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DESENCUADRES

Pascal Bonitzer (1978)

La perspectiva, el encuentro de la pintura con la óptica geométrica euclidiana, el someti-


miento milagroso de los cuerpos figurados a las idealidades matemáticas, toda esa ciencia
del Renacimiento tiene un sentido profundamente equivoco, como lo puso de manifiesto
Panofsky en La Perspectiva como forma simbólica (Editorial de Minuit). «La historia de la
perspectiva es concebible como un triunfo del sentido de lo real, constitutivo de distancia y
objetividad, tanto como un triunfo de ese deseo de potencia como una sistematización y es-
tabilización del mundo exterior, y como una ampliación de la esfera del Yo. Al mismo tiempo,
la perspectiva, debía obligar necesariamente a los artistas a interrogarse constantemente
sobre el sentido en el que debían utilizar este método ambivalente: ¿la disposición en pers-
pectiva de una pintura, debía regularse a partir del punto de vista ocupado efectivamente por
el espectador (…) o, inversamente, era necesario pedir al espectador que se adapte por me-
dio del pensamiento a la ubicación adoptada por el pintor?» (op. Cit. pp. 160-161).

Entre las querellas teóricas engendradas por esta alternativa, Panofsky cita el tema de la
distancia (larga o corta), y la oblicuidad o no del punto de vista como ejemplo opone el San
Antonello da Messina Jerónimo de Antonello da Messina, que por estar pintando a distancia larga, sitúa el punto
de vista en el centro de cuadro: construcción que mantiene al espectador «en el exterior» de la escena, con el de Durero, cuya
distancia corta y la vista oblicua, produce un efecto de intimidad y provoca la impresión de que «se trata de una representación
determinada, no por las leyes objetivas de la arquitectura, sino por el punto de vista subjetivo del espectador que lleva en esos
momentos» (op. Cit. 172). En cierto modo la distancia corta y la oblicuidad del punto de vista «anclan» al espectador al interior
del cuadro.

La pintura clásica llevó más lejos aún -al precio de una asombrosa configuración de la
composición- el efecto de esa seducción del espectador por el dispositivo. El operador
de esta «centrifugación» (no tengo otro término a mi mano) es la mirada. El San Jeróni-
mo de Durero está inclinado sobre su escritorio y hace del espectador el voyeur de su
meditación pero si levantara la cabeza y mirase, ¿qué ocurriría? El cuadro más famoso
que pone en juego esta función es, se sabe, Las Meninas de Velázquez que representa
una escena cuyos personajes principales están situados en el exterior del cuadro, en el
lugar del espectador, y su imagen es fuliginosamente evocada en abismo por un espejo
situado en el punto de fuga de la perspectiva (son, debemos recordarles, Felipe IV y su
esposa); pero lo que los vuelve tan presentes, tan necesarios en al escena, son todas
las miradas del personajes del cuadro que están dirigidas hacia ellos mientras posan
para el pintor autorretratado. No insistiré sobre las implicancias generales de esta pre-
sentación, que han sido analizadas por Michel Foucault (Las palabras y las cosas: una
arqueología de las ciencias humanas). Quisiera señalar solamente el orgullo y la audacia
de esta seducción suprema, que fuerza al espectador al creer que la escena prosigue
más allá de los bordes del marco, y que lo mantiene adentro al mismo tiempo que lo
empuja hacia fuera, multiplicando la potencia de la representación, al evocar allí lo irre-
presentado, sino lo irrepresentable, y que lo lleva a abrir un espacio ilimitado (indefinitus). Alberto Durero

Tal vez, en ninguna otra obra -en la época clásica al menos- las posiciones respectivas del artista y el soberano fueron puestas
en escena del mundo tan retorcido, con tanta tensión y dramatismo (al hacer del espectador anónimo el testigo fascinado y el
árbitro de este drama). Ninguna duda de que Velazquez no dice mucho más de lo que parece decir, y que toda la ciencia y la
astucia desplegada no denuncian sino una tensión entre la humildad del cortesano y el dominio del artista. La representación no
es, y jamás lo fue, ese doble maníaco de lo visible: también es evocación de lo oculto, juego de la verdad con el saber y el poder.

