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book,
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accepted,
and
in
press:
Exclusiones:
reflexiones
críticas
sobre
subalternidad,
hegemonía
y
biopolítica.
Felipe
Victoriano
y
Jaime
Osorio
eds.,
Universidad
Autónoma
de
México:
México,
2010.
Pp.
151-‐290)
Negatividad,
deconstrucción
y
política
en
el
pensamiento
contemporáneo
Sergio
Villalobos-‐Ruminott
Para
todo
aquel
que
se
considere
apegado
al
tema
de
la
emancipación,
el
ascenso
de
la
masa
a
la
categoría
de
sujeto
ha
de
resultar
una
ofensa
de
desagradables
repercusiones.
Peter
Sloterdijk.
El
desprecio
de
las
masas
El
cuestionamiento
de
la
deconstrucción
desde
la
izquierda,
en
términos
de
sus
implicancias
políticas,
me
parece
el
producto
de
una
extraña
resistencia
a
extender
el
trabajo
deconstructivo
a
la
forma
en
la
cual
se
piensa,
convencionalmente,
la
esfera
de
la
política
(asumiendo,
aún
a
riesgo
de
equivocarme,
que
dicha
esfera
es,
efectivamente,
“pensada”).
Bill
Readings.
The
Deconstruction
of
Politics
Introducción
Para
muchos
lectores
avezados,
la
idea
de
pensamiento
negativo
está
asociada
con
los
desarrollos
contemporáneos
del
pensamiento
italiano
y
con
su
recuperación
de
figuras
tales
como
Heidegger,
Nietzsche
o
Wittgenstein.
Ya
sea
que
nos
estemos
refiriendo
a
las
aventuras
del
pensamiento
débil,
al
colapso
arquitectónico
de
la
razón
moderna,
al
agotamiento
de
nociones
tales
como
sujeto,
historia
o
totalidad,
o
incluso,
a
la
emergencia
de
los
enfoques
post-‐modernos
y,
de
manera
más
reciente,
post-‐coloniales,
lo
que
importa
es
determinar
el
estado
de
una
situación
del
pensamiento
contemporáneo
para
la
cual
se
hace
cada
vez
más
difícil
elaborar
planteamientos
relativos
a
una
posible
práctica
crítica
y
política.
¿Se
puede
pensar
realmente
la
política?,
¿se
puede
seguir
pensando
nuestra
relación
con
ella
en
los
márgenes
conceptuales
que
caracterizaron
el
decurso
de
la
historia
moderna
del
pensamiento?
La
primera
consecuencia
de
la
crisis
categorial
que
acompaña
al
pensamiento
negativo
contemporáneo
es,
precisamente,
la
1
imposibilidad
de
reformular
nuestras
certezas
e
inquietudes
en
los
parámetros
acostumbrados.
Ya
no
podemos
proyectar,
ingenuamente,
modelos
utópicos
de
sociedad,
formas
paradisíacas
de
convivencia
y
autodeterminación
desde
nuestras
convicciones
relativas
a
la
historia
universal
o
al
potencial
emancipador
de
alguna
subjetividad
particular
investida
con
la
misión
de
llevar
a
cabo
la
liberación
de
la
humanidad.
¿Qué
hacer
entonces?,
¿cómo
entrar
en
relación
con
este
“nihilismo
categorial”
que
nos
impide
trascender
el
plano
de
una
negatividad
radical
y
avanzar
hacia
una
“afirmación
sustantiva”?
¿No
es
dicha
trascendencia
o
“afirmación”
una
reiteración,
o
una
confirmación,
del
mismo
nihilismo?
En
cierto
sentido,
el
problema
que
marca
nuestro
presente
y
que
define
a
nuestra
generación,
es
el
problema
de
cómo
trascender
las
limitaciones
del
pensamiento
negativo,
sin
dar
el
salto
a
la
política
desde
un
voluntarismo
ingenuo.
¿Cómo
trascender
el
nihilismo
categorial,
eje
del
pensamiento
negativo,
sin
reeditar
afirmaciones
ontológicas
sustantivas
y
mecanicistas?
El
neo-‐espinosismo
contemporáneo,
con
todo
su
énfasis
onto-‐
antropológico
en
la
noción
de
multitud,
pareciera
ser
una
respuesta
habitual
a
dicho
problema.
Así
también
parece
ser
el
caso
de
las
actuales
teorías
de
la
democracia
radical
y
de
las
articulaciones
hegemónicas.
Todo
ello
nos
indica
que
el
pensamiento
moderno
de
la
política
(ciertamente
el
pensamiento
político)
aún
no
asume
plenamente
las
consecuencias
del
proceso
deconstructivo
de
sus
certezas
y
afirmaciones.
Se
trata
de
dar
un
paso
(no)
más
allá
del
“nihilismo
categorial”
contemporáneo,
pero,
por
otro
lado,
se
trata
de
no
reiterar
los
vicios
normativos
del
pensamiento
moderno.
Esto
no
significa,
sin
embargo,
que
la
redefinición
del
concepto
de
lo
político
y
la
redefinición
de
nuestras
prácticas
sea
un
asunto
estrictamente
teórico;
por
el
contrario,
lo
que
está
en
cuestión
en
este
interregnum
es,
precisamente,
la
articulación
entre
pensamiento
y
política,
entre
teoría
y
práctica,
más
allá
de
las
pretensiones
de
propiedad
o
pertinencia
disciplinaria
al
respecto
(nada
hay
que
esperar
de
la
filosofía
política,
por
ejemplo).
En
este
sentido,
y
como
una
primera
formulación
de
esta
problemática,
aunque
acotada
al
desarrollo
de
un
2
caso
particular,
nos
dispondremos
a
analizar
las
vicisitudes
del
debate
contemporáneo
sobre
subalternismo
latinoamericano1.
El
debate
latinoamericano
sobre
subalternismo
¿Qué
ocurre
con
el
debate
sobre
subalternismo
latinoamericano
en
la
academia
metropolitana?
No
se
trata
sólo
de
una
querella
en
torno
a
la
pertinencia
de
dicho
enfoque
y
su
utilidad
para
redefinir
posiciones
al
interior
de
un
campo
académico,
sino
también,
y
más
crucialmente,
se
trata
de
un
debate
sobre
nuestras
concepciones
habituales
de
práctica
intelectual
y
de
las
relaciones
entre
teoría
y
política,
entre
lo
que
hacemos
como
académicos
e
investigadores
y
nuestros
compromisos
con
la
situación
social
del
continente.
Por
lo
mismo,
lo
que
está
en
juego
en
estos
debates
es
la
posible
racionalidad
y
protagonismo
de
unas
subjetividades
refractarias
a
la
narración
oficial
de
la
historia,
sea
ésta
nacional
o
continental;
su
potencialidad
hermenéutica
para
comprender
procesos
de
articulación
social
e
hibridización
cultural
acelerada
en
la
actualidad,
y
las
posibilidades
de
reformular
una
concepción
de
lo
político
que
supere
las
limitaciones
del
pensamiento
negativo
contemporáneo.
Más
allá
de
las
diferencias
entre
latinoamericanistas
alojados
en
la
academia
metropolitana
y
aquellos
orgánicamente
vinculados
con
la
región,
lo
que
nos
interesa
acá
son
dos
dimensiones
complementarias
del
debate
aludido;
por
un
lado,
aquella
relativa
a
la
pertinencia
y
utilidad
de
la
apropiación
del
modelo
historiográfico
y
teórico
subalternista,
desarrollado
en
la
India
contemporánea
y
relativo
al
problema
de
la
narración
alternativa
de
la
historia
del
1
La
primera
versión
de
este
texto
fue
presentada
a
una
revista
profesional
en
Estados
Unidos,
siendo
rechazado
debido
a
las
opiniones
de
un
“lector
externo”
que
consideró
que
tanto
el
subalternismo
como
la
deconstrucción
eran
temas
demasiado
conocidos
y
pasados
de
moda
y
que,
por
lo
tanto,
el
presente
trabajo
dedicaba
mucho
esfuerzo
a
un
debate
ya
sepultado
por
el
tiempo.
Junto
con
agradecer
dichas
observaciones,
además
de
los
comentarios
de
Alberto
Moreiras,
me
gustaría
reiterar
que
lo
que
acá
intentamos
es
un
cuestionamiento
de
la
relación
naturalizada
entre
teoría
y
política,
de
lo
que
se
sigue
una
sospecha
respecto
a
las
modas
académicas
y
su
fulgurante
promesa
de
novedad.
La
deconstrucción
y,
en
cierto
sentido,
el
subalternismo,
no
son
marcos
teóricos
o
metodologías
de
investigación
y
lectura
que
dejan
intacto
el
ámbito
universitario,
sino
problematizaciones
de
la
moderna
relación
entre
teoría
y
práctica.
La
imagen
de
estar
trabajando
con
materiales
muertos,
en
cualquier
caso,
no
podría
ser
más
apropiada,
sobre
todo
si
consideramos
que
la
deconstrucción
puede
ser
pensada
como
una
relación
al
fantasma.
3
subcontinente
asiático,
más
allá
de
los
criterios
estandarizados
de
la
historiografía
imperial,
europea
y
marxista
en
general
(¿hasta
qué
punto
el
subalternismo
es
capaz
de
responder
a
las
interrogantes
abiertas
con
la
crisis
de
los
proyectos
históricos
de
América
Latina
–particularmente
con
la
crisis
de
la
izquierda–,
y
con
los
efectos
de
la
globalización
financiera
y
cultural?).
Y,
por
otro
lado,
ya
al
interior
del
subalternismo
latinoamericano,
queremos
contrastar
las
posturas
de
una
primera
generación
(básicamente
integrada
por
los
miembros
que
firmaron
el
“Founding
Statement”
del
Latin
American
Subaltern
Studies
Group),
y
aquellas
posteriores
relacionadas
con
lo
que
ha
sido
caracterizado
como
“subalternismo
deconstructivista”,
atendiendo
a
su
orientación
crítica
y
teórica,
relativa
a
los
trabajos
de
Alberto
Moreiras
y
Gareth
Williams,
entre
otros.
Esto
nos
llevará,
finalmente,
a
elaborar
algunas
consideraciones
sobre
la
relación
entre
subalternismo,
deconstrucción
y
política,
que
complementan
y
hacen
explícitas
las
posiciones
implicadas
en
este
debate.
Subalternismo
y
latinoamericanismo
Una
serie
de
publicaciones
recientes
en
el
campo
latinoamericanista
dejan
en
claro
no
sólo
la
relevancia
que
el
subalternismo
ha
tenido
en
los
últimos
años,
sino
la
serie
de
posiciones
heterogéneas
agrupadas
bajo
dicha
categoría.
Los
libros
de
John
Beverley,
Subalternity
and
Representation
(2000,
2004),
Ileana
Rodríguez,
The
Latin
American
Subaltern
Studies
Reader
(2001),
Alberto
Moreiras,
The
Exhaustion
of
Difference
(2001),
y
Línea
de
sombra.
El
no
sujeto
de
lo
político
(2006),
Gareth
Williams,
The
Other
Side
of
the
Popular
(2002),
y
las
ediciones
evaluativas
Latin
American
Subaltern
Studies
Revisited,
a
cargo
de
Gustavo
Verdesio
(Dispositio/n
2005),
y
más
recientemente
de
Hernán
Vidal,
Treinta
años
de
estudios
literarios/culturales
latinoamericanistas
en
Estados
Unidos
(2008),
entre
muchos
otros,
al
menos
así
lo
indican.
Pero,
determinar
qué
es
el
subalternismo
es
una
interrogante
que
depara
muchos
problemas.
En
principio,
se
trata
de
una
de
las
más
influyentes
escuelas
historiográficas
de
las
últimas
décadas,
relacionada
con
los
historiadores
surasiáticos
(Ranajit
Guha,
Dipresh
Chakrabarty,
Partha
Chatterjee,
4
Gyan
Prakash,
etc.),
que
tiene
como
punto
de
partida
su
divorcio
con
respecto
a
los
criterios
de
la
historiografía
liberal
y
marxista
europea.
En
general,
los
modelos
interpretativos
de
la
historiografía
imperial
y
nacionalista
india
tenían
como
límite
su
universalización
improcedente
del
formato
hegeliano
de
articulación
entre
sociedad
civil
y
Estado.
Dichos
modelos,
idealmente
europeos,
habían
sido
utilizados
para
la
construcción
de
un
relato
interesado
sobre
el
pasado
colonial
y
el
presente
nacional
de
los
países
periféricos,
cuestión
no
sólo
fácticamente
errónea,
sino
peor
aún,
sustantivamente
ideologizada.
Así,
el
esquema
europeo
de
sociedad
civil
y
el
marxista
de
clase
obrera
y
“direccionalidad
estratégica”,
todavía
compartían
una
profunda
complicidad
con
los
presupuestos
de
una
antropología
política
fundada
en
la
figura
del
sujeto,
la
acción,
la
soberanía
popular
y
la
democracia
occidental.
Estas
limitaciones
no
sólo
han
producido
versiones
interesadas
del
pasado
de
la
India
colonial,
sino
que
en
cuanto
“prosas
de
la
contra-‐insurgencia”,
han
debilitado
nuestra
relación
con
la
historia
y
con
ello,
han
debilitado
a
la
misma
historia,
toda
vez
que
la
convierten
en
un
discurso
irreflexivamente
valorizado
que
circula
y
justifica
la
opresión
actual.
El
subalternismo
entonces
no
sólo
es
un
enfoque
historiográfico
preocupado
de
corregir
el
relato
oficial
o
ampliar
el
archivo,
sino
que,
en
cuanto
crítica
de
la
misma
relación
entre
narración
y
poder,
muestra
las
consecuencias
actuales
de
una
práctica
historiográfica
que
en
sus
procesos
de
representación
reproduce
las
relaciones
de
poder
y
subalternidad
en
el
presente.
