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El Gran Sabio y sus dos hermanos no tardaron en regresar a la corte, donde fueron
recibidos con grandes muestras de respeto por el rey, la reina y la totalidad de sus
súbditos. El Peregrino relató su encuentro con la Bodhisattva y todos los funcionarios
imperiales expresaron su reconocimiento, echándose rostro en tierra y golpeando sin
cesar el suelo con la frente. Cuando más contentos parecían estar todos, se presentó el
Guardián de la Puerta Amarilla y anunció con voz sonora:
- Acaban de llegar cuatro monjes que desean veros.
- ¿Es posible que ese monstruo se disfrazara de bodhisattva Manjusri para burlarse de
nosotros y ahora haya tomado nuestra personalidad para confundir a cuantos aquí se
encuentran? - preguntó Ba-Chie al Peregrino, vivamente preocupado.
- No creo - contestó el Peregrino -. Aunque en este mundo todo es posible, eso me
parece altamente improbable.
Los funcionarios imperiales hicieron entrar a los visitantes y el Peregrino comprobó,
con no poco alivio, que se trataba de cuatro religiosos procedentes del Monasterio de la
Gruta Sagrada. Traían la corona del rey, su cinturón de jade verdoso, su túnica amarilla
y sus espléndidas botas.
- ¡Menos mal que habéis venido! - exclamó el Peregrino, visiblemente satisfecho.
Hizo acercarse después al falso taoísta y le colocó la corona sobre la cabeza,
obligándole, al mismo tiempo, a desprenderse de sus harapos de monje y a vestir los
atributos reales, que los religiosos del monasterio habían limpiado con tantísimo
esmero. El príncipe trajo entonces el disco de jade blanco y se lo entregó al rey,
invitándoles a ocupar el trono que siempre había sido suyo. Como muy bien reza el
proverbio, «no debe pasar un solo día sin que la corte preste homenaje a su señor». Sin
embargo, el rey se negó a sentarse en el trono, rompiendo a llorar de pronto y dejándose
caer ante la escalinata de jade, al tiempo que decía:
- He estado muerto tres años y me encuentro en deuda con este maestro, por haberme
devuelto a la vida. No soy digno de asumir de nuevo los honores del mando. Opino que
nuestros territorios serán infinitamente más prósperos, si son regidos por uno de estos
sabios. Me conformo con vivir tranquilamente fuera de la ciudad en compañía de mi
esposa y mi hijo.
Tripitaka se negó a aceptar un ofrecimiento tan generoso, pues estaba decidido a
conseguir las escrituras y a presentar sus respetos a Buda. El rey no se desalentó por
ello. Se volvió hacia el Peregrino y le hizo la misma oferta, que aquél rechazó, diciendo:
- Voy a seros sincero. Si quisiera ser rey, hace ya mucho tiempo que habría ocupado un
trono de los muchos que existen en este mundo. Pero ni mis hermanos ni yo lo
deseamos. Nos gusta más llevar la vida sin complicaciones de un monje vulgar. Si
aceptáramos vuestro ofrecimiento, tendríamos que dejarnos crecer el pelo, no podríamos
retirarnos a descansar hasta que no fuera noche cerrada y deberíamos estar en pie antes
de que diera la quinta vigilia. Eso sin contar el continuo estado de ansiedad en el que
tendríamos que vivir, pensando en la seguridad de nuestras fronteras y en el bien de
nuestros súbditos, presas siempre apetecibles para el hambre y las desgracias. ¡No
podríamos vivir! Es mejor que vos continuéis siendo rey y nosotros sigamos cultivando
la virtud. Cada cual a lo suyo.
El rey insistió con energía una y otra vez, pero al final comprendió que no le quedaba
otra opción y ocupó el trono que siempre había sido suyo. Lo primero que hizo, tras
reasumir el «nos», fue conceder una amnistía general que abarcó todo el imperio. Colmó
después de incontables riquezas el Monasterio de la Gruta Sagrada y ofreció un
banquete en honor de Tripitaka en el palacio oriental. No contento con eso, hizo llamar
a los mejores pintores de su reino y les encargó la confección de los retratos de los
cuatro Peregrinos para que figuraran a partir de entonces en el Salón de los Carillones
de Oro.
Concluida su misión, el maestro y los discípulos se dispusieron a seguir su viaje hacia
el Oeste. Agradecidos, el rey, la reina y todos sus súbditos les ofrecieron ingentes
cantidades de oro, plata y seda, que Tripitaka, en nombre de los cuatro, rechazó con
energía. Lo único que deseaba era un salvoconducto que les permitiera ensillar el
caballo y partir cuanto antes. El rey estaba convencido, no obstante, de que no había
expresado su gratitud como debiera e insistió en que el monje Tang se sentara en su
carroza. Los funcionarios imperiales, tanto civiles como militares, se encargaron de
abrir el cortejo, mientras el rey en persona, el príncipe y todas las concubinas
empujaban sumisamente de la carroza. De nada sirvieron las protestas del monje Tang.
Sólo cuando hubieron dejado atrás las murallas de la ciudad, se le permitió bajar de la
carroza de dragones y seguir adelante con el viaje. En el momento de la despedida le
dijo el rey:
- Cuando hayáis llegado al Paraíso Occidental y os dispongáis a regresar a vuestro
reino con las escrituras, no olvidéis pasar por aquí.
- Así lo haré - prometió Tripitaka y el rey regresó a la ciudad sede todos sus súbditos,
que, como él mismo, no paraban de llorar.
El monje Tang y sus discípulos pudieron continuar, por fin, su complicado periplo. En
sus mentes sólo tenían un propósito: llegar cuanto antes a la Montaña del Espíritu. El
otoño estaba tocando a su fin y el invierno, aunque tímidamente, había dado ya muestras
de su inmediata presencia. La escarcha había empezado a cebarse en los arces y el
bosque aparecía desnudo y abandonado. Sólo el mijo parecía resistir los primeros
ramalazos del frío, fortalecido por las últimas lluvias otoñales. Los ciruelos de la
montaña ponían una nota de color en el tibio sol de la mañana, mientras los bambúes se
mecían en las alas del frío viento.
Tras abandonar el Reino del Gallo Negro, los Peregrinos viajaban durante el día y
descansaban por la noche. Había transcurrido aproximadamente medio mes, cuando se
toparon con una montaña tan alta que tocaba, en verdad, las nubes y oscurecía el
mismísimo sol. Tripitaka se sintió tan abatido que detuvo su camino y llamó al
Peregrino.
- ¿Quieres decirme algo? - le preguntó éste.
- ¿Has visto esa montaña enorme que se levanta ante nosotros? - replicó Tripitaka -. Es
conveniente que extremes todas las precauciones, pues no me extrañaría nada que
habitara en ella una criatura malvada, empeñada en impedirnos la marcha.
- Quizás sí - comentó el Peregrino -. Pero no os preocupéis y seguid caminando. Tengo
preparado un plan de defensa.
Al oír eso, el maestro se tranquilizó y espoleó el caballo. La montaña era, en verdad,
muy escarpada. Su cima tocaba el cielo y el más profundo de sus desfiladeros llegaba
hasta las mismas puertas del infierno. Las nubes parecían haber hecho de ella su
morada. A veces formaban caprichosos anillos blanquecinos que ascendían libremente
por las laderas, mientras que otras tomaban la forma de una oscura y amenazante
neblina. Las nubes jugaban a sus anchas con los rojizos ciruelos, los bambúes de color
de jade, los verdosos cedros y los azulados pinos. En el corazón de tan impresionante
montaña se adivinaban desfiladeros de más de mil metros de profundidad y lóbregas
cavernas en las que habitaban monstruos de extrañas y caprichosas formas. El agua
penetraba en esas cuevas gota a gota, para formar más adelante arroyuelos de irregular
trazado. En la superficie el paisaje era más tranquilizador. Familias enteras de simios
comedores de fruta saltaban ruidosamente de rama en rama ante la mirada asustadiza de
los antílopes y la orgullosa agitación de las cornamentas de los ciervos. A lo lejos se
veía a los tigres regresar a sus guaridas a pasar la noche. Al amanecer, cuando tras los
riscos se adivinaba la inmediata presencia de los primeros rayos del sol, los dragones
abandonaban sus cubiles y partían, raudos, a sacudir las olas con sus zarpas. Al menor
ruido las aves salvajes levantaban el vuelo entre un alocado batir de alas. Toda
prudencia en ellas era poca, porque en los bosques las bestias eran abundantes y no
dejaban de afilar sus garras en las sufridas cortezas de los árboles. Su fiereza era tal que
quien tuviera la mala fortuna de verlas caía en seguida presa del pánico. Habitaban en
cavernas de difícil acceso, en las que también moraban monstruos. Por doquier las rocas
ofrecían una tonalidad tan verdosa que daban la impresión de haber sido teñidas con
incontables esquirlas de jade. Su color se compenetraba fácilmente con la tonalidad
azulada de la neblina, que, como una gasa gigantesca, se extendía por todo el paisaje.
A pesar de belleza tan singular, tanto el maestro como sus discípulos fueron perdiendo
la confianza. No era para menos. A los pocos pasos de donde se hallaban vieron
levantarse una nube rojiza, que se condensó a media altura y tomó la forma de una bola
de fuego. Alarmado, el Peregrino corrió hacia el monje Tang y, agarrándole de la
pierna, le hizo bajar a toda prisa del caballo, al tiempo que gritaba:
- ¡Deteneos! ¡Se acerca un monstruo!
Ba-Chie y el Bonzo Sha sacaron sus armas y se pusieron junto a su maestro. En el
interior de aquel enorme disco de luz roja había, en verdad, un monstruo. Hacía varios
años que había oído comentar que el monje enviado por el Gran Emperador de los Tang
al Paraíso Occidental en busca de escrituras era, en realidad, la reencarnación de la
Cigarra de Oro, un hombre extremadamente virtuoso que se había dedicado a la práctica
de las buenas obras durante más de diez vidas seguidas. Se decía que quien probara un
poco de su carne vería alargados sus días hasta alcanzar la misma edad que el Cielo y la
Tierra. El monstruo esperó hora tras hora la aparición del Peregrino y ahora sus deseos
se veían, por fin, colmados. Pero, al mirar desde arriba, comprobó, desconcertado, que
tanto el monje Tang como su caballo estaban protegidos por otros tres monjes de
repulsiva apariencia y ademanes guerreros.
- ¡Mira tú por dónde! - exclamó el monstruo, sorprendido -. ¿Quién iba a decir que ese
clérigo tan virtuoso gozara de la protección de unos matones como ésos? Se han
arremangado la túnica y han estirado los brazos, como si fueran a entrar en combate.
¡Ahora caigo! Uno de ellos ha debido de reconocerme y ha ordenado a los demás que se
pusieran en guardia. Vistas así las cosas, me va a resultar mucho más difícil de lo que
había pensado probar la carne de ese monje.
Analizó la situación con más detenimiento y llegó a las siguientes conclusiones:
- Si saco mis armas, es probable que no pueda ni acercarme a ellos. Ahora bien, si
recurro al engaño, con toda seguridad lograré los objetivos que me he propuesto. Puedo
servirme incluso de la bondad, para desorientarlos más fácilmente. Cuando lo haya
conseguido, no me costará mucho deshacerme de ellos. Voy a tomarles un poco el pelo
a ver lo que pasa.
El Monstruo hizo que la luz roja se diluyera en el aire y se escondió tras un recodo
rocoso que había un poco más adelante. Sacudió ligeramente el cuerpo y se convirtió en
un niño de unos siete años, que colgaba, completamente desnudo, de lo alto de un pino.
- ¡Socorro! ¡Auxilio! - gritaba, angustiado, balanceando sin cesar la cuerda la que se
hallaba suspendido.
En cuanto el Gran Sabio vio que la bola de fuego había desaparecido, dijo a su maestro:
- Levantaos y sigamos nuestro camino.
- Pero tú dijiste que se acercaba un monstruo - protestó el monje Tang -. ¿Cómo es que
ahora nos mandas proseguir el viaje?
- Hace un rato - explicó el Peregrino - vi surgir de la tierra una nube rojiza, que se
convirtió en una bola de fuego en cuanto hubo alcanzado una altura media. Eso me hizo
sospechar que se trataba de algún monstruo desconocido. Pero la bola se ha disuelto, de
pronto, en el aire y he llegado a la conclusión de que esa bestia no era de las que se
alimentan de carne humana. De ahí que haya proseguido tranquilamente su camino y yo
me haya atrevido a sugeriros que reanudemos el nuestro.
- ¡Cuidado que tienes una lengua ágil! - exclamó Ba-Chie, sonriendo, burlón -. ¿Desde
cuándo los monstruos pasan de largo, sin hacer daño?
- Muchas veces - respondió el Peregrino -. ¿Es que no lo sabes? Cuando algún
monstruo principal organiza alguna fiesta, a la que invita a todos los de su especie,
acuden en seguida a ella, sin importarles si se encuentran por el camino con gente tan
poco sabrosa como tú o tan jugosa como el maestro. Lo más seguro es que vaya a
celebrarse por aquí cerca una de esas fiestas y que el monstruo de la bola de fuego sea
uno de los invitados.
Tripitaka no parecía muy convencido, pero no le quedó otro remedio que encaramarse a
lo alto de la cabalgadura y proseguir su camino. Cuanto más se adentraban en la
montaña, más cerca oían los gritos de « ¡Auxilio! ¡Socorro!».
- ¿Quién puede gritar de esa forma en un lugar tan poco transitado como éste? -
preguntó el maestro a sus discípulos, vivamente sorprendido.
- Continuad andando y no os preocupéis de nada - le urgió el Peregrino -. Es natural
que en un paraje como éste se escuche toda clase de gritos. Sólo el Cielo conoce cuántas
especies distintas de bestias habitan en estas montañas.
- No me refiero a los animales - se defendió Tripitaka -, sino a alguien como nosotros.
- Ya lo sé - contestó el Peregrino, sonriendo -, pero a nosotros nos va ni nos viene. Es
mejor que continuemos andando.
El monje Tang hubo de reconocer que tenía razón. Pero apenas habían cubierto otro
medio kilómetro, cuando, de nuevo, oyeron gritar a alguien:
- ¡Socorro! ¡Auxilio!
- No es posible que ésos sean los gritos de un monstruo - volvió a decir Tripitaka -.
Tampoco se parece en nada a un eco. Escucha con atención y lo verás. Por fuerza tiene
que tratarse de algún hombre en dificultades. Acudamos en seguida a socorrerle.
- Es mejor que, al menos por hoy, dejéis de lado vuestra compasión - le aconsejó el
Peregrino -. Podéis recobrar vuestra piedad, en cuanto hayamos dejado atrás esta
montaña. Me extraña que, después de haber leído tantas historias sobre plantas poseídas
por espíritus, hayáis olvidado que todo cuanto existe puede convertirse en un monstruo.
Es verdad que muchos de ellos son totalmente inofensivos, pero si nos topamos, por
poner sólo un ejemplo, con una serpiente enorme que haya alcanzado cierto grado de
perfección, podemos correr un peligro tremendo. Un espíritu así es capaz de conocer
hasta el apodo de una persona. Escondida entre la maleza o entre las rocas, puede
gritarlo una y otra vez, y, si el infeliz de turno comete la imprudencia de responder, esa
misma noche perderá la vida y su espíritu pasará a formar parte del de la bestia. Es
mejor no hacer caso de esas cosas. Como muy bien decían los antiguos, «escapar es ya
motivo de agradecimiento a los dioses». Así que, por lo que más queráis, no prestéis
atención a esas voces.
De nuevo hubo de reconocer el maestro que tenía razón y espoleó el caballo. Sin
embargo, el Peregrino continuó diciéndose:
- Esos gritos tienen que ser por fuerza del monstruo que nos salió al paso. Me pregunto
dónde se habrá escondido. Voy a hacerle probar lo de «Cáncer contra Capricornio». Así
me evitaré no pocas complicaciones.
Se llegó después hasta donde estaba el Bonzo Sha y le ordenó:
- Agarra de las riendas al caballo y no le dejes caminar muy deprisa, voy a echar por
ahí una meada.
Dejo que el monje Tang se alejara unos cuantos pasos más y recitó un conjuro para
acortar distancias y hacer que la montaña girara. Señaló para atrás una sola vez con la
barra de hierro y al punto Tripitaka y sus discípulos traspusieron el pico de la montaña,
dejando atrás al monstruo. El Gran Sabio no tardó en alcanzarlos. Pero en ese mismo
momento Tripitaka volvió a oír los gritos de auxilio y comentó:
- Se ve que ese hombre no estaba predestinado a toparse con ninguno de nosotros,
porque su voz se oye ahora hacia atrás. Eso decir que debemos de haber pasado a su
lado sin verle.
- Lo más seguro es que haya cambiado el viento y todo no sea más que una ilusión
acústica - trató de explicar Ba-Chie.
- ¿Qué importa que el viento haya cambiado o no de dirección? - replicó el Peregrino -.
Nosotros a lo nuestro. Sigamos nuestro camino, sin importarnos nada más.
Nadie volvió a comentar nada, concentrándose únicamente en lo escarpado y difícil de
la ruta. El monstruo, por su parte, continuó pidiendo auxilio, pero nadie corrió a
socorrerle. Eso le hizo pensar:
- Hace un momento el monje Tang estaba a tres o cuatro kilómetros de aquí. ¿Cómo es
posible que todavía no haya llegado, con el tiempo que llevo esperándole? ¿Habrán
seguido otro camino?
Sacudió de nuevo el cuerpo y al punto se vio libre de la soga que le atenazaba. Montó
después en la luz roja y se elevó, una vez más, por los aires. El Gran Sabio no se fiaba
del éxito de su estratagema y no hacía más que mirar hacia atrás, mientras caminaba.
Así, no tardó en verle acercarse y, corriendo hacia el monje Tang, le obligó a bajarse del
caballo, diciendo:
- Extremad las precauciones, hermanos. Según parece, el monstruo de antes nos viene
siguiendo los pasos.
Ba-Chie y el Bonzo Sha agarraron en seguida sus armas y rodearon a su maestro. Al
ver lo que ocurría, el monstruo no pudo por menos que decirse, sorprendido:
- ¡Menudos monjes más avispados! Acabo de ver al de la cara blanca en el caballo y
resulta que ahora está junto a la cabalgadura rodeado de los otros tres. Debo cambiar
inmediatamente de táctica y deshacerme del que tiene poderes para detectar de
inmediato mi presencia. De lo contrario, jamás lograré mis objetivos. No es nada
tranquilizador gastar en vano las pocas energías que uno posee.
En cuanto puso el pie en el suelo, se convirtió en el mismo muchacho de antes y volvió
a colgarse de lo alto de un pino. Esta vez, sin embargo, lo hizo a medio kilómetro escaso
de donde se encontraba el monje Tang. Al ver el Gran Sabio que la bola de fuego se
había vuelto a disolver en el aire, pidió a su maestro que montara en su caballo y
reanudara la marcha.
- Es la segunda vez que nos adviertes de la presencia de un monstruo - protestó, un
tanto malhumorado, el monje Tang -. ¿Por qué quieres que sigamos adelante, si está tan
cerca como dices?
- Es de esos monstruos viajeros, de los que os hablé antes - explicó el Peregrino -. No
se atreverá, por tanto, a haceros el menor daño.
- ¿Sabes lo que pienso? - le regañó Tripitaka, perdiendo la paciencia -.Que te estás
burlando descaradamente de mí. Cuando aparece un monstruo de verdad, jamás dices
nada, pero basta que atravesemos una región tan pacífica como ésta, para que empieces
a gritar que anda suelta por ahí una bestia. ¿Cómo quieres que te crea? Máxime cuando
me agarras sin ningún respeto de las piernas y me obligas a bajar, para nada, del caballo.
Después todo lo arreglas diciendo que se trata de un monstruo viajero. Pero las cosas no
son tan sencillas como pretendes. Imagina, sin ir más lejos, que el sobresalto me hace
caer del caballo y me parto una pierna. ¿Podrías seguir viviendo con esa responsabilidad
sobre tu conciencia? ¡Di! ¿Podrías?
- Os ruego que no lo toméis así - suplicó el Peregrino -. Si os partierais un brazo o una
pierna, al caeros del caballo, cuidaríamos de vos. Pero ¿quién podría hacerlo, si cayerais
en poder de un monstruo?
Tripitaka se puso tan furioso que empezó a recitar el conjuro que le enseñado la
Bodhisattva para dominar al Mono. Era tal el dolor de cabeza que atormentaba a Wu-
Kung que el Bonzo Sha, compadecido, pidió al maestro que pusiera fin al castigo.
Tripitaka tomó las riendas del caballo y continuó caminando. A los pocos pasos hizo
ademán de montar en él, pero no había puesto el pie en el estribo, cuando oyó que
alguien gritaba:
- ¡Por lo que más queráis, maestro, ayudadme!
Sorprendido, levantó los ojos y vio colgando de un árbol a un niño totalmente desnudo.
Conmovido, se volvió hacia el Peregrino y le regaño diciendo:
- ¡Cuidado que eres desaprensivo! ¡En ti no existe la menor pizca de bondad! Sólo
piensas en buscarme problemas y en destruir cuanta vida encuentras a tu paso. Te dije
que alguien solicitaba nuestra ayuda, pero tú te empeñaste en hacerme creer que se
trataba de un monstruo. ¡Mira bien! ¿Qué es eso que cuelga de ahí? ¿Una bestia o una
persona?
El Gran Sabio no se atrevió a replicar. Sabía que, si abría la boca, el maestro
empezaría a recitar otra vez el conjuro y prefirió ahorrarse ese tormento. Aparentó,
pues, arrepentimiento y agachó, compungido, la cabeza. Poco podía hacer por evitar que
el monje Tang se aproximara al árbol y le preguntara al monstruo con la fusta
extendida:
- ¿A qué familia perteneces y por qué estás ahí colgado? Si o me lo dices, me temo que
no podré ayudarte.
¡Qué lástima que el monje Tang sólo hiciera uso de sus ojos mortales! Hasta el
monstruo se extrañó que no le reconociera. Eso le movió a seguir adelante con su farsa.
Arreció en su llanto y contestó con voz entrecortada:
- Al oeste de esta montaña discurre el Arroyo del Pino Seco a cuyas orillas se extiende
un pueblo en el que habita mi familia. Mi abuelo se apellida Rojo, pero, como ha
logrado amasar una enorme fortuna, todo el mundo le conoce como Rojo el Millonario.
En realidad debería hablar de él en pasado, porque hace ya mucho tiempo que murió.
Como era de esperarse, toda su fortuna pasó a mi padre. Su suerte, desgraciadamente,
no ha estado regida por la misma estrella y cuantos negocios ha emprendido han
terminado en un rotundo y sonoro fracaso. Tanto que ahora es conocido como Rojo el
Milenario. Pensando en recuperar pronto lo perdido, se lanzó a hacer incontables
préstamos de plata y oro a un grupo de aguerridos caballeros. Cuesta trabajo creer que
no se diera cuenta de que se trataba de una banda de vulgares malhechores, cuyo único
propósito era arrancarle cuanto poseyera. Cuando juró, finalmente, que no iba a
prestarles una sola sapeca más, era demasiado tarde. Los bandidos se sintieron tan
seguros que asaltaron nuestra casa a plena luz del día y arramplaron con todo lo que les
vino en gana. No contentos con eso, asesinaron a mi padre y, al ver lo atractiva que aún
era mi madre, la secuestraron con la clara intención de encerrarla para siempre en un
burdel. Pese a tanta desgracia, tuvo la suficiente fortaleza de ánimo para esconderme
entre sus faldas y llevarme consigo sin que nadie se diera cuenta. Pero entre los
bandidos terminaron descubriendo su juego y, al llegar a esta montaña, quisieron
asesinarme. Si logré escapar al cuchillo, fue porque mi madre les suplicó, una y otra
vez, que me perdonaran la vida. Los bandidos no estaban para tanta floritura y
accedieron a colgarme de un árbol, para que el hambre acabara con mis días y las
alimañas devoraran después mi cuerpo. Ha sido una suerte, por tanto, que acertarais vos
a pasar por un sitio tan desolado como éste. Sin lugar a dudas tan buena fortuna obedece
a ciertos méritos, que, sin yo saberlo acumulé en alguna existencia anterior. Si accedéis
a salvarme la vida y a conducirme de vuelta a mi casa, os recompensaré con largueza,
aunque para ello tenga que venderme como esclavo. Mi agradecimiento será tal que
hasta después de muerto recordaré vuestro gesto.
Tripitaka creyó a ciegas cuanto dijo el muchacho y ordenó a Ba-Chie que le desatara.
El Idiota se dispuso en seguida a hacerlo, pero el Peregrino trató de impedírselo,
diciendo directamente al monstruo:
- ¡Maldita bestia! ¡No pienses que no sé quién eres! ¡Para engañar a la gente se precisa
más que lloriqueos y patrañas! Si, como dices, tu hacienda ha sido saqueada, tu padre ha
muerto a manos de esos bandidos y tu madre se ha visto forzada a seguirlos, ¿quieres
decirnos a quién vamos a confiarte, una vez que te hayamos liberado? Además, ¿cómo
piensas agradecérnoslo, si no tienes dónde caerte muerto? Como ves, tu historia es
incapaz de mantenerse en pie mucho tiempo por sí sola.
El monstruo se puso a temblar. Sabía que el Gran Sabio era su principal enemigo. Por
eso, echó mano de nuevo de su inventiva y, llorando a lágrima viva, dijo al maestro:
- Es cierto que mis padres han muerto y que la fortuna de mi familia evaporado por
completo. Pero aún dispongo de alguna que otra tierra y de unos cuantos familiares.
- ¿Qué familiares? - le interrogó el Peregrino.
- Todos los de mi madre - respondió el monstruo -. Son originarios de una región que
hay al sur de esta montaña, aunque la mayoría de mis tías viven hacia el norte. Eso sin
contar al Señor Li, esposo de una hermana de mi madre, que mora cerca del nacimiento
del arroyuelo del que antes os hablé, y al Señor Rojo, un tío lejano, que tiene su morada
en el interior del bosque. Por si esto os parece poco, sabed que en el pueblo del que
procedo tengo varios primos y parientes. Ellos os recompensarán con largueza, cuando
les diga lo que habéis hecho por mí. Estoy seguro de que venderán alguna tierra y os
darán cuanto preciséis.
Al oír eso, Ba-Chie apartó al Peregrino de un empujón, diciendo:
- ¿A qué viene interrogarle de esa manera? ¿No ves que no es más que un niño?
Además, dijo claramente que los bandidos se habían llevado todo lo que había de valor
en su casa. Me figuro que no podrían cargar con las tierras y las casas, ¿no? Nosotros,
sin ir más lejos, comemos como bestias, pero no podemos terminar con la comida que
producen diez simples acres de tierra. Bajémosle de ahí y disfrutemos de nuestra buena
obra, cuando hable con sus parientes.
El Idiota no tenía ya más ojos que para la comida. Sin encomendarse a nadie, cogió la
navaja que usaban para las ofrendas y desató al monstruo. Sin dejar de llorar, la bestia
se volvió hacia monje Tang y empezó a golpear el suelo con la frente.
- Levántate y sube a mi caballo - le ordenó el maestro, enternecido -. De ahora en
adelante yo me encargaré de cuidarte.
- No, no - se disculpó el monstruo -. De estar colgado en ese árbol tengo entumecidos
los pies y las manos, y me duele mucho el cuerpo. Además, nunca he montado en
caballo.
El monje Tang ordenó entonces a Ba-Chie que cargara con él, pero el monstruo se negó
a hacerlo, diciendo:
- Mi piel es muy áspera y no me atrevo a abusar de esa forma de este digno maestro.
Tenéis que reconocer, por otra parte, que sus orejas son muy grandes, su boca muy
saliente, y sus cerdas demasiado recias. ¿Queréis que parezca que me he tumbado
encima de un cardo?
- En ese caso - concluyó el monje Tang -, que te lleve el Bonzo Sha.