El espacio sin amo de la representación moderna también está atestado de lagunas, de solicitaciones de lo invisible y lo oculto,
no obstante este juego se ha complicado, o más bien se ha oscurecido, al tiempo que se aplanó y simplificó. En la pintura ac-
tual, Cremonini, Bacon, Adami… o algunos hiperrealistas, Ralph Goings o Monory –podríamos multiplicar los ejemplos- trabajan
mucho las máscaras y los desencuadres que transforman al cuadro en el lugar de un misterio, una narración interrumpida y sus-
pendida, un interrogante eternamente sin respuesta (los surrealistas también lo hicieron pero la mayoría de las veces sin sutile-
za) quiero insistir sobre el procedimiento que llamo, a falta de algo mejor, desencuadre. No es en absoluto lo mismo que la «vi-
sión oblicua» de la pintura clásica. Cremonini por ejemplo: sus salas de baño, sus habitaciones de amantes, compartimentos de
trenes (Los paréntesis del agua, Posti occupati, Vértigos, etc.) me parecen más interesantes o más seductores que los Caballe-
ros y bueyes muertos de sus primeras telas, justamente por los ángulos insólitos, los miembros truncos en detalle, los reflejos
insuficientes en los espejos turbios, que invaden sus últimas telas. Es cierto que aquí la invisibilidad parcial del decorado y los
personajes, a la inversa de Las Meninas, no tiene importancia desde el punto de vista de la identidad, del verdadero rostro de los
personajes: se trata de cualquiera y de cualquier lugar: el hombre medio, el hábitat de la masa. Sin embargo, el espectador es
capturado por un efecto de misterio, angustia o semi-pesadila. Me asombro lo poco que me ha señalado hasta qué punto, en
este caso, la pintura cita o parece citar al cine.

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¿Acaso no es el cine el que inventó los campos vacíos, los ángulos insólitos, los cuerpos parcelados en detalle o en primer pla-
no? El desplazamiento de las figuras es un efecto cinematográfico bien conocido; se ha escrito mucho sobre la monstruosidad
del primer plano. El desencuadre es un efecto menos conocido, a pesar de los movimientos del aparato. Pero si el desencuadre
es un efecto cinematográfico por excelencia se debe precisamente al movimiento, a la diacronía de las imágenes de la película
que permiten reabsorber tanto como desplegar los efectos de vacío.

Por ejemplo, una mujer arquea los ojos con horror ante un espectáculo visto por ella solamente. Los espectadores ven sobre la
pantalla o la tela la expresión de horror de esa mujer, la dirección de su mirada, pero no el objeto, la causa de este horror fuera
del cuadro. Así es como recuerdo una tela de Dino Buzzati (el escritor) que representa una mujer gritando, aparentemente des-
nuda, recortada a la altura del busto por el marco de una ventana, creó, o incluso en el marco convencional de una historia, con
los ojos fijos sobre una cosa desconocida situada, según su mirada, más o menos, a la altura de sus rodillas, una leyenda ins-
cripta, como en las historietas sobre la tela señalaba con perfecto sadismo a través de una interrogación banal (¿qué es lo que le
hace gritar así? -no recuerdo exactamente), el carácter enigmático de la cosa en cuestión. En el cuadro (lo mismo ocurriría en la
fotografía), el enigma evidentemente está destinado a permanecer en suspenso- el horror expresado por el rostro de la mujer- ya
que no hay desarrollo diacrónico de la imagen. En el cine en cambio (y en las historietas que omitan el principio), un reencuadre,
un contracampo, una panorámica, etc., pueden –y en cierto modo deben, si el autor no quiere ser acusado de mantener volunta-
riamente la frustración de los espectadores- mostrar la causa de este horror, responder a la pregunta planteada ante los espec-
tadores por la escena trunca, es decir responder al desafío abierto por esta instancia: llenarla o producir una apariencia satisfac-
toria de la causa, tal que, dicho de otro modo, los espectadores puedan experimentar verdaderamente el horror. El suspenso
consiste en diferir, para alimentarla, esta satisfacción.