El
libro
fundacional
de
este
enfoque,
Elementary
Aspects
of
Peasant
Insurgency
in
Colonial
India
(1999),
cuestiona
precisamente
la
forma
sistemática
en
que
la
apropiación
del
modelo
evolutivo
(hegeliano)
de
madurez
política
excluye
desde
el
archivo,
desde
el
texto
histórico
y
desde
la
misma
actualidad,
a
las
rebeliones
campesinas
con
su
violenta
negatividad
expresiva,
y
muestra
cómo
éstas
son
condenadas
por
su
salvajismo
e
irracionalidad,
no
siendo
interrogadas
por
el
secreto
que
las
instiga
y
que
las
vuelve
reiteradas.
El
subalternismo,
entonces,
no
sólo
recupera
el
análisis
de
Gramsci
sobre
las
relaciones
entre
cultura
y
hegemonía,
sino
que
avanza
en
un
cuestionamiento
del
formato
normativo
propio
del
relato
historiográfico
tradicional
y
se
muestra
como
resistencia
a
su
lógica
atributiva
de
racionalidad.
En
este
sentido,
el
subalternismo
parece
prometer
un
5
éxodo
con
respecto
a
los
hitos
categoriales
del
pensamiento
moderno
occidental
(sujeto,
razón,
Historia
Universal,
revolución,
pueblo,
clase,
soberanía,
partido,
programa,
ideología,
etc.).
Pero,
no
un
éxodo
hacia
una
nueva
tierra
prometida
(un
nuevo
orden
disciplinario),
sino
hacia
una
permanente
deriva
con
respecto
a
los
asentamientos
del
saber
en
el
currículo
flexible
de
la
universidad
neoliberal
contemporánea.
La
difusión
en
la
academia
norteamericana
del
trabajo
de
los
subalternistas
indios
se
debió
a
intelectuales
de
primer
orden,
entre
los
cuales
habría
que
mencionar
a
Edward
Said,
Homi
Bhabha
y
Gayatri
Spivak;
además,
la
aparición
regular
de
los
textos
del
Grupo
Surasiático
y
los
Subaltern
Studies
Readers
desde
fines
de
los
años
ochenta,
permitieron
la
rápida
difusión
de
este
material
en
las
disciplinas
humanistas
y
en
las
ciencias
sociales
(lo
que
puede
ser
leído
como
fin
del
éxodo
y
comienzo
de
su
asentamiento).
Más
o
menos
por
ese
tiempo,
un
conjunto
de
intelectuales
latinoamericanos
o
latinoamericanistas,
decepcionados
con
el
largo
proceso
histórico
que
se
cerraba
con
la
caída
del
muro
de
Berlín
y
con
la
derrota
del
sandinismo
en
Nicaragua,
y
conscientes
de
la
estrechez
de
los
marcos
teóricos
referenciales,
hasta
ese
momento,
de
uso
y
circulación
común,
encontraron
en
los
estudios
subalternos
una
alternativa
a
lo
que
en
ese
entonces
aparecía
como
universalización
del
modelo
americano
de
Cultural
Studies.
Aunque
no
es
del
todo
correcto
afirmar
que
todos
los
latinoamericanistas
llegaron
por
el
mismo
camino
a
enterarse
y
leyeron
de
la
misma
forma
lo
que
los
historiadores
surasiáticos
estaban
haciendo.
Para
algunos,
incluso,
el
trabajo
del
grupo
surasiático
fue
más
bien
la
confirmación
de
interrogantes
y
reflexiones
ya
elaboradas
en
torno
a
la
historia
y
la
cultura
latinoamericana,
y
no
sólo
un
nuevo
paradigma
que
les
diera
legitimidad
(Sara
Castro-‐Klarén,
“The
Recognition
of
Convergence:
Subaltern
Studies
in
Perspective”,
2005;
Patricia
Seed,
“How
Ranajit
Guha
came
to
Latin
American
Subaltern
Studies”,
2005).
Aunque
la
historia
del
desarrollo
de
los
estudios
subalternos
y
su
relación
con
el
campo
de
los
estudios
latinoamericanos
es
muy
relevante,
tampoco
habría
que
reducir
esta
relación
al
ámbito
de
los
estudios
literarios,
precisamente
porque
una
de
las
características
del
Grupo
de
Estudios
Subalternos
Latinoamericano
es
su
heterogeneidad
de
procedencias.
El
papel
hegemónico
de
los
estudios
literarios,
en
este
sentido,
tampoco
6
implica
uniformidad
de
criterios,
precisamente
porque
la
literatura
y
la
crítica
literaria
serán
cuestionadas
no
sólo
desde
el
punto
de
vista
de
su
procedencia
elitista,
sino
también
por
su
pertinencia
epistemológica
para
expresar
procesos
culturales
relativos
al
mundo
subalterno
(testimonio
y
cultura
de
masas,
por
ejemplo).
En
tal
caso,
más
que
un
conflicto
entre
disciplinas
(algo
que
también
puede
percibirse
en
el
actual
debate),
es
la
crítica
a
la
organización
disciplinaria
del
saber
académico
(y
su
complicidad
con
la
misma
producción
de
subalternidad)
lo
que
resulta
más
importante
en
este
debate
(Beverley
2004;
Moreiras
2001,
Williams
2002,
etc.).
Las
disputas
internas
de
los
miembros
del
grupo
latinoamericano,
y
los
desarrollos
posteriores,
particularmente
los
trabajos
de
Moreiras
(2001)
y
de
Williams
(2002),
sin
embargo,
vuelven
a
poner
en
escena
el
potencial
crítico
del
subalternismo
y
de
la
práctica
intelectual
relativa
a
éste,
en
cuento
interrogación
no
sólo
de
la
construcción
interesada
del
relato
histórico,
de
los
límites
de
la
representación
y
de
las
relaciones
entre
saber
y
poder,
sino
también,
como
cuestionamiento
sostenido
de
la
antropología
política
que
perpetúa
los
estándares
de
representación
y
subjetividad
política
en
algunos
de
los
miembros
originarios.
En
un
sentido
muy
preciso,
el
debate
interno
del
grupo
latinoamericano
tiende
a
estar
sobre-‐
codificado
por
diversos
registros:
disciplinario,
identitario,
político
y
etario.
Y
desde
fuera
suelen
enunciarse
las
siguientes
preguntas:
¿es
el
subalternismo
un
enfoque
pertinente
para
América
Latina?,
¿son
los
estudios
subalternos
algo
más
que
una
moda
académica
metropolitana?,
¿se
sigue
de
ellos
alguna
orientación
prescriptiva
para
nuestra
práctica
intelectual?,
¿tiene
los
estudios
subalternos
un
correlato
y
un
verosímil
político?,
etcétera.
Por
otro
lado,
y
en
relación
a
la
forma
en
que
se
ha
diagnosticado
la
crisis
del
grupo
latinoamericano
(más
allá
de
las
argumentaciones
ad-‐hóminem
sobre
carrerismo,
arribismo
intelectual,
esencialismo
y
problemas
generacionales
o
etarios)
lo
que
diferencia
a
los
primeros
subalternistas
latinoamericanistas
(donde
destacan
John
Beverley
e
Ileana
Rodríguez)
y
las
contribuciones
recientes
de
Moreiras
y
Williams,
estaría
en
la
apelación
al
“pensamiento
deconstructivo”
como
ejemplo
de
una
práctica
crítica
que
funcionaría
como
interrupción
de
la
reiteración
de
los
criterios
normativos
de
la
antropología
política
antes
señalada,
es
decir,
como
una
suspensión
de
la
identificación
afectiva
con
el
subalterno,
en
7
cuanto
sujeto
de
una
nueva
propuesta
de
política
efectiva.
Para
los
primeros,
el
“subalternismo
deconstructivo”
carecería
de
política
(y
no
sería
más
que
una
pose
intelectual,
un
gesto
vacío
y
arrogante
de
sobre-‐elaboración
intelectual,
en
el
peor
de
los
casos),
mientras
que
para
Williams
y
Moreiras,
el
subalternismo
sería
el
nombre
de
una
nueva
comprensión
de
la
política,
ya
en
retirada
con
respecto
a
la
soberanía
moderna
y
las
diversas
dinastías
del
sujeto2.
Antes,
sin
embargo,
de
elaborar
las
paradojas
relativas
a
esta
resignificación
de
la
política
y
a
una
supuesta
actitud
“filosófica”
de
los
deconstructivistas,
concentrémonos
primero
en
mostrar
una
serie
de
reacciones
que
el
subalternismo
ha
generado
en
el
campo
intelectual
latinoamericanista
y
que
nos
permitirán
acceder
a
las
matizadas
posiciones
envueltas
en
esta
problemática.
Reacciones
y
críticas
La
historia
de
los
estudios
subalternos
latinoamericanos
no
sólo
está
caracterizada
por
los
debates
y
fisuras
internas
al
grupo,
sino
también
por
su
relación
problemática
con
los
estudios
culturales,
los
estudios
postcoloniales
y
con
el
latinoamericanismo
en
general.
Aun
cuando
la
relación
con
los
estudios
culturales
(americanos)
se
da
en
el
entendido
de
una
convergencia
epistemológica,
dado
que
ambos
enfoques
compartirían
su
crítica
a
la
alta
cultura
y
a
la
autoridad
hermenéutica
de
las
prácticas
asociadas
con
la
literatura
y
la
crítica
literaria,
todavía
los
estudios
culturales
tendrían
como
eje
de
sus
reflexiones
los
2
Verdesio,
en
su
estudio
introductorio
a
la
edición
de
Dispositio/n,
presenta
el
problema
así:
“Estas
confrontaciones
a
nivel
ideológico,
o
si
se
prefiere,
a
nivel
teórico,
llevan
a
la
caracterización
de
los
conflictos
internos
del
grupo,
de
la
siguiente
manera:
había
un
núcleo
de
personas
más
interesadas
en
el
activismo
social
(o
en
comprender
al
subalterno
en
su
vida-‐real,
en
cuanto
sujetos
sociales)
y
otro
sector,
que
favorecía
un
acercamiento
más
filosófico
a
la
subalternidad”.
(“Latin
American
Subaltern
Studies
Revisited”,
11).
El
problema
con
esta
caracterización,
sin
embargo,
es
que
asume
la
distinción
entre
vida-‐real
y
cuestionamiento
“más
filosófico”
como
si
se
tratara
de
una
distinción
efectiva,
y
no
de
una
estrategia
discursiva
elaborada
por
aquellos
interesados,
e
identificados,
con
los
sufrimientos
reales
de
los
subalternos.
Por
otro
lado,
no
se
trata
de
tomar
partido
en
esta
dicotomía
(o
teoría
o
vida-‐real),
sino
de
debilitarla,
mostrarla
como
un
interesado
malentendido,
que
se
perpetúa,
a
su
vez,
en
el
manoseo
de
la
noción
de
deconstrucción,
misma
que
es
mayoritariamente
empleada
como
adjetivo
que
estigmatiza
cualquier
práctica
intelectual
crítica
de
la
antropología
política,
del
pragmatismo
y
del
“orientalismo
afectivo”
tan
característicos
de
los
estudios
de
área.
Todo
esto
corresponde
a
un
síntoma
de
lo
que
Paul
de
Man
(The
Resistance
to
Theory,
1986)
llamó
“resistencia
a
la
teoría”,
con
el
agravante
de
que
con
el
apodo
de
“deconstrucción”
se
desplazan
las
críticas
y
contribuciones
sustantivas
asociadas
a
este
“tipo
de
subalternismo”,
y
se
consagra
una
versión
dogmática
de
la
práctica
intelectual.
8
procesos
de
heterogeneidad
e
hibridez
cultural
asociados
con
el
desarrollo
de
la
cultura
masiva
y
mediática
contemporánea
y
con
el
carácter
re-‐codificador
del
mercado.
Los
estudios
subalternos,
por
otro
lado,
compartiendo
estos
presupuestos,
no
se
enfocarían
tanto
en
los
fenómenos
culturales
y
mediáticos
generales,
sino
en
las
formas
en
que
las
relaciones
de
poder
y
subordinación
siguen
operando
con
relación
a
la
sociedad
latinoamericana
y
a
su
historia.
En
cierto
sentido,
los
estudios
subalternos
marcan
un
límite
a
la
fetichización
de
categorías
tales
como
la
de
hibridez
y
postmodernidad
y
cuestionan
la
estandarización
académica
de
los
Cultural
Studies
como
lógica
de
reterritorialización
disciplinaria
en
la
universidad
neoliberal
(Beverley,
“Theses”
1998,
2004,
Moreiras
2001).
Por
otro
lado,
a
pesar
de
compartir
una
genealogía
similar,
los
estudios
postcoloniales
han
tendido
a
diferenciarse
y
a
desarrollarse
de
forma
paralela
e
incluso
alternativa
a
los
estudios
subalternos
en
el
contexto
latinoamericanista.
Efectivamente,
los
aportes
del
grupo
surasiático
(Guha,
Chakrabarty),
junto
a
los
trabajos
de
Homi
Bhabha
y
Gayatri
Spivak
parecen
hacer
converger
ambos
enfoques,
sin
embargo,
en
el
contexto
latinoamericanista,
los
estudios
postcoloniales
(o
paradigma)
se
han
desarrollado
de
manera
sostenida
y
en
un
diálogo
regional
con
aquellos
intelectuales
que
cuestionan
los
límites
y
periodizaciones
occidentales
(Enrique
Dussel,
Franz
Hinkelammert
y
Aníbal
Quijano,
entre
otros).
El
postcolonialismo
no
es
sólo
una
reflexión
acotada
históricamente
a
una
última
etapa
de
la
modernidad
occidental,
sino
que
un
cuestionamiento
radical
de
los
criterios
de
periodización
modernos
y,
por
lo
tanto,
una
ruptura
epistemológica
y
espacio-‐temporal
con
los
énfasis
del
pensamiento
contemporáneo,
que
aspira
a
reelaborar
sistemas
categoriales
y
referencias
intelectuales
alternativas
a
los
estrechos
modelos
universitarios.
