVIII en Chile comenzó en
Jahuelito y Santa Filomena, por el paso cordillerano (nuevamente la cor-
dillera) de un arriero que cruzó los Andes. Dicha epidemia fue un hito
nacional, pues murieron miles de compatriotas; una historia desconocida y
olvidada casi para todos. La vivencia propia de estas comunidades deja una
marca que hasta hoy recuerda anécdotas, personajes solidarios locales, lu-
gares de enterramientos donde aún es mejor no acercarse, en fin, la epi-
demia tiene una existencia concreta aún hasta las generaciones actuales.
• La época de oro del Ferrocarril Trasandino (aquel que atravesaba la
cordillera) se acabó y también el ferrocarril. Sólo opera en la actualidad
un tren nocturno de carga que lleva los minerales hacia sus lugares de
procesamiento. La historia nacional sepultó al ferrocarril; sin embargo, en
Aconcagua persiste una cultura ferroviaria notable, con familias enteras
que recuerdan episodios de sus antepasados, personajes, fechas importan-
tes, viajes memorables. La historia local vive y revive del ferrocarril tra-
REVISITANDO CHILE

sandino, a pesar de que la historia y la economía nacionales hace ya tiem-


po lo olvidaron.
• El cáñamo es la materia prima de la marihuana, pero también lo es
de la cuerda y la arpillera. Desde hace ya veinticinco años, por disposicio-
nes político-administrativas, se prohibió su cultivo y se erradicó de golpe
una de las industrias locales más pujantes que se hayan conocido en Acon-
cagua. En los años cincuenta, la Sociedad Industrial Los Andes (SILA) llegó
a tener más de mil trabajadores vinculados a esa actividad, sólo comparable
en estos días a todo el poderío de la Minera Andina de Codelco. Una vez
más la historia y los intereses nacionales priman sobre los locales, a pesar
de que en el fondo de nuestra realidad local, todavía queda el recuerdo de
un proceso tecnológico arduo y complejo, además de los conocimientos
de una capacidad de hilado que la cuerda plástica aún no ha logrado erra-
dicar.
En fin, pedazos de historia que se niegan a morir, o más bien, que
persisten increíblemente en nuestro imaginario local, a pesar de todo, sin
250 mostrar grandes signos de debilidad.

Recuperando historias locales


Las reflexiones anteriores nos han llevado a investigar estos temas y desde
nuestra Corporación y Centro de Artes y Oficios Almendral, hemos em-
prendido junto a un equipo de trabajo coordinado por la socióloga Hanny
Suckel, la tarea de recopilar y publicar en el 2001, las primeras cinco his-
torias locales de Aconcagua. Actualmente nos encontramos en la produc-
ción de cinco nuevas historias locales, para completar con diez tomos la
primera parte de la Colección Historias Locales de Aconcagua.
Las comunidades de Santa Filomena, Jahuelito, Coquimbito, Río Blan-
co y Campos de Ahumada ya escribieron y publicaron su historia. Actual-
mente, Almendral, El Asiento, Rinconada de Silva, San Regis y Santa María
se encuentran recuperando sus historias comunitarias llenas de vivencias,
relatos hechos por la propia comunidad y que son investigados por grupos
de personas que se transforman en estudiosos e historiadores de su locali-
dad. Ellos entrevistan, descubren fotografías y lugares, seleccionan textos.
Claramente que ésa no es LA HISTORIA, sino que es una sumatoria
de historias; pero también podemos asegurar que “LA HISTORIA” en ver-
dad no existe y que esas múltiples historias sí, pues son concretas, están
vivas en las comunidades. Son su tradición oral, sus relatos, sus mitos
locales, sus personajes de carne y hueso, sus héroes y sus villanos.
Recuperar esas historias para nosotros significa poder abrir la posibi-
lidad para que esas comunidades se planteen frente al futuro de una ma-
nera diferente, con mayor sentido de identidad. Saber quiénes son, de
dónde vienen, cuáles son sus potencialidades, los problemas que han te-
nido, las soluciones a las que han llegado, en fin, repensar las identidades
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

locales hacia el futuro. Una comunidad que investiga su historia y recono-


ce su territorio es más libre para definir sus prioridades, aprovechar sus
recursos, elegir sus líderes, cuidar su entorno, en fin, para plantearse el
desarrollo de una manera distinta de los modelos que les llegan de afuera.
Lo anterior nos lleva a entender las enormes distancias que separan
los pedazos de la historia nacional vividos en lo local.
La suma de las historias locales de Aconcagua tampoco hace su his-
toria, pero no nos cabe ninguna duda de que en esas publicaciones se
encuentran los fragmentos fundamentales de las múltiples historias de
Aconcagua que irán construyendo sus historias futuras.
Es de vital importancia relacionar el sentido de identidad al de cultu-
ra, y en esta perspectiva, entenderlo también como el conjunto de proce-
sos donde se elabora la significación social, participando por ello de los
estilos de desarrollo y en el modo de enfrentar las condiciones de vida ma-
terial y social de la comunidad. En este entendido, una política cultural no
puede limitarse a la administración rutinaria del patrimonio histórico y
físico, o al ordenamiento burocrático de los organismos especializados en 251
el arte y la educación. Entendemos por política cultural aquella opción
que trabaja con un concepto de cultura amplio, del cual el arte es un
componente, de la misma manera que la forma en que viven, trabajan y
se relacionan las personas al interior de sus comunidades y entre éstas, sus
hábitos y costumbres, sus formas de trabajo, sus tecnologías, su forma de
entender el espacio, su relación con la naturaleza, sus aspiraciones de tras-
cendencia, sus temores y sus sueños, entre muchas otras.
En este sentido, queremos expresar que sobre la identidad se puede
trabajar, es posible fortalecer dinámicas comunitarias que refuercen la iden-
tidad que permitan también influir sobre un conjunto mucho más amplio
de dimensiones de la sociedad, las motivaciones, los intereses políticos, las
formas de economía, las tendencias del consumo; de manera que se pro-
picie al menos una reflexión sobre la vorágine moderna y sobre sus im-
pactos en nuestras vidas cotidianas. Trabajar sobre las dinámicas identita-
rias es trabajar sobre el tipo de desarrollo que nuestra sociedad adopte.
Apelamos contra el centralismo, que se reproduce desde lo regional
y también desde lo comunal; como cadena interminable desde lo general
a lo particular. Imaginamos un camino inverso, donde lo local sea respeta-
do e incorporado a una visión comunal, regional, nacional y global del
desarrollo. La identidad se construye, se crea, no sólo basta reconstituir la
historia sino, desde ella, pensar el presente y proyectar el futuro.
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BAILES CHINOS, MIL AÑOS SONANDO EN EL


VALLE DEL ACONCAGUA

Claudio Mercado
Antropólogo y etnomusicólogo

252 L os bailes chinos (chino es una palabra quechua que significa servidor; no
tiene nada que ver con los chinos de China) son cofradías de músicos-
danzantes de los pueblos campesinos y pescadores de Chile central. Ellos
expresan su fe a través de la música y la danza en las fiestas de chinos,
rituales que se realizan en pequeños pueblos, villorrios y caletas, y que
congregan bailes de distintos pueblos.
Sus orígenes se remontan a la cultura aconcagua, que habitó la zona
central de Chile entre el 900 y el 1400 dC., siendo prueba de ello las flau-
tas de piedra encontradas en distintas excavaciones arqueológicas, iguales
en su construcción interna a las actuales flautas de madera usadas por los
chinos, y poseedoras del mismo sonido, muy particular, propio de la esté-
tica sonora surandina.
Luego tomamos conocimiento de esta ritualidad durante la Conquis-
ta y la Colonia a través de crónicas de viajeros, y vemos su desarrollo
actual como una tradición que aglutina social, cultural y religiosamente a
los descendientes de aquellos pueblos indígenas.
La ritualidad de los bailes chinos se inserta dentro del marco general
de los rituales populares americanos, donde se observan aportes indígenas
(la música instrumental, los instrumentos musicales, la danza, la relación
del ritual con la obtención de estados especiales de conciencia y la comu-
nicación directa con la divinidad), y aportes hispánicos (el canto del alfé-
rez, las Sagradas Escrituras, la institución católica, sus imágenes sagradas
y su calendario ritual).
Las comunidades que practican actualmente esta ritualidad no son
indígenas, pues la zona central de Chile fue el área en que la occidentali-
zación se produjo con mayor rapidez, eliminando a la población originaria
y absorbiendo a sus sobrevivientes como mestizos, los actuales campesi-
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nos y pescadores. Pero a pesar de este drástico cambio cultural, los pobla-
dores supieron conservar su sustrato indígena en lo más importante y
vital para su supervivencia: su ritualidad.
Un ritual de bailes de chinos es una fiesta que organiza una determi-
nada comunidad, pueblo o caleta para celebrar a un santo, a la Virgen, al
Niño Dios o alguna fecha importante del calendario católico. El pueblo que
celebrará la fiesta invita a grupos de bailes de otros pueblos y todos se jun-
tan el día determinado a tocar y danzar en honor de la imagen venerada.
La fiesta es un encuentro intercomunitario, los bailes invitados asis-
ten con sus familiares y amigos. Es un encuentro al que acude gente de
diversos lugares, es una fiesta en que lo sagrado y lo profano se relacionan
de tal manera que conforman un espacio y tiempo únicos; es una día para
pasarlo bien, para reír y ver a los amigos, a los conocidos, a los familiares
de otros pueblos, un día para comprar y comer. Muchas veces se instalan
ferias de comerciantes ambulantes y de entretenciones, con ruedas y caba-
llitos, todo esto junto al sentimiento sagrado, a la devoción expresada en la
danza, en la música, en la procesión y en el paseo de la imagen sagrada. 253
La música de los bailes chinos está indisolublemente ligada a la dan-
za; los flauteros de ambas filas y el tamborero hacen una danza muy carac-
terística mientras tocan, consistente en una serie de saltos acrobáticos y
pasos que requieren de un gran esfuerzo físico, agachándose y levantándo-
se de manera continua por largos períodos de tiempo. Estos movimientos
son realizados al ritmo de la música bajo la coordinación del tamborero.
La estética de la música instrumental de los bailes chinos es absoluta-
mente ajena y contraria a la europea, es una manifestación que, en lo
estrictamente musical, está relacionada a las poblaciones indígenas que
habitaban la zona central de Chile antes de la llegada de los españoles.
Existe toda una conceptualización estética referida al sonido de la flauta y
del baile. Términos como “gorgorear”, “gargantear”, “llorar”, “gansear”, “ca-
tarrear”, “pitear”, todos indicadores de distintos matices del sonido de una
flauta, indican el desarrollo y la discriminación tímbrica del instrumento.
Aquel sonido que para una persona urbana, educada en una estética
europea, es feo, disonante y monótono, posee para los chinos una calidad
estética insuperable y está profundamente arraigado en la vida de los cam-
pesinos y pescadores. Este sonido, inventado hace dos mil años por la
cultura Paracas, del sur del Perú, es tocado actualmente sólo por los chi-
nos, quienes lo han preservado hasta el presente.
El “chinear”, verbo que indica la acción conjunta de tocar y danzar,
inserto en un sistema ritual bien definido es, debido a sus características,
una manifestación cuya estructura permite inducir un cambio en el esta-
do de conciencia. Es a través de éste que todos los pueblos mal llamados
primitivos han establecido la relación con sus divinidades. El fenómeno
ha sido ampliamente estudiado en el mundo por diversos investigadores.
REVISITANDO CHILE

Este cambio en el estado de conciencia implica un cambio drástico en la


percepción del universo y en la relación establecida con él. Este estado de
trance místico permite acceder a una relación directa con la divinidad. En
el caso de los bailes chinos, vemos que ellos continúan la antigua tradi-
ción chamánica americana. Hay una serie de elementos que hacen que
esta ritualidad esté estructurada de manera de permitir este cambio en la
percepción. Estos elementos son la hiperventilación, la saturación auditi-
va, la repetición rítmica, el esfuerzo físico de la danza y el tañido, conti-
nuo y repetitivo, la presión psicológica, las palabras del alférez, la signifi-
cación del ritual.
La procesión es el acto mediante el cual los chinos hacen el paseo
ritual y sagrado de la imagen por su pueblo, es ahí donde hacen el mayor
despliegue de fuerza, entrega y devoción a la divinidad. La actitud de un
buen chino que va en la procesión es la de un hombre ensimismado en su
flauta y en su danza. El chino no baila por bailar ni por hacer show, el
chino baila porque necesita establecer un contacto directo con la divini-
254 dad. Las fiestas de chinos son un momento en que la vida cotidiana se
suspende y se vive un día especial donde pescadores y campesinos expre-
san la fe y devoción que sienten por la divinidad. La fiesta es el momento
para pedir y agradecer, para establecer una comunicación directa con la
Virgen, con los santos, con Dios.
Estoy hablando del sentido más profundo de nuestras vidas, aquel
que llega a vislumbrarse a veces cuando el baile va fuerte, compacto, her-
moso, y el sonido de las flautas y el esfuerzo de la danza permiten la aper-
tura de la conciencia.
Cada baile chino tiene un alférez, un cantor. Ellos son los represen-
tantes de los chinos y del pueblo ante la divinidad, son los encargados de
hablar ante ella. Son quienes tienen todo el conocimiento de la religión,
quienes saben las historias bíblicas y sus personajes, la historia de Cristo y
de la Virgen, la historia de San Pedro, del Niño Dios, etc. Son quienes po-
seen el conocimiento de la tradición oral en que se desenvuelve la rituali-
dad de los bailes chinos. Los alféreces, de una manera simple y hermosa,
enseñan al pueblo la religión católica. Son ellos quienes adoctrinan a pes-
cadores y campesinos sobre la palabra de Dios. Y esta enseñanza es reali-
zada con palabras comunes y corrientes, con un lenguaje que todos com-
prenden, a través de los cantos que van improvisando en cuartetas o
décimas.
Pero además, los alféreces piden a la divinidad por cosas concretas,
que les atañen directamente a ellos, a los chinos y al pueblo. Piden por la
salud de los enfermos, piden por lluvias y buenas cosechas, piden por
protección en el mar, piden prosperidad.
El nivel de compenetración de algunos alféreces es tal mientras le
cantan a la imagen sagrada que se producen momentos de intensa emo-
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

ción y trance místico, tanto en los chinos como en la gente que rodea al
baile. La profundidad devocional de algunos chinos los hace vivir un mundo
donde los sueños y las visiones juegan un papel muy importante en la
vida cotidiana.
En lo social, el saludo entre los bailes es un momento de gran inten-
sidad emotiva, pues los alféreces y chinos se encuentran sólo para las fies-
tas y les produce una enorme alegría encontrarse nuevamente en medio
de su fe. Los contrapuntos de alféreces son una parte fundamental del en-
tramado social entre los pueblo. En ellos se preguntan, cantando, por las
novedades que trae el baile, se dan las bienvenidas, conversan a lo humano
a través del canto. Cada baile que llega debe saludar al baile dueño de casa
antes de saludar a la imagen sagrada. Una vez cumplidas estas formalida-
des, los bailes se saludan todos con todos. Es el encuentro social entre los
bailes, es la fiesta que no sólo tiene su componente divino, sino también
humano.
La tradición de los bailes chinos cuenta actualmente con unos vein-
ticinco bailes en el curso medio e inferior del río Aconcagua. Pese a la 255
fuerza que aún mantiene la tradición, estamos en un momento percibido
por los chinos como difícil, pues muchos bailes desaparecen y en otros sus
integrantes tienen de 40 años para arriba. Es decir, en 20 años, cuando
dejen de bailar, ya no habrá chinos.
Los problemas que enfrenta la tradición son varios:
• “La pelota”, los campeonatos de fútbol que se realizan los do-
mingos, el mismo día que las fiestas, se lleva a un buen porcentaje de
jóvenes.
• La inclusión en las fiestas, desde mediados de la década del sesenta,
de los bailes danzantes provenientes del norte de Chile, que interrumpen
con sus instrumentos industriales el delicado equilibrio sonoro de las flau-
tas de chinos, construidas artesanalmente. Estos bailes, en un principio
bien recibidos a causa de su novedad, son ahora considerados molestos e
indeseables por una gran cantidad de chinos.
• La intrusión en los últimos años de un desatinado grupo de batuca-
da en las fiestas de San Pedro.
• La migración de los jóvenes a las ciudades y su posterior rechazo a
las tradiciones del pueblo, el modelo de éxito pregonado por la televisión
y los medios, que hace a los jóvenes sentir vergüenza de ser campesinos y
chinos.
• El continuo ataque de la Iglesia Católica y los curas, que dura ya
cinco siglos, que ven en esta ritualidad elementos paganos intolerables y
que combaten poniendo grandes parlantes con villancicos europeos para
que los alféreces no puedan escucharse mientras cantan, o negando la
entrada a las capillas o intentando estructurar las fiestas según les con-
viene.
REVISITANDO CHILE

La invisibilidad del mundo rural de la zona central ha permitido la


pervivencia de muchas tradiciones desconocidas para el mundo urbano,
que se mueve en paralelo sacudiendo insistentemente la zona con sus
fábricas, contaminación y megaproyectos inmobiliarios. En esta oportuni-
dad hablo de los chinos, pero existen también las santiguadoras, las reza-
doras, las ya casi inexistentes cantoras, los sanadores, los cantores a lo
divino, el mal de ojo, los lugares cargados, los tue-tue, el maligno y toda la
imaginería ligada a las creencias, totalmente desconocida para el mundo
urbano.
¿Se tiene conocimiento de que hasta hace 60 años se hacían cam-
peonatos de chueca, el juego mapuche, entre los pueblos de Ventanas, La
Chocota, Campiche y Puchuncaví, por nombrar algunos? ¿Se sabe que la
mar, conceptualizada por los pescadores como mujer que menstrua irre-
gularmente, necesita comerse a varios humanos por año, y que los pesca-
dores en el fondo se alegran cuando los veraneantes se ahogan porque
significa que no se ahogarán ellos en el invierno?
256 ¿Se conoce que en la memoria de los viejos aún perduran las histo-
rias contadas por sus abuelos, que hablan de la llegada de los incas a la
zona central, de sus caminos y de las minas que explotaban, por ejemplo,
en Malacara, o de las ceremonias que los antiguos indígenas hacían en la
cumbre del cerro El Mauco?
Hace sólo cuarenta años comenzó a llegar la modernidad a estos pue-
blos, y con ella el reemplazo de las costumbres. Hace sólo diez años llegó
la luz a varios pueblos cercanos a Puchuncaví, y con ella la televisión y la
radio. La memoria y la tradición están aún frescas en los campesinos y
pescadores de la zona. Espero que los planes del Estado para el Bicentena-
rio incluyan por fin el apoyo a las tradiciones que aún quieren ser conser-
vadas por sus cultores.
¿Seremos tan tardos de mente como para dejar morir el sonido de las
flautas de chinos, que lleva mil años sonando en el valle del Aconcagua?
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

III. LAS SLAS I


RAPA NUI
REGIÓN TRANSPARENTE

Mudar de país no es malo, pero a veces representa una empresa tan 257
seria como el casamiento; nos casamos con otra costumbre, lo cual es
cosa muy seria. La Lengua forastera nos toma y literalmente nos
inunda... Nos azoran cosas que nos parecían inmutables: el pan es
más denso o más ligero; el agua se hace aguda o gruesa, en todo caso
novedosa. El propio cuerpo se vuelve otro...

(Gabriela Mistral en Bendita mi lengua sea, 2002)


REVISITANDO CHILE

258
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

RAPA NUI
APUNTES PERSONALES SOBRE LA IDENTIDAD RAPANUI

José Miguel Ramírez


Arqueólogo

Introducción 259
Para hablar sobre la identidad de un pueblo ajeno al propio, hay que esta-
blecer desde dónde se habla, identificarse uno mismo y desde la particular
experiencia con el otro. No es lo mismo ver la isla desde la distancia del
turista que encuentra que todos los moái son lo mismo que como lo haría
aquel que se involucra y asimila hasta quedarse a vivir en la isla, o el que se
lleva a un(a) isleño(a) al extranjero, ni la del funcionario público que llega
a ganar un mejor sueldo, entre otras formas de acercamiento, versus la de
un arqueólogo que termina comprometido con la gente rapanui, el patri-
monio cultural y el desarrollo sustentable de la isla, a pesar del riesgo que
significa meterse en las patas de los caballos (y de las vacas). Es desde la
experiencia como arqueólogo, primero, y como administrador del Parque
Nacional Rapa Nui por siete años, luego, que surgen estos apuntes.

Arqueología e identidad
Sin duda, la arqueología es un elemento que domina en el espacio y en el
espíritu rapanui. Sin embargo, para el visitante sensible, la gente rapanui
resulta tanto o más atractiva que la antigua arquitectura monumental, los
petroglifos y el mismo paisaje. En cierto sentido, los moái no dejan ver el
bosque. No sólo porque el propio surgimiento de las estatuas se relaciona
con la destrucción del antiguo bosque, sino porque ellas ocultan muchas
otras realidades.
Una cultura tan aislada y amenazada como la rapanui podría haber
desaparecido por el brutal impacto del mundo exterior, con la esclavitud y
las epidemias que dejaron sólo ciento diez sobrevivientes hacia 1877, y
luego con la aculturación progresiva que trae la apertura al mundo exte-
rior, la “chilenización” de la isla, el éxodo de los jóvenes; sin embargo, a
REVISITANDO CHILE

este movimiento centrífugo se opone otro de recuperación y recreación


de aquello que los hace especiales en un mundo globalizado. A pesar de
todo, corren menos riesgo de perder su identidad que los propios chilenos
continentales.
Después de décadas de abandono y miseria, su actual estatus les per-
mite mirar con distante orgullo a las otras etnias nacionales. El hecho
mismo de estar lejos y aislados los ha puesto en el Ombligo del Mundo,
donde los espectaculares logros culturales de los ancestros, los monumen-
tos megalíticos, les otorgan un lugar que probablemente no tendrían en el
continente, como sucede con los actuales descendientes de los incas.
A pesar de que a algunos isleños no les gustó que su cultura fuera
considerada Patrimonio de la Humanidad, se podría decir que el moái
como símbolo de Rapa Nui dejó de ser una “propiedad” exclusiva de ellos.
Hoy en día es un ícono universal, incluso una marca que aparece en dis-
tintos medios, asociada a una tarjeta de crédito, un licor, como letrero
luminoso de cualquier clase de negocio en cualquier parte del mundo, o
260
reciclado en guirnaldas de colores, en cualquier clase de souvenir. Inclu-
so, en el Rapa Nui Journal, que publica la Easter Island Foundation en
Estados Unidos, se registran periódicamente los últimos hallazgos de aque-
llos moái postmodernos. Periódicamente, las autoridades isleñas reclaman
por el uso comercial de estas estatuas, en casos como el de una película de
Hollywood, aunque también está en juego el tema de la retribución eco-
nómica, el pago del royalty.
Por otro lado, muchos isleños viven de la artesanía, reproduciendo los
antiguos moái en sus distintas variantes. Varios de esos artesanos han sido
invitados a tallar esas imágenes ancestrales de gran tamaño a distintos paí-
ses, o las hacen por encargo, a muy buen precio en dólares. Los isleños
aprendieron hace tiempo lo que valen, en todo sentido.
Es decir, si hay alguna identidad que sobresalga en Chile, ésa es la
rapanui. Y no sólo se refiere a que ellos tienen una conciencia de sí mis-
mos como personas especiales, con una cultura que el mundo exterior
aprecia como algo excepcional, sino a que han ido reconstruyendo esa
identidad a partir de los vestigios arqueológicos y del turismo, de donde
surge un orgullo manifiesto, hasta agresivo.

Rapa Nui y Chile


El reconocimiento mundial a la cultura rapanui ha permitido que desde el
continente se haya producido un cambio desde el abandono y el desprecio
a una admiración casi chovinista, porque ahora lo rapanui luce con brillo
propio, y algo de ese brillo queda en Chile continental.
Tan importante ha sido el cambio de enfoque desde el continente ha-
cia Rapa Nui, que en el censo de 1992, más de 20 mil chilenos continenta-
les, se asignaron la pertenencia a la etnia rapanui. En realidad, los actuales
rapanui no superan las dos mil personas, fuertemente mestizadas.
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A partir de esa pequeña reserva genética y cultural, se ha podido


sostener, sobrevivir y recrear una cultura propia, que reconoce sus raíces
en Polinesia, a pesar de las enormes pérdidas y cambios provocados por el
contacto con el mundo occidental.
Hoy en día, los isleños aparecen en la televisión y en la farándula;
jóvenes isleños participan en las fiestas del jet set criollo, otros viajan como
artistas por el mundo, algo que sería impensable para algún mapuche, un
aymara, o un peruano de la Plaza de Armas. Desde luego, junto al atractivo
cultural, la estética rapanui resulta evidente, y no sólo aquella de las jóve-
nes que bailan escasas de ropa y rodeadas por ese estereotipo de la liberali-
dad polinésica, sino también con modelos masculinos, como el exitoso Hotu
Iti. Además, al peso propio de la cultura y de la estética se suma una per-
sonalidad exuberante, una capacidad para ubicarse en el mundo y apro-
vechar todas las oportunidades que se les ofrecen. Como pueblo, se pue-
den considerar en el máximo nivel de “inteligencia emocional”.
Con todo esto, es posible entender el concepto del pasaporte rapa-
nui. Un isleño llegará a cualquier parte del mundo, ayudado en gran me- 261
dida por el hecho de ser rapanui. Será una respuesta al aislamiento, pero
los isleños conocen más del mundo que los chilenos continentales.
Es decir, lo que conocemos del pasado, aquella experiencia terrible
que vivieron los abuelos, incluso los padres de estos jóvenes, es otra etapa.
En esa época efectivamente existió el abandono y la miseria, los maltratos
y la negligencia del Estado. Fue la época de la Compañía Explotadora y
también de la Armada, cuando se les prohibía salir de la isla, capítulo
lamentable del cual conocemos muy poco en Chile, pero que está detrás
de las permanentes demandas de los isleños y de la actitud paternalista del
Estado, aquel sentimiento de culpa no resuelto apropiadamente en un
manejo adecuado de la relación con la isla, hasta ahora.
Recién en 1966, con la llamada Ley Pascua (Nº 19.444), el Estado de
Chile asume que la Isla de Pascua requiere un trato diferente, el que se
expresa en una postura paternalista que intenta revertir décadas de aban-
dono. Se instaura un modelo de “discriminación positiva” que favorece a
los isleños en aspectos tan fundamentales como la protección de su tierra,
prohibiendo la venta a extranjeros, incluso continentales. A pesar del mal
manejo histórico de la isla, este proteccionismo en el tema del acceso a la
tierra ha permitido que hoy los rapanui estén en una posición mucho más
favorable que la de sus primos hawaianos y tahitianos. Entre otras cosas,
la Ley Pascua reconoce una percepción diferente sobre los delitos, defi-
niendo penas menores para los isleños, y favorece el bienestar económico
a través de la exención completa de impuestos.
Al mismo tiempo, la Ley Pascua crea un fondo para el mantenimien-
to de la municipalidad y del patrimonio arqueológico, a través de un im-
puesto a las entradas del Casino de Viña del Mar. Ese fondo, administrado
REVISITANDO CHILE

por el Intendente de Valparaíso, fue utilizado en las primeras restauracio-


nes de monumentos dirigidas por el arqueólogo norteamericano William
Mulloy. En 1974, el artículo pertinente fue derogado, sin que hasta la fecha
el Estado de Chile haya creado un sistema de financiamiento similar. La
mayor parte de los trabajos arqueológicos y de conservación del patrimo-
nio arqueológico, han sido financiados con dineros del extranjero.
Desde el comienzo de la incorporación a Chile, en 1888, la imagen
de la lejana “madre patria” fue muy pobre para los isleños.
El propio Policarpo Toro sufrió el “pago de Chile”. Después de ser
expulsado de la Armada como consecuencia de la Revolución de 1891
contra el Presidente Balmaceda, el Estado desconoció sus compromisos y
Toro debió pagar los arriendos de unos terrenos en la isla mediante la
hipoteca de sus futuras jubilaciones. Los primeros colonos chilenos, tres
familias, volvieron al continente apenas pudieron, debido al abandono.
Luego, la isla fue arrendada a una Compañía Explotadora. Por muchos años,
el administrador de la Compañía era al mismo tiempo representante del
262 Estado en la isla. Entonces, la pobreza de Chile, tanto en lo institucional
como en lo económico, fue claramente asimilada por los isleños. Así sur-
gió el concepto “tire veve” (chileno pobre), producto de la comparación
con el despliegue de recursos de la Fuerza Aérea norteamericana, instala-
da en la isla en los primeros años de la década de los setenta.

Adaptación, sobrevivencia y cambio


Un hito fundamental en esta historia es la expedición noruega encabeza-
da por Thor Heyerdahl, en 1955. En esos seis meses los isleños enfrentaron
un cambio cualitativo y cuantitativo en sus intercambios con extranjeros:
del trueque ocasional al comercio, incluyendo la adquisición de moneda
dura. La astucia desplegada para “venderle” a Heyerdahl lo que andaba
buscando, en la forma de cientos de pequeñas esculturas de lava envejeci-
das, y ocultas apropiadamente en “cavernas de los antepasados”, a las que
sólo pudo acceder después de la consabida ceremonia del umu tahu (cu-
ranto con pollo blanco) es una muestra de esa capacidad de adaptación y
supervivencia.
Cuando sólo contaban con la presencia ocasional de un barco, el prin-
cipal bien material que podían ofrecer eran unas esculturas de madera,
reproducciones muchas veces grotescas de las antiguas imágenes de los
espíritus de los antepasados, así como creaciones libres con aplicaciones
de elementos propios del arte antiguo. De allí surgen desde alfanjes y bas-
tones con mangos de moái kava kava, brazaletes y collares, hasta juegos
de ajedrez con formas de moái.
Al mismo tiempo, recogen estéticas del mundo exterior, incluso en la
música y la danza. En las primeras décadas del siglo pasado, esa acultura-
ción adquiere formas lamentables, que ocultan toda la riqueza de una
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cultura ancestral que se mantenía escondida al extranjero, hasta que al-


gunos científicos comenzaron a estudiarla, como verdaderas reliquias de
un pasado glorioso pero inevitablemente perdido.
Resulta notable constatar cómo, a pesar de la inevitable aculturación,
la pérdida definitiva de algunos elementos centrales de la antigua cultura,
como la escritura rongo rongo, existe un movimiento contrario de restau-
ración de una identidad que, aunque lleno de contradicciones, ha sido
eficiente en posicionar a los actuales rapanui en el mundo.

Restauración de la identidad
No cabe duda de que la restauración de la identidad comienza con la aper-
tura de la isla al turismo, al mismo tiempo que las restauraciones arqueoló-
gicas, que permitieron rescatar las raíces más sólidas del orgullo rapanui.
Entre los mayores estímulos internos del proceso se cuenta la Tapati
Rapa Nui, la “Semana Rapa Nui”. En verdad son dos semanas en que se
recrean usos y costumbres, deportes y competencias tradicionales, que
cada año se han ido depurando y profesionalizando, y que atraen cada vez 263
más turismo a la isla. Al mismo tiempo que se hace más “comercial”, la
comunidad se esfuerza por hacerlo cada vez mejor. Antes era improvisa-
do, ahora las familias comienzan a trabajar con meses de anticipación.
Los rapanui saben lo importantes que son para el resto del mundo.
Ahora, con las facilidades que les otorga la actual Ley Indígena, muchos
isleños han dejado en segundo lugar el apellido paterno, extranjero, y han
puesto primero el rapanui, el materno.
Muchos de los que sufrieron la época oscura de la historia están vi-
vos. Ellos transmitieron a los hijos una imagen del continente, en especial
de Valparaíso. Fue el puerto donde llegaron los primeros isleños, escondi-
dos en las bodegas, y fue allí donde surgió la Sociedad de Amigos de Isla
de Pascua, en el año 1947, encabezada por el intendente Humberto Moli-
na Luco. En particular, apoyaron a los más olvidados, aquellos condena-
dos a la muerte en vida: los leprosos.
Hay toda una historia que no conocemos en Chile, que es necesario
entender para ver hasta dónde hemos llegado y el porqué de todas estas
contradicciones, el resentimiento que ocasionalmente aflora, la descon-
fianza. Por otro lado, los prejuicios y las equivocaciones desde el lado de
los funcionarios chilenos, a veces con las mejores intenciones, pero gene-
ralmente con un gran desconocimiento de la realidad.
En una comunidad tan pequeña, reducida por la fuerza a Hanga Roa
en los tiempos de la Compañía Explotadora, se cumple cabalmente el di-
cho “pueblo chico, infierno grande”. El hacinamiento creciente en el pue-
blo, donde las delgadas paredes de las casas de subsidio van dejando poco
espacio a la privacidad, genera tensiones inevitables, más aún cuando los
lazos de parentesco los unen a todos en una gran red de relaciones muy
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complejas. La incorporación creciente de extranjeros en estas redes, in-


cluyendo muchos chilenos continentales, genera una tensión inevitable.
De hecho, estos últimos, que viven en la isla, aunque estén casados con
isleñas y tengan hijos, nunca serán considerados verdaderos ciudadanos.
La distinción parece simple: son los pascuenses, en contraposición a los
rapanui.
Incluso el término Rapa Nui, que no es el nombre original de la isla,
en la actualidad se usa para adjetivar y diferenciar la cultura rapanui, la
lengua rapanui, la historia rapanui. Con la apropiación de ese nombre, se
ordena y se toma un lugar en el mundo, el lugar de los rapanui.
Ellos se nutren del patrimonio arqueológico, del mána de los moái,
que fueron rescatados de las ruinas y el abandono y ahora son nuevamen-
te el símbolo máximo de la cultura de los rapanui. Para ellos, los monumen-
tos no son fósiles sin vida. En cada moái está el mána de un ancestro. Para los
rapanui actuales, aunque los separen siglos del espíritu original y ya no se
recuerde el nombre de ese antepasado, un moái es el aringa ora, su rostro
264
vivo.

La identidad y la tierra
Un elemento central en la restauración de la identidad es la tierra. El con-
cepto rapanui de la tierra está muy lejos de la propiedad privada que ins-
tauró recientemente la actual Comisión de Desarrollo. El antiguo concep-
to del kainga relacionaba a un linaje, un clan, con la matriz, el territorio de
los ancestros, de sus espíritus. Aunque algunos hayan asumido la realidad
instalándose en sus parcelas de cinco hectáreas, en territorios distintos a
los que la tradición asignaba a su linaje, en la actualidad el tema constitu-
ye la principal fuente de conflictos y contradicciones.
Como ya se ha dicho, al menos, el sentimiento de culpa del Estado de
Chile se tradujo en una actitud paternalista y todavía ningún extranjero
puede comprar tierras en Rapa Nui. El 70% del territorio está administra-
do por el Estado a través de Corfo, en lo que corresponde al Fundo Vaitea,
y por la Conaf, en lo que es el Parque Nacional Rapa Nui, cuyo principal
objetivo es proteger el patrimonio arqueológico. Si no fuera así, probable-
mente la costa, donde se concentran los ahu, estaría cubierta de hoteles,
como en Tahiti o Hawai.
En cambio, los isleños que demandan acceso a su tierra, la ocupan
para todo tipo de usos recreativos, pero especialmente para la crianza in-
discriminada de animales. La presencia masiva de animales en el Parque
tiene que ver con la política de ocupación espontánea del territorio por
parte de particulares isleños. Se trata de la recuperación de las tierras usur-
padas mediante el crecimiento de la masa ganadera, sin control. Entre los
absurdos que genera la falta de un manejo adecuado, está el hecho de
construir muros para proteger algunos sitios arqueológicos, en vez de po-
ner una cantidad razonable de animales en potreros.
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

El gran tema aquí es que la isla es un territorio excepcionalmente


frágil en términos ambientales.
La distribución de parcelas no consideró una solución al ganado de
los isleños. Por el contrario, la mantención del antiguo feudo sólo aumen-
tará las presiones sobre el patrimonio arqueológico. No se trata solamente
del Parque Nacional Rapa Nui como ente territorial, en cuya administración
deberá participar la comunidad, sino del manejo de la isla a un nivel más
amplio, con un criterio de sustentabilidad. En este terreno es donde surgen
los principales problemas de la isla. Un dato evidente es que ella no soporta
la cantidad de ganado que se observa, pero la realidad es que el sobretalajeo
continúa como en los tiempos de la compañía explotadora. La verdadera
vaca sagrada no está en la India sino en Rapa Nui. Para muchos isleños,
una isla llena de animales es la imagen misma de la riqueza, pero la gana-
dería no es una industria sustentable en la isla, en ningún sentido.
La utopía parece ser un plan de manejo sustentado en algunos prin-
cipios básicos sobre el control del suelo, tal como se recoge en el espíritu y
la letra de una larga lista de regulaciones, leyes y tratados internacionales 265
sobre la isla, pero que no se aplican a cabalidad. El principio básico ordena-
dor debería ser que la isla y la cultura rapanui se sostienen en un tipo de
turismo especial, que no es el de una isla tropical con playas de arena blanca
y rodeadas de cocoteros, sino basado en el patrimonio arqueológico. El
gran desafío para los isleños es cómo compatibilizar los intereses particu-
lares con la conservación y protección del patrimonio, incluyendo el de
carácter intangible que se expresa en el propio idioma, las tradiciones, los
valores. La evidencia muestra que de alguna manera los isleños se las van
a arreglar para salir adelante. Hace falta que el Estado coopere con un
marco general que ordene las cosas en función del bien común, a partir de
las condiciones del suelo y de la necesidad de proteger el patrimonio ar-
queológico.
REVISITANDO CHILE

RAPA NUI
RAPA NUI:
UNA IDENTIDAD INCONFUNDIBLE

Ema Tuki
Conadi Isla de Pascua
Ernesto Tepano
Gestor cultural y empresario

266 L o que pensamos nosotros de la identidad se desprende de todas nuestras


acciones de este momento. No queremos buscar de dónde venimos; eso
ya lo sabemos. Tenemos toda una historia, triste, amarga, feliz.
La lucha que estamos tratando de dar hoy es pedirle al Estado, no
recursos para llenarnos de edificios, tampoco que nos pavimenten las ca-
lles ni que nos llenen de muelles; nada por ese estilo, sino que nos den las
condiciones para que podamos manejar Pascua de una manera sustenta-
ble, en la cual podamos nosotros ver qué personas entran y qué es lo
queremos hacer en nuestro propio territorio.
Porque Pascua tiene un ecosistema muy frágil, y también un patri-
monio arqueológico pero con personas vivas que llevan su propia identi-
dad. Ésa es nuestra pelea. O sea, no queremos que ese patrimonio se pier-
da. Ésa es una lucha que empezamos los jóvenes ahora. Creo que somos
viajeros comunes. Viajamos como cualquiera, tomamos los aviones para
ir a cualquier parte, pero de todos esos viajes, cada vez que volvemos
sentimos que en realidad nuestro lugar es ése.
Sin embargo, hay otra lucha constante también, y es lo que le pedi-
mos al Estado: no queremos recursos para meter más cosas en Pascua,
sino para que nos ayuden a cuidarla. Trabajamos con la gente permanen-
temente para que valorice ese patrimonio, para que se den cuenta de que
no tienen otro lugar en el mundo igual a ése.
Les queremos presentar nuestra isla. ¿La han visto? No necesitamos
escribirla, porque ya la tenemos escrita en el corazón. Es lo que nosotros
queremos cuidar. Cuando ustedes escuchen: “Isla de Pascua es muy cara”,
agradezcan eso, porque parte de ustedes se está cuidando de una manera
natural, pues si llegan cincuenta mil, cien mil, doscientas mil personas,
significa que eso que les estamos mostrando no va a vivir más. Nosotros
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hemos vivido como ese niño abandonado en la calle que, gracias al sacri-
ficio, a muchas cosas, ha llegado hoy día a pararse. Así, con orgullo, noso-
tros decimos para dónde vamos.
Somos Rapa Nui y para donde vayamos, donde sea y con quien sea,
yo soy Rapa Nui. Queremos identificarnos de esa forma cincuenta mil
años más. Es el modo como nosotros queremos y tenemos que encontrar-
nos, para que, de una manera sustentable ustedes y los que no existen o no
están, tengan la posibilidad de llegar a ver el mismo moái que tal vez usted
llegará a tocar. Para que después de dos mil años sus descendientes digan
“mi bis, bis, bis, bis, bisabuelo tocó ese mismo moái”. Entonces, qué bue-
no que él aportó para cuidar lo que es de todos nosotros y ahora no sólo
de nosotros los chilenos, sino que del mundo entero, porque Rapa Nui
tiene todos los títulos que puede entregar la Unesco.
Así, a través del folklor, queremos mantener el nombre, las pinturas,
los cantos usualmente en modo artístico. Hemos tratado de mantener una
historia que reviva un lugar, una parte de una cultura, de una persona.
Cuántos cientos de años esta cultura ha sido pisoteada, llegando hasta el 267
límite de tener alrededor de cien habitantes; pero hoy en día somos casi
cuatro mil personas, aunque estamos multiplicados en veinte mil y tantos,
porque el orgullo está penetrándolo a usted y a mucha gente extranjera.
Es porque cuando nosotros hablamos de Rapa Nui, nos paramos para
expresar el orgullo que sentimos de ser de Rapa Nui. Y así es nuestra
identidad.
REVISITANDO CHILE

RAPA NUI
LA VISIÓN DE LA ETNIA RAPANUI

Alberto Hotus
Presidente del Consejo de Ancianos Rapanui

268 E l pueblo rapanui, inmerso durante muchas centurias en sus quehaceres


cotidianos como la pesca, los cultivos, sus recreaciones y un largo etcétera
de ocupaciones y distracciones, se halló de golpe sorprendido por la lla-
mada cultura occidental. Preocupados, como pueblo oceánico, por la pesca
y cuantas cosas derivan de esta actividad (botes, redes de compleja tex-
tura, anzuelos y pertrechos cualesquiera) estuvieron siempre atentos a
las fases de la luna por la influencia de ésta en las mareas. Otro tanto
ocurría con la agricultura, pues antes de proceder a las plantaciones de
sus tubérculos, como camotes, ñames, etc., escogían el mes o la época
más indicada por el satélite de la Tierra. El conocimiento de los vientos
fue también primordial para estos mismos fines que marcaban con su
dirección dentro de la isla datos de gran interés para ulterior planifica-
ción de la pesca y la agricultura, determinándoles el tiempo que les acom-
pañaría, la lluvia y otros factores climáticos de utilidad, para ellos, im-
prescindibles.
Tras la aparición de los primeros europeos, la vida de los insulares se
llega a alterar brusca y repentinamente: las costas de Rapa Nui pasan de
secular calma a la agitación provocada por el arribo de toda clase de buques
y naves, en una amalgama de multiforme aspecto: balleneros, piratas, es-
clavistas, exploradores, aventureros y un sinfín de visitantes que en mayor
o menor grado perturbaron la paz y la calma de la isla. Estos arribos, sobre
todo los que entrañaban violentas incursiones, fueron sin duda el punto de
partida para la desaparición del antiguo orden social, pues tras el aciago e
infausto período esclavista, al que nos hemos referido ya, el ambiente pro-
pio hasta entonces existente va sufriendo una metamorfosis inesperada, la
cual se acelera con la llegada de los misioneros, modificándose entonces la
cosmovisión hasta ese momento limitada en sus propios parámetros.
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Volvamos empero a la importancia que, para este pueblo, tienen la


tierra y el mar que son, por así decirlo, los puntos neurálgicos de esta
cultura. El espacio se comparte entre la tierra y el mar. Este último es una
compañía familiar, por así decirlo, y omnipresente; en él juega el niño sin
presión desde la más tierna edad; el joven se zambulle en él y hace o
practica el hakangaru o deporte del surf con singular destreza en la cresta
de las olas; el adulto, por su parte, saca de él el alimento cotidiano. Por él
se desplaza sin temor, no siempre sin imprudencia, siguiendo las estrellas,
las corrientes, los reflejos o el oleaje.
Por otro lado, la tierra, la llamada en rapanui henua, que en realidad
significa placenta, es para el isleño un vocablo de profunda veneración,
algo parecido a lo que la pachamama representa para el pueblo aymara,
pero con algunos matices que harían una indefinida diferencia, pues ésta
es objeto de una profunda atracción entrañable, de una visión compleja,
factor común éste para todos los pueblos oceánicos: es la tierra de sus
antepasados, es la raíz de la vida, lugar o placenta a la que todo el pueblo
rapanui se halla unido por el cordón umbilical de acendrado afecto. Un 269
hombre sin tierra es para la mentalidad polinésica un hombre nulo, digno
de lástima de quienes le miran.
La tierra o henua es el malecón de amarre, la ensenada en que se
reúnen la familia y sus consanguíneos, el punto central en torno al que se
organiza el universo y las relaciones; es el lugar desde el que es mirado el
mundo. La tierra constituye las venas por las que fluye la sangre de la
vida, pero metafóricamente vista como un jardín florido y umbrío. Así
pues, es un espacio comunitario, un símbolo afectivo y social antes de ser
los “bienes raíces” de la sociedad occidental, es decir, un bien económico
en la mentalidad polinésica. Finalmente revisemos el factor tiempo. Vivir
el instante presente allí donde uno está, insertarse con todas las fibras de
su ser en la vida sin inquietarse por el mañana, gozar del momento actual
con toda espontaneidad es un concepto bastante natural del tiempo, cuando
se está seguro de que la tierra de sus ancestros les pertenece. El rapanui, y
el polinesio en general, ven la duración más como una sucesión de acon-
tecimientos que como una continuidad cronológica o un desdoblamiento
de los hechos. Y esta mentalidad se halla incluso plasmada en la propia
lengua rapanui, pues existen en ella los llamados valores intemporales, de
difícil comprensión para la mentalidad occidental.
En la antigua cultura rapanui se tenía una concepción muy distinta
de la que hoy en día se tiene del tiempo. Ni siquiera se dio nombre a los
días de la semana ya que ésta no existía, teniendo mucha gente una idea
muy vaga incluso de su edad, al contrario de lo que ocurría en el mundo
europeo o exterior. Bastaba con sentir el cuerpo ágil, sus miembros en
alerta, sus deseos numerosos, prontos y seguros, sin inquietarse de la cro-
nología, marcada por el sol o la luna, en el decurso de los años. Esta no-
REVISITANDO CHILE

ción del tiempo parece increíblemente vacía o vana a los ojos de los occi-
dentales.
En la antigüedad, el tiempo no era precio para la gente de la isla.
Vivían el tiempo sin pensar en él. Pensar en el pasado o en el futuro era lo
de menos; vivir el presente, contrario al pensamiento de Occidente, era lo
esencial. Esta manera de vivir tiempo-espacio, lo que ahora llamaríamos
“cuarta dimensión”, es objeto de variaciones indefinidas, según el sentir de
los observadores y la personalidad de los actores insulares. Además, des-
pués de la mutación económica vivida en especial en las últimas décadas,
todo cambia muy rápidamente. Sobre realidades tan fundamentales como
el asentamiento en un lugar y el desdoblamiento del tiempo, conviene
que no sean demasiado endurecidos al nivel de cada individuo; los modos
de vivir de los polinesios, con su estilo tan original, expresan mejor que
todo discurso su sensibilidad profunda del tiempo. Así pues, como ya se
ha indicado anteriormente, incluso la gramática rapanui o, si se quiere, su
lengua, no concede gran importancia al presente, pretérito o futuro, dan-
270 do prioridad a la acción o el estado, que se desglosan en diversos aspectos.
El rapanui se ha adaptado muy bien, no obstante, a la vida moderna
y está bien informado por los medios de comunicación y el trato cotidiano
con los turistas que, de todas las partes del mundo, llegan a visitar la isla.
Está deseoso, siempre dentro del marco de su propia cultura y de su len-
gua, de lograr el progreso que toda sociedad moderna tiene a su alcance.
La relación con Chile parte desde, aproximadamente, 1864, cuando
llega a Pascua el Hermano Eugenio Eyraud, misionero de la Congregación
de los Sagrados Corazones de Valparaíso. Aunque la isla tenía su incardina-
ción en la Polinesia, el afán con el que Eyraud comenzó la evangelización, y
cómo fue continuada por otros miembros de la Iglesia, fueron ejemplo de
la buena voluntad del país para con los isleños, que en ese momento su-
frían el embate de los traficantes de esclavos a las Islas Chinchas en Perú.
Ya en 1888 se firma el Acuerdo de Voluntades entre el Consejo de
Ancianos Rapanui y la República de Chile, representada por el Capitán de
la Armada Nacional, don Policarpo Toro Hurtado. En él, se incorporó la
soberanía de la isla a Chile, guardándose ciertas garantías a favor de los
isleños; podría decirse que desde ese momento comienza la historia con-
junta.
Como se ha explicado, y es fácil deducir, la etnia rapanui, al tener
ascendencia polinésica, no tiene mayores nexos con las demás culturas
indígenas de Chile exceptuando el que es común y universal de las cultu-
ras originarias; es decir, la consideración de la tierra como madre y su uso
comunitario.
Por otra parte, una de las mejores muestras de consideración es que
el país ha logrado legislar en cuanto a los derechos de sus etnias acercando
más las posturas y trabajando todos por el desarrollo y la educación, am-
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

bas metas de vital importancia. En ese sentido, y más específicamente,


existe legislación específica para Pascua dadas sus condiciones especiales.
Desde hace 115 años, la historia de Isla de Pascua es historia de Chi-
le. Y estamos viendo cómo nuestra relación progresa y nos beneficia. Que-
remos que todos la vean.

271
REVISITANDO CHILE

REGIÓN TRANSPARENTE
LA BÚSQUEDA DEL AFECTO PERDIDO DE LA XIV REGIÓN

Marcel Young
Director (s) para la Comunidad de Chilenos en el
Exterior del Ministerio de Relaciones Exteriores

272 D esde el año 2000 la situación de los chilenos residentes en el exterior se


convierte en un tema de país, que apunta a encauzar de manera estable la
apertura de un nexo permanente con ellos y enfrentar, así, la tarea pen-
diente del reencuentro entre el Chile del territorio y el Chile esparcido por
el mundo. Hoy parece asumido para la mayoría de los chilenos el hecho
de que el país no estará completo si no integra, en el amplio sentido de la
palabra, a todos los hijos de esta tierra; todos son parte de nuestras raíces
y de nuestra comunidad nacional.
A pesar de que la decisión de abandonar la patria contiene una tre-
menda carga emocional en la vida de la persona que se ausenta, el acto de
partir encierra un contenido complejo. Por un lado, responde a una atrac-
ción misteriosa que cumple con la fantasía de ir en busca de lo ausente, lo
nuevo, lo espectacular, la tierra prometida, pero a su vez contiene algo de
dramático, especialmente en los casos en que se ha debido salir, por razo-
nes de derechos humanos o por no haber encontrado un espacio digno en
su país, con las consiguientes frustraciones que tocan las fibras más vitales
de la existencia.
Se da la paradoja de que, al poco tiempo de abandonar el territorio,
luego de un tiempo transcurrido, cuando ya no se ve sólo lo bello en lo
que viene de lejos, surge la imperiosa necesidad de aferrarse a elementos
positivos del pasado, se subliman los problemas y pasan a añorarse los
momentos felices del ayer, dejando solamente en el presente el pesado
fardo de las dificultades.
Desde el siglo XIX, desde el nacimiento de nuestra República, se plan-
tea la relación contradictoria del habitante de Chile con otros mundos, se
esboza una singular y débil identidad nacional que se confronta y que se
afirma ante otras identidades y, al igual que en las antiguas civilizaciones,
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se castiga al caído con el destierro, con la expulsión del territorio y la


privación de gozar del privilegio de vivir en su tierra. Esta relación trágica
con el terruño y su gente afecta a nuestros primeros dirigentes nacionales.
O’Higgins, desterrado del país, termina sus días en Perú; don Ramón Freire
lo sigue, se asila en Tahiti donde su estadía fue breve, pues al enamorarse de
una bella princesa del lugar, encontró el disgusto entre los nativos y debió
salir raudo hacia Australia. Muchos años después, un porteño de sepa,
nacido en Valparaíso en 1867, John Cristian Watson, llegó a ejercer el
cargo de primer ministro en Australia y fue por largos años el líder del
naciente Partido Laborista de ese país.

La aventura del oro


Si de pasado se trata, hay que recordar al bandolero Joaquín Murieta, de
origen incierto. Algunos dicen que fue chileno y otros, que habría nacido
en el estado de Sonora, en México. Como personaje, que según la creen-
cia popular “robaba para favorecer a los pobres”, se lo identificaba con
Robin Hood. Fue una leyenda en medio de la fiebre del oro en la Alta 273
California, donde sobrevivir era cosa “de valientes”. Su anecdotario fue
tan rico, que el gran poeta Pablo Neruda le dedicó Fulgor y muerte de Joa-
quín Murieta, cuyos versos fueron musicalizados por Sergio Ortega.
Asimismo, allí se registró el paso del escritor chileno Vicente Pérez
Rosales, quien fue el primero en describir las vivencias y sufrimientos de
los chilenos en California, relato lleno de historias y anécdotas de esos
inhóspitos territorios. El diputado Mauricio Rojas se destacó por sus polí-
ticas con relación a los inmigrantes.
En los medios de comunicación se relatan muchas veces historias y
episodios de chilenos repartidos por el mundo. Simpáticas o trágicas, emo-
tivas o sublimadas, simplemente anecdóticas, todas tienen un ingrediente
común: el chileno que trata de abrirse paso en el lugar donde se radicó,
dejando una huella o una historia para contar a sus descendientes. Las
menos, han quedado plasmadas en libros y otras, sencillamente, son le-
yendas.
En este sentido, Sonia Astudillo, una joven descendiente de chilenos
radicados en Argentina, escribía unas reflexiones cuando se creó una ofi-
cina para la comunidad chilena en el exterior, del Ministerio de Relaciones
Exteriores. En Batán, una localidad de la provincia de Buenos Aires ubicada
a 12 kilómetros de Mar del Plata, se reúnen los jóvenes chilenos para contar
las historias de los primeros chilenos que llegaron a ese lugar. ”Estamos
recuperando la memoria a través de entrevistas que hacemos a los ancia-
nos”, nos relataba.
Tal como en Batán, en muchos otros lugares los chilenos sienten la
necesidad de rescatar esta memoria que, en la mayoría de los casos, tiene
su motivación principal en los mismos familiares. También se da el interés
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por recuperar las historias y recuerdos que dejaron por tierras extrañas
algunos chilenos que llegaron a ser famosos.
En los albores del siglo XX, el pintor Enrique Zañartu se instala en
París. El autor de Martín Rivas, don Alberto Blest Gana muere en París. Los
intelectuales liberales van permanentemente a Europa en busca de oxígeno
político. También, años después, el poeta Huidobro o el pintor Roberto Matta
se abren paso, se realizan y son admirados en el viejo continente. Joaquín
Edwards Bello y decenas de intelectuales, artistas y escritores van a Euro-
pa en busca de inspiración. Entre ellos se destaca una joven mujer, Teresa
Wilms Montt. Poeta, ensayista, escritora, una importante precursora de lo
que años más tarde se llamaría la liberación femenina.
Pablo Neruda, quien fue cónsul chileno en Madrid, hace su aporte
solidario en medio de la Guerra Civil Española. También le toca llorar en
medio de esa guerra la muerte de su gran amigo, el poeta de Granada,
Federico García Lorca.
En la década de los cincuenta, Violeta Parra se traslada temporal-
274 mente a la capital francesa. Con perseverancia y audacia da a conocer el
arte de las arpilleras bordadas en el Museo del Louvre. Tiempo después, la
década pasada, el biólogo Francisco Varela fue otro chileno ilustre que emi-
gró a Francia para continuar sus investigaciones sobre el fenómeno de la
vida. Esa generación de chilenos estudiosos sale en busca de una amplitud
científica, son médicos, arquitectos, artistas, cientistas sociales, escritores.
El apogeo de la Guerra Fría en los años setenta y la convulsión inter-
na que esta situación desencadena en el país provoca dos flujos migrato-
rios. El primero, a principios de la década, cuando a algunos temerosos de
las transformaciones que se inician los invade el pánico, y el segundo, con
el golpe militar del año 1973. A partir de esa fecha comienza un éxodo
político como consecuencia de las violaciones de los derechos humanos
que, al pasar de los años, se transforma en un permanente peregrinar de
personas que buscan mejorar sus condiciones de subsistencia.

Las mujeres
A partir de la migración masiva que se inicia hacia California, y que años
después continúa en la Patagonia argentina y luego se perpetúa con las
salidas de los años setenta, las mujeres chilenas han constituido sin duda,
un aporte enorme en el sello de nuestra especificidad de mujeres y de lati-
noamericanas en los lugares en que han residido. La relación de la mujer
chilena con su país es estable, profunda y duradera en el sentido vital de
pertenencia. Desde su particular amplitud científica para estudiar y enten-
der la ciencia moderna, como asimismo con una fantasía viva en el arte,
una alegría en el trabajo y una vehemencia en la consecución de objetivos.
Muchas mujeres chilenas se han desatacado por su presencia latina
en los más diversos lugares y variados ambientes. Un ejemplo destacable
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ocurrió en el sur de Francia, en los años treinta. Una chilena fue la prime-
ra torera que desafió, con elegancia e inteligencia, a los toros en las arenas
del Mediterráneo. Al calor de esos recuerdos, se han estado recogiendo las
experiencias lejanas y los conocimientos nuevos, que ayuden al país a
navegar en las aguas turbulentas de la globalización, manteniendo simul-
táneamente, nuestras buenas tradiciones y raíces. Al ingresar al mundo
global, la diversidad cultural amplía nuestro universo; allí tienen lugar las
minorías y las mayorías, los proyectos y los sentimientos comunes.
Desde el lugar geográfico en que se encuentren y a pesar de la lejanía,
ellas aportan al país una historia propia, un mestizaje particular y el sincre-
tismo cultural de cada trayectoria. Las mujeres siguen manteniendo su iden-
tidad chilena, dentro de la que enmarcan la relación con los hijos y los
demás miembros de la familia. Se preocupan de conservar la identidad,
nuestros modismos lingüísticos, nuestra sabrosa gastronomía, nuestros
hábitos, nuestra idiosincrasia y la cultura en todas sus manifestaciones.
A pesar de nuestras rupturas, o de nuestras desavenencias con el país
o con nuestros compatriotas, nuestro pasado es común y el destino lo 275
debemos asumir todos.
Hemos podido comprobar, visitando distintos países, cómo las comu-
nidades chilenas se preparan de manera sistemática para transmitir esas
tradiciones y valores a los jóvenes de las nuevas generaciones. No se re-
pliegan en guetos, sino que se insertan plácidamente en sus lugares de
residencia y ponen al servicio de la comunidad los espacios conquistados.
A lo largo de la historia migratoria chilena, muchos han destacado
en sus respectivas disciplinas y artes, pero también son innumerables aque-
llos que en forma anónima han entregado su trabajo, su talento y su es-
fuerzo al desarrollo y riqueza de los países que los acogieron, formando
familias mixtas y dejando descendencia e historia en los lugares en que les
tocó vivir.
En consecuencia, pareciera relevante impulsar un proyecto sobre la
memoria de la migración chilena en el mundo, recuperar las historias de
los nacionales repartidos por el mundo, con relatos humanos y con retra-
tos de tantos chilenos que han vivido esta realidad, destacando especial-
mente el énfasis y la creatividad con que han resguardado su identidad.
De hecho, en la historia de nuestro país el mestizaje y las continuas
migraciones, fueron ampliando nuestros horizontes e impulsando nues-
tro progreso científico, cultural, político y económico. Hemos superado la
pertenencia a una cultura monolítica para enriquecerla con la diversidad
que fortalece toda democracia.
No obstante, la presencia de tantos chilenos viviendo fuera de nues-
tro país ha puesto en evidencia nuestro inseguro contacto con el mundo.
Todavía nos queda por resolver nuestra relación contradictoria con lo ex-
tranjero y lo nuestro. A pesar de la brava épica de los relatos sobre las
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conductas del pueblo chileno, existe una ambivalencia histórica que nos
hace inseguros como pueblo. Nuestra calidad de receptores históricos de
inmigrantes que van conformando la nación chilena, sella una conducta
compleja; admiramos al extranjero que nos parece superior y desprecia-
mos lo que se nos asemeja. Cuando se sale del territorio, vamos en busca
del Dorado, pero cuando nos acercamos, no paramos de compararlo con
lo nuestro. Entonces, a priori preferimos lo importado a lo nacional sin
tener una evaluación propia.
Hemos entrado al siglo XXI con un evidente desencanto. La perpleji-
dad provocada por el derrumbe de las torres gemelas de Nueva York es
impactante, ha quedado en evidencia la fragilidad de contundentes sím-
bolos occidentales. Estamos en presencia de un cuestionamiento generali-
zado del modelo político-social y sus paradigmas imperantes, la política
ha perdido sus contacto con las ideologías, la debilidad del pensamiento
abre el paso a otras energías, se buscan fórmulas para recomponer los
nexos entre las personas y lo emotivo pasa a tener un papel central en la
276 relación entre las personas. Esta vuelta a la emoción, a valorizar el cariño,
está abriendo nuevas claves, se está iniciando un proceso de replantea-
miento de lo que somos a partir de lo más vital de nosotros mismos. En este
sentido, la presencia de miles de chilenos en todos los continentes, además
de resultar una ventaja económica y científica, entre otros ámbitos, nos
ayuda a mantener presente la imagen de nuestro país en el mundo, y
sobre todo es una verdadera oportunidad para construir a partir de los la-
zos afectivos que ellos han establecido, nuevos nexos interculturales, incor-
porando valores del otro, fomentando sentimientos duraderos con los dis-
tintos pueblos, muchos de los cuales son hoy protagonistas del futuro.
En la víspera del bicentenario de la independencia de la nación, apro-
vechando la ventaja de contar con miles de compatriotas fuera del territo-
rio, debemos resolver de manera madura nuestra relación con el mundo,
de forma serena, honesta y humilde; valorar lo propio, abrir los ojos y los
oídos para recibir los mensajes y los conocimientos que nos permitirán
relacionarnos con el resto de los países sin complejos ni prejuicios.
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REGIÓN TRANSPARENTE
LA IDENTIDAD BICULTURAL PARA UN CHILE MODERNO
Y DEMOCRÁTICO

Juan Matas
Sociólogo

1. La identidad doblemente mestiza de los habitantes 277


de la XIV Región
S omos los moradores de una región que no existe en el mapa, o más bien
que cubre al mundo entero, fuera de los límites de nuestra loca geografía.
Esta comarca existe desde tiempos lejanos, habitada por todos los chilenos
patiperros que se han expatriado temporal o definitivamente, por razones
diversas, a países próximos de nuestros confines o allende los mares.
Sin embargo, esta heterogénea población recibió un refuerzo cuanti-
tativo mayúsculo y experimentó igualmente una transformación cualita-
tiva con el éxodo provocado por el golpe militar de septiembre del 73. No
quiero entrar aquí en la batalla de cifras respecto del número de exiliados;
hay tareas más urgentes que medir el dolor del desarraigo forzado, o crear
categorías de hombres, mujeres y niños exiliados legítimos o discutibles (el
famoso exilio económico). Pero sin duda entre 1973 y 1988, y muy espe-
cialmente en los primeros años de la dictadura, fue por decenas de miles
que hubo que contar a los chilenos que buscaron refugio en algunos países,
sobre todo de América y Europa. Fueron épocas difíciles, dentro y fuera de
Chile, y dejaron huellas en nuestras personalidades pero también en nues-
tro devenir común, como pueblo y como nación. A comienzos de los
noventa, la democracia retomó el protagonismo perdido, cerrando ese ca-
pítulo infausto de nuestra historia; sin embargo, no se da vuelta la página
de la vida de un pueblo como la de un libro: nos siguen penando esos años
de plomo.
Para aquellos cuya presencia en otras sociedades suma ya veinte o
treinta años, podemos hablar de una identidad profundamente transfor-
mada, y utilizar el término de doble mestizaje. En efecto, la cultura chile-
na, en la medida en que existe como tal, es ya el fruto de un mestizaje que
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remonta a lo que algunos llaman el Descubrimiento, y que ha ido enri-


queciéndose con nuevos aportes a lo largo de nuestra historia. A ello se
añade, pues, el mestizaje que conlleva una larga estadía en otra sociedad,
el contacto y la interpenetración con otras culturas.
Los habitantes de la XIV Región somos chilenos pero también dife-
rentes de los que residen en las otras trece regiones. Lo importante es
saber cómo podemos enriquecer el patrimonio cultural chileno y cómo
podemos nutrirnos de esta cultura viva y, en consecuencia, siempre en vía
de transformación, que es la de nuestro país. La separación con Chile, en
circunstancias a menudo traumáticas, causó, de una manera u otra, un
alejamiento con respecto a la realidad del país, en una etapa de éste en
que los cambios, buenos o malos, fueron de mayor envergadura. El reen-
cuentro con Chile, que en muchas ocasiones se produjo con el retorno de
la democracia, estuvo sembrado de dificultades y a veces de desencuen-
tros: Chile y los chilenos habían cambiado, como nosotros mismos por lo
demás, y era necesario domesticarnos mutuamente para volver a com-
278 prendernos. En general, creo, esa etapa ha quedado atrás, y hemos apren-
dido a entender la nueva realidad chilena, compleja por la herencia o el
fardo de un pasado reciente, pero rica de igual modo por la creatividad
que supone para enfrentar los retos del presente.
También tiene Chile que entender mejor la problemática de la pobla-
ción dispersa fuera de sus fronteras. La identidad bicultural es una carac-
terística común para quienes pertenecemos a esta decimocuarta región y
este rasgo es aún más pronunciado en lo que se refiere a nuestros hijos.
Desde luego, no quiero borrar la diversidad de situaciones que se vive en
el extranjero: no es lo mismo según el país en que residimos, la frecuencia
de nuestros viajes a Chile, los lazos familiares que mantenemos acá, y
muchas otras. Pero para la gran mayoría de nosotros y de nuestros fami-
liares instalados fuera de Chile hay más de un aspecto que compartimos,
sobre todo en lo que a identidad se refiere.
¿Qué significa concretamente una identidad bicultural? Entiendo por
ello que las normas de conducta y las pautas valóricas de un individuo
están forjadas por una combinación de dos estándares diferentes (aunque
no forzosamente contradictorios), de la misma manera que la sensibilidad
y la visión del mundo, todo ello a través de la experiencia singular de cada
persona. Así es como las reacciones ante una situación dada serán dife-
rentes de las que habríamos tenido antes o de las que tienen aquellos con
quienes compartimos vivencias en el pasado, nuestros familiares o nues-
tros amigos que permanecieron en Chile, por ejemplo.

2. Del reencuentro con un Chile real


Como ya tuve la oportunidad de decirlo, la etapa del reencuentro no fue
fácil, incluso cuando éste intervino tras el cierre del período de la dictadu-
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ra. Habíamos idealizado a Chile en la distancia, y lo pensábamos tal cual


era cuando se produjo la separación. El país había cambiado, y nosotros
también… Hubo desencuentros, producto de un desencantamiento, casi
en el sentido que utiliza Marcel Gauchet y, antes que él, Max Weber, de
decepción del mundo. Pero para la mayor parte de nosotros, hubo tam-
bién la alegría de volver a casa, de sentirse de pronto nuevamente en un
lugar familiar en todos los sentidos de la palabra.
La pregunta que nos planteamos muchos, en uno u otro momento,
podría ser formulada de la manera siguiente: ¿Qué lugar nos corresponde
ocupar en este país que nos es a la vez entrañable y lejano? Dicho de otra
manera, cuál es el aporte que cada uno puede hacer, y cuáles son las exi-
gencias que puede expresar, frente al Chile actual. Creo que, de cierto modo,
la expresión acuñada recientemente de decimocuarta región conlleva una
respuesta a esta inquietud: los chilenos que nos encontramos más o menos
permanentemente fuera del país seguimos siendo, o hemos vuelto a ser,
parte de la nación, aunque de forma singular. Un primer papel que nos
corresponde asumir es ser los portavoces de Chile en las naciones que nos 279
acogen, difundir su cultura, propagar su realidad y contribuir así, aun
modestamente, a desarrollar lazos de toda índole con los países, las regio-
nes o las ciudades donde residimos. El segundo papel podría ser, partien-
do de nuestra inserción laboral y social allí donde nos encontramos, en-
tregar nuestro aporte de experiencia para su confrontación con la realidad
chilena y el enriquecimiento mutuo que de ésta pueda surgir.
Desde hace varios años, y con todas las limitaciones que fija la dis-
tancia con el terreno de investigación, he comenzado a explorar algunas
facetas de la realidad chilena, a partir de la sociología, mi disciplina. Los
temas tienen relación con aquellos que investigo en Francia: movimien-
tos migratorios, políticas sociales y la cuestión de la discriminación. De
forma más general, en lo que atañe a Chile, el impacto de la redemocrati-
zación en el proceso de desarrollo.

3. El desafío del desarrollo y la cuestión de la identidad


en el Chile del siglo XXI
Primero que nada, quiero especificar la diferencia existente entre creci-
miento económico y desarrollo. El primero es una noción cuantitativa y
una condición necesaria pero no suficiente del segundo. Éste es una no-
ción cualitativa, mucho más amplia, y que tiene que ver con la satisfac-
ción de varios órdenes de necesidades por parte de los habitantes de un
país. Alain Touraine dice, y comparto plenamente esta fórmula, que “el
desarrollo es el aumento de la capacidad de acción de una sociedad sobre
sí misma”, y el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) se
aparta también de una visión reductora del fenómeno con la creación del
IDH (Indicador del Desarrollo Humano), que tiende a medir el desarrollo
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de una sociedad no sólo por el PIB o el PNB, sino también con la ayuda de
criterios políticos (libertades públicas, respeto de los derechos humanos) y
sociodemográficos (esperanza de vida, alfabetización). Parece importante
rescatar el debate sobre desarrollo de aquellos que lo confiscan con una
visión puramente economicista. Claro está, no puede haber desarrollo sin
crecimiento económico, pero éste solo no asegura de manera alguna la
existencia de aquél. Requiere, entre otras cosas, un amplio acceso a los
bienes culturales, la participación ciudadana, la reducción de las desigual-
dades tanto de oportunidades como de niveles de vida.
En torno al problema del acceso a la cultura, diría que se plantea
tanto en el plano de la facilitación de prácticas culturales como de la am-
pliación del consumo de la cultura. Se habla del apagón cultural consecuti-
vo al establecimiento de la dictadura militar: es verdad que Chile tenía, en
los años sesenta y a comienzos de los setenta, una producción nada de des-
preciable en ámbitos tan diversos como el teatro, el cine, la música, la litera-
tura, las artes plásticas, etc. La nueva coyuntura que comienza con el golpe
280 cierra los espacios de la creación, produce un desmembramiento de las
estructuras culturales y una dispersión de sus principales actores, encar-
celados, exiliados o simplemente dedicados a la tarea de la difícil supervi-
vencia. Ahora bien, lo que llama la atención es la lentitud con que se da la
recuperación de la actividad cultural durante el período de redemocrati-
zación. No se trata de quitarle méritos a la producción actual, sino simple-
mente de medir las dificultades que enfrenta, tanto para realizarse como
para encontrar el público que la justifique desde el punto de vista de la
rentabilidad y del impacto social. De allí también puede venir una forma
de autocensura hacia la renovación de formas y contenidos. Aparte de las
trabas al consumo cultural, que en parte están relacionadas con su costo
pero que también se deben a hábitos perdidos o no adquiridos, está el
problema del bajo desarrollo de prácticas culturales activas, que es funda-
mental dinamizar. En resumidas cuentas, se trata de la necesidad de dise-
ñar una verdadera política cultural.
El tema de la participación ciudadana tiene, para mí, un contenido
crucial. El fortalecimiento de una democracia representativa ha sido un
avance clave en el país en los últimos doce años, y no creo justo oponer
democracia representativa y participación. Eso sí, creo que el desarrollo
de la sociedad civil y de la participación ciudadana es un complemento
indispensable para efectuar progresos en la democracia de la cotidianidad
y, asimismo, para impedir que prime el solo aspecto formal en la vida
democrática. Una de las herramientas básicas para que esta evolución se
lleve a cabo es el auge del movimiento asociativo (que puede tener por
objeto las inquietudes más diversas), ya que puede ser un lugar de partici-
pación activa, de puesta en práctica de los valores de solidaridad y de apren-
dizaje de la democracia.
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Reservo mis últimas reflexiones al tema de la desigualdad excesiva.


No creo que debamos seguir pensando en que la supresión de las des-
igualdades sea posible y ni siquiera positiva. Las utopías igualitarias han
llevado a más de un naufragio. Sin embargo, “bueno es el cilantro, pero no
pa’ tanto”; en el Chile de los últimos treinta años, creo, se ha exagerado
bastante en lo que a crecimiento de desigualdades se refiere. En realidad,
varios estudios han mostrado que éstas se agudizaron desde la segunda par-
te de los años setenta y todos los ochenta, y que han permanecido en esos
altos niveles en los noventa. De cualquier manera, como lo indica el infor-
me del Banco Interamericano de Desarrollo (BID) de 1998-99:
El estudio de la desigualdad de los ingresos en la región reviste im-
portancia por razones políticas y económicas, ya que dicha desigual-
dad no sólo contribuye a los altos niveles de pobreza, sino a las ten-
siones sociales y a la indiferencia política. Cuando sólo unos pocos
pueden disfrutar del progreso económico, las tensiones sociales des-
garran el tejido social, debilitando el respaldo con que cuentan las
políticas que sustentan ese progreso. (…) Las desigualdades en la 281
distribución del ingreso en los países latinoamericanos están relacio-
nadas con características que distinguen a los grupos de más altos
ingresos de los demás. Las brechas en la cima de la distribución, más
que las diferencias entre grupos medios o pobres, son las que hacen
de América Latina la región más desigual del mundo.
Ahora bien, Chile se ubica, en América Latina, en los más altos pel-
daños de la desigualdad, junto con Brasil, Guatemala, México, Paraguay y
Ecuador. Ésa es una realidad que tenemos que tomar como punto de par-
tida. Desde luego, los gobiernos de la Concertación han tomado cartas en
el asunto, con políticas de reajustes salariales, políticas sociales y de mejo-
ramiento de servicios públicos tales como salud y educación, que han per-
mitido aliviar la situación de los sectores más vulnerables. Pero es eviden-
te que hay que ir más lejos para reducir de manera significativa el alto
nivel de desigualdad socioeconómica que nos afecta y que constituye una
seria desventaja frente a los países desarrollados.
Luchar contra la desigualdad exige una atención especial a nivel de
la educación. Tengo la impresión de que, más allá de los discursos oficia-
les, prevalece la idea de que la educación es un gasto público que hay que
controlar, y traspasar en la medida de lo posible a las familias. Al contrario,
propondría un esquema en términos de inversión: la educación es la palan-
ca fundamental del desarrollo, y crear una verdadera igualdad de oportuni-
dades es actuar sobre la reducción de las desigualdades y no privar al país
de los talentos de sus hijos mejor dotados, cualquiera sea su extracción
social. Pero no se puede alcanzar esa meta con profesores mal pagados,
establecimientos educacionales públicos que sigan siendo los parientes
pobres de la educación, universidades públicas sometidas al rigor del au-
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tofinanciamiento, familias y jóvenes desmotivados por la magnitud de los


escollos que encuentran en su camino. Como en muchos otros ámbitos,
los indicadores cuantitativos de la educación son ahora favorables en Chi-
le, por la drástica reducción del analfabetismo y la prolongación del perío-
do de estudios de una mayoría de niños y jóvenes. Ahora hay que prestar
mayor atención al nivel cualitativo, para aumentar la calidad de la educa-
ción y reducir las desigualdades sociales que aquí existen.

282
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REGIÓN TRANSPARENTE
PENSAR CHILE DESDE AFUERA

Luis Mizón
Escritor e historiador

1. La redefinición del sujeto de la historia chilena 283


Los que fuimos forzados a dejar este país y desde entonces hemos vivido
como Ulises viajando y regresando, agregamos sin duda a la vida social
chilena una nueva experiencia histórica que se ha transformado, por su
duración, en elemento constitutivo de nuestro mosaico cultural y de nuestra
identidad.
El exilio, para distinguirlo de todo otro fenómeno de alejamiento y
de emigración, contiene la experiencia de un distanciamiento forzado, en
que las separaciones incluso materiales y familiares no son decididas vo-
luntariamente. La antigua mitología del destino impuesto exteriormente
por los dioses o las fuerzas mayores de la historia o de la naturaleza, inter-
preta el exilio de esa manera. Esa mitología habla del regreso futuro al
país de origen. La voluntad de retorno es justamente el contrapunto indi-
vidual y libre del individuo a la historia impuesta. A la fuerza de los acon-
tecimientos se opone la astucia de vivir y sobrevivir para regresar. Desde
Ulises y Simbad hasta nosotros.
Vivir en el extranjero no sólo supone la experiencia del viaje, del
alejamiento de la tierra y de la adaptación a lo nuevo, sino también la
experiencia de mantener lazos y vínculos inmateriales con la tierra de origen, lazos
que sean suficientemente fuertes para subsistir en las condiciones difíciles de la
ausencia. Lazos de memoria, reflexión e imaginación.
La “nueva piel” del exilado conserva así la sensibilidad de la antigua
y casi se podría decir que la protege. Los elementos básicos de nuestra
identidad son los que constituyen nuestra diferencia y nuestra unidad pri-
mera. Nos llevamos afuera sólo lo que éramos antes del exilio.
La tierra y los hombres que nos unen también nos separan.
REVISITANDO CHILE

La diferencia interior enriquece la unión de la comunidad con su


variedad cuando es aceptada; la diferencia cuando no es reconocida y valorada
da origen a la exclusión y al racismo.
Hay en Chile distingos sociales de tal magnitud que la unidad no
puede ser obra del azar, de la historia o de los buenos deseos de un Presi-
dente sino de una nueva voluntad política de pensar Chile y su historia, inter-
pretada esta última sin exclusión de ningún chileno en la trama protagónica ni en
el sentido de la interpretación.
Es necesario, en otras palabras, pensar la identidad como parte de
una política cultural tal como la que Chile desarrolló en tiempos de Ma-
nuel Montt, fundada en la historia pero con las perspectivas abiertas y
generosas que exige nuestro presente.
A causa de sus inmensos contrastes, la geografía determina además
nuestra manera de ser mucho más que en otros lugares, importancia en la
identidad que había sido ya señalada por el abate Ignacio Molina en las
organizaciones políticas y administrativas araucanas.
284
2. El pensamiento chileno
Lo más valioso de la experiencia del exilio y por lo tanto de su aporte
actual a la cultura chilena es el desarrollo de lazos inmateriales con el país
y con la patria, y dentro de ellos de un pensamiento crítico, que parte de la
identidad que nos llevamos y que es sometida a nuestro autoanálisis en la
perspectiva del extranjero.
Esa experiencia, que nos lleva a la historia cultural de nuestro conti-
nente en la primera mitad del siglo XX, la han vivido también otros exila-
dos pertenecientes a muchos países de América Latina que han visto desa-
rrollar, de manera sincrónica, una obra intelectual colectiva que consistió
en pensar América desde América.
Valientes creadores de identidad, así llamó Gabriela Mistral en el pró-
logo de Chile o una loca geografía a Benjamín Subercaseaux y a Joaquín
Edwards Bello, que representan entre nosotros ese movimiento.
En el extranjero, alejados de la tierra natal, la raíz de lo que somos y
aun de lo que estamos siendo y deviniendo, entra en un territorio indivi-
dual del espíritu, elemento motor y decisivo en la construcción del pensa-
miento chileno del exilio.

3. Mitos chilenos
Valparaíso representa una identidad propia dentro de Chile, y el hecho de
que a su región pertenezca la Isla de Pascua y también la región de “los de
Afuera” pone en comunicación tres mitos mayores de la historia contempo-
ránea chilena: el puerto de Valparaíso, la Isla de Pascua y el exilio chileno.
El azar me ha hecho vivir íntimamente la coexistencia de estos tres
mitos que, por otra parte, tienen una innegable dimensión mundial.
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4. El puerto de Valparaíso
Valparaíso se abre aun dolorosamente al exterior y al interior. Fue, dentro
de Chile, la ciudad nueva, y el proyecto de la futura ciudad del progreso
tal como la soñó el siglo XIX, en sempiterno conflicto con Santiago, la
vieja capital de la Colonia.
Después de la apertura del canal de Panamá, en 1914, Valparaíso se
transformó en una ciudad arruinada por el abandono de la circulación
naviera.
A pesar de la decadencia posterior, el siglo XIX dejó para siempre la
imagen de un Valparaíso abierto al mundo, enriqueciéndose con él.
En Valparaíso, ciudad ambigua y sufriente, conocí la cultura de los
libros guardados en bibliotecas y librerías inverosímiles como minas aban-
donadas. La Librería el Pensamiento de don Macario, el exilado, y la libre-
ría de Modesto Parera, otro exilado, y no olvidemos los vendedores de
libros viejos en la feria de la avenida Argentina o de la calle Arlegui.
El anarquismo de mi formación intelectual es muy anterior al exilio.
Esas condiciones de autodidacta y anarquista que ya tenían una fuerte 285
tradición entre nosotros, me dieron la aptitud, como a muchos, de sobre-
vivir intelectualmente en el extranjero y aún destacar en ese medio.
Nuestras bibliotecas de exilados están llenas de libros de exilados para
exilados, publicados por exilados y vendidos por exilados, libros para ayu-
dar a pensar y comprender el exilio y nuestra identidad de chilenos y
latinoamericanos formados en el exilio interior o exterior.

5. La Isla de Pascua
La historia de la Isla de Pascua cuenta la de América. El contacto con los
extranjeros y la salida del aislamiento secular lo vivió la isla con las mis-
mas terribles consecuencias que el continente. La exterminación, la en-
fermedad y el olvido de la propia cultura hasta transformar la escritura, la
única de toda la Polinesia, en signo mudo, indescifrable.
La Conquista de América no destruyó sólo una parte importante de
la población americana, sino completamente la sabiduría, la memoria, el
pasado y la historia vivida y conservada en el patrimonio espiritual de los
pueblos indígenas. La falta de conocimiento del pasado indígena colabora
con la exclusión de que son víctimas en el presente.
Pascua y Chile, y sobre todo Valparaíso, tienen eso en común y en la
base de la identidad, son el espacio de hombres sin memoria.
Nuestra identidad está llena de espectros y adivinanzas. Restos de
naufragios y traumatismos históricos y geográficos que no son siempre y úni-
camente accesibles por medios racionales sino más bien por trabajos de intuición,
imaginación y conocimiento propios a la historia y a la poesía.
La Conquista destruyó la historia indígena pero a cambio nos dejó el
mito haciéndose tradición y poesía. Desde Ercilla hasta nosotros, esta últi-
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ma ha sustituido la historia como un medio de hundirnos en nosotros


mismos y arrancarnos del corazón la mirada de lo destruido y olvidado
aunque presentido y adivinado. Para saber lo que somos, para escuchar-
nos en nuestro gran silencio, nuestro oído más fino es la poesía.

6. El exilio chileno
El exilado vive una historia interrumpida y por lo tanto en estado de espe-
ra, que hace pensar a algunos en que eso los ha rejuvenecido; el exilado
tiene la experiencia del tiempo detenido. Los elementos inmateriales del
vínculo nacional, la memoria común y la voluntad de vivir juntos se de-
puran y fortalecen.
El exilado medita la tierra, los hombres y la historia. Teje y desteje el
futuro en su imaginación.
La memoria y la imaginación es la tarea del exilado y en algunos
casos, como el mío, es también su profesión.
En el extranjero aparece en relieve nuestra diferencia, nuestra ma-
286 nera de ser, de caminar o de reírnos, de comer, de amar o imaginar.
A la pregunta ¿quiénes somos?, son los otros los que responden.
Nosotros somos el otro de ellos y ellos nuestro otro. El otro del que ellos
hablan soy yo o Valeria y mis hijos, entre otros “otros”, claro está. Además
somos típicos. Típico quiere decir, la mayoría de las veces, con cara de
indio (dentro de nuestro grupo, el más típico era yo); pero cuando los
europeos nos llaman indios no lo hacen desde el racismo. Por el contrario,
para ellos ser indio es un título de prestigio, y cuando lo dicen no es para
molestarnos, como sí sucede entre nosotros. Simplemente adoran a los
indios y no comprenden que alguien se ofenda por ese tratamiento.
Ante la pregunta de qué comíamos en Chile, se me ocurrió decir que
lo típico era un plato de carne picada con cebolla, papas en rebanadas,
queso y salsa blanca que se derretía en el horno. ¡Pero eso es el hachís
Parmentier!, me dijeron pensando seguramente que les estaba tomando
el pelo.
Luego, ante la pregunta de hasta cuándo iba a durar la dictadura, les
explicaba que no lo sabía, pero seguramente hasta que EE.UU. y los ven-
dedores de armas quisieran. Pinochet no había devuelto las minas de co-
bre a los americanos, y eso era positivo. China había reconocido el gobier-
no de Pinochet y les había prestado dinero, y eso era extraño. Rusia había
abadonado a Allende y apoyaba a Argentina, y eso era incomprensible, ¿y
por qué no había un gobierno chileno en el exilio? Eso era misterioso y
hasta peligroso pensar, me dijo un amigo que había reflexionado sobre lo
mismo. Por último, nunca consideré que Borges fuera un fascista.
Ya estaba mal con la derecha en Chile y ahora con los comunistas.
Estudié historia colonial con Ruggiero Romano y literatura con Gae-
tán Picon. Conocí gracias a él a Roger Caillois, quien tradujo mis poemas y
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

los publicó en la NRF, en lo que fue el origen de mi primer libro publicado


en Francia por Gallimard, en 1982. Después hubo muchos otros.
En 1987 vine con la intención de grabar un programa de doce horas
de emisiones de radio sobre Chile. Era la época del Ictus, de la Colonia
Dignidad y del atentado a Pinochet, donde las balas de la ametralladora
habían dibujado en el parabrisas la imagen protectora de la virgen. Nadie
hablaba de esas cosas. Fui a ver las apariciones de la virgen y García Már-
quez me pareció una alpargata comparado con ellas. No era el mejor mo-
mento para descansar y pasearse, pero sí para conocer el miedo. La reali-
dad no expresada de Chile.

7. La reflexión sobre Chile


Lo que puedo presentar ahora muy modestamente como aporte al debate
sobre nuestras identidades lo he escrito en mi libro Claudio Gay y la forma-
ción de la identidad cultural chilena,1 el primero que he publicado en Chile
desde mi alejamiento a fines de 1974.
En él resumo la trayectoria de Claudio Gay en Chile, su trabajo de 287
hacer sistemáticamente el inventario de la naturaleza y escribir la historia
social. Él dio a conocer a los chilenos no sólo el carácter único de sus
especies vegetales y zoológicas, sino también las fuentes principales de su
historia nacional, las cartas de Pedro de Valdivia y nuestra primera histo-
ria científica. Sin embargo, lo que me interesa explicar es la política cultu-
ral que lo acoge y sostiene. Realizada sobre todo en el decenio de Montt,
hereda de Portales el autoritarismo y de Manuel de Salas la ilustración
persiguiendo construir los elementos básicos de nuestra identidad cultu-
ral y de nuestra unidad de país a través del conocimiento de la historia
social y la realidad geográfica y natural de Chile. Es la base concreta y
necesaria a todo pensamiento actual sobre nuestra identidad.
En mi libro doy cuenta del hallazgo de manuscritos inéditos de Clau-
dio Gay, dentro de los que destacan más de mil páginas sobre la cultura
mapuche, y del interés que tiene para los chilenos recuperar ese patrimo-
nio. Se trata de las primeras notas científicas sobre los indios.
Mi trabajo de investigación tuvo la particularidad de reunir, en su
gestación, la iniciativa de un chileno de fuera con el apoyo de chilenos de
dentro, y más aún, de chilenos de Valparaíso.
Los dirigentes de la refinería de Concón comprendieron, apreciaron
y sostuvieron en un comienzo mi proyecto. Sin embargo, el apoyo inicial
dado a mi investigación fue suprimido de un solo plumazo por el gerente
general de la Enap en Santiago.
La idea del Presidente de la República, Ricardo Lagos, de favorecer el
enriquecimiento del patrimonio cultural y la reflexión sobre la identidad
es muy clara y está fuera de duda; pero la supresión de toda ayuda a esta
investigación por un funcionario del mismo gobierno, como lo he expues-
to, es también la prueba de lo contrario.
REVISITANDO CHILE

9. Patria y país
El país lejano, la tierra del origen, nos acompaña siempre aunque estemos
ausentes. La patria, en cambio, es lo que perdimos y aquello que no todos
han podido reconstruir, incluso regresando periódicamente al país.
Esta distinción entre país y patria, que se hizo en el siglo XVIII para
justificar el espíritu de reformas necesarias en el Estado monárquico, me
parece siempre vigente.
El país representa el vínculo natural con la tierra y los hombres; la
patria el vínculo moral con el Estado, la organización responsable a través
del tiempo de dar al hombre originario de un país los medios legales, mo-
rales y económicos para que pueda desarrollar su vida plenamente.
El amor al país es natural; el destinado a la patria no es sino la conse-
cuencia de las relaciones recíprocas que se establecen, de los medios que
la patria pone a disposición de un hombre, para que su energía se trans-
forme en fuerza creadora en beneficio común. Para que ello suceda, esa
energía debe ser reconocida y valorada por la patria.
288 El país no tiene historia, es el soporte de ella. La patria, en cambio,
tiene momentos históricos diferentes; por lo mismo, una interpretación
histórica de la realidad forma parte necesaria de una patria digna de ese
nombre.

1. Luis Mizón, Claudio Gay y la formación de la identidad cultural chilena (Santiago: Editorial
Universitaria, 2001).
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REGIÓN TRANSPARENTE
DE LA ISLA AL ARCHIPIÉLAGO
LA EXPERIENCIA IDENTITARIA DE LOS CHILENOS RETORNADOS

Loreto Rebolledo
Antropóloga

H asta hace cuatro décadas, el mundo, para la gran mayoría de los chile- 289
nos se reducía a lo relatado por textos o a las imágenes entregadas por el
cine o reproducidas en mapas, planisferios o mapamundis que con sus
variados colores mostraban la diversidad del planeta en cuanto a mares,
islas, cordilleras, selvas y países. Chile era en ellos una delgada franja de
color, pegada al borde de la cordillera y a punto de precipitarse en el azul
del océano Pacífico, perdida allá por el sur del continente americano, don-
de éste casi desaparece al llegar a la Antártida.
Pese al dicho, el chileno patiperro era una definición que sólo le cal-
zaba a unos pocos, la gran mayoría jamás había cruzado las fronteras del
país. Por tanto, se trataba de otro mito nacional alimentado desde nuestra
propia sensación de australidad y aislamiento.
Excepto para los integrantes de la clases altas afrancesadas del siglo
XIX o para algunos trabajadores empujados por las crisis hacia California
o Australia, a los que se agregaban unos pocos estudiantes en universida-
des de Europa y Estados Unidos, la posibilidad de conocer otros países, de
vivir otras culturas, era un privilegio. Para la generalidad de los chilenos el
mundo era ancho y tremendamente ajeno y distante.
Hasta que llegó el golpe militar del 73, que expulsó del país a miles
de compatriotas obligados a dipersarse por diversos lugares antes conoci-
dos únicamente por los mapas o imaginados a través del cine y la lectura.
La primera gran oleada de exiliados políticos se incrementó en los ochen-
ta con la migración de otros miles de compatriotas que buscaban mejores
condiciones de vida.
Los noventa trajeron de regreso a muchos de los que habían salido y
vivido en otras culturas durante largos años, y con ello las preguntas por la
identidad que se habían hecho al salir, al vivir en otros países, se vuelven a
actualizar.
REVISITANDO CHILE

Salir de Chile, más allá de los traumas que acarrea cualquier migra-
ción, fue una experiencia que obligó a los exiliados a mirar al país y a los
chilenos desde la distancia. En una primera etapa, sintiendo nostalgia de
los paisajes, que en la memoria pasaron a ser una especie de mapa turísti-
co con una cordillera nevada, un cielo azul radiante, las frutas más dulces,
los vinos más ricos y las empanadas y mariscos más sabrosos. Pura nostal-
gia comprimida en un par de imágenes. Por otra parte, fue vivir la alteri-
dad, ser el otro, el extranjero. La pregunta en estas circunstancias de ¿quién
soy, quiénes somos?, tendió a responderse en colectivo. Su referente sim-
bólico más importante fue la política y una premisa fundamental en la
definición de sí mismos: “Soy, somos exiliados chilenos” (Igonet-Fastin-
ger, en Vásquez y Araujo, 1990: 64).1
Vivir en “otra parte” implica establecer diálogos donde las diferentes
identidades se reconocen, se intercambian y se mezclan, pero no se desva-
necen. No se puede elegir simplemente otra lengua, ni se abandona la
propia historia para optar libremente por otra, más cuando el proyecto
290 planteado desde el momento mismo de la salida es volver a Chile.
Para reafirmar la identidad chilena frente a las múltiples alteridades
que tocaba vivir, las comunidades de exiliados, trataron de reproducir los
modos de ser chileno, expresados básicamente en las formas de sociabili-
dad. Todo ello permitió construir comunidades locales y metacomunida-
des, cada vez más integradoras. Ser chileno era también ser latinoameri-
cano y ser chileno tenía mucho en común en Dinamarca, en Berlín, en
Moscú o en Caracas. Los territorios eran un accidente geográfico superado
por el entrelazamiento que implicaba un proyecto político compartido y
una actividad de creación y difusión culturales que superaba fronteras y
cuyo centro estaba asentado simbólicamente en Chile.
El mundo se había ampliado y era menos distante y ajeno. El tiempo
fue pasando y en la vivencia de la pluralidad poco a poco los residentes en
el exterior empezaron a mirar con cierta desconfianza algunas prácticas
culturales fuertemente arraigadas entre nosotros. Y varios mitos naciona-
les fueron cayendo en la confrontación con otras realidades: los chilenos
no somos tan alegres ni tan graciosos como creíamos. En otras partes hay
vinos tan buenos como en Chile. Las chilenas no son más bonitas que las
suecas, francesas polacas o venezolanas. Poco a poco se van tomando pres-
tados ciertos hábitos y costumbres de los países de acogida e identificán-
dose con otros. La puntualidad, la responsabilidad europea dejan de mo-
lestar como al principio, comienza a apreciarse el desorden y la alegría
colorida de otros países latinoamericanos.
Hasta que se abre la posibilidad de volver. Una decisión individual y
un proceso solitario con vivencias en común: como el desgarro de tener
que afrontar una nueva partida, dejando recuerdos y afectos en el país en
el cual se ha vivido; o el mirar a Chile con ojos un poco extranjeros y
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

distantes y comenzar la desmitificación: la cordillera ya no se ve por el


smog. Tampoco era tan nevada. Los inviernos también son largos y fríos.
Los que se fueron ya no son los mismos; el país ha cambiado y quie-
nes se quedaron también. A los procesos políticos se habían sumado cam-
bios económicos que a su vez tuvieron efectos sociales y culturales impor-
tantes, especialmente visibles para quienes se habían quedado con una
imagen congelada de Chile.
El país recordado a la distancia no es el país que se encuentra al
regreso.
Ante los primeros desencuentros se vuelve a reinstalar la pregunta
por la identidad. Después de todo el periplo recorrido, ¿quién soy? ¿Quié-
nes son los chilenos que se quedaron acá? ¿Qué tengo en común con
ellos? Y las respuestas tienden a ser contestadas en primera persona. La
comunidad de chilenos exiliados ya no existe en el regreso, tampoco se
vive del mismo modo la alteridad. Ahora los otros son los chilenos que se
quedaron.
El que ha vuelto, también es percibido como diferente; un poco más 291
un poco menos, es visto como un extranjero y el extrañamiento se vivirá
de distinta manera según género, edad y condición social. El que retorna
se siente distinto y los otros –los chilenos que nunca se fueron– le hacen
sentir su diferencia, ya sea a través del asombro o el rechazo a su aparien-
cia externa, a su modo de hablar y comportarse.
Andrea, retornada de Italia, dice:
Yo era el bicho raro, usaba unas medias que eran con unos dibujos
que me encantaban que me había comprado en Italia y me miraban
así la media, y después me peinaba de una equis manera y ¡ay, el
peinado de señora que tienes…! Entonces era chocante verme en-
frentada a cosas que para mí eran tan absurdas, de estar preocupada
de ver qué crestas te ponías... Después tuve que comprarme unifor-
me y eso fue ¿qué me están haciendo? ¡Puta! Me están uniforman-
do... Yo nunca había usado uniforme en un colegio.
Las mujeres, especialmente las que retornaron desde Europa, sien-
ten que su independencia, su relación con el cuerpo y su sexualidad y la
de sus hijas es objeto de crítica y segregación. Alicia, retornada de Dina-
marca, cuenta:
Entonces ahí empecé a entender de que había cosas tabú, que ya me
había olvidado de ese tipo de cosas como chocantes... Me acuerdo que
me invitaban a distintas fiestas y me entretenía conversando con los
hombres, casados o solteros y ellos se entretenían conversando con-
migo, pero eso aparecía ante las mujeres chilenas como una mujer
fresca, pero lo más fresco era –según mi amiga Irene– que yo usaba
unos escotes muy grandes y sin sostén... Hubo un momento en que
dejaron de invitarme, o sea me hicieron absolutamente a un lado.
REVISITANDO CHILE

Pato, un dirigente sindical retornado de Europa, explica:


Yo voy a mi barrio y, para sorpresa mía, llego al club y siguen hacien-
do las mismas bromas, los mismos chistes que hace veinte años, exac-
tamente las mismas personas. Entonces tampoco soy de allí.
El que retorna, luego de estas experiencias comienza a ver a Chile
como un país pequeño y encerrado en sí mismo, con una sociedad provin-
ciana, tradicional y estancada. Donde el arribismo se mezcla con el culto a
las apariencias y todo ello se resume en una exasperante tendencia a uni-
formar, donde para no ser excluido hay que evitar ser o parecer diferente.
La sensación de haber vuelto al fin del mundo se confirma en la
vivencia de la insularidad y el enclaustramiento del país. La añorada cor-
dillera ahora es percibida como el muro que separa y nos aísla del resto del
mundo, y sus altas montañas, como la pared que devuelve el eco de nues-
tras propias voces ensimismadas.
Esto lleva a coincidir con Edward Said cuando sostiene que:
El exiliado sabe que en un mundo secular y contingente (...) Las
292 fronteras y los límites que nos circunscriben en el seguro territorio
familiar también pueden convertirse en prisiones que a menudo se
defienden más allá de la razón o la necesidad. (Said en Chambers,
1995:15).2
Los exiliados que retornan han cruzado fronteras, han roto límites
del pensamiento y de la experiencia. Este proceso se hace evidente, de
manera dolorosa, en el regreso, al ver que el país ha cambiado en aparien-
cia, pero que conserva petrificada una serie de hábitos y comportamientos
que –nos guste o no– nos identifican y son parte de nuestros modos de ser.
El temor al desorden y al caos nos hace ser autocensuradores y partidarios
del orden hasta la monotonía, rechazando cualquier tipo de otredad y
cualquier conducta que se salga de las normas culturalmente instaladas.
El machismo chileno resulta chocante para hombres y mujeres que
han regresado, ya que cualquier actitud que no se corresponda con sus
variantes popular o intelectual es sospechosa. “Si uno está separado y no
te conocen una mina oficial, entonces dicen este tipo es patas negras o es
maricón”, cuenta un entrevistado que volvió de Suecia. O, por ejemplo, el
relato de una retornada de Francia:
Mi marido afuera hacía de todo, cocinaba, hacía camas, cuidaba a los
niños, cuando regresamos dejó de hacerlo, no sé si por influencia del
medio y de los amigos que no hacen nada en la casa o porque hay
una nana.
Jóvenes y mujeres que han regresado son los mayores objetos de
suspicacias pues algunos de sus comportamientos transgreden de forma
más directa los mandatos culturales que encasillan a cada quien en los
“deber ser” de acuerdo a su género, generación y clase social. Decir que
una mujer había sido exiliada de una u otra manera se entendía como que
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

era portadora de una mayor liberalidad sexual, lo que se reforzaba con la


condición de separadas de muchas de ellas y con la satanización que se
hizo de la gente de izquierda como amoral. Los jóvenes y niños eran per-
cibidos como mal educados y poco respetuosos de los mayores y de las
normas establecidas.
Todo esto contribuye a que el que viene de afuera se sienta distinto y
lejano. Lo chileno en sus expresiones clasista y discriminadora, en su into-
lerancia e hipocresía no es algo que llame a ser compartido, o el espejo en
el que se quiere reconocer el retornado.
Sin embargo, al lado de estos defectos que se magnifican con la mira-
da distante y en algún punto dolida del que vuelve, también está la gente
querida, el país de la infancia, los afectos, los lugares recorridos, la historia
vivida y comportamientos altamente valorados como la solidaridad y la
amistad. Ésta es la primera señal de una ambigüedad identitaria.
Una parte del que ha regresado se siente chilena, la otra toma distan-
cia de aquellos aspectos del modo de ser chileno que hoy le chocan y le
293
resultan desagradables. Esta ambigüedad se refuerza con la nostalgia del
país en el cual se vivió fuera de Chile. El que regresa se sabe chileno por
nacimiento, por afecto y por historia, pero también se siente parte del país
donde vivió. Allá también quedaron afectos, lugares recorridos, recuerdos
que no quiere olvidar, comportamientos elegidos que seguirá practicando.
El que ha vuelto es de allá y de acá a la vez. Se asume instalado en la
bigamia al tener dos amores sin poder elegir a ninguno, porque los dos
son parte de uno mismo. Sin embargo, no pudiendo juntarlos físicamen-
te, los funde en el corazón y en las conductas cotidianas se intenta ser leal
con las dos partes que conforman el sí mismo.
Entre los jóvenes, aquellos que nacieron fuera de Chile o que salie-
ron muy pequeños, la situación es diferente. Para ellos el tema de la iden-
tidad no se resuelve en la bigamia entre Chile y el país de residencia, sino
en el asumir el desarraigo, considerarse “ciudadanos del mundo“, de to-
das y de ninguna parte en particular y eso empuja a muchos de ellos a
volver a irse, no necesariamente al país donde se criaron, sino a un terce-
ro donde confluya lo mejor de los mundos en que han vivido. Según Se-
bastián, nacido en Ecuador, criado en Italia y Costa Rica:
España me gusta por distintas razones, creo que es un apéndice entre
Europa y el mundo latino... Tiene muchas cosas que funcionan como
en Europa, pero por otro lado el español tiene la chispa latina, le
gusta el disfrute, no es frío y calculador.
Los que vivieron fuera sufrieron un proceso de aceleración de la his-
toria, como diría Marc Augé.3 Vivieron la pluralidad cultural antes que el
resto del país que recién comienza a abrirse al mundo en los noventa a
partir de la globalización. Raúl, un obrero que vivió el exilio en Bélgica:
REVISITANDO CHILE

El exilio... me dio una visión distinta de Chile, si yo me hubiera que-


dado aquí quizás jamás iba a pensar más amplio, me dio una visión
mucho más abierta, tolerante entre comillas. Si me hubiera quedado
en Chile habría seguido el mismo esquema. Amplitud, el exilio me
dio amplitud para ver el mundo (....) ese cosmopolitismo (europeo)
me gustaba a mí, eso que en Chile no se daba... aceptar la diferencia
de todas las gentes, porque las diferencias entre los árabes, los chi-
nos, porque había de todo... se podría decir que yo lo incorporé.
De este modo, para aquellos que han vivido fuera y regresado a Chi-
le, los mapas ya no sólo representan fronteras, también abren la posibili-
dad de construir relaciones, representar entrelazamientos. “Nuestros ma-
pas arriban hoy a otra figura, la del archipiélago, pues desprovisto de
fronteras que lo cohesionen, el continente se disgrega en islas múltiples y
diversas que se interconectan. En el archipiélago –dice el filosofo Caccia-
ri–, los elementos se reclaman, tienen nostalgia el uno del otro”, develán-
donos la verdad del mar, su ser archi-píelagos, lugar de diálogos y con-
294 frontación entre las múltiples tierras-islas que los entrelazan”.4
Los que han vuelto se sienten menos isleños, aunque consideren que
en muchos aspectos los chilenos sigan comportándose como habitantes
del fin del mundo, viviendo en un borde de tierra que está a punto de
desgajarse del continente.
Para finalizar, resumo con una frase de Jesús Martín-Barbero: “Las
estadías, más si son largas, no son meras etapas de un ‘viaje’ sino verdade-
ras desterritorializaciones y relocalizaciones tanto de la experiencia como
desde el lugar desde donde se piensa, se habla y se escribe”.5 Esas estadías
son períodos de reflexión y de una búsqueda que termina por redefinir
quiénes somos.

1. Ana Vásquez y Ana María Araujo, La maldición de Ulises. Repercuciones psicológicas del exilio
(Santiago: Editorial Sudamericana, 1990).
2. Iaian Chambers, Migración, cultura, identidad (Buenos Aires: Amorrortu Editores, 1990).
3. Marc Augé, Hacia una antropología de los mundos contemporáneos (Barcelona: GEDISA Edi-
tores).
4. En Jesús Martín-Barbero, Oficio de cartógrafo (México: FCE, 2002).
5. Ibid.
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IV. EL VALLE CENTRAL

Al lindo Valle de Chile 295


Se le conjuga en dos tiempos:
él es heroico y es dulce,
tal y como el viejo Homero;
él nunca muerde con soles
rojos ni con largos hielos,
él se apellida templanza
verdor y brazos abiertos

(Gabriela Mistral en Poema de Chile, 1985)


REVISITANDO CHILE

296
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LAS IDENTIDADES EN EL MUNDO PREHISPANO


DE CHILE CENTRAL

Fernanda Falabella
Arqueóloga

A través de algunos ejemplos particulares de construcción y manifesta- 297


ción de identidades en la historia prehispana de Chile central, veremos
cómo ciertas características universales de las identidades sociales se ma-
nifiestan desde la antigüedad.
La historicidad de las identidades, en el sentido de su permanente
construcción y transformación a través del tiempo.
La amplia visión temporal que maneja la arqueología privilegia una
mirada de larga duración con la que podemos mostrar cómo, en la historia
prehispana, hubo profundas transformaciones de las identidades grupa-
les. Mientras unas cambiaron y otras se perdieron, otras se arraigaron y
han subsistido tenazmente a través del tiempo. Desde la profundidad tem-
poral, podemos apreciar la dinámica y permeabilidad de los sentidos de
pertenencia y sus significados, y como éstos van generando un mosaico de
raíces en la constitución de una sociedad.
El rol significativo de la materialidad que nos rodea (objetos, lugares,
gestos, ropajes, adornos) como elementos fundantes de las identidades.
Otra característica de la arqueología es el depender fuertemente de
los restos materiales de la actividad humana para la comprensión del pa-
sado. La observación de estos restos permite reconocer un rol activo y
práctico de la cultura material en la formación, reproducción y transfor-
mación de diversos tipos de identidades.
Los ejemplos que ofrecemos se enmarcan dentro de un espacio aco-
tado del Chile central, la zona entre los valles de los ríos Aconcagua y
Cachapoal, cuya historia prehispana ha sido bien estudiada.