- Maestro - dijo el monstruo, después de echarle una mirada -, cuando esos bandidos
arrasaron mi casa, llevaban la cara totalmente pintada, usaban barbas postizas y
blandían cuchillos y palos. No podéis suponeros la impresión que me causaron. Pese a
todo, y con muchísimo respeto, este honorable maestro me produce más miedo todavía
que ellos. Si no os importa, preferiría que él no cargara conmigo.
Al monje Tang no le quedó, pues, otro remedio que ordenárselo al Peregrino, que se
apresuró a exclamar, soltando ruidosamente la carcajada:
- ¡De acuerdo, de acuerdo! ¡Le llevaré yo!
Sin poder esconder su alegría, el monstruo aceptó de buen grado ser llevado por el
Peregrino. Con el fin de probar su peso, Wu-Kung se apartó un poco del camino y
comprobó que pesaba poco más de quince kilos. Satisfecho, exclamó entre dientes:
- ¡Cuidado que eres imprudente! Merecías que te diera muerte ahora mismo. ¿Quién te
dijo que podías burlarte, así como así, de mí? ¿Acaso creíste que no iba a descubrir ese
algo especial que tú posees?
- Yo procedo de una buena familia y he tenido la mala fortuna de toparme con la más
insufrible de las desgracias. ¿Qué queréis decir con eso de algo especial?
- Si es verdad que perteneces a una buena familia - replicó el Peregrino -, ¿cómo es que
tienes un cuerpo tan ligero?
- Sólo tengo siete años - se defendió el monstruo.
- Aunque únicamente hubieras engordado cuatro kilos al año - calculó el Peregrino -,
ahora deberías pesar veintiocho y la verdad es que apenas llegas a la mitad.
- ¿Yo qué sé? - exclamó el monstruo -. Posiblemente no tomara suficiente leche,
cuando era pequeño.
- Está bien - concluyó el Peregrino -. Cargaré contigo hasta donde sea preciso, pero, por
lo que más quieras, no me mees encima. Cuando desees orinar, me avisas, ¿de acuerdo?
Tripitaka iba delante con Ba-Chie y el Bonzo Sha, cerrando la marcha Wu-Kung con el
niño a las espaldas. De su marcha hacia el Oeste disponemos de un poema que dice:
La virtud siempre es sublime, pero las fuerzas del mal se valen también de su atractivo. De la
misma forma, la causa del Zen es inmutable, pero de esa inmutabilidad se alimentan, igualmente,
las bestias. La Mente siempre es justa y, por eso, opta por un camino medio. La Madre Madera
1, por su parte, injusta e inclinada al mal, sigue otro sendero. El Caballo de la Voluntad
permanece callado, tratando de dominar los deseos y pasiones. Quien alimenta la Falsedad suele
hallar éxito en sus empresas, pero su felicidad se desvanece como la espuma, porque, tarde o
temprano, la Verdad termina desenmascarándola.
Mientras el Gran Sabio caminaba con el monstruo a sus espaldas, empezó a criticar la
conducta del monje Tang, diciéndose:
- Parece como si el maestro no supiera lo difícil que es trasponer montañas tan
escabrosas como ésta. De por sí, es penosísimo transitar por estos senderos. ¡Cuánto
más con un monstruo a las espaldas! Aunque fuera una persona honrada, no tendría
ningún sentido cargar con él, porque sus padres han muerto. ¿A quién vamos a confiar
su custodia? En casos así lo mejor es romperle la cabeza y asunto terminado.
El monstruo se percató en seguida de lo que estaba pensando el Peregrino y decidió
valerse de la magia. Aspiró cuatro bocanadas de aire, una de cada punto cardinal, y las
expulsó sobre el cogote del Peregrino. Al punto éste sintió como si le hubieran puesto
encima un peso superior a los diez mil kilos.
- ¡Vaya! - exclamó el Peregrino, sonriendo con malicia -. Así que tratando de aplastar a
tu respetable padre con un poquitito de magia ¿eh?
El monstruo temió que el Gran Sabio pudiera hacerle daño y liberándose de aquel
cuerpo, se elevó por los aires, al tiempo que el peso que soportaba el Peregrino se hacía
cada vez más grande. Eso agravó aún más su mal humor. El Rey de los Monos no era
hombre que soportara con facilidad los abusos y, agarrando al muchacho que llevaba a
las espaldas, lo tiró junto a unas rocas que había al borde del camino. El golpe fue tan
fuerte que el cuerpo quedó reducido a una masa informe de carne. No contento con eso,
el Peregrino le arrancó las piernas y los brazos y los hizo añicos. Al verlo desde el aire,
el monstruo no pudo por menos que lanzar un suspiro de alivio, al tiempo que pensaba:
- ¡Menudo monje! ¡Jamás pensé que fuera tan traidor! Aunque yo sea un monstruo
empeñado en devorar a su maestro, tenía que haber esperado a que yo hubiera dado el
primer paso. ¿A qué viene mostrarse tan agresivo? Menos mal que se me ocurrió
apartarme de ese cuerpo; de lo contrario, ahora estaría muerto del todo. Lo que tengo
que hacer es apoderarme cuanto antes del monje Tang. Creo que no podré encontrar una
ocasión mejor que ésta, pues ese mono disfruta haciendo correr la sangre.
No había acabado de decirlo, cuando se levantó un viento huracanado, que arrastraba
las rocas y lanzaba contra las nubes toneladas de arena y polvo. Era tan fuerte que las
aguas se salieron de sus cauces y, al agitar el éter negro, el sol terminó perdiendo su luz.
Fueron incontables los árboles que arrancó, poniendo al descubierto sus centenarias
raíces. No hubo ciruelo que no perdiera todas sus ramas. La arena se cebaba en los ojos
de los caminantes, que se veían en la necesidad de posponer sus viajes. Las rocas
volaban como hojas de bambú, yendo a caer sobre los caminos y haciéndolos
prácticamente intransitables. Todo el paisaje se vio sumido en una densa oscuridad, que
enloquecía a las bestias y a las aves salvajes. Por doquier se oían sus gritos de angustia.
Tripitaka apenas podía mantenerse a lomos del caballo. Ba-Chie lo vio tambalearse
peligrosamente en lo alto de la grupa, pero hubo de cerrar los ojos casi inmediatamente,
para defenderlos de los embates de la arena. Otro tanto hizo el Bonzo Sha. Sólo el Gran
Sabio comprendió que se trataba de alguna artimaña del monstruo. Pero, cuando llegó al
lado de su maestro, la bestia se lo había llevado ya montaña adelante. El monje Tang
había desaparecido, sin dejar el menor rastro.
El viento comenzó entonces a amainar y no pasó mucho tiempo antes de que el sol
comenzara a brillar de nuevo. El Peregrino vio al caballo - dragón relinchando y dando
coces de espanto. El equipaje yacía, deshecho, junto al camino. Ba-Chie estaba
acurrucado detrás de una roca, lo mismo que el Bonzo Sha, que no dejaba de gemir.
- ¡Ba-Chie! - gritó el Peregrino.
Al oír la voz de Wu-Kung, el Idiota levantó la cabeza y comprobó que la tormenta
había remitido del todo. Aun así, se agarró nerviosamente al Peregrino y exclamó:
- ¡Qué viento tan huracanado! ¡Qué viento!
- Parecía un tornado - comentó el Bonzo Sha, acercándose a ellos.
- ¿Dónde está el maestro? - preguntó el Peregrino.
- El viento era tan fuerte que todos tuvimos que esconder la cabeza en el primer sitio
que encontramos, para no quedarnos ciegos - respondió Ba-Chie -. Por lo poco que pude
ver, el maestro recurrió a su silla de montar.
- Todo eso está muy bien - dijo el Peregrino -. Pero ¿dónde está ahora?
- ¡Es increíble! - exclamó el Bonzo Sha -. Ha desaparecido. Parece como si se hubiera
convertido en una paja y se hubiera marchado a lomos del viento.
- Creo que ha llegado la hora de separarnos - concluyó el Peregrino.
- Tienes razón - concedió Ba-Chie -. Todavía estamos a tiempo de irnos cada cual por
nuestro lado. El viaje hacia el Oeste parece interminable. ¿Queréis decirme cuándo
vamos a llegar? A veces dudo que nuestro viaje vaya a tener fin algún día.
- ¿Cómo podéis decir eso? - les regañó el Bonzo Sha, tan sorprendido por los que oía
que el cuerpo se negaba a obedecerle -. Todos cometimos graves ofensas contra el Cielo
en nuestras vidas anteriores. Fue una suerte, por tanto, que la Bodhisattva Kwang Shr-
Ing nos iluminara el corazón, nos hiciera entrega de los mandamientos, nos cambiara los
nombres y nos invitara a abrazar la fe budista. Con el fin de acumular méritos y
conseguir que nos fueran perdonadas totalmente nuestras antiguas culpas, aceptamos de
buen grado proteger al monje Tang en su camino al Paraíso Occidental con el fin de
presentar sus respetos a Buda y obtener las escrituras sagradas. ¿Cómo habláis ahora de
darlo todo por terminado, regresando cada cual al lu8gar del que partió? Si lo hacemos,
todo habrá resultado inútil y los esfuerzos de la Bodhisattva habrán sido tan
innecesarios como una lluvia de arena sobre el desierto. Eso sin contar con que todo el
mundo se reirá de nosotros. ¿Qué otra cosa merece, de hecho, quien comienza una cosa
y es incapaz de terminarla?
- Todo eso es verdad - reconoció el Peregrino -. Pero ¿qué otra cosa podemos hacer con
un maestro tan cabezota e incapaz de escuchar los consejos que se le dan? Como sabéis,
poseo unos ojos de fuego y unas pupilas de diamante que me capacitan para distinguir
con claridad el bien del mal. Desde un principio supe que el niño que estaba colgado del
pino era, en realidad, un monstruo; ha sido él precisamente el que ha levantado ese
viento que por poco nos mata. Os lo advertí antes de que sucediera, pero ni vosotros ni
el maestro quisisteis creerme, alegando que pertenecía a una buena familia y
obligándome a cargar con él. Eso, en el fondo, me alegró, porque me dio la oportunidad
de controlarle más de cerca. Pero él trató de aplastarme, recurriendo a la magia del
cuerpo superpesado. Cansado de sus argucias, le hice picadillo. Sin embargo, logró
abandonar a tiempo su maltrecho cuerpo, arreglándoselas incluso para atrapar a nuestro
maestro en el torbellino de ese huracán que acabamos de presenciar. ¡El monje Tang no
escucha nunca a nadie! Son incontables las veces que se ha negado, no digo ya a
aceptar, sino simplemente a considerar mis consejos. Eso me ha producido tal amargura
que he creído que no valía la pena seguir sacrificándonos por un hombre que sólo se
rige por sus propias ideas. Ahora, la verdad, no sé qué partido tomar. Tus palabras
estaban cargadas de tal sentido de la lealtad que mis razones me parecen egoístas y
carentes de todo fundamento. Pero la amargura sigue corroyendo mi corazón. ¿Qué te
parece a ti, Ba-Chie, que hagamos?
- Ahora me doy cuenta de que lo que dije lo hice sin pensar - confesó Ba-Chie -. Mi
opinión, por tanto, es que debemos continuar unidos. Además, no nos queda otra
alternativa. Aun suponiendo que el Bonzo Sha no tuviera razón, nuestra obligación es
dar con el monstruo y liberar a nuestro maestro. Sería indigno de nosotros abandonarle,
cuando más nos necesita.
- Actuemos, entonces, como un solo hombre - sugirió el Peregrino con el rostro
iluminado -. En cuanto hayamos recogido el equipaje y nos hayamos hecho cargo del
caballo, escalaremos la montaña y descubriremos dónde se encuentran el monstruo y el
maestro.
- Sin embargo, recorrieron cerca de setenta kilómetros de penosísimo camino y no
encontraron el menor rastro. La montaña parecía estar desprovista de toda señal de vida.
Sólo de vez en cuando se veía algún que otro cedro sin nidos o un pino solitario, al que
no acudía ninguna bestia a restregarse. La inquietud se iba haciendo más intensa en el
corazón del Gran Sabio con cada paso que daba. Al final, no pudo aguantarlo más y,
llegándose hasta la cumbre de un salto, gritó:
- ¡Transfórmate! - y al instante se convirtió en una criatura de tres cabezas y seis
brazos, exactamente igual que cuando sumió el Cielo en aquella tremenda confusión.
Agitó, al mismo tiempo, la barra de hierro y ésta se multiplicó inesperadamente por
tres. Con ella comenzó a golpear como un loco en todas direcciones. Al verlo, Ba-Chie
exclamó, preocupado:
- ¡Esto va de mal en peor, hermano Sha! Parece que la desaparición de nuestro maestro
ha hecho perder el juicio a Wu-Kung. Ya ves, sin ton ni son se ha puesto a guerrear
contra el viento.
Sin embargo, el alocado combate del Peregrino sirvió para que acudieran ante él los
dioses que por allí habitaban. Todos parecían muy pobres. Tanto que no vestían más que
andrajos. Sus calzones carecían de culera y tenían las perneras totalmente
deshilachadas. En seguida se echaron rostro en tierra y dijeron:
- Aquí tenéis, Gran Sabio, a todos los dioses y espíritus de esta montaña.
- ¿Cómo es que sois tantos? - preguntó el Peregrino, sorprendido.
- Para vuestra información, Gran Sabio - contestaron ellos, sacudiendo sin cesar el
suelo con la frente -, este lugar es conocido como Montaña del Pico de Lezna de los
Diez Mil Kilómetros. A cada millar le corresponde un dios y un espíritu local, así que,
en total, somos veinte 2 las deidades que aquí residimos. Ayer mismo tuvimos noticias
de vuestra llegada, pero hasta hoy no hemos podido reunimos todos. Eso explica nuestra
tardanza en venir a daros la bienvenida. Esperamos que no nos lo toméis a mal y
perdonéis nuestra mala educación.
- De momento, estáis perdonados - trató de tranquilizarlos el Peregrino -. Pero
dejémonos de cumplidos. Deseo que me digáis el número exacto de monstruos que
habitan en esta montaña.
- Sólo uno, Gran Sabio - respondieron los dioses -. A él precisamente le debemos que
seamos tan pobres, porque, por su culpa nadie nos ofrece incienso ni papel moneda,
amén de los sacrificios de los que gozan los dioses de otras regiones. Como veis, apenas
disponemos de túnicas y a veces pasan meses enteros sin que podamos llevarnos a la
boca ni un solo grano de arroz. ¿Os imagináis cómo serían nuestras vidas, si hubiera por
aquí algún otro monstruo más?
- ¿Dónde habita esa bestia? - inquirió, una vez más, el Peregrino -. ¿En la parte
posterior o anterior de esta montaña?
- En ninguna de ellas - volvieron a contestar los dioses -. Por esta montaña discurre un
arroyuelo, conocido como el Arroyo del Pino Seco, a cuyas orillas se abre una cueva,
que lleva el nombre de Caverna de la Nube de Fuego. En ella habita un monstruo que
posee extraordinarios poderes mágicos, con los que nos esclaviza sin piedad,
forzándonos a hacer fuego, a batir los tambores, a mantener protegida su puerta y a
patrullar de noche el bosque. Por si eso fuera poco, los diablillos que moran con él
abusan de nuestra mala fortuna, obligándonos a pagarles de vez en cuando elevadísimas
sumas de dinero.
- ¿Cómo es posible? - exclamó el Peregrino, escandalizado -. ¿De dónde sacáis el
dinero, si pertenecéis a la Región de las Tinieblas?
- Así es - confirmaron los dioses -. No disponemos de una triste sapeca. De ahí que nos
veamos obligados a cazar algún ciervo que otro, con el fin de aplacar su codicia.
Cuando nos olvidamos de hacerlo, arrasan nuestros monasterios y destruyen cuanto
encuentran a su paso. Nuestra vida se ha convertido en un auténtico infierno y no
disponemos de un solo segundo de tranquilidad. Por todo ello, nos atrevemos a
suplicaros, Gran Sabio, que deis muerte a esa bestia y liberéis de su opresión a cuantas
criaturas moran en esta bienhadada montaña.
- Si visitáis con tanta frecuencia como decís su caverna - concluyó el Peregrino -, me
figuro que sabréis su nombre y su lugar de origen.
- Creemos que también vos estáis al tanto de esos extremos - contestaron los dioses con
respeto -. Es hijo del Monstruo Toro, de cuya crianza se encargó el mismísimo Raksasi.
Durante más de trescientos años se entregó a la práctica de la virtud en la Montaña del
Fuego Imperecedero, donde alcanzó la perfección del fuego de Samadhi y los
extraordinarios poderes que ahora posee. El Toro Monstruo le aconsejó entonces
afincarse en esta montaña y hacer de ella su feudo. Así, el que de niño fue conocido
como el Muchacho Rojo ahora ostenta el pomposo título de Gran Rey del Santo Niño.
Agradecido por tan valiosa información, el Peregrino despidió a los dioses y espíritus
de la montaña, volviendo a adquirir casi inmediatamente la forma que le era habitual.
De un salto se llegó hasta donde estaban Ba-Chie y el Bonzo Sha y les dijo:
- Podemos respirar tranquilos. Ese monstruo es amigo mío y estoy seguro de que no
hará el menor daño a nuestro maestro.
- ¡Vamos, no digas tonterías! - exclamó Ba-Chie, soltando la carcajada -. Tú te criaste
en el continente de Purvavideha y este lugar forma parte del de Aparagodaniya. Entre
ambos existen por lo menos diez mil kilómetros, dos océanos e incontables ríos y
cordilleras. ¿Cómo va a ser amigo tuyo?
- Acabo de entrevistarme con los dioses de esta región - explicó el Peregrino - y me han
informado de sus orígenes. Me he enterado de que es hijo del Monstruo Toro que crió
Raksasi, que de niño se llamaba el Muchacho Rojo y que ahora ostenta el pomposo
título de Gran Rey del Santo Niño. Recuerdo que cuando, hace aproximadamente
quinientos años, sumí el Cielo en una confusión total, me dediqué a recorrer los montes
más renombrados del mundo en busca de los mayores héroes de la Tierra. Con ellos,
entre los que, por cierto, se encontraba el Monstruo Toro, constituí una hermandad de
siete miembros. Yo era el más pequeño de todos y él el más grande; de ahí que siempre
le llamara hermano mayor. Dado que este monstruo es hijo suyo, deberá considerarme
como tío o, al menos, amigo de su familia. ¿Cómo va a hacer daño a nuestro maestro, si
descubre quién soy? No perdamos más tiempo y vayamos inmediatamente a hacerle una
visita.
- ¡Cuidado que eres ingenuo! - exclamó, una vez más, Ba-Chie -. ¿Acaso has olvidado
lo que dice el proverbio? «Con tres años que falte uno de casa hasta los hermanos
terminan olvidándole.» Eso sin contar con que llevas sin verle, no digo ya tres, sino
seiscientos años, y que en todo ese tiempo no habéis bebido juntos ni una sola vez. ¿Qué
clase de amigos son los que nunca se visitan ni intercambian regalos en las fiestas?
- Haces mal en catalogar a la gente de esa manera - le reprendió el Peregrino -. No en
balde otro proverbio afirma que «de la misma forma que una hoja de loto puede recorrer
la inmensidad del océano, los seres humanos pueden encontrarse más de diez mil veces
a lo largo de sus vidas». Además, aunque no me reconozca como amigo de su padre,
estoy seguro de que no se atreverá a hacer el menor daño a nuestro maestro. Vamos, que
banquetes no nos va a ofrecer ninguno, pero que va a devolvernos sano y salvo al monje
Tang.
Esperanzados por estas palabras, los tres monjes cargaron con el equipaje y se
dispusieron a buscar la ruta que habían perdido. Sin dejar de caminar día y noche, y tras
recorrer no menos de cien kilómetros, llegaron a un impresionante bosque de pinos. En
él fluía plácidamente un arroyuelo de aguas verdosas. Justamente en el punto de su
nacimiento se veía un puente de piedra que conducía a la entrada de una caverna.
- Mirad aquellas rocas - dijo a sus dos acompañantes el Peregrino -. Estoy seguro de
que es el lugar en el que vive el monstruo. Voy a llegarme hasta allí para discutir con él
de todo el asunto. ¿Quién quiere quedarse aquí cuidando del caballo y del equipaje?
Decididlo pronto, porque el otro tiene que venir conmigo.
- Te acompaño yo - se apresuró a decir Ba-Chie -. No me gusta quedarme sentado
durante mucho tiempo en un sitio, ya lo sabes.
- De acuerdo. Tú, Bonzo Sha - añadió el Peregrino -, esconde el equipaje y el caballo
en el interior del bosque y cuida bien de ellos. Mientras tanto, nosotros dos liberaremos
al maestro.
El Bonzo Sha no puso el menor reparo. Ba-Chie y el Peregrino, por su parte, cogieron
las armas y se dirigieron hacia la cueva. Por muy sagaz y maléfico que fuera el
monstruo de fuego, la Madera Madre y el Mono de la Mente formaban un tándem
prácticamente invencible.
No sabemos cómo se las arreglaron para llegar hasta la caverna. Quien quiera
averiguarlo deberá escuchar con atención las explicaciones que se brindan en el capítulo
siguiente.
CAPÍTULO XLI
No debes preocuparte del bien o el mal, el honor o la vergüenza, la verdad o la mentira, porque
el éxito, los fracasos, los afanes y el descanso vienen y van de continuo. Es preciso vivir el ritmo
de las propias necesidades y aceptar sin rechistar la suerte que a cada cual le ha correspondido,
sólo quien está tranquilo alcanza la paz absoluta e imperecedera, mientras que quien se deja
arrastrar por los afanes de la vida se convierte en presa fácil de los demonios. Con la misma
certeza con que el tiempo refresca cuando se levanta la brisa, las Cinco Fases saldrán vencedoras
de toda asechanza.
Decíamos que el Bonzo Sha se adentró en el bosque, mientras el Gran Sabio y Ba-Chie
se dirigían con paso decidido hacia la caverna. De un salto traspusieron el Arroyo del
Pino Seco, yendo a caer sobre un montón de rocas muy raras, tras las que se abría la
cueva propiamente dicha. El paisaje que se extendía ante sus ojos era, realmente,
encantador. El sendero que conducía a la entrada estaba tan sumido en el silencio que no
podía encontrarse en todo el universo un lugar mejor para meditar. A lo lejos se
escuchaban los cantos de las garzas negras, leves susurros de belleza que arrastraba el
viento. Debajo del puente fluía la placidez del arroyo, que brillaba, como una gema,
bajo la acción de los rayos del sol. La blancura de las nubes se reflejaba en su cauce,
como una dama coqueta. Los simios y las aves salvajes se movían, sin dejar de gritar,
por auténticos dédalos de flores exóticas. Las rocas aparecían vestidas de enredaderas y
hiedras, entre las que se asomaban, tímidas, las orquídeas. De las simas tapizadas de
verde surgían columnas de humo y neblinas. Los bambúes y pinos parecían saludar, con
su inmarcesible color, a los fénix. Las altas cumbres que se vislumbraban en la distancia
evocaban gigantescos biombos de piedra. No cabía duda de que aquélla era la morada
de un inmortal auténtico. El arroyo que la cruzaba nacía en la mismísima cordillera de
Kun - Lun y estaba predestinado a servir de solaz a un ser extraordinario.
El Peregrino y Ba-Chie pudieron ver en el dintel de la caverna una enorme losa de
piedra, en la que podía leerse: «Caverna de la Nube de Fuego. Arroyo del Pino Seco».
Justamente debajo de tan espléndida inscripción había un grupo de diablillos
jugueteando con espadas y lanzas. El Gran Sabio levantó la voz, al verlos, y dijo:
- ¡En, vosotros! Id inmediatamente a informar a vuestro señor que, si no accede
inmediatamente a dejar en libertad al monje Tang, acabaré con todos vosotros y
arrasaré hasta sus cimientos la caverna en la que ahora habitáis.
Los diablillos se refugiaron al instante en el interior de la caverna, cerraron de golpe los
dos portones de piedra y corrieron a comunicárselo a su señor, muy excitados:
- ¡La ruina, gran rey! ¡La desgracia se ha abatido sobre nosotros!
Después de capturar a Tripitaka y llevarle a su caverna, el monstruo le hizo desnudar, le
ató pies y manos, como si fuera un vulgar cerdo, y le dejó tirado en el patio de atrás.
Unos cuantos diablillos se encargaron pronto de lavarle con esmero, para que pudiera
ser posteriormente cocinado y devorado. En medio de esa labor estaban, cuando oyeron
los aterrados gritos de sus compañeros. Al punto dejaron lo que estaban haciendo y
corrieron a preguntarles:
- ¿Queréis decirnos de qué desgracia se trata?
- Ahí fuera - explicó uno de ellos con voz entrecortada - hay un monje con la cara
cubierta totalmente de pelo y con una voz que recuerda al trueno. Le acompaña otro,
que tiene unas orejas muy grandes y un morro muy protuberante. Ambos exigen que les
entreguemos a su maestro, un tal monje Tang. Dicen que, si no lo hacemos de
inmediato, van a terminar con todos nosotros y a destruir hasta sus cimientos esta
caverna.
- Seguro que esos que decís son el Peregrino Sun y Chu Ba-Chie - comentó el
monstruo, sonriendo despectivo -. Se ve que no son nada tontos y que saben dónde
buscar. Desde el sitio en que capturé a su maestro hasta aquí hay aproximadamente una
distancia de un ciento cincuenta kilómetros. No me explico cómo se las han arreglado
para llegar hasta aquí tan pronto.
Se volvió a continuación hacia los suyos y les ordenó:
- ¡Sacad las carretas!
Sin pérdida de tiempo unos cuantos diablillos abrieron una puerta y sacaron, no sin
esfuerzo, cinco carretas de un tamaño más pequeño. Al verlo, el Peregrino dijo a Ba-
Chie:
- ¡Vaya, menos mal! Se ve que nos han cogido miedo y han optado por mudarse a otro
sitio. Aunque... - añadió inmediatamente - ¡No! Quien se dispone a iniciar un viaje, no
coloca sus carromatos de esa forma tan rara.
Los diablillos habían puesto, en efecto, una carreta en cada uno de puntos de las Cinco
Fases - es decir, la de la madera, el metal, el fuego, el agua y la tierra -, encargándose de
su protección otros tantos guardas bien armados. Los demás corrieron al interior de la
caverna.
- ¿Está todo listo? - preguntó el monstruo.
- Así es - contestaron ellos.
- En ese caso - concluyó el monstruo -, traedme la lanza.
Los diablillos encargados de la armería trajeron al punto una lanza enorme con la
cabeza de fuego, que entregaron respetuosamente a su señor. El monstruo ni siquiera se
preocupó de ponerse una armadura. Sin otra protección que una túnica de seda
profusamente bordada, salió al encuentro de sus dos adversarios. El Peregrino y Ba-
Chie se sorprendieron de verle avanzar descalzo. Su rostro era tan blanco que parecía
como si se lo hubiera untado de polvos de arroz. Por el contrario, labios resultaban tan
carnosos y rojos que daba la impresión de que se los hubiera embadurnado de pintura
con ayuda de un pincel. Su pelo poseía la negrura de la noche, tan total y absoluta que
jamás tintorero alguno podría conseguir un tono semejante. La curvatura de sus cejas
recordaba la de la luna creciente, aunque, por su tosquedad, parecía como si hubieran
sido labradas con simples cuchillos de cortar. Los bordados de su túnica representaban
un fénix y un dragón enroscado. Su constitución era tan hercúlea como la del
mismísimo Nata, acentuada por el tamaño de su lanza flamígera. Su voz poseía algo de
la potencia del trueno en primavera, impresión que acentuaba el extraordinario brillo de
sus ojos, que, de alguna manera, recordaba el cegador fulgor del rayo. No cabía duda de
que su nombre, el Muchacho Rojo, estaba destinado a perdurar para siempre.
- ¿Se puede saber quién ha osado venir a perturbar la paz de mi morada? - preguntó con
voz potente, en cuanto se hubo encontrado en el exterior de la caverna.
