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Clifford D. Simak
Aquellos dos chiquillos decían que ella era su abuela, pero era imposible Y sin
embargo...
Los dos chiquillos vinieron caminando afanosamente por el sendero. Era la época
de hacer conserva de manzanas, cuando florecían las primeras varas de San José
y se desplegaban las margaritas silvestres. Cuando Mrs. Forbes reparó en ellos
desde la ventana de la cocina, parecían unos niños que vinieran de la escuela,
pues ambos llevaban un saco en el cual podían estar sus libros. Como Carlos y
Santiago, como Micia y Margarita... pero ya se hallaban en un lejano pasado la
época en que estos cuatro hablan atravesado el sendero en sus diarios recorridos
a la escuela. Ahora tenían hijos propios que iban a ella.
Volvió al fogón a remover las manzanas que cocían, para las que esperaban sobre
la mesa los tarros de ancha boca, y luego miró de nuevo a través de la ventana de
la cocina. Los dos niños se hallaban ya más cerca y vio que el chico era el mayor
de los dos... diez años, acaso, y la muchachita no más de ocho.
Pensó que podrían ir de paso, aunque aquello no parecía probable, pues la senda
conducía a su granja y a ninguna otra parte.
El muchachito dijo:
- Tú eres nuestra abuela. Papá dijo que teníamos que decirte en seguida que eras
nuestra abuela.
- Pero eso no es... - dijo ella, y se detuvo. Había estado a punto de decir que ello
era imposible, que ella no era su abuela. Y mirando a las serenas caritas infantiles,
se sintió contenta por no haber pronunciado aquellas palabras.
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El chiquillo dijo:
- Yo me llamo Pablo.
El muchachito la interrumpió:
- No queremos causar ninguna molestia - dijo el chico. Papá dijo que no debíamos
molestar.
- Dijo que debíamos ser buenos - añadió Elena con su aflautada vocecilla.
- Sentáos a la mesa - dijo a los pequeños -. Voy a traer la leche y los pastelillos.
Lanzó una ojeada al reloj de pared, que punteaba los minutos sobre el anaquel.
Casi las cuatro. Dentro de poco volverían los hombres del campo. Jackson Forbes
sabría qué hacer; siempre lo había sabido.
Los pequeños treparon a dos sillas, sentándose con solemnidad y mirándolo todo
atentamente en derredor, al reloj de pared desgranando su tictac, al fogón con su
madera ardiendo y el fulgor de las llamas en su tiro, a la leña apilada en su cajón,
y a la mantequera que se hallaba en la esquina.
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Pusieron sus sacos en el suelo junto a ellos, y la mujer se fijó en que eran unos
sacos extraños. Estaban hechos de tejido grueso o lona, pero no tenían cuerdas o
correas para sujetarlos. Sin embargo, a pesar de no tener cuerdas o correas,
estaban cerrados.
- No le hagas caso - dijo Pablo. No debiera habértelos pedido. Los pide a todo el
mundo, aunque mamá le dice que no lo haga.
-¿Pero, sellos?
- Los colecciona. Anda siempre cogiendo cartas. Por los sellos, ¿sabes?
- Bueno, pues sí que debo tener algunas cartas antiguas - dijo Mrs. Forbes -.
Luego las buscaremos.
Fue a la despensa y tomó el jarro de loza con leche, y llenó un plato con pastelillos
del tarro. A volver vio a los niños sentados muy formalitos, en espera de los
pastelillos.
- Estaremos aquí sólo poco tiempo - dijo Pablo. Un breve asueto. Luego vendrán a
buscarnos de casa para volvernos a llevar.
- Eso es lo que nos dijeron cuando nos fuimos. Cuando yo tuve miedo de
marcharme.
- Quedaba tan poco tiempo... casi nada - dijo Pablo y tuvimos que salir tan
pronto...
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Elena sacudió la cabeza afirmativamente, diciendo al mismo tiempo:
-¡ Qué raro! - dijo Mrs. Forbes. Y resultaba más que raro, pues no había otros
Forbes en la vecindad excepto sus hijos y nietos. Y aquellos dos niños, dijeran lo
que dijesen, eran extraños.
Los dos pequeños estaban ahora ocupados con la leche y los pastelillos, y Mrs.
Forbes volvió al fogón y puso de nuevo el caldero con las manzanas en el fuego,
removiendo la fruta con una cuchara de madera.