Identidades sociales y su cambio a través del tiempo


Hace unos dos mil años en Chile central coexistieron diversas comunida-
des que mantuvieron relaciones fluidas y abiertas entre ellas, con sus ve-
REVISITANDO CHILE

cinos del norte, con los del sur, con los de la cordillera y con quienes
habitaban al otro lado de la ella.1 Entre éstos, se reconocen dos grupos
muy distintivos. Como arqueólogos les hemos asignado los nombres Bato
y Llolleo, que denotan la existencia de dos sistemas culturales claramente
reconocibles y factibles de diferenciar que, creemos, corresponden a dos
grupos con identidades sociales bien establecidas y que realmente se per-
cibieron a sí mismos como “unos” frente a “otros”. Se trata en ambos
casos de sociedades simples, con organización estructurada por líneas de
parentesco, autónomas y autosuficientes a nivel de grupo familiar o de
linaje. Los primeros, más móviles y orientados al uso de recursos silves-
tres; los segundos, más sedentarios y con mayor dependencia de los culti-
vos. Sus caseríos se dispersan y entremezclan dentro de la misma área, lo
que posibilitaba contactos permanentes entre ellos. Habitan los mismos
nichos, sin hostilidades manifiestas.2
Si bien en su panorama social existen diversos grupos, en la cons-
trucción de su identidad en tanto comunidad, el “otro” más significativo
298 parece ser el vecino próximo, el que está siempre presente (bato para los
llolleo, llolleo para los bato). Marcan su diferencia con este otro en forma
explícita, a través de adornos corporales, emblemas de alta visibilidad que
debieron señalar las filiaciones en situaciones de interacción social. Los
bato usan tembetá, un adorno inserto en el labio inferior; los llolleo, colla-
res de cuentas de piedra. También la marcan reconociéndose en el uso de
determinados artefactos y manteniendo ciertas tradiciones que les son
propias. Es un reconocerse con en la similitud y un distinguirse de en la
diferencia.
Un análisis más fino de la materialidad, al interior de cada uno de
estos sistemas sociales, permite reconocer variaciones más sutiles, que re-
flejan la mayor o menor intensidad de los vínculos y relaciones intragru-
pales. Éstas se expresan a modo de microestilos cuya configuración deno-
ta un correlato con la proximidad espacial, que pensamos se puede
relacionar también con la intensidad de los vínculos de parentesco. En
este caso, son el entorno socializador, las prácticas cotidianas o los particu-
lares modos de hacer, los que refuerzan, en las experiencias de la vida
diaria, el sentido de pertenencia.
Este escenario social también está integrado a otros niveles. Por so-
bre la identidad grupal a la que hemos aludido, existieron otros tipos de
relaciones que generaron sentidos de pertenencia. En Chile central hay
evidencia de que ya en esta época se realizaban “juntas”, donde se congre-
gaba gente de lugares y filiaciones bastante alejados.3 Debieron cumplir
con la función de reafirmar lazos con los contemporáneos y potenciar la
cooperación, activando un sentido de pertenencia a una unidad mucho
más amplia y fundamental en el devenir de estas sociedades. Los restos
materiales encontrados en estos sitios de reunión, especialmente los ja-
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

rros para beber y las pipas para fumar, que se usan tradicionalmente en las
fiestas y rituales de la población indígena del centro y sur de Chile, mar-
can este nivel identitario por su uso, formas y decoraciones.
La impresión general que nos queda es que los individuos de estas
sociedades participaron de distintas identidades, anidadas unas dentro de
otras, que se activaban de acuerdo a las circunstancias, se gatillaban con
referentes específicos y fueron las coordenadas fundamentales para la vida
social. Unas con mayor fuerza, otras con menos, pero a la vez bastante
flexibles y dinámicas tanto en el tiempo como en el espacio.
Esta configuración social cambia bruscamente hacia el 900 d.C.
En este mismo espacio, sobre la base de la misma gente, de los here-
deros de las tradiciones locales, el panorama social se reordena, generán-
dose la fusión de todos los que habitan desde la ribera sur del Aconcagua
hasta la Angostura de Paine, en una nueva identidad, que los arqueólogos
hemos denominado aconcagua.4 La construcción de esa identidad resulta
de cambios muy radicales, que alteraron profundamente las prácticas so-
ciales, tanto en las actividades más simples y banales del mundo cotidiano 299
como en esferas de la ritualidad. Es como si se hubiese querido borrar
expresamente la tradición, la memoria. En ese sentido podríamos decir
que el “otro” más significativo fue el pasado, sus ancestros y sus propias
tradiciones culturales.5 En todo ámbito de cosas se produce un contraste
marcado respecto a cómo se era antes, cómo se hacía antes. Los grupos
aconcagua siguen siendo una sociedad bastante simple, sin jerarquías ins-
titucionalizadas donde el grupo familiar y territorial constituye el núcleo
básico de reproducción social. Lo interesante es que en su materialidad
vemos estilos muy normados para fabricar sus utensilios y realizar sus
actividades; tanto en las materias primas, técnicas de producción, formas
y decoraciones de los artefactos, como en los modos de faenar sus anima-
les; tanto en las prácticas de la vida diaria, como en las ceremonias funera-
rias. En todo orden de cosas siguieron pautas tan definidas y regulares,
que da la impresión de que están sirviendo para remarcar y reforzar este
nuevo orden. Dicha estrictez en las normas de comportamiento parece
haber sido necesaria para fundar un nuevo sistema de relaciones, para
aglutinar a quienes en otro momento estuvieron separados y se veían a sí
mismos como “otros”.6
Por cierto, los aconcagua también tuvieron sus vecinos y también se
identificaron en relación a otros contemporáneos. Entre éstos, el “otro”
más significativo fueron los diaguitas del Norte Chico con los cuales man-
tenían relaciones cercanas, especialmente quienes vivían en el valle del
río Aconcagua, en la parte más septentrional de la zona central. Para dis-
tinguirse de ellos, usaron íconos, como el trinacrio, a modo de marca iden-
titaria.7 Con este emblema, que algunos consideran un verdadero distinti-
vo étnico, pintaron la pared externa de sus vasijas de cerámica para que
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fuera notorio y visible al compartir comida y bebidas tanto dentro como


fuera del hogar. La señal de la identidad aconcagua se expresa consciente-
mente en los artefactos que se usan en el marco de las relaciones sociales
y posiblemente en otros soportes que la arqueología no ha logrado recu-
perar.
La llegada de los incas, a mediados del siglo XV, marca una nueva
reformulación que implicó verse a sí mismos frente a un “otro” foráneo,
distinto, nuevo. Se introdujo, por vez primera en la región, identidades
jerárquicamente dispares, referentes de prestigio que produjeron choques,
marginación y, en algunos, deseos de emulación y de adscripción a la iden-
tidad de ellos, en otros distanciamiento, subyugaciones. Hay un otro forá-
neo, ligado a un centro de poder muy potente en el Cusco, el Tawantinsu-
yu, que entra hábilmente en la vida de estas gentes, traslada poblaciones e
introduce emblemas propios. Propaga un estilo arquitectónico para los
espacios políticos y rituales, el uso de metales (oro, plata) y otras materias
primas (mullu) como símbolos de estatus y, en el caso de Chile central
300 –como lo hicieron en todo el imperio– instalan un estilo cerámico que
lleva, en las formas, colores y motivos decorativos, los símbolos de su pro-
pia identidad. Íconos simples, claros y repetitivos usados explícitamente
por los incas para internalizar una identidad asociada al prestigio y el po-
der.8 Todos estos elementos se usan y rodean las ocasiones rituales y aqué-
llas donde el representante del inca muestra su hospitalidad y generosi-
dad. Las identidades, de todo tipo, sufren un remezón fuerte. Y, lo que es
quizá más interesante, es que ese “otro” extranjero reconstruye a la vez
las identidades locales, define el quién es quién en este escenario social de
acuerdo a sus parámetros andinos: bárbaro-civilizado, rebelde-sometido.
Fueron responsables, entre otros, de asignar una identidad común a los
habitantes al sur del río Maipo y hasta el Maule, a quienes llamaron pro-
maucaes, idea que asumieron luego los españoles y que subsiste fuerte-
mente enraizada hasta hoy entre los chilenos. Es quizás el primer ejemplo
evidente de manipulación activa de los referentes de adscripción social de
acuerdo a una estrategia política muy definida.

Identidades de género y su cambio a través del tiempo


Otro tipo de identidades que están insertas y se cruzan con las anteriores
son las de género. Este ámbito es más difícil de pesquisar, reconocer e
interpretar en la prehistoria; sin embargo, creo que tenemos al menos un
caso de diferencia en la construcción de los conceptos y valoraciones de
género en algunas de las poblaciones que hemos mencionado, como llo-
lleo y aconcagua.
Entre los grupos llolleo, los datos muestran una clara asociación entre
la mujer y determinados artefactos: jarros pato o asimétricos e implemen-
tos de molienda, los que además la acompañan después de la muerte.9 Sin
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duda, ellos marcan una esfera de actividades femeninas que denotan la


construcción de conceptos de género vinculados a ciertas labores específi-
cas, como la preparación de alimentos. Están indicando que hay roles y
símbolos asociados a lo femenino, así como debió haber otros masculinos.
Lo que interesa destacar no es que existan esas asociaciones, dado
que probablemente siempre ha sido así, sino que en este contexto social
particular, no percibimos ninguna señal de segregación por género, ni en
la ocupación de los espacios domésticos, ni en las prácticas mortuorias.
Todas las evidencias muestran una situación de equivalencia e igualdad
en cómo se utilizan los artefactos y cómo se disponen en el espacio. Si
bien hay roles diferenciados, éstos no determinan una jerarquización. Por
lo tanto, más allá de la carga simbólica de una adscripción a género, no
definen situaciones de dominación hombre/mujer. Se podría relacionar
esta configuración de identidades de género con el momento histórico y
los procesos de cambio que estaban ocurriendo. Se trata de los inicios del
uso de horticultura, de la domesticación de las especies vegetales silves-
tres, donde los conceptos de fertilidad y los ritos propiciatorios tienen que 301
haber cumplido un rol fundamental. Coincide también con el comienzo y
desarrollo de tecnologías, como la cerámica. Todo indica que el papel de la
mujer puede haber sido gravitante en la serie de transformaciones que
culminaron en el tipo de sociedad que conocemos como llolleo.
Una situación análoga parece presentarse entre grupos contemporá-
neos en el sur de Chile, entre los grupos pitrén. En sus contextos se han
encontrado vasijas que, por su forma y representaciones plásticas de ani-
males o personas, son similares a los jarros asimétricos de Chile central.
Datos etnográficos recabados entre la población mapuche actual han re-
velado que estas vasijas, conocidas históricamente como jarros pato o ke-
tru metawe, conllevan un sentido de ser femenino.10 Son artefactos simbó-
licos en la medida en que se asocian a eventos clave del ciclo de vida de la
mujer, representan su estado de casadas, palian el desarraigo por dejar su
núcleo familiar al insertarse en la localidad del marido. Se utilizan en ri-
tuales y sólo la machi, en su doble condición de mujer y chamán, puede
poseer más de uno. Es un claro ejemplo de un contexto simbólico relacio-
nado con el sentido de ser mujer y su ciclo vital que se manifiesta aún
entre la población mapuche del sur de Chile. La existencia de este tipo de
jarro con caracteres tan distintivos en los contextos prehispanos llolleo y
pitrén, y su presencia ininterrumpida en el sur hasta la actualidad, hace
pensar que no sólo su forma y decoraciones se han perpetuado, sino todas
sus asociaciones simbólicas, el ideario, los signos, el sentido de identidad
femenina, adscrito, expuesto y vivido a través del artefacto.
Todo lo anterior cambia significativamente con los aconcagua. Si bien
la mujer aparentemente sigue desarrollando las mismas actividades rela-
cionadas con la producción cerámica y de alimentos, y en ese sentido sub-
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siste una separación similar de roles según género, los artefactos femeni-
nos ya no se encuentran situados en posiciones de relevancia, como en la
funebria y, algunos de ellos, dejan de estar presentes. Se pierde el uso del
jarro pato. Es más. De acuerdo a estudios sobre la espacialidad en los ce-
menterios, se produce una separación entre mujeres, ancianos y niños,
por un lado, y hombres, por el otro.11 Los primeros (lo femenino) se ubi-
can a la izquierda, al oeste, con escasas ofrendas. Los segundos (lo mascu-
lino), a la derecha, al este, con otras más numerosas. Se plasma una situa-
ción de desigualdad. Una lectura, siguiendo los códigos de las sociedades
andinas o mapuches, señalaría que lo femenino ocupa una posición infe-
rior, de menor jerarquía, menor valoración. Esto por cierto es una inter-
pretación; pero, aunque los términos de valoración no correspondan, la
diferencia en el tratamiento de lo masculino y femenino sin duda cambia.
Y esto sugiere que la construcción de la identidad de género sufrió varia-
ciones y fue dependiente de un contexto histórico particular.

302 Reflexión final


Es difícil reconocer la “historia oficial” del Chile prehispano en la arqueo-
logía. Cuando los españoles llegan a estas tierras en el siglo XVI, encuen-
tran en la zona central una población relativamente dispersa, organizada
en parcialidades o grupos socioterritoriales, de tamaño bastante pequeño,
cuya autoidentificación era vaga y apenas canalizada en la persona del
jefe.12 Este sistema fluido, de vínculos flexibles, con identidades a veces
ambiguas, era difícil de entender y asumir con los parámetros europeos de
la época. Desde el primer contacto surge la figura del “indio” en oposición
al “español” oscureciendo las diversidades internas.
Esa visión inicial ha sido replicada insistentemente a lo largo de nues-
tra historia. La mayoría de los textos escolares y publicaciones no especia-
lizadas ordenan el paisaje indígena prehispano asignando vastos espacios
del territorio a un determinado “pueblo” con un nombre que les confiere
su identidad. Es así como se han insertado, en el ideario nacional, identi-
dades como los “picunches” o los “promaucaes” para el paisaje social de la
zona central.
La homogeneidad que se ha intentado instalar como imagen de lo
indígena, no es tal. La realidad fue mucho más heterogénea que la descri-
ta por la voz oficial. A lo largo de nuestra historia, incluidos los tiempos
prehispanos, hubo una gran diversidad de grupos humanos, que se vincu-
laron unos con otros de maneras muy distintas en el tiempo y se articularon
de formas variadas en el espacio. Ellos perpetuaron sus tradiciones y sufrie-
ron transformaciones que afectaron en cómo ellos mismos definieron sus
identidades y sus términos de referencia. La población indígena que en-
cuentra el español es el resultado de todas esas numerosas mezclas gené-
ticas y culturales con raíces que derivan de tiempos y lugares diferentes.
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

En el caso específico de los indígenas que habitaron la región central


de Chile, la voz oficial, además, ha internalizado la idea de que los cam-
bios sustantivos que implicaron avances en la senda del desarrollo tecno-
lógico (llámese agricultura, metales, cerámica u otro) se explicaban por el
traspaso de conocimientos desde otros, lo que resultó en una imagen ne-
gativa que ha estigmatizado a la población indígena de Chile central como
de escasa relevancia y su identidad se ha visto lesionada y apocada.
A lo largo de estas líneas hemos intentado sacar a la luz algunos as-
pectos del pasado que hablan en el sentido contrario para mostrar otra
realidad. Al hacerlo hemos construido una realidad diferente que estamos
conscientes es también un constructo, aunque desde otro punto de vista
particular. Esperamos que éste se agregue a los anteriores para enriquecer
nuestras visiones del pasado y situar a quienes hemos estado estudiando
en el sitial de relevancia que les corresponde.

303

1. Falabella, F. y R. Stehberg. “Los inicios del desarrollo agrícola y alfarero: zona central
(300 a.C. a 900 d.C.)”. En Prehistoria, editores Hidalgo, J. et al. (Santiago: Editorial Andrés
Bello, 1989), pp. 295-311.
2. Sanhueza, L., M. Vásquez y F. Falabella. “Las sociedades alfareras tempranas de la cuen-
ca de Santiago”. En Chungará N° 35, 2003.
3. Planella, M. T., F. Falabella y B. Tagle. “Complejo fumatorio del período agroalfarero
temprano en Chile central”. En Contribución Arqueológica N° 5, Tomo I: 895-909. Museo
Regional De Atacama, Copiapó, 2000.
4. Durán, E. y M. T. Planella. 1989. “Consolidación agroalfarera: zona central (900 a 1470
d.C.)”. En Hidalgo J. et al. editores, Prehistoria (Santiago: Editorial Andrés Bello, 1989),
pp. 313-328.
5. Cornejo, L. “El país de los grandes valles. Prehistoria de Chile central”. En Berenguer, J.,
editor, Chile antes de Chile, pp. 44-57. Museo Chileno de Arte Precolombino, Santiago, 1997.
6. Falabella, F., L. Cornejo y L. Sanhueza. En prensa. “Variaciones locales y regionales en la
cultura aconcagua del valle del río Maipú”. Actas IV Congreso Chileno De Antropología.
7. Sánchez, R. y M. Massone. Cultura aconcagua (Santiago: Centro de Investigaciones Diego
Barros Arana, 1995).
8. Morris, C. “Symbols to Power. Styles and Media in the Inka State”. En editores: Carr, Ch.
y J. E. Neitzel, Style, Society and Person (New York: Plenum Press, 1995), pp. 419-433.
9. Falabella, F. “El sitio arqueológico de El Mercurio en el contexto de la problemática
cultural del período alfarero temprano en Chile central”. Actas Segundo Taller De Arqueo-
logía de Chile Central (1993), 2000. Http://Members.Tripod.Cl/Lcbmchap/Ferfal1.Htm.
10. Dillehay, T. y A. Gordon. 1979. “El simbolismo en el ornitomorfismo mapuche. La
mujer casada y el «ketru metawe»”. Actas del VII Congreso de Arqueología Chilena, pp. 303-
316. Ediciones Kultrún, Santiago.
11. Sánchez, R. Prácticas mortuorias como producto de sistemas simbólicos. Boletín Museo
Regional De La Araucanía N° 4, 1993. Tomo II: 263-78.
12. Planella, M. T. La propiedad territorial indígena en la cuenca de Rancagua a fines del siglo XVI
y comienzos del XVII. Tesis para optar al título de Magíster en Historia, Universidad de Chile,
Santiago, 1988.
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DE IDENTIDAD E IDENTIDADES
UNA APROXIMACIÓN ETNOHISTÓRICA A LOS
INDÍGENAS DEL MAULE1

Viviana Manríquez
Etnohistoriadora

304 H ablaré desde una perspectiva etnohistórica acerca de las identidades de


las poblaciones indígenas en el colonial Partido del Maule, en los siglos
XVI y XVII.
Abordar desde la etnohistoria el tema de las identidades de las pobla-
ciones indígenas que habitaban el área comprendida entre el Río Mata-
quito por el norte e Itata hacia el sur, permite un acercamiento a la interro-
gante de quiénes eran estas poblaciones o, precisando mejor, cómo eran
vistas por los “otros”, por los españoles que irrumpen de manera violenta y
permanente en su espacio, modo de vida y creencias, así como también por
los “otros” indígenas que muchas veces son pieza fundamental en la “ima-
gen” que los conquistadores elaboran en su avance hacia estos territorios.
A la vez, entre líneas podemos “leer” algunos códigos externos o
“membretes”2 sobre cómo los indígenas que habitaban esta área de estu-
dio se ven a sí mismos, o cuáles identidades construyen para el “otro” en
distintos momentos históricos.
Nuestra búsqueda se ha centrado en lo microscópico o local, espacio
donde hemos percibido diferencias o similitudes que van marcando iden-
tidad o identidades entre los distintos grupos de indígenas que habitaban
nuestra área de estudio, sus permanencias, sus cambios, sus dinámicas,
sus flexibilidades y también el despliegue de las capacidades colectivas e
individuales de reconstruir o, muchas veces, de crear nuevas formas de
identificación frente a ellos y frente al “otro”.
Por lo anterior, trabajaremos con los diferenciadores de estos grupos
a nivel local, que “pueden o no estar vinculados por identidades o etnici-
dades comunes”.3
Sin desconocer las profundas transformaciones que la conquista es-
pañola trajo a estas poblaciones y que traspasó todos los ámbitos de su
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

vida, reivindicamos la capacidad de creación y construcción que hace de


los indígenas sujetos activos de su historia, así como también el hecho de
que muchas de las estrategias identitarias desplegadas por ellos responden
a procesos de larga duración y de mayor complejidad.
No pretendemos exponer una imagen ideal de un “indígena” que
permanece inmutable e inalterable en el tiempo ni la imagen de un sujeto
histórico que ha perdido su “identidad” o se ha “aculturado”, porque no
responde a los cánones con los cuales ha sido definido desde afuera o por
los “otros”.
De hecho, una de las premisas de la mantención de las identidades
que se entrecruzan radica en la existencia de contactos de diversa índole
con “otros”.4 Este trabajo es inicial, e intenta proponer una mirada y dejar
abiertas preguntas a nuevos temas, además de incitar a investigaciones
interdisciplinarias que enriquezcan el debate y la búsqueda en el estudio
de las poblaciones indígenas de Chile central.
Por último, creemos importante señalar que estamos conscientes de
que nuestros planteamientos se elaboran a partir del trabajo con fragmen- 305
tos de las nociones de identidad construidas o recogidas por los españoles,
y por lo tanto nuestra mirada también se compone de restos y de frag-
mentos.
Las identidades definidas desde el otro, para el caso específico de las
poblaciones indígenas que habitaron esta área de estudio durante los si-
glos XVI y XVII, señala que se puede hablar de identidades locales, que
son abordables a través de sus manifestaciones externas, a partir de la
información contenida en crónicas, en la documentación referida a pro-
banzas de méritos y servicios de los conquistadores y también la docu-
mentación local, que se genera a partir de una serie de litigios por tierras,
acceso a cargos, visitas a indios, encomiendas, entre otros.
Los españoles crean un relato histórico a partir de su visión del mun-
do y a partir del “filtro” que realizan de lo “visto y oído” a medida que van
consolidando su presencia en el Reino de Chile.
Una vez más trabajamos con fragmentos de relatos construidos por
los invasores, y por lo tanto es un reflejo de su visión de mundo. Sin
embargo, es factible “leer entre líneas” y percibir la existencia entre las
poblaciones indígenas del Maule de códigos propios que están funcionan-
do entremezclados con códigos hispanos, así como también es posible per-
cibir que incluso las apropiaciones que estas poblaciones hacen de ciertos
códigos hispanos, como trajes, lengua, formas de asentamiento, entre otros,
son reelaborados, y pueden incluso estar indicando la creación de nuevas
identidades o una readecuación de identidades previas que corresponde-
ría a una de las características principales de las identidades, el ser dinámi-
cas y flexibles.
La información para el siglo XVI y XVII referente a las poblaciones
indígenas que habitaban el Maule menciona de manera general a “in-
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dios”, “gentes” o “naturales” de determinado territorio. Estas denomina-


ciones genéricas responden a una categorización jurídica y política y tam-
bién económica dada por los españoles para otorgarles un lugar dentro del
mundo que ellos van creando.
A estos “indios” se les asignan distintos adjetivos, dependiendo de
cómo es su incorporación al sistema implantado por los españoles. Surgen
así diferentes formas de clasificarlos, lo que constituiría el primer identifica-
torio que el “otro” les asigna y que eventualmente habría incidido en la
construcción desde el “otro” de una “identidad”, cuya principal caracterís-
tica sería el intento de homogeneizar un panorama más diverso, variado y
heterogéneo.
Lo anterior, por ejemplo, se ve en la opinión que Miguel de Olavarría
emite hacia 1594, cuando realiza una descripción de las “calidades y con-
diciones de los indios de Chile”, señalando:
Los yndios que ay desde Copiapo hasta Santiago y desde él hasta el
rio Maule... son flojos para el travajo humildes en la condicion y cobardes
306 para la guerra y finalmente de la calidad de los del Piru y tengo para
mi por mas cierto ques defecto natural por lo que adelante dire; son
muy desordenados en el beber y con tener mucha doctrina se puede
decir que no imprime en ellos porque idolatran y cometen incestos y
otros hechos mas de brutos que de hombres, son mentirosos y grandes ladro-
nes (cursivas nuestras).5
Aquí lo que define al “indio” es una serie de atributos que van crean-
do imágenes diferenciadoras exógenas: flojos, humildes, cobardes, desor-
denados en el beber, idolatran, cometen incestos, son mentirosos y gran-
des ladrones, y a ojos hispanos no saben vivir como hombres.
Sin embargo, es importante señalar que en la mayoría de los casos
documentados varias calificaciones que indican cierto grado de identidad
“exógena”, funcionan de manera simultánea y transitoria, dependiendo
de la reacción de los indígenas respecto a la presencia del asentamiento
hispano. Es decir, un “indio” en determinado momento puede ser un in-
dio “tributario”, “doméstico”, de “repartimiento”. Y en otro, puede ser un
“rebelde”, “alzado”, un “bárbaro” o un “ladrón”.
En el siglo XVI hay una serie de documentos donde se señalan estos
dos juegos. Es decir, cuando no se oponen al dominio hispano, son consi-
derados indios sometidos a la religión y a los preceptos de lo que es vivir
como gente, como hombres. Y cuando se alzan son considerados “indios
de guerra”, “bárbaros”, poco hombres, “andan desnudos”, “idólatras”, etc.
Durante el siglo XVII se siguen utilizando estos denotativos para cons-
truir identidades de fuera, pero cada vez más, con todas las acciones mili-
tares que se suceden en esta zona y todo el proceso de pacificación que
comienza hacia la mitad del siglo XVI, empiezan a ser llamados los indios
como de “paz”, “encomendados” o “domésticos”, o bien indios pertene-
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

cientes a determinados “pueblos de indios”, sobre todo en la zona que está


desde el Mataquito hasta el norte del Itata, porque hacia el sur de este río se
siguen considerando “gente bárbara” y no se les entiende lo que hablan,
también se dice que idolatran, beben y que no respetan la religión católica.
A la par de esta manera genérica, homogeneizante de clasificar y
calificar al “otro”, percibimos en la documentación otro mecanismo de
clasificación que también responde a una necesidad de ordenar el mundo,
de hacerlo manejable y entendible para quienes ejercen el poder.
Este segundo mecanismo adscribe a los “indios” a un espacio jurídico
territorial determinado, que los españoles denominan “provincias”. Es así
como el Partido del Maule, el territorio comprendido entre los ríos Mata-
quito y Maule (en su ribera norte) es señalado como parte de la “provincia
de los promaucaes”, también como “provincia de Mataquito” y como “pro-
vincia de Gualemo”. Luego, hacia el sur es señalada la “provincia del Mau-
le”, “provincia de los Cauquenes”, “provincia de Itata”, y en algunos casos
se señala que los valles de Maule e Itata formaban parte de la “provincia
de la Concepción”. 307
Por lo tanto, es factible pensar que los españoles percibieron en algu-
nos casos ciertas diferencias externas entre los habitantes de estos territo-
rios, a partir de las cuales establecieron las respectivas “provincias”.
Desconocemos los mecanismos utilizados para determinar el territo-
rio y los límites de cada una de estas “provincias”, pero en algunos casos
podemos señalar que corresponden a denominaciones impuestas desde
fuera, y relacionadas con la actitud que los indígenas de determinado es-
pacio asumen respecto a la imposición del dominio externo.
Ejemplo de lo anterior es la “provincia de los promaucaes”, denomi-
nación que es acuñada por los incas y retomada por los españoles en el
siglo XVI, para denotar a aquellos indios que se oponen al avance inca
más allá del Maipo, y en toda la zona que estamos trabajando.6
Dentro de estas “provincias”, tanto las crónicas como la documenta-
ción local señalan la existencia de grupos indígenas con distintas denomi-
naciones, algunas de las cuales coinciden con los nombres impuestos a
estas mismas “provincias”. Es el caso de los “promaucaes”, “provincia de
los promaucaes”, los “cauquenes”, “provincia de los Cauquenes”, los “mau-
les”, los “itatas” o “itatenses”.
Nos parece importante señalar que algunas de estas maneras de nom-
brar subsisten al menos hasta el siglo XVIII, aunque muchas veces pasan
de la denominación otorgada a un grupo de “gentes” a indicar un espacio
geográfico, es decir, a denominar un valle, un hito, por ejemplo un río, o
una división jurídica territorial que puede ser una “provincia”, un “parti-
do”, un “pueblo de indios”.
Un ejemplo de ello es el “pueblo de indios de los Cauquenes” o el
“pueblo de indios de Cobquecura”.
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En este proceso de definición y denominación de las “provincias” y


sus “gentes” están presentes ciertos diferenciadores generados a partir de
percepciones que el “otro”, españoles u otros indígenas crean a modo de
“imágenes” a partir de comportamientos, actividades rituales, manejo cul-
tural de ciertos recursos, formas de asentamiento, determinadas prácticas
económicas, códigos visuales, como trajes, peinados, motivos o formas de
cerámicas o tejidos que contribuyen a cierta caracterización de estas po-
blaciones.
Por ejemplo, Jerónimo de Vivar señala que los “yndios” de la “pro-
vincia de los promaucaes” y de la “provincia de la Concepción”, en cuyo
territorio se comprenden los valles del Maule y del Itata, comparten la mis-
ma lengua que los indios de la “provincia de Mapocho”, pero que cada uno
tiene ciertas características propias que los hacen diferenciables.7
Dentro de todo este panorama, de denominaciones de indígenas que
se corresponden con territorios de indígenas que habitan ciertos lugares
específicos que son “imágenes” y denominaciones construidas desde afuera,
308 hay un caso bastante específico en toda esta área, que es lo relativo a la
denominación de los “indios Cauquenes”. Y a partir de este caso específico
de “los Cauquenes”, intentaremos graficar lo dicho anteriormente.
Esta denominación distingue a un determinado grupo de indígenas
que habitaban entre el río Cauquenes y el estero Tutubén. En este caso la
denominación está presente desde los primeros años de la conquista espa-
ñola, cuando Pedro de Valdivia entrega a Pedro Lisperguer la encomienda
de los indios “Cauquenes”, “con sus indios y principales”, apelativo que
persiste como un distintivo aun cuando gran parte de los indios así llama-
dos son tempranamente trasladados a la estancia de Peñaflor. Es decir,
dejan de habitar sus lugares de origen.
Durante todo el siglo XVI se señala la existencia de “los cauquenes”,
o indios llamados “cauquenes” en el siglo XVII. Aquí lo interesante es que
un apelativo o una denominación dada a un grupo específico de indígenas
que ocupan un determinado territorio, permanece en el tiempo e incluso
es utilizado para denominar un pueblo de indios, un partido, un río y un
espacio geográfico.
Sin embargo, no tenemos ninguna referencia que apunte a que ésta
era una autodenominación; ningún indígena se denomina en los siglos
XVI, XVII y XVIII, a sí mismo como “cauquén” o “indio cauquenes”, lo
que podría remitir a una denominación impuesta por otros indígenas o
por los españoles.
Tampoco contamos con documentación que señale algún atributo
externo específico que lo distinga de los otros habitantes del Maule, aun-
que lo anterior no implica que eventualmente esto no haya existido.
La única alusión a un calificativo relacionado con “los cauquenes”
está en Alonso de Ercilla, quien se refiere a ellos como “gente belicosa”.8
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

Pero, como vimos, esta denominación depende del momento histórico en


el cual se encuentra la relación entre españoles e indígenas frente al avan-
ce o retroceso de cada uno de ellos.
Sin embargo, el significado de la denominación nos puede dar algu-
nas sugerencias al respecto. Cauquenes proviene del término cauqueñ, o
pato de agua dulce (bernicla poliocephala).9 Lo anterior podría asociarse al
hecho de que los indígenas que detentaban este nombre, impuesto o pro-
pio, realizaban u organizaban su vida en torno a ámbitos en donde la
presencia del agua dulce y sus recursos era gravitante, y quizás un alto
porcentaje de actividades estaba asociado a este espacio. Por ejemplo, la
caza de aves, la recolección de huevos, la recolección de totora, la extrac-
ción de tierra para hacer cerámica, etc. Podemos agregar que, en términos
geográficos, lo que se conoció en el período colonial como “distrito de los
cauquenes” está en la zona conformada por los ríos Cauquenes y Tutu-
bén, lugar rico en vegas y ríos y, por ende, profusa en todos los recursos de
ellos asociados.
Entonces, tanto el espacio en que ellos vivían como las actividades 309
que realizaban pueden considerarse como “portadores” de identidad, cons-
tituyéndose en diferenciadores a manera de “membretes” y expresados en
distintas materialidades, e incluso en una ritualización del espacio y sus
recursos.
Lo anterior lo vemos, por ejemplo, en la cerámica. Llama la atención
constatar que hasta el día de hoy la zona de Cauquenes, específicamente
la localidad de Pilén, se destaca por la producción de una cerámica muy
distintiva, tanto en su factura como en las formas que producen. Hay una
serie de formas que están asociadas a la figura del pato y a la figura de
peces fundamentalmente de ríos.10
Por lo tanto, los “cauquenes” son quizás la referencia más explícita
en el estudio a determinados indígenas que tienen un nombre que los
diferencia del resto.
Desconocemos cuáles habrán sido los códigos diferenciadores deten-
tados por ellos y percibidos por quienes los nombraron, pero creemos que
esta denominación tiene una raigambre profunda y está denotando cierta
identidad que funciona a nivel local y que no excluye en este juego de
diferenciadores el contacto esporádico y permanente con otros grupos de
indígenas y con los españoles.
Por lo tanto, vemos además de una denominación específica que
puede ser impuesta desde fuera, otra que se genera a partir de ciertos
atributos que involucran no sólo a las personas, sino también al espacio y,
asociado a eso, a las actividades de diversa índole que ellos realizan.
Finalmente, nosotros detectamos la existencia, en esta área, de de-
nominaciones que coinciden, aparte de los nombres de las provincias, con
aquellas que están en estrecha relación con el espacio que estos grupos
habitan y que son más bien genéricas.
REVISITANDO CHILE

Aquí encontramos la existencia de indios “costinos”, de indios “lab-


quenes” (de lago o mar), o de “indios isleños”. Por lo tanto, de todo un
ámbito que está relacionado en la construcción de estas identidades con lo
hídrico, ya sea lo dulce o lo salado, y de todos los recursos asociados a este
ámbito, aludiendo directamente a una territorialidad, a un espacio pro-
ductivo que puede ser expresión de una identidad local definida por el
“otro”. De esta forma, estas poblaciones deben haber generado una iden-
tidad relacionada con el hecho de darle un significado distintivo y propio
a su espacio, a las actividades que en él realizaban y los distintos rituales
que quizás estaban asociados a ellos.
Señalaré un ejemplo al respecto, para mí muy hermoso, que encon-
tré en una documentación de 1574, donde se enumera a los indios de la
encomienda de Juan de Cuevas. A más de treinta años de iniciada la inva-
sión y conquista españolas, se menciona que una de las siete parcialidades
de indios que conformaban el “pueblo de Guenchullamí”, se llamaba “par-
cialidad changos”, en directa alusión a las poblaciones costeras de este
310 territorio.
Surgen varias posibilidades. La primera refiere al hecho de que estos
indígenas mencionados como de la “parcialidad chango”, hayan perma-
necido en el espacio costero y realizado sus actividades de extracción de
recursos marinos de pesca o de caza, pero ahora destinados al encomen-
dero.
Otra posibilidad es que estos indígenas fueron trasladados desde el
espacio costero y destinados a actividades relacionadas con la agricultura
y ganadería hispana, pero que sus códigos diferenciadores permanecieron
como distintivos frente al “otro”, relacionados directamente a los espacios
costeros, a las actividades de extracción y a las actividades de pesca.
Sin embargo, desconocemos cuáles eran sus “membretes” identita-
rios que funcionaban a nivel local dentro de esta parcialidad, pero lo inte-
resante es que sigue permaneciendo la denominación, ahora reubicada
dentro de una encomienda hispana y en un sector que está alejado de la
costa, y que se sigue denotando como “chango”.
Por lo tanto, creemos que aquí quedan abiertas un montón de pre-
guntas y de posibilidades de investigación con respecto a las identidades
locales microscópicas que están funcionando en el ámbito del Maule y
que sobrepasan enormemente la denominación de “indios”, para empe-
zar, de indígena, y luego podemos establecer, a nivel microscópico, la di-
versidad y una heterogeneidad que va mucho más allá de la construcción,
por ejemplo, de lo mapuche, para esta región y que enriquecería enorme-
mente la historia no sólo local, sino también regional.

1. Este artículo forma parte de los resultados del Proyecto FONDECYT 1950068 “Etnohis-
toria del corregimiento del Maule. La población indígena y el territorio en los siglos XVI y
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

XVII”, realizado junto a las historiadoras Carolina Odone y Alejandra Vega. Quiero agrade-
cer la colaboración de la historiadora Sandra Sánchez y de Iván Pizarro estudiante de An-
tropología de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano, en la revisión y fichaje de
parte de la documentación, así como también el apoyo constante de la Escuela de Antropo-
logía de la UAHC.
2. Término utilizado por F. Barth (1976).
3. J. L. Martínez, 1992: 48.
4. Barth, 1976.
5. Olavarría, (1594) 1852: 19.
6. V. Manríquez. 1997, Ms.
7. G. Vivar (1558), 1979.
8. A. Ercilla (1569) 1974.
9. P. Valenzuela A. T. XXII: 251, 1917.
10. Visita a la zona, noviembre de 1997.

311
REVISITANDO CHILE

LA IDENTIDAD DESDE LOS SENTIDOS,


EL SENTIMIENTO Y EL SENTIDO

Fidel Sepúlveda
Filósofo y escritor

312 La poesía y el arte de vivir de una región


Uno de los fenómenos más lúcidos, profundos y verdaderos en que se
encarna la cosmovisión de una comunidad es el arte. El arte de creación
individual y el arte de creación sucesiva y comunitaria que es el folklore.
El seguimiento de la creación artística a través de la que los pueblos
objetivan su proyecto de ser-estar-en-el-mundo, pasa por rastrear su modo
de vinculación nutricia con los cuatro elementos con que la sabiduría tra-
dicional ha visto estructurado el mundo: la tierra, el agua, el aire y el
fuego. Asomarse, descifrar el modo de relación que siente el hombre con
estos cuatro elementos, nos da claves para la comprensión de su modo de
instalación en la realidad. Auscultar con qué tierra, agua, aire y fuego se
siente entrañado es poner el oído a su modo de asumir la existencia como
individuo y como comunidad.
Esto nos lleva a un segundo nivel de sondeo de la identidad que
involucra internalizar la manera de relacionarse del hombre consigo mis-
mo, con los otros que lo interpelan. Los otros internos, sus otros yoes que
en perpetuo dinamismo están buscando sus vertientes expresivas que den
respuesta a sus interrogantes vitales. Los otros externos (la pareja huma-
na, el grupo familiar, el grupo comunitario, regional, etc.), que interac-
túan y lo urgen a optar por diversas alternativas progresivas o regresivas.
Pero además está el modo de relacionarse con lo otro, entendiendo por
esto el mundo con sus realidades de medios geográfico y sociohistórico.
Finalmente, está el modo de presencia de Lo Otro, de lo trascenden-
te, de lo misterioso, perceptible con un tipo de antenas que desbordan lo
cuantitativo, experimentable materialmente.
A la luz de esta red de relaciones que nutren la experiencia del hom-
bre, es pensable que una región de un país pueda ser conocida y al ser
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

conocida pueda ser comprendida, valorada, respetada, amada. Ésta puede


ser conocida en parte esencial de su valía por la literatura, por la poesía
que produce. La emergencia de la imagen poética alumbra la emergencia
del ser que la crea. Al crear la imagen en lo que dice y en el cómo lo dice
la persona, la comunidad, la región se está creando. Seguir el modo de
ocurrencia de su creación es acompañar a su modo de nacer, crecer, desa-
rrollarse, trascenderse.
Esto nos conecta con una idea estimulante: entender la vida en di-
recta relación con la creación poética en su sentido amplio, de creación en
todo orden de cosas.
La vida desde esta perspectiva se nos revela como un proceso que
ocurre a la manera de una metáfora, o sea, como un acontecer de dos
fases. Una que consiste en desvanecer, en ir sumergiéndose en el no ser, y
la otra que es un emerger, un ir creciendo en avance a un ámbito antes no
experienciado. Esto que ocurre con la vida como perpetuo renovarse por
dentro que se objetiva en acciones día a día renovadas, renovadoras, es
iniciado por el lenguaje que va olvidando palabras, frases, motivos, episo- 313
dios y se va abriendo a términos, imágenes, símbolos, acontecimientos
que magnetizan su afán de crecimiento y renovación.
Los pueblos sabios no cortan con sus raíces. Alientan un proceso de
metabolismo integral en el que asignan crédito, confianza a la larga expe-
riencia de sus antepasados.
Esto es la tradición. No es dar la espalda al futuro y paralizarse en
una contemplación nostálgica y abúlica del pasado. Es sentirse bien acom-
pañado, miembro de una gran familia que antes de nosotros elaboró una
estrategia para hacer frente a la vida y gracias a su eficiencia el presente
está hoy concreto, ahí, aquí, en el modo de habitar, de pararse frente a la
vida, también frente a la muerte.
El desciframiento de los signos de la tradición, de la índole de su tiem-
po, de su espacio, de su acontecer, de su ser, es una obligación, intransferi-
ble de toda comunidad bien nacida. Esto posibilita que un pueblo, una
región, pueda ser capaz de sentar las bases sobre las cuales establecer una
relación armónica, crecedora, creadora entre ciencia moderna y sabiduría
tradicional, entre desarrollo del individuo y despliegue de la comunidad,
entre las prioridades de lo inmediato y las urgencias de lo mediato, entre
los desafíos de la subsistencia y los imperativos de la existencia con real
calidad de vida.

El brindis
Una afirmación reiterada, tres veces “todos estamos”. Un modo de pre-
sencia de provincia de centro sur, de experiencia de comunión encarnada
en personas, personas más allá y es más acá de la vida y de la muerte. En
estas provincias hay la experiencia de la muerte como vida. Los muertos
REVISITANDO CHILE

no están muertos y esto redime al espacio, al tiempo, a la historia de su


caducidad. El tiempo no pasa. El de los muertos no es pasado: es y está
presente. El espacio no es trozo mostrenco de inmediatez. Es retazo infini-
to, irrigado por el infinito. La existencia es experiencia de frontera, siem-
pre en umbral entre esto y lo otro, con aconteceres de aparentes ausencias
que son presencias reales, a las que se les brinda no sólo recuerdo sino
lugar en la mesa para el disfrute del pan, del vino, de la buena conversa.
Es modo de presencia que alumbra la experiencia desde la realidad
tangible pero también y especialmente desde el mundo real de los sueños.
Casa de Linares con la cara entreabierta al pueblo, con la espalda
descubierta hacia el campo, con galería alumbrada por la polifonía de flo-
res, árboles, y pájaros del jardín abierto al mundo. Casas con aire, con
horizonte de sol, luna y estrellas y cantos de queltehues y sapitos.
Casa con huerta y huerto y gallinero y una doña señora que disper-
saba sus favores a la cocina y a la mesa. Éste era un lugar donde se recata-
ba y desplegaba, creaba y criaba identidad. Doña Ema Jauch y don Pedro
314 Olmos lo sabían.
Aquí cantaba el agua, ésa que no abundaba en las tierras de rulo de
la infancia de Doña Ema. Ésas de Empedrado.

En las tierras de rulos


de los cerros costinos
medidos por la espera
de las lluvias que caen
o no llegan y la ansiedad
adivinando como
van floreciendo azules
los campos de lentejas.

Éste es el suelo no costero o costeño, como se suele decir, sino costi-


no, que es como se dice desde la identidad regional. Rulo costino transre-
gional, del Maule al norte y al sur hasta el Itata.
La temporalidad nos marca, nos impronta. A nosotros y al mundo.
“Todo era lento entonces... el río apenas caminaba”.
También llegaban lentas y trabajosas las monedas, con ritmo de pre-
cariedad.

Las monedas, hermano,


Se contaban una y otra vez
En la palma extendida
Y te doy mi palabra:
No bastaban.
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

“El más simple sueño” (y el más esencial) era “el agua”. Esta agua
que también canta González Bastías:

y por las faldas ásperas desciende


cantarina, fugaz y milagrosa
a hacerse trébol, miel y fruta agreste.
Y levanta una, y funda un verde
huerto de paz. En lo alto, en la roca,
el agua vierte, vierte, vierte.

Agua, como en el Antiguo Testamento, brotando desde la roca, en el


desierto, en el rulo. Agua de milagro que da la vida a la planta, al insecto,
a la huerta, al huerto, que fecunda casa y familia “en paz”. Que riega la
experiencia para que florezca sabiduría como discernimiento para asignar
tiempo para lo esencial. La cultura del rulo costino es cultura de una po-
breza, que no es miseria, porque hunde sus raíces en la dignidad, como
dice mi poema “Curepto”. 315
Esta cultura se dice en una poesía que busca decir lo esencial de las
cosas del mundo, del mundo de las cosas.

Poesía del privado


Territorio secreto en que las cosas
Se nombran por su nombre verdadero y adquieren
Las ocultas y esenciales
Categorías claves,
Razones para que
Agosto Augusto
Sólo se llame aromo.

Razón hecha de sentimiento, de sentido de valía, más allá y más acá


de la moda, es la que evapora esta cultura y que recoge, gota a gota, como
rocío, esta poesía.
También, razón hecha de raíces éticas y estéticas, jugando a creer
que el tener, el poder y valer, pueden llegar a ser una opción para la vida.
La vida aquí se juega como entrevero y alianza de justicia y astucia, de
engaño que abre camino a la verdad. Así el cuento “El que tiene plata
hace lo que quiere”, oído en mi infancia en Cobquecura, y recogido por
Yolando Pino en Parral, y donde la economía no señorea sino que sirve a
la vida, donde la música llama a la vida y es la llave que abre la clausura,
posibilitando el encuentro, donde el tener dinero reconoce que no lo pue-
de todo, donde el poder reconoce que no lo puede todo, donde el amor
reconoce el valer de las personas que desde el amor, lo pueden todo. Todo
esto desde la clave de la sabiduría de una viejecita que siempre andaba
REVISITANDO CHILE

pidiendo alguna cosita para la vida. Estas cositas, como las aguas de rulo,
en la viejecita florecen una sabiduría que no se da en el palacio del rey ni
en la casona del joven nuevo rico. Cuento éste entre la línea ética del
héroe que se hace desde la coherencia integral y la astucia jocunda de
Pedro Urdemales, que por algo nació en las riberas del Maule.
La fina ironía de doña Ema que en el cuento es jolgorio desenfadado,
debiera ser contrapesada por la razón hecha desde el goce de vivir “cho-
rreando vino y sentimiento” de Pablo de Rokha.
La epopeya de las comidas y bebidas de Chile es un canto a la vida, donde
toda la precariedad que pudiera registrarse desde la cultura material y
desborde desde la cultura espiritual, donde el misterio de la encarnación
canta sus experiencias más inefables, donde el goce aparentemente más
elemental y rudimentario se revela cima de refinamiento y delicadeza. La
epopeya bebe su fuerza y su finura, su altura y su hondor de esta cultura
que se manifiesta prodigiosamente viva y poderosa.
La alianza de la vida con la poesía da como fruto de revelación de
316
que lo más valioso de la cultura es la identidad, y que ésta se crea y se cría
desde el útero materno de la madre mujer y de la madre tierra. Ellas le
forman el estómago y con ello, el corazón para bien sentir, base del buen
discernir. La cocina y la mesa son el laboratorio y el altar donde se confor-
ma y consagra la humanidad del hombre. “La epopeya” es un canto argu-
mentado, como en una infinita conversación de sobremesa, que aborda el
ritual más apreciado y resistente del pueblo chileno. La misa del chileno
es la mesa donde ocurre la comunión del cuerpo y el alma del hombre con
el cuerpo y el alma del mundo, del pan y del vino, de la tierra y el agua,
del aire y del fuego, con que se celebran bautismos, casamientos y funera-
les, la vida y la muerte, persona, familia, comunidad.
Quien piense en gastronomía no ha entendido nada. El poema no es
para gusto de gourmet. Es poesía en que se exprimen las esencias más
populares de lo popular con adjetivación y adverbialización magnificado-
ra. Esta magnificación va avanzando a la veneración, a lo sagrado. El poe-
ma es un connubio de la carne y el espíritu. Tierra y hombre están en
trance de consumación, lo humilde y precario tiene la vetustez de lo pa-
triarcal, la vetustez y la grandeza. Esta vetustez sacra está entregada en un
ritmo reiterativo y envolvente que acopia materiales y los transmuta en
sangre poética que vitaliza toda la forma. Una continua antropomorfiza-
ción destila vitalidad y gracia. Conjunción de aliteraciones, consonancias
o asonancias internas asocian evocaciones y convocan presencias.
Esta epopeya amalgama el tono normativo con el argumental y lau-
datorio como en dilatada sobremesa que discurre sobre los manteles bor-
dados de la chilenidad. Con ello se está logrando plenamente la categori-
zación de lo chileno-cotidiano-coloquial, regional.
Se trata de una forma en que el léxico rotundo y pleonástico, el rit-
mo acezante y desenfrenado va incorporado una hilera de nombres pro-
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

pios anodinos, de lugares escondidos e insignificantes, de condumios y


potajes “ordinarios” y localistas, y con todo, y por eso, es la poesía chilena
que ha calado más hondo en la peculiaridad de lo chileno y desde esta
peculiaridad cala en lo permanente humano. Aquí comida y bebida son el
elemento catártico que genera situaciones, y las situaciones conflictos y
los conflictos esencias. Y ¿qué le pedimos al arte sino que a través de su
razón arracional nos entregue, objetivado y vivo, lo entrañadamente hu-
mano?
Esto está, y en forma eminente, en Pablo de Rokha.
El espíritu de cada uno de los rincones de este “país de rincones” y el
espíritu de la identidad en el pasado y presente y desde éstos en el futuro.

317
REVISITANDO CHILE

CHILE, UN PAÍS DE RINCONES: LA REGIÓN DEL MAULE

Javier Pinedo
Profesor del Literatura

318 L a pregunta por la identidad del Maule se enlaza con un horizonte ma-
yor: la cultura latinoamericana, que se ha presentado a sí misma como
algo propio y diferente a la moderna. Es decir, una cultura menos capita-
lista, menos laica, menos científica, menos democrática; más religiosa, más
familiar, más artística y femenina, más centralista en lo político, entre otros
aspectos.
En este sentido, hablar de identidades en América Latina ha signifi-
cado levantar una posición de lo alternativo, desde cuestiones étnicas has-
ta políticas, económicas y culturales. Identidad significa emancipación pues,
al tomar conciencia de la propia identidad y valorizarla, se produce un
proceso de autoaceptación y, por tanto, de desarrollo personal.
De lo anterior surge una perspectiva habitual al analizar las identida-
des, es la oposición local/universal, muy antigua en América Latina y que
se ha expresado en el arte, la cultura, la literatura, señalando que hay un
mundo externo y otro local, diferente, propio.
Por ejemplo, en el prólogo escrito por Gabriela Mistral (“Contadores
de patrias”) a la segunda edición del libro de Benjamín Subercaseaux,1
señala: “cuando escribimos en la América con pretensiones de universali-
dad, suele parecerme un vagabundaje sin sentido, un desperdicio de la
fuerza y un engaño infantil de nuestras vanidades criollas”.
Es un escrito fechado en Petrópolis, Brasil, el 27 de febrero de 1941.
Hace 61 años. Antes de la guerra mundial. Otro mundo. Gabriela llama a
contar el propio lugar de nacimiento, la patria chica. Gabriela, informada
de lo que sucede en las letras americanas, escribe en el contexto de las
ideas dominantes en América Latina: el arielismo.
En muchos textos, al describir a la Región del Maule, se recurre a
una “memoria común”, conservada entre los habitantes, que guarda cier-
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tas simbologías e imágenes en las que se reconoce una identidad: el cam-


po, las cuatro estaciones bien marcadas, los volantines en el cielo, las abun-
dantes cosechas, los payadores. También, la batalla de Lircay, Manuel La-
rraín diciendo que la nueva catedral la levantó con la plata de los pobres y
las promesas de los ricos. Los historiadores Francisco Antonio Encina, Ri-
cardo Donoso. La cueca, el abandono por parte del Estado que ayuda siem-
pre a los extremos (Arica, Punta Arenas) sin ver que aquí están los peores
índices. Los apellidos, el lugar donde vivió O’Higgins de niño, y donde se
firmó el acta de la Independencia. Para algunos más leídos, Juan Ignacio
Molina, Carmen Arriagada.
Nosotros seleccionamos algo de esa memoria y la transmitimos, re-
forzando algunos de estos aspectos a las nuevas generaciones. Es decir,
hay una invención del pasado, al que se agrega aquello que se desea. Al-
gunos historiadores insisten, por ejemplo, en una visión militarizada de la
región, que se observa en la frecuencia con que se ligan personajes naci-
dos aquí en batallas, o bien la instalación de pequeños y viejos cañones en
las plazas de provincia, la formación de “bandas de guerra” en ciertos co- 319
legios. La nostalgia del cuartel fundacional.
La nuestra es una cultura que se inserta en el Valle Central, con el
que compartimos muchos aspectos comunes. Un contexto agrícola, rural,
con similares problemas económicos y sociales. Y, sin embargo, no hay
consenso.
La idea de que la cultura del Maule pertenece al Valle Central no es
nueva. Un buen observador como Benjamín Subercaseaux reconoce la
existencia del Valle Central, un amplio espacio que se extiende, dice, ro-
deado de montañas por el este y el oeste, a lo largo de “siete grados”, es
decir, desde La Serena hasta Concepción. Y en su interior, lo que denomi-
na “Donde el Valle central se inicia con sus ríos y sus sorpresas”, o bien
“Donde empieza la parte agrícola, que algunos confunden con Chile”,
“Donde cantan los árboles y los pájaros de mi tierra”.
Al estudiar Chile, Subercaseaux tiene una idea muy clara del Valle
Central y de sus ciudades desde Santiago hasta Chillán, a las que ve como
un “collar (…) que mantiene el hilo sólido del ferrocarril central”.
En este Valle Central, Subercaseaux describe finamente un paisaje,
una emoción o un rostro:
en una región de campos dormidos; de largas avenidas de álamos; de
toscas viviendas de campesinos y caminos polvorientos, que bajan
hasta los arroyos en una noche vegetal que les inventan los sauces.
Al fondo, la cordillera medio nevada modula sus tonos de rojo ladri-
llo al violeta. A veces, parece vibrar de tanto espacio entre el vaho
azul de sus quebradas, tras el álamo amarillento, como en los malos
cuadros que se venden en las librerías inglesas.
La mirada pasa luego al personaje principal del lugar:
REVISITANDO CHILE

Es en ese decorado que vive el guaso. Él es cruel y supersticioso. Sus


amores son callados y gozan de una gran promiscuidad. Monta en
pequeños caballos peludos y resistentes, y como jinete no hay otro
igual. Habla poco, y cuando lo hace, no contesta directamente a las
preguntas. Sus actitudes pueden aparentar la bonhomía, pero, en
general, esconden una gran astucia y una profunda desconfianza.
Ama y defiende a su patrón como se defiende a sí mismo.
Subercaseaux va de la descripción neutra a la admiración, y luego a
la crítica.
Toda concepción identitaria propone una mirada épica y otra antiépi-
ca. En nuestro caso, la primera se basa en que existe una identidad nacional
y el Valle Central es la raíz de esa identidad y donde mejor se expresa. Aquí
está el origen: las tradiciones, las leyendas, los personajes, y muchos ele-
mentos emblemáticos que han terminado por extenderse al resto del país.
Es una propuesta dominante: la mirada gloriosa, que señala que nada
hay mejor que el terruño propio, y las pruebas son muchas: abundante
320
naturaleza, mucha y buena literatura, historia, pintura, paisaje. Pero tam-
bién un discurso que por elogioso se vuelve idealizador, al glorificar el pasa-
do y enaltecer el presente. En el límite, nos encontramos con la opinión de
José Martí: “Cree el aldeano vanidoso que el mundo entero es su aldea”.
Esta visión da origen a una antiépica: nuestra identidad, la del Valle
Central, aplasta a otras regiones. En Arica se quejan de que nada tienen
que ver con rodeos, copihues, espuelas, o sauces llorones. En el desierto
más seco de la tierra no crecen, naturalmente, los sauces llorones. Tienen
razón: hemos impuesto nuestra identidad, con la misma fuerza con que el
Estado se expandía en la construcción de un territorio nacional común.
Pero, también en el propio interior de la región surgen voces críticas.
La antiépica afirma que no hay nada que pueda probar una identidad
local; o peor, que sólo se detectan rasgos negativos. Una región de bajos
índices económicos que nunca logra el desarrollo ni la modernización. La
antiépica destaca las causas de ese fracaso. Otros se quejan de la lejanía, el
abandono, la pequeñez de la dimensión cultural.
Alejandro Venegas, Tancredo Pinochet Lebrun, Francisco Hederra
Concha y muchos otros que mantienen una idea viva de la región, han
expresado estos comentarios críticos. Decir, por ejemplo, que Talca u otras
ciudades del centro representan una “cultura de la ausencia”, de lo que no
hay. No hay una historia importante, no hay cultura precolombina, no
hay ningún edificio eclesiástico o académico colonial; tampoco republica-
no. No hay parques, bibliotecas, calles escondidas, plazas ocultas al vaivén
cotidiano. El paseante no encuentra un café misterioso, una calle peato-
nal, sorpresivamente, un mercado, una iglesia. Talca, París y Londres es
una broma simpática, pero también cruel.
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

Lo que se encuentra son ciudades planas, de casas una igual a otra, y


en las que casi no hay peatones que disfruten la ciudad: lo que hay es la
ciudad como un espacio de tránsito entre un lugar y otro: la casa, el traba-
jo. En el lugar de la más alta cesantía lo que importa es tener trabajo. No el
goce de la ciudad ni de la cultura.
Una de las críticas de Subercaseaux al Valle Central y que extiende a
Chile es que es un país eminentemente agrícola o mejor que “resultó his-
tóricamente agrícola”, debido a la ausencia de otros sistemas de vida posi-
bles: ausencia o escasa actividad minera, ausencia de industrias y comer-
cios, todo llevó a la urgente necesidad de cultivar la tierra para sobrevivir:
“A ella (a la agricultura) se dedicaron (los conquistadores y los nativos), y
aquí estamos todavía sufriendo de este delirio agrícola que sirvió a Chile
para formar una raza lenta y perezosa, junto con una clase dominante y
otra sometida, sin ninguna posibilidad de nivelación ni homogeneidad”.
A partir de aquí, Subercaseaux manifiesta su desamor con la estructura
social del Valle Central: “Este hecho, lo confieso, no me hace simpatizar
con el campo chileno. Cada hacendado tiene un tono, una virtud familiar 321
y una seguridad que me hacen penosa su frecuentación. Su afabilidad es
exagerada y un tanto ‘perdonavidas’”.
La crítica continúa:
Por otra parte, adivinamos algo innoble y ambiguo en la actitud hu-
milde del inquilino, hipócrita a todas vistas. Las mayores ‘virtudes’
de la familia chilena han sido elaboradas en esta cohesión indestruc-
tible de la hacienda, donde el jefe del clan reúne en torno suyo a
todo el bloque familiar y lo distribuye a sus hijuelas vecinas. Hay
familias que casi abarcan una provincia entera. Así surgieron el do-
minio autoritario, el oscurantismo, los prejuicios, el espíritu de tribu
y de partido, y toda la ‘larga y estrecha faja de incomprensión’ que tanto
retardó la evolución social y espiritual de Chile (…) No, decidida-
mente el campo chileno no cuenta con mi simpatía.
Nuestra aproximación a los temas de la identidad es todavía super-
flua y vaga, y gira una y otra vez sobre los secretos amores de Carmen
Arriagada y Juan Mauricio Rugendas, la vida de Juan Ignacio Molina, la
Batalla de Lircay y una larga lista de prohombres, nacidos aquí, que con-
tribuyeron a construir la patria desde antes de la época republicana. Mu-
chas veces, sólo nombres.
Queda por descubrir el sistema de fundaciones de ciudades durante
el siglo XVIII, o la economía de las haciendas durante el XIX, las tertulias
y la vida social de los salones de 1850, el ciclo triguero, el inicio de la
industrialización a principios del XX, la lenta incorporación de las clases
medias, la literatura de Mariano Latorre, la industria naviera del Maule,
los inicios de la Reforma Agraria y sus consecuencias sociales posteriores,
el pensamiento de Manuel Larraín y Raúl Silva Henríquez, la revolución
REVISITANDO CHILE

agrícola de los años ochenta. Y todavía la economía y formas de vida de


los pehuenches o promaucaes, el mundo minero de Rancagua, los guana-
yes, la constitución de la vida republicana. En general, todavía se evita la
investigación profunda y se vuelve a los peligrosos lugares comunes.
En fin de cuentas, de lo que se trata es de fomentar una identidad
que evite las miradas “paralizantes”, que detienen el desarrollo social y el
espíritu crítico. A su vez, hay que evitar un desarrollo que destruya la
identidad. Una identidad es una memoria histórica, un determinado uso
del lenguaje, un reconocimiento de la propia cultura como algo vivo. La
identidad no es una clase magistral, sino algo que se vive todos los días. La
identidad se baila, se piensa, se juega, muchas veces se maldice y se regre-
sa a ella. A partir de esta identidad se hacen elecciones en cuestiones labo-
rales, artísticas, sentimentales, políticas y otras.
Esta dinámica concepción de la identidad se aproxima al propio sím-
bolo de la Comisión Bicentenario: el número doscientos, de doscientos
años de Independencia. Pero si observamos con atención vemos la estrella
322 brillando sobre un dos azul, y luego dos ceros rojos que se transforman en
el símbolo del infinito. Bicentenario son doscientos años, pero que van y
vuelven, uniendo pasado, presente y futuro y de nuevo, en un movi-
miento permanente, pues justamente así son las identidades sociales:
móviles, permanentes, cambiantes. Celebrar el Bicentenario es celebrar el
pasado, pero también un espacio a construir.
Si Chile es un país de rincones, como decía Mariano Latorre, ahora le
corresponde a estos rincones darse a conocer, pues parece evidente que
las regiones deben ser la base del desarrollo económico, de la diversidad
cultural y los desafíos macrorregionales que deberemos enfrentar en el
futuro.

1. Benjamín Subercaseaux, Chile o una loca geografía (Santiago: Editorial Ercilla, 1940).
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LO IMPORTANTE ES TEJER, ZURCIR

Pedro Gandolfo
Filósofo y escritor

T ratando de inspirarme, la semana pasada emprendí una caminata fre- 323


cuente en mi niñez y mi adolescencia, hacia los cerros que modestamente
se empinan frente a la casa de mis padres en el Valle de Colín que corres-
ponde, ferroviariamente hablando, a la primera estación, hoy clausurada,
del Ramal Talca a Constitución.
En mi infancia y juventud, allá por los años sesenta y setenta, partía
con una pequeña mochila, atravesaba los deshabitados y gredosos potre-
ros del otro lado de la línea del tren, hasta llegar a la falda del primer cerro.
Allí, suavemente, recurriendo ya a las primeras naranjas de mi provisión,
ascendía hasta llegar a un roquerío romántico, unos peñascos que se alza-
ban como la proa de un navío naufragando y que, aunque no era necesa-
rio, me gustaba escalar.
Otras veces escogía un camino más áspero que, pasando por una
gran patagua y por un tupido caje de espinos, conducía a los socavones de
un par de minúsculas minas de cobre, ya hace tiempo abandonadas. En la
cima del primer cerro, a unos quinientos metros, cerro modesto, uno po-
día entregarse a la contemplación del pequeño Valle de Colín, no especial-
mente diferente a muchos otros valles que se descuelgan de la cordillera
de la Costa. Por eso me atrevo a traerlo como ejemplo.
El observador podía hacer descansar la mirada en un paisaje bastante
ordenado, con chacras cuadriculadas, más bien pequeñas, como un verde
tapiz humilde de esos que hacen en el campo con retazos de distintos
géneros, o se tejen con las sobras de madejas diferentes.
El valle se alargaba estrecho entre los cerros y el río Claro, realzado
por la cordillera de los Andes, que surgía lejana, y alzándonos paradójica-
mente nosotros a la altura de ella y no a la inversa. Al medio, a chaparra,
apenas divisábamos Talca.
REVISITANDO CHILE

Desde esa primera parada, el paseo transcurría por los cerros, a veces
ascendiendo, otras bajando a quebradas profundas y húmedas, bordean-
do el camino a Querquel, una dirección más que un destino.
El paseo lograba su punto culminante después de unas buenas tres o
cuatro horas al llegar a un promontorio justo antes de descender a la ha-
cienda La Esperanza en cuyo extremo se disfrutaba de un magnífico pano-
rama. El Maule a nuestra izquierda, ya crecido por el Loncoquilla, venía a
converger a lo lejos con el claro en la puntilla de Linares de Perales, antiguo
embarcadero hacia Constitución. Pues, frente a nosotros un cerro macizo
y cubierto de vegetación nativa abajo milagrosamente respetado por este
gran señor río, un pequeño viñedo. Allí merendábamos, metidos en este
promontorio los mayores que nos acompañaban intentaban una siesta y
nosotros revoloteábamos por un extraño jardín ni tan amigable ni tan
agresivo, en el cual convivían los cactus, el traicionero litre, el boldo, los
espinos y el chaguar.
Mi viaje de la semana pasada fue un tanto distinto, no sé cuánto. Por
324
de pronto, para llegar a aquellos cerros desde donde contemplábamos el
Valle del Colín, o la confluencia del Maule con el Claro, me valía de auto.
No sólo se trata de que yo he cambiado, como ya lo dijo Eráclito hace
muchos siglos. Ciertamente estoy menos ágil, más perezoso y ansioso por
llegar ya luego y, por tanto, incapaz de saborear de un paseo, pero tam-
bién los espacios mismos están muy transformados. Colín dejó de ser un
pueblo de poco más de mil habitantes, como lo era en la década de los
setenta y pasó a tener hoy más de cinco mil. Los potreros deshabitados y
gredosos desaparecieron. Hoy lo sustituyen urbanizaciones miserables o
inexistentes, y cultivos de tomates bajo grandes naves de plástico. No se
puede pasar, hay casas, o mejor dicho ranchos, rejas, alambrados, perros,
no senderos. Para acceder a la parada de mi antigua caminata debía abrir
portones, atravesar un fiero enrejado y hacer caso omiso a una adverten-
cia que prohibía la entrada.
Desde la cima del cerro, la vista había cambiado bastante; poco o
nada del paisaje cuadriculado de chacras verdes de distintos tonos, apare-
ció ante mi mirada. En cambio, decenas de naves grises alineadas aquí y
allá para el cultivo del tomate. Los enormes invernaderos de plástico. Y la
ciudad de Talca, horizontal, siempre avanzando hacia nuestro modesto
Colín, el cual a su vez se desborda como si ambos estuviesen concertados
en toparse y fundirse.
Los cerros mismos estaban desnudos, el espino casi el último de sus
abrigos, había sido explotado meticulosamente como recurso forestal.
Tomé de nuevo el auto y recorrí una ruta que está también transfor-
mada. Bosques de pinos sustituían a mi derecha la antigua flora del lugar,
una especie de mermelada verde, hermosa en algún sentido, había sido
derramada, parecía presta a saltar el camino y continuar deslizándose ha-
cia el otro lado.
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

El promontorio, magnífico mirador, permanecía allí al parecer incó-


lume. Atravesé las rejas ya un poco angustiado para ir al encuentro de lo
que restara de aquella arcadia de mi juventud.
Allá abajo corría el Maule. Sí, aunque languidecente y estropeado,
en busca del Claro, también estropeado. Yo lo sabía. El cerro del frente era
una mole rasada de pinos. Abajo, formando un triángulo impasible frente
al paso de los años, el antiguo viñedo. Quizás por esa quietud extemporá-
nea es que mi cuerpo se movió y fue a recorrer un trayecto bastante difícil,
descendí por un sendero en fuerte declive y después de un buen rato lle-
gué a la casa de adobe, también casi la misma donde en mi juventud iba a
buscar lo que ahora de nuevo buscaba, vino.
Con una amabilidad similar a la de antaño, una señora María, tan
enjuta como vivaz, que podía ser la misma señora María de hace veinte
años, me ofreció un tinto que pareció un néctar y que bebí con sed de
camello. Vivía acompañada de un hijo bastante perezoso y alcoholizado,
con un marido ausente por décadas. A través del marco de la puerta vi un
televisor encendido, a José Miguel Viñuela tratando de seguir el ritmo axé 325
del grupo Porto Seguro. La tevé permanentemente encendida era una
grata compañía en esas soledades. Sus ojos brillaron cuando me contó de
la oferta que había recibido por su parcela a cambio de la cual pensaba
comprarse una casa tipo galilea en la población Coline Cinco en Talca.
Me retiré ya al anochecer, cuando las cosas, ayudado por el vino,
adquirieron una brillantez epifánica.
En 1907, Risopatrón –en su célebre diccionario toponímico de luga-
res– definió Colín del siguiente modo:
Colín, aldea de corto caserío distribuido principalmente en una pro-
longada calle, cuenta con servicio de correos, escuela, ferrocarril, tie-
ne hermosas quintas y feraces (¿?) terrenos en su alrededor, que
producen excelentes frutas y legumbres, y verduras y vinos, y se en-
cuentra a setenta y seis metros de altitud en la magia (¿?) sur del
curso inferior del Río Claro, a doce kilómetros al sudoeste de la ciu-
dad de Talca. Es el camino al embarcadero de Perales.
Me pregunto yo ahora: ¿qué elementos persisten en común entre
estas descripciones? ¿Es en algún sentido el mismo Colín de 1907 que
describió Risopatrón, el de los años 1960 y 1970 que yo describí dulzo-
namente con todo lo que tiene esta descripción a partir de la nostalgia?
Y este Colín del 2002 que acabo también de describir, con un poco con
rabia.
Poniendo entre paréntesis la subjetividad a mi relato, la pregunta
por la identidad de Colín, del Maule o de yo mismo, tiene sentido como
una comparación entre términos móviles. En el mundo, los entes ideales,
la identidad tal como indica Aristóteles, significa la absoluta mismidad, la
congruencia extrema entre dos términos, el famoso “A es igual a A”. Pero
en el mundo de los entes reales, la identidad es más útil de ser pensada
REVISITANDO CHILE

como analogía o semejanza entre términos dinámicos en el tiempo y en el


espacio.
Estoy convencido, como muchos otros, no alego en absoluto origina-
lidad sobre la idea de que estos términos tienen que ser fijados, acotados,
delimitados, ya que natural y empíricamente no lo están, son producto de
una conexión de preferencia y decisiones múltiples. Una realidad cultu-
ral, histórica, incluso jurídica.
La Región del Maule, una subregión o localidad de ella, como mi
Colín, no tiene identidad en sí misma. Corresponde a un género de elabo-
ración en otra palabra, un discurso, un relato.
Creo también que siempre está la tentación de adherir a una concep-
ción que podríamos llamar fuerte de la identidad, la cual afirma que existe
un relato o discurso originario, inamovible, esencial, auténtico, oficial,
frente al cual los que vengan con una lógica binaria se adecuan o no, de
tal manera que haya o no haya identidad, persiste o no persiste.
Desde ese ángulo, ya el Colín de mi infancia y juventud había perdi-
326 do alguna parte su identidad respecto al definido por Risopatrón, no había
ya servicio de correo, no era ya el camino al embarcadero de Perales.
¿A título de qué puedo sostener que esos rasgos son esenciales y
prescindibles en su identidad? Tiendo a pensar, por lo tanto, a contrapelo
de la nostalgia dulzona de mi recuerdo de Colín, porque obviamente yo
quisiera poner ese relato como el relato original. La identidad es un relato
que debemos ir tejiendo permanentemente, lo importante es tejer y zurcir
(me quedo con la imagen del mantón ese formado por fragmentos con reta-
zos). Lo importante es tejer, zurcir, recoger los elementos, incorporar, im-
pedir que el tapiz simplemente se deshilache. A lo mejor, aunque me due-
la el alma, en ese tapiz sea preciso incluir el bosque espeso y monótono de
pinos, alguna versión del ritmo axé y la vía hábitos y valores de pobreza
suburbana de población, tan distinta a la pobreza rural de otros tiempos.
Pobreza que tenía una dignidad que en ésta que vi, que se me cruzó entre
mi camino, ya no existía.
Creo, en fin, que los cuentistas de ese relato deben estar permanen-
temente tejiendo. Los que mantienen la urdimbre son, en primer lugar, y
antes que nadie, los artistas. Ellos, los artistas plásticos, los poetas, los na-
rradores, los músicos, son los que tienen el ojo, el oído, la sensibilidad, la
capacidad de observación para recoger los elementos y hacer una nueva
combinación que reconozcamos como nuestra.
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EN LOS MITOS NOS SOMOS

Guillermo Blanco
Periodista y escritor

N o soy experto en nada. Desde ahí –desde esa vasta inexperticia– voy a 327
intentar mi aporte sobre el tema. Va a ser, inevitablemente, un enfoque
personal. Los inexpertos necesitamos hablar a partir de experiencias que
gozamos, padecemos, sentimos, o aun soñamos. No medimos la realidad,
como algunos expertos. La vivimos, conservamos sus huellas. Los perros
nunca explican sus vueltas de perro: las dan. Y las darán por algo.
Contaré lo que aquí cuente o recordaré lo que recuerde en función
de la identidad local, con la esperanza de que sirva y con un miedo fuerte
de que no.
A propósito: el miedo es buena puerta para entrar en materia. Mis
cuatro abuelos españoles y después yo, viajamos por el miedo y “descubri-
mos América” en Talca. Me los imagino trayendo un miedo vivo en su
interior. No temer a lo desconocido es no entender. A medida que mis
abuelos, como tantos inmigrantes, aprendían los lugares, a la gente, die-
ron vuelta la tortilla: vivieron la muerte de su miedo.
Un compatriota suyo, Pedro de Valdivia, tenía en su escudo familiar
el lema:
La muerte menos temida da más vida.
Son importantes los miedos esenciales. Los judíos hablaban del “te-
mor a Yahvé” como una forma de respeto, no de pavor ni de recelo.
Los primeros miedos que recuerdo estaban en el campo. En el cam-
po, el atardecer y la noche son criaderos de fantasmas. Difuminan los per-
files de las cosas. Para un niño –y a veces también para los campesinos–,
los árboles se disfrazan de animales, o de ogros. El viento, agitando las
hojas, insinúa palabras pronunciadas con sordina, que ayudan al misterio.
En su raíz, la palabra misterio alude a labios que se cierran. El griego
miei significa guardar algo en secreto.
REVISITANDO CHILE

El campo maulino (seguramente igual que otros) era un enigma gi-


gantesco. ¿Qué voz era aquella que hablaba entre las ramas? ¿Quién las
hacía moverse como brazos? ¿De qué presencias estaba hecha esa enorme
soledad que caía de pronto sobre el mundo?
El miedo, a veces, era un concreto y real escalofrío en la espalda. O la
sensación física de “ponerse los pelos de punta”. Pero también producía
una aceleración casi eléctrica de la vida. Temer era vivir con mayor fuerza,
mayor intensidad.
En eso consiste el miedo vivo: en vivir más el momento o la expe-
riencia. El miedo muerto es el recuerdo que hereda aquel que lo ha vivi-
do. Una especie de recuerdo triunfal. Yo creo que encontré los dos miedos
en el silencio bipolar del campo. Silencio de paz, por una parte; y por la
otra, silencio de asechanzas, peligros, amenazas.
Uno estaba en presencia del misterio igual de indefenso y de ingenuo
que el más primitivo de los hombres primitivos: ésos que necesitaron bau-
tizar lo oculto para convivir con él. A una luz entrevista o entreimaginada
328 –o ambas cosas–, los campesinos le llamaban fuego fatuo. Un pájaro que
cruza la oscuridad y emite un sonido inusual es el Tuetué. El Tuetué, en
mi recuerdo, era terrible: quien escuchaba su canto amanecía muerto.
Sentíamos la amenaza ya al caer la tarde.
Había otros mitos. Mythos, en griego, significa a la vez cuento y discur-
so: lo que discurre, o sea, circula por la mente o las palabras. Incluye las
ideas de narrar nuestra experiencia y de explicarla. Unimos el contar eso
que no entendemos, con un esfuerzo (discurrir) para explicarlo y ojalá
para explicárnoslo. El mito (en el sentido de discurrir sobre lo externo)
implica esfuerzo de la razón frente los labios a los que el misterio obliga a
estar callados.
Definirse ante lo misterioso, lo que nos es desconocido –el mundo,
en buenas cuentas–, es una forma de forjar la propia identidad, el yo de
cada cual. Yo soy el que teme a eso o aquello, yo soy el que lo goza, lo
ama, se asombra. Y el que tema, a lo que tema, el que goce o ame o se
asombre, es lo que refleja el rostro interno del yo.
A estas alturas, es bueno recordar que los mitos no nacen de igno-
rancia, como a menudo creen los ignorantes de los mitos. Son un primer
paso que lleva a la ciencia y la conciencia del mundo.
En nuestra zona se dieron circunstancias especiales que explican una
suerte de mitología común, que es muy vital. No exclusiva, desde luego.
Ahí está, por ejemplo, la leyenda del chucao, el pájaro secreto que pocas
personas hemos visto. Tiene un canto peculiar, con eco incluido. Si uno lo
oye por la derecha, dicen que es buena suerte. Si por la izquierda, mala.
¿Típico de la zona? ¿Típico chileno? Para nada. En Europa hay otros
pájaros con igual leyenda, que viene desde algunos siglos antes. En el
México de los aztecas también hubo chucaos con diferente nombre.
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

Pero eso no invalida el que el mito, de hecho, sea nuestro. Es nuestro


si lo creemos. O si, aun dudando, lo disfrutamos, lo acogemos con la son-
risa de afecto escéptico con que se escucha a un niño. Los griegos no sen-
tían mucha fe –y por cierto no mucho respeto– hacia sus dioses. Les diver-
tían sus historias. Solían invocarlos medio en broma. Sin embargo, ¿cómo
negar que Zeus, Atenea, Hefestos formaron parte activa de sus vidas?
La historia de la Calchona parece tener raíces reales. La oí desde niño:
en los alrededores del puente que aún funciona, un salteador de caminos
se envolvía en plumas para asustar a sus víctimas. El Patas de Hilo, menos
célebre, también animó la infancia de nuestra generación: otro pillo inge-
nioso que infundía pavor apareciendo entre los árboles sobre unos zancos
y rugiendo el clásico:
–¡La bolsa o la vida!
Tal vez no haya existido una persona que fuera el Patas de Hilo. Su
mito podría muy bien ser importado, igual que tantos otros. Pero –de nue-
vo– el hecho de creer en él dio al personaje una realidad no menos fuerte
que la realidad real. Si cualquiera de ellos hubiera existido, podría tener 329
domicilio en un bosque concreto. Como mito, en cambio, quizá en cuán-
tos lugares penará al mismo tiempo. Quizá en cuántas noches vive, en
cuántas mentes medrosas.
Él y la Calchona, y la influencia del chucao, fueron reales en la medi-
da de las reacciones que provocaban en quienes creyeron. Y también, por
cierto, en la medida en que sus proezas o maleficios divertían a los incré-
dulos.
En lo que quiero insistir es en esto: hay un algo común a nuestra
zona (aunque no sea menos común a distintas maneras en distintos luga-
res), y ese algo es la cercanía de la tierra. Somos zona de campesinos.
Cuando yo era niño, apenas se notaba el paso entre la ciudad y el campo.
Aun en las calles sentíamos tierra viva al alcance de la piel. Podíamos
tocar nuestro país, nuestro planeta.
Ya digo: descubríamos América aquí, en los árboles, los ríos, la cordi-
llera, los rincones.
Fue lo que antes hicieron mis abuelos. Estos íntimos descubridores
llegaron acá como Colón: de España. Se enamoraron de Chile con el amor
que existe entre los novios. El amor de todo inmigrante que echa raíz en
un lugar y resuelve quedarse. Amor fresco, vital, siempre sorprendido aun
del simple hecho de que lo amado exista. Ésta es una zona de gente de la
tierra y también de inmigrantes. A los naturales se añaden los recién des-
cubridores.
Descubrir no es encontrar algo que todos desconocen: es ver la ma-
ravilla, reaccionar con asombro porque algo se le revela a uno. Nada es
como es y punto. Existe la necesidad del mito, de aquella cosa irreal en
que creemos hasta el punto de hacerla real.
REVISITANDO CHILE

Hay por ejemplo –o había– el mito de que la nuestra era comarca de


jinetes. Lo recogió el lenguaje que se habló o que aún se habla. Saber un
tema es estar a caballo en él. Cada cual tiene su modo de apearse (y el modo de
apearse sugiere identidad). Abusar es echar el caballo encima. El que ayuda a
otro lo lleva al anca. Al impulsivo hay que traerlo con la rienda corta. El
taimado se chanta. El irritable corcovea. El altivo no aguanta pelo en el lomo.
¿Que ninguna de estas frases nació en nuestra zona? Como en el
canto del chucao, el origen da igual. Son nuestras: las usamos. Debí decir
las vivimos. Un mito puede nacer falso; o mejor dicho, imaginario. Pero su
estar ahí, su influencia en las personas, le da una realidad quizá más fuer-
te que la real.
Llegamos a Don Quijote. A esa canilla suya enterrada en la Plaza
Mayor de Talca. No es ni siquiera un mito. Es una especie de chiste, una
burla a la vanidad talquina.
No puedo callar qué hermosa me parece esta burla que se convierte
en elogio involuntario. ¡Tenemos a Don Quijote! Es nuestro. Podemos
330 darles envidia a París y a Londres. El caballero más conocido de la historia
yace en Talca, aunque sea sólo una parte de su anatomía. Que no existiera
es un detalle. Los mitos se abanican con eso. No nació siendo verdad, y sin
embargo, él mismo y sus fieles han conseguido que llegue a serlo.
Influye más en el mundo que Alejandro Magno, Julio César, Napo-
león, porque los sobrevive en el alma de la gente.
Don Quijote y el quijotismo, y las quijotadas, forman parte de nues-
tra vida diaria incluso. Incluso sin haber leído el libro, los hemos hereda-
do. Su experiencia está viva en muchas palabras que decimos aunque no
las leyéramos ahí. Influyen en nosotros esas hazañas suyas que jamás fue-
ron, y el sabor de los refranes. No sólo ocurre en Talca: también en el resto
del mundo, donde se acaba de elegir el libro de Cervantes como el mejor
de la historia.
Alguien pensará que Don Quijote no pertenece de veras a la comar-
ca. Quizá si en la Región del Maule haya pocos que tomen en serio este
mito mordaz. Quizá sea sólo un ejemplo pintoresco de ilusión, quimera,
utopía, o humorada... Difícilmente de fe. Nadie lo cree.
Tal vez, creyendo sin creer, sintamos más adentro el Tuetué inhibi-
dor que la canilla inspiradora. Pero a lo mejor tampoco estamos tan lejos
de albergar, sin saberlo, un espíritu quijotesco de raíz profunda. Pienso en
los faluchos maulinos, que llegaron hasta las costas de Perú, Ecuador, Ca-
lifornia. ¿No empezó siendo una simple quijotada la idea de construirlos y
ofrecerlos ¡tan lejos!? ¡Faluchos de madera, chilenos, atravesando el Pací-
fico! Pero, ¿a quién se le ocurre?
Construir un puerto en Constitución fue pelear con molinos de vien-
to. No fracasó, en cambio, aquella idea loca del tren de trocha angosta que
aún recorre las orillas del Maule. Ni el casi olvidado y precursor ferrocarril
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

de Villa Alegre. ¿Quijotadas? Eleuterio Blanco, uno de mis abuelos, sem-


bró arroz en la zona de Curicó.
–¡Arroz, en Chile! –los cuerdos meneaban la cabeza–. Ése es cultivo
de chinos. Por aquí no se da.
¿Más quijotadas? Cuenta don Francisco Hederra que allá por 1823,
Talca se declaró independiente. Y casi un siglo después, también desde Tal-
ca, echó a volar sus sueños Alejandro Venegas, el sorprendente e incisivo
“doctor Valdés Canje” que, según dicen, para entrar en la realidad solía
disfrazarse (de criatura real, probablemente). Él nos soñó otro Chile, quizá
pariente cercano de la Ínsula Barataria.
No sigo. Tal vez me acusen del delito de creer en serio que los talqui-
nos, por ser talquinos, somos quijotescos. O que somos más quijotescos
que los quijotes de otros lugares. Es posible que no llevemos la delantera
a nadie. Pero, a mi edad, con mi experiencia, a uno le cuesta contener una
mezcla de sueño, ilusión, chifladura o delirio. Quizá no seamos aún quijo-
tescos, aunque naturalmente lo hayamos sido en algunas circunstancias.
Quizá sí, en una de éstas, el halo de la ilustre Canilla salga a pasear por 331
nuestras mentes y nos embarquemos en... No pregunten en qué. Dejemos
libre a la Imaginación.
Teresa de Jesús la llamaba La Loca de la Casa.
Merecería ser talquina.
REVISITANDO CHILE

CHILE EN EL CRUCE DE IDENTIDADES DEFENSIVAS


Y EXCÉNTRICAS

Cecilia Sánchez
Filósofa

332 1. Las identidades defensivas y sus otros


Para pensar en términos de “revisitación” y en las claves de sus preguntas
aquellos significados cambiantes de las identidades chilenas, cruzadas por
la multiplicidad de sus figuras regionales, es preciso evitar ciertos fanatis-
mos totalizadores. El peligro es reducir la noción de identidad a entidades
sustantivas, regidas por principios de cohesión espiritual, o bien asimilarla
a la figura de sujeto cuya fachada homogénea enmascara realidades que no
tienen nombre. En mi opinión, una conversión adecuada de este término
sería traducirlo a modos colectivos de ser; ya que como modo, la identidad sería
variable y mezclada, sin poder eternizarse. Los modos o maneras colectivas
que me interesa rememorar se refieren a identidades tanto nacionales como
de proveniencia regional (especialmente del Maule), cuyo predominio en
períodos del siglo XX ha sido evidente. Ellas han inscrito sus matrices,
símbolos y supuestos en signos metafóricos condensados en ciertas formas
de decir y escribir, en preferencias temáticas, quejas, estilos y modalidades
de humor; todas señales de un habla en la que una comunidad (se) pien-
sa. En este sentido, una identidad se configura a través del tiempo con
diversos elementos que terminan siendo una manera de llegar a ser más
que de ser.
A partir de las consideraciones señaladas, quiero comenzar recordan-
do la puesta en escena, políticamente reprochable, de un tipo de identidad
militar, movilizada por mecanismos de reflejos invertidos y de símbolos ce-
rrados que tienen violentos efectos de exclusión. Algunas modalidades de
identidad defensiva (en particular las que mencionaré) han sobrevivido hasta
el día de hoy de manera flotante en ciertos sectores de la comunidad.
En la modalidad defensiva, se cobija la noción de “raza”, empleada
por Nicolás Palacios en su calidad de médico profesional y admirador de la
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

teoría de la evolución de Darwin, según evidencia en su libro, Raza chilena


(1904). Su intención en el escrito citado fue evaluar a la sociedad chilena
con los presupuestos endógenos de un tipo de nacionalismo excluyente.
La revisión efectuada discrimina al inmigrante de origen latino, acusado
de ser el culpable de degenerar la originaria y autóctona raza chilena de
carácter patriarcal, cuya matriz es godo-araucana. El exponente de esta
matriz sería el “roto chileno”, cuyo rasgo más decisivo, según recalca Jor-
ge Larraín, es su “aptitud militar”.1 El carácter racista de su enfoque se
expresa también en el empleo de un vocabulario de sesgo machista, pues
figura en su matriz el presupuesto devaluado de lo femenino o “matriar-
cal”, identificado como “bastardo” o “extranjero”. Un año antes, D.B. Vi-
cuña Subercaseaux había publicado un libro en París que envió a Miguel
de Unamuno para su comentario, con el sugestivo título de Un país nuevo
(Cartas sobre Chile). En éste, de profusa fe patriótica, la figura del roto chi-
leno aparece magnificada, quizá por primera vez. Al respecto señala, “el
roto chileno pasa por el mejor soldado del mundo”. Con ironía, Unamuno
reconocerá en esta actitud de espartano belicismo y de obstinada autoafir- 333
mación, un estilo común al de los “vascos”, su región en España, diciendo
que Chile bien podría ser un invento vizcaíno tan original como la Com-
pañía de Jesús. Asimismo, Subercaseaux quiere compensar el desprecio
por la literatura y la debilidad de este género entre los intelectuales chile-
nos, con el entusiasmo por la escritura histórica y por el carácter más
sobrio de la ciencia. Ante tales preferencias y pretensiones, Unamuno re-
acciona con un pesado tono crítico al exclamar: “¿Ciencia sin imagina-
ción? –pensé– ¡valiente peste!”.2
En una matriz similar cabe incluir un acontecimiento militar, cuyo
desenlace ha dejado una marca imborrable en el cuerpo de la ciudadanía
chilena. Es el golpe militar de 1973, adscrito en un comienzo al gesto de
restauración de una identidad propiamente chilena. Más adelante trataré
de qué manera este significado defensivo y de restitución derivó, poco
después, en la apertura económica de Chile al mundo globalizado. Dicho
giro incide en las demarcaciones geográficas y simbólicas de las regiones y
del país respecto de su lugar en el mundo, vuelto a significar por el nuevo
modelado económico y las identidades que lo acompañan.
Acerca del significado defensivo de la identidad nacional, me atreve-
ría a decir que quien ha explicitado de modo más elocuente el primer
motivo ideológico del golpe de Estado ha sido el primer rector de la Aca-
demia de Ciencias Pedagógicas (ex Pedagógico y actual Universidad Me-
tropolitana), Fernando González Celis. En su discurso fundacional de la
nueva institución pedagógica, explica que ésta responde a la renovación
cultural que la Junta de Gobierno dictó en su primer Decreto Ley, cuya
misión es “el resguardo y defensa de la integridad física y moral de la
nación y de su identidad histórico-cultural”. Éste finaliza afirmando que
REVISITANDO CHILE

lo que vinieron a defender las Fuerzas Armadas es la “identidad perma-


nente del ser nacional chileno”, fundada en los principios de “la cultura
occidental cristiana y los del legado patrio”.3
Los resguardos defensivos adoptados en uno y otro caso, poseen una
peligrosa condición, se fundan en reflejos invertidos. La identidad refleja es
relacional, no es nada por sí misma pues supone un otro para que, por opo-
sición o contraste, permita resaltar una determinada forma, valor, afirma-
ción o principio. El enemigo o extraño a quien es necesario oponerse o
expulsar es, según Palacios, el inmigrante. En el caso de la dictadura, el
disidente político. En ambas situaciones, la identidad es monolítica y cerrada.
Por definición, no puede dejar abierta ninguna posibilidad de intromisión,
aunque necesite del extraño para configurarse en su ademán defensivo.
Respecto de la identidad cerrada o recelosa ante la invasión, Octavio
Paz ha esbozado una compleja descripción de lo que él, en vez de identi-
dad, nomina “máscara”. De modo análogo a Chile, las “máscaras mexica-
nas” comparten repliegues y reticencias ante la amenaza que puede herirle.
334
Aun en el discurso, esta resistencia se revela bajo silencios o alusiones vela-
das, similar al habla del “huaso chileno” que, según Javier Pinedo, es una
extrapolación de la figura señorial rural a la del campesino pobre, quien
“prefiere oír más que hablar”.4 La cerrazón ante el mundo, estudiada por
algunos historiadores en virtud de la condición de aislamiento geográfico
de Chile, es desarrollada por Paz desde los significados de lo femenino
como “abierto”, en contraste al signo “hermético” de cierto tipo de mascu-
linidad.5
En el contexto de esta doble metáfora masculino/femenino, es posi-
ble rememorar la afirmación de Mario Góngora relativa a la “imagen gue-
rrera de Chile”, predominante entre los siglos XVIII y XIX. El historiador
afirma que antes que los elementos administrativos, eclesiásticos o educa-
cionales del despotismo ilustrado, sería la militarización y su disciplina la
que enfatiza un “sello soldadesco” vivido por cada generación en las gue-
rras que se sucedieron en el siglo XIX. La figura simbólica de dicho patrio-
tismo, dirá Góngora, es Arturo Prat.6 Recordemos que en la actualidad, un
sector de la sociedad chilena reaccionó en defensa de este imaginario pa-
triótico al realizarse una obra de teatro que, como se dijo, ponía en cues-
tión la masculinidad del prócer.
En oposición a la identidad refleja que se autoafirma sobre la base de
la expulsión de un otro que puede menoscabarlo,7 quisiera subrayar que
no hay cultura o identidad cultural sin una cierta excentricidad consigo o
respecto de sí, abierta a una variedad de orígenes, de recepciones de tradi-
ciones heterogéneas, las que, en determinado momento del tiempo, se
hacen llamar lo propio.
En lo que se refiere al tema de la región, su espacio necesariamente se
inscribe o legitima también como reflejo invertido de un centro: la capital,
en este caso. Si bien cabe enfrentarla desde la perspectiva del mismo cuer-
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

po o espacio en el que habita la gran política, su pequeña escala trastoca la


lógica del centro, se descentra, pues allí surgen todo tipo de iniciativas que
tienden a interpelar al centro.
El estilo de pensamiento descentrado al que me referiré, se hizo pre-
sente en un conjunto heterogéneo de textos que en las primeras dos déca-
das del siglo XX irrumpe en Chile con una fuerte repercusión en la esfera
de la política. Se trata de una forma de reflexión y de crítica social orien-
tada a la observación de fenómenos patológicos, cuya elaboración corres-
pondió a pensadores de la provincia o, si se quiere, del “Chile íntimo”,
expresión empleada por Venegas en el título de su libro, uno de los auto-
res que citaré a continuación.

2. Las identidades excéntricas y sus centros


Enrique Mac-Iver, Alejandro Venegas y Francisco Antonio Encina, forma-
ron parte de las elites de provincia y de las capas medias que recién co-
menzaban a emerger en los comienzos del siglo XX. Ellos tienen la parti-
cularidad de haber sido residentes o avecindados en la que hoy se rotula 335
“Región del Maule”,8 situación que marca un estilo reflexivo que, situado
en ella, tiene como referente al país.9
Al igual que en el ya citado Nicolás Palacios, el tipo de racionalidad
positivista empleada en sus escritos, propiciará un modo de análisis de la
sociedad equivalente al que efectúa un médico cuando se instala frente al
lecho de un enfermo cuyo cuerpo presenta síntomas de enfermedades orgá-
nicas y psicológicas. La palabra escrita aparece allí para curar, salvar o resu-
citar mediante el mágico acto de nombrar una determinada situación de
menoscabo. Esta operación (en el doble sentido de la palabra) parte del
convencimiento de que la enfermedad no viene de modo imprevisto; es
consecuencia de un acto criminal o de actitudes negligentes en el cuidado
de la salud. En unos casos, el crimen o la negligencia la encarna una clase
social, una cultura, una raza o bien determinados hábitos de comporta-
miento.
En su libro Discurso sobre la crisis moral de la República (1900), Enrique
Mac-Iver toma en préstamo la figura del médico para señalar los “vicios”
con el fin de “corregirlos”. Su palabra médica la divulga primero en un
discurso, pronunciado en El Ateneo de Santiago, el 1 de agosto de 1900.
Los males referidos van desde el aumento de la criminalidad, los proble-
mas de la educación, falta de relevo de los grandes hombres de letras,
científicos y profesionales, escasez de espíritu de empresa, entre otros. Al
momento de identificar las causas de dicha situación, se pregunta, al igual
que Encina poco después, ¿se trata de la raza, del funcionamiento de las
instituciones o de la economía? El “remedio” recomendado en ese mo-
mento consiste en que la opinión pública pueda convertirse en voluntad
política.
REVISITANDO CHILE

A diez años de los dichos clínicos de Mac-Iver, aparecen los de Ale-


jandro Venegas. Para poder ejercer su palabra de médico rural, se enmas-
cara tras el pseudónimo “Dr. Julio Valdés Cange”, defendido, además, por
el título de “Doctor” al momento de describir los síntomas tanáticos de la
malograda salud de la vida republicana chilena. Su escrito se articula en la
forma de cartas que hizo llegar a quienes él, metafóricamente, tilda de
“cumbres” (los presidentes Pedro Montt y Barros Luco). Más tarde recopi-
ló las enviadas a este último en un libro que fue dado a conocer bajo el
sugerente título, Sinceridad. Chile íntimo de 1910, apelando de este modo a
las “cumbres” vigentes en el Primer Centenario de la Independencia que
toleraban sin inmutarse la sobrevida del enfermo.
Venegas asocia la “crisis” del poder político y el consiguiente empo-
brecimiento de las clases más pobres en beneficio de las altas, al momento
de la Guerra del Pacífico. La narrativa que efectúa se enmarca en la expe-
riencia de sus viajes por el Chile “profundo”, abierto ante quien transita y
conoce con el cuerpo propio los diferentes oficios y estamentos que con-
336 forman al país “íntimo”. Los viajes y trabajos realizados por Venegas a
través de Lota, Curanilahue, el interior de la Araucanía, Coquimbo, Ata-
cama, los hizo durante sus vacaciones y –como cuenta Molina– a “costa
del miserable sueldo que recibía”.10 Al momento de viajar, usa un artifi-
cioso disfraz (teñido de rubio) por temor a ser reconocido y expulsado de
su cargo de vicerrector del Liceo de Talca, sanción que se cumplió poste-
riormente. Con su indiscreta vista fija apegada al cuerpo, no deja pasar
detalle. Puede leer el lenguaje del enfermo a través de sus síntomas, desde
donde deduce la receta adecuada: un “antiséptico” que pueda remediar
algunos de los numerosos problemas enumerados. La solución es acabar
con el autoritarismo y la corrupción de las clases dirigentes y de la Iglesia.
En favor de la democracia, pide sufragio universal, incluyendo el voto
femenino.
En el libro de Francisco Antonio Encina, Nuestra inferioridad económi-
ca (1911), Chile es medido por la vara del progreso europeo y el de la
América del Norte y es diagnosticado de “enfermo crónico”. Más que mé-
dico general, Encina es una suerte de psicólogo social que describe rasgos
y comportamientos que tienen un diagnóstico deplorable: apoltronamiento
más que iniciativa, carencia de perseverancia, aprecio por la fortuna que
viene de golpe en una aventura extraña que precipita una carrera tras
tesoros ignotos, conducta heredada de los conquistadores ibéricos. El ata-
vismo de la aventura, al igual que la continua práctica militar, aparece
relegando el trabajo metódico que exige la industria moderna proclamada
por los positivistas ingleses por él leídos.
Los autores mencionados comparten, sin gran conciencia, un tipo de
nacionalismo modernizante. En ningún momento se refieren a sus pro-
vincias de origen. Aunque es un implícito, podría decirse que la región le
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

indica al país el modo en que puede llegar a sanarse, ayudada por una
mirada que al saberse lejos del centro quiere agregar la parte que falta.
Tradicionalmente, la provincia ha sido entendida como el lugar del Chile
“íntimo”. Su cuidado ha sido ocultar sus menesterosidades, perversiones
o desvaríos. También se la ha hecho vivir bajo la condición de patio trasero
del país en el que, a modo de trastos, se ocultan las heridas y barbaridades
nacionales.11 Esta vez, sin embargo, de pacientes, los provincianos quisie-
ron manejar el poder farmacéutico del médico. Este pensamiento de la resti-
tución hace visible un deseo de centro, ocasionado por lecturas que hacen
del progreso, como antes de la civilización, la receta que llena el vacío. Un
vacío que es, como puede apreciarse, puramente referencial.
Si los “médicos” regionales de comienzos del siglo XX apelaban al
centro capitalino con los códigos de una modernidad letrada, sin distinguirla
muy claramente de la modernización; el Chile postindustrial, proclamado
por el neoliberalismo de la era militar y de la transición, se supedita a las
reglas de la economía vigentes en el mundo desarrollado, simbolizadas por
las cadenas de comida rápida Mac Donald’s, los malls y las tecnologías que 337
devoran fronteras naturales traducidas a distancias virtuales. Estas unifor-
mizan al antiguo centro y a las regiones en un espacio económico conti-
nuo, a la vez que parodian las formas de vida norteamericana que lidera
tal matriz. No por ello han dejado de existir las identidades, pero su peso
simbólico se inscribe ahora en las mercancías, algunos de cuyos mejores
ejemplos son el vino chileno, el turismo aventura y étnico.

1. Jorge Larraín, Identidad chilena (Santiago: Lom, 2001), p. 148.


2. Miguel de Unamuno, “Un libro chileno sobre Chile”, en Obras Completas, Tomo IV (Ma-
drid: Escelicer, 1966), pp. 844-848.
3. Fernando González Celis, “La academia y la cultura nacional”. En Academia N° 4, 1982.
4. Javier Pinedo, “Identidad en la Región del Maule. Reflexiones e imágenes sobre el tema”.
En Universum N°14, Universidad de Talca, 1999, p. 164.
5. Octavio Paz, “Máscaras mexicanas”. En El laberinto de la soledad (México: Fondo de Cultu-
ra Económica, 1986).
6. Mario Góngora, “Chile, tierra de guerra”. En Ensayo histórico sobre la noción de Estado en
Chile en los siglos XIX y XX (Santiago: Editorial Universitaria, 1990).
7. Freud le llama a esta actitud de desdén y agresividad, en especial en contra de las comu-
nidades vecinas, “narcisismo de las pequeñas diferencias”. Se trataría de una forma cómoda
de desviar las tendencias agresivas hacia el vecino o el extraño para lograr la cohesión de la
comunidad. Ver Sigmund Freud, El malestar en la cultura (Madrid: Alianza Editorial, 1993),
p. 56.
8. No es posible obviar la molesta carga política que rememora la noción de “región” debi-
do a que su uso fue ordenado bajo el gobierno de Augusto Pinochet. La acepción que quiero
darle aquí pone énfasis en el aspecto cultural de este término más que en el geográfico, dado
que permite enlazar el pensamiento de intelectuales de Linares (Francisco Antonio Enci-
na), Talca (Alejandro Venegas) y Constitución (Enrique Mac-Iver).
9. Acerca de los autores señalados y sus estilos de escritura crítica, ver Cecilia Sánchez, “La
sociedad chilena en la escena del médico de provincia”, en Universum N° 14, Universidad de
Talca, 1999.
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10. Enrique Molina, “Cartas a don Pedro Montt –Sinceridad– revuelo que levanta este libro y
calvario de su autor -valorización de Alejandro Venegas”, en Atenea Nº 426-427, dedicada al
pensamiento de Enrique Molina en el centenario de su nacimiento, Concepción, 1972, p. 83.
11. La denominación de “patio trasero” ha sido empleada tanto para referirse al continente
o a la provincia, designando casi siempre una forma de jerarquización estratificada o de
subdesarrollo, convertida en una metáfora extraída del estilo de la arquitectura colonial
cuyo patio trasero corresponde a las habitaciones de la servidumbre, de los esclavos o al
lugar donde se guardan u ocultan objetos en desuso o bien secretos vergonzosos para la
imagen plena del primer patio.

338
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V. EL BÍO-BÍO

Concepción 339
La ciudad ancha y señora
no trasciende a filisteo;
manso en su pecho de parques
y su fluvial solideo.
Visitada del Espíritu,
toma igual dichas y duelos
y los pinares aroma
su elán y su entendimiento.