- ¡Mi querido sobrino! - exclamó el Peregrino, acercándose a él con la sonrisa en los
labios -. Deja de comportarte de esa forma, por favor. Esta mañana, cuando te colgaste
de un pino haciéndote pasar por un muchacho asustadizo y débil, lograste engañar a mi
maestro pero no a mí. Pese a todo, cargué contigo de buena fe, pero tú te las arreglaste
para atrapar a mi preceptor, montándote a lomos de un viento huracanado. ¿Crees que
no tengo motivos para venir a exigirte que le pongas inmediatamente en libertad? No
puedes pretender que todo no haya sido más que un lamentable equívoco. Vamos, deja
de comportarte como un jovenzuelo sin juicio y atente a razones. No querrás entorpecer
nuestras relaciones de parentesco, ¿verdad? Si tu padre llega a enterarse de lo ocurrido,
es muy posible que me eche las culpas de todo, alegando que he abusado de un
muchacho de tu edad, cuando, en realidad, ha sido todo lo contrario.
- ¡Maldito mono! - replicó el monstruo, enfurecido -. ¿Quieres explicarme qué
relaciones de parentesco me atan a ti? ¿A qué viene todo ese cuento y, sobre todo, por
qué me llamas sobrino?
- Se ve que no estás enterado de nada - contestó el Peregrino -, Hace muchísimo
tiempo, cuando tú aún no habías nacido, tu padre y yo sellamos un pacto de hermandad.
¿No lo sabías?
- ¡Este mono lo único que hace es decir tonterías! - bramó el monstruo -. ¿Cómo vamos
a ser familiares, si procedemos de lugares totalmente distintos? Además, ¿quieres
explicarme con más detalle eso del pacto de hermandad?
- Con mucho gusto - respondió el Peregrino -. Yo soy Sun Wu-Kung, el Gran Sabio,
Sosia del Cielo. Hace aproximadamente quinientos años sumí el Cielo en una tremenda
confusión, pero antes de eso viajé con frecuencia por los Cuatro Grandes Continentes.
En toda la Tierra no hubo un solo lugar en el que no pusiera el pie. Para mi era entonces
de vital importancia entrar en contacto con personas de valor y aureoladas de heroísmo.
Por aquella época tu padre, el Monstruo Toro, se hacía llamar el Gran Sabio, Reflejo del
Cielo. Junto con otros cinco héroes constituimos una hermandad, cuya primacía ostentó
precisamente él. El segundo lugar le correspondió al Monstruo Dragón, que adoptó el
título de Gran Sabio, Señor del Océano. El tercero fue para el Monstruo Garuda, que se
hizo llamar Gran Sabio, Unido al Cielo. El cuarto lo ocupó un León, que se arrogó el
rango de Gran Sabio, Señor de la Montaña, El quinto correspondió a un Monstruo
femenino, que se hizo llamar Gran Sabio de la Brisa Serena. El sexto estuvo reservado
para un Simio Gigante, que se apropió el título de Gran Sabio, Azote de los Dioses.
Finalmente, a mí, el Gran Sabio, Sosia del Cielo, me correspondió el séptimo y último
lugar, ya que era el más pequeño de todos y no superaba a nadie en tamaño. En aquella
época, de las más felices de mi vida, por cierto, tú ni siquiera habías nacido.
El Monstruo se negó a creer semejante historia y lanzó contra el Peregrino un terrible
lanzazo de fuego. Afortunadamente, Wu-Kung era un luchador experto y logró parar a
tiempo el golpe, haciéndose a un lado y levantando oportunamente la barra de hierro.
- ¡Maldita bestia! - bramó, enfurecido -. Eres tan tonto que no sabes distinguir al amigo
del enemigo. Eso te va a costar probar el sabor de mi barra.
- ¡Mono engreído! - gritó, a su vez, el monstruo, deteniendo el golpe de su adversario -.
¡No sabes lo que dices! ¡Eres tú el que debes guardarte de mi lanza!
Los dos parecieron olvidar de pronto la relación familiar, de la que decían ser esclavos.
Valiéndose de la magia, se elevaron hasta el límite mismo del firmamento, donde se
enfrascaron en una lucha, en verdad, espléndida. Si grande era la fama del Peregrino, la
del monstruo no le iba a la zaga. A los golpes de la barra de los extremos de oro
respondía con no menos efectividad la lanza de la hoja de fuego. El fragor de la batalla
era tal que la neblina se extendió por las Tres Regiones y los cuatro puntos cardinales se
vieron sumidos en una oscuridad total. Los golpes resonaban en el firmamento, como
una campana en el interior de una bóveda. Estremecidos, el sol, la luna y las estrellas
dejaron de emitir luz. Era tal el odio y el desprecio que embargaba a los dos
contendientes que en ningún momento intercambiaron una sola palabra. Su lucha estaba
impregnada de una fiereza salvaje que hacía caso omiso de todas las normas. La barra
descargaba golpes cada vez más certeros, que la lanza detenía con increíble precisión.
No podía ser de otra forma, ya que uno de los guerreros era el mismísimo Gran Sabio, y
el otro el joven Sudhana 1. Ambos estaban empeñados en conseguir la victoria, porque
el premio no era otro que el monje Tang en persona.
Más de veinte veces cruzaron sus armas el monstruo y el Gran Sabio, pero el resultado
de la batalla permanecía tan incierto como al comienzo de la misma. Chu Ba-Chie se
percató, sin embargo, de que las cosas no iban tan bien como debieran para el Peregrino.
El monstruo, de hecho, no hacía más que parar los golpes, renunciando a tomar la
iniciativa. El Peregrino, por su parte, hacía todo el desgaste, aunque era un luchador
experimentado y todos sus ataques iban dirigidos contra la cabeza de su adversario. Eso
hizo pensar a Ba-Chie:
- ¡Qué astucia la del Peregrino! Está tratando de atraer a la bestia lo más cerca posible,
para descargar después sobre ella todo el peso de su barra. Eso aumentará aún más su
fama y su mérito será tan grande como el de los héroes más renombrados de toda la
historia ¿Por qué no voy a sacar yo también partido de su ventaja?
Sin pensarlo dos veces, levantó el tridente cuanto pudo y lo dejó caer con fuerza sobre
la cabeza del monstruo. Comprendiendo que lo tenía todo perdido, la bestia se dio
media vuelta y escapó a toda prisa, arrastrando la lanza de fuego.
- ¡Persíguelo! ¡No le dejes escapar! - urgió el Peregrino a Ba-Chie.
Los dos corrieron tras él, pero, al llegar a la puerta de la caverna, le vieron de pie sobre
una de las carretas, la que estaba justamente colocada en el centro. Con una mano
sostenía la lanza de fuego, mientras no cesaba de darse con la otra una lluvia de
puñetazos en las narices.
- ¡Vergüenza debería darle! - exclamó Ba-Chie, soltando la carcajada -. ¿Has visto lo
que está haciendo? Quiere destrozarse la nariz, para acusarnos de crueldad ante el
primer tribunal que encuentre a mano. El muy condenado sabe muy bien que los jueces
sólo hacen caso a la sangre. De ahí su interés en empezar a sangrar como un cerdo.
Tras propinarse un par de puñetazos más, el monstruo recitó un conjuro e
inmediatamente brotó de su boca una oleada de fuego y de sus narices una densa
columna de humo. Lo más sobrecogedor, no obstante, fue que de las otras cuatro
carretas manó, igualmente, un torrente de fuego, que se elevó hacia lo alto, borrando de
la vista todo el paisaje. Muerto de miedo, Ba-Chie gritó al Peregrino:
- ¡Esto se está poniendo realmente feo! Si se vuelve contra nosotros esa enorme masa
de fuego, no podremos hacer nada por escapar. Yo terminaré de seguro en su mesa bien
churruscadito y esmeradamente sazonado. ¡Hay que huir cuanto antes, si queremos
salvar el pellejo!
No había acabado de decirlo, cuando ya estaba al otro lado del arroyo, sin preocuparse
para nada de la suerte que pudiera correr el Peregrino. Afortunadamente, éste conocía
un conjuro para repeler el fuego y se lanzó, decidido, a aquel mar de llamas, tratando de
echar mano a la bestia. El monstruo no se arredró al verle. Al contrario, lanzó dos
bocanadas más de fuego y el incendio adquirió proporciones realmente extraordinarias.
Era tal el calor que despedía que la tierra se puso tan roja como el hierro fundido y el
cielo a punto estuvo de desplomarse. Era como una enorme rueda que girara de
continuo o un inmenso río de pavesas que fluyera sin interrupción de este a oeste. Nada
tenía que ver este fuego con el de Suei - Ren ni con el que utilizaba Lao-Tse para
purificar su elixir. Su origen no era celeste, aunque tampoco podía afirmarse que fuera
profano. Samadhi enseñó al monstruo a dominarlo, para que pudiera alcanzar la
perfección absoluta. Las carretas poseían una íntima relación con cada una de las Cinco
Fases a las que todo cuanto existe debe su origen. La madera del hígado 2 aviva el fuego
del corazón, que, a su vez, calma la tierra del bazo, del que surge el metal, que termina
transformándose en agua 3. El agua engendra la madera y, de esta forma, se ve
concluido el círculo mágico. El fuego es el origen de todos los cambios. Por eso, todo
crece y evoluciona, cuando el sol se pasea, majestuoso, por los cielos. El monstruo sabía
de estos procesos a través de las enseñanzas Samadhi, de ahí que fuera el señor más
poderoso de todo el Oeste.
El humo y las llamas alcanzaron tal intensidad que el Peregrino no podía ver con
claridad el camino que conducía a la caverna, cuánto menos dar con el monstruo. Se
dio, pues, media vuelta y abandonó de un salto aquel mar de fuego. El monstruo dejó de
avivarlo al instante y se retiró triunfal al interior de la cueva, seguido de sus diablillos.
En cuanto se hubieron cerrado las puertas de piedra, se sentaron todos a la mesa y
celebraron con grandes muestras de alegría la victoria de su señor.
Desalentado, el Peregrino volvió a cruzar el Arroyo del Pino Seco. Al ver que Ba-Chie
estaba hablando tranquilamente con el Bonzo Sha, perdió los estribos y exclamó,
malhumorado:
- ¿Qué clase de hombre eres tú? ¿Es que no tienes ni siquiera una pizca de decencia?
¿Tan aterrado estabas que decidiste dejarme a mi suerte, prefiriendo huir como un
cobarde? ¡Menos mal que sé arreglármelas bien solo, de lo contrario ahora estaría más
chamuscado que un tizón!
- Comprendo - trató de disculparse Ba-Chie -. Tenía razón ese monstruo, cuando dijo
que desconocías por completo las normas que rigen la conducta social. Con razón
afirmaban los antiguos que «quien se ajusta a las normas puede ser considerado como
un héroe». Era claro que el monstruo no quería saber nada de amistades ni parentescos;
sin embargo, tú insististe, erre que erre, en hablar de ello. Es más, cuando dejó escapar
todas esas llamas, en vez de buscar en seguida protección, corriste a pelear con él. ¿Qué
querías que hiciera yo? ¿Que me quedara allí tan tranquilo, viendo cómo se me
chamuscaban las piernas?
- ¿Qué opinas de ese monstruo? - preguntó el Peregrino.
- Que sus poderes son mucho menores que los tuyos - contestó Ba-Chie.
- ¿Y su forma de manejar la lanza? - insistió el Peregrino -. ¿Qué opinión te merecen
sus cualidades guerreras?
- No son gran cosa - respondió Ba-Chie -. Cuando vi los apuros que estabas pasando,
decidí que había llegado el momento de intervenir y me lancé a la refriega. Lo que
menos esperaba es que fuera a replegarse con tanta rapidez. ¿De dónde sacaría esa
bestia tanto fuego?
- No debiste entrometerte - le regañó el Peregrino -. De haber durado la lucha un poco
más, le habría asestado el golpe de gracia. Las precipitaciones no son buenas para nada.
Los dos continuaron comentando con tanto entusiasmo las incidencias de la lucha que
el Bonzo Sha no pudo por menos de soltar la carcajada. Sorprendidos, se volvieron
hacia él y, al verle apoyado tranquilamente contra un árbol, el Peregrino le preguntó,
molesto:
- ¿A qué viene tanta risa? Si eres capaz de atrapar tú sólito a ese monstruo de fuego, te
lo agradeceremos mucho. No pienses que vamos a oponernos a que cruces con él tus
armas. Como muy bien afirma el proverbio, «para hacer una pelota, sólo se precisa de
un cuantas plumas». Te aseguro que, si logras liberar a nuestro maestro, el mérito será
exclusivamente tuyo.
- Yo soy incapaz de apresar a ningún monstruo - confesó el Bonzo Sha -. Si me río es
porque parecéis niños discutiendo.
- ¿Qué quieres decir? - inquirió el Peregrino.
- Según vosotros - explicó el Bonzo Sha -, ese monstruo posee un conocimiento de las
tácticas militares bastante rudimentario. Si hasta ahora os ha mantenido a raya, ha sido
porque es un auténtico maestro con el fuego. Quisiera recordaros, a ese respecto, que las
Cinco Fase se compenetran y anulan mutuamente. ¿Por qué no echáis mano de ese
principio para contrarrestar la influencia de las llamas?
- ¡Tienes razón! - exclamó el Peregrino con el rostro iluminado -. Tan obsesionados
estábamos con nuestra superioridad táctica que no habíamos reparado en ese principio.
No hay, en efecto, nada mejor para combatir el fuego que el agua. Es preciso que
encontremos cuanto antes una fuente de la que mane en abundancia. De esa forma,
podremos liberar a nuestro maestro en un abrir y cerrar de ojos.
- Así es - confirmó el Bonzo Sha.
- ¿A qué esperamos, entonces? - volvió a exclamar el Peregrino -. Vosotros dos
quedaos aquí y tratad de evitar a toda costa un enfrentamiento directo con esa bestia.
Por mi parte, voy a llegarme hasta el Océano Oriental con el fin de solicitar la ayuda de
un regimiento de soldados - dragones. Con su colaboración apagaremos ese fuego y
devolveremos la libertad a nuestro maestro.
- Marcha cuanto antes y no pierdas más tiempo, por favor - le urgió Ba-Chie -. Por
nosotros no te preocupes. Sabemos cuidarnos.
El Gran Sabio montó en una nube y no tardó en llegar al Océano Oriental. El paisaje
era, en verdad, espléndido, pero estaba demasiado ocupado para detenerse a
contemplarlo. Valiéndose de la magia para hendir las aguas, se abrió camino entre ellas
con inesperada facilidad. Al poco rato se topó con un yaksa, que se hallaba de patrulla y
que regresó a toda prisa al Palacio de Cristal de Agua a informar al Rey Dragón de la
inesperada llegada del Gran Sabio. Ao - Kuang llamó a todos sus hijos y nietos y salió a
la puerta, escoltado por un contingente de gambas-soldado capitaneadas por un cangrejo
- teniente, a dar la bienvenida a visitante tan ilustre. Tras los saludos de rigor, el
Rey hizo servir el té, pero el Peregrino lo rechazó, diciendo:
- No tengo tiempo para eso. El asunto que me trae aquí es de vital importancia y espero
que os dignéis prestarme vuestra inestimable ayuda. Como quizás sepáis, mi maestro se
ha embarcado en un viaje con destino al Paraíso Occidental. Su intención es hacerse con
los escritos de Buda. Al pasar junto a la Caverna de la Nube de Fuego, que se halla
enclavada a orillas del Arroyo del Pino Seco, nos salió al encuentro un monstruo
conocido como el Muchacho Rojo, aunque él prefiere ser llamado Santo Niño. He de
reconocer que es extremadamente imaginativo y que, valiéndose de mil argucias, logró
apoderarse de mi maestro. Eso me forzó a llegarme hasta su puerta y a enfrascarme con
él en una desigual batalla, ya que es un maestro en el dominio del fuego. Tras no pocas
cavilaciones caí en la cuenta de que las llamas son impotentes contra el agua y decidí
venir a solicitar vuestra ayuda. Para que el monje Tang pueda ser liberado garras de esa
bestia, es preciso que vos desatéis una tormenta sobre el lugar que mora, neutralizando,
así, el poder destructor de las llamas de que se vale para aterrorizar a toda la comarca.
- Si lo que deseáis es lluvia - contestó el Rey Dragón -, habéis acudido al lugar menos
indicado para ello.
- ¿Cómo decís? - protestó el Peregrino -. Vos sois el Rey Dragón de los Cuatro
Océanos y os compete, por tanto, distribuir la lluvia y el rocío. No hay nadie más
capacitado que vos para llevar a cabo el plan que tengo en mente.
- Es cierto que la lluvia se cuenta entre una de mis responsabilidades - admitió el Rey
Dragón -, pero no puedo repartirla como a mí me dé la gana. Para eso es necesario
recibir una orden del Emperador de Jade, en la que se especifique con toda claridad el
lugar, la hora, la cantidad y la duración de las precipitaciones. Ese documento es
redactado por tres funcionarios imperiales y me debe ser entregado en mano por la
Estrella Polar en persona. Una vez en mi poder, tengo la obligación de comunicárselo al
Dios del Trueno, a la Madre del Rayo, al Tío del Viento 4 y hasta al mismísimo Joven de
las Nubes, pues, como muy bien afirma el proverbio, «sin la cooperación de las nubes,
el dragón es incapaz de moverse».
- Yo no necesito viento, ni nubes, ni rayos, ni truenos - exclamó el Peregrino,
impaciente, sino un poco de agua de lluvia.
- Aun así, me temo que no podré complaceros - anunció el Rey Dragón -, porque para
ello precisaré del concurso y beneplácito de mis tres hermanos. Eso sí, si ellos acceden a
ayudaros, tened por seguro que todo el mérito será exclusivamente vuestro.
- ¿Dónde puedo encontrar a vuestros hermanos? - volvió a preguntar el Peregrino.
- En sus respectivos palacios - respondió el Rey Dragón -. A Ao - Chin en el del
Océano Austral, a Ao - Shun en el del Océano Septentrional, y a Ao - Jun en el del
Océano Occidental.
- Si tengo que ir a tantos sitios - concluyó el Peregrino, riendo -, prefiero acudir
directamente al Emperador de Jade y pedirle una orden de tormenta.
- No es necesario que lo hagáis, Gran Sabio - trató de tranquilizarle el Rey Dragón -.
Cuando deseamos reunimos, mis hermanos y nos batimos un tambor de hierro y
tañemos una campana de oro que todos poseemos, y al punto acudimos al lado de quien
lo solicite.
- En se caso - replicó el Peregrino, más animado -, desearía que batierais el tambor y
tañerais la campana sin pérdida de tiempo.
Al poco tiempo de hacerlo, se presentaron los tres Reyes Dragón y preguntaron,
visiblemente alarmados, a su hermano mayor:
- ¿Se puede saber por qué nos has hecho venir con tanta precipitación?
- El Gran Sabio ha acudido a nosotros en busca de ayuda - explicó Ao - Kuang -.
Necesita un fuerte aguacero para poder dominar a un monstruo.
El Peregrino les relató en seguida los motivos que le habían inducido a realizar
semejante petición. Lo hizo con tanta prosapia que todos aceptaron al punto prestarle la
ayuda que precisaba. Sin pérdida de tiempo hicieron llamar a un tiburón de aspecto
feroz y le encomendaron el mando de todo el ejército. La vanguardia le fue confiada a
un sábalo de enorme boca y reconocida bravura. Las carpas, famosas por sus cualidades
como mariscales de campo, saltaban, enérgicas, de ola en ola, mientras las bremas, las
virreinas del mar, arrojaban por sus bocas neblinas y brisas. En el este las caballas,
grandes mariscales del océano, se pasaban unas a otras el santo y seña; en el oeste los
atunes, severos comandantes de las aguas, gritaban sus órdenes a la tropa; en el sur las
sirenas de ojos rojizos marcaban el ritmo del avance del ejército con sus sensuales
movimientos de incansables bailarinas; en el norte se veían los ampulosos gestos de
aguerridos generales que lucían armaduras negruzcas; y, finalmente, en el centro los
esturiones, sufridos sargentos del medio acuático, tomaban posesión de sus mandos.
Valerosos eran los soldados que acudían en tropel desde los cinco puntos cardinales. La
tortuga de mar, sumamente inteligente y astuta, daba muestra de las cualidades que
habían hecho de ella el supremo canciller del océano. Como consejeros, tenía a su cargo
una enorme legión de galápagos, tan maquinadores y sutiles como ella. Las iguanas, que
ostentaban el cargo de ministros, no dejaban de dar pruebas inequívocas de su poca
fidelidad y de su mucha inteligencia práctica. ¡Qué lejos estaban de su manera de
entender la vida las sufridas tortugas de arena, muy bien dotadas para la lucha, que
tenían el cargo de comandantes! El grueso del ejército estaba constituido por cangrejos
guerreros, que caminaban de lado, blandiendo orgullosos espadas y lanzas; gambas -
amazonas que se desplazaban hacia delante saltando graciosamente, sin dejar caer sus
pesados arcos; y soldados marinos de mil y una especie.
De tan impresionante momento tenemos un poema, que afirma:
Con gusto accedieron a ayudar al Gran Sabio, Sosia del Cielo los Reyes Dragón de los Cuatro
Océanos. La mala fortuna de Tripitaka aconsejó la búsqueda inmediata de agua para poder
apagar el fuego destructor.
CAPÍTULO XLII
CAPITULO XLIII
Vuestro indigno sobrino, la Iguana Limpia, toca, en señal de respeto, cien veces seguidas el
suelo con la frente y os hace llegar todo el cariño que siente por tan respetable señor. Son tantos
los beneficios que de vuestra generosidad he recibido no podré devolvéroslos, aunque viva más
de mil existencias. La suerte, sin embargo, me ha sonreído últimamente, trayéndome ante mi
puerta a dos monjes procedentes de las Tierras del Este. Se trata de especimenes únicos en el
mundo y no he creído conveniente disfrutar yo solo de ellos, particularmente sabiendo que
vuestro cumpleaños está cerca. He decidido, por tanto, ofrecéroslos en un banquete, pues no
dudo que su carne tiene la virtud de aumentar en más de mil años la vida de quien tenga la suerte
de probarla. Espero tener el honor de gozar del placer de vuestra compañía.
- ¡Qué tipo! - exclamó el Peregrino, sonriendo -. ¡Menos mal que este escrito ha caído
primero en mis manos; si no, estaba aviado!
Metió la invitación en una de las mangas y continuó caminando. No tardó en ser
avistado por un yaksa que se hallaba patrullando las aguas. A toda prisa regresó al
Palacio de Cristal de Agua a informar al señor:
- Acaba de llegar el Gran Sabio, Sosia del Cielo.
El Dragón Ao - Jun se levantó al punto del trono y salió, seguido de todos los suyos, a
dar la bienvenida a tan distinguido visitante.
- Pasad, Gran Sabio, y tomad asiento - dijo en tono cortés -. Me gustaría tomar el té
juntos.
- Yo - replicó el Peregrino - aún no he probado vuestro té, mientras que vos habéis
saboreado ya mi vino.
- ¡Vamos, Gran Sabio! - exclamó el dragón, sonriendo -. Vos sois ahora un servidor de
Buda y no os está permitido probar ni licor ni carne. ¿Se puede saber cuándo me habéis
invitado a beber?
- No he querido decir que hayamos bebido juntos - explicó el Peino -, sino que habéis
cometido un crimen, de alguna manera, relacionado con la bebida.
- ¿De qué se trata? - preguntó el dragón, alarmado.
Ni ti corto ni perezoso, el Peregrino sacó la invitación y se la puso en sus manos. El
dragón la leyó a toda prisa y sintió cómo le abandonaban las fuerzas. En el culmen de su
abatimiento se dejó caer de rodillas y empezó a golpear el suelo con la frente, al tiempo
que decía:
- ¡Perdonadme, Gran Sabio! El autor de esa carta es el noveno hijo de mi hermana. Su
padre cometió un error de cálculo a la hora de dejar sueltos los vientos y esparcir la
lluvia, por lo que fue condenado por los jueces celestes a morir decapitado en un sueño
a manos de Wei Cheng. Mi hermana no tenía adónde acudir y yo me hice cargo de ella.
Hace dos años cogió una extraña enfermedad y murió dejando huérfano a ese pobre
muchacho. Como no tenía ningún feudo, aconsejé que fuera al Río Negro y allí se
dedicara a la práctica de la virtud, para que pudiera convertirse en un auténtico inmortal.
Jamás sospeché que pudiera cometer crímenes tan espantosos como los que aquí se
mencionan. Ahora mismo voy a enviar a alguien a arrestarle.
- ¿Cuántos hijos tuvo vuestra hermana? - preguntó el Peregrino ¿Se ha convertido
alguno en monstruo a lo largo de estos años?
- En total trajo al mundo nueve - contestó el dragón - y puedo aseguraros que ocho son
virtuosos en extremo. El mayor, llamado Pequeño Dragón Amarillo, habita en el Río
Hwai; el segundo que responde al nombre de Pequeño Dragón Negro, vive en el Río
Chi, el tercero, el Dragón de la Espalda Azulada, mora en el Río Yang - Tse; el cuarto,
el Dragón del Vello Rojo, tiene establecida su morada en el Río Amarillo; el quinto, el
Dragón Infructuoso, es el encargado de tañer la campana al Patriarca Budista; el sexto,
por su parte, el Dragón de la Bestia Acostada, tiene la responsabilidad de proteger los
aleros del palacio del Patriarca Taoísta; el séptimo, el Dragón Respetuoso, tiene a su
cargo la protección de los arcos conmemorativos del Emperador de Jade; y, por último,
el octavo, el Dragón Serpiente de Mar, reside en el palacio de mi hermano mayor,
estando encargado de proteger el monte Tai - Yüar, que se alza en la provincia de
Shanshi. A su noveno hijo ya le conocéis: el Dragón Iguana. En principio no le fue
asignado ningún cargo oficial, motivo por el que, como acabo de deciros, fue enviado al
Río Negro a perfeccionar su naturaleza mortal. Tenía pensado trasladarse a un puesto de
mayor responsabilidad, en cuanto hubiera avanzado lo suficiente por ese camino. Lo
que no imaginé jamás es que fuera a desobedecerme, ofendiéndoos de la forma en que
lo ha hecho.
- ¿Cuántos esposos tuvo vuestra hermana? - preguntó el Peregrino, sonriendo con cierta
malicia.
- Sólo uno - respondió Ao - Jun -, el Dragón del Río Ching, que, como acabo de
informaros, murió decapitado. Durante toda su viudez mi hermana residió conmigo,
muriendo alrededor de hace dos años.
- ¿Cómo es posible que de una esposa y un marido haya salido una descendencia tan
distinta y variopinta? - inquirió el Peregrino.
- Eso es precisamente lo que afirma el proverbio - contesto Jun -: «Un dragón puede
tener hasta nueve hijos tan diferentes entre sí como el sol y la luna».
- He confesar - reconoció el Peregrino - que estaba tan furioso que ahora mismo iba a
presentar una querella contra vos ante la Corte Celestial, aportando esta invitación como
prueba. Tenía pensados ya los de conspiración y secuestro. Ahora veo que la culpa no es
vuestra, de ese jovenzuelo, que se ha negado abiertamente a obedecer vuestras órdenes.
Por esta vez os perdono, habida cuenta de la amistad que me une a vos y a vuestros
hermanos y considerando, además, que ese dragón es joven y, por lo que se ve, bastante
irreflexivo. Sin embargo, es preciso que enviéis cuanto antes a alguien a arrestarle y a
liberar a mi maestro. Cuando lo hayáis hecho, decidiremos el siguiente paso a seguir.
Ao - Jun mandó venir al príncipe Mo - Ang y le ordenó:
- Coge a quinientos de nuestros mejores soldados y parte inmediatamente a arrestar a la
iguana. Mientras lo haces, que alguien prepare un banquete para el Gran Sabio. No en
balde le debemos una disculpa.
- No necesitáis ser tan cortés conmigo - replicó el Peregrino -. Ya os he dicho que no
siento hacia vos la menor animadversión. No es preciso, por tanto, que os molestéis.
Creo que lo mejor será que acompañe a vuestro hijo, pues estoy muy intranquilo por la
suerte de mi maestro. Eso sin contar con que uno de mis hermanos me está esperando.
