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El horror, el horror.

Por Alvaro Bisama

La ciudad como laberinto. La ciudad como manicomio. La ciudad como libro.


Las tres ideas anteriores se vuelven intercambiables en “El anticuario”, la primera
novela del peruano Gustavo Faverón (1966). Faverón, que a través de su blog de crítica
literaria (puenteaereo1.blogspot.como) ha fustigado con precisión y sarcasmo las
imposturas y las idioteces de nuestra clase literaria latinoamericana, arma acá un relato
que en apariencia narra unos crímenes seriales pero que quizás –de modo casi siempre
pavoroso- es muchas cosas más. Así, la historia de Daniel, un librero encerrado en una
clínica psiquiátrica por el asesinato de su mujer, se resuelve en un complejo juego de
pistas secretas en una ciudad –que puede ser Lima- donde los ecos de una guerra interna
resuenan entre los callejones, los puestos de libros usados y las cantinas oscuras. Hay
acá secretos de familia, tráfico de cuerpos y libros que deben leerse como mapas de un
mundo de sombras. Por lo mismo, lo mejor de “El anticuario” late en esa mezcla. Ahí,
la conspiración del crimen que se extiende por una ciudad secreta hasta hacerla
irreconocible. Quizás es aquí donde la escritura de Faverón se vuelve perturbadora,
alienando una y otra vez los espacios y convirtiéndolos en los ecos de un horror
ominoso. No hay exotismo acá sino algo que puede hacer convivir a Borges con el Junji
Ito más perverso. Juego de identidades desfiguradas, la novela es un thriller anómalo
que crea sus propias reglas; mientras responde a la pregunta sobre qué clase de literatura
se puede escribir en una sociedad que ha sido arrasada por la violencia política. “El
anticuario” se escribe desde ese límite incierto: el misterio que deviene en el horror, el
espacio que se traga a los habitantes, una literatura que traza los nuevos mapas de
infierno.

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