(Gabriela Mistral en Poema de Chile, 1985)


REVISITANDO CHILE

340
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EN TORNO A LA IDENTIDAD HISTÓRICA


DE CONCEPCIÓN

Leonardo Mazzei
Historiador

P ara presentar, en una breve síntesis, cuál ha sido la evolución histórica 341
de la identidad regional de Concepción, es necesario remontarse al mo-
mento de su fundación. Es muy conocido que en el proyecto colonizador
de Pedro de Valdivia, Concepción sería el centro de la gobernación, pro-
yecto abortado con la muerte del jefe conquistador y el posterior abando-
no de la ciudad, que sería reconstruida en su emplazamiento en el valle de
Penco en 1558.
Tiempo después, se estableció en Concepción la primera Real Au-
diencia con carácter de gobernadora, pero tal establecimiento fue de corta
duración. Sin embargo, la Audiencia inauguró un régimen de funciona-
rios rentados, encabezado por los corregidores, con lo que el orden estatal
empezó a desplazar a las formas señoriales que hasta entonces habían
prevalecido. Fue desde Concepción, pues, que empezó a configurarse in-
cipientemente el orden estatal.
Cabe recordar la tesis expuesta por Mario Góngora en su Ensayo his-
tórico sobre la noción de Estado en Chile. Tesis polémica que en su momento
originó posiciones encontradas. El argumento central de ella es que el
“Estado es la matriz de la nacionalidad: la nación no existiría sin el Esta-
do”. Góngora plantea que un primer elemento constitutivo de este cons-
tructo fue el rasgo guerrero: “Chile tierra de guerra”. Desde Arauco, este
rasgo se proyectaría al resto del país y perduraría hasta el siglo XIX.
Sean acertados o no los planteamientos de Góngora, desde la pers-
pectiva regional de Concepción, el hecho de ser tierra fronteriza enfatizó
su fisonomía guerrera durante el siglo XVI y bien avanzado el XVII. En la
ciudad se conformó el Ejército Profesional, que no logró frenar el ímpetu
mapuche en la guerra de Arauco, pero acentuó el carácter castrense de la
ciudad y la zona, la llamada “capital militar del Reino de Chile”. El cuerpo
REVISITANDO CHILE

militar estimuló la producción de suministros agrarios y pecuarios para la


manutención de las tropas, pero esta demanda tuvo mayor impacto en la
economía de la región central del país. Así, el Ejército parece haber sido más
bien un enclave que contribuyó a reforzar la economía del centro. De este
modo, una coyuntura propicia para la región se transformó en la realidad
en un factor coadyuvante al temprano centralismo.
En todo caso, resulta evidente que la impronta militar surgió como
un primer elemento identitario en la historia regional. La guerra continua
que se prolongó activa hasta pasados los mediados del siglo XVII, marcó la
inestabilidad del dominio. Pero la misma precariedad hizo que se tuviera
que recurrir a diversos expedientes para asegurar el sustento. El principal
de ellos fue la esclavitud de los indígenas; la venta de una “pieza”, como se
les llamaba, representaba unos 400 pesos, equivalentes a unos seis meses de
sueldo de un capitán de infantería. Era “el negocio de la guerra”, como lo
ha titulado el historiador Sergio Villalobos. No es extraño entonces que la
esclavitud fuese una suerte de economía alternativa. Una ciudad que ba-
342
saba una buena parte de su sustento en una economía ilícita, espuria,
difícilmente podía aspirar a transformarse en “civitas”, en un centro civi-
lizador y ordenador de la vida urbana. Los indios esclavos eran enviados
al centro del país, reforzando la mano de obra en esa zona y menos en
Concepción. Una proporción importante de los indígenas de trabajo en
Santiago estaba constituida por los prisioneros traídos de la guerra de Arau-
co. Desde esta perspectiva, el expediente de la esclavitud aportó también
al centralismo.
La última gran rebelión indígena estalló en 1655. Las culpas recaye-
ron en el gobernador de entonces, Antonio de Acuña y Cabrera, por los
excesos en la esclavitud cometidos por parientes. El gobernador fue de-
puesto, en un acto inédito, por el Cabildo y pueblo de Concepción, mate-
rializándose así el famoso lema colonial “Viva el Rey, muera el mal gobier-
no”. A la angustia provocada por la rebelión, se sumó la derivada del
terremoto del 15 de mayo de 1657, el segundo de un largo historial sísmi-
co: Concepción ha tenido por lo menos un terremoto en cada siglo. Los
efectos destructores de los sismos conformaron un segundo elemento fun-
damental en el identitarismo histórico regional.
Así se fue fraguando una mentalidad de precariedad, signada por la
guerra y por los embates de la naturaleza. Se fue asumiendo la situación
fronteriza que, aparte de los fragores bélicos, ofrecía una faceta más ama-
ble en el intenso intercambio mercantil con los indígenas, que fue in cres-
cendo a medida que declinaba la guerra; también en el contacto humano,
que provocó el fecundo mestizaje. Aparecieron los tipos humanos fronte-
rizos como los intérpretes o lenguaraces, los comisarios de naciones, los
capitanes de amigos y otros.
Con la guerra surgieron los mitos y leyendas identitarios. La leyenda
de la Virgen del Boldo, que decidió la batalla de Andalién. La de Llacolén,
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la hija de Galvarino, que sumida en el dolor por el amor se lanzó a la


laguna para ahogarse. Y así muchas otras que se fueron perdiendo de la
memoria colectiva por la acción del modernismo.
En los albores del siglo XVIII nos encontramos con una ciudad dis-
tinta; la ciudad militar dejó paso a una de carácter civil. En este tránsito,
un primer capítulo lo constituyó el contrabando francés. Concepción fue el
centro de estas operaciones que convulsionaron todo el tráfico mercantil
colonial en el Pacífico, aunque fueron de corta duración, entre 1700 y 1715,
porque la estrechez del mercado produjo pronto la saturación. Sin embar-
go, los franceses introdujeron refinamientos en las costumbres domésticas
y muchos se quedaron: Pradel, Vicur, Vilubrón, Morigandais y Pinochet,
entre otros, conectándose con las familias de la elite local.
La ciudad y su economía crecieron en la primera mitad de ese siglo,
pero dos nuevos terremotos con salida de mar patentizaron que la preca-
riedad no estaba dispuesta a ceder terreno. Fueron los de 1730 y 1751;
este último determinó el traslado al valle de la Mocha, que demoró más
de trece años, haciéndose efectivo sólo en 1764. Fueron aquellos años de 343
disputas enconadas y de disolución social, que contribuyeron al retraso.
Sin embargo, la llegada de los inmigrantes vascos, que se proyecta-
ron desde el comercio a la propiedad territorial al rematarse las propieda-
des de los jesuitas expulsados, significó una reactivación económica. Se
conformó una elite de comerciantes terratenientes, cuya figura más promi-
nente fue el vasco José de Urrutia Mendiburu, que llegó a formar una de las
mayores fortunas del reino. Guardando las proporciones de épocas, podría-
mos decir que representó un tipo de empresario schumpeteriano, lleno de
iniciativas, como el proyecto de unir comercialmente al puerto de Talca-
huano con el de Cavite en Filipinas, que fue desechado por las autorida-
des centrales.
El impulso económico fue frenado por las guerras de la Independen-
cia, puesto que la región fue el escenario principal de estas luchas. Resulta
por lo menos curioso señalar que, aunque algunos de los más importantes
ideólogos y líderes independentistas, Martínez de Rozas, O’Higgins y el
radicalizado fraile Antonio de Orihuela eran de la región, la mayor parte
de los mercaderes-terratenientes regionales fue decididamente proclive a
la causa realista.
Y mientras en el centro la Independencia se afianzó, en la región las
luchas continuaron con la denominada Guerra a Muerte. La resistencia
realista y junto con ella el bandidaje, continuaron sumamente activos y
estrechamente aliados; tal es así que las nuevas investigaciones demues-
tran que los consumados bandidos Pincheira de la historiografía tradicio-
nal, utilizaron la acción bandolera también como un medio para la defen-
sa del rey. Y apareció nuevamente la leyenda, que nos dice (o más bien
decía, porque la globalización no está para leyendas insensatas) que:
REVISITANDO CHILE

todas las mañanas antes que salga el sol se siente cerca del recinto
una carreta, que entre el ruido de sus pesadas ruedas y sollozos de
algunas mujeres, pasa llevando el tesoro de los bandoleros Pincheira,
que nadie sabe donde quedó. Todo termina cuando el sol aparece
(leyenda recogida por Oreste Plath).
La prolongación de las luchas independentistas tuvo como conse-
cuencia una desventaja de inicio en la economía de Concepción, con res-
pecto al centro y al norte. Aun más, el terremoto de 1835, llamado “la
ruina”, asoló una vez más a la zona. Pero justamente el mismo año de “la
ruina”, empresarios británicos y norteamericanos comenzaron a impulsar
la molinería del trigo, que tuvo su centro en la antigua caleta del Tomé y
que sacó a la región del marasmo económico en el que la sumieron las
guerras de la emancipación. Durante el auge molinero de mediados del
XIX, con la demanda de California y Australia, por Tomé salía casi el 70%
de las harinas nacionales.
Fue en esa época que se produjo la “Revolución de 1851”, que ha
344 sido interpretada tradicionalmente como un movimiento que revistió un
carácter regionalista frente al centralismo, una última manifestación del
regionalismo penquista. Cabe preguntarse si realmente fue así, porque
desde la perspectiva económica, la región estaba fuertemente vinculada al
centro, ya que la colocación de las harinas en el mercado externo era
realizada por las casas comerciales de Valparaíso. Esta vinculación y de-
pendencia económica, hace difícil entender el movimiento de 1851 como
expresión del regionalismo. Tal vez la hermenéutica nos podría llevar a
interpretarlo como una prolongación local de la pugna política en el cen-
tro. Se necesita, pues, una mayor profundización en este problema.
Volviendo al plano económico, digamos que el ciclo de apogeo fue de
corta duración. Sin embargo, por entonces empezaban las explotaciones
carboníferas en el golfo de Arauco. Matías Cousiño instaló en Lota el que
fuera considerado el más moderno centro productivo del país en el siglo
XIX, con técnicos y hasta obreros especializados extranjeros y con la intro-
ducción de la maquinaria a vapor por primera vez en la economía chilena.
Se formó una identidad local, el mundo del carbón, con empresarios,
técnicos y funcionarios extranjeros y, sobre todo, el trabajador y la familia
popular del carbón, cuya vida transcurrió en medio de la pobreza, la insa-
lubridad, la promiscuidad y el hacinamiento.
Las condiciones de trabajo eran muy duras, y la muerte rondaba con-
tinuamente la faena. Eso acentuó las enfermedades sociales como el
alcoholismo, la delincuencia y la prostitución. A pesar de su cotidia-
neidad precaria o quizás justamente por ello, los obreros del carbón
desarrollaron una dignidad a toda prueba y constituyeron por más
de cien años uno de los pilares fundamentales del movimiento obre-
ro chileno. Fue característico de ellos la creación de redes sociales y
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culturales que le han dado a esa área un sello particular (Alejandra


Brito y Leonardo Mazzei, “Ensayo histórico acerca de la identidad
penquista”, inédito).
En el transcurso del XIX, Concepción fue perdiendo su carácter fron-
terizo, que le daba un histórico sello regional, tendiendo más bien a identi-
ficarse con el progreso económico prolongado desde el centro a la región.
Hacia fines del siglo, la economía regional de Concepción parecía
afianzada. En 1900 se produjeron unas 600 mil toneladas de carbón. La
molinería reverdecía con la captación del trigo de la Araucanía. Hubo tam-
bién un temprano proceso de industrialización, siendo la Refinería de Azú-
car de Penco, el establecimiento más importante. En el sector financiero
se habían fundado los bancos regionales: el Banco Garantizador de Valo-
res del Sur y el Banco de Concepción, de más larga duración.
Entrado el siglo XX se revierte el ciclo económico y vuelve, en sus
primeras décadas, la decadencia. Talcahuano, por ejemplo, deja de ser puer-
to exportador de trigos y harinas y se convierte en importador de estos
productos. En la zona carbonífera, en 1920, la inestabilidad económica 345
llevó a los obreros a efectuar su primera huelga prolongada.
En esos años de situación económica adversa se produjo un hito de
primera importancia en la historia regional: la fundación de la Universi-
dad de Concepción, en 1919.
El contexto en que la Universidad surgió está marcado por la exis-
tencia de una situación económica crítica debido a las repercusiones
de la Primera Guerra Mundial. Hubo intranquilidad con respecto al
futuro de la región. A ello se sumó un precario estado sanitario, con
constantes epidemias de escarlatina, viruela, tifus, etc., que hacían
más evidente la carencia de profesionales y servicios médicos ade-
cuados (Brito y Mazzei, op. cit.).
Fueron los sectores medios ilustrados de Concepción, pertenecientes
en alto porcentaje a las logias masónicas, los que impulsaron la creación de
la Universidad y, junto con ella, la de un Hospital Clínico Regional. “Nacía
entonces una Universidad pluralista, sin carácter partidista, confesional o
parcial y, por ello, desde sus inicios hizo suyo el lema ‘Por el Desarrollo
Libre del Espíritu’” (Augusto Vivaldi, “De la Universidad, la ciudad y los
rectores”). Contribuyó también a la fundación de la Universidad la de-
manda de personal calificado por parte del sector fabril.
La manufactura empezaba a cobrar un nuevo brío, con la industria
textil que se desarrolló primero en Tomé, extendiéndose al poblado de
Chiguayante y a la propia ciudad de Concepción. En Penco progresaba la
industria de la loza y en Lirquén la de vidrios planos. Pero la transforma-
ción de Concepción en centro de desarrollo industrial se produjo en la
etapa del Estado desarrollista y empresario, que hizo de Concepción uno
de sus focos principales, con la instalación de la planta de la Empresa Na-
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cional del Petróleo (ENAP), la IANSA (Industria Azucarera Nacional) y la


siderúrgica de la CAP (Compañía de Acero del Pacífico) en Huachipato,
que a su vez incentivaron la instalación de otras industrias.
El desarrollo manufacturero y la presencia de la Universidad, produ-
jeron importantes cambios sociales, que se expresaron en un proceso de
movilidad social, al tener los hijos de obreros la oportunidad de proyectar-
se a la educación superior. Creemos que en esta etapa del Estado desarro-
llista y empresario, un rasgo fundamental de la identidad regional fue,
precisamente, esta movilidad social. Lo que, por cierto, no implica desco-
nocer que se mantuvieron, mantienen e incluso han aparecido bolsones
de pobreza, en la áreas rurales (por ejemplo en Quirihue, Ninhue y Tre-
huaco) y en la alicaída zona del carbón.
Al desarrollismo siguió el esquema económico neoliberal. Se impone
el principio liberal de las “ventajas comparativas”, lo que afectó a varias
industrias de la zona: las textiles de Tomé y la industria de la loza en Pen-
co. En cambio, tomaron impulso algunas áreas económicas de desarrollo
346 incipiente, como la actividad forestal y la industria de la harina de pesca-
do, sector este último que está hoy sumido en una etapa de aguda crisis.
En la actualidad las principales actividades productivas, mercantiles
y financieras son ejercidas por grandes empresas extrarregionales o trans-
nacionales. Un solo ejemplo, el antiguo e identitario Banco de Concep-
ción, fundado en 1871 por terratenientes locales, devino en Corp Banca,
entidad perteneciente a un consorcio norteamericano.
Producción, patrones de consumo, mitos, leyendas y tradiciones lo-
cales, se van diluyendo en el eficientismo del mundo globalizado. El pro-
blema es qué hacemos por y para recuperar las identidades locales y regio-
nales o, de otro modo, la alternativa es resignarnos a claudicar frente a la
globalidad triunfante, a renunciar a nuestra identidad, a perder nuestra
propia dignidad.
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IDENTIDADES PENQUISTAS: LUGARES Y CARACTERES

Roberto Hozven
Profesor de Literatura

T al vez la ciudad sea el único lugar donde nos encontramos a diario cons- 347
truyéndonos ambientes madurados al tamaño de nuestra vida y fantasías.
Un “ambiente” es una atmósfera favorable para la eclosión social de nues-
tra intimidad, una “picada” urbana, y no ya sólo comestible, que se “dis-
fruta por el número reducido de personas que están en el secreto del dón-
de, cuándo y cómo” (define el Diccionario ejemplificado de chilenismos, de
Morales Pettorino). Hay ciudad allí donde un conjunto de ciudadanos se
descubren solidarios en usos, costumbres y secretos recíprocos; esto los
torna conciudadanos. Luego, no hay designación objetiva para el ciudada-
no, sólo la hay por reciprocidad: “es ciudadano mío aquel para quien yo
soy su ciudadano” (escribe Emile Benveniste). Esto hace de la ciudad un
lugar de encuentros escogidos, a la vez cómplices y esquivos: sólo en ella
–si tenemos energía– podríamos llevar varias vidas a la vez. Aunque así
como muchos parientes no garantizan la existencia de una familia, la reci-
procidad entre los ciudadanos tampoco obliga destinos homogéneos. La
ciudad necesita de repliegues topográficos donde puedan alternar las va-
rias sociabilidades que allí conviven.
Dos experiencias de la ciudad: no es igual la felicidad de descubrirla y
de recorrerla con los ojos del primer día, experiencia toda ella hecha de
sorpresas, que revisitarla por segunda vez. Revisitar una ciudad es reco-
nocer muchas ausencias: ya no estoy con el vigor de entonces, o con la
esposa que estaba, así como tampoco mi restaurante habitual; algo ha sido
barrido bajo la lápida. Algo ya no tiene cabida y duele en algún recodo del
alma, incluso uno descubre que el alma no coincide con la cédula de iden-
tidad. Se vislumbra que algo no se hizo bien; sobreviene como un ahogo,
utópico, de todo lo que se hubiera podido hacer mejor. Uno se angustia, de
nuevo, inútilmente, por algo de lo que había dejado ya de angustiarse
REVISITANDO CHILE

hacía mucho tiempo. ¿Será que al revisitar una ciudad, a pesar de todo el
tiempo transcurrido entre el antes y este ahora, uno vislumbra todavía que
no se podría hacer mejor lo que una vez se hizo peor? Frente al escenario
del cambio mismo, uno se descubre el mismo. Ante esta experiencia urba-
na aplastada por el destino de la repetición y la nostalgia; habría que opo-
ner la experiencia modernista, rubendariana, de la ciudad. Ver la ciudad
como la proyección de una topografía interior deseable: revertir sobre la
interioridad de los conciudadanos que habitan la ciudad el espíritu del tiem-
po que hizo posible sus cambios. Este espíritu no es otro que la libertad, la
libertad de elegir un destino o un escenario mental diferente del repetiti-
vo en que nos uniforman los prejuicios del destino o del espacio-tiempo
en que residimos.
En mis tiempos de estudiante, la vida urbana de Concepción se con-
centraba en una larga calle que la cruzaba de este a oeste: la calle Barros
Arana, cuyo tránsito le daba la espalda al mar y, acaso también, al mare-
moto que hizo refundarla en otro emplazamiento. La intrahistoria de Con-
348 cepción se reciclaba en esta calle y en los alrededores de su centro, la plaza
de armas, hacia la cual convergían bares, pensiones, librerías, catedral,
cines, restaurantes y teatro universitario. Otras tantas zonas de imanta-
ción y de vértigo donde los jóvenes recién venidos de todo el país procurá-
bamos conocernos, centrarnos y, por supuesto, dispararnos por las otras
intersecciones que cruzaban Barros Arana, de norte a sur y viceversa. Barros
Arana con Paicaví era la esquina habitual hacia el hormiguero universita-
rio. Barros Arana con Orompello, hacia el norte, era el prostíbulo, “el
oleaje ronco donde echábamos las redes de los cinco sentidos”; hacia el
sur, era el departamento abierto de Hilda y Gonzalo Rojas, donde siempre
había conversación, medio habano (“más es vicio” –decía don Gonzalo) y
mucho “zumbido de la abeja”. Barros Arana con Aníbal Pinto, cinco cua-
dras hacia el sur, desembocaba en el largo y hermoso parque Ecuador,
paralelo a la avenida Víctor Lamas, que servía de zócalo al cerro Caracol.
Este cerro limitaba Concepción por el sur y hacía evidente un parecido
común a la mayoría de las ciudades chilenas, comenzando por el horroro-
so San Cristóbal santiaguino. El ornato de la naturaleza alcanzaba a la
altura del ojo callejero. Más arriba de su zócalo maquillado de arbustos,
árboles y pasto acogedor, el cerro Caracol era un depósito clandestino de
basuras y hábitat diurno y nocturno de indigentes y maleantes. Invisible
para los funcionarios rumbo a sus oficios cotidianos, no lo era para las
exploraciones pasionales de los estudiantes en búsqueda de espacios pri-
vados para sus expansiones amorosas. Andy Warhol valoraba las ciudades
norteamericanas, por sobre el campo, en la medida en que las primeras
contenían al segundo bajo forma de parques, mientras que estos “campos
en miniatura” no contienen “pedazos de ciudad”. El cerro Caracol revertía
esta observación de Warhol. Nuestros “campos en miniatura” sí contienen
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“callampas” camufladas de parques, protociudades hechas de basura reci-


clada. La basura ciudadana retorna en el seno de la natura, casi como una
revancha. Se diría que basureando los parques, los indigentes se negaran
a desaparecer ante el rechazo en que los tiene la ciudad. Al reciclar nues-
tros desechos en los parques de la ciudad, se diría que hacen justicia a sus
despechos. Creo que esta conducta de indigentes se extiende, de alguna
manera, a todos los grupos sociales: el placer clandestino que nos da ensu-
ciar y destruir el patrimonio público. Basta asomarse al Parque Forestal de
Santiago el día después de la celebración de cualquier evento cultural.
Incluso, el día después de la celebración del día internacional de la ecolo-
gía. Es como si un terremoto cloacal se hubiera desatado sobre ese hermo-
so parque: globos y ampolletas de alumbrado público destruidos, papel
higiénico sobre arbustos y árboles (¿de qué se los limpia?), desechos y
arreglos florales pisoteados en todas partes. Es el día de la cultura avasalla-
do por el resentimiento visceral ante lo hermoso, ante las visiones a que
eso nos obliga –escribe Luis Oyarzún.
Barros Arana con Prat, hacia el norte, era el camino hacia las “pica- 349
das” de Penco, Lirquén y Tomé; hermanas feas de la Cenicienta Concep-
ción, aunque tan fragantes, donde los estudiantes y otros desclasados y
pobretones confraternizábamos comiendo, bebiendo y jugando al tejo hasta
el hartazgo. Su fragancia era marina, mezcla de alga, fogón de pescador y
muladar de pino; tan distintas del olor a hongo rezumado de humedad
que verdecía los zapatos, propio de las pensiones, casas y departamentos
de la mal calefaccionada Concepción. Donde nadie, en invierno, sentía
frío cuando deambulábamos con abrigo dentro de las viviendas.
La calle Barros Arana limitaba al este, zona baja de la ciudad, con el
barrio Estación y las callampas aledañas donde algunos estudiantes uni-
versitarios encontraban albergues baratos y amenazantes. Para muchos
era frustrante vivir junto a una estación cuando no tenían más que mugre
alrededor. Por su extremo este, zona alta de la ciudad, la calle Barros Ara-
na desembocaba en el seminario conciliar (a la vez colegio de niños bien)
y en los cuarteles del Ejército. Dos formas de disciplinamiento muy com-
batidas en los tumultuosos años del 68. Ni los curas ni los militares reali-
zarían la tan ansiada revolución proletaria –vociferaban los líderes uni-
versitarios de las vanguardias del MIR, del FTR y del Partido Socialista,
quienes, inflamados al calor de sus consignas nos hicieron vivir esos años,
a lo largo de la calle Barros Arana (incluidas todas sus intersecciones),
como si hubieran sido los mismísimos prolegómenos de la revolución del
2 de Octubre. En el ágora del gimnasio de la Universidad de Concepción,
en esos años, se forjaba un hombre nuevo liberado de sus contradicciones
de clase y capaz de forjar la sociedad libertaria del futuro. Mejor aún, esa
sociedad ya comenzaba en el discurso bautista que la anunciaba. Muchos
de entre nosotros vivimos el espejismo de la plaza Gorki desfilando por la
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provinciana calle Barros Arana. La pasión política, una vez más, fue nues-
tro acceso a la globalización; por fin éramos contemporáneos del mundo.
Concepción, a través de sus líderes estudiantiles, interpelaba a las metró-
polis de la modernidad, en su mismísimo presente neocolonizador. Las in-
terpelaba a patadas (a la mano extendida de Robert Kennedy en el gimna-
sio de la universidad) y también con el discurso subalterno del pliego de
peticiones, asumido con la convicción de quienes actuaban imbuidos de
inobjetables principios revolucionarios antiimperialistas. Fuimos unos re-
plicones obsecuentes o, dicho en lenguaje de hoy día, nos mimetizamos
con la corrección revolucionaria del momento; aunque, por cierto, sin de-
jar de cobrar las rentas de nuestra situación de víctima atropellada en sus
derechos de víctima. Víctimas maquilladas, pero con derecho a pataleo. Pa-
tadas que, por lo demás, tuvieron un provechoso desenlace académico: con-
tribuyeron a la creación de los Centros de Estudios Latinoamericanos en
las universidades estadounidenses. John Kennedy decidió que había que
investigar sobre el origen de estas patadas destinadas a su hermano.
350 Al igual que las rutas disidentes que intersectaban la calle Barros Ara-
na de norte a sur, en Concepción tuve la fortuna de conocer y frecuentar
caracteres, en realidad personajes, muy singulares. Hombres y mujeres que
se esforzaron por encarnar, diariamente, valores cívicos y culturales dignos
y generosos. Valores universales, pero que la mayoría, por cobardía, por
acomodación, por rutina, terminamos sacrificando en la calle lo mismo que
reverenciamos en el púlpito o en el estrado público. Los personajes a que
me refiero, en cambio, insistieron diaria e incansablemente en la minúscula
dignidad de cada cosa. Fueron disidentemente performativos: hacían lo
que decían y nos enseñaron con sutileza la obligatoriedad de lo que ha-
cían. Fueron brújulas vivas que indicaban un norte invariante; pudiera
éste ser equivocado, pero en su misma equivocación siguieron siendo pun-
tos de referencia. No fueron oportunistas ni chuecos ni imbunches. Des-
pués de todos estos años, creo que ellos encarnaron la red extensa de la
Universidad de Concepción. Extensa porque ellos hicieron universidad con-
viviendo en y con la ciudad; a diferencia de las universidades santiaguinas,
la atmósfera universitaria y su barrio se extendían por la ciudad (con la
excepción de los altillos del Caracol).
El primero de estos hombres-universidad fue Luis Muñoz González.
Profesor de Literatura Española, jefe del Departamento de Español de la
Universidad de Concepción y encarnación permanente de la decencia. La
autoridad de Luis Muñoz residía en su saber, mediato, de lo que era justo
o no hacer; siempre sabía cómo proceder allí donde y cuando el resto sólo
actuábamos orientados por las conveniencias de lo inmediato. Su actuar
se remontaba al horizonte del bien común, el que rara vez coincide con el
egoísmo contingente o con la trastada hacia los que envidiamos. Por esto,
el sentido de sus acciones se nos revelaba a posteriori. Era un gran organi-
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zador institucional, sus decisiones no herían a nadie y convenían a todos.


Desde su profunda fe católica, amaba a sus semejantes; Luis Muñoz nos
quería a todos porque sólo retenía lo mejor de cada uno. Alguna vez,
quejándome de algún colega en su presencia, me replicó con una parábo-
la: “quédate con las partes buenas de él, no riegues sus malezas, y recibirás
de vuelta lo mejor de él”. Ni en la Iglesia recibe uno tan buen consejo, y yo
lo recibí en el seno de una institución masónica. Luis Muñoz fue un justo.
Otro de estos hombre-universidad fue Eduardo Hyde Burroughs, alias
“el Boy”. Su situación universitaria era precaria. Enseñó sociología, histo-
ria del arte, gastronomía y terminó como traductor del inglés al español
en un recodo oscuro de la biblioteca. No tenía credenciales legitimadas
por ninguna universidad. Su pensamiento edificaba por la frecuentación
de un saber sabroso condimentado con un humor mordaz. Se reía de los
extremismos estudiantiles (los “playboys del subdesarrollo”, los llamaba),
de su inestable situación de “escriba a honorarios forzados” y de las pre-
tensiones sociales de cualquier estirpe: “Ud. es tan f…f…f…fino” –inter-
pelaba. Padecía de una susceptibilidad extrema ante la gazmoñería de cual- 351
quier pelaje, sobre todo la letrada. Lo irritaba la imbecilidad legitimada,
contra la que dirigía certeras enormidades; así como se entendía amiga-
blemente con la tontería fosforescente (“pasión de la que nadie se libra”,
decía). Era valiente. Cuando la dictadura le arrebató a Juanito, su hijo-
amante mirista, sus impugnaciones y alegatos los hizo oír desde el cuartel
y comisarías de la ciudad hasta el mismo primer ministro británico, en su
condición de escriba inglés. Gracias a sus esfuerzos contra el silencio me-
droso, Juan Flandes, hoy día ciudadano inglés, no pudo ser desaparecido.
Una ocasión, cuando comía en su casa, llegó la Dina: buscaban las armas
de Juanito. El Boy, sarmientinamente, les replicó que las únicas armas de
que disponía eran las de su crítica contra el despotismo, y ésas no eran
confiscables. ¡Qué viejo más digno y viril!
En una oportunidad, en su presencia, apostrofé a alguien de “mari-
cón”. El Boy, de inmediato, me preguntó si quería decir “miserable”, “ho-
mosexual” o “poco hombre”. Las tres expresiones no eran sinónimas, pues-
to que él sabía de machos miserables y poco hombres así como de
homosexuales dignos y valientes. Socialmente, su casa era transversal:
estudiantes (los más), algunos profesores universitarios, dependientes de
tienda, algún carabinero de franco o conscripto solitario destinado en Con-
cepción, así como personajes destacados del mundo de las artes o de las
letras (allí conocimos a Benjamin Britten, a Eugenio Dittborn, a Luis Oyar-
zún, a Santos Chávez, entre otros) a quienes el Boy nos enseñó a interpe-
lar. Su pasión era el teatro y sus reflexiones sobre Ibsen, Shakespeare,
Calderón o Chéjov ayudaron a muchos de nosotros a superar el presente
vulnerable por el que pasábamos (soledad, escasez o depresiones estu-
diantiles), así como a sortear con éxito muchos exámenes. Su casa fue un
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taller de sobrevivencia cultural y existencial para tiempos precarios y, ade-


más, muy mapuche: las enseñanzas del Boy se circunscribían a los muros
de su casa. Muchos llegaban pero él, con sus espinas, se prodigaba hacia
unos pocos elegidos: Gastón von dem Bussche, Lilianet Brintrup, María
Teresa y Jaime Fuentes, Alicia y Pacián Martínez, Sandra Lidid, Enrique
Giordano y algunos más. Más tarde, en los seminarios de Althusser, Bar-
thes o Foucault, descubriría que lo que conocí en el Palazzo Rosso (así
llamaba irónicamente su exigua casa), fue una crítica en acto de la ideolo-
gía, una crítica desnaturalizadora de la opinión común, una lucha contra
las formas de poder microfísicos que saturan y carcinogenizan el cuerpo
de nuestras prácticas cotidianas. En su casa vislumbré lo esencial de la
modernidad: la extrañeza de ser. Y que para convivir con ella, había que
comenzar por extrañarla verbalmente. Y de allí –quizás–, algún día, a fa-
miliarizarse con las múltiples vías a que nos urge su zozobrante trascen-
dencia.
Gracias Boy, gracias Concepción.
352
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OTRA CARTA SOBRE ESTE CONCEPCIÓN


DEL NUEVO EXTREMO1

Gonzalo Rojas
Escritor

N o fui feliz, como dice Borges. Muerto el padre, vine de Lebu a Concep- 353
ción allá por el 26 del otro siglo sobre los ocho de mi edad y no fui feliz.
Aun huelo la vaharada del carbón de piedra encima de ese tren –el Bío-
Bío casi seco abajo–, de ese tren traqueteando por los durmientes, llegan-
do a duras penas desde Curanilahue con todos lo huérfanos adentro: la
madre, los hermanos, acumulados en esos tablones destartalados por asien-
to, sin olvidar al otro huérfano de la casa que era el hambre. Así, la vez
primera, se me dio Concepción. Así y de ninguna otra manera. ¡Si es que
se me dio! Porque tuvieron que pasar otros 26 años –hasta allá por el 52–
para que se me empezara a dar menos desollante, con otro vuelco de for-
tuna. Aunque de veras no se me dio nunca, y no por desdén ni por rencor.
Será la imantación difícil de la ciudad que te amarra y te hurta, te acoge y
te rechaza. Pregúntenselo a Lipzchütz, por ejemplo, a Carlos Roberto El-
gueta, a los hermanos Valenzuela Carvallo. Lo cierto es que lo que preva-
lece en mí, en mi trato con la bella ciudad, es algo así como un vaivén
pendular que enciende en mí la imaginación y hasta el coraje y a las veces
me aparta. Más claro: Concepción me es y no me es. Aquí leí por primera
vez a Píndaro, a Rimbaud. Aquí escribí y desescribí. Aposté a santo, a rey,
y necesariamente perdí. Aposté a perdedor y se me dio la poesía. L’ostinato
rigore: la conciencia del límite y la conciencia del lenguaje. Justo aquí es-
cribí Contra la muerte el 64, a dieciséis remotos del primero.
Mucho antes, a los 17, me embarqué lloviendo en Talcahuano y fui a
parar a Humberstone donde otras circunstancias me convencieron de que
diera mis exámenes de quinto año en Iquique. Total, yendo-viniendo, volví
a la imantación de Concepción donde estaba mi madre y anclé –ya nave-
gado– en el viejo liceo. Aquí estudió casi toda mi parentela (mi primogé-
nito inclusive): los Rojas, los Pizarro, por la cuerda sanguínea, y también
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los de la parentela imaginaria siempre tan honda en mí: los Lillo, con
epicentro en Baldomero, y algo más tarde Santiván, y –mucho más acá–
Diego Muñoz, sin olvidar a Cid, Teófilo Cid, empedernido en su “amardi-
tamiento”. A Giordano, a los dos Giordano sin olvidar (cada uno en su luz),
a Domingo, a Domingo Robles, a Óscar Vega, a Darío Pulgar, a Miguel que
apostó a cambiar el Mundo, a Claudio Sepúlveda, a Jorge Gutiérrez, al gran
Ramón Riquelme, al Bauchi, al Luciano, a Sergio Ramón Fuentealba, a
Rodrigo Tomás, a Darío Ulloa, a los hermanos Duvauchelle, a Pacían, a
Pacían Martínez que conoce el mito de Concepción como ninguno, cuya
prodigiosa memoria lo ata a la mismísima Mnemosyne. La nómina ante-
rior no excluye por supuesto a otras figuras juveniles de algún otro plantel
que confluyeron a las aulas académicas como Raimundo González Aninat
o Arturo Hillern cuya dignidad y grandeza enriquecieron a esa misma
promoción.
Volviendo otra vez a mi adolescencia lentiforme, no fui un gran estu-
diante pero ese año 36 recibí –cómo decirlo– la transfusión de la rebelión
354 por parte de algún maestro libre que me hizo más libre: don Carlos Oliver
Schneider, por ejemplo, que me habló por primera vez de Simón Rodrí-
guez, preceptor de Bolívar, y no me importa repetirlo, quien anduvo bajo la
lluvia de Concepción con su Rousseau a cuestas y su utopía de la Patria
Grande que después hiciera suya Martí, las sandalias polvorientas, y su fá-
brica de velas de sebo, de “alumbrado” a escala de los dioses, y se me entien-
da la bisemia. Así, pues, gracias a Carlos Oliver que me enseñó botánica y
geología entre el liceo y las vegas de Hualpén, y tantas cosas más, vine a
entender aquello de que las patrias que olvidan, más que olvidan, des-
aprenden, según dice la Mistral, y –más que desaprenden– desperdician.
Cosas que pertenecen y cosas que no pertenecen, dice el huaso: hay cole-
gios que imprimen carácter y colegios que no imprimen carácter. El Liceo
de Hombres de Concepción, donde me hice bachiller del aire, imprimía
carácter, tanto como el Barros Arana de esas fechas, o el Nacional de San-
tiago, o el Eduardo de la Barra de Valparaíso, donde enseñé después. Tan-
to y tanto humanismo que perdimos con las mutilaciones y las presuntas
modernizaciones; y no es quejumbre. Hablo del plazo en el que las humani-
dades lo eran de veras: peso y gracia a la vez, lucidez y coraje; y además
imaginación y mente crítica, y –en una misma urdimbre– contemplación y
acción, según la exigencia de Sarmiento. El que me impactó; y, claro, por
haber jurado en Monte Sacro de Roma la libertad de América con Bolívar,
y por haber vivido entre nosotros. Maquegua adentro, por Curanilahue,
fue Simón Rodríguez. ¡Y por venezolano universal como Miranda y Bello!
Pocos recuerdan que aquí mismo en Concepción escribió en 1834 su Tra-
tado sobre las luces y las virtudes sociales. Figura en fin desigual si se quiere y
algo disperso a los De Rokha de nuestros días, pero precursor genuino del
socialismo utópico entre nosotros. Extraño, extraño todo. Pasó el socialis-
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mo científico; parece que pasó. Pero nos quedó el utópico, la quimera del
oxígeno imprescindible. Algunos transgresores inmortales –el Che Gueva-
ra por ejemplo que hace 50 años entró volando por Temuco en su moto,
un Miguel, y tantos más– apostaron su vida a la quimera. Una frase vigen-
te que no olvidé jamás de Simón Rodríguez, leída por mí en la biblioteca
del liceo: “Hacer negocio con la educación es miseria”. Qué hubiera dicho
ahora el viejo libertario que habló con idéntico dominio el francés, el in-
glés, el alemán, el portugués y el ruso. ¿Qué habría dicho de la fanfarria
consumera, la pavorosa liviandad, la pululación bacteriana de no sé cuán-
tas universidades que hacen eso: negocio?
¡Y mi Liceo!
¡Lo que le debo a la Biblioteca espaciosa de ese segundo piso! Allí leí
a mi Nietzsche por primera vez, quien me enseñó a medirme por las cum-
bres. Pero sobre todo descubrí en esos anaqueles lo mejor del pensamien-
to de América con Martí a la cabeza; con Bello, con Bilbao, con Lastarria,
con Hostos, con Rodó. Aprendí en Pérez Rosales el latido genealógico de
cuanto somos y hemos sido. Por lo visto no fui un buen estudiante siste- 355
mático pero cuánto leí ese año último de mis humanidades frente al cerro
Caracol. ¡De Homero a Apollinaire! Señalo eso con insistencia para que
advirtamos cómo operaba el gran liceo de ese plazo en nuestra formación,
sembrando en cada uno la libertad de acuerdo con su respectivo talante.
Estoy hablando desde mi horizonte vivido, ya se ve, sin estimarme para-
digma de nadie. Somos el sentimiento de serlo todo y la evidencia de no
ser nada. Aunque aparentemente distante de nosotros, el 18 de julio de
ese año estalló la grande en España y eso nos exigió situarnos. También
España estaba al fondo de cada uno y ello no estorbaba a la pena araucana
que todos llevamos dentro en el decir de la Mistral.
Me atrevo a una confesión para terminar el párrafo en seco, sin nos-
talgia insidiosa. Ése fue el año que germinó en mí la idea del diálogo.
Pensé que un siglo escaso –de 1842 al momento que vivíamos– no autori-
zaba arrogarnos madurez, antes bien nos imponía retomar el paso de Be-
llo y de Sarmiento, de Bilbao y Lastarria, esto es mirar con ojos nuevos lo
que ellos hicieron en su día, y asimismo proyectarnos hacia adelante en
las décadas que nos tocara vivir. Esa obsesión de descifrarnos, o intentar
descifrarnos, no paró nunca en mí hasta que, más de veinte años después
(1958-1962), en la sazón de los 40, la edad de la razón, que dice Sartre,
pude configurar los encuentros de Concepción durante cuatro veranos
por demás intensos con el designio genérico de Imagen y Realidad de
América Latina.
Así se puso en marcha mucho antes del “boom”, un nuevo estilo de
autoanálisis continental merced al ejercicio del diálogo limpio y polémico
al convocarnos sin prejuicio alguno, ni religioso ni político, ni desde luego
estético y en el que pudimos escuchar el qué somos y el qué podemos ser
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ante públicos ávidos plenamente participantes, y ver juntas por primera


vez y tal vez por última vez a las figuras vivas de esa edad; lo mismo a un
Sábato que a un Carpentier, a un Neruda, a un José María Arguedas; o a
Carlos Fuentes, o a Roa Bastos, o a José Bianco; o a Zalamea, o a Mariano
Picón Salas; o a Portuondo en el extremo de Anderson Imbert, o a García
Terrés, o a Benedetti, o a Martínez Moreno, o a Wagner de Reyna, o a
Salazar Bondy; o a Jesús Lara, a José Miguel Oviedo, a Agosti, a Guaya-
samín, a Oscar Niemayer o Peregrino Junior; Ferlinghetti, a Ginsberg, a
Díaz-Casanueva, a Jorge Millas, a quien le deberemos siempre una estrella
por el coraje de haber denunciado en plena tormenta la universidad vigi-
lada el 73. De hecho también estuvo Paz, Breton mismo, Bachelard, Ro-
berto Matta con sus cartas preciosas. Pudieron haber estado otros allí en el
fragor de esas sesiones públicas y de hecho estuvieron: Huidobro ¿por qué
no?, todos los resurrectos: Martí, Mariátegui, Mistral, Vallejo, Alfonso Reyes
y el mismísimo Darío que nos dijo su América que tanto amó. ¿Cuántos
fueron por todos? Ciento, por lo bajo entre escritores y científicos a lo
356 largo de estos cuatro años? Y conste que no he nombrado en el recuerdo
a los matemáticos, a los fisiólogos, a los bioquímicos, a los físicos de reso-
nancia universal, algunos de ellos premio Nobel, que concurrieron a Con-
cepción con su modestia y su grandeza a compartir con sus hermanos los
poetas, los narradores, los ensayistas, los teatristas, los cineastas de esta
parte del mundo. Recuerdo cómo John D. Bernal vaticinó el genio de
Raúl Ruiz, un niño en esos días, cuando éste leyó en público un guión
imaginativo portentoso.
Lo que quiero decir es que el liceo me dio el oxígeno para hacer lo
que hice; ¡y no fue tanto lo que hice! Un joven tiene derecho a ver el
mundo desde su propia vibración, hacia atrás simultáneo y hacia delante.
Cierro ya: estoy por la invención de la tradición, y no se olviden de que
invención viene de “invenire” que significa a su vez hallar. Estoy entonces
por el rehallazgo de nuestro Chile verdadero. No sé si lo alcanzamos en
aquellos eneros prodigiosos, del 58 al 62, pero fuimos limpios y transgre-
sores, y Concepción del Nuevo Extremo apostó con grandeza a la pulsión
cósmica de la gran creación latinoamericana. Y otra cosa: nada me va a
importar la omisión de mi nombre por parte de los cicateros chaqueteros
de hoy, llámense o no comunicadores, que lo atribuyen todo a la farsa
funcionaria de esos días. Se habría oído decir que lo oficinesco pudo más
que la imaginación, y yo respondo de eso. La mala fe no corre. Hiede.
Carpentier comparó la jerarquía de esas sesiones con las de la Abadía
de Pontigny en la década del 20.

Hablar de Concepción, dice Jaime Giordano, implica hablar de muchas


cosas previas. Permítanme citar algún párrafo de lo que ese adelantado
escribiera el 65 con algún exceso, pero transido de amor por el paraje:
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Los pantanos sobre los cuales fue edificada la ciudad: la laguna de


Los Negros, Lo Méndez, la Redonda, la de las Tres Pascualas, los dos
ríos, Andalién y Bío-Bío que nos abrazan, el mar vecino: signo de
agua. A través del derrotero que sigue el Bío-Bío hacia el mar, se
filtran los vientos del sur: desde el mar nos llega la lluvia con el vien-
to del Norte: Signo del aire. En la encrucijada de ambos signos, en la
encrucijada del viejo Chile y la más antigua Araucanía, se yergue
esta ciudad que pudo tener mejor asiento.
Ante maremotos que la azotaban en el vecino puerto de Penco, los
primeros moradores debieron elegir entre permanecer allí sujetos al
inminente peligro o llevarla a la abrigada Bahía de Dichato. Triunfó
sin embargo la proposición de establecerla sobre los pantanos y las
dunas de la Mocha. Un ocasional visitante del siglo XVIII, Víctor Car-
ballo Goyeneche en su Descripción histórica y geográfica del Reino de Chi-
le, observa: “En este valle tiene la ciudad su planta delineada Sureste
y Suroeste, y por eso batida de todos los vientos generales. Para el
Norte no hay edificio alguno resguardado, y el Sur, que entra enca- 357
ñado por la caja que le forman al Bío-Bío los montes de Hualqui y de
Palco, sopla reciamente en primavera y verano por toda la pobla-
ción, levantando torbellinos de polvo, arena y chinillas que con toda
la propiedad puede decir cualquiera de sus moradores que no se ve
de polvo (...) Las calles son derechas y tiradas de Sureste a Noreste,
defecto que, aunque pernicioso, se hizo de intento para que se die-
sen vista al Bío-Bío”.
Los frecuentes terremotos han convertido a Concepción –dice Jaime
Giordano– en una ciudad sin aristocracia (si alguna vez ha habido), sin
gran burguesía. Quienes cuentan con los medios para irse a Santiago y
con alguien de confianza que pueda ocuparse de sus rentas, no vacilan
mucho en hacerlo. Hay por acá un apreciable desarrollo industrial y co-
mercial. Sin embargo, un alto porcentaje de las ganancias se invierten o se
disfrutan en la capital, si no más lejos.
Y así sigue objetando la indolencia y la escasa iniciativa de la segunda
capital del país, sin reparar en el desafío autónomo creciente, e insiste en
cierto gigantismo urbano y exterior que afea el entorno y somete a los
habitantes al conformismo y al desgano.
No es queja ni quejumbre la del ensayista sino preocupación por un
crecimiento alborotado de espaldas a la defensa de la tierra. Lo que olvida
Giordano es que el fenómeno es el mismo en todo el continente y que “la
ciudad que fundó el español en América no era ciudad americana, sino
una ciudad española. Surge en la cabeza. Surge en la cabeza del conquis-
tador, que la erige, sin importarle nada de lo que lo rodea. Se fundaba
sobre la nada”. Sobre una naturaleza que se desconocía, sobre una ciudad
que se aniquilaba, sobre una cultura que se estimaba inexistente. La ciu-
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dad era un reducto europeo en medio de la nada. De aquí que la vida


colonial nuestra haya sido predominantemente urbana. Esto explica en
gran medida la actitud del hispanoamericano frente a la naturaleza. No
hay otro hombre con un sentimiento de la naturaleza tan débilmente de-
sarrollado como el suyo. Comparado con el alemán, por ejemplo, que,
aunque esté perdido en la gran urbe, siempre busca una salida hacia los
bosques, hacia sus lagos y ríos, el hispanoamericano es un citadino cons-
titucional, siempre encerrado en sus ciudades horribles.
También, está escrito que esta falta de enraizamiento en su contorno
natural es quizás la causa del crecimiento tan rápido y caótico de las gran-
des ciudades hispanoamericanas.
Dicho crecimiento se intensifica y rompe todos los marcos naturales
de la ciudad. Los lindes de ésta, que antes eran el bosque o el río, se
borran. Los cerros se cubren de barriadas miserables, carentes de to-
dos los servicios públicos más elementales. El lugar de cinturón ver-
de que antes rodeaba a la ciudad, aparece el “cinturón de la miseria”,
358 mezcolanza de chozas hechas de latas, restos de tablas, cajas de car-
tón. En el interior de la ciudad surgen barrancas espectrales cons-
truidas cerca de los basurales, en los baldíos o en los terrenos anega-
dizos. Ríos y vertientes se secan debido al embalse de sus aguas para
la central hidroeléctrica o el reservoir del acueducto, o se los hace
desaparecer en el subsuelo para dar paso por encima de las avenidas.
Y, en general, las calles ya no se construyen para los peatones sino
para los vehículos. La ciudad entera se pone al servicio de la circula-
ción de ellos, como ocurre de manera impresionante en las capitales.
La ciudad misma es una gran estructura de circulación vehicular. No
es una ciudad de hombres. Es una ciudad de vehículos, de aire vicia-
do y de intenso ruido.

De acuerdo, don Danilo.

Ahora algo sobre el horizonte cultural de la región en el siglo XX, de cuya


primera mitad no tengo más información que la frecuente, y ninguna
vivencia. El mío Concepción empieza en el 52 cuando reentré en la órbita
académica por el azar de un concurso, y dejé atrás Valparaíso, cuya uni-
versidad contribuí a fundar y a poner en marcha el 47, por lo que el Bío-
Bío de mis infancias se me volvió a dar con mutilación. Extraño designio
numerológico: 26 más 26 es igual 52. Sin embargo, a poco de iniciar el
diálogo con Daniel Belmar, Justo Ulloa, Jorge Elliot, Eduardo Hyde, Her-
nán San Martín, Mario Ricardi, Edmundo Budenberg, Rodolfo Gálvez,
Julio Escames o el Alfonso Alcalde de esos, reparé que Concepción era
áspero y lluvioso por fuera pero guardaba otra vivacidad en su cerrazón.
Ahí ardía su mito que no ha cesado nunca de arder desde el joven Ercilla
pasando por Diego Dublé Urrutia, Baldomero Lillo, Fernando Santiván,
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Rosenrauch, y los grandes de hoy: Omar Lara, en primer término, y que


se oiga bien: Omar Lara, sin olvidar por un minuto a Gonzalo Millán, a
Tomas Harris, o a Tulio Mendoza y desde antes ha ardido, desde mucho
antes. No, no era Valparaíso y la ventolera de los 40 cerros sino la ciudad
brumosa, ese monstruo de humedad que dijo Belmar. De todos modos
escribí, en esta segunda vuelta a Concepción, un poema catártico como
para desprenderme de la década mísera del 26 al 36, plazo en el que pade-
cí peste de pubertad concupiscente y mística y desamparo, y ocio, en ese
asomo al Hoyo Absoluto, la temporada en el infierno que decía Rimbaud.
Ahí va ese texto con el designio de Orompello, calle mítica si las hay, que
más de algún poeta posterior ha querido hacer suyo. Les regalo la opción.
Las calles, como los mitos, son de todos. Ahí va entonces ese poema:

Orompello
Que no se diga que amé las nubes de Concepción, que estuve aquí esta década
turbia, en el Bío-Bío de los lagartos venenosos,
como en mi propia casa. Esto no era mi casa. Volví 359
a los peñascos sucios de Orompello en castigo, después de haberle dado
toda la vuelta al mundo.

Orompello es el año veintiséis de los tercos adoquines y el coche de caballos


cuando mi pobre madre qué nos dará mañana al desayuno
y pasado mañana, cuando las doce bocas, porque no, no es posible
que estos niños sin padre.

Orompello, Orompello.

El viaje mismo es un absurdo. El colmo es alguien


que se pega a su musgo de Concepción al sur de las estrellas.
Costumbre de ser niño, o esto va a reventar con calle y todo,
con recuerdos y nubes que no amé.

Pesadilla de esperar

por si veo a mi infancia de repente.

1. Este texto es parte de la conferencia que el poeta diera el 16 de enero de 2003 en el


marco de las jornadas “Revisitando Chile: identidades, mitos e historias”. Texto completo
en www.bicentenario.gov.cl y en la revista Movimiento Actual Nº 140, México.
REVISITANDO CHILE

QUIÉN SOY YO, QUIÉN ERES TÚ

Omar Lara
Poeta

360 S upongo que me cautivó, en los escarceos primeros de este intento por
fijar algunas notas acerca del concepto de identidad, o mejor dicho de la
búsqueda, perfilamiento, definición, intuición de un sentido de la identi-
dad, el título sugerente de un libro de Hans Georg Gadamer, ¿Quién soy yo y
quién eres tú? Y tal como le ocurría a este lúcido pensador con los poemas del
inquietante rumano-alemán Paul Celan, a nosotros –a mí, en este caso– nos
ocurre saber que la idea de identidad nos llega pero no damos con ella.
Esta dicotomía, por demás, nos da un primer mensaje, una primera
insinuación para integrarnos a la materia que nos ocupa: la identidad,
como el propio concepto lo indica, necesita, de partida, del otro, requiere la
comunicación para, de ese modo, empezar por constituirnos en nosotros
mismos. Sin la experiencia de mí que tú tienes, no existo. Se requiere de
una comunicación, de un diálogo respetuoso, solidario, integrador, no
avasallador, no destructivo, no ninguneador. Imposible obviar, al respec-
to, la experiencia cercana y demoledora de la dictadura: los mensajes más
nítidos eran allí, justamente, la no existencia del otro y la desaparición de
la historia. Chile comienza hoy, era el lema recurrente. ¿Cómo hablar
entonces de historia, tradición, mitos, sueños o identidad en ese marco de
tensa crispación y negaciones? Sin olvidar que en el campo de la cultura,
por lo menos en el de la literatura, el discurso fue observado y asumido
rigurosamente y aparecieron los poetas adánicos, los poetas sin tradición
chilena, los poetas nacidos del soplo divino.
Creo que hablar de identidad, por mucho que la palabra se nos con-
vierta en una especie de piedra caliente imposible de mantenerla en juego
por mucho tiempo, implica ya una actitud positiva y respetuosa.
Así, insisto con una postura nacida y asumida en la escritura de un
trabajito sobre mi propia poesía: si intento dilucidar algunos rasgos y ran-
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

gos de lo que podemos entender como identidad, lo que me interesa bási-


camente no son las respuestas sino las preguntas. Hablo, claro está, de una
primera aproximación al tema que, de hecho, demora ya casi dos siglos en
su peregrinaje de búsqueda y que –sin duda– seguirá esquivando nuestra
inteligencia y nuestras intuiciones durante algún tiempo más.
Necesito, por cierto, perfilar estas vagas ideas a partir de mi experiencia
con la cultura (en estos tiempos de la nueva modernidad, de interdependen-
cias de todo tipo, de comunicaciones instantáneas y avances tecnológicos sin
precedentes, la cultura es lo que resiste, leí por ahí), específicamente de mi
experiencia con la letra escrita, con la literatura. Cuando abordamos cuestio-
nes tan complejas como ésta permanece, cual punto de referencia ineludible,
aquello que, como señala Carlos Fuentes:
hemos hecho con mayor seriedad, con mayor libertad y también con
mayor alegría: nuestros productos culturales, la novela, el poema, la
pintura, la obra cinematográfica, la pieza de teatro, la composición
musical, el ensayo, pero también el mueble, la cocina, el amor y la
memoria, en fin, un conjunto de actitudes ante la vida 361
De este modo, y siempre siguiendo a Carlos Fuentes, los artistas se-
rían –seríamos– algo así como los creadores secretos de otra historia, aun-
que viviendo en esta historia, es decir, en la cotidianidad.
Repito: lo que me interesa en este punto son las preguntas más que
las respuestas.
¿La identidad está allí, agazapada, escondida, confusa, oscura, tími-
da, indiferente, difusa, y lo que tenemos que hacer es sacarla a luz, resca-
tarla, o somos también nosotros los hacedores cotidianos e inconscientes
de la identidad?
A propósito de esto último no es cosa de llegar y decirnos, por ejem-
plo, “y bien, ahora voy a construir un poco de identidad para la ciudad de
Concepción, o para la Octava Región”. Me recuerda a aquellos que decla-
ran con desparpajo una disposición casi religiosa, una autoimposición he-
roica por “desmitificar”. Generalmente se refieren a algún personaje de
nuestra historia cultural, política, social, deportiva. Ay de aquellos que caen
en las plumas y en las lenguas de estos desmitificadores. Ejemplos tenemos
como para llenar un par de volúmenes. Este ejercicio desmitificador me
trae a la memoria la lectura de un divertido microensayo (denominación
que hace el propio autor) del brillante escritor rumano Marin Sorescu.
Alguien le confiesa al poeta que se dedica a hacer mitos. Sí, enfatiza el
sujeto, “si un principiante desmitifica con éxito, ¿por qué yo, un hombre de
voluntad más férrea, no podría crear unos dos o tres mitos? Incluso cinco o
seis. Pero los mitos, le refuta Marin, no se hacen de la noche a la mañana
–sólo por un compromiso con la editorial. Ellos se crean más allá de noso-
tros mismos, se crean con nosotros, bajo nosotros, como las aguas, los
montes, como el fuego. Si prestamos atención, en cientos, en miles de años.
REVISITANDO CHILE

Y en esa tarea participamos todos los seres, desde nuestra propia in-
timidad y a partir de nuestra relación con el otro, en el diálogo, en los
sueños. Mito, sueños, diálogos, palabras reiteradas, insistidas casi conmo-
vedoramente en las notas relativas al Bicentenario.
Podríamos decir que vamos construyendo nuestra identidad con pre-
misas y condiciones muy determinadas, entre éstas las económicas, las
políticas, las de tradiciones, las históricas, las lingüísticas, las creencias re-
ligiosas, las geográficas, etc. En una interacción constante de nuestra inti-
midad y el mundo exterior. Con la expresión, al decir de Carl G. Jung,
citado en el libro Mitos, sueños y religión, de los factores psicológicos que nos
vinculan con ese mundo exterior y, entonces, entre nosotros mismos: la
sensación, el pensamiento, el sentimiento y la intuición.
La sensación, dice Jung, es la función que nos dice que algo existe: el
pensamiento nos informa sobre lo que es aquello que existe; el sentimien-
to nos advierte sobre lo que aquello vale para nosotros y la intuición nos
permite valorar las posibilidades inherentes en el objeto o su situación.
362
Jung reconoce también cuatro funciones psicológicas que abren progresi-
vamente las cámaras profundas de nuestra naturaleza. Éstas son: la memo-
ria, los componentes subjetivos de nuestras funciones conscientes, los sen-
timientos y las emociones y las invasiones o las posesiones, donde los
componentes de lo inconsciente irrumpen en el campo de lo consciente y
toman el mando. El área de lo inconsciente es enorme y continua, mien-
tras el campo de la conciencia es restringido y es la visión del momento.
No obstante, este campo restringido es el de la vida histórica y no ha de
perderse.
Sabemos que en el origen de la sociedad está el lenguaje y en los
orígenes de éste se encuentra la necesidad de la elaboración de los mitos y
creencias. Detengámonos un momento, y muy brevemente, claro está, en
las ocurrencias inventivas del lenguaje en el ámbito de nuestra región. En
este lento proceso de averiguar y escudriñar quién soy yo, quién eres tú,
la ciudad y la zona ofrecen un marco de referencia de indudable significa-
ción. Entre los narradores, ineludiblemente debemos mencionar a Daniel
Belmar, el buceador de la noche penquista en su novela Los túneles mora-
dos, las orgías estudiantiles en la obra de Erich Rosenrauch, la picardía
noctámbula en la de Manuel San Martín. Entre los actuales, imprescindi-
ble es mencionar a Andrés Gallardo, Jaime Riveros, David Avello.
Pero es en la poesía donde encontramos ejemplos de un venturoso
acecho a la realidad regional, no sólo en la creación misma sino también
en la revisión crítica y sistematizada de este quehacer. Paradigmáticos nos
parecen dos libros antológicos producidos en la ciudad: Treinta años de poe-
sía en Concepción, de Jaime Giordano y Luis Antonio Faúndez, y Las plumas
del colibrí, de María Nieves Alonso, Juan Carlos Mestre, Mario Rodríguez y
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

Gilberto Triviños, en una continuidad de ejemplar lucidez y coherencia en


el abordaje de una materia tan sensible como lo es la de las antologías y su
representatividad.
Debo mencionar sin falta algunos párrafos de la presentación de la
primera de las antologías mencionadas. Me parecen observaciones llenas
de sentido para concluir estas palabras y una manera en extremo suge-
rente, estimulante y provocativa para iniciar una reflexión sobre el tema
de la identidad:
Hablar de Concepción implica hablar de muchas cosas previas. Los
pantanos sobre los cuales fue edificada la ciudad; las lagunas de los
Negros, Lo Méndez, Redonda, Tres Pascualas, etc.; los dos ríos, An-
dalién y Bío-Bío, que nos abrazan; el mar vecino. Signo del agua. A
través del derrotero que sigue el Bío-Bío hacia el mar, se filtran los
vientos del Sur; desde el mar nos llega la lluvia con el viento del
Norte. Signo del aire. En la encrucijada de ambos signos, en la encru-
cijada del viejo Chile y la más antigua Araucanía, se yergue esta ciu-
dad que pudo tener mejor asiento. (…) Concepción es una gran ciu- 363
dad que fuma, bebe y duerme no para soñar sino precisamente para
no soñar (…) Hay un Concepción que no conocemos: una ciudad
antigua, enredada en gruesos muros obscuros... Limita con el Cara-
col y las lagunas... Es la ciudad de Arturo Troncoso, unida en metafí-
sico connubio con Talcahuano, la ciudad de María Rosa González.
Poderosos antepasados, de más obra inédita que publicada, termina-
ron su silencioso y retraído reinado con el terremoto del 39.
La palabra. Roberto Fernández Retamar, en su brillante ensayo Todo
caliban (caliban: anagrama de caníbal, que a su vez proviene de caribe),
explica cómo en la obra de Shakespeare, La tempestad, el deforme Caliban,
a quien Próspero robara su isla, esclavizara y enseñara el lenguaje, lo in-
crepa: “me enseñaste la palabra y de ello obtengo el saber maldecir. La
roja plaga caiga en ti, por habérmela enseñado”. A varios siglos de ense-
ñada esa palabra, ¿qué haremos con ella y quién nos la enseñará?
Pero como soy poeta, o quiero serlo, o me gustaría serlo, aunque
algunos alimenten una razonable duda al respecto, quiero terminar con la
historia de una de mis identidades.
En una ocasión, hace sólo algunos meses, removiendo la tierra rese-
ca del patio de una casa que habité en mi niñez, la más evocadora de las
casas de mis infancias, rescatamos un cántaro, la parte superior de un
cántaro, el cuello de un cántaro. Y escribí este poema:

Cuello de cántaro
El mundo parecía haber perdido
Su respiración
y ningún testamento me había señalado
REVISITANDO CHILE

Una mísera renta de los tiempos.


Entonces
Unas manos angélicas excavaron
En lo más diáfano del barro
Y sustrajeron al tiempo
Al olvido
A su propia obstinación adorable
Un pedazo de arcilla
El arqueado cuello delicado
Una oreja
Mordida por mil bichos
Algo que fue
Cántaro de aguas
O licores
O flores.

364 No hay inscripción alguna


No hay un fastuoso signo en arameo
Ni figuras de juegos o de amores
Pero
Algo me llama
Y algo
Me está diciendo
Y algo
Ya entiendo en su musitación.
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

LA VEGETACIÓN COMO FACTOR DE IDENTIDAD URBANA


EN CONCEPCIÓN1

Roberto Lira
Arquitecto

Introducción: La ciudad 365


En una época en que se amplía la importancia de las ciudades, éstas debe-
rán competir por ofrecer crecientes posibilidades para el desarrollo de sus
habitantes y sus instituciones. Será cada vez más necesario que ellas ofrez-
can oportunidades de inversión y calidad de vida para que sus habitantes
encuentren un entorno que les permita competir ventajosamente. Este
nuevo rol de las ciudades implica que ellas deberán destacarse por su ca-
rácter, por ser únicas y diferentes, lo que fomentará y facilitará el sentido
de identidad y pertenencia de sus habitantes. Este sentido de pertenencia,
a su vez, dará impulso al compromiso de los ciudadanos respecto de la
creación, transformación y desarrollo de sus ciudades y de sus barrios, lo
que en definitiva implica un aumento de la participación y la democracia.
Encontrar entonces los elementos que conforman esa identidad que
desarrollan los habitantes con su ciudad, nos permitirá, eventualmente,
desarrollarlos y manipularlos para que se ajusten a nuestros fines. Enten-
der aquello que nos identifica con una ciudad nos permitirá comprender
cómo se siente la gente apegada a una determinada parte del territorio y
eventualmente, entender cómo lo aman.

El árbol
Cuando pedimos a los niños, a la gente en sus vecindarios, que dibuje un
entorno agradable, que dibuje su barrio tal como le gustaría que fuese o la
mejor parte de su ciudad, hay imágenes simples que se reiteran: flores, ár-
boles, casas y áreas verdes en un paisaje. Es como si la imagen del entorno
deseado estuviera sintetizada en símbolos muy simples. De ellas destaca
siempre el árbol. Y es que éste, en todas las culturas, ha tenido un signifi-
cado trascendente, casi siempre relacionado con los mitos y la religión.
REVISITANDO CHILE

Los mapuches los consideraban “antenas” hacia otros mundos por medio
de los cuales podían hablar con poderes superiores; en Europa hay múlti-
ples árboles de carácter sagrado o cargados de respeto por la tradición:
Buda recibió su iluminación bajo un baniano.
En la actualidad, la imagen del árbol nos evoca la naturaleza, aquello
que es más puro o menos contaminado por las externalidades negativas
de la ciudad. Sin embargo, esta relación que hacemos es más un producto
cultural que una condición de nuestro carácter. Antes, en la Edad Media,
por poner un ejemplo, los bosques eran un símbolo de lo peligroso, de las
bestias y los bandidos. Hoy son un símbolo que resume las aspiraciones de
quienes, agobiados por la ciudad (o la sociedad), necesitan recordar la natu-
raleza, volver a sus ritmos, apreciar y gozar de su variedad y beneficios.

La identidad
En este documento sostenemos que el uso de la vegetación, particular-
mente de los árboles, en los espacios públicos puede ser –mediando un
366 adecuado diseño urbano y paisajístico– un importante elemento para de-
finir el carácter de una ciudad y la identidad de sus ciudadanos, creando
un sentido de pertenencia a un bajo costo relativo.
De acuerdo a Aristóteles, “las cosas son idénticas del mismo modo en
que son unidad (...) Es, por lo tanto, evidente que la identidad de cual-
quier modo es una unidad”. De ello podemos inferir que la idea de identi-
dad está unida a la idea de unidad.
Cuando decimos que nos identificamos con algo, establecemos un
juicio de valor en cuanto a nosotros mismos, en el sentido de que hay una
unidad entre aquello con que nos identificamos y nosotros: que ello y
nosotros, al menos en algún plano de comparación, somos uno.
Por otro lado, identificar es “hacer que dos cosas que en realidad son
distintas aparezcan y se consideren como una misma”.
Al declarar que nos identificamos con una ciudad, por ejemplo, im-
plicamos que nosotros y la ciudad, en un cierto aspecto, somos lo mismo.
Estamos diciendo que nuestra identidad, aquello que nos hace individuos
únicos, tiene, entre muchos otros aspectos de nuestro carácter y experien-
cia, incorporada la idea de que esta precisa ciudad es nuestra, que crecimos
en ella y en ella desarrollamos nuestra imagen del mundo y que, por eso,
nos sentimos pertenecientes a ella. Razonando en modo inverso, pode-
mos concluir que parte del carácter de la ciudad, la manera como es, tam-
bién se entiende por la identidad de sus habitantes.
Cuando hablamos de ciudades que tienen más o menos identidad,
en realidad nos estamos refiriendo a su carácter, a los elementos de ella
que ayudan a distinguirla de las demás, a las características (las señas, las
marcas) que nos permiten formarnos una imagen, un “mapa mental” de
su forma y contenido, el que debe ser claro y compartido por sus habitan-
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

tes. La identidad, en tanto sentimiento de unidad con la ciudad, a su vez y


en este contexto, se forma en las personas a partir del entorno en que les
toca crecer y vivir.
Las características que hacen única a una ciudad determinada tienen
que ver con su arquitectura, sus calles, la forma de su trazado, sus espa-
cios abiertos, el entorno natural y la manera como se comporta su gente.
Ciudades como Valparaíso, por ejemplo –la que todos concuerdan tiene un
gran carácter–, basa su distinción en cómo su trazado urbano se organiza
para mirar al mar en consonancia con su entorno natural, cómo su arqui-
tectura ha asumido su relación con el entorno y cómo sus calles serpentean
entre cerros y edificios de una manera que la hace única entre las ciudades
chilenas. Cualquiera que haya visitado Valparaíso, aun fugazmente, guar-
da una imagen nítida de ella, lo que no se puede decir de muchas otras
ciudades del país. Un ejemplo más simple es el de Villa Alegre, en la región
del Maule, cuyas casas coloniales –protegidas como patrimonio– y los na-
ranjos que delinean prácticamente todas sus calles, hacen de ella una ex-
periencia urbana perfectamente distinguible de todas las demás y propor- 367
ciona a sus habitantes un sentido de pertenencia y orgullo.

La necesidad de identidad en Concepción


Por su particular rol en la Conquista, durante la guerra de Arauco y el
primer siglo de nuestra vida independiente, Concepción y su gente tuvie-
ron una condición distinta ya desde la Colonia. Sin embargo, el desarrollo
del país puede amenazar seriamente sus posibilidades de mantener un ca-
rácter propio. Nuevos roles, diversificación, crecimiento económico, atrae-
rán, cada vez más, a nuevas poblaciones e inversiones que transformarán
paulatinamente el espacio urbano. En este proceso no debemos perder las
características positivas que hoy tiene. De especial cuidado es la arquitec-
tura que estamos impulsando y la calidad de los espacios públicos que se
crearán: es decir, el paisaje urbano. La manera en que desarrollemos este
último, sostenemos, puede determinar en forma relevante el carácter de
nuestra ciudad (y de allí la identidad de sus habitantes) o –si es que sólo
importamos modelos de otras ciudades sin crear algo que nos sea propio–,
por el contrario, puede igualarla a muchas otras.
En una época de globalización, en que la ciudad deberá ser cada vez
menos dependiente de la capital, en que deberá abrirse a otros horizontes
de relaciones con el mundo, ella no sólo deberá ser más competitiva sino,
también, más acogedora. Deberá ofrecer una mejor calidad de vida y sus
habitantes deberán tener un sentido común de desarrollo.
Concepción nunca competirá con Santiago en razón de su tamaño y
de la organización administrativa del país. Debe, en cambio, ser metrópo-
lis de la zona centro sur –desde Talca hasta Puerto Montt– y extender su
influencia como lugar para trabajar, para hacer negocios, para vivir y visi-
REVISITANDO CHILE

tar. Por otra parte, el corredor bioceánico entre Bahía Blanca, en Argenti-
na, y Talcahuano abre enormes oportunidades para que Concepción se
transforme en un centro de transferencia y de negocios a nivel continen-
tal. Para que ambos destinos ocurran, la ciudad debe brindar un entorno
de calidad, debe tener una presencia clara, un carácter. Debe ofrecer a sus
habitantes y a quienes nos visiten, además de posibilidades de desarrollo
económico, las oportunidades de recreación y de encuentro con otros ha-
bitantes que la transformen en un centro destacado. Si queremos, por
ejemplo, que las casas centrales de las empresas se instalen en Concep-
ción, la ciudad no sólo debe ofrecer facilidades para los negocios sino tam-
bién espacios para el desarrollo de las familias que se radiquen en ella.
Muchos alegan la falta de identidad de Concepción (aunque, como
ya dijimos, deberían referirse a su carácter). ¿Pero es esto cierto? No es tan
claro. Su entorno natural es de los más distintos del país. Ríos, cerros,
bahías cercanas, cinco lagunas urbanas, su particular disposición en el valle
de La Mocha, el trazado en damero del centro de la ciudad, los nombres
368
indígenas de sus calles, contribuyen a formar en la mente de sus habitan-
tes y de quienes la visitan una imagen bastante distinguible.
Lo que reclamamos del carácter de Concepción es una arquitectura
que se relacione mejor con el entorno, hitos urbanos mejor aprovecha-
dos, una mejor relación del trazado urbano con los elementos de un paisaje
elocuente, calles que sirvan más al peatón, al juego de los niños, al encuen-
tro de sus habitantes, que al automóvil (al que el paradigma de la moderni-
dad ha entregado gran parte del espacio urbano). Si bien a la escala de la
ciudad hay elementos que la hacen distinguible, falta un carácter propio en
cada barrio. Éstos los hemos construido pensando más en soluciones habi-
tacionales que en la creación de un entorno en el cual la gente se relacione
con otros, con los que se sienta hermanado y, por ese camino, se sienta
parte de un destino común. Los barrios son el lugar por excelencia de la
socialización, especialmente de los niños. Es allí donde se aprenden los
usos sociales, donde los valores se consolidan, donde las ideas comunes
respecto del grupo ciudadano se establecen. El lenguaje, los dichos, las
modas, los gustos, el respeto por los demás, se establecen en la interacción
que se produce desde niño en la calle. Es decir, donde principalmente se
crea la identificación con el grupo social.

La vegetación en el paisaje urbano de Concepción


Es poca la arquitectura que nos queda luego de los terremotos y la picota
de tantos que han querido hacerla una ciudad “moderna”. Pero tenemos
un entorno natural que pocas ciudades en el mundo tienen y también
una vegetación urbana que, cuidada, protegida y, sobre todo, aumentada,
puede ser, a bajo costo, una fuente de carácter e identidad para la ciudad.
Hay una potencialidad enorme en la vegetación para lograr el carác-
ter de la ciudad que pedimos. Basta notar los fresnos que delinean (ya
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

cada vez menos) la calle Collao y que nos recuerdan que allí estuvo la
entrada principal a Concepción. O cuatro inmensos acacios que marcan
en Lonco lo que fue la entrada al fundo Loncomilla. O el enorme pimien-
to en calle Ongolmo al llegar a Manuel Rodríguez, que es testimonio de
una gran arboleda que se extendía hasta la laguna Las Tres Pascualas.
También los tilos de la Plaza de Armas, el florecer de las camelias y los
magnolios que anuncian la primavera y los hermosos árboles del Parque
Ecuador que sólo aparecieron para la ciudad cuando se consolidó el par-
que hasta la calle Arturo Prat.
Sólo luego de los años sesenta se comenzó a hacer plantaciones más
sistemáticas de árboles en las calles de la ciudad. Hoy ya tenemos calles
características por sus arbolados, aún jóvenes, como es, por ejemplo, Cha-
cabuco con sus liquidámbares. Sin embargo, vemos con qué facilidad se
talan los árboles –nuevos y viejos– al menor pretexto. Al respecto es bue-
no considerar que según el Departamento de Aseo y Ornato municipal,
anualmente se planta mil árboles, de los cuales sobrevive un 25%. Pero
también se pierden cien árboles maduros, muchos de ellos por tala (a ve- 369
ces sólo porque un vecino lo pide). Sumando y restando, al año cambia-
mos cien árboles grandes que dan sombra y carácter a su entorno por
doscientos cincuenta árboles de dos metros de altura y un centímetro de
tronco.
Promovemos la idea de que la ciudad debe adoptar una política sobre
su paisaje urbano.
El paisaje es aquello que abarcamos con la mirada y que tiene una
textura visual distinguible. Así, la búsqueda de un paisaje urbano cohe-
rente debe principalmente incorporar la arquitectura y el elemento vege-
tal de la ciudad, en especial los árboles.
Un fuerte carácter de la ciudad, democráticamente generado, debe
ayudar a cohesionar al grupo social en que vivimos en torno a ciertos
valores comunes, a cierta manera de entender las relaciones sociales. Un
aumento en el sentido de pertenencia producido por esta identificación
con la ciudad y con el barrio debe desarrollar un mayor compromiso con
su destino.

Conclusión
Hemos hablado de identidad y carácter. A mi modo de ver, las ciudades no
tienen identidad sino carácter. La palabra carácter viene del griego “gra-
bar” y se refiere a la marca, al sello que se pone en algo. El carácter, la
forma distinta de la ciudad, se la vamos dando con nuestras obras arqui-
tectónicas, con su diseño y paisaje urbano. Cuando decimos que una ciu-
dad tiene carácter, estamos diciendo que su marca, su forma y la disposi-
ción de sus elementos, visibles e invisibles, la diferencian de otras ciudades
y nos permiten formarnos una imagen mental clara de lo que ella es.
REVISITANDO CHILE

La identidad, por su parte, se forma en las personas y es la relación


que adquieren en su personalidad con la ciudad. Ciudades con un carácter
distinguible ayudan a que las personas se identifiquen con ella, puesto
que promueven en sus mentes una imagen clara y diferente de otros luga-
res. Más aún, si la forma de la ciudad es buena, si es hermosa, si permite el
desarrollo de los individuos, ello promoverá el orgullo por el lugar en que
se vive y será parte de su identidad
Hemos sostenido, también, que Concepción se halla en una etapa de
su desarrollo en que necesita proteger y aumentar aquellos elementos
que le son característicos. En este sentido, hemos propuesto el uso de la
vegetación como modo barato y de alta potencialidad para definir la ciu-
dad que queremos. Por ello sostenemos que deberá avanzarse en el desa-
rrollo de una política paisajística para la ciudad, es decir, relacionando ade-
cuadamente los diferentes espacios públicos con plantaciones específicas.
Esto implica realizar estudios respecto a nuevas especies y al uso que se les
puede dar. Ello deberá servir de guía para que las nuevas intervenciones
370 que hagamos en esta materia mantengan una coherencia tal que dé a la
ciudad un definido carácter que promueva la identidad de sus habitantes
y, por este medio, el cariño y el compromiso con su desarrollo.

1. Este trabajo basa su estructura en el documento “Identidad urbana y vegetación en Con-


cepción”, publicado originalmente en la revista Urbano, año 4, Nº 4 del Departamento de
Planificación y Diseño Urbano de la Universidad del Bío-Bío.
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REVISAR LA MULTICULTURALIDAD DESDE


LO FEMENINO Y LABORAL

Juana Paillalef
Directora Museo de Cañete

L a fecha conmemorativa que se celebra no se ajusta con lo que, como 371


pueblos originarios de América, hemos venido reflexionando desde antes
de la celebración del quinto centenario. Sin embargo, el tema planteado,
que a nivel país ya ha suscitado algunas reflexiones, nos lleva a pensar
sobre la responsabilidad que nos cabe como mapuche ante esta celebra-
ción, y a preguntarnos ¿quiénes son los que realmente celebrarán este
Bicentenario? o ¿en qué circunstancias nos encontramos frente a este
nuevo proceso histórico a que nos volvemos a enfrentar? Éstas y muchas
otras interrogantes se suscitan y todas las reuniones planificadas serán
insuficientes para reflexionar profundamente acerca de ellas. Las posibles
respuestas serían tan diversas como lo que somos hoy; entre mitos, iden-
tidades e historias imaginarias frente a las diferencias profundas con las
cuales coexistimos en nuestro diario vivir.
No obstante, pienso que los temas que se discutan en cada uno de los
foros que se han realizado a lo largo del país sin duda darán luces para ir
construyendo un futuro entendimiento al interior de nuestra sociedad
multicultural. Es una buena oportunidad para reflexionar respecto a los
aspectos que nos conciernen como grupo humano perteneciente a dife-
rentes sectores de este territorio diverso, conformado por personas de dis-
tintos orígenes, lenguas, gustos, anhelos, sueños, generaciones, desempe-
ños, que en su conjunto conforman una amplia diversidad en esta parte
de Chile y en el territorio mapuche.
Por lo anterior es que comparto los mismos temas pero que se viven
y se sienten diferentes, porque son vivenciados desde la ventana o el mi-
rador del Ser Mujer Mapuche en el comienzo de este siglo XXI y habiendo
vivido los últimos años del XX. Esta experiencia dice relación con un perfil
de persona que no concuerda con el prototipo esperado por la sociedad
REVISITANDO CHILE

chilena tras la aculturación producida por medio de sus instituciones e


inculcada tempranamente desde la escuela en su proceso de formación de
ciudadanos aptos para servir al país.
De esta forma, me vienen a la memoria eventos de mi vida en los
que no lograba asimilar o equilibrar lo inculcado desde la familia con aque-
llas enseñanzas que se impartían en el aula. No existía correspondencia
en los valores, en los objetivos, en los modelos de niño o persona a for-
mar; se enseñaba sin ningún tipo de cuestionamiento, sólo porque es lo
oficial, subestimando lo propio; tu propia identidad. En resumen, la edu-
cación que se entregaba difería de la que día a día recibía de mis ancestros
y que ellos consideraban culturalmente correcta para las futuras genera-
ciones mapuche. Así y entonces, comencé a sufrir las primeras persecu-
ciones y discriminaciones, sólo por ser diferente.
Como mujer mapuche y madre, se me hace difícil poder explicar el
sentimiento que este fenómeno produce en nuestros corazones; sin em-
bargo, hoy soy capaz de sobreponerme a la adversidad del pasado y com-
372 prometerme en una labor que permita revertir esas situaciones, de modo
que en un futuro próximo no exista en nuestra sociedad niña, niño, jo-
ven, mujer, hombre, anciana o anciano que sea discriminado sólo por ser
diferente.
Conocidos son los conceptos que socializaron profesionales egresa-
dos de las universidades y que tienen que ver con teorías y/o ideas respec-
to de las “altas y las bajas culturas”. Conceptos que las naciones fueron
asumiendo y fomentando por medio de la institucionalidad instaurada
desde la época de la Colonia y que nos llevó a la casi desaparición del “ser
indio y sentirse indio en nuestro propio territorio”. Sin embargo, las ense-
ñanzas aprendidas desde la pedagogía familiar a través de los relatos (epew),
consejos (ngülam) y dichos (piam), que la historia oral no ha dejado morir
y que la sociedad nacional nos inculca como mito, son los que me han
dado y dan a los mapuche, nuestra identidad y fortalecen nuestra vida y
nuestro Ser Mapuche.
Así fui formada, y así es como he debido enfrentar la vida tanto en la
niñez como en el ámbito laboral, escuchando frases como: “con la educa-
ción serás otra persona”, “tienes que salir de esta sociedad atrasada”. Con
los años me he dado cuenta de que ser otra persona no implica cambiar tu
corazón ni tu pensamiento, tampoco hacerte enemiga de tus orígenes e
identidad. Debo confesar que un buen motivo para no dejar de ser lo que
soy y de donde obtengo la fortaleza para seguir en esta lucha, es y ha sido
mi familia.
Como profesional de la educación, he tenido la oportunidad de rela-
cionarme no sólo con las aulas sino también con instancias culturales ofi-
ciales como son los museos. Esto me ha permitido involucrarme en este
ideario cultural y educacional creado por la sociedad occidental, y consta-
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

tar las verdaderas representatividades y oportunidades que tenemos al


interior de ella como miembros de un pueblo culturalmente diferente.
Nace en mí, entonces, la necesidad de buscar formas y medios para abrir
los espacios y conjuntamente, desde las fortalezas que me proporciona mi
cultura ancestral, contribuir en la construcción de una sociedad multicul-
tural.
Valoro las políticas que crean estas instituciones para salvaguardar el
importante patrimonio material de pueblos extintos o en vías de extin-
ción, en virtud de las cuales adquieren, conservan, investigan, comunican
y exhiben estos testimonios, con el propósito de estudio, educación y de-
leite, entre otras aseveraciones que define ICOM (International Conci-
lium of Museum) respecto de los museos.
Se preguntarán ¿cómo compatibilicé estas prácticas exógenas a mi
cultura con la formación recibida en mi niñez desde el interior de mi fami-
lia? ¿Qué siento al ver que los objetos que utilizamos diariamente en nues-
tros hogares y actualmente en nuestras ceremonias se exhiben en un museo
como algo perteneciente a un pasado ya inexistente, siendo que son patri- 373
monio de un pueblo activo y vigente?
Todos nuestros objetos patrimoniales, así como nuestra filosofía, reli-
giosidad y cosmovisión –nuestro valioso patrimonio cultural intangible–,
tienen una razón de ser particular al interior del mundo mapuche y que
sólo es posible de entender desde una mirada “de lo mapuche” y de des-
cribir a través del lenguaje originario de la tierra –el mapudungun.
No debemos olvidar que un museo es una institución que comunica
y fundamenta teorías para aportar a las ideologías de las sociedades domi-
nantes y no a la de los pueblos que exhibe en sus vitrinas.
De tal manera me involucré con estos sentimientos que prioricé mi
camino hacia la educación. Debo reconocer que en un principio me sentía
extraña al verme en una vitrina y más aún cuando me fui dando cuenta de
que yo también era parte de una institución colonizadora que socializaba,
comunicaba, exhibía nuestra cultura en forma distorsionada y desde una
perspectiva totalmente occidental, sin participación de nosotros los mapu-
che en los guiones y puesta en valor del conocimiento, de la filosofía y
sabiduría que aún practicamos al interior de nuestra cultura.
Lo referido en el párrafo anterior está en tiempo pretérito no por
casualidad, sino, y lo destaco, por el nuevo enfoque asumido por algunos
museos que conservan patrimonio de pueblos originarios en Chile y en
otras partes del mundo. Hoy existe una forma diferente de proyectar estas
instituciones, más moderna, contextuada y participativa, permitiendo de
esta manera salvaguardar la historia, esa historia profunda y verdadera, la
que no siempre es contada en los libros.
Este nuevo panorama de las políticas en los museos me ha permitido
cumplir con los actuales requerimientos que la institución propicia y al
REVISITANDO CHILE

mismo tiempo abrir los espacios de participación a quienes son los autén-
ticos propietarios del patrimonio cultural que conserva el museo. De igual
modo, para que se replanteen y cuestionen los diversos hechos históricos
que permanecen en la memoria de sus protagonistas y que de alguna
manera han aportado a la creación de una identidad en este rincón de
Chile.
Pero esto no es suficiente si queremos alcanzar una sociedad caracte-
rizada por una valoración multicultural. Debemos asociarnos a la educa-
ción formal y a los medios de comunicación para llevar a buen fin nuevas
y positivas relaciones que fomenten un futuro con respeto a la diversidad
en todas sus expresiones. Así podremos preparar a nuestros niños y a nues-
tras futuras generaciones bajo conceptos y prácticas de respeto multicul-
tural en donde haya espacios para mujeres, hombres, ancianas y ancia-
nos, jóvenes, niñas y niños, urbanos, rurales, indígenas y no indígenas,
relacionando nuestra vida con el patrimonio natural, ya que somos hijos
de la tierra; ella nos recibe cuando arribamos a este planeta y también nos
374 acoge cuando partimos.
Un museo debiera incluir estos componentes intangibles del patri-
monio de los pueblos, de modo que se convierta en un centro cultural
amplio y diverso, que convoque e incorpore la realidad histórica y cultu-
ral local, que impulse el encuentro entre el Ser y su entorno social, histó-
rico y cultural, para así concebir un nuevo paradigma que cree conciencia
y futuro a partir del pasado.
Tal como lo dije anteriormente, el ser una mujer que tuvo la suerte
de nacer en tierras mapuche, escuchar junto a mis hermanos alrededor de
un mate de otoño las historias de los abuelos, relatar esas mismas historias
a mi hija en las prácticas cotidianas y domésticas, es lo que me fortalece y
permite continuar con esta tarea.
Estoy convencida de que ese conocimiento debo compartirlo con to-
dos aquellos que quieran y estén dispuestos no sólo a escuchar sino tam-
bién a difundir la identidad que nos une y nos enriquece en la diversidad,
y a aprender de esta manera a ser diferentes y vivir juntos, porque ésta es
la gran tarea y responsabilidad que nos corresponde a cada uno de noso-
tros más allá de nuestras válidas diferencias.
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

VI. EL SUR

Vamos pasando, pasando 375


la vieja Araucanía
que ni vemos ni mentamos.
Vamos, sin saber, pasando
reino de unos olvidados,
que por mestizos banales,
por fábulas los contamos,
aunque nuestras caras suelen
sin palabras declararlos.

(Gabriela Mistral en Poema de Chile, 1985)


REVISITANDO CHILE

376
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IDENTIDADES COMPARTIDAS. EXPERIENCIAS MILENARIAS


EN LOS BOSQUES DEL SUR DE CHILE

Ximena Navarro
Arqueóloga

A lgunas de nuestras representaciones identitarias nos rebotan con inten- 377


sidades débiles o más diluidas quizás por el desuso y como si se tratara de
un rompecabezas dificultoso de armar vemos que no todas las piezas las
conocemos bien, de manera que estos pedazos de recuerdos, o “compo-
nendas” de historias fragmentarias llegan a nosotros(as) y poseen distin-
tas significaciones para cada grupo de nuestra sociedad. Abordaré algunos
de los antecedentes que me parecen esenciales en la formación u origen
de nuestra identidad y que provienen de tiempos lejanos, de muchísimos
siglos atrás, no lo suficientemente distantes como para no integrar otro
referente sustentado de modo férreo en un pasado menos lejano y que
pertenece a las culturas originarias. Un pasado en el cual podemos apren-
der a reconocer elementos que, más que distanciarnos, alimentan una
discusión sobre lo diverso que hemos sido y somos, y que en suma nos
entrega un espejo para mirarnos y reconocernos en lo que nos hemos
convertido como nación pluriétnica. Esto es, que nos concilia además con
el respeto por los “otros”.
Esta tarea ardua pero necesaria hay que emprenderla para construir
nuestra historia, asumiendo que se debe entender el eje del pasado e inte-
grar una historia compartida con muy diversos actores sociales, con otro
tipo de conectores y racionalidades de membresías culturales que a las
que estamos acostumbrados. En este sentido, este cambio de giro mismo
representa un desafío muy atrayente.
Sabemos que con la globalización se han ido declinando las identida-
des culturales, pero, mientras más profunda es ella –y la estamos sintien-
do con toda fuerza ahora– más intensa se hace también la búsqueda de las
particularidades en las comunidades. Ello se manifiesta en un apego más
íntimo con sus espacios locales, con sus reductos vitales, cotidianos. Es
REVISITANDO CHILE

una necesidad de contar con una reserva cultural. Se buscan así las iden-
tidades étnicas, surgen nuevas, se hacen manifiestas las de género brotan-
do nuevas bandas sociales. En ellas se dan naturales redesplazamientos de
los ejes de posicionamiento hacia el pasado, hacia la definición de espacios
territoriales actuales y de otrora, y hacia la defensa del patrimonio cultu-
ral colectivo.
Mi hábitat laboral, mi nicho, es el pasado, donde funciono y me in-
miscuyo disciplinariamente, estableciendo como principio articulador el
aseverar que son las experiencias de este pasado las que no se deben ni
pueden obviar. La modernidad trata de hacer invisible el recuerdo de lo
anterior, no funcional a nuestras vidas, por ello me preocupa la visión
preestablecida y no reflexiva de muchos de nuestros conciudadanos cuan-
do muy simplemente argumentan que el pasado no tiene importancia,
que no existe, o lo mantienen ignoto, extraño o exótico. Hay que superar
esa imagen, ese prejuicio arraigado y la mirada mediocre de establecer
aquél como algo lejano e inherente a sociedades prehispánicas que no nos
378 tocan, que se nos tornan tan exóticas y diferentes que nos es fácil olvidar
porque no nos conmueven, no nos identifican. Es decir, hemos ido esta-
bleciendo con las mismas una suerte de teleologismo cultural a pesar de
que ellas están aquí presentes, respiran, piensan, crean y viven en la cul-
tura mapuche, pehuenche o huilliche.
Tenemos mucho aún que aprender del pasado, falta mucho aún por
conocer, sobre todo debemos ampliar el grado de tolerancia para aceptar-
lo, para encontrar las matrices en las que nuestros antecesores aprendie-
ron a recorrer, a percibir, a habitar y a hacer suyo este espacio geográfico
lluvioso que hoy nos acoge. Estamos aquí hoy gracias a que las culturas
que nos precedieron mantuvieron una convivencia común y armónica de
larga data con los ecosistemas de bosque, en todas las expresiones que
tiene el bosque templado lluvioso. Analizaré la relación con los espacios
como una primera fuente de conformación de identidad. La conquista del
territorio por parte de los primeros pobladores del sur de Chile tuvo un
carácter de seducción dialógica entre el espacio natural y nuestros antepa-
sados originarios.
¿Cómo se produjo allí en el pasado prehispánico la constitución del
tejido social y cultural? ¿Cómo podemos reconocer la conformación y di-
ferenciación de identidades entre grupos societales?
No es tarea fácil, los arqueólogos eludimos muchas veces estas pre-
guntas por lo arduas y complejas que son, por lo exiguo de los referentes
concretos que podemos encontrar y recuperar de la tierra y otros obstácu-
los que nos desmotivan de seguir. Por ejemplo, el escaso impacto que tie-
ne este conocimiento en la vida cotidiana. Tal vez uno de los factores esen-
ciales para entender la constitución de identidades colectivas, no sólo en
el sur, es redescubrir cómo se fueron estableciendo los vínculos persona-
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

les y colectivos con el entorno natural. Cada colono que llegó a habitar el
sur en los períodos prehispánicos se fue haciendo parte del espacio y al
conocerlo lo fue respetando y sacralizando. Así se crearon tipos de relacio-
nes múltiples, algunas de las cuales han llegado hasta nuestros días como
expresión de las culturas originarias que aquí también aún habitan.
Es decir, este esencial conector de espacio, anclaje a una realidad
particular del sur de Chile, fue el que experimentaron y crearon los pri-
meros ocupantes de este territorio y que se transmitió a los siguientes y a
los restantes, a los descendientes de descendientes, constituyendo la tra-
ma racional del actual colectivo y la trama del sentir íntimo y perceptivo
construido en y con el bosque templado lluvioso, de araucaria o pehuén,
roblino, siempreverde, de tepuales, de alerces y cipreses. Estas conexiones
profundas que se pierden en el tiempo en esos entornos boscosos fueron
dando paso a las expresiones simbólicas, a las creencias y a las identidades
más profundas, que se ha ido esparciendo y legando generación tras gene-
ración hasta llegar con algunas de sus expresiones a las actuales comuni-
dades humanas sureñas. 379
Los primeros habitantes organizados en grupos familiares llegaron a
explorar el valle de Puerto Montt, posiblemente siguieron más al sur has-
ta Chiloé, habitado por grandes elefantes o mastodontes, entre otras espe-
cies. Este bosque siempre verde les proporcionó plantas medicinales, el
alimento y materias primas y les fue nutriendo de cogniciones, imágenes
y representaciones de mundo. No es casualidad que en Monte Verde, un
sitio paleoindiano cercano a Puerto Montt, se reconocieran las primeras
evidencias de actividades ceremoniales que se tienen de habitantes del sur
de Chile. Allí se creó por primera vez una arquitectura de madera nativa,
y se celebró rituales de curación y/o iniciación como lo fundamenta su
principal investigador, Tom Dillehay.
En las cercanías del lago precordillerano Calafquén, Leonor Adán,
con su equipo de trabajo descubrió hace poco tiempo en un abrigo rocoso,
Marifilo, la ocupación más temprana que se conoce en el área después de
Monte Verde, que dataría de 9.500 años atrás. Probablemente fueron los
volcanes, Villarrica, Quetrupillan, Llaima, los grandes lagos, Villarrica,
Calafquén, los que constituyeron en ese entonces los conectores principa-
les de esos colectivos humanos. Estos antepasados, más recolectores que
cazadores, fueron construyendo un modo de vida con una racionalidad
distinta a la que hoy nos dirige, una que no estuvo seguramente estructu-
rada para satisfacer necesidades básicas para la sobrevivencia sino susten-
tada en alimentar su espiritualidad. Y en este habitar, conversaron con el
ambiente, con los seres protectores en los que creyeron (y que son habi-
tantes también de los mismos espacios), y crearon lazos muy fuertes de
pertenencia. Hoy la cultura mapuche persiste en mantener sus bosques
pues allí habitan los ngen protectores del bosque, del agua. No sabemos
REVISITANDO CHILE

bien cuáles fueron todas las manifestaciones que les permitieron a los pri-
meros pobladores representar su identidad frente a otros, o cómo se dife-
renciaron en sus grupos, pero sí ha quedado algo de estas diferenciaciones
simbólicas, funcionales y estéticas entre hombres, mujeres y niños. Ahí
empezaron a formalizarse engranajes simbólicos que se imbricaron con
un entorno especial a través de un ancestro común que habitaba en ríos,
pantanos, bosques, agua o cerros, fundantes de los mitos de origen.
Estos descendientes de los cazadores y recolectores iniciales consoli-
daron definitivamente sus experiencias e instauraron una nueva zona en
la costa, inauguraron un modo de vida pescador y canoero. Allá los espa-
cios simbólicos, sobre todo los de la muerte, formaron una unidad expre-
siva de identidad amplia y extendida entre la precordillera y en la costa.
En el Calafquén, en el mismo alero Marifilo, mucho tiempo después
un niño de alrededor de 6 años murió y fue enterrado en el mismo espa-
cio que sus antecesores ocuparon originalmente. Hace 6.400 años a.C. fue
puesto en posición encogida, con un ajuar funerario de dos piedras, un
380 raspador y restos de fogón en su pectoral. Mientras, grupos costeros de
esta región, en el litoral de Valdivia, con menos de mil años de diferencia
compartían un ceremonial de entierro (hace 5500 años atrás) semejante
pero para un hombre adulto pescador y recolector marino. Fue enterrado
totalmente encogido, enfardado y con su cuerpo pintado de rojo, mirando
hacia el este, lo acompañaba un ajuar de instrumentos de piedra y a su
alrededor, fogones.
En el golfo de Reloncaví, en Piedra Azul, cerca de Puerto Montt,
pudimos reconocer que también los canoeros de ese entonces tenían la
misma forma de entender el espacio funerario que los de la costa de Valdi-
via y los de la cordillera. En Piedra Azul, Nelson Gaete junto con varios
arqueólogos más desenterraron a tres pequeños niños de meses de vida
que se encontraban en posición fetal y enfardados. Uno de ellos portaba
un collar de dientes de zorro. Se trataba de una sociedad canoera especia-
lizada en viajar largas distancias y que conectó la costa de Valdivia con el
mar interior de Puerto Montt, llegando hasta los canales sureños, hasta
las Guaytecas, y quizá sus fronteras culturales pudieron ser más amplias.
Sobre todo, este demarcador de identidad se ve representado en la forma
de entierro, en el ajuar que acompañaba a los muertos, pero también en
otros vestigios sutiles, como colgantes o adornos. Algunos de estos demar-
cadores indentitarios los encontramos también en los grupos urbanos ac-
tuales, en vestimentas, colgantes o símbolos propios o compartidos. Cual-
quiera fuese el enclave donde se encontraran aquí en el sur, el bosque y el
agua (mar, lagos o ríos) no eran posibles de evitar y supieron en ellos
consensuar experiencias y también aprendieron a diversificarse.
La dinámica del tejido social y cultural del sur siguió nutriéndose en
los inicios de la era cristiana, cuando llegaron poblaciones nuevas que
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

trajeron primicias horticultoras y estéticas. Probablemente se fundieron o


mestizaron con los habitantes primigenios y sus diferencias se reconfigu-
raron y aparecieron otros signos nuevos. De esos momentos entendemos
mejor algunas de sus manifestaciones culturales pues sus vestigios son
mucho más numerosos y han quedado en toda la zona sur.
Posiblemente un centro fue la zona de Angol. Lo que sabemos es que
poblaciones nuevas, que no vivían nucleadas pero que se establecían alre-
dedor de lagos y ríos y que nombramos como Complejo Pitrén, continua-
ron desarrollando prácticas recolectoras, pero conjuntamente con sus vie-
jas tradiciones trajeron nuevas y fueron ganando espacios de consolidación
en la manera de hacer cerámica. Por sus herramientas sabemos además
que practicaban un tipo de horticultura, para la cual debieron despejar el
bosque. Esto implicó cambios en sus formas de residencia, en su estética y
en sus cogniciones.
Estas nuevas poblaciones dejaron múltiples expresiones de identidad
en su producción material, en sus formas cerámicas, textos que hasta hoy
nos llegan como fragmentos de narraciones de su forma de concebir su 381
mundo. Un mundo poblado de animales y plantas. Así, la cerámica se
convierte en un receptáculo y un reservorio de ese conocimiento, un sin-
tetizador de los seres con quienes estas poblaciones convivían.
Aquí entiendo a otro ejemplo de identidad en esas sociedades que
utilizaron la greda para representar a hombres, mujeres, músicos, anima-
les, sapos y guanacos o llamas. El espacio simbólico-ritual de estos coloni-
zadores hortícolas se llenó de representaciones en el ajuar acompañante,
el instrumental doméstico.
En las cercanías de Temuco, recientemente el by pass produjo un en-
cuentro con el pasado al desenterrar de manera fortuita las maquinarias
retroexcavadoras dos cementerios Pitrén, donde ceramios con pechos y
sexo femenino estaban enterrados. Algunos de estos fueron elementos
que formaron parte de un núcleo mayor de identidad colectiva cuyo ori-
gen estuvo en Llolleo, en La Zona Central.
La cerámica nos permite profundizar en estos caracteres de identidad.
Pitrén y El Vergel son dos de las expresiones de esta identidad. Vivie-
ron cercanamente, pero se diferenciaron aunque compartían modos de
vida semejantes.
Otra expresión fueron las pipas de cerámica y piedra, incluyendo
pipas comunales, que hasta hoy son construidas y reproducidas por arte-
sanos mapuche de la madera, o son copiadas en piedra o en cerámica. La
cordillera de Nahuelbuta por el norte y Ranco por el sur, en íntima inte-
racción con los ambientes lacustres y con la otra vertiente andina, ofrecie-
ron espacios que al parecer fueron los constituyentes de esa materialidad
identitaria de las sociedades hortícolas que se estableció entre el 100 y
1000 d.C. El Vergel fijó en su patrón funerario un trato diferencial de
REVISITANDO CHILE

mujeres y niños. Hasta ahora sólo ellas y los niños se han encontrado
enterrados en grandes urnas cerámicas, una forma de identidad de géne-
ro, que además inauguró otro tipo de demarcador al parecer de territoria-
lidad. Se trata de estatuas de piedra, pequeñas, una bicéfala, que aparecen
en lugares que no son cementerios.
Finalmente, antes de la conquista hispánica en la zona de Purén,
Lumaco, Traiguén, y Los Sauces, posiblemente coexistiendo con este Ver-
gel, surgieron nuevos articuladores de identidad, grandes ordenadores del
paisaje que requirieron despejar sectores amplios de bosque. Ya no fueron
simples diferenciadores de edad, o de función y de género, fueron símbo-
los monumentales de grupos posiblemente muy numerosos. No se trata
de señales sutiles para que las identificara sólo el grupo al que pertene-
cían, sino que son montículos artificiales de tierra que se ven desde kiló-
metros y que pudieron ser observados y entendidos por muchas personas
y grupos cumpliendo una forma de delimitar territoriales culturales. Son
los llamados “cueles” o cerritos construidos en sectores elevados. Si nos
382 paramos sobre uno de ellos podemos tener una panorámica de otros más.
Dillehay propone que están alineados, que representaron una ordenación
del espacio ritual y que según los ancianos mapuche del sector habrían
sido lugares de iniciación de la machi.
Desde el destiempo, desde un espacio sureño que ya no es el mismo
porque en las últimas décadas ha sufrido radicales cambios, pero que aún
encierra componentes perdidos de esa fragmentada identidad nuestra, he
escrito estas líneas gruesas de pinceladas de identidad de más de 10.000
años y que se originan de lo macro, de lo vital, de la esencia, de la relación
con la naturaleza. Relación que empezó hace más de 13.000 años en los
bosques valdivianos, el mismo espacio donde arribó ésta, donde arribó la
sociedad occidental que a la vez también lleva ya casi doscientos años
siendo chilena. En este largo trayecto temporal podemos encontrar un
habitar humano y un espacio natural propio y otro humanizado, formas
diferentes de percibir, formas de construcción de realidades.
Estos modos expresivos de destiempos culturales le guste o no a la
modernidad siguen estando de alguna manera con y en nosotros y en los
otros pueblos como el mapuche, pehuenche y huilliche que comparten el
sur. También este pasado activo ha ido haciendo híbrida la modernidad
pura, aunque sea un atropello decirlo. Quizás estas diversas memorias
podrían nutrirse si se dan espacios de intercambio.
Sabemos que el mundo americano era ritual y mítico. Esto no se
puede enterrar completamente pues siempre, por cualquier circunstan-
cia, incluso aquellas relacionadas con el futuro y el desarrollo, el pasado
emerge y nos interpela a hacer un giro cualitativo tan trascendental, y
donde quizá las generaciones que vienen sean más sabias y pueblen de
estos dos elementos la cotidianidad para hacerla prevalecente.
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

Entonces lo chileno, la chilenidad es una cultura de varias bandas,


cazadora, recolectora, pescadora, horticultora, agricultora, además de ur-
bana. Es la moderna y la arcaica, la moderna y la formativa, es la suma de
todas ellas pues es la historia de nuestras formas de habitar y sentir el
espacio, de habitar y de crear, con el bosque, vínculos que aún no se des-
tierran de la memoria.

383
REVISITANDO CHILE

DE LA FRONTERA A LA ARAUCANÍA:
IDENTIDAD FRAGMENTADA

Jorge Bravo
Sociólogo

384 1. Desde el autor


Para abordar el tema de la existencia de las identidades regionales lo haré
en primer término desde mi condición de natural de Peumo –pueblo ubi-
cado en la Región de O’Higgins– que he ostentado como habitante hasta
los 13 años y que me acompañará hasta el momento anterior de la incons-
ciencia. Como dice el doctor Mario Quijada Hernández respecto de su ciu-
dad, “será curicano o curicano y amará su tierra hasta que muera”. Debo
agregar que como relegado político viví por 3 meses en La Ligua y que mis
estudios de Sociología con especialización rural me llevaron a conocer
profundamente el pueblo de Acomayo, capital de la provincia cusqueña
del mismo nombre. Habitando la pasión por los pueblos los he recorrido
una y otra vez desde la literatura, la historia, las visitas por motivos labo-
rales diversos, incluidos dos Pladecos y consultorías, o turísticos por los
pueblos y poblados de la Araucanía preferentemente en estos últimos die-
ciocho años. Esta experiencia pueblerina que fue impregnada desde la
infancia, fue recreada a partir primero de la literatura del descubrimiento
de Macondo, Comala y Lautaro y luego por la formación de cientista so-
cial que me ha entregado nuevos instrumentos.
Asumí, por así decirlo, la convicción de habitar un espacio-tiempo
irreductible en que el recuerdo, la interpelación cara a cara y el paisaje me
envolvieron en una identidad que sobrepasaba mi existencia individual.
Los deslindes propios “al morir el sol tras la montaña” canta Buddy Ri-
chard en una clara alusión a su natal Graneros… y yo canto, junto al
“Popo” Retamal, “Peumo, Peumo lindo del Cachapoal a La Cruz”. Los
hitos del territorio. El río que riega el valle en donde los paltos, naranjos y
limones aseguran la prosperidad compartida y el cerro ritualizado por la
festividad de la Cruz detiene el dominio candente de Satanás y más re-
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

cientemente las dudas de lo divino del movimiento laico de finales del


siglo XIX.

2. Desde la Historia de Chile


Las que reconocemos como historias de Chile son la expresión del predo-
minio hegemónico que el Estado ha realizado del territorio en aquello que
se ha denominado Estado portaliano, salvo los esfuerzos de historiadores
de formación marxista que sí se han preocupado de la historia sin historia,
los derrotados, los olvidados o las revoluciones fracasadas todas origina-
das en las provincias.
La consolidación de Santiago como centro neurálgico de la toma de
decisiones del país se expresa en el control de la producción de lo que
podemos llamar una historia oficial en que se han resaltado los rasgos que
uniformizan el país y en donde el territorio y la geografía han sido aborda-
dos como espacios a ordenar y regular según la conveniencia e interés de
la metrópoli, reproduciéndose en cierta medida el esquema colonial. El
acceso a la modernidad en países como el nuestro, Argentina, Uruguay y 385
Perú se concentró en la ciudad capital. Ellas acapararon los adelantos ur-
banísticos, educativos, culturales y sociales convirtiéndose en polo de atrac-
ción para los que aspiraban al progreso. La consolidación de la identidad
chilena está fuertemente relacionada a la institucionalidad política y de
defensa. En este aspecto opera una serie de símbolos que la “unifican” y
que generan un sentido nacional que se irradia a través de la burocracia
estatal (ministerios, instituciones de la defensa, ferrocarriles y educación),
que operan con una fuerte movilidad de su personal.
Después de todo, a lo largo de gran parte de la historia mundial, la
nación ha sido una construcción política y muchas veces, realizada me-
diante la fuerza y la violencia. Sugerente en este sentido es la historia de la
Región de la Araucanía que, a pesar de ser integrada al país en la década
de los ochenta del siglo XIX, en lo esencial reproduce el modelo de ha-
cienda en lo que es la explotación agraria y la fuerza de la represión co-
mandada por Trizano, que se abocaba a controlar a la “rotada”. Sin la
vocación de parte de los gobernantes por generar ciudadanía, acudir a los
símbolos unificadores en que Dios y la Patria se unen por ejemplo en el
culto a la Patrona del Ejército de Chile, la provincia ha sido el patio trasero
de la casa. Los movimientos obreros y sindicales golpearon muchas veces
la puerta de atrás consiguiendo al menos que en el papel (Constitución y
leyes) tengamos iguales derechos. Pero el centralismo es más fuerte hoy,
en la era mediática donde la metrópoli ya abarca un radio de entre 120
kilómetros hacia el noreste y más del 100 al sur; el resto sigue siendo un
territorio a colonizar por quienes controlan el capital, la opinión pública,
la burocracia estatal, los partidos políticos.
REVISITANDO CHILE

3. Desde la región
En relación a la identidad de la Araucanía, diremos, como en un slogan
político, que con cambiar su nombre anterior, “ganamos todos”. La Fron-
tera nos retrotraía a la tesis de Sarmiento referida a los conceptos de civi-
lización y barbarie. Por una parte, la civilización estaba representada por
los conductores del proceso llamado de pacificación, fuertemente aferra-
dos al dominio militar que en primera hora representaron los fuertes mi-
litares y posteriormente el establecimiento de los servicios públicos y co-
merciales que generaron las ciudades y pueblos. Por otra parte, los
araucanos, para los cuales en su futuro inevitablemente se predecía su
integración. “Es una feliz idea la del doctor Lenz, pues el curioso idioma
indígena está llamado a desaparecer en un futuro cercano, al mismo tiem-
po que se extinguirá la raza, o se asimilará a la población chilena” en Diez
años en Araucanía 1889-1899, de Gustave Verniory. Y la naturaleza indómi-
ta representada por la crudeza del clima y el bosque austral en palabras de
Fernando de Santiván “se comía la cultura de los hombres llegados de
386 otras lo habitaban”.
La fragmentación territorial que dio como resultado el proceso de ra-
dicación de tierras indígenas con la entrega a propietarios de diversa índole,
dio pie a la preservación de reductos culturales de reproducción social y de
manifestaciones tradicionales de los colonos de origen europeo. Entre los
más reconocidos, el poblado de Capitán Pastene, la presencia suiza en
Victoria y Traiguén como también de la cultura mestiza chilena (Renaico,
Angol, Villarrica, Gorbea). A esto se debe la profileración de historias loca-
les con particularidades, de relaciones interétnicas que encontramos en la
región debidas a las dificultades de comunicación vial que sólo a partir de
la década del setenta se han venido superando.
Según la Geografía IX Región de La Araucanía, editada en 1985 por el
Instituto Geográfico Militar, “la actividad agrícola ha sido la principal or-
denadora del espacio y de la distribución de los habitantes de la Región,
en función de la mayor o menor calidad de los suelos o de las aptitudes
que presenta para un determinado cultivo”. La fuerte impronta que tuvo
la actividad cerealera, ganadera y forestal no sólo se irradiaba hacia lo
económico sino también la impronta sociocultural de la región, hasta los
años sesenta. Sólo con el crecimiento urbano de la región, la ciudad de
Temuco, asociada a los servicios y comercio acentuará una dicotomía re-
presentada por una ciudad caracterizada por ser un polo de atracción que
concentra al sistema financiero, un comercio moderno y una amplitud de
servicios que la convierten en un centro de operaciones empresariales
para una amplia zona geográfica que va de Los Ángeles al sur, pese a
carecer de un número significativo de industrias.
La Región de la Araucanía ha adquirido personalidad con el adveni-
miento de los gobiernos democráticos que han asociado el concepto de la
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Araucanía con el de la araucaria como árbol milenario que crece en un


ecosistema único y protegido, proveedor de alimentos de los ancestrales
pehuenches. Se supera la oposición sarmientiana reconociendo en la cul-
tura mapuche una convivencia con los bosques, ríos y lagos que debemos
preservar.
En oposición a la IX Región de los intendentes militares, que era un
constructo administrativo en que los mapuches fueron considerados un
exotismo que podría convertirse en una ventaja comparativa, la Arauca-
nía de hoy es un territorio promisorio para las elites que generan opinión
en el que convergen “todas las sangres” llamadas a vencer los límites y las
diferencias culturales y sociales en pos de un proyecto común que hará
posible conciliar el dinamismo de la capital regional y las comunas lacus-
tres de Villarrica y Pucón, con el atraso y abandono de las restantes 28
comunas de la región.
Pero la emergente identidad regional interactúa con la que es repre-
sentada por las comunidades resultantes del proceso de radicación indígena
y la identidad pueblerina. En las comunidades que he tenido la oportuni- 387
dad de conocer desde la perspectiva de la historia oral, la época prerreduc-
cional es más bien difusa y colindante con el relato mítico. Como me dijo
una lafñien amiga “porque nos quiere conocer ahora que somos pobres”.
La situación contemporánea para los mapuches es vista como desmedra-
da, se caracteriza por las carencias y dificultades para poder alcanzar a lo
menos una situación de subsistencia, lo que ha generado una fuerte mi-
gración campo-ciudad desde los años 30 del siglo pasado. “Originalmente,
una reducción era un grupo de parientes y seguidores de un jefe a quie-
nes, por su intermedio y en su nombre se les otorgó cierto territorio” (La
vida en mediería, de Milan Stuchlik). La denominación de comunidad ha
reemplazado al concepto de reducción, asociándose este cambio al cre-
ciente grado interrelacional con la sociedad nacional que tienen los gru-
pos mapuches rurales. La fuerte irrupción de las denominaciones evangé-
licas y pentecostales, la asignación individual de la propiedad de la tierra
hace que lo que prevalezca como identidad vinculante sean los lazos pa-
rentales para establecer quién es quién en lo intracomunitario, la perte-
nencia a la comunidad o sector en lo que son las relaciones con otras
comunidades o las entidades estatales o municipales y la pertenencia a lo
mapuche como origen común; reconocidos como rasgos propios presen-
tes en tanto condición de tal, independiente de vivir en el campo, la ciu-
dad o incluso en el extranjero.
El fortalecimiento de la institucionalidad municipal que propició el
régimen militar, que pasó por administrar subsidios, la salud y educación,
y que incluso consideraba un programa agrícola hacia los campesinos
mapuches y una organización comunal, no parece influir en que la pobla-
ción mapuche se sienta parte de la identidad comunal. Más bien existe
REVISITANDO CHILE

una vinculación con la identidad nacional reproducida desde el aparato


estatal, expresada en el vínculo con el sistema escolar, el servicio militar y
la permanencia fuera de la comunidad por motivos educacionales o labo-
rales que es lo más frecuente entre los jóvenes de ambos sexos.
En cuanto a la identidad pueblerina, primero en su génesis como
fuertes militares y posteriormente como punta de rieles, el pueblo es el
último reducto civilizatorio desde el cual los colonos y hacendados avan-
zan limpiando lo que fue en su origen la selva y comienzan la explotación
forestal, ganadera o cerealera. Los pueblos se consolidaron en un período
relativamente corto de tiempo y fueron muy dinámicos en el crecimiento
de la población hasta la decadencia de la exportación de materias primas
al finalizar la década del 30. Desde entonces, la mayoría de estos centros
poblados ha visto en la práctica disminuir su cantidad de habitantes y su
importancia como espacios de comercialización y de servicios, los que se
han orientado a la población rural de menores ingresos, siendo la urbana
cada vez más influenciada en sus hábitos en pos de procurarse servicios y
388
abastecerse en la capital regional, Temuco. Es así como Angol, Victoria,
Traiguén, Imperial, Lautaro, Loncoche, Pitrufquén, por nombrar las que
hasta hace unos 50 años tuvieron más importancia como centros urba-
nos, han ido perdiendo relevancia como plazas comerciales y han redefi-
nido su rol.
Volvamos a la poesía para explicar este fenómeno. El poeta Jorge
Teillier enarbola lo local como una repuesta a la tendencia homogeniza-
dora de lo global, algo tan vigente en nuestro días y que quizás explique el
interés que hoy día goza la obra del poeta lautarino. Pero es también la
consagración literaria de una simbiosis de paisaje y sociedad que se esta-
blece en el territorio que se reconoce como La Frontera. A diferencia de
Neruda que en su poesía refleja todavía la presencia incivilizada de la geo-
grafía y del paisaje que todo lo trastoca y puede avasallar la creación hu-
mana hasta sólo convertirla en un hilo de vinagre que se desplaza por la
superficie de la mesa. Para Neruda es en esta geografía que todavía pode-
mos escuchar los cataclismos de la prehumanidad o es que aún según él,
la Araucanía no se bajaba definitivamente del Tren-tren protector.
En cambio, en Teillier la civilización ha llegado con el ferrocarril, los
trigales, avellanos, bares, el sonido de la radio, casonas, cocinas a leña o
desperdicios, imprimiéndole un nuevo sello. Los parajes de La Frontera
son dominados por la lluvia y un cierto abandono crónico que deja cierta
impresión de que son habitados por una multitud de nómades, a lo menos
de espíritu, por cuanto se ven impedidos de terminar su obra o se ven
superados por esa lentitud que implicaría respetar el ritmo de la naturale-
za originaria. A diferencia del Neftalí habitante reconocido de lo telúrico,
esta naturaleza humanizada ha sepultado lo indómito: es la fuerza de un
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

existir más bien chato, poco brillante y para nada acogedor; pensemos en
las calles de Victoria al amanecer.
Sin embargo, de improviso en esa frialdad, el sobrevuelo de los pája-
ros o el florecer de los aromos nos devela las coordenadas de los que se
han arrimado a esta geografía. Unas bancas debajo de los aromos floreci-
dos, trenes que lentamente pasan por detrás cada vez con menos frecuen-
cia, por delante infinitos partidos en la cancha central del poblado. Cielos
cambiantes, mejillas devotas del fuego que desde la cocina irradia. El poe-
ta deambulaba en su caminar a veces con dificultad entre charcos y ba-
rriales, pero intuía que más allá de esa desazón de estar en ninguna parte,
esos solitarios perdurarían, alimentados del respirar un aire que va de lo
pastoso en la primavera, la hojarasca del otoño, o a la gelidez cordillerana
de los días en que cae la helada. Se mantendrían ahí prisioneros de ser de
ninguna parte, juiciosos abonadores de la primavera negra que promete
nuevos frutos, ciruelos en flor, sudores intensos a la hora del jornal o del
placer de la cópula, aunque incluso aquello no los convence del todo de
389
estar viviendo esa intensidad o ser parte de un espejismo en medio del
dominio de la lluvia y el graznido de los tiuques.
Sobre el origen de la participación del migrante en la región, dice
muy reveladoramente Gustave Verniory en el libro ya mencionado: “Nin-
guna amarra une al roto al suelo. Siempre a la deriva es un resto náufrago
que el viento y el capricho llevan de norte a sur”.
De esa precariedad de medios de la Colonia y comienzos de la Repú-
blica, la hacienda ofrece refugio y doctrina sin acceso a la propiedad ni a la
existencia comunitaria, pues las regulaciones de la interacción social es-
tán dadas en forma jerárquica y excluyente por el patrón, lo que el antro-
pólogo peruano Fernando Fuenzalida conceptúa como “el triángulo sin
base”.
Los mapuches, que tienen presencia prácticamente en todas las co-
munas de la región, no son considerados en las historias locales escritas.
Para ilustrarlo, en los Apuntes para una historia de Ercilla, del profesor, ac-
tual concejal y ex alcalde socialista Alberto Padilla, la población mapuche
de la comuna no es mencionada; en cambio sí merece ser recordada la
vida comercial y citadina de las primeras décadas del siglo XX. O la drama-
tización recordatoria de los 400 años de la fundación de La Imperial, en
donde se produjo un incidente en que se lamentaron heridos. O si vamos
a la historia de Loncoche o Victoria, por nombrar dos comunas, las histo-
rias se centran en los acontecimientos que ocurren en los límites de pue-
blo. No se destaca esa condición incluso en comunas como Nueva Impe-
rial, que se denomina “ciudad acuarela” o Carahue, “la de las tres colinas”.
Ya mencionábamos que los mapuches se relacionan fuertemente con el
centro urbano de la comuna pero en el contexto de relaciones comerciales
REVISITANDO CHILE

y de servicios se sienten más disminuidos y discriminados en relación a la


población no mapuche.