En
este
sentido,
su
problemática
se
hace
cada
vez
más
nítida
y
diferenciada
con
respecto
a
las
problemáticas
del
subalternismo,
sobre
todo
en
su
intento
por
afirmar
“un
paradigma
otro”
y
una
organización
alternativa
del
archivo
y
de
sus
recortes
analíticos
(Walter
Mignolo,
“Un
paradigma
otro”:
colonialidad
global,
pensamiento
fronterizo
y
cosmopolitanismo
critico”,
2005)3.
9
Los
estudios
subalternos,
sin
embargo,
también
surgen
desde
una
demanda
por
renovar
los
agotados
formatos
del
pensamiento
académico
tradicional,
y
como
convergencia
e
intento
de
articulación
de
una
serie
de
desarrollos
teóricos
contemporáneos,
desde
el
problema
de
la
subjetividad
en
el
psicoanálisis
lacaniano,
hasta
las
reformulaciones
microfísicas
del
poder
y
el
papel
material
y
práctico
de
los
discursos
culturales.
Pero,
si
los
estudios
subalternos
sufren
de
un
rechazo
similar
al
que
los
estudios
culturales
y
postcoloniales
han
sufrido,
desde
posiciones
académicas
y
políticas
conservadoras
y
tradicionalistas,
éstos
también
han
sido
denunciados
como
una
falsa
alternativa
epistemológica
que
oculta
una
política
descarada
de
complicidad
con
el
imperialismo
intelectual
metropolitano
y
con
el
nihilismo
político
postmoderno.
Esto
es
evidente
en
la
reciente
publicación
de
la
antología
Treinta
años
de
estudios
literarios/culturales
latinoamericanistas
en
Estados
Unidos
(2008),
libro
que
contiene
un
sistemático
trabajo
crítico
a
cargo
de
su
compilador,
Hernán
Vidal.
En
éste,
Vidal
realiza
un
documentado
análisis
de
la
evolución
del
campo
de
estudios
latinoamericanista,
de
acuerdo
a
los
criterios,
muchas
veces
contradictorios,
de
“necesidad
histórica
latinoamericana”
y
“necesidad
profesional
estadounidense”,
mostrando
que
la
yuxtaposición
de
ambos,
produce
lamentables
consecuencias
desde
el
punto
de
vista
ético
y
político,
para
sus
practicantes.
Vidal,
quien
ya
ha
emprendido
previamente
muchos
ejercicios
de
desenmascaramiento
de
la
llamada
“voltereta
francesa”
(“Postmodernism,
Postleftism,
and
Neo-‐Avant-‐Gardism:
The
Case
of
Chile’s
Revista
de
Crítica
Cultural”,
1995),
considera
que
la
involución
del
campo
latinoamericanista
se
debe
a
su
abandono
del
trabajo
crítico
sistemático
(marxismo)
y
a
un
cierto
predominio
de
modelos
3
Sin
embargo,
el
postcolonialismo
todavía
comprende
su
pertinencia
bajo
la
impronta
de
la
ruptura
y
la
novedad,
impronta
característica,
precisamente,
de
la
tradición
de
pensamiento
moderno
occidental
de
la
cual
éste
pretende
distanciarse.
Su
énfasis
en
una
epistemología
alternativa
y
en
el
desplazamiento
de
las
periodizaciones
occidentales,
en
la
medida
en
que
opera
como
corrección
(y
complemento)
de
las
disposiciones
del
archivo
colonial
y
criollo
latinoamericano,
no
interrumpe
la
economía
representacional
de
tal
archivo,
sino
que
la
confirma.
Es
decir,
el
paso
desde
lo
que
Said
llamó
la
condición
“descolonizante”
del
pensamiento
crítico
occidental
(Culture
and
Imperialism
1993),
hacia
la
negación
postcolonial,
con
toda
su
reticencia
anti-‐filosófica
y
su
“resistencia
a
la
teoría”,
repite,
de
cierta
forma,
la
operación
“enfática”
y
fundacional
del
pensamiento
occidental
moderno.
Todo
esto,
sin
negar
la
relevancia
de
un
enfoque
que
se
ha
mostrado,
no
por
casualidad,
como
el
más
exitoso
en
el
actual
campo
de
estudios
latinoamericanistas.
10
especulativos
no
atingentes
para
la
necesidad
histórica
de
la
región,
pero
pertinentes
desde
el
punto
de
vista
del
éxito
editorial
y
las
modas
académicas
norteamericanas:
Por
ejemplo,
entrenarse
en
la
lógica
marxista
requiere
años
de
lectura
y
discusiones
de
grupo
con
intelectuales
de
experiencia.
Estos
eran
difíciles
de
encontrar
en
el
Estados
Unidos
de
las
décadas
1960
y
1970;
además
era
difícil
ganarse
la
confianza
de
los
grupos
de
estudio
para
ser
aceptado
[…]
Por
el
contrario,
entender
y
aplicar
los
argumentos
de
Foucault
sólo
requiere
la
lectura
solitaria
de
un
número
razonable
de
textos
y
comentarios.
Lo
mismo
puede
decirse
de
los
textos
de
Derrida,
Lyotard
y
Vattimo.
(Vidal,
“Introducción”
37-‐38)
Por
supuesto,
Vidal
se
identifica
con
aquella
gloriosa
generación
marxista
que
habría
sido
desplazada
por
subalternistas
y
post-‐colonialistas
quienes,
indiferenciados
en
una
suerte
de
ironía
borgeana,
aparecen
aliados
en
su
trabajo,
como
responsables
de
la
decadencia
actual.
En
el
fondo,
su
crítica
se
dirige
a
varios
aspectos
del
subalternismo
(y
del
post-‐
colonialismo):
1)
la
falta
de
rigor
académico,
evidente
en
su
predilección
por
formatos
especulativos
abstractos
y
de
difícil
clarificación
(a
pesar
de
que
unas
cuantas
lecturas
serían
suficientes),
2)
la
pérdida
de
relación
con
los
procesos
históricos
efectivos
y
con
las
necesidades
reales
de
la
región,
3)
la
carencia
de
precisión
conceptual
a
la
hora
de
pensar
las
potencialidades
de
la
crítica
y
las
consecuencias
del
trabajo
intelectual
y,
4)
el
carácter
individualista
del
emprendimiento
de
una
generación
que
abandonó
la
cooperación
académica
y
que
dejó
de
meditar
en
las
consecuencias
espurias
del
trabajo
intelectual,
sin
hacerse
cargo
de
que
con
esto,
se
patrocina
una
suerte
de
anarquismo
epistemológico
y
político
que
resulta
contraproducente
en
relación
con
el
trabajo
ético
de
“dignificación
humana”
al
que
se
deben
los
intelectuales
realmente
comprometidos.
Sin
embargo,
para
Vidal
el
problema
con
estos
enfoques
no
se
limita
sólo
a
su
vínculo
formal
con
el
anarquismo,
por
el
contrario,
la
identificación
de
la
negatividad
subalterna
y
la
“desorganizada”
agencia
anarquista
es
sustantiva,
toda
vez
que
el
subalterno
no
está
suficientemente
revestido
con
la
condición
de
sujeto.
En
el
fondo,
tanto
subalternistas
11
como
postcolonialistas,
en
la
medida
en
que
someten
el
pensamiento
crítico
tradicional
(o
una
versión
de
éste)
a
un
severo
cuestionamiento
y
lo
desplazan
desde
su
condición
referencial
predilecta
en
la
producción
académica
y
pedagógica,
hacia
una
ambigua
complicidad
con
el
poder,
serían
culpables
de
debilitar
la
crítica
y
romantizar
al
subalterno
(o
subordinado)
construyendo
un
modelo
especulativo
de
resistencia:
En
cuanto
a
la
agencia
llamada
a
concretar
la
utopía
anarquista,
la
noción
de
“lo
subalterno”
equivale
a
lo
que
los
anarquistas
llaman
“los
subordinados”.
Los
“subordinados”
experimentan
somáticamente
los
autoritarismos
estatales
de
manera
tan
aguda
como
para
que
se
quiebren
los
esquemas
de
sojuzgamiento
introyectados
psíquicamente
[…]
Es
evidente
la
cercanía
de
esta
concepción
con
“lo
subalterno”.
(47)
Lo
que
más
incomoda
a
Vidal
es
la
postulación
de
un
tipo
de
agencia
subalterna
que
encarna
un
proyecto
aleatorio
e
irracional,
poco
claro
y
sin
reales
posibilidades
de
avanzar
en
la
larga
lucha
de
liberación
humana
(una
rebeldía
sensual
y
primitiva).
En
vez
de
esto,
tanto
subalternistas
como
post-‐colonialistas,
cegados
por
sus
insistencias
teóricas,
terminarían
postulando
el
agotamiento
de
los
modelos
políticos
de
acción
vinculados
con
el
Estado
nacional
(que
él
identifica
con
el
Estado
de
derecho)
y,
debido
a
sus
carencias
de
realismo
político,
terminan
por
postular
abstractas
situaciones
globales
(interregnum)
en
las
que
cualquier
cosa
puede
pasar.
Es
en
esta
indistinción
generalizada
donde
“nada
vale”
que
él
adivina
un
dejo
nihilista
en
los
subalternistas,
particularmente
en
aquellos
proclives
a
la
“deconstrucción”
de
los
ideales
de
una
generación
anterior
comprometida
con
la
justicia
social.
Uno
podría
preguntarse,
en
cualquier
caso,
si
su
crítica
emana
desde
“la
necesidad
histórica
latinoamericana”
o
al
menos
desde
lo
que
él
siente
como
tal,
o,
si
por
el
contrario,
ésta
emana
desde
un
cierta
“necesidad
profesional
norteamericana”
y
expresa,
de
esta
manera,
un
ajuste
de
cuentas
con
una
generación
que
desplazó
(aparentemente)
del
mercado
editorial
y
académico
a
la
suya.
Sin
embargo,
antes
de
caer
en
estas
12
elucubraciones,
pereciera
más
atingente
poner
de
relieve
los
criterios
normativos
que
las
mueven
y
que,
más
allá
del
mismo
Vidal,
expresan
una
cierta
sospecha
con
el
subalternismo
y
con
su
cómoda
ubicación
universitaria.
En
el
fondo,
lo
que
resulta
explícito
en
su
argumento
es
una
distancia
con
estas
teorías
postmodernas
y
post-‐
históricas,
distancia
que
conlleva
una
añoranza
de
la
totalidad
perdida
y
del
sentido
de
una
historia
que
parecía
orientarse
“siempre
hacia
mejor”.
El
subalternismo
no
es
un
pensamiento
de
“dignificación”
sino
de
“romantización”
(casi
histérica)
de
la
irracionalidad
anarquista
de
estos
subordinados.
Y
quizás
este
sea
su
argumento
más
delicado,
no
sus
descalificaciones
ad-‐hóminem,
ni
su
diagnóstico
(compartible
o
no)
sobre
la
decadencia
del
latinoamericanismo,
sino
su
recuperación
de
un
concepto
racional
de
historia
(totalidad)
y
su
denuncia
del
motor
irracional
de
la
negatividad
subalterna.
Lo
que
es
delicado
de
dicho
argumento
es,
precisamente,
su
complicidad
estructural
con
el
más
evidente
progresismo
de
una
versión
fuerte
de
la
historia;
una
complicidad
estructural
que
no
tiene
nada
que
ver
con
cuestiones
de
gusto
u
orientación
política.
Esta
complicidad
estructural
se
expresa
en
su
co-‐pertenencia
al
presupuesto
moderno
de
articulación
entre
teoría
y
política.
Sus
críticas
a
los
subalternistas
se
elaboran
desde
un
argumento
que
confía
en
la
historia
como
aliada
y
que
discrimina
entre
prácticas
intelectuales
viables
y
efectivas,
y
aquellas
que
funcionarían
en
complicidad
pasiva
con
la
dominación
mundial.
Lo
que
los
subalternistas
no
pueden
hacer
es
lo
que
realmente
importa:
la
dignificación
de
la
vida
de
los
postergados
de
siempre
(la
conversión
de
la
masa
en
sujeto,
que
Sloterdijk,
en
el
epígrafe,
identifica
como
síntoma
del
pensamiento
moderno).
El
subalternismo
sería
una
interrupción
de
nuestro
vínculo
moderno
con
la
historia,
no
una
práctica
intelectual
a-‐política,
sino
una
interesada
práctica
política
y
nihilista
comprometida,
de
manera
determinativa
(casi
calvinista),
con
la
sobrevaloración
del
fin
de
la
historia
y
del
poder
global.
El
proyecto
intelectual
y
político
de
Vidal,
entonces,
se
expresa
en
su
defensa
de
los
derechos
humanos,
del
Estado
de
derecho
y
de
la
posibilidad
pragmática
de
intervenir
en
la
escena
política
real
a
favor
de
aquellos
cuya
dignificación
está
aplazada
y
despreciada.
13
Quizás,
estos
reclamos
se
complementan
coherentemente
con
el
afamado
texto
de
Mabel
Moraña
“El
Boom
del
subalterno”
(1997),
cuyo
argumento
está
orientado
por
una
agenda
crítica
igualmente
desenmascaradora
de
los
exotismos
y
debilidades
del
pensamiento
subalternista.
