estación del Metro en Washington DC y tocó el violín durante 45 minutos, interpretando seis obras de Bach mientras pasaban por ahí algo más de mil personas, casi todas camino al trabajo. A los tres minutos un hombre de mediana edad advirtió que alguien tocaba. Un minuto más tarde una mujer arrojó un dólar en la lata y continuó su marcha. Luego alguien se apoyó en la pared para escuchar, pero enseguida miró su reloj y retomó el camino. Un niño de 3 años se plantó ante el músico mientras la madre le tiraba del brazo, apurada. Cuando logró arrancarlo del lugar, el pequeño giró la cabeza para seguir mirando al artista. Esto se repitió con otros niños. Todos los padres los forzaron a seguir la marcha. En los tres cuartos de hora que el músico tocó, sólo siete personas se detuvieron y otras veinte dejaron dinero sin interrumpir su camino. El violinista recaudó 32 dólares. Cuando terminó de tocar nadie pareció advertirlo. No hubo aplausos, ni reconocimientos. Nadie sabía que el violinista era Joshua Bell, uno de los mejores del mundo, tocando un violín tasado en 3.5 millones de dólares. Dos días antes, Bell había colmado un teatro en Boston, con localidades a 100 dólares de promedio. La actuación de Joshua Bell en el metro fue organizada por el diario The Washington Post como parte de un experimento social sobre la percepción, el gusto y las prioridades de las personas. La consigna era: en un ambiente banal y a una hora inconveniente, ¿percibimos la belleza? ¿Nos detenemos a apreciarla? ¿Reconocemos el talento en un contexto inesperado? Tan sólo una mujer le reconoció. Stacy Fukuyama, que trabaja en el Departamento de Comercio, llegó casi al final de la actuación. No lo dudó: el que tocaba el violín no era ningún artista callejero. Le había visto hacía tres semanas en un concierto en la Biblioteca del Congreso. Se quedó mirando atónita hasta que la última nota salió del Stradivarius. "Ha sido lo más impactante que vi en Washington", reconoce. "Joshua Bell estaba tocando en una hora pico, y la gente no se paraba, ni siquiera miraba. ¡Algunos incluso le echaban monedas! ¡Cuartos de dólar! Yo eso no se lo haría a nadie". Lo que más le extrañó a Bell, sin embargo, fue que al final de cada pieza no pasaba "nada". Nada. Ni un bravo, ni un aplauso. Sólo silencio. Bell juntó en la funda de su Stradivarius 32 dólares y algunas monedas. "No está mal", bromeó, "casi 40 dólares la hora... podría vivir de esto. Y no tendría que pagarle a mi agente". Conclusión: Si no tenemos un instante para detenernos a escuchar a uno de los mejores músicos del mundo interpretando la mejor música del mundo ¿qué otras cosas nos estamos perdiendo?
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