4. Mirando el Bicentenario desde la Araucanía


1. La irreductible condición de un Santiago que es Chile y del resto de
regiones colonias dependientes de las regulaciones y la funcionalidad que
le asignan el poder metropolitano centralizado.
2. En el contexto de una región que recién tendrá su bicentenario el
2081, y que se caracteriza porque tiene el más alto porcentaje de la pobla-
ción en situación de pobreza y porque gran parte de sus habitantes, de
origen mapuche, se orienta a superar sus condiciones de marginalidad y
discriminación, la Región será afectada posiblemente en su convivencia
social si no tiene las herramientas para armonizar el desarrollo con el equi-
librio ecológico y consolidación de espacios de participación y de recono-
cimiento de la diversidad.
3. La profundización del intracentralismo de la región, que de no ser
390 revertida con una política audaz y creativa que vaya desde el fomento
económico hasta lo administrativo, terminará por convertir a Temuco en
una metrópoli intermedia que superará los 500.000 habitantes de aquí al
2015 redefiniendo la ocupación del espacio regional y posiblemente gene-
rando en su interior un aumento de la inseguridad ciudadana, y una pér-
dida de la calidad de vida.
4. El simultáneo proceso de globalización “marcado por una organi-
zación de la diversidad más que por réplica y uniformidad”, según Ulf
Hannerz dice en la publicación Global Cultures. Concentrado fuertemente
en Temuco y en la zona lacustre, con la fuerte valoración de lo propio
leído en la región con los fenómenos asociados a la “revitalización étnica”,
como aumento de hablantes de mapundugun, una creciente segmenta-
ción mediática y una fragmentación de actores sociales, políticos, despo-
blamiento de sector rural.
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¿QUÉ SIGNIFICA SER CHILENO EN UNO DE


LOS SURES DE CHILE?

Iván Carrasco
Profesor de Literatura

1. Antecedentes 391
Q
¿ ué significa ser chileno? Una pregunta que para tener sentido necesita
ser completada con el punto de vista identitario de quien hace y contesta
la interrogante y con las circunstancias o contextos propios de ella: qué
significa ser chileno o chilena para un mapuche huilliche, un chilote de la
Región de los Lagos o un alemán de Valdivia, para un chileno de la Colo-
nia o del siglo XXI. Es necesario especificar desde dónde hablamos de iden-
tidad porque estamos demasiado implicados con nuestro etnocentrismo y
llegamos a creer que nuestro punto de vista es la verdad. Responderé des-
de mi ambivalente identidad de chileno común y de mi oficio de profesor
de Literatura, que me ha enseñado a ver el mundo con más matices y
profundidad que la empiria, la doxa, la ciencia o la filosofía en forma sepa-
rada.
Por lo general, la pregunta por la identidad de un pueblo, nación o
sociedad se ha planteado en singular: se consulta por “la” identidad como
si existiera sólo la posibilidad de una identidad única, estable y definida, lo
que supone negar otras alternativas, como las de identidades plurales, in-
definidas o inestables. Esta última, por ejemplo, puede ser una ventaja
sobre la identidad poderosa, estática y dominante, porque obliga a cons-
truirla y desarrollarla según las circunstancias, como lo hacen algunos
chilenos que triunfan en situaciones de alta competitividad: al sentirse
poca cosa estudian y trabajan más y mejor que nadie para responder a las
expectativas propias y ajenas.
Ahora bien, para ser chileno (o argentino, peruano o brasileño) hay
que internalizar alguna cultura, historia y modo de ser propios de la socie-
dad global en la que se vive, suponiendo que se trata sólo de un país y por
ello sólo de un tipo o clase de habitantes. No obstante, creo que Chile es
REVISITANDO CHILE

una serie de países etnoculturales superpuestos que coexisten en una es-


pecie de súper o macropaís geográfico y político-administrativo poblado
de distintos tipos de chilenos. Esta idea existe en otros lugares del mundo,
sobre todo en culturas antiguas como las europeas. En Chile hay áreas
geográficas específicas donde viven o han vivido mayoritariamente algu-
nos grupos étnicos definidos, con historias, culturas y lenguas también
particulares, como los pueblos aymara, quechua, rapanui, mapuche, kawás-
qar, ona, pero también los colonos alemanes y yugoslavos, los chilotes, los
criollos que ocupan todo el país. Estos sectores constituyen territorios con
alto grado de especificidad sociocultural y sus habitantes muestran perso-
nalidades determinadas. Los aymara y los mapuche son muy distintos entre
sí, a pesar de compartir la condición indígena; los campesinos chilotes son
diferentes a los campesinos chillanejos y nadie duda que la ciudad de San-
tiago es un país dentro del país, aunque desde otra perspectiva es una
región más, a pesar de ser la metropolitana.
Como las diversas identidades particulares tienden a concentrarse en
392 espacios geográficos, sociales, étnicos, genéricos o históricos particulares,
en sentido metafórico podemos decir que Chile no es uno solo sino un
conjunto de Chiles: el Chile de los mineros del cobre y del carbón, de los
campesinos de la zona central, de los capitalinos, de los colonos del sur, de
los chilotes. Y también los Chiles de Condorito, Pepe Pato, Alsino, Altazor,
Martín Rivas, Caupolicán, Lautaro, don Otto y Federico, Pedro Urdema-
les, los lolos y los cuescos Cabrera. Decir que Chile no es un país sino
varios pretende ser explicativo y no novedoso, pues a veces en los discur-
sos se habla del país de los ricos y los pobres, los blancos y los indios, del
orden del cóndor y del huemul como decía Gabriela Mistral, pero fue Ben-
jamín Subercaseaux quien definió distintos países en este mismo país; en
su Chile o una loca geografía reconoció y describió el país de las mañanas
tranquilas, el país de la senda interrumpida, el país de la montaña nevada,
el país de la tierra inquieta, el país de los espejos azules, el país de la noche
crepuscular y el del finis terrae, así como de varios tipos de chilenos.

2. Los chilenos de la Región de los Lagos


Analizar una por una las variadas formas de ser y de vivir que se pueden
reconocer en Chile en la actualidad es tarea imposible y para ello hay
personas más capacitadas que yo en las diversas regiones. Por ello, me voy
a limitar a mostrar las identidades más definidas que reconozco en uno de
los sures que existen más acá del centro del país. Hablo de “sures” y no de
un sur, porque no es lo mismo vivir en Concepción que en la Araucanía,
Valdivia, Chiloé o Punta Arenas; tanto los espacios físicos como las historias,
las culturas, la fe, las religiones, las expectativas existenciales, económicas
y profesionales, la interacción con los vecinos y el resto del país, las mira-
das, los pasos, las huellas, son claramente reconocibles y diferenciables.
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

Me voy a referir a un espacio muy significativo desde la perspectiva


de las identidades, de un sur intercultural, complejo, heterogéneo, cono-
cido a través de estereotipos determinados por una historia oficial que ha
mostrado retazos a veces muy distorsionados de los diferentes grupos iden-
titarios que le han dado vida: la llamada Región de los Lagos, que incluye
las provincias de Valdivia, Osorno, Puerto Montt, Chiloé y Palena. Aquí se
ha concentrado una serie de elementos de variado origen hasta llegar a
configurar la zona tal vez más compleja y heterogénea de carácter etnocul-
tural de Chile: zona de conquista, colonización, evangelización, recoloniza-
ción, “pacificación”, turismo, donde han convivido indígenas mapuches-
huilliches, chonos y tehuelches con españoles, criollos, colonos chilenos, y
luego alemanes entre otros europeos o descendientes de ellos. Me parece
apropiado hablar de identidades socioculturales, es decir, propias de una
sociedad, una cultura y un tiempo histórico específicos, y no de identida-
des “humanas”, que se pueden observar en niveles de abstracción y ex-
tensión bastante mayores. Por supuesto, este territorio aparece como ejem-
plo privilegiado de la situación de complejidad, diversidad y mestizaje que 393
existe en mayor o menor grado en todas las regiones del país.
Este sur es un espacio particularmente complejo y variado en identi-
dades que se caracterizan por el predominio de variables etnoculturales
en su construcción y reconocimiento, sobre todo porque aquí se han rea-
lizado profundos y sostenidos procesos de invasión militar, de poblamien-
to planificado, de colonización, de aculturación, a cargo de soldados espa-
ñoles, gobiernos chilenos, colonos del país y del extranjero, misioneros,
comerciantes y aventureros, además de aborígenes. La ocupación de los
territorios indígenas ha provocado una superposición de culturas y pobla-
ciones integradas en forma parcial a pesar de la fuerte interacción en di-
versos planos que ha existido entre ellas. Esta obligada coexistencia ha
dado origen a un permanente contacto interétnico e intercultural y, por
ende, a modificaciones recíprocas, crisis, imbricaciones, cruzamientos, de
las sociedades en interacción y a un estado de conflicto latente o manifes-
tado de modo circunstancial cada cierto tiempo.
Particularmente en la zona comprendida entre Valdivia y Chiloé, es-
tos procesos han tenido tres momentos relevantes: la inmigración españo-
la a partir de la ocupación militar del territorio como producto de la llama-
da guerra de Arauco; la instalación de los colonos alemanes a partir de
1850 como resultado de las gestiones del gobierno de Chile y en particular
de Vicente Pérez Rosales; y la actual “invasión” de Chiloé por habitantes
de otros lugares, causada por el aumento de la globalización y del libre
mercado que forman parte del proceso de modernización del país, con sus
secuelas de crecimiento económico desigual y crisis culturales, étnicas y
sociales, y que tiene como símbolo más definido el proyecto de puente en
el Canal de Chacao.
REVISITANDO CHILE

En esta zona, las primeras identidades conocidas son indígenas, como


en todo el país, pero se han destacado como tales por un hecho intercultu-
ral: la aparición de los soldados españoles, hombres de cultura europea im-
perial, definidos por su superioridad técnica de carácter bélico, su ambi-
ción de oro y poder, su ética y religión formales y su desprecio por lo
nuevo que les hizo reordenar el Nuevo Mundo de acuerdo a las reglas del
Viejo; esta forma de vida desapareció con las guerras de la Independencia.
Junto a los militares llegaron los misioneros de indios, también hombres pero
de fe, de religión católica evangelizadora y civilizadora al modo europeo,
pero con afanes renovadores, en particular los jesuitas que con la misión
circular en Chiloé y la experiencia del sincretismo planificado en las zonas
mapuches y huilliches iniciaron procesos orientados a generar una cultu-
ra diferente a la colonial del centro. Esta identidad está desapareciendo
lentamente con la reetnización de los mapuches, su traslado a las ciudades
y la ampliación de la educación estatal.
Tanto soldados como misioneros establecieron formas de contacto
394 cultural y global directas e indirectas con los indígenas mapuches-huilliches,
habitantes de casi todo el territorio, poseedores de un sólida cultura ver-
bal que en este tiempo se manifiesta como poesía etnocultural, vastamen-
te estudiados y descritos desde los tiempos de Ercilla, y con los chonos,
canoeros fantásticos que vivieron en los canales del archipiélago de Chi-
loé con una cultura de subsistencia de profunda adaptación al medio na-
tural. A través del tiempo, las identidades chona y huilliche se fusionaron
entre sí desapareciendo la primera, y luego esta unidad ya intercultural se
unificó con la española dando origen a la nueva identidad chilota, de gran
vigor y autonomía, caracterizada por su tradicionalismo, experiencia de
bordemar, religiosidad y sentido de la insularidad.
De los extranjeros que han llegado más tarde a la región, los alemanes
han logrado mantener una identidad estable y definida como grupo, pri-
mero como colonos y luego simplemente como alemanes; marcados por
un intenso etnocentrismo autovalorativo y discriminador de las otras iden-
tidades, se definieron por su ímpetu agrícola, industrial, comercial y eco-
nómico, llegando a constituir verdaderos clanes de poder y proyección de
sus valores europeos tradicionales.
Las identidades de la Región de los Lagos son bastante estables, so-
brepasan las generaciones, tienden a conservar su territorio, se definen
por restricciones étnicas y culturales que ocultan muchas veces sus deter-
minantes de estratos sociales y de género y se han conformado a partir de
situaciones históricas de carácter global, lo que probablemente asegura su
estabilidad. Aunque muy diferenciadas unas de otras, han mantenido ni-
veles aceptables de interacción en circunstancias particulares. Por ello, las
identidades emergentes son escasas y tienden a constituir variantes de las
vigentes; es el caso de los mapuches reetnizados, es decir, de personas de
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

etnia indígena que culturalmente vivían como chilenos pero han iniciado
procesos de reabsorción de su cultura ancestral, por ejemplo, escritores
como Bernardo Colipán, Adriana Pinda, Jaime Huenún. También es el caso
de los chilotes desarraigados, quienes por razones de trabajo, estudio o exilio
han debido abandonar la isla que constituye su centro ontológico y existen-
cial para vivir una existencia insatisfactoria y precaria, como se expresa en
la poesía de Carlos Trujillo y Sergio Mansilla, entre otros. Una identidad
distinta es la que constituyen los invasores, llamados así por intelectuales
chilotes Rosabetty Muñoz, Renato Cárdenas, Sonia Caicheo, Mario Con-
treras, Nelson Torres, que son personas de Santiago y otros lugares del
país que se han instalado en Chiloé a vivir según costumbres, niveles pre-
supuestarios y estilos de convivencia diferentes a los de la isla y que afec-
tan sus valores tradicionales.
Finalmente, quiero insistir en una observación presentada en 1997 y
asumida por la Cartografía cultural de Chile. Atlas, en sus páginas 327-328,
editada en 1999 por la División de Cultura del Ministerio de Educación: si
el chileno no es uno solo sino un conjunto de modos de ser chileno, una 395
serie de identidades específicas, algunas en desintegración, otras vigentes,
otras en construcción, ¿esto quiere decir que no existe un chileno caracte-
rístico que se distinga de otras maneras de ser, una semejanza más allá de
las diferencias…? Creo que existe una identidad que se puede reconocer en
un nivel más alto de abstracción y que está presente parcialmente en las
otras, que he llamado con un poco de humor el chileno standard. Por ello no
ocupa espacio territorial, institucional ni histórico definidos, y menos pri-
vativo, pues aparece en todas partes y en todos los tiempos, calles, gobier-
nos, etnias, géneros y clases sociales. Este modo de ser chileno es el que se
considera “la identidad chilena” y sobre el cual se discute y especula. Por
vivir entre identidades diferenciadas y relativamente estables, el chileno
standard se define por la ambivalencia y la paradoja: es europeizante y
modernizante en su modo de pensar, pues prefiere lo que viene de la
ciencia y la tecnología a lo que proviene del campo o del pasado (basta
pensar en los gustos musicales de la mayoría para confirmar este aserto),
pero al mismo tiempo acepta las transformaciones a medias y no reniega
de su sana rutina ni de algunos hábitos tradicionalistas. Contradictorio,
indefinido, listo para mimetizarse con las costumbres recién llegadas de
Europa o Estados Unidos, para hablar con acento extranjero apenas pue-
da salir un par de días de su patria, habituado a renegar de los males de su
pueblo o su ciudad, pero al mismo tiempo lleno de nostalgia cuando debe
vivir afuera o viajar con frecuencia; indeciso, todo le parece “más o me-
nos”; hablador y tímido, galán y reprimido, aventurero y apegado a la
casa, admirador y enemigo de lo extranjero, etc., el chileno standard cons-
tituye la mayoría del país, pero tiende a pasar inadvertido como identidad
frente a la intensa particularidad de los otros sectores. Y, naturalmente,
REVISITANDO CHILE

también sobrevive entre chilotes, huilliches y alemanes, colonos y aborí-


genes.

3. Conclusiones
Ser chileno en la Región de los Lagos significa reconocer que se lo es junto
con otros que son distintos en algunos aspectos (etnia, cultura, aspiracio-
nes, proyectos políticos, etc.), pero con quienes se comparten elementos
comunes: territorio, lengua, una historia compleja, un sistema jurídico,
una serie de creencias, mitos y expectativas de futuro. Chilotes, mapu-
ches, alemanes, chilenos standard se definen como tales en un conjunto
de relaciones interculturales en el marco de una sociedad regional deter-
minada que ha hecho posibles estas identidades hasta el presente.

396
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IDENTIDAD MAPUCHE EN LA COMPOSICIÓN ORAL DEL ÜL1

Héctor Painequeo
Profesor de Castellano

U
1. na de las preocupaciones presentes en nuestra investigación2 es des- 397
cribir la composición del ül y, en consecuencia, encontrar una explicación
sobre la identidad mapuche.3

2. Sólo a comienzos del siglo XX (1920), los teóricos han reconocido la


existencia de un mundo oral con empleo, por tanto, de la oralidad prima-
ria que se define como toda comunicación y “creación de textos” sin el
uso de la escritura o de la impresión. Por tanto, las culturas que se comu-
nican lingüísticamente de este modo, manejan un sistema diferente a la
escritura.4 De manera que la forma de existencia de sus objetos verbales
no será al estilo de un poemario, una compilación de cuentos, sino a la
forma natural de desarrollarse en la oralidad (Lord 1960).
Los teóricos observan que durante mucho tiempo y hasta años re-
cientes, el análisis lingüístico y literario de la lengua y la literatura, ha
evitado la oralidad, suponiendo que la articulación verbal oral era en esencia
idéntica a la expresión verbal escrita con la que normalmente trabajaban,
y que las formas artísticas orales en el fondo sólo eran textos, salvo en el
hecho de que no estaban asentadas por escrito. Se extendió la impresión
de que aparte del discurso (gobernado por reglas retóricas y escritas) las
formas artísticas orales eran fundamentalmente desmañadas e indignas
de un examen serio (Ong 1982: 19). Es así que, hasta el día de hoy, dice el
mismo autor, no existen conceptos que lleven a comprender eficazmente
el arte oral en sí mismo, sin la referencia (consciente o inconsciente) de la
escritura. A pesar de que las formas artísticas orales, que se produjeron
durante las decenas de miles de años anteriores a la escritura –con sus
propias categorías– no tenían ninguna conexión con esta última.
REVISITANDO CHILE

3. La “literatura mapuche”, da cuenta de que el estudio sobre el ül se inicia


a fines del siglo XIX y comienzos del XX con el lingüista y filólogo Rodolfo
Lenz, quien clasificó e intentó el análisis de la producción verbal mapuche
que llamó “textos literarios en verso y en prosa”. Luego, el médico y sacer-
dote Félix de Augusta registró una serie de ül y presentó una clasificación.5
Sobre estos antecedentes, considerando, además, los aspectos temá-
ticos y los aportes de los propios ülkantufe, nosotros hemos intentado
desarrollar la siguiente clasificación:
a) Feyentun düngu ül, cantos que se generan en el marco de las creen-
cias religiosas: machi ül (canto de diagnóstico o curación), tayul ül (canto
de invocación), müthumadtun ül (canto de invocación para enfermos),
amulpülhün ül (canto funerario).
b) Aukantun dungu ül, cantos que se desarrollan en el ámbito del de-
porte o algún tipo de juego o acción lúdica: Awar kuden ül (canto del juego
de habas), palin ül (canto del juego de chueca), pürün palín ül (canto del
juego de chueca con música y baile), kolhong ül (canto del “payaso” que
398 busca entretener a los asistentes en algún evento deportivo, principal-
mente en el pürun palín).
c) Küdawün düngu ül, cantos que se desarrollan durante las labores
cotidianas: rukan ül (canto de construcción de una casa), ñüwün ül (canto
en la actividad de desgranar cereales con los pies, equivalente a la trilla),
sumpalh ül (cantos en que se invoca al ser sobrenatural del agua, tal vez
para tener éxito en la pesca), llamekan ül (canto para mitigar el cansancio
durante la molienda de trigo tostado)
d) Ayekan dungu ül, cantos relacionados con el ámbito recreativo, ya
sea en el hogar o en las reuniones públicas: ayekan ül (canto que provoca
risa), nüwa ül (canto del dicharachero), wedwed ül (canto del travieso).
e) Poyekan dungu ül, cantos que se generan al expresar afecto fami-
liar, amigos, relaciones sentimentales: poyewün ül (amor fraterno), düngul
domolün ül (amor de pareja), nhampülhkan ül (de la esposa a su marido
que se encuentra lejos de su tierra de origen).
f) Rakiduamün dungu ül, cantos que se desarrollan para expresar el
propio modo de vida del hombre: rakiduamün ül (pensamiento sobre la vida
pasada y presente), faliluwün ül (valoración de persona, animal o cosa).

4. Pero, para observar más de cerca el problema, presentamos a continua-


ción un fragmento de diálogo en mapudungun,6 sostenido con ülkantufe
de Isla Huapi:
A. ¿Chumuechikam adnentungeki ül?
¿Me puede explicar cómo se construye el ül?
Don Feliciano: feychi longkomüten küdawküli porque longko kafeyengün
ka rakiduamimüten. Feyñi longkoküdawküli fey netuniyi ülenünmüten. Kisu dew-
mayngün. Kisu dewmayngün.
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

Bueno, éste es un trabajo que se realiza solamente en la mente. Las


personas piensan, se esfuerzan y de manera personal construyen su canto.
A. Ti pu ülkantufe memorisakey ñi ülngengün?
¿Los cantores memorizan palabra por palabra los cantos?
Fey rakiduami ñi longkomu nentuy ñi rakiduam. Chumuechi ñi ülkantula-
fiyel tichi domo. Chumuechi ñi pial. Fey rakiduamküley. Pero feyti rakiduam no
oir no es altiro no. Porlomeno feyti ülkantufe, dewma ülkantule dofese trefese en
una fiesta. Infitangeleka. Entonce dewmay. Küme tripamele pucha yaesta. Fewla
ülkantuay. Chempiyan chi ñi ülkantun tüfa estudiay, trekayaway. Por lo meno
dewmay. Faw ñi longkomew dewmay:
El cantor mientras camina medita y construye las ideas que expresa-
rá. Se pregunta, por ejemplo: ¿Cómo voy a expresar a la mujer de la que
me he enamorado? Responder a esta pregunta implica efectuar un esfuer-
zo a fin de encontrar las palabras precisas para decir las ideas que llegan a
la mente. Desde luego que un buen ül, en este sentido, no saldrá tan rápi-
do. Porque, además, será necesario que el principiante participe con su
canto en una, dos o tres oportunidades, ya sea en una fiesta, ya sea en un 399
evento por alguna invitación, etc. Estas ocasiones probarán si su canto va
construyéndose bien o mal. Cuando en su participación tiene éxito, quie-
re decir que va haciendo bien las cosas.
A. ¿Tunten tiempomu tripapukey kiñe ül?
¿En cuánto tiempo se “crea” un canto?
un mes dos mesemu armaniey. Ya eskuela ya. Amuay professoreke.
Estudiayaway ka eskribiniey. Kimlukam. Artoaño
El tiempo que se ocupa en construir un canto va entre uno a dos
meses. Esto es así cuando ya la persona es un cantor, o sea, sabe cómo se
construye, podría decirse que él ya tiene competencia. La persona se vuel-
ve como un investigador que indaga y escribe.
A. Welu ülkantufe eskrifiki?
¿Entonces los ülkantufe escriben?
Ülkantufe eskürify longkomu. Ülkantufe, Eskürify ñi longkomu ñi
kümeal ñi kümenoal. Ka rakiduami. Pewmatupikelaykam che. Komo pew-
matunreke umerkünoay fey kim chumuechi ñi piyaal, o ñi kümeal o ñi
kümenoal. Por lo menos feyta feypiwayiñ. Iñche kiñe ülkantuluwayiñ.
Esto es una proba. Feyta chi Inaltul’afken’ pipelanama, feypi:
El ülkantufe escribe en su mente. En su pensamiento observa si el
canto va salir bien o no. Éste reflexiona profundamente, se interna en su
propio ser, como si soñara. Cierra sus ojos, hasta que va encontrando la
forma que empleará para expresar lo que piensa y, por tanto, sus senti-
mientos.
¿Los niños, también aprenden a cantar?
feyta pichi niñita ti feyta femngelu, alhküle ñi ülkantun kiñe papay ka kiñe
lamngen kawchu o kiñe füchache o kiñe pichi wentru, fey inafeypili. Inaytuli. Fey
inaytufi ti ül.
REVISITANDO CHILE

Claro, un niño o una niña como ésta que se encuentra presente (Jua-
nita Ester de 8 años de edad), si escucha cantar a una señora, a una seño-
rita, a un anciano o a un joven, el día de mañana imitará partes del canto;
por ejemplo, una palabra, una frase que le servirá para armar el suyo.
A. Eymi pichikaal inaytuymi?
¿Ud. cuando era niño imitó algunas partes del canto?
iñche inaytun
Efectivamente, yo imité.
A. ¿Chem inaytuymi?
¿Qué parte?
Por lo meno inaytun chumuechi ñi empezan ül. Fey inaytun. Newe-
kümelkalafun. Fey welu fey kisu küme newentupurpunwüla. Porque de
principio kümelkakelay chepu.
Imité cómo se principia un canto. Desde luego, en los primeros mo-
mentos no lo hacía bien. Pero a medida que me esforcé, así como entré en
edad, me di cuenta de que lo podía hacer mejor. Porque es natural que el
400 principiante cometa errores.
A. ¿Tuntenmuwüla inaytuwelaymi ül?
¿Hasta qué edad dejó de imitar y decidió trabajar sólo su canto?
iñche por lomeno yajoven de ya necesito mujer amorya fey inaytun
20 años 21 años feywüla kisumeken ni ül. Femuechi. Felitati.
En mi caso dejé de imitar a otros cantores, sin necesidad de los de-
más, cuando estaba en edad de casarme, es decir, aproximadamente a la
edad de 20 a 21 años.
A. ¿Chem. ül inaytukefuymi?
En el tiempo en que se estaba iniciando, ¿qué aspectos propiamente
del ül imitaba?
ayiwmafiñ kiñe ül. Enseñangenka feyti ül. Kafey, allkütunka kiñekeparte
kumelu fey entukefiñ. Kümenolu fey kümelay. Porque müli ñi küme
ülkantual. Küme entungeal.
Ciertas partes que me atraían, al mismo tiempo que me las enseña-
ban. Porque es importante que los cantos sean hermosos; porque de eso
se trata.
A. ¿Tuntenmu kümekey ti ül?
¿Qué elementos nos permiten decir que un canto es hermoso?
El vos. Küme külaralu, küme entungeal kume voz tripalu. Komo kiñe lo
mexicano futraküme voz nagümeli. Fey aukinkoy ni vosesengun. Entonce feyta
adi. Welu felenolukay newe kümelay.
Uno de los elementos importantes a considerar es la voz. Esta va
unida al contenido que debe ser claro y en conjunto se armonizan. Esto es
bonito y así debe ser. Si así no fuera, entonces no sería atractivo.
A. ¿ Ka feyti rakiduamkay?
¿En cuanto al pensamiento expresado en el canto?
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

ka rakiduamka. Rakiduam müli ni newentual. Feymu uno no llegar


y aser una presentacion. En una cosa falindungu. No llegar y hacerlo.
Feymu fey küme amuy.
Debe haber un esfuerzo por dar ilación a las ideas. Por tanto, no es
algo que se improvise y se presente, sino que es algo más serio y valioso.
Aukinngümanngey ñi vosnagün. Chiwawki.
La voz que sale llega a mucha distancia y a distintos espacios.
Don Enrique: ayekandungumüten femuechi fey kimelkekefeneu ñi awe-
luem, fey iñche fey pedikefuiñka: ülkantungeka chachay pikefuiñ. Fey nepekefuy
epewin’. Iñche ñi futa chawem kam küme ümagtulenmulu fey, fey illkutukefeyu-
muka. Tempipingepüdaymuchi epu weda ün’ün’ pikefeyinmu-. Iñche fey wimtu-
niyefunem ñi aweluem fey ülkantuy fey chumuechi amulen ñi ülkantun fey ka
femekekefun kuyfi. Femuechi ayekanmüten kimeltufenew ni aweluem.
Mi abuelo, cuando yo era niño, me enseñaba aquellas cosas gratas,
como es el canto. Además, yo mismo le pedía esto. Cuando despertába-
mos muy de madrugada, le decía: “abuelito cántame una canción”. Pero
mi papá, que dormía todavía, se molestaba por esto y nos amonestaba 401
–están hablando tonteras nos decía–. Yo, que conocía muy bien a mi abuelo
y acostumbrado a escucharle, entonces tal como él cantaba lo hacía yo
también.
A. ¿ Kishungekey kam komchengekey, ül?
¿El canto mapuche es colectivo o individual?
Don Eleodoro: talkomo aqui trawüwküleyiñ. Kiñelketu kiñe ül en-
tuafuy kiñe wentru. Entonce, feyti ül fey kimlafuiñ iñche, welu fey allkü-
tufili. Fey depue kañpüle amule fe…-ayifili fey, allkütoafuiñ– fey grafa-
fuiñ, grafafuiñ longkomu. Entonce kangelu wen´üymu kañpülepuli, feyti
üye ülkantuel fey iñche ülkantupofuiñ. Inchengetoafuy feychi ül. Kange-
lu fey ülkantuy, iñche fey komo feypiyinnga feyti longko es la mejor gra-
badora. Feyta kürafay mütramütenpu. Entonce feyti ül fey iñchengetua-
fuy. Feyti ül iñche fey ülkantutufili fey kangelu ayiñmayaenew fey kangelu
ka kürafay fey feyngetoy feyti ül. Entonces al final feyti ül fey paramatoy.
Si alguien, encontrándose entre otros amigos escucha una canción y
le agrada, la graba en su cabeza; luego, estando con nosotros la canta; a
nosotros que también nos agradó, igualmente la grabamos; para cantarla
nuevamente al encontrarnos en otra ocasión, en otro lugar ante otros
amigos. Así, éste que era de alguien, pasa a ser suyo y éste que era suyo
pasa a ser mío. Entonces, el canto puede llegar a ser recreado las veces que
alguien se apropie de él.

5. En el diálogo se percibe la valoración que los ülkantufe tienen de su


propia expresión cultural y de su lengua; pero por sobre todo, se observan
algunos elementos de oralidad en la composición del ül.
Por ejemplo, se aprende a cantar gracias a un proceso que empieza
desde niño y culmina en el tiempo de casarse. Se aprende a imitar ciertas
REVISITANDO CHILE

partes del ül, por ejemplo el inicio del canto. Éste se crea y/o se recrea por
causas importantes, por ejemplo, conquistar una niña, con la que el joven
espera casarse. Sin embargo, lo relevante es que el ül se cultiva oralmente,
sólo con el trabajo de la mente –sin el apoyo de la escritura–; pero que se
concretiza en la performance.
Estamos ciertos de que con los antecedentes teóricos entregados y
los aportes que hacen los propios ülkantufe de Huapi, podemos sostener
tentativamente que estamos ante una oralidad y tal vez una oralidad pri-
maria, la cual explica la identidad mapuche.

402

1. El ül es comúnmente llamado canto y corresponde al nombre genérico de la forma verbal


que lleva melodía, cuya clasificación fue dada a conocer por Lenz (1895), Augusta (1903).
2. Cfr. proyecto de investigación DIUFRO, Nº120214, cuyo título es “Mecanismos de com-
posición oral en el discurso mapuche de Isla Huapi y Piedra Alta, comuna de Puerto Saave-
dra, Novena Región, Chile, años 2002-2003”.
3. Ülkantufe, persona que crea, recrea e interpreta “textos” orales llamados ül (canción). Un
mismo individuo puede ser ülkantufe, nüthamtufe, ngilhatufe (orante), apewtufe (narrador de
cuentos), konhewtufe (contador de adivinanzas).
4. Este tipo de oralidad contrasta con la de tipo secundario de la actual cultura de alta
tecnología, en la que se mantiene una nueva oralidad, el teléfono, la radio, la televisión y
otros aparatos electrónicos que para su existencia y funcionamiento dependen, directa o
indirectamente de la escritura y de la impresión.
5. Cfr.Augusta, (1910): IV Parte, pp.. 270-271.
6. Cfr. proyecto N° 153119, año 2001. Pu l’afken’che ni ül: Oralidad en el canto mapuche,
financiado por el Fondo de Desarrollo de las Artes y la Cultural (FONDART), Novena Re-
gión, Chile.
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

CHILE, IDENTIDAD Y LENGUAS:


“EL SER SE DICE DE MÚLTIPLES MANERAS”

Pilar Álvarez-Santullano
Lingüista
Manuel Contreras
Lingüista

A l escribir, junto con algunos colegas amigos, un prólogo acerca del desa- 403
rrollo de los estudios del lenguaje en Chile, nos encontramos con que en
sus antecedentes había básicamente dos vertientes: una que data de los
inicios de la República y centra sus preocupaciones en el uso, conforma-
ción, enseñanza y estudio de la lengua hispana, mientras que hay otra
que abarca estudios, gramáticas, diccionarios y recopilación de relatos de
las lenguas indígenas del país, particularmente de la lengua mapuche.
Esta preocupación por el estudio de las lenguas indígenas en Chile
–que en realidad se reduce prácticamente al mapudungun– tiene prece-
dentes muy anteriores en el tiempo a la primera corriente –la de los estu-
dios de la lengua hispánica. Estos estudios parten con la publicación de
Arte y gramática general de la lengua que corre en todo el Reyno de Chile, con un
vocabulario y un confesionario del Padre Luis de Valdivia en 1606, publicado
en Lima; el texto Gramática araucana, o sea, arte de la lengua general del Reino
de Chile, del Padre Andrés Febrés en 1765, publicado también en Lima; y
Chilidúgu sive Tractatus Linguae Chilensis, del P. Bernardo Havestadt en 1777,
publicado en Leipzig, Alemania. Desde esta época, la segunda mitad del
siglo XVIII, hasta fines del siglo XIX, hay un salto donde encontramos
publicados sólo los doce artículos numerados por Rodolfo Lenz, entre 1895
y 1897, que conforman los Estudios araucanos, publicados en Anales de la
Universidad de Chile, Santiago. Poco más tarde, ya en 1903, se edita en
Valdivia, la Gramática araucana de Fray Félix José Kathan de Augusta, a la
que le siguen otras publicaciones del mismo autor, en esa misma ciudad
algunas de ellas y otras en Santiago, entre las cuales cabe destacar su Dic-
cionario araucano-español y español-araucano, en 1916.
Las dos vertientes que hemos señalado –hispanística e indigenista–
se vinculan con los intereses político-culturales de las épocas respectivas.
REVISITANDO CHILE

En relación a esto, quisiéramos destacar que los títulos de las obras escri-
tas por los jesuitas entre 1606 y 1777 se refieren a la lengua “que corre en
todo el Reyno de Chile” (padre Luis de Valdivia), a la “lengua del reino de
Chile” (padre Febrés) y “Chilidúgu”, esto es también “lengua de Chile”,
“sive Tractacus Linguae Chilensis”, es decir, “o Tratado sobre la lengua
chilena” en el caso del texto del padre Bernardo Havestadt. Hay, por lo
tanto, en estos títulos tan completa identificación del Chilidugu o mapu-
dungun como la lengua del reino de Chile, que cabe preguntarse qué ocu-
rrió con esta simbiosis, con esta identidad, en el transcurso de los siglos.
Decía que en 1777 hay un salto en relación con los estudios del mapudun-
gun que llega hasta 1895, con Lenz, etapa amplia ésta, en la cual se pro-
duce el advenimiento de la República y donde las ideas americanistas in-
ciden también en una preocupación acerca del castellano de América
hispana, desplazando política y lingüísticamente el foco de atención desde
la identidad local –donde los problemas estaban centrados en la relación
cotidiana hispano-criolla y aborigen– hacia el desarrollo de una “lengua
404 nacional” que sirviera de soporte ideológico ilustrado a la emancipación
territorial y de los individuos, que debía producirse a partir de la Indepen-
dencia. Es por ello que la preocupación de la elite criolla formada en Eu-
ropa se centra en la creación de diversas sociedades literarias y de pensa-
miento donde la nueva identidad está relacionada con la difusión de las
ideas del pensamiento ilustrado.
Es en esta época, en 1847, cuando se publica la Gramática de la lengua
castellana destinada al uso de los americanos de Andrés Bello, obra dirigida no
a los castellanos, sino a “mis hermanos, los habitantes de Hispanoaméri-
ca”, a partir de la cual los estudios del lenguaje se concentrarán por lo
tanto en perfilar una identidad americana común que va de la mano con
la lengua castellana, mientras que la preocupación por las lenguas indíge-
nas tiende a difuminarse.
Una vez pasadas las turbulencias de la guerra con la Confederación
Perú-boliviana, la mirada se vuelve nuevamente hacia las preocupaciones
locales, ya que para lograr la unidad nacional no basta sólo afianzar las
fronteras externas, sino también aminorar las interiores. Se concreta la
llamada “pacificación de la Araucanía” y se entrega especial apoyo a la
inmigración extranjera que deberá afianzar los territorios recién incorpo-
rados a la nación.
Desde esta óptica, la identidad de la lengua se asentó sobre las bases
del castellano como motor de la criollización, relegando a las lenguas indí-
genas hacia los márgenes de barreras lingüístico-culturales que deben ser
conocidos –y a veces salvados– por aquellos que en esta época deben aden-
trarse en territorios no hollados por el hombre blanco.
La ola de inmigrantes europeos en la segunda mitad del siglo XIX,
que en el sur de Chile se concreta específicamente con colonos alemanes,
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

permite llevar nuevamente la atención hacia la lengua mapuche, a raíz de


las necesidades sociales que esta situación provocó en todos los ámbitos
de la vida nacional. Junto con el avance del castellano como lengua de
asimilación propuesta para las comunidades indígenas, entra a compartir
el espacio sureño una tercera lengua, la de los colonos. La mapuche en
esta región se encuentra ahora enfrentada a dos lenguas de prestigio, lo
que hace disminuir la significación identitaria de la lengua indígena en la
zona y, por proyección, en el país.
Junto con los estudios de Lenz –llegado a Chile en 1890 para formar
el equipo docente que se haría cargo del Instituto Pedagógico– en 1903,
Fray Félix José de Augusta en su Gramática araucana (nótese que ya no de
la “lengua de Chile”) advierte en el Prefacio que “es fácil prever que el
idioma indígena apenas se hablará de aquí a unos cien años; la heroica
raza araucana está ya por desaparecer”. Las razones las menciona inme-
diatamente a continuación:
Comerciantes y colonos sin conciencia, á semejanza de los primitivos
conquistadores, la han explotado con la crueldad y perfidia de que es 405
capaz la codicia humana. El derecho del más fuerte impera allí sin
contrapesos, burlándose de la justicia y de las leyes del País.
La predicción de Fray Félix –cuyo plazo, 2003, estaría muy próximo–
no se ha cumplido. Si la lengua mapuche ha sido afectada en su vitalidad,
al menos no lo ha sido en el grado de predicción que Fray Félix estimó,
aun cuando sabemos que en muchas áreas donde hace un siglo el mapu-
dungun estaba vigente, hoy ya no se habla o se habla muy poco, situación
que particulariza en gran parte a la X Región, desde la cual hablamos.
Ubicados en este eje temporal y espacial –comienzos de siglo XXI y X
Región– los profesores que hoy trabajan en escuelas con educación inter-
cultural bilingüe se preguntan por qué querríamos enseñar una lengua
que casi no se habla, en comunas, por ejemplo, como Río Negro, San
Pablo u otras similares.
Las dudas se relacionan especialmente con el estatus de la lengua, su
utilidad y las dificultades metodológicas a la hora de incluirla en el currícu-
lo. Nos referiremos a los dos primeros aspectos, ya que el problema metodo-
lógico tiene sus propias complejidades y está menos relacionado con el tema
de identidad que aquí interesa tratar.
Respecto del estatus, sin duda, para muchos hoy día el mapudundun
es un dialecto y no una lengua. Eso al menos discutía un señor durante
una charla hace un tiempo en una escuela. Decía él que, si no se escribe y
si el Santo Padre ha reiterado que lo que hay en América son una gran
cantidad de dialectos y no lenguas, ¿por qué insiste usted en hacernos creer
que éste es un idioma? La disyunción –ya la señalaba Salas en su artículo
“Mapuche. ¿Lengua o dialecto?”– es la siguiente: para estas personas, las
lenguas son las de las sociedades europeo-occidentales como el inglés,
REVISITANDO CHILE

francés, alemán o castellano, y los atributos asociados son que las lenguas
se escriben, son objetos de erudición (se enseñan y se estudian formalmen-
te en colegios y universidades, se sanciona su uso a través de gramáticas y
diccionarios, etc.), se utilizan como material estético, es decir tienen litera-
tura, escrita, por cierto, y son además complejas y muy elaboradas. Sin
embargo, sabemos que la gran mayoría de las lenguas del mundo son
orales, que el mapuche ha desarrollado una amplia complejidad literaria y
su gramática es tanto o más compleja que otras lenguas europeas.
Decíamos antes que el mapudungun debió enfrentar el contacto con
dos prestigiosas lenguas europeas, el castellano y el alemán. Hoy en día,
además, en la mentalidad de la comunidad escolar ha surgido otro factor
en este análisis contrastivo: la utilidad del inglés como lingua franca. La
disyuntiva que entonces se plantea es: ¿para qué enseñar la lengua mapu-
che si a lo mejor es más necesario estudiar inglés? Sin embargo, ésta pare-
ce ser una pregunta mal formulada. De todos modos, puede ser bueno
aprender inglés, aunque esto es con un fin utilitario, como una herra-
406 mienta de comunicación, pero este aprendizaje no da identidad. Volvien-
do a la X Región, para un mapuche huilliche, la necesidad de aprender
mapudungun –o chedungun como se dice acá– tiene otro objetivo, es una
objetivo identitario, es la lengua de sus antepasados y la herencia que le han
dejado. Tiene que ver con sus raíces y con una manera positiva de asumir-
las. Es cierto que también puede considerarse mapuche sin hablar la len-
gua, y puede sentirse tal porque sus padres y abuelos lo son. De hecho, en
esta misma zona, hay muchas personas que se dicen “alemanes” sin ha-
blar alemán, por el hecho de tener el apellido, pero éstos saben que los
alemanes hablaban y hablan una lengua que es muy prestigiosa. Enton-
ces, el orgullo de decirse alemán también se relaciona, entre otras razo-
nes, con el hecho de que ese pueblo fue capaz de elaborar y hablar una
lengua tan compleja. Detrás de la satisfacción de sentirse alemán está tam-
bién el orgullo por su lengua. Pues bien, detrás del orgullo de los niños
mapuches de sentirse como tales, debe estar también el de saber que el
pueblo mapuche elaboró una lengua tan compleja como el mapudungun o
chedungun. Queremos decir con esto que incluso aun cuando los niños
mapuches no la hablen, deberían conocer algo de ella, saber que es comple-
ja y riquísima y que posee –como dijimos antes– una amplia literatura. La
lengua es, en definitiva, el aspecto más importante de cualquier cultura.
Se puede todavía añadir un argumento más a favor de la enseñanza
de la lengua mapuche en la escuela: un alumno o alumna que aprende
dos o más lenguas desarrolla mejor sus capacidades mentales que el que
sólo habla una. Un hablante de dos lenguas (y mejor aún si es de 3 ó más)
desarrolla un pensamiento de tipo divergente con mayor facilidad: imagi-
nemos que a los niños de una clase se les muestra un clavo y se les pre-
gunta para qué sirve esto. Con seguridad dirán que sirve para clavar algo
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

en la pared, o sea para fijar algo en la pared o para unir dos maderas, dos
tablas o colgar un afiche o una foto de lo que les guste. Ésa es una respues-
ta esperada y no es divergente porque todos responderán lo mismo. El
profesor o profesora estará de acuerdo porque es también la respuesta que
espera; ésta es una respuesta convergente. Pero puede que en la clase
algún niño o niña diga que también sirve para otras cosas, por ejemplo,
para hacer una figurita humana con ellos si se juntan de cierta manera,
para utilizarlo como marcador de páginas, e inclusive como xilógrafo (para
escribir en una tabla o para tallar madera). Este niño no mira las cosas
desde una sola perspectiva, se pone en distintas situaciones y es capaz de
mirar algo de manera diferente y no como todos las vemos. El mundo está
lleno –aunque no tanto como todos quisiéramos– de este tipo de perso-
nas. Ellos han sido los grandes creadores de inventos y los artistas más
importantes de la humanidad. Han sabido mirar lo mismo de siempre de
manera diferente.
Pues bien, este pensamiento divergente se agudiza cuando las perso-
nas hablan más de un idioma y éste es otro punto a favor para enseñar la 407
lengua mapuche en las escuelas. El problema es que los chilenos nos he-
mos perdido la oportunidad de enseñar las lenguas que estaban aquí (y
que todavía están) y nos hemos empecinado en enseñar a hablar a los
alumnos sólo inglés, en tanto que, si se les enseñara además algo de ma-
puche, aun cuando no adquirieran una competencia total en este idioma
(lo que por lo demás suele suceder con la enseñanza de idiomas extranje-
ros), por lo menos sabrían algo más de sí mismos, de su tierra y de su
gente.
Finalmente quisiéramos reproducir aquí las palabras de un lingüista
amigo –Christos Clairis– quien en el cierre del XIV Congreso de la Socie-
dad Chilena de Lingüística (2001) realizado en la Universidad de Los La-
gos, y a propósito de las proyecciones de la lingüística en el siglo XXI,
señaló:
las comunidades nacionales como Chile o como Francia, que tienen
la gran ventaja de disponer en su territorio de lenguas minoritarias,
deberán aprovechar para introducir en sus sistemas educacionales la
enseñanza de estas lenguas, lo que en parte ya comenzó a hacerse. El
dominio desde una edad temprana, de dos o más lenguas, da una
capacidad extraordinaria para aprender otras más y prepara el indi-
viduo a comprender mejor al otro. Y en nuestro mundo es necesario,
más que nunca, permanecer abiertos a la alteridad y diversidad de
maneras de ser, porque como dice Aristóteles El ser se dice de múltiples
maneras.
Nos parece que en las palabras de Clairis queda resumida la actual
conciencia en el mundo, respecto de la importancia de valorar la diversi-
dad lingüística y cultural, aspectos que se encuentran también en la base
REVISITANDO CHILE

de una nueva mirada a la identidad de nuestra nación. Junto a lo anterior,


creemos importante considerar la necesaria recuperación del estatus de
las lenguas indígenas de nuestro país, en especial, la mapuche, que fuera
considerada durante un largo período como la lengua de Chile.

408
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

SOBRE MIEDOS Y PESADILLAS:


SER MAPUCHE DENTRO DE LAS MURALLAS DE LA FRONTERA

José Ancán
Licenciado en Historia del Arte

Temuko está rodeada por un cinturón de propietarios indígenas (...) es el


cinturón suicida que estrangula la vida económica de la capital de la
Frontera (...)[es] un problema tangible, latente y que se viene palpando
cada vez con mayor relieve, a medida que el progreso, la cultura y el
crecimiento de la cantidad de habitantes de esta metrópoli zonal, ponen en
mayor contraste la necesidad de hacer producir científica e intensivamente
los terrenos feraces que rodean Temuko y que desgraciadamente están en
manos de propietarios indígenas (...) una ley de excepción es urgente para
desalojar a los indígenas de los terrenos del interland de Temuko, que ellos
no saben explotar en cultivo intensivo y científico.
(Editorial de El Diario Austral de Temuko, 4 de junio de 1940)

D esde hace por lo menos unas dos décadas a la fecha existe una suerte de 409
circuito instituido, cada vez que en pro de las muchas reivindicaciones
pendientes, se realiza una movilización mapuche por las calles céntricas
de Temuko, capital de la Araucanía y epicentro del País Mapuche. En una
especie de circunvalación que comienza y termina en una plaza que los
carteles oficiales denominan “Teodoro Schmidt”, pero que la gente del
movimiento en el último tiempo ha dado informalmente en llamar “Lauta-
ro”, toda manifestación recorre las principales arterias de la ciudad finali-
zando siempre, poco después del mediodía, frente al edificio de la Inten-
dencia en calle Bulnes, al lado de la plaza principal donde usualmente una
delegación de dirigentes entrega una carta dirigida a la primera autoridad
regional.
Resulta también habitual en instancias como éstas, que los transeún-
tes comunes que raudamente deambulan a esa hora por las veredas de ese
sector, observen ajenos pasar las irregulares columnas de manifestantes y
que más aun, miren con un dejo de frialdad el bullicioso espectáculo ex-
puesto ante sus ojos. Al contrario de lo que sucede en otras ciudades del
país, donde en los últimos tiempos la causa mapuche genera espontáneas
adhesiones, aquí son contadas con los dedos de una mano las veces en
que se ha visto en esas personas siquiera un ademán, un gesto explícito de
aprobación a las heterogéneas hileras de manifestantes que por un rato
suspenden el recorrido de gentes y vehículos, en las que se entremezclan
campesinos, estudiantes, trabajadores y profesionales mapuche, además
de un sinnúmero de aliados de la causa, provenientes de los amplios már-
genes de la sociedad local.
A juicio preliminar de un espectador externo, no queda inmediata-
mente en evidencia si semejante actitud es reflejo de un sentimiento de
REVISITANDO CHILE

molestia o un simple desinterés hacia las motivaciones de esos ciudada-


nos, que al ritmo de kultrunes inconfundibles, enarbolan a grito en cuello
las urgencias de un conflicto que hoy en día duele e incomoda a más de
alguien por estas tierras.
Incluso asumiendo que tras las miradas de esos peatones se vislum-
brara implícito un rechazo aún no verbalizado frente a las exigencias de
un sector de la sociedad regional que ha sido visto históricamente como
inferior (mapuchitos es el mote recurrente con que se trata aquí a los des-
cendientes de Pelentraru y Külapang), he llegado a pensar con insistencia
que en el fondo de esos ojos huidizos se esconde solapado y guarnecido
un tipo peculiar de miedo. Informe y contradictoriamente irracional, como
es todo temor a la súbita revelación de la cara más desconocida de esos
vecinos incómodos a los que el acostumbramiento, erigido más en la tur-
biedad de la conveniencia que en el adecuado ensamble de sus cimientos,
ha condenado a un papel subordinado en el contexto de lo que se ha dado
en llamar relaciones interétnicas.
410 Es que mediatizada por una extraña metamorfosis, por entremedio
de los múltiples intersticios del “cinturón suicida” del que se hablaba en
los cuarenta, en cada evento de éstos pareciera como si, con ademanes
trasformados, se introdujeran al núcleo del poder regional los mismos ros-
tros morenos y de ojos achinados que cada mañana vocean verduras por
los alrededores de la Feria Pinto o que mansamente podan jardines y cui-
dan niños en la avenida Alemania y en el Barrio Inglés. Individuos de
paso en una ciudad que aparenta no pertenecerles y de la cual extraña-
mente aún no se posesiona discursivamente el movimiento mapuche or-
ganizado y a los que, como máxima concesión, el oportunista imaginario
colectivo otorga un rol costumbrista para el consumo turístico veraniego.
En efecto, paradoja generalizada –que aparenta perseguir a personas
y circunstancias–, el rostro de doble faz que en esta zona rodea a la pobla-
ción mapuche media en el imaginario colectivo wingka entre una anhelada
sumisión colectiva derivada de la derrota y la grosera violencia, que hace
un poco más de un siglo delineó el contorno histórico a la región y que hoy
pone en tela de juicio nada menos que el tema de la propiedad de la tierra y
la convivencia mínimamente armónica entre culturas diferentes. Comar-
ca, donde cada metro cuadrado de tierra encierra un potencial conflicto
de intereses, pues hace algo más de cien años tuvieron por dueños exclu-
sivos a esos hoy transmutados únicamente en “problema” o “conflicto”.
Directa derivación de aquello es que la itempestiva arremetida de las
huestes originarias en el núcleo mismo de los poderes constituidos, en
cada movilización aspira a subvertir esa especie de tácito acuerdo, o lo que
sería peor a los ojos del turbado gentío: un eventual anuncio de futuros
ajustes de cuentas, que hipotéticamente se escondería tras los marichiwew
y los enérgicos discursos de los líderes indígenas. Sea como fuere, lo con-
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creto es que a esta altura es ya lugar común que al primer indicio de


“revuelta” mapuche por las calles temuquenses, en varias cuadras a la
redonda, raudas se cierren las cortinas de locales comerciales y a toda
carrera se escabullan del alboroto oficinistas, señoras y hasta los simples
curiosos que lo único que quisieran es estar lo más lejos posible de la
protesta y, por sobre todo, de los individuos que la protagonizan.
No es simple casualidad tampoco que sea precisamente en la capital
regional de la Araucanía, donde el por la prensa denominado “conflicto
mapuche”, encuentre hoy su mayor caja de resonancia. Temuko, ciudad
desde hace unos años propagandeada como una de las urbes de mayor cre-
cimiento demográfico en Sudamérica, es a la vez capital de la región más
pobre de Chile, donde se encuentra proporcionalmente el mayor endeuda-
miento y desigualdad social y en que la masiva presencia autóctona no se
puede disimular; un Chile a escala quizás. No en vano bautizada como la
Frontera, Temuko no nació como las ciudades de la zona central, siguien-
do edictos ni trazados regulares; fue primero fortín militar estratégica-
mente instalado como culminación de la campaña de ocupación, empali- 411
zada de troncos instalada como barrera contra un temido contraataque de
los guerreros mapuche sobrevivientes de la pretendida “pacificación”.
En el centro del tradicional territorio wenteche, éstas las tierras ances-
trales del Longko Lienán1 se fueron llenando de afuerinos sólo cuando la
amenaza de la siempre probable insurrección mapuche, que quitaba el
sueño a las autoridades de principios del siglo XX, lentamente se fue des-
dibujando en medio de la rudeza masiva de usurpaciones, corridas de cer-
co y la violencia desatada de esos años. Algo de ese temor subconsciente a
un probable renacer de aquellos heroicos guerreros araucanos de Ercilla,
luego sometidos a sangre y fuego por las armas de las repúblicas chilena y
argentina y que transformados en el “cordón suicida” de El Diario Austral
de hace 60 años que podrían ser hoy, aun ronda por estas calles y aveni-
das con pretensiones de megalópolis. Urbe a la que sin embargo le resta
bastante para aprobar las asignaturas elementales de la convivencia entre
conglomerados diferentes pero donde, dadas las circunstancias, todo indi-
ca que no podrán ya prescindir los unos de los otros.
Reiteradas las movilizaciones en este último tiempo, cuando las re-
cuperaciones de tierras y de identidad crecen y los mapuche copan las vías
centrales de la ciudad, como más que metafóricamente ocurrió en la gran
movilización mapuche del 25 de julio de 2001 o la del 18 de noviembre de
2002; una cierta imagen inquietante y perturbadora se pasea con inusual
intensidad por entre la obsesión del cemento y la escasa amabilidad de la
gente de la capital de la Frontera, que intenta hacer vida social mientras
recorre las cadenas de malls que han cubierto el antiguo mallín tapizado
de temus. Es que para demasiada gente de estos lados, con intereses crea-
dos o imaginarios, resulta intolerable aquella transmutación manifiesta
REVISITANDO CHILE

que quiere reaparecer cada vez con más intensidad, en una representa-
ción que por los más escondidos pliegues del imaginario colectivo, es ali-
mentada bajo la forma de una fantasmal y recurrente pesadilla en la que
toman parte tanto los de fuera como los de dentro del “cinturón suicida”.
Algo así como si un peculiar Freddy Krugger, que esta vez con manta y
trarilongko apareciera en medio de la húmeda bruma de una noche in-
vernal y en el acto decidiera vengar de una sola vez tanto oprobio acumu-
lado...
Algo así como las palabras de la señora de la calle cercana al cemen-
terio y al cerro Ñielol, de a poco transformada en un reducto que aloja
instituciones, oficinas y casas de mapuches urbanos –un pequeño barrio
mapuche tal vez–, quien en una conversación paradigmática, de una sola
vez vació todos sus prejuicios sobre sus sospechosos vecinos mapuches,
que no parecen serlo, pero que de todas formas celebran el we tripantü y
otras festividades “de la raza”: “es que en esta casa nadie sabe lo que ha-
cen, que se hacen reuniones, que entra gente del campo a todas horas del
412 día, que se estacionan diferentes vehículos, que suenan a veces kultrunes,
que parece que Uds. quieren recuperarlo todo”.

1. Jefe mapuche, antiguo dueño de las tierras donde hoy está la ciudad de Temuko.
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EN NUESTRA DIVERSIDAD ESTÁ EL PODER


DE LA TRANSFORMACIÓN

Margarita Calfío
Trabajadora Social

N o es fácil reflexionar sobre las identidades, porque es un concepto abs- 413


tracto, muy manoseado y marquetero, que frecuentemente me traslada a
una especie de callejón sin salida. No es una palabra de uso popular, que
todos podamos discutir abiertamente. Por lo general estas reflexiones se
dan en espacios universitarios o simposios. ¿Para qué sirve todo esto? Para
reconocernos, vernos a nosotros mismos y mejorar, especialmente para
cambiar hacia un mejor tiempo futuro. Que exista desde el gobierno, el
Estado, desde las personas un verdadero compromiso por trabajar por un
mundo mejor, sin importar los credos, las adscripciones étnicas, lo social,
en fin.
Para mí las identidades son cómo se asume una, cómo soy reconoci-
da por el resto de las personas y cómo me gustaría que me percibieran. Es
un entrecruzamiento de sentimientos, de elementos subjetivos y cierta-
mente algo de objetivos, aun cuando esta última palabra no es una de mis
favoritas. Me vincula a historias de vidas, a experiencias positivas y nega-
tivas, a cambios y transformaciones concientes e inconscientes. En mi caso,
en mi ser se dan múltiples identidades: soy mujer, soy mapuche, soy pro-
fesional, soy cambiante. Puedo ser hoy algo que no fui ayer, y que no seré
mañana. Pero seguiré siendo yo.
Identidad es sin duda diversidad, lo que remite a pensar que, quiéra-
lo o no, éste es el país donde nací y específicamente la región donde vivo
hace años por elección. En este contexto, esas formas complejas y diferen-
tes de pensar y actuar no son valoradas y respetadas por la mayoría de la
institucionalidad pública y por el común de la gente, que es también parte
de esta riquísima diversidad y sujeto muchas veces de opresión, utiliza-
ción y frecuente autocomplacencia, activada por oscuros personajes del
ambiente.
REVISITANDO CHILE

La Región de la Araucanía es cuna del otrora territorio mapuche,


espacio extenso donde nuestros ancestros, hombres y mujeres, se despla-
zaban libres y ejercían procesos de intercambio y negociación con parien-
tes y extranjeros. Eso cambió drásticamente y en unas pocas décadas. Por
la avaricia del Estado chileno, nuestros abuelos y abuelas pasaron de ser
libres a pedir permiso para habitar unos cuantos metros cuadrados de po-
breza. Nos dejaron arrinconados en pequeñas reducciones y nuestros pa-
dres debieron salir violentados con sus padres y hermanos, con la esperanza
de volver algún día con mejor situación. Así se fue mi padre y mi madre,
haciendo patria en la kapital, y sacándose la cresta para que sus hijos e
hijas, nosotros, estudiásemos y fuéramos más que ellos. Lo lograron, pero
transaron en principio su ser mapuche, su historia propia.
Lo mapuche fue olvidado por obligación. No nos dijeron nada por-
que esa cultura y ese pueblo era ahora derrota, división, atropello; era
miseria para ellos. Pero algo sucedió conmigo y mis hermanos, algo extra-
ño y mágico al mismo tiempo. Una bofetada que en principio dolió en lo
414 más hondo del corazón. India, eres india, siempre lo has sido y te estabas
haciendo la loca con eso. Poco a poco ese dolor se fue transformando en
algo agradable, tibio y entretenido. Volver calmadamente a revisar mis
orígenes me ha servido, y en eso estoy. Para que todo fuera más profundo,
me vine, regresé al antiguo territorio, fuerza consciente y llena de expec-
tativas que se han cumplido y de otras se han vuelto decepción. Es el
momento que nos tocó vivir, hijos de la diáspora que regresan al territorio
añorado.
La Región de la Araucanía, región pujante, pero donde nunca me
había sentido tan discriminada por mi condición de india. Los mapuches
transitan por sus calles, callados y con la cabeza mirando al suelo. Pero
cuando esos mapuches salen a sus calles a protestar por injusticias, el te-
muquense, el chileno, se aterroriza, cierra sus puertas, se esconde pen-
sando que viene la temida rebelión vengadora. No puedo dejar de expre-
sar que en los últimos años, algo se ha avanzado en la valorización de lo
mapuche, sin ser todavía suficiente. Me desagrada como nos tratan; o so-
mos unos pobrecitos desvalidos o terroristas o místicos... Somos personas
como todos y eso deben entender.
Como mujer mapuche también asumo que al interior de mi diverso
pueblo, existe una serie de elementos negativos que nos impiden enfren-
tar en plenitud el tiempo futuro. Pero en ese ámbito nosotras somos una
pieza clave. Las mujeres en todo el mundo somos las principales transmi-
soras de la cultura. Esto que puede ser una frase repetida, es importante
porque como transmisoras, podemos modificar formas culturales que no
son positivas para nuestra gente de ahora. Tenemos un poder enorme, y
lamentablemente muchas veces no estamos conscientes de esto. ¿Cómo
lograr que la violencia al interior de nuestros hogares sea algo del pasado,
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cómo valorarnos y crear y recrear nuevas formas de relación, más integra-


les, más tiernas? Con trabajo arduo y conciencia de nuestro importante
rol. Con esto no quiero indicar que los hombres están fuera del proceso.
Por supuesto que no, somos todos importantes y en la medida en que
todos seamos parte de la enseñanza del mundo a los niños y niñas, desde
una óptica amorosa, respetuosa, las transformaciones serán más profun-
das en beneficio de todos.
La palabra diversidad, y el sentir nuestras diferencias culturales, me
agrada mucho. He tenido la suerte de convivir con personas de múltiples
orígenes, culturas e idiomas. Y me ha gustado compartir lo que llevo y
atesoro. Muchas veces los pueblos que han vivido soportando formas de
discriminación y opresión, devolvemos con la misma moneda. Estamos lle-
nos de rabias, dolores y cuestionamientos negativos. De repente nos cree-
mos el cuento de ser superiores por no se qué razones, de que la cosmovi-
sión, que el idioma, que cualquier cosa inventada. Pura arrogancia, para
diferenciarnos de los otros. A veces, lamentablemente, lo logramos y nos
diferenciamos distanciándonos de personas valiosas que desde su diferen- 415
cia nos pueden aportar y, lo que es peor: nos lleva a discriminarnos entre
nosotros mismos, impregnados de lacras como la envidia que supuesta-
mente pretende igualar en las carencias a los que algo diferente tienen.
Mi sueño es que las mujeres caminen junto a sus compañeros y aman-
tes. Que no corran nerviosas y jadeantes con sus bolsas llenas, tratando en
vano de alcanzar a su wentru que parece como que arrancara de esta
ciudad hostil, como a diario observo ocurre en las calles de Temuko. Me
quedo sorprendida, y no me gusta ver esa indignidad. Que eso cambie.
Que todos comamos junto de la mesa, y que la cocinera tenga el mejor
sitial y el mejor plato; que se valore el nacimiento de una niña como el de
un niño; que no propaguemos más las pretendidas diferencias intrínsecas
que hacen que haya gente superior a otra; que asumamos nuestras dife-
rencias y que las valoremos, que seamos autocríticos, pero trascendentes,
porque la diversidad y la transformación que siempre han estado entre
nosotros, van unidas.
REVISITANDO CHILE

EL MOVIMIENTO MAPUCHE Y LAS


INSTITUCIONES MEDIADORAS1

Rolf Foerster
Antropólogo

416 D esde el Chile colonial, parte de las relaciones interétnicas quedaron re-
guladas por instituciones mediadoras: misiones, parlamentos, capitanes
de amigo, juzgados de indios, etc.2 Sin duda que el fin último de dichas
instituciones era la asimilación o la integración de las poblaciones nativas
a la Corona y posteriormente al Estado-nacional y que, logrado ese obje-
tivo, debían desaparecer. No obstante, la mediación tiene al menos dos
riesgos que la perpetúan. Primero, que las instituciones mediadoras se
nieguen a morir gracias a sus operadores, para lo cual deben, de algún
modo, reificar aquello que quieren eliminar (etnificación) y segundo, que
los nativos se valgan de ella para su proyecto de recreación cultural, para
revertir y/o potenciar sus proyectos políticos (etnogénesis).
Vamos a sostener que una “buena” aproximación a la problemática
mapuche en Chile3 en el siglo XX pasa por la comprensión de la historia
de una de estas instituciones mediadoras, de sus continuidades y meta-
morfosis, y que ha permitido –según nuestra hipótesis– que la cuestión
mapuche tenga la actual gravitación: ser una de las prioridades del Presi-
dente Lagos, como también lo fue de Aylwin. Ella “nace” en 1953 bajo el
nombre de Dirección de Asuntos Indígenas (Dasin), cambia de nombre y
se potencia en 1972 (en Instituto de Desarrollo Indígena, IDI), moribunda
bajo el gobierno militar,4 reaparece con toda su fuerza en 1993, bajo el
rótulo de Corporación de Desarrollo Indígena (Conadi).5
Ahora bien, la intervención del movimiento mapuche en dicha his-
toria institucional es absolutamente capital. La Dasin es producto de un
acuerdo político entre la Corporación Araucana –presidida por el dos veces
diputado Venancio Coñuepán– y el Presidente de la República, Carlos Ibá-
ñez del Campo. Fue el pago que hizo la máxima autoridad a la Corpora-
ción Araucana por haber sido dicha instancia la que posibilitó la orgánica
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del ibañismo en la Región de la Araucanía. Pero también el IDI y la Cona-


di son frutos de acuerdos políticos; el primero, con Allende, gracias a la
presión del movimiento indígena y al fantasma del “cautinazo”;6 el se-
gundo, con los partidos de la Concertación y cuya motivación más prima-
ria parece ser una sensibilidad humanitaria postmoderna ligada a lo que
se conoce como la “rebelión del coro”.
Hemos precisado que son acuerdos políticos, en contraste con lo que
podría haber sido fruto de consensos culturales. Posiblemente radique allí
su máxima debilidad, tanto en la sociedad mapuche como chilena, al caer
bajo el mandato de que la “ley se acata pero no se cumple”.7 No obstante,
la reacción a su sola presencia ha sido siempre muy fuerte por aquel sector
que ha visto aquí “un Estado dentro de un Estado”,8 o produciendo “se-
cuencias de violencia, tensiones, rupturas del Estado de Derecho”.9
Nuestro temor al indio en el Chile de la zona central, se remonta
posiblemente a un cruce entre la guerra de Arauco –inseparable de su
traducción poética por Ercilla y de nuestras primeras narrativas históri-
cas– y el mestizaje al “revés”, es decir, al deseo hecho realidad por los 417
lonkos mapuches de poseer, retener y procrear con la mujer blanca, la
chiñura.10 Pero también el fuerte mestizaje “al derecho” nos une a ese
“otro”: así las figuras como Lautaro, Caupolicán, Colo-Colo son también
nuestros héroes, la “intramitología” es la misma para ambos pueblos (el
tue-tué, los chonchones), así como nuestra forma de habitar el espacio,
etc. De allí entonces nuestra profunda ambivalencia frente a lo mapuche,
donde el amor y el odio se juntan para crear esa extraña oposición señala-
da por Jorge Guzmán, entre lo blanco/no blanco.
Desde ese ethos, posiblemente, emerge nuestra débil “discriminación
positiva” frente al mapuche: es al único grupo étnico que se le acepta que
su identidad de origen pueda transformarse, en una negociación política,
en una identidad de destino. Y de esto justamente es lo que se ha jugado
desde la Dasin a la Conadi. Veamos entonces la historia de ese juego.
En las décadas de los cuarenta y cincuenta se hizo cada vez más ne-
cesario, para los dirigentes de la Corporación Araucana, producir un cam-
bio en la política del Estado frente al tema mapuche. Por un lado, había
que impedir que la escalada usurpadora de tierras indígenas se desbordara
por medio de la división de las comunidades reduccionales. Por otro lado,
había que buscar los mecanismos para revertir la pobreza y la “ignoran-
cia” campesina, a través de una explotación racional de los recursos en el
marco de un respeto a las formas comunitarias de posesión de la tierra. No
se trataba de una asimilación, sino más bien de que la “raza” (es decir, los
mapuches) saliera de las condiciones de miseria e injusticia a las que esta-
ba sometida y tuviera un lugar digno en la sociedad chilena, para así apor-
tar al “crecimiento de la patria”.
Lograr estos objetivos desde la orgánica interna mapuche era impo-
sible, de allí que buscaran la creación de una institucionalidad en el Esta-
REVISITANDO CHILE

do, dirigida y controlada por ellos. Como ya lo señalamos, esto fue posible
gracias a un acuerdo político con el gobierno de Ibáñez, a partir de lo cual
se crea la Dasin. Su primera memoria –año 1953– es precisa en sus reali-
zaciones:
se ha tenido como objetivo principal, llevar justicia y tranquilidad a
las colectividades indígenas y terminar con los abusos y atropellos de
que eran víctimas. Con tal motivo, esta Dirección, a pesar de la esca-
sez de su personal, mediante la acción dinámica y echando mano de
los Juzgados de Indios e Inspectores, ha hecho llegar su acción a las
mismas comunidades, evitando que los indios malgasten sus dineros
y pierdan el tiempo que deben dedicar a sus labores agrícolas.11
“Echando mano de los Juzgados de Indios”: ésa fue la piedra que
todo lo complicó. Que la Dasin interviniera en la justicia, que impidiera
llevar a efecto el Decreto Ley Nº 4.111 (de división de las comunidades),
que se pusiera del lado de las víctimas en los tribunales fue una cuestión
escandalosa a nivel regional y de algún modo, nacional:
418 la constitución de la DASIN, creada a instancias de algunas personas
interesadas en mantener cargos de carácter burocrático, significa la
posibilidad de establecer, a través de esta Dirección, una máquina
política de importancia, sobre todo si se considera que esta máquina
política se monta entre personas de cultura bastante baja, por des-
gracia, y que tienen hasta la peculiaridad especialísima de hablar un
idioma distinto del que habla el común de los chilenos. Además, esta
Dirección puede crear condiciones que favorezcan la generación de
un movimiento político de carácter racial, lo que tendría suma im-
portancia y gravedad.12
Pero sin duda que lo más complicado era la subordinación de los
Juzgados de Indios a la Dirección. El informe de León Erbetta Baccaro,
fiscal de la Corte de Apelaciones de Temuco, señalaba con toda claridad
que “puede afirmarse que el señor Coñuepán en el desempeño de sus
funciones ha frustrado totalmente la acción de los Juzgados de Indios,
logrando el objetivo para el cual se constituyó la Corporación”.13
Pero la dependencia de los Juzgados de Indios a la Dasin fue también
nefasta para el “equipo de Coñuepán”: era tan abrumadora la demanda
que había –sea por los conflictos de tierra con huincas o entre mapuches,
por velar en los contratos de mediería, por buscar nuevas radicaciones,
por la búsqueda de certificados y mapas, etc.– que las posibilidades de
llevar adelante “la debida organización de las Comunidades Indígenas exis-
tentes” fue imposible. Esto concordaba con la escasez dramática de recursos
humanos y materiales. Así por ejemplo, la oficina de Santiago se quejaba en
los primeros meses de 1954: “No tenemos máquinas de escribir. Las que
hay son prestadas. Necesitamos una pieza más. Estamos muy estrechos. Los
dos funcionarios que atienden la secretaría de esta Dirección, están amon-
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tonados en una pieza pequeña en donde tienen que recibir a la gente que
solicita audiencia y que, con sus conversaciones, no los dejan trabajar”.
Este conflicto de competencia entre Dasin y Juzgado de Indios se
zanjó en enero de 1961, cuando el gobierno de Alessandri promulgó una
nueva ley indígena y donde se establece una nueva relación entre ambas
instituciones. Podríamos decir que fue una separación funcional, en que
la primera se debía abocar a los temas del desarrollo y los segundos a los
problemas legales y judiciales sobre la tierra. Pero además hay que leer
este período desde el Decreto con Fuerza de Ley Nº 1/950, del 7 de sep-
tiembre de 1961, que: “Fija dependencias, atribuciones y las plantas del
personal de la Dasin”, y que en su artículo primero propone: “Investigar y
estudiar las condiciones sociales, jurídicas y económicas de todas las co-
munidades o agrupaciones indígenas que hubiere dentro del territorio
nacional y proponer las medidas conducentes al mejoramiento de dichas
condiciones”. En adelante, entonces, la Dasin amplía su horizonte, se pre-
ocupará del mejoramiento de las condiciones de vida no sólo de los mapu-
ches sino de “de todas las comunidades o agrupaciones indígenas que hu- 419
biere dentro del territorio nacional”.
Se inicia así un período en el cual el Estado intervendrá, en las pobla-
ciones indígenas del país, a través de una agenda marcada por lo que se ha
llamado el desarrollismo y en concordancia con cierta intelectualidad y
dirigencia mapuche más próxima a los partidos de izquierda. El polo con-
ceptual de comprensión se desplazó al par latifundio-minifundio, dejando
las reivindicaciones más propias de los mapuches en un segundo plano
(una de las razones: el campesino mapuche era observado “con un senti-
do obsesivo, pequeño burgués, por la propiedad privada territorial”.14 No
obstante, tanto en el gobierno de Alessandri como en los de Frei y Allende
los mapuches supieron exigir, en el contexto de la Reforma Agraria, cuo-
tas importantes de tierras para sus comunidades. Con la promulgación de
la Ley Nº 17.729, de 1972, la institución mediadora, ahora bajo el nombre
de IDI, introduce una novedad: la dirección de la institución contará con
“siete representantes campesinos mapuches, elegidos en votación uniper-
sonal, directa y secreta por los campesinos mapuches”.15
La dictadura militar puso fin a toda consideración mediadora; el neo-
liberalismo económico podía prescindir de ella. Así, en 1978 se decretó el
fin del IDI y se impulsó una política con vista a liquidar la comunidad
reduccional, con lo que se hacía realidad el sueño de transformar la pro-
piedad en un asunto entre individuos. También se puso en evidencia la
debilidad del movimiento indígena al ser incapaz de frenar dicho proceso,
más aun cuando observaban con asombro cómo sus “bases” votaban en
su gran mayoría por “el general”.
No obstante, y casi por los mismos años, el tema indígena sufrió en el
plano simbólico un vuelco espectacular. Comenzaba un proceso de valo-
REVISITANDO CHILE

ración de las culturas indígenas, de sus cosmovisiones y de sus prácticas


culturales, y también de una mayor sensibilidad frente a los derechos de
los “pueblos indígenas”. Parte del potencial de este giro es que se prestaba
a la impugnación del ya debilitado paradigma de la modernidad por la vía
de una búsqueda de nuestras “verdaderas raíces” o, cómo lo señalaba el
título del libro de Ziley Mora: La Araucanía. Mística antigua para la grandeza
de Chile. Posiblemente quien más lejos ha ido, en el mundo académico,
haya sido Alfredo Jocelyn-Holt, en su texto Historia General de Chile:
cada vez nos hemos ido sensibilizando a la singular manera de ver de
los “primitivos” (...) Por muy irracional, mágico o “incivilizado” que
nos siga pareciendo, nos inclinamos a pensar que pueblos que pien-
san míticamente están más cerca de estadios virginales de naturaleza;
que lo de ellos es una visión menos contaminada, más poética, una
visión más espiritual del mundo; en suma, que ellos pueden llegar a
estar más cerca de la “verdad”. A esto se agrega el hecho de que, más
a menudo de lo que se cree, ellos aciertan, muy a pesar de nuestro
420 soberbio racionalismo y de nuestros abusivos intentos de descartar-
los despreciativamente.16
No olvidemos tampoco los Diálogos Interculturales entre Cosmovi-
siones Científicas e Indígenas (epu rumen kimün nüxam kan), realizados en
junio del 2000 en la localidad costera de Tirúa (VIII región), donde parti-
ciparon dos premios nacionales de ciencia –Igor Saavedra y Jorge Allen-
de– y sabios mapuches, como los machi Víctor Caniullán y Margarita Al-
bornoz, el lonko Juan Segundo Huenupil, la kimeltuchefe Ercilla Curiche y
la kimche María Tragolaf. Sin duda, este encuentro hubiera sido inconcebi-
ble unas décadas atrás (nuestros indigenismo era muy débil y no iba más
allá de alguna consideración abstracta sobre “el buen salvaje”). Ahora bien,
el marco político-económico donde se ha desenvuelto esta nueva sensibi-
lidad ha sido el modelo neoliberal, y donde el Estado abandona toda pre-
tensión de síntesis, de homogeneidad social. Sin embargo, esta regla de
oro que se ha aplicado de forma radical en muchas esferas de la vida social
–educación, salud, previsión, transporte– sufre una excepción frente al
tema indígena. La que, a gran escala, comenzó con los gobiernos de la
Concertación,17 y se deriva de lo que se conoce como Pacto de Nueva
Imperial, donde la dirigencia mapuche acuerda con el candidato Patricio
Aylwin un nueva ley indígena que contemplaba un conjunto de medidas
tendientes no sólo a mejorar las condiciones materiales de vida sino tam-
bién a nuevas formas de reconocimiento y autonomía. Por primera vez en
la historia, la legislación indígena de Chile se estipulaba como un “deber
de la sociedad en general y del Estado en particular, a través de sus institu-
ciones respetar, proteger y promover el desarrollo de los indígenas, sus
culturas, familias y comunidades, adoptando las medidas adecuadas para
tales fines y proteger las tierras indígenas, velar por su adecuada explota-
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ción, por su equilibrio ecológico y propender a su ampliación” (Ley


Nº 19.253, artículo primero). Promulgada la ley en 1993, se crea la Cona-
di, que no es más que una síntesis de la Dasin y del IDI, pero con una gran
diferencia: ahora los recursos humanos (estamos pensando en cientos de
profesionales indígenas) y económicos son cualitativamente superiores.
Sin riesgo de equivocación, se puede decir que en los últimos trece años el
Estado a invertido sumas tan considerables que no tienen comparación
con en el resto del siglo. Sólo el Programa de Desarrollo Integral de Comu-
nidades Indígenas (Orígenes) cuenta con un presupuesto de 133 millones
de dólares, además de que a través de la Conadi las tierras mapuches-
huilliches se han ampliado por sobre las 150 mil hectáreas, con un costo
cercano a 30 mil millones de pesos.18
Si hay una continuidad con el pasado es nuevamente la idea, en la
dirigencia mapuche, de que el Estado debía intervenir, y ahora de una
forma mucho más urgente, ya que no sólo la pobreza había casi desinte-
grado a la “comunidad”, sino que también los procesos de integración
nacional produjeron efectos altamente destructivos en la cultura tradicio- 421
nal mapuche. El dirigente wenteche José Quidel lo expresa de una manera
diáfana: “Así como el Estado se ha preocupado por más de cien años en
desestructurarnos, podría otros cien años pensar en reestructurarnos”.19
O en los términos de Santos Millao:
a fines del siglo XX nos hemos dado perfectamente cuenta de que –a
través de las leyes precisamente– nos han venido paulatinamente
integrando y asimilando a la sociedad chilena, imponiéndonos todo
lo ajeno a nuestra especificidad. Por esta razón, esta nueva genera-
ción que hoy día representamos, nos damos cuenta de que tenemos
que aprovechar esta misma vía: las leyes, para llevar allí nuestras
demandas tal como nosotros las visualizamos.20
La conciencia de esta “necesidad externa” es bastante generalizada.
Los dichos de un dirigente urbano son de una realismo sin contemplacio-
nes: “un panificador, una empleada doméstica ¿va a sacar un pueblo ade-
lante? ¡No puede, pu!, porque no cuenta con recursos. En cambio el Esta-
do…”.21
El vínculo entre Estado y nación chilena es de una solidez granítica,
soldada con el calor de múltiples guerras (incluyendo la “Pacificación de
la Araucanía”), de allí que el proyecto levantado por la dirigencia indíge-
na de ser reconocidos como pueblos sea un sueño que para muchos puede
ser una pesadilla. Sin embargo, pareciera que no están solos en la tarea de
construir un Estado “postnacional” o “plurinacional”: hay todo un am-
biente cultural y social que apunta hacia esos horizontes.
Si se hace un balance de lo logrado en los últimos trece años, nota-
ríamos que los resultados son alentadores para esa causa: pusieron el tema
étnico en la mesa de negociación permitiendo que aquello que parecía
REVISITANDO CHILE

una causa perdida sea hoy un tema prioritario de los gobiernos. No obs-
tante, las mesas donde se negociaba la “cuestión indígena” tenían como
telón de fondo un conjunto de movilizaciones, donde las tomas de tierras
eran su nota más alta, al afectar por primera vez –gracias a la conversión
productiva de la Región de la Araucanía: de triguera-ganadera a forestal–
a los principales grupos económicos de Chile, dueños de empresas foresta-
les. Ahora bien, en el seno de esas movilizaciones, cuyo punto más fuerte
fue el año 1999, comienza a producirse una tensión excluyente en la diri-
gencia mapuche: entre aquellos que están por las instituciones mediado-
ras y los que consideran ese camino como uno propio de yanaconas,22 que
la alternativa “real” y “verdadera” es levantar un movimiento mapuche
autónomo, desde “territorios liberados”, como única vía para la recons-
trucción de la “nación mapuche”.
Se introduce así por primera vez en la historia del movimiento ma-
puche una concepción leninista de la política23 y que entronca con un
sustrato milenarista (la eliminación del huinca para superar el mal) que
422
siempre ha estado presente (de forma latente) en la cultura mapuche-
huilliche.
La política de Frei y de Lagos frente a estas dos alternativas ha sido,
por un lado, disminuir fuertemente el papel del movimiento mapuche en
el seno de la Conadi por la vía de profesionalizar la institución, como tam-
bién reducir el poder de decisión de los “consejeros indígenas”. El golpe
más duro en esta línea fue cuando la Presidencia de la República intervino
dicha institución para remover a sus directores –Mauricio Huenchulaf,
Domingo Namuncura– cuando éstos se opusieron a la construcción de la
represa hidroeléctrica Ralco. Por otro lado, frente al sector radical, el ga-
rrote ha sido la tónica: detención de un grupo muy significativo de diri-
gentes de la Coordinadora Arauco Malleco y una tendencia a militarizar
algunas áreas en conflictos.
La suerte no está echada, lo que hoy sabemos es que son éstas las
tensiones que gravitan en el seno del movimiento mapuche y que es un
deber de ellos y del Estado crear las condiciones para que “la lógica de la
política no apunte al aniquilamiento del adversario, sino por el contrario,
al reconocimiento recíproco de los sujetos entre sí”.24 Desde el mundo de
las comunidades rurales y de las asociaciones urbanas, el mejor espacio his-
tórico para ese reconocimiento recíproco han sido las instituciones media-
doras, de allí entonces su potencia en el pasado y sin duda en el futuro.

1. Este trabajo ha sido elaborado en el contexto del proyecto Fondecyt N° 1020671, que
dirige Jorge Iván Vergara.
2. Fue el historiador Sergio Villalobos el primero es insistir en este vínculo en sus estudios
sobre las “relaciones fronterizas”, pero será Jorge Iván Vergara quien precise conceptual-
mente el problema en su tesis doctoral. Recordemos aquí su definición: las “instituciones
mediadoras [son aquellas] que desempeñan una función de control e intervención progre-
siva sobre la sociedad nativa y que, a su vez, cumplen labores de protección y representan
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

instancias que permiten a los indígenas la conservación de espacios políticos propios dentro
del Estado” (La fronteras étnicas del Leviatán, Berlín, 1998: 227).
3. Recuérdese que en Argentina hay una significativa población mapuche.
4. El gobiermo militar también tuvo que “mediar”, ahora a través de una institución que él
mismo creó: el Consejo Regional Mapuche y sus Consejos Comunales. Fue presidido por
Mario Raymán Gacitúa y contó con figuras destacadas como Sergio Liempi y Juan Necul-
mán. Además, parte de sus “cuadros” eran antiguos miembros de la Corporación Araucana.
5. Esta hipótesis no difiere de la línea editorial de El Mercurio, pero hay dos diferencias: 1.
Para este diario, la ley indígena es fruto de un joven de Viña del Mar; para nosotros, de la
trayectoria del movimiento mapuche; 2. El Mercurio ve en la ley indígena una fuente de
caos, según nosotros, una fuente que puede revertir procesos injustos de integración y
asimilación, potenciar un “multiculturalismo” que posibilite formas de reconocimiento y de
autonomía para “nuestros” pueblos “originarios”.
6. Conjunto de movilizaciones y tomas de fundos en la zona central de la Araucanía que
obligaron al Presidente Allende a trasladar su gobierno a la ciudad de Temuco.
7. Nos parece pertinente el comentario de Marcos García de la Huerta sobre esta fórmula:
“una ley vulnerada, una orden que se deja sin efecto, indica muchas cosas, salvo el ejercicio
real de la soberanía. Desde el punto de vista del derecho y de la relación con la ley, la
fórmula expresa el reinado de la ilegitimidad. Pero si se la mira fuera de la categorización
jurídica, representa el surgimiento de otra forma de poder, sin soberano ni soberanía, sin
reglas ni órdenes emanadas de un sujeto consciente y, sin embargo, más real y poderoso
423
que la ley misma”. En Reflexiones americanas. Ensayos de intra-historia (Santiago: Lom, 1999),
p. 120.
8. Expresión del diputado demócrata Virgilio Morales en una sección en la Cámara de Di-
putados en que se discutía sobre el accionar de la Dasin, 25 de agosto de 1952.
9. Editorial de El Mercurio, 23 de febrero de 2002.
10. De aquí proviene posiblemente nuestro terror a los “rotos”: a través de su parte desnu-
da vemos al indio.
11. En Ministerio de Tierras y Colonización, Archivo Siglo XX, 1954, Oficios V.3, oficio 2281.
12. Palabras de Ignacio Palma, diputado falangista por Valdivia y el Ministro de Tierras y
Colonización en la sesión de la Cámara del 25 de agosto de 1953.
13. En Foerster-Montecino. Organizaciones, líderes y contiendas mapuches (1900-1970) (Santia-
go: CEM, 1988), p. 231.
14. Antropología aplicada e indigenismo en los mapuches de Cautín (Santiago: mimeo, julio de
1971), p. 76.
15. Art. 40, letra j.
16. Historia General de Chile. 1. El retorno de los dioses (Buenos Aires: Planeta, 2000), pp: 19-20.
17. También en dictadura hubo excepción, mencionamos en otra nota los Consejos Comu-
nales, destaquemos ahora el programa de becas indígenas, créditos especiales, programas
de apoyo a comunidades, subsidios, etc. Su impacto en el seno de la comunidad fue muy
fuerte (véase la tesis de Roger Kellner The Mapuche during the Pinochet Dictatorship (1973-
1990) (Cambridge: University of Cambridge, 1994).
18. Véase Informe sobre la situación de los derechos del pueblo mapuche, Programa de Derechos
Indígenas, Universidad de La Frontera, octubre del 2002.
19. “Las relaciones interétnicas desde la perspectiva mapuche”, en Durán, Teresa et al.
Acercamientos metodológicos hacia pueblos indígenas (Temuco: Centro de Estudios Sociocultura-
les, Universidad Católica, 2000), p. 122.
20. Millao, en Sotomayor 1995, pp. 170-171.
21. En Paño 199, p. 200.
22. De traidores y vendidos al “enemigo”.
23. Utilizamos este concepto al modo como se encuentra en la obra de Norbert Lechner:
“antagonismo irreconciliable, la clase obrera como sujeto preconstituido, el partido como
vanguardia, la guerra revolucionaria”. Sin duda que estas coordenadas son aplicables a la
Coordinadora Arauco Malleco.
24. Lechner.
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IDENTIDADES PRECARIAS: OTRA FORMA DE


REMODELAR EL FUTURO

Juan Carlos Skewes


Antropólogo

424 E n la imaginería nacional, el sur ha sido espacio de conquista, coloniza-


ción y aventura. En el siglo XIX, el despojo y la ocupación se convirtieron
en la norma. Occidente se hizo presente y, vía administración pública chi-
lena y gestión privada, terminó de anexar, si es que no de extinguir, por-
ciones de humanidad y de territorio al proyecto nacional. La colonización
trastoca el escenario austral y la geografía humana cobra un inusitado
relieve de desigualdad. Los llanos de Osorno y Valdivia se consolidan como
el territorio de las poblaciones mestizas y europeas, mientras las cordille-
ras de los Andes y de la Costa en vecindades de las diezmadas poblaciones
indígenas.
Un siglo más tarde, la conquista se recrea de nuevos modos, y lo hace
utilizando el ferrocarril para vehicular su avance.1 Tal vez, durante el siglo
veinte, la máquina más poderosa de esta imaginación haya sido el tren.
No es pues de extrañar que Ricardo Andwandter, uno de los acuarelistas
más destacados del sur de Chile, haya constituido las pesadas máquinas
en objeto focal de su obra2 ni que parte de la poesía nerudiana entrañe el
ferrocarril como motivo importante (“Oda a los trenes del sur”, por ejem-
plo). Por más de cincuenta años el tren fue rito de iniciación obligado para
los jóvenes chilenos.3 Mochileros de todas las gamas preceden y/o acom-
pañan a pentecostales y empresarios en una nueva misión al sur. De lo que
ahora se trata es de vivir el sur desde el centro, es ganar dinero, multiplicar
los fieles o acumular experiencias para disfrutarlas desde el centro.
El sur sigue anclado en la imaginación nacional como el territorio
verde para el disfrute del mundo metropolitano. Empero, como Foucault
lo sugiere, la gente sabe lo que hace pero difícilmente puede saber lo que
sus haceres hacen. La implantación grotesca de un proyecto moderno en
el sur4 abre paso a respiros de índole diversa: identidades que se congre-
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

gan en las periferias ferroviarias, confesiones religiosas que agitan resis-


tencias, recuerdos que amparan prácticas organizacionales. Esto es, perso-
nas, grupos, sujetos históricos que a pulso tuercen o tratan de torcer el com-
plejo escenario que desde fuera les es impuesto.5 Y en esto voy a entender
la identidad de modo sustantivo. Con ello quiero decir: la identidad como
posibilidad real de vivir de acuerdo a una cierta cosmovisión y no como, por
una parte, accesorio u ornamento o, por la otra, como estigma. Cierto es
que algunos rasgos permiten diferenciar a un grupo de otro, que la identi-
dad se vincula con estos procesos de diferenciación, pero ello puede tra-
ducirse de distintos modos: de oportunidades o de privaciones.6
Parto del supuesto según el cual las identidades se acuñan histórica-
mente, reclamando para sí derechos sin los cuales no pueden en rigor ser
vividas. Reclaman una infraestructura histórica que les permita sostener-
se. Esto supone reconocer en la génesis y reproducción de las identidades
procesos políticos complejos, procesos a través de los que los grupos se
aseguran espacios para reproducir en ellos sus identidades.
Desde esta perspectiva, entender lo regional como identitario resulta 425
arriesgado. En efecto, la provincia –como la región– son realidades multi-
vocales que no se dejan domeñar por un solo trazo. Lo regional es siempre
objeto de construcción y reconstrucción y su realidad manifiesta las fuer-
zas históricas que hacen coincidir lo geográfico, lo cultural y lo jurídico-
administrativo. Es, en este sentido, producto a la par que produce confi-
guraciones históricas. De aquí que prefiramos entender lo regional como
el conjunto de oportunidades y restricciones que posibilitan o no la expre-
sión de las diversas identidades.
Es evidente que en el contexto regional existen continuidades y dis-
continuidades reconocibles. De éstas yo quisiera circunscribirme sólo a un
tipo de continuidades que, por su naturaleza, son transversales y cuyos
límites geográficos arbitrariamente los establezco en la provincia de Valdi-
via. Me refiero al proceso de asimilación y retraducción de lo global. Es
decir, en buena parte Valdivia y su hinterland, desde el siglo XVII se han
definido por procesos globales sobre los que la población local no ha teni-
do control, aunque sí la posibilidad de influir.7 Esto es, sus habitantes se han
organizado en función de proyectos e iniciativas de alcance global que
han ido configurando el paisaje local y sentando bases para la configura-
ción de identidades idiosincrásicas. He optado por describir estas identida-
des como precarias, toda vez que su existencia depende en buena parte de
definiciones externas y, por lo mismo, su carácter es más bien provisional.
Hay tres de estos procesos que han generado este tipo de identidades
y que pueden ser ilustrativos para los fines de esta discusión: (i) La comu-
nidad de Amargos y el Fuerte San Luis de Alba de Amargos, (ii) La actual
comuna de Corral y Los Altos Hornos del acero, y (iii) La comunidad de
Mehuín y el Proyecto Celulosa Arauco. En estos tres casos tenemos que el
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producto del devaneo moderno en la región se ha traducido respectiva-


mente en la redefinición de las identidades fundada en la lucha por el
control del recurso patrimonial, la asimilación o vernacularización de la
experiencia histórica en las prácticas cotidianas y la recuperación del mar
como plataforma identitaria.8
Así, pues, cada uno de estos megaproyectos –como se les llama aho-
ra– creó bases para sustentar nuevas identidades, aquellas que la mayor
parte de las veces han permanecido soterradas ante las prácticas intrusivas
que desde la metrópoli se hacen sentir.
De estos ejemplos podemos derivar tres aprendizajes importantes.
1. La articulación de las identidades locales, regionales y nacionales
opera dentro de un campo de fuerzas. Lo que históricamente ha ocurrido
es que el fortalecimiento nacional actúa en desmedro de las identidades
locales. La comunidad de Amargos, por ejemplo, se enfrenta a la penetra-
ción erosiva de un embarcadero de chips altamente contaminante.
2. En segundo lugar, las vivencias locales reelaboran el significado de
426 estos grandes proyectos, constituyéndolos en identidades precarias. En el
caso de Mehuín, la resistencia frente a la instalación del ducto alimenta la
generación de un movimiento social que logra reposicionar al habitante
local y asegurarle el control territorial (para una descripción del conflicto,
ver Araya 2001 y Guerra 2001).
3. En tercer lugar, las identidades así constituidas no siempre favore-
cen el desarrollo identitario local. El caso del puerto de Corral es elocuen-
te. Los recuerdos del puerto resultaron traicioneros al momento de acep-
tar la instalación de la Empresa Portuaria de Corral, puerto al que atraca
un barco cada dos meses y que es atendido por no más de diez operarios,
dos de los cuales son de Amargos.
Este último punto es especialmente delicado. El Fuerte San Luis de
Alba, por ejemplo, puede incorporarse a los circuitos turísticos de empre-
sas que operan en la región, cercenando a los habitantes de Amargos de
uno de los recursos más preciosos en la perspectiva de un desarrollo auto-
céntrico, al modo como lo entiende Martín Hopenhayn (1995).
La pregunta inevitable es si acaso en el siglo veintiuno no estaremos
reeditando formas antiguas de despojo y marginación. Que, en definitiva,
puede que nos interesen las identidades pero si y sólo cuando éstas no
reclaman derechos ni espacios, cuando se tornan tarjetas postales.9
El panorama resulta inquietante. La región es escenario y reservorio
de riquezas naturales, atracciones turísticas y oportunidades para Chile y
su desarrollo. Destaco esto, pues nada digo acerca del desarrollo de la re-
gión y de sus habitantes. Traduzco: el sur es parte del imaginario adoles-
cente del país. El Tren al Sur, además de metáfora, es un carro colonizador
de todo tipo de empresas que buscan la satisfacción propia, la realización
individual por sobre cualquier florecimiento local. Esta imaginación está
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anclada en las jerarquías nacionales al punto que más de algún connotado


dirigente nacional compara las aguas del lago Budi con los parajes alpinos
y sueña con construir allí un “resort” a imagen y semejanza de su añorada
Suiza. Imaginación que también cobra vida a nivel de grandes inversio-
nistas que conforman el paisaje a imagen y semejanza de sus propias am-
biciones. A no ser por la Isla Huapi y la obstinada defensa de sus habitan-
tes, el lago Ranco ha tiempo que habría dejado de pertenecer a la Región
de los Lagos.
La macrotendencia puede ser aterradora. Finalmente, CELCO instala
su planta en Mariquina y desagua en el Santuario de la Naturaleza. Las
plantaciones forestales avanzan desde el norte desplomando el sur. Los
pobres rurales se aglomeran en mediaguas y se benefician de… ¡Chile
Barrio!10 La industria salmonera ha ocupado prácticamente toda la Isla de
Chiloé (Amtmann y Blanco 2001), las concesiones de agua han sido otor-
gadas en su casi totalidad en la provincia de Valdivia. Es probable que a la
crianza de salmones se sume la de la merluza y el sur vuelva enjaulado al
norte. El imaginario del Tren al Sur deja de ser la estación de Puerto Montt 427
porque ya no existe. En cambio, una torre de iluminación protege de no-
che a los salmones en las desoladas aguas del sur.
Puede parecer paradójico puesto que muchas identidades locales se
han constituido con insumos globales. No sólo las inmigraciones alema-
nas o la reinterpretación que del evangelio hacen las comunidades indíge-
nas expresan esta reformulación del mundo en el terruño local (Skewes y
Guerra op. cit.). El ferrocarril dejó su huella entre Antilhue y Valdivia, y
las poblaciones de Arique, Pishuinco, Huellelhue despiertan cada vez que
pasa el resucitado tren de la Asociación por la Conservación del Patrimo-
nio Ferroviario. Algo hay en las identidades que germina a partir de lo
global que convendría retener.
El ejemplo de Los Altos Hornos de Corral es instructivo. Un sueño
descomunal, metropolitano por excelencia, que llevó a las más altas auto-
ridades del país a presentirse niveladas con los Estados Unidos y las plan-
tas acereras de Pittsburgh, dejó su huella más modesta en la identidad de
Corral (Millán 1999). ¿Qué hubo allí que hoy no hay? La clave, en mi
opinión, radica en que Los Altos Hornos se nutrieron de la vida local,
establecieron un diálogo con la comunidad, se hicieron “socios” de los
lugareños. Cada persona de la región pudo verse reflejada en la relación
con esta monstruosidad industrial: leñeros, carboneros, vianderos, todos
pudieron ser parte de ese loco proyecto y no sólo en el suministro de la
mano de obra sino también en la gestión política de la empresa a través de
representaciones sindicales y sociales (Skewes 2001). Contrasta (y desga-
rra el contraste) esa efervescencia portuario-rural-urbana-fabril-agrícola-
lechera con la parca, fría y aplastante reja de separación con la que las
madereras hacen exclusivos sus espacios; con la indiferencia abismante de
REVISITANDO CHILE

CELCO respecto de los habitantes de Mariquina, con la mirada empresa-


rial de los Ferrocarriles del Estado relacionado a un patrimonio territorial
que un día fue de todos los chilenos.
Estas identidades precarias nos demuestran que, a pesar de su subal-
ternidad, es posible reconceptuar las fuerzas intrusivas para tornar habita-
ble un escenario que en buena parte se ha vuelto inhóspito. La inteligen-
cia popular logra trenzar, de modo propio, las hebras de un conglomerado
que, de otra manera, se vuelve arrollador. Semejante inteligencia resulta
paradigmática.
¿Por dónde nos cabe transitar? Sin duda la ocupación del Estado por
parte de la sociedad es un paso necesario, una utopía necesaria. Lo que las
identidades regionales requieren son espacios para poder habitar, infraes-
tructuras en las que sostenerse. Occidente no puede seguir transitando
por estos senderos sobre la base del puro despojo. ¿Cómo se articulan los
sueños metropolitanos con la vida regional? Dejando el espacio para que
lo regional puede constituirse.
428

1. Para la historia del ferrocarril, ver Alliende (1993).


2. Ver El Mercurio (1995). Reproducciones de la obra de Andwandter pueden encontrarse
en Revista Austral de Ciencias Sociales (2001).
3. La cultura popular recoge la expresión del tren como territorio móvil emancipatorio
juvenil en canciones como “Tren al sur”, de Los Prisioneros, y en varios graffiti de la provin-
cia de Valdivia (por ejemplo, Playa Universitaria de Mehuín, ver Revista Austral de Ciencias
Sociales (op. cit.).
4. Pablo Neruda, en Confieso que he vivido nos conduce, en medio de la magia del bosque
valdiviano, en la inmensidad verde, a una extraña mansión francesa donde se escucha la
palabra Baudelaire como no fuera posible en cien kilómetros a la redonda. La alucinante
instalación del poeta en el bosque sólo es posible en virtud de ser las anfitrionas hijas de los
ya difuntos propietarios del aserradero francés que opera en la zona.
5. En lo que sigue de esta presentación usaré material de terreno obtenido a través de los
proyectos PEF-98-02 y DID- de la Dirección de Investigación y Desarrollo de la Universidad
Austral de Chile.
6. El así plantear la identidad supone un esfuerzo de síntesis entre los planteamientos de
Barth y Bonfil. La noción de acción colectiva como producto, tal cual es postulada por
Alberto Melucci (1991), mejor se conforma a nuestro razonamiento. Plantea, en este senti-
do, la identidad como un hecho prospectivo en el que la distinción entre reconocerse y ser
reconocido por otros surge a partir del reconocimiento de intereses compartidos que re-
quieren de la oportunidad histórica para alcanzar expresión.
7. Para la historia de Valdivia ver Almonacid (1998) y Guarda (2001).
8. Para el detalle estas experiencias, remito a: Guerra 2001; Skewes 1999 y 2001; y Skewes
y Guerra 2002.
9. La imagen que presenta Clifford (1999) en sus reflexiones en Palenque es elocuente:
mientras en las afueras de un restaurante los indígenas mendigan al turista, en el interior
del local se yergue imponente la figura de un guerrero azteca. Claro está que se trata de un
maniquí.
10. Ver Informe de Apreciación Rápida para Diagnóstico de la Comuna de San José de la
Mariquina, Provincia de Valdivia, Xª Región de Los Lagos (Herrera et al. 2002).
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

LA COLONIZACIÓN ALEMANA A ORILLAS DEL LAGO LLANQUIHUE:


ASENTAMIENTO E IDENTIDAD REGIONAL

Andrea Minte
Historiadora

L a colonización alemana en la provincia de Llanquihue ha sido tratada 429


preferentemente a partir las perspectivas de las historias familiares y de la
recopilación de datos. Gran cantidad de información existente no ha sido
procesada desde un punto de vista historiográfico, esto es, desde el análi-
sis e interpretación de las fuentes originales.
La presente investigación de corte cuali-cuantitativo comprende en
forma global el proceso de colonización alemana en la Región de los La-
gos, específicamente a orillas del lago Llanquihue, tema ampliamente do-
cumentado con fuentes originales en el libro titulado La colonización ale-
mana a orillas del Lago Llanquihue (1850-1900), publicado en octubre 2002
por la Liga Chileno-Alemana, en conmemoración de los 150 años de la
colonización en la zona.
La idea de traer colonos alemanes no fue original de las décadas de
los gobiernos de Bulnes y Montt, sino que se remonta hasta antes de la
Conquista española. A través de toda nuestra historia patria se intentó
traer colonos para poblar y desarrollar el país.
Las motivaciones del gobierno chileno entre 1840-1850 son de di-
versa índole, pero sobresale su afán de poblar los territorios australes para
ejercer soberanía en ellos, ya que existían muchas pretensiones extranje-
ras (especialmente inglesas, francesas y argentinas) de apoderarse del sur
de nuestro país. Además, una vez poblado aquel inhóspito territorio, el
Estado creyó posible incrementar la producción económica a través del
aporte de esa zona a nivel no sólo regional sino también nacional, puesto
que aquellos colonos europeos traerían nuevos métodos y técnicas agríco-
las, además de adelantos materiales para Chile.
Por otro lado, los colonos también tuvieron poderosos motivos para
abandonar su país de origen, ya que política, religiosa, social y económi-
REVISITANDO CHILE

camente se encontraban en una gran inestabilidad, lo que naturalmente


afectaba su condición y nivel de vida. Es decir, por las condiciones poco
atractivas que debían enfrentar en sus países, decidieron emigrar, en bus-
ca de un futuro mejor. Chile, junto a otros países latinoamericanos y Esta-
dos Unidos, les ofrecían mejores expectativas de vida, a cambio de poblar
un territorio aislado, pero en el cual serían propietarios, donde comenza-
rían de nuevo una vida tranquila, sin temores de ser perseguidos por sus
ideas políticas y sus creencias religiosas. También podrían hacerse una
pequeña fortuna sobre la base del terreno otorgado, mantendrían sus cos-
tumbres, su lengua, sus tradiciones.
Debemos recordar también que en esa época de nuestra historia chi-
lena, existían tendencias liberales y laicas, por lo cual el Estado no tuvo
mayores inconvenientes en traer colonos disidentes.
En segundo lugar, se analizó la ley de colonización, fundamental para
iniciar el poblamiento en el sur de Chile. Se trata de disposiciones que dan
amplias facilidades a los colonos para radicarse, siempre que cuenten con
430 alguna industria útil al país. Como en todo proceso de colonización, el
Estado debe asegurarse de que la participación futura de sus inmigrantes
sea de utilidad a su economía, lo que en esta colonización se logró sin
lugar a dudas.
En cuanto a las condiciones bajo las cuales emigraron los colonos,
podemos decir que ellos conocían sus deberes y sus derechos. En primer
término estaban obligados a pagar sus terrenos, los que, en los primeros
años, les fueron donados por el Estado. A partir de 1856, debieron pagar sus
hijuelas. También sabían que debían limpiar el terreno y cultivar sus cua-
dras con diversas semillas que el Estado les otorgaba. Por otro lado, debían
renunciar a su antigua nacionalidad y adoptar la chilena, lo cual hicieron.
Entre sus derechos se puede mencionar que podían internar libre-
mente, sin derechos aduaneros, sus enseres; el Estado velaba por su sumi-
nistro en los primeros años, tenían médico y capellán a su disposición,
también a cargo del Estado. Éste, por un lado, ponía las condiciones de
inmigración y colonización y por otro, los colonos querían saber clara-
mente si podían profesar su religión, casarse entre ellos, pagar alcabalas,
etc., todo lo cual fue resumido en un interrogatorio presentado a Vicente
Pérez Rosales, quien disipó todas sus dudas.
A medida que se iba consolidando el asentamiento de los colonos,
fue necesario reglamentar otros aspectos no considerados en la legislación
vigente, por lo que se dictaron numerosos decretos y reglamentos que
ordenaban diversos aspectos de la vida social, económica y jurídica de
ellos. Estas leyes fueron apareciendo paulatinamente y según las necesi-
dades y problemas contingentes que surgían en el transcurso de las déca-
das en que crecía la colonia de Llanquihue. Así, fue indispensable conver-
tir al territorio en provincia, lo que se hizo realidad en 1861.
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

Entre la legislación sobresale el “Reglamento para la Colonia de Llan-


quihue”, del año 1858, que normaba todos los aspectos de la vida de los
inmigrantes fundamentalmente en los ámbitos económico, político y jurí-
dico.
Los colonos, en su mayoría, fueron bohemios y silesios, aunque tam-
bién llegaron muchos desde Hessen, Würtemberg y Westfalia. Gran parte
de ellos llegó en dos etapas claramente diferenciadas. Entre 1852 y 1856
tiene lugar el primer y más significativo arribo de colonos. La segunda etapa
corresponde a los años 1864 y 1874, cuando llegaron principalmente bohe-
mios, con ellos se puede decir que finaliza el proceso de inmigración.
En cuanto a las condiciones económico-sociales de los colonos, la mayor
parte de ellos, que de todas maneras no llega al 50%, son agricultores. El
resto son principalmente artesanos (carpinteros, cerrajeros, mueblistas, he-
rreros, molineros) y algunos pequeños industriales, cerveceros, comercian-
tes, y muy pocos profesionales, un teólogo, agrimensores, ecónomos, etc.
Debido a la existencia de ese número significativo de agricultores, se
pudo desarrollar muy favorablemente este rubro, mientras, de manera 431
paralela, la gran cantidad de artesanos que conocían bien su oficio, dieron
auge a las ciudades que surgían poco a poco.
Los colonos llegados a orillas del lago Llanquihue fueron distribuidos
según el año de llegada y al azar, en las diversas secciones cuyas hijuelas
habían sido delimitadas en los primeros años de su establecimiento.
Las secciones más densamente pobladas fueron la de Puerto Varas,
Quilanto, La Laja, La Fábrica y Playa Maitén-Volcán, por encontrarse en
las cercanías de los centros comerciales de Puerto Varas y Puerto Octay
especialmente.
Las familias de los colonos no eran tan numerosas. La mayoría de
ellos tenía en promedio dos o tres hijos (eran pocos los con más de cinco),
no obstante muchos fallecían por la alta tasa de mortalidad infantil. La
participación familiar era importante, tanto en las labores agrícolas como
en las hogareñas.
La edad promedio de los colonos era aproximadamente de 37 años,
tratándose de una emigración relativamente joven, con gran capacidad de
trabajo y en plena utilización de sus fuerzas para transformar la región.
Sin embargo, se constata que existía una gran diversidad en cuanto a las
edades de los colonos, ya que éstas fluctuaban entre los 13 y 61 años.
El Estado invirtió grandes sumas para llevar adelante este proceso,
asignando también en promedio, entre 200 y 300 pesos por colono como
una ayuda extraordinaria. Además de esto, construyó caminos, les donó
tierras y productos agrícolas para su subsistencia en los primeros años.
Esta ayuda estatal fue mayor en los primeros años, debido a las innumera-
bles dificultades que debían afrontar los colonos.
La economía de la Colonia, es de gran relevancia. La explotación del
alerce por parte de los chilotes era la única actividad económica que se
REVISITANDO CHILE

realizaba en la región antes de 1850. Esta actividad era significativa, aun-


que estacional. Los chilotes llevaban las maderas al hombro al puerto de
Melipulli (Puerto Montt), vendiéndolo en Valdivia y Valparaíso. Además,
toda la vida de ellos giraba en torno a ese árbol, ya que se hacía equivalente
a la moneda de la época; todo valor de cambio se expresaba en tablas de
alerces.
Una vez que se establecieron los colonos en la zona, los chilotes dis-
minuyeron su explotación de maderas, ya que entonces los terrenos fue-
ron primero y en gran parte rozados, y luego ocupados por los colonos.
Los primeros años del asentamiento fueron muy difíciles, puesto que
las cosechas se malograban debido, sobre todo, a las inclemencias del tiempo
y a la calidad de las semillas. Esta situación llegó a ser tan grave que los
colonos casi perecieron de inanición, pues tampoco el proveedor contra-
tado por Vicente Pérez Rosales cumplió con entregar el suministro estatal
a los colonos en ausencia del agente de colonización.
Felizmente no murieron. Tras el regreso de Pérez Rosales, volvió la
432 esperanza y el ánimo en el espíritu de los colonos, quienes comenzaron de
modo tenaz y tesonero a limpiar más terrenos, sembrar y cosechar sus
productos. Dieron grandes frutos a partir de 1860 y hasta 1870, años en
que tenemos un sostenido crecimiento que luego decae por diversos mo-
tivos. La falta de mercados, la carencia de fertilizantes y las malas vías de
comunicación producen un estancamiento agrícola que beneficia el desa-
rrollo de la ganadería, para lo cual los terrenos son más aptos y no requie-
ren de mayores cuidados y tampoco se depende tanto del clima que en esa
zona es muy húmedo y lluvioso.
Entre la producción agrícola más importante sobresalen la papa y el
trigo, los que se producen en mayores y significativas cantidades, a dife-
rencia del maíz y frijoles que no tienen relevancia a nivel nacional entre
los productos de la Colonia de Llanquihue.
La ganadería bovina es la más importante, siguiéndole en importan-
cia la producción ovina y finalmente la equina.
Los colonos no sólo consumían y comercializaban los productos agrí-
colas y ganaderos, sino que también elaboraban otros a partir de las mate-
rias primas de estos rubros que ellos mismos obtenían. Entre ellos, es sig-
nificativa la elaboración de productos lácteos, como la mantequilla y los
quesos. Dentro de la producción ganadera industrial sobresale el charqui,
el tratamiento de los cueros y el aprovechamiento del sebo.
Paralela a esta industria agroganadera son considerables las manu-
facturas, entre ellas, los tejidos de linos, lanas y mimbres. También debe-
mos recalcar la importancia que tienen las actividades desarrolladas por
toda clase de artesanos, obreros especializados y profesionales, en la pro-
ducción de artefactos y utensilios, los primeros, y en la prestación de ser-
vicios los segundos.
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

La colonia no habría tenido éxito sin las labores desempeñadas por


los colonos, quienes eran herreros, toneleros, hojalateros, carpinteros, al-
bañiles, curtidores, carroceros, zapateros, molineros, cerveceros, comer-
ciantes, carniceros, mueblistas, vinicultores, panaderos, sastres, agriculto-
res, agrimensores, agrónomos, teólogos.
Los principales productos comercializados y exportados por la colo-
nia de Llanquihue fueron fundamentalmente maderas, productos agríco-
las que provenían de las márgenes del lago, especialmente los de la zona
norte, de las cercanías de Osorno y de ese mismo departamento. Entre
éstos sobresalen el trigo, la papa, la miel y la cera.
Por otra parte, los productos importados por la colonia fueron en los
primeros años de su instalación, auxilios pecuniarios y luego artículos ma-
nufacturados no producidos en ella, tales como utensilios, máquinas y he-
rramientas.
El comercio se hacía principalmente por una ruta trazada desde Can-
cura, en los llanos de Chan Chan (cerca de Osorno). Se transportaban por
tierra los productos de esa zona, llegando hasta Puerto Octay. Desde allí, 433
vía lacustre, es decir, a través de la navegación por el lago Llanquihue, los
productos eran llevados hasta Puerto Varas, centro comercial por excelen-
cia a orillas del lago. Desde esta ciudad y nuevamente por tierra, por un
camino que costó mucho dinero al Estado, hacia Puerto Montt se trans-
portaban los productos destinados a la exportación. En dicha ciudad, otro
centro comercial y naviero de importancia, los barcos esperaban ser car-
gados con la producción de la colonia. Estos se dirigían a otras provincias
del país y el extranjero, especialmente a países europeos.
Los centros comerciales clave de esta ruta eran Puerto Octay, Puerto
Varas y Puerto Montt. Ciudades pequeñas pero con una gran actividad
comercial, de carácter estacional, ya que principalmente al recogerse las
cosechas, se exportaban los excedentes a través de esta ruta que tenía
como centros de recepción y distribuidores de productos a estas tres ciu-
dades mencionadas. En ellas, el comercio y todas las actividades artesana-
les y de hospedaje florecían en épocas de verano.
Hacia fines de siglo decae toda esta actividad debido a la introducción
del ferrocarril, el cual desplazó primero y luego extinguió la navegación
por el lago, decayendo conjuntamente toda la actividad que bullía en aque-
llos centros.
Por último, podemos decir que el proyecto de colonización concebi-
do y llevado a cabo por el gobierno chileno fue coronado con el éxito,
debido a que se lograron los objetivos principales que eran incorporar
esos territorios a la soberanía nacional, tomando posesión de ellos y, a la
vez, incrementando la producción económica del país a través de aporte
de los colonos. La producción económica de la zona fue tan significativa
que logró autoabastecerse en gran medida y producir un excedente ex-
portable a las demás provincias del país y el extranjero.
REVISITANDO CHILE

No debemos dejar de mencionar que, para los colonos, fueron tam-


bién satisfactorios los logros y resultados obtenidos, ya que ellos pudieron
ser propietarios, explotar sus terrenos, mantener a su familia, producir
excedentes que diesen seguridad a su vida, exportando sus productos e
importando aquellos que requerían y que no producía la colonia. Por otra
parte, también tuvieron libertad para profesar sus creencias religiosas,
expresar sus ideas políticas y vivir de acuerdo a sus costumbres e idiosin-
crasia, que los mantenían fuertemente ligados a su tierra natal, aun ha-
biendo adoptado la ciudadanía chilena.
En síntesis, la vida de los primeros colonos, comenzando por el viaje
por tierra desde sus lejanos hogares en Alemania hasta el Puerto de Ham-
burgo y luego el tormentoso viaje nos conmueven, porque demuestra que
fueron personas de una gran fortaleza y espíritu emprendedor que alcan-
zó nuestras frías costas del Pacífico.
Se asentaron con grandes dificultades. La construcción de su nueva
vivienda, la preparación del terreno para sembrar y poder alimentar a su
434 familia son hechos verdaderamente heroicos que sólo con una profunda
fe y un corazón fuerte pudieron sobrellevar. La vida fue muy dura, la
muerte de los hijos debe haber sido también una enorme cruz. Fue una
época que les presentó enormes dificultades: una alta tasa de mortalidad
infantil, roturar y trabajar la tierra, transformar todo el sur de Chile en
“campos de mieses con la ayuda del Señor”, como dice el poema que está
en el epígrafe del libro antes citado de la Liga Chileno-Alemana.
Esta hazaña es la que después de 150 años fue conmemorada en
noviembre del año 2002.
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

DE CÓMO ME QUEDÉ EN EL SUR O MI PRIMA


CARMEN TENÍA RAZÓN

Clemente Riedemann
Escritor y profesor de Historia

V oy a hacer un relato personal de experiencias de vida conectadas con el 435


tema de la identidad. Quisiera que esto fuese comprendido como un es-
fuerzo por esclarecer de qué manera aquello que hace veinticinco años
era sueños, deseos o proyectos, es ahora una realidad. También, que he-
mos podido avanzar mucho en la definición de conceptos básicos de lo
que se conoce como “poesía del sur de Chile” y que ésta ha prestado una
valiosa colaboración en el estudio de la identidad de estos territorios.
La parte sustantiva de cuánto hemos hecho los poetas acá en el sur se
encuentra vinculada con los temas de la identidad cultural. Ello es obser-
vable desde los primeros libros de mi generación, vale decir, los poetas
que entran en la escena literaria del sur inmediatamente después de la
generación del grupo Trilce,1 quienes, en mi opinión, incorporaron la poesía
moderna en esta parte del país y, a su vez, los temas de la cultura del sur
en sus obras.
Si uno tiene a la vista libros como Palabras en desuso, de Jorge Torres;
Entre ayes y pájaros, de Mario Contreras; Los territorios, de Carlos Trujillo;
Noche de agua, de Sergio Mansilla; Canto de una oveja en el rebaño, de Rosa-
betty Muñoz; De Indias, de Nelson Torres, y mi propio libro Karra Maw’n,
nos daremos cuenta de que mi generación ha cumplido con el deber inte-
lectual de establecer los límites de un territorio y definir sus íconos histó-
ricos, culturales y lingüísticos principales. Y pienso que ha llegado el mo-
mento de iniciar el trabajo destinado a difundir este ideario.
Reconozco que en mis visiones prevalece la necesidad de exaltar los
aspectos positivos de las situaciones y de las personas, pues pienso que
esta parte de la realidad tiene menos promotores. Sin omitir la crítica y el
cuestionamiento, he preferido asumirlos de una manera humorística, sa-
tírica y a veces sarcástica, pero siempre con una actitud propositiva. Cuando
REVISITANDO CHILE

digo que me quedé en el sur, no quiero decir “me quedé porque no pude
irme”, sino porque descubrí las motivaciones y formulé un proyecto para
iniciar un trabajo en la literatura desde aquí.