Moraña
no
se
demora
en
argumentaciones
sobre
la
crisis
de
los
proyectos
intelectuales
del
campo,
sino
que
apunta
a
la
cuestión
de
fondo:
el
subalternismo
es
un
exotismo
vociferante,
que
prima
como
moda
académica
en
tiempos
en
que
nuestra
relación
con
la
historia,
con
la
totalidad
y
su
posible
narración,
se
encuentran
en
un
impasse
radical:
Cuando
hago
referencia
al
"boom
del
subalterno"
–indica
Moraña-‐
me
refiero
al
fenómeno
de
diseminación
ideológica
de
una
categoría
englobante,
esencializante
y
homogenizadora
por
la
cual
se
intenta
abarcar
a
todos
aquellos
sectores
subordinados
a
los
discursos
y
praxis
del
poder.
(“Boom”
51)
Habría
que
atender,
sin
embargo,
a
dos
niveles
constitutivos
de
esta
crítica.
Por
un
lado,
el
subalternismo,
en
tanto
que
una
categoría
general,
no
resuelve
el
impasse
en
el
que
se
encuentra
el
pensamiento
crítico
moderno
(y
la
izquierda),
sino
que
lo
desplaza
hacia
un
nuevo
fetichismo
conceptual,
inconsciente
de
su
complicidad
con
la
misma
práctica
de
la
dominación.
Por
otro
lado,
en
cuanto
una
categoría
que
nombra
las
alteridades
y
diferencias
sociales,
lo
“subalterno”
funciona
como
reposición
de
una
oferta
teórica
metropolitana
que
no
es,
necesariamente,
adecuada
para
interpretar
los
procesos
históricos
latinoamericanos
(lo
que
Vidal
concibe
como
el
divorcio
entre
la
“necesidad
histórica
latinoamericana”
y
la
“necesidad
profesional
norteamericana”).
Junto
a
la
crítica
epistemológica
que
repara
en
la
inutilidad
de
los
estudios
subalternos,
tenemos
la
crítica
sustantiva
que
los
muestra
como
elaboración
teórica
metropolitana
en
complicidad
con
la
generalización
y
homogeneización
de
la
dominación
actual:
La
noción
de
subalternidad
toma
vuelo
en
la
última
década
principalmente
como
consecuencia
de
este
movimiento
de
recentralización
epistemológica
que
se
14
origina
en
los
cambios
sociales
que
incluyen
el
debilitamiento
del
modelo
marxista
a
nivel
histórico
y
teórico.
(“Boom”
51)
En
este
sentido,
las
críticas
de
Vidal
y
Moraña
al
subalternismo
insisten
en
su
inadecuación
epistemológica,
su
complicidad
política
con
el
poder,
su
inutilidad
crítica
y
su
impotencia
hermenéutica
frente
a
la
perdida
noción
de
totalidad
del
pensamiento
marxista.
Habría
que
notar,
a
la
vez,
que
ellos
no
están
realizando
una
crítica
orientada
por
lo
que
podríamos
llamar
“la
indignidad
del
objeto”,
es
decir,
una
crítica
que
intente
desplazar
los
énfasis
del
subalternismo
hacia
la
recentralización
disciplinaria
en
el
campo
de
la
producción
literaria
tradicional.
Efectivamente,
el
problema
con
el
subalternismo
no
es
que
éste
sea
una
alternativa
a
la
literatura,
sino
que,
como
tal,
no
logra
producir
una
descripción
coherente
de
la
realidad
latinoamericana
ni
tampoco
avanza
en
la
prescripción
de
una
nueva
agenda
crítica
relativa
a
este
abigarrado
continente.
El
subalternismo,
en
breve,
fallaría
en
su
política
pues
no
alcanzaría
a
constituirse
como
una
alternativa
real
para
un
campo
académico
y
político
en
crisis.
Respuestas
subalternistas
John
Beverley,
sin
embargo,
ha
caracterizado
estas
observaciones
como
arrebatos
defensivos
de
una
práctica
intelectual
identificada
con
la
tradición
criolla
(elitista
y
letrada)
latinoamericana,
es
decir,
como
expresión
de
una
postura
neo-‐arielista4
que,
comprometida
con
las
tradiciones
burguesas
de
la
cultura
nacional
y
el
canon
literario,
no
alcanza
a
percibir
la
centralidad
estratégica
de
los
estudios
subalternos
y
su
apertura
a
los
procesos
sociales
efectivos:
crisis
de
la
formación
estatal-‐nacional,
emergencia
de
las
narrativas
testimoniales,
hibridación
y
reconceptualización
del
rol
del
consumo,
desarrollo
4
“Lo
que
Moraña
y
[Hugo]
Achugar
[…]
invocan
contra
la
relevancia
de
los
estudios
subalternos
y
la
teoría
postcolonial
para
América
Latina,
equivale
a
lo
que
yo
caracterizaría
como
un
tipo
de
neo-‐arielismo,
por
recordar
la
caracterización
que
José
Enrique
Rodó
dio
a
Latinoamérica
como
Ariel,
el
poeta,
“la
criatura
del
aire”:
una
reafirmación
de
la
autoridad
de
la
literatura
latinoamericana,
la
crítica
literaria
y
los
intelectuales
literarios,
como
los
que
sirven
de
sostenedores
de
la
memoria
cultural
de
América
Latina,
contra
formas
de
pensamiento
y
práctica
teórica
identificadas
con
Estados
Unidos”
(Beverley,
Subalternidad
y
Representación,
2004:
44)
15
de
los
medios
masivos
de
comunicación
y
cultura
popular,
etc.
Para
él,
el
subalternismo
es
una
paradójica
postura
que,
por
un
lado,
en
tanto
que
práctica
disciplinariamente
inscrita
en
la
universidad,
sigue
reproduciendo
la
relación
saber
/
poder
moderna;
pero,
por
otro
lado,
funciona
como
crítica
de
la
complicidad
entre
la
práctica
intelectual
académica
y
la
reproducción
de
la
dominación,
haciendo
posible
un
trabajo
ético
de
auto-‐
cuestionamiento
permanente.
En
este
sentido,
Beverley
considera
el
subalternismo
como
un
campo
en
permanente
tensión,
que
cruza
las
demandas
de
“propiedad
de
objeto”
de
las
disciplinas
humanistas
tradicionales
y
de
las
ciencias
sociales,
lo
que
cuestionaría
las
jerarquías
de
la
academia
metropolitana,
pero
también,
cuestionaría
las
demandas
de
“propiedad
territorial”
con
la
que
los
neo-‐arielistas
pretenderían
legitimar
sus
críticas
al
subalternismo
al
hablar
no
sobre
sino
desde
Latinoamérica.
Este
esencialismo
sería
improcedente
y
sintomatizaría
un
miedo
a
la
pérdida
de
centralidad
de
la
cultura
letrada
y
de
sus
intelectuales
orgánicos
tradicionales.
La
consecuencia
política
de
dicho
miedo
sería
un
giro
neo-‐conservador
que
se
hace
evidente
en
las
reterritorializaciones
disciplinarias
en
la
crítica
latinoamericana
contemporánea
(ejemplificando
su
argumento
con
Mario
Roberto
Morales,
Mabel
Moraña
y
Beatriz
Sarlo):
El
giro
neoconservador
en
la
crítica
latinoamericana
puede
ser
visto
como
un
intento,
por
parte
de
una
intelectualidad
criollo-‐ladina,
esencialmente
blanca,
de
clase
media
y
media-‐alta,
educada
en
la
universidad,
de
capturar,
o
recapturar,
el
espacio
de
autoridad
cultural
y
hermenéutica
de
dos
fuerzas
también
en
pugna:
1)
la
hegemonía
del
neoliberalismo
y
lo
que
es
visto
como
las
consecuencias
negativas
de
la
fuerza
descontrolada
o
sin
mediación
del
mercado
y
la
cultura
de
masas
comercializada;
2)
los
movimientos
sociales
y
las
formaciones
políticas
basadas
en
políticas
identitarias
o
“populismos”
de
varios
tipos,
que
involucran
nuevos
actores
políticos
que
ya
no
se
sienten
en
deuda
con
el
liderazgo
intelectual
o
estratégico
de
la
intelectualidad
étnicamente
criolla
y
económicamente
de
clase
16
media
o
clase
media
alta.
(“The
New-‐Conservative
Turn
in
Latin
American
Literary
and
Cultural
Criticism”,
79)
De
esta
manera,
las
críticas
al
subalternismo
transitan
desde
el
neo-‐arielismo
hasta
el
neo-‐
conservadurismo.
Si
los
primeros
(Moraña,
Achugar)
son
aquellos
cuya
argumentación
encuentra
su
punto
de
gravedad
en
la
reivindicación
de
una
tradición
letrada,
criolla,
de
clase
media
y
culturalmente
identificada
con
el
canon
y
la
institucionalidad
del
Estado-‐
nacional,
los
neo-‐conservadores
son
aquellos
que
reaccionando
a
la
desterritorialización
neoliberal
del
Estado
y
las
instituciones
de
la
cultura,
se
esfuerzan
por
denunciar
las
perspectivas
epistemológicas
relativas
a
la
heterogeneidad
y
el
multiculturalismo,
y
por
recuperar
la
centralidad
disciplinaria
de
las
tradiciones
críticas
y
del
modelo
frankfurtiano
de
agencia
intelectual
(particularmente
Sarlo).
En
el
fondo,
Beverley
reinscribe
el
debate
en
el
clásico
argumento
espinosista
sobre
“el
temor
a
la
multitud”.
Sin
embargo,
para
él,
a
diferencia
de
aquellos
cuya
postura
pasa
por
una
romántica
concepción
del
potencial
emancipatorio
de
dicha
multitud,
el
problema
de
fondo
estaría
relacionado
con
la
posibilidad
de
hacer
pasar
al
subalterno
y
su
negatividad
al
plano
de
una
práctica
política
sintética
de
variadas
posiciones
de
sujeto,
en
una
especie
de
reformulación
postmoderna
de
la
tradición
del
Frente
Popular
(“Theses”
1998,
Subalternity
2000)5.
Así,
Beverley
realiza
un
giro
pragmático
fundamental
para
contrarrestar
las
críticas
al
nihilismo,
tanto
subalternista
(que
sería
homologable
a
la
deconstrucción),
como
subalterno
(que
sería,
a
su
vez,
homologable
a
la
problemática
de
la
negatividad).
Basado
en
la
teoría
de
las
articulaciones
hegemónicas
que
van
desde
Gramsci
a
Laclau
y
Mouffe,
5
Aquí
también
está
la
convergencia
y
divergencia
con
el
argumento
elaborado
por
Ernesto
Laclau
y
Chantal
Mouffe
(Hegemonía
y
estrategia
socialista,
1987)
respecto
a
la
condición
de
las
identidades
sociales.
Recordemos
que
para
estos
últimos,
las
identidades
políticas
no
obedecen
a
ningún
tipo
de
determinación
ontológica
(como
era
el
caso
de
la
centralidad
política
de
la
clase
obrera
en
el
marxismo
occidental),
sino
que
son
el
resultado
de
procesos
históricos
de
formación,
cuya
constatación
se
da
en
un
plano
discursivo
y
social,
es
decir,
las
identidades
políticas
no
son
adscriptivas
sino
que
están
relacionadas
con
procesos
históricos
de
enunciación
y
articulación
hegemónica.
Para
Beverley,
sin
embargo,
el
límite
de
esta
condición
“flotante”
de
la
identidad
sigue
estando
dado
por
el
carácter
de
la
subalternidad
como
aquello
que
divide
el
campo
social
entre
quienes
la
ejercen
y
quienes
la
sufren.
Explicar
el
funcionamiento
preciso
y
acotado
de
este
límite,
sin
embargo,
es
un
problema
más
complejo,
pues
en
ello
se
arriesga,
por
lo
general,
un
resabio
esencialista.
17
él
considera
que
el
paso
desde
la
negatividad
subalterna
a
la
“política
efectiva”
requiere
de
alianzas
de
clase
y
de
posiciones
de
sujeto,
en
función
de
constituir
una
postura
contra-‐
hegemónica
en
el
plano
re-‐significado
del
Estado-‐nacional,
en
tiempos
de
capitalismo
tardío
(“Theses”
1998).
En
el
fondo,
esta
re-‐edición
de
una
estrategia
instrumental
de
la
política
efectiva
en
el
ámbito
estatal
es
el
resultado
de
su
concepción
realista
y
pragmática
de
la
política,
cuya
coherencia
está
fuera
de
discusión.
La
coherencia,
sin
embargo,
no
es
todo
el
problema
Es
importante
además,
no
olvidar
que
los
estudios
subalternos
son
un
proyecto
académico,
con
todas
las
determinaciones
que
esto
implica.
Esto
significa
que,
en
cuanto
proyecto,
intentan
entrar
en
relación
con
la
negatividad
subalterna,
pero
dicha
relación
siempre
puede
acarrear
una
traición
de
la
“agenda”
de
los
subalternos
como
tales,
en
nombre
de
una
determinada
coyuntura
universitaria
(¿estudios
subalternos
en
Duke?,
se
pregunta
irónicamente
Beverley,
2000).
Estos
estudios
inscribirían
la
negatividad
en
un
campo
académico,
y
al
hacerlo
la
traducirían
a
las
coordenadas
de
dicho
campo,
es
decir,
traducirían
dicha
negatividad
a
una
nueva
positividad
que
ahora
puede
y
debe
ser
estudiada,
en
un
movimiento
sintético
hegeliano
que
opera
como
“determinación”
de
tal
negatividad.
Aún
cuando
esto
es
inevitable,
Beverley
concibe
la
práctica
de
estos
estudios
como
esencialmente
imperfecta
y,
por
lo
mismo,
como
una
práctica
ética
autolimitada
a
dejar
hablar
al
subalterno
y
no
a
interpretarlo
(sintetizarlo)
desde
un
ventrilocuismo
institucional.
Por
esto,
el
objetivo
de
su
enfoque
no
es
sólo
avanzar
en
una
agenda
ética
de
reconocimiento
y
dignificación,
sino
también
hacer
evidente
la
condición
paradójica
o
aporética
de
la
relación
entre
intelectuales
y
subalternos.