El dragón insistió en lo del banquete, pero, al comprender que el Peregrino estaba
dispuesto a marcharse, ordenó a una de sus hijas que trajera un poco de té. Era muy
aromático y el Peregrino no pudo resistirse a una taza. Tras despedirse del viejo dragón,
se dirigió hacia Río Negro, acompañado de Mo - Ang, llegando en un abrir y cerrar ojos
a sus orillas.
- Tened cuidado, príncipe - le aconsejó el Peregrino -. Mientras cumplís con vuestro
deber, yo voy a salir del agua.
- No os preocupéis por mí, Gran Sabio - trató de tranquilizarle Mo - Ang -. En cuanto
haya arrestado a ese monstruo, le conduciré a vuestra presencia y vos mismo os
encargaréis de juzgarle. De todas formas, prometo no regresar al lado de mi padre, hasta
que no haya puesto en libertad a vuestro maestro.
Satisfecho de su forma de hablar, el Peregrino se despidió de él y, tras hacer con los
dedos un signo para apartar las aguas, saltó a la margen oriental del río, donde fue
recibido por el dios y el Bonzo Sha, que preguntó, sorprendido:
- ¿Cómo es que partisteis por el aire y ahora regresáis por el agua?
El Peregrino sonrió y les explicó cómo había dado muerte al pez mensajero, cómo se
había hecho con la invitación, cómo había puesto en evidencia al Rey Dragón y cómo
había conseguido que éste mandara una expedición de castigo. El Bonzo Sha estaba
fuera de sí de contento y se puso a esperar, impaciente, la vuelta de su maestro.
El príncipe Mo - Ang, mientras tanto, envió un soldado al palacio del monstruo a
decirle:
- Acaba de llegar el príncipe Mo - Ang por encargo del respetable Rey Dragón del
Océano Occidental.
El monstruo estaba sentado en el interior y, al oír tan inesperado anuncio, se dijo:
- ¡Qué raro! Por medio de uno de mis peces negros envié una invitación a mi tío y
todavía no he obtenido ninguna respuesta. ¿Por qué habrá enviado a uno de mis primos,
en vez de venir él personalmente?
Mientras deliberaba consigo mismo de esa forma, se presentó uno de los diablillos que
se hallaban patrullando el río y le informó, sobresaltado:
- Hay acampado un ejército al oeste de vuestro palacio. Según parece, pertenece a
vuestra familia, porque en uno de los estandartes puede leerse con toda claridad:
«Mariscal Mo - Ang, príncipe heredero del Océano Occidental».
- ¡Cuidado que es engreído este primo mío! - exclamó el monstruo -. Me figuro que su
padre está muy ocupado y, por eso, ha enviado a ese fantoche. Sin embargo, no
comprendo por qué ha venido acompañado de todos sus soldados y guerreros. Al fin y
al cabo, se trata simplemente de un banquete. Por fuerza tiene que existir alguna otra
razón. Opino que, por si acaso, no estaría de más que me trajerais la armadura y la fusta
de acero. Quien comanda un ejército siempre termina lanzando sus huestes al ataque.
Voy a salir a darle la bienvenida y a ver qué es lo que, en definitiva, quiere.
Sin que nadie les dijera nada, los diablillos se aprestaron también para la lucha. En
cuanto abrieron las puertas del palacio, la iguana comprobó que, en efecto, a la derecha
del mismo había acampado un ejército de bravos soldados marinos. Los estandartes
ondeaban al ritmo que les marcaban las aguas, las lanzas formaban un bosque de acero,
las espadas reflejaban la luz que llegaba hasta aquellas profundidades, los arcos
recordaban la curvatura de la luna, las flechas destacaba como dientes de lobos
hambrientos, las enormes cimitarras emitían rayos que se adivinaban mortales, y las
porras daban cuenta de su acerada efectividad. El ejército estaba compuesto por
serpientes marinas ostras, ballenas, cangrejos, tortugas, gambas y peces de toda clase y
tamaño. Su porte era marcial y mostraban, orgullosos, sus mortíferas y bien cuidadas
armas. Su formación era tan perfecta que ninguno sobresalía un solo milímetro de los
demás.
Impertérrita, la iguana se dirigió hacia la entrada del campamento y levantando la voz,
dijo:
- Vuestro primo os da la bienvenida y os suplica respetuosamente le hagáis el honor de
compartir su humilde morada.
Uno de los caracoles que se hallaba de patrulla corrió a la tienda del joven dragón a
informarle:
- La iguana está ahí fuera, llamándoos a voz en grito, majestad.
Tras ajustarse el casco de oro y el cinturón de jade, el príncipe tomó su garrote de tres
picos y, dando grandes zancadas, salió a la puerta del campamento, donde preguntó en
tono arrogante:
- ¿Se puede saber para qué me has mandado salir?
- Esta mañana - contestó la iguana, inclinando la cabeza - envié a vuestro padre una
invitación y doy por supuesto que, al ser muchas sus obligaciones, os ha enviado a vos
en su lugar. Sin embargo, ¿por qué habéis traído a vuestras tropas, si se trata
simplemente de un banquete? Perdonadme, pero no acabo de entender por qué, en vez
de entrar en mi humilde palacio, acampáis delante de él. Es más, salís a mi encuentro
con la armadura ceñida y un arma mortal en vuestras manos. ¿A qué obedece semejante
despliegue de fuerza?
- ¿Quieres decirme qué te indujo a invitar a venir a tu tío? - preguntó, a su vez, el
príncipe.
- Por supuesto que sí - respondió la iguana -. A él le debo cuanto soy y eso es algo que
no olvidaré jamás. Además, hace muchísimo tiempo que no le veo y quería expresarle
todo el cariño que por él siento, invitándole a participar de lo único valioso que poseo.
El caso es que ayer cayó en mi poder un monje procedente de las Tierras del Este, que,
según tengo entendido, se ha dedicado a la práctica de la virtud durante diez
reencarnaciones seguidas. Es tan especial que, si alguien prueba su carne, verá alargada
considerablemente su vida. Ése es el motivo por el que deseaba ofrecérsele a mi
respetable tío con motivo de su cumpleaños.
- ¡Cuidado que eres irresponsable! - le echó en cara el príncipe -. ¿Sabes quién es ese
monje?
- Sí - admitió la iguana -. Proviene de la corte de los Tan y se dirige hacia el Paraíso
Occidental en busca de escrituras sagrada
- Ya veo que conoces algo de él - comentó el príncipe -. Pero ¿qué me dices de sus
discípulos?
- Uno se llama Chu Ba-Chie y tiene el morro muy protuberante - contestó el monstruo -
. Ha caído también en mí poder y tenía pensado servirle al mismo tiempo que al monje
Tang. Otro responde al nombre de Bonzo Sha, un tipo cetrino y de aspecto un tanto
siniestro, que posee un báculo muy especial. Precisamente vino a exigirme ayer
liberación de su maestro y le eché del río a cajas destempladas. Me bastaron unos
cuantos golpes de esta fusta para hacerle huir como un cobarde. ¿Quieres explicarme
qué tienen de especial esos dos tipos?
- ¡Qué mal informado estás! - exclamó, despectivo, el príncipe - El monje Tang tiene
otro discípulo; el Gran Sabio, Sosia del Cielo, un inmortal de la Gran Mónada, que hace
aproximadamente quinientos años sumió el Palacio Celeste en una gran confusión.
Ahora se ha convertido en el guardián del monje Tang en su intento de llegar al Paraíso
Occidental y hacerse con las escrituras sagradas. Actualmente responde al nombre de
Peregrino Sun Wu-Kung, pues fue convertido personalmente por la misericordiosa
bodhisattva Kwang-Ing, que habita en la Montaña Potalaka. ¿Cómo se te ha ocurrido
hacer lo que has hecho? ¿Acaso no sabes que el Peregrino Sun acabó con tu mensajero,
tomó la invitación y la llevó personalmente al Palacio de Cristal de Agua, acusándonos
a mi padre y a mí de conspiración y secuestro? Te aconsejo, por tanto, que dejes
marchar a Ba-Chie y al monje Tang, para que el Gran Sabio Sun olvide sus querellas y
la paz pueda seguir reinando en estas aguas. Si quieres seguir con vida, bastará con que
le pidas disculpas. Te aseguro que, si te niegas a hacerlo, serás arrojado del lugar que
ahora habitas y caerás en poder de la muerte.
- ¿Cómo te atreves a decirme eso tú, que perteneces a mi misma familia? - bramó el
monstruo, enfurecido -. ¡Es increíble que te pongas de parte de alguien totalmente ajeno
a nosotros! ¡Estás loco, si crees que voy a dejar marchar al monje Tang así como así!
¿Cuándo se ha visto en el mundo semejante cosa? Es posible que ese tan Sun Kung te
produzca un miedo terrible, pero ¿quién te ha dicho que yo sea tan cobarde como tú? Si
posee tantos poderes como afirmas, que venga aquí y lo demuestre. Te prometo que, si
me resiste tres ataques, pondré inmediatamente en libertad a su maestro. Pero, si falla,
que se vaya despidiendo de esta vida, porque le echaré también el guante y le cocinaré
después al vapor. Te aseguro que esta vez no enviaré ninguna carta a mis parientes.
¿Quién me mandará invitar a quien no sabe apreciar lo que vale un banquete? Cerraré
las puertas de mi palacio y ordenaré a mis subalternos que canten y bailen, mientras yo
ocupo el puesto de honor y como lo que me dé la gana. ¡Nadie me impedirá jamás que
pruebe la carne de ese monje!
- ¡Monstruo ignorante! - exclamó el príncipe -. Jamás he visto a nadie más inconsciente
que tú. ¿Qué quieres? ¿Enfrentarte cara a cara con él?
- ¿Piensas que iba a ponerme a temblar? - replicó el monstruo. Se volvió después a sus
subordinados y les ordenó -: ¡Traedme la armadura!
Los diablillos que estaban tanto a su derecha como a su izquierda le ajustaron la
armadura y le hicieron entrega de la fusta de acero. Viendo que todo era inútil, los dos
primos se dieron la vuelta y ordenaron a los suyos que hicieran sonar los tambores. La
batalla que a continuación tuvo lugar fue totalmente diferente de la que horas antes
había protagonizado el Bonzo Sha. Las banderas y estandartes ondeaban, orgullosos,
compitiendo en gallardía con las lanzas y hachas de guerra. Las puertas del palacio se
abrieron de par en par, mientras se levantaba a toda prisa el campamento. La iguana y el
príncipe Mo - Ang no tardaron en medir la fuerza de sus armas. Enardecidos por el
bramido de los cañones y el continuo batir de los tambores, las fuerzas fluviales se
enfrentaron en fiera batalla con las marítimas. Las gambas lucharon contra las gambas,
los cangrejos se enfrentaron a los cangreja ballena tragó a la carpa rojiza, la brema
acabó con el atún 3, el tiburón devoró al mújol y la caballa, horrorizada, se dio a la fuga,
la ostra se apoderó de la almeja y, al verlo, el mejillón se puso a temblar. Los bigotes de
la pastinaca se mostraron tan duros y efectivos como una barra de acero. El pez espada
no le iba a la zaga con su afilado apéndice, que recordaba una cuchilla bien afilada. El
esturión perseguía a la anguila, mientras el salmonete trataba de dar caza a la sardina.
Las aguas del río bulleron con los continuos ataques de seres que debían considerarse
como hermanos. El fragor de la batalla era tal que las olas crecieron considerablemente
de altura. Entre todos los guerreros sobresalía, por su poder, el príncipe Mo - Ang,
fuerte como el mismo Indra. Dando un grito, descargó un golpe terrible sobre la iguana,
que había osado desafiar los designios del Cielo.
El príncipe había hecho un falso amago de huida y el monstruo se había lanzado
inmediatamente en su persecución. Pero el hijo del dragón se había dado la vuelta al
poco y había descargado sobre el brazo derecho de la bestia un golpe que le había
derribado de inmediato al suelo. No contento con eso, le había propinado un segundo
golpe que le había hecho rodar como una fruta madura. Los guerreros marinos no
tuvieron más que atarle las manos a la espalda, agujerearle el esternón y cargarle de
cadenas. De esta forma fue conducido hasta la orilla, para que le viera el Peregrino Sun.
- Gran Sabio - gritó, satisfecho, el Príncipe Dragón -, como os había prometido, acabo
de capturar a la iguana. Decidid ahora lo que ha de hacerse con ella.
El Peregrino pareció meditar durante unos segundos lo que iba a decir y, dirigiéndose al
monstruo, afirmó con voz solemne:
- No hiciste caso a lo que se te ordenó. Cuando tu respetable tío te dio permiso para
vivir en este lugar, lo hizo con la intención de que te dedicaras a la práctica de la virtud
y pudiera después confiarte un puesto de mayor responsabilidad. ¿Por qué expulsaste al
dios del río de su palacio, maltratando a cuantos se opusieron a tus pretensiones?
¿Cómo se te ocurrió valerte de la magia para engañar a mi maestro? Merecías que te
apaleara con esta barra de hierro. Es tan pesada que bastaría un simple golpecito para
acabar con tu vida. Sin embargo, quisiera preguntarte antes algo. ¿En dónde has
encerrado a mi maestro?
- No tenía ni idea de vuestra justa fama, Gran Sabio – contestó la iguana, golpeando
respetuosamente el suelo con la frente - La verdad es que parece como si hubiera
perdido el juicio. Ya veis, hace un momento me he enfrentado con mi primo, desoyendo
a la moralidad y a la razón. Jamás olvidaré el gesto que habéis tenido conmigo, al
perdonarme la vida. Vuestro maestro se encuentra atado en el interior de mi palacio. Si
me libráis de estas cadenas, prometo ir a liberarle, considerándome honrado de poder
devolvérosle sano y salvo.
- No accedáis a esa petición, Gran Sabio - le aconsejó el príncipe Mo - Ang -. Es un
monstruo para el que la palabra honor no encierra ningún sentido. Si le dejáis en
libertad, maquinará algo realmente terrible.
- Yo conozco bien su palacio - dijo el Bonzo Sha -. Si queréis, puedo ir a buscar al
maestro.
El Peregrino no tuvo nada que objetar. El Bonzo Sha saltó a las aguas seguido del dios
del río y entraron juntos en el antiguo palacio del monstruo. Las puertas estaban abiertas
de par en par. Todos los diablillos parecían haber desaparecido. Penetraron en el salón
principal y vieron al monje Tang y a Ba-Chie con las manos atadas a espalda y
totalmente desnudos. El Bonzo Sha desató a toda prisa al maestro, mientras el dios del
río hacía otro tanto con Ba-Chie. Cargaron después con ellos y se lanzaron hacia la
superficie. En cuanto Ba-Chie vio en la orilla al monstruo cargado de cadenas, levantó
el tridente, gritando furioso, con ánimo de acabar con él:
- ¡Maldita bestia! ¿Todavía quieres devorarme?
Afortunadamente el Peregrino se lo impidió, diciendo:
- No le mates. Hazlo por Ao - Jun y su hijo.
Me temo que no puedo quedarme más tiempo a vuestro lado - dijo el príncipe Mo -
Ang, después de darle las gracias -. Vuestro maestro ha sido felizmente liberado y debo
volver junto a mi padre con el prisionero. Aunque vos os habéis mostrado
misericordioso con él, no dudo que mi padre le dará un castigo ejemplar. Os
mantendremos informados al respecto, Gran Sabio. No podéis figuraros cuánto nos ha
afectado este incidente.
- Está bien - concluyó el Peregrino -. Puedes marcharte cuando quieras. Saluda en mi
nombre a tu padre y dale las gracias por su inestimable cooperación.
En un abrir y cerrar de ojos el príncipe se lanzó a las aguas, seguido del prisionero y de
todas sus huestes. Mientras regresaban a toda velocidad al Océano Occidental, el Dios
del Río Negro se volvió hacia el Peregrino y le dio las gracias, diciendo:
- Estoy en deuda con vos, Gran Sabio, por haberme devuelto mi reino de agua.
- Veo que todavía continuamos en la orilla oriental - comentó el monje Tang con sus
discípulos -. ¿Podéis decirme cómo vamos a cruzar a la otra margen?
- No os preocupéis por eso - le aconsejó el dios del río -. Montad en vuestro caballo y
seguidme. Con vuestro permiso voy a abrir un sendero en las aguas, para que podáis
vadearlas con seguridad.
El Maestro se encaramó en el caballo blanco, mientras Ba-Chie asía las riendas, el
Bonzo Sha cargaba con el equipaje y el Peregrino cerraba la marcha. El dios del río hizo
un gesto mágico y al instante el agua se detuvo, formando una gran muralla y
permitiendo a los viajeros atravesar el cauce a pie enjuto. De esta forma, lograron llegar
sanos y salvos a la orilla occidental. Tras dar las gracias a la deidad acuática,
prosiguieron, sin más, su camino. Fue una suerte que el cauce del Río Negro se volviera
tan sólido como un camino empedrado, porque eso permitió al maestro Zen reanudar su
marcha hacia el Oeste.
No sabemos cómo se las arreglaron para contemplar el rostro de Buda y hacerse con las
escrituras. Quien desee enterarse tendrá que escuchar lo que se dice en el capítulo
siguiente.
CAPÍTULO XLIV
EL DHARMA HACE FRENTE A UNA FUERZA TERRIBLE, LOS DEMONIOS Y DIABLILLOS CRUZAN UN
PASO DE MONTAÑA
No se detienen en su camino hacia el Oeste, decididos a hacerse con las escrituras y obtener, así,
la libertad auténtica. No parece importarles que las pruebas sean muchas y su fama sea
incrementada con cada paso que dan. Los días se suceden con la rapidez de liebres que corren o
picazas que huyen. Las flores se van marchitando y los pájaros dejan de cantar, dando paso a una
nueva estación. En un simple grano de polvo el ojo es capaz de descubrir más de tres mil
mundos diferentes, pero a los Peregrinos no parece importarles. Con tal de ver cumplido su
sueño, no dudan en alimentarse del viento y descansar sobre el rocío. Lo más desesperante es
que no saben cuándo lo verán hecho realidad.
Entre todos los taoístas destacaban tres por lo lujoso de sus vestimentas y el Peregrino
dedujo en seguida que se trataba de Fuerza de Tigre, Fuerza de Ciervo y Fuerza de
Cabra. En una posición inferior respecto a ellos había no menos de setecientos u
ochocientos de sus correligionarios. Estaban distribuidos en dos filas que se miraban de
frente, y no dejaban de batir los tambores, ofrecer incienso y presentar sus súplicas.
Encantado, el Peregrino se dijo:
- Me gustaría mezclarme entre ellos y burlarme un poco de su credulidad, pero, como
muy bien dice el proverbio, «no se puede aplaudir con una sola mano». Y otro más
afirma: «Se requiere más de un hilo de seda para formar una hebra». Así que lo mejor
será que vaya a buscar a Chu Ba-Chie y al Bonzo Sha. Nuestra fuerza será mayor y nos
lo pasaremos más divertido los tres juntos.
Sin pérdida de tiempo se dirigió a los aposentos del abad, donde encontró
profundamente dormidos a Ba-Chie y al Bonzo Sha. El Peregrino trató de despertar
primero a Wu - Neng, pero fue el Bonzo Sha el respondió, diciendo:
- ¿Todavía no te has dormido?
- Levántate - le urgió el Peregrino -. Creo que ha llegado el momento de divertirnos un
poco.
- ¿Divertirnos? - repitió, sorprendido, el Bonzo Sha -. ¿Dónde vamos a divertirnos con
lo tarde que es? ¿No te cuesta, acaso, mantener los ojos abiertos? Yo tengo la boca muy
seca, además.
- Acabo de encontrar el Templo de los Tres Puros - informó el Peregrino -. En este
mismo momento los taoístas están celebrando una ceremonia y el salón principal está
lleno, a rebosar, de ofrendas. Se ve que no les falta de nada. No te digo más que sus
bollos son tan grandes como barriles y sus pasteles deben de pesar entre cincuenta o
sesenta kilos. Eso sin contar los platos de arroz y las frutas de gran tamaño que
descansan sobre las mesas. ¡Venga, levántate de un vamos a divertirnos!
Aunque estaba medio dormido, al oír que había tanta comida, Ba-Chie se despertó al
instante y preguntó, vivamente preocupado:
- ¿No pensáis llevarme con vosotros?
- Si quieres comer - le dijo el Peregrino -, levántate sin meter ruido y síguenos.
Los dos monjes se vistieron a toda prisa y salieron de la habitación con todo cuidado
para no despertar al maestro. El Peregrino los estaba esperando en la puerta. Se
montaron, sin decir nada, en la nube y se elevaron inmediatamente por lo alto. El Idiota
no tardó en ver la luz de las antorchas y quiso bajar en seguida, pero se lo impidió el
Peregrino, tirándole de la ropa y aconsejándole:
- Espera un poco. No seas tan impaciente. Descenderemos cuando se hayan retirado a
descansar.
- ¿Cuándo va a ser eso? - preguntó, vivamente preocupado, Ba-Chie -. Según parece,
tienen para rato con esas ceremonias.
- No te preocupes - trató de calmarle el Peregrino -. Voy a hacer un poco de magia y ya
verás como no queda aquí ninguno.
En efecto, no había acabado de decirlo, cuando hizo un gesto mágico con los dedos y
recitó el correspondiente conjuro, mirando hacia el sudoeste. Al instante se levantó un
torbellino que recorrió todo el Templo de los Tres Puros, derribando jarrones y
candelabros, y haciendo añicos los exvotos que colgaban de las paredes. El templo
quedó completamente a oscuras y los taoístas se sintieron tan sobrecogidos que el
Inmortal Fuerza de Tigre hubo de terminar sugiriéndoles:
- Es mejor que cada uno se retire a sus aposentos, pues este viento, sin duda de origen
divino, ha apagado todos nuestros hachones, antorchas y lámparas. Mañana nos
levantaremos un poco más pronto de lo habitual y recitaremos otras cuantas escrituras
más, para compensar, de alguna manera, la interrupción de esta noche.
Los taoístas obedecieron al instante y el Peregrino, Ba-Chie y Bonzo Sha pudieron, por
fin, descender de la nube y dirigirse al interior del Templo de los Tres Puros. Sin
preocuparse de comprobar si estaba cruda o cocida, el Idiota agarró una fuente de
verdura y se la tragó de golpe. El Peregrino agarró entonces su barra de hierro y trató de
darle un golpecito en la mano. Ba-Chie logró apartarla a tiempo y protestó,
malhumorado:
- ¿Por qué quieres pegarme, si todavía no sé a qué sabe esto?
- Debes cuidar un poco tus modales - le reprendió el Peregrino -. Antes de empezar a
comer es preciso sentarse con educación.
- ¡Cuidado que eres pesado! - protestó Ba-Chie -. Robas toda esta comida y todavía
tienes la cara de hablar de modales. ¿Qué harías, si fueras un simple invitado?
- ¿Quiénes son esos bodhisattvas que hay sentados allí? - preguntó de pronto el
Peregrino.
- ¿De quién estás hablando? - exclamó Ba-Chie.
- ¿Es que eres incapaz de reconocer a los Tres Puros?
- ¿Qué Tres Puros? - repitió Ba-Chie.
- El del medio - explicó el Peregrino - es el Respetable Inmortal de los Orígenes; el de
la izquierda, el Señor de los Tesoros Espirituales; el de la derecha, Lao-Tse. Opino que,
si queremos comer sin ser molestados, lo mejor que podemos hacer es adoptar sus
figuras y hacernos pasar por ellos.
El aroma de las ofrendas era, en verdad, embriagador y el Idiota no pudo esperar más
tiempo. De un salto se subió al estrado y, tras tirar al suelo la imagen de Lao-Tse con el
morro, dijo:
- Lo siento, pero llevas ya mucho tiempo sentado aquí. Permíteme ocupar tu puesto
durante un rato.
De esta manera Ba-Chie se convirtió en Lao-Tse, mientras el Peregrino - adoptaba la
forma del Respetable Inmortal de los Orígenes y el Bonzo Sha se transformaba en el
Señor de los Tesoros Espirituales. Sus imágenes yacían lastimosamente por el suelo. En
cuanto se hubo sentado, Ba-Chie empezó a engullir comida sin ningún miramiento, cosa
que le valió una reprimenda del Peregrino.
- ¿Es que no puedes esperar un poco? - le dijo éste.
- ¡No hay quien te entienda! - se quejó Ba-Chie -. ¿A qué viene esperar? ¿Acaso no nos
hemos convertido en esos inmortales que decías?
- Comer es lo de menos - sentenció el Peregrino -. Lo realmente importante es
divertirse. ¿No te das cuenta de que esos taoístas se piensan levantar muy temprano para
tañer la campana y barrer los suelos? ¿Qué pasará cuando vean tiradas estas sagradas
imágenes? Si queremos que no descubran nuestro secreto, es preciso que las
escondamos en algún sitio.
- Sí, pero dónde - replicó Ba-Chie -. No conocemos este lugar y no sabemos cuál es el
mejor sitio para guardar cosas.
- Al entrar - explicó el Peregrino -, vi, por casualidad, una puerta que había a la
derecha. A juzgar por el hedor que despedía, creo que debe de tratarse de las
Dependencias para la Transmigración de los Cinco Granos. No estaría mal que los
metiéramos allí.
El Idiota era excelente para las labores más penosas. Sin pensarlo dos veces, saltó al
suelo, cargó con las imágenes y las sacó del salón. De una patada abrió la puerta que le
había dicho el Peregrino y vio que se trataba de un simple retrete.
- ¡Cuidado que le gusta tergiversar las palabras a ese «pi - ma - wen» de mala muerte! -
se dijo Ba-Chie, ahogando una carcajada -. Hasta para un retrete dispone de un nombre
religioso. ¡Mira que llamarlo Dependencias para la Transmigración de los Cinco
Granos! ¡Sólo a él puede ocurrírsele semejante estupidez!
Antes de desprenderse de las imágenes, sin embargo, el Idiota sintió miedo y les dirigió
la siguiente oración:
En vos confío, Tres Puros. Venimos desde muy lejos, derrotando a innumerables enemigos y
arrostrando peligros sin cuento. A lo largo de nuestro viaje no hemos tenido ni un solo momento
de comodidad. No os importará, por tanto, que os hayamos tomado prestados durante un rato
vuestros tronos. Lleváis sentados mucho tiempo en ellos. De hecho, no los habéis abandonado ni
para venir al retrete. ¡Qué triste suerte la vuestra, siempre apoltronados en esos asientos! Jamás
os ha faltado de nada, caracterizándoos en todo momento por vuestra limpieza y pureza. Me
temo que hoy tendréis que aguantar un poco de suciedad y que, cuando salgáis de ahí, seréis los
Respetables Inmortales - que - peor - huelan.
En cuanto hubo concluido esta plegaria, los tiró sin ninguna consideración en el retrete.
Al caer en el centro de la letrina, saltó una ola de agua fétida, que manchó de mierda la
mitad de su túnica.
- ¿Los has escondido bien? - le preguntó el Peregrino, al verle entrar otra vez en el
salón.
- Sí - contestó Ba-Chie -, pero se me ha manchado la túnica de mierda. ¿No lo hueles?
Espero que resistáis el aroma.
- No te preocupes por eso - dijo el Peregrino -. Ahora ven a divertirte un poco. Me
pregunto si vamos a salir con bien de ésta.
El Idiota volvió a adoptar la figura de Lao-Tse y, sentándose en los tronos, los tres
comenzaron a darse la buena vida. Primero dieron cuenta de los enormes bollos,
engullendo a continuación los platos de verdura, los condimentos de arroz, las
empanadillas, las galletas, los pastelillos, las fritangas y los platos cocinados al vapor,
sin importarles si estaban calientes o fríos. El Peregrino Sun no era muy amigo de ese
Tipo de comida y tomó unas cuantas frutas, más por acompañar a los otros que por
llenar la barriga. Ba-Chie y el Bonzo Sha, por su parte, fueron terminando un plato tras
otro con la velocidad con que los cometas persiguen a la luna, o el viento dispersa las
nubes. Al poco rato no quedaba absolutamente nada. Sin embargo, no parecieron
desanimarse. Se sentaron tranquilamente en los tronos y empezaron a charlar a la espera
de que comenzara a hacerles la digestión.