1953: orígenes
Nací en Valdivia en 1953. Una primera experiencia personal muy relevan-
te. Era un momento muy particular en la historia cultural de Chile, la
época en que se inicia la incorporación amplia de la tecnología moderna
en las áreas urbanas y rurales de la provincia. Por lo tanto, mi infancia
estuvo marcada por la introducción de novedades mecánicas, electróni-
cas, químicas, en suma, industriales, y por las nuevas ideas para la organi-
zación de la sociedad, con un papel muy relevante de los medios de comu-
nicación en la construcción del ideario social.
La fundación de la Universidad Austral de Chile, la revolución socio-
cultural de la cultura rock, la discografía de Los Beatles, la difusión del
cine, la crítica del conservadurismo religioso, entre otros procesos, mol-
436
dearon mi mentalidad en la cultura del cambio conceptual y actitudinal.
Ser adolescente en los años sesenta y acompañar vitalmente todos esos
procesos resultó muy gravitante en mi formación y en la de mis compañe-
ros de generación. Por otra parte, la escuela y el liceo donde estudié eran
instituciones sensibles a esas novedades y favorecían una atmósfera que
facilitaba las iniciativas juveniles.2 Con la perspectiva del tiempo transcu-
rrido, veo ahora esa época como un gigantesco intento de la sociedad por
disminuir la brecha entre el funcionamiento de las instituciones (familia,
escuela, gobierno, industria cultural, medios de comunicación) y la vida
real de las personas.

1973: una experiencia traumática


Ese año hubo en Chile un golpe de Estado que reposicionó la cultura con-
servadora y los elementos ya superados de la tradición nacional. Para mi
generación ello significó un terremoto psicológico de enormes proporcio-
nes. Todo el presupuesto valórico de nuestra percepción de mundo se de-
rrumbó y tuvimos que iniciar un proceso de adaptación muy drástico a las
nuevas condiciones de la vida social. En la práctica, fue como despertar un
día en otro país y tener que aprender los elementos básicos para poder
sobrevivir. Y esto no es metáfora: en términos prácticos, se trataba de lle-
gar al final del día o de la noche con vida. Muchos de nosotros no consi-
guieron adaptarse y se fueron del país; otros lo hicieron de manera pato-
lógica, y otros pudimos aceptar la realidad e iniciar el lento camino hacia
la recuperación de las libertades civiles elementales. Este aprendizaje es el
que nos ha permitido tolerar menos dramáticamente las dificultades y
desencantos posteriores.
En septiembre de 1973 estábamos en la misma cárcel desde el deca-
no hasta el portero de mi facultad. Recuerdo que compartíamos una mis-
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

ma carreta en el penal de Isla Teja, como si la universidad hubiese cambia-


do de lugar de funcionamiento. Sabíamos que en esos momentos era más
peligroso estar fuera que dentro de la cárcel. Estar juntos allí fue muy
importante, pues pudimos conversar, compartir el dolor, el pánico y apo-
yarnos para resistir en la lucidez, para generar estrategias de sobreviven-
cia. Imagino que quienes vivieron ese período a solas habrán tenido que
pasarla peor.
Bien veo ahora que el haber enfrentado en grupo esos momentos de
gran dificultad resultó a la larga ser muy positivo en mi formación. Para
mí, siendo muy joven, resultaba impresionante observar a mis maestros
de la facultad conservar el espíritu creativo y hasta el buen humor en
medio del maltrato y las humillaciones vividas en la prisión.3 Recuerdo
cuando, por la madrugada, quienes regresaban a la prisión después de las
sesiones de tortura, desfallecientes pero vivos, eran recibidos por los de-
más prisioneros políticos, quienes estiraban sus manos entre los barrotes
para aplaudirles. Era muy emocionante. Son lecciones de fraternidad que
deben tenerse siempre presentes. 437

1974-1975: dos experiencias iluminadoras


No cabe duda de que muchas de las experiencias iluminadoras arrancan
de anécdotas simples. He sabido que el descubrimiento de la penicilina
ocurrió de ese modo. Ese año se estrenó en Valdivia el Oratorio escénico
1850, con guión de Jaime Silva y música de Luis Advis. Ambos eran ya
muy conocidos en Chile por sus trabajos anteriores, los que no eran preci-
samente complacientes en el tratamiento de los temas históricos. El tal
oratorio lo era. Cierto es que la dictadura estaba recién debutando y exis-
tía poco margen para la congruencia con posturas anteriores, pero aun
así, resultó chocante para mí observar aquel tributo servil con la visión
clasista de la historia del sur, donde los colonos alemanes aparecen como
ángeles redentores llegados para hacer el bien (del mismo modo que mu-
chos veían a los militares) y donde los mapuches son sólo la parte exótica
y lejana del decorado.
Fue en ese momento cuando sentí la necesidad de comenzar a estu-
diar y comunicar las cosas del sur de una manera más completa, más de-
mocrática, más realista. Mi primera reacción fue hacer un tributo al apor-
te cultural del pueblo mapuche (que, a mi vez, veía también como víctima
de una represión sistemática a lo largo del tiempo). Casi de inmediato
empecé a escribir los borradores de lo que serían los poemas bases de mi
primer libro, Karra Maw’n, que continué en Valparaíso, donde me fui a
vivir a fines de 1974.
Siempre he tenido que trabajar de día y escribir de noche. Desearía
destacar este aspecto que ha sido parte del sistema productivo de nuestra
literatura. No podemos vivir de lo que hacemos y ello nos ha obligado a
REVISITANDO CHILE

tener una doble vida, muy esforzada, en que las opciones de profesionaliza-
ción del oficio son mínimas.4 La crítica académica no tiene por qué detener-
se a considerar estos asuntos, pues ella debe interesarse por el producto
final, el libro editado. Pero es un elemento que incide en la personalidad de
nuestra literatura: es una obra escrita principalmente desde la vida y no
desde la literatura.
Mi experiencia de extrañamiento en Valparaíso fue clarificadora para
mi vínculo existencial con la literatura. Pasando por un mal momento
anímico, me aferré a la poesía como una manera de conectarme estética-
mente con el mundo, para comunicar a través de la metáfora lo que nos
estaba ocurriendo, para indagar desde la distancia en el espacio cultural
en el que me había formado. Podría decir que el espacio y el entramado
cultural distinto de Valparaíso me ayudaron a identificar más claramente
los elementos de mi cultura de orientación. Entonces todo comenzó a
estar mejor, encontré un sentido, una motivación para escribir y, por tan-
to, para vivir. Desde entonces ha sido la literatura y no la política, la eco-
438 nomía o la familia, lo que ha decidido las cosas importantes de mi existen-
cia. La literatura ha sido el eje ordenador, el único proceso continuo, estable.

1977: un encuentro de restauración


En el encuentro Poesía Joven del Sur de Chile, realizado en la Universi-
dad Austral, conocí, entre otros, a Sergio Mansilla, José María Memet,
Nelson Vásquez y Gustavo Becerra. Fue la primera conversación grupal
postgolpe y se inició entonces un vínculo que ha permanecido a través de
los años. Nunca escribimos ningún manifiesto ni establecimos parámetros
ni proyectos en común. Pero nos acompañamos a la distancia siempre,
sintiéndonos parte de un mismo trance histórico, con una fraternidad más
humana que literaria donde cada cual sabe bien qué nos une y qué nos
separa. Ahora que estamos envejeciendo y comienzan a aparecer estudios
particulares y sistematizaciones generacionales, se estará en situación de
conceptualizar esos aspectos.5

1979: de vuelta a clases


Recién pude volver a la universidad en 1979. Decidí que debía estudiar
antropología para avanzar en mi proyecto de escritura de Karra Maw’n.
Sabía que el tema de incorporar la dimensión indígena excedía mis capa-
cidades y que tenía la obligación de incorporar nueva información y mé-
todos de trabajo formales. Allí conocí a Nelson Schwenke y a Marcelo
Nilo, cuando iniciaban su trabajo en la música popular. Eran más jóvenes
que yo pero coincidíamos en la necesidad de incorporar temas de la cultu-
ra local en nuestros quehaceres. Hicimos muchas canciones, acaso un poco
bucólicas para los gustos rítmicos de hoy, pero contenidas de una nota-
ción sociopolítica y cultural claramente sureñas. Esta alianza significó una
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

expansión del discurso cultural del sur a regiones vecinas y el contacto


con numerosos grupos y personas desde Concepción a Punta Arenas. Sin
duda, los temas de carácter nacional eran un elemento en común, pero
también había un lenguaje y una atmósfera poética reconocible en toda
esta parte del país.

1984: Karra Maw’n


Ese libro muestra que la universidad me dio los instrumentos teóricos y
metodológicos para ordenar y poner en un sistema simbólico lo que sólo
era intuición. Básicamente, la comprensión de las relaciones culturales en
el sur en una triple dimensión mapuche, hispánica y germánica que va
interactuando conflictivamente a través del tiempo. Ello facilitaba el aná-
lisis de las estructuras de poder, de los procesos económicos y de los diver-
sos niveles del lenguaje. Los modelos propiamente literarios que tenía a la
vista eran La tierra Baldía y los Cuatro cuartetos, de T.S. Eliot y Homenaje a los
indios americanos, de Ernesto Cardenal. El primero, para la definición es-
tructural del poema y el segundo, para la codificación lírica del lenguaje. 439
La música asociada a ese trabajo fue La canción de la tierra, de Gustav Ma-
hler. En artes visuales fue muy inspirador el trabajo que realizaba enton-
ces el artista Roberto Arroyo, quien diseñó e ilustró esa hermosa edición
realizada en una imprenta valdiviana.

20 años después: la poesía mapuche de hoy


El pueblo mapuche tiene hoy sus propios poetas y entre ellos hay quienes
están escribiendo una poesía de alta calidad. Desearía que esto fuese in-
corporado también como un avance de nuestra literatura en las últimas
dos décadas. Así las cosas, ya no necesitan de poetas huincas, poetas de la
pequeña burguesía, como yo, que vengan a llamar la atención sobre los
valores de su cultura.
Hoy día la pequeña burguesía literaria se encuentra debilitada por la
vulgarización y la banalización impuestas por el mercado de las comuni-
caciones. El imperativo de vender imágenes ha posicionado el escándalo
de alcoba, la truculencia subliminal, el simulacro de asertividad como pro-
ductos de consumo. El intelectual pequeño burgués se encuentra bajo la
presión de escribir en esa línea para acceder a las migajas de luz que pro-
vee la televisión. Se escribe pensando en la versión televisiva, lo que no
estaría mal si no se hiciese a costa de los valores permanentes de la litera-
tura, esto es, examinar y describir lo que ocurre, pensando en elevar el
espíritu de la vida, expandiendo la conciencia para profundizar la sensibi-
lidad por los temas humanos.
Distingo dos generaciones de poetas mapuches contemporáneos que
están entregando obras interesantes para el estudio de la identidad en el
sur de Chile: en la primera, que llamaría fundacional, sitúo a Lorenzo
REVISITANDO CHILE

Aillapán, a Leonel Lienlaf y a Elicura Chihuailaf. Los tres representan a su


vez vertientes distintas: el primero interpreta una visión patrimonial, vir-
ginal, cercana al sistema ecológico; el segundo escribe desde una óptica
histórico-reivindicacionista con un discurso sociopolítico; y el tercero plan-
tea una visión transcultural moderna, la circunstancia del mapuche urba-
no que expresa una realidad estadística concreta.
En la segunda generación, y derivando de la poesía de Chihuailaf,
distingo a Jaime Huenún, Bernardo Colipán y Juan Pablo Huirimilla, quie-
nes están escribiendo una poesía étnica desde la interculturalidad. Creo
que es ésta la que tiene las mejores posibilidades de integrarse a la tradi-
ción de la poesía chilena. Es la de carácter transcultural, en mi opinión, la
que puede superar las barreras lingüísticas, psicológicas y económicas que
se imponen al mercado del libro e incorporarse al sistema de las comuni-
caciones literarias chilenas y universales en tanto poesía.
En conjunto, todas estas vertientes están realizando un valioso apor-
te para lograr que se integren lo valores de la cultura mapuche al patrimo-
440 nio intangible de la chilenidad del sur y para que ese legado se considere
como un hito básico en nuestra idea de identidad.

Por una filosofía de “lo sur”


Estamos trabajando por que se reconozca que la manera de ser chileno en
el sur no encuentra satisfacción en el modelo interpretativo de la zona
central. Nuestra manera de ser modernos permite variaciones de signifi-
cado en nuestra imagen de país y también estilísticas al momento de obje-
tualizarlas en ideas y artefactos.
Nuestra modernidad acepta todavía vínculos con la naturaleza y tie-
ne una oportunidad de respetar las formas de adaptación de los grupos
humanos a los diferentes nichos ecológicos.
El concepto de identidad del sur no se limita a definir ciertos íconos
de la tradición histórica fundacional, sino que incorpora elementos poste-
riores provenientes de la difusión cultural de Occidente. Nuestra identi-
dad es lo que somos hoy día, síntesis y proyección de esos antecedentes.
En el futuro, cuando las regiones puedan, efectivamente, ordenarse
política, económica y socialmente de acuerdo con sus verdaderos intere-
ses, estos rasgos van adquirir su real potencialidad. Entonces, lo bueno, lo
bello y lo diverso que existe en nuestros territorios podrá contribuir signi-
ficativamente a completar una idea del verdadero país en el que habita-
mos.

1. Grupo vinculado a la Universidad Austral, liderado por el poeta Omar Lara e integrado,
además, por Enrique Valdés, Carlos Cortínez, Federico Schopf, Luis Zaror y Eduardo Hunter.
2. En el Instituto Salesiano había cine todos los fines de semana, se daba mucha importan-
cia al teatro y la música, se educaba en el deporte y se privilegiaba la comunicación grupal.
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

En el Liceo de Hombres se fomentaba el trabajo en la biblioteca, en el laboratorio y se


apoyaba la creación literaria.
3. Recuerdo a Guillermo Araya, con un jarro de té y un pan en la mano, preocupado de
sistematizar el coa de los delincuentes con quienes compartíamos la cárcel o al poeta Omar
Lara haciéndome leer La tierra baldía, de Eliot, mientras caminábamos en círculos por el
patio del penal.
4. Mi prima Carmen Neumann me dijo una vez: “Tienes que tener una profesión. Está muy
bien que escribas, pero en Chile no vivirás de la literatura sino hasta que seas viejo, si es que
tienes suerte”. Yo tenía 16 años y fue duro oírle decir eso. Pero no cabe duda de que tenía
razón.
5. Creo que lo que saldrá a la luz es lo siguiente: un territorio signado por cruces históricos,
étnicos y culturales; una visión ecologista del mundo en un sentido amplio, esto es, integra-
ción racional de la tecnología y de los sistemas sociales al paisaje y la gente que lo habita; un
discurso de la interculturalidad proveniente del legado cultural indígena, hispánico y ger-
mánico evolucionando en dimensiones distintas aunque coetáneas; un lenguaje mixturado
por la tradición campesina y los conceptos de la modernidad urbana; una crítica del centralis-
mo; una valoración del patrimonio intangible; una mitificación de los fenómenos geológicos
y meteorológicos; un imaginario surrealista no intelectual, sino derivado de la inserción ins-
trumental de la cultura anglosajona, nipona y nórdica en las comunidades tradicionales.

441
REVISITANDO CHILE

LAS IDEAS DE IDENTIDAD E HISTORIA EN UNA


REGIÓN MULTIÉTNICA

Eugenio Alcamán
Antropólogo

442 1. Introducción
A principios del siglo pasado, en torno a un proyecto de ley sobre protec-
ción de la propiedad mapuche-williche, prominentes latifundistas descen-
dientes de alemanes de la provincia de Osorno sostenían que los derechos
de sangre no constituían un requisito para el disfrute de los derechos de
tierra o territorio. La existencia natural de una comunidad humana –como
eran entonces los mapuche-williche, en discusión, a quienes el proyecto de
ley sobre tierras les reconocería implícitamente como sujetos de derecho–,
era negada por estos latifundistas pues existiría una separación de los indi-
viduos mapuche-williche respecto de la propiedad de la tierra, acompañado
de otros argumentos basados en la teoría de la superioridad de “raza”. El
debate de entonces nos remite a la cuestión de si existen comunidades
humanas que no posean una dimensión territorial de la identidad colecti-
va y a la existencia de identidades colectivas construidas desde el dominio
de un nuevo territorio. La coexistencia en una misma región de estas dos
formas de comunidades humanas plantea problemas sobre las clases de
identidades colectivas y la cualidad del multiculturalismo.
La identidad colectiva tiene una dimensión territorial compartida por
un grupo de personas que conviven en un mismo espacio, definida según
algunos elementos culturales (biográficos, consuetudinarios, espaciales,
etc.), colectivamente compartidos y en contraste respecto de la identidad
de otras regiones. Las identidades colectivas, efectivamente, pueden ser
territoriales, pero ¿cuáles son los elementos culturales que sirven de so-
porte de esta identidad regional, compartidos por los diversos miembros
de una región? ¿Todas las formaciones sociales son étnicas o algunas des-
pués de establecerse o determinar un territorio de dominio son “etniciza-
das”? Cuando pensamos que las identidades colectivas están siempre mar-
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

cadas por emblemas simbólicos, históricos y subjetivos que definen las


fronteras que las diferencian de otras, entonces las posibilidades de reco-
nocer identidades regionales nos vuelve sobre la clase de construcción de
identidades colectivas que tendría una dimensión territorial.

2. La territorialidad de la identidad
Existen muchas comunidades humanas, efectivamente, que son “etnici-
zadas”, es decir, representadas en el pasado y en el futuro, como si consti-
tuyeran una comunidad natural dotada por sí misma de una identidad de
origen, cultura e intereses que trascienden a los individuos y las condicio-
nes sociales. Estas naciones corresponden a comunidades humanas que
construyen la identidad colectiva en un espacio territorial basándose en
derechos de tierra o territorio (ius solis). Mientras que otras comunidades
humanas construyen la identidad colectiva en la dimensión territorial sos-
teniéndose en derechos de sangre (ius sanguinis) y en derechos de tierra o
territorio (ius solis).
La dimensión territorial de la identidad colectiva basada exclusiva- 443
mente en los derechos de tierra o territorio (liu solis), además, podríamos
clasificarla en dos formas. Una consistiría en aquella dimensión territorial
sustentada en las biografías familiares asentadas en un espacio determina-
do, generalmente local, donde la pertenencia se encuentra definida por la
membresía a dichas “familias fundadoras” o al origen del asentamiento. El
juego de esta dimensión territorial oscila entre las biografías familiares y
la historia del asentamiento como señas de la identidad colectiva. La his-
toria de las familias, especialmente en esta forma de identidad territorial,
es una institución que juega un papel omnipresente en el discurso de la
historia de la cultura local. Una segunda forma sería esa dimensión terri-
torial, construida mediante medidas administrativas, de la identidad co-
lectiva resultante de una acción deliberada o un efecto institucional de
una forma específica de organización política centralizada. Según esta pri-
mera forma de identidad colectiva territorial, las regiones “administrati-
vas” estarían conformadas de un conjunto de identidades locales (pue-
blos, villorrios, por ejemplo).
Esta segunda forma de dimensión territorial de identidad colectiva
no puede ser considerada como una simple ilusión sin efectos históricos,
sino como un efecto institucional de aquella organización política moder-
na denominada Estado nacional. La combinación de una identidad colec-
tiva, un territorio compartido y una cultura común es una invención
moderna cuajada en la construcción del Estado nacional. Según la célebre
frase de Benedict Anderson,1 los Estados nacionales modernos son “co-
munidades imaginadas” o de “etnicidad ficticia”, a la manera de Étienne
Balibar,2 en cuanto comunidad instituida por el Estado nacional. Las na-
ciones latinoamericanas son comunidades políticamente imaginadas y las
REVISITANDO CHILE

nacionalidades, o la “calidad de nación” como prefiere Anderson, artefac-


tos culturales de una clase particular. Estos Estados nacionales se fundan
en una equivalencia del concepto de Estado y nación, en circunstancias
que el primero es ante todo de tipo político y el segundo esencialmente
sociológico. Esta equivalencia es absolutamente deliberada. El Estado im-
pulsa la construcción de la nación basado en criterios no étnicos sino terri-
toriales, disolviendo las lealtades étnicas y subnacionales de manera de
reemplazarlas por la lealtad al Estado de todos los miembros residentes
dentro de un territorio definido. La nacionalidad o la membresía a la na-
ción se definen en términos de origen territorial.

3. La identidad diseñada
En nuestros países latinoamericanos una de las cuestiones que mueve in-
mediatamente a sospecha, entonces, es cuando se asocia la identidad co-
lectiva con el concepto de territorio o región, siendo que este último es un
segmento espacial de aquella estructura política denominada Estado na-
444 cional. La identidad colectiva se apoya siempre en una internalización de
elementos selectivos de una cultura específica, no objetivada sino subjeti-
vada, en cuanto desde estos elementos sus miembros construyen delibe-
radamente –a veces mediante manipulaciones ideológicas– representacio-
nes de las ideas y concepciones colectivas del grupo que significan fronteras
o límites respecto de otros grupos. La identidad colectiva se funda en lazos
naturales previamente constituidos entre sus miembros identificados (con-
sanguinidad, idioma, historia, costumbre). La ecuación inversa es alta-
mente sospechosa de identidad diseñada. Un movimiento ideológico que
genera una unidad social a costa de reemplazar las identidades preexis-
tentes mediante la institucionalización de una identidad colectiva basada
en una población cultural y lingüísticamente homogénea, es un fenóme-
no eminentemente moderno derivado del nacionalismo. El único tipo de
identidad colectiva que tiene un fundamento no étnico sino territorial es
el nacionalismo construido por el Estado o “naciones de diseño”, como
propone acertadamente denominarlos Anthony D. Smith,3 donde la cul-
tura europea de la elite criolla dominante configura la identidad diseñada
de la comunidad política inventada. Algunos autores sostienen, a este res-
pecto, que este proceso de construcción nacional emprendido por el Esta-
do en cuanto se propuso disolver las identidades étnicas preexistentes,
debiera mejor denominarse de “destrucción nacional”.4
La identidad chilena pareciera estar sujeta a los cambios de la moder-
nidad, reconstruida constantemente según una selección de ciertos rasgos
culturales e históricos organizados en distintos discursos provenientes de
fuerzas diversas (internas o externas, políticas, sociales, históricas, econó-
micas, religiosas, etc.), las cuales renovadamente aspiran a continuar la
construcción o reconstrucción de una identidad nacional, porque no ha
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logrado superar el potencial de nación conseguido luego de la Indepen-


dencia, para constituirse en una nación. La identidad nacional está en
constante definición.5 En verdad serían nacionalismos anticoloniales que
nacieron muertos, surgidos de la exclusión de las elites criollas, imitativas
de Occidente, que no fueron capaces o no pudieron forjar auténticas na-
ciones de la eliminación de las identidades étnicas reales, sino que fabrica-
ron una supuesta nación como una “ficción discursiva”.6
¿Pueden surgir identidades colectivas nuevas, supraétnicas, de las
luchas y conflictos entre culturas diferentes? La pregunta puede resultar
extemporánea después del fracaso de la política del melting pot en Estados
Unidos que intentaba integrar el “crisol de razas” en un marco de relacio-
nes sociales plurales. Más aun, no existe casi ninguna zona del mundo
donde no haya indicios de problemas étnicos o nacionales, o que esté
exenta de movimientos que reivindican la independencia para el grupo a
que pertenecen. Los teóricos de la modernización y los planificadores del
desarrollo nacional soñaron con eliminar los particularismos étnicos y los
localismos tradicionales mediante políticas asimilacionistas. Las posibili- 445
dades de construir una identidad nacional en estados multiétnicos y pluri-
lingües que erradique las identidades étnicas, parecen intrínsecamente poco
plausibles porque la etnicidad resulta de un discurso difícil de rechazar
cuando existen fundamentos históricos y culturales reales. Incluso hay
pueblos indígenas en América Latina que se consideraban definitivamen-
te aculturados, que resurgieron identificándose con unos ancestros con-
sanguíneos y una individualidad histórica.7 Contrariamente a los pronós-
ticos de los politólogos y los planificadores, los indígenas no se han disuelto
en la modernidad.

4. La diversidad de identidades
Las unidades administrativas territoriales conocidas como regiones no es-
tán fuera de los fenómenos de identidades colectivas diversas que persis-
tieron al nacionalismo construido por el Estado. En Chile, así como en las
regiones donde existe población indígena, se propuso construir una iden-
tidad política basada en una individualidad y peculiaridad histórica que
legitimara el trazado de un mapa geopolítico y la homogeneidad de la
población total. Esta identidad política quiso construir una de tipo cultu-
ral para la existencia de una comunidad política única. Pero estas regiones
político-administrativas, como la Región de los Lagos –nombre ya elusivo
que pretende ignorar el problema de la composición étnica evidente, con-
formada históricamente–, tienen diversas formas de identidad colectiva.
La chilota parece la resultante de una unión de la población “veliche” y la
población hispana, con sus respectivas identidades, que formaron una
nueva identidad en la época colonial. Ésta no parece haber desplazado
completamente a la identidad propiamente williche, sino que se superpu-
REVISITANDO CHILE

so a ésta en forma de un nuevo estrato chilote. Una amalgama de identi-


dades.8
En la Región de los Lagos continental existe de modo evidente una
historia de antagonismos étnicos iniciados propiamente con la expansión
de las fronteras de la modernización agrícola. Los habitantes de muchos
pueblos y villorrios podrían ubicarse en aquella forma de identidad colec-
tiva territorial sustentada en biografías familiares que juegan un papel om-
nipresente en un discurso de formación de estos localismos tradicionales.
Una vez desplazados socialmente los criollos, sobre todo de origen chilote, a
consecuencia de la colonización alemana que provocara cambios en la pro-
piedad de la tierra alterando las estructuras sociales regionales, las identi-
dades en contraste efectivamente fueron las de una misma clase.
Las identidades en contraste son, por cierto, de una misma clase,
aunque socialmente sus portadores fueran valorados de distinta manera.
Nos referimos a una clase particular de identidad colectiva, la étnica de los
mapuche-williche y de los inmigrantes alemanes. Unas identidades trans-
446 formadas, según la clasificación de Donald L. Horowitz, que tienen cierta
continuidad aun cuando hayan desarrollado un proceso adaptativo y gra-
dual para enfrentar nuevas situaciones interétnicas. Estas identidades ét-
nicas transformadas no significan que ambas comunidades humanas ten-
gan la misma condición histórica o, más aun, tengan el derecho a disfrutar
de los mismos derechos. Los pueblos indígenas mantienen una especial
relación con la tierra, son comunidades humanas anteriores a la forma-
ción de los Estados nacionales y se encuentran en una situación de domi-
nación; en tanto que los grupos de inmigrantes se asentaron en el territo-
rio nacional posteriormente a la formación de aquéllos.9
La identidad étnica, según muchos de los teóricos de la etnicidad, es
una forma singular de identidad colectiva de los así llamados “grupos ét-
nicos”, que es el resultado de la objetivación y la conciencia de sus dife-
rencias socioculturales surgidas en situaciones de contraste y/o confron-
tación con otros grupos. Probablemente, otra diferencia en la identidad
étnica de los individuos indígenas y aquella de los descendientes de inmi-
grantes sea la conciencia de una etnohistoria propia configurada en la
relación con el Estado. Las diferencias en la cuestión étnica quizás, preci-
samente, no sean tanto la situación de contraste de los indígenas con otros
grupos culturales, sino la especial relación de conflicto finalmente con el
Estado nacional en América Latina.
La identidad étnica de estas poblaciones puede haber tenido fluctua-
ciones desde la segunda mitad del siglo XIX, cuando los inmigrantes ale-
manes se asentaron en una región trasladados e instalados por el Estado.
La identidad mapuche-williche desde una perspectiva diacrónica, parece
oscilar entre dos contenidos culturales, la etnohistoria y la cultura, que
marcan simbólicamente las fronteras étnicas definidas en un proceso de
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continuidad de las diferencias. La identidad mapuche-williche, efectiva-


mente, parece desplazarse desde situaciones de contraste y conflicto con
los inmigrantes alemanes y el Estado nacional. La identidad étnica, como
en general las colectivas, se expresan en estas situaciones de contraste y
confrontación imbricadas.
Las relaciones entre mapuche-williche y los inmigrantes alemanes hasta
la década de los treinta se encuentran conflictuadas por la propiedad de la
tierra, justificadas según razones sociológicas y antropológicas de entonces.
La colonización alemana de la región estuvo dirigida a emprender la mo-
dernización de la agricultura recurriendo a criterios raciales respecto de la
selección de los “agentes modernizadores”, como también a la necesidad de
eliminar las barreras para la acumulación de la propiedad agrícola. Las re-
clamaciones de los longko y los dirigentes mapuche-williche contra los atro-
pellos a la legislación sobre protección de la propiedad indígena, como los
argumentos esgrimidos a favor de suprimir las restricciones sobre la divi-
sión de las comunidades constituidas según título de merced, en especial
–una vez derogados tácitamente los títulos de comisario–, agrupan a la so- 447
ciedad mapuche-williche e inmigrantes alemanes sobre recurrir a razones
referidas a la incapacidad biológica de los primeros respecto de la legitimi-
dad de la tenencia de la tierra de los segundos. La modernización de la
agricultura a expensas de la propiedad mapuche-williche encargada a los
colonos extranjeros libera temporalmente de la responsabilidad política al
Estado. Mas, en el debate parlamentario respecto de las leyes de constitu-
ción de la propiedad austral como con la promulgación de las mismas que
ratifican los atropellos cometidos antes, se evidenciaría la aquiescencia del
Estado y las alianzas con las fracciones agrarias dominantes transforman-
do el conflicto definitivamente en una cuestión étnica.
Las relaciones entre mapuche-williche y descendientes alemanes (re-
laciones interétnicas) son superpuestas por las relaciones entre los mapu-
che-williche y el Estado nacional (cuestión étnica). Las diferencias cultura-
les que conforman las relaciones interétnicas del período de la colonización
alemana y la constitución de la propiedad austral prontamente se trans-
formarían en estigma social sobre los mapuche-williche, denominados
“cholos”, término también extendido a los criollos descendientes de chilo-
tes del mismo modo desplazados socialmente. La identidad cultural pre-
valeciente durante estas décadas, basada probablemente en la objetiva-
ción de las diferencias culturales internalizadas por los miembros de ambos
grupos, se agrega a una identidad histórica marcada por la estratificación
étnica y la responsabilidad final del Estado en la constitución de la proble-
mática social. La cuestión étnica, definida en la forma señalada,10 se cons-
tituye en la interpretación de la situación que, combinada con la etnohistoria,
contribuyen a cristalizar y perpetuar la identidad étnica mapuche-williche.
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5. Conclusiones
Las diversas identidades colectivas existirán mientras haya diferentes et-
nohistorias. La etnohistoria desempeña probablemente la más importante
función al dar respuesta al problema de la construcción de la identidad
étnica. Ni siquiera la pertenencia a algún grupo funcional (clases sociales,
categorías ocupacionales, asentamientos urbanos o rurales, partidos polí-
ticos y grupos de interés) ofrece en el mundo moderno una perspectiva
inequívoca de comunión de pasado y de realización de futuro que la iden-
tidad étnica fundada en la etnohistoria. Ésta tiene el mérito de explicar la
distancia social establecida en una estratificación étnica y los conflictos de
las desigualdades sociales provocadas por la modernización que se consti-
tuyen preferentemente en el arsenal de los “emblemas de contraste” de la
identidad étnica en relación con el Estado nacional, de unas “identidades
preferentemente orientadas al pasado”.11
En una región multiétnica, las etnohistorias evidentemente son dife-
rentes. Los mapuche-williche tienen una memoria histórica profunda y
448 rica, con antecedentes anteriores a la formación del Estado nacional, pla-
gada de conflictos y enfrentamientos violentos a causa de la defensa de la
tierra; mientras los descendientes alemanes, una historia reciente, con
recuerdos probablemente fragmentarios de la cultura de origen y centra-
da en las hazañas de colonización; en tanto que los criollos poseen una
historia también reciente, difusa y quizás irreconocible por los actuales
descendientes ausentes de los conflictos étnicos. En esta desigual distribu-
ción de etnohistoria, los mapuche-williche tienen en la historia una fuer-
za motriz fundamental para la movilización étnica y la politización de la
etnicidad, afincados en los derechos derivados de su preexistencia al Esta-
do que les permiten luchar para alcanzar la protección y el reconocimien-
to jurídico. La “invención de tradiciones”12 para construir una identidad
política nacional emprendida por el Estado, recurriendo a discursos de
“naturalidad” construidos a la medida para sostener una continuidad his-
tórica, tiene en la “historia nacional” muchos arreglos que no lograron
reemplazar esta desigual distribución de etnohistoria.

1. Benedict Anderson, Comunidades imaginadas. Reflexiones sobre el origen y la difusión del


nacionalismo (Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2000).
2. Étienne Balibar: “La forma nación: historia e ideología”. En Étienne Balibar e Immamuel
Wallerstein, Raza, nación y clase (Madrid: IEPALA, 1991), pp. 134-167.
3. Anthony D. Smith, La identidad nacional (Madrid: Trama Editorial, 1997).
4. Walker Connor, Etnonacionalismo (Madrid: Trama Editorial, 1998).
5. Jorge Larraín, Identidad chilena (Santiago: Lom, 2001).
6. Gabriel Salazar V., “Proyecto histórico social y discurso político nacional. Chile, siglo
XIX”. En Manuel Loyola y Sergio Grez (comp.), Los proyectos nacionales en el pensamiento
político y social chileno del siglo XIX (Santiago: Ediciones UCSH, 2002), pp. 155-164.
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7. Gilberto Jiménez, “Comunidades primordiales y modernización en México”, en Gilberto


Giménez y Ricardo Pozas H. (coord.), Modernización e identidades sociales (México: Universidad
Autónoma de México, 1994), pp. 151-183; y, Christian Gros, Políticas de la etnicidad: identidad,
Estado y modernidad (Bogotá: Instituto Colombiano de Antropología e Historia, 2000).
8. Empleamos una clasificación de uno de los escasos autores que se han preocupado de los
cambios de la identidad étnica. Donald L. Horowitz, “Ethnic Identity”. En Nathan Glazer y
Daniel P. Moynihan (eds.): Ethnicity. Theory and Experience (Cambridge, Mass.: Harvard Uni-
versity Press, 1975), pp. 111-140.
9. Norbert Rouland, Stéphane Pierré-Caps y Jacques Poumarède, Derecho de minorías y de
pueblos autóctonos (México: Siglo XXI Editores, 1999).
10. Rodolfo Stavenhagen, La cuestión étnica (México: El Colegio de México, Centro de Estu-
dios Sociológicos, 2001).
11. George De Vos y Lola Romanucci-Ross, Ethnic Identity (Chicago: The University of Chi-
cago Press, 1982).
12. Eric Hobsbawm, “Introduction: Inventing Traditions”. En Eric Hobsbawm y Terence Ran-
ger (eds.): The Invention of Tradition (Cambridge: Cambridge University Press, 2000), pp. 1-14.

449
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ENTRADA EN CHAURACAHUÍN

Jaime Luis Huenún


Poeta

Cuando recobremos el pasado, la tierra abrirá sus secretos


(Manuel Rauque Huenteo, Compu, Chiloé)

450 U na noche de mi niñez, a fines de la década de los setenta, supe por boca
de mi abuela que un árbol ya entonces polvoriento y moribundo, desflo-
rado para siempre en la raíz y el agua, era el canelo que Lucila Godoy
había plantado en la señorial Plaza de Armas de la ciudad de Osorno.
Mediaba el mes de mayo de 1938 cuando la sociedad osornina rindió
tributo blanco a aquella mujer morena.
Poetisa prestigiada por el laurel de unos lejanos juegos florales capi-
talinos, beata de Pentateuco y maestra ejemplar, conseguía acceder a los
primeros planos sociales y literarios a pesar del color diaguita de su piel y
del cielo aymara prendido en sus pupilas de vicuña.
Y dado el caso –como también ocurrió con Rubén Darío, quien tenía
sangre chorotega en su palabra bruñida– no importaba que dicha mujer
grandota llevara en su aura y en su tuétano, la sombra y la luz aborígenes
de sus valles transversales.
Menos importaba, por supuesto, que el gesto de transterrar el retoño
indio a suelo citadino significara cumplir un velado encuentro con sus
diezmados y ocultos hermanos huilliche. Pues, no se me antoja casualidad
dar tierra al brote sagrado en el centro de una de las ciudades del país
donde más marca la diferencia de raza.
Desde la llegada del colono europeo, la ciudad de Osorno se levantó
de las cenizas a que los roces a fuego redujeron los bosques y los sueños de
Chauracahuín, el nombre originario de estos territorios.
Abrir a incendio y hacha la húmeda e impenetrable selva del pellín y
del laurel, chamuscar el pelaje pardo del pudú, derretir los pequeños cuer-
nos del huemul con las brasas del coigüe derribado, fueron algunos de los
afanes que permitieron convertir los campos de mis ancestros en hacien-
das y llanuras productivas. Ahora, en las grandes praderas de los fundos
osorninos pastan las vacas Holstein y los rojos toros Hereford.
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

Antes, los altos hombres rubios uncidos al arado, la violencia y la ley,


cercaron con fiereza los terrenos que el gobierno había estampado a favor
de sus nombres.
Así, la aldea pronto se hizo pueblo. Surgieron los molinos, las cur-
tiembres, las fábricas de cerveza y de alcohol industrial, las prósperas ba-
rracas y las pequeñas y medianas empresas navieras. Sobre el Rahue y el
Damas se construyeron rústicos puentes para agilizar el transporte de tron-
cos nativos, cosechas de cereales y carbón vegetal.
Las misiones religiosas, por su parte, tuvieron paso expedito para
entrañar con mayor aplicación en el indiaje bárbaro, la luz y el rigor del
catecismo católico.

Aquí, henos aquí,


ya viudos de nuestros dioses,
viudos del sol, del agua
y de la luna llena.
........Adentro 451
frente al brasero,
quemamos lengua y memoria.
...........................Afuera
florece el ulmo, la lluvia
moja al laurel
que brilla en mitad del monte.
¿Para quién brilla el laurel?
¿Para quién moja sus ramas?
De lejos se escucha el mar
y el graznido del güairao.
Dormimos, viudos del sueño,
soñamos cosas que arden:
cometas entre las rocas,
aguas donde quema el oro.
¡Es arte de brujos! –grito–
¡Escupan esas visiones!
Nadie me responde, nadie. Solo
estoy ante la noche.
Afuera brilla el laurel
a relámpagos y a sangre.
El monte es una neblina
y el agua del mar se arde.

Pero ni los avemarías ni los padrenuestros con que la congregación


de capuchinos holandeses pacificaba a los indígenas pudieron impedir un
sinnúmero de refriegas y desalojos sanguinarios. Uno de ellos –conocido
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como la matanza de Forrahue de octubre de 1912– dejó veinticinco co-


muneros muertos, hombres, mujeres y niños. Forrahue (“lugar de hue-
sos”, del tse sungún, la lengua de los hombres del sur) es todavía una
cicatriz en la memoria de los viejos huilliche de San Juan de la Costa.
Cuentan ellos –cacique Paillamanque, abuelo Gamín– que en las noches
de cerrazón se arrastra la carreta de Juan Acum Acum, uno de los prime-
ros en caer. Dicen que en la carreta van los muertos de Forrahue sin morir
aún del todo, y que los bueyes fantasmas avanzan y retroceden haciendo
un círculo en la noche, confundidos por el clamor de los moribundos.
Los periódicos de la época (El Progreso de Osorno, La Aurora de Valdi-
via, entre otros) consignan el pavoroso saldo que dejó la orden judicial en
contra de los comuneros y a favor del particular Atanasio Burgos:
Como aún quedaban por despojar trece casas, el mayor Frías ordenó
que quedasen veinte carabineros, al mando del oficial señor Espino-
za, para acompañar al receptor don Guillermo Soriano, quien debía
seguir efectuando el lanzamiento al día siguiente.
452 Serían las 5 y media de la tarde, más o menos, cuando regresaba a
Osorno el resto de la tropa.
La caravana no podía ser más fúnebre... dos carretas repletas de muer-
tos, cuatro con heridos y dos con los reos. (El Progreso de Osorno, 21
de octubre de 1912)
Aunque ya en 1793, con el Tratado de Paz o Parlamento del río Rabue
o de las Canoas, los españoles delimitaron las posesiones territoriales hui-
lliche, iniciando a la vez la refundación y repoblamiento de la ciudad de
Osorno destruida durante el levantamiento general mapuche de 1598, no
fue sino hasta 1840 que comenzó la escalada de desalojos y usurpaciones
legales. Después de terminado el proceso de otorgamiento de propiedades
a través de los títulos de comisario (así llamados porque era el Comisario
de Naciones, cargo instaurado por la Corona Española, quien debía rela-
cionarse con los mapuche y atender sus problemas y demandas), la pobla-
ción huilliche fue progresivamente sometida al tinterillaje, al matonaje a
sueldo y a la política implícita del Estado de “mejorar la raza”. La llegada
de los migrantes alemanes a Chauracahuín, gracias a la Ley de Coloniza-
ción de 1851, terminó por acorralar definitivamente a gran parte de la
población huilliche en pequeñas reducciones situadas en la precordillera
de los Andes y en la cordillera de la Costa osornina.

Me dieron la tierra roja


y oscuros bailes y cantos
para despertar.
Mi tierra,
la cuenca vacía de los dioses,
las playas de greda ante el furor del sol
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y montes quemados en la raíz y el aire.


Aquí las piedras labradas desde el sueño.
Aquí palabras ocultas bajo el viento.
Mi tierra,
andándome con cardos y pastores,
hundiendo su luna en mi mirada.
Nada más allá de mi mirada,
nada sino la ceniza
que el oleaje deja a las rocas
y a los bosques frente al mar.
Mi tierra,
el salto de culebras de espesura
abriendo la neblina en los juncales.
Mi tierra,
los muertos en el arco del conjuro
bailando y delirando bajo el sol.
Mi tierra, 453
la danza,
el lento apareo después de la embriaguez.

Las sucesivas maniobras ilícitas empleadas por alemanes y chilenos


para apoderarse de terrenos indios, no cesaron con la llegada del siglo XX.
Y si bien la ciudad crecía en lo económico gracias a la industriosidad ger-
mana y a la tierra transformada en vastos fundos ganaderos y cerealeros,
las comunidades mapuche-huilliche padecían el rápido declinamiento de
su cultura y forma de vida. Muchas familias huilliche convertidas al cato-
licismo, entregaban sus hijos a las misiones religiosas apostadas en lugares
estratégicos del otrora territorio indígena. Allí los niños recibían comida,
techo e instrucción en un régimen de internado con reglas monacales. En
este proceso civilizatorio y cristianizador se cortaba de raíz el cordón um-
bilical de la lengua tsé sungún, y se adiestraba a los alumnos en labores
domésticas y agrarias con el objetivo de integrarlos al sistema económico
vigente:
Tendría yo unos 7 años cuando mi mamita me llevó a la misión de
Quilacabuín. Nosotros éramos de Río Bueno, del campo. Allí tenía
mi mamá una ranchita. Ella hacía de todo, tejía en su telar, hacía
quesitos, tejía mantas y choapinos, me acuerdo. De todas partes ve-
nían a comprarle mantas, le mandaban a hacer frazadas. Después
todo eso se terminó. El pedacito de tierra donde vivíamos era una
sucesión. Parece que llegaron parientes a reclamar ese pedazo de tie-
rra y se perdió todo. Y qué le iba a hacer mi mamita, elIa era sola, se
tuvo que ir a trabajar al pueblo y a mí me dejó interna en la misión.
Ella no me podía ir a ver. Allí en la misión nos enseñaban a leer, las
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mujeres aparte y los hombres aparte. También nos enseñaban a co-


ser, a tejer, a cocinar. Había una monjita viejita que era muy buena.
Cuando me veía llorando me decía “no llores, hijita, ayúdame mejor
aquí” y yo le ayudaba a hacer pan o a coser. Después, como al año
sería, mi mamita se puso de acuerdo con una gringa de Trumao y me
puso a trabajar. Yo era niña de mano y tenía que ayudar a las otras
empleadas. (Matilde Huenún Huenún, 76 años)
La incorporación creciente y sostenida de mano de obra indígena en
las empresas urbanas, arrastró a familias enteras a los márgenes de la ciu-
dad. Otras tantas fueron integradas al trabajo agrario bajo el sistema del
inquilinaje y de empleo temporal. Los “cholos” –como son denominados
los huilliche emparentándoselos, por una cuestión de piel, a los afrope-
ruanos– arribaron a un sector específico: el barrio Rahue de Osorno. Allí,
en los conventillos de las calles República y Victoria, o en la ribera oeste
del río Rahue (río de la greda), asentaban sus modestas pertenencias, mi-
rando las luces de una ciudad que aún hoy continúa negándolos.
454
Junto al río de estos cielos
verdinegro hacia la costa,
levantamos la casa de Zulema Huaiquipán.
Hace ya tantas muertes los cimientos,
hace ya tantos hijos para el polvo
colorado del camino.
Frente al llano y el lomaje del oeste,
levantamos la mirada
de mañío de Zulema Huaiquipán.
Embrujados en sus ojos ya sin luz
construimos las paredes de su sueño.
Cada tabla de pellín huele a la niebla
que levantan los campos de la noche.
Cada umbral que mira al río y los lancheros
guarda el vuelo de peces y de pájaros.
Bajo el ojo de agua en el declive
donde duermen animales de otro mundo
terminamos las ventanas.
Y a la arena hemos dado nuestras sombras
como estacas que sostienen la techumbre
de la casa de Zulema Huaiquipán.

Sin embargo, la memoria de otros tiempos aún alumbra a los más de


veinte mil huilliche que habitan las reducciones de San Juan de la Costa,
Lago Ranco, Chiloé, y los sectores costeros de la provincia de Valdivia. Y
aunque la lengua originaria sólo sobreviva en un puñado de ancianos
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dirigentes, quedan todavía ceremonias a que convocan comuneros de di-


versos credos y linajes.
Este año, con la gran sequía que tuvimos, hasta los pajaritos se esta-
ban muriendo (las bandurrias no tenían de dónde sacar semillas de
la tierra). Era una hambruna grande que venía. Entonces, con gran
interés y respeto dijimos: bueno, vamos a hacer una rogativa chica,
vamos a ir a pedir permiso allá este año, a pedir consentimiento al
abuelito Huentenao.
Fuimos a Pucatrihue a pedir el agua. Partimos el día viernes y llega-
mos acá el sábado en lo mañana. Ya estaba todo listo para empezar la
rogativa. Regamos todo por aquí con el agua de mar que trajimos. En
la noche empezó a tronar; el día domingo era un aguacero inmenso,
en la mañana bailando, adorando, tocando el kultrún, tocando lo
trutruca de la alegría del agua que cayó. Fue la respuesta grande que
nos dieron. Es una creencia enorme que hay y un respeto enorme
que hubo. Hay gente incrédula que a veces lo protestaba. Ahora sí
saben que hay un gran poder en esta rogativa. (Leonardo Cuante, 455
cacique de Pitriuco, Río Bueno.)
Punotro, Costa Río Blanco, Pualhue, Pucatrihue, Lafquenmapu, son
algunas de las localidades que realizan el lepún y el nguillatún, pequeñas
y grandes rogativas donde los comuneros bailan wuchaleftu y vierten san-
gre de chivos y corderos a la tierra.
En estas ceremonias, la oración comunitaria va enlazada a la música
de banjos y acordeones, kultrunes, guitarras y trutrucas, instrumentos que
mezclan el ritmo del purrún mapuche con los sones de la cueca costina y
la ranchera mexicana.
Insomnes y solemnes, alegres y contritos durante los tres días que
celebran nguillatún, los huilliche alzan sus ruegos rodando hacia los vie-
jos arcos de la sangre y la memoria. Huenteao viene a ellos en un soplo de
aire frío, en una nube. Invisible se aposenta en el laurel rodeado de pája-
ros marinos. Contempla el trabajo espiritual de los mortales y escucha sus
cantos y plegarias. Vuelve luego al obscuro roquerío que es su casa y, en-
vuelto por la bruma y el oleaje, duerme y sueña bajo el sol.

Los fieles, mientras tanto, desarman la rueda del ritual y reparten los
ramos de canelo que pondrán en las puertas de sus casas. Contra toda bru-
jería servirán esas hojitas, contra todo mal agüero que les dañe los días por
venir. Mañana volverán a los trabajos materiales, a dar un año más de som-
bra y de sudor a las rojas sementeras. Y a las playas de Maicolpi y Pucatri-
hue, tras las matas de collofe y de mariscos, nuevamente marcharán.
Y después, hacinados en los buses campesinos, compartiendo el lar-
go viaje con gallinas y corderos, llegarán a la ciudad. Por un día dejarán la
tierra del Latué (planta amarga del delirio y de los brujos). En la Feria de
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Rahue venderán animales y verduras, y los frutos recogidos en el monte.


Comerán y beberán en las cantinas aledañas, donde bandas mexicanas
cantan cantos de violencia y de dolor. Y en la noche del regreso dormirán
frente a los campos, en huilliche borrachera dormirán.

456
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IDENTIDADES, MEMORIA Y ALEGORÍAS

Bernardo Colipán
Poeta e historiador

El escenario sur de Chile, en su complejidad de tramas socioculturales, 457


nos muestra una realidad variada desde el punto de vista identitario. Den-
tro de la homogeneidad geográfica que se aprecia en la X Región, se deja
ver una realidad multicultural y plurilingüística.
Reconociendo que en las dinámicas de las sociedades contemporá-
neas se registran constantemente cruces culturales, podemos establecer
una lectura diferenciada a la hora de abordar el escenario cultural del sur
de Chile. En un primer momento, se transparentan la cultura de tradición
mapuche-huilliche, la de tradición hispano-criolla, la de tradición del bor-
demar y trazos de la de tradición germana.
Sin embargo, las distintas identidades culturales, al existir como de-
terminadas matrices de identidad, en su interior se hacen complejas y arti-
culan nodos identitarios. Es así que, al interior de la Región de los Lagos, la
cultura mapuche-huilliche del sur de Chile, se localiza desde el sector nor-
te-costero de la provincia de Valdivia, pasando por el sector lacustre de
lago Ranco, la cordillera de la Costa en la Provincia de Osorno y en la
parte sur de la Isla de Chiloé (desde el sector de Compu al sur). En este
entendido, y como ocurre en todo el territorio mapuche (Lof), depen-
diendo de donde se localice el asentamiento, va adquiriendo las pulsiones
propias de su identidad territorial. Por eso encontramos que al interior del
pueblo mapuche se dejan ver las distintas identidades territoriales como la
lafkenche (comunidades costeras), pehuenche (comunidades cordillera-
nas) y huilliches (comunidades sureñas).
En lo que se refiere a la cultura mapuche-huilliche, la población –según
el Censo de 1992 registra para la X Región–, comprende a 68.727 perso-
nas, contando la región con un total de 1.083.539 habitantes. Para la Pro-
vincia de Osorno, el total de población mapuche-huilliche es de 18.747
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personas y el total de la provincia alcanza los 229.953 habitantes. A su


vez, los mapuche-huilliche de la comuna son 10.381 personas (la mayoría
la aportan las comunidades asentadas en San Juan de la Costa) en una
comuna cuya población total llega a los 149.443 habitantes.
Por otro lado, la mayoría de la población mapuche se concentra en
comunidades rurales. A nivel intraétnico, la sociedad mapuche-huilliche
en su organización sociopolítica se nuclea en torno a las comunidades, las
cuales son dirigidas por su autoridad máxima que es el lonko (cacique).
En la actualidad, junto a él se instala el presidente de la comunidad, que
es reconocido como figura jurídica en la ley indígena.
No obstante, toda la butahuillimapu (grandes tierras del sur) es pre-
sidida por la junta de caciques, que congrega a lonkos de todas las provin-
cias de la décima región, cuyo presidente es un lonko mayor que tiene su
“oficina” en la ciudad de Osorno.
En el plano cultural, el idioma hablado por los mapuche-huilliche es
el tsé-sungun (nombre que se le da al mapudungun hablado por los hui-
458 lliches). En el plano cosmovisionario, la religión gira en torno al nguilla-
tun, ceremonia religiosa a partir de la cual se reproduce ideológicamente
la cultura en su dimensión simbólica.
Por otro lado, en lo que respecta a la cultura de tradición hispano-
criolla, ésta se concentra preferentemente en su dimensión urbana en los
históricos asentamientos del valle central de la región y también en los
principales centros poblados y, en su dimensión rural, comparte su asen-
tamiento con las comunidades mapuche-huilliche.
La cultura hispano-criolla se instala con la llegada de los primeros
españoles a mediados del siglo XVI en la región, con la fundación de las
principales ciudades fuertes, como son Valdivia, Osorno y Chiloé. Con el
tiempo, se produjeron cruces con la cultura indígena, iniciando como en
el resto del país un fuerte proceso de mestizaje. La experiencia que arrojó
el nacimiento del latifundio, el desarrollo del minifundio y el inquilinaje
fue nutriendo con el tiempo de un cierto ethos a esta tradición, otorgándo-
le un sentido a sus prácticas cotidianas, consolidándose más tarde lo que
se conoce como tradición campesina. El desarrollo del Estado-nación, el
concepto de nacionalidad, “la chilenidad”, la racionalidad occidental, los
valores y emblemas patrios son elementos clave que definen el universo
ideacional de la cultura de tradición hispano-criolla.
La identidad cultural del bordemar (archipiélago de Chiloé) se en-
cuentra signada por el entrecruzamiento de la cultura de chono-veliche
(mestizaje entre los chonos y los huilliches de Chiloé) e hispano-criollo.
Aquí existió desde los tiempos prehispánicos un contacto entre los chonos
y los huilliches que tenían sus asentamientos en el bordemar. La vida tras-
humante que los chonos llevaban en el mar, sin duda fue elemento patri-
monial que se transfiere de manera intacta a los huilliches ribereños. Pos-
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

teriormente, el mestizaje que se produce entre los chonos-veliches y el


elemento hispano dota de una especial peculiaridad al “chilote”, que va
instalando su cosmovisión y va dando sentido a sus prácticas culturales, a
través de la relación híbrida que se produce entre su vida que se desarrolla
en el mar y la que se instala en las zonas del bordemar, primero como
recolector y luego como agricultor y pescador. Pero, sin duda, la condición
de insularidad es la que proporciona, hasta la actualidad, el referente que
da el valor agregado al chilote, ya desde este horizonte ella interpela y
tensiona su relación con la modernidad.
Junto a las identidades culturales antes referidas, el referente de iden-
tidad que dota de cierto sentido de pertenencia a la tradición germana en
esta zona está constituido por las tradiciones que legaron los colonizado-
res alemanes a sus posteriores generaciones. En efecto, la Ley de Coloni-
zación de 1854, permite traer una partida de alemanes con distintos ofi-
cios, orientados a producir e instalarse en lo que conocemos hoy como X
Región. Los enclaves de colonización fueron fundamentalmente las pro-
vincias de Valdivia, Osorno y Llanquihue. 459
Junto con los colonos alemanes, adviene el nacimiento del latifun-
dio y el despojo de las tierras huilliche (Ley de Propiedad Austral 1930,
etc.). No es coincidencia la superposición legal que existe en la actualidad
entre los terrenos indígenas y aquellos de los colonos alemanes.
El latifundio legitima en el sur de Chile una fórmula de poder y sub-
ordinación que se instala en el seno de la sociedad y genera una clase
política dominante, constituida por los ganaderos y hacendados de las res-
pectivas provincias (Valdivia, Osorno y Llanquihue).
A diferencia de los entrecruzamientos culturales, el permanente diá-
logo intercultural y el avanzado mestizaje de las identidades antes men-
cionada (para el año 1798, del 100% que repuebla la ciudad de Osorno, el
80 proviene de Chiloé), los alemanes (colonos y descendientes) constitu-
yen una casta cerrada, casi autárquica, que no se va mezclar con el ele-
mento hispano-criollo, ni mucho menos con el indígena.
En suma, la cultura de tradición germana aporta al escenario cultu-
ral del sur, elementos que se dan fundamentalmente en el ámbito social
(relaciones de poder, modos de producción), económico (medios de pro-
ducción) y material (arquitectura, bienes de consumo, etc.).

Los señores del fuego


Pero, transferidas al escenario de lo metafórico, las identidades se hacen
complejas, diluyéndose en ellas su estructura antropológica y adquirien-
do nuevos sentidos cuando a sus espaldas se instala como telón de fondo
la modernidad.
Puestas las identidades en este escenario, se vuelven agrupar en dos
grandes referentes que a ratos se contradicen, se hibridizan, se tocan a
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golpes: éstos son la sociedad global y las sociedades originarias. En este


nuevo territorio ambas se vuelven a reconstituir y resingularizar teniendo
como su situación común la relación que tornan con el mismo escenario
de referencia.
Vistas como una alegoría, están dentro de una misma metáfora, dife-
renciándose entre sí las perspectivas que les otorgan sus respectivos ima-
ginarios.
En Platón, la metáfora se nos entrega en una caverna, constituida en
un espacio donde hay hombres que no pueden mirar en otra dirección
sino es hacia delante. Ellos están impedidos de volver sus cabezas a causa
de las cadenas y lejos y en lo alto, detrás de sus espaldas, arde una luz de
fuego y en el espacio intermedio entre el fuego y los hombres, asciende un
camino en donde hay titiriteros que con sus manos proyectan sombras
hacia un muro que se encuentra delante de ellos. Los hombres están des-
de niños en la caverna y no conocen otra realidad que la que proyectan
“los señores del fuego y de la imagen“.
460 Visto así, ¿quiénes monopolizan el fuego en la sociedad global? Y ¿quié-
nes son señores del fuego en la sociedad mapuche? o ¿cómo la modernidad
mediatiza –como titiritera– la construcción de sentidos (identidades/imá-
genes) en la sociedad global? O también ¿cómo el fogón como “el ser en
común” construye identidad en la sociedad mapuche?
Walter Benjamin se pregunta con quién empatiza el historiógrafo del
historicismo, si no es con los vencedores. El ángel de la historia tiene el
rostro vuelto al pasado. En lo que nosotros vemos una cadena de aconte-
cimientos, él sólo ve una catástrofe. La tempestad que sopla desde el pa-
raíso es tan fuerte que pliega sus alas, ésta lo arrastra al futuro, al cual
vuelve sus espaldas.
En la incesante repetición de hechos “objetivos“, la historiografía tra-
dicional ha ocultado un tiempo que a la vez la niega, el de la memoria.
En la caverna de la sociedad global, la modernidad se construye una
imagen de sí misma, se mira en su espejo y ve en él una sucesión artificial
de hechos, héroes, acontecimientos y episodios: la historia deviene en his-
toricismo.
Y desde ahí encuentra “al otro” distinto a él. En este momento apa-
recen los mapuche como
hábiles flecheros que empleaban mazas de maderas de luma, que to-
maban prisioneros a los españoles, los sometían a vejaciones y les arran-
caban el corazón, el cual se comían en trozos, les cortaban los brazos
aún vivos y se los devoraban y con su cráneo se hacían vasos para sus
grandes libaciones (Jaime Eyzaguirre, Historia de Chile, 1984, p. 31).
En este fuego que arde en la sociedad global y que es desde donde se
construyen las imágenes, se intenta relativizar los específico de cada cul-
tura a fin de homologarlas a un tipo de identidad nacional, con el propósi-
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

to de construir formas democráticas de convivencia, de complementación,


y por qué no decirlo, de instalar una gobernabilidad. Es el caso de algunos
historiadores tradicionales que ejercen el oficio de manipular los referen-
tes identitarios, embalsamando sus estructuras dinámicas, transformán-
dolos en algunos casos en folklorismos y en otros, en figuras épicas y retó-
ricas de épocas pasadas, en otras palabras: “No crezcáis, no os multipliquéis
en demasía/ porque, como veréis, los cuadrados/ se irán tornando más
estrechos cada día./ Ésta es palabra del Gobierno./ Posdata: muchas gra-
cias por vuestros gloriosos/ guerreros de antaño” (Clemente Riedemann).
Un manual de Historia de Chile ampliamente difundido y que ha
transversalizado las recientes reformas educativas, muestra a los mapuche
como “indios aborígenes que andaban primitivamente cubiertos con pie-
les atadas a sus cintura. Los araucanos se amarraban el pelo. La habitación
llamada ruca era de paja y de barro, dormían en pieles y se sentaban en
troncos y piedras” (Millar, 1998). De esta manera, una vez que los refe-
rentes de identidad han sido resemantizados como piezas de museo, son
transmitidos como bienes simbólicos caricaturizados en el escenario de la 461
educación nacional.
Pero la imagen no es la realidad, sino una representación hecha indi-
vidual o colectivamente. Las construcciones de imágenes son siempre sub-
jetivas, puesto que la representación que cada individuo o grupo social hace
de la realidad está condicionada por su sistema de valores y creencias.
Luego, cada representación que un individuo hace del otro está in-
terpelando directamente su marco de referencia valórico.
Se puede decir que las primeras imágenes favorables a los mapuche
se tornaron negativas cuando éstos robustecieron sus resistencia al poder
colonial existente. Para Holdenis Casanova, los españoles “más que plan-
tearse el problema de cómo eran realmente los mapuches, la cuestión esen-
cial fue qué hacer con ellos, qué mecanismos utilizar para vencer sus oposi-
ción y transformarlos en sujetos funcionales”. La construcción de la imagen
del bárbaro, del salvaje que no tiene alma, el incapaz relativo, se sostuvo
en un principio en común: la negación del “otro” que lo situara en un
horizonte social de tipo asimétrico, que justificase y reglamentase una re-
lación de poder y subordinación. En la actualidad le consultan al ex mi-
nistro de Agricultura, Juan Agustín Figueroa, sobre qué elementos se de-
bieran considerar en una política indígena. El ex secretario responde:
La solución es muy larga y cara. Pasa fundamentalmente por las
medidas necesarias para reciclar una parte muy importante de la pobla-
ción mapuche e incorporarla a la vida activa y productiva del país. En
cuanto a las personas no reciclables, hay que pensar en alguna forma
de subsidio de subsistencia que no haga tan agudo el problema.
En este caso, el mapuche se vuelve un producto simbólico de consu-
mo, sujeto a las características de todo envase que se adquiere en el mer-
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cado. Por tanto, los planes sociales orientados a este “objeto de intercam-
bio simbólico” tienen que estar dados en políticas de reciclaje o de asimi-
lación (todo producto reciclado pierde su condición original para pasar a
un estado de tipo más funcional) y ser desechables cuando los productos
comienzan su proceso de descomposición o alteran la salud normal del
sistema.
Por otro lado, en la sociedad mapuche, identidad se entiende como
esencia temporal, situada en un espacio y un tiempo, construida por nodos
de sentido que, articulados, van haciendo de la memoria un espacio habi-
table. En este caso, el fogón se constituye como “el ser en común”, pues
en torno a esta experiencia de convivencia se va construyendo un espacio
de conocimiento.
El koyagtún constituía el primer referente de socialización del niño.
En torno al fogón, los ancianos (kimches) transmitían a las nuevas gene-
raciones las historias y relatos de quienes los precedían. La experiencia de
estar sentados en círculos en torno al fuego los situaba en una misma
462 distancia el uno del otro. Sus respectivos horizontes de percepción, siendo
distintos, partían desde una misma distancia; las jerarquías, situadas en una
relación de simetría, no dejaban de ser respetadas. Luego, no se trata de
revitalizar un fundamentalismo macondista que congela la imagen de lo
“primigenio” y la instala como santuario o “animita” de lo premoderno sino,
más bien, de señalar que en la sociedad mapuche el relato sobre la histori-
cidad se vive como un espacio productor de saberes, como una historici-
dad ontológica capaz de fundar sentido. El ejercicio de la memoria hacien-
do de la historia algo vital.
El fogón, en tanto espacio que funda “un ser en común”, revela un
lugar en donde se funde el tiempo cotidiano con el de la memoria.
En esta experiencia que funde y funda se juega su sentido la historia,
entendida como conciencia presente que vitaliza experiencias de la me-
moria, (re)construye sentidos y, al mismo tiempo, revela a la comunidad
en sí misma. Toda ausencia de este ejercicio estaría dando un individuo
fragmentado con su tiempo histórico y presente. Es en este pliegue que
une al individuo con su tiempo en donde el mapuche desarrolla su ejerci-
cio de historicidad.
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

LA CINTURA LLOVIDA DE LA PATRIA

Delia Domínguez
Escritora

Q uiero empezar con un pensamiento a pulso que se refleja en cuanto a 463


que conociendo y haciéndonos cargo de los orígenes encontraremos la
clave decisiva para humanizar la cultura. Desde ahí quiero partir.
Ordenadamente, aunque como poeta no soy ordenada, quise escri-
bir unas señales, cuatro señales para testimoniar mi reflexión acerca de las
identidades chilenas. Porque siento, como habitante del sur y del campo y
de los grandes espacios, que en este país hay una diferencia, una diversi-
dad enorme, pero que en conjunto y batiendo las claras a punto, nos da
un sentido de identidad nacional, de pueblo. Entonces vamos con la pri-
mera señal.
La Identidad es una, no es una. Parida al natural, se multiplica y
agarra cuerpo en la diversidad de matrices antropológicas, geográficas,
étnicas y astrológicas, digo yo. Porque según como estén mirando las es-
trellas en su momento planetario, el sujeto humano define su personali-
dad, los esquemas que le serán propios tanto a él como a la tribu, porque
la bóveda, los techos cósmicos son determinantes en la formación históri-
co-social del hombre. Y esa dependencia y esa determinación no son vo-
luntarias, cae desde arriba y cae desde abajo, por eso marca, separa, iden-
tifica y bautiza esa dependencia.
Segunda señal. Entonces, sostengo que nadie es ajeno a la ubre in-
evitable que gotea en su alma. De ahí que el hombre pertenezca primero
a una madre de carne y hueso y luego a una madre del ensueño y del
delirio. Ahora, esa pertenencia va costureándose con igualdades y dife-
rencias en un solo paño que con todas sus hebras pasa a constituir un ser
nacional, un pueblo. Y eso en línea gruesa pienso que vendría siendo la
identidad, y por eso, parada en mis argumentos nacidos en este “puro
Chile es tu cielo azulado”, sigo diciendo no a la desmitificación, sí a la
identificación; no a la represión mental, sí a la evolución.
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Tercera señal: Donde fundamento mis dichos. Como chilena soy hija
y creyente de mitos callados y hablados, sobre todo en los grandes espa-
cios del sur donde no estoy de visita ni tampoco pintada. Donde amanecí
hace 150 años con tres cargas mestizas, la criolla, la germana y la huilli-
che, afiebrada entre revoltura de la razón y de la imaginación. Con el OJO
(sonido onomatopéyico de las letras O-J-O) acostumbrado a los brujos
alados que conociéndolos no traen maluras como los brujos arrastrados
que zapatean con burla.
Cuarta y última señal: Para cerrar me remito a un pensamiento que
trajina esta mixtura que tengo de sangres heredadas y que titulé, para
terminar, “Marcas de raza en los fetos mestizos del paralelo 40 Sur”. Aho-
ra les ubico el paralelo, para alguien que no esté muy al tanto de la geo-
grafía. Comprende una franja entre el río Toltén y la provincia de Chiloé
–que rico decir provincia– y pasando o mejor dicho parando con el ombli-
go parado en la Región de los Lagos donde no estoy de turista ni de visita.
Estas marcas las resumí en la siguiente forma:
464 Las mujeres de Niebla flotan sobre la geografía evaporada del parale-
lo 40 Sur. Sus cuerpos se parten en dos para que nazca una historia de
hijos y desde el cielo gotea la primera leche, la enteriza, que trae palabras
en libertad de canto y llanto. Las mujeres que consumaron el amor, las
desdobladas de alma para no morir, están aquí tocándonos la frente con
un relámpago y yo tocada y desdoblada para no morir, olfateo en el aire
señales que sólo se leen cuando hay eclipse y la luna tapa al sol y la tierra
pasa a ser un libro de noche que enseña la historia de primera mano. Y en
esta cintura llovida de la Patria los seres y las cosas son de primera mano,
no se esterilizan ni se lavan con cloro, para mantener así la capacidad de
inocencia o de asombro ante lo mítico y lo mágico que nos rodea. Y eso es
un don de Dios, pienso, una escapada de la razón pura hacia la poesía
impura que salva. No sé de qué salva, pero salva.
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LA SAGA DEL PUEBLO CHILOTE:


TENSIONES EXTERNAS E IDENTIDADES

Renato Cárdenas
Etnógrafo

C hiloé constituye una hermosa pizarra para graficar lo que ha sido el 465
poblamiento de nuestro territorio desde los gélidos tiempos de Montever-
de, los encuentros y desencuentros de la conquista española y esta suerte
de revolución industrial incrustada tardíamente en nuestra globalización
y postmodernidad.
Tales referentes parecieran situar aspectos fundacionales/fundamen-
tales que crean una impronta en un presente muy apegado a esas matrices
pero que, al mismo tiempo, precisa reconstruir el capullo para enfrentar
los nuevos desafíos.
La población mapuche y chono de estas islas eligió como espacio de
vida la costa oriental de la Isla Grande y el archipiélago interior que se
prolonga hacia el sur. Los conquistadores que ocuparon estos espacios desde
1567, no hicieron otra cosa que reforzar estos poblamientos. Este mare
nostrum ha sido el territorio que se ha impuesto como mapas mentales en
nuestras identidades locales e individuales.
Aquí aprendimos a navegar; a mariscar y pescar; a diferenciar los
vientos, las mareas y los cambios climáticos. Aquí distinguimos un árbol
de otro; una planta por sus aromas o texturas. Supimos de la madera, de
las yerbas y de las papas mejores para cazuela o hervor; de la pertinencia
de un terreno o de la luna adecuada para sembrar en el universo.
Nuestra geografía de lomas, esteros, barrancos y quebradas es el re-
sultado de los glaciares que atravesaron todo el valle central de Chiloé y se
detuvieron en lo que hoy es la costa donde vivimos. Nuestros suelos son
morrenas terminales; las islas son arrastres glaciares de estos grandes even-
tos. El Valle Longitudinal se inundó dando lugar a la Zona de los Lagos y
desde Puerto Montt se hundió en una extensa pradera de archipiélagos.
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La lucha entre el mar y la tierra es la dinámica de nuestras geogra-


fías. Tentén y Caicai Vilu reaparecen para el maremoto de 1960 que hizo
descender hasta en un metro y medio nuestras costas.
En este escenario físico los seres humanos construyen su historia.
A la llegada de los europeos dos grupos habitaban estas islas: uno de
tradiciones sedentarias, de tierra firme y de matriz mapuche: los veliche.
Los otros son canoeros, de nomadismo marítimo, que viven en perma-
nente movilidad y se desplazan hasta el Golfo de Penas.
Los españoles tratan de sujetar a los “escurridizos chonos” como los
misioneros los llaman, pero nunca fue posible. Para el gobernador de fines
del siglo XVIII, Carlos de Beranger: “son incapaces de la sociedad, por
cuyo motivo irreducibles a la unión sin pueblos, ni a la vida civil porque su
ociosidad busca solo la libertad sin sujeción”.
Los veliche o mapuche de Chiloé, en cambio, integran la encomienda
española desde que los peninsulares se asientan en estas islas. Ellos son
los otros para el conquistador. Aquí se inicia una saga que nos involucra
466
hasta el presente. Hay, en ambos grupos, una imposición externa que los
obliga a adaptar sus modelos y a reinterpretar los ajenos.
Esta trama de transferencias y de uso de saberes, aportados por am-
bas experiencias y tradiciones, será aplicada a un territorio compartido;
constituirán instrumentos precisos para domeñar una geografía, un clima
y para construir un hábitat.
La lengua, la religión y las costumbres se modificarán en un proceso
que no es uniforme. Los españoles –gallegos, andaluces, castellanos, ex-
tremeños– aprenden el veliche y los dos primeros siglos es la lengua de la
conquista en estos extremos del mundo. Los veliche, por su parte, son pre-
sionados por un proceso evangelizador que en manos de los jesuitas se
hace imaginativo; instalan capillas en todo el archipiélago pero, al decir de
observadores como Mariátegui: “La exterioridad, el paramento del catoli-
cismo, sedujeron fácilmente a los indios (…) no impusieron el Evangelio;
impusieron el culto, la liturgia, adecuándolos sagazmente a las costum-
bres indígenas”. En Chiloé instalan un diácono, tres siglos antes del Con-
cilio Vaticano II: el fiscal o amomaricamañ. Fueron elegidos por los misione-
ros entre hijos o nietos de caciques, machis o pougtenes. Ellos enseñarán la
nueva religión, asumida más por exigencias o compromisos de la conquis-
ta que por fe. Promueven al Dios de los misioneros aun sin conocerlo; sin
quererlo todavía.
El perfil del Dios indio de la Colonia debió ser una suerte de sincretis-
mo histórico y étnico, entre dos mundos. Entre un Dios que lucha por
sobrevivir en su propia tierra y entre su gente. Y un Dios europeo vence-
dor, que debe conquistar no sólo los espacios de este húmedo archipiélago
sino también las desconfiadas conciencias del nativo.
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

Las primeras casas eran de teja y tapia. A la ciudad de Castro se le


construyó calzada española. Los adoquines se hundieron en el primer in-
vierno así como se vinieron abajo sus viviendas, apenas construidas, con
el terremoto de 1575. Desde entonces la madera y los modos indios de
construcción se llevaron adelante. También las formas locales de habitar
se respetaron: fachadas hacia el este, mirando el sol.
El vestuario español debió buscar tela en los quelgos, en el telar ho-
rizontal usado por los veliche insulares.
En la vivienda y el vestido se incorpora con notoria presencia el dise-
ño que traen los pudorosos europeos del siglo XVI y XVII.
Se reemplazan producciones: el trigo desplaza a la teca, el mango y la
quinua; la oveja echa al hueque de las praderas chilotas. Sin embargo, sigue
practicándose la agricultura y la domesticación complementaria a la reco-
lección marina de algas, peces y mariscos. Se siembra y cosecha comunita-
riamente; la minga es el instrumento vecinal más eficaz y el gualato, la
herramienta civilizadora de estos procesos.
467
Desde entonces, el hacha y el gualato se cruzan como emblemas la-
borales de estas islas.
El hacha de acero abre un nuevo destino laboral que caracterizará al
chilote: explota primero los bosques cordilleranos tras el valorado alerce;
construye reinos a fines del siglo XIX con el chonchino Ciriaco Álvarez, el
Rey del Ciprés, y emergen pueblos costeros con los primeros aserraderos en
Quemchi y Quellón.
Chiloé, en el siglo XVIII es valorado por su construcción naval y en el
siglo XIX por sus marinos, como lo retrata en sus novelas y recuerdos
Francisco Coloane, que todavía recogió esta fama cuando ya mediaba el
siglo XX.
La madera saca al isleño de su terruño, primero obligado por los en-
comenderos y en la República es tejuelero del Estuario del Reloncaví, por
su propia iniciativa. El desarrollo de Carelmapu, Maullín y Calbuco, asen-
tamientos administrativos y de defensa de la Corona que datan de co-
mienzos del siglo XVII, nos señala que los chilotes se habían instalado ya
en el continente. Pérez Rosales los encuentra en el astillero de Melipulli y
los contrata para crear los cimientos de la colonización alemana. Son guías,
constructores de casas y hacedores de caminos envaralados, como el de
Puerto Montt a Puerto Varas.
El madereo los lleva a colonizar todo el Estuario del Reloncaví y, a
inicios del siglo XX, los encontramos en lo que hoy es la provincia de
Palena. De allí seguirán al sur, pero ésa es otra historia.
He querido trazar algunas características de este escenario fundacional
donde se encuentran los veliche/ la naturaleza/ y los españoles, compartien-
do el mismo espacio territorial.
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Atando cabos coloniales


Compartir significa construir territorio enfrentando tensiones/desencuen-
tros/conflictos, entre las poblaciones originarias y las incorporadas, fun-
damentalmente los encomenderos que enarbolan el emblema de la domi-
nación.
En estos contextos se asienta el Período colonial en Chiloé. El segmento
mayoritario de la población se verá involucrado en esta historia. El mesti-
zo asume un rol directivo en las nacientes sociedades urbanas. El veliche,
relegado a los campos, se margina, en la medida en que le es posible;
aunque la encomienda, lo perseguirá hasta 1782 como tributo laboral.
Hasta fines del siglo XVIII Chile no existe para los chilotes. Existe
España, el virreinato del Perú, al cual Chiloé queda dependiendo en lo
administrativo y eclesiástico, desde mediados de ese siglo.
Con la Guerra de Reconquista, aparece Chile como un adversario,
como un peligro territorial. Y los mestizos insulares deciden incorporarse
masivamente a este conflicto. O’Higgins es sitiado por ellos en Rancagua;
468 el batallón Chiloé entra triunfante a Santiago de Chile y a Lima.
Así este archipiélago es tomado como un centro de resistencia realista
en el continente. El capitán Antonio de Quintanilla le infundirá ese carácter
cuando se atrinchere y rechace a Lord Cochrane y a Freire, y permanezca
como el último reducto español del virreinato hasta el verano de 1826.
Otro verano, nueve años después de la incorporación, Darwin toma mate
con un grupo veliche en Cucao. Uno de ellos reclama por el mal trato reci-
bido de las nuevas autoridades chilenas y agrega: “y esto es solamente
porque somos unos pobres indios y no sabemos nada; pero no era así
cuando teníamos un rey”.
La conquista de Chiloé obedeció a requerimientos estratégicos de
España cuando, en el siglo XVI, observa una puerta abierta al ingreso del
inglés.
A su vez, la urgencia de que Chiloé pase a ser controlado por Chile,
inmediatamente después de su independencia, está determinada por pre-
siones ejercidas por Bolívar a O’Higgins, quien ve en este archipiélago un
atrincheramiento realista que da intranquilidad a las nacientes repúblicas
americanas.

Comunidades
Las restricciones que impone una economía doméstica, como el autocon-
sumo, llevó al chilote a diversificar su actividad productiva al interior de
sus comunidades. Teniendo como base la recolección y pesca heredada de
sus ancestros indígenas, mantuvo siempre un corralito de animales do-
mésticos, una huerta y una pequeña chacra sembrada de papas.
La mujer es el sujeto más eficaz de esta sociedad. Ella maneja su
propio supermercado: huerta con hortalizas, yerbas medicinales y flores;
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

primerizos para las fiestas de diciembre; hila sus ovejas y tiñe la lana ras-
pando cortezas o sacando turba del hualve; marisca con su canasto de
boqui y su palde ojival; cumple con las mingas de sus vecinos, así como
ellos la ayudan cuando queda sola; atiende a sus hijos y sus animalitos
domésticos y cuando es necesario se arrima a su iglesia de madera a orar o
cantar una Salve Dolorosa.

Patagonias
El varón buscó “plata” en las patagonias durante todo el siglo XX. Así,
Chiloé se transformó en un pueblo que vive en dos países. En Chiloé so-
mos 134 mil personas; en la provincia de Santa Cruz 200 mil habitantes
identifican su origen chilote. Fueron también pioneros en Puerto Aysén,
en Coyhaique, Palena y en la XII Región.
En 1843 se inicia una epopeya. Son chilotes los que zarpan en una
goleta construida en Ancud y se asientan en Fuerte Bulnes, a unos pasos
de lo que será meses después Punta Arenas. Este paso marcará una ruta
laboral hacia esos territorios, cuando la Primera Guerra Mundial, la aper- 469
tura del Canal de Panamá y el tizón tardío a la papa, afecten la economía de
Chiloé.
El siglo XX fue para Chiloé la era de las migraciones. Las pequeñas
comunidades isleñas se han construido, desde la Colonia, como familias
extendidas en un territorio endogámico. Todavía púberes salían con sus
parientes-vecinos hacia este mítico territorio patagónico, a través de las
rutas marítimas de la Braun & Blanchard. Otras veces este viaje se retrasa-
ba hasta el Servicio Militar. Era un rito de iniciación que, luego del cumpli-
miento con la patria, continuaba hacia una estancia lanera, hacia las mi-
nas del Turbio o se quedaban en Punta Arenas. En las estancias de Santa
Cruz y otros sitios patagónicos, los trabajadores de los años veinte se invo-
lucran con los movimientos obreros y huelguísticos cuya represión militar
arroja más de mil quinientos chilotes muertos. Se acobardan con la Pata-
gonia y se quedan algunos años en sus islas. A mediados de siglo un brote
de tizón tardío a las papas hizo improductivas las sementeras por varios
años y los chilotes volvieron a habilitar sus valijas patagónicas.
La vida vecinal sigue activa. No esperan nada del Estado. Sus migra-
ciones estacionales prueban rutas hacia Osorno y desde los campos de sus
patrones alemanes acarrean a sus islas la murra y el espinillo, malezas que
han combatido hasta el presente con sudor y lágrimas.
La mujer sigue siendo el factor de estabilidad social, desde la familia,
porque ella no migra. Así también, los chilotes que retornan a sus tierras
nunca lo hacen con mujer argentina y muy ocasionalmente con chilena.
En general es una vecina y él seguirá viajando después de casarse.
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Proyectos en Chiloé, pero no para Chiloé


Las carencias laborales de estas islas, que obligan a emigrar a su gente,
impulsan al Estado a instalar directamente, o a través de agentes privados,
distintos proyectos que se aplican en este escenario insular, pero que no
traen beneficios notorios a la población.
El terremoto de mayo de 1960 es un evento que ha marcado las
memorias y los destinos insulares. La Ley de Franquicias Aduaneras se activa
como un estímulo al desarrollo en esta olvidada provincia que ahora esta-
ba en el suelo. Hay un factor que remece: la introducción de la radio a
transistores, mediante el Puerto Libre. La radio a pilas es un factor de mo-
dernidad de entonces, cuyos hilos se conectan con los cambios de las re-
cientes décadas.
Los proyectos forestales han sido de gran envergadura, como el “Pro-
yecto Astillas” de 1980, que consideraba la tala de 118 mil hectáreas de
bosque nativo. Pero ni éste ni el de “Colinetti” ni el de la “Goldeng Spring”
se han podido hacer efectivos. En espera de la decisión de Jeremías An-
470 derson de Hawai están los bosques de Quellón, en un 18% de la comuna.
Desde los setenta crece una industria que procesa mariscos, crustá-
ceos y pescados. En los ochenta aumenta considerablemente y el loco y las
algas glacilarias conquistan el mercado mundial. Así también, desde 1975,
la Union Carbide siembra los primeros salmones en Curaco de Vélez y, a
fines de esa década, se proyecta como la gran industria nacional.
En el recodo de los ochenta se crea un enclave laboral en Chiloé que
atrae a mucha gente desde el centro-sur de Chile. Quellón, eje de esta
actividad, dobla su población en una década.
La migración hacia las patagonias se detiene y el cultivo de la tierra
baja a sus mínimas expresiones.
Con el cambio de la actividad económica, las dinámicas comunitarias
empiezan a debilitarse. Los jóvenes ya no trabajan para sus vecinos, sino
para una empresa privada. Se da la paradoja de que los antiguos viajeros
patagónicos, estando tan lejos, volvieron y se integraron a sus comunida-
des. Esta nueva situación los aleja de sus comunidades, aun cuando con-
tinúan viviendo en sus patios.
Estos tejidos económicos, sociales y culturales constituyen los mar-
cos de las experiencias personales y comunitarias. Desde allí surgen las
respuestas y desde esos entornos se construyen las identidades del pueblo
chilote.
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

LA IDENTIDAD DE LA ARQUITECTURA DEL SUR

Edward Rojas
Arquitecto

L a arquitectura de la Décima Región es parte de ese sur que tiene como 471
límite norte el río Biobío, conocido como “la frontera”, que es también el
límite natural de los bosques de notafagus, el coigüe milenario que abunda
en la selva fría.
Se distingue del resto de las arquitecturas regionales de nuestro país,
por centrar su preocupación en construir un “hogar” en torno al fuego, en
torno al calor, expresión que ya encontramos en los espacios y formas
arquitectónicas de los habitantes primigenios de este territorio como son
la ruca mapuche, el fogón huilliche o la choza chona. En estos tres casos,
se busca crear un cobijo bajo una cubierta y un volumen rotundo, que
separa un fuera frío y lluvioso de un dentro seco y “calentito”.
De esta forma, entonces, el volumen simple de planta rectangular,
con un techo a dos aguas y pequeñas ventanas que separan el interior y el
exterior, y que cobija un espacio de calor, es parte de la identidad genética
de la arquitectura del sur y, por ende, de la región, la que tiene su expre-
sión contemporánea en la calefacción central, que se ha convertido en un
factor fundamental de la arquitectura reciente.
El segundo gran componente de esta identidad regional lo constitu-
ye el hecho de que el volumen está construido sobre todo con las maderas
nativas provenientes de la selva fría, las que son trabajadas con una tec-
nología heredera de la tablasol labrada, del ballon frame y del buen pulso
de los carpinteros locales. En términos constructivos, dicha tecnología
permite la construcción de una arquitectura con sello propio, como lo son
las casas escamadas de tejuelas que maravillan por la organicidad casi ani-
mal de sus pieles a quienes llegamos desde el norte.
Sin embargo, también está en la genética de nuestra identidad la
capacidad de mezclar la madera y el metal, los materiales, por ejemplo, de
las construcciones patrimoniales de la ciudad de Valdivia.
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Otro componente que une la forma y el material es la íntima rela-


ción que existe entre la arquitectura y la geografía del sur, en tanto pro-
ductos de un proceso cultural e histórico generado en este territorio.
Para quienes hacemos arquitectura en la otra frontera, la que marca
el límite norte de la Patagonia, allí donde el territorio de la X Región se
desgrana en islas, no podemos dejar de reafirmar esta dimensión de la iden-
tidad cultural de la arquitectura de nuestra región cuando vemos una ar-
quitectura de palafitos, que es la respuesta cultural que los habitantes de
Chiloé han producido para habitar un bordemar que está en permanente
cambio. O la arquitectura naval, que responde, con la excelencia de su
diseño probado una y otra vez, a ese mismo mar y bordemar en constante
transformación.
El volumen simple y de madera es rural y se expresa como galpones
y graneros. Pero también es urbano, y es capaz de recoger la piel de su
volumen rotundo, las influencias de otras arquitecturas, que son parte de
los procesos históricos que en cada rincón de nuestra región han sucedi-
472 do. Desde la colonización española –que aporta las herramientas para ex-
traer las maderas del monte y repetir con tablasol labrada la idea de un
volumen sencillo o a cuatro aguas, cobijando el fuego– hasta la llegada de
los alemanes –que aportan nuevas tecnologías y estéticas, hijas del neoclá-
sico europeo–, las arquitecturas han sido reinterpretadas, en el caso chilo-
te, generando una nueva, en un acto de apropiación cultural producto de
un sincretismo que identifica hasta el día de hoy la arquitectura de Chiloé
y, en general, a la arquitectura regional de Latinoamérica.
Por ejemplo, cuando en los años 40 se construyó en Chiloé y en
Calbuco una arquitectura racionalista en tejuela, que tiene su origen en
un lugar tan remoto como donde se originó la Bauhaus, y un material tan
distinto como el hormigón armado.
Caso aparte es el de las iglesias de madera, patrimonio de la humani-
dad, que son el reflejo mayor de una identidad arquitectónica regional,
que funde los patrimonios tangible e intangible a través de una cultura
que hizo y hace posible la existencia de una obra que, en términos de los
valores arquitectónicos que otorga la identidad regional, no es otra cosa que
un volumen con un techo a dos aguas, con pequeñas ventanas, al cual se le
incorporó una torre que le da su carácter simbólico, construida en madera
y/o metal. Las iglesias se encuentran emplazadas en directa relación con la
geografía por ese grupo de habitantes que las construyeron, guiados de la
mano de la magistral evangelización realizada en Chiloé por los misione-
ros, principalmente jesuitas, que fueron construyendo, junto a los habi-
tantes de las márgenes del lago Llanquihue, un conjunto de iglesias y ca-
pillas que también identifican la arquitectura de nuestra región.
En síntesis, la identidad arquitectónica de la región se encuentra en
aquellas construcciones de madera, de volúmenes simples y herméticos
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

claramente emplazados, capaces de asumir los cambios estéticos que aporta


la modernidad y que es recogida en forma de sincretismo cultural.
En los últimos veinticinco años, en Chiloé, un grupo de arquitectos,
junto a otros profesionales, hemos intentado construir una arquitectura
contemporánea que se nutre de estos valores que la identifican, en tanto
obra que nace de las energías propias de la cultura del lugar y en tanto
obra que busca dialogar con la preexistente.
Para ello, hemos transitado diversos caminos. El primero consistió
en la reinterpretación crítica de las formas y espacios tradicionales, bus-
cando recrear en el enclave contemporáneo el volumen y la estética de la
arquitectura de la madera del sur. El hogar filipense que reinterpreta las
casas patrimoniales de Curaco de Vélez y el techo de Dalcahue son un
buen ejemplo de ello.
Luego vendría el reciclaje de antiguas construcciones de madera, lo
que nos permitió rescatar de la demolición y el olvido una obra del pasa-
do, al convertirse en soporte de una acción contemporánea. La trilogía de
los hoteles Unicornio Azul en Castro, Ayacar en Frutillar y el Viento Sur 473
en Puerto Montt, nos hablan de esto.
Reafirmar el valor de lo patrimonial a través de una acción decidida
del rescate y restauración de las iglesias de Chiloé, en íntima coordinación
con el Obispado y la Universidad de Chile, nos permitió aportar nuestro
tiempo y trabajo a la conservación de una obra de valor universal.
También la defensa de los palafitos, que impidió a fines de los 70
poner en práctica un decreto total de demolición. Finalmente en los 90, y
gracias a la acción de la Municipalidad de Castro y Arquitectos sin Fronte-
ras, fueron reparados.
Así entonces, la reinterpretación, el reciclaje y la restauración desde
una visión contemporánea se convierten en parte de la identidad arqui-
tectónica, mediante una acción que se funda en la propia identidad.
Sin embargo, las culturas no son estáticas, y menos la arquitectura,
razón por la cual durante los últimos años hemos incorporado un nuevo
elemento a nuestra obra. Esto es, la ruptura consciente de algunos de los
patrones que hemos señalado como soporte de la identidad regional. Esto
es, la ruptura de la cubierta, mediante un lucernario que corre a lo largo
de la cumbrera, lo que cambió radicalmente la espacialidad y las relacio-
nes térmicas de la tipología tradicional de la arquitectura de Chile, incor-
porando la quinta fachada al imaginario local.
Un buen ejemplo es el propio Museo de Arte Moderno de Chiloé,
donde el volumen hermético y a dos aguas acoge un lucernario que per-
mite construir con la luz el espacio interior, el espacio para el arte.
La segunda ruptura está dada por el quiebre de la tradición del techo
a dos aguas, el que se reemplaza por una cubierta curva y una bóveda de
cañón corrido que vuelve contemporáneo e irreverente el espacio sacro
de las iglesias.
REVISITANDO CHILE

Por último, la ruptura de la planta octogonal, que al ser tensionada


por el paisaje o la función, nos genera plantas y formas orgánicas que no
traicionan el espíritu de la identidad de la arquitectura regional, ya que
siguen siendo volúmenes herméticos, simples, que cobijan el calor, en
íntima relación con su geografía, y que es, en este caso, respuesta contem-
poránea de una modernidad regional en permanente diálogo con la iden-
tidad regional. La casa bote de Huenuco es un buen ejemplo de una obra
regional de última generación.
Lo notable de este proceso de producción de la arquitectura regional
es que muchas de estas rupturas que generan nuevas formas y espacios, en
la medida en que son reinterpretadas por la comunidad, se van incorporan-
do al léxico regional, convirtiéndolos en espacios y formas tradicionales,
que paradójicamente son herederos de la ruptura consciente de dicha iden-
tidad.
Ahora bien, frente a la pregunta de si esta identidad es reconocida
por la cultura nacional, no nos cabe otra cosa que señalar que, en general,
474 ella es recogida como un producto exótico, el que unido a otros íconos
potentes, como lo son San Pedro de Atacama, la Isla de Pascua o las Torres
del Paine, visten al país de una diversidad que sirve de carta de presenta-
ción en un mundo cada día más globalizado.
Sin duda, las iglesias de Chiloé y de la región, así como los palafitos o
la arquitectura de la colonización alemana, son referentes permanentes a
la hora de vender la imagen país. Sin embargo, estos valores que nos iden-
tifican y que hicieron posible una obra arquitectónica regional de van-
guardia, por estos días parecieran no tener sentido, en tanto la cultura
chilena centralizada, ésa que limita al norte con Quilicura y al sur con San
Bernardo, está alucinada con el fetiche de la modernidad que nos llega del
hemisferio norte y que el modelo neoliberal ha permitido convertir en
espacio construido.
Un claro ejemplo de ello lo constituye la última bienal de arquitectu-
ra de Santiago, que es una apología a una arquitectura modernista que
fascina y que impide ver cómo desde la región somos capaces de realizar
obras contemporáneas que se juegan en un caminar por el filo de la corni-
sa, de la tradición y de la modernidad, de nuestra propia modernidad, que
no tiene nada que ver con las expresiones formales de la feroz economía
de libre mercado. Menos aun cuando esta lectura la hacemos desde un
archipiélago postergado de modo permanente que, bajo una lluvia ince-
sante, nos señala que nuestra modernidad es eminentemente rural y que
ella también puede producir obras de valor arquitectónico que van por
caminos paralelos a los modelos que se llevan en cada temporada.
Es por ello, entonces, que nuestro último proyecto, la casa de Hue-
nuco, que es la expresión más clara de un proceso de búsqueda regional,
no fue comprendido a la hora de reconocer sus valores en la bienal, ya
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

que ella tiene que ver con el campo, el paisaje, la madera y las artesanías
locales, y no con la copia fiel de la producción arquitectónica que nos llega
desde el primer mundo, al cual la cultura nacional del centro está conven-
cida de pertenecer.
Sin embargo, no todo está perdido. La obra titulada Modelo para la
temporada otoño invierno, del pintor chilote José Triviño, ganó el concurso
Colores del Sur. Este pintor es hijo del MAM (Museo Arte Moderno), hijo
de este esfuerzo por construir una cultura nacional atada a una identidad
regional, que por este mismo hecho tiene valor universal.
Y esto le da sentido a todo el esfuerzo que hemos hecho durante
todos estos últimos veinticinco años, por construir una obra arquitectóni-
ca y una arquitectura con fuerte identidad regional de valor universal,
que hoy buscamos recrear una vez más, proyectándola en la formación de
nuevos profesionales conscientes del patrimonio y de un desarrollo sus-
tentable, que es lo que hacemos a diario con nuestra labor en el MAM y
en la Universidad Arcis Patagonia, que hemos creado para seguir refun-
dando nuestro mundo. 475
REVISITANDO CHILE

476
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

VII. EL SUR AUSTRAL

A la Patagonia llaman 477


sus hijos la Madre Blanca.
Dicen que Dios no la quiso
por lo yerta y lo lejana,
y la noche que es su aurora
y su grito en la venteada
por el grito de su viento
por su yerba arrodillada,
y porque la puebla un río
de gentes aforestadas.

(Gabriela Mistral en Poema de Chile, 1985)


REVISITANDO CHILE

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I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

ALGUNOS ALCANCES SOBRE LA PREHISTORIA


DE CHILE AUSTRAL

Alfredo Prieto
Arqueólogo

Buscaban los hombres entre la hierba la frontera.