Sin
embargo,
si
es
cierto
que
Beverley
logra
avanzar,
en
primera
instancia,
más
allá
del
multiculturalismo
liberal
y
bien
intencionado
y
mostrar
el
origen
humanista
y
burgués
del
proyecto
de
la
dignificación,
todavía
habría
que
preguntarse
si
su
concepción
de
la
subalternidad
logra
escapar
a
la
necesaria
trascendentalización
que
su
modelo
requiere:
¿No
requiere
Beverley
que
el
subalterno
opere,
anfibológicamente,
como
una
subjetividad
refractaria,
negativa
desde
un
cierto
ángulo
oficial
o
institucional,
pero
positiva,
desde
otro
ángulo
histórico
o
18
político?
Por
supuesto
que
él
no
está
definiendo
la
subalternidad
como
una
categoría
ontológica
tradicional,
sino,
por
el
contrario,
como
el
producto
de
múltiples
relaciones
y
posiciones
de
sujeto,
donde
la
misma
subalternidad
es
un
rasgo
generalizado
e
inespecífico
(cualquier
relación
de
subordinación,
incluyendo
las
relaciones
de
clase).
Pero,
el
double-‐bind
de
su
lectura
consiste
en,
por
un
lado,
atribuir
una
oscura
condición
nouménica
a
la
negatividad
subalterna,
mientras
que,
por
otro
lado,
le
concede
a
ésta
una
cierta
condición
articulatoria
o
configuradora
explícita
en
su
salto
a
la
política,
donde
las
alianzas
y
la
configuración
de
bloques
de
poder
y
resistencia
repiten
el
esquemático
modelo
de
la
guerra
de
posiciones.
A
la
vez,
hacer
manifiesto
el
rol
mediador
de
las
prácticas
intelectuales
(proyecto
de,
por
ejemplo,
Gayatri
Spivak)
no
es
igual
a
dar
por
resuelto
dicho
problema
apelando
a
la
limitación
trascendental
de
la
práctica
intelectual
y
a
la
renuncia
ética
de
hablar
por
el
otro.
Cada
vez
que
el
problema
de
la
negatividad
radical
subalterna
es
confrontado,
sus
consecuencias
se
desplazan
hacia
el
plano
de
la
política
efectiva
donde
ésta
queda
convertida
en
una
positividad
originaria
de
nuevas
prácticas
institucionales.
Así,
justo
cuando
Beverley
plantea
la
problemática
de
la
negatividad
en
relación
con
la
producción
académica
de
una
nueva
positividad
de
saber,
su
reflexión
no
insiste
lo
suficiente
en
esto
y
“salta”
hacia
la
política,
lugar
en
el
que
todo
se
resolvería
de
acuerdo
con
una
estrategia
de
articulación
bien
intencionada.
Este
es
el
potencial
y
límite
de
su
“giro
pragmático”.
Desde
nuestra
perspectiva,
sin
embargo,
el
problema
tanto
de
las
críticas
al
subalternismo
(de
Vidal
y
Moraña,
ejemplarmente)
como
del
“giro
pragmático”,
sigue
siendo
su
endémica
co-‐pertenencia
al
pensamiento
determinativo
que
se
funda
en
el
pasaje,
automático
o
natural,
desde
la
teoría
a
la
política
(práctica).
Si
lo
que
hacemos
tiene
alguna
relevancia,
conjetura
Beverley,
ésta
se
debe
a
nuestra
posibilidad
de
establecer
alianzas
con
los
verdaderos
subalternos
y
no
a
disputarles
su
protagonismo
en
la
re-‐elaboración
de
nuevas
dinámicas
y
relaciones
de
poder,
las
que
irían,
incluso,
en
contra
de
nuestras
posiciones
universitarias.
En
este
sentido,
el
giro
de
Beverley
no
debiera
resultar
una
sorpresa,
toda
vez
que
su
proyecto
expresa
un
compromiso
militante
honesto.
Sin
embargo,
éste
también
expresa
su
co-‐pertenencia
con
la
agenda
de
19
“dignificación”
del
subalterno,
cuya
ausencia,
paradójicamente,
los
críticos
del
subalternismo
le
reprochaban.
Aún
cuando
no
se
trata
de
un
multiculturalismo
liberal
limitado
al
reconocimiento
simbólico
del
“otro”,
su
argumento
sigue
habitando
el
corazón
del
proyecto
hegeliano
moderno,
aquel
que
se
identifica
con
las
luchas
contra
lo
que
Sloterdijk
llama
el
desprecio
de
las
masas,
y
por
lo
tanto,
no
logra
salir
de
lo
que
podríamos
llamar,
la
política
del
resentimiento.
Por
eso
mencionábamos
la
ironía
borgeana
de
Vidal,
de
hacer
comparecer
en
su
argumento
no
sólo
a
postcolonialistas
y
subalternistas,
sino
de
no
reparar
en
los
intentos
del
mismo
Beverley
por
distinguirse
de
las
“versiones”
deconstructivas
del
subalternismo.
Efectivamente,
para
Beverley,
el
problema
fundamental
de
la
nueva
generación
de
subalternistas,
específicamente
de
Alberto
Moreiras6
-‐y,
quizás,
en
un
sentido
menor,
de
Gareth
Williams-‐,
es
su
relación
con
la
deconstrucción,
y
esto
es
un
problema
porque
él
la
concibe
como
un
enfoque
académico
que
carece
de
política
efectiva.
Esta
“carencia
de
política”
se
expresaría
en
la
ambigua
elaboración
de
posturas
intelectuales
que,
como
indica
también
Vidal,
no
dan
el
paso
hacia
el
mundo
real.
La
deconstrucción
interrumpiría
la
posibilidad
de
alianzas
políticas,
fetichizando
el
análisis
discursivo
y
encerrando
la
historia
subalterna
en
un
ejercicio
textual
improcedente,
que
perpetuaría
y
reproduciría
a
la
misma
subalternidad:
Diría
que
la
deconstrucción
aún
es
una
ideología
intelectual
centrada
en
el
texto,
esencialmente
formada
por
el
legado
del
humanismo
europeo,
en
el
sentido
de
crear
una
forma
de
leer
dichos
textos
para
instruir
a
una
elite
ya
no
6
Esta
distancia
con
la
deconstrucción
es
explícita
en
los
trabajos
de
Ileana
Rodríguez
y
John
Beverley
(y
habría
que
nombrar
a
Román
de
la
Campa,
-‐Latin
Americanism,
1999-‐,
entre
muchos
otros),
pero
en
los
comentarios
al
libro
de
Moreiras,
realizados
por
Beverley,
se
produce
una
homologación
entre
el
trabajo
de
éste
y
la
deconstrucción:
“Como
con
el
trabajo
de
Spivak,
The
Exhaustion
of
Difference
también
origina
la
pregunta
por
el
valor
y
la
fuerza
política
de
la
deconstrucción.
Y
aquí,
a
pesar
de
mi
admiración
por
el
trabajo
de
Moreiras
y
por
la
forma
en
que
éste
ha
ayudado
a
clarificar
y
profundizar
aspectos
de
mi
propio
trabajo,
así
como
el
proyecto
de
los
estudios
subalternos
en
general,
debo
confesar
un
cierto
escepticismo”.
[“Algunos
comentarios
sobre
deconstrucción
y
latinoamericanismo
(A
propósito
de
The
Exhaustion
of
Difference
de
Alberto
Moreiras)”],
cito
la
versión
en
español,
inédita).
Más
allá
de
esta
homologación
(a
la
que
volveremos),
todavía
es
incierto
el
sentido
atribuido
a
la
deconstrucción,
la
cual
funciona
como
una
etiqueta
que
condena
más
que
problematiza.
Lo
que
sí
es
claro
es
que
habría
un
cierto
consenso
en
concebirla
como
una
teoría
o
metodología
carente
de
política
(y
ya
pasada
de
moda).
20
adecuadamente
educada
por
los
principios
que
derivaban
desde
la
teología
y
la
escolástica.
La
retórica
y
la
estética,
entonces,
se
vuelven
categorías
centrales
para
la
educación
de
las
elites
[…]
Así,
efectivamente,
la
deconstrucción
se
vuelve
para
mí
una
ideología
de
lo
literario
en
un
momento
en
que
lo
literario
mismo
ha
entrado
en
crisis.
La
deconstrucción
se
ofrece
a
sí
misma
como
una
forma
de
salvar
el
impulso
esencial
de
la
crítica
literaria
y,
por
lo
tanto,
de
redimir
el
rol
de
los
intelectuales.
(Fernando
Gómez
y
John
Beverley,
“Interview
about
the
subaltern
and
other
things”
2005,
353-‐354)
Esta
es,
efectivamente,
la
diferencia
entre
el
proyecto
neo-‐populista
de
Frente
Postmoderno
de
Beverley
y
lo
que
él
identifica
como
la
condición
apolítica
de
la
deconstrucción.
No
se
trata,
simplemente,
de
mostrar
a
la
deconstrucción
como
una
ideología
que
difiere
del
subalternismo,
sino
de
mostrar
en
ella
una
limitación
constitutiva
que
la
hace
inoperante
a
la
hora
de
avanzar
en
la
definición
de
una
nueva
agenda
crítica
y
política.
En
el
fondo,
hay
aquí
dos
elementos
casi
opuestos,
por
un
lado,
se
denuncia
a
la
deconstrucción
como
carente
de
política,
pero,
por
otro,
se
la
muestra
como
una
actividad
ideológica
instigada
por
una
política
bastante
específica,
la
de
un
neo-‐humanismo
textualista
e
intelectualista.
La
utilidad
de
la
deconstrucción
estaría
en
su
complicidad
a
la
hora
de
desfundamentar
(deconstruir)
los
principios
del
modelo
europeo-‐occidental
de
racionalidad
estratégica,
pero,
curiosamente
para
Beverley,
lo
que
la
diferencia
de
los
estudios
subalternos
es
que
ésta,
en
cuanto
práctica
intelectual,
seguiría
estando
atrapada
en
dicha
racionalidad.
La
deconstrucción
y
el
subalternismo
parecen
coincidir
alrededor
de
ciertos
problemas.
De
alguna
manera
se
puede
imaginar
a
la
deconstrucción
como
el
correlato
teórico
de
los
estudios
subalternos.
Este
es,
ciertamente,
el
gesto
de
Spivak
y
quizás
también
el
de
Alberto
Moreiras.
En
mi
propia
articulación,
sin
embargo,
hay
un
momento
en
que
la
deconstrucción
y
los
estudios
subalternos
se
divorcian.
Y
esto
tiene
que
ver
con
el
reconocimiento
de
los
límites
del
21
pensamiento
crítico
y
los
intelectuales.
Creo
que
una
de
las
cosas
que
motivó
inicialmente
al
Grupo
de
Estudios
Subalternos
Latinoamericano
fue
este
sentido
de
las
limitaciones
de
los
intelectuales
como
agentes
de
la
historia
y
de
la
hegemonía
(Beverley
y
Gómez,
“Interview”
348).
La
modestia
del
argumento
encierra,
sin
embargo,
un
juicio
irreflexivamente
compartido
por
subalternistas
y
latinoamericanistas
en
general,
a
saber,
la
posibilidad
de
denunciar
la
impertinencia
de
la
deconstrucción
por
su
inoperatividad
política,
su
complicidad
con
el
poder
y
su
condición
ideológica
e
intelectual
(que
se
resumiría
a
“la
lectura
solitaria
de
un
número
razonable
de
textos
y
comentarios”
Vidal).
A
este
problema
apunta,
precisamente
el
epígrafe
de
Bill
Readings
cuando
considera
esta
“extraña
resistencia
a
extender
el
trabajo
deconstructivo
a
la
forma
en
la
cual
se
piensa,
convencionalmente,
la
esfera
de
la
política”.
Así
también,
la
reducción
de
la
deconstrucción
a
la
condición
de
“teoría”
(y
su
respectiva
resistencia),
se
funda
en
la
posibilidad
de
encontrar
un
pasaje
directo
a
la
política
efectiva
para
encararle
a
ésta
su
condición
textualista,
sublime
e
ideal.
Sin
embargo,
sería
injusto
confundir
las
críticas
de
Beverley
con
las
de
Vidal
o
Moraña,
mientras
que
para
los
primeros,
el
subalternismo
en
general
es
un
exotismo
intelectual
cómplice
de
la
decadencia
intelectual
y
del
imperialismo
cultural
anglosajón,
para
Beverley,
quién
habla
desde
el
subalternismo,
el
gran
problema
de
la
deconstrucción
está
en
su
vacilación
infinita
antes
de
dar
el
paso
hacia
la
política.
Beverley
considera
que
los
aspectos
críticos
de
ésta
práctica
intelectual
son
relevantes,
pero
su
ambigüedad
la
puede
emparejar,
perfectamente,
con
posiciones
neoconservadoras
y
culturalistas
que
terminan
por
generar
más
y
más
subalternidad.
Deconstrucción
y
subalternismo
Sin
embargo,
el
problema
de
estas
resistencias
anti-‐deconstructivas
no
está
sólo
sus
sospechas
con
la
actitud
“apolítica”
(o
impolítica)
que
interrumpe
el
plegamiento
entre
pensamiento
y
política,
sino
lo
que
ofrecen
a
cambio,
y
el
extraño
parecido
que
las
22
hermana.
La
co-‐pertenencia
al
pensamiento
determinativo
inscribe
los
proyectos
de
dignificación
(Vidal),
de
tradición
e
identidad
(neo-‐arielistas
y
neo-‐conservadores)
y
de
configuración
de
frentes
postmodernos
de
lucha
contra-‐hegemónica
(Beverley),
en
una
historia
comúnmente
formulada
como
proceso
de
emancipación.