Pero ocurrió lo que tenía que ocurrir. Estaba escrito en las estrellas. En el ala este vivía
un joven taoísta, que, en cuanto puso la cabeza en la almohada, volvió a levantarse de
un salto, diciéndose, sobresaltado:
- ¡Qué cabeza la mía! Creo que he dejado mi campanilla en el salón de las ofrendas. Si
la pierdo, los maestros me echarán mañana una bronca terrible. Será mejor que vaya
inmediatamente a por ella.
Se volvió, pues, hacia su compañero de habitación y le dijo:
- Tú duérmete. Tengo que ir a por una cosa que me he dejado olvidada.
Sin ponerse los calzoncillos siquiera, se cubrió con una túnica y se dirigió al salón de
las ofrendas en busca de la campanilla. Estaba muy oscuro y tuvo que tantear en las
sombras hasta que, finalmente, dio con ella. Pero, al darse la vuelta para regresar a su
cuarto, oyó a alguien respirando y se puso a temblar de miedo. Sacó, no obstante,
fuerzas de flaqueza y se lanzó a una alocada carrera, con tan mala suerte que pisó una
pepita de lechíes, perdió el equilibrio y la campanilla se le hizo añicos. Al ver lo
ocurrido, Ba-Chie no pudo aguantarse y soltó una sonora risotada, que asustó aún más al
taoísta. El pobre muchacho logró levantarse lo mejor que pudo y, sin dejar de
trastabillar lastimosamente, logró, por fin, llegar a los aposentos de sus maestros.
- ¡Respetables Instructores! - se puso a gritar como un loco, al tiempo que golpeaba sin
parar la puerta -. ¡Ha ocurrido una terrible desgracia!
Los tres taoístas no se habían dormido todavía y, abriendo la puerta, le preguntaron en
tono recriminatorio:
- ¿Se puede saber de qué desgracia estás hablando?
- Me dejé la campanilla en el salón de las ofrendas y, antes de acostarme, volví a por
ella - explicó el joven taoísta, temblando de pies a cabeza -. Estaba muy oscuro, pero, al
ir a cerrar la puerta, oí una tremenda risotada, que casi me hace perder la razón.
- Traed antorchas - ordenaron al punto los tres taoístas -. Es preciso que comprobemos
en seguida de qué se trata.
Todos los taoístas que moraban a lo largo de los dos pasillos se levantaron a toda prisa
de la cama y se dirigieron en tropel al salón de las ofrendas con lámparas y hachones en
las manos.
No sabemos, de momento, qué resultó de todo esto. Quien desee averiguarlo tendrá que
escuchar las explicaciones que se facilitan en el próximo capítulo.
CAPÍTULO XLV
Comprendiendo lo que sucedía, el Gran Sabio Sun dio al Bonzo Sha un pellizco con la
mano izquierda, y otro a Ba-Chie con la derecha. Los dos captaron en seguida lo que
quería decirles y se callaron al punto, sentándose en los tronos con ademanes solemnes.
Los taoístas los examinaron por detrás y por delante con ayuda de sus antorchas y
lámparas, pero no vieron en ellos otra cosa que ídolos de barro pintados en oro.
- No se ve por aquí ningún ladrón - comentó el Inmortal Fuerza de Tigre -. ¿Quién ha
podido comerse, entonces, todas las ofrendas?
- Por fuerza han tenido que ser seres humanos los que han acabado con ellas - sentenció
el Inmortal Fuerza de Ciervo -. ¿No veis cómo han pelado las frutas y tirado después las
pepitas? Eso sólo pueden hacerlo hombres de carne y hueso.
- No seáis tan suspicaces, hermanos - les aconsejó el Inmortal Fuerza de Cabra -. Yo,
por mi parte, opino que, debido a nuestra incuestionable piedad y al hecho de que día y
noche recitamos de continuo oraciones y textos sagrados por el bien del Emperador, los
Inmortales Celestes se han conmovido y han decidido hacernos una visita. Es mi
opinión, por tanto, que han bajado de buenas a primeras a la tierra y han comido estas
ofrendas. Sugiero que, puesto que sus carrozas de garzas todavía se encuentran en este
lugar, les supliquemos respetuosamente que nos concedan un poco de elixir de oro y de
agua sagrada para que podamos regalárselos después a su majestad. De esa forma su
vida se vería alargada considerablemente y jamás envejecería. ¿No nos estaría
eternamente agradecido por tan extraordinario favor?
- Tienes razón - concluyó el Inmortal Fuerza de Tigre -. Discípulos - ordenó a
continuación, volviéndose a sus seguidores -, empezad a tocar y a recitar escrituras, y
traednos las vestimentas rituales. Es preciso que nos elevemos hasta las estrellas para
presentar nuestras súplicas.
Los taoístas obedecieron al instante, colocándose en dos filas contrapuestas. No pasó
mucho tiempo, antes de que empezaran a recitar al ritmo de los golpes de gong, el texto
conocido como Las Auténticas Escrituras de la Corte Amarilla.
En cuanto se hubo puesto la túnica ritual, el Inmortal Fuerza de Tigre cogió la tablilla
de jade y se puso a bailar. A ratos detenía su danza y, echándose rostro en tierra, elevaba
hacia lo alto la siguiente petición:
Ante vos nos inclinamos con respeto y temor. Nuestra fe está presta para lanzarnos a la búsqueda
de la Pureza. Si lanzamos estos gritos, es porque deseamos presentar nuestros respetos al Tao en
este sagrado templo que construimos por mandato real. En él desplegamos los estandartes del
dragón, presentamos nuestras ofrendas y hacemos quemar incienso día y noche. Somos
conscientes de que un solo pensamiento sincero es capaz de mover la voluntad de los Cielos. Por
eso, vuestras carrozas sagradas han hollado el suelo de este humilde lugar. Os suplicamos, por
tanto, tengáis a bien concedernos un poco de vuestro elixir y vuestra agua sagrada, para que
podamos entregársela al Emperador y, de esta forma, vea alargados sus días por años sin fin.
- Todo esto es culpa nuestra - murmuró Ba-Chie, arrepentido de lo que había hecho -.
No teníamos que haber tocado esas ofrendas. ¿Qué respuesta vamos a dar a una súplica
tan sincera como ésa?
El Peregrino le dio inmediatamente un pellizco para que se callara. Sin embargo, lo
más sorprendente fue que él mismo abrió la boca y dijo en voz alta:
- Dejad vuestras oraciones, inmortales de la nueva generación. Aunque nos gustaría
complacer vuestros deseos, nos tememos que no podremos hacerlo de momento, porque
venimos del Festival de los Melocotones Inmortales y no hemos traído nada de elixir de
oro. Si no os importa, volveremos otro día y os lo daremos.
Todos los taoístas se echaron a temblar, al ver que era la estatua la que hablaba. Sin
poderse contener, gritaron, entusiasmados:
- ¡Han bajado a la tierra los Respetables Inmortales! ¡Debemos hacer cuanto esté de
nuestra parte para hacerlos quedarse con nosotros para siempre! ¿Cómo vamos a
dejarlos marchar, sin que nos transmitan la fórmula mágica de la eterna juventud?
¡Sería, francamente, de tontos!
Sin pérdida de tiempo, el Inmortal Fuerza de Ciervo se destacó de demás y, echándose
rostro en tierra, entonó la siguiente oración:
A vos dirigimos nuestras súplicas con el rostro escondido en el polvo. Somos vuestros siervos,
Tres Puros, y siempre hemos hecho cuanto ha estado de nuestra mano por mantenernos fieles a
vuestras doctrinas. Desde nuestra llegada a este lugar el Tao ha gozado de una libertad absoluta.
No hay cosa que más complacería al Emperador que la consecución de la longevidad. Por ese fin
os dirigimos de continuo oraciones y súplicas, que, como vuestra misma presencia atestigua,
jamás habéis echado en saco roto. ¡Prestadles atención una vez más, ya que es vuestra gloria y
no la nuestra la que de continuo buscamos, y dadnos un poco de agua sagrada, para que nuestra
vida sea, en verdad, eterna!
El Bonzo Sha dio al Peregrino un pellizco, al tiempo que le susurraba, muy nervioso:
- Aquí están otra vez con sus oraciones. ¿Qué podemos hacer? Creo que debemos
darles lo que piden - opinó el Peregrino.
- Me parece muy bien - reconoció Ba-Chie -. Pero ¿de dónde vamos a sacarlo?
- Mira con atención y verás qué pronto lo soluciono - respondió el Peregrino.
En cuanto los taoístas hubieron terminado sus recitados, el Peregrino volvió a levantar
la voz, diciendo:
- No es necesario que sigáis rezando más, inmortales de la nueva generación. He de
reconocer que soy un poco reacio a regalaros agua sagrada, pero, al mismo tiempo, soy
consciente de que, si no lo hago, podéis morir en cualquier momento. Eso me plantea un
dilema prácticamente insoluble, porque podéis pensar que su valor no es tan alto como
habíais pensado. Sé muy bien que lo que gratis se da no se valora como debiera.
Todos los taoístas se echaron rostro en tierra, al oír eso, y dijeron con voz suplicante:
- Concedednos un poco de ese tesoro. Al fin y al cabo, somos discípulos vuestros y
sabremos valorarlo como merece. Eso acercará aún más el Tao al poder, y el Hijo del
Cielo colmará de mayores honores a la Puerta del Misterio.
- Está bien - concluyó el Peregrino -. Traednos unos recipientes.
Los taoístas tocaron repetidamente el suelo con la frente en señal de gratitud. Fuerza de
Tigre era una persona egoísta en extremo y ordenó meter en el salón de las ofrendas un
tonel enorme. Fuerza de Ciervo se conformó con una tinaja del jardín, y Fuerza de
Cabra con un florero, que colocó justamente entre los otros dos recipientes. Al ver la
diligencia con la que habían actuado, el Peregrino les dijo con voz solemne:
- Ahora, si no os importa, nos gustaría que salierais un momento cerrarais bien las
puertas, pues no es correcto que ojos profanos contemplen directamente los misterios
celestes. Cuando regreséis, estos recipientes estarán llenos de agua sagrada.
Los taoístas obedecieron al instante, retirándose del salón y cerrando con cuidado las
puertas. Mientras esperaban, se hincaron de hinojos ante las escalinatas de color rojo.
Sin pérdida de tiempo el Peregrino se levantó la túnica de piel de tigre y llenó de orín el
jarrón. Ba-Chie exclamó, satisfecho, al verlo:
- Llevamos juntos yo qué sé la de años, pero te juro que jamás me había divertido
contigo tanto como hoy. Como he comido muchísimo tengo unas ganas locas de orinar.
Ni corto ni perezoso, el Idiota se levantó la ropa y dejó escapar un torrente más
caudaloso que el de las cataratas de Lü - Liang 1. Su fuerza era tan increíble que rompió
algunas de las tablas de madera que componían el suelo. No es extraño que llenara él
solo la tinaja de barro. El Bonzo Sha se las apañó, igualmente, para llenar la mitad del
tonel. En cuanto hubieron hecho sus necesidades, se bajaron la ropa, ocuparon solemnes
los tronos y gritaron:
- Ya podéis entrar a por el agua sagrada, si queréis.
Los taoístas abrieron al instante las puertas y golpearon, agradecidos, varias veces el
suelo con la frente. Sacaron primero el tonel, después el jarrón y la tinaja, y, por último,
lo mezclaron todo con envidiable esmero. El Inmortal Fuerza de Tigre estaba tan
ansioso por probarlo que en seguida ordenó a uno de sus discípulos:
- Tráeme una copa para que pueda probarlo.
Sin pérdida de tiempo, el taoísta tomó una taza de té y se la entregó al maestro, que la
vació de un solo trago. Pero su sabor era tan fuerte que en los labios se le dibujó un
rictus de asco, como si acabara de masticar un limón.
- ¿Sabe bueno? - le preguntó el Inmortal Fuerza de Ciervo.
No muy bueno - contestó el otro con la boca todavía fruncida -. Tiene un sabor muy
fuerte.
- Déjame probarlo a mí - exigió el Inmortal Fuerza de Cabra y se tomó otra taza. Tras
paladearlo con cuidado, añadió -: ¡Qué raro! A mi me huele a orín de cerdo.
Al oír ese comentario, el Peregrino supo en seguida que no podían seguir manteniendo
el engaño durante mucho más tiempo y se dijo:
- Ha llegado la hora de actuar, para que éstos no se olviden jamás de nosotros.
Levantó al punto la voz y proclamó, entre solemne y burlón:
- ¡Qué tontos sois, taoístas, qué ridículamente estúpidos! ¿Cómo van a ser los Tres
Puros tan humanos como hemos dejado entrever nosotros? No somos quienes creéis,
sino unos simples monjes oriundos de la Gran Nación de los Tang, que nos dirigimos
hacia el oeste por orden imperial. Como no teníamos nada que hacer esta noche,
decidimos divertirnos un poco, sentándonos en los puestos de honor y comiendo todas
vuestras ofrendas. Como podéis ver, vuestros rezos y reverencias no han servido de
mucho. Eso que acabáis de llevaros a la boca, sin ir más lejos, no es agua sagrada, sino
orín puro, que acabamos de orinar. Los taoístas cerraron las puertas y, armándose de
palos, rastrillos, piedras, ladrillos y de cuanto encontraban a mano, se lanzaron contra el
altar, con el ánimo de apalear a tan sacrílegos impostores. El Peregrino agarró entonces
al Bonzo Sha con la mano izquierda y a Ba-Chie con la derecha y voló hacia la puerta,
haciéndola añicos. Después no tuvo más que montar en una nube y escapar sin ninguna
dificultad en dirección al Monasterio de la Profunda Sabiduría. Cuando llegaron a los
aposentos del abad, pusieron especial cuidado en no despertar a su maestro y se
retiraron cada cual a su lecho. Estuvieron durmiendo hasta el tercer cuarto de la quinta
vigilia, momento en que el rey celebraba la primera audiencia del día, rodeado de todos
sus funcionarios, alrededor de cuatrocientos entre civiles y militares. En el amplio salón
del trono las lámparas y antorchas emitían su luz entre una neblina aromática que salía
de los pebeteros y quemadores de incienso.
Tripitaka se despertó en ese mismo momento y dijo a sus discípulos:
- Es preciso que obtengamos el consentimiento real para poder proseguir el viaje.
El Peregrino, el Bonzo Sha y Ba-Chie se vistieron a toda prisa y, acercándose a su
maestro, le informaron:
- No debéis olvidar que el señor de estas tierras sólo cree en el Tao y se ha propuesto
eliminar el budismo de la faz de la tierra. Es posible, por tanto, que no quiera
concedernos el salvoconducto del que habláis. Lo más aconsejable es que vayamos con
vos a la corte.
Satisfecho, el monje Tang vistió la túnica de los bordados, mientras el Peregrino
preparaba el documento de viaje, Wu-Ching echaba mano del cuenco para pedir
limosnas y Wu - Neng cogía su bastón. El caballo y el equipaje quedaron al cuidado de
los monjes del Monasterio de la Profunda Sabiduría.
Al llegar a la Torre de los Cinco Fénix, saludaron al Guardián de la Puerta Amarilla y
le explicaron el motivo de su visita, identificándose como hombres de bien, que se
dirigían al Paraíso Occidental por orden expresa del Emperador de los Tang. El oficial
responsable de la defensa de la puerta corrió a informar a su señor de la llegada de los
Peregrinos. Se dejó caer rostro en tierra ante los escalones de oro y dijo:
- Ahí fuera hay cuatro monjes budistas que dicen dirigirse hacia las Tierras del Oeste en
busca de escrituras por expreso deseo del Emperador de los Tang. Solicitan un permiso
de paso, esperando humildemente ser recibidos por vos a las puertas de la Torre de los
Cinco Fénix.
- ¡Esos monjes no saben en dónde han caído! - exclamó el rey - ¿Es que no han
encontrado un sitio mejor para morir? Arrestadlos al punto y traedlos a mi presencia.
Asustado, el Gran Preceptor dio un paso al frente e informo a majestad:
- El Gran Imperio de los Tang se encuentra ubicado en las Tierras del Este, en pleno
corazón del continente de Jambudvipa. Diez mil millas lo separan de nosotros y
constituye el centro de la gran nación China. Estos monjes deben de tener, por otra
parte, poderes muy especiales, ya que el trayecto está lleno de obstáculos prácticamente
insalvables y de incontables manadas de monstruos. Sólo quien posee un perfecto
dominio de la magia se arriesga a emprender un viaje tan plagado de dificultades como
ése. Os suplico, por tanto, que accedáis a sus peticiones y les permitáis pasar
tranquilamente por vuestras tierras. No es aconsejable que, por unos simples monjes, os
enemistéis con un tan poderoso como el suyo.
El rey consideró acertado el consejo y accedió a recibir al monje Tang y a sus
discípulos en el Salón de los Carillones de Oro. Cuando se hallaron ante tan augusta
presencia, los viajeros entregaron sus documentos de viaje, junto con una carta escrita,
de su puño y letra, por emperador. El rey la abrió con parsimoniosa majestad, pero,
cuando se disponía a leerla, se presentó el Guardián de la Puerta Amarilla y anunció,
solemne:
- Acaban de llegar los tres preceptores.
El rey dejó a un lado el escrito y se levantó a toda prisa del trono del dragón. No
contento con eso, ordenó a sus criados que trajeran unos cojines profusamente bordados
y se inclinó respetuosamente ante los recién llegados. Sorprendidos, Tripitaka y sus
discípulos volvieron la cabeza y vieron entrar a los tres inmortales, seguido de un joven
que llevaba dos rabos despellejados de cerdo. A medida que avanzaba por entre las filas
de funcionarios, éstos agachaban, con respeto la cabeza y fijaban humildemente la vista
en el suelo. De esta forma, llegaron al punto donde se levantaba el trono y se sentaron
en él sin preocuparse de saludar al rey, que les preguntó en tono servil:
- ¿A qué se debe el honor de vuestra visita? Que yo sepa, no os hecho llegar ninguna
invitación.
- Hemos venido porque tenemos algo importante que deciros, ni más ni menos -
contestó uno de los taoístas -. ¿De dónde han salido esos cuatro monjes que hay ahí?
- Han sido enviados al Paraíso Occidental por el Gran Emperador de los Tang en busca
de escrituras sagradas, y han venido a solicitar permiso para cruzar nuestras tierras -
respondió el rey.
- ¡Menos mal! - exclamaron los tres taoístas, aplaudiendo como locos - Creíamos que
se habían escapado. Ha sido una suerte encontrarlos aquí.
- ¿Qué queréis decir? - preguntó el rey, sorprendido -. En cuanto me enteré de su
llegada, quise arrestarlos, pero el Gran Consejero me hizo ver lo inoportuno de tan
precipitada decisión. Han viajado, de hecho, años enteros y no es aconsejable
enemistarnos con su país de origen. Por ese motivo, he accedido a su justa petición.
¿Cómo iba a sospechar que teníais alguna queja contra ellos? ¿Os importaría decir qué
os han hecho?
- Se nota que no estáis al tanto de lo ocurrido - dijo uno de los taoístas -. Nada más
llegar, ayer por la tarde, mataron a dos de nuestros discípulos en las afueras de la Puerta
Oriental, liberaron a los quinientos prisioneros budistas y redujeron a añicos la carreta.
Por si eso fuera poco, ayer por la noche penetraron a escondidas en nuestro templo, se
mofaron de las imágenes de los Tres Puros y se comieron tranquilamente las ofrendas
imperiales. En un principio lograron engañarnos, haciéndonos creer que eran los
Respetables Inmortales que habían bajado a la tierra. Les pedimos que nos dieran un
poco de agua sagrada, con el fin de regalárosla y hacer que siempre permanezcáis joven,
pero estos desalmados nos ofrecieron, en realidad orina. Lo descubrimos después de
probar cada uno de nosotros un buen trago. Fue una suerte que escaparan, porque, si los
llegamos a coger, les hubiéramos hecho trizas. Lo que menos esperábamos era
encontrarlos precisamente aquí, en la corte. Como muy bien afirma el proverbio, «el
camino de los enemigos tocados por la mano del destino es extremadamente estrecho».
El rey se puso tan furioso que quería ejecutarlos allí mismo. Afortunadamente el Gran
Sabio juntó las manos a la altura del pecho y gritó con estertórea voz:
- Amainad vuestra ira, majestad, y permitidme daros mi visión de lo ocurrido.
- ¿Cómo te atreves a afirmar que no es correcto lo que acaban de decir estos respetables
preceptores? - bramó el rey.
- Han afirmado que ayer dimos muerte a dos de sus discípulos en las afueras de la
ciudad. Pero ¿quién nos vio hacerlo? - replicó el Peregrino -. Aunque fuera verdad y
admitiéramos haber cometido un crimen tan espantoso, sería una gran injusticia
condenarnos a muerte a los cuatro, ya que dos serían culpables, y los otros dos,
inocentes. ¿Cómo no permitir a estos últimos proseguir su viaje en busca de las
escrituras? Afirman, además, que fuimos nosotros quienes destruimos la carreta y
liberamos a los prisioneros budistas. De nuevo nos encontramos con que no disponen de
testigo alguno. ¿Quién pudo hacerlo además? ¿Los cuatro a la vez? ¡Lo dudo! Con uno
sería más que suficiente. ¿Para qué castigar, entonces, a los otros tres? Finalmente nos
acusan de no respetar las imágenes de los Tres Puros y sumir su templo en un caos total.
Con todos los respetos tengo que decir que se trata de una burda trampa.
- ¿De una trampa? - repitió el rey.
- Como bien sabéis, nosotros procedemos de las Tierras del Este y, prácticamente,
acabamos de llegar a esta región - contestó el Peregrino -. Esta ciudad nos es, por tanto,
totalmente desconocida y no sabemos dónde se encuentran sus monumentos más
señeros. ¿Cómo íbamos a haber dado precisamente con su templo y, encima, de noche?
Por otra parte, si les hubiéramos regalado nuestra orina, nos hubieran arrestado antes de
terminar de mear. Al fin y al cabo, no es tan difícil agarrar a quien está haciendo sus
necesidades. ¿Para qué han esperado hasta hoy para presentar contra nosotros unas
acusaciones monstruosas? En el mundo hay infinidad de personas que asumen la
identidad de otros para hacerles cargar con los crímenes más inverosímiles. ¿Cómo
saben que somos nosotros los culpables de todo eso? Aplacad, majestad, vuestra ira y
ordenad que se lleve a cabo una investigación exhaustiva sobre lo ocurrido.
El rey siempre había sido una persona muy voluble e indecisa y, al oí un discurso tan
largo como el que acababa de pronunciar el Peregrino, cayó presa del más desazonador
de los dilemas. En ese preciso instante volvió a aparecer el Guardián de la Puerta
Amarilla y anunció:
- Ahí fuera, majestad, hay un grupo de ciudadanos que desean ser recibidos por vos.
- ¿Con qué propósitos? - inquirió el rey, pero, antes de que alguien le respondiera,
ordenó que fueran conducidos a su presencia.
Eran un total de treinta o cuarenta y, tras golpear repetidamente el suelo con la frente en
señal de respeto, dijeron:
- Durante la primavera de este año no ha caído ni una sola gota de agua y mucho nos
tememos que, si se mantiene esta sequía hasta el final del verano, el hambre terminará
apoderándose de todos vuestros territorios. Hemos venido, pues, con la intención de
pedir a los santos padres, aquí presentes, que eleven sus oraciones, para que caiga la
lluvia y todo el pueblo se vea libre de las angustias que ahora le corroen.
- Podéis retiraros - concluyó el rey -. La lluvia caerá cuando deseéis.
Los ciudadanos dieron las gracias y se marcharon.
- ¿Sabéis por qué favorezco el Tao y persigo el budismo? - preguntó el rey a los
peregrinos -. Porque hace ya cierto tiempo los monjes de este reino oraron por la lluvia
y no consiguieron arrancar del cielo ni una sola gota. Afortunadamente estos
preceptores descendieron de lo alto y nos salvaron de una situación tan desesperada. Eso
explica la afición y la estima que todos les tenemos. ¿Qué hay de extraño en que os
hagamos pagar por haberlos ofendido, nada más llegar a estas tierras? De todas formas,
quiero ser magnánimo con vosotros. Si lográis que llueva antes de que lo consigan ellos,
os concederá mi perdón, permitiéndoos proseguir vuestro viaje hacia el Oeste. De lo
contrario, seréis arrestados y decapitados públicamente.
- De acuerdo - se apresuró a decir el Peregrino, sonriendo -. ¿Qué pensáis? ¿Que no
sabemos producir lluvia? Para vuestra información, os diré que no hay cosa en el mundo
más fácil que ésa.
El rey ordenó al instante que prepararan un altar y trajeran su carroza.
- Quiero ir a la Torre de los Cinco Fénix a ver lo que pasa - explicó, visiblemente
excitado.
Todos los oficiales le siguieron hasta ese lugar. Los taoístas se sentaron con él en lo
alto de la torre, mientras el monje Tang, el Peregrino, el Bonzo Sha y Ba-Chie se
quedaron al pie de la misma. No pasó mucho tiempo antes de que apareciera un
funcionario que informó a los tres taoístas:
- El altar está ya preparado. Cuando queráis podéis hacer uso de él.
El Inmortal Fuerza de Tigre dobló las manos a la altura del pecho y comenzó a bajar de
la torre, pero el Peregrino le impidió abandonarla, preguntándole:
- ¿Se puede saber adonde vais?
- A impetrar un poco de lluvia en el altar que acaban de preparar.
- ¡Cuidado que sois maleducado! - le recriminó el Peregrino -. Deberíais permitirnos
probar a nosotros primero, ya que venimos desde tan lejos. Pero, en fin, como bien dice
el proverbio, «hay veces en las que un dragón no puede derrotar a un gusano». Si
queréis probar vos primero, no tengo nada que objetar. Sin embargo, es preciso que nos
pongamos antes de acuerdo.
- ¿De acuerdo? - repitió el taoísta -. ¿De acuerdo en qué?
- Se supone que los dos vamos a impetrar la lluvia - contestó el Peregrino -. Pero existe
un pequeño problema. ¿Cómo vamos a saber si es vuestra o mía? Es claro que los dos
trataremos de arrogarnos el mérito de haberlo conseguido primero. ¿No os parece?
- ¡Qué astuto es este monje! - se dijo el rey, visiblemente complacido.
- ¡No lo sabes tú bien! - pensó, a su vez, el Bonzo Sha -. No ha hecho más que
empezar. Tú aguarda y verás.
- Yo no preciso de ningún tipo de acuerdo previo - afirmó el Gran Inmortal -. Su
majestad conoce bien mi forma de actuar.
- Es posible - reconoció el Peregrino -, pero yo no. Vengo desde muy lejos, es la
primera vez que os veo y no estoy familiarizado con vuestra manera de obrar. No me
gustaría terminar discutiendo con vos. Eso de discutir es algo que, simplemente, no va
con mi manera de ser. Antes de actuar, me gusta tener bien atados todos los cabos.
- Está bien - admitió el Gran Inmortal -. Cuando me halle ante el altar, me serviré de mi
tablilla ritual como prueba irrefutable de que todo el mérito es mío. En cuanto la sacuda
una vez, se levantará el viento; a la segunda, se arremolinarán las nubes; a la tercera, se
oirá el fragor del trueno y el rayo rasgará el firmamento; a la cuarta, comenzará a caer la
lluvia; y a la quinta, dejará de llover y las nubes se dispensarán con la misma velocidad
con que se juntaron.
- Me parece muy bien - dijo el Peregrino, sonriendo -. Anda, vete. Jamás he
presenciado tanta efectividad.