(Vicente Huidobro)

N uestra tarea como arqueólogos es interpretar el registro material, a ve- 479


ces muy antiguo, sea el de las primeras ocupaciones paleoindias de hace
alrededor de once mil años en esta región, o el de otras tan recientes como
el último asentamiento del cacique Aonikenk Mulato, quien muriera en
1905. Entremedio de ellas, una diversidad de sitios arqueológicos nos si-
túan en un mosaico cultural donde reina un poco de confusión. Tenemos
algunas definiciones elementales por seguras: sabemos que aquí no se prac-
ticó ni la ganadería ni la agricultura, de modo que definimos a los pueblos
cuyas obras estudiamos como cazadores recolectores nómades, terrestres
(los que habitaban las pampas orientales) o marítimos (los que habitaban
el archipiélago occidental).
Chile, en su acepción actual, celebrará su Bicentenario, doscientos
años de historia nacional. ¿Qué representa ello en el marco de los once
mil años de ocupación humana de la región? Apenas el 2% de esta larga
historia. Los arqueólogos son los cronistas de ese gran tiempo anterior a la
nación.
Examinaré algunos hitos de la prehistoria regional para alumbrar
algunos momentos de ese gran tiempo del que les hablo. Hace once mil
años los primeros pobladores habitaban ya desde Última Esperanza a la
Tierra del Fuego. Vivían en un paisaje diferente al actual, los hielos se reti-
raban paulatinamente a la cordillera, la vegetación comenzaba a colonizar
el desierto helado dejado por los hielos y una gran variedad de fauna pulu-
laba por Fuego-Patagonia. Una temible fauna, grandes felinos como el tigre
dientes de sable y el jaguar, un gran oso, el famoso milodón y, junto a
ellos, caballos nativos, varias especies de camélidos, etc. Tiempos difíciles
para los cazadores recolectores del pasado, donde el solo hecho de deam-
bular podía significar algún peligro.
REVISITANDO CHILE

Hace seis mil quinientos años, después de una prolongada ocupación


de las pampas, comenzaron a poblarse los archipiélagos. Los pueblos que
se adentraron en los mares descubrieron y comenzaron a explotar e inter-
cambiar una particular materia prima: la obsidiana verde. Se trata de un
vidrio volcánico muy bello que provino de alguna erupción acaecida hace
cerca de dieciocho millones de años en los alrededores del seno Otway. Esta
materia prima, que se hallaba disponible sólo para pueblos que conocían la
navegación, se ha encontrado abundantemente en la isla Englenfield e isla
Riesco, pero pequeños fragmentos han aparecido en la Tierra del Fuego,
en el río Santa Cruz en Argentina y en la isla Navarino. De modo que, por
lo menos tres “naciones” habitaban esta región en ese entonces: los viejos
habitantes de las pampas continentales, los que quedaron aislados en la isla
grande de Tierra del Fuego y los habitantes del archipiélago, todos ellos
intercambiando diferentes productos como la obsidiana mencionada.
Los primeros canoeros usaban un particular tipo de arpón confeccio-
nado sobre huesos de mamíferos marinos, conocido como arpón de base
480 cruciforme. Sin embargo, pasado el tiempo, se produjo una especie de
quiebre o de discontinuidad en la ocupación ya que probablemente un
nuevo pueblo canoero arribó a la región alrededor de cuatro mil quinien-
tos atrás. Éstos no conocieron la fuente de la obsidiana verde y, en vez del
arpón antes mencionado, los caracteriza el uso de puntas de piedra denti-
culadas. Habitaron también los alrededores del seno Otway, pero no sabe-
mos cómo se relacionaron con los primeros canoeros. Sus restos se han
hallado desde el fiordo Última Esperanza hasta el canal Beagle. De modo
que la arqueología da cuenta de cuatro pueblos habitando la región en la
época señalada. No sabemos si esos pueblos arqueológicos corresponden a
los conocidos históricamente como selk’nam, aonikenk, yámana y kawés-
qar. Podría ser, como podría no ser así.
Hace unos años atrás, en el marco de un proyecto financiado por el
Fondo Nacional de la Ciencia y la Tecnología (Fondecyt), liderado por
Mauricio Massone, Donald Jackson y por mí, se realizó una prospección
arqueológica en la localidad chilena de San Sebastián, cerca del límite
internacional. Se descubrieron varios nuevos sitios arqueológicos en las
lagunas estacionales que abundan en el sector. En una de ellas, se encon-
traron los restos de un gran cetáceo, que supusimos no habían sido lleva-
dos hasta allí por el hombre, pues eran huesos muy grandes y pesados,
que se encontraban a más de cuatro kilómetros de la playa (bahía San
Sebastián, Argentina) y a unos tres metros sobre el nivel actual del mar.
También observamos niveles marinos en los alrededores que no podían
ser más que la evidencia de antiguos ascensos holocénicos del nivel del
mar. Sabíamos que durante este último período geológico, las costas ha-
bían ascendido en la región a más de diez metros por sobre su nivel actual,
tal como lo atestiguan algunos sitios en las cercanías de la Punta Santa
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

Ana. Las terrazas marinas dejadas por estos avances varían en altura de-
pendiendo del peso liberado por las grandes masas de hielo. A mayor peso,
mayor “rebote” de la tierra. Los restos del cetáceo fueron fechados poste-
riormente y dieron una edad de casi cinco mil años antes del presente. En
otros términos, el Atlántico avanzó bien adentro en el actual territorio
chileno, entre las bahías Inútil y San Sebastián. Ello nos deja la impresión
de que la naturaleza tiene poco cuidado con los límites políticos o la pose-
sión de los mares.
Cuando los primeros hombres penetraron en Tierra del Fuego hace
más de diez mil años, ésta se hallaba unida al continente. Cerca de mil
años después, el ascenso paulatino del nivel del mar rompió las barreras
de hielo y abrió el estrecho de Magallanes.
Los selk’nam (onas) se explicaban a través de un bello mito su mile-
nario aislamiento. Según ellos, un pequeño hondero –Taiyin, un verdade-
ro David fueguino– había logrado matar con su honda a la peligrosa Taita,
quien había acaparado todos los recursos de la isla. En su alegría siguió
lanzando pedradas y con cada una de ellas creaba un cuerpo de agua. Una 481
gran piedra abrió el estrecho, otras el archipiélago.
Los testimonios de los selk’nam del sur del Río Grande indican que los
del norte eran tenidos como comedores de coruro (un pequeño roedor que
abundaba en las pampas) y no como los cazadores de guanaco que ellos se
enorgullecían ser. Sin embargo, nuestras excavaciones arqueológicas en el
norte muestran una tremenda cantidad de guanaco en la dieta. Muestran,
de igual modo, la precariedad de las informaciones de segunda mano, y
que solemos mentir sobre los otros y nosotros mismos.
Los fueguinos han sido muy maltratados en la literatura, no sólo por
Darwin. Se dijo que eran caníbales, que comían a los ancianos o que bota-
ban a los niños al agua cuando morían. En 1990 se descubrió un sitio de
enterratorio de niños canoeros en el fiordo Última Esperanza. Se trataba de
un nonato de siete meses de gestación y de un niño muerto durante el parto
o poco antes de él que presentaba un patología congénita (anencefalia), tan
escasa en el registro arqueológico que era el segundo caso en el mundo
después de uno hallado en Egipto. El sitio, un alero rocoso situado a dos-
cientos metros de altura y a unas dos horas de caminata desde la costa por
un terreno muy complicado, mostraba junto a los esqueletos de los niños,
abundantes adornos y profusas pinturas rupestres. Increíblemente, estos
dos seres, casi sin identidad, en la frontera entre la naturaleza y la cultura,
habían merecido un tratamiento que echa por tierra la visión antes men-
cionada de los fueguinos.
Sin embargo, el mensaje que nos toca descifrar a partir de la materia-
lidad como arqueólogos puede no ser el correcto, por lo que hay que ser
siempre cuidadosos. En otro trabajo realizado en la búsqueda de las in-
fluencias de los aonikenk en la artesanía de los ovejeros actuales nos tocó
REVISITANDO CHILE

registrar los trabajos del cuero en el campo magallánico y de Tierra del


Fuego (aperos, capas, etc.), y de paso observar algunas prácticas muy inte-
resantes como la pintura y la escultura entre los ovejeros. Ninguno de los
cuadros vistos, ninguna de las esculturas vistas representaba ni una sola
oveja. El motivo principal de ambas prácticas era la doma de potros, un
ejercicio tenido por arriesgado y bravío; pero, una actividad que representa
en realidad a muy pocos (no todos son domadores) y que no es diaria
como sí lo es el manejo de las ovejas. Si aquello que se conservara en el
lejano tiempo fueran sólo sus esculturas, tendríamos una imagen de que
los ovejeros eran en realidad domadores.
En definitiva, estos pocos ejemplos de la labor arqueológica no pre-
tenden más que mostrar en qué medida esta disciplina puede actuar corri-
giendo algunas falsas visiones o produciendo conocimiento allí donde no
hay visión alguna. También pretenden mostrar que las actividades de re-
conocimiento, búsqueda e intercambio entre pueblos al interior de un
territorio tienen una larga data, lo que nos deja la lección de que la mayor
482 o menor identidad de las naciones (por muy pequeñas y mentirosas que
éstas sean) dependerá siempre de quienes habitan, celebran y conocen en
profundidad la tierra en que les toca vivir.
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

COSTUMBRES Y TRADICIONES DE AYSÉN CONTINENTAL


CLAVES PARA ENTENDER LA IDENTIDAD DE SUS HABITANTES

Leonel Galindo
Investigador del habla y del folklor

El propósito de esta monografía es señalar dos importantes expresiones 483


de la cultura tradicional: la música y la danza, que aportan claves para
entender la identidad que es posible apreciar en la zona rural de la Región
de Aysén y cómo ésta se opone, en esencia, a los modelos hegemónicos de
cultura imperantes en el país.
El término folklor designa un tipo de fenómeno diferenciable en el
conjunto de fenómenos sociales, y a los tipos específicos de comporta-
miento, los cuales poseen mensajes que contienen información sobre
la identidad de un grupo humano determinado. Dicho mensaje pro-
duce un reconocimiento intergrupal por afirmación o por negación
de características identificatorias de tal grupo. El mensaje folclórico
se manifiesta con independencia de los condicionamientos institu-
cionales o a través de un metacódigo, a partir del código institucional
(Blache, 1983).
De acuerdo a estas nociones, se puede afirmar que los habitantes de
localidades aisladas geográficamente, como las que se han podido obser-
var en las diez comunas de la Región de Aysén, presentan comportamien-
tos folclóricos de naturaleza social distintos a los existentes en las capitales
de las regiones de Chile central.
Este concepto de identidad, de la comprensión de los mensajes que
circulan al interior de cada grupo, nos sirve para apreciar, de una manera
muy sencilla, de qué manera se comprende lo que efectivamente es iden-
tidad: hasta donde alcanza la comprensión de los contenidos de determinados men-
sajes, es hasta donde se extiende la identidad de un grupo y es aquello que lo hace
diferente de los demás.
El contexto histórico y social de la Región de Aysén dista bastante del
de Magallanes, contrariamente a lo que a priori podríamos presumir. En
REVISITANDO CHILE

primer lugar, porque la primera empieza su ocupación efectiva, del punto


de vista de la presencia chilena en ella, recién como consecuencia del lau-
do arbitral del 20 de noviembre de 1902. De hecho, la primera concesión
territorial que se produce en Aysén al oriente de los Andes Patagónicos es,
el día 19 de mayo 1903, a Luis Aguirre, residente de Punta Arenas que,
posteriormente, en el mes de noviembre de ese mismo año, transfiere sus
derechos a la Sociedad de Industrial del Aysén. Así comienza un proceso
que dura muchos años, en el cual el Estado chileno concede grandes terri-
torios a compañías ganaderas que tenían en su mayoría capitales extran-
jeros, y cuyos administradores fueron, en gran parte, de origen europeo.
No obstante ello, después del laudo arbitral de 1902, las autoridades ar-
gentinas, de acuerdo a un precepto geopolítico, al enterarse de que más del
80% de la población que se extendía desde Neuquén al sur era de origen
chileno –el censo de 1897 habla de veinte mil chilenos presentes en los
territorios de Neuquén, Río Negro, Chubut y Santa Cruz–, empezaron a
ponerle ciertas exigencias arbitrarias a los pobladores chilenos que estaban
484 en esa zona. Obviamente, muchos de ellos no aceptaron las condiciones y
empezaron a buscar en Aysén lo que ellos llamaron las “tierras orejanas”,
aquellos territorios que no habían sido entregados todavía en concesión por
el gobierno chileno. Y, precisamente, ingresaron por los valles orientales
(la Región de Aysén, al igual que Magallanes, no se separa de Argentina a
través de las cumbres más altas de la cordillera. Eso quedó claramente
establecido en el laudo arbitral de 1902) y simplemente ocuparon los te-
rrenos. Más adelante esa ocupación espontánea se oponía a satisfacer el
apetito de las compañías ganaderas por extender sus dominios, lo que
acarreó como consecuencia innumerables conflictos. Uno de ellos, la co-
nocida “Guerra de Chile Chico o los sucesos del lago Buenos Aires” y
también lo que podría haber ocurrido hacia 1920 entre la Sociedad Indus-
trial de Aysén y los pobladores del Valle Simpson, que pudo evitarse gra-
cias a la oportuna y diligente intervención del ingeniero civil José Pomar,
quien elabora, en terreno, un acucioso informe sobre la Concesión del
Aysén y los pobladores del Valle Simpson, colocando las cosas en su lugar,
lo que dio origen a medidas gubernamentales posteriores de creación del
territorio y provincia de Aysén, hacia 1928.
Entre 1902 y 1928, existían en Coyhaique, Valle Simpson, Lago Bue-
nos Aires y Baker, tres corrientes culturales, claramente definidas y dife-
renciables: los empleados de la Sociedad Industrial del Aysén (provenien-
tes de Llanquihue y Chiloé), los administradores de la misma (europeos)
y los pobladores particulares. Los primeros fueron contratados en las pro-
vincias de Llanquihue y Chiloé, sin sus familias, por lo que su influjo sólo
se hizo sentir en el folklor ergológico (cercos, corrales, tranqueras, cons-
trucción de fogones y el uso de la tejuela); los segundos transmitieron las
formas organizativas de la administración y el uso de los cercos de alam-
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

bre, y los últimos llegaron con sus familias, transmitiendo y arraigando su


idiosincrasia, muy relacionada con el mundo de la ganadería.
Las manifestaciones folklóricas relacionadas con la ganadería, pre-
sentan una amplia galería de personajes y actividades que le otorgan en
esta zona un sello característico (Galindo, 2001: 93).
Entre las diversiones referidas a faenas, encontramos la jineteada y la
apialadura; entre los juegos, la taba y el truco; se conservan además cos-
tumbres como tomar mate, el asado al palo y otras como las carreras de caba-
llo. Por otra parte, se encuentran presentes expresiones de arte popular en
el trabajo del cuero, con fines prácticos y ornamentales como lo es la con-
fección de aperos (oficio del soguero).
Las manifestaciones folklóricas mayoritarias de la población campe-
sina del área oriental de la Región de Aysén (a excepción de algunas fami-
lias de la Comuna de Río Ibáñez, que aún conservan elementos culturales
de origen mapuche, especialmente en el folklor mágico), a diferencia de
otras zonas del país, no tienen un sustrato indígena (aunque sí un fuerte
influjo) ni tampoco colonial español, sino que son el resultado del pobla- 485
miento espontáneo de chilenos –algunos de procedencia mapuche y huilli-
che– provenientes de Chiloé y de la zona centro-sur de Chile y de la Patago-
nia argentina. Debido a las dificultades geográficas para desplazarse hacia el
norte del país, los pobladores estaban obligados a comprar sus bienes ma-
teriales en los pueblos argentinos, de modo que las primeras victrolas,
discos, instrumentos musicales, ropas, herramientas y víveres fueron ad-
quiridos en esas tierras.
Los ritmos folklorizados en la zona continental de Aysén desde 1906
hasta nuestros días, derivan de proyecciones folklóricas originadas en Ar-
gentina, principalmente.
Hacia 1842, en Buenos Aires, empezaban a ser conocidas las mazur-
cas, las polkas, las redowas y los valses. Los compositores bonaerenses, inspi-
rados en el gusto popular fueron “acriollando” esos ritmos hasta darles
una identidad propia; así, la mazurca se convirtió en ranchera, el vals, en
valse criollo y en valseado; la polka dio lugar a las variedades americanas, de
donde provienen la polka criolla y la polka paraguaya, siendo esta última
madre del chamamé.
En los albores del siglo XX, aparecen los discos para victrola de 78
rpm. Así se popularizan las composiciones de autores argentinos, en ritmo
de vals, valseado, ranchera y polka, permitiendo su dispersión hasta los más
despoblados rincones de la Patagonia. Los acordeonistas del Valle Simpson
(actual área sur de la Comuna de Coyhaique) hicieron propias estas melo-
días hasta convertirlas en modelos. Con el tiempo, se olvidan los nombres
de los compositores y hasta el de los mismos temas, facilitando su folklori-
zación.
De esta manera, la ranchera “Mate amargo”, de Carlos Francisco Bravo
y Brancatti, llevada al disco por varios intérpretes (Rafael Rossi, Tránsito
REVISITANDO CHILE

Cocomarola, Gasparín, Antonio Tarragó Ros, Feliciano Brunelli), por nom-


brar a los más conocidos, se transformó en el modelo más difícil de interpre-
tar, pero a la vez la preferida por los músicos y bailarines de las fiestas
camperas.
“La enana”, “La baquiana”, “La cita en el gallinero” y otras cuyo nom-
bre se desconoce, fueron escuchadas por los intérpretes actuales en su ju-
ventud a el Tata Billar, poblador de Lago Castor, a Óscar Abadíes, de Cerro
la Virgen, a Melardo Sandoval (“Don Lalo”) de Lago Frío y a don Eliseo
Oyarzo, de Lago Pólux.
El valse y el valseado, fueron y siguen siendo tan populares como la
ranchera y han seguido el mismo proceso de folklorización. La polka y el
pasodoble han cedido su popularidad, en el presente, al corrido, aunque
los hombres de campo más antiguos, en fiestas camperas, prefieren los dos
primeros. El chamamé, oriundo de Corrientes, abandonó sus pagos donde
veía nacer el alba contemplando el árbol que da el sabor al mate, para
trasladarse a la Patagonia y animar los fogones de aquellos que lo acogie-
486
ron como propio, por su ritmo vivaz y enérgico.
Pese a que los temas grabados por las orquestas típicas de Buenos
Aires, que sirvieron de modelo a los cultores naturales, empleaban mu-
chos instrumentos europeos: bandoneón, contrabajo, violín, piano, acor-
deón verdulera y guitarra, nuestros músicos criollos sólo reprodujeron
estas melodías a través de los dos últimos instrumentos: la acordeón re-
produce la melodía y el ritmo y la guitarra, a través de las bordonas, es
decir, las cuerdas más gruesas, otorgan los acordes.
El acordeón fue inventado en Austria imitando la estructura de la
armónica. Con el paso del tiempo fue perfeccionándose, hasta que en los
albores del siglo XX, se hicieron muy populares las verduleras, acordeón
diatónica de una y dos hileras, de sólo cuatro bajos la primera y ocho la
segunda, cuyos tonos varían en una misma nota cuando se abre o se cie-
rra el fuelle. Este tipo de acordeón fue el que acompañó las fiestas de los
pobladores de Aysén continental, a partir de 1902. Hoy todavía permane-
ce vigente, pese a que, desde 1960 en adelante, sólo se podía adquirir en
el mercado local acordeones piano. En la actualidad también existen los
acordeones a botón de tres hileras.

Ritmos tradicionales de Aysén continental y su ejecución


Los ritmos tradicionales, según su funcionalidad, se pueden clasificar en
dos grupos: para acompañar la expresión de sentimientos y emociones y
para bailar.
Entre los ritmos para acompañar la expresión de sentimientos y emo-
ciones, de forma recitada o en canto (penas de amor, nostalgias familiares,
duelos, anécdotas jocosas y picarescas) destacan el estilo, la milonga pam-
pa o surera, la cifra, la tonada canción, el repicado y el valse de fogón.
Estos últimos eran ejecutados exclusivamente en guitarra.
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

Todas las especies musicales para la danza son de pareja tomada, a


excepción de la cueca. Ésta era ejecutada en acordeón, con acompaña-
miento de guitarra o sin ella.
Las danzas, en general, pueden describirse a través de su forma, esti-
lo y carácter. La forma responde a los rasgos generales distintivos de la
especie (pasos, desplazamientos, giros, coreografía); el estilo es una caracte-
rística de ejecutar la danza (de manera elegante o muy rígida o muy pueril,
en el sentido de poco seria o muy descuidada) de acuerdo a las característi-
cas de los clanes familiares. El carácter responde a las características indivi-
duales de los bailarines (agilidad, destreza, sentido del ritmo, respeto por
la danza y por la pareja, estado de ánimo, personalidad, temperamento).
En todas las danzas de pareja tomada, el varón sostiene con su mano
izquierda la diestra de su compañera más o menos frente a la altura del
hombro o de su cabeza y esta última hace descansar su mano izquierda
sobre el omóplato del varón quien la ciñe con su mano derecha por el
centro de la espalda. Siempre es el hombre el que dirige los movimientos
y las pausas. En la ranchera, en el valse, en el chamamé, en la polka, en el 487
corrido y en el valseado siempre avanza y la mujer retrocede siguiendo
coreográficamente una elipse imaginaria para favorecer los desplazamientos
y evitar choques con otras parejas. Avanzan hacia la derecha y giran cuando
hay un cambio en la estructura melódica. En cambio, en el pasodoble, en
el tango y la milonga, hay algunos pasajes donde la mujer es atraída por el
hombre retrocediendo este último y favoreciendo el avance de ella y, co-
reográficamente, los bailarines ocupan el centro del salón.
En los campeonatos nacionales de cueca huasa, se ha observado que
la coreografía de las parejas campesinas oriundas carece del número ocho,
en su lugar se hace una rueda; no hay escobillado, sino un desplazamien-
to con paso de vals y en algunas vueltas el varón arrastra el pañuelo,
como se hacía antiguamente en la zamacueca y la mano izquierda del
varón es apoyada sobre su propia cintura, por encima de la faja. La mujer
también toma el pañuelo de manera diferente a como lo hacen actual-
mente las participantes de los campeonatos nacionales.
Los temas más populares de las tres primeras décadas del siglo pasa-
do (1902-1928) en Argentina, fueron la simiente de la música, cantos y
danzas de los pobladores ayseninos de las décadas siguientes. Esta particu-
laridad contribuyó a que muchos temas populares argentinos de autores
conocidos, fuesen “folklorizados” en la zona; es decir, fueron imitados,
reproducidos en acordeón y guitarra y bailados, pasando posteriormente
a formar parte de la tradición del lugar al ser traspasados de padres a hijos
de manera espontánea que se refleja en todas las fiestas y encuentros de la
población rural.
El poblador del Valle Simpson había nacido en la zona centro sur de
Chile, por tanto, era portador de la cultura huasa y conocedor del mundo
REVISITANDO CHILE

mapuches; en su peregrinar por los territorios de Neuquén, Río Negro y


Chubut, compartió su experiencia con otros mapuche y conoció a los te-
huelches y aprendió con los chilenos antiguos y con los argentinos el ofi-
cio del gaucho. Con esta perspectiva integral, pudo ingresar su propio ga-
nado para el sustento y propició enormemente el arraigo de esas
costumbres. Aparte del forzado vínculo comercial con la Patagonia argen-
tina, la adopción de la indumentaria se justifica por fines prácticos. Cual-
quier persona entendida en el oficio del campo podrá dar fe de que, por
ejemplo, el recado de bastos es más cómodo que la montura chilena para
cabalgar largas horas, que la bombacha ofrece mejor movilidad al montar,
el mate amargo es un buen estimulante para inhibir el frío, el sueño y
hasta el hambre, etc. Muchos funcionarios públicos y autoridades de aquel
entonces no lo entendieron así y vieron estos aspectos como “renegar de
chilenidad”.
Es aquí donde se genera el conflicto que da fundamento a esta co-
municación: se desarrolló un estigma generador de rechazo recíproco en-
488 tre los funcionarios públicos y los pobladores. Por una parte, los primeros,
que llegaban desde el “norte del país”, (desde el norte para nosotros), es
decir, desde el centro, percibían que la provincia de Aysén tenía una at-
mósfera completamente argentina pisando suelo chileno, razón suficiente
para defender la amenazada “soberanía” y “chilenizar Aysén”. Ésa era la
visión, ése era el propósito que animaba a la mayoría de los funcionarios
públicos, y estamos hablando de personas con relativa instrucción, perso-
nas consideradas “educadas” en su época: profesores, militares, carabine-
ros, agentes de aduanas, oficiales de registro civil.
Pero, ¿desde qué punto de vista se quería chilenizar? Homogenei-
zando lenguaje y costumbres a la usanza de Chile Central: cueca, tonada,
huaso, rodeo. Ése era el concepto de chilenidad que forjaron –y conti-
núan imponiendo– en nombre de la patria y la cultura chilenas, nuestros
connacionales de Puerto Montt al norte. Entonces, difícilmente podrían
haber valorado la auténtica chilenidad de aquellos que fundaron Balma-
ceda en 1917, en total desamparo, sin ningún apoyo oficial, e izaron el
pabellón nacional a poquitos metros del río Humo, donde pasa la frontera
política entre Chile y Argentina, a pesar de que usaban bombachas, gorras
de vasco, rastras, es decir, vestidos a la usanza gauchesca y con una cultu-
ra folclórica muy distinta a la de Colchagua o San Fernando.
En el año 1928, el profesor primario Manuel Vidal Espinosa, director
de la escuela Nº 1 de Puerto Aysén, presenta un informe acerca del proble-
ma educacional del territorio de Aysén:
Todo viajero que llega a Puerto Aysén nota inmediatamente el colo-
rido argentino de las costumbres de este territorio. La primera im-
presión es de curiosidad, de interés, pero reflexionando esta impre-
sión deviene en desagrado, pues ver y oír chilenos que piensan, obran
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

y hablan a la luz del diapasón extranjero, no es agradable ni concebi-


ble para el que ama a su patria en su expresión de vida, las costum-
bres. Entonces, he aquí que la escuela tiene en este territorio otra
razón de importancia, chilenizar chilenos.
Esta misma inquietud de “chilenizar chilenos” fue entregada por el
propio educador al diario capitalino La Nación, en una entrevista apareci-
da el día miércoles 13 de junio de 1928, bajo el título “El territorio de
Aysén es un mundo abarrotado de promesas”:
Es necesario chilenizar Aysén, porque aquella desidia gubernativa, la
situación geográfica, la proximidad con Argentina y el hecho de que
las únicas vías de comunicación de Aysén llevaran a ese país, han
sido factores que han ocasionado un olvido total del país, mejor di-
cho de Chile, que aparece desde esas profundas soledades como algo
muy lejano, muy borroso, muy inexistente. El poblador de Aysén
habla y viste como argentino, tiene costumbres y creencias argenti-
nas, utiliza casi exclusivamente la moneda argentina. Afortunada-
mente –continúa nuestro interlocutor– esta situación ha desapareci- 489
do en parte por las medidas del Supremo Gobierno desde la creación
del territorio de Aysén, hasta la labor de las comisiones y funciona-
rios que ya se encuentran en el territorio.
Los casos como los descritos son abundantes y ello ha profundizado
las diferencias entre los pobladores de Aysén y los connacionales de más al
norte. La poesía y la literatura ayseninas son contestatarias:

Usted que viene de afuera


no se me ponga a opinar,
así no más sin andar
un poco por este suelo,
pensar en alzar el vuelo
sin antes aterrizar.

No porque hoy usted recorra


en auto por todos lados,
se me sienta autorizado
para criticar las razones
del por qué somos gauchones
y otras cosas del pasado.

Aquí usamos el recabo,


la bombacha y el facón,
por una buena razón,
era adecuado al terreno
y nunca de ser chileno
un pionero se olvidó.
(M. Peña, 1987)
REVISITANDO CHILE

En el presente, la radio y la televisión han calado hondo en el gusto


popular de la juventud campesina, orientándolos a escuchar y bailar ritmos
populares extranjeros y con temáticas citadinas, totalmente apartadas del
contexto local y de la idiosincrasia patagónica, ya que en estos medios de
comunicación nuestra cultura local es menospreciada o simplemente ig-
norada.
Sólo se puede contribuir a que los jóvenes pongan sus ojos y sus oídos
en las raíces de su tierra, en la medida en que se estimule su afición por la
música y las danzas que atesoraron sus padres y abuelos.
Es necesario que las autoridades y educadores comprendan que es
necesario y urgente devolverle a nuestra propia comunidad rural (la de
Aysén y de Magallanes, lo que ojalá se hiciera también con cada uno de
los grupos étnicos y culturas locales del país) su centro, es decir, un reen-
cuentro con su identidad y con los valores que forjaron su verdadera idio-
sincrasia.

490
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EL SER AYSENINO:
REFLEXIONES SOBRE NUESTRA IDENTIDAD

Danka Ivanoff
Investigadora de la historia regional

Q
¿ ué es la identidad? ¿Es posible que un heterogéneo grupo humano, 491
agrupado en una superficie territorial, pueda identificarse con elementos
comunes, que lo hagan único y distinto a otros grupos territoriales? ¿Qué
hace distintos a los habitantes de Aysén del resto de los chilenos? ¿Qué
elementos constituyen su identidad?
Abordar este tema es tremendamente complejo si para ello nos dedi-
camos a estudiar las diferentes corrientes filosóficas que examinan este
concepto. Sin embargo, creemos que es necesario abordar el tema de la
identidad regional, desde la perspectiva del “ser aysenino”, de pertenecer
a esta zona geográfica y de haber desarrollado toda la vida en ella, lo que
nos permite estar profundamente compenetrados con la historia e idiosin-
crasia del habitante de Aysén, vale decir, con su identidad.
Partiendo de la teoría de que la identidad de un pueblo la constituye
la relación íntima entre el hombre y la naturaleza y entre ésta y el hom-
bre, complementándose, pero también enfrentándose y aceptándose, se
puede decir que el hombre de Aysén es el resultado de un mimetismo con
el paisaje, la geografía, y el clima. Otro ingrediente de mucha relevancia
para amalgamar la relación hombre y medio es el sentido de pertenencia:
esto es mío y soy de aquí.
Prevalecieron entre los primeros pobladores dos elementos que los
hicieron idénticos desde el norte al sur de la región: el aislamiento y la
autosuficiencia. Curiosamente, mientras Chile se prepara para entrar al
Bicentenario de la vida republicana, esta región aún no cumple cien años
desde el inicio de las primeras concesiones fiscales que marcaron el co-
mienzo de su ocupación y le faltan casi treinta años para cumplir un siglo
de vida administrativa. Aysén fue la tierra del abandono, del exilio auto-
provocado, de la soledad, de la nada misma. En este inmenso territorio,
REVISITANDO CHILE

con una superficie de 110.000 kilómetros cuadrados, no existieron actos


fundacionales, batallas de posesión, campañas de poblamiento o construc-
ciones de fuertes para su defensa. En Aysén sólo existieron vastas exten-
siones de terrenos que esperaban la llegada del hombre, y éste al llegar, ni
siquiera tuvo que disputar la tierra con pueblos aborígenes como en otras
zonas de nuestro país, sino que solamente lo ocupó, dominó y descubrió.
Con estos antecedentes, al mirar el proceso de colonización y poblamiento,
nos encontramos con que la gran vertiente colonizadora comenzó por el
este. Desde la República Argentina, distintos grupos de chilenos que ha-
bían deambulado por las pampas y territorios patagónicos, al saber que
Chile poseía grandes extensiones de tierras casi sin ocupantes –salvo los
trabajadores de dos o tres compañías ganaderas–, motivados muchas ve-
ces por problemas de distinta índole con las autoridades de ese país, co-
menzaron a llegar a la comarca de Aysén.
Estos hombres, cuya riqueza radicaba en su capacidad de trabajo, su
estoicismo y su anhelo de tener la tierra propia, iniciaron su peregrinar
492 hacia el sur, hacia el gran territorio de Aysén. No exentos de grandes sacri-
ficios llegaron a él y se instalaron donde pudieron y como pudieron. No
existió en la zona de Aysén un proceso de colonización como en la X
Región. Aquí se llegó a la mala, burlando las leyes de las grandes compa-
ñías que explotaban la zona y adentrándose a los lugares más increíbles e
inaccesibles para poblar, no molestar ni ser molestado. Ésta fue la tierra,
para muchos, de la última frontera
No llegaron al territorio hombres con grandes capitales; tampoco con
gran educación o cultura. Aquí llegó el trabajador del campo, el desespe-
rado, el hombre que no tuvo cabida en su propio país y que en Argentina
fue marginado de cualquier proceso de colonización, el perseguido por la
famosa Policía Fronteriza capitaneada por Mateo Ghebard por su sola con-
dición de chileno. Así comenzó el poblamiento de Aysén, tierra en que la
pobreza se enseñoreaba, pero donde la naturaleza entregaba pródiga el
sustento.
Poco a poco, el primitivo poblador comenzó su quehacer adquirien-
do sus animales, construyendo sus precarias habitaciones, buscando su
sustento, haciendo campos. Todo sin ayuda. Esto le puso como marca a
fuego la condición de persona solitaria y autosuficiente, con la capacidad
de hacer todo por sí mismo, de limpiar campos, construir a fuerza del paso
de caballos y carretas precarias sendas que años más tarde sirvieron como
base para el trazado y construcción de los caminos.
Durante muchos años el Estado no estuvo presente y, lo que es peor
aún, no estuvo interesado en el destino de este territorio. Ello tuvo su
razón de ser en el gran desconocimiento geográfico de esta zona y la in-
fluencia negativa de las teorías de Charles Darwin en los intelectuales y
políticos de la época.
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

Al inicio del proceso de ocupación, todo fue equivocado por parte del
Estado. Al entregar las concesiones territoriales, exigió la instalación de
cien familias de origen sajón en los terrenos concesionados, exigencia que
las compañías nunca cumplieron y que el Estado no se interesó en hacer
cumplir. Luego de creada la Provincia de Aysén, se publica en 1930 la
primera Ley de Colonización para la zona en la que se excluye de toda
posibilidad el obtener tierras a los extranjeros, impidiendo de esta manera
que la zona recibiera la positiva influencia cultural de ciudadanos de otras
partes del mundo, como sucedió en las regiones vecinas de Llanquihue y
Magallanes y todavía más, el Estado exige al incipiente poblador que, para
obtener su derecho a ocupación, debe rozar a fuego una cierta cantidad de
hectáreas, obligación que significó que en 1937 la entonces Provincia de
Aysén, ardiera de norte a sur sin control, provocando grandes daños no
solo a la naturaleza, sino también muchas veces perdiendo el propio po-
blador su pequeño capital por completo.
Todo esto marcó al habitante de Aysén y puso en los distintos lugares
de la región una identidad común, una manera de ser y de vivir. Las pe- 493
nurias pasadas, los sufrimientos, hicieron del colono un hombre frío pero
solidario, agreste pero hospitalario, terco pero ayudador de otros que co-
menzaban a bregar en el difícil camino de hacerse pobladores. De esta
manera, quienes habitaban Aysén adquirieron características que les fue-
ron muy propias y que permanecieron marcadamente por mucho tiempo.
No cabe duda de que la magnificencia del paisaje –de gran belleza, pero
muchas veces aterrador–, la soledad infinita de los campos donde se insta-
laron, el clima adverso, lo duro del trabajo realizado para doblegar a la
naturaleza, más la ausencia absoluta de un Estado tutelar, con leyes y
presencia, fueron factores determinantes para darle al hombre aysenino
una forma de ser que lo hizo distinto a los otros ciudadanos de nuestro
país.
Como hemos dicho, el proceso de poblamiento y colonización de
Aysén comenzó mayoritariamente por Argentina. Con excepción de Ay-
sén y algunos lugares del litoral, el poblamiento se realizó en su gran ma-
yoría desde ese sector, y los lazos nunca se cortaron. De Argentina se tra-
jeron las costumbres gauchas, los modismos, el folklore con sus cantos y
bailes y todo eso permaneció intacto muy entrado el siglo XX y sólo fue
cambiando en la medida en que el poblador se influenció con otros resi-
dentes venidos desde el norte y fundamentalmente, ya casi al final del
siglo, con la llegada de la televisión a apartados lugares del territorio.
En los primeros treinta años de poblamiento, no existieron factores
exógenos que cambiaran al habitante de Aysén. Fue a partir de la llegada
de los primeros funcionarios públicos que el poblador comenzó a modifi-
car un poco su vida, aunque sólo en los centros poblados. Hasta ese en-
tonces no hubo un interés por la educación de los hijos o por la adquisi-
REVISITANDO CHILE

ción de bienes que mejoraran su calidad de vida. Con el advenimiento de


estos funcionarios se inició un proceso de cambios. Sin embargo, en su
esencia, el poblador de cualquier lugar de la región siguió siendo descon-
fiado pero generoso, terco pero amable, trabajador pero no creador. El
hombre de Aysén, que construyó por iniciativa propia caminos, escuelas,
aeropuertos, que fundó pueblos, que hizo verdaderas obras de ingeniería de
envergadura sin más recursos que sus manos, no innovó en lo propio. Fue
ganadero y su máximo conocimiento estaba centrado en los animales, y
algunos, muy pocos, en la agricultura. En cuanto a su vivienda, ésta fue
siempre muy precaria, como no queriendo ocupar un espacio que pertur-
bara la naturaleza. Casas bajas, de ventanas pequeñas, de techos de una
sola agua. Casas oscuras, cálidas por sus fogones, pero tristes por dentro y
por fuera, como si se identificara con el poblador que no era alegre ni de
risa fácil y temprana. En esas casas nacieron y se criaron sus hijos, que de
alguna manera se mimetizaron con esa oscuridad, con esa pobreza de luz
y de paisaje. Poco a poco, fueron llegando al territorio más funcionarios
494 públicos, comerciantes, algunos extranjeros, que tomaron en sus manos
las riendas del progreso de Aysén. A fines de la década del treinta, el po-
blador y sus hijos se autorrelegaron a un segundo plano que continuó
siendo un hombre de palabra, pero no uno de iniciativas innovadoras.
Son muy pocos los nombres de hijos de esta tierra que se hayan destacado
en los primeros cincuenta años de colonización en el ámbito del bien co-
mún. La mayoría de las instituciones nacieron de obras de personas veni-
das tardíamente a la zona.
Con la llegada de un contingente de nuevos habitantes, la situación
comenzó a cambiar lentamente. Los recién llegados trajeron los bríos ne-
cesarios para hacer nuevas cosas. Ellos no tenían que luchar contra la
naturaleza para obtener su subsistencia, sólo debían esperar la llegada de
sus sueldos, lo que les permitía tener la tranquilidad necesaria para pro-
poner y llevar a cabo distintas obras, sin tener que exponer su capital ni su
sustento. No obstante, es necesario decirlo, fue el poblador el que dio ini-
cio a la fundación y creación de pueblos. En casi todos los casos de la
región, fue un poblador el que hizo, a lienza, el trazado de calles y espa-
cios públicos, donando incluso parte de sus campos para ello. En este sen-
tido es emblemático el caso del pueblo de Balmaceda, trazado por Antolín
Silva Ormeño, un colono del lugar.
A medida que prontamente el funcionario fue copando espacios con
una nueva cultura y una forma distinta de ver la vida, el colono se fue
replegando. El primitivo poblador no pedía nada, no se atribuía protago-
nismo, aun cuando hayan sido los grandes responsables del poblamiento de
la región. Uno de los elementos más preponderantes para este acto de hu-
mildad radica en que el colono no tenía educación formal y por ello no
tuvo poder de decisión. Los padres enviaban a sus hijos a los centros po-
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

blados a cursar apenas los primeros años de educación básica. Bastaba


saber leer, escribir y firmar. Y esto, lamentablemente, fue un factor deter-
minante para que el poblador perdiera su fortaleza, su liderazgo en el pro-
ceso de colonización. Es curioso, pero si pensamos que una generación com-
prende veinticinco años, es sólo a partir de la tercera que los hijos de Aysén
se alejan de ella para obtener una profesión. Antes de eso bastaba la edu-
cación primaria, más tarde, unos pocos conseguían la secundaria a costa
del desarraigo de su tierra y su familia.
Desde la perspectiva del género, ésta fue una región construida por
hombres y para hombres. La mujer ocupó un lugar secundario y estuvo
condenada a acompañar a su marido a los más recónditos rincones de la
provincia, a criar a sus hijos y a ayudar al hombre en las difíciles faenas del
campo. Sin embargo, fue ella la gran sostenedora del hogar, la que hizo
huertos, curtió cueros, hiló lanas e hizo todo lo posible para mejorar la vida
de su familia. Fue la mujer aysenina una mujer valiente, que no se ame-
drentaba con el cruce de un río ni con la cabalgata de días y días para
llevar a sus hijos a la escuela, y fue ella quien protagonizó el rol más im- 495
portante de la colonización, pero, tan callada y silenciosa, que no ha que-
dado su figura en la historia de nuestro territorio.
En la medida en que llegaba el progreso, poco a poco los rasgos iden-
tificatorio del aysenino fueron cambiando hasta producirse el quiebre de-
finitivo entre el pasado, el presente y el futuro con la apertura de la carre-
tera austral. Es difícil para las personas que no son de la zona poder
dimensionar cómo este camino cambia la vida del habitante de Aysén, cómo
le remece las raíces y le abre las puertas al mundo. De pronto, los lugares
más alejados de la región fueron visitados por centenares de personas de
otras latitudes, y la familia aysenina, que vivió tantos años de soledad, se
ha visto sobrepasada por estas multitudes de visitantes y ha comenzado
otro proceso de cambios. No podemos desconocer que la identidad es un
proceso en permanente construcción. No existen las identidades puras,
sin factores externos que las influyan y es así que la del habitante de Ay-
sén está en un proceso de nuevas construcciones, de adquirir nuevos ele-
mentos con los cuales representarse.
Así, el antiguo modo de ser aysenino, ése de la autosuficiencia, se ha
ido transformando. Hoy el hombre de estas tierras, que conserva muchas
de las virtudes y de los defectos de los primeros colonos, es un hombre
más citadino, más desconfiado, más exigente en sus derechos. Hoy las
cosas se hacen sólo si el Estado o una organización no gubernamental está
respaldando. Ya no existen los desafíos para vencer, con dificultad y sacri-
ficios como antaño.
Entre la primera generación de colonos y sus descendientes, hubo
falta de protagonismo en el desarrollo regional por los antecedentes que
ya hemos expuesto; sin embargo, las actuales generaciones, que han teni-
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do la posibilidad de estudiar, de obtener títulos profesionales y técnicos, se


sienten profundamente identificadas con su tierra y quieren ser quienes
protagonicen las decisiones y el proyecto futuro de la región. Sólo hace
falta que los dejen y les den la oportunidad.
En conclusión, podemos decir que la identidad aysenina está consti-
tuida por la actitud inconsciente de reflejarse en el entorno, de sentirse
parte de él, de tener una disposición de arraigo a su tierra, de quererla.
Está constituida, además, por esas cualidades que nunca se perdieron como
la hospitalidad, la humildad, la honradez, la perseverancia y el tesón. Es
cierto que hoy el poblador no emprende nada por sí mismo si no va de la
mano de un proyecto estatal, pero ésas son las reglas que se han impuesto
y el aysenino las respeta.
En cuanto a cómo se articula la identidad de los ayseninos con la de
los chilenos, podría decirse que a través del sentido de pertenencia. Ser de
Chile, defender su soberanía, respetar sus emblemas, elegir a las autorida-
des, acatar sus leyes; pero creo que a pesar de la globalización, a pesar de
496
los caminos que nos abren las puertas al mundo, a pesar de la tecnología
que nos conecta, los ayseninos, quienes sufrimos tantos años el aislamiento,
aún sentimos que la patria se llama Aysén.
La XI Región aún cuenta con una historia viva, que se está creando y
cuyos protagonistas pueden contar los hechos más importantes; pero que
es desconocida no sólo por sus propios habitantes sino que por el resto del
país.
No existen en Chile políticas de Estado que ayuden a difundir las his-
torias regionales. Tan sólo interés en la macrohistoria, la del país, con he-
chos gravitantes, pero no necesariamente identificatorios con las regiones.
Es difícil dedicarse a realizar investigaciones sobre las historias regio-
nales si no existen apoyos estatales para luego difundirlas. En el caso es-
pecial de la Región de Aysén, esto se hace aún más difícil al no existir
hasta ahora un respaldo efectivo para los investigadores de parte de las
Instituciones de Educación Superior y de organismos como el Ministerio
de Educación. Lamentablemente, en los fondos concursables existentes
en nuestro país –como el Fondo Nacional del Libro o el Fondart–, no se
considera el ítem Historias Regionales y los jurados no siempre estiman
interesantes las historias, pequeñas historias, de los pueblos y regiones.
En la actualidad, la tendencia de nuestra región se dirige a rescatar
nuestra identidad a través de las representaciones simbólicas. Representa-
mos el ser aysenino con los nombres de antiguos pobladores en calles,
puentes y poblaciones y asimismo se representa este sentido de pertenen-
cia, de mimetismo con el paisaje y la geografía, poniendo también los nom-
bres de las especies nativas (ñire, coigüe, calafate etc.) y de lugares geo-
gráficos relevantes de nuestra zona (cerro Hudson, San Valentín, Río Baker
etc.). Estas representaciones nos permiten reconocernos como patagones
y como ayseninos.
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

En la actualidad existen búsquedas y estudios para recuperar nuestra


memoria, pero también una mirada exotista hacia nuestra región. Hoy,
para atraer turistas estamos vendiendo la idea de una región incontami-
nada, de gran riqueza, con grandes perspectivas económicas, olvidando
por cierto que está profundamente erosionada por los incendios forestales
de la década del treinta y por el uso indiscriminado del suelo por el exceso
de animales ovinos en sus campos y el sobre talajeo, erosiones que recién
estamos combatiendo. No menciona que la mayor parte de las riquezas de
Aysén no son recursos renovables y que si bien nuestra región posee belle-
zas incomparables, aguas puras en ríos y lagos, bosques vírgenes de made-
ra nativa, es perentorio cuidar esos recursos para que las futuras genera-
ciones de chilenos puedan disfrutarlas.
No cabe duda de que nuestra identidad debe entenderse como un
proceso de cambios donde se construye y reconstruye, en el cual se incor-
poran nuevos elementos, se descartan otros y en definitiva se está en una
permanente búsqueda. En el año 2003 se cumplen cien años del otorga-
miento de la primera ocupación territorial en Aysén, tiempo en el que he- 497
mos ido construyendo una impronta que nos identifica. Aún falta mucho
para que nuestra identidad trascienda en el país y se mimetice con el resto
de los chilenos, pero no es tarde para que los habitantes de Aysén, resca-
ten aquellos atributos de los primeros colonos que, sin ser hombres ilus-
trados, supieron entregar valores a sus descendientes que, mucho más
allá de lo netamente folklórico, identifican al aysenino a lo largo y a lo
ancho de su geografía.
Nuestra visión del siglo XXI no es optimista, porque una vez más nos
estamos sintiendo relegados y ajenos a las transformaciones de nuestra
identidad. Falta más apoyo concreto para que los antiguos pobladores se
sumen al desarrollo de Aysén, aportando su experiencia, sus sueños y su
profundo amor por esta tierra. Falta más espacio para que las nuevas ge-
neraciones puedan involucrarse y comprometerse con el proyecto futuro
de la zona. Para que esto ocurra, sólo hace falta que quienes conducen los
destinos de nuestra región conozcan su historia, se interesen en ella y
entiendan que dentro del proceso de la construcción de la identidad ayse-
nina, los grandes protagonistas somos nosotros: los hijos de Aysén.
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AYSÉN: ENTRE EL TRUCO Y LA TABA

Enrique Valdés
Escritor

498 H asta las primeras décadas del siglo XX, Aysén no existía ni política ni
administrativamente. La extensa región permanecía aún despoblada y
desvinculada del resto de la nación. Conspiraban a ello su lejanía, su selva
impenetrable, sus ríos caudalosos y el desconocimiento de sus potenciales
económicos y turísticos por parte de los gobernantes y de los intelectuales.
“Cadalso para los navegantes. Suelo vedado a los caminos de la civiliza-
ción (...) Las comarcas en disputa están muy distantes de ofrecer expecta-
tivas halagüeñas ni en el presente ni en el porvenir”, dirá Benjamín Vicu-
ña Mackenna en 1880, plena etapa de disputas territoriales. “La patagonia
–escribía Diego Barros Arana con ignorante arrogancia– no es más que un
inmenso desierto donde aparece sólo por intervalos una vegetación raquí-
tica y espinosa.”
Algún atractivo debió ejercer la tierra en los primeros navegantes
que le dieron nombres misteriosos: Tierras de Diciembre, la denominó
Hernando de Magallanes al salir del estrecho que lleva hoy su nombre.
Trapananda, en los primeros documentos de Pedro de Valdivia y también
en el mapa elemental del padre José García; Potrero de los Rabudos, para
José de Moraleda, quien pagó con estas tierras a Juan Levién, goberna-
dorcillo de los Payos, por sus servicios como práctico navegante, otorgán-
dole una Merced Real, desde el paralelo 43 al 48, es decir, del monte Me-
limoyu hasta el Istmo de Ofqui.
Marcada por el desconocimiento y la ignorancia, la tierra comenzó a
poblarse de manera casual, desde dos frentes geográficos. Primero, por la
pampa Argentina, por chilenos que huían desde una Araucanía nuestra,
ese pedazo de frontera que hoy todavía se desangra y que entonces –a
fines del siglo XIX– hacía del matonaje y la prepotencia de los vencedores
de la Guerra del Pacífico su mejor pasaporte de abusos y tropelías contra
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mapuches y criollos. Por otro lado, desde la costa del Pacífico, por la gente
de Chiloé, antiguos herederos de chonos y veliches. Ellos serían la mano de
obra barata para las primeras compañías ganaderas que se apropiaron de
todo el territorio a través de grandes concesiones en arriendo. Después del
laudo arbitral de 1902, muchos chilenos que poblaban la Patagonia queda-
ron fuera del territorio nacional y se vieron obligados a entrar a las tierras
fiscales que hoy conocemos como los pueblos de Lago Verde, Coyhaique
Alto, Balmaceda, Chile Chico, Cochrane.
La historia de Aysén empieza con errores fatales que tienden regu-
larmente a repetirse. Como el Estado debía instaurar su soberanía en el
territorio, inició una colonización absurda –como lo ha seguido haciendo
hasta fines del siglo XX– otorgando grandes concesiones territoriales a per-
sonas que se comprometieron a poblarla y hacerla producir. Aquéllas se
daban sobre la base de las cuencas hidrográficas, algunas recién descu-
biertas por el geógrafo y gran viajero de la zona, Hans Steffens, pero que
aún ni aparecían en los mapas oficiales. Entre los años 1903 y 1905 se
entregó para su hipotética explotación ganadera desde el valle del río Cis- 499
nes, hasta los del río Baker, Pascua y Bravo recién descubiertos por Ste-
ffens. Los beneficiados eran –entre otros– Luis Aguirre, Juan Contardí,
Alejandro Bates y Teodoro Fredemburg. Como resultaba imposible una
aventura individual en la zona, la mayoría de los particulares usaron esas
concesiones como el incipiente capital para traspasarlo a grandes socieda-
des anónimas. Así lo hace Luis Aguirre con sus derechos para constituir la
Sociedad Industrial de Aysén. Juan Contardí constituye junto a Mauricio
Braun y Juan Tornero la Sociedad Explotadora del Baker. Éstas y otras
sociedades fantasmas fracasaron rotundamente. Un cementerio en una
pequeña isla en la desembocadura del río Baker, conocido hasta hoy como
la Isla de Los Muertos, es un mudo testimonio de lo que pasaba entonces:
120 chilotes muertos y enterrados allí mismo, en las instalaciones de Bajo
Pisagua a 15 minutos de lo que es hoy Caleta Tortel. Aún no sabemos si
murieron de hambre o escorbuto como cree el padre Martín Gusinde, o si
fueron envenenados para no pagarles el salario. Igual como murió ese
centenar de chilotes, morían las ovejas y los vacunos, diezmados por las
distancias, la sarna y los cruentos inviernos.
Rescatemos dos puntos fundamentales de este curioso poblamiento,
de esta construcción de identidad y de historia nuestra. Balmaceda, el
pueblo más antiguo de la región, está en la frontera actual con Argentina
y fue fundado el 1 de enero de 1917. Al otro extremo, Puerto Aysén, en la
costa Pacífica, nació en 1928 junto a la creación del territorio. En el primer
caso, eran pobladores que venían de la zona central y sur del país, como
Linares, Temuco, La Unión, Río Bueno y Osorno y que se habían instalado
en territorios de Chubut y Santa Cruz, pensando que eran chilenos. En el
otro caso, era la mano de obra chilota contratada por las compañías explo-
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tadoras, conectadas a Magallanes. La Sociedad Industrial de Aysén engan-


chó a quinientos trabajadores de Chiloé para iniciar la apertura del cami-
no entre Aysén y los futuros poblados del interior. Muchos de estos chilo-
tes no volvieron jamás a sus islas y fueron ellos –los Mancilla, Cárcamo,
Cárdenas, Barría, Bahamondes; pero también los Lepío, Colivoro, Ayan-
cán, Hueitra, Inallao, Lefién– los que cantaron al apogeo de la madera e
hicieron nuestras casas humildes, de puertas y ventanas canteadas, con
vidrios pequeños y miradores discretos sobre el techo. Levantaron capi-
llas, impusieron en nuestra dieta la papa y el cochayuyo, el cordero con
luche, la tortilla de rescoldo, el milcao y los chapaleles; pero también la
santería, la brujería chilota, la fantasía y la superstición, además de la des-
confianza y el pelambre.
Por entonces, la población no llegaba a los cinco mil habitantes. Sólo
en 1928 el general Ibáñez –que había usado la región para desterrar a sus
enemigos políticos– la convirtió en territorio y luego en provincia en 1933;
la hermanita menor, como la llamaría Víctor Domingo Silva en un poema
500 memorable. Coyhaique, la ciudad principal, se fundó hace solamente 73
años, en 1929. Para hacerlo, sus pobladores tuvieron que burlar las prohi-
biciones de la Sociedad Industrial que se negaba a que los terrenos de la
llamada “Pampa del Corral” fueran ocupados para transformarlos en una
ciudad. Así nacieron las “casas brujas”, levantadas y construidas comple-
tamente en el lapso de la noche. Sólo hacia 1931 se constituyó la 22ª
Agrupación Electoral con los departamentos de Llanquihue, Aysén y Ma-
gallanes, aunque políticamente seguíamos siendo apéndices de Llanqui-
hue o Magallanes.
Desde su nacimiento hasta hoy –con notables avances viales–, el
mayor escollo de la región ha sido la integración física a causa de la falta
de caminos y vías de acceso a los pueblos apartados. Hasta los conflictos
limítrofes de Palena y Futaleufú hacia 1960, los poblados que ocupaban
las zonas limítrofes de Aysén fueron tributarios de los vecinos argentinos.
El caso de Dora Figueroa, esposa de Herminio Solís, que vive aún en Lago
Verde, es sintomático. Mujer de embarazo y partos complicados, cada vez
que venía un nuevo hijo (y venían con generosidad) debía partir a caballo
a Río Pico, donde al menos había una farmacia y un practicante. Resulta-
do de ello: los hijos eran chilenos, pero estaban inscritos en Argentina.
Tengo grabadas en mi memoria las fiestas del 25 de Mayo y del 18 de
Septiembre celebradas en Lago Verde hacia 1956, año privilegiado para
mí, pues el avión que debía sacarme hasta Puerto Montt para iniciar estu-
dios secundarios se demoró doce meses en llegar. Costaba mucho saber
qué era lo que se celebraba. En la cancha de carreras de caballos se aglo-
meraban carabineros y gendarmes que venían desde Las Pampas, en la
frontera. En la noche, en el salón de la escuela se bailaba chamamé, mi-
longas y cuecas junto a la música mexicana. Y las bombachas enormes de
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los gauchos de botas de acordeón relucían sobre el piso, igual que los taco-
nes y las fajas de los trajes apretados de algún huaso de la zona central. El
peso y el nacional, la grapa y el aguardiente, el truco y la taba, el facón
enorme prendido a la espalda, el revólver al ciento de algún carabinero, la
boina que escondía los ojos, el sombrero alón, la montura de grandes bas-
tos, la cangalla huasa, el bajador en el pecho del caballo recamado de
monedas de plata y las riendas trenzadas en un caballo pequeño. Todo
entreverado en una mezcla fantástica. Tributarios de pueblos argentinos
fueron Lago Verde, de Río Pico; Coyhaique Alto de Río Mayo; Balmaceda
de Lago Blanco; Chile Chico de Los Antiguos y de Nacimiento.
Con toda razón, un rasgo que emociona y distingue a esta zona, es el
legítimo orgullo de los actuales descendientes de colonos y de primeros
pobladores por aquellos que hicieron de Aysén, en menos de cien años, lo
que es hoy, al construir una casa, limpiar un potrero, ocupar un cerro,
instalar y fundar una familia y muchas veces educar a los hijos en una
provincia donde el liceo apareció recién en la década del 50. Y a pesar de
la invasión de la música ranchera, Aysén ha sabido configurar una autén- 501
tica tradición artística en música, plástica y literatura, que hoy puede lu-
cirse en el país como algo auténtico y perdurable. En esta tradición se
amalgaman los elementos culturales argentinos, como la representación
del gaucho y sus costumbres: el mate amargo, el asado parado, el estilo de
la milonga, la vidalita, el vals criollo en las creaciones de El Malebo; la
presencia citadina en la original música del Dúo Trapananda y el innume-
rable y valioso aporte de voces y creadores individuales que más bien de
manera inconsciente y por el puro peso de la historia de su entorno, han
logrado convertir en arte sus vivencias y su cariño por esta tierra.
A este doble rasgo poblacional de chilote y gaucho hay que agregar
un tercer elemento en el actual crisol de nuestra identidad regional. Lo
constituye el funcionario público, el empleado o profesional que llegó a
Aysén atraído por expectativas de ahorro o del pago de zona que, en mu-
chos casos, significaba un incremento del 100% de sueldo. Se trata del
empleado bancario, el uniformado, el profesor, el reciente profesional in-
dependiente –abogado, dentista, doctor, agrónomo, veterinario– que vie-
ne por un par de años y termina quedándose por toda la vida. Muchos de
estos funcionarios son los que dan las luchas por causas que exceden los
problemas estrictamente regionales para transformarse en fechorías con-
tra la humanidad.
Son ellos, precisamente, los que han rotulado a Aysén como reserva
de vida, dada la preservación y el cuidado en que se mantienen extensas
zonas aún libres de toda contaminación. Son ellos junto a nosotros, los
que en estos mismos momentos luchan contra las corrientes economicis-
tas y mercantilistas que, en nombre del progreso, el trabajo y la moderni-
dad, intentan instalar en Puerto Chacabuco una planta refinadora de alu-
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minio, amparado por Alumina, una empresa transnacional de capitales


canadienses, Noranda. De Aysén, reserva de vida, a Aysén, basurero in-
dustrial de los países desarrollados que no encontrarían en ningún otro
lugar del planeta un escenario impoluto –que guarda la mayor reserva
hidrográfica del mundo–, que le venda o arriende su territorio y su entor-
no de inigualable belleza para botar al mar y a sus costas las seiscientas mil
toneladas anuales que produce solamente en desechos. Entre éstos se cuen-
tan las emisiones masivas de gases tóxicos, provocadores del efecto inver-
nadero; gases sulfurosos que contribuyen a la lluvia ácida en una zona
que precipita más de tres mil milímetros anuales en el litoral y que tiene
suelos de peligrosa permeabilidad.
No quisiéramos que el Bicentenario de nuestra patria coincida con la
instalación de ninguna central nuclear, de ningún megaproyecto indus-
trial de esos que prometen devolver la dignidad y los sueldos justos a sus
trabajadores. Porque –como se ha demostrado en los estudios ambienta-
les–, todo eso no es más que una gran mentira y una ilusión demagógica
502 que no resiste ni un mínimo análisis de rigor. Ni siquiera el de la falacia
económica.
¿Qué queremos para el 2010?
1. Un corredor bioceánico que permita el trasladado expedito de pro-
ductos y de personas entre las costas del Atlántico y del Pacífico y que
signifique, al mismo tiempo, un acto de integración vial y de unidad con
la república Argentina.
2. Leyes de excepción y protección para el desarrollo de la industria
pesquera y el desarrollo de la pequeña y mediana empresa salmonera.
3. Desarrollo del ecoturismo y de la industria hotelera que permita el
fácil traslado de las visitas a los lugares de esparcimiento y prácticas depor-
tivas.
4. Una ley de fomento a la actividad cultural en la región, que permi-
ta la producción de la industria editorial y la producción discográfica, plás-
tica y musical, de manera que todos los cultores del arte y la creación de la
Patagonia chilena y argentina, puedan publicar y difundir sus obras y al-
canzar la fisonomía maciza que requiere la región.
5. La creación de un centro de investigaciones regionales y de un
museo regional, destinados al resguardo y la difusión de los lugares ar-
queológicos, las cuevas con pintura rupestre de más de seis mil años y, en
general, a la protección del legado histórico y artístico de Aysén.
6. El uso del gas natural, que sustituya a la leña como fuente de
energía y calor.
En el año 1956, en Lago Verde el arroyo Pan de Azúcar estaba repleto
de salmones y peladillas. A la llegada al lago pastaban y descansaban enor-
mes bandadas de caiquenes y avutardas, el ganso salvaje de la Trapananda.
En el agua cantaban las taguas, el pato picaso y el pato lile en cantidades
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incontables. Era un bullicio que se elevaba con majestuosidad en medio


del silencio del agua y los árboles. Más allá, en los barriales, las gallaretas,
el chucao, y las lechuzas de ojos sabios nos miraban desde muy cerca.
Hace unos ocho años volví a recorrer los mismos lugares y no había abso-
lutamente nada, como si un cataclismo lo hubiese borrado todo. Bastó la
introducción de un mamífero de rapiña –el visón– para que no quedara
un solo pájaro junto a esos lagos. Tal como había ocurrido con nuestras
etnias –con los chonos, los tehuelches pampinos y los alacalufes de la cos-
ta–, bastó una poca dosis de torpeza para que todo desapareciera de un
paisaje, y para que esos lugares perdieran el atractivo de la pajarería y de
la vida silvestre que le era tan propio. Además, ya tenemos un desastre que
debiera figurar entre las grandes atrocidades de la historia humana: los in-
cendios forestales de la década del treinta y el cuarenta, que arrasaron con
más de tres millones de hectáreas de maderas del bosque de Aysén: mañío,
ñires, radales, cipreses, lumas y ciruelillos cercenados para siempre.
(El general Ibáñez aplaudía a los que transformaban la tierra en pra-
deras para la ganadería. Se ofrecía una bonificación especial a aquellos 503
colonos que mostraban los campos limpios a la espera de cualquier culti-
vo: “Ya se reforestará”, dice Luis Oyarzún que contestó Ibáñez cuando le
reprochó por las humaredas de los campos ardiendo: “como si el suelo
fuera eterno y no estuviera también –como los seres vivos– expuestos a
morirse antes de tiempo” (Oyarzún: 13).
Puede ser que las generaciones futuras, como ya ocurre un poco más
al norte, tengan que ir a un zoológico para conocer un caballo o una avu-
tarda. O como nosotros, recordar el canto de algún pájaro en una graba-
ción estereofónica. O que la brisa de la mañana al levantarnos, en vez de
un olor a madera húmeda, traiga un letal olor a aluminio o gasolina. Ese
día llegará a Aysén el Juez Supremo, que hará suya la parábola de los
talentos:
Te di un pedazo de la tierra bien plantado de árboles y amenizado por
aguas y ahora me lo devuelves yermo. Ahora sabes. Te lo di para
probarte, para ver quién eras. Te lo di cargado de flores, liviano de
cantos. Mira lo que me entregas. No me importan tanto la tierra como
lo que hiciste con ella. Yo puedo crear dondequiera otra tierra, otras
tierras. Pero tu propia destrucción me importa y me cuesta. La tierra
es tu retrato. Mírate en estos cerros secos, agrietados, satánicos. Aquí
no brotan semillas. Ni siquiera malezas. ¿No es este tu propio rostro?
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REGIÓN MAGALLÁNICA:
UNA IDENTIDAD BIEN DEFINIDA

Mateo Martinic
Historiador

504 S e nos ha invitado a hacer algunas reflexiones acerca de la identidad re-


gional magallánica y su articulación con la identidad chilena; también res-
pecto de la historia regional y su estudio en el contexto de la gran historia
nacional y, por fin, sobre las aspiraciones de los habitantes de la Región en
el siglo que se inicia.

La identidad regional
En el primer aspecto, y sobre la base de una experiencia personal vital de
pleno compromiso con la región magallánica, y de una actividad intelec-
tual y académica referida al conocimiento de la sociedad y el ambiente a
lo largo del tiempo histórico, podemos afirmar rotundamente que existe
una bien definida identidad regional magallánica.
Interesa para ello conocer las circunstancias históricas que motiva-
ron su surgimiento y debido perfilamiento.
Al despuntar la centuria vigésima, el Territorio de Colonización de
Magallanes (su denominación oficial en la época) podía considerarse como
social y económicamente joven o reciente en el contexto chileno, puesto
que tanto la presencia humana civilizada como el subsecuente uso de los
recursos naturales habían tenido comienzo poco más de medio siglo an-
tes, exactamente a partir de la ocupación nacional de la región meridional
del continente ocurrida en 1843.
Era, con entera propiedad, uno de los “territorios nuevos” de la Re-
pública, junto a las provincias de Tarapacá y Antofagasta, conquistadas a
Perú y Bolivia, respectivamente, como consecuencia de la Guerra del Pa-
cífico (1879-1884); con la hasta hacía poco indómita Araucanía, incorpo-
rada plenamente a contar de 1880, y el casi virtual ignoto territorio cen-
tral de la Patagonia occidental, que comenzaba a ser conocido como Aysén,
que lo haría con el inicio del nuevo siglo.
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Durante ese lapso de cinco décadas, Magallanes había pasado por


sucesivos avatares, que de una manera u otra habían demorado su puesta
en desarrollo, según se había previsto al tiempo de la ocupación jurisdic-
cional del territorio. Recién a contar de 1868, y gracias a la feliz concu-
rrencia de medidas administrativas y legales realizadas durante el gobier-
no del Presidente José Joaquín Pérez, el postrado establecimiento penal
militar –que otra cosa no era– devino en una colonia en forma.
La afluencia de inmigrantes nacionales (principalmente desde Chi-
loé) y europeos, es la consecuencia de las primeras actividades económi-
cas por ellos desarrollados, el creciente tráfico mercante de ultramar por la
vía del Estrecho de Magallanes con recalada en Punta Arenas, y la acerta-
da introducción de la crianza ovina extensiva, entre otros, habían confor-
mado los elementos o factores generatrices de un desenvolvimiento ace-
lerado y vigoroso a partir de 1880.
El ímpetu pionero –pues tal espíritu animó el proceso y animaría su
continuidad– hizo posible la penetración paulatina de los colonos por to-
dos los terrenos abiertos (esteparios) de la vertiente oriental del territorio 505
magallánico, y luego por aquellos boscosos y montuosos que se extienden
hacia el occidente y el meridión, que conforman su prolongación natural
en la precordillera, hasta acotar finalmente el ecúmene en las postrime-
rías del siglo XIX. En esa vasta extensión, según se viera por el norte y por
el oriente, tenía término en la frontera hacía poco definida con la Repúbli-
ca Argentina (1881), habían surgido establecimientos de campo (estan-
cias), donde prosperaba de manera sorprendente la ganadería ovina, amén
de factorías industriales y mineras. Ello, a su tiempo, había originado y
dinamizado el movimiento mercantil intra y ultra territorial, había posibi-
litado la creación y extensión de la navegación comercial, y la generación
y consolidación de variados otros negocios y servicios.
La población original había crecido varias veces, alimentada princi-
palmente por la inmigración, y con ello se multiplicó igualmente la activi-
dad social; y aparecieron las primeras manifestaciones culturales y de pro-
greso en variado sentido.
En suma, en tan sólo tres décadas las perspectivas sombrías de otrora
habían mutado a promisorias. Todo entonces, social y económicamente,
brindaba la sensación de haberse dado cumplimiento a una etapa: la del
asentamiento consolidado. Era natural y lógico esperar así con confianza
que tanto ímpetu encontrara en el nuevo siglo el tiempo propicio para un
renovado desarrollo, que al fin satisficiera los anhelos de bienestar y de
prosperidad en los esforzados habitantes.
En la generación y evolución del sentimiento de regionalidad fue
determinante la composición pluriétnica de la sociedad magallánica, fruto
de la concurrencia e integración de aportes nacionales, especiales de Chi-
loé y europeos.
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El contingente europeo multiétnico, como ha quedado demostrado


en nuestros propios estudios y en otros de los que hemos participado, se
interrelacionó entre sí y con el componente nacional, en lo que acertada-
mente fue un verdadero crisol humano (concepto que los anglosajones
suelen llamar melting pot).
La variación de origen de que se da cuenta tuvo por cierto una parti-
cular importancia, pues la masiva presencia europea de la primera etapa,
con la riqueza anímica e intelectual propias de la variedad étnica que la
integraba, contribuyó de manera determinante a plasmar y caracterizar a
la sociedad magallánica en gestación y desarrollo, en particular durante el
primer tercio del siglo.
Basta tener presente la fecunda creatividad manifestada por los in-
migrantes en diferentes aspectos (sociales, culturales, económicos y técni-
cos), o su igualmente variada y trascendente presencia en la vida cotidia-
na y en las diferentes instituciones, como puede comprobarse en los diarios
publicados durante las primeras cuatro décadas del siglo, para entender
506 cuán vigoroso y continuado fue ese influjo caracterizador del europeo en
el acontecer magallánico.
Entonces, en tal concepto social florecieron esas cualidades que con
razón enorgullecían a la comunidad, en un sentimiento transmitido por
tradición a posteriores generaciones, y que se han considerado como pro-
pias del modo de ser pionero: la igualdad democrática y la permeabilidad
social, la tolerancia, la solidaridad, la sencillez y sobriedad en el vivir, la
laboriosidad, la honestidad de trato, el sentido de la previsión respecto del
porvenir, el fuerte sentido de respetabilidad y de unidad familiar, la acep-
tación de la instrucción y educación formal de los hijos en procura de
mejores posibilidades para los mismos en el porvenir, cualidades todas
comunes en viejas culturas de allende los mares, que se encarnaron en
una mezcla pluriétnica como no la ha habido en Chile. Y para remate, ese
singular e imponderable sentido pionero de la existencia al que se ha he-
cho alusión, que fue el fruto de la consubstanciación anímica del hombre
llegado de afuera, con el rudo ambiente natural que lo acogió, y al que
acabó adaptándose admirablemente.
Otra característica privativa de esta sociedad europeizada de senti-
miento pionero fue la ausencia de diferencias notorias entre estratos, como
se las conoce en tantas otras comunidades y lugares. El virtual común
origen inmigratorio, donde la rusticidad y carencia de recursos económi-
cos originales había sido la norma y la valorización del propio esfuerzo para
surgir en la vida, excluyeron del conglomerado social magallánico en el
lapso semisecular que se considera a cualquier forma diferenciadora de tipo
aristocratizante, aun cuando hubo burgueses enriquecidos. Quien pudo
consiguió hacerse una posición económica, que para unos –los menos–
pudo ser óptima, y para otros medianamente buena, para unos terceros,
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

en fin, algo precaria, pero en un contexto comprensivo, se reitera, de una


gran permeabilidad que daba la oportunidad de mejorar de posición a
quien sabía aprovecharla con esfuerzo e inteligencia. Hubo así una peque-
ña burguesía, como hubo también un estrato popular pobre, quizás cir-
cunstancialmente proletario –estado que de cualquier modo nunca hubo
de durar mucho– y, entre ambos extremos un amplio estrato medio tipifi-
cador de la sociedad magallánica, con rangos de diferencia en recursos y
cultura, perfectamente nivelables.
La mayor igualdad social y económica, en términos relativos, pasó a
ser otra de las cualidades identificadoras del ser magallánico. Mucho con-
tribuyó a ello la temprana y saludable apertura y comprensión social acer-
ca del sentido promocional de la instrucción y educación escolares, como
factores de superación individual teniendo en consideración la progresiva
mejora en la calidad de vida.
Fue ése el tiempo, igualmente, en que de manera insensible se fue
gestando y perfilando hasta eclosionar la identidad regional magallánica.
El arribo de gente de diferente origen al territorio austral, el arraigo 507
definitivo de la gran mayoría de ella, fruto de una voluntad de permanencia
conjugada con la aceptación del rigor ambiental, que a su tiempo fue deter-
minante para la adaptación del hombre al medio, generó a la larga que
surgiera un sentimiento de identificación con lo vernáculo y, por tanto,
diferenciador del que alentaba gente de otro origen.
Tal sentimiento hubo de incubarse en la primera generación propia-
mente magallánica y tuvo una oportunidad de eclosión en las circunstan-
cias político-sociales propias del comienzo de los años de 1930. Aunque
asumió entonces una expresión concreta de política militante –el regiona-
lismo y el reclamo autonomista de inspiración federalista–, lo cierto es que
el sentimiento fue siendo asumido paulatinamente por las sucesivas gene-
raciones. La identificación con lo vernáculo en todas sus formas: historia,
tradiciones, maneras de ser y hablar, costumbres, etc., pasó a ser connatural
al ser magallánico, en la medida en que se iban “revelando” para la comu-
nidad, más visible en unos, atenuada en otros, pero siempre a flor de piel.
Tal certidumbre y la progresiva valorización del sentimiento en cuanto
a la riqueza y especificidad de contenido espiritual, fue razón suficiente
para nutrir las estimulantes manifestaciones de creatividad cultural. En
suma, el sentimiento de magallanidad –que no se ha contrapuesto ni con-
trapone al de nacionalidad– es un rasgo positivo, distintivo de la sociedad
regional en el conjunto de la nación chilena.
Viene al caso hacer una consideración sobre la evolución del senti-
miento de nacionalidad a lo largo del siglo XX.
La chilenidad del territorio magallánico jamás fue puesta en duda.
Siempre se ha tenido certidumbre absoluta sobre la consistencia y anti-
güedad de los derechos de la República sobre la región meridional ameri-
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cana, como herencia del imperio español. Por tanto, todos cuantos arriba-
ron para establecerse en ella (y sus descendientes) lo hicieron con tan
precisa noción y se sabían formando parte integrante de la nación chilena,
pero distinto fue –en un comienzo al menos– que “se sintieran chilenos”.
El sentimiento de nacionalidad, en cuanto afecto por el suelo, las
tradiciones en historia, como la forma de ser de sus habitantes, es algo
ciertamente complejo, en lo que confluyen diferentes sensaciones parti-
culares. Pues bien, en los comienzos del siglo XX las circunstancias que
hicieron posible el poblamiento y desarrollo territorial pusieron de mani-
fiesto que en tan relevante hecho había mucho, muchísimo más del man-
comunado esfuerzo colectivo, que de la acción del Estado. Es decir, la vi-
sión, la pujanza, la laboriosidad y los capitales de tantos empresarios grandes,
medianos y pequeños y aun de la gente común, habían asumido la realiza-
ción del estimulante proceso, limitándose la autoridad gubernativa a una
acción más bien pasiva y distante, meramente cauteladora del orden y del
interés común. Inclusive, hubo momentos en que la acción oficial tuvo
508 un carácter negativo o desfavorable para el bienestar colectivo, lo que por
cierto enajenó todavía más el ánimo común respecto de las autoridades
del gobierno central chileno.
Así surgió la conciencia plena de la capacidad de autogestión del de-
sarrollo territorial y de la responsabilidad en los logros obtenidos. De modo
subyacente quedó en el ánimo de la gente una sensación de distancia-
miento o de falta de afecto, si se quiere, respecto del gobierno nacional y,
por extensión, de una suerte de debilitamiento en la ligazón sentimental
con el país. Tal situación anímica tuvo plena vigencia durante las dos pri-
meras décadas del siglo.
Hacia fines de los años de 1910, circunstancias internas y externas
concurrieron a desatar una crisis económico-social que puso término a la
época dorada en que hasta entonces se había vivido. Ello condujo a un
replanteamiento en la relación anímica entre Magallanes y Chile. Enton-
ces, en el territorio se entendió paulatinamente que ya no se darían en lo
sucesivo los vínculos con Europa en el grado y cercanía que se habían
conocido, y que no quedaba otra alternativa que la de volver la vista hacia
el país –Chile metropolitano– y esperar del Estado la debida preocupación
por su estabilidad y desarrollo. De otra parte, en Santiago dejó de mirarse
al distante territorio austral como una suerte de identidad extraña y ex-
tranjerizante, sino ya como un sujeto al que importaba cautelar como se
merecía, por cuánto significaba para la República.
Se fue dando, en consecuencia, una convergencia de intereses recí-
procos y produciéndose el necesario acercamiento. Ni Chile debía seguir
siendo ajeno para Magallanes, ni este para aquél.
El proceso correspondiente no fue rápido ni fácil. Tomaría todavía
más de una década, agitado como estuvo por el reclamo regionalista de los
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años 30, pero al fin se superaron los resquemores y prevenciones, y pau-


latinamente el sentimiento de chilenidad plena se hizo carne entre los
magallánicos. En su hora el progreso de la radiotelefonía comercial y de la
navegación aérea hicieron lo suyo para conseguir una mejor vinculación
entre el centro metropolitano del país y la parte meridional de la periferia
chilena, y al fin, la plena asunción de pertenencia nacional. Así, la “dudo-
sa chilenidad” de los magallánicos durante el primer tercio del siglo XX
sería algo completamente superado hacia el fin de la centuria vigésima,
apenas una curiosidad histórica.
Por fin, para redondear el concepto, cabe una mención a la expresión
cultural de la regionalidad magallánica como característica identitaria.
La misma se caracterizó a partir del tercio final del siglo XX por el
surgimiento (resurgimiento, si cabe, pues ya había expresiones anterio-
res) con notorio vigor, de la creatividad literaria, en el más amplio sentido
del concepto y con una clarísima fuente inspiradora de carácter vernáculo
(historiografía, novelística, poesía, literatura científica), que se ha mante-
nido intensa hasta el presente, desmintiendo regionalmente el manido 509
acerto del llamado “apagón cultural”, que fue coetáneo con la vigencia de
la dictadura militar en Chile (1973-1989). Esta actividad literaria tuvo
una suerte de correlato en lo musical (igualmente de raíz vernácula), y la
plástica, aunque algo más atenuada en el último caso. Pero en conjunto,
todas estas expresiones y otras han dado forma a una bien perfilada “cul-
tura magallánica”, con creciente aceptación de la comunidad, que se ha
ido sintiendo interpretada en sus sentimientos y, por tanto haciéndose
partícipe como beneficiaria de la misma, generándose así una suerte de
retroalimentación creativa en nuevas generaciones.
De ese modo la vida cultural mutó en el curso del siglo desde formas
de expresión foráneas de valor universal, arraigadas al suelo magallánico,
de cualquier manera enriquecedoras del vivir común, hasta la emergen-
cia, maduración y plena vigencia creativa de manifestaciones culturales
autóctonas, hijas a su vez de la tradición generada por aquéllas y de la
progresiva identificación con lo regional en su más amplio sentido. Por
cierto, sin excluir la vigencia y cultivo de otras expresiones de valor nacio-
nal y/o universal, propias de la más intensa interrelación entre la región,
el país y el resto del mundo, a caballo de la tecnología de las comunicacio-
nes y de la disponibilidad de medios y elementos alimentadores del fenó-
meno de enriquecimiento espiritual.

La historiografía regional
En este aspecto, nuestra apreciación es igualmente precisa y clara: Maga-
llanes dispone al presente de un rico acervo historiográfico como pocas
otras regiones de Chile tienen, lo que permite a sus habitantes y a los
extraños un apropiado conocimiento acerca del suceder territorial en el
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tiempo. De un acontecer que incuestionablemente es diferente al del res-


to del país y por tanto del estereotipo que ha surgido como consecuencia
de una visión centralista estrecha y uniformizadora.
La historiografía regional magallánica ha sido y es el fruto de la pre-
oupación de unos cuantos intelectuales a contar de los años 1930, pero
que ha devenido especialmente notoria a contar de la década de 1960 con
nuestra personal participación, dirigida a la ampliación y profundización
del conocimiento de los hechos del pasado sobre la base de la investigación
exhaustiva en las fuentes variadas que lo informan, de la apropiada inter-
pretación de los fenómenos y procesos sociales y económicos, así como de
la debida valorización acerca del influjo del riguroso ambiente natural so-
bre la vida y actividades humanas.
Se dispone así de un corpus historiográfico excepcional orgánico y
sistemático cuya importancia ha trascendido en el país y, como consecuen-
cia, nos hiciera merecedores del Premio Nacional de Historia el año 2000.
Pero todavía hay más, pues de modo coetáneo se ha procurado la
510 divulgación del conocimiento histórico a todos los niveles, de manera par-
ticular en el ámbito escolar, de la misma manera que se ha buscado crear
conciencia acerca de la valorización de los diferentes elementos y aspectos
que conforman la herencia patrimonial cultural, todo ello, al fin, teniendo
en miras la comprensión de ser magallánico en su integridad espiritual y
material, y, por esa vía, otra vez, buscando el fortalecimiento de la identi-
dad regional.

Las aspiraciones de los habitantes de Magallanes


de cara al siglo XXI
La evolución de Magallanes durante la centuria vigésima, permitió la pau-
latina superación de los graves y serios problemas que derivaban para su
población por razones de su situación geográfica, de insularidad y lejanía
respecto del resto de la República y del mundo.
No obstante tal indesmentible adelanto, aún persisten algunas aspi-
raciones sostenidas entre los magallánicos, en cuya resolución se cifra, de
cara al porvenir, la satisfacción del caro y persistente anhelo por una me-
jor calidad de vida.
Así, superada la noción del “abandono o desidia oficial” que agobiara
a un par de generaciones, las aspiraciones colectivas apuntan hacia la con-
secución del autogobierno, o autarquía regional, entendido el concepto
como la libre y suficiente disponibilidad de recursos financieros, con mane-
jo autónomo para decidir las inversiones según el mejor interés regional.
Ello, mirando particularmente la infraestructura para el desarrollo y a la
disponibilidad de fuentes de trabajo estables en actividades sustentables.
Pero, además, a lo menos en dos aspectos se anhela la necesaria au-
tosuficiencia: en lo educacional y en lo sanitario, en especial en el último
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aspecto, por cuanto la lejanía de los centros de atención con mejor equi-
pamiento tecnológico y disponibilidad de especialistas, exige perentoria-
mente la apropiada dotación para un funcionamiento autónomo, con la
máxima cobertura asistencial posible, exceptuada únicamente aquella de
mayor complejidad tecnológica.
Por fin, aunque el progresivo adelanto de los medios de comunica-
ción y de transporte ha conseguido la superación del aislamiento social
que ha marcado la historia de la región hasta un tiempo reciente, persiste
como problema y, por tanto, como anhelo colectivo, el del abaratamiento
del costo de transporte desde y hacia la región, asunto ciertamente impor-
tante que dice relación con la equidad y las justas aspiraciones de bienes-
tar colectivo.

511
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IDENTIDAD: LATITUD, MERIDIÓN Y TEMPERIE

Mauricio Quercia
Arquitecto

512 E xisten tantas identidades como modos de habitar una región, teñidos
éstos de las particularidades de la economía y destrezas necesarias para
lograr la temperie con el entorno, para conseguir cohabitar con el sitio, con
el lugar. En Aysén y Magallanes son éstos los que en definitiva se traducen
en una gestualidad propia y común, que se convierte en identidad.
Pero hay otros cientos de factores que, en tanto influyen en una co-
munidad de habitantes, devienen en identidad.
El territorio de Magallanes está poblado por una enorme concentra-
ción de acontecimientos históricos que no dejan de sucederse desde la
primera circunnavegación al globo y descubrimiento del estrecho. Esta
concatenación de sucesos históricos demarca las costas de la región con
hitos –invisibles algunos, desconocidos otros– que en suma distinguen la
enorme amplitud de estos territorios de otras extensiones tan remotas o
aisladas como ésta.
¿Como eludir que parte de la identidad magallánica se basa en algu-
na medida en esta carga histórica?
Pero la identidad de esta región es un conglomerado de una gran
diversidad de identidades propias de Aysén, que son tan numerosas como
los enclaves humanos que la pueblan.
Sin embargo, extrañamente hay una cierta similitud entre las identi-
dades de la Patagonia, similitud que trasciende las particularidades del
lugar o los atavismos o chovinismos, ritos, tradiciones y actos atávicos. Me
hace sentido la idea de un origen común de la identidad por sobre los
factores históricos y sociales de las comunidades australes.
Ésta, que llamaré identidad patagónica, es una y común a todas las
microidentidades interiores del territorio. Esta identidad mayor convoca a
la constelación de identidades en una misma gestualidad.
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Pienso que el origen de esto es que hay una potente presencia del
ambiente y los elementos en el espíritu del hombre que habita la Patagonia,
pues aquél cala profundamente su vida.
El hombre habita con el sentido de ser meridional extremo.
La extensión, la extensión lata, la extensión demorada, la dramática
presencia de los elementos de la atmósfera, la naturaleza y la geografía,
nos son comunes en Aysén y Magallanes. En tanto tangibles y con potente
efecto en la vida, nos son también comunes el dominio de los hielos, la
pampa, el viento y el frío, los bosques y los archipiélagos e incluso y más al
Este de estas comarcas, la intemperie y el entorno.
En la medida en que la intemperie –formidable y potente presencia y
efecto de los elementos– provoca el modo de vida, la temperie cobra for-
ma, se vuelve identidad la manera de sobrevivir a aquélla y a la latitud, a
la extensión y a la soledad.
El extremo extinto, la identidad arqueológica de este modo de vida
resuena desde el entorno y las chozas de los pueblos originarios.
La identidad viviente, la cocina y el fuego, se han convertido en un 513
espacio con características propias de dimensiones y actos cotidianos. El
modo de vida, de sobrevivencia, construye un espacio que es vivido. Eso
es una forma distinguible de identidad.
El fogón y el quincho son espacialidades actuantes devenidas del modo
de vida.
La intemperie avasalladora, la fuerza de los elementos y el modo de
oponer vida son un factor incidente en la conformación de las identidades
que siguen existiendo aun a pesar de los ritmos vertiginosos de la globali-
zación.
La articulación de las identidades regionales se da en esta construc-
ción cotidiana de la temperie, que es el modo de sobrevivencia y oposición
a la intemperie. Esto es lo que nos es común en la Patagonia y que permite
conservar la identidad. (Pienso en cómo se vivía en las dimensiones y espa-
cios de las casonas del 1900, en las estancias con su doble significación de
predio y permanencia.) En el espacio disponible, hoy permanecen como
desinencia de la identidad originaria la cocina-interior-lugar desde donde
se vive. En la ciudad permanecen los actos públicos, el gesto de celebrar la
pertenencia.
De algún modo, oponer la temperie a la naturaleza nos salva del mo-
derno desencuentro entre la identidad y el territorio. Desencuentro venido
de este nuevo y vertiginoso relacionarse con el espacio y el tiempo que nos
trae la modernidad.
Las posibilidades de identidades de descubrir o permanecer en el tiem-
po se reducen así como aumenta la velocidad en los tiempos de traspaso de
información, de los desplazamientos y desarrollo, entendido éste desde
nuestra periferia como un fenómeno de homologación o igualación a los
estándares centrales.
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Ha habido una considerable transformación del espacio tiempo y por


tanto de la economía de vida que implicaba ritos de permanencia y de
movilidad. Esto ha traído la transformación de los actos reconocibles de la
identidad. Las identidades regionales mutan, puede que incluso abandonen
las conductas históricas y los ritos pero siempre conservan esta manera
común y panpatagónica de sobrevivir en temperie ante la vastedad, la
latitud y los elementos desatados.
Los caminos de Magallanes se iniciaron bordeando el mar del estre-
cho, penetraron el interior y, como en Aysén, hay todavía rutas que bus-
can conquistar territorios. Existen también caminos del mar que bordean
el territorio en búsqueda del ciprés y mariscos. Los que se internan en el
bosque o los que bajan desde las cordilleras a la pampa para sortear las
montañas y los hielos, todos ellos nacen por la voluntad de conquista de la
temperie. Los caminos de la conquista del territorio introducen la vida
humana –ahí llegaban y se establecían los vivientes, como hasta hoy se
autodenominan los habitantes de las riberas occidentales del río Baker.
514 Los vivientes del Baker, con el advenimiento del camino, serán transpor-
tados a la categoría de habitantes y luego de ciudadanos y, por último, de
patriotas.
En Magallanes y Aysén todavía hay caminos de conquista y ya están
constituidas las vías conectoras entre las ciudades, los pueblos, las colo-
nias y los campamentos, los cascos y los puestos.
A diferencia de otras regiones, seguimos teniendo una ruralidad de
gran fuerza que permeabiliza las macrotendencias, alimentando la urbe
con vectores de lenguaje y habitudes.
La expresión de la individualidad de lo rural constituye una de las
tantas identidades, en tanto baluartes del aislamiento; esa condición insu-
lar mediterránea de vivir aislado dentro y en la Patagonia.
...como sus ciudades, pueblos y vivientes...
El retiro del mundo que hace mundo propio, mundo que se mira a sí
mismo.
Después de todo, lo que queda presente como identidad es la misma
temperie y la oposición de la vida frente a los elementos.
La articulación con la identidad chilena se da frecuentemente en el
debate entre centralismo y región. Vivir en la periferia del poder, en la
periferia de la nación, en los extramuros de la nacionalidad, romanos pero
fuera del castrum, la región como patria hija en constante demanda y
necesidad de la patria madre, un balar de las regiones que a veces cobra
inusitados arrojos.
Recuerdo –como consecuencia de la erupción del volcán Hudson– a
un ministro de Estado que tuvo que suspender su discurso y salir del gim-
nasio de Chile Chico, abucheado por los en ese entonces más aislados y
damnificados pobladores del país. También recuerdo, en tiempos de la dic-
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tadura, la noticia de un finado gato que, lanzado por los aires, interrum-
pió el discurso del general en la Plaza de Punta Arenas. Ejemplos ambos
de la vehemencia con que los regionalismos hacen sentir su voz por sobre
la de la nacionalidad. Este sentido de ser “viviente”, perteneciente a un
entorno inmediato antes que a una patria lejana, atrapa a los inmigrantes
y los retiene.
Por otra parte, esta situación de frontera, de término o de inicio de la
nacionalidad es lo que se celebra en los actos públicos de los domingos fren-
te a la plaza, a la catedral y la gobernación. Es tal la potencia del entorno
inmediato que existe la necesidad de refundar cada vez, de saberse cívica-
mente incorporados y comprometidos con la soberanía de la nación, in-
cluidos dentro de los muros gobernados. La existencia en una de las regio-
nes más aisladas del planeta, paradójicamente trae consigo un gesto: la
celebración periódica, ante el resto ausente del país, de pertenecer, la ce-
lebración de ser los otros, los que son únicos en la absoluta soledad.
Con la nacionalización, fenómenos acelerados por esta cada vez más
comprimida relación de espacio y tiempo, como la latitud o la distancia, 515
vendrían a ser condiciones en riesgo de desaparecer y con ellas ese obstácu-
lo tan antiguo que es el aislamiento. A pesar de que estos procesos se dan
en múltiples aspectos, nuestra identidad sigue siendo guardada por la lati-
tud y la distancia con el mundo.
El lenguaje puede describir algunos signos identitarios pero lo que es
verdaderamente activo en nuestra identidad es el sentido de vivir el don
de donde se está.
Entonces, algo ocurre con nuestra historia regional, con la nieve y el
invierno... Las travesías por los barriales de los deshielos y los huracanes
del verano, las pariciones, las esquilas y la vida en torno a la cocina, las
lagunas de hielo y las distancias medidas en horas, los ocasos que se esti-
ran hasta la medianoche en los veranos... todo esto nos hace paralelos a la
nacionalidad. Nuestra identidad no está difundida y parte de ella es ali-
mentada por nuestra casi secreta existencia.
Chile interpreta su historia desde Pedro de Valdivia en el San Cristó-
bal divisando el Valle de Santiago, desde el desastre de Rancagua y el Com-
bate Naval de Iquique.
Con esto ya hay suficiente para devengar un territorio. El resto de las
historias son excentricidades, anécdotas, curiosidades prescindibles. Y es
precisamente este resto de historias lo que enciende el alma regional y
acoraza la identidad local frente a los centralismos y globalismos unifor-
mizadores.
La oveja, el petróleo, la pesca y el turismo son las más prometedoras
iniciativas ambientalmente sustentables de las macrotendencias del siglo
20 en la región; pero, sin duda, destaca la extracción de los recursos y la
exportación al país o al mundo.
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La conciencia de la preservación de las condiciones ambientales y del


paisaje ha venido como consecuencia de la imposibilidad de mantener un
régimen de depredación de los recursos sin perder al mismo tiempo toda
sustentabilidad. Tampoco las estructuras tradicionales de los tres primeros
cuartos del siglo XX se replican válidamente en el último lustro.
La diversificación de la actividad económica basada en los recursos
naturales sigue siendo la carta de sobrevivencia de la región. Así también
la introducción de tecnologías, servicios e infraestructura continúa a favor
de las actividades extractivas. Las herramientas de mayor poder sobre los
recursos son siempre las mismas, el hombre y su inquebrantable anhelo
de temperie.
La oveja –ganadería ovina– la madera y antes la caza y ahora la pes-
ca, cada una en su momento ha generado las mayores alteraciones del
ecosistema y los impactos más positivos sobre la economía inmediata.
Como decía, desde el último quinto del siglo pasado, un nuevo con-
junto de iniciativas, sustentables ambientalmente, han cobrado vigencia en
516 tanto son acordes con el nuevo destino de la región, que está siendo accedi-
da crecientemente por visitantes que buscan entre las fuerzas de la natura-
leza y la latitud de la extensión, las respuestas de temperie que testimo-
nian nuestro patrimonio e identidad.
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LA IDENTIDAD DEL CONFÍN DE CHILE

Mario Moreno
Investigador folklórico costumbrista

Apassá cundasa mutta 517


Antes de tomar asiento frente a mi máquina de escribir, tuve que “dejar-
me tomado un café” con pan untado con “jam” y comerme un trozo de
“castradita”, porque la “nona” me hizo el “encargue” de ir bien abrigado
con la “campera” al salir a “hacer los vicios”. Al final del trámite deberé
traerle un “pedido” para hacer “morcillas”.
Olvidaba que este trabajo será leído, posiblemente, por gente que no
entiende la forma de hablar del magallánico, una de las tantas caracterís-
ticas que nos identifican como un pueblo diferente, formado en el crisol
de distintas corrientes migratorias arribadas a esta tierra.
Explico entonces que, “Apassá cundasa mutta” quiere decir en idio-
ma yagán “hola, cómo estás”, a lo que debe responderse “anno hapis” (yo
estoy bien). “Dejar tomado café”, corresponde al español antiguo de Chi-
loé. “Jam”, es mermelada en inglés. “Castradita”, carne ahumada en croa-
ta; “nona”, abuela en italiano; “encargue” y “campera” son argentinis-
mos. “Hacer los vicios”, es cuando el campesino adquiere tabaco, yerba y
algún licor. El “pedido”, es sangre, tripas y grasa para fabricar prietas o
morcillas.
Como decía, ésta es una de las numerosas manifestaciones de este
pueblo patagónico que he podido conocer palmo a palmo, desde Torres
del Paine hasta la Antártida, conviviendo con los protagonistas de los he-
chos, recogiendo en la fuente misma sus experiencias y narraciones tan
extraordinarias y sus cantos ancestrales, como el enseñado por Úrsula
Calderón Harban, una de las últimas yaganas de la isla Navarino, referido
a un juego de rondas de niños: “Ohla machkata, shiuk sata wana”. Se
trata de un círculo formado al tomarse de las manos, el que gira cada vez
más rápido y cuando uno de los pequeños se marea se suelta y pierde el
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juego. U otro que me enseñó la kawésqar Margarita Molinari Edén, para


enamorar: “Chi chi, lekuayá, wa wa wa wa, chitariá, chata la kuaya, wa
wa wa”.
Los aborígenes poseían algunas danzas recogidas por personas que
vivieron en su medio, como el caso de Lucas Bridges, que en su novela El
último confín de la Tierra, nos mostró el baile de la serpiente. El investigador
Martín Gusinde nos enseñó la danza del Kloketen y el norteamericano
George Munster nos narró la ceremonia aonikenk de la Casa Bonita.
Los investigadores han logrado reunir gran cantidad de narraciones de
los aborígenes australes. Tanto los pueblos canoeros, yaganes y alacalufes,
como los aonikenk y selk’nam fueron estudiados y, lamentablemente, la
mayoría de los resultados de estas investigaciones partieron al extranjero.
Úrsula y Margarita han partido hacia los desconocidos dominios de
la muerte, pero nos han dejado un precioso legado de cultura.
Somos, quizás sin darnos cuenta, herederos de costumbres indíge-
nas; como el campesino que usa la boleadora, las botas de cuero de potro,
518
las hermosas capas de guanaco. En la cocina, cuando se “churrasquea un
piche” (cocinar un armadillo) o se disfruta de un ñandú a la piedra, coci-
nado al vapor al introducirle piedras calientes en su interior. Usamos sus
senderos y descansamos en sus aikes (paraderos, lugares donde luego de
una jornada de caminata levantaban su toldería).
Al principio fueron los primeros navegantes, españoles, holandeses,
ingleses y portugueses, entre otros, que arribaron a estas latitudes. Luego,
cumpliendo el último deseo del prócer Bernardo O´Higgins, en su lecho
de muerte en la hacienda Montalbán, en Perú, se ocupó el estrecho de
Magallanes y sus tierras aledañas, por un puñado de valientes chilotes
que llegaron a esta zona en la frágil goleta Ancud. Desde allí comenzó el
poblamiento que ha logrado a la fecha contar con más de ciento cincuenta
mil habitantes, escasos para una extensión de más de ciento treinta mil
kilómetros cuadrados, sin considerar el territorio antártico.
Los chilotes, sumados a otras corrientes migratorias, siguen llegando
a Magallanes, trayendo y llevando una cultura compartida en faenas de
marca, esquila, faenamientos, etc. Son famosos sus dichos populares: “que
hacemos en este caso, sin boleadora y sin lazo” (el campesino es nulo sin
estos implementos). “Oveja que bala, pierde bocado”, para referirse a aque-
llos que comen callados, sin compartir una conversación. Asimismo, apli-
can sus conocimientos a las clásicas adivinanzas: “Es el gritón de la pam-
pa/ y de color muy overo/ anunciador de visitas/ que ya viene el forastero”
(tero es el nombre del queltehue). Otra: “Tiene cueva y no es conejo/
tiene cuernos y no es buey/ tiene silla y no se sienta/ tiene seno y no es
mujer”. Es la provincia de Última Esperanza, por la Cueva del Milodón,
los cuernos del Paine, la silla del Diablo y el Seno de Última Esperanza.
Desde los tiempos coloniales se ha venido registrando una serie de
mitos y leyendas que, reunidos en un volumen, nos muestran la gama de
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supersticiones que la gente posee. “El tesoro de cambiazo”, “La viuda ne-
gra”, “La llorona de Timaukel”, “El dedo del indígena de la plaza”, etc.
Particular es también la forma de presagiar los cambios climáticos.
Los puntarenenses anuncian nieve cuando los zorzales bajan del cerro. Tem-
poral, cuando las gaviotas vuelan alto. Los pescadores clavan un caparazón
crudo de centolla, en la puerta de su casucha para ver cómo estará el tiem-
po antes de su zarpe. El campesino sabe de mal tiempo cuando los caballos
retozan o caminan los ovinos en fila o cantan las bandurrias, etc.
Esto es parte de nuestra identidad. Los barrios con sus particulares
historias y sus personajes, el “Changa” del cerro de la Cruz, el “Pan Duro”
de la plaza, la “Loca Lidia” de Playa Norte, “El Panda” del Barrio Prat o el
cieguito Albertito Barría, músico de armónica del barrio Ecuatoriano.
Los pobladores organizando “comilonas”, para cancelar alguna deu-
da. El petrolero, temeroso de un mal presagio al observar un pájaro posa-
do en la torre de perforación.
El hombre de campo trabajando con su caballo y sus perros, ordenan-
do a estos últimos mediante silbidos distintas faenas con animales. Aquellos 519
que no pueden silbar con la boca lo harán con la cambucha o cajeta (pito
metálico) y arrearán sus rebaños con el “cachorro” o “perro de lata”, alam-
bre curvo con chapitas. Ambos elementos servirán luego para animar sus
fiestas. En cuanto a éstas, suceden normalmente al término de las faenas,
al final de un torneo de fútbol o con motivo de santos o aniversarios. No
siempre se cuenta con mujeres, de tal manera que, sin perder su hombría,
algún compañero hace de pareja en bailes, aunque, por supuesto, “no
agarrados”. Pero no falta la oportunidad de disfrutar de una buena cueca,
con la china, empleada de las casas patronales de la estancia.
Tímidamente se acerca a veces a compartir la fiesta el “tumbero” o
“pasajero”, viajero de la pampa que con su caballo, su “pilchero” y sus
perros, va de estancia en estancia buscando un trabajo esporádico, sin
obligarse a permanecer mucho tiempo en un mismo lugar.
En el vestuario clásico campesino ha tenido una gran influencia lo
visto por el hombre rural en los visitantes. La boina con bellota fue copiada
al clasificador de lana que procedía de Escocia. Se dice que quien usa este
tipo de implemento debe ser “un hombre de a caballo”, para llevar en la
bolita de lana de su gorra el vaivén del galope. El pañuelo al cuello es
utilizado por campesinos de muchas latitudes, como adorno y para evitar
ensuciar el cuello de la camisa. El chaleco, sin mangas, puede ser de piel
de vacuno o caballar, al igual que las polainas, copiadas a los carabineros
rurales y que protegen la caña de sus botas. La bombacha argentina es
una prenda utilitaria que le permite usar en forma cómoda la montura de
basto y lo protege del frío viento de la Patagonia.
Así también transcurre la vida en el pueblo. Las fiestas se realizan en
clubes deportivos, casas particulares y salones de baile. La música, depen-
REVISITANDO CHILE

de de la época. Los antiguos fox trot, valses, corridos y tangos, escuchados


en la victrola o cantados por una orquesta popular compuesta la mayoría
de las veces por un guitarrista, un acordeón y una batería.
Los organizadores de las veladas se cuidaban de tener un buen buffet
con frutas, confites, chocolates, medias nylon, etc. En cierto momento del
baile, alguien gritaba ¡qué se sirve!, ocasión en que el varón debía ser gentil
y ofrecer a su bailarina lo que ella quisiera del mesón. Se armaban parejas
mediante papelitos puestos en canastillos en los cuales figuraban los nom-
bres de damas y varones asistentes y el momento muy esperado por algu-
nas mujeres era el “pensamiento libre”, ocasión en que se permitía que el
sexo débil sacara a bailar a los hombres.
Con el transcurrir de los años, especialmente en época de Fiestas
Patrias y luego de continuos cambios de lugar a las clásicas fondas y rama-
das, llegaron los “tijerales”, fiesta de baile popular y las “kermesses”, organi-
zadas en gimnasios de colegios e instituciones, en las cuales se podía disfru-
tar temprano de juegos y en la noche de bailes con orquestas capitalinas
520
que, en contadas ocasiones incluían alguna cueca en su repertorio.
Los grupos musicales folklóricos, muy numerosos en distintas épo-
cas, se dedicaron a cultivar los cantos y danzas de otras zonas del país y no
de Magallanes. Los conjuntos vocales, en su mayoría incluyeron en su
repertorio temas del folklor latinoamericano.
En el último tiempo, rectificando estos procederes, se ha estado con-
siderando la muestra de expresiones auténticamente regionales, con ves-
tuario, instrumentos y canciones de la zona.
La situación limítrofe de esta región, ha permitido la instalación de
estancias muy cerca de la frontera y sus trabajadores adoptan distintas
costumbres “gauchescas”, entre ellas, ahora muy en boga, la “jineteada”,
deporte argentino practicado en una cancha especial y en cuyo término se
ha introducido de gran manera el “chamamé”.
En Magallanes se habla diferente, se come diferente, se camina incli-
nado contra el viento, con las piernas un tanto abiertas para estabilizarse
en la escarcha y deben soportarse días con las cuatro estaciones del año
pero, a pesar de ello, se ama a este adorado terruño.
Nos emociona que se estén perdiendo las tradiciones, especialmente
con la llegada de la “modernidad”. Al abuelo y sus tesoros de la tradición
oral, lo hemos relegado a un rincón del hogar, reemplazándolo por la tele-
novela de moda, por el computador o el nintendo.
La influencia de los medios modernos de comunicación, nos despoja
de vestuarios típicos, estilos de faenas, música y el hablar tan particular de
esta región del país.
Debemos conservar en la toponimia los nombres dados por indíge-
nas y baquianos, que trazaron huellas y descubrieron derroteros, campos
fértiles para el ganado y hermosos panoramas para vivir en ellos hasta que
se gaste la existencia.
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

Debemos acudir al rescate de nuestra identidad, desenterrar nuestras


raíces, proyectarlas y conservar, en la medida de lo posible, esta cultura
que nos muestra como parte de esta gran nación llamada Chile, pero a la
vez, como únicos en el largo territorio patrio.