Este
irrenunciable
principio
emancipatorio
sigue
alojado
en
el
corazón
de
la
formulación
hegeliana
de
la
historia
como
lucha
por
la
conversión
de
la
masa
(sustancia)
en
sujeto,
cuyo
resultado
se
evidencia
en
la
insistente
antropología
política
que
la
hace
posible.
Irónico
resulta
entonces
que
Beverley,
quién
ha
denunciado
el
modernismo
y
el
vanguardismo
intelectual
de
deconstructivistas
y
post-‐estructuralistas
en
general,
desde
el
testimonio
y
la
lógica
cultural
del
subalterno,
termine,
en
un
gesto
extraordinariamente
vanguardista
y
moderno,
remitiendo
la
negatividad
subalterna
a
una
política
de
la
significación,
de
la
pragmática
y
de
la
re-‐configuración
hegemónica
del
Frente
Popular.
Aquí,
el
subalterno
vuelve
a
la
condición
de
sujeto,
quedando
efectivamente
sujetado
a
los
presupuestos
pragmáticos
y
antropológicos
de
la
soberanía
moderna.
Estos
presupuestos
pragmáticos
y
antropológicos
pasan
por
reinscribir
la
negatividad
subalterna
en
un
proyecto
coherente
de
izquierda
(con
el
cual,
quizás,
no
podamos
evitar
una
identificación
afectiva),
que
oblitera
y
desplaza
el
tipo
de
discusión
y
desarrollo
reflexivo
que
el
subalternismo
pone
en
escena.
En
este
sentido,
no
se
trata
tanto
de
suspender
el
paso
a
la
política,
en
nombre
de
la
teoría
y
sus
requisitos,
ni
menos
de
acelerar
dicho
paso
en
nombre
del
“otro”;
sino
de
llevar
las
paradojas
contenidas
en
este
horizonte
problemático
hasta
su
límite,
cuestión
que
tiene
como
consecuencia,
por
de
pronto,
un
debilitamiento
de
nuestras
precomprensiones
sobre
la
acción,
la
política
y
el
sujeto,
que,
en
la
mayoría
de
los
críticos
anti-‐deconstructivistas,
todavía
están
demasiado
alimentadas
por
el
proyecto
antropológico
(hegeliano)
de
la
conversión
de
la
masa
(multitud)
en
sujeto.
Así
concibe
Sloterdijk
dicho
proyecto:
Lo
que
Hegel
había
presentado
como
su
programa
lógico
–que
la
sustancia
se
desarrollara
como
sujeto-‐
se
revelaba
al
mismo
tiempo
como
la
divisa
más
poderosa
de
una
época
que,
a
primera
vista,
todavía
parece
seguir
siendo
la
23
nuestra:
el
desarrollo
de
la
masa
como
sujeto.
Será
esta
máxima
la
que
determine
el
contenido
político
del
posible
proyecto
de
la
Modernidad.
(Sloterdijk,
El
desprecio
de
las
masas,
9)
La
estrategia
hegeliana
de
comprender
la
sustancia
(masa)
desde
el
punto
de
vista
de
la
lógica
del
sujeto
y
del
reconocimiento,
muestra
la
idea
de
superación
de
la
alienación
como
reapropiación
y
reconocimiento.
Pero
la
reapropiación
y
el
reconocimiento
es
una
función
de
la
soberanía
del
sujeto
y
no
un
decurso
de
la
experiencia.
Todavía
habría
aquí
un
cierto
resentimiento
por
el
desprecio
de
lo
que
Nietzsche
llamó
“la
inocencia
del
devenir”,
inocencia
que
mantiene
la
negatividad
subalterna
como
un
irreducible
material
frente
a
los
proyectos
políticos
y
morales
de
dignificación,
hegemonía
y
frente
popular
postmoderno.
En
este
sentido,
el
pensamiento
determinativo
no
sólo
propone
un
pasaje
directo
desde
la
teoría
a
la
política,
sino
que
lo
concibe
en
los
términos
morales
de
una
antropología
trascendental
cuyo
rendimiento
es
la
permanente
re-‐edición
de
los
binarismos
estructurantes
de
la
metafísica
occidental.
Anarquistas,
nihilistas
y
deconstructivistas
aparecen
así
como
la
versión
intelectual
de
un
lumpen
relacionado
con
los
subordinados
y
los
subalternos.
Pero,
más
allá
de
la
pertinencia
de
la
palabra
deconstrucción
(como
de
toda
palabra
que
con
su
circulación
ha
adquirido
el
estatus
de
categoría),
el
problema
de
fondo
al
que
ésta
apuntaría
es,
precisamente,
a
la
suspensión
de
las
prescripciones
normativas
de
una
determinada
política
efectiva,
pues
no
existe
una
política
en
general,
una
dimensión
de
la
práctica
contrapuesta
al
pensamiento,
ni
menos,
un
terreno
de
la
eficacia
y
lo
real,
que
no
sea,
inmediatamente,
el
efecto
de
una
determinada
afirmación
soberana
del
sujeto.
En
tal
caso,
si
la
deconstrucción
es
vista
como
una
ideología
textual
disfrazada
de
crítica,
un
nihilismo
tardomodernista
y
depotenciador
de
prácticas
de
liberación
y
emancipación,
un
paradigma
o
modelo
teórico
crítico
o
metodológico,
o
un
resabio
demodé
del
imperialismo
intelectual
europeo,
lo
es
porque
no
hay
claridad
sobre
lo
que
ésta
significa
finalmente.
Se
trata,
en
principio,
de
un
significante
vacío
que
es
articulado
en
infinitas
secuencias
denunciatorias
y
que
sirve
para
definir
un
campo
antagónico
al
24
latinoamericanismo
tradicional
y
a
sus
reformulaciones
contemporáneas
(incluyendo
a
los
primeros
subalternistas
y
a
los
postcolonialistas).
Pero
antes
que
dar
una
definición
alternativa
sobre
la
deconstrucción,
que
dispute
con
las
anteriores
su
pertinencia,
en
un
juego
hegemónico
de
posicionamientos
y
reconocimientos,
al
interior
de
un
campo
que
permanecería
intacto,
se
trata,
más
bien,
de
mostrarla
como
el
nombre
de
una
práctica
crítica
orientada
a
suspender
los
automatismos
característicos
de
la
disposición
universitaria
del
saber,
es
decir,
un
cuestionamiento
de
la
división
del
trabajo
universitario,
entre
trabajo
material
e
inmaterial,
teoría
y
práctica,
pensamiento
y
política.
Así,
la
deconstrucción
es
un
nombre
que
no
debe
ser
confundido
con
un
enfoque
crítico
más,
perfectamente
acomodable
en
las
historias
institucionales
del
pensamiento
occidental
(donde
la
crítica
kantiana,
la
dialéctica,
la
genealogía,
la
teoría
crítica
y
el
post-‐estructuralismo,
serían
sus
capítulos
centrales),
pues
concebirla
en
esta
cadena
de
sucesiones
es,
precisamente,
repetir
el
tic
del
pensamiento
universitario
y
su
organización
historicista
del
archivo.
Lo
que
realmente
importa,
entonces,
no
es
sustantivar
a
la
deconstrucción
ni
como
escuela,
enfoque,
metodología
o
paradigma,
haciendo
de
ella
un
negocio,
una
tendencia,
una
ostentación
que,
como
todas,
estaría
pasando
de
moda
(y
entonces
ahora
sería
el
turno
de
Badiou,
de
un
redescubierto
Foucault,
de
Agamben,
Rancière,
etc.).
Lo
que
importa
es
precisar
su
contribución
(en
cuanto
práctica
crítica
emparentada
con
la
destrucción
heideggeriana
de
la
metafísica
y
la
crítica
del
poder
y
del
sujeto
elaborada
por
el
post-‐estructuralismo),
al
desocultamiento
de
los
procesos
de
configuración
de
poder
y
perpetuación
de
la
opresión.
Entre
dichos
procesos,
la
subalternidad
se
concentra
en
una
serie
de
aspectos
particulares,
históricamente
acotados,
y
por
tanto,
el
subalterno
no
puede
ser
pensado
ni
como
categoría
general
ni
como
representación
de
identidades
sociales
preconstituidas
y
afectivamente
reivindicables
(más
allá
de
nuestros
interdictos
morales),
sino
que
se
trata
de
un
nombre
que
encierra
las
complejas
disputas
en
torno
a
la
definición
de
los
estudios
latinoamericanos
contemporáneos.
Los
rechazos
del
subalternismo
y
la
continencia
anti-‐
deconstructiva,
son
entonces,
ejemplos
de
una
política
del
control
puesta
en
acción
contra
los
desbordes
de
un
archivo
identitario
bien
administrado
por
endémicas
burocracias
25
académicas
y
nuevas
formas
de
la
intelligentsia
neo-‐humanista
universitaria.
Cuestión
que
delata,
finalmente,
cómo
las
reacciones
anti-‐deconstructivas,
anti-‐post-‐estructuralistas
y
anti-‐teóricas
en
general
(aún
cuando
nunca
sepamos
qué
se
quiere
decir
con
tan
rimbombantes
categorías),
sintomatizan
la
forma
en
que
todo
campo
académico
profesional
se
resguarda
de
innovaciones
heurísticas
y
hermenéuticas,
desde
la
inercia
de
su
propio
núcleo
de
certezas
intransables
(con
sus
respectivas
granjerías
y
mecanismos
de
disciplinamiento)7.
Deconstrucción
de
la
política
A
su
vez,
junto
con
poner
en
escena
esta
inercia
constitutiva
de
todo
campo
disciplinario,
el
subalternismo
también
expone
el
carácter
trascendental
de
la
antropología
política
que
alimenta
los
discursos
historiográficos,
literarios
y
culturales
de
una
tradición
intelectual
crítica
o
conservadora,
cómplice
del
poder
y
sus
mecanismos
de
interpelación.
Como
consecuencia
de
esto,
la
conversión
del
subalternismo
en
una
agenda
política
parece
inevitable,
sea
ésta
una
política
general
o
una
política
académica,
inscrita
en
la
disputa
por
reapropiarnos
la
universidad
en
tiempos
de
la
corporativización
neoliberal.
Sin
embargo,
más
allá
de
nuestra
identificación
afectiva
con
una
determinada
narración
de
la
historia,
de
las
víctimas
y
de
las
luchas
sociales
contra
la
opresión,
lo
que
7
Pues,
finalmente,
lo
que
está
en
juego
acá
no
es
otra
cosa
que
la
competencia
entre
formas
de
comprender
la
práctica
crítica
y
el
papel
de
los
intelectuales.
La
moderna
filosofía
de
la
ciencia,
desde
Paul
Feyerabend
y
Thomas
Kuhn,
ha
mostrado
que
la
demarcación
entre
lo
que
una
comunidad
académica
considera
como
válido
y
legítimo,
respecto
de
lo
que
sería
inválido
e
ilegitimo,
no
responde
a
criterios
trascendentales,
sino
a
formulaciones
internas
a
esa
misma
comunidad.
El
problema
que
sigue,
sin
embargo,
es
el
de
la
inconmensurabilidad
y,
finalmente,
el
de
la
racionalidad
de
las
decisiones
y
prácticas
de
cualquier
campo
o
comunidad
científica
o
académica.
Imre
Lakatos,
quizás
el
más
persuasivo
de
los
historiadores
de
la
ciencia,
comprendió
este
problema
recurriendo
a
su
famosa
“metodología
de
los
programas
de
investigación
científica”
(1980),
como
modelo
explicativo
de
las
querellas
y
disputas
entre
modelos
teóricos
y
científicos
en
competencia.
Para
Lakatos,
todo
programa
de
investigación
está
constituido
por
un
núcleo
de
ideas
compartidas
y
una
serie
de
hipótesis
con
respecto
al
“mundo”
que
son
progresivas
o
regresivas
de
acuerdo
a
su
potencial
heurístico
o
capacidad
para
explicarlo.
Aún
cuando
Lakatos
muestra
que
no
hay
solución
final
al
problema
de
la
inconmensurabilidad,
su
propuesta
consiste
en
una
problematización
del
mismo
concepto
de
racionalidad.
De
esta
manera,
cuando
un
programa
de
investigación
se
encuentra
en
crisis,
sus
hipótesis
protectoras
ya
no
explican
al
mundo,
sino
que
descalifican
a
sus
contendores.
La
descalificación
entonces
es
un
recurso
desesperado
por
esconder
la
impotencia
explicativa
de
una
“tradición”
y
esto,
indudablemente,
ilumina
los
debates
y
las
reacciones
contra
el
subalternismo
y
la
deconstrucción
en
el
campo
de
estudios
latinoamericanista.
26
sigue
siendo
contrabandeado
acá
es
una
comprensión
de
la
política
que
todavía
descansa
en
su
articulación
tradicional.
No
hay
un
cuestionamiento
riguroso
sobre
qué
se
quiere
decir
con
“salto
a
la
política”,
con
política
del
subalterno
y
con
política
en
general.
De
la
misma
manera
en
que
la
deconstrucción
es
denunciada
por
su
falta,
se
le
reprocha
al
subalternismo
su
nihilismo
político
irracional
(Vidal)
o,
se
le
atribuye
un
potencial
re-‐
articulador
de
estrategias
de
lucha
contra-‐hegemónica
en
tiempos
de
capitalismo
global.
Pero
se
desconsidera
que
el
subalterno
no
es
un
remanente
antropológico
que
viene
a
reemplazar
las
funciones
previamente
adjudicadas
al
sujeto
emancipador
de
la
historia.
Por
el
contrario,
lo
que
el
subalternismo
debilita,
suspende,
deconstruye
o
expone,
no
es
sólo
la
lógica
fundante
de
la
comprensión
moderna
de
la
política,
sino
también
el
carácter
automático
del
“salto”8
operado
por
el
giro
pragmático
y
las
demandas
de
eficacia
esgrimidas
en
contra
de
la
práctica
crítica
asociada
a
ella.
