Colgó el aviso de “no molesten” en la cerradura de la puerta
de su habitación. Del minibar sacó una botella de whisky, un vaso y cubitos de hielo. Se sentó en la terraza que daba al mar. Tenía que escribir urgentemente. Hacía meses que no conseguía escribir más que tonterías. El maldito editor llamará mañana a primera hora, seguro. Intentó poner en marcha el ordenador portátil pero se resistió, será la batería, pensó. Echaremos mano del cable. Nada. El ordenador ha muerto, ¡viva el ordenador!. Todo estaba en contra, incluso el whisky. Bueno, siempre nos quedará el lápiz y los folios con membrete del hotel, pensó. No recordaba cuándo fue la última vez que escribió a mano pero fue como recuperar algo perdido, como volver a los viejos tiempos de la facultad escribiendo apoyado sobre el tronco de una palmera junto a la mano que escribe en el cielo de Pepe Azorin. Las frases comenzaron entonces a brotar del lápiz casi mágicamente, como entonces. Absorto en su propia caligrafía pasó un buen rato sin siquiera fumar ni beber. La luz de la tarde se había ido apagando. No le importó. Un sollozo triste le llegó desde el otro lado del balcón. Era una mujer y lloraba. Volvió de nuevo a su escrito. Tenía que escribir. La mujer lloraba y bebía. Los hielos de su vaso le recordaron que él también bebía. Levantó su vaso y con un ademán de brindis con la extraña se lo llevó a la boca. La mujer lloraba. No pudo evitarlo, dejó de escribir. Pensó entonces en cuándo fue la primera vez que había estado en ese hotel ¡Ah! Si, el verano del 92. Con Raquel. Pobre Raquel, la tengo abandonada, hace meses que necesitamos un tiempo para nosotros. Quizás cuando acabe la novela. Es posible que entonces sea tarde. La mujer lloraba. Aquella noche con Raquel había sido mágica; la playa privada del hotel era una balsa de aceite, no había aire, ni estrellas sólo una gran luna de San Juan, blanca y oronda. Aquella vez la besó como nunca después, recorrió la geografía de su cuerpo con minuciosidad anotando cada centímetro, trazando el mapa de aquel tesoro. Ella miraba la luna y se dejaba estremecer. A la luz blanca de aquella noche se dijeron amor. Y amanecieron desnudos sobre la arena. Sin temores, saciados, despiertos a la vida juntos. Moriré contigo y sin ti moriré. La mujer lloraba al otro lado del balcón. Se levantó y con el vaso en la mano se acercó al separador. Nunca había podido ver a una mujer llorar. Señorita, no llore más, seguro que no vale la pena, nadie vale una lágrima. De las sombras del balcón se le acercó un vaso de whisky y tras él la cara blanca porcelana y los ojos verdes de Raquel.