- Y yo - dijo Pablo - traeré un poco de leña. Papá dijo que debía ayudar. Dijo que
podía traer la leña, y dar de comer a los pollitos, y recoger los huevos, y...
- Pablo - dijo Mrs. Forbes -. Podría ayudar el que me dijeses lo que hace tu padre.
- Nunca verás algo semejante - decía Mrs. Forbes -. Había una pieza de metal y
tirabas de ella, y corría a lo largo de otra tira de metal, y el saco se abría. Y tirabas
en la otra dirección, y el saco se cerraba.
- Algo nuevo - dijo Jackson Forbes -. Deben haber muchas cosas de las que no
hemos oído hablar por estos remotos lugares. Hay inventores que sacan toda
clase de cosas.
- Y el muchachito - dijo ella - tiene la misma cosa en sus pantalones. Los tomé de
donde los habla tirado cuando se fue a la cama, y los plegué y los puse sobre la
silla. Y vi esa tira de metal con los bordes como mellados. Y la ropa que lleva. Los
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pantalones del chico están cortados sobre sus rodillas, y el vestido de la niña es
tan corto...
- No podíamos interrogarles, desde luego - dijo Mrs. Forbes-. Hay algo en ellos...
algo que noté...
Su marido asintió.
- Pues no actúan como si estuviesen perdidos - arguyó ella - Sabían que venían
aquí. Sabían que nosotros estaríamos aquí. Me dijeron que yo era su abuela y
luego preguntaron por ti y te llamaron abuelo. ¡ Y están tan seguros! No actúan,
no, corno si fuesen extraños. Les han hablado de nosotros. Dijeron que estarían
aquí poco tiempo y así es como actúan. Como si únicamente hubiesen venido de
visita.
- Creo - dijo Jackson Forbes que voy a enganchar la yegua después del desayuno
y daré una vuelta por la vecindad, para hacer algunas preguntas. Acaso habrá
alguien que pueda decirme algo.
- El chico dijo que su padre era un ingeniero temporal. Eso no tiene sentido.
Temporal significa el poder mundano y la autoridad, y...
- Podría ser alguna chanza - respondió el marido -. Algo que el padre dijo en
broma y el chico tomó al pie de la letra.
- Creo que voy a subir y ver si están dormidos - dijo Mrs. Forbes -. Y si han
apagado las lámparas. Son tan pequeños, y la casa les es tan extraña... Si están
dormidos, se las apagaré.
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Jackson Forbes gruñó su aprobación.
El saco estaba junto a la silla, abierto, reluciendo difusamente las dos tiras de
metal mellado al tenue resplandor de la lámpara. En su umbroso interior
percibíanse oscuras formas de efectos mezclados desordenadamente, no
dispuestos como debían estarlo en un saco.
Mrs. Forbes se detuvo, tomó el saco y lo puso sobre la silla, asiendo luego la
trabilla metálica para cerrarlo. Por lo menos, se dijo a sí misma, debía estar
cerrado y no abierto. Deslizó pues suavemente la trabilla por las tiras de metal,
deteniéndose al ser obstruido el recorrido por un objeto que asomaba del interior.
Vio que era un libro y se dispuso a ponerlo de manera que pudiera cerrar el saco.
Pero al hacerlo vio el título en su lomo, en letras de opaco dorado... Santa Biblia.
Vaciló un instante, con sus dedos asiendo el libro, y luego lo sacó lentamente.
Estaba encuadernado en costoso cuero negro, con su brillo amortiguado por el
tiempo. Los bordes estaban resquebrajados y el cuero ajado por un largo uso. El
dorado del canto de las hojas estaba desvaído.
Sintió aflojársele las rodillas y las dejó posar cuidadosamente sobre el suelo,
donde, agazapada junto a la silla, volvió a leer la dedicatoria.
Y la Biblia... ¿qué edad tendría aquella Biblia que mantenía en sus manos? Cien
años, quizá acaso más.
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Una Biblia, pensó... exactamente la clase de regalo que Amelia quería hacerle.
Pero un regalo que no se lo había hecho todavía, uno que no podía ser hecho
aún, pues el día que estaba señalado en la hoja de guarda se encontraba a un
mes en el futuro.
Pero no estaba convencida. Ellos habían dicho que su apellido era Forbes y
habían venido directamente allí, y Pablo había hablado de un mapa indicador del
camino.