Hay dudas que cualquier solución de continuidad puede ser, según los casos, escenográfica y narrativa. Estos planos no se
recubren. El segundo es el producto del primero, en la medida en que hacer del marco una máscara, o sea el operador un enig-
ma, es necesariamente embragar un relato, a cargo del cual queda la tarea de tapar el agujero, la terra incognita, la parte oculta
de la representación. En el cuadro de Buzzati, como en cualquier otro cuadro, la carga del relato cae sobre el espectador ya que
el cuadro solo puede iniciarlo. No es azaroso si uno de los pocos cineastas que han mutilado sin remisión los cuerpos por medio
del encuadre, «rompiendo» sistemáticamente y sin arrepentimiento del espacio –hablo de Bresson, más que de Eisenstein-, se
enorgullece en pensar el «cinematógrafo» en términos de pintura (véase notas sobre el cinematógrafo). Straub, Duras, Antonio-
ni, también son pintores debido al uso de encuadres insólitos y castradores. Introducen en el cine algo como un suspense no
narrativo. Su escenografía parcial no está destinada a resolverse en «una imagen total donde se ubican los elementos fragmen-
tarios» como por el contrario lo quería Eisenstein («montaje 38», en Reflexiones de un cineasta). Una tensión perdura entre pla-
no y plano, que no es liquidada por el «relato». Una tensión transnarrativa debido a los ángulos de cámara, encuadres, elección
de objetos y duraciones que valorizan la insistencia de una mirada (como la tela de Buzzati lo hace de modo erótico) donde el
ejercicio del cine se duplica y se sumerge en un interrogante silencioso sobre su función.

El desencuadre es una perversión, que pone un punto de ironía sobre la función del cine, la pintura e incluso la fotografía, como
formas de ejercicio de un derecho de mirada. Sería necesario decir, en términos deleuzianos, que el arte del desencuadre, el
desplazamiento del ángulo, la excentricidad radial del punto de vista que mutila y vomita los cuerpos fuera del cuadro y focaliza
sobre las zonas muertas, vacías, estériles, del decorado, es irónico-sádico (como resulta claro en el cuadro de Buzzati; me gus-
taría también citar los dibujos de Alex Barbier). Irónico y sádico en la medida que esta excentricidad del encuadre frustrante en
principio para los espectadores, y mutilante para los «modelos» (término bressoriano), habla de un dominio cruel y una pulsión
agresiva y fría: el uso del encuadre como filo cortante, el rechazo de lo viviente, (por ejemplo, el abrazo de los amantes en Vérti-
gos de Cremonini) en la periferia, fuera del cuadro, a focalización sobre zonas sombrías o muertas de la escena, la exaltación
equivoca de objetos triviales (la sexualización de lavabos, utensilios de baño, en Cremonini una vez más), valorizan lo arbitrario
de la mirada dirigida de manera tan curiosa, y tal vez gozando de este punto de vista estéril.