521
REVISITANDO CHILE

CANOEROS AUSTRALES:
CONSTRUCCIÓN DIARIA DE UNA IDENTIDAD

Mario Barrientos
Antropólogo

522 E l amplio campo de las identidades y el dinamismo de sus respectivos


procesos donde, en definitiva, se habla de singularidades y colectivos hu-
manos, a priori puede aparecer como caótico, no obstante y siguiendo a
Prygogine, se puede afirmar que dicho caos tiene leyes, constantes, patro-
nes y, por tanto, es posible de percibir y en alguna medida de explicar.
La perspectiva del análisis se encuentra situada respecto de la identi-
dad sociocultural y de su construcción, mediante un acercamiento a la
psicología social, por cuanto aquélla está asociada con la relación de lo
individual y lo colectivo, las personas y sus grupos de pertenencia, y está
enraizada en lo que James/Cooley/Mead mencionan como lo no idéntico
y que, por lo mismo, se enriquece de la diferencia.
Tajfel, hace no mucho tiempo, agregó la noción de identidad a nivel
individual y colectivo, lo que condujo a plantear el análisis como la cons-
trucción de una diferencia, la elaboración de un contraste, la puesta en
evidencia de una alteridad.
Hay consenso en que el aporte central del autor mencionado fue el
de anclar los fenómenos de identidad en las relaciones entre grupos de
pertenencia (endogrupo) y un grupo externo (exogrupo).
A partir de lo anterior, reconozco en la Región de Magallanes la exis-
tencia de identidades étnicas respecto de las cuales prestaré atención a lo
indígena/aborigen/originario. Desde esa perspectiva, aparecen etnias y
culturas extintas y presentes: cazadores terrestres selk’nam y haush en
Tierra del Fuego; aonikenk y tsoneka en la Patagonia chileno-argentina
entre el río Santa Cruz y el Estrecho de Magallanes; los canoeros yagán
del extremo austral; y los canoeros kawésqar desde el Golfo de Penas a la
Península de Brunswick.
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

Todas estas aproximaciones geográficas son meramente referencias


de tipo general, ya que tal vez no resistirían un riguroso análisis de espe-
cialistas en arqueología austral.
En términos generales, en la Región de Magallanes se puede hablar
de identidades que ya son historia y de otras que están en plena construc-
ción, pudiendo hacer referencia primeramente a los cazadores terrestres
del área septentrional fueguina, los selk’nam, y en el sector meridional de
la Isla a los igualmente cazadores terrestres Haush.
De ambas etnias, hoy prácticamente extintas, se posee una etnogra-
fía fragmentaria, relatos diversos, registros en bitácoras; y, en el caso haush,
con una percepción mucho más difusa.
No obstante el desconocimiento que se pueda tener de ambas etnias
y culturas, ellas ocuparon sus respectivos espacios y nichos naturales, y
poseyeron sus propias lenguas, cosmologías, formas de resolver la vida
diaria, en fin, sus propias culturas, distintas de otros grupos humanos.
Hecha la mención de los cazadores fueguinos, corresponde referirse
en el área patagónica a los menos conocidos tsoneka y aonikenk, a menu- 523
do equivocadamente mencionados ambos pueblos como tehuelches. Fue-
ron cazadores pampeanos en el área del Lago Argentino, río Santa Cruz y
la provincia argentina del mismo nombre, que en una época fue territorio
chileno-argentino, sobre todo desde el río Gallegos hasta el estrecho de
Magallanes.
Al igual que en el caso de los pueblos originarios fueguinos, las cultu-
ras tsoneka y aonikenk fueron distintivas, perfectamente identificables, y
de cuya existencia se posee bastante información, sobre todo de la última.
Corresponde mencionar, además, a los canoeros australes que super-
viven hasta hoy, y que se expresan en agrupaciones residentes en sectores
rurales y urbanos de la región.
En el caso yagán, la población reside mayoritariamente en Puerto
Williams, y en el sector más representativo de presencia aborigen, Villa
Ukika, junto al río del mismo nombre y que desemboca en el canal Bea-
gle. Sus elementos distintivos e identificatorios son, entre otros, de carác-
ter lingüístico, histórico, físico, y atañen también a la forma de relacionar-
se con el resto de la sociedad global.
A los antes descritos, debemos agregar la presencia de la etnia kawés-
qar, con una agrupación comunitaria tradicional en Puerto Edén y diver-
sos conjuntos familiares de residencia urbana en Puerto Natales y Punta
Arenas. También en este caso los rasgos distintivos son de orden lingüísti-
co, físico, histórico, cosmológico, en suma, culturales, ya que se refieren a
las formas de entender y resolver la supervivencia diaria.
Estas identidades indígenas canoeras sobrevivientes existen tras ex-
perimentar profundas transfiguraciones étnicas, siguiendo la lógica de Ri-
beiro, debido a que sucesivos procesos civilizatorios han intentando ho-
REVISITANDO CHILE

mogenizarlos culturalmente, cuando no asimilarlos, en el etnocéntrico


sentido occidental de que todos somos chilenos y, por tanto, iguales.
Además de lo ya mencionado, en Magallanes se debe asumir otro
ámbito de identidad étnica, expresado en la presencia de individuos y con-
juntos familiares que han migrado a la Región desde Llanquihue, Aysén y
Chiloé, y que generalizadamente quienes lo hacen se autorreconocen como
mapuches-huilliches, producto de una mixtura de etnias que habitaban el
archipiélago y la isla grande, conjuntos humanos que con frecuencia en la
actualidad son aglutinados como huilliches.
En consecuencia, en Magallanes se debe asumir la existencia de iden-
tidades étnicas pretéritas y presentes. Dentro de estas últimas, a las agru-
paciones familiares de canoeros australes yagán y kawésqar, distinguidos
claramente como originarios de la región, y a recientes conjuntos familia-
res inmigrantes, de origen mapuche-huilliche, soporte fundamental del
poblamiento de la región constituida ya la República en el último tercio
del siglo XIX.
524 Es claro que para el yagán y el kawésqar su historia conocida y recor-
dada está directamente conectada al macroespacio austral, al que se sien-
ten pertenecer. Es el contexto con y en el cual han establecido sus relacio-
nes cotidianas con seres humanos y naturaleza, proceso que en cada caso
constituye la cultura de una agrupación, tradicionalmente cazadores-re-
colectores marinos en circuitos de migraciones estacionales, y que junto
con sus especificidades culturales experimentaron situaciones de mutuo
contacto, agregándose posteriormente la intromisión de agentes de la so-
ciedad europea imperial y, más tarde, de las sociedades nacionales chilena
y argentina.
Lo trascendente en estas construcciones de la identidad étnica coti-
diana, se refiere a que en el caso de los canoeros existe claramente la
percepción de una relación sistémica con el mundo circundante, el mun-
do natural. Lo anterior se traduce en el “todo se relaciona con todo” en
esta trama de la vida de la que habla Capra; por lo tanto, la manipulación/
transformación de diversos elementos del entorno finalmente resultan en
la transformación de uno mismo, a partir de lo cual es posible constatar y
entender una actitud individual y colectiva de profundo conocimiento y
respeto por el entorno, en otros términos, una actitud profundamente
“ecológica” en el lenguaje de nuestros días, siendo cuidadoso para no de-
jarme llevar por una apurada o entusiasta visión rousseauniana de los
canoeros australes.
Otro elemento distintivo en la identidad canoera es una distinta per-
cepción de lo que en nuestra sociedad global denominamos territorialidad
y que casi siempre asociamos a contextos terrestres.
En la perspectiva canoera yagán y kawésqar, la noción es de un todo
continuo, agua-aire-tierra-cielo-seres vivos, elementos que no son consi-
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

derados como apropiables o de pertenencia personal, sino más bien fuen-


tes de recursos para la supervivencia. Carecen, con mucha frecuencia, del
concepto de acumulación, lo cual evita la sobreextracción del recurso,
posibilitándose así el cumplimiento de los ciclos reproductivos naturales
de diversas especies.
Esta noción se mantiene en gran medida hasta hoy, por lo que estas
etnias se encuentran prioritariamente preocupadas por asegurar el acceso
privilegiado a entornos naturales respecto de terceros, a fin de procurarse
recursos estacionales de subsistencia en la sola medida de sus necesidades
familiares e individuales.
Dicha actitud tradicional de no acumulación, que se relaciona direc-
tamente con la forma tradicional de vida en la canoa, persiste en gran
medida pese a los procesos de aculturación eurocéntricos desplegados por
la sociedad nacional y sus instituciones.
La cultura de la canoa, que percibo como la actitud de poseer sólo lo
indispensable –que de paso confirma el paradigma antropológico relativo
a que la diversas culturas tradicionalmente solo crearon lo que necesitan 525
como soluciones a la vida diaria–, ha sido mal interpretada en diversos
momentos por viajeros, misioneros, funcionarios, investigadores y otros
agentes de las sociedades occidentales.
Tal actitud de no acumulación de bienes ni la preocupación por la
producción de excedentes a menudo ha sido externamente percibida como
miseria, indolencia, etc., motivando ácidos comentarios o generando furi-
bundas acciones filantrópicas y asistenciales, con entrega de bienes “nece-
sarios” desde la óptica del donante, y que en la generalidad de los casos
resultaron en desastrosas experiencias de acciones sin pertinencia de suje-
to ni contexto.
Hoy los miembros de las comunidades yagán y kawésqar demandan
y acceden a entornos naturales con ingreso exclusivo, como una forma de
proteger dichas fuentes de recursos que les proporcionaron sustento por
milenios; demandan y acceden a embarcaciones familiares no sólo por la
necesidad de salir a la recolección de recursos marinos, sino también, y así
lo expresan, con el fin de recorrer aquellos amplios entornos marítimos y
terrestres que conocieron cuando niños viajando con padres y abuelos.
Expresan, además, que el viajar, salir de un espacio permanente de vida
como es la casa, les permite sentirse canoeros, cómodos en los espacios
abiertos, en armonía con el entorno natural.
Estos rasgos de alteridad, que identifican a ciertas agrupaciones hu-
manas de nuestro país, su construcción diaria de la diferencia y de los
contrastes, constituyen rasgos identificatorios de lo individual y lo colecti-
vo para reconocer y respetar, ya que estamos en el desafío de construir
una actitud de respeto a la diversidad.
REVISITANDO CHILE

EXPOSITORES JORNADAS
REVISITANDO CHILE: IDENTIDADES, MITOS E HISTORIAS

526 I. El Norte Alberto Cruz, arquitecto


Gonzalo Ampuero, arqueólogo Alberto Madrid, profesor de
Patricio Arancibia, arquitecto Literatura con especialización
Ana María Carrasco, en Arte
antropóloga social Juan Cameron (Enrí Michó),
Victoria Castro, arqueóloga poeta
Héctor González, antropólogo Marcela Prado, profesora de
Sergio González, sociólogo Literatura Hispanoamericana
José Antonio González, Marco Chandía, profesor de
historiador Castellano
Luis Alberto Galdames, profesor Marcelo Mellado, escritor
de Historia y Geografía Cristián Vila, escritor
Bernardo Guerrero, sociólogo Víctor Rojas, profesor de
Hans Gundermann, antropólogo Castellano y de Literatura
Lautaro Núñez, arqueólogo Roberto Bescós, poeta
Jorge Iván Vergara, antropólogo Mercedes Somalo, licenciada en
Jorge Zambra, profesor de Lenguas y Literatura
Castellano Hispánica. Gestora cultural
Patricio Muñoz, realizador
II. El Puerto audiovisual
Miguel Chapanoff, antropólogo Carlos Céspedes, diseñador
Leopoldo Sáez, lingüista gráfico
Ximena Sánchez, socióloga Johana Cofré, estudiante Diseño
Claudio Caiguante, asistente Gráfico
social Jean Ruiz, estudiante Diseño
María Teresa Devia, profesora de Gráfico
Música Luis R. Vera, director de Cine y
Luciano San Martín, profesor de Televisión
Arte Agustín Ruiz, etnomusicólogo
Jorge Coulon, músico
Claudio Mercado, antropólogo y III. Las Islas
etnomusicólogo Rapa Nui
José de Nordenflycht, profesor Ema Tuki, Conadi Isla de Pascua
de Arte Alberto Hotus, Presidente
Alejandro Rodríguez, diseñador Consejo de Ancianos de Rapa
industrial Nui
I DENTIDADES : D E L O R E G I O N A L A L O L O C A L O D E L A PAT R I A A L A M AT R I A

Ernesto Tepano, gestor cultural Gilberto Triviños, profesor de


y empresario turístico Literatura
Andrea Seelenfreund, Roberto Hozven, profesor de
arqueóloga Literatura
José Miguel Ramírez, Gonzalo Rojas Pizarro, escritor
arqueólogo
Región transparente VI. El Sur
Luis Mizón, escritor e Eugenio Alcamán, antropólogo
historiador Pilar Álvarez-Santullano,
Juan Matas, sociólogo lingüista
Magdalena Moreno, artista José Ancán, licenciado en
plástica y museóloga Historia del Arte
Erik Martínez, escritor Miguel Barriga, ingeniero
Verónica Aravena, periodista y comercial y músico
socióloga Jorge Bravo, sociólogo
Loreto Rebolledo, antropóloga y Margarita Calfío, trabajadora
periodista social
Renato Cárdenas, etnógrafo
IV. El Valle Central Hugo Carrasco, profesor de
Guillermo Blanco, periodista y Literatura
escritor Iván Carrasco, profesor de
Claudia Concha, socióloga Literatura
Fernanda Falabella, arqueóloga Bernardo Colipán, poeta e 527
Pedro Gandolfo, filósofo y historiador
escritor Víctor Contreras, músico e
Jaime González, historiador investigador
Fernando Gutiérrez, arquitecto Ema Díaz, abogada
Viviana Manríquez, Delia Domínguez, escritora
etnohistoriadora Eduardo Feuerhake, arquitecto
Micaela Navarrete, historiadora Amílcar Forno, antropólogo
Gonzalo Olmedo, historiador Guillermo Franco, escultor y
Javier Pinedo, profesor de fotógrafo
Literatura Debbie Guerra, antropóloga
Jorge Razeto, antropólogo Jaime Luis Huenún, poeta
Cecilia Sánchez, filósofa Sergio Mansilla, poeta, profesor
Fidel Sepúlveda, filósofo y de Castellano y Filosofía
escritor Andrea Minte, profesora de
Rodrigo Torres, etnomusicólogo Historia y Geografía
Hernán Miranda, artista visual
V. El Bío-Bío María Antonieta Moncada,
Marco Sánchez, antropólogo arquitecta
Fernando Robles, sociólogo Ximena Navarro, arqueóloga
Leonardo Mazzei, historiador Héctor Painequeo, profesor de
Alejandra Brito, historiadora Castellano
Felícitas Valenzuela, profesora Jorge Pinto, profesor de Historia
de Filosofía Prosperina Queupuán, técnica
Roberto Lira, arquitecto en artesanía mapuche.
Eileen Kelly, licenciada en Artes Trabajadora social
Plásticas Clemente Riedemann, escritor y
Ximena Ramírez, profesora de profesor de Historia
Teatro Edward Rojas, arquitecto
Juana Paillalef, directora del Juan Carlos Skewes,
Museo Mapuche de Cañete antropólogo
Wenceslao Norin, artesano e
investigador mapuche VII. El Sur Austral
Jorge Montealegre, escritor Óscar Aleuy, memorialista y
Thomas Harris, poeta escultor
Omar Lara, poeta Mario Barrientos, antropólogo
REVISITANDO CHILE

Marcela Baratelli, gestora Mario Moreno, investigador del


cultural y escritora folklor regional
Hernán Dinamarca, periodista Pavel Oyarzún, escritor
Paola Grendi, antropóloga Alfredo Prieto, arqueólogo
Leonel Galindo, investigador del Mauricio Quercia, arquitecto
habla y del folklor Magdalena Rosas, profesora de
Danka Ivanoff, investigadora de Educación Musical
la historia regional Manuel Rodríguez, sociólogo
Mateo Martinic, historiador Patricio Riquelme, cineasta y
Elia Mella, profesora de documentalista
Castellano Enrique Valdés, escritor

528
H ISTORIAS , IDENTIDADES , TRASLACIONES

TERCERA PARTE

H ISTORIAS, IDENTIDADES, TRASLACIONES 529

Las patrias son tanto obligación de conocimiento como obligación de


relato. Contar las patrias es tan dulce como contar la infancia o el
cuerpo de la madre o las carnes del hijo.

(Gabriela Mistral, Madrid, 1934)


REVISITANDO CHILE

530
H ISTORIAS , IDENTIDADES , TRASLACIONES

¿HAY BICENTENARIO SIN NACIÓN?

Sol Serrano
Historiadora

E n varias disciplinas sociales, desde la antropología a la psicología, la iden- 531


tidad es un concepto con su historia y con sus definiciones. No sé qué
quiere decir en la disciplina histórica. Es un término que considero esen-
cialista y que inmoviliza porque fija una realidad que es, por naturaleza,
mutante.
Los historiadores estudiamos ya no sólo el cambio, sino también la
continuidad, pero siempre en su propia transformación, partiendo del su-
puesto de que nada en lo humano es inmóvil. No me gusta el término,
porque no nos permite distinguir los procesos de cambio y existe una ten-
dencia a hacer de la identidad una lista de atributos o defectos que termi-
nan siendo muy subjetivos, aleatorios y poco explicativos. Yo recomenda-
ría a esta Comisión que ojalá deseche la palabra, por la cantidad de conflictos
que genera.
En vez de fijar una identidad, distinguiré algunos rasgos de la histo-
ria de Chile que me parecen pertinentes desde la perspectiva de una re-
flexión sobre el Bicentenario.
El primero, es nuestra infinita pobreza, especialmente la material de
nuestra vida en la Colonia. No se trata sólo de la pobreza de los pobres –que,
lo sabemos, es la de los ricos también– sino de la “elementariedad”, la pre-
cariedad con que se da la vida en esta tierra de frontera. Es imposible no
pensar este tema comparativamente con el resto de la región. Esto a veces
es engañoso, porque fenómenos, problemas, instituciones comunes a la
América hispana, minimizan la particular pobreza chilena. La que más me
llama la atención es la de nuestra vida corporativa.
El mundo liberal siempre lamentó que no hubiera habido reforma
protestante en el mundo iberoamericano y creo que en realidad hay que
“lamentarse” de no haber tenido Edad Media. Una sociedad de fueros
REVISITANDO CHILE

corporativos, cuya densidad de vínculos es destruida, pero que a la vez


hacen de compensación a la construcción del Estado moderno. La homo-
geneidad de este último se construye sobre una diversidad societaria que,
considero, no tuvimos. Tiendo a pensar que el Estado moderno se crea
entre nosotros, en una sociedad cuyos vínculos corporativos son muy dé-
biles. Lo asocio con la disolución de nuestros pueblos de indios, la disper-
sión de la hacienda, la vida urbana precaria y concentrada, las ciudades
tardíamente fundadas.
Muy vinculada a esta primera característica que he destacado, está la
segunda: la soledad. No estoy haciendo un juego literario ni metafórico. Lo
digo en un sentido enteramente literal. La soledad del territorio, que no es
la soledad patagónica donde no hay habitantes. Aquí los hay, pero viven
en tal dispersión que casi no existen vínculos. En esto puedo equivocar-
me, pero en mi propia investigación tiendo a cuestionar cada vez más la
capacidad integradora de la hacienda. No son tantos habitantes los que
ésta congrega en torno a “las casas”; existe una población importante que
532 no llega a esa sociabilidad. Una población de alta dispersión que debilita
los lazos sociales. El aislamiento pasa a ser un tema en el siglo XIX, porque
constituye una valla invencible para la formación de la nación moderna.
Es decir, la construcción del Estado moderno, de la Iglesia tridentina en su
veta de fortalecimiento de la disciplina interior y de la de tipo sacramental
de los fieles en torno a la parroquia. La formación de destrezas para la
industrialización y el capitalismo, y el uso de la tecnología, también tiene
que ver con las formas anteriores de construcción de vínculos y de modos
de asentamiento. Nuestra pobreza corporativa, nuestra soledad, consti-
tuyeron una débil raigambre cultural sobre la cual construimos esta na-
ción moderna.
En este sentido, más vale pensar el Bicentenario como algo más que
una efeméride. La Independencia es la fundación de un proyecto que qui-
so ser común. Podemos discutir hasta el infinito cuánto lo era, cuánto lo
fue, cuánto lo logró, pero la Independencia es la fundación en la imagina-
ción de su elite, de la elaboración de un proyecto común. Se quiso cons-
truir una historia unitaria y en muchos sentidos fue eficiente. El Bicente-
nario, y todas las actividades que en torno a él se generen, no pueden
obviar la reflexión sobre el significado de la Independencia si pretende
tener un concepto común que proyecte un futuro. Eso pasó con la cele-
bración del Bicentenario de la Revolución Francesa, que me tocó presen-
ciar. Fue conflictivo y dramático porque era muy distinto celebrar la Re-
volución de un Condorcet a la de un Robespierre y porque los mitos de
cada historia ya se caen solos. No es suficiente el discurso libertario o igua-
litario. A nosotros no nos bastará ensalzar a los héroes.
Entonces, el tema de nuestro Bicentenario tiene que ver con la exis-
tencia o no de una matriz fundacional. Sostengo que la hay, porque como
H ISTORIAS , IDENTIDADES , TRASLACIONES

proyecto en la imaginación de su elite cambió profundamente el país. El


año 1810 inició un proceso que, más allá de si lo encontramos exitoso o
no, nos marcó hasta hoy. Porque esa matriz de fundación liberal que arti-
cula la primera etapa de formación de la nación moderna era esencial-
mente excluyente, pero con una enorme capacidad de ir cambiando sus
exclusiones e incluir a quienes lograban luchar por ello.
Lo que tiene de incendiario el proyecto del Estado liberal es que pro-
mete universalidad en los principios y niega inclusión en la historia. Pero
al dar universalidad a los principios, otorga siempre un argumento a los
excluidos para entrar en esa historia común, en ese proyecto común. Hoy,
el tema de las mujeres o de los indígenas no podría plantearse como un
reclamo contra la hegemonía, sino bajo una matriz de derechos liberales.
Hay un proyecto común al que los excluidos apelan para la construc-
ción de cohesiones mayores. Y eso es el gran invento de las democracias
liberales modernas, es lo que inaugura la Revolución Francesa y la Inde-
pendencia: esa gran ficción histórica que fue capaz de cambiar la historia,
como dice Rosanvallon, que es la igualdad ante la ley. 533
La igualdad ante la ley es un invento total y, sin embargo, transfor-
mó profundamente los vínculos societarios, porque hizo que todas las re-
laciones de protección y obediencia se fueran transformando en relacio-
nes de derechos contractuales.
En Chile, como en todas partes de América, la nación moderna es un
proyecto inicial de las elites que no tiene raigambre social ni cultural pro-
funda, pero que echa a andar un motor extraordinariamente poderoso en
su capacidad de integración y de exclusión. En principio están excluidos
los pobres, los analfabetos, las mujeres.
Una de las discusiones historiográficas más largas que hemos tenido
es si Chile fue o no una excepción dentro del contexto latinoamericano en
la temprana consolidación de su Estado nacional. Creo que sí, que el caso
chileno es muy excepcional y puedo dar muchas razones para justificarlo.
Sin embargo, cada vez más prefiero volver a esa intuición inicial de Ba-
rros Arana en el primer texto escolar de Historia de Chile en 1857, que
dice –lleno de prejuicios ilustrados que hoy podemos limpiar– que la for-
taleza de Chile fue la pobreza de su vida colonial. Nuestra debilidad colo-
nial es nuestra fortaleza republicana. Y hoy lo interpreto como que la na-
ción moderna tuvo que enfrentarse a una sociedad corporativa débil, donde
las instituciones republicanas tuvieron una oposición menos activa y arti-
culada. Como si esta “levedad” corporativa hubiera permitido que el pro-
yecto liberal se asentara.
Pienso que en el caso chileno, el proyecto liberal enfrentó menos
oposición, pero también profundas inercias. Esta característica, que he
denominado nuestra soledad, fue una de las principales, especialmente
en la construcción cultural de la nación. ¿Cómo se crea este pueblo del
REVISITANDO CHILE

Estado liberal cuando el pueblo no existe? No solamente no existe, sino


que el Estado trata de llegar al pueblo real para transformarlo en el pueblo
ideal, logrando con mucha dificultad llegar efectivamente a él. No llega el
Estado ni el párroco y si es que lo hace, es con mucha dificultad.
Así, nuestra soledad decimonónica para la construcción del Estado
liberal es un tema clave de nuestra historia actual, es la tensión de cons-
truir un proyecto moderno con las dificultades e inercias que enfrenta.
Este Estado liberal, sin embargo, consigue crear una institucionalidad
que, nuevamente en lo que respecta a la región, resulta bastante eficaz. Ésa
es una característica fundamental de nuestra historia republicana. He di-
cho otras veces que hemos tendido a confundir nuestra tradición institu-
cional con nuestra tradición democrática. Si la primera la creo fuerte, la
segunda me parece más débil; sin embargo, ha sido la fortaleza de las
instituciones la que en muchas oportunidades ha permitido resolver la
incorporación de nuevos grupos a la cohesión, con menos violencia que
en otros países.
534 A la característica de nuestra institucionalidad –y se desprende en
parte de ella–, el Estado Liberal agregó la fuerza de una sociedad jerárqui-
ca. Una sociedad jerárquica y profundamente rural, por cierto, donde prevale-
cen hasta muy tarde los vínculos de protección y obediencia por sobre los
de carácter igualitario del derecho.
Creo que la respuesta entre exclusión y cohesión se da en Chile a
través de las instituciones, más que a través de la rebelión. No porque no
las haya ni tampoco violencia (que las hay) sino porque la presión por
ingresar al sistema la veo más cercana a la matriz liberal y democrática de
exigir derechos, que a la de empuñar las armas. No soy muy original en
esto, pero se ha dicho que la figura de Recabarren, en oposición a la de
Pancho Villa o a la de Zapata, son arquetipos de formas de ingresar, de
abrir, de cambiar el sistema, y el nuestro es siempre, al final, de matriz
ilustrada.
Por último, las características que quiero destacar son la pobreza, la
soledad, la ruralidad y el salto urbano, la sociedad jerárquica, la sociedad
institucionalizada y la exclusión dentro de una cohesión movible.
Esto implica debilidades y fortalezas, si es que creemos que hay un
proyecto común. Me interesa mucho más formular si éste existe y es posi-
ble, que si hay la posibilidad de una historia común. Y, en ese sentido, la
primera vez que se plantea un proyecto común posible es en 1810. Desde
esa perspectiva, sigue siendo un tema tan válido, sobre todo con la crisis
del Estado nacional, pero con la permanencia cada vez más triunfadora de
la idea de la igualdad o de la ciudadanía.
Las debilidades ya las he destacado: la de nuestra cultura democráti-
ca que nace más como una oferta inicial de la elite, desde el Estado, que
como un reclamo de la sociedad.
H ISTORIAS , IDENTIDADES , TRASLACIONES

Sigo creyendo que nuestra gran fortaleza es nuestra institucionali-


dad, que permite de alguna forma negociar el tema de la inclusión a este
concepto del derecho común.

Creo que hay una historia en un sentido empírico, en el sentido que nos afectamos
mutuamente. Por lo mismo, la historia se va haciendo global y hoy lo es
plenamente. En la nación moderna –vuelvo inevitablemente a 1810– se
acentúa profundamente esa forma de afectarnos por el crecimiento del
Estado que nos influye mutuamente desde lugares muy distintos.
¿Existe una historia de Chile? Sí. Existe una historia nacional, la de
la formación de la nación moderna con sus cohesiones y exclusiones, pero
con sus evidentes dependencias. En ese sentido, puede haber muchos re-
latos, pero no creo que la historia de Chile sea una suma de partes. Pienso
que sí es la de los vínculos: cómo unos se han afectado con otros.
Ahora bien, esta constatación empírica tiene efectos políticos, ideo-
lógicos y éticos. Si no hay una historia común, ¿en qué sentido podría
haber una sociedad de la cual se exigen derechos? El solo exigir éstos 535
supone la existencia de una comunidad –imperfecta, injusta, desigual–
ligada por lazos jurídicos ineludibles, cuya concreción específica y particu-
lar está determinada por una historia común.
REVISITANDO CHILE

IDENTIDAD NACIONAL E IDENTIDAD REGIONAL EN CHILE


MITOS E HISTORIAS

Jorge Pinto
Historiador

536 E l tema de la identidad parece agobiar a los chilenos. A veces traslucimos


la impresión de necesitar permanentemente un espejo para observar cómo
nos vemos y cómo nos ven. Ambas actitudes forman parte de nuestra
identidad, reflejando para algunos una búsqueda casi angustiosa; para otros,
un esfuerzo por corregir defectos y ocultar una forma de ser que denuncia
nuestra piel y conductas cotidianas. Aunque esta última observación se
ha hecho extensiva a todos los latinoamericanos, en el caso de los chile-
nos se transforma en una verdadera obsesión: al fin, nos hemos convenci-
do de que somos los ingleses de América y que Chile, tal como decía Vi-
cente Pérez Rosales en el siglo XIX, es un pequeño rincón de Europa
colocado a miles de kilómetros de distancia.1
Esta breve introducción reconoce ya la existencia de una identidad
nacional que parece haberse construido muy tempranamente en Chile,
casi junto con la Independencia. El proceso de construcción del Estado
estuvo, precisamente, acompañado de la construcción de la nación y de
una identidad que se apoyó en valores que nuestros grupos dirigentes
quisieron atribuir al “ser nacional”. Para ello se recurrió a las instancias
jurídicas (preferentemente a las Constituciones, y entre ellas destaca la de
1823, conocida como la “constitución moralista de Egaña”), a la educa-
ción y a la historia. Los grandes historiadores liberales del siglo XIX juga-
ron un rol fundamental, influyendo en una clase política que hará suyo el
discurso positivista del progreso.
La Guerra del Pacífico fue el primer examen de esta identidad. No
son pocos los autores que creen que, gracias a ésta logramos triunfar fren-
te la Confederación Perú-boliviana. Este hecho nos habría permitido trans-
formar la guerra en una de carácter nacional, a diferencia de Perú y Boli-
via, donde todavía conflictos internos habrían impedido esa transformación.
H ISTORIAS , IDENTIDADES , TRASLACIONES

En realidad, desde 1810 hasta 1879 asistimos en Chile a un interesante


proceso que deja de manifiesto los esfuerzos de quienes nos gobiernan
por transformar a Chile en una gran familia, dispuesta a reconocer las
normas del Estado, “patriota” y “leal” a éste.
Éste es un proceso; pero otro, muy distinto, es el que se produce
respecto del grado de adhesión que provoca este prototipo entre los chile-
nos. Es cierto que la identidad nacional es innegable y que todos los que
nacimos en este territorio vivimos con la sensación de formar parte de un
“ser nacional” que nos da identidad; sin embargo, permanentemente es-
tamos cuestionando los valores, prácticas y costumbres de ese “ser”. Cons-
truimos una identidad, pero no nos gusta el traje que vestimos. Por eso
queremos cargar un espejo para mirarnos o indagar cómo nos ven.

Una identidad forzada: la imitación europea


Una de las claves para entender esta paradoja tiene relación con los
esfuerzos que se hicieron por dotar al chileno de una identidad despojada
de los valores ancestrales de nuestros pueblos originarios y confundirlo 537
con un europeo, que deja fuera del “chileno” al mapuche y al indígena, en
general. A lo largo de toda nuestra historia encontramos innumerables
voces de protesta que denuncian esta suerte de soberanía abandonada o
servilismo encubierto. Francisco Bilbao fue uno de los primeros en refe-
rirse a ello, al promediar el siglo XIX, exigiendo recuperar nuestro espíritu
y liberarnos “del servilismo espiritual de la Francia”.2 Esa misma libertad
de pensamiento y afirmación de lo propio proclamó Andrés Bello.
La nación chilena –decía en 1842– no es la humanidad en abstracto;
es la humanidad bajo ciertas formas especiales; tan especiales como
los montes, los valles y ríos de Chile; como sus plantas y animales;
como las razas de sus habitantes; como las circunstancias morales y
políticas en que nuestra sociedad ha nacido y se desarrolla (…) No
olvidemos que el hombre chileno de la Independencia, el hombre
que sirve de asunto a nuestra historia y nuestra filosofía peculiar, no
es el hombre francés, ni el anglo-sajón, ni el normando, ni el godo,
ni el árabe. Tiene su espíritu propio, sus facciones propias, sus instin-
tos peculiares (…) Jóvenes chilenos –agregaba Bello–, aprended a
juzgar por vosotros mismos; aspirad a la independencia del pensa-
miento.3
Lamentablemente, por aquellos mismos años, la mirada de la clase
dirigente y de la mayoría de nuestros intelectuales se había volcado a Eu-
ropa, apoyada en una descalificación de lo propio, cuyos primeros indicios
encontramos en El manuscrito del Diablo, de Lastarria: nada o muy poco de
lo nuestro tiene valor, los chilenos formamos una especie de raza inferior
que sólo se podría regenerar si estimulamos la venida de inmigrantes eu-
ropeos. Así pensaban Esteban Echeverría, Sarmiento y Alberdi en Argen-
REVISITANDO CHILE

tina y, en Chile, Vicuña Mackenna se encargó de llevar las cosas casi a los
extremos. Las ideas difundidas por el conde A. de Gobineau en su Essai sur
la inégalité des races humaines, publicado en París entre 1853 y 1855, que
proclamaban la superioridad de la raza blanca y la degradación del mesti-
zo, ganaron adherentes en un continente que, paradójicamente, estaba
poblado en su mayor parte por mestizos.
Nuestra identidad fue creciendo, así, en medio del conflicto de que-
rer ser lo que no éramos y también las voces disidentes que denunciaban
esta contradicción, testimoniada por numerosos escritores y ensayistas.
Tal vez los ejemplos más nítidos, a comienzos del XX, sean Enrique Mac-
Iver, Augusto D’Halmar, Januario Espinoza, Francisco Antonio Encina y,
muy especialmente, Vicente Huidobro, con su Balance patriótico.4
Desde otro punto de vista, Recabarren protestó también por la exclu-
sión de otros sectores de aquella “chilenidad” fundada en el XIX. “No es
posible, decía Recabarren, mirar a la nacionalidad chilena desde un sólo
punto de vista, porque toda observación resultaría incompleta”. Chile no
538 es uno, existen, al menos, ricos y pobres y los pobres poco tienen que ver
con este país. “Yo mismo miro en torno mío (...) –agregaba Recabarren–
miro en torno a la gente de mi clase (...) miro el pasado a través de mis 34
años y no encuentro en mi vida una circunstancia que me convenza que
he tenido patria y que he tenido libertad”.5
El Chile que celebraba la Independencia no era el Chile de Recaba-
rren; tampoco el de los mapuches discriminados, de los mestizos segrega-
dos y de las mujeres postergadas. A pesar de los esfuerzos por incorporar-
los forzadamente a la nación, como toda creación artificial, el país mostraba
trizaduras muy severas. Toda América estaba viviendo el mismo drama.
Al hacernos nacionalistas, decía Vasconcelos en México, nos derrotamos a
nosotros mismos. Los creadores de nuestro nacionalismo fueron, sin sa-
berlo, los mejores aliados del sajón, nuestro rival en la posesión del conti-
nente.6 El venezolano Rufino Blanco Fombona fue todavía más lejos. En
un artículo publicado en 1912, decía que hemos sido a menudo monos,
loros, repetidores de Europa, pueblos sin alma o con un alma que imita la
de los pueblos cuyos libros leemos. “No somos hombres de tal o cual país;
somos hombres de libros; espíritus sin geografía, poetas sin patria, autores
sin estirpe, inteligencias sin órbita, mentes descastadas (...) No somos crea-
dores. Poseemos espíritu femíneo. Necesitamos de fecundación para parir.
Somos poetas fecundados”.7
En este continente con hombres sin geografía y que se mueven al
impulso de corrientes que llegan de Europa, los propios hijos de la tierra
no tenían espacio y si lo tenían era para desgracia de nuestro propio con-
tinente. Por eso, el argentino Carlos Octavio Bunge vio al indio sin futuro,
“avergonzado, corrido, ofuscado, aniquilado por la civilización” y al mu-
lato, “irritable y veleidoso como una mujer (...) fuerte de grado y débil por
H ISTORIAS , IDENTIDADES , TRASLACIONES

fuerza”. Mestizos y mulatos, decía Bunge, son “impuros ambos, ambos


atávicamente anticristianos, son como las dos cabezas de una hidra fabu-
losa que rodea, aprieta y estrangula, entre su espiral gigantesca, una her-
mosa y pálida virgen: ¡Hispano-América!”.8
La imagen de Bunge no puede ser más dramática: nuestro continen-
te estrangulado por nosotros mismos; por aquéllos cuyo drama consistía,
precisamente, en ser excluidos y aplastados por una cultura oficial que
intentaba construir una identidad que poco o nada tenía que ver con no-
sotros, una identidad que arrancaba de la imitación y el espíritu femíneo
que denuncia Blanco Fombona. No sin razón Manuel González Prada lle-
gó a decir, en 1908, “donde se lee barbarie humana tradúzcase hombre sin
pellejo blanco”.9 Por eso, y para volver sobre Chile, nuestro carácter de-
nuncia esta contradicción. Chile es un pueblo de gente triste, escribía Joa-
quín Edwards Bello. El nuestro es un pueblo escéptico, deprimido, soca-
rrón, que ha perdido la fe en el futuro y no confía en su suerte.10
Alberto Cabero sostenía
que nuestra raza es reservada, reflexiva, triste por atavismo (...) Nues- 539
tro pueblo, serio, taciturno, sombrío, resignado, parecería una raza
servil si no tuviera para desmentirla su masculinidad, sus soberbios
arranques de altivez, su orgulloso desdén por otros pueblos, por el
dinero y por la vida (…) Esta tristeza –agregaba más adelante– ha
contribuido a acrecentar en las clases pobres la sequedad de carácter,
el fatalismo, la rudeza con los niños y los animales.
El chileno no ríe, no baila y no canta sino estimulado por el alcohol.
La letra quejumbrosa, angustiada o nostálgica de nuestras “tonadas”, ex-
presa la tristeza que el chileno lleva impregnada en el alma.11 “Como Tar-
tarín, nuestro hombre está siempre en guardia; esperando siempre que se
le ataque, se le explote, o lo que más teme, que se rían de él”, concluía
otro ensayista en 1945.12
Leíamos a Cervantes –escribió Mariano Latorre, el célebre novelista
y criollista chileno– y a los novelistas picarescos, y más tarde, a Pere-
da y a Galdós. Y conocimos así, muy bien, a los pescadores de San-
tander y a los burgueses madrileños, pero yo me preguntaba a toda
hora: ¿Y Chile? ¿No existía Chile? ¿No eran dignos de ser héroes
novelescos los pescadores del Maule y de otras regiones? ¿Y nuestro
paisaje, con la novedad de sus selvas, de sus ríos indómitos y de sus
misteriosos ventisqueros?13
Poco pudo hacer el “criollismo” en sus esfuerzos por salvar lo nues-
tro. Un autor de nuestros días recuerda las andanzas de Carlos Valdés Váz-
quez, un joven santiaguino que recorrió el país vestido de huaso en 1930,
tocando y bailando cuecas en las principales ciudades de Chile. “Si hubie-
ra en Chile muchas personas que como Carlos Valdés Vázquez se ocupa-
ran de lo nuestro, escribió un redactor del El Diario Ilustrado el 22 de enero
REVISITANDO CHILE

de ese mismo año, podríamos aspirar a crear una raza sólida, empañada
de tradiciones, bien chilena, bien criolla”.14
Muy poco de esto hemos hecho, sin embargo, los chilenos. Tal vez
por eso, nos hemos transformado en personajes tristes y temerosos, a pe-
sar de la aparente agresividad que algunos creen nos caracteriza. En imi-
tadores eternos, en convencidos de que nuestro destino no está en la
América morena, sino muy lejos, en los países desarrollados con los cuales
anhelamos mimetizarnos. Es el resultado de una larga historia de exclu-
sión, ocultamiento, avasallamiento, imitación y renuncia de lo propio que
carga nuestra identidad nacional.

Identidad nacional versus identidad regional


Cuanto hasta aquí hemos dicho, refleja una arista del tema que estamos
comentando. Otra, no menos importante, es la que tiene que ver con el
impacto que tuvo la construcción de la identidad nacional en las identida-
des regionales. Esta vez, quisiera partir de mi propia experiencia. Nací en
La Serena, aunque mis primeros años transcurrieron en Punitaqui, un
540
pequeño pueblo minero de los alrededores de Ovalle. Más tarde pasé a
Antofagasta y Tocopilla, para volver a Antofagasta a cursar la Enseñanza
Media en el Liceo de Hombres de esa ciudad. Mis estudios universitarios
los hice en Valparaíso y allí trabajé hasta 1973. Luego de un paso por
Inglaterra, retorné a La Serena, para instalarme, finalmente, en Temuco,
donde enseño desde hace 20 años. Nunca he vivido en Santiago y sólo
muy ocasionalmente, y siempre de paso, he trabajado en la capital. He
visto Chile desde las regiones, lo he vivido desde allí y he podido apreciar
en carne propia lo que esto significa.
Chile ha crecido con una cabeza descomunal que se empeña en con-
centrarlo todo dentro de sí, con evidente perjuicio para las regiones. En
estas, la identidad nacional se vive con un dejo de pesar y con fuertes
recriminaciones respecto de lo que significa el Estado para el resto del
país. En el siglo XIX las regiones se alzaron en armas: la llamada Guerra a
Muerte y las revoluciones de 1851 y 1859, expresaron el anhelo de lograr
un desarrollo más orgánico y con respeto a la diversidad regional. Esto se
siente con mucha fuerza en la Araucanía, manifestándose en la concien-
cia de vivir atrapados por un cúmulo de paradojas que nos obligaron a
transitar, en el siglo XX, por caminos no previstos.15
Desde nuestro punto de vista, la Ocupación de la Araucanía en el
siglo XIX desintegró un viejo espacio fronterizo que se había configurado al
sur del Biobío en el siglo XVII, provocando fisuras sociales que aún no cica-
trizan y colocando a la región en una situación de extrema vulnerabilidad.
Nuestros indicadores son tremendamente negativos y lo que podemos es-
perar de su gente no es demasiado. Concertar voluntades y soñar con pro-
yectos colectivos en la región se torna cada vez más difícil.16 ¿Qué pasó en
nuestra región? ¿Por qué nuestros índices de competitividad son tan ba-
H ISTORIAS , IDENTIDADES , TRASLACIONES

jos? ¿Por qué podemos esperar tan poco de su gente? La respuesta es


compleja; sin embargo, a modo de hipótesis, sostenemos que la ocupación
de la región por parte del Estado y la inmediata desarticulación del espacio
fronterizo desataron desconfianzas que nos han dejado atrapados en una
serie de paradojas que explican la fragilidad de una región que aún no se
recupera de aquella desintegración.
La primera paradoja está asociada a los cambios que se produjeron
en la economía. La región fue ocupada para sostener un modelo de “cre-
cimiento hacia fuera”, abandonado, justamente, cuando concluía la ocu-
pación. Sucesivos cambios en el futuro, nos ubicaron en la retaguardia, pro-
vocando la sensación de que llegamos tarde a la historia. A esta paradoja, se
agrega una segunda: el fracaso de la utopía agraria. La ocupación de la Arau-
canía se había inspirado en un proyecto tendiente a transformar a sus ocu-
pantes en pequeños colonos, que dejaron de existir cuando el latifundio,
basado en el abuso y expropiación indiscriminada de tierras, lo enterró para
siempre, con evidente perjuicio para miles de campesinos llegados del valle
central, algunos colonos extranjeros y el propio pueblo mapuche. La inmi- 541
gración europea tampoco dio los resultados esperados, tercera paradoja,
levantando discursos encendidos que recogieron voces acusadoras que de-
nunciaron una supuesta política antichilena del Estado en perjuicio de com-
patriotas que terminaron enriqueciendo a inmigrantes que 20 o 30 años
antes llegaron en lastimosas condiciones a Chile. A estas tres paradojas se
agregó una cuarta: el fracaso de la incorporación, integración o extinción
del mapuche. Los mapuches no se incorporan plenamente a la nación chi-
lena, tampoco se les pudo extinguir y transformaron la reducción en un
espacio de recreación de su propia cultura que hoy se manifiesta con fuerza
y con demandas que han colocado al Estado en una verdadera encrucijada.
Por lo mismo, se genera una última paradoja: las fragilidades del Estado
nacional. En el fondo, creemos que lo que fracasó en la Araucanía fue el
intento de cerrar el círculo que diera por terminado el proceso de construc-
ción de ese Estado, el gran anhelo de los grupos dirigentes en el siglo XIX.
Se logró, en cierta medida, crearlo y desarrollar casi todos los mecanismos
para que pudiera intervenir la sociedad y cautelar el orden. Sin embargo,
ese Estado no consiguió transformarse plenamente en un Estado nacional.
Fue y sigue siendo uno de facciones, dirigido desde Santiago, que no logra
involucrar a toda la población chilena, dejando vacíos por donde fluyen
identidades étnicas y regionales que reclaman reconocimiento en el país.
La nación chilena tiene apenas doscientos años, decía un dirigente
mapuche en 1998, en una de las primeras protestas de estos últimos años;
la mapuche, en cambio, más de mil. Somos diferentes y reclamamos respe-
to por nuestra diferencia. “Ustedes vienen desde lugares muy remotos”,
decía Domingo Namuncura a un grupo de dirigentes indígenas reunidos en
el Primer Congreso Nacional de Pueblos Atacameños, en 1998. “Pero no es
REVISITANDO CHILE

sólo un asunto de distancias. Ustedes vienen desde largas injusticias y des-


pués de atravesar por muchas discriminaciones”.17 La conciencia de estas
injusticias y discriminaciones son las que ponen en tela de juicio el carácter
de nuestro Estado y la solidez de esa identidad nacional, basada en la imi-
tación europea y desprecio por nuestras raíces ancestrales y regionales.

1. Vicente Pérez Rosales, Ensayo sobre Chile (Santiago: Imprenta Ferrocarril, 1859). Citado
también por Francisco Javier Pinedo, “Visión de Chile en Vicente Pérez Rosales”. En Mario
Berríos y otros, El pensamiento en Chile, 1830-1910 (Santiago: Nuestra América Ediciones,
1987), p. 68.
2. Francisco Bilbao, La América en peligro (Santiago: Ediciones Ercilla, 1941), pp. 49-51.
Sobre estos planteamientos de Bilbao véase también el artículo de Pablo Guadarrama, “Pen-
samiento filosófico e identidad cultural latinoamericana”. En Heinz Dieterich (Coord.),
Nuestra América frente al V Centenario, (Bogotá: Editorial El Búho, s.f. (1992)) y la edición de
la obra de Bilbao El evangelio americano, (Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1988).
3. Andrés Bello, “Modo de escribir la Historia”. En Leopoldo Zea (Comp.), Fuentes de la
cultura latinoamericana, (México D.F.: FCE, 1993), 3 vols. Vol. I, p. 193.
4. Comentarios más extensos sobre estos planteamientos con identificación de las obras de
542 los autores citados en este párrafo en Jorge Pinto, De la inclusión a la exclusión. La formación
del Estado, la nación y el pueblo mapuche. Instituto de Estudios Avanzados, Universidad de
Santiago, Santiago, 2000.
5. Luis Emilio Recabarren, “Ricos y pobres”. Conferencia pronunciada en Rengo el 3 de
septiembre de 1910. En Obras escogidas, Tomo I (Santiago: Editorial Recabarren, 1955), pp. 57-
98. Las citas en pp. 59 y 73.
6. José Vasconcelos, Raza cósmica. Misión de la raza iberoamericana, México D.F.: Espasa-
Calpe, 1966), p. 18.
7. “El Modernismo y los poetas modernistas”. Citado por María T. Martínez Blanco, Iden-
tidad cultural de Hispanoamérica. Europeísmo y originalidad americana. (Madrid: Editorial de la
Universidad Complutense, 1988), pp. 141-142.
Nuestra América (1903). Citado por M. T. Martínez Blanco, op. cit., pp. 167-171.
8. “Nuestros indios”. En José Carlos Rovira, Identidad cultural y literatura (Alicante: Gráficas
Estilo, 1992), pp. 135-143.
9. Estas expresiones las vertió en un artículo publicado en La Nación en 1936, citado por
Hernán Godoy, El carácter chileno, p. 283.
10. Alberto Cabero, Chile y los chilenos (Santiago: Imprenta Cervantes, 1940, pp. 152-153.
11. Galvarino Guzmán, Mañas criollas (1945). En Hernán Godoy, op. cit., pp. 330-338. La
cita en p. 334.
12. Citado por Hernán del Solar en la edición de la obra de Mariano Latorre, Chile, país de
rincones (Santiago: Editorial Universitaria, 1996), p. 12.
13. Citado por Patrick Barr, “Idealismo rural e identidad nacional. Imágenes del campo en
las esferas urbanas del cono sur en el siglo XX”. En Boletín de Historia y Geografía, Nº 13,
Universidad Católica Blas Cañas, Santiago, 1997, pp. 103-113. La cita en p. 111.
14. Los comentarios que vienen a continuación resumen algunas apreciaciones del autor
respecto de lo que ocurrió en la Araucanía durante el siglo XX y que se están profundizando
en el Proyecto de Investigación “La población de la Araucanía durante el siglo XX, 1895-
1992”, aprobado por Fondecyt en 2001.
15. Eugenio Ortega, “Desarrollo humano en Chile, 1996”. En clase magistral dictada en la
Universidad de la Frontera, 1997. Según un cuadro que incluye este autor, la competitivi-
dad en la región alcanza un índice 2 contra 100 de Santiago.
16. Eugenio Ortega, “Desarrollo Humano en Chile, 1996”. En Clase magistral dictada en la
Universidad de la Frontera, 1997. Según un cuadro que incluye este autor, la competitivi-
dad en la región alcanza un índice 2 contra 100 de Santiago.
17. Domingo Namuncura, Ralco, ¿represa o pobreza? (Santiago: Lom, 1999), p. 44.
H ISTORIAS , IDENTIDADES , TRASLACIONES

EL BICENTENARIO BAJO UN PRISMA DE


SANO ESCEPTICISMO

Bernardo Subercaseaux
Profesor de Literatura

M e gustaría aclarar desde dónde hablo, pues no lo hago desde ninguna 543
disciplina en particular. Tengo formación en literatura, pero también en
arqueología. Se trata, por lo tanto, de una combinación entre una discipli-
na positivista empírica, y otra que no lo es. Más bien hablo, entonces,
desde la no disciplina o, si se quiere, desde la indisciplina que se mueve y
transita libremente por cualquier parte.
Me he preocupado del tema de la identidad chilena por una circuns-
tancia casual y por labor académica, a partir de un interés por la historia
de la cultura. Realmente, no me había interesado en forma específica de la
identidad chilena, o de la identidad nacional, hasta que se me invitó a un
seminario de la Soberanía y Defensa Nacional, en que el auditorio estaba
compuesto fundamentalmente por altos oficiales de las tres ramas de las
Fuerzas Armadas y personeros de gobierno que querían reflexionar sobre
el tema de la identidad y de la defensa nacional.
Para ese entonces preparé una intervención, con una actitud un poco
cautelosa, porque tenía un poco de temor de que el tema se tomara muy
en serio, acordándome de lo que había sido la doctrina de seguridad na-
cional y las vinculaciones de la defensa con una concepción demasiado
cerrada de la identidad nacional, llena de metáforas organicistas, de metá-
foras del cuerpo, en que se veían tumores y cánceres por distintos lugares.
Lo que hice esa vez, es lo mismo que trataré de efectuar ahora: una
suerte de pedagogía sobre el concepto de identidad nacional, refiriéndo-
me a la visión, en cierta medida sustancialista, que está implícita en la
propia pregunta por ella. ¿Existe la identidad chilena? De alguna manera es
una interrogante por la existencia, pero hay una suposición velada en
ella: la de que la esencia precede a la existencia y no al revés.
REVISITANDO CHILE

En ese seminario con las Fuerzas Armadas, lo primero que hicimos


fue una suerte de reflexión en voz alta del concepto de identidad, en el
sentido de las dimensiones discursivas que contiene, de las dimensiones
imaginarias. Tomando a autores como Benedict Anderson y otros que han
revisado el tema de la identidad resaltando su dimensión inventiva, su
dimensión de relato y de constructo discursivo, pero también hablando de
las dimensiones prediscursivas de la identidad y del tema de la nación.
Porque se trataba de identidad nacional, y por lo tanto era necesario acla-
rar el carácter de la nación entendida como una forma de territorializa-
ción moderna del poder, a partir de la Independencia y de la matriz ilus-
trada. Señalábamos en esa oportunidad dos vertientes para comprender la
nación: la ilustrada, que conlleva fundamentalmente una definición polí-
tica de la nación como territorialización del poder. La otra es la vertiente
romántica, principalmente del romanticismo alemán, en que la comuni-
dad nacional está asentada en elementos culturales y espirituales, donde
más que un territorio definido políticamente, la nación es un espíritu o
544 una comunidad espiritual, como plantea Renan. Estas dos vertientes im-
plican y enfatizan dimensiones distintas de la identidad nacional: en un
caso la unidad histórico-política y en el otro, la lengua, la idiosincrasia, las
costumbres, etcétera.
También hablamos de identidades culturales y de su diversidad
contemporánea. Por ejemplo, las identidades deportivas, las locales, las de
edad o de género; nuestra intención era abrirle a ese auditorio la mirada
sobre el tema de la identidad más allá de los rituales de la bandera y de la
Guerra del Pacífico. Asimismo, planteamos una cierta preocupación por el
tema de la identidad chilena, en especial como construcción histórica vin-
culada a la ideología de la homogeneidad. En este punto, mostramos a
través de diversas fuentes históricas, cómo operó en la elite y el Estado,
durante todo el siglo XIX y gran parte del XX, una ideología de la homoge-
neidad, una ideología abocada a la tarea de construir una nación de ciuda-
danos cuyos miembros debían estar unidos por una sola cultura y por un
conjunto de creencias, valores y tradiciones compartidas. El ideal asimila-
cionista del Estado-nación tendió a negar la diferencia cultural y de hecho
este ideal convirtió la diferencia y los particularismos culturales en una
desventaja. Por ejemplo, en procesos en que tenemos documentos oficia-
les, como el incentivo a la migración europea a Chile, o sobre la educa-
ción, se parte del supuesto e incluso se hace cierta ostentación de la idea
de que somos una nación homogénea, racial y culturalmente. A través de
estos ejemplos estábamos intentando un ejercicio de deconstrucción y re-
flexión; nuestra intención fue deconstruir la ideología de la homogenei-
dad con respecto a la identidad nacional.
Por otra parte, mostramos cómo en el caso chileno, a diferencia de
otros países de América Latina, la matriz ilustrada era constituyente de la
H ISTORIAS , IDENTIDADES , TRASLACIONES

identidad nacional desde los ámbitos del Estado; la cultura y la identidad


nacional han sido históricamente en Chile una suerte de vagón de cola de
la política, de allí que hemos hablado de un déficit de espesor cultural
socialmente circulante, puesto que las energías culturales –para bien o
para mal– han estado en nuestro país en gran medida dinamizadas desde
la dimensión de lo político, en cambio en otros países las energías cultura-
les han sido más bien dinamizadas desde lo étnico o desde lo demográfico.
En Chile, las energías culturales vinculadas a lo étnico y a lo demo-
gráfico, a pesar de que existían estaban latentes, no circulaban; piénsese
por ejemplo en la cultura mapuche que ha sido históricamente una cultu-
ra de gueto. El caso chileno es claramente diferente al de otros países de
América Latina. Por ejemplo, en Brasil la cultura afrobahiana del nordeste
es de origen étnico, se ha difundido por todo el país, nutriendo la identi-
dad cultural brasileña, contribuyendo a una fuerte convocatoria de iden-
tidad nacional. Eso en Chile no ha ocurrido, no porque no hubiera identi-
dades culturales de base étnica o de base demográfica, sino porque la
construcción de la identidad nacional tiene entre nosotros una fuerte con- 545
notación ilustrada donde lo político arrastra a lo cultural. En ese sentido,
hablábamos no propiamente de un déficit de espesor cultural en el caso
chileno, sino de uno de espesor cultural circulante.
¿Es operativa la preocupación por la identidad chilena en relación a
esta operación político-cultural que es la celebración del Bicentenario?
A mi juicio la pregunta por la identidad en este contexto es plena-
mente válida. Debe apuntar a nuestra autoconciencia histórica, a la me-
moria histórica como tradición operante, a la diversidad cultural del país y
a lo que significa ser chileno a nivel de una experiencia fenomenológica.
Nosotros sabemos o intuimos que hay algo diferente cuando estamos con-
versando con brasileños, con mapuches, con chilenos, con argentinos, etc.
Creo que la pregunta por la identidad tiene en estos términos un factor
movilizador con respecto al rescate de la memoria, de la tradición y de lo
que tenemos en común en términos de idiosincrasia.
Por ejemplo, en el tema de la regionalización, que a menudo se con-
cibe desde el punto de vista administrativo-burocrático, que deja de lado
las dimensiones culturales y las identitarias. En este sentido, el problema
de la identidad no se puede enfocar desde la disciplina, es decir, algunos
de los documentos anteriores decían “nosotros somos historiadores y no
nos ocupamos de la identidad porque como historiadores nos ocupamos
de lo que cambia y no de lo que permanece”. En afirmaciones de esta
índole nos topamos con el tema de la autoridad de la disciplina, pero tam-
bién se construye conocimiento desde las rebeldías a la autoridad de una
determinada disciplina, y desde la discusión de otros ámbitos y espacios.
Entonces, el de la identidad chilena es un tema operante que podría
proyectarse a las demás dimensiones de la identidad, como la cultural, la
REVISITANDO CHILE

local, abriendo un abanico. Es un tema del que hay que ocuparse, pues
tiene convocatoria y movilización.
Participé, en Copiapó, en la Universidad de Atacama, en unas jorna-
das minero-culturales, y me encontré con sectores de la comunidad (pro-
fesores, agentes culturales de los municipios) preocupados por el tema de
los pirquineros como una posibilidad cultural de activar algunas fiestas
locales (como la de Toro Puyay, en Tierra Amarilla), el turismo o el rescate
del patrimonio. Son aspectos concretos en los que la preocupación por la
identidad es movilizadora.
La historia no es una simple operación de unos sujetos que se plan-
tean frente a un objeto externo a ellos, sino una en que los sujetos y los
objetos están contaminados de ida y de vuelta.
La realidad histórica es también, en cierta medida, un constructo in-
telectual, como es también una dimensión que está allí. Qué duda cabe de
que la Independencia fue un fenómeno concreto del pasado. Hay predis-
posiciones interpretativas en la hermenéutica del trabajo historiográfico,
546 y no cabe duda tampoco de que todo trabajo de esa materia implica una
cierta construcción mental, y la historia no se agota ni mucho menos en el
carácter objetivo de una realidad que estaría allí en el pasado. En ese sen-
tido, son interesantes algunas tesis contemporáneas como la de lo provi-
sional que es el conocimiento histórico. Por ejemplo, la idea de que nues-
tro conocimiento del pasado está limitado y es provisional debido a nuestra
incapacidad de dominar el conocimiento del futuro. Resulta claro que a
partir del atentado a las Torres Gemelas del 11 de septiembre de 2001, la
visión histórica de la Guerra Fría cambia totalmente, cambia nuestra vi-
sión del pasado.
Se debe comprender que la historiografía es una actividad plural,
cambiante, diversa, maleable. Así visto, resulta sumamente autoritario y
muy poco contemporáneo sostener el planteamiento de que existe una
sola historia. La historia de un país no es una piedra que está allí de una
vez y para siempre; por el contrario, hay una pluralidad de visiones que
no debieran ser recortadas.
Asimismo, es necesaria una modestia con el azar; el Bicentenario
puede tener cierta planificación, pero con una cierta humildad.
Vale la pena recordar lo que fue el Centenario de 1910, con todo
programado. Preguntémonos más bien qué es lo que es el Bicentenario o
el Centenario. Ellos son, de cierta manera, una escenificación del tiempo
nacional, una puesta en escena del tiempo nacional. Los países, las nacio-
nes, articulan esta escenificación del tiempo nacional.
En el caso del Centenario, todo estuvo planificado dos y tres veces;
murió un Presidente en Alemania, después el otro tuvo problemas; San-
tiago se inundó y la celebración estuvo a punto de suspenderse como dos
o tres veces. Es útil revisar y pensar en eso. Es bueno que exista una planifi-
H ISTORIAS , IDENTIDADES , TRASLACIONES

cación del Bicentenario; pero que se planifique la historia que se va a re-


crear es ya es una cuestión de otra índole, más bien horrorosa.
Entonces, creo que esto tiene que tener una afluencia, una maleabi-
lidad de acuerdo con las reflexiones contemporáneas de la historiografía,
en que de alguna manera se ha redescubierto que la historia, entre otras
cosas, es una operación lingüística, no hay que olvidarlo, una operación
de trabajo con el lenguaje, y por lo tanto, las visiones simplistas o dema-
siado positivistas o cientificistas de la historia, son frágiles.
En ese plano hay que pensar el tema de si existe una historia de Chile
o varias, vinculado, sobre todo, a la idea de que como operación político-
cultural, el Bicentenario debiera permitir que hablen y se expresen la ma-
yor cantidad y diversidad de voces. Porque en un mundo como el de hoy,
en que tiende a haber pensamiento único, por lo menos a nivel nacional,
no se debiera reproducir esa tendencia. Como dijo Andrés Bello en su dis-
curso inaugural de la Universidad de Chile: “todas las verdades se tocan”.
A propósito de 1910, he pensado qué ocurría en el pensamiento, en
la literatura, en la reflexión, en el ensayismo en ese período. De alguna 547
manera, en ese año había un desafío con respecto a la identidad nacional
que había construido el liberalismo en el siglo XIX; enfrentándonos a un
proceso de recomposición de la identidad nacional, desde una perspectiva
de integración en un Chile que era mucho más diverso. Estaba Baldomero
Lillo, con el mundo de las minas que no había aparecido en la escena de la
literatura. Estaba, en cierta medida, Mariano Latorre, que tenía la curiosa
propuesta de plantear que había catorce tipos de literatura en Chile, por-
que había catorce provincias. También estaban los que integraron las pers-
pectivas de la clase media, como Venegas o el tratamiento que le dio Nico-
lás Palacios a lo indígena.
Se expresó una gran tendencia a la integración y a la construcción de
una identidad que se hiciera cargo de las dimensiones de lo étnico, de la
diversidad sociocultural del país, de la diversidad de género (la problemá-
tica de las mujeres de los sectores medios fue representada por Amanda
Labarca, y de los sectores aristocráticos por Iris Echeverría).
La integración es el tema que va a circular desde el Centenario y la
elección de Arturo Alessandri Palma y que se proyectará a lo largo del
siglo XX. Ligada a la urbanización, a los medios audiovisuales; sin embar-
go, también esta macrotendencia es errática. Por ejemplo, en la época de la
Unidad Popular, hubo una glorificación de la identidad del trabajador, des-
conociendo o demonizando todas las otras dimensiones de la identidad
laboral que existían en el país. Después pasamos, pendularmente, a glori-
ficar la identidad del empresario, haciendo desaparecer a los trabajadores.
Se podría hacer la historia de esta macrotendencia de la integración
social al mismo tiempo que se podría hacer la contrahistoria, la de la des-
integración.
REVISITANDO CHILE

Otra macrotendencia es la democracia en sus más diversos aspectos.


Desde la democracia sin apellido, pasando por la democracia política, cul-
tural, de masas. Al igual que la anterior, es también errática. Hacer la histo-
ria de ella es hacer la del autoritarismo de distintos sectores. El común de-
nominador en ambos casos es lo errático: tal vez ésa sea una de nuestras
grandes macrotendencias, no sólo de Chile sino de toda América Latina.
Lamentablemente, en lo único en que no somos erráticos es en la
desigualdad. Leyendo las crónicas del problema social de 1905, de 1908 y
de 1925, de las referencias a las mansiones y el lodo, a las acequias y al
mármol, todo eso nos remite a las diferencias entre La Pintana, los campa-
mentos y La Dehesa. La segregación social y económica en sectores y ba-
rrios de Santiago es un continuum.
Estuve en Berlín Oriental, donde viven los obreros, y pude ver que
pese a que es muy gris, como uno lo imaginaba, refleja sin embargo una
sociedad mucho más integrada.
En Chile, durante todo el siglo XX hay una continuidad pasmosa,
548 abismal, de una desigualdad que la caridad no ha logrado solucionar. Vivi-
mos en esos mundos sin que a veces nos demos cuenta de ello. Al ver
otras realidades, en que esas desigualdades tan polarizadas no están pre-
sentes, pensamos que esa macrotendencia de la desigualdad es otra cara
del erratismo del país.
Cuando se está en una operación político-cultural como el Bicente-
nario, hay que referirse a macrotendencias relacionadas. Considero que
éstos son los temas que hay que solucionar; escenificando el tiempo na-
cional en función de ellos. La cuestión indígena (producto de la ideología
homogeneizante) y la desigualdad son, a mi juicio, tal vez los dos más
grandes desafíos a nivel país.
Mientras que como operación académica el Bicentenario y la identi-
dad no es de mucho interés, sí lo es como operación político-cultural. El
novelista inglés M. Foster dice: “si tuviera que escoger entre traicionar a
mi país y traicionar a un amigo, ojalá tenga las agallas para traicionar a mi
país”. Otra de Borges, que dice, “mentalmente el nazismo no es otra cosa
que la exacerbación de un prejuicio que sufren todos los hombres. La
certidumbre que su patria, su lengua, su religión, su sangre, son superio-
res a las de otros, y sobre todo, a las de los vecinos”.
Estas operaciones político-culturales que tienden a escenificar el tiem-
po nacional, me parecen útiles si son bien llevadas, pero creo también que
hay que mirarlas con un criterio de sano escepticismo.
H ISTORIAS , IDENTIDADES , TRASLACIONES

NADA QUE CELEBRAR Y MUCHO QUE CONVERSAR1

Elicura Chihuailaf
Poeta

N o soy historiador. Solamente quiero señalar un par de cosas. Estoy aquí 549
fundamentalmente por esa preocupación que se manifiesta sobre el Bi-
centenario. Para mí no es el hecho de cómo se celebrará sino más bien
insistir en que, para nosotros los mapuche, no hay nada que celebrar en
ése vuestro próximo Bicentenario.
La razón por la cual acepté ir a una de las sesiones de la Comisión
Verdad Histórica y Nuevo Trato y por la que estoy en la Comisión Bicente-
nario es para reiterar unas pocas cosas que he ido acumulando en el tra-
yecto de mi vivencia en la sociedad chilena. Comienzo contándoles que
nací y crecí en una comunidad mapuche, que comencé a ir a la escuela ahí
y, por lo tanto, tengo la necesidad de entender y de saber cómo sistemati-
zar la manera del habitar chileno que de todos modos tengo, puesto que
realicé mis estudios posteriores en el sistema educacional de este país.
Así, me habita quizá un orden, como dirían ustedes, “oscuro” (el
orden natural). La identidad, como se ha señalado, es algo que apunta a
“esencias” y los chilenos y las chilenas parecen tener pánico de asumir
esas esencias-vivencias, si se les puede llamar de tal modo. Pero los con-
ceptos son algo vivo y a veces se van tornando turbios, como lo que suce-
de con el mencionado concepto de “desarrollo” o modernismo. Mi expe-
riencia me indica que hay hechos internos y externos –insisto, no porque
sean esencia o quizás lo son, en eso uno nunca tendrá certeza, por eso la
digo entre comillas– que se asoman en contenidos que para nosotros como
mapuche están ahí, para bien nuestro o para mal de otros. Son las cuatro
ramas fundamentales que se reconocen en toda comunidad humana y
que constituyen el árbol de la identidad: un territorio, un idioma, una
historia y una manera de ser. Dimensiones que habitan en nosotros. Por
esto me parece que las experiencias que ha señalado el profesor Julio Pin-
REVISITANDO CHILE

to responden a mi preocupación respecto de las experiencias y los proce-


sos compartidos, pero también aquellos que no se han compartido.
Es así como nosotros, digo mejor, particularmente yo como mapu-
che, diverso dentro de la historia general de mi pueblo, asumo dentro de
mí, por ejemplo, los puntos de la denominada pacificación de los mapu-
che, consolidada en 1883; y la pacificación de los chilenos que curiosa y
coincidentemente fue en 1973. La pregunta es cómo una historia reciente
(poco más de 100 años), que yo –al igual que otros y otras mapuche– he
conocido a través de la vivencia de nuestros mayores, se confronta con
otras historias, incluso con algunas sensibles, de personas sensibles, como
por ejemplo la más reciente de Tomás Moulián, en la que no hay ni una
sola línea referente a la nación mapuche. Considero que este autor perte-
nece a un sector sensible y con el que nosotros tenemos afinidades desde
luego, porque sabemos dónde están nuestros adversarios. Esto es comple-
jo y merecería una explicación más extensa.
Existe el bullado discurso que plantea que los mapuche también so-
550
mos chilenos, puesto que nos regalaron esa nacionalidad; por lo tanto, aho-
ra somos mapuche y somos chilenos. Sin embargo, se nos excluye, no hay
una línea –o tal vez muy pocas y por lo mismo difíciles de encontrar– en la
cual esté nuestra presencia. Nuestros mayores dicen que la motivación de
nuestra vida es la visión de mundo sintetizada en el Itro Fil Mogen, es
decir, ver la totalidad: todo se incluye, nada se excluye, la integridad no
fragmentada de la vida, de todo lo viviente. Si va a seguir existiendo una
historia oficial, porque creo difícil que podamos por ahora, con efectivi-
dad, oponernos a que sea así, al menos que sea una historia que poco a
poco se vaya completando con las otras historias.
Esto es lo que hay que empezar pidiendo, deseando. Además, se debe
considerar que en nuestro caso no hay nada aparte de la Historia del pueblo
mapuche, de José Bengoa, la que también nos muestra a nosotros un cami-
no. Indudablemente, cuando estoy hablando de esta manera no estoy cul-
pando a nadie. Haciendo una precisión, habría que decir que este concep-
to tiene la carga de la Iglesia, con connotaciones que no me gustan; sin
embargo, hay carencias actuales que también tienen que ver con noso-
tros: No conozco hasta ahora una historia que esté siendo recogida por
nuestros historiadores. Me refiero a aquellos que, como en mi realidad,
han tenido la posibilidad de entrar a los dos sistemas. Nuestra historia
sigue siendo una historia oral y, por lo tanto, si se va a abordar desde el
punto de vista mapuche, tendrá que serlo desde lo que denomino “orali-
tura”, que constituye una búsqueda, un atisbo de respuesta. Se trata de
una escritura que esté respondiendo al pensamiento de nuestra gente, a
nuestra memoria y, por ende, implica asumir la validez predominante que
tiene para nosotros la oralidad.
Quiero manifestar mi preocupación por esta reflexión sobre la iden-
tidad chilena. Me preocupa, porque en mis clases, sobre todo de Sicología,
H ISTORIAS , IDENTIDADES , TRASLACIONES

con estudiantes que ya están terminando su carrera, se reconoce la moles-


tia, el desagrado, y a lo mejor hay un poco de estupefacción cuando se
piensa sobre ese tema; y se queda casi sólo en eso. Me parece absoluta-
mente grave porque, como lo he señalado en otras oportunidades, la his-
toria venidera de este país tiene que ver, precisamente, con una relativa
claridad respecto de cuál es esa identidad. Para mí, ello significa que no
hay todavía visos de reconocimiento de parte de los chilenos de su hermo-
sa morenidad.
No veo la posibilidad de valoración real, más allá del “discurso para
el bronce”, de lo que es la diversidad (con sus historias). Para ilustrar, en
una pregunta sobre la diversidad que nos hicieron en la Comisión Bicen-
tenario, a través de un escrito, con respecto a cuál diversidad –fundamen-
tos, documentos– nos habíamos referido en una de nuestras conversacio-
nes. Eso realmente me deja casi perplejo, constatando que la valoración
de la diversidad (otra vez) es sólo a nivel del discurso. Es la expresión de
una práctica superficial de los chilenos de expresar algo que en realidad
no están sintiendo, por medio de los eufemismos no sólo en la historia 551
sino en muchos otros ámbitos.
El chileno en estos momentos no se está (re)conociendo y, por lo
tanto, no está valorando su cultura propia y apropiada. Sin embargo, me
parece que hoy se abren posibilidades, pues el mundo de la “globaliza-
ción” está interpelando fuertemente a los chilenos y a las chilenas para
que puedan valorarse frente a esa diversidad que llega a través de internet
y, entonces, puedan asumir su identidad para que vean a las demás cultu-
ras, la nuestra entre ellas, y así podamos ser valorados como una cultura
más, imprescindible, ni mejor ni peor que la chilena.
Voy a hacer una última precisión. Según ha señalado José Bengoa,
existen esas “esencias” en permanente construcción. Creo en dicha cons-
trucción, porque, como dije, también me habita el mundo chileno y su
historia. Eso es lo que me cuestiona. No me cuestiona de ese modo el
mundo mapuche, que es mi universo profundo. Por ello es que busco el
diálogo con todas las culturas y, sobre todo, reconozco la necesidad y la
urgencia del diálogo con las chilenas y los chilenos.
La verdad es que cuando escucho nombrar apellidos como Morandé,
Subercaseaux, Valdivieso, Larraín, me parece que cada vez me siento más
lejano en este país. Como todos los indígenas, y particularmente como
mapuche, me tocó la obligación de acceder al sistema chileno, pero, como
alguien dijo, sigo “aparentemente convertido”. Me resulta así incompren-
sible la decodificación total de los códigos de la gestualidad chilena pese a
que los reconozco gracias a la experiencia de vivir las interculturalidades
de una manera bastante distinta a los chilenos. Soy parte de aquello que
algunos –como ha dicho Jaime Valdivieso– no quieren nombrar: lo indí-
gena, por eso soy parte también de lo popular. Puedo incluso reconocer la
REVISITANDO CHILE

faz de “lo chileno”. Alguna vez en Moscú, más que preocupado por inten-
tar ubicarme entre “signos al revés”, entendiendo lo mínimo, logré reco-
nocer una cara en castellano, en la gestualidad de una niñita. Hay cosas
que uno, indudablemente, en el misterio de la palabra no va a lograr com-
prender totalmente. No hablo por eso con certezas, la vida transcurre en
una permanente dualidad.
Siento que el país, la nación chilena, o como quiera llamársele, ha
cambiado muy poco. Nadie se hace la pregunta. Entonces, me vuelve a la
memoria ese libro de historia de Chile tan contemporáneo y leído y que
tiene una característica imprescindible para el mundo chileno, acorde con
sus principios del Centenario: estar absolutamente blanqueada. Porque,
aparte de la claridad y la hermosura en su escrito, no hay ninguna línea
en la que se haga referencia al mundo mapuche o al mundo indígena.
Vuelvo a recordar que una de las cosas que nos motivan en estas
reflexiones es intentar a lo menos un mínimo cambio en lo que fue, al
parecer, un documento surgido de la conmemoración del Centenario, que
552 se ha comunicado profusamente sobre todo en Europa y que explícita-
mente dice que “Chile es un país de blancos, donde no fue necesaria la
importación de negros y donde lo indígena es sólo reconocible al ojo del
experto”. Entonces, cuando leo esos apellidos, lo único que veo en sus
rostros es la morenidad que demasiados no han asumido hasta hoy día.
Me parece que el Bicentenario debiera interpelar respecto de si todos
tenemos que celebrar ese Bicentenario. Estoy aquí dividido, a veces pro-
fundamente angustiado, porque simplemente en esta ritualidad casi per-
dida de la conversación que, afortunadamente, al menos en algunos espa-
cios poco a poco se recupera, veo que no hay capacidad aún de reconocerse
y de ponerse en el lugar de sus otras / sus otros más allá de discurso.
Es largo, pero como lo he dicho, en realidad estoy sujetándome a la
necesidad de alcanzar a conocer mejor una sociedad (ojalá mejorada) en
la cual me toca desenvolverme y en la que mi gente, especialmente mis
hijas y mis hijos, tendrán que enfrentarse –ya lo están viviendo– a la dolo-
rosa comprobación de que si bien hay una preocupación incipiente, y en
alguna medida en crecimiento, de lo que es la identidad chilena, pasarán
muchos decenios para que los chilenos asuman su morenidad, para que se
valoren, se respeten, y nos valoren y nos respeten, y de una vez por todas
podamos asumir la ritualidad –en el sentido más profundo– de la conver-
sación.
Estoy diciendo esto sólo para recordarles que me habita –soy parte,
está en mí– una cultura que está muy lejos de celebrar este Bicentenario
que se aproxima, pues sufrió el “golpe” del Estado chileno, a finales del
siglo XIX. Para recordarles que hasta hoy seguimos sufriendo la denomi-
nada “pacificación” que siguen intentando consolidar. Es así como hoy, a
propósito de los medios de comunicación, aún subsiste la intención de
H ISTORIAS , IDENTIDADES , TRASLACIONES

mostrar a nuestros pueblos como bárbaros, incivilizados, incultos; porque


al parecer sólo se puede mirar la vida y concebir el universo infinito desde
una sola perspectiva. Es, me parece, la razón por la que aquellos que son
mucho más verdaderos que yo están asumiendo de manera más enérgica
nuestra lucha, que es una lucha por Ternura. Ello no significa la pérdida
del ánimo de ser entendidos, el permanente deseo de practicar el ritual de
la conversación, un arte dentro de nuestra cultura: el Nvtram.

553

1. El presente texto no es una ponencia, sino una edición realizada a partir de la interven-
ción oral que hiciera el poeta en una de las reuniones del Subcomité Identidad e Historia de
la Comisión Bicentenario con historiadoras e historiadores chilenos en 2001.
REVISITANDO CHILE

HISTORIA E IDENTIDADES DESDE EL MESTIZAJE

Maximiliano Salinas
Historiador

554 1. De lo uno y lo otro


A lo largo de nuestra historia y geografía, diversos grupos sociales y cul-
turales han propuesto una identidad colectiva en Chile. Hubo un tiempo,
desde mediados del siglo XIX, en que un sector social y cultural de elite
nos llamó los “ingleses de Sudamérica”, los “ingleses del Pacífico”. Fue
una forma de autoprestigiarnos delante de la máxima potencia del mundo
occidental de entonces. Desde París escribió Mariano Casanova en 1865:
“Nuestro crédito sube a las nubes. La opinión unánime de Europa
nos alaba y bendice (...) Todo el mundo nos observa (...) La historia,
la geografía de Chile están a la orden del día. La inmigración será
luego inmensa, y Chile habrá probado que es la Inglaterra del Pacífi-
co, como lo llama el Times”.1
Detrás de esa elegante etiqueta, sin embargo, se escondían situacio-
nes indignas. La desigualdad entre los habitantes del país era abismal. Ben-
jamín Vicuña Mackenna en 1876 afirmó que el 70% de la población de
Chile vivía en una cruel y lamentable inferioridad y “servidumbre”. ¿Quié-
nes eran entonces los “ingleses de Sudamérica”? “[Los] chilenos social-
mente hablando tienen más punto de contacto con los siervos de Rusia
que con los súbditos libres del czar.”2
En el siglo XX los intelectuales del tiempo de la Guerra Fría nos identi-
ficaron con los valores propios de la guerra, del “heroísmo de estirpe occi-
dental” o del “héroe trágico”.3 Con el objeto de asimilarnos al espíritu de la
Guerra Fría se plantearon exclusiones verdaderamente homicidas. Según
Benjamín Subercaseaux, en 1945: “Pero ocurre que en el mundo actual, lo
queramos o no, todo marcha y se valoriza sobre el padrón occidental, adul-
to, blanco y civilizado... La conclusión es obvia: todo lo que pretenda arras-
trarnos hacia las modalidades primarias, americanas, aborígenes, debe ser
H ISTORIAS , IDENTIDADES , TRASLACIONES

extirpado a toda costa... Así, pues, aunque parezca una contradicción, sal-
var a Chile es combatir con Chile (...) Es una tarea dolorosa, como la de
operarse a sí mismo en la carne propia y palpitante”.4
En estos ejemplos observamos que la formulación de la identidad de
Chile se afirmó mediante una lógica de contradicciones y exclusiones. Se
pretendió afirmar una identidad unívoca, arrogantemente victoriosa o
triunfal, pero irreal e inhumana en sus consecuencias. En más de un sen-
tido fue una “identidad asesina”.5 Es preciso pensar el problema desde
otros términos y desde otras lógicas. El esfuerzo que nos cabe en la com-
prensión de la identidad de Chile, más allá de las pasadas y pesadas arro-
gancias históricas de los siglos XIX y XX es aventurarnos en el reconoci-
miento de las constantes paradojas de nuestra real vida humana y colectiva.
Podemos y debemos legítimamente afirmar: somos occidentales, pero tam-
bién no somos occidentales. No somos ni occidentales ni indígenas. Nues-
tra identidad es la búsqueda de una armonía de múltiples tensiones opues-
tas. Al fin de cuentas, ahí radica el misterio vital del mestizaje en su ocurrir
y su transcurrir por la historia y la geografía de Chile. 555

Brindo, dijo un lenguaraz,


Por moros y por cristianos
Yo brindo por lo que venga
La cosa es brindar por algo.
Yo soy así, soy chileno, /.../
Soy barretero en el norte,
En el sur me llaman huaso, /.../
En la variedá está el gusto,
Donde me canso me paro, /.../
Yo quiero brindar por todo
–Ya me arranqué con los tarros-
Brindo por lo celestial
Y brindo por lo profano, /.../
¡Cómo no voy a brindar
Por griegos y por romanos,
Por turcos y por judíos,
Por indios y castellanos, /.../
Aquí no se enoja naiden
¡Vamos empinando el cacho!
Mañana será otro día /.../ 6

No hay punto fijo, no existe un proceso detenido ni determinado. La


historicidad mestiza no puede aprobar la afirmación identitaria del uno
sin el otro.
Uno de los relatos antiguos de la tradición popular chilena criticó el
proyecto de los borbones en la figura del famoso corregidor de Santiago
REVISITANDO CHILE

Luis Manuel de Zañartu. La estatura humana del perfecto funcionario del


Estado no tenía, a juicio del pueblo mestizo, ningún mérito si sólo se iden-
tificaba consigo mismo (corregidor, caballero de Oñate, edificador de mo-
nasterios, constructor del puente de Cal y Canto, etc.). Su definitiva digni-
dad humana –su “entrada al cielo”– sólo se reveló en función de su efectiva
apertura al otro, en la compasión y el amor con los pobres de la sociedad
chilena.7
El aporte sustancial de la sensibilidad mestiza a la identidad de Chile
es poner el tema en términos de las relaciones humanas y compasivas. El
proyecto identitario “Inglaterra del Pacífico” sólo aludió a un poder o una
posesión sobre las cosas y los hombres según las categorías imperialistas
del siglo XIX. El proyecto de la “guerra justa y guerra patriótica” durante
la Guerra Fría del siglo XX se movió dentro del individualismo del “héroe
trágico”. La identidad mestiza coloca sobre el tapete, por el contrario, un
tema primordialmente humano y de convivencia humana. De interpela-
ción y relación amorosa y dialógica entre semejantes. Por eso es de funda-
556 mental interés reivindicar el carácter festivo esencial –y por demás evi-
dente aunque solapado por las represiones o autorrepresiones sociales y
políticas– de la identidad chilena. En la fiesta ritual mestiza el uno se abre
al rostro del otro y de lo totalmente otro, bajo una imagen maternal, con
fervor, gratitud y honestidad:

¿Quién al mirarte, oh María,


Aunque sea un solo instante,
No siente el corazón palpitante
Embriagarse de alegría?
/.../
Para el Presidente de Chile
Os pido protección,
Pa´ legisladores y jueces
Y toda nuestra nación.

Para todos los romeros


Que hasta aquí hemos llegado,
Y hemos tenido la dicha
De contemplar tu rostro amado.8

2. De lo uno y lo múltiple
El tema de la historia “una” se remonta a los planteamientos del historia-
dor Polibio (210-125 a. c.), autor de una Historia general de Roma. Para él,
la historia era “una” como una era la dominación política romana.9 El
hacer y contar la historia “una” obedece, pues, a una concepción “unita-
ria”, imperial del poder político. En general, los relatos tradicionales o
H ISTORIAS , IDENTIDADES , TRASLACIONES

clásicos sobre la historia de Chile se han situado en este horizonte “mono-


lítico” de origen imperial. Se ha supuesto que la historia del país es el
despliegue de un sujeto omnipresente, omnipotente y único que, en su
origen, coincide con la elite política, económica o cultural proveniente de
la colonización europea de los siglos XVI y XVII. Éste fue indudablemente
el propósito de los historiadores coloniales. La historia “una” es el recorri-
do de un solo sujeto histórico. En nuestra historiografía ha sido el dar
razón de lo que podemos llamar el “blanco perfecto”. El blanco, varón y
adulto que, desde las tradicionales “sociedades perfectas”, el Estado y la
Iglesia católica de raíz colonial, ha trazado los derroteros fundamentales
del acontecer histórico. Liberales y conservadores de los siglos XIX y XX
discurrieron por esos caminos, ahora neocoloniales.
El desafío es poder reconocer que más allá de esa historia “una”, que
indefectiblemente es patriarcal y de dominación, han tenido lugar mu-
chas otras historias. Otros sujetos, y no sólo el blanco, varón y adulto, han
tenido su propia historicidad. Nuestra tarea en el presente es dar cabida y
legitimidad a esas otras historias de Chile. No sólo el blanco es el protago- 557
nista-héroe de la historia del país. Los pueblos originarios y los pueblos
mestizos no son sólo historias “imperfectas” y, por ende, subordinadas. No
sólo el varón es el protagonista-héroe de la historia de Chile. Las mujeres
y sobre todo las indígenas y mestizas no son sólo víctimas de las gestas y
relatos patriarcales de la historia. Desde su propia subjetividad y su propia
visión del mundo han creado su particular historia del país.10 En fin, no
sólo los adultos son los protagonistas-héroes de la historia de Chile. La
infancia y la juventud no son estados “imperfectos” del ser humano como
postuló el Occidente clásico (el niño irracional, estúpido, entregado a las
pasiones, de Aristóteles). La historia no es patrimonio exclusivo de los
“dueños” del mundo adulto. Creemos, con Gabriela Mistral, que “hay al-
guna monstruosidad en ser redondamente adulto”.11
El pensamiento imperial siempre temió que si no había “unidad” sólo
habría anarquía, caos, libertinaje. Desprestigiando a los pueblos origina-
rios, el Coronicón Sacro-Imperial de Chile denunció la “monstruosa poliar-
quía” de los mapuches en 1805.12 Fue la obsesión y el miedo de la unici-
dad contra la multiplicidad. Un pensamiento democrático, o al menos
postimperial, necesita abrirse a otra lógica. Se trata de recomponer en las
diversas historias de Chile el completo y verdadero rostro humano del
país, que es blanco y no blanco, varón y mujer, adulto y niño o joven. La
historia “una” del “blanco perfecto” –blanco, varón, adulto– sólo se com-
prende en los tiempos de la monarquía. Pero mantenerla a dos siglos del
fin de la época colonial es, más que anacrónico y narcisista, inhumano,
deshumanizante.13
REVISITANDO CHILE

3. Algunas tendencias del siglo XX


a) Los impactos de la sociedad occidental: En el espacio central de la histo-
ria de Occidente se vivieron experiencias nefastas para la humanidad como
las Primera y Segunda Guerras Mundiales y, todavía más, la posterior Gue-
rra Fría. Los viejos ideales humanistas predicados por Europa pasaron a ser
cuestionados de raíz. “‘Europa’ ha dejado de ser para mí un ideal: mientras
los hombres se matan los unos a los otros por la dirección de Europa, toda
división entre los hombres se me hace sospechosa. No creo en Europa,
sino en la Humanidad”, le confesó Hermann Hesse a Romain Rolland en
1917.14 Al recibir el Premio Nobel de la Paz, Willy Brandt en 1971 expresó
su temor frente a los estallidos de odio en el mundo del siglo XX: “Ningu-
na religión, ninguna ideología, ningún desarrollo brillante de la cultura,
excluye, con seguridad, que de las capas profundas del alma de los hom-
bres no pueda estallar el odio y arrastrar a los pueblos a la desgracia”.15
Este clima de agresividad extrema motivó, por su parte, respuestas que
exigieron límites también a nivel mundial frente a los atropellos a la vida
558 humana. Hechos inconfundibles de esta conciencia de la dignidad y la paz
humanas fueron la Declaración Universal de los Derechos Humanos adop-
tada por las Naciones Unidas en 1948, la creación de Amnistía Internacio-
nal en 1961, la encíclica Paz en la Tierra del Papa Juan XXIII en 1963, entre
otros notables acontecimientos mundiales.16 Chile estuvo cada vez menos
ajeno al contexto de la explosiva sociedad occidental. Durante la Guerra
Fría las violaciones a los derechos humanos y el aprecio por la causa de la
paz pasaron a ser temas cada vez más identificables para un mayor núme-
ro de chilenos. Ya desde la década de los cincuenta el movimiento organi-
zado de los trabajadores tomó conciencia de la necesidad de crear una
vida fundada en una paz cada vez más esquiva para la sociedad occiden-
tal.17 Como la paz apareciera como un concepto desprestigiado en los cír-
culos de Occidente, Gabriela Mistral salió en su defensa al comienzo de los
años cincuenta.18 En las décadas de los setenta y ochenta, con el recrude-
cimiento y expansión de la Guerra Fría, las causas de los derechos huma-
nos y de la paz en Chile adquirieron dimensiones universales.

b) Nuevas formas de convivencia social: Desde los años treinta el país


debió admitir la necesidad de formas nuevas de convivencia social y hu-
mana más allá de la tradición elitista liberal o conservadora del siglo XIX.
A fines de 1932 le escribió Gabriela Mistral a Enrique Molina:
Sí, Don Enrique, nuestra tierra se ha hecho pedazos, y más que eso,
pulverizado. El aspecto económico es importante, pero la pulveriza-
ción moral es la peor. Hemos vivido sobre mentiras D. Enrique, sobre
una leyenda, sobre muchas leyendas que hemos contado y cantado.
Ni había unidad nacional porque las clases son allí más verdad que
en país alguno de la América Latina, excepto de Perú; ni había pa-
H ISTORIAS , IDENTIDADES , TRASLACIONES

triotismo ni chico ni grande; ni había la famosa sensatez nuestra,


derivada según se decía, de nuestra sangre libre de zumo asiático que
lucimos tanto.19
Había que pensar políticamente de otra manera. Ese mismo año Ga-
briela Mistral declaró desde Italia: “El pueblo chileno en conjunto se sien-
te naturalmente inclinado hacia el socialismo; pero mientras ese socialis-
mo signifique libertad, igualdad, y justicia social y cooperación.”20 En
absoluto fue fácil imaginar y realizar esta búsqueda histórica. La elite tra-
dicional pasó a apartarse de los ideales democráticos cada vez más incó-
modos a su identidad. La clase media perdió de vista una mirada más
humana más allá de sí misma. Y a los obreros y campesinos no les fue
permitido un espacio legítimo para sus justas reivindicaciones. Estos con-
flictos fueron percibidos en cada caso por Gabriela Mistral entre los años
veinte y cincuenta. Con ocasión del respaldo de la elite conservadora a la
llamada “Ley Maldita”, le señaló a Radomiro Tomic en 1948: “Me quedo
perpleja de la entrega casi total que el Partido Conservador ha hecho, a
trueque del aniquilamiento del enemigo, de todos los principios republi- 559
canos. ¡Me pasma!”21 Hacia 1940 le escribió a Jaime Eyzaguirre advirtién-
dole acerca de los dogmatismos político-religiosos heredados del absolu-
tismo de España: “Ese hombre español, propietario siempre, heredero y
retentor de la razón, actuando con poder, resulta de un lado grotesco, de
otro blasfemo. Obran en sucursales de lo divino, cada uno, y eso es blasfe-
mia... Hay un misterio, que como tal sobrepasa mi entendimiento, en la
crueldad española. ¡Ay, esa España de lejía no es maestra para nosotros,
no, amigo mío, no!”22 El itinerario cultural de la clase media se lo mani-
festó en cartas dirigidas a Enrique Molina y Pedro Aguirre Cerda en 1924
y 1926: “[En Chile] la clase media misma que ha subido, parece haber
cortado su ligazón con el pueblo. Creo que tenemos otra aristocracia más
culta pero egoísta y sin honradez”.23 Aun señalaba en 1952: “Lo que no
logro entender –y me duele mucho– es la inconciencia popular de Chile...
Vivimos una futrería insaciable de la clase media oficial”.24 En relación a
los campesinos percibió en 1928: “Siete años hace que yo leo y oigo de
Chiles nuevos (...) Yo no he entendido detrás de tanta sonajera necia sino
un mejoramiento de la clase media, la más árida de nuestras tres castas
hindú-chilenas... La campesina ni hablaba ni contaba en los meetings de
seis horas o tres días”.25 Este no escucharse más allá de sus propios intere-
ses entre los diversos grupos sociales y culturales de Chile condujo al cli-
ma de intolerancia exacerbado por la Guerra Fría en las décadas del sesen-
ta al ochenta. Otra vez la tierra se pulverizó. La búsqueda de nuevas formas
de humanización y de convivencia que aparecieron como necesarias en
los años treinta vuelven a despertar en nuestra vida social. Aun con ma-
yor lucidez que antes –y que nunca– necesitamos conocer la forma de
hallarnos en nuestras identidades y diferencias, reconociéndolas para en-
REVISITANDO CHILE

contrarnos de verdad como chilenos. Esto requiere ir más allá de la simple


ética de la equidad propia del Occidente contemporáneo. No sólo hay que
respetar los derechos del prójimo, sino también amarlo. Éste fue el legado
mestizo de Gabriela Mistral en el siglo XX.26

1. Domingo Amunátegui, Archivo epistolar de don Miguel Luis Amunátegui, Santiago, 1942, II, p. 496.
2. Benjamín Vicuña Mackenna, “La Inglaterra del Pacífico”, El Mercurio de Valparaíso, 31 de
octubre de 1876.
3. Jaime Eyzaguirre, Fisonomía histórica de Chile, 1948; Ricardo Krebs, Identidad histórica
chilena, en VII Jornadas Nacionales de Cultura. Identidad nacional, Santiago, 1982.
4. Benjamín Subercaseaux, Reportaje a mí mismo, Santiago, 1945, pp. 198-200.
5. Amin Maalouf, Identidades asesinas, Madrid, 1999.
6. Nicanor Parra, “Brindis a lo humano y a lo divino”, Obra gruesa, Santiago, 1969.
7. Justo Abel Rosales, Historia y tradiciones del puente de Cal y Canto, Santiago, 1888, recogido
en Oreste Plath, Folklore chileno, Santiago, 1969, pp. 345-346.
8. Camilo Díaz, Baile Chino Nº 1, de Andacollo, cfr. Juan Uribe Echevarría, La Virgen de
Andacollo y el Niño Dios de Sotaquí, Santiago 1974, p. 97. Acerca de la diferencia entre el
principio de identidad occidental, con su lógica de contradicción y exclusión, y la lógica
560 paradójica con la armonía de tensiones opuestas, véase la obra clásica de Erich Fromm, El
arte de amar, capítulo II, parte 3: Los objetos amorosos, Barcelona, 1998.
9. André Burguière, Diccionario de ciencias históricas, Madrid, 1991, p. 335.
10. La bibliografía de la Fisonomía histórica de Chile de Jaime Eyzaguirre –330 títulos en su
segunda edición de 1958– no mencionó a ninguna mujer chilena, ni por autor ni por mate-
ria. En el apartado “Valdivia, el fundador” resaltó el hecho de que para Pedro de Valdivia y
Diego Portales, estadistas ejemplares, la mujer fue sólo un “instrumento” de deleite.
11. Jaime Quezada, Gabriela Mistral. Escritos políticos, Santiago, 1994, p. 213.
12. Francisco Xavier Ramírez, Coronicón Sacro-Imperial de Chile, ed. Santiago 1994, 87.
13. Acerca de monarquía y monocracia, cfr. “Monarquía”, en David Sills dir., Enciclopedia
Internacional de Ciencias Sociales, vol. 7, pp. 193-196; sobre la unicidad como intolerancia
política y religiosa, cfr. “Uno”, en Jean Chevalier dir., Diccionario de los símbolos, Barcelona
1995, pp.1039-1040.
14. Herman Hesse, Romain Rolland, Rabindranath Tagore, Correspondencia entre dos guerras,
Barcelona, 1985, p. 26.
15. Willy Brandt, La locura organizada, Buenos Aires, 1988, p. 238.
16. Juan XXIII señaló: “[Que] todos se esfuercen sincera y concordemente por eliminar de
los corazones aun el temor y la angustiosa pesadilla de la guerra (...) las relaciones entre los
pueblos, no menos que entre los particulares, se han de regular, no por la fuerza de las
armas, sino según la recta razón, o sea conforme a la verdad, a la justicia y a una eficiente
solidaridad.”, “Desarme”, Nº 44.
17. Clotario Blest, Justicia social y paz [1957], en Maximiliano Salinas, Clotario Blest, Santia-
go, 1980, pp. 188-189.
18. La palabra maldita [1950], en Jaime Quezada, Gabriela Mistral. Escritos políticos, Santiago,
1994, pp. 159-161.
19. Carta de Gabriela Mistral a Enrique Molina, Liguria, 30 de noviembre de 1932?, en
Cuadernos Hispanoamericanos Nº 402, 1983, p. 38.
20. Virgilio Figueroa, La divina Gabriela, Santiago, 1933, p. 254.
21. Gabriela Mistral, Vuestra Gabriela, Santiago, 1995, p. 136.
22. Luis Vargas Saavedra, Cartas de Gabriela Mistral, en Mapocho Nº 23, 1970, pp. 22-23.
23. Carta a Enrique Molina, México, 16 de marzo de 1924, en Cuadernos Hispanoamericanos,
op. cit, p. 33.
24. Gabriela Mistral, op. cit., p. 109.
25. Hugo Cid Jiménez, El recado social en Gabriela Mistral, Santiago, 1990, p. 46.
H ISTORIAS , IDENTIDADES , TRASLACIONES

26. “Por cierto, la norma judeocristiana de amor fraternal es totalmente diferente de la


ética de la equidad. Significa amar al prójimo, es decir, sentirse responsable por él y uno con
él, mientras que la ética equitativa significa no sentirse responsable y unido, sino distante y
separado; significa respetar los derechos del prójimo, pero no amarlo.”, Erich Fromm, op.
cit. Sobre el pensamiento de Gabriela Mistral, Lorena Figueroa, Keiko Silva y Patricia Var-
gas, Tierra, indio, mujer. Pensamiento social de Gabriela Mistral, Santiago. 2000.

561
REVISITANDO CHILE

UNA REFLEXIÓN SOBRE LA IDENTIDAD CHILENA


Y LA VERDAD HISTÓRICA

Álvaro Góngora
Historiador

562 P ara establecer una identidad chilena hay que considerar que Chile no
puede abstraerse de la historia de Europa y de América Latina, pues tiene
elementos fundamentales que la vinculan a ellas. Y eso hay que tenerlo
en cuenta como un mar de fondo.
Con todo, pienso que es posible reconocer una identidad chilena, la
que puede ser caracterizada por un conjunto de rasgos esenciales. Obvia-
mente, hay otros que aportan matices o aspectos menos acentuados, que
no se pueden desconocer. Pero, desde mi punto de vista puede ser más
discutible el que estén o no integrados a la identidad de Chile. De los
rasgos fundamentales, me parece que hay algunos obvios, masivos que,
por lo tanto, no necesitan mayor argumentación. Se aprecian, se notan.
Para establecer la identidad, se hace referencia a las categorías del
“no ser” y de “el ser”. Me parecen rasgos fundamentales, algunos prove-
nientes del Chile hispano y republicano, mas no del Chile aborigen. Creo
que éste no es un país que tenga identidad originaria fundante a partir de
una cultura aborigen poderosa, como ocurre con algunos países de Amé-
rica, que huelga mencionar. Lo que no significa desconocer la importancia
de la etnia mapuche que, incluso, le dio un carácter especial a la Conquis-
ta de Chile. Pero me pregunto: ¿cuánto ha quedado de ella? O sea, uno
puede reconocer aspectos de la cultura aborigen en la toponimia, por ejem-
plo, pero no me parece un rasgo fundamental. Obviamente, hay otros
aspectos donde se aprecia la etnia mapuche, pero siguen siendo secun-
darios.
Es posible considerar el aporte aborigen cuando se define a Chile
como un país mestizo. Todos sabemos cómo se desarrolló el mestizaje y
cuán tempranamente ese proceso se consolidó, al menos en lo que es el
Chile tradicional e histórico, en que lo indígena estuvo dado por los pue-
H ISTORIAS , IDENTIDADES , TRASLACIONES

blos que habitaban esta zona y que precisamente desaparecieron como


consecuencia del mestizaje.
El mapuche se agregó a ese proceso, podríamos decir, posteriormen-
te, en el siglo XX. Ya en la República, este proceso de mestizaje continuó
profundizándose y extendiéndose. Y no sólo estoy pensando en uno pro-
ducto de la fusión hispano-indígena, sino en la presencia de otros grupos
raciales que se instalaron e integraron a la sociedad a lo largo de los siglos
XIX y XX. Pienso que no es necesario dar ejemplos. Entonces, estamos
hablando de un fenómeno de mestizaje que afectó a la sociedad en su
conjunto, aunque de manera especialmente notoria o más acentuada en
la clase media y popular.
Un segundo rasgo fundamental y obvio, me parece, es el de Chile
como país católico. Es evidente que la Iglesia y la fe católica se identifican
con la historia de Chile. Vale recordar el famoso discurso “El alma de Chi-
le”, del Cardenal Raúl Silva Henríquez o revisar lo que significó haber
tenido, hasta 1925, en lo formal, un Estado confesional. O bien, que la
Iglesia jerárquica tuviera, mediante distintas formas, una fuerte presencia 563
en la política contingente, a través de partidos políticos de gran gravita-
ción. Primero, el Partido Conservador y luego la Falange o la Democracia
Cristiana. Téngase en cuenta, también, lo que ha sido la devoción popular
de esta fe. Es cierto que esta presencia se ha ido diluyendo; sin embargo,
todavía la Iglesia Católica es predominante. No cabe duda de que su prác-
tica va en retirada y el clero, en general, va en disminución. Otras iglesias
han experimentado un crecimiento o se ha difundido una posición más
agnóstica en Chile. Pero, con todo, el pueblo chileno se reconoce y se
declara mayoritariamente católico.
Chile es un país de clase media. Y lo interesante en este punto es que
es una clase media original, propia, que se configuró a partir del desarrollo
educacional implementado en el siglo XIX y que fue reforzado en el siglo
XX. Se ha dicho, en este sentido, que el Estado y la clase dirigente forma-
ron la clase media chilena. Ella, a comienzos del siglo XX, logró conquistar
los ámbitos donde básicamente se desarrollaba la cultura, la literatura y
las artes plásticas, arrebatándole la hegemonía que al respecto detentaba
la clase dirigente tradicional, la llamada aristocracia decimonónica. Ya desde
1920 en adelante, conquistó la política y la ha dirigido hasta ahora. Se
podría decir que si el siglo XIX fue pensado y conducido por la aristocra-
cia; el siglo XX lo fue por la mesocracia.
Chile es un país con un marcado apego a la tradición. ¿Por qué? Por
una acentuada adhesión a la autoridad. En este sentido, creo que existe una
mentalidad autoritaria que ha subsistido en la sociedad chilena. Se depo-
sita gran confianza en la autoridad unipersonal y se espera todo de ella: el
progreso, el bienestar, la protección, el buen criterio.
Esto no se contrapone con una tendencia republicana que también
se aprecia en Chile más bien hacia el siglo XX. Aunque se prefiere demo-
REVISITANDO CHILE

cracia, se procura elegir presidentes que manden, que sean líderes, verda-
deros conductores de la nación, que sean autoridad. Cada cierto tiempo, y
esto lo podemos constatar en nuestros días, se mide o se evalúa el lideraz-
go que ejerce la autoridad unipersonal, la autoridad ejecutiva. Y esta con-
sideración es válida respecto del dominio unipersonal en todos los niveles,
desde la empresa, el sindicato, y más primariamente, la familia. Las auto-
ridades importan y mucho. Otra cosa es analizar, y podemos hacerlo, de
dónde viene o cuál es la raíz de tal mentalidad predominante. Sobre esto
se pueden decir muchas cosas. Podemos remontarnos a situaciones muy
antiguas, como la monarquía o la importancia social y económica de la
hacienda. Pedro Morandé plantea que la hacienda ha jugado un papel fun-
damental en la formación de una determinada manera de ser del chileno.
Veo asociado a este fenómeno una cierta conducta sumisa o, al menos, pa-
siva del pueblo chileno, un tanto cómoda, si se quiere, “dejarse conducir”.
¿Cuántas veces en su historia republicana Chile ha recurrido a figuras polí-
ticas autoritarias? Si se hace un chequeo, nos damos cuenta de cómo ha
564 prevalecido esta noción, que tiene que ver mucho con lo que planteaba
Mario Góngora en su ensayo sobre la “noción de Estado”. Esta idea no es
original, la han expresado muchas personas, pero, en un ejercicio como
éste uno recapitula las ideas que tiene, que ha ido aprendiendo. Por eso
considero que el presidencialismo es parte esencial de la identidad. Pero no
un presidencialismo a secas, sino autoritario. Los intentos de gobierno
colegiado que ha habido, fracasaron porque se concibieron mal o porque
no se entendieron en la práctica (el más importante fue el mal llamado
“parlamentarismo”).
Desde otra perspectiva, no me parece que Chile sea un país o pueblo
libertario, “amante de la libertad”, como dice la manida frase “por sobre
todas las cosas”. Eso se lee a menudo, pero estoy pensando más en una
mentalidad –en lo que Mario Góngora llamaba “una noción”– en eso que
forma parte de una conducta casi inconsciente de un pueblo. Me pregun-
to si la libertad es parte de nuestra forma de ser, de nuestra forma de vivir.
Me pregunto si nos sentimos cómodos en plena libertad. Otra cosa es que
racional y analíticamente se diga algo distinto o que sea políticamente
correcto decirlo. Porque hoy por hoy, ser moderno es creer en la libertad.
Distinto es establecer si esa ansia de libertad está integrada esencial-
mente en nuestra forma de ser, si forma parte de nuestro ser más íntimo.
Me vuelvo a preguntar: ¿somos auténticamente independientes y parti-
darios de la autonomía? Si hay algo de mentalidad liberal en Chile, ella
existe en sectores de la elite empresarial y/o intelectual, hasta profesional.
Pero esto es insuficiente para nutrir una identidad. No me parece un rasgo
histórico. Por lo anterior, me ha sido muy difícil creer que haya existido
en Chile una genuina burguesía, y menos que ésta haya predominado
socialmente en alguna etapa de la historia de Chile.
H ISTORIAS , IDENTIDADES , TRASLACIONES

Pienso que Chile tiene un marcado apego a la tradición. Hay una valo-
ración excesiva del orden, palabra sagrada entre nosotros. Y un orden que
atribuimos a la autoridad. No lo concebimos como originario del juego de
las libertades bien practicadas por una sociedad con genuina mentalidad
liberal, que sabe actuar independiente. Desconfiamos de la libertad para
establecer un orden que, por lo general, es impuesto. Esta situación se
aprecia a todo nivel, en el familiar o local, incluso hasta en el sistema
político. Es obvio que se trata de una manifestación estrechamente vincu-
lada a la concepción autoritaria predominante.
Otra manifestación de la supervivencia de la tradición, a mi juicio, es
el respeto por las jerarquías sociales. Pienso que en Chile se han aceptado
con facilidad ciertas estructuras sociales que tienden a mantenerse. Dere-
chamente, quiero plantear que no somos igualitarios. Y mantenemos has-
ta hoy, siglo XXI, prejuicios sociales que me llevan a plantear incluso que
somos clasistas. Quizá hoy la juventud tiene algo de rupturista hacia los
cánones establecidos y es, socialmente, más auténtica. Pero se trata de un
proceso en camino. 565
En fin, no creo que seamos modernos o, mejor dicho, entiendo por
qué Chile ha tratado de serlo y nunca lo ha logrado de verdad. Cuando
señalo esta forma de ser, estoy pensando en una determinada mentalidad,
en una manera de vivir y concebir la libertad, las relaciones sociales y la
relación con la autoridad. Siempre nos hemos estado asomando a la mo-
dernidad. Se decía que a fines del siglo XIX estábamos por alcanzarla y se
siguió afirmando lo mismo a mediados del XX.
Sin embargo, no se nos puede calificar de tradicionalistas o severa-
mente conservadores, porque hemos ido mudando nuestras estructuras
heredadas. Estamos abiertos al cambio y al progreso en todas sus manifes-
taciones. Me he preguntado, a propósito de esta reflexión, cómo poder
calificar la forma de ser más auténticamente chilena en este sentido. Y se
me ha venido a la mente una expresión utilizada por Sergio Villalobos en
un libro de juventud. Dijo que 1810 –es decir, la creación de una Junta de
Gobierno, un gobierno autónomo, pero que manifestaba lealtad al Rey–
representaba la tradición y la reforma.
Chile ha sido la tradición y la reforma, el cambio gradual, negociado.
Usaría otro concepto histórico, que fue prácticamente un lema del despo-
tismo ilustrado y que se manifestó en Chile durante el siglo XIX: “refor-
mar conservando, conservar reformando”. He ahí la mentalidad chilena.
Definitivamente no somos revolucionarios para nada, en mi modesto modo
de ver. Ni siquiera en las épocas de las proclamas revolucionarias.
Me parece que éstos son los rasgos fundamentales. Hay otros menos
gravitantes o con una validez menor o menos nítida o, se podría decir,
hasta regional. La identidad mapuche, por ejemplo, me parece de alcance
menor. En ningún caso ella forma parte de una identidad nacional, más
bien la veo asociada a una región determinada, que no trasciende. Otro
REVISITANDO CHILE

rasgo secundario puede ser el centralismo, la idea de que Santiago es el eje


(santiaguinismo). Tal vez la importancia que han adquirido algunas regio-
nes llegue a cambiar esta idea de país, pero a nivel de creencias y menta-
lidad, se sigue concibiendo que Santiago es Chile.
Hay una “historia acontecer”, la gran historia: los hechos ocurrieron
de una manera. Hay una verdad inmensa por descubrir. No se puede lle-
gar al ciento por ciento de esa verdad, pero existe una historia: Chile se
fundó de una manera y la historia se ha desarrollado de un modo. Yo creo
en la verdad histórica.
Ahora, respecto de la historia en cuanto conocimiento, diré cosas
que están en los manuales, pero considero que son presupuestos funda-
mentales para poder llegar a elaborar una reflexión posterior. Estoy pen-
sando en expresar estas ideas para el gran público, no para el especializa-
do. Ése que por lo general piensa que hay “varias” historias dependiendo
de los historiadores y cree, equivocadamente a mi juicio, en la subjetivi-
dad de la historia.
566
En cuanto a conocimiento, la historia es el resultado de una investi-
gación empírica, no experimental, que reconstituye hechos precisando
qué ocurrió, cuándo, dónde, por qué. Entiendo que hay una verdad que
conocer y comprender, es “episteme no doxa”. Por lo tanto, es un conoci-
miento que se elabora a partir de una metodología que debe seguirse sis-
temática y rigurosamente. No es invención, mito, ni especulación. Es co-
nocimiento verdadero. Pero hablamos de una verdad que ciertamente
depende de muchos factores.
De partida, asumimos que el historiador o el investigador del pasado
nunca podrá alcanzar toda la verdad de un acontecimiento. Nunca podrá
conocer cabalmente a un personaje del pasado, porque ése es un “viaje”
que se hace en el presente, a menos que el historiador se traslade al esce-
nario en el cual sucedieron las cosas y reúna todos los elementos que
produjeron el hecho. Ahora, no basta con los testigos, porque se debe
captar el acontecimiento en toda su magnitud y eso es humanamente
imposible. También depende de otros factores: la forma de acceder a la
información disponible para reconstituir los hechos, la rigurosidad del
método aplicado, la variedad de los métodos considerados, la riqueza que
ofrece cada uno de ellos, la capacidad o la formación del historiador, su
honestidad, su libertad de espíritu o independencia, sus influencias ideo-
lógicas o todas sus dependencias.
Por lo tanto, a mi modo de ver, siempre se obtiene una aproximación
a la verdad. Sin embargo, estos factores deben ser los criterios con los
cuales se evalúa o valida una obra. En consecuencia, no me parece correc-
to decir que hay tantas historias como historiadores. Si partimos sobre la
base de que los hechos son unos, si la “historia acontecer” ocurrió de una
manera y dos historiadores por separado –con idéntico rigor, capacidad,
honestidad y libertad, empeñados en conocer la verdad sin compromisos–
H ISTORIAS , IDENTIDADES , TRASLACIONES

se dedicasen a reconstituir esos hechos, no debieran existir muchas dife-


rencias entre uno y otro. La explicación sobre qué ocurrió, cómo sucedió
y por qué, la relación causa-efecto, debiera ser similar, al menos. Cierta-
mente hay énfasis, matices, valoraciones distintas, hay una concepción de
mundo diferente detrás de cada uno. En este sentido se puede decir que
hay historias diversas, pero no pueden ser dos resultados tan diferentes al
punto que se contradigan. Si es así, alguien está equivocado. Pensemos en
casos concretos, por ejemplo, en la historiografía marxista.
Estoy pensando en Sergio Villalobos cuando enfrentó su libro El co-
mercio y la crisis colonial al libro Antecedentes económicos de la Independencia,
de Hernán Ramírez Necochea, refutando casi página a página la obra de
este último. Y uno podría pensar así respecto de varias obras elaboradas
por este historiador. Y en esto no sé si toda la historiografía marxista, clá-
sica, puede incluirse. Es posible que sí.
Otro caso. Recuerdo perfectamente el libro de Eduardo Devés sobre
la Matanza de la Escuela Santa María de Iquique el año 1907. Cuántos textos,
no me acuerdo de los nombres, que hablaban del hecho instrumentali- 567
zándolo, mitificándolo. Hubo hasta canciones al respecto. Eduardo Devés
hizo un estudio empírico, incluso un relato minuto a minuto, logrando
una aproximación a los hechos de una manera bastante exacta, hasta ahora
irrefutable. Ahí hay una aproximación rigurosa que se ha sobrepuesto a
otras explicaciones o meras opiniones. Una historia se impone natural-
mente sobre otra.
En definitiva, me parece que si los factores antes mencionados –rigu-
rosidad, honestidad, independencia, entre otros– se toman como criterios
de validez de una obra escrita, éstos sirven para validarla y para que se
pueda llegar a imponer de modo natural un discurso histórico sobre otro. Y
en este sentido, creo que hay ciertos períodos de la historia nacional que
están mejor cubiertos y que respecto de ellos se ha logrado una mayor cuo-
ta de verdad, por así decirlo. Es difícil discutir ciertas obras, hoy por hoy.
Habrá matices, algunas valoraciones, acentuaciones distintas, pero es difí-
cil refutar la explicación sobre la trama de los hechos y el cómo se fueron
relacionando. Por ejemplo, la Conquista, la Colonia.
Se ha escrito tanto sobre la Independencia y hay obras tan macizas,
que ¿se puede decir algo que cambie sustancialmente esa explicación?
Podrá haber matices, eso sí.
No discuto que obviamente sobre el siglo XX nada definitivo se podrá
establecer. Falta todavía demasiado por decir. Hay ciertos acontecimientos
respecto de los cuales hay una cuota de verdad mayor. Nos faltan, ade-
más, estas grandes obras sintéticas. Por lo tanto, todavía hay una tarea por
hacer para los historiadores de generaciones venideras.
Para poder decir que hay UNA historia, en definitiva, debe haber
cierta diversidad. Creo que el resultado del trabajo del historiador es la
diversidad.
REVISITANDO CHILE

EL DILEMA DE LA IDENTIDAD NACIONAL:


ENTRE LOS DISCURSOS UNIFICADORES Y LOS VECTORES
DE ACCIÓN HISTÓRICA

Julio Pinto
Historiador

568
El concepto de identidad nacional me provoca una profunda incomodi-
dad, pues no puede dejar de ser esencialista. Cuando se habla de identi-
dad, necesariamente hay que remitirse a la esencia de algo, a un yo inte-
grado que no admite contradicciones, diversidades, ni cambios. La
identidad, en suma, es siempre la cosa sólida, el lugar absoluto e inmuta-
ble desde el cual se debe hablar.
En mi opinión, ese lugar no existe ni siquiera a nivel del individuo,
puesto que las personas son atravesadas por miles de identidades, algunas
de ellas conscientes. Mucho más difícil es encontrarlos en el nivel de los
actores colectivos o de las colectividades, como podría ser en este caso la
nación.
Así definida, no creo en la existencia de una identidad nacional. Pese
a ello, en nuestro país, o al menos en sus círculos de poder, ha existido y
existe una obsesión por la “nación” y por la “identidad nacional”, lo que
no es sino otra forma de expresar una obsesión por la homogeneidad. Es
decir, hay un evidente deseo de que exista un yo homogéneo e integrado
que constituiría el “yo chileno”, que comparte valores, creencias y puntos
de vista fundamentales, intocables, sagrados y que nos han hecho lo que
somos desde el principio de los días, que por lo demás ni siquiera se suele
fijar en 1810, sino en 1541.
De ese modo, la idea más frecuente de identidad nacional se remonta
a Pedro de Valdivia, y no a los primeros mapuches que llegaron al territo-
rio actual chileno siglos antes. Ésta se fundaría entonces con la llegada de
los europeos, en un discurso que siempre ha tendido a ser occidentalista y
homogeneizador, y atravesaría cuatro siglos y medio hasta hoy.
Me parece que esta obsesión tiene que ver con el deseo de unir lo
H ISTORIAS , IDENTIDADES , TRASLACIONES

que siempre ha estado desunido, y que es otra forma de expresar algo que
ahora se conoce como gobernabilidad. Es más fácil gobernar a quienes
están en un registro homogéneo que a quienes poseen distintas creencias,
intereses y maneras de ver la vida, a menudo contradictorias.
En Chile ha habido discursos unificadores en abundancia. En esa
medida, no podría hablarse de una identidad en sí, sino más bien de un
deseo de identidad. Tales discursos provienen generalmente de institucio-
nes que tratan de imprimirle gobernabilidad a una sociedad que, a menu-
do, aparece como ingobernable. Podría decirse que una de estas institu-
ciones unificadoras sería la Iglesia, que ciertamente se remonta mucho
más allá de 1810 en el intento por crear ciertos referentes comunes y que
sigue siendo ahora, al borde del Bicentenario, una fuente muy poderosa
de discursos unificadores, con bastante éxito en impedir que la discrepan-
cia se haga pública.
La otra gran fuente de discursos unificadores desde 1810 en adelan-
te, es el Estado. Hay un Estado y una elite que lo construye en el siglo XIX,
que se plantea conscientemente un proyecto de nación e intenta llevarlo 569
a cabo con todas las herramientas a su disposición, que no son pocas.
Vemos cómo, según lo ha expresado abiertamente Mario Góngora, se in-
tenta inculcar esta identidad nacional desde el Estado a través de diversos
instrumentos. Uno de ellos serían las Fuerzas Armadas, primero, con las
guerras del siglo XIX, y luego, con mayor eficacia aun, con la creación del
servicio militar obligatorio en 1900.
Otro instrumento unificador muy poderoso ha sido la educación.
Todos los gobiernos chilenos, desde la época de Diego Portales en adelan-
te, o incluso desde el mismo Bernardo O’Higgins, han tenido una obse-
sión educativa, que durante el siglo XIX se planteaba abiertamente como
una estrategia para conformar una nación previamente inexistente. Las
escuelas y las universidades –que desde una mirada postmoderna podrían
verse como el lugar por excelencia para la discrepancia, la heterogeneidad
o la diversidad– han cumplido una función más bien homogeneizadora. A
través de éstas se ha inculcado una serie de símbolos nacionales con evi-
dente capacidad de penetración, como las banderas, las efemérides, los
himnos, entre otras imágenes.
Si hay algo que otorga identidad nacional en nuestra historia son
estos discursos unificadores que yo identifico, principalmente, con insti-
tuciones centralizadoras como la Iglesia o el Estado. En todo caso, si bien
en términos de poder estas instituciones han sido capaces de unir, de algu-
na forma, lo desunido, no han logrado superar las diferencias y las contra-
dicciones reales. Pienso, de acuerdo con Gabriel Salazar, que se trata de
una unión más bien precaria.
La sociedad chilena –en la medida en que exista algo que pueda lla-
marse así– presenta actualmente fracturas y divergencias tan profundas,
REVISITANDO CHILE

tan serias, como las que ha mantenido siempre. En ese sentido, me parece
que los propósitos unificadores sólo han tenido un éxito superficial. Sin
embargo, como es un éxito avalado, citando la frase weberiana, por “la
seriedad de la muerte”, se trata de discursos a los cuales uno no se enfren-
ta livianamente, pues las consecuencias pueden resultar muy caras.
Me parece interesante proponer como elemento identitario las expe-
riencias y los procesos compartidos. Los chilenos, siendo muy distintos y
teniendo en muchas ocasiones puntos de vista, intereses y necesidades
contradictorios entre sí, antagónicos incluso, estamos unidos a través de
una serie de experiencias históricas también contradictorias. Para nuestra
generación, por ejemplo, una de esas experiencias unificadoras ha sido la
secuencia histórica conformada por la Unidad Popular, el golpe de Estado
y la dictadura. Si bien no estamos, ni creo que lleguemos a estar, de acuer-
do sobre quiénes fueron los culpables y los inocentes, o sobre quiénes
tenían o no tenían la razón, la experiencia en sí, en tanto experiencia
compartida, tuvo un efecto unificador.
570 A partir de esta noción, no sé si podría hablarse de unidades o iden-
tidades divididas, pero me atrevería a decir que si tenemos alguna identi-
dad, se trata de una de tipo esquizofrénico, construida sobre la negación
de la diversidad y sobre un conflicto permanentemente no resuelto. Las
sociedades humanas difícilmente pueden alcanzar ese grado de integra-
ción y soberanía plenamente reconocida como para poder compartir una
identidad nacional. En la práctica, las sociedades, y desde luego nuestra
propia sociedad, están condenadas a la división y a la lucha.
Arriesgando caer en formulaciones obsoletas, me parece que la uni-
dad que tenemos se expresa en la división y en la lucha. Ese otro que no
solamente está más allá de la frontera, o fuera del ámbito del significado
de lo que es ser chileno, sino que se ubica dentro de la sociedad chilena y
es parte de lo que nos constituye.
Planteo la siguiente paradoja: a pesar de estos enfrentamientos y de
las diferencias seculares no reconocidas, no cabe duda de que el naciona-
lismo como discurso tiene una evidente potencia, nítida a nivel de los
comportamientos colectivos de los chilenos. Puede resultar incómodo ya
que los discursos nacionalistas no siempre se caracterizan por su raciona-
lidad o su mesura, pero no puede desconocerse que existen, y en esa mis-
ma virtud, contradicen lo que acabo de postular.
Si planteo que la historia es una cadena de luchas, diferencias y con-
flictos, ¿cómo se explica que los discursos que apuntan a una unidad que he
calificado como ficticia, o al menos precaria, tengan tal capacidad de convo-
catoria? No tengo respuesta. Simplemente manifiesto mi incomodidad.
Si no hay una nación, una experiencia, una identidad, difícilmente
puede haber una sola historia. En nuestro país ha existido la idea de que
sólo puede haber una Historia de Chile y que ésta tiene que ver con lo que
antes denominaba “discursos unificatorios”. La historia, sin duda, es una
H ISTORIAS , IDENTIDADES , TRASLACIONES

de las grandes herramientas de construcción de identidad.