Y
esto
último,
no
en
general,
sino
en
el
plexo
del
latinoamericanismo
metropolitano,
históricamente
dominado
por
agendas
sociológicas
e
historicistas
vinculadas
con
el
status
quo
de
un
pensamiento
subordinado
a
la
división
internacional
del
trabajo,
y
condenada
a
dar
testimonio
de
su
pintoresca
“diferencia”.
Así,
en
la
misma
compilación
de
Vidal
(2008)
que
hemos
estado
comentando,
aparece
un
texto
de
Gareth
Williams
quien,
haciéndose
en
cierta
medida
cargo
de
las
demandas
del
compilador,
presenta
la
relación
entre
subalternidad,
deconstrucción
y
latinoamericanismo,
pero
no
desde
el
punto
de
vista
de
la
pertinencia
o
no
de
una
determinada
escuela
de
pensamiento,
ni
menos
desde
la
posible
sociología
documentada
de
las
relaciones
entre
la
producción
de
uno
y
otro
“campo”
discursivo,
sino,
por
el
contrario,
desde
las
implicancias
críticas
y
políticas
que
tendría
la
deconstrucción
en
cuanto
interrupción
de
la
lógica
binaria
que
estructura
al
pensamiento
determinativo
(es
decir,
al
latinoamericanismo
y
al
subalternismo
de
primer
orden).
Citemos
en
extenso:
8
Dicho
salto
pragmático
implica,
indudablemente,
una
paradoja,
pues
se
salta
para
caer
en
el
mismo
lugar.
Esto
es
lo
que
Brunno
Bosteels
considera
como
reiteración
de
las
paradojas
del
alma
bella
hegeliana:
“Cualquier
intento
por
articular
al
subalterno,
como
el
afuera
constitutivo
de
lo
hegemónico,
en
un
proyecto
político
o
artístico
viable
corre
el
riesgo,
para
mí,
de
caer
de
nuevo
en
el
melodrama
de
la
conciencia
y
los
predicamentos
del
alma
bella
(“Theses
on
Antagonism,
Hybridity,
and
the
Subaltern
in
Latin
America”,
2005,
154-‐155).
27
El
pensamiento
dialéctico
(y
la
acción,
desde
luego)
no
trata
de
establecer
y
afirmar
la
imagen
de
oposiciones
polares
para
que
se
elija
cual
funciona
mejor.
Las
fuerzas
del
mercado
hacen
eso
(Pepsi
o
Coca
Cola,
teoría
o
política).
El
cristianismo
también
hace
eso
(lo
natural
frente
a
lo
sobrenatural,
el
cielo
frente
al
infierno,
el
bien
contra
el
mal).
En
otras
palabras,
la
historia
de
la
metafísica
occidental
hace
eso
[…]
Al
contrario,
la
verdadera
tarea
del
pensamiento
dialéctico
es,
como
diría
Althusser,
abordar
la
articulación
entre
teoría
y
política
a
través
de
la
imperfección
de
su
sutura.
Es
esta
imperfección
(o
inconmensurabilidad)
de
la
sutura
lo
que
unifica
la
teoría
con,
y
la
separa
de,
la
política,
lo
cual
hace
que
el
pasaje
de
una
a
otra,
su
resolución
o
trascendencia,
sea
completamente
inconcebible
tanto
en
la
teoría
como
en
la
práctica
(Gareth
Williams,
“La
deconstrucción
y
los
estudios
subalternos”,
227).
Consideramos
innecesario
aclarar
que
“el
pensamiento
dialéctico”
se
refiere
al
proceso
de
interrupción
que
hemos
identificado
con
la
deconstrucción,
en
cuanto
otro
nombre
de
la
práctica
crítica
que
nos
interesa
defender.
Lo
que
resulta
importante
en
este
párrafo
es
la
claridad
con
la
que
el
“trabajo”
deconstructivo
se
presenta
como
interrupción
de
las
pretensiones
de
plegamiento
automático
entre
teoría
y
política.
Dicha
suspensión
del
plegamiento
que
Williams,
recurriendo
a
Althusser
concibe
como
“imperfección
de
su
sutura”,
es
precisamente
el
punto
decisivo
y
distintivo
de
la
práctica
deconstructiva.
Es
decir,
la
suspensión
del
plegamiento
como
garantía
y
prescripción
de
una
cierta
política.
Es
en
este
sentido
que
se
podría
afirmar
que
la
historia
de
la
crítica
a
la
deconstrucción
es
la
historia
de
un
intento
por
resolver
el
carácter
imperfecto
de
la
sutura,
toda
vez
que
la
promesa
del
pensamiento
determinativo
es,
precisamente,
la
promesa
de
resolver
dicha
imperfección
y
así,
facilitar
la
producción
de
una
sutura
sin
fallas
(de
una
subjetividad
plena,
sin
fisuras)
esto
es,
de
una
“sutura
sin
costuras”.
Pero
aún
hace
falta
precisión.
Es
necesario
distinguir
en
esta
historia
crítica
de
la
deconstrucción,
aquellas
posiciones
orientadas
a
mostrar
su
falta
endémica
de
28
materialidad,
su
“determinismo
textual”,
su
“idealismo
discursivo”,
de
aquellas
otras
orientadas
a
cuestionar
la
figura
de
Jacques
Derrida,
de
su
firma
como
signo
de
un
paradojal
“éxito
de
ventas”,
“moda
académica”,
o
“pequeña
pedagogía”.
Y,
todavía,
habría
que
distinguir
todo
ello
de
la
particular
historia
americana
de
un
nombre,
el
de
Derrida
y
el
de
la
deconstrucción,
con
sus
devenires
institucionales
y
su
traducción
al
rango
de
teoría
canónica
o
marco
referencial.
Recordemos,
por
ejemplo,
que
Jürgen
Habermas
es
uno
de
los
primeros
en
elaborar
una
crítica
al
procedimiento
deconstructivo
en
cuanto
éste
produciría
una
indistinción
entre
filosofía
y
literatura,
es
decir,
entre
lógica
y
retórica
(El
discurso
filosófico
de
la
modernidad,
1985).
La
consecuencia
de
esta
conversión
estetizante
de
la
lógica
y
del
predominio
del
análisis
literario
sobre
el
análisis
filosófico
conceptual,
sería
la
imposibilidad
de
afirmar
una
finalidad
política
orientada
por
los
ideales
democráticos
de
la
Ilustración.
En
el
fondo,
la
deconstrucción
de
las
fronteras
entre
literatura
y
filosofía
funcionaría
como
impedimento
para
la
misma
política,
en
cuanto
ésta
sería
un
ejercicio
colectivo
anclado
en
convenciones
cuasi-‐trascendentales
y
en
principios
y
normas
morales
no
sujetas
a
la
deconstrucción.
Habermas,
sin
embargo,
no
crítica
a
la
deconstrucción
por
carecer
de
política,
sino
por
su
“mala
política”,
es
decir,
por
ser
el
fundamento
de
una
política
postmodernista
divorciada
de
las
posibilidades
de
completar
el
proyecto
y
las
promesas
de
la
modernidad
(ésta
y
el
post-‐estructuralismo
en
general,
serían
la
manifestación
teórica
de
los
nuevos
o
jóvenes
conservadores).
Pero
esta
crítica
ha
recibido
dos
respuestas
complementarias
en
el
trabajo
de
Richard
Rorty
y
Ernesto
Laclau.
Mientras
que
el
primero
considera
que
las
críticas
habermasianas
son
irrelevantes
en
la
medida
en
la
deconstrucción
no
es
una
política,
sino
una
actividad
irónica
privada
y
sin
efectos
comunitarios,
el
segundo,
ha
desarrollado
el
verosímil
más
adecuado
de
lo
que
sería
una
“política”
de
la
deconstrucción,
si
hemos
de
creerle
al
mismo
Derrida
en
sus
Espectros
de
Marx
(1995)9.
9
“La
hegemonía
sigue
organizando
la
represión
y,
por
tanto,
la
confirmación
de
un
asedio.
El
asedio
pertenece
a
la
estructura
de
toda
hegemonía”
(Espectros
50)
Y
en
la
nota
que
continua
este
texto,
Derrida
nos
dice:
“[r]especto
de
una
nueva
elaboración,
en
un
estilo
“deconstructivo”,
del
concepto
de
hegemonía,
remito
a
los
trabajos
de
Ernesto
Laclau”
(50).
Aunque
la
palabra
estilo,
y
el
entrecomillado
de
29
Así,
lo
que
antes
aparecía
como
una
carencia,
adquiere
en
Rorty
un
tono
cínico
y
despreocupado
(Rorty,
“Private
Irony
and
Liberal
Hope”
1989).
El
giro
pragmático
de
éste
consistiría
en
mantener
las
diferencias
entre
deconstrucción
y
política,
para
afirmar
dicha
diferencia
como
límite
de
la
primera.
Si
Derrida
es
un
ironista
privado
y
la
deconstrucción
una
actividad
sin
efectos
públicos,
entonces
no
hay
nada
de
qué
preocuparse,
parece
decirnos
Rorty,
pues
ésta
pertenecería
a
la
tradición
literaria
occidental
de
obras
irónicas
y
ocupará
su
lugar
específico
en
dicha
tradición
(y
no
en
la
filosofía).
Sin
embargo,
no
sólo
habría
que
cuestionar
su
“domesticación
de
Derrida”
o
el
liberalismo
de
su
comprensión
de
la
ironía,
sino
también
el
problema
de
una
insistente
determinación
de
los
campos
de
la
vida
pública
y
privada
como
espacios
autónomamente
configurados
o,
al
menos,
analíticamente
distinguibles.
Dicho
presupuesto
liberal
identifica
a
la
deconstrucción
como
un
vicio
privado
sin
virtud
pública.
Pero,
el
hecho
de
que
la
deconstrucción
es
aparentemente
neutral
políticamente
permite,
por
un
lado,
una
reflexión
sobre
la
naturaleza
de
lo
político
y,
por
otro,
y
esto
es
lo
que
me
interesa
de
la
deconstrucción,
una
hiperpolitización.
La
deconstrucción
es
hiperpolitizante
al
seguir
caminos
y
códigos
que
son
claramente
no
tradicionales,
y
creo
que
despierta
la
politización
de
la
manera
que
mencioné
antes,
es
decir,
nos
permite
pensar
lo
político
y
pensar
lo
democrático
al
garantizar
el
espacio
necesario
para
no
quedar
encerrado
en
esto
último
(Derrida,
“Notas
sobre
deconstrucción
y
pragmatismo”
1996,
105-‐6.
Énfasis
mío).
“No
quedar
encerrados
en
esto
último”,
“seguir
pensando”.
Precisamente
porque
la
deconstrucción
no
podría
ser
reducida
a
la
condición
de
una
escena
de
pensamiento,
de
una
oferta
teórica
más,
en
el
menú
de
la
universidad
metropolitana.
Por
lo
mismo,
habríamos
de
estar
siempre
advertidos
de
la
facilidad
con
que
se
producen
verosímiles
políticos
que
la
complementarían,
que
le
corregirían
sus
vicios
textualistas,
o
que
le
31
contrario,
un
descubrimiento
permanente
de
nuevas
formas
de
codificar
el
sentido,
de
nuevas
formas
de
pensar
y
nuevos
caminos
de
politización.
La
ética
y
la
política
–como
también
la
literatura–
son
evadidas
cuando
volvemos
a
caer
en
la
prioridad
conceptual
del
sujeto,
la
agencia
o
la
identidad
como
fundamentos
de
nuestra
acción.
La
experiencia
literaria,
ética
y
política,
tal
como
es
en
tanto
que
experiencia
(es
decir,
no
como
la
experiencia
subordinada
a
un
sujeto),
emerge
sólo
en
el
retiro
de
tales
fundaciones.
Esto
significa
que
no
estamos
solamente
interesados
en
socavar
o
“deconstruir”
los
discursos
ético-‐
políticos
fundacionalistas
o
esencialistas,
sino
en
demostrar
que
lo
que
llamamos
ética
y
política
sólo
puede
llegar
a
ser
o
tener
alguna
fuerza
y
sentido
gracias
a
esta
misma
desfundamentación
(Thomas
Keenan,
Fables
of
Responsibility
3)
Intentar
determinar
el
pasaje
desde
la
teoría
a
la
política,
obliterarlo
o
desplazarlo
hacia
una
afirmación
ética
trascendental,
conlleva
siempre
la
conversión
de
la
crítica
en
doctrina
estatal,
es
decir,
en
el
plegamiento
de
la
teoría
a
la
esfera
práctica
de
la
dominación.
En
este
sentido,
la
pregunta
por
las
implicancias
políticas
de
la
deconstrucción
no
sólo
supone
una
cierta
univocidad
de
sentido
en
cada
uno
de
los
términos,
sino
que
supone
una
cierta
simetría
en
la
relación;
simetría
fundamental
para
transitar
desde
un
orden
(el
discurso)
hacia
el
otro
(la
acción).
Y
supone,
acaso
como
síntoma
de
su
procedencia,
un
“ánimo
rayano
en
el
entusiasmo”
que
pretende
resolverse
y
reconciliarse
con
la
Historia,
pero
con
una
Historia
leída
como
permanente
dignificación.
Es
el
pasaje
o
la
“sutura
sin
costuras”
la
que
comporta
una
amenaza
mayor
para
cualquier
pensamiento
que
quiera
oponerse
a
la
dominación,
para
cualquier
política
que
quiera
concebirse
como
puesta
en
escena
(presentación)
del
evento
radical
de
la
transformación.
Si
hay
pasaje
natural,
no
hay
ni
crítica,
ni
evento,
solo
onto-‐teología.
No
habría
una
deconstrucción
que
operase
(que
fuera,
efectivamente,
una
operación)
en
un
terreno
textual
o
discursivo
diferenciado
de
lo
real,
así
como
tampoco
habría
una
“esfera
de
la
política
convencional”
que
no
demandara,
en
su
misma
auto-‐constitución,
una
cierta
práctica
deconstructiva.
