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EL PLANETA AZUL

La
contaminación
y la guerra

Por
Cristian Frers
CRISTIAN FRERS
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M
uchas veces solemos olvidarnos que la peor forma de
deterioro y contaminación del ambiente es la guerra. A
menudo se callan sus efectos, en nombre de una
política mal entendida. Debido a esto, es importante
destacar de qué modo y hasta dónde, la actividad
militar puede ser contaminante, tanto en la guerra
declarada como en la preparación para la guerra.
El primer efecto ambiental es el de usar, mejor dicho
inutilizar, enormes superficies de terreno que podrían
utilizarse para paliar el hambre. Los ejércitos de la
época de Alejandro Magno necesitaban apenas un
kilómetro cuadrado para ubicar cien mil soldados. Para
la misma cantidad de soldados, Napoleón necesitaba
no menos de veinte kilómetros cuadrados. En la
segunda guerra mundial, ya eran cuatro mil kilómetros
cuadrados y los ejércitos modernos requieren
cincuenta y cinco mil quinientos kilómetros cuadrados
por cada cien mil soldados en maniobras.
Un estudio reciente, hecho en los Estados Unidos,
sobre el efecto ambiental de esas maniobras, expresa
que: Con su violencia coreografiada, las fuerzas
armadas destruyen grandes sectores del territorio que
en un principio deberían proteger. Las tierras utilizadas
para juegos bélicos tienden a sufrir una grave
degradación. Las maniobras destruyen la vegetación
natural, perturban el hábitat natural, erosionan y
condensan el suelo, sedimentan corrientes y provocan
inundaciones. Los radios de bombardeo convierten el
terreno en un desierto lunar marcado de cráteres. Los
campos de tiro para tanques y artillería contaminan el
suelo y las aguas subterráneas con plomo y otros
residuos tóxicos. La preparación para la guerra se
parece a una política de tierra arrasada contra un
enemigo imaginario.
Un automóvil puede recorrer diez kilómetros por litro
de combustible y un tanque Abrahams M-1 anda
apenas veinte metros por litro. En una hora de marcha,
ese auto gastaría unos diez litros de combustible. En el
mismo lapso, el tanque consume mil cien litros. Un
bombardero B-52 gasta trece mil setecientos litros y un
portaaviones consume veintiún mil setecientos litros.
Con este dato, no sorprende saber que las fuerzas
armadas del planeta aportan el 10% del total de
emisiones de dióxido de carbono a la atmósfera.
Producir, almacenar, reparar, transportar y descartar
armas convencionales, químicas y nucleares genera
enormes cantidades de efectos nocivos tanto para el
ambiente como para la salud humana. Estos desechos
incluyen combustibles, pinturas disolventes, metales
pesados, pesticidas, bifenilos policlorados, cianuros,
fenoles, ácidos, álcalis, propulsantes y explosivos.
La Guerra del Golfo, que comenzó en enero de 1991,
entre Estados Unidos y sus aliados contra Irak provocó
uno de los mayores desastres ecológicos del siglo XX.
Al iniciarse la guerra, se advirtió que el incendio de
pozos petrolíferos podían provocar grandes nubes que
afectaron amplias zonas. En Oriente Medio, se hicieron
frecuentes la lluvias negras que mataron

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LA CONTAMINACION Y LA GUERRA
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la vegetación y contaminaron las aguas. En cuanto al


derrame de petróleo sobre las aguas del golfo Pérsico,
se calculó que su magnitud fue entre 10 y 12 veces
mayor que el desastre ocurrido un par de años antes
frente a las costas de Alaska, cuando el petrolero Exxon
Valdez, volcó al mar once millones de barriles de crudo.
Pero lo peor aún, el siniestro del Golfo no fue un hecho
accidental, sino el resultado de la acción deliberada del
hombre. La gigantesca capa de petróleo, que tenía una
extensión de 50 kilómetros de largo por 11 de ancho,
destruyó por asfixia a gran parte de la cadena
alimentaria, desde los peces hasta las algas. Las zonas
afectadas eran lugares de desove de gran cantidad de
peces, crustáceos y mejillones. El petróleo contaminó a
los arrecifes de coral con sus numerosas colonias de
delfines, tortugas y focas. También afectó a millones de
aves migratorias que llegaban a esa región desde el
norte de Rusia, Siberia y Asia Central, y que suelen
realizar una escala en su ruta migratoria en esas aguas.
Otro problema fue la escasa profundidad de sus aguas -
su promedio es de 25 metros- lo que determinó que la
renovación de las mismas se produjera con lentitud. En
esta zona, el mar es prácticamente cerrado y con
escasas corrientes exteriores.
Las elevadas temperaturas evaporaron rápidamente el
30% del crudo que cubrían las aguas. Sin embargo, los
componentes que permanecieron fueron los más
pesados y peligros.
Esta guerra provocó consecuencias ambientales muy
profundas, tanto en los espacios naturales como en los
urbanos. Inmensos ejércitos desplazándose por los
ecosistemas del desierto provocaron daños enormes
sobre los suelos, la vegetación natural y la fauna. La
destrucción de las redes de aprovisionamiento de agua
de las ciudades provocó epidemias a las que no se pudo
hacer frente, ya que los sistemas de salud estaban
desarticulados.
La comunidad internacional se mostró consternada por
la catástrofe ecológica que se cerró sobre el Golfo y
condenó enérgicamente la acción de terrorismo
ecológico. En momentos en los que ocurre una nueva
guerra entre los Estados Unidos e Irak, en las puertas
del siglo XXI, tal vez deberíamos concientizarnos sobre
las consecuencias en el ambiente, las ciudades y los
humanos. Deberíamos salir a la calle para evitarla...
Quizás resulte doloroso asumir que en una contienda
armada todo fin justifica los medios, y esto no sólo
significa el menosprecio de la vida humana, sino
también el del ambiente que la cobija.

cristianfrers@hotmail.com

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