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Azafrán y Percherón

Pongamos en orden las cosas. ¿Se trata o no de azafrán y percherón? Dos


entidades distintas de dos reinos diferentes que al andar por estos mundos me han traído al
conocimiento otras muchas cosas como lo bulboso y lo faloso.

De las Europas han traído al hermoso ejemplar de una alzada de casi dos metros, una
fortaleza erizada de bucles en las cuatro patas, con la crin como melena de diosa rebelde y
una cola cual penacho de guerrero zulú. Es el portentoso percherón, casi el mismísimo
caballo griego que penetró en Troya como regalo de los dioses, cuerpo y astro a la vez,
peso y resonancia de cosa dócil, un peluche tan grande como el emburujado monte desde
donde se divisan al fondo las antenas o la caída del ángel. De las Europas —dijimos—,
finalmente tenía que venir a estas tierras lo hermoso y lo solemne, sí, porque después de
duros siglos de expiación en los que vino lo menudo y lo bruto, pesados caballeros vestidos
de hojalata que acuchillaron al indio y rompieron el himen dulce de la indígena, se abriría
nada menos que nuestra historia, nuestro hilo mestizo y criollo, lamido y lampiño,
magnífica historia de revoltijos donde otra gente —nosotros— rompería los caminos, otros
pelos y otras moñas, estas pecas y esta estatura justa para pasar la puente. Llegó entonces
percherón, tonelada de cosa equina contoneando una grupa comparable apenas con la que
conocieron los ojos cuando la vaquera del Saloon depuso sus botas, desciñó su corsé, puso
sus manos en jarra en la cintura y reclamó un palmetazo. Entonces estaba allí el corte
transversal y los dos hemisferios, las dos caras de la luna, las piernas apoteósicas rendidas
como columnas dóricas; estábamos allí de tanto en tanto describiendo el percherón,
relatándole a los niños que el trote de uno de estos animales deja como el caballo de Atila,
rey de los hunos, nunca de los otros, sus huellas como fósiles.

Sin cometer abusos, ¿qué sentido tiene imaginar siquiera que el totémico animal venga
armado de un falo dos veces de largo el más largo ciprés de las tierras de Europa?, una
flauta del dios Pan que entre todas las bacantes no podrían aguantar para elevarla en andas
y sacarla a marchar por las calle de esta calcinante ciudad. El percherón es un galán de
paso fino, una estampa definitiva de caballo y bestia divina, y ahora con su falo fuera de
control, su estética es otra, un número 5 se le acomoda en medio, una garrocha rumana que
pareciera clavarlo a tierra, un instrumento fecundante para la grupa universal.

En orden las cosas —pedimos—, que nada tiene que ver este volumen animal con el otro
volumen vegetal que habíamos nombrado, una planta de delgadas ramas erizadas en sus
extremos, con granos planos que secos tiñen la mar entera, granos de los que sale el más
desenfrenado color de las Américas y que al no nombrarlo estamos, sí, diciéndolo a voces,
porque a estas tierras llegó asfixiado de mar don Chrisforo Columbus buscando entre otros

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este color y esta especie para poner a los guisados españoles, a los cocidos y a la sexual
paella el azafrán. Pigmento, sol naranja, más llama, vuelo de ibis. Color cargado en los
granos, inyectado desde las ramas, mejor aún, desde la bulbosa raíz, pura cosa femenina
apretada bajo tierra, un bulbo como la India bombeando color azafrán a los confines, a la
cosa viva que arrancaron de estos valles y estos montes como la quina y las especias.
Después fueron el oro y las acarameladas bulbas de las indias que se tiñeron de semilla
blanca, todo mezclado, todo mezclado, el azafrán hecho polvo entre los dedos, cosa fértil
que todo lo tornasolora.

Y este puro asunto vegetal venía pegado de vuelta en la piel del gigante percherón, como se
pegara a la pipa su granito de café, sin que nadie entendiera nada ni elevara la mirada
preguntando, ¿son lo uno o son lo mismo?

La feliz historia del manso animal coronado por los polvos zapoteados de la semilla. ¿Qué
se decide aquí después de las conquistas?

J. M.

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