El inmortal abandonó la torre a grandes zancadas, seguido de Tripitaka y los demás. Al
acercarse al altar, comprobaron que se trataba de una plataforma de unos diez metros de
alto. A ambos lados podía verse un bosque de estandartes con los nombres de las
veintiocho constelaciones, que parecían dar sombra a un pebetero lleno de incienso, que
había sobre una mesa colocada en lo alto del altar. Dos candelabros con las velas
encendidas hacían escolta al pebetero, contra el que descansaba una tablilla de oro, en la
que aparecían escritos los nombres de los dioses del trueno. Justamente debajo de la
tablilla habían sido colocados cinco recipientes llenos hasta el borde de agua pura, en la
que flotaban unas cuantas ramitas de sauce. A ellas se habían atado unas finísimas
plaquitas de hierro con los conjuros para obligar a actuar en favor propio a los espíritus
que sirven en el departamento de los truenos. Alrededor de la mesa se elevaban cinco
columnas de enorme tamaño, en las que habían sido escritos los nombres de los señores
del trueno de los cinco puntos cardinales. Dos taoístas de pie junto a cada una de las
columnas, golpeaban sin cesar sus fustas con una especie de porras de hierro, mientras
otros redactaban oraciones y plegarias, que quemaban en braseros que había detrás del
altar. A ellos iban a parar, igualmente, representaciones en papel de los espíritus y
deidades locales.
El Gran Inmortal se dirigió, con ademán solemne, hacia el altar. Un joven taoísta le
hizo entonces entrega de varios conjuros escritos en papeles amarillos, así como de una
espada cubierta profusamente de adornos. El Gran Inmortal la cogió en sus manos con
sumo cuidado y quemó los papeles en uno de los candelabros. En ese mismo momento
otros taoístas lanzaron a las llamas una oración sagrada y una imagen que sostenía en
sus manos un amuleto. El Inmortal cogió a continuación la tablilla ritual y la golpeó con
fuerza contra la mesa. Al punto se levantó una suave brisa, que fue volviéndose cada
vez más fuerte a cada segundo que pasaba.
- ¡Santo cielo! - exclamó Ba-Chie, sorprendido -. Se ve que este taoísta sabe bien lo que
hace. Prometió que al primer golpe se levantaría el viento y así ha sucedido.
- No hables más y vete junto al maestro - le aconsejó el Peregrino -. Déjame a mí
solucionar esto a mi manera.
Se arrancó un pelo y le insufló su aliento inmortal, al tiempo que le ordenaba:
- ¡Transfórmate! - y al instante se convirtió en una imagen de si mismo, que fue a
colocarse al lado del monje Tang, mientras su auténtico yo se elevaba por los aires y
preguntaba con ademán soberbio:
- ¿Quién es el responsable del viento aquí?
Sus gritos alarmaron tanto a la Anciana del Viento que cerró al instante la bolsa de los
huracanes, mientras su hijo la ataba fuertemente con una cuerda. Sin pérdida de tiempo
presentaron sus respetos al Peregrino, que les explicó, antes de que pudieran preguntarle
algo:
- Voy de camino hacia el Paraíso Occidental en busca de escrituras sagradas, como
discípulo y protector del monje Tang. Al llegar a este Reino de la Carreta Lenta, me he
visto obligado a participar en una prueba de a ver quién produce antes la lluvia con un
taoísta maleducado y engreído. ¿Cómo os habéis puesto de su parte, perjudicándome
con tanto descaro? Mereceríais que os diera aquí mismo una paliza. De todas formas,
estoy dispuesto a perdonaros, si recogéis ahora mismo el viento. Os advierto que un
simple soplo de brisa bastará para propinaros veinte golpes con esta barra de hierro,
¿enterados?
- Sí, señor, por supuesto que sí - respondió con voz entrecortada la Anciana del Viento
y al instante cesó de soplar.
A Ba-Chie se le iluminó el rostro y gritó, burlón, al Gran Inmortal:
- ¡Eh, bajad de ahí arriba! Habéis golpeado vuestra tablilla una vez y el viento ha
dejado de soplar. ¿Por qué no nos dejáis intentarlo a nosotros?
Lejos de hacerle caso, el taoísta quemó una nueva tira de papel con su correspondiente
conjuro y golpeó una vez más la mesa con la tablilla. Las nubes comenzaron a
arremolinarse al instante y el Gran Sabio hubo de gritar, enfurecido:
- ¿Quién está al cargo de las nubes?
- El Joven - que - empuja - las - nubes y el Muchacho - que - esparce - la - niebla
corrieron a saludarle y a pedirle disculpas. Cuando el Peregrino les explicó lo que
sucedía, hicieron desaparecer de tal forma las nubes que el sol brilló con más fuerza que
de costumbre y los cielos permanecieron despejados en un radio de diez mil kilómetros
a la redonda.
- Este falso inmortal ha logrado engañar una vez al rey y a sus súbditos, pero es claro
que no posee poderes especiales de ningún tipo - exclamó Ba-Chie, soltando la
carcajada -. ¿Cómo es que no se ve ni una sola nube después de haber golpeado dos
veces la tablilla? ¡Jamás he visto a nadie más embustero que él!
E1 taoísta parecía nervioso y no dejaba de pasarse la mano por el pelo. Finalmente,
echó mano de la espada y volvió a quemar otro papel amarillo, al tiempo que golpeaba
la mesa con la tablilla. Al punto hicieron su aparición, procedentes de la Puerta Sur de
los Cielos, el Señor Celeste Teng, el Conde del Trueno y la Madre del Rayo. Al ver al
Peregrino, le saludaron respetuosamente.
- ¿Qué os ha hecho venir tan rápidamente? - les preguntó el Gran Sabio.
La magia de ese taoísta es auténtica - contestó el Señor Celeste -. Sus órdenes han
llegado a oídos del Emperador de Jade, que ha enviado inmediatamente su visto bueno a
la residencia del Inmortal del Trueno, que, como sabéis, se halla ubicada en el Noveno
Cielo. Él, a su vez, nos ha transmitido la orden de venir aquí a colaborar con la lluvia y
a sembrar todo el firmamento de rayos y truenos.
- ¿Os importaría, en ese caso, esperar un momento y facilitarme a mí ese servicio? - les
preguntó el Peregrino.
Ellos accedieron y al instante cesó el rolar del trueno y resplandor del rayo.
Desesperado, el taoísta ofreció incienso, quemó nuevas tiras de papel, recitó más
conjuros y golpeó con más fuerza que antes la tablilla de oro. Al instante aparecieron los
Reyes Dragón de los Cuatro Océanos. Tras saludarlos, el Peregrino les preguntó:
- ¿Se puede saber adonde vais?
Ao - Kuang, Ao - Shun, Ao - Jun y Ao - Chin le devolvieron el saludo y escucharon,
respetuosos, sus explicaciones.
- Me temo - concluyó diciendo - que, una vez más, he de abusar de vuestra confianza.
- No os preocupéis por eso - respondieron los dragones -. Para nosotros es un placer
poder ayudaros.
- Todavía no os he dado las gracias por enviar a vuestro hijo a capturar al monstruo que
tenía prisionero a mi maestro - dijo el Peregrino, dirigiéndose a Ao - Jun.
- Está encadenado en el fondo del océano, aunque aún no sé qué hacer con él - contestó
el dragón -. Precisamente quería preguntaros qué dispondríais vos, si estuvierais en mi
lugar.
- Haced con él lo que os plazca - respondió el Peregrino -. Lo que ahora me tiene
preocupado es derrotar a ese taoísta. Cuatro veces seguidas ha golpeado su tablilla de
oro y creo que ha llegado ya el momento de demostrar lo que soy capaz de hacer. El
problema es que no conozco ningún conjuro para producir lluvia, así que dependo
enteramente de vosotros.
- ¿Quién va a oponerse a obedecer vuestras órdenes? - replicó el Señor del Cielo -. Es
preciso, de todas formas, que nos deis una señal clara, para que podamos actuar todos de
una forma ordenada. De lo contrario, se entremezclarán el trueno y el rayo y nadie dará
crédito a vuestras palabras.
- Está bien - reconoció el Peregrino -. Me serviré de la barra de hierro.
- ¿De la barra de hierro? - repitió, aterrado, el Conde del Trueno -. No podremos
soportar su fuerza.
- No pienso pegar a nadie - afirmó el Peregrino, tratando de tranquilizarle -. Lo único
que quiero es que estéis pendiente de ella. Si la levanto una vez hacia arriba, debéis
producir un viento huracanado.
- De acuerdo - dijeron a coro la Anciana del Viento y su hijo -. Cuando os veamos
levantarla una vez, desataremos nuestra bolsa.
- Si lo hago dos veces - continuó el Peregrino -, vosotros esparcís las nubes.
- Dos veces - repitieron el Joven - que - empuja - las - nubes y el Muchacho - que -
esparce - la - niebla - y actuamos nosotros.
- A la tercera se oirá el trueno y se verá el latigazo de luz del rayo - prosiguió el
Peregrino.
- Podéis contar con nosotros - se apresuraron a decir el Conde del Trueno y la Madre
del Rayo -. Tened la seguridad de que no os fallaremos.
- Y por último - concluyó el Peregrino -, a la cuarta vez se desatará la lluvia.
- Así lo haremos - afirmaron a coro los Reyes Dragón.
- Otra cosa - agregó el Peregrino -. En cuanto vuelva a levantar la barra, quiero que
luzca el sol y el tiempo sea tan bueno como antes. Procurad no equivocaros. Ya sabéis
lo que os espera, si me falláis.
En cuanto hubo impartido esas órdenes, el Peregrino saltó de lo alto y recuperó el pelo
que se había arrancado. Ninguno se dio cuenta cambio, porque todos le miraban con
ojos mortales. Al ver que habían fallado todos los intentos del taoísta, el Gran Sabio
gritó:
- Renunciad de una vez. Cuatro veces seguidas habéis golpeado vuestra tablilla y lo
único que habéis conseguido ha sido un poquitito de viento, unas cuantas nubes
escuálidas, algún que otro trueno y nada de lluvia. Creo que ha llegado el momento de
dejarme actuar a mí.
El taoísta no tuvo más remedio que cederle el puesto y abandonar el altar. Con ademán
abatido regresó a la torre.
- Creo que voy a seguirle a ver qué le cuenta al rey - pensó el Peregrino, y le siguió
hasta allá. Al llegar, oyó que éste decía:
- Todos hemos estado esperando en suspenso los golpes de tu tablilla. ¿Cómo explicas
que la hayamos escuchado cuatro veces y no caído ni una sola gota de lluvia?
- Lo siento majestad - respondió el taoísta -, pero los dragones no estaba hoy en casa.
- ¿Cómo que no estaban? - replicó el Peregrino con voz potente -. ¡Claro que estaban en
sus palacios! Lo que ocurre es que vuestra magia no es lo suficientemente eficaz para
hacerlos venir hasta aquí. Si nos permitís probar a nosotros, veréis cómo es verdad lo
que acabo de deciros.
- De acuerdo - concluyó el rey -. Sube al altar y demuestra de lo que eres capaz.
El Peregrino se dirigió a la parte de atrás del estrado y, empujando suavemente al
monje Tang, le dijo:
- Subid al altar.
- ¿Para qué? - protestó el monje Tang -. Yo soy incapaz de producir lluvia.
- Está tratando de escudarse en vos, maestro - comentó Ba-Chie soltando la carcajada -.
¿No os dais cuenta de que, si falláis, será a vos a quien primero coloquen sobre la pira
de los sacrificios?
- Aunque desconozcáis todo lo relativo a la magia - replicó el Peregrino, dirigiéndose al
monje Tang -, sí que sabéis recitar escrituras ¿no? Hacedlo, mientras yo trato de
prestaros toda la ayuda de que dispongo.
El maestro subió al altar con ademán solemne y tomó asiento, cayendo al instante en un
estado de profunda concentración, que le permitió recitar con indescriptible piedad el
Sutra del Corazón. Al poco rato se presentó al galope un soldado enviado por el rey, que
preguntó:
- ¿Por qué no quemáis conjuros ni hacéis sonar vuestras tablillas?
- Porque no es necesario meter ruido para conseguir lo que se desea - contestó el
Peregrino -. Nosotros confiamos en el silencio y en la concentración de la oración.
El soldado transmitió fielmente al rey esa respuesta. En cuanto el Peregrino se percató
de que el maestro había terminado la recitación del sutra, se sacó la barra de la oreja y la
agitó una sola vez en la dirección en que soplaba el viento. Al punto adquirió una
longitud doce metros y el grosor de un cuenco de arroz. Con increíble pericia la elevó
hacia lo alto y la sacudió una sola vez. Al verlo, la Anciana del Viento abrió la bolsa de
los huracanes, mientras su hijo se hacia cargo de la cuerda con que solían atarla. El
bramido del viento sumió a todos los habitantes de la ciudad en un estado de profundo
temor. Las tejas y las piedras volaban por encima de los tejados, como si fueran hojas
de sauce. Jamás se había visto por aquellas latitudes un huracán tan potente. Tronchó
flores, derribó árboles e hizo impracticables los bosques. Hasta los salones imperiales se
vieron afectados. Las paredes de muchos de ellos presentaron grietas que anunciaban
una ruina inminente y la misma Torre de los Cinco Fénix se vio sacudida en sus
cimientos. Era tanta la arena que arrastraba el viento que el sol perdió toda su brillantez,
adquiriendo una extraña tonalidad rojiza. Los guerreros del imperio temblaban de miedo
en sus cuarteles, lo mismo que los ministros más capacitados y las doncellas que
prestaban sus servicios en los Tres Palacios. Era tal su terror que ellas mismas se
encargaron de cerrar las puertas. Las beldades que moraban en las Seis Cámaras
perdieron la delicadeza de sus tocados y sus cabellos se tornaron tan lacios como los de
una campesina. Los personajes más importantes del reino perdían sus bonetes dorados y
los más afortunados contemplaban, impotentes, cómo la fuerza del viento les arrancaba
sus adornos de jade. La túnica del primer ministro parecía una nube negra que hubiera
desplegado sus alas por el horizonte. Nadie se atrevía a hablar. Por los pasillos del
palacio volaban libremente los papeles oficiales, los peces de oro, los cinturones de
jade, las tablillas de marfil y las túnicas de seda. Los biombos de turquesa sufrieron
daños irreparables y miles de puertas y ventanas fueron destruidas. La violencia del
viento arrancaba del Salón de los Carillones de Oro tejas y ladrillos, mientras caían
derribadas al suelo las puertas llenas de bellísimos relieves del Salón de las Nubes
Bordadas. Desde el rey hasta el último de sus súbditos buscaron refugio donde
buenamente pudieron. Las calles y mercados quedaron totalmente vacíos. La ciudad
entera se había encerrado en la seguridad de sus hogares.
El Peregrino demostró, de esta forma, la potencia de su magia. No contento con eso,
puso vertical la barra de los extremos de oro y la elevó hacia lo alto por segunda vez. El
Joven - que - empuja - las - nubes y el Muchacho - que - esparce - la - niebla dieron
muestra de sus extraordinarios poderes, haciendo descender de los cielos una enorme
masa nubosa, que sumió la tierra en una oscuridad casi absoluta. Resultaba
prácticamente imposible abrirse paso por los tres mercados y las seis grandes avenidas
que cruzaban la ciudad. Las nubes se originaban en el mar y eran arrastradas después
mar adentro por el viento, oscureciendo todos los lugares por los que pasaban. Era como
si se hubiera reproducido el caos que en otro tiempo asoló el universo. La nubosidad era
tan espesa que ni siquiera podía verse la puerta de la Torre de los Cinco Fénix.
Las nubes no habían adquirido su mayor densidad, cuando el Peregrino volvió a
levantar la barra de los extremos de oro y al instante entraron en acción el Conde del
Trueno y la Madre del Rayo con una fiereza que sacudió todo el universo. Parecía como
si el conde cabalgara furioso, a lomos de una bestia salvaje y la dama sacudiera, como
una loca, un manojo de serpientes de oro. Venía haciéndolo desde antes de salir del
Palacio del Mirlo. El trueno rolaba, majestuoso, por lo alto, haciendo temblar las raíces
mismas de la Montaña del Tridente de Hierro. Las sacudidas del rayo, por su parte,
daban la impresión de surgir directamente del fondo del Océano Oriental. Era como si
por el firmamento se desplazaran de continuo pesadísimas carrozas que levantaban
piedras de fuego y llamas. El fragor de la tormenta sacudía con tal fuerza el universo
que los espíritus volvían a la vida, las semillas germinaban antes de tiempo y los
insectos se veían forzados a despertar de su sueño invernal 2. Un pánico terrible se
apoderó del rey y de todos sus súbditos, mientras los mercaderes y comerciantes creían
volverse locos por el sonido de los truenos. Era como si la tierra se hubiera abierto y las
montañas se estuvieran arrojando al interior de tan tórridas simas. Los habitantes de la
ciudad estaban tan atemorizados que raro fue el que no ofreció incienso o quemó papel
moneda.
- ¡Viejo Teng! 3 - gritó el Peregrino -. ¡No te olvides de los oficiales avariciosos y
corruptos, ni de los hijos desobedientes que faltan a sus responsabilidades! ¡Acaba con
unos cuantos, para que después pueda yo hablar contra esos vicios!
Para hacer más creíbles sus palabras, el señor del trueno intensifico sus bramidos.
Visiblemente satisfecho, el Peregrino levantó, una vez más, la barra de hierro y los
dragones dieron la orden de soltar la lluvia. Fue tan torrencial que cubrió el mundo
entero. Su fuerza era tal que derribó diques y muros de contención, e hizo crecer de tal
forma los ríos que la crecida arrastró puentes e inundó mesetas altísimas. Era como si se
hubieran abierto las compuertas celestes y hubiera caído sobre la tierra el Río de Plata,
erosionando las torres y anegando las terrazas de los palacios más altos. Las calles
parecían canales por los que fluía el contenido de enormes toneles vueltos boca abajo.
No es extraño que las casas estuvieran totalmente anegadas y que los puentes se
hubieran quedado ciegos. Los campos de labranza quedaron convertidos en inmensos
océanos, por los que avanzaban las olas. Otros dragones de menor importancia prestaron
su colaboración, elevando al Yang - Tse y volcándole, sin ninguna consideración, sobre
la tierra. La lluvia comenzó por la mañana y no paró hasta después del mediodía. Tan
grande fue la precipitación que todas las callejuelas y calles del Reino de la Carreta
Lenta se vieron anegadas. Aterrado, el rey ordenó:
- ¡Que pare inmediatamente esa lluvia! De lo contrario, las cosechas quedarán
destruidas y el remedio habrá resultado ser mucho peor que la enfermedad.
Al instante partió un soldado de la Torre de los Cinco Fénix a decir a los monjes:
- Nuestro monarca opina que ha caído ya suficiente lluvia.
El Peregrino levantó, una vez más, la barra hacia lo alto y al punto cesaron los truenos,
el viento amainó, la lluvia dejó de caer y las nubes se dispersaron. El rey estaba
encantado y tanto él como todos sus subalternos no dejaban de decir, maravillados:
- ¡Qué monje más extraordinario! Hoy se ha hecho, ciertamente, realidad lo que afirma
el proverbio: «Por muy fuerte que sea uno, siempre hay otro que le supera». Es cierto
que nuestros respetables preceptores tienen el poder de producir lluvia, pero la suya es
mucho más débil que ésta y, antes de que amaine del todo, pasa, por lo menos, medio
día. Lo que ahora estamos contemplando, por el contrario, es francamente increíble.
¡Esos monjes pueden hacer que el tiempo sea bueno o malo a voluntad! ¿Es que no lo
estamos viendo todos? El sol acaba de salir y no se ve ni una sola nube. ¡Se han
dispersado en un abrir y cerrar de ojos!
El rey montó en la carroza y ordenó la inmediata vuelta al palacio de todo su séquito,
para otorgar al monje Tang el permiso de viaje que había solicitado. Cuando estaba a
punto de estampar en él el sello imperial, se presentaron los taoístas y dijeron:
- La lluvia de hoy no es obra de los monjes, sino de la invencible superioridad del
taoísmo.
- No tratéis de dorar ahora la píldora - les regañó el rey -. Vosotros mismos afirmasteis
que, si no llovía, era porque los Reyes Dragón no estaban en casa, cuando vos los
conjurasteis. Él, sin embargo, se llegó a lo alto del altar, recitó en silencio unas cuantas
oraciones y al instante comenzó a caer la lluvia. ¿Cómo podéis afirmar que el mérito no
es suyo?
- Pero olvidáis una cosa muy importante - replicó el Inmortal Fuerza de Tigre -: las
órdenes estaban ya dadas. Yo mismo las envié a la mansión de los dragones por medio
de conjuros, ensalmos y el rítmico golpear de mis tablillas de oro. Si los Reyes Dragón
no acudieron en un principio a mi llamada, fue porque, sin duda alguna, se encontraban
en otro lugar realizando los mismos servicios que yo les había solicitado. Lo mismo les
ocurrió a los encargados del viento, las nubes, el rayo y el trueno. Al fin y al cabo,
siempre trabajan en equipo. Pero, en cuanto mi orden llegó a sus oídos, se apresuraron a
venir aquí, llegando en el preciso instante en que yo bajaba del altar y ese monje subía.
El budista no desaprovechó la oportunidad y la lluvia cayó en abundancia. Pero fui yo el
que trajo a los dragones y les pidió que lloviera. ¿Cómo podéis afirmar, entonces, que
todo el mérito es de esos monjes?
El rey era una persona con un carácter muy voluble y, al oír esas explicaciones, las
creyó a pie juntillas. El Peregrino se percató en seguida de su cambio de actitud y,
juntando las manos a la altura del pecho, dio un paso hacia delante y dijo:
- Olvidémonos de lo pasado y dejemos de discutir sobre quién ha de atribuirse el mérito
de lo ocurrido. Con el fin de fijar para siempre la superioridad de nuestra doctrina,
propongo lo siguiente: los Reyes Dragón de los Cuatro Océanos están todavía volando
por los aires de vuestro reino, a la espera de que les conceda la venia para retirarse. Si el
Inmortal Preceptor es capaz de hacerlos presentarse en este palacio, para que todo el
mundo pueda verlos, admitiré que el mérito ha sido exclusivamente suyo.
- Llevo veintitrés años ocupando este trono y jamás he visto a un dragón - afirmó el
rey, entusiasmado -. Acepto tu proposición. Haced uso de vuestros poderes mágicos y
aquel que lo consiga podrá arrogarse el mérito de haber producido la lluvia.
Los taoístas no disponían de tanta autoridad, pero, aun en el caso de que la hubieran
tenido, los Reyes Dragón no los hubieran obedecido, porque respetaban más al Gran
Sabio. Así que agacharon la cabeza y confesaron:
- Nosotros no podemos hacer una cosa tan disparatada. ¿Por qué no prueba él?
El Gran Sabio levantó la cabeza y gritó con todas sus fuerzas:
- ¡Eh, Ao - Kuang!, ¿dónde estás? ¡Llama a tus hermanos y dejaros ver!
Los Reyes Dragón obedecieron al instante y se manifestaron ante cuantos en aquel
mismo momento se hallaban en el Salón de los Carillones de Oro, moviéndose entre una
nube de incienso y neblinas. Sus movimientos eran circulares y trazaban
complicadísimos dibujos en el aire. Sus garras parecían anzuelos de jade blanco, sus
escamas de plata brillaban como espejos, sus pelos recordaban la seda y eran totalmente
distintos unos de otros, sus cuernos poseían una perfección propia de alhajas, sus frentes
aparecían tan rugosas como una montaña, y sus ojos redondos emitían la luz de diez mil
hogueras. Su naturaleza estaba cargada de tanto misterio que ni siquiera en aquella
epifanía podía ser plenamente comprendida. Hasta su vuelo resultaba imposible de
describir. Así eran los seres que conceden la lluvia a quien se lo pide con humildad y
siembran los cielos de luz a instancias de quien se lo suplica con devoción. La forma en
la que aquel día se manifestaron era la más apropiada para criaturas tan poderosas y
santas como ellos. Todo el palacio imperial quedó sumido en un aura de luz sagrada. El
rey se apresuró a quemar un poco de incienso, mientras los demás funcionarios corrían a
inclinarse enfrente de los escalones de jade.
- Habéis sido muy amables, al mostrarnos vuestro auténtico rostro - exclamó el rey -,
pero os agradecería que regresarais a vuestros palacios tan pronto como podáis. Prometo
celebrar una gran ceremonia padecimiento por este gesto que habéis tenido hoy con
nosotros.
- Podéis retiraros - repitió el Peregrino -. Ya habéis oído lo que os ha prometido el rey.
Los dragones volvieron a los océanos y los otros dioses siguieron su ejemplo,
dirigiéndose directamente a los cielos. Así quedó demostrado que el auténtico poder
mágico es ilimitado y que nada pueden contra la verdad los excesos de la herejía.
De momento desconocemos si fue esto suficiente para hacer doblegar a los taoístas.
Quien desee averiguarlo tendrá que escuchar las explicaciones que se brindan en el
capítulo siguiente.
CAPÍTULO XLVI
En cuanto el rey vio la autoridad que el Peregrino tenía sobre los dragones y otros
dioses, plasmó, sin dudarlo, el sello imperial sobre el permiso de viaje. Pero, cuando se
disponía a entregárselo al monje Tang, para que pudiera proseguir tranquilamente el
viaje, los tres taoístas dieron un paso al frente y cayeron rostro en tierra. El rey se
levantó a toda prisa del trono y corrió a levantarlos con sus propias manos, al tiempo
que les preguntaba:
- ¿Se puede saber por qué os mostráis hoy tan ceremoniosos?
- Durante los últimos veinte años no hemos hecho otra cosa que velar por la paz de
vuestro reino y la seguridad de todos vuestros súbditos - respondieron ellos -. Tan altos
servicios se han visto hoy minimizados por la burda magia de un monje sin escrúpulos.
Sólo porque ha sido capaz de producir una tormenta, habéis olvidado los crímenes que
cometió en vuestro propio reino. ¿Cómo podéis tratarle con tanta deferencia, echando en
saco roto todos los sacrificios que por vos hemos hecho? Nos gustaría que retuvierais un
poco más su permiso de viaje y nos permitierais medir, una vez más, sus poderes con
los nuestros, a ver lo que pasa.
En toda la tierra no existía un hombre más inconstante que aquel rey. Si oía hablar del
este, se aliaba en seguida con él, y, si alguien le mencionaba el oeste, sellaba de
inmediato con él un pacto. Dejó, pues, a un lado el permiso de viaje y preguntó:
- ¿En qué pruebas estáis pensando?
- Para empezar - contestó el Inmortal Fuerza de Tigre -, en una de Meditación.
- No me parece muy acertado - comentó el rey -. Este monje es representante de una
religión que otorga precisamente una gran importancia a lo que tú sugieres. Además, su
poder de concentración debe de ser extraordinario; si no, no hubiera sido enviado en
busca de escrituras. Tenlo por seguro. ¿De verdad estás decidido a competir con él en
ese terreno?
- La prueba que propongo no es nada corriente - respondió el Gran Inmortal -. De
hecho, recibe el nombre de «prueba de santidad junto a la columna de nubes».
- ¿Queréis explicarme de qué se trata? - volvió a preguntar el rey.
- Para llevarla a cabo - contestó el Gran Inmortal -, se necesitan cien tablillas. Poniendo
una encima de otra, se construirá un altar con la mitad de ellas, al que se ascenderá con
la ayuda de una nube. No estará permitido servirse de las manos ni de ningún tipo de
escaleras. La prueba la ganará quien permanezca más tiempo meditando en lo alto del
altar.
El rey comprendió que se trataba de una prueba, en verdad, muy difícil y, volviéndose a
los Peregrinos, les dijo:
- ¡En, monjes! Nuestro respetable preceptor sugiere la celebración de una prueba de
meditación llamada de la «santidad junto a la columna de nubes». ¿Está dispuesto
alguno de vosotros a medir con él sus fuerzas?
En contra de lo que en él era habitual, el Peregrino permaneció callado del todo, cosa
que sorprendió vivamente a Ba-Chie, que le preguntó:
- ¿Por qué no dices nada?
- Si he de serte sincero - contestó el Peregrino -, soy capaz de derribar los cielos, dar la
vuelta a los pozos, sacudir los océanos, poner boca abajo los ríos, transportar montañas
sobre las espaldas, perseguir a la luna, y alterar el curso de las estrellas y planetas. No
tengo miedo tampoco a que me partan el cráneo, me corten la cabeza, me rajen el
estómago, me arranquen el corazón, o me mutilen salvajemente. Pero soy absolutamente
incapaz de sentarme en silencio y empezar a meditar. Es algo superior a mis fuerzas.