Acaso había otras cosas en el interior del saco. Lo miró y sacudió la cabeza. No
debía hurgarlo. Había hecho mal en sacar la Biblia.
El 30 de octubre tendría cincuenta y nueve años... una vieja granjera con hijos e
hijas, y nietos que venían a visitarla los fines de semana y en vacaciones. Y una
hermana Amelia también que en este año de 1896 quería obsequiarle una Biblia
como regalo de cumpleaños.
Sus manos temblaban cuando alzó la Biblia y la volvió a meter en el saco. Tenía
que contarlo a Jackson cuando bajara. Él podía tener alguna idea sobre la
cuestión, y sabría lo que hacer.
Metió, pues, el libro de nuevo en el saco, tiró la trabilla y lo cerró. Lo volvió a poner
en el suelo, y miró al muchachito tendido en la cama. Seguía dormido como un
tronco, por lo que apagó la lámpara.
Los chiquillos estaban dormidos y todo estaba en orden, por lo que no tenía más
que apagar la lámpara y bajar a hablar con Jackson. Y quizá así él no tendría que
enganchar la yegua a la mañana siguiente, e ir a hacer preguntas por la vecindad.
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Mas al inclinarse para apagar la lámpara vio el sobre en la mesita de noche, con
los dos grandes sellos multicolores pegados en su esquina superior.
Qué lindos sellos!, pensó. Nunca había visto otros tan bonitos. Se inclinó para
mirarlos mejor, y entonces vio grabado el nombre de Israel sobre ellos. Israel.
Pero si no existía tal nación! Era un nombre de la Biblia, pero no un estado. Y si no
era una nación, ¿cómo podía tener sellos? Tomó el sobre y examinó los sellos,
para asegurarse de que había visto bien. Preciosos sellos! Los colecciona... Pablo
lo ha dicho. Anda siempre cogiendo cartas de los demás.
El sobre llevaba una estampilla, y al parecer una fecha, pero todo ello estaba muy
borroso y no pudo sacar nada en claro.
El borde de una carta asomaba ligeramente por la esquina del rasgado sobre. La
sacó, jadeando en su prisa por leer el contenido, al par que sentía una helada
punzada de miedo en su corazón.
Vio que sólo era el final de una carta, la última página de una carta y estaba en
letras de molde y no manuscrita... con caracteres como los que se ven en los
libros.
Acaso estaba hecho por Uno de esos aparatos de nuevo cuño que tenían en las
oficinas de las grandes ciudades, pensó, y de los que habla oído hablar. Máquinas
de escribir... ¿era así cómo los llamaban?
No creas, decía la única página, que tu plan es factible. No hay tiempo. Los ajenos
nos cercan, y no nos darán ocasión.
Si crees que debes, cuando menos, enviar atrás a los chicos, piensa un momento
en el desquiciamiento que se operará en esas dos puras almas cuando se
percaten de la verdad. El suyo es un mundo pulcro y sólido... seguro e incólume y
firme. Los conceptos de ese loco siglo destruirían cuanto tienen, todo en lo que
creen.
Tu amante hermano,
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Jackson
P.S. Una su gerencia. Si envías a los chicos, podrías hacerlo con una generosa
provisión de la nueva droga preventiva del cáncer. La tatarabuela Forbes murió en
1904 de lo que sospecho era esta enfermedad. Con estas píldoras podría haber
vivido otros diez o veinte años. ¿Y qué habría supuesto ello, te lo pregunto,
hermano, para este embrollado futuro? No pretendo saberlo. Puede salvarnos a
nosotros. O bien matarnos más pronto. O acaso pueda no surtir efecto alguno. Te
dejo el acertijo.
Sintió deseos de que viniesen. ¡Aquellos pobres seres, aquellos infelices chiquillos
asustados, cogidos tan lejos en el tiempo!
La carta había dicho 1904 y cáncer, y eso sería dentro de ocho años... y ella una
vieja entonces. Y la firma había sido Jackson. ¿Un antiguo nombre de familia, se
preguntó, continuado y proseguido, una larga cadena de seres que llevaron el
nombre de Jackson Forbes?
Pero ahora debía bajar y contárselo a Jackson de la mejor manera que pudiese.
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Desde el umbral lo vio acurrucado junto a la silla, al rayo de la luna filtrándose a
través de la ventana, hurgando en su saco.
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