Ni
32
deconstrucción
ni
política
efectiva
entonces,
sino
la
posibilidad
de
una
práctica
crítica,
en
cada
caso,
siempre
limitada
y
siempre
vigilante
de
sus
propias
precomprensiones.
Agotamiento
de
la
diferencia
Por
esto
mismo,
resulta
tan
complicada
la
homologación
entre
el
trabajo
elaborado
por
Alberto
Moreiras
(2001,
2006)
y
Gareth
Williams
(2002),
con
la
noción
de
“subalternismo
deconstructivo”,
o
simplemente,
“deconstruccionismo”,
porque
lo
que
dicha
homologación
reprime
o,
incluso,
forclusiona
(expulsa
de
la
economía
discursiva),
es
el
carácter
sustantivo
de
las
contribuciones
desarrolladas
en
el
trabajo
de
éstos
últimos.
Dicho
trabajo,
que
va
desde
una
lectura
a
contrapelo
de
la
literatura
latinoamericana,
más
allá
de
los
formatos
historicistas
propios
de
la
crítica
literaria
regional,
y
que
se
aboca
a
una
problematización
de
las
transformaciones
socio-‐políticas
en
América
Latina,
debidas
a
lo
que
genéricamente
conocemos
como
globalización
y
neoliberalismo,
está
caracterizado,
no
por
su
condición
teórica
o
especulativa,
ni
por
su
tono
deconstructivo
o
filosófico,
ni
por
su
inoperatividad
apolítica
o
su
distancia
con
las
“urgencias”
del
presente.
Sino
que
se
trata
de
un
trabajo
de
cuestionamiento
permanente
de
las
pre
comprensiones
que
han
alimentado
históricamente
la
representación
de
América
Latina
en
la
academia
metropolitana
(latinoamericanismo
de
primer
orden),
como
también
del
investimiento
en
las
tradiciones
nacionales
(fictive
ethnicity)
de
marcado
carácter
criollo,
cuya
operación
fundamental
es
la
de
interpelar
y
contener
la
expresión
de
formas
heteróclitas
de
la
imaginación
(savage
hybridity).
Si
este
trabajo
tiene
o
no
consecuencias
políticas,
es
una
pregunta
que
yerra
radicalmente
con
respecto
a
lo
que
el
mismo
trabajo
exige
en
su
formulación:
un
cuestionamiento
sostenido
de
nuestra
comprensión
de
la
política,
del
giro
pragmático
y
afectivo,
que
ha
definido
históricamente
la
relación
entre
intelectuales
y
subalternos.
Por
todo
esto,
no
se
trata
de
un
trabajo
o
una
práctica
crítica
que
pueda
ser
presentada
(o
defendida)
como
modelo,
precisamente
porque
está
inscrita
en
el
horizonte
de
una
33
interrogación
fundamental
y
no
en
el
acabado
paisajismo
de
los
manuales
y
los
libros
de
recetas.
Pensar
a
América
Latina
más
allá
de
las
demandas
afectivas
y
las
“urgencias”
del
presente,
resistiendo
la
división
del
trabajo
universitario
y,
junto
a
esto,
resistiendo
la
estructura
binaria
del
pensamiento
metafísico
occidental
(o
teoría
o
política,
o
deconstrucción
o
crítica,
o
vida-‐real
o
intereses
especulativos),
y
las
taras
onto-‐
antropológicas
que
se
perpetúan
en
la
invención
identitaria
del
archivo,
y
en
la
economía
de
su
permanente
corrección,
equivale
a
la
suspensión
del
pensamiento
categorial
universitario,
y
así,
a
la
suspensión
de
las
mismas
nociones
de
subalternismo
y
deconstrucción,
puesto
que
no
hay
palabras
inapropiables
por
el
capitalismo
(parafraseando
a
Walter
Benjamin).
Pero
además,
dicho
trabajo
o
práctica
crítica,
no
sólo
estaría
definido
por
su
desmontaje
del
aparato
conceptual
del
latinoamericanismo
clásico,
ni
por
su
heurística
positiva,
con
sus
terminologías
y
problematizaciones
respectivas
(latinoamericanismo
de
segundo
orden,
regionalismo
crítico,
etc.).
Todavía
habría
que
entender
que
la
relación
entre
negatividad
y
política
no
se
da
en
términos
de
una
síntesis
dialéctica
propositiva
de
un
nuevo
programa
político
o
académico.
La
negatividad
inscrita
en
el
trabajo
crítico
no
es
una
negatividad
dialéctica
superable
(Aufheben)
en
un
nuevo
momento
del
latinoamericanismo
(metropolitano
o
no),
puesto
que
lo
que
está
en
juego
acá
es
la
misma
impronta
de
la
práctica
intelectual
más
allá
de
la
lógica
soberana
constitutiva
del
Estado
nacional
moderno
y
de
sus
instituciones
culturales.
En
el
fondo,
lo
que
está
en
discusión
no
es
una
nueva
agenda
para
una
política
progresista
pero
todavía
limitada
por
la
arquitectónica
del
Estado
moderno
(con
sus
respectivos
investimientos
en
el
sujeto,
la
tradición,
la
acción
y
el
saber
–del
otro-‐),
sino
la
misma
posibilidad
del
pensamiento,
en
su
devenir
inmanentemente
político,
en
un
momento
de
agotamiento
radical
de
los
formatos
etnográficos
y
culturalistas
de
la
región
(y
de
los
subalternos).
Hay
una
política
de
la
deconstrucción
y
hay
un
pensamiento
de
la
subalternidad,
pero
deconstrucción
y
subalternidad
permanecen
más
allá
de
su
34
instrumentalización
como
órdenes
heterogéneos,
no
sólo
en
sí,
puesto
que
en
su
límite
marcan
la
heterogeneidad
de
sus
respectivos
campos
de
discurso,
son
la
heterogeneidad
constitutiva
de
sus
campos
de
discurso,
sino
también
respectivamente:
la
deconstrucción
es
la
heterogeneidad
en
el
corazón
del
discurso
universitario,
y
la
subalternidad
es
la
heterogeneidad
en
el
corazón
de
lo
político,
pero
la
subalternidad
es
también
la
heterogeneidad
de
la
deconstrucción
y
viceversa.
Deconstrucción
pues,
y
subalternidad
–su
relación
sólo
puede
concebirse
en
términos
de
suplemento:
la
deconstrucción
opera
como
suplemento
de
la
subalternidad,
y
la
subalternidad
opera
como
suplemento
de
la
deconstrucción
en
la
medida
en
que
no
puede
decirse
“deconstrucción
o
subalternidad”…Son
mutuamente
irreducibles,
y
arrojan
así
un
resto.
(Moreiras,
línea
de
sombra,
2006)
Pensar
ese
resto,
que
Moreiras
concibe
como
des-‐operación
de
la
noción
de
sujeto,
como
el
“no
sujeto”
de
lo
político,
no
es
sólo
el
objetivo
de
su
trabajo,
y
de
lo
que
se
ha
despachado
como
“subalternismo
deconstructivista”,
como
“pose
intelectual”,
como
“paradigma
pasado
de
moda”,
como
“nihilismo
intelectual”,
etc.,
sino
que
es
también
la
posibilidad
de
un
pensamiento
radical,
no
de
la
política
sino
de
la
hiperpolitización,
no
del
derecho
sino
de
la
justicia,
no
del
futuro
sino
del
porvenir.
Y
así,
el
subalternismo
no
necesita
ser
concebido
ni
como
un
enemigo
nihilista
ni
como
una
refundación
categorial
para
nuestras
agotadas
agendas
de
izquierda.
Sino
como
un
nombre
circunstancial
para
un
pensamiento
y
una
práctica
de
esta
hiperpolitización.
Por
esto,
habría,
al
menos,
dos
formas
diferentes
de
leer
este
debate:
1)
como
una
insistencia
en
las
determinaciones
éticas
relativas
a
la
representación
del
subalterno
y
a
sus
investimientos
con
el
potencial
emancipador
antes
asignado
a
la
clase
obrera.
Y
2)
como
expresión
de
las
limitaciones
constitutivas
de
la
onto-‐teología
propia
del
pensamiento
normativo
occidental
y
sus
elaboraciones
pragmáticas
sobre
lo
político,
el
sujeto
y
la
soberanía
de
la
acción.
Obviamente,
es
la
segunda
lectura
la
que
contiene
un
potencial
problemático
a
la
altura
de
las
paradojas
contemporáneas
planteadas
por
el
35
pensamiento
negativo.
La
primera
formulación
sigue
inscrita
en
lo
que
Hegel
llama
“la
ilusión
objetivante
de
la
conciencia”
y
su
superación
sería
equivalente
a
la
conversión
de
la
masa
en
sujeto
(Sloterdijk).
La
segunda,
en
cambio,
interrumpe
la
determinación
de
la
“otredad”
(enajenación)
como
“interioridad”
(reconciliación)
y
nos
deja
en
el
precario
equilibrio
abismal
de
una
afirmación
que
no
puede
trascender
su
eventualidad
(de
ahí
que
la
diferencia
entre
contingencia,
accidente
y
evento
resulte
hoy
capital).
Lacan,
en
un
par
de
ocasiones
refirió
a
la
inscripción
de
lo
Real
en
lo
Simbólico
(su
irreductible
negatividad)
con
el
concepto
de
extimidad.
Se
trata
de
un
neologismo
que
interroga
por
aquella
relación
con
lo
absolutamente
extraño
que
está
inscrito
en
el
corazón
de
nuestra
intimidad
(suerte
de
radicalización
del
das
unheimliche
freudiano).
Si
la
negatividad
subalterna
se
traiciona
al
convertirla
en
el
origen
de
una
nueva
política
efectiva,
entonces
¿cuál
debe
ser
nuestra
relación
con
ésta?
Esta
pregunta
interroga
por
las
limitaciones
de
lo
que
hemos
llamado
la
anfibología
subalternista,
pero
no
propone
una
resolución
absolutista
de
dicha
anfibología,
sino
su
radicalización.
Quizás
esto
sea
la
extimidad
radical
del
subalterno.
Como
diría
Kristeva,
la
inscripción
de
su
abyecta
condición
en
el
nudo
simbólico
de
nuestras
vidas.
La
hiperpolitización
entonces,
no
es
una
teoría
(cultural,
carnavalesca,
narrativa,
etc.)
de
dicha
inscripción,
sino
un
registro
precario
de
su
traza10.
10
Esta
podría
ser
la
moraleja
de
la
siguiente
anécdota:
en
los
años
80s,
cuando
en
Chile
la
dictadura
militar
comenzaba
a
desarrollar
una
política
de
mejoramiento
de
su
imagen
internacional,
uno
de
los
sucesos
que
conmocionó
al
país
fue
la
visita
del
Papa.
Aquella
visita
estuvo
rodeada
de
incidentes
de
violencia,
manejo
político
y
falta
de
información.
Lo
que
quisiera
recordar
es
la
escena
del
Papa
en
el
Estadio
Nacional.
Desde
temprano
se
había
dispuesto,
por
parte
de
los
sectores
conservadores
de
la
Iglesia
Católica,
y
de
los
sectores
pro-‐dictatoriales,
llenar
el
Estadio
de
jóvenes
cristianos,
sujetos
y
obedientes
al
llamado
de
la
santidad;
sin
embargo,
una
de
las
estrategias
de
politización
del
“evento-‐Papa”,
en
ese
tiempo
apoyada
por
juventudes
políticas
de
izquierda
y
otras
instancias
de
base
o
poblacionales,
fue
la
falsificación
de
entradas
para
el
Estadio.
Con
eso,
mucha
gente
ajena
a
la
espectacularidad
del
evento,
alcanzó
tempranamente
asiento
en
sus
palcos
y
graderías,
dejando
como
resultado,
para
el
mediodía,
una
primera
confusión.
El
Estadio
estaba
casi
lleno
y
recién
comenzaban
a
llegar
las
juventudes
religiosas
y
gremialistas.
Aquellos
falsos
feligreses
que
llenaban
partes
considerables
del
recinto,
no
habían
entrado
solos,
habían
logrado
ingresar,
a
pesar
de
la
vigilancia
policial,
grandes
cantidades
de
pisco,
ron
y
vino,
simulando,
no
muy
ortodoxamente,
el
cáliz
ceremonial.
Cuando
comenzó
el
acto,
la
alegría
de
las
tribunas
hacía
presagiar
una
comunidad
en
la
redención,
un
atisbo
del
plebiscito
y
lo
que
se
llamó,
posteriormente,
la
reconciliación
nacional.
Sin
embargo,
extasiados
por
la
bebida,
las
circunstancias
y
el
evento,
aquellos
jóvenes
comenzaban
a
dejar
oír
sus
desordenados
griteríos.
El
momento
central,
repetido
y
difundido
con
alevosía
por
los
medios
oficiales,
fue
vivido
de
una
manera
distinta
a
la
aséptica
representación
televisiva.
Frente
a
las
preguntas
resonantes
de
su
santidad:
¿renegáis
del
sexo?,
¿renegáis
del
alcohol?,
¿renegáis
del
vicio?
Podía
escucharse,
cómica
y
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un
NO
colectivo,
desafiante
y
ebrio.
Y
aunque
este
también
fue
un
NO
silenciado,
lo
cierto
es
que
mostró,
aunque
fuera
por
unos
instantes,
que
no
hay
dispositivo
que
sea
insalvable.
El
mismo
recinto
de
atroces
canalladas
era
retomado
por
una
oleada
festiva
que
desordenó
los
cálculos
de
analistas,
tanto
a
favor
como
en
contra
de
la
dictadura,
para
dejar
escuchar
la
voz
de
aquellos
cuya
entrada
en
la
historia
siempre
se
da
por
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