Tal vez, porque esta mirada, después de todo, sólo tiene una existencia fantasmática. La mirada no es el punto de vista. Podría
serlo si existiese el goce del punto de vista. Lo que la supone es la extrañeza del punto de vista, implicada por el desencuadre,
porque lo que llamo -tal vez impropiamente- desencuadre, la desviación del encuadre, que no tiene nada que ver con la oblicui-
dad del punto de vista, no es otra cosa que esa extrañeza subrayada. Esta extrañeza se subraya en la medida en que en el cen-
tro del cuadro, en principio ocupado en la representación clásica por una presencia simbólica (la imagen de los soberanos en
Las Meninas, por ejemplo), no hay nada, no ocurre nada. El ojo habituado (¿educado?) a centrar rápidamente, a ir al centro, no
encuentra nada y refluye a la periferia, donde todavía palpita algo a punto de desaparecer. Fading de la representación, que se
refleja también a menudo en las figuras y en los temas que se representa: los autos vacíos y los drugstores desiertos de Ralph
Goings, las carnes enloquecidas de Bacon, los ciegos casi cadavéricos de Cremonini, los ojos emparchados de Monory… la
ironía es mostrar fríamente, decir fríamente lo cadavérico.

Esta obsesión del amo en un espacio sin amo, esta obsesión del lugar del amo, correlativo a menudo de un neodominio histérico
(el hiperrealismo), tiene seguramente en su seducción misma algo enojoso y siniestro. Es el aspecto mortificante del desen-
cuadre que es penoso y sin humor. La fotografía, por ejemplo, que es por excelencia el arte del encuadre y el desencuadre (un
pedazo de realidad despegado en vivo o en filo en la instantánea o en la composición), es un arte básicamente desprovisto de
humor consagrado a la ironía, la denuncia.

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Ahora bien, sobre este ítem el cine presenta mas posibilidades quizás a causa del movimiento que es su ley, y por los hechos
que esta obligado a producir los hechos en cine, todo lo que sorprende en el cuadro, tiene siempre la forma del humor; el prototi-
po de hecho cinematográfico es el gag o la catástrofe no trágica, sin ser por eso el comienzo (el pecado) ni el final (el castigo),
sino que surge por el medio y procede por repetición. Lo que esta en juego y pertenece específicamente al cine, es el poder de
hacer bascular el punto de vista y las situaciones. En Godard, por ejemplo, no es importante el encuadre ni el desencuadre, sino
lo que viene a provocar sorpresa en el interior del cuadro, como los trazos de video en las superficies de la pantalla, líneas, mo-
vimientos que decepcionan toda inmovilidad dominante de la mirada. En los planos fijos de Six fois deux, sur et sous la commu-
nication (1976), lo que importa no es el sadismo aparente del marco estático, sino la duración que allí se combinan, para producir
acontecimientos en las voces o en los gestos. El desencuadre en este sentido no es divisorio, despedazante (solo lo es desde el
punto de vista de la unidad clásica perdida); sino al contrario, multiplicador, generador de nuevas disposiciones.

También como lo muestra el apólogo de Jean Eustache, une sale histoire (1977) la ironía sádica del encuadre excéntrico puede
bascular en cualquier momento de un modo humorístico- masoquista al otro lado del decorado. El gran irónico, el maestro, es
Hitchcock, que no lo muestra jamás y del cual Truffaut resume así una de sus declaraciones: «hay algo que el cineasta debería
admitir y es que para obtener el realismo en el interior del encuadre previsto, puede ser necesario, eventualmente, aceptar una
gran irrealidad del espacio circundante, por ejemplo, un primer plano de un beso entre dos personajes que se supone están pa-
rados, puede obtenerse ubicando los dos actores de rodillas sobre una mesa de cocina» (El cine según Hitchcock, vease tam-
bién todo el pasaje concerniente a Psicosis en el mismo capitulo). Pero lo que constituye el encanto de la historia de Piq/Losnda-
le, y que hace del film de Eustache una lección ético-teórico del cine, se debe a que el agujero esta al ras del suelo y que el vo-
yeur deba operar apoyando la mejilla contra el piso, con sus cabellos rozando casi el charco de orina. El humor es la alegre con-
fesión del esfuerzo que le costo esta postura, y de haber obtenido de allí ese sentimiento de dignidad, en la palabra con la que
cierra, por dos veces, la película.
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Cahiers du cinema nº284

Las Meninas Diego Velázquez Museo del Prado (1656)

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