¡Yo no me puedo quedar quieto en ningún sitio! Aunque se me encadenara a una
columna de acero, trataría al instante de ponerme en libertad, subiendo y bajando por
ella como si fuera un insecto. ¿Qué quieres que te diga? ¡Mi naturaleza es así!
- Quizás tú no puedas - comentó el monje Tang -, pero yo sí.
- ¡Fantástico! - exclamó el Peregrino, aliviado -. ¿Durante cuánto tiempo sois capaz de
hacerlo?
- De joven - explicó Tripitaka - me enseñaron los principios de la aquiescencia y la
meditación, con el fin de alcanzar la perfección espiritual. Confinado en la Meditación
del Sentido de la Vida y la Muerte, he llegado a estar sin moverme hasta dos o tres años,
por lo menos.
- ¡Fantástico! - volvió a repetir el Peregrino -. El único problema es que a ese ritmo
jamás lograremos llegar al Paraíso Occidental. Pero, en fin, creo que no estaréis ahí
arriba más de dos o tres horas.
- Todo eso está muy bien - admitió Tripitaka -. Pero ¿cómo voy a subir ahí arriba?
- No os preocupéis por eso - trató de tranquilizarle el Peregrino -. Dad un paso al frente
y aceptad el reto. Yo me encargaré de todo lo demás.
Sin pensarlo dos veces, el maestro juntó las manos a la altura del pecho y dijo:
- Este humilde monje sabe cómo meditar de la forma que habéis mencionado.
El rey ordenó al punto que se prepararan los altares. La presteza con que se cumplieron
sus órdenes puso de manifiesto que la fuerza de un país es capaz de derribar montañas.
En menos de media hora estuvieron listos dos altares: uno a la izquierda del Salón de los
Carillones de Oro, y el otro a su derecha. Con paso solemne el Gran Inmortal Fuerza de
Tigre se llegó hasta el centro del inmenso patio. Allí dio un o salto y al instante se
formó bajo sus pies una alfombra de nubes, que le llevó hasta lo alto del altar construido
en la parte oeste, donde tomó asiento. Mientras eso sucedía, el Peregrino se arrancó un
pelo y lo hizo convertirse en una copia exacta de si mismo, que ocupó el sitio que hasta
entonces había mantenido junto a Ba-Chie y el Bonzo Sha. Su auténtico yo se
transformó en una nube de cinco colores, que elevó al monje Tang por los aires y le
colocó suavemente en lo alto del altar del este. Se metamorfoseó a continuación en un
pequeño grillo, que se posó suavemente en el hombro de Ba-Chie y le susurró al oído:
- Observa con atención al maestro y no trates de hablar con el falso mono que hay a tu
lado.
- No te preocupes - contestó el Idiota, riéndose -. Ya me había dado cuenta del cambio.
El Gran Inmortal Fuerza de Ciervo, mientras tanto, al ver que los dos contendientes
parecían tener una capacidad de concentración muy parecida, decidió ayudar a su
correligionario. Sin que nadie se diera cuenta, se arrancó un pelo del cogote, lo enrolló
con los dedos lo arrojó contra la cabeza del monje Tang. El pelo se convirtió en chinche,
que empezó a picar salvajemente al maestro. Al principio éste sólo pareció sentir un
pequeño picor, pero, a medida que pasaba los segundos, se fue transformando en un
dolor insoportable. Lo malo era que una de las normas de las pruebas de meditación
establecía que quien moviera las manos, aunque sólo fuera para rascarse, quedaba
automáticamente eliminado. La molestia era tan inaguantable que al maestro no le
quedó otro remedio que frotar suavemente la cabeza contra el cuello de su túnica.
- ¡Santo cielo! - exclamó, preocupado, Ba-Chie -. Parece que al maestro le va a dar un
ataque.
- No, no - le corrigió el Bonzo Sha -. Yo más bien creo que le está entrando dolor de
cabeza. No todo el mundo está capacitado para la meditación.
- Lo raro es que el maestro es una persona honrada - comentó el Peregrino -. Si ha
dicho que sabe meditar, es porque es verdad. De eso estoy seguro. Jamás le he oído
decir una sola mentira. Lo mejor será que nos dejemos de especulaciones y vaya a ver
qué es lo que pasa.
El Peregrino reemprendió el vuelo y fue a posarse sobre la cabeza del monje Tang,
donde descubrió un chinche del tamaño de un guisante, que estaba cebándose en él con
envidiable delectación. El Peregrino lo cogió a toda prisa con la mano y rascó con
suavidad al maestro, hasta que las molestias hubieron desaparecido del todo. De esta
forma, pudo continuar la meditación, sin tener que mover un solo dedo.
- ¡Qué raro! - se dijo el Peregrino -. La calva de un monje es tan lisa que ni un piojo
puede agarrarse a ella. ¿Cómo habrá venido a parar un chinche a la de mi maestro?
¡Ahora caigo! Lo más seguro es que uno de esos taoístas haya buscado la forma de
hacernos perder. Pues anda fresco, porque ahora mismo le voy a enseñar yo lo que son
los trucos.
Inició de nuevo el vuelo y fue a parar al tejado del palacio, sacudió ligeramente el
cuerpo y se convirtió en un ciempiés de más de siete centímetros de alto. Sin pensarlo
dos veces, se dejó caer y fue a parar justamente debajo de las narices del taoísta,
propinándole una picadura tan terrible que se cayó del altar. El golpe fue tan fuerte que
casi se mata. Fue una suerte que los funcionarios imperiales se lanzaran a cogerle; de lo
contrario, hubiera perdido la vida allí mismo. Atemorizado, el rey pidió a sus consejeros
que le acompañaran al Salón Wen - Hua a peinarse y lavarse un poco. El Peregrino
volvió a convertirse, entonces, en una nube y ayudó al maestro a bajar del altar, siendo
declarado vencedor de la prueba. El rey quiso entregarle el permiso de viaje, pero volvió
a impedírselo el Gran Inmortal Fuerza de Ciervo, diciendo:
- Mi hermano ha sido incapaz de vencer la prueba, porque es muy sensible al frío, ni
más ni menos. En cuanto asciende a un lugar elevado, se ve afectado por el frescor del
viento y pierde irremediablemente el sentido. Si no llega a ser por eso, el monje no
habría podido derrotarle jamás. Permitidme enfrentarme a él con la prueba de «adivinar
lo que hay guardado en un baúl».
- ¿En qué consiste eso? - preguntó el rey.
- En lo que indica su mismo nombre - contestó Fuerza de Ciervo -. Se trae un baúl y el
que acierte lo que encierra gana la prueba. Si son ellos los vencedores, dejadlos
marchar. De lo contrario, castigadlos como mejor os parezca, continuad
considerándonos vuestros hermanos y tened presentes los servicios que os hemos
prestado durante los últimos veinte años.
De nuevo volvió el rey a quedar sumido en una profunda confusión. Incapaz de
apreciar el engaño que se escondía tras esas palabras ordenó traer del Palacio Interior un
baúl de laca roja. Antes de ser conducido ante los escalones de jade blanco, se pidió a la
reina que metiera en él algo de valor. El rey llamó a los budistas y a los taoístas a su
presencia y les dijo:
- Quiero que adivinéis lo que hay dentro de ese baúl.
- ¿Cómo voy a averiguar yo lo que encierra? - preguntó Tripitaka al Peregrino en voz
muy baja.
Wu-Kung volvió a convertirse en un pequeño grillo y, posándose en la cabeza del
monje Tang, le susurró al oído: tranquilizaos, ahora mismo voy a echar un vistazo.
Sin que nadie se percatara de ello, se llegó hasta el baúl, encontró una pequeña rendija
en su base y se metió a toda prisa en su interior. Fue así como descubrió que había una
blusa y una falda, que solía ponerse la reina en las grandes solemnidades. Las estiró lo
mejor que pudo, se hizo un poco de sangre en la lengua y, escupiendo sobre ella, gritó:
- Transformaos - y se convirtió al instante en una jarra de barro llena de desconchones,
sobre la que vertió su fétida orina.
Volvió a salir después por la rendija y fue a posarse sobre el hombro del monje Tang, al
que dijo en tono muy bajo:
- Dentro de ese baúl sólo hay una jarra de barro llena de desconchones.
- No es posible - repuso Tripitaka -. El rey dijo que se trataba de algo de valor.
¿Quieres decirme cuánto cuesta una jarra vieja?
- Ni lo sé ni me interesa - contestó el Peregrino -. Lo importante es que acertéis.
El monje Tang dio un paso al frente, dispuesto a hacer público lo que contenía el baúl,
pero se lo impidió el Gran Inmortal Fuerza de Ciervo, diciendo:
- Yo soy el primero. Dentro de ese baúl hay una blusa y una falda de la reina.
- ¡No, no! - gritó el monje Tang -. Ahí dentro no hay más que una jarra de barro llena
de desconchones.
- ¿Cómo se atreve a despreciar de esa forma nuestro reino? - bramó el rey -. ¿Acaso
piensa que aquí no tenemos nada de valor? ¿Cómo se le ocurre hablar de una jarra llena
de desconchones? ¡Apresadle inmediatamente!
Los guardias del palacio se movieron hacia el monje Tang con gesto amenazante, pero,
antes de que le pusieran la mano encima, juntó las manos a la altura del pecho e,
inclinándose respetuosamente ante el rey, dijo:
- Perdonad mi indiscreción, pero ¿no os parece que deberíais abrir el baúl para ver
quién se ha equivocado? Es posible que estéis acusando a un inocente.
A regañadientes, el rey accedió a hacer lo que se le pedía. Ordenó sacar a la luz lo que
contenía el baúl y casi se desmaya al ver que, en efecto, en su interior no había más que
una jarra de barro llena de desconchones.
- ¿Quién ha metido esto aquí? - bramó el rey, furioso, volviéndose hacia el biombo que
había detrás del trono.
Con paso indeciso la reina se llegó hasta él y confesó:
- Yo misma coloqué en su interior una blusa y una falda de incalculable valor. No
comprendo cómo se ha convertido en algo tan repugnante.
- Os creo - comentó el rey, desconcertado -. Sé bien que en este palacio todo está hecho
de seda y de materiales de primerísima calidad. Tampoco puedo explicarme yo cómo ha
llegado hasta aquí una cosa tan repugnante. Retiraos a vuestros aposentos, señora.
- Traed otra vez ese baúl. Yo mismo voy a esconder en él algo de valor a ver lo que
ocurre.
A toda prisa se dirigió al jardín imperial, arrancó un melocotón del tamaño de un
cuenco de arroz y lo metió en el baúl. Al verle aparecer, el monje Tang comentó con sus
discípulos, muy preocupado:
- ¿Qué vamos a hacer? Su majestad quiere que repitamos el juego.
- No os preocupéis por eso - trató de tranquilizarle el Peregrino -. Ahora mismo voy a
echar otro vistazo.
De nuevo se introdujo en el baúl por la rendija y comprobó, complacido, que guardaba
un espléndido melocotón. El Peregrino era un devorador insaciable de frutas y, tras
adoptar la forma que le era habitual se sentó en un rincón y dio buena cuenta de la que
tenía delante. La saboreó con tal fruición que a punto estuvo de ronchar el hueso. Al
final, renunció a tan extraño placer y, convirtiéndose de nuevo en un grillo, volvió
volando junto a su maestro y le dijo:
- Esta vez se trata del hueso de un melocotón.
- ¿Te estás burlando de mí? - exclamó el maestro -. Ya has visto lo que acaba de pasar.
Si no llego a andarme listo, el rey me hubiera mandado azotar. Es un hombre
obsesionado con la prosperidad y la riqueza. ¿Cómo va a haber ordenado esconder un
simple hueso?
- No tengáis ningún miedo - replicó el Peregrino, sonriendo -. Lo importante es que
ganéis. Fiaos de mí y dad la respuesta que os he dicho.
Tripitaka tomó aliento para hablar, pero se le adelantó el Gran Inmortal, diciendo:
A los taoístas siempre nos ha correspondido el primer lugar. Afirmo, por lo tanto, que
ahí dentro hay un espléndido melocotón.
- No un melocotón, señor - le corrigió Tripitaka -, sino el hueso de un Melocotón.
- Has perdido - anunció el rey -. Yo mismo me encargué de meter en el baúl una fruta
entera. ¿Cómo va a haber sólo un hueso?
- Todo lo que queráis - replicó Tripitaka -, pero os aseguro que la fruta ha desaparecido.
Si no me creéis, abridlo y lo veréis.
El principal sirviente real se llegó hasta el baúl, lo abrió y vio que, efectivamente, allí
no había más que un simple hueso. El rey se sintió tan sobrecogido que exclamó,
volviéndose a los taoístas:
- Renunciad, por lo que más queráis, a competir con esta gente. Es mi deseo que se
vayan de aquí cuanto antes. Yo mismo arranqué el melocotón con mis manos y lo puse
en ese malhadado baúl. ¿Cómo es que ahora sólo queda el hueso? Por fuerza estos
monjes gozan del favor de los dioses y espíritus; si no, no me explico.
Ba-Chie sonrió con malicia y susurró al Bonzo Sha:
- ¡Éste no sabe lo que le gustan los melocotones a nuestro hermano!
En ese mismo instante entró, después de haberse lavado y peinado en el Salón de Wen -
Hua, el Gran Inmortal Fuerza de Tigre. Con la solemnidad que le era habitual se llegó
hasta el trono y dijo:
- Lo que acaba de ocurrir tiene una explicación muy sencilla: este monje domina la
magia para cambiar unos objetos por otros. Si me prestáis el baúl unos momentos,
acabaré con su maléfica influencia y podrá celebrarse una prueba con todas las
garantías.
- ¿Qué es lo que pretendéis hacer? - preguntó el rey.
- Está visto - explicó el Inmortal Fuerza de Tigre - que su magia es capaz de cambiar
objetos inanimados, pero dudo que pueda hacer lo mismo con los seres humanos.
Propongo que permitáis a este joven taoísta meterse dentro del baúl, y, así, nadie podrá
cambiar lo que se introduzca en él. Es más - añadió, bajando la voz -, sugiero que sea
ese hermano nuestro el objeto que se ha de descifrar en esta ocasión. Veréis cómo su
pronóstico choca estrepitosamente contra la realidad.
El rey aceptó la sugerencia y ordenó al joven que se metiera en baúl. Hizo después que
fuera llevado al salón del trono y, volviéndose hacia el monje Tang, le increpó,
diciendo:
- ¡Eh, tú, monje! ¿A que no averiguas lo que hay aquí dentro?
- ¡Otra vez estamos en las mismas! - exclamó Tripitaka, descorazonado.
- No os preocupéis - le tranquilizó, una vez más, el Peregrino -. Voy a echar otra
miradita.
De nuevo voló hacia el baúl y se introdujo en él a través de la rendija, descubriendo, no
sin cierta sorpresa, que se trataba de un taoísta. Pero la mente del Gran Sabio poseía una
agilidad sorprendente y, sacudiendo ligeramente el cuerpo, adoptó la apariencia de uno
de los maestros del Tao que habían quedado fuera. Se acercó al joven y le preguntó en
un susurro:
- ¿Qué tal te encuentras?
- ¿Cómo habéis logrado entrar aquí? - replicó el muchacho, vivamente sorprendido.
- Muy sencillo - contestó el Peregrino -. Valiéndome de la magia de la invisibilidad.
- ¿Tenéis alguna orden nueva que darme? - volvió a preguntar el joven.
- Así es - respondió el Peregrino -. Uno de esos monjes te ha visto entrar en el baúl. Eso
le facilita las cosas y nosotros volveremos, desgraciadamente, a perder de nuevo. Es
preciso, por tanto, que te afeites la cabeza. Así podremos decir que eres un monje y
ellos fallarán estrepitosamente.
- Con el fin de ganar, estoy dispuesto a hacer lo que sea - comentó en el joven -. Está
claro que una nueva derrota nos supondría una pérdida total de confianza entre los
miembros más destacados de esta corte. De producirse, nuestra reputación quedaría
arruinada para siempre.
- Eso es - reconoció el Peregrino -. Acércate y no temas nada. Cuando hayamos
terminado con ellos, te recompensaré generosamente. De eso no te quepa duda.
En un instante transformó la barra de los extremos de oro en una cuchilla de afeitar y,
abrazando al muchacho, añadió:
- Sé que va a ser un poco duro para ti, pero te aconsejo que no te muevas y, sobre todo,
que no hagas ningún ruido. Inclínate un poco, para que pueda afeitarte la cabeza.
En pocos segundos el joven quedó tan calvo como un anciano. El Peregrino formó una
bola con el pelo y la distribuyó con cuidado por las paredes del baúl. Guardó después la
cuchilla y, sin dejar de acariciar la cabeza del joven, agregó:
- Tu cabeza es, ciertamente, la de un monje, pero no puede decirse lo mismo de tus
ropas. Quítatelas y ponte estas otras.
El joven lucía una túnica - garza 1 de seda blanca, en la que habían sido bordadas varias
nubes y otros motivos netamente taoístas. En cuanto se hubo despojado de ella, el
Peregrino le insufló un poco de su aliento inmortal, al tiempo que decía:
- ¡Transfórmate! - y al instante se convirtió en la túnica de un monje, que él mismo le
ayudó a ponerse. Se arrancó a continuación dos pelos que metamorfoseó, con idéntica
facilidad, en una carraca y en un pez de madera.
- Ahora escúchame con atención - le aconsejó el Peregrino, al tiempo que le entregaba
la carraca y el pez -. Si oyes a alguien llamar a un joven taoísta, no salgas del baúl. Sólo
debes hacerlo, cuando oigas mencionar la palabra monje. Haz saltar entonces la tapa del
baúl y abandónalo, sacudiendo el pez de madera y cantando un sutra budista. Eso
bastará para que nos sea reconocido el triunfo de una vez por todas.
- Todo eso está muy bien - comentó el joven tímidamente -, pero existe un pequeño
problema: yo sólo sé recitar El Libro de los Tres Funcionarios, El Libro del Mirlo del
Norte y El Libro para acabar con el dolor. Me temo que no conozco ningún sutra
budista.
- Pero sí sabrás recitar de corrido el nombre de Buda, ¿no? - le increpó el Peregrino.
- ¿Queréis decir Amitabha? - preguntó el muchacho -. Eso lo sabe todo el mundo.
- Bien. Entonces no se hable más - concluyó el Peregrino -. Limítate a repetir el nombre
de Buda. Me hubiera gustado enseñarte algo un poco más largo, pero la verdad es que
no disponemos de mucho tiempo. Recuerda lo que te he dicho y todo irá bien. Ahora
tengo que marcharme.
De nuevo se transformó en un pequeño grillo, que voló hasta el hombro del monje
Tang y le susurró al oído:
- Debéis decir que ahí dentro hay un monje.
- Sé que esta vez ganaré - exclamó Tripitaka, entusiasmado.
- ¿Cómo podéis estar tan seguro? - le preguntó el Peregrino, sorprendido.
- Los sutras afirman - respondió Tripitaka - que «el buda, el dharma y el sangha son
tres joyas» 2, de lo que se deduce que un monje es, en verdad, algo valiosísimo.
Mientras hablaban de esas cosas, el Gran Inmortal Fuerza de Tigre se acercó al rey y
anunció con voz potente:
- Ahí dentro, majestad, hay un joven taoísta.
Desconcertado, repitió ese anuncio varias veces, pero no ocurrió absolutamente nada.
Nadie saltó, de hecho, la tapa del baúl. Tripitaka, por su parte, juntó las manos a la
altura del pecho y proclamó con ademán humilde:
- Se trata de un monje.
Temiendo que no le hubieran oído bien, Ba-Chie gritó con todas sus fuerzas:
- ¡Hay un monje dentro del baúl!
Al punto saltó del baúl un joven con un pez de madera en la mano, que no dejaba de
repetir con sumo respeto el nombre de Buda. Los funcionarios, tanto civiles como
militares, que llenaban la sala empezaron a aplaudir y a gritar, entusiasmados. Los tres
taoístas, por su parte, se quedaron tan desconcertados que ni hablar podían.
- Por fuerza tienen que gozar estos monjes del favor de los dioses - concluyó el rey -.
Lo que acabo de contemplar es, francamente, increíble. ¿Cómo es posible que se
metiera un taoísta en el baúl y ahora salido de él un budista? No ha podido afeitarse él
solo la cabeza en un espacio tan reducido. Además, ¿quién le ha enseñado en tan poco
tiempo a recitar con tanta devoción el nombre de Buda? Opino que es aconsejable que
los dejemos partir cuanto antes.
- Recapacitad sobre vuestra decisión - le aconsejó el Gran Inmortal Fuerza de Tigre -.
Como muy bien afirma un proverbio, «el guerrero se ha topado con un oponente de su
talla, y el jugador de ajedrez ha hallado a alguien digno de él». Opino que ha llegado el
momento de poner en práctica lo que aprendimos en nuestra juventud en la sagrada
Montaña de Chung - An y los retemos a una prueba de mayor envergadura.
- ¿Qué fue lo que entonces aprendisteis? - preguntó el rey.
- Ciertas prácticas mágicas - respondió Fuerza de Tigre -, tales como cortarnos la
cabeza y volver a colocárnosla en su sitio; abrirnos el pecho, arrancarnos el corazón y
hacer que crezca otra vez por sí mismo; preparar una caldera de aceite hirviendo y
tomar tranquilamente un baño... En fin, cosas así por el estilo.
- ¡Esas son pruebas que conducen a una muerte cierta! - exclamó el rey, vivamente
sorprendido.
- Para una persona corriente sí - reconoció Fuerza de Tigre -, pero no para nosotros, que
somos maestros en el arte de la magia. No pensamos ceder, hasta que no hayamos
medido nuestras habilidades con las suyas.
Entusiasmado, el rey levantó la voz y dijo:
- ¡Monjes de las Tierras del Este! Nuestros hermanos taoístas se oponen a que os
dejemos marchar, hasta que no hayáis competido con ellos en el arte de la decapitación,
el destripamiento y los baños en un recipiente de aceite hirviendo.
Al oír eso, el Peregrino, que continuaba convertido en un grillo vulgar para cumplir
mejor su misión, volvió a adquirir la forma que le era habitual y exclamó, satisfecho:
- ¡Qué suerte la nuestra! No hay cosa que más me guste que ese tipo de competiciones.
- ¿Cómo puedes decir eso, cuando lo más probable es que acabes con el cuerpo
totalmente destrozado? - le increpó Ba-Chie.
- Se ve que no sabes de lo que soy capaz - replicó el Peregrino.
- Admito que posees una inteligencia fuera de lo común y una capacidad increíble para
metamorfosearte en lo que te venga en gana - reconoció Ba-Chie -. Pero eso sobrepasa
todas las fuerzas que un hombre puede dominar. ¿Quieres explicarme qué otras
habilidades tienes tú que nosotros no conozcamos?
- Con mucho gusto - respondió el Peregrino -. Si se me corta la cabeza, puedo hablar; si
me arrancan los brazos, puedo continuar pegando; si me amputan las piernas, soy capaz
de seguir andando; si me abren las entrañas en canal, se regenerarán por sí solas... En
fin, ¿qué voy a decirte? Para mí tomar baños de aceite hirviendo es todavía más fácil,
pues son los únicos que logran arrancarme un poco de suciedad.
El Bonzo Sha y Ba-Chie no pudieron aguantar la risa y soltaron una sonora carcajada.
Afortunadamente en ese mismo momento el Peregrino dio un paso al frente y dijo:
- Este humilde siervo vuestro está dispuesto a someterse a la prueba de la decapitación.
- ¿Se puede saber en dónde adquiriste el conocimiento de una técnica tan difícil? - le
interrogó el rey.
- Hace algunos años - contestó el Peregrino -, cuando me dedicaba de lleno a las
prácticas ascéticas en un monasterio, conocí a un maestro mendicante del Zen que tuvo
a bien enseñarme ese arte. No sé si su técnica funciona o no, porque nunca la he
empleado; por eso quiero probarla ahora mismo.
- ¡Este monje no sabe lo que dice! - exclamó el rey, soltando la carcajada -. No
comprendo cómo puede someterse, así como así, a una prueba de la que no está
totalmente seguro si va a salir airoso o no. ¿Acaso no sabe que la cabeza es la fuente de
las seis clases de energía yang que existen en el cuerpo? Quien se ve privado de ellas
muere al instante.
- Eso es precisamente lo que queremos - comentó Fuerza de Tigre con odio -. Así
podremos resarcirnos de todas las humillaciones a las que nos han sometido.
Dejándose llevar por las palabras del taoísta, el rey ordenó que dispusieran todo lo
necesario para llevar a cabo una decapitación. Al poco rato llegaron a la corte tres mil
guardias imperiales. El rey se volvió hacia el Peregrino y dijo:
- Esta vez te toca a ti el primero. Vete y que te corten la cabeza, a ver lo que pasa.
- Está bien - contestó el Peregrino, sonriendo -. Iré yo. Se inclinó ante los taoístas y
añadió:
- Disculpadme, respetables inmortales, que en esta ocasión os tomé la delantera - y se
retiró a toda prisa. Al volverse, el monje Tang le agarró de la manga y le aconsejó, muy
nervioso: - Ten mucho cuidado. Recuerda que no es ningún juego lo que vas hacer.
- Tranquilizaos, maestro - contestó el Peregrino -. Soltadme y dejadme enfrentarme a lo
que yo mismo he elegido.
Con paso seguro el Gran Sabio se llegó hasta el lugar en el que solían celebrarse las
ejecuciones. Sin pérdida de tiempo el verdugo le ató con unas cuerdas y le obligó a
poner el cuello sobre un tronco de madera. Antes de que el Peregrino hubiera abierto
siquiera la boca, el verdugo dio un grito tremendo y, de un certero tajazo, le separó la
cabeza del cuerpo. No contento con eso, le dio una patada y fue rodando, como si fuera
un melón, hasta una distancia de más de diez metros. Pese a tanta brutalidad, ni una sola
gota de sangre manó del cuello del Peregrino. Al contrario, de su estómago surgió una
extraña voz que gritó con toda claridad:
- ¡Vuelve aquí inmediatamente, cabeza!
Al ver lo que estaba ocurriendo, el Gran Inmortal Fuerza de Ciervo recitó un conjuro y
ordenó al espíritu local:
- ¡Impide que esa cabeza se mueva! Si lo haces, en cuanto haya derrotado a ese monje,
persuadiré al rey para que construya un templo gigantesco en el lugar que ahora ocupa
vuestra capilla, convenciéndole, al mismo tiempo, para que haga cincelar en oro
vuestras imágenes.
El espíritu y el dios locales habían obedecido, sin rechistar, las órdenes del inmortal.
Tampoco esta vez se atrevieron a defraudarle e impidieron que se moviera la cabeza del
Peregrino.
- ¡Vuelve acá inmediatamente! - gritó éste, una vez más.
Pero la cabeza continuó sin moverse, como si hubiera echado raíces en el suelo. El
Peregrino lo intentó una y otra vez, pero sus esfuerzos resultaron totalmente inútiles.
Visiblemente preocupado, el Gran Sabio logró liberarse de las cuerdas y exclamó,
sacudiendo el cuerpo con violencia:
- ¡Crece! y al punto le creció en el cuello otra cabeza nueva.
El verdugo y los guardias imperiales se pusieron a temblar de miedo. Sólo el oficial
responsable de la ejecución se armó del valor suficiente para regresar al lado del rey e
informarle con voz temblorosa:
- Hemos cortado, como ordenasteis, la cabeza a ese monje, pero le ha vuelto a crecer
otra nueva.
- No tenía idea de que nuestro hermano poseyera esos poderes - comentó Ba-Chie al
Bonzo Sha.
- No sé de qué te extrañas - replicó el Bonzo Sha -. Puesto que domina las setenta y dos
metamorfosis, es natural que disponga, por lo menos, de otras tantas cabezas.
No había acabado de decirlo, cuando apareció el Peregrino y, dirigiéndose hacia donde
estaba el maestro, le informó:
- Aquí me tenéis otra vez para lo que tengáis a bien ordenarme.
