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Nieve en los trópicos

María Tenorio

¿Dónde está la nieve?, reclamó Santiago, mi sobrino de tres años. Frente a él se extendía el
nacimiento que todas las navidades vemos en el parque central de Antiguo Cuscatlán. Aquí no
hay nieve, le dijimos los adultos. ¿Por qué?, interrogó. Porque estamos en el trópico, le
respondí, me respondí, sabiendo que su atención, en ese instante, estaría en otra cosa. Su
pregunta me dejó pensando. Según mi interpretación, él percibía la ausencia de nieve como
una “carencia” de aquel paisaje navideño ideal.

Tradicionalmente, la estampa de la navidad ha estado dominada por las figuras de Belén:


Jesús en el pesebre, María y José inclinados sobre él, acompañados por la mula y el buey.
Además de la familia nuclear, el nacimiento puede incluir las más variadas figuras que van
desde ángeles hasta el Cipitío y la costurera, pasando por ovejitas y gansos.

No obstante, desde hace algunos años la Sagrada Familia ha cedido el protagonismo al


barbado señor de traje rojo y blanco que habita junto a miles de duendes en el Polo Norte.
Santa Claus, como le decimos en El Salvador, se ha vuelto el ícono humano de la navidad
urbana. Digo humano porque el árbol de navidad sería el ícono vegetal que conforma el
elemento clave de (casi) cualquier decorado navideño. En esa mudanza navideña desde las
arenas desérticas del Oriente Próximo hasta el distante Norte, la nieve tiene un papel
preponderante.

Y la nieve aparece en los espacios más inusitados. Hace unas cuantas noches se dio cita en
mis sueños:caminaba con mi madre por una colonia de San Salvador cuando, al doblar una
esquina, dimos con una casa con jardín delantero donde estaba nevando. Había nieve
acumulada en las copas de los árboles, en el engramado y en la cochera. Un grupo de gente
celebraba la blanca presencia que caía en pequeñas partículas desde el tejado, arrojada por
personas distribuidas simétricamente sobre el mismo. Nos enteramos de que la nevada
constituía la celebración de cumpleaños de uno de los miembros de la familia. Los padres del
festejado habían contratado a una empresa que hacía nevar por unas horas. Me sentí
sorprendida por esa práctica nunca antes vista y pensé que era un tema del cual debía
escribir... y desperté.

El imaginario de la nieve nos ha invadido desde hace años, lustros, décadas, quizás siglos. Nos
ha llegado por todos los medios posibles: desde los grabados en postales que evocan siglos
anteriores, hasta las tarjetas electrónicas que se comparten por Internet. Las representaciones
visuales nos han familiarizado con los muñecos de nieve, los techos chorreados, los osos
polares, la chimenea y los duendes de Santa. Las vitrinas han sido un lugar privilegiado para
exhibir la blancura navideña. En ellas la nieve adquiere un valor estético que linda con el
romanticismo. ¡Qué bella y deseable es la nieve!, podremos decir o pensar ante aquel
espectáculo empacado tras el vidrio.

La demanda de Santiago, que encontró espacio (o respuesta) en mi sueño, me mostró que se


ha dado un paso más en la asimilación del imaginario de la nieve. El niño pide nieve aquí y
ahora. Ella es parte del paisaje que quiere ver. Si está en los adornos de su casa, en las
vitrinas, en los centros comerciales e, incluso, en su kínder, ¿por qué no la hay al aire libre, en
Antiguo Cuscatlán?

Quiero entender ese fenómeno como el éxito de la campaña navideña en la que (casi todos)
los adultos participamos con mayor o menor entusiasmo y de la que (casi) nadie puede
escapar. Sea que nos dejemos llevar por el fervor de la época o que nos opongamos al mismo,
el evento se nos impone durante el mes de diciembre. Y ese tiempo de excepción se ha vestido
de blanco. Con el reinado de Santa Claus, cada diciembre “nieva” en los trópicos.

Ilustración: tarjeta postal de 1927

(Publicado en el blog Talpajocote)

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