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El palacio de la pena

Beto Ortiz

El muchacho que, un par de veces por semana, viene a limpiar mi


departamento de ermitaño, me ha preguntado por qué en todos los rincones
de esta casa hay tantas flores. No he sabido qué responderle. ¿Por qué
gasto tanto dinero en comprar cantidades absurdas de flores que no duran,
que a los pocos días se oscurecen y se encorvan, que se encogen y se
mueren en secreto por las tardes como pájaros humildes? Todo lo que me
quieras dar, dámelo en vida-me advertiste tantas veces. En vida, las
palabras, los obsequios, las caricias en el pelo y los besos en la frente
mientras duermes, siempre en vida. Después para qué. ¿Para qué compra
tantas flores, joven? Quizás debiera decirle simplemente que es mi manera
muda y fiel de celebrarte, que es un lenguaje resignado entre tú y yo. El
único modo de convocar en mi auxilio a tu alegría. De intentar, en vano,
ahuyentar este voraz aburrimiento que va ganando cada día más terreno, de
conjurar este silencio aciago que se esparce como una espesa mancha de
aceite quemado sobre el agua inmensa, de detener esta blanca tiniebla que,
con sigilo de culebra, se expande en el pecho y se riega y se enraíza y se
ramifica y se enseñorea.

***

Hoy he notado a papá más sombrío que de costumbre, más agitado, más
aturdido. Apenas me vio, saltó de su asiento con esa expresión suya de
indefensión que, desde chico, me ha inundado de incertidumbre. ¿Por qué
no me llevaron? – me reclamó con ese gesto que suele hacer cuando las
cosas salen mal, cuando todo se complica sin remedio: las manos en la
nuca cual si fuera un cautivo, un detenido. ¿Por qué nadie me dijo nada?
¡Nadie me dijo que Irma murió! ¿Ya ni a eso tengo derecho, carajo? Lo
único que yo tendría que haber hecho en ese momento era extenderle los
brazos y estrecharlo contra mi alma. No lo hice, no sentí deseos de hacerlo
y el no sentirlos me produjo una vergüenza miserable. ¿No merezco
siquiera poder llevar unas flores a la tumba de mi madre? –me gritó-¿no
entiendes? ¡Hasta un animal tiene más corazón que tú! ¡Hasta un perro
sabe lo que eso significa! ¡Es mi madre, carajo! Su madre. El cree esta vez
que eres su madre. Quién sabe si, por lo menos, ese simple detalle me
ayude a despistarlo una vez más. Ayúdanos, Irmita. Mándanos tu señal. Ya
no sé qué otra cosa inventarle. Veo mi resistencia colapsar y ya no sé con
qué pretexto salir disparado de nuevo. Un día me exige traerte en ese
instante de regreso y al otro día, irte a visitar a barrios de la ciudad que ya
no existen, recorrer en tu búsqueda toda una serie de casas extintas y al día
siguiente, llevar flores a tu tumba y cómo explicarle, cómo escuchar mi voz
diciendo que has muerto. Cómo explicarle, por ejemplo, que no tienes una
tumba porque ni siquiera a eso me he atrevido. Otra de mis famosas
decisiones egoístas. Negarme terminantemente a sepultarte, preferir que tus
cenizas permanezcan con nosotros en esta casa de niebla que ya no nos
pertenece. ¿Qué tocará hacer cuando, de buenas a primeras, él se largue a
sollozar de la nada como niño abandonado?, ¿cuando me siga iracundo por
los pasillos, como ahora, vociferando: ¡Desgraciado, sinvergüenza!, ¡no
tienes madre!? Pareciera que, del centro mismo de toda su confusión,
hubiera extraído esa frase vil que le sirve para derrotarme, para reducirme a
la mínima expresión, para aniquilarme. No tienes madre. No tienes madre.
No tienes madre.

***

Dice que anoche viniste a verlo. Será por eso que papá no ha dormido
nada. Dice que se han amanecido ustedes discutiendo una vez más. Que
estás muy molesta, dice, muy triste, muy resentida. Que le reprochas que
no haya asistido a tu funeral. Que no se lo perdonas. Que de cualquiera
podrías haber esperado tamaño desaire menos de él. No necesito decirte
que fui yo quien evitó que él acudiera. Perdóname. Fue una cobardía y un
abuso. No tenía ningún derecho a mentirle, a impedir que se vistiera
también de estricto luto y asistiera conmigo a tu imposible despedida.
Perdóname. Creí que ocultarle tu muerte sería mi única solución. Creí que
exponerlo a todo el estudiado rito del velorio, a la inútil verborrea de los
curas, al pésame atroz de tanto desconocido serviría solo para aumentar su
dolor y su extravío. Creí que él y yo lograríamos seguir siempre de acuerdo
en que tú andabas de viaje, paseandera, visitando a tus hermanos en
Caracas. Pero esta mañana, al abrir la puerta de la casa ajena que hoy
alberga nuestra orfandad, lo encontré sentado en el mismo gastado sofá de
cuero en el que, con la paciencia del antiguo rosedal, tú me esperabas. A
eso y sólo a eso consagraste hasta el último hálito de tu vida. A esperarme.
Como me esperaste en los niños anteriores que no terminaron de llegar. Y
acaso porque no acabaste de reconocerme en el plúmbeo sujeto que volvía
a tu regazo será que tu espera no acabó con mi llegada. Prosiguió y pareció
prolongarse indefinidamente en ese mismo sillón en que ahora papá navega
inmóvil, surcando el tedio de las arduas tardes y las noches sordas y sin
fondo. Siempre en la misma posición, las piernas cruzadas, el cuello
encorvado, el rostro impenetrable, las manos una sobre otra, los dedos
jugueteando nerviosamente con el aro impar. No importa la hora que sea,
siempre lo encontrarás allí, muy pulcro y bien afeitado, ¿estoy buen mozo?,
vestido de domingo y rociado de tu agua de lavanda favorita: Roger &
Gallet, ¿qué hora es?, ¿por qué demora tanto?, Siempre peinado con
gomina, los zapatos bien lustrados, ¿a qué hora dijo que venía?, ¿esta
corbata estará bien? Siempre perfectamente listo para salir. Esperando,
ilusionado, que tú vuelvas.

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