En el siglo XIX los próceres liberales lo decían sin ningún empacho,
“la historia es una herramienta que debemos poner al servicio de la crea-
ción de la nacionalidad”. Los Vicuña Mackenna, los Barros Arana y los
Amunátegui, sostenían que ésa era su principal función social. En el siglo
XX la cosa se hace un poco más complicada, pero se mantiene la idea de
que debe haber una sola Historia de Chile. A través del debate público
sobre la enseñanza de la historia reciente en Chile, se puso en duda, no
sólo la posibilidad de un análisis “objetivo” (tema que pocos defienden
seriamente hoy), sino la propia validez epistemológica de debatir o ense-
ñar en los colegios una historia cuyos actores estén todavía vivos y donde,
por lo tanto, no puede haber equilibrio, mesura, o una visión común.
Cuando se produjo este debate pensé que frente a cualquier tema
histórico jamás va a haber una sola visión. No se trata sólo de un proble-
ma de cercanía en el tiempo, o del hecho de que los protagonistas sigan
vivos, ya que al ser la historia una obra de actores intrínsecamente dife-
rentes y al involucrar conflictos permanentes, es imposible que exista una 571
lectura única. Sin embargo, la obsesión se mantiene, entre otras cosas,
porque sobre ésta se construye la identidad nacional que se pretende exis-
ta entre nosotros.
En ese sentido, celebro que en los últimos años haya empezado, al
menos en el campo historiográfico, a derrumbarse el mito de la historia
oficial y única posible. Hoy son pocos los que estarían seriamente dispues-
tos a defender la necesidad de una historia de ese tipo, pero me temo que
ese juicio sólo sea aplicable para los historiadores profesionales. Sospecho
que a nivel de la sociedad en general, todavía existe la idea de que es
posible y necesaria una historia única, una nostalgia por la unidad que
alguna vez pudimos haber tenido: la tan nombrada “gran familia chilena”.
¿De qué familia se habla?
La historia evidentemente no puede ser uniforme ni homogénea,
como tampoco puede ni debe serlo la historiografía, que es la mirada que
los historiadores proyectan sobre esa historia. La riqueza de la historia
está justamente en que sea una confrontación y un debate permanente.
Prefiero verla como un campo donde se encuentran distintas personas
que exponen sus puntos de vista, más que como un discurso unitario.
Esto no significa que pueda decirse cualquier cosa. Como todo debate se-
rio, cada juicio debe ir acompañado de fundamentos, de alguna evidencia
que respalde lo que se plantea, y debe haber también alguna estructura
argumental. En la medida en que se cumplan esas condiciones, el debate
histórico permite que cada actor, cada grupo, pueda levantar su propia
visión de lo que le ha tocado vivir y de la historia que le ha tocado com-
partir. Desde esa perspectiva, también me parece bien que cada genera-
ción rescriba la historia, como de hecho sucede.
Una noción curiosa que a menudo se enfrenta es la de la historia
REVISITANDO CHILE

como un libro terminado, donde a los historiadores ya no les quedaría


nada nuevo por escribir. La historia siempre se está escribiendo de nuevo.
Uno de sus valores es constituir un recurso social que le otorga sentido a
las experiencias humanas. Lo que la sociedad chilena o cada uno de sus
grupos necesitan hoy de la historia, no es lo mismo que necesitaron hace
cincuenta años y, ciertamente, no es lo mismo que van a requerir en cin-
cuenta años más.
No comparto la idea de las historias únicas ni de las historias oficiales.
Me declaro partidario de las historias múltiples y creo que es bueno que por
fin en Chile estemos empezando a embarcarnos en ese proyecto.
No considero que se pueda hablar del siglo XX como un solo bloque.
Creo que hay un punto de quiebre evidente en 1973, cuya relevancia difi-
culto que alguno de los bandos en pugna quisiera cuestionar. Hay una
historia antes y una historia después de ese año. Existen vectores que
exhiben un sentido hasta 1973 y otro a partir de esa fecha.
Cuando hablo de vectores de acción histórica, me refiero a los gran-
572 des objetivos, a las grandes propuestas que movilizaron a los actores his-
tóricos chilenos durante este período.
Un primer vector fue el desarrollo, meta que ya desde fines del siglo
XIX distintos sectores de la sociedad chilena comenzaron a plantearse como
deseable, aunque dándole otro nombre. No se trataba, por cierto, de un
mero crecimiento económico, como se dice hoy, pues había una diferen-
cia semántica que últimamente se ha perdido en medio del discurso neo-
liberal. Porque el concepto de desarrollo que se empieza a levantar como
una de las tareas nacionales más legítimas, tenía que ver con crecer, con
avanzar, pero también con incorporar en dicho avance a la mayor canti-
dad posible de miembros de la sociedad chilena. Es la idea de que, citando
el discurso empresarial, “la torta crezca”, pero que a la vez se reparta me-
jor, y que nadie tenga que comer migajas o quede derechamente relegado
a la cocina.
Ese afán de desarrollo colectivo fue un vector que se expresó en dis-
tintos ámbitos de la sociedad chilena hasta el 73, y que animó no sólo
proyectos como el del Frente Popular o el de la Unidad Popular, sino tam-
bién otros como el del alessandrismo del año 20, o el de la Revolución en
Libertad. Incluso podemos reconocer entre el empresariado de los años
30, 40 y 50, ese empresariado que colaboró con la Corfo y el Estado in-
dustrializador, una cierta sintonía con dicho vector.
Se podría pensar que este propósito no se abandona del todo después
de 1973, pero ciertamente cambia de giro. A partir de esa fecha se deja de
hablar de desarrollo para empezar a hacerlo sobre modernización. No es
casual que los términos cambien, porque lo que queda fuera es justamen-
te el componente de la participación y la distribución. Si bien los partida-
rios del régimen militar han pretendido legitimar históricamente su obra
H ISTORIAS , IDENTIDADES , TRASLACIONES

en función de una supuesta “modernización” del país, ésta ha dejado mucha


gente fuera. Y sigue haciéndolo, pese a que durante la década del 90,
hasta cierto punto, se retomó el elemento distributivo en referencia al
pago de la deuda social, el crecer con equidad, etc. Así y todo, el modelo
vigente tiene una cierta lógica que no permite que las buenas intenciones
se materialicen por completo y subsiste un porcentaje importante de chi-
lenos por debajo de la línea de la pobreza.
Asimismo, la visión de desarrollo que se plantea ya no tiene ese ses-
go integrador, donde crecer significaba a la vez humanizarse y compartir.
La de ahora es una modernización que sólo se expresa a través de más
consumo, de más acceso a bienes materiales, de más circulación de dine-
ro, más televisores en las casas. Pienso que la idea de proyecto compartido
y de calidad de vida que estaba implícita en la antigua noción de desarro-
llo, se pierde. Éste es tal vez el vector que presenta una mayor continui-
dad. Por cierto, mayor que la del segundo vector, la justicia social. Desde
el comienzo del siglo XX y hasta 1973, hay una búsqueda permanente y
creciente de los diversos actores sociales por una mayor justicia social, que 573
se va legitimando hasta llegar a un momento en que son muy pocos los que
se atreven a impugnar, al menos abiertamente, su dimensión como un bien
a conseguir (hasta los mayores detractores de un valor como éste, en su
fuero interno se cuidaban mucho de decirlo en los años 60). Había una
cierta noción, y tal vez aquí podría hablarse de un “proyecto país”, de que
todos los habitantes de este territorio tenían derecho a participar de lo que
la sociedad estaba construyendo colectivamente. Había una noción inequí-
voca de solidaridad: todos, aunque fuese cada uno desde un lugar distinto,
íbamos a construir el país que queríamos, y debíamos preocuparnos de que
nadie quedase fuera. Esto, ciertamente, se expresaba más en el plano del
discurso que en el de las realizaciones concretas, pero los discursos también
son importantes en la medida en que mueven a la acción. El hecho de que
nadie quedara fuera del proyecto tuvo en su momento mucha potencia.
Este vector se rompe nítidamente después de 1973. Hoy, el sentido
de solidaridad aparece como una idea obsoleta, salvo tal vez en un sentido
decimonónico, como caridad, como asistencia social. Pero los valores que
la sociedad chilena actualmente está reconociendo y tácitamente impul-
sando, son contrarios a la solidaridad. Individualismo, competitividad, a
lo sumo, “me preocupo por mi familia, por mi grupo más cercano”. El
éxito como persona se mide en llegar primero en la carrera y no ayudar a
los que van quedando atrás. En este esquema, cada cual se las arregla
como puede y, en la medida en que todos hagamos lo mismo, el país va a
crecer automáticamente, por obra y gracia de la mano invisible del merca-
do. Ciertamente, no es lo que antes se entendía por justicia social.
Tercer y último vector, la democracia. Desde comienzos del siglo XX,
y quizá antes, existe un deseo creciente de democracia, entendida sobre
REVISITANDO CHILE

todo como participación. No sólo se busca el reconocimiento de los dere-


chos ciudadanos (que también implicó una fuerte lucha de todos los que
estaban excluidos), sino también por estar presente en los debates, por
sentirse parte de un diálogo nacional. Por muchas intermediaciones que
existieran –los políticos, los partidos, los sindicatos, los gremios– todavía se
alcanza a recordar una época en que todos los chilenos se sentían, de algu-
na manera, interpelados por lo que sucedía a su alrededor. Y con derecho a
opinar, a participar, a estar presentes en esas discusiones. La lectura del
diario era un ritual cotidiano y casi universal y, en ese sentido, hasta el 73
tenemos una historia en la cual cada vez son más los actores que se van
integrando al proceso de discusión pública, haciéndose parte en la toma
de decisiones. Aunque, ciertamente, el acceso real al poder distara mucho
de ser equitativo.
Esto, evidentemente se quiebra el 73. Se quiebra fácticamente, por-
que se suspende durante diecisiete años el ejercicio de la democracia e,
incluso, se suspende discursivamente. No ha pasado tanto tiempo como
574 para olvidar cuáles fueron los debates que hubo detrás de la Constitución
del 80, en donde la democracia misma, como principio, fue puesta en tela
de juicio. Se hablaba de “democracia protegida”, de los “peligros de la de-
mocracia”, de la necesidad de crear salvaguardias militares, institucionales
y de todo tipo, para que ésta no produjese los efectos peligrosos, explosi-
vos, de ruptura social, que generaba cuando seguía su propio impulso.
Sospecho que, aunque ese discurso haya perdido hoy un poco de
respetabilidad pública, en su fuero interno un segmento importante de la
sociedad chilena sigue manteniendo las mismas vacilaciones y las mismas
dudas sobre la bondad de la democracia como sistema.
Uno de los grandes logros que implicó el plebiscito de 1988 y la vuel-
ta a la democracia, justamente fue recuperar este valor-vector que se había
perdido. Desde esa fecha hemos estado libres de medidas represivas y se
han respetado las libertades públicas. Pero, ciertamente que la valoración
de la democracia en sí misma pasa por un momento difícil. Lo que se ha
llamado la apatía o el “no estar ni ahí” o la ausencia de participación, refle-
ja la sensación de vastos sectores de la sociedad de que la democracia que
tenemos no es verdadera o, al menos, que no resuelve por sí misma los
grandes problemas que alguna vez, se pensó, podía resolver. La democra-
cia tal vez siga siendo un principio a alcanzar, pero no parece tener la
misma capacidad de convocatoria que tuvo en otros momentos.
En suma, existirían estos tres vectores (el desarrollo, la justicia social,
la democracia) que hasta 1973 experimentaron un visible ascenso en
materia de convocatoria histórica, y cuya inflexión después de ese año me
genera serios temores respecto de la época que nos toca vivir. En ese con-
texto, cabría preguntarse si tiene verdaderamente sentido o propiedad el
protagonizar una “celebración” del Bicentenario.
H ISTORIAS , IDENTIDADES , TRASLACIONES

ABRIR LAS HISTORIAS:


A PROPÓSITO DE LA HISTORIA NACIONAL Y DE NUESTRAS IDENTIDADES

José Luis Martínez


Historiador

Q uisiera partir haciendo dos o tres afirmaciones que, tal vez, puedan ser 575
relativamente complicadas. La primera es que entiendo que el objetivo de
estar en esta publicación no es la búsqueda de consensos, sino explicitar
las distintas miradas y la posibilidad de empezar a construir espacios don-
de convivamos y nos aceptemos con perspectivas completamente contra-
puestas, nos caigan bien o no. No quiero convencer a nadie. La idea es que
expresemos nuestras visiones para constatar si algo de ello hay en común
o no, y si no, es válido igual.
Segundo, que existe la sensibilidad en todos nosotros de reconocer
que históricamente ha habido exclusiones y que hoy está planteada la
necesidad de unión, de hacerse parte y cargo de ellas.
En tercer lugar, no son muchas las ocasiones para pensar colectiva-
mente. La posibilidad de la reflexión colectiva es una tarea que de alguna
manera rescato. Los intelectuales debemos asumir algunas de las tareas
que, siento, nos están pasando por el lado. Me refiero a la existencia de
una discusión social, muy actual, sobre la nacionalidad y la identidad.
Cuarto, voy a partir del hecho de que no hay una identidad chilena,
sino de la posibilidad de reconocer que es posible que coexistan en nuestro
país varias identidades e identificaciones de manera simultánea que incluso
pueden a veces ser vividas o expresadas como antagónicas entre sí. Trataré
de desarrollar qué significa eso para nosotros como historiadores.
La premisa anterior también implicaría pensar qué pasa si reconoce-
mos que tenemos varias historias, y desde esa misma perspectiva trataré de
articular algo respecto de las macrotendencias de Chile, pensándolas desde
mi labor de historiador y de los problemas intelectuales que esto implica.
No me atrevo a pensar en los conflictos sociales hacia delante, frente
a los cuales tengo muchas dudas. Entonces, ¿desde dónde me gustaría
REVISITANDO CHILE

hablar? Un colega en México decía hace unos meses que él sentía que
cada vez que se discuten las historias nacionales estamos frente a lo que él
llamaba “historias perplejas”. Las perplejidades actualmente son aquéllas
que enfrentamos los historiadores al reflexionar sobre las historias nacio-
nales sin aceptar que lo nacional es un concepto en crisis o al menos muy
cuestionado. Es un tema presente, central y que de alguna manera hay
que asumirlo.
Creo que podríamos instalar la discusión historiográfica de los últi-
mos cinco o diez años como una discusión respecto de “qué diablos” es
Chile y a quiénes nos incluye. Los libros de Tomás Moulián, de Gabriel
Salazar, de Gonzalo Vial, la polémica con Sergio Villalobos, los trabajos de
Jocelyn-Holt, entre otros, son parte de la misma discusión. Es decir, qué es
Chile y qué hace que nos podamos reconocer como chilenos, no sólo hoy
sino también mañana.
Creo que el desafío es de qué manera nos pensamos como chilenos
en el futuro, para sentir que tenemos algo en común. Hay una percepción
576
a veces más explicitada, a veces menos, de que no hay muchos elementos
en común y que más bien en la mesa están puestas más fuerzas centrífu-
gas que centrípetas.
Pienso que eso plantea un tipo de exigencia a la reflexión historio-
gráfica. No es casual, ni es una posición teórica antojadiza, la de unir los
conceptos de identidad e historia, más allá de que a muchos historiadores
el concepto de “identidades” les sea ajeno intelectualmente como tema de
la investigación histórica. Hace veinte o treinta años nos hubiéramos
preocupado sólo de la historia nacional, porque los temas de las identidades
estaban aparentemente claros. Hoy hay una gran reflexión teórica mundial
respecto de los estrechos vínculos entre identidades nacionales e historias
nacionales (las posturas de Michel de Certeau, por ejemplo). Si hasta fue
uno de los temas de la última conferencia mundial en el Foro de Davos.
Ahora, qué me pasa a mí con el tema de las identidades. Primero,
algunos elementos de clarificación. Creo que éstas se construyen en el
presente. Más que heredarse, son procesos que se están elaborando cons-
tantemente. De una u otra manera concuerdo con lo que planteaba Bene-
dict Anderson respecto de la nación como una “comunidad imaginada”, y
con Hobsbawm respecto de la “invención de la tradición”. Esto se vincula
con la construcción de identidades contemporáneas, es decir, cómo crea-
mos o reconocemos elementos que nos permitan autoidentificarnos con
otros. Por tanto, una de las tareas de los historiadores (cuestión que pos-
tula el mismo Anderson, pero, también otros teóricos como Hobsbawm)
respecto de esa tradición, es la construcción de legitimidades que nos va-
yan permitiendo generar hegemonía y discursos abarcadores, campo que
también hoy alcanzan los temas de las identidades.
Las identidades parecen ser tanto procesales como situacionales. Es
decir, hay momentos en que éstas no tienen necesidad de ser expresadas
H ISTORIAS , IDENTIDADES , TRASLACIONES

ni vividas, y hay otros en que sí. Entonces, ¿cómo historiarlas e historizar-


las? No hay identidades consustanciales ni permanentes ni mucho menos
fijas. Esto tiene consecuencias en el sentido de que no siempre es posible
percibir una identidad o unas identidades chilenas, y hay momentos en
los cuales, como país, este tema no ha sido central. Esto no significa que
siendo hoy importante y reconociéndonos posiblemente con una o varias,
siempre hayan sido las mismas en el pasado.
Por tanto, habría que pensar no en una identidad, sino en distintos
momentos en coyunturas históricas determinadas, donde ese identitario
pudiera expresarse. Entonces, se me hace extraordinariamente difícil re-
conocer hacia atrás sólo una única identidad nacional –“chilena”– que
atraviese estos dos siglos.
Como contrapunto a lo dicho anteriormente y para desmentirme, hay
un tema que sé es muy potente desde hace algún tiempo y que no está
asumido como identitario y que también ha planteado Sergio Villalobos
desde otra perspectiva. Él habla de que somos parte de la historia universal
desde este rincón que es Chile. Esta expresión “rincón” creo que es básica 577
(aunque él la haya empleado en otro sentido), es una “noción de insulari-
dad” y como historiadores tendríamos que revisar cómo nos hemos arregla-
do como país para construirnos como isla en una geografía que no es una
isla, ciertamente. Una geografía que tampoco era pensada así hasta el siglo
XVIII. Nadie creyó o pensó que la cordillera, el desierto y el océano fueran
obstáculos. A partir del siglo XIX (y de la construcción del Estado nación
republicano) se empieza a construir una noción de insularidad, de aisla-
miento, de encierro, de defensa sobre la cual habría que reflexionar.
Reconozco en Chile varios Chiles, como en América Latina varias
Américas Latinas, con diversas miradas, discursos y prácticas que provo-
can adhesión e identidad. La insularidad, la identidad y el mestizaje, entre
otros, son algunos de los elementos que operan, pero ciertamente no abar-
can a todos.
Ahora, respecto de la identidad, me complica como historiador mirar
hacia atrás buscando identidades en común, una o varias, porque todo en
la práctica, muestra las dificultades de esa empresa. Actualmente, la teoría
de las identidades plantea que éstas se están construyendo en el presente
y tienden a avanzar, no a retroceder. Es decir, recuperan elementos de un
pasado para constituirse en el presente y validarse (presencia de la noción
de Anderson sobre la “invención de la tradición”). Esto no significa que
esos elementos en el pasado hayan sido pensados como identitarios en ese
momento, sino que hoy son significados como tales.
Por ende, la tarea de un historiador, al mirar hacia atrás y decir: “esto
es o fue identitario”, plantea un problema teórico y varios aspectos metodo-
lógicos que no discutiremos aquí, ya que escaparían de lo central.
En toda propuesta histórica hay una manera de entender lo nacio-
nal. Actualmente, podemos leer desde la identidad y siempre ha sido así.
REVISITANDO CHILE

Pero me gustaría mirar un par de cosas y darle vueltas al tema de ser un


país mestizo. Para empezar, este concepto de lo nacional, excluye clara-
mente a todos los que no son mestizos, entre ellos, los indígenas.
El mestizaje como concepto ha sido empleado para sustituir la no-
ción de cambios culturales, de transformación de las sociedades y de las
culturas, cuando ellos no se reconocen dentro del “progreso”. Es la discu-
sión que siempre tenemos con Sergio Villalobos respecto de que “los ma-
puches de hoy no son los del siglo XVI” y por eso serían ya mestizos. Todas
las culturas cambian, pero eso no las transforma en mestizas.
En el momento en que se propone que éste es un país de mestizos, se
deja fuera a lo menos a dos de los actores que también tienen cierto grado
de importancia en Chile: los indígenas y un grupo de inmigrantes que no
se ha mestizado tan claramente. Esto es independiente de que uno termi-
ne hablando castellano o no, porque el lenguaje no es necesariamente un
elemento de mestizaje.
Ahora, el problema del mestizaje es que supone como concepto un
578 cierto equilibrio en la composición. Como lo planteaba Antonio Cornejo
Polar, las mezclas habrían producido una determinada “armonía cultural”
sin un predomino demasiado evidente de los elementos que lo compo-
nen; ninguno de nosotros podría decir –en esa concepción de mestizaje
más clásico–: “Bueno, yo soy mestizo porque tengo un 35 por ciento de
sangre india, un 25 por ciento de sangre hispana y el resto...”. Es algo que
no se puede identificar con demasiada claridad.
En América Latina se han propuesto otras miradas que rompen con
esa visión de mestizaje. Este continente se pensó también mestizo durante
mucho tiempo. La noción de hibridez de García Canclini tiende a romper
con esta idea a través del concepto de historias, literaturas y sociedades
heterogéneas como lo que propuso desde Perú, Cornejo Polar.
Creo que uno de los sustentos del mestizaje es el reconocimiento o la
negación de los componentes. Lingüísticamente, somos mucho más hete-
rogéneos que mestizos. Es decir, partiendo del nombre de Chile y de las
palabras, cancha, guatero, huincha, malón, el trutro del pollo, entre muchas
otras que no son mestizas, sino de otras lenguas, que se hablan actual-
mente en el norte y en el sur de Chile, como otras palabras inglesas que
no son una mezcla tan armoniosa. Curiosamente, a través de ciertas dife-
rencias lingüísticas se expresa la heterogeneidad. Es una de las pocas ma-
nifestaciones evidentes de nuestras diferencias regionales.
Cualquiera que se haya criado en el sur o en el norte se da cuenta de
las diferencias lingüísticas que hay respecto del habla cotidiana. Por ejem-
plo: en el norte no dicen “ombligo” sino que “pupo” y en Concepción,
“cholgua” en lugar de “cholga”.
En un país que se pretende unitario, homogéneo, con una historia
sin regionalismos, en el campo de lo lingüístico sí reconocemos diferen-
H ISTORIAS , IDENTIDADES , TRASLACIONES

cias. Entonces, lo importante es dónde percibimos ciertos elementos que


hacen que esto sea más heterogéneo que “armoniosamente mezclado”. Y
eso se da en los espacios donde funciona un cierto tipo de diferencias. Aho-
ra, en la medida en que uno empieza a matizar, también puede llegar a
hacerlo dentro del mismo idioma con las diferencias lingüísticas de clase.
Éstas son espectaculares. No solamente se fonetiza socialmente la ceache
(“socho a socho y media”); hay todo un trabajo que da cuenta de cómo en
ciertos sectores de Santiago “alto” la “ceache” que nos identifica está pro-
nunciándose “tch” (tchile, notche), para producir una disparidad social mu-
cho más acentuada en un segmento social muy concreto.
Desde esta perspectiva, pienso que es mejor no hablar de una identi-
dad chilena única y transversalmente histórica, sino de momentos identita-
rios distintos, por una parte y, de diversos componentes sociales y huma-
nos, por otra, algunos de los cuales, creo que hay que reconocerlo, no
tienen el más mínimo interés de formar parte de una misma identidad
con los otros. Y no estoy pensando sólo en lo étnico. Creo que debemos
reflexionar cuando tenemos, al menos, dos formas de cantar la Canción 579
Nacional o varios intentos de Paradas Militares en una misma ciudad y en
una misma fecha.
Es decir, preguntarnos qué hace que nos juntemos o no. Considero
que hoy día la tendencia es más bien centrífuga que centrípeta, y no digo
que me guste o no. Sí que como historiadores tenemos que asumir los
problemas que eso plantea y reflexionarlos.
Pienso en esa línea, que hay una manera historiográfica de entender
la identidad que ha sido hegemónica, mayoritaria, pero no la única.
El discurso hegemónico es el que reconoce una historia nacional e
identitaria mestiza, católica, de espíritu libertario y con una presencia in-
dígena únicamente fundadora (y por lo tanto en el pasado, no actual).
Esto me parece muy complicado y lo vamos a tener que discutir. Pienso
que no es el único discurso y que además, en la actualidad está en crisis
por varias razones.
Creo que en esto actuó la teoría de los postcolonialistas. Me parece
muy interesante considerar lo que denominamos el “estallido de los suje-
tos invisibles” para entender los problemas que tenemos para construir
hoy una historia de Chile que sea representativa y proporcione sentido a
los distintos actores nacionales. Por ejemplo, las demandas de las mujeres
de la construcción de otro sujeto histórico femenino que se recupere (no
como Gabriela Mistral poeta, sino con otra visión de la historia). También,
está presente toda la protesta y la demanda que hacen las iglesias no cató-
licas por ser reconocidas como partes constituyentes, con más de 100 años
en la historia de este país.
Existe un estallido de sujetos que son minoritarios, pero hay que re-
flexionar si la historia y la identidad chilenas se construyen desde el lado
REVISITANDO CHILE

mayoritario o desde la suma de partes. Aquí hay una posición teórica y


ética que está en juego.
En ese sentido, este discurso identitario y esta historia hegemónica
que han ejercido cierto dominio, hay que visualizarlos como una de las
miradas pero no como la única. La existencia de otras lecturas y de los
reclamos por ser considerados de otro tipo de sujetos, evidencian que esa
propuesta no ha logrado integrarlos a todos ni ser la verdadera, pues hay
otras que están diciendo “ahí falta algo, o esto no me representa, o no
tiene la verdad”. No es abarcadora ni integradora, puesto que hay actores
sociales que han quedado fuera.
Desde esa perspectiva, pensar una historia nacional presupone o exi-
ge una homogeneidad, que tiene que representar a todos los actores de un
país, sin excluirlos. Ésta es una condición que no está satisfecha por la
historia, tal como ha estado construida hasta ahora. Es decir, los reclamos
contemporáneos son parte de eso, como también, de una unidad de senti-
do en determinado acontecimiento. Si fuera una historia, ésta supondría
580 que todos los acontecimientos tienen el mismo significado para los actores
involucrados.
Góngora planteaba que hay más de una lectura posible para un he-
cho. Los acontecimientos son actos a los que se les carga de significado
(creo que a partir de Michel de Certeau y de White este tema quedó claro)
en detrimento de otros a los cuales se les disminuye o se les niega ese
contenido. Eso es lo que constituye el acontecimiento que será en la me-
dida que lo reconocemos y, por lo tanto, que le otorguemos un significado
determinado. Es decir, es el resultado de un acuerdo social. Para que sea
único para todos, exige necesariamente un cierto consenso que es, de al-
guna manera, lo que estuvo en discusión respecto de la construcción de
una historiografía de la Revolución Francesa, por ejemplo.
Respecto de las macrotendencias, quisiera señalar dos tareas de his-
toriadores. Siento que se nos aproxima una discusión muy fuerte con re-
lación a la polémica sobre los Estados nacionales y Estados postnacionales
(Estados de ciudadanos), y eso plantea de lleno el tema de la o las historias
nacionales y la o las identidades nacionales. Un Estado ciudadano puede
suponer varias identidades.
Una discusión que no es menor, es la que planteaba Wallerstein: los
“universales abiertos”. Las grandes categorías con las cuales se pensó el
mundo hoy están en proceso de incorporar nuevas definiciones, formula-
das o pensadas ya no desde el eurocentrismo como única escala de valor y
objetividad, sino desde nuestras propias experiencias históricas y sociales.
Por lo tanto, se podría reconocer como una tarea pendiente igualmente el
tema de construir historias “abiertas”, es decir, que incluyan y se constru-
yan a partir de conjuntos de discursos que expresen visiones distintas y
que sean capaces de coexistir.
H ISTORIAS , IDENTIDADES , TRASLACIONES

DEBAJO DE LA ATALAYA DE LA HISTORIA

Gabriel Salazar
Historiador

C onvencionalmente se plantea que hay una identidad chilena porque 581


existe la palabra Chile, porque la palabra “nación” se emplea en todos los
discursos y convocatorias públicos. Es un concepto que circula, que va
acompañado de una cantidad de símbolos que lo refuerzan: desde la ban-
dera, el escudo, el mapa, los límites, hasta el conjunto Los Quincheros,
etc. Pero todos sabemos que el nombre no hace la realidad, ni los símbolos
los procesos históricos.
Para mí, existe una nación en un sentido social, cultural, antropoló-
gico, histórico, en tanto existe una sociedad civil real y verdadera: integra-
da, con tradición, plena, con ejercicio de soberanía y con diversos meca-
nismos de participación. En ese caso podríamos hablar de una identidad
“nación”, homologando nación a pueblo; pueblo a comunidad; comuni-
dad a sociedad civil, y a una sola voluntad, a una sola soberanía. Si eso no
existe, entonces, hay una diferencia profunda entre el nivel simbólico y el
nivel concreto de la realidad histórica.
Pienso que en Chile no ha existido ni existe sociedad civil. Y eso
responde a varias razones que no se relacionan con la heterogeneidad, ya
que ésta es más bien uno de sus componentes.
Quiero referirme a dos aspectos. Primero, la inexistencia de una clase
media rural. Hay muchos peones, asalariados agrícolas, que no son necesa-
riamente campesinos. Hay minifundistas que no alcanzan ni siquiera a ser
microempresarios y, también muchos inquilinos que tampoco podemos
decir que sean campesinos.
La posibilidad de existencia de una clase media rural en Chile fue
destruida a mediados del siglo XIX. Hemos tenido una historia con una
clase social ausente. Se sabe que una sociedad civil descansa, en una bue-
na medida, en la existencia de una clase media rural, como en Francia,
REVISITANDO CHILE

por ejemplo. La ventaja de una clase media rural es que normalmente


está dispersa por todo el país, bien asentada en las regiones, configurando
comunidades locales con cierto nivel de autonomía, lo que permite que
los municipios cobren pleno sentido.
El segundo elemento a considerar es que no estamos en presencia de
una sociedad civil madura. Esto se expresa en una mentalidad, o en la me-
moria cultural de un sector del país, de que entre nosotros existe un ene-
migo interno. Y estoy hablando de los militares. El Ejército en Chile, desde
que se organizó en la frontera del Biobío contra los mapuches, consolidó
la “idea fija” de que en nuestra sociedad existe un enemigo. Comenzó con
ellos, siguió con los rotos, a quienes en el siglo XIX no se les dio derecho
ciudadano. Cuando se les otorgó, luego de mucho tiempo, vino el cohe-
cho y se instaló nuevamente un sistema electoral (el binominal), que per-
mitió a las minorías convertirse en mayoría, o en algo parecido.
En el siglo XX, curiosamente, se persiguió a los “subversivos”, llá-
mense dirigentes de movimientos obreros, estudiantes anarquistas, co-
582 munistas, humanoides, entre otros. Uno todavía escucha a los militares,
especialmente a los que están en retiro, diciendo que en 1973 pelearon
contra un enemigo interno. Por eso, cada vez que están pacificando a balazos
a la ciudadanía loca, sienten que están en una guerra.
La violación de los derechos humanos ha sido consustancial al com-
portamiento del Ejército al interior de la sociedad civil chilena, y mientras
no cambie su mentalidad, esta situación va a continuar. Podrán tener de-
recho a escribir sus propios textos de Historia de Chile, pero que manten-
gan mentiras historiográficas para convencerse de que existen enemigos
internos y que, por lo tanto, ellos deben mantenerse detrás del Estado, vigi-
lando el comportamiento de los políticos para conservar las constituciones
que ellos mismos establecieron... Como dice Rodrigo Baño, mientras exis-
ta alguien que piense que hay un enemigo interno y que sus puntos de
vista tienen la ventaja de tener un poder de fuego, tendremos una cuña
interna que hace dudar que realmente tengamos una nación integrada.
Cuando hablamos de la integración de una sociedad debemos consi-
derar que existe una serie de mecanismos de integración medibles empíricamente.
Uno de ellos es el de representatividad, que se relaciona con el tema electo-
ral. Todos sabemos que hasta 1950 estos mecanismos estaban viciados por
el cohecho, porque no se les dio el voto a todos, porque la mitad de Chile,
constituida por las mujeres, no votaba, o porque no tenía mucho sentido
elegir sin participar.
Los mecanismos de participación en la toma de decisiones nunca han
existido, salvo en el período en que rigió la Ley de Comuna Autónoma de
1891, que fue abolida muy prontamente. Hoy se habla de participación,
pero ningún acápite de la Constitución y ninguna Ley de la República dice
lo que es ni de qué manera se hace.
H ISTORIAS , IDENTIDADES , TRASLACIONES

Hablar de mecanismos de negociación como formas de integración


presupone que la ciudadanía se asocie corporativamente formando enti-
dades reconocidas como tales y con capacidad para negociar en cuanto
ciudadano, con y frente a los poderes, o a otras entidades corporativas.
Pero sabemos que en Chile la posibilidad para negociar se expresa de
manera real sólo entre 1938 y 1973. Antes de esos años, las mutuales se
autogobernaban y resolvían los problemas como si fueran un micro Esta-
do. La FOCH era una sumatoria de mutuales que cuando comenzó a sacar
la voz, a formular propuestas completas y complejas de legislación y de
Constitución Política, fue barrida.
Sólo entre 1938 y 1973 las asociaciones corporativas de carácter sin-
dical (CGT, CTCH, CUT, especialmente, ANEF), tuvieron poder de nego-
ciación, aunque fueron mediadas por los partidos políticos de carácter
populista. Recordemos la triste suerte de Clotario Blest, que propuso otra
fórmula y también fue dejado de lado.
Hoy ni hablar. Sólo las organizaciones patronales tuvieron esta capa-
cidad durante los siglos XIX y XX, que no fue ni siquiera de negociación, 583
sino más bien de presión.
Uno puede hablar de integración de una sociedad cuando hay carrera ocupa-
cional en el plano laboral y no simple empleo. En Chile prácticamente no ha
habido carrera ocupacional para los sectores populares. Ha existido carre-
ra transversal de un empleo a otro –peonaje en el siglo XIX, temporero en
este siglo, profesionales a contrata–, lo que ha generado circulación de un
proyecto a otro o de una institución a otra, dependiendo en gran parte de
las mayorías electorales.
La carrera ocupacional se relaciona con la existencia de mecanismos
de innovación tecnológica internos en el país, en su economía. Pero desde
que Chile es Chile, la tecnología se compra, se importa. Esto implica que
se capacite desde arriba hacia abajo, lo que no permite que se innove en el
otro sentido. No hay carrera ocupacional, porque la gran mayoría de la
población queda orbitando la parte inferior del sistema laboral, en lo que
hoy se llama tan elegantemente, “flexibilidad del empleo”.
Para hablar de “nación” en Chile, tendríamos que hacerlo sobre la
base de una nación no integrada o invertebrada, como diría algún escritor
español, pero que tiene sobre sí una serie de símbolos que la “unifican”.
Después de todo, a lo largo de gran parte de la historia mundial, la nación
ha sido una construcción política y muchas veces, realizada mediante la
fuerza y la violencia. Álvaro Góngora reconoce en uno de sus ensayos que
Chile se ha constituido como nación en esos términos. Sin estar plena-
mente de acuerdo con él, creo que la idea calza en términos globales.
Quisiera recordar un análisis brillante que hace Max Weber en Eco-
nomía y sociedad, respecto de cómo se constituyen los Estados y los siste-
mas de dominación. Dice que las unidades nacionales y el concepto de
REVISITANDO CHILE

nación se constituyen eficientemente en tanto y en cuanto la violencia


engendra esa unidad sobre la base de lo que llama “la seriedad de la muer-
te”. No hay nada que unifique más que el dolor compartido de la muerte.
Mientras tengamos un enemigo interno, masacres y un Ejército que sigue
pensando lo mismo, estaremos unidos, muy unidos, no tanto por la pa-
tria, sino por esta seriedad de la muerte.
La historia como proceso en sí misma, no es una, sino un conjunto.
Hay procesos que se estratifican, procesos visibles e invisibles; procesos
laterales, unos que convergen y otros que no. Los hay subterráneos, “de
los topos”, como decía Karl Marx, que van por “debajito” avanzando cie-
gamente, horadando.
Está la historia que se recuerda y la que no. Es decir, los procesos
históricos son varios y complejos, se estratifican, tienen distintos ritmos y
duraciones. Es imposible hablar de una sola historia en términos de pro-
ceso, ya que se trata de heterogeneidad. También es la dinámica. Dinámi-
ca longitudinal, transversal, entrecruzada, en altitud, etc.
584 En consecuencia, a la historia como ciencia se le presenta el proble-
ma de que está instalada en un lugar privilegiado; en una atalaya privile-
giada de observación, desde el punto de vista de Dios. La atalaya del cien-
tífico que se cree el cuento de la mirada objetiva y el análisis positivista. Es
un sitial deseable, ideal, pero pienso que no hay que tomárselo en serio,
porque ni Dios, si existiera, estaría interesado. Hay que ser más ubicuo, de
otro modo se es centralista y autoritario, lo que no tiene gracia. Siendo
deseable ese sitial único, no es necesario volverse loco por estar ahí. Desde
esa instalación nadie se convierte en “científico”.
Lo que tiene sentido es la ubicuidad del análisis histórico, de la pers-
pectiva histórica. El historiador puede sentarse, instalarse en las corrien-
tes, como Heráclito, y no quedarse mirando desde la orilla, metiendo la
patita, sino que tirarse de cabeza a la corriente de los distintos procesos
históricos, instalándose en cualquiera de las memorias sociales que van
envueltas en estos.
Una atalaya es la del historiador, que es artificial, y otra es la de cual-
quier sujeto que está involucrado dentro del proceso, o del conjunto de
sujetos involucrados. Es la diferencia entre la memoria abstracta, produci-
da desde un sitial abstracto, y de la memoria social, real.
La verdadera historia, en la actualidad sobre todo, no en la época del
fordismo, del populismo, o del estructuralismo, consiste en instalarse en
los torrentes sanguíneos, por decirlo así, de los procesos históricos y, en
consecuencia, en la memoria social.
Se sabe que la memoria social es múltiple, pero convergente en tér-
minos de conflicto de reconciliación, o de desarrollo común.
Estamos en esa etapa, una en que la historia, como disciplina, como
práctica de producción de conocimientos, necesita ser múltiple y dinámi-
H ISTORIAS , IDENTIDADES , TRASLACIONES

ca, necesita estar dentro de los sujetos más caudalosos y operar con la
epistemología que hay allí que, sin duda, es diferente de otras.
Una de las cosas más interesantes que ha ocurrido en Chile desde los
años ochenta es la aparición de una historia social que no sólo escriben los
historiadores, sino los propios pobladores, los viejos, los jóvenes, hasta los
niños, lo que cambia radicalmente el concepto de la historia que aparece
en los textos escolares.
Quisiera poner un ejemplo, muy breve, para ilustrar hasta dónde
puede llegar una historia así concebida.
Mario Garcés trabajó junto con los pobladores de La Legua, o mejor
dicho, los pobladores de La Legua trabajaron con él para hacer su propia
historia. Escribieron un libro acerca de la historia de esa población en la
época del golpe en su etapa más crucial, la resistencia.
Hay una historia, un relato sobre las piedras de La Legua, que refleja
el sentir de los pobladores. La historia incluye todo lo que hay en su po-
blación, en particular las piedras: las piedras luchan, las piedras tienen
identidad, las piedras pueden contar su historia. 585
El cuento se refiere a una piedra que estuvo mucho tiempo semien-
terrada en el mismo lugar; ella, siempre inmutable, vio aparecer a unos
señores vestidos de verde disparando y a unos jóvenes que les respondían.
Vio cómo mataron a varios de ellos y se cubrió de sangre, con tierra. De
pronto, se sintió volando, la habían lanzado contra algo duro, metálico,
verde. Cayó al suelo partida en dos.
Lo encontré fabuloso. Es una especie de antropomorfización, se pue-
de decir, de las piedras. Ésa va a ser la historia. Así como los militares le
cantan al fusil... –yo hice el servicio militar y canté junto al fusil–, ¿por
qué no cantarle a las piedras?
Entonces, la nueva historia que surge de estas memorias sociales,
está enriquecida de una manera tal que ya no habla tanto al intelecto,
sino al cuerpo entero, a la motivación; no habla en función del pasado,
sino del quehacer futuro. Se reconstituye una memoria que no mira tanto
para atrás, una memoria para la acción.
Si los militares quieren escribir su historia en cuatro volúmenes, con-
tando sus hazañas y los cien combates del golpe victoriosos para ellos, está
bien. Si Gonzalo Vial, en La Segunda, quiere escribir su visión de la historia
para los que se interesen en leerlo, está bien. Si hay alguno que se instala
en el atalaya de Dios mientras tanto, está bien también. Siempre y cuando
haya otros que bajemos donde están las mayorías. Digo “las mayorías”
porque, claro, un texto escolar tiene el refuerzo de la visión oficial, pre-
tende ser objetivo, pluralista y contar toda la historia. Pero a las mayorías
generalmente no les sirve mucho un texto escolar (que suelen cuotearse
políticamente), porque hay que reforzar su capacidad de acción. Por ello
considero bueno que bajemos. Por lo menos yo me ubico en esa trinchera.
REVISITANDO CHILE

Los siglos históricos pueden ser más largos o más cortos. En la prác-
tica, el siglo XX chileno es terriblemente corto: va desde 1938 a 1973. Es el
único período en la historia de Chile en que el Estado, siendo liberal por
Constitución escrita, intentó ser desarrollista, populista y “socialista”, pese
a que ella no le permitía serlo. El Estado desarrollista se construyó en los
intersticios, mediante decretos leyes, facultades extraordinarias, etc. Es el
único período en que los mecanismos de representatividad fueron realmente
masivos o universales; en que los sectores populares tuvieron capacidad de
negociación corporativa, aunque a través de los partidos políticos, y podían
presionar desde la calle. El único período en que se pudo hablar de poder
popular, claro que en un sentido distinto al que planteaba Recabarren. El
único en que el Estado por sí mismo habló de industrialización, de pro-
yecto país. Por último, se trata del único período en el cual se intentó
producir un incremento real de los índices culturales por la vía de la am-
pliación de la educación a todo nivel y en forma gratuita.
El resto, pienso, es simplemente economía liberal, Estado liberal, oli-
586 garquía liberal mercantil, financiera, empobrecimiento, polarización de
los ingresos, etc.
Con una mirada de larga duración nos puede parecer que Chile siem-
pre ha sido un país liberal, en el sentido negro del término, porque tam-
bién podría entenderse como “liberación”.
Es una tendencia dominante. El 73, en estricto rigor, mirado en la
larga duración, es restauración y no revolución, como dijo Moulián. Dis-
crepo absolutamente con el maestro.
En esa medida, las tendencias fundamentales de la historia de Chile
se saltan el siglo XX y continúan tal cual. Estamos viviendo una especie de
segunda versión del siglo XIX, ya que éste llega hasta el año 1938. Habría
que preguntarse si es una versión mejor que la primera.
El dominio del modelo neoliberal podría entenderse según una ten-
dencia modélica o según una tendencia conflictiva. Las megatendencias
tienen el defecto de sugerir un proceso unilineal. Hablamos de la conti-
nuidad de un conflicto que no calza bien con la idea de una megatenden-
cia. Sería interesante analizar cómo se reconfigura el conflicto, cómo ocu-
rrió antes de 1938 o después de 1990.
Creo que en la fase 1900-1938 el conflicto tendía a una politización
del movimiento social, que trabajaba a través de la intermediación de los
partidos políticos y que después del 38 comenzó a jugar con la idea de que
había que tomarse “el poder”, asumiendo que éste estaba en el Estado.
La diferencia hoy está en que los movimientos sociales no tienen
mucha intención de desarrollarse por la vía de la politización hacia el Es-
tado o por la politización a través de los partidos políticos. La última en-
cuesta del CEP señala que sigue aumentando la tendencia a que la gente
no se inscriba en partidos políticos: 47%, aproximadamente. Habría que
H ISTORIAS , IDENTIDADES , TRASLACIONES

leer este dato en el sentido de que los movimientos sociales van a seguir
trabajando de otra manera. Sin profundizar en este momento, es intere-
sante recalcar que hay una politización por debajo. Eso puede implicar la
existencia de un conflicto distinto que va a tender a madurar en el tiempo.
Es propio de los tiempos socioculturales, no de los tiempos políticos, que
son más largos, unos quince años, veinte años, treinta años. Puede ser
muy interesante porque no hay experiencia acumulada al respecto.
Se conoce muy bien cómo fueron los conflictos en la época del siglo
XX, corto, y Pinochet aprendió a desmontarlo. La tortura sobre la organi-
zación fue exitosa, pero la tortura aplicada a redes sociales nunca ha re-
sultado.
Entonces, el conflicto se presenta, adquiere formas muy insólitas; y
digo esto porque como no hay ciencia ni experiencia acumuladas, incluso
las políticas de participación social tienden más bien a potenciar el mismo
proceso.
Puede que haya un tipo de conflicto para el cual no exista teoría,
como en el pasado, que conlleve toda clase de repercusiones interesantes 587
para los que no estamos en la atalaya de la historia, sino “abajito”. Estaría
muy contento de que así ocurriera.
REVISITANDO CHILE

LOS MITOS DE LA “DIFERENCIA” Y LA NARRATIVA


HISTORIOGRÁFICA CHILENA

María Angélica Illanes


Historiadora

588 P ara hablar de “identidad”, es necesario explicitar desde qué lengua se


está hablando: desde qué disciplina, desde qué mirada, desde qué cultura.
En mi caso, hablaré desde la historiografía. Segundo, creo necesario preci-
sar el concepto de identidad, porque me resulta bastante poco asible. Es como
hablar del alma chilena, que aparece como una esencia surgiendo desde
un sí mismo poco real o histórico. Prefiero hablar de diferencia, que es otra
de las maneras de ver la identidad, constituyéndose más bien desde un
otro, de un modo relacional, lo que se aviene mejor con una aproxima-
ción histórica y social.
Luego de estas precisiones, la pregunta que me haría es: ¿qué ele-
mentos podrían constituir una suerte de diferencia chilena o más precisa-
mente aún, de diferencia de la nación chilena? Para responder, trataría de
buscar cuál es “el otro” desde el que se ha construido narrativamente nues-
tra diferencia histórica como nación.
Al respecto, considero que esta diferencia tiene dos columnas verte-
brales, construidas a partir de ciertas narraciones históricas que adquieren
el carácter de míticas. En primer lugar, aquella que levanta el mito de una
gran historia institucional. A diferencia del caos o el desorden de Latino-
américa, la institucionalidad de Chile marcaría nuestra superioridad sobre
aquellos que no fueron capaces, en el siglo XIX, de constituirse en nacio-
nes constitucionales, republicanas, impersonales, etc.
La segunda narración identitaria o diferencial está constituida por el
mito de que los chilenos somos una raza homogénea (idea que está presen-
te en casi todas las narraciones nacionales y latinoamericanas que se refie-
ren a Chile), a diferencia de un pueblo-raza otro: indio, cholo, negro, “mestizo
latinoamericano”. Porque ni siquiera en Chile se reconoce una identidad
mestiza, tema tabú –así como se niega al indio también se niega al mesti-
H ISTORIAS , IDENTIDADES , TRASLACIONES

zo–. Se habla de una raza homogénea en la cual existe una suerte de disolu-
ción de lo indio en una masa homogénea: la raza hispano-chilena. A ésta se
le confiere un estatuto de “raza nacional”, lo que también se expresa en el
mito del “roto chileno”, tan nuestro, tan patriótico, tan aguerrido y vence-
dor sobre el indio nortino y altiplánico que cayó derrotado ante su espada.
A partir de estas dos narraciones, me atrevería a concluir que, al
hablar de una identidad chilena o de una identidad nacional, tenemos que
referirnos a la existencia de una narración mítica identitaria basada en
una relación diferencial con “el otro”, considerado como lo latinoameri-
cano, lo altiplánico, lo indio.
Por otra parte, si situamos la pregunta por la identidad o diferencia a
nivel de las relaciones dadas al interior de la propia sociedad chilena, me atre-
vería a plantear que en este país existió una marcada identidad de clase que se
fue construyendo a lo largo del siglo XIX y, especialmente, en el XX. Los
distintos sectores sociales vivieron la experiencia de constituirse como clase
y de definirse respecto de otro, estableciendo una relación directa y hori-
zontal, en términos de confrontación o diálogo. 589
Para graficar la constitución del chileno como clase, voy a ejemplifi-
car con el caso de un poblador a quien entrevisté y que narró un episodio
ocurrido en circunstancias de haberse instalado en un terreno privado. Es
interesante detenerse en el diálogo que sostuvo el poblador con el dueño
del predio y su señora:
–¿Qué haces tú aquí? –le preguntó el dueño del terreno.
–Bueno, yo te estoy cuidando el sitio –contestó el poblador.
–¡Mira como te tutea! –dijo la mujer.
–Si tú me tuteas, yo también te tuteo –comentó el poblador.1
Esto es un ejemplo de cómo, durante una etapa importante de nues-
tra historia, maduró una suerte de identidad igualitaria en el seno de los
sectores populares, la que habría dejado una profunda huella. Por su par-
te, la identidad de clase es muy clara en la elite chilena, en las clases “pa-
tricias” o en el patronaje. Esta clase se vio obligada, durante gran parte del
siglo XX, a adoptar una actitud en permanente defensa de su poder ante
ese otro “clase obrera y popular” que la enfrentó y que aprendió a verla
como su igual.
Sin embargo, nos parece que hoy estas manifestaciones identitarias
–la “diferencia institucional chilena” respecto de los países latinoamerica-
nos, así como la “identidad de clase”– están en crisis y desdibujadas. Mien-
tras el golpe militar se encargó de echar abajo a la primera, el sistema
neoliberal y la derrota de los proyectos de izquierda han tenido efectos
profundos sobre la identidad de clase de los sectores populares (los que,
además, a través del consumo de bienes materiales y culturales, se sienten
parte de la clase media). Actualmente, estos sectores se encuentran en un
grado de marginalización o disciplinamiento tal, que están lejos de ma-
nifestarse desde una “postura de clase”.
REVISITANDO CHILE

Pero, paradójicamente, mientras han caído estos dos rostros identi-


tarios, se han afirmado aquellos que jugaron un rol activo en su derrum-
be: la identidad corporativa de las Fuerzas Armadas y la conciencia de
clase de la elite chilena.
Lo anterior confirma que el tema de la identidad nacional no puede
ser abordado como una esencia, sino principalmente como un factor his-
tórico-cultural dinámico y relativo, lo que es expresión de los procesos
históricos vividos por la nación.
Definimos la historia oficial como aquella narración que ha preten-
dido tener un carácter de verdad y que, generalmente, está cargada de
elementos bastante míticos, por lo tanto, acríticos. Se trata de una his-
toriografía que actúa como voz de la cultura hegemónica y que es trans-
mitida a la juventud a través de la socialización de los aparatos educa-
cionales.
Personalmente me inclino –tal como lo ha establecido la literatura
contemporánea de las ciencias sociales– por plantear que no hay una his-
590 toria única, y lo afirmo desde tres perspectivas:
a) Desde un punto de vista cognitivo, ya que, como se sabe, toda pro-
ducción de conocimiento implica una ordenación sobre un desorden pre-
vio de los elementos, proceso que supone una operación subjetiva, im-
pregnada de valores, de preferencias, etc. Las narraciones históricas nos
dan cuenta de la selección de determinadas vías metodológicas y de op-
ciones específicas de construcción historiográfica. Evidentemente, hay un
límite dado por el hecho de que estas historias deben alcanzar un grado de
verosimilitud que permita abrir un campo nuevo y sólido al conocimiento
histórico.
b) En segundo lugar, si consideramos la historia como un aparato
cultural, es decir, como un texto compuesto por numerosos signos cultu-
rales (distintos grupos sociales y/o étnicos, distintos proyectos políticos,
múltiples experiencias dadas a distinta escala espacio-temporal, distintas
creencias, distintas manifestaciones de arte, etc.), ella contiene muchas
lenguas y, por lo tanto, no es única sino múltiple. Pretender que exista
una sola historia significa imponer también una sola lengua y un solo
sistema cultural que, necesariamente, tiende a absorber a las otras cultu-
ras y a las otras lenguas, traduciéndolas, mediatizándolas, subsumiéndo-
las en una sola voz. Esto es un acto totalitario. Aumenta el problema, a
nuestro juicio, el hecho de que la historiografía no ha asumido cabalmen-
te –como la literatura, por ejemplo– la existencia de varios “géneros histo-
riográficos” capaces de legitimar el uso de narrativas diferentes que den
cuenta de las lenguas y sujetos disímiles que componen un texto histórico
social.
c) En tercer lugar, la historia no puede ser “una sola” si la considera-
mos un aparato cultural de carácter político. En efecto, la historiografía
H ISTORIAS , IDENTIDADES , TRASLACIONES

tiene una productividad política determinada que habla de los proyectos,


aspiraciones e idearios de aquellos que la escriben. Desde esta perspectiva,
si bien el texto historiográfico sirve para legitimar el poder y la cultura
dominantes, también es útil para respaldar acciones de democratización
social y cultural, que es justamente lo que han venido haciendo varios
historiadores, especialmente en el campo de la historia-memoria popular.
Esto quizás puede graficarse en la frase de un poblador que comenzó la
escritura de su relato biográfico diciendo: “Yo no sabía que mi vida podía
ser historia”.2
En suma, la historia como narrativa, tanto desde el punto de vista de
su construcción historiográfica, como desde su contenido cultural y su
significado ideológico, contiene una multiplicidad de sujetos, de lenguas y
de sentidos. Un texto con carácter “oficial” escrito a una sola voz que ac-
túa como verdad, amenaza negar este rico mundo cultural histórico; mundo
que forma parte de algo que podríamos llamar nuestro “ser”.
A través de los ensayos de un alumno y una alumna del programa de
Magíster en Historia y Ciencias Sociales de la Universidad ARCIS, preten- 591
do mostrar cómo realmente las interpretaciones difieren cuando surgen
desde voces disímiles, desde diferentes lenguas y experiencias, desde dis-
tintas épocas, subjetividades y vivencias.
El primero es un profesor de enseñanza básica con más de 40 años de
edad, de extracción popular y que trabaja como chofer de micro en sus
horas libres. Expone que la tendencia principal de la historia del siglo XX
fue, “la lucha del pueblo trabajador por liberarse de la opresión de las
clases patronales”. Es interesante considerar que identifica tres hitos en el
siglo XX: 1) la matanza de la Escuela Santa María de Iquique en 1907; 2)
el gobierno del Frente Popular y; 3) el gobierno de la Unidad Popular. Por
medio de esos elementos desarrolla su historia y plantea que durante el
siglo XX habría tenido lugar un proceso de emancipación que comenzaba
con la lucha y la matanza, y que llegaba, finalmente, a obtener frutos
políticos. (Más de alguien podría pensar que se trata de una narración
bastante simple e ingenua. Sin embargo, es la visión que un obrero y pro-
fesor tiene de la historia del siglo XX).
El segundo ensayo es de una joven antropóloga de unos 30 años de
edad que nació en la década del setenta. En el texto apreciamos su obse-
sión por mostrar cómo el Estado, en forma persistente a lo largo de la
modernidad y en especial en el siglo XX, habría aprisionado al movimien-
to social en su lucha por la emancipación y autonomía. Ella, como mu-
chos jóvenes hijos de los tiempos de la rebeldía antidictadura, muestra
simpatías “anarquistas” y quiere evidenciar que la presencia del Estado
opresor ha sido la tendencia básica de la modernidad.
Quisiera plantear que esta doble interpretación está, a mi juicio, es-
trechamente relacionada entre sí. Se trata de la dialéctica contradictoria
REVISITANDO CHILE

de un proceso que visualizo como una línea de fuerza bastante clara en el


siglo XX: la emergencia del pueblo como movimiento social-político y su
progresiva institucionalización. Existió en el siglo XX una relación contra-
dictoria entre pueblo y Estado, a través de la cual ambos llegaron a sinte-
tizarse o a constituirse en una pareja que terminó (mal)casada en el altar
mayor de la patria. Éste es un tema que no veo tanto como macrotenden-
cia, sino más bien como un juego de fuerzas, de poderes; como un movi-
miento dialéctico.
Simultáneamente, habría que incorporar otro elemento: el factor ca-
pitalismo que, marcando una suerte de macrotendencia, se manifiesta en
crisis permanente a lo largo del siglo XX. Ésta, de carácter crónico, deter-
minó, a su vez, el recambio político de la oligarquía, la que entró en un
desajuste bastante grave en cuanto clase dirigente, derivado de la crisis de la
economía tradicional y de la incapacidad de manejar las demandas sociales.
Sobre el despliegue de esta doble crisis se van a producir los grandes cam-
bios en la composición política y social del Estado el que, bajo la conducción
592 de estamentos técnicos (militares y profesionales) y luego de políticos de
distintas tendencias reformistas, se transforma de Estado Liberal en Estado
Asistencial y de intervención económica, con profundas repercusiones en
el orden del sistema en su conjunto. El rol político de este Estado es deci-
sivo –aunque de corta duración–, marcando el rumbo de la política y de la
economía y estableciendo un nuevo pacto social en el siglo XX, que se
rompe con el regreso de la oligarquía por la vía militar el año 1973.
En síntesis, creo que podemos distinguir tres lineamientos relevantes
que tienden a configurar la historia del siglo XX: el proceso de diferencia-
ción de clase popular y su instalación en el Estado; la cuestión de la crisis
capitalista de carácter endémico y, finalmente, el fenómeno de transfor-
mación del Estado en vista de la construcción de un nuevo pacto político
social. Tres factores estrechamente relacionados entre sí y que, en defini-
tiva, dan cuenta de un aspecto central: la emergencia en el siglo pasado de
un nuevo Estado llamado a encauzar por la vía política las luchas de cla-
ses, a neutralizar a través de opciones alternativas, las crisis capitalistas y,
finalmente, a construir la estrategia de un orden social sustentado sobre
su propia mediación política nacional.

1. Entrevista a Juan Araya, dirigente de Pobladores Sin Casa a principios de la década de 1960.
2. Gerardo. Taller de Historia Popular. Peñalolén.
H ISTORIAS , IDENTIDADES , TRASLACIONES

ALGUNOS RASGOS DE LA IDENTIDAD CHILENA,


EN PERSPECTIVA PRETÉRITA

Cristián Gazmuri
Historiador

C omo toda nación o sociedad, Chile ha exhibido históricamente rasgos 593


que marcan actitudes mentales más o menos permanentes. Intentar un
estudio sistemático sobre el problema rebasa con mucho lo que puede
pretenderse en un artículo breve. Vayan entonces sólo algunas notas so-
bre éstas. Escribo en pasado, pues, como podrán darse cuenta los lectores,
muchas de las actitudes mentales que mencionaré aparecen debilitadas en
la actualidad.

La influencia de la geografía
El primer rasgo mental que quiero destacar como históricamente presente
en el chileno es la conciencia de habitar en un lugar lejano, distante de lo
que han sido los polos de cultura avanzada que ha tenido el planeta –Euro-
pa en lo fundamental– durante la existencia de nuestra nación: el síndro-
me de lejanía. “Aquí donde otro no ha llegado”, escribía ya en el siglo XVI
Alonso de Ercilla y Zúñiga. Los primeros mapas señalan las tierras de Chi-
le como “Finis Terrae”. Jaime Eyzaguirre recoge esa denominación y le
agrega el adjetivo de “antípoda del mundo”. En los cantos de marinos
europeos “llegar hasta Valparaíso” era sinónimo de estar al otro lado del
planeta. Y más aislados hemos estado aún de otras altas culturas, no euro-
peas. Diferente era el caso en la época precolombina en relación al Impe-
rio Inca. Pero entonces “Chile”, en tanto la unidad histórico-geográfica
que conocemos hoy, no existía.
Un segundo rasgo mental, el aislamiento. Hasta hace unos cien años,
Chile era casi una isla, especialmente durante los inviernos. Encerrado
entre el inmenso océano Pacífico (sin una costa con buenos puertos natu-
rales), la barrera casi infranqueable (durante muchos meses) de la cordi-
llera de los Andes, el desierto –”El Despoblado”– de Atacama y el Cabo de
REVISITANDO CHILE

Hornos, con el mar más feroz del planeta, su aislamiento era casi total.
Llegar o salir de Chile era una verdadera aventura y el viaje tomaba mu-
chos meses.
También la conciencia de pobreza. Chile fue, hasta 1830, posible-
mente la sociedad más pobre de la Iberoamérica. No producía gran canti-
dad de metales preciosos ni alimentos o productos tropicales de alta de-
manda en Europa, como azúcar, café, cacao, tabaco, o después caucho.
Los viajeros que nos visitaron durante el siglo XIX, junto con señalar la
belleza del paisaje, destacan las muy precarias condiciones de vida de los
chilenos, incluso de las familias más pudientes, cuyas casas combinaban
algunos muebles, alfombras y trajes europeos con el piso de tierra apiso-
nada, muros de adobe y techos con las vigas de canelo u otros árboles
autóctonos a la vista. Los edificios públicos fueron muy modestos hasta
muy entrado en siglo XVIII, cuando se construyeron el puente de Cal y
Canto, la Casa de Moneda y algunas iglesias de más pretensiones. Esta
pobreza terminó, entre la oligarquía al menos, hacia mediados del siguiente
594 siglo. Pero todavía, excepción hecha de familias ricas que ahora pasaban
largas temporadas en Europa y construyeron casas imitando las de ese
continente, el estilo rústico se conservó, si no en Santiago, sí en los fundos
y ciudades de provincia hasta el siglo XX. La alta burguesía decimonónica
de Valparaíso constituiría la excepción. Pero no quebró esta realidad en
términos generales.
Los síndromes de lejanía, aislamiento y pobreza han marcado el
comportamiento de los chilenos, incluso hoy, cuando los medios de co-
municación y transporte modernos nos han acercado al mundo. Tímidos
y apocados, también sobrios, solíamos ser poco aficionados a aparentar.
Espontáneamente, hemos tendido a rehuir los primeros planos (con excep-
ciones, por cierto). La persona que llamaba la atención y ostentaba su ri-
queza o su poder era mal vista. El exhibicionista no despertaba simpatía ni
admiración, más bien se le acogía irónicamente. La sobriedad era conside-
rada una virtud nacional y me parece que hay sólo tres épocas de nuestra
historia en que este rasgo se ha quebrado: transitoriamente, entre la aris-
tocracia, hacia comienzos del siglo XX; entre la nueva burguesía durante
los años del boom de comienzos de 1980 y de nuevo en los últimos años.
Sobriedad, sencillez, honestidad. Cuando Aníbal Pinto dejó la Presi-
dencia, sus amigos debieron ayudarlo a encontrar un trabajo para subsis-
tir. Cuenta Vicuña Mackenna que, enfrentado al motín del 20 de abril de
1851, de madrugada, el Presidente Bulnes desayunó un vaso de mote con
huesillo que compró a un motero de la calle. Hasta la época del Gobierno
de Eduardo Frei Montalva, los Presidentes de la República caminaban por
la calle como cualquier ciudadano y hasta hoy –con recientes excepcio-
nes– se enorgullecen de vivir en sus domicilios particulares de hombres de
clase media. Y no se trata sólo de figuras públicas, pues el hombre medio
H ISTORIAS , IDENTIDADES , TRASLACIONES

chileno ha sido, históricamente, por lo general, muy sobrio, casi exagera-


damente apocado.
No hemos amado lo monumental y, en estos últimos tiempos, cuan-
do se ha intentado una iniciativa de este tipo, el resultado, casi invariable-
mente, ha sido de una estética deplorable. Basten como ejemplo el “tem-
plo votivo” de Maipú y –en grado heroico– el edificio del Congreso Nacional
en Valparaíso.
Las sensaciones de aislamiento, lejanía, pobreza, sencillez, han teni-
do que ver también con la tradicional hospitalidad del chileno. El extranje-
ro que llegaba hasta Chile ha sido tratado, por lo común, con gran cordiali-
dad y a veces una generosidad rangosa que les asombraba. Era generosidad,
pero también algo de complejo de inferioridad provinciana ante este emba-
jador del mundo que venía hasta nosotros; reflejo de la intención de mos-
trarle que tenemos cualidades y así era frecuente que, junto con la hospi-
talidad, se le endilgara un discurso patriotero y chovinista que tendía a
mostrarle que Chile es lo mejor del mundo o, al menos, tanto o mejor que
su patria. Porque, paralelamente, los chilenos hemos mostrado un enor- 595
me amor al suelo, a esta tierra de fin de mundo que es considerada, de
manera inconsciente y un tanto vanidosa, tan hermosa como la mejor, fértil
y generosa; nuestro orgullo. Pedro de Valdivia, al menos un semichileno, y
que tanto se quejó de la pobreza del país, escribía al emperador Carlos V
que “haga saber a los mercaderes y gentes que se quisieran venir a avecin-
dar que vengan, porque esta tierra es tal que para poder vivir en ella no la
hay mejor en el mundo” y continuaba –mientras él y sus compañeros des-
fallecían de pobreza– “de la minas riquísimas de oro, y toda la tierra está
llena de ello”, por decir lo menos, una generosa la hipérbole. Más de un
siglo después, el padre Rosales escribió de Santiago como “ilustre ciudad
que hoy es la más lucida de las Indias por la mucha nobleza y calidad de sus
habitadores”, lo que ciertamente no se compadece con las noticias que te-
nemos de época. El Abate Molina murió pidiendo agüita de la cordillera. Ya
en el siglo XIX, Vicuña Mackenna, tan afrancesado como cualquiera de su
generación, no dejó de comparar, a veces desventajosamente, edificios y
servicios de Francia con los chilenos. Sin excesiva modestia, nuestra can-
ción nacional nos llama “la copia feliz del edén”. Este halago alcanzaba
también a nuestros hombres y mujeres: al roto, al que por un lado se le ha
despreciado hasta el punto de que se usa la palabra como adjetivo peyora-
tivo, al mismo tiempo se le considera astuto, generoso, noble y valiente,
“choro” y “tieso de mechas”. A la mujer chilena se le ha considerado her-
mosa y abnegada, admirable, lo que no ha resultado incompatible con un
machismo tradicional que abarca toda nuestra sociedad.
Comparemos, para terminar este punto, nuestro grito de amor pa-
trio, “viva Chile, mierda” con otro de otro un pueblo latinoamericano con
algunas características parecidas al nuestro, México. Ellos gritan “viva
REVISITANDO CHILE

México, hijos de la chingada” vale decir, la rajada, la violada como lo ha


analizado Octavio Paz en un hermoso ensayo. Aquí quiero hacer notar, en
ambos casos, la ambigüedad de la expresión de amor. Para afirmarlo, al
“viva Chile” se suma la alusión al excremento. En el caso de México, se
hace presente que descienden de hembras violadas, en una lejana alusión
a la Conquista. En ambos casos existe la paradoja, pero es más directa en
el caso chileno.
Nuestra geografía nos ha dado también un rasgo que ha sido cons-
tante en nuestra historia, el estoicismo frente a lo que Rolando Mellafe
llama el “acontecer infausto”. La Colonia es una secuencia de terremotos,
sequías catastróficas, salidas de cauce de los ríos; los que sumados a la
guerra semipermanente con los araucanos, parece habernos preparado
para enfrentar con estoicismo el mal que sobreviene: el pánico e histeria
colectivos en los primeros días dan paso a un fatalismo quieto, a un reco-
menzar espontáneo.

596 La herencia hispano-india y la mentalidad chilena


También hemos tenido y tenemos rasgos mentales tanto o más importan-
tes, como los ligados con nuestra situación geográfica, que vienen de nues-
tra herencia, española e india, así como de nuestra condición de mestizos.
El primero es la opción por la tierra y no el mar. Chile es un país con una
costa de las más amplias del mundo. Pero toda nuestra simbología folkló-
rica, excepto en regiones determinadas como Chiloé, gira alrededor de la
cultura y la existencia campesina y su personaje central, el huaso, sea
patrón, pequeño propietario o inquilino. Es efectivo que existen elemen-
tos concretos que pueden explicar en parte nuestro rechazo histórico a un
destino marítimo. Nuestra costa, excepto al sur del seno de Reloncaví, es
un litoral con pocos accidentes geográficos que constituyan buenos puer-
tos naturales y el océano la golpea duramente. El Pacífico chileno es enor-
me y no hay tierras cercanas que inviten al viaje por mar. Sin embargo, al
mismo tiempo, es un mar rico en pesca, recurso que sólo en las últimas
décadas ha sido explotado con intensidad. Todavía el pescado no forma
parte importante de nuestra dieta. Sin embargo, insisto, lo fundamental
es que han sido la tierra y sus hombres los personajes centrales de nuestro
imaginario y cultura popular, expresada en canciones, trajes, comida, gi-
ros idiomáticos, tradiciones. ¿Por qué este rasgo mental?
Recordemos que los chilenos somos mestizos de pueblos que eran de
tierra. Huilliches, mapuches, picunches, pehuenches –cuyos descendientes
puros, hasta el día de hoy no saben nadar– eran mucho más numerosos que
los indios de las costas, chonos, cuncos y en el extremo sur, onas, alacalufes,
yaganes y otros con los cuales casi no hubo mestizaje. Recordemos, por otra
parte, que entre los conquistadores figuran extremeños, castellanos, an-
daluces, más que catalanes, valencianos, cantabros, que son los grupos
H ISTORIAS , IDENTIDADES , TRASLACIONES

marítimos de España. Siendo Chile pura costa, Pedro de Valdivia fundó la


capital lo más lejos posible de ella. Las vertientes culturales, española e
indígena, nos transmitieron la mentalidad terrestre. Los comerciantes vas-
cos, un grupo pequeño que llegó en el siglo XVIII, preocupados del tráfico
marítimo donde hicieron sus fortunas, terminaron por incorporarse en
definitiva a la cultura tradicional del campo donde llegarían a ser patro-
nes. Fueron los grupos de no hispanos y en particular los ingleses, que
llegaron a Valparaíso en el siglo XIX, los que crearon la tradición marítima
de Chile, tanto mercante como de guerra. Todavía, entre la oficialidad de
la Armada, abundan los apellidos de origen no hispano y se sienten más
británicos que los ingleses.
La falta de iniciativa económica individual ha mostrado también la
impronta hispano-católica e indígena. Es conocida la tesis de Max Weber,
después desarrollada por Tawney, sobre la ligazón entre el espíritu protes-
tante y la laboriosidad lucrativa del capitalismo, que ciertamente no se ha
dado en la historia de toda América hispana. Debemos atribuir a nuestra
profunda herencia católica una parte de la responsabilidad en esta con- 597
ducta económica; pero, sin duda, el carácter de la economía chilena hasta
hace algunos decenios tiene también origen en nuestros indios, partícipes
en el mestizaje que dio origen a la nación chilena. Agricultores en la zona
central; más al sur eran, recolectores y cazadores, a veces, como en el caso
de los pehuenches, errantes. Todos eran económicamente bastante faltos
de iniciativa. Esta actitud económica pasiva de la mayoría del pueblo chi-
leno, sólo ha venido a quebrarse en los últimos años.
Para continuar con el punto de la pasividad económica y laboral,
debemos considerar la relación entre nuestras geografía y demografía. Chile
ha sido, desde la Conquista, un país que, sin ser despoblado, ha tenido
una cantidad de habitantes relativamente pequeña. Se calcula que al mo-
mento de la llegada de los españoles, hasta un millón de indígenas pueden
haber habitado lo que es el ecumene chileno actual. Por la época de la
Independencia, y sin tomar en cuenta el sector no incorporado de Arauco
y de nuestro norte actual, la población era también de, aproximadamen-
te, un millón de personas. Hacia 1900 se contaban unos tres millones de
habitantes, en 1952 de seis y hoy de quince. Ahora bien, el clima chileno
y la fertilidad del valle central, siempre han podido alimentar bien, o al
menos mínimamente, a esa población, sin necesidad de un esfuerzo ex-
traordinario. Durante la Colonia, cuando se exportaba sebo al Perú, la
carne se quemaba. Sólo en el siglo XX y en un contexto de marginalidad
urbana la alimentación ha sido un problema grave.
Esta facilidad en las condiciones de subsistencia de Chile la hacía
notar Arnold Toynbee, comparándola con la dureza del altiplano andino,
que obliga a grandes esfuerzos e imaginación para conseguir el alimento.
Así explica por qué allí surgió una alta cultura y no en el valle central.
REVISITANDO CHILE

Pero, por lo que nos interesa, también puede ser otra de las causas de
nuestra histórica falta de iniciativa económica sostenida y de empeño cons-
tante y laborioso. Digo, puede ser, porque se da el caso de que también los
descendientes de los incas han exhibido en los últimos siglos una gran pasi-
vidad económica, aunque quizá por razones diferentes, conectadas con la
desarticulación por la Conquista de su evolucionado sistema político-social
tradicional, que en Chile fue inexistente o estuvo muy poco asentado. La
improvisación laboral (y su manifestación concreta; el “maestro chasqui-
lla”) ha sido otra manifestación de este rasgo: lo que se comenzaba no se
terminaba o se terminaba a medias, no hacía falta más y nadie reclamaba.

Historia de Chile y mentalidad chilena


Vayamos, finalmente, a rasgos mentales que serían fruto de nuestra histo-
ria. Mario Góngora y otros autores han destacado el hecho de que en
Chile no fue la nación la que dio origen al Estado (como habría ocurrido
en Perú y en México); fue el Estado español en Chile, una institucionali-
598 dad fruto de una voluntad externa, el que creó la nación chilena donde
antes existían varias de carácter aborigen primitivo. El prolongado esfuer-
zo de los gobiernos coloniales y republicanos continuó apuntando en ese
sentido. Fue el Estado chileno de la segunda mitad del siglo XIX y primera
del XX, el que, enriquecido por los impuestos del salitre, permitió la con-
solidación de la clase media que ha gobernado Chile en el siglo XX, pues
dirigió el esfuerzo educacional de esos años.
Ahora bien, el hecho de que el Estado haya sido el artífice de la na-
ción chilena explica, al menos en parte, la homogeneidad de valores y
costumbres de los chilenos. En Chile, a diferencia de otros países de histo-
ria mucho más larga y compleja, pero mucho más pequeños territorial-
mente, como Irlanda, Bélgica, la misma España, los países del Medio Oriente
y los Balcanes, los del África postcolonial, etc., incluso países de nuestra
América Latina (la costa y la montaña en Ecuador; el norte agrícola y pobre
y el sur industrial y rico en Brasil; la selva, la montaña y el llano en Colom-
bia) no aparecen regionalismos de larga data, a veces intransigentes y vio-
lentos. Y no es porque tengamos homogeneidad geográfica. Chile tiene to-
dos los climas y casi todas las geografías, excepto la selva tropical. Además,
la comunicación entre regiones ha sido y todavía suele ser difícil en nuestro
largo país. Por ejemplo, hasta el extremo sur sólo se puede llegar por barco,
por avión o a través de la República Argentina, pero no hay diferencias,
culturales ni rasgos mentales sustancialmente distintos entre los habitan-
tes de Arica y los de Punta Arenas, del valle central, del desierto o de la
Patagonia; menos aún, odiosidades. Chile se ha extendido desde el centro
hacia sus extremos.
También a nuestra historia debemos el aprecio que sentíamos por los
valores militares. Chile era un país orgulloso de su pasado de éxitos mili-
H ISTORIAS , IDENTIDADES , TRASLACIONES

tares. Algo que hoy parece cuestionable, pero que no lo era hasta media-
dos del siglo XX. Se le conocía como “Chile, tierra de guerra”. Efectiva-
mente, aquél fue un estado que perduró, al menos latente, en los siglos
coloniales, y durante el XIX apareció en nuestra historia con inusitada
frecuencia: guerras civiles desde 1810 a 1818, en 1830, 1851, 1859 y 1891.
En fin, guerras internacionales en las décadas de 1820, de 1830, de 1860,
de 1870-80, todas victoriosas. Los cronistas coloniales se referían a nues-
tra nación como “Flandes indiano”. Tulio Halperin, en su conocida Histo-
ria de América Latina, se refiere a Chile como una pequeña Prusia, y Burr
titula su libro sobre la política exterior chilena en el XIX By Reason or Force
“por la razón o la fuerza”, el lema de nuestro símbolo nacional por exce-
lencia: el escudo patrio. No debemos olvidar que el libro escrito por un
chileno de mayor venta en el país ha sido Adiós al Séptimo de Línea, un
canto de gesta al valor del soldado chileno, que apareció hace unos treinta
y cinco años y que fue leído masivamente, con devoción, sin ser una no-
vela de valor histórico o literario apreciables. El estudio del norteamerica-
no William Sater sobre Arturo Prat, un santo laico, símbolo de nuestros 599
valores más caros, es del mayor interés para comprender el rasgo mental
pretérito que enuncio.
Otro rasgo mental del chileno de los últimos dos siglos, conectado a
nuestra historia, es la tendencia al vagabundeo y la aventura. Muy claro
entre los sectores populares, lo es, en general, de todos los chilenos. Extra-
ño, por otra parte, en un país en que el mundo campesino, muy mayorita-
rio hasta unas décadas, no es el del peón ganadero errante, como los llane-
ros de Colombia y Venezuela o los gauchos de Argentina y Uruguay, sino el
del inquilino, un ente sedentario, dependiente. Sin embargo, hijos o pa-
rientes de inquilinos se han transformado fácilmente en peones afuerinos y
errantes, más todavía, han emigrado masivamente al norte en la época de la
plata y del salitre, ascendieron también masivamente por la costa del Pacífi-
co hasta California (junto con una serie de pijes, como Pérez Rosales, San-
tiago Arcos y Benjamín Vicuña Mackenna) durante la fiebre del oro. Chile-
nos se contrataron como jornaleros para construir los ferrocarriles de la
sierra en Perú y no pocos trabajaron en la apertura del Canal de Panamá.
Durante las últimas décadas –más allá del problema del exilio– encontra-
mos chilenos repartidos por todo el mundo, notoriamente en Argentina,
Venezuela, USA, Suecia y Australia. Buscavidas que disfrutan o sufren de
su destino. Es posible que este rasgo tenga razones históricas muy concretas
caso a caso. Pero quizá, colectivamente, también en el de hecho que por los
siglos de la Colonia una buena parte del territorio de Chile fue lo que el
historiador estadounidense Turner llamó una “zona de frontera”, donde la
incertidumbre era diaria y donde el valor individual, la libertad personal y
el amor a la aventura eran muy valorados y representaban la posibilidad
de prosperar, hasta el punto de transformarse en un estilo de vida.
REVISITANDO CHILE

ENCONTRANDO LA IDENTIDAD EN LA CELEBRACIÓN


DE LA DIVERSIDAD

José Bengoa

600 Cómo nos ven


Cada vez que viene un extranjero a esta isla, se le pregunta “¿y qué le
pareció el país?”. Nos importa demasiado la imagen que los otros tienen
de nosotros mismos; que nos vean “civilizados”, “cultos”, “europeos” e,
incluso, diferentes al resto de los latinoamericanos.
El principio de alteridad pareciera ser la cuestión principal que defi-
ne una identidad, tanto a nivel individual, personal, como social y colecti-
vo. Por eso, acudo al afamado libro Sinceridad, del doctor Valdés Canje.
Son cartas que este eminente crítico social escribe al Presidente de la Re-
pública durante el Centenario y que cien años después tienen mucha ac-
tualidad:
Acabamos de celebrar nuestro Centenario y hemos quedado satisfe-
chos, complacidísimos de nosotros mismos. No hemos esperado que
nuestros visitantes regresen a su patria y den su opinión, sino que
nuestra prensa se ha calado la sotana y el roquete, ha empuñado el
incensario y entre reverencia y reverencia, nos ha proclamado pue-
blo cultísimo y sobrio, ejemplo de sí mismo, de esfuerzo gigante, ad-
mirablemente preparado para la vida democrática, respetuoso de sus
instituciones y de los ávidos e integérrimos políticos que lo dirigen. En
una palabra: espejo milagroso de virtudes en que deben mirarse todos
los pueblos que aspiren a ser grandes (…) Con una petulancia rayana
en la imbecilidad, hemos ido a preguntar a los delegados extranjeros
qué les parece a ustedes nuestro ejército, y nuestra marina, y nuestros
ferrocarriles, y nuestras industrias, y nuestra capital, y nuestra ins-
trucción pública, y nuestra administración, y nuestros políticos.
Es maravilloso. El maestro Valdés Canje critica con ironía hace cien
años la narración que se repite ad nauseam en la historia moderna del país;
H ISTORIAS , IDENTIDADES , TRASLACIONES

se reitera una imagen de lo que somos, una suerte de identidad nacional


esclerotizada, que expresa el neurótico afán de querer ser algo que sabe-
mos con temor que no somos. La afirmación, a veces histérica, de nuestra
personalidad fracturada, de nuestro espíritu criollo y de nuestra naciona-
lidad, una vez más difícil de defender; un sueño, no siempre decente y
equitativo, que queremos transformar en realidad.
Hay una percepción oculta, una intuición de que este discurso de
que somos cultos, civilizados, democráticos, blancos; de que no somos como
esos latinoamericanos de más al norte, como esos “picantes”; esos cholos,
esos indios; finalmente se “huele” que ese discurso no es muy verdadero. Es
identitario acerca de lo que quisiéramos ser, pero se intuye que no da cuen-
ta de lo que realmente somos ni de la desigualdad ni la diversidad del país.
Expresa de manera deforme la riqueza interior y finalmente impide com-
prender la realidad compleja y fracturada del país y su cultura.
No pareciera haber un discurso identitario que dé cuenta efectiva del
conjunto de la nación. Desde la mitad del siglo XIX se construyó una ima-
gen autoatribuida y deseada, que es más fruto de la voluntariedad que del 601
reflejo de la realidad. Esa autoidentidad, europea, blanca, católica, no in-
dígena, otorga una personalidad en particular a las clases altas y medias,
pero deja fuera a la mayor parte del país que no se ve representada. En un
período marcado por la globalización aparece con mayor fuerza la necesi-
dad de criticar una narración frágil y falseada de los chilenos y construir
una de carácter más comprensivo e incluyente.

La nostalgia
Se me ocurre que la identidad siempre es una reelaboración nostálgica de
lo que creímos que fuimos alguna vez. Cuando hablo de nostalgia no es-
toy refiriéndome a la historia propiamente tal, sino a una forma de histo-
ria afectiva, o sea, a la que se cuenta en forma agradable, y que es amable
con uno mismo, con su grupo. Es la de los tiempos en que éramos felices.
Si la historia tiene la obligación de analizar los elementos positivos y ne-
gativos, favorables y desfavorables, la nostalgia de pasado sólo apela a
aquellos que provocan el deseo de ser repetidos. Aunque son dos asuntos
diferentes, la historia y la nostalgia se relacionan entre sí; se la puede
comparar a la relación entre el apetito y el comer. La nostalgia provoca
una necesidad de historia.
Si uno quisiera indagar en los temas profundos de la identidad chile-
na, tendríamos que hacerlo en el inconsciente colectivo de los distintos
grupos sociales. Cada uno de éstos ha ido elaborando, con nostalgia o
mediante ésta, su época dorada: el tiempo en que las cosas estaban en su
lugar, en que el orden natural se imponía, en que el grupo, sector, región,
etnia era “lo que debía ser”, esto es, que mirado desde el presente, sus
intereses estaban cumplidos y podían ejercitarse de manera plena.
REVISITANDO CHILE

Son aquellos tiempos en que mitológicamente cada grupo cree que


tuvo la felicidad en sus manos. Ese tiempo mitificado se transforma en un
referente fundamental para la vida social y para el desarrollo de los pro-
yectos futuros.
Para muchos es, en Chile, el de las haciendas. El tiempo de la felici-
dad, de la paz social, del catolicismo, de las grandes ceremonias patrióticas,
cuando todos éramos chilenos y no había conflictos. La derecha conserva-
dora tiene en este paraíso perdido su fuente de inspiración, de recuerdos, de
cultura. En éste radica al mismo tiempo su programa y su proyecto. Re-
construir el paraíso de las haciendas es para muchos, hoy, un programa
político positivo: volver a ser un país donde exista mancomunidad entre
ricos y pobres, donde el orden y el respeto a las jerarquías e instituciones
domine la convivencia nacional y, por cierto, al igual que en el tiempo de
las haciendas, quien se separe de ese esquema de valores compartidos sea
castigado duramente. El mito de la hacienda como sistema de ordena-
miento tradicional chileno, como imaginario del pasado y proyecto para
602 el futuro, no es de posesión exclusiva de los herederos de los antiguos
patronos. Lo que se percibe hoy en día es que muchos sectores de clase
media emergente adscriben a una suerte de reelaboración de este mito
fundacional. No son pocos los sectores populares que ven en la nostalgia
de la pax hacendal el modelo de organización y funcionamiento de una
sociedad en que los desiguales se relacionan de modo directo –presencial–
en una relación de dominación fuertemente paternalista y protectora. Este
proyecto situado en el inconsciente colectivo es permanentemente con-
vocado, de diversa manera, por los proyectos políticos conservadores o
restauradores que se ofrecen a la ciudadanía.
Hoy surge también una suerte de nostalgia del tiempo de la Repúbli-
ca, que también es otro mito. Es el tiempo, se dice, en que la educación
era gratuita para todos, cuando el “todos” era también un “nosotros”; qui-
zá un “nosotros” más amplio que el de las haciendas, pero finalmente seg-
mentado y con un gran sector marginal, como se percibió a fines de la déca-
da del 60. El tiempo en que, por cierto, se cree con creciente nostalgia,
existía una democracia perfecta. Ésta llegó a tener décadas o momentos
muy particulares, donde la participación efectiva realmente fue tal, pero
tuvo muchos en que, por el contrario, la vida republicana estaba en manos
de un puñado de personas. Lo que no cabe duda es que, verdadera o mitifi-
cada, la pax republicana se transforma también en fuente de convocatoria,
modelo de mirada al pasado y proyección al futuro para amplios sectores
del país. Por cierto que la clase media tradicional, de carácter principal-
mente laico, ha hecho suyo este discurso, pero también hay amplios sec-
tores populares que así lo perciben. Un país basado en la igualdad, en el
acceso equitativo a los servicios, en una meritocracia sanamente competi-
tiva, en un Estado fuerte capaz de moderar las desigualdades. Muchos
H ISTORIAS , IDENTIDADES , TRASLACIONES

programas políticos convocan esta “nostalgia de la democracia perdida”


que la República que Chile pudo ser en buena parte del siglo veinte y que
está ubicada en el inconsciente colectivo y se la puede demandar como
perspectiva de futuro.
Es en torno a estas imágenes que se ha ido construyendo la identi-
dad, o las identidades de una sociedad y de un país, en este caso Chile. En
una sociedad compleja como la chilena no hay una sola identidad, y me-
nos en un momento histórico como el que vivimos, en que los sistemas de
integración estatal comienzan a cuestionarse.
Lo más probable es que en un futuro muy próximo el período de la
pax militar vaya a ser también un asunto de nostalgia para muchos, dicta-
dores y dominados, y una construcción de sueños. Para quienes estuvieron
en el poder y para quienes no lo estuvieron, se va a transformar en un
tiempo histórico lleno de aristas y riquezas, como la solidaridad y los sue-
ños de justicia de quienes eran perseguidos –que alimentará la nostalgia y,
probablemente, la cultura y la construcción de nuevos proyectos en la
izquierda–, o como los “recuerdos del autoritarismo”, que alimentarán la 603
tendencia opuesta.
Es evidente que hay sectores del país que tienen otras historias y
otras nostalgias. Uno de ellas es la nostalgia de la pax mapuche, el tiempo
en que este pueblo vivía en libertad, en independencia, hasta fines del
siglo XIX. Por cierto, en la nostalgia de esa pax indígena está la cuna de una
identidad, la actual.
Existen también en muchos otros rincones del país recuerdos de tiem-
pos dorados que otorgan sentido a la historia local, social o regional, que
son además la base de su propia identidad y el fundamento para sus pro-
yectos de desarrollo. El desafío en la construcción de las nuevas identida-
des nacionales reside en la capacidad de incluir, de integrar esa compleja
diversidad, abriendo espacios para su desarrollo. Las identidades exclu-
yentes, como la que criticamos en el primer párrafo, no posibilitan la cons-
trucción de una cultura democrática, a la vez que moderna en el país.

Los secretos de la identidad


Es difícil decir que la identidad chilena no existe, creo que existe, pero es
una cuestión que no está dada ni estabilizada ni tiene esencia. Pensar en
la identidad desde una perspectiva esencialista no sólo me parece equivo-
cado, sino un camino absurdo de sacralización de los aspectos adjetivos.
La identidad, las identidades, siempre se construyen en función de la inse-
guridad permanente sobre nuestra alteridad, sobre lo que somos, sobre
cómo nos ven; en esta permanente disputa por la nostalgia, por la histo-
ria, en ese sentido, y en este cruce secreto de asuntos de los cuales no
queremos hablar. De los olvidos, de la amnesia, de los secretos de familia,
que finalmente son buena parte de las cosas que la amarran.
REVISITANDO CHILE

Muchos creen que las identidades se hacen de proyectos, a través de


un proceso de construcción que provoca lo que somos, la identidad colec-
tiva. Pero éstas no tienen su base en los proyectos futuros sino en los que
han ocurrido.
Las diversas ideas, imágenes, sonidos y sentimientos sobre lo que se
es o sobre lo que no se es en cuanto a comunidad, pueden unirse en cier-
tos momentos, circunstancias particulares, en ciertas “batallas” que con-
vocan el sentimiento colectivo: el futbolista Marcelo Salas metiendo un
gol, momentos emocionales de este tipo producen situaciones de recrea-
ción efímera de la colectividad; la Navidad en una familia, el bautizo o la
muerte de un cercano unen y permiten el recuerdo nostálgico de algún
momento en que se pudo ser verdaderamente una “familia unida”. Pero,
a mi juicio, esos momentos efímeros a nivel colectivo no necesariamente
unen ni son capaces de ser la fuente de proyectos colectivos.

Lazos primordiales
604
¿Por qué pareciera ser necesaria una sola historia?
La clave está, para decirlo en una frase según un concepto de Geertz,
en la ausencia de lazos primordiales de nuestra sociedad, o en su reciente
constitución y relativa debilidad de los mismos.
¿Qué significan lazos primordiales? Serían aquellas uniones comu-
nitarias que se fueron forjando a lo largo de los siglos y que se relacionan
con la lengua, la religión, con una cultura que tiene enormes seguridades
acerca de su constitución.
Por la brevedad histórica del nuevo mundo y de nuestros países, ob-
viamente los lazos primordiales eran muy escasos. La sociedad de castas
que se estableció en la Colonia tendió a no establecerlos con fuerza ni
explícitamente. Por el contrario, o el problema de los criollos era su au-
sencia o su separación de los lazos primordiales con la península. Se les
enrostraba que no eran chapetones, que no eran peninsulares.
La intelectualidad chilena de comienzos de la primera mitad del siglo
XIX –Lastarria– y sobre todo de la segunda mitad, se ve en la necesidad de
utilizar la historia como fuente de construcción de los lazos primordiales
inexistentes de la sociedad chilena. Por lo tanto, la historia se transforma
en una operación de construcción de nacionalidad, recubierta con un ele-
mento científico –producto del cientificismo positivista del siglo XIX– que
no tiene tanto interés en conocer los hechos tal cual ocurrieron, con todas
sus complejidades, sino que se preocupa más bien de “producir ideológi-
camente el Estado”, de producir la nacionalidad. Trata de crear una suerte
de “patriotismo”, por el dicho aquel de “sin patriotismo no hay Estado”;
“sin patriotismo no hay nación, y sin nación no hay Estado”.
Los historiadores han jugado un papel central en la construcción de
ese patriotismo que constituyen los “lazos primordiales” que nos faltaban
para ser un pueblo y una nación.
H ISTORIAS , IDENTIDADES , TRASLACIONES

La Historia de Chile es una historia general acerca de la construcción


de la nacionalidad para hacer que calce cada uno de los elementos en el
marco de un Estado unitario, único, homogéneo, etc. Por eso es tan im-
portante en nuestro país el concepto de hacer Historia general de Chile,
porque es una Historia general del Estado de Chile.
La historia que se realiza en nuestro país podría ser señalada como la
Historia del Estado del Valle Central de Chile. Es la historia del “nosotros”,
el único lugar donde se percibía algún atisbo de lazos primordiales. Al no
existir sociedades que establecieran lazos primordiales.
Por eso vale la pena preguntarse si es posible o necesario hacer Histo-
ria General o por principio y convicción es un asunto ya superado. La
Historia General al tratar de ordenar el conjunto de los fenómenos en un
relato es, por naturaleza, excluyente.
El gran desafío actual es cómo esta mirada comienza a jugar una
suerte de ping pong, una relación entre la mirada y lo que va ocurriendo
en la propia sociedad. La mirada se va erosionando respecto de la historia
general como conceptualización unitarista del Estado y la sociedad; se va 605
desgastando la identidad y la percepción que la sociedad tiene sobre sí
misma. Éste es el gran tema del Bicentenario.
El Centenario de 1910, según nuestro querido doctor Valdés Canje,
fue sólo visto desde la cúspide de la mirada unitarista. La mirada civiliza-
dora, europeísta, positivista, liberal en el sentido negativo de la palabra.
El gran peligro es volver a tropezar, cien años después, con la misma
piedra y mirar al país de la igual forma, centrándose en la unidad del
Estado como único y posible sistema de integración, sin dar cabida a la
expresión de la diversidad.
Es un gran desafío, pero por ese camino transita toda la intelectuali-
dad interesante que trabaja en este país: lograr la construcción de un concepto
de nacionalidad que se centre en la celebración de la diversidad. En el teatro, en
la poesía o en otras manifestaciones culturales, la diversidad es el tema del
debate. Sin embargo, ésta aún no llega a la política. El Estado ha puesto
grandes murallas a la diversidad. La regionalización es un asunto menor,
los derechos de los grupos minoritarios, o los problemas de los jóvenes,
son temas que todavía no entran en ninguna agenda.

Los Cuatro Jinetes del Apocalipsis


”Los Cuatro jinetes del Apocalipsis” son cuatro megatendencias en nues-
tra historia identitaria, en la historia de las ideas dominantes, de las ideas
consideradas evidentes y sagradas por las clases dominantes:
• El carácter extractivo y rentista en la historia. Aparecen hoy día los
ecologistas, como la primera bestia del Apocalipsis. Según cualquiera pue-
de sospechar, ellos representan la forma moderna de oposición a la con-
ciencia extractiva. Ésta ya no es solamente una tendencia del siglo XX, es
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la que se instaura con don Pedro de Valdivia cuando se apropia de los


lavaderos de oro del Marga Marga. Según Claudio Véliz y muchos otros
intelectuales, esto ha acompañado a la cultura dominante, a nuestra oli-
garquía chilena. Es la famosa tesis de la mesa de Tres Patas. No ha sido
nuestra clase dirigente constituida por verdaderos empresarios, son ex-
tractores; son mineros extractores de lavaderos de oro hasta hoy. Es una
oligarquía rentista y, lamentablemente, no hemos logrado su transforma-
ción. En cada oportunidad que se presenta tienden a ser dominantes las
tendencias rentistas. La condición de crecimiento ha sido a lo largo de la
Historia de Chile, la desregulación de la extracción: permiso para sacar.
Cuando caminaban o cabalgaban los conquistadores y colonizadores ha-
cia el sur, lo que veían no era tierra para labriegos, sino bosques para talar
y finalmente extraer las riquezas que ahí se encontraban. Cualquier ame-
naza a la acción extractiva es vista con temor y desconfianza, como una
bestia apocalíptica que se opone al desarrollo, aunque este conlleve, como
ha ocurrido con la historia económica de Chile, la destrucción rápida y
606 violenta de los recursos naturales, con el consiguiente fin del ciclo inau-
gurado con entusiasmo.
• La sumisión laboral es la segunda bestia del Apocalipsis. Obviamente
cualquier atajo a la explotación de la clase obrera, como se decía antigua-
mente, la rotada, el bajo pueblo, es visto como una amenaza a la paz social.
Chile se ha construido con una maldita y colonial idea de castas donde las
clases trabajadoras han sido y siguen siendo maltratadas. La distribución
del ingreso en Chile es una de las peores del mundo. La historia es larga,
desde los debates de Santillán frente a la encomienda (que lograron, ni
más ni menos que aniquilar la mano de obra), las descripciones de los
trabajadores en el siglo XIX, pasando por las minas (Sub Terra, de Baldo-
mero Lillo, es un ejemplo modesto) hasta llegar a la cuestión social del
siglo XX. No se ha creado en Chile una conciencia democrática respecto a
la relación entre las personas y en particular entre el capital y el trabajo.
Son relaciones que siguen sin modernizarse. La cultura empresarial conti-
núa viendo en el trabajo una fuente de acumulación de riqueza y no apos-
tando a que ésta provenga de los aumentos de la productividad, de la
tecnología y de la mancomunidad de ambos, capital y trabajo, en este
proyecto. Las discusiones anuales sobre el salario mínimo son una demos-
tración de lo aquí señalado, manteniéndose la amenaza obrera en la se-
gunda bestia del Apocalipsis.
• El Estado es la tercera bestia del Apocalipsis. Chile se organiza, al
decir de Don Mario Góngora, a partir del estado. Un Estado republicano
que continúa la acción y organización del gobierno colonial. A pesar de
ello, el Estado solamente es aceptado como un ente protector y servidor
de favores. Cada vez que exige, se lo teme y no se lo acepta, y se lo acusa
de entrometerse en la vida privada, en los ámbitos privados de la actividad
H ISTORIAS , IDENTIDADES , TRASLACIONES

económica. El Estado no tiene legitimidad redistributiva. Es el liberalismo


negativo. Constituye una megatendencia, servirse del Estado para los ne-
gocios, temerle y protegerse de él para las exigencias redistributivas.
• Los mapuches aparecen en este discurso como la cuarta bestia del
Apocalipsis. Es sorprendente que al iniciarse el siglo XXI retorne este tema
complejo al imaginario colectivo nacional. Los mapuches, a lo largo de
nuestra historia, han sido “el otro”, el peligro del sur, la frontera de nues-
tra imagen de civilización, los bárbaros. El peligro que se transforma en
roto. Como decía don Ramón Subercaseaux, cuando en la semana roja, en
1905, veía venir la turba por calle San Diego hacia el Llano Subercaseaux.
Desde la atalaya de la viña Subercaseaux, don Ramón junto con los enó-
logos franceses veían venir a la poblada. Él escribe en Memorias de ochenta
años: “son como los indios, son como los mapuches en sus malones”.
Estas cuatro bestias, fantasmas que pueblan el imaginario conserva-
dor, han estado presentes a lo largo de la Historia de Chile. La moderniza-
ción incompleta de este país no ha podido vencer este imaginario larga-
mente construido: mentalidad extractiva, servidumbre social, deslegitimación 607
del Estado como agente de redistribución y miedo al otro, a la diversidad.
“No somos indios”, se repite en cada uno de los actos de autoafirmación
de nuestra identidad voluntariosamente buscada.
La modernidad a la que debiera aspirar el país en el próximo Cente-
nario debiese cambiar la mentalidad empresarial, pasar de una extractiva
a una de carácter constructivista; debiera cambiar la mentalidad de las
relaciones entre empresarios y los trabajadores, acabar de una vez por
todas con la imagen de servidumbre que aún ronda los imaginarios patro-
nales; y si en algo consistiría la modernización del Estado, no es solamente
en más computadoras o técnicas de procesamientos de datos, sino en la
capacidad de este aparato público de ser el instrumento de equidad, de
posibilidad de construir una sociedad de mejor calidad, de ejercitar la ca-
pacidad redistribuidora del Estado y que ésta sea reconocida por toda la
sociedad. Finalmente, el próximo Centenario debiese encontrar un país
en que el miedo al otro, la cuarta bestia del Apocalipsis, fuese reemplaza-
do por el culto y la celebración de la diversidad.
El discurso de la identidad debiese, por tanto, dar lugar al discurso de
las identidades, de una diversidad de discursos sobre el nosotros mismos
en que exista la capacidad de cada cual, cada grupo, cada región de reco-
nocerse. Por cierto que los discursos sobre la identidad, son también y
sobre todo discursos sobre el poder. Pero de eso se trataría, a lo menos
utópicamente, que el Centenario diera origen a la posibilidad de narrati-
vas democráticas, discursos compartidos, identidades respetadas, diversi-
dad celebrada como característica de un país pequeño y amable.
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