- ¿Te dolió mucho? - preguntó Tripitaka, profundamente satisfecho.
- Casi nada - respondió el Peregrino -. En realidad, no ha sido más que una diversión.
- ¿Necesitas algo de aceite para la herida? - inquirió, a su vez, Ba-Chie.
- Tócame, ya verás como no tengo ninguna herida - contesto Peregrino.
- ¡Es extraordinario! - exclamó el Idiota, incrédulo -. Esta totalmente curado. ¡Ni
siquiera tienes cicatriz!
Mientras hablaban entre sí de esta forma, el rey levantó la voz y dijo:
- Tomad vuestro permiso de viaje y marchaos cuando queráis. No tengo nada de que
acusaros.
- Gracias por el documento - se adelantó a decir el Peregrino -. Pero ¿no olvidáis una
cosa? El Gran Inmortal no se ha sometido todavía a la prueba de la decapitación. En
toda competición existen, por lo menos, dos bandos, ¿no os parece?
- Me temo que el monje tiene razón - comentó el rey a Fuerza de Tigre -. Vuestra fue la
idea y no podéis rechazarla ahora. Eso sí, os agradecería que no nos asustarais tanto
como el.
Fuerza de Tigre no tuvo, pues, más remedio que dirigirse al lugar de las ejecuciones,
donde fue maniatado y forzado a arrodillarse por varios verdugos. Uno de ellos agarró
la espada y le cortó la cabeza de un solo tajo. Después, como había hecho con la del
Peregrino, le dio una patada y fue a parar a una distancia de más de diez metros.
Tampoco esta vez manó la sangre, limitándose a gritar el ajusticiado:
- ¡Vuelve aquí inmediatamente, cabeza!
E l Peregrino se arrancó a toda prisa un pelo y, tras insuflarle un poco de aliento
sagrado, le ordenó:
- ¡Transfórmate! - y al instante se convirtió en un mastín de pelaje claro.
El animal se llegó hasta el lugar de las ejecuciones, cogió la cabeza del taoísta en la
boca y corrió hacia el foso del palacio, donde la arrojó sin ninguna consideración. Tres
veces más volvió el taoísta a llamar a su cabeza, pero no obtuvo la menor respuesta. No
poseía los poderes del Peregrino y no pudo hacer que le creciera otra nueva. No pasó
mucho tiempo antes de que empezara a brotarle del cuello cercenado una especie de
humor rojizo. Había quedado patente que era capaz de producir lluvia, pero entre él y un
auténtico inmortal no existía punto de comparación. A los pocos segundos cayó,
exánime, sobre el polvo, comprobando, horrorizados, cuantos se encontraban a su
alrededor que no era más que un tigre descabezado con la piel amarillenta. El oficial
responsable de la ejecución regresó junto al rey y le informó con voz temblorosa:
- El Gran Inmortal ha sido incapaz de recuperar su cabeza y ha fallecido tumbado sobre
el polvo. Lo más desconcertante es que se ha convertido en un tigre sin cabeza.
El rey perdió del miedo el color del rostro y se quedó mirando fijamente a los dos
taoístas que quedaban. Afortunadamente, Fuerza de Ciervo se adelantó a toda prisa del
asiento que ocupaba y comentó con voz serena:
- Es muy posible que el día de hoy estuviera fijado desde el comienzo del tiempo para
que nuestro hermano perdiera la vida. Pero me niego a aceptar que fuera un tigre. Todo
esto tiene que ser obra de ese monje sin escrúpulos. Seguro que se ha servido de algún
tipo de magia para convertir a vuestro insigne servidor en una bestia. A mí no podrá
derrotarme, os lo aseguro. Insisto, por tanto, en que se siga adelante con la prueba del
destripamiento y la extracción del corazón.
Esas palabras hicieron que el rey recobrara su aplomo y dijera en tono retante,
dirigiéndose al Peregrino:
- ¡Eh, tú, monje! El segundo inmortal quiere medir, una vez más sus fuerzas contigo.
- Está bien - replicó el Peregrino, aceptando el reto -. Pero debo advertiros que llevo sin
comer como Dios manda yo qué sé la de tiempo La última vez que tomé algo que se
pareciera a una comida en regla fue hace no muchos días. Un hombre piadoso nos invitó
a bollos y, he de reconocerlo con vergüenza, tomé más de los que me cabían en la tripa.
No es extraño que desde entonces haya tenido terribles retortijones de barriga. A veces
tengo la impresión de que me están royendo los gusanos. La prueba que me proponéis
no podía ser más oportuna, pues quiero saber si estoy o no libre de ellos. Os
agradecería, por tanto, que me prestarais un cuchillo, para que pueda abrirme el
estómago, sacarme las tripas y limpiarlas con cuidado. Eso me dará una gran
tranquilidad, para proseguir el viaje hacia el Oeste y entrevistarme finalmente con Buda.
- Llevadle al lugar de las ejecuciones - ordenó el rey, al oír tantos desatinos.
Al punto se arrojó sobre el Peregrino una cohorte de oficiales y soldados, que trataron
de levantarle en vuelo, pero él se lo impidió, diciendo:
- No necesito que nadie me agarre. Puedo caminar yo solo. Únicamente quisiera
pediros una cosa: que no me atéis, para que pueda lavarme las tripas como Dios manda.
- Está bien - concluyó el rey. No le atéis.
El Peregrino se dirigió con paso decidido hacia el lugar de las ejecuciones, se apoyó en
la enorme columna que servía para los ajusticiamientos y se desató la túnica, dejando al
descubierto su estómago. El verdugo le sujetó a la columna por el cuello y las piernas
con ayuda de una cuerda, le clavó un cuchillo en el pecho y le abrió en canal, como si
fuera un animal degollado. El mismo Peregrino le ayudó en la tarea, abriéndose la
barriga con las manos, sacándose las tripas y examinándolas una por una con sumo
cuidado. Después de un rato bastante largo, las volvió a meter en su sitio, juntó los
bordes de la herida, sopló sobre ella una bocanada de aire mágico y gritó:
- ¡Únete! - y al instante se le cicatrizó la barriga.
El rey se quedó tan asombrado que él mismo se encargó de entregar al Peregrino el
permiso de viaje, diciendo:
- Partid cuanto antes hacia el Oeste. No es preciso que demoréis más vuestra marcha.
Aquí tenéis los documentos que solicitasteis.
- Si he de seros sincero - contestó el Peregrino -, lo que menos importa ahora es el
permiso de viaje. Lo que de verdad deseo es que el segundo Gran Inmortal se someta a
la misma prueba que yo. Creo que es justo exigirlo, ya que la idea partió de él, ¿no os
parece?
- No nos eches la culpa de todo - replicó Fuerza de Ciervo -. Parte de la responsabilidad
es también tuya - se volvió después hacia el rey y le dijo, bajando la voz -: No os
preocupéis. Tengo la seguridad que voy a salir airoso de esta prueba.
Como había hecho el Peregrino momentos antes, Fuerza de Ciervo se llegó al lugar de
las ejecuciones por su propio pie. Allí fue atado de la misma forma y el verdugo le abrió
las entrañas a la misma altura del pecho que al Gran Sabio. Por si no bastara tanta
coincidencia, se sacó las tripas con la mano y las estudió con cuidado una por una.
Cuando más distraído estaba con esa tarea, el Peregrino se arrancó un pelo, le sopló una
bocanada de aire sagrado y gritó:
- ¡Transfórmate!
Al instante se convirtió en un halcón hambriento, que, tras extender las alas y las
garras, voló hasta donde se encontraba el taoísta y le arrebató las entrañas. Con ellas en
el pico voló hacia algún lugar desconocido y apartado, donde pudiera devorarlas con
toda tranquilidad. El taoísta quedó reducido, de esta forma, a un fantasma con el cuerpo
vacío y la barriga abierta y llena de sangre. Quien había ostentado tanto poder se
convirtió en un espíritu sin entrañas. El verdugo dio una patada al cadáver para ver lo
que quedaba de él, y comprobó, horrorizado que se había convertido en un ciervo de
cornamentas blanquecinas. El oficial responsable de la ejecución corrió, una vez más,
hacia donde se encontraba el rey y le dijo:
- El segundo Gran Inmortal no ha seguido, majestad, mejor suerte que el primero.
Logró abrirse las entrañas, pero se las arrebató un halcón hambriento y murió al poco
tiempo. Lo más desconcertante, sin embargo, ha sido que su cadáver se ha convertido en
un ciervo con las cornamentas blanquecinas.
- ¿Cómo es posible? - exclamó el rey, cada vez más asustado -. ¿Cómo ha podido
transformarse en un ciervo con cuernos?
- Eso mismo me pregunto yo - replicó en seguida el Gran Inmortal Fuerza de Cabra -.
¿Cómo es posible que mi hermano se haya convertido en una bestia nada más morir?
Por fuerza, todo esto es obra de ese maldito monje. Os suplico, por tanto, me permitáis
vengar la muerte de mis dos correligionarios.
- ¿De qué magia vas a servirte para derrotarle? - le increpó el rey.
- De la que me permitirá bañarme, como si nada, en un caldero de aceite hirviendo.
El rey ordenó preparar cuanto se precisaba para la prueba y pidió a los dos
contendientes que no se demoraran en empezar.
- Debo agradeceros todas las atenciones que tenéis conmigo - dijo el Peregrino -. Llevo,
de hecho, muchísimo tiempo sin tomar un baño y tengo la piel un poco seca; tanto, que
me pica más de lo que estoy dispuesto a aguantar. Este aceite me ayudará, por cierto, a
acabar con esa molesta irritación.
Los sirvientes imperiales habían encendido ya una gran hoguera y habían colocado el
caldero de aceite hirviendo sobre un montón gigante de madera. El Peregrino se dirigió
hacia la sartén con paso decidido pero, antes de meterse en ella, juntó las manos a la
altura del pecho y preguntó:
- ¿Se trata de un baño civil o de uno militar?
- ¿Existe entre ellos alguna diferencia? - inquirió el rey.
- Por supuesto que sí - contestó el Peregrino -. Si es civil, no tendré que quitarme la
ropa. Me pondré las manos en las caderas y saltaré dentro y fuera del caldero con tanta
rapidez que los vestidos no se me mancharán lo más mínimo. Si aparece una sola gotita
de aceite en ellos, querrá decir que no he realizado bien la prueba y que por lo tanto, he
perdido. En el militar, por el contrario, tendré que despojarme de mis ropas y podré
estar en el aceite cuanto quiera, permitiéndoseme retozar libremente en él.
- ¿Qué clase de baño quieres tomar tú? - preguntó el rey al Inmortal Fuerza de Cabra -.
¿El militar o el civil?
- Si tomamos el civil - contestó Fuerza de Cabra -, cabe la posibilidad de que sus ropas
hayan sido tratadas de antemano con alguna substancia que haga resbalar el aceite, por
lo que nunca sabremos si se ha ajustado a las normas o no. Opino que lo más
conveniente será tomar el militar.
- Perdonad, si, una vez más, pruebo yo el primero - se disculpó el Peregrino - pero
poseo un carácter muy impulsivo para esperar mi turno.
No había acabado de decirlo, cuando se quitó la camisa y la túnica de piel de tigre, dio
un salto y fue a parar al centro mismo del caldero, donde empezó a chapuzar, como si
estuviera nadando.
Al verlo, Ba-Chie se llevó a la boca el dedo gordo y comentó con el Bonzo Sha:
- Me temo que hemos minusvalorado a ese mono. Cuando le propusieron esas pruebas
y él aceptó, sin pensárselo dos veces, pensé que estaba fanfarroneando, pero ahora veo
que posee de verdad los poderes que se arrogaba.
Su admiración era tan sincera que no podían dejar de comentarlo otra vez. Sin
embargo, el Peregrino malinterpretó sus cuchicheos y, pensando que se estaban
burlando de él, se dijo:
- Ni en estas circunstancias deja de reírse de mí ese Idiota. Esto es precisamente lo que
quiere decir el proverbio que afirma: «La inteligencia nunca para, mientras que la
idiotez siempre descansa». Es injusto que yo deba someterme a esta prueba, mientras él
está ahí, tan tranquilo, sin hacer nada. Voy a hacerle una jugarreta, a ver si la próxima
vez tiene un poco más de cuidado.
Cuando más satisfecho parecía estar del baño, se sumergió hasta el fondo del caldero,
desapareciendo de la vista de los que le contemplaban admirados. Se había convertido,
de improviso, en una tachuela y nadie podía dar con él. Dándole por muerto, el oficial
responsable de sartén se llegó hasta donde estaba el rey y le informó:
- El monje que se sometió a la prueba del aceite ha perdido la vida, frito como un
vulgar torrezno.
El rey ordenó que sacaran los huesos del caldero y se los llevaran a su presencia, cosa
que trató de hacer el verdugo con una especie de espumadera de hierro. Como sus
agujeros eran muy grandes y la tachuela en la que se había convertido el Peregrino era
muy pequeña, no pudo y todos los intentos del verdugo se vieron condenados al más
absoluto fracaso. Al oficial no le quedó, pues, más remedio que regresar junto a su señor
y anunciar:
- Los huesos de ese monje parecen ser tan frágiles que todo su cuerpo se ha deshecho
en la sartén, como si fuera de mantequilla.
- Muy bien - concluyó el rey -. En ese caso, atrapad a esos tres.
Los guardianes del palacio consideraron que Ba-Chie era el más peligroso y se lanzaron
sobre él, haciéndole morder el polvo y atándole salvajemente las manos a la espalda.
Tripitaka estaba tan aterrado que no pudo por menos de levantar la voz, gritando:
- Os suplico, majestad, tengáis a bien perdonar a este humilde monje, que lo único que
ha hecho a lo largo de su vida monacal ha sido acumular mérito tras mérito. El mayor de
mis discípulos ha muerto y yo no pido para mí o los míos un trato mejor. ¿Cómo voy a
negarme a enfrentarme a la muerte, si vos, que ostentáis el poder absoluto, habéis
decretado que debemos morir? Por eso, el favor que ahora os pido no es para mí, sino
para ese discípulo fiel que acaba de convertirse en espíritu. Sin duda alguna, está ahora
vagando por el otro mundo, desconcertado y sin ayuda, y me gustaría echarle una mano.
Os pido, pues, tengáis a bien traerme media taza de agua fría y un tazón de sopa.
Permitidme, también, hacer caballos de papel y dadme vuestra venia para acercarme al
caldero de aceite, con el fin de que pueda realizar una ofrenda funeraria. En cuanto haya
presentado mis respetos al espíritu del discípulo muerto, me someteré de buena gana al
castigo que hayáis pensado darme.
- De acuerdo - contestó el rey -. Se ve que los chinos sois un pueblo piadoso y leal.
Adelante con tus ceremonias - y ordenó que se entregara al monje Tang una sopa de
arroz y un poco de papel moneda para los espíritus.
El monje Tang y el Bonzo Sha se llegaron hasta el caldero por sus propios medios. Ba-
Chie tuvo peor suerte, porque los soldados le agarraron de las orejas y le llevaron hasta
allí a la fuerza. El monje Tang levantó la voz y dijo en tono solemne:
- ¡Respetado discípulo Sun Wu-Kung! Jamás olvidaré el cariño que me has mostrado a
lo largo de este interminable camino que conduce hacia el Oeste. Desde que accediste a
seguir el camino del tu ejemplo y tu piedad han sido una guía para todos nosotros.
Juntos esperábamos llegar a la Montaña del Espíritu, pero el destino ha querido que
encontraras hoy la muerte. En vida todo cuanto hiciste encaminado a conseguir las
escrituras sagradas. Es nuestro justo deseo que en la muerte tu mente esté solamente
ocupada por la realidad de Buda. No dudamos, por tanto, que tu espíritu pasará pronto
de las tinieblas al Templo del Trueno.
- Me temo, maestro - dijo Ba-Chie -, que no habéis hecho la invocación adecuada.
Decidle al Bonzo Sha que levante un poco la sopa, para que pueda proferir yo otra más
apropiada.
Aunque estaba firmemente sujeto al suelo, el Idiota se las arregló para proferir las
siguientes barbaridades:
- ¡Maldito mono buscador de problemas! ¡Ignorante cuidador de caballos! Está visto
que merecías la muerte y que habías de acabar tus días frito en una sartén. ¡Estás
acabado, mono cuidador de caballos!
El Peregrino Sun, que permanecía agazapado en el fondo del caldero con el ánimo de
dar un escarmiento a Ba-Chie, no pudo aguantar las impertinencias del Idiota y volvió a
recobrar la forma que le era habitual. Desnudo como estaba, se puso de pie en el caldero
y gritó, enfurecido:
- ¿Se puede saber a quién estás insultando, esclavo inútil?
- ¡Menudo susto nos has dado! - exclamó, aliviado, el monje, al verle.
- A nuestro hermano le gusta juguetear con la muerte - comentó, por su parte, el Bonzo
Sha.
- Al ver lo ocurrido, los funcionarios, tanto civiles como militares, corrieron a informar
al rey, diciendo:
- Ese monje no ha muerto todavía majestad. Acaba de sacar la cabeza del aceite.
- No, no. Eso no es verdad - gritó el oficial responsable de la sartén, temiendo ser
acusado de negligencia o de algún cargo similar -. Está muerto. Lo que ocurre es que
hoy es un día muy poco propicio y el espíritu de ese monje se resiste a hacer el viaje al
otro mundo.
Furioso por tantas sandeces, el Peregrino saltó de la sartén, se secó el aceite y se vistió.
Se llegó después hasta el oficial, sacó la barra de hierro y le propinó tal golpe en la
cabeza que al instante quedó reducido a una masa informe.
- ¿Puede un fantasma hacer esto? - gritó, triunfante.
Al ver lo ocurrido, los soldados que tenían sujeto a Ba-Chie, le dejaron inmediatamente
en libertad y, echándose rostro en tierra, suplicaron, aterrorizados:
- ¡Perdonadnos! ¡No sabíamos lo que hacíamos!
Hasta el rey parecía dispuesto a abandonar el trono del dragón y lanzarse a una
vergonzosa huida. Afortunadamente se lo impidió el Peregrino, diciendo:
- No os vayáis tan deprisa, majestad. Ordenad al tercer mortal que se meta en la sartén.
- Sálvame la vida, Gran Inmortal, y métete en el caldero - pidió el rey al taoísta,
temblando de pies a cabeza -. Si no lo haces, ese monje acabará con todos nosotros.
Fuerza de Cabra bajó los escalones y se quitó las ropas como había hecho el Peregrino.
Saltó después en el aceite y comenzó a bañarse tranquilamente. El Peregrino se llegó
hasta el caldero y ordenó a los que azuzaban el fuego que añadieran un poco más de
madera. Metió a continuación la mano en el aceite y comprobó, para su asombro, que
estaba tan frío como el hielo. Desconcertado, se dijo:
- ¡Qué cosa más rara! Cuando entré ahí estaba realmente caliente, mientras que ahora
está casi helado. Por fuerza tiene que andar por ahí cerca un dragón.
Sin pensarlo dos veces, se elevó hacia lo alto y recitó un conjuro que empezaba por la
letra «Om». Al instante hizo su aparición el Rey Dragón del Océano Septentrional y el
Peregrino le regañó, furioso:
- ¡Maldito gusano con cuernos! ¿Cómo te atreves, lagarto cubierto de escamas, a
prestar ayuda a ese taoísta, haciendo que se esconda en el fondo del caldero un dragón
frío? ¿Por qué quieres que parezca más poderoso de lo que es y, así, pueda derrotarme?
El Rey Dragón estaba tan asustado que no se atrevía a abrir la boca. Por fin, tomó
aliento y respondió con voz entrecortada:
- Jamás me atrevería yo a hacer semejante cosa. Sin embargo, es posible que no sepáis
que esta bestia se ha dedicado durante mucho tiempo a la ascesis, consiguiendo
desprenderse de la forma que le era, en un principio, substancial. Eso le capacitó para el
dominio de la magia de los cinco truenos. Sus otros poderes mágicos fueron obtenidos a
través de sendas equivocadas, que, de ninguna manera, conducen a la auténtica
inmortalidad. Por eso pudisteis destruir vos a sus correliginarios, desenmascarando su
naturaleza y obligándoles a mostrarse tal cuales eran. Con éste vais a tener muchos más
problemas, ya que aprendió el Arte de la Gran Ilusión en la Montaña del Pequeño Mao 3
y consiguió dominar a un dragón frío. Es extremadamente inteligente y muy difícil de
engañar, tanto que vos no podéis absolutamente nada contra él. Hay, sin embargo, un
camino para que ese taoísta quede convertido en un vulgar torrezno: arrestar a ese
dragón y llevármelo conmigo.
- Hacedlo y os veréis libre de mi cólera - replicó el Peregrino -. Si no, ya sabéis lo que
os espera.
El Rey Dragón se convirtió al instante en un viento huracanado, que entró en lo más
profundo del caldero y arrastró consigo al dragón frío. El Peregrino descendió de la
nube y se quedó a pocos pasos de Tripitaka, Ba-Chie y el Bonzo Sha, viendo cómo el
taoísta se debatía desesperadamente en el seno del aceite, sin conseguir librarse del
tormento. Cada vez que intentaba escalar la pared de la sartén, resbalaba hacia el fondo.
Al poco rato su carne se desintegró, su piel se tostó y sus huesos nadaron libremente en
la superficie del aceite. El nuevo oficial responsable de la ejecución se llegó hasta donde
estaba su majestad y le informó, diciendo:
- Acaba de morir el tercer Gran Inmortal.
El rey no pudo evitar que se le saltaran las lágrimas. Después se agarró con fuerza a la
mesa imperial que tenía delante y, llorando amargamente, exclamó:
- ¡Qué difícil es de conseguir la vida humana! Cuando falta la auténtica vida de un
maestro, el elixir no tiene ningún valor. El hombre tiene a mano infinidad de conjuros e
innumerables ofrendas que presentar a los dioses, pero no dispone de ningún remedio
que pueda alargarle la vida. ¿Cómo va a alcanzarse el estado del nirvana sin
perfeccionar el espíritu? Frágil es la vida, y vanos todos los esfuerzos que la llenan.
¿Por qué no renunciamos a ellos, si sabemos de antemano cuál es nuestro auténtico
sino? De nada sirve refinar el mercurio y buscar la falsa perfección del oro. ¿Qué valor
tiene en esas circunstancias levantar el viento y producir lluvia?
No sabemos lo que les sucedió al maestro y a los discípulos, por lo que deberá prestarse
atención a lo que se dice en el capítulo siguiente.
CAPITULO XLVII
El rey continuó llorando sin cesar hasta la caída de la noche. El continuo fluir de sus
lágrimas recordaba el de un arroyo. Al anochecer, el Peregrino no pudo aguantarlo más
y, llegándose a él, gritó:
- ¿Cómo podéis tener un carácter tan débil? ¿Acaso no habéis visto lo cadáveres de
esos taoístas? Uno era un tigre; el otro, un ciervo, y el último, aunque vos no lo habéis
visto, era una simple cabra. Si no me creéis, pedid a vuestros soldados que os enseñen
los huesos. Ningún hombre posee un esqueleto de esa clase. Esos protegidos vuestros
eran en realidad, bestias de la montaña que lograron transformarse en espíritus y que
vinieron aquí con el único propósito de acabar con vos. Todavía no se habían atrevido a
haceros el menor daño, porque vuestro cuerpo es aún fuerte y gozáis de cierto prestigio
entre vuestros súbditos. Pero, después de dos o tres años, cuando vuestras fuerzas
hubieran comenzado a declinar, os habrían asesinado y se habrían apoderado de todo el
reino. Ha sido una suerte que llegáramos a tiempo de salvar vuestra vida y la de todos
vuestros servidores. ¿Cómo es posible que lloréis de esa forma por ellos? En fin, allá
vos. Entregadnos, de una vez, nuestro permiso de viaje y dejadnos partir cuanto antes.
Solamente cuando hubo terminado de escuchar este discurso del Peregrino, pareció el
rey recobrar su aplomo. Con el ánimo de consolarle, se llegaron hasta él todos los
oficiales, tanto civiles como militares, y le informaron:
- Es verdad cuanto acaba de decir este monje. Los Grandes Inmortales eran, en
realidad, un tigre, un ciervo y una cabra, como ha quedado bien patente por los huesos
que todavía flotan en el aceite. No es de sabios desoír las palabras de un monje santo.
- Si lo que afirmáis es verdad - concluyó el rey -, demos las gracias a estos monjes. Es
ya un poco tarde para que reanuden el viaje. Que el primero de mis consejeros se
encargue de acompañarlos personalmente hasta el Monasterio de la Profunda Sabiduría,
para que pasen allí la noche. Mañana por la mañana, a lo largo de mi primera audiencia
matutina, mandaré abrir el ala oriental del palacio y les ofreceré un magnífico banquete
vegetariano de agradecimiento.
Sus órdenes fueron cumplidas al pie de la letra. A la mañana siguiente, en efecto, a la
hora de la quinta vigilia, el rey celebró su primera audiencia matinal. En ella dictó una
orden en la que se permitía a todos los monjes budistas regresar a la ciudad. Tan
benéfica proclama fue hecha pública en todos los caminos, mercados y lugares más
concurridos de todo el reino. Como había prometido la noche anterior, en aquella misma
sesión mandó preparar un espléndido banquete vegetariano, enviando, al mismo tiempo,
la carroza imperial al Monasterio de la Profunda Sabiduría, para que Tripitaka y los
suyos pudieran acudir a la cita.
Al oír los monjes que habían logrado escapar con vida que se había promulgado un
decreto por el que se les permitía regresar a la ciudad, volvieron a toda prisa sobre sus
pasos, con el ánimo de buscar al Gran Sabio Sun, darle las gracias y devolverle los pelos
que les había prestado.
Una vez terminado el banquete, el maestro tomó el permiso de viaje directamente de las
manos del rey, que, acompañado de la reina, las concubinas y todos los funcionarios,
salió a despedirle a las puertas de la ciudad. Allí precisamente se toparon con los monjes
que volvían a ella. Emocionados, se echaron rostro en tierra a ambos lados del camino,
diciendo:
- Nosotros, Gran Sabio, Sosia del Cielo, somos los monjes que escapamos el otro día
del tormento de la carreta. Al oír que habíais terminado con todos los demonios y que el
rey había promulgado un edicto permitiéndonos volver a nuestros abandonados
monasterios, decidimos regresar a devolveros vuestros pelos y a agradeceros cuanto
habéis hecho por nosotros.
- ¿Cuántos habéis vuelto? - preguntó el Peregrino, haciendo auténticos esfuerzos por no
soltar la carcajada.
- Quinientos - respondieron ellos -. No falta ni uno solo de los que visteis el otro día.
El Peregrino sacudió ligeramente el cuerpo y recuperó todos los pelos que había
prestado. Se volvió a continuación al rey y a cuantos le seguían y afirmó:
- Yo liberé a todos estos monjes, hice añicos la carreta y maté a dos de esos taoístas
malvados. Es preciso que comprendáis, después de haber contemplado con vuestros
propios ojos lo que aquí ha sucedido, que no hay camino más auténtico que el del Zen.
Es preciso que de hoy en adelante no volváis a prestar oídos a falsas doctrinas. Espero,
por tanto, que respetéis por igual las tres religiones, porque es de sabios reverenciar a
los monjes, estimar a los taoístas y considerar a los hombres de estudio. De esta forma,
vuestro reino gozará siempre de paz y su futuro quedará firmemente asegurado.
El rey prometió que así lo haría y, tras dar nuevamente las gracias, escoltó al monje
Tang hasta las afueras de la ciudad. En él se había vuelto a cumplir, una vez más, el
propósito de tan largo viaje: la incansable búsqueda de los tres cánones, que es una, en
realidad, con la de la luz que brilló en este mundo al principio del tiempo.
A partir de aquel momento los Peregrinos reanudaron su rutinaria vida de caminantes,
andando de día, descansando de noche, bebiendo cuando los asaltaba la sed, y comiendo
cuando caían presa del hambre. Pasó la primavera, el verano llegó a su fin y, de nuevo,
hizo aparición el otoño en el palacio de las estaciones. Un día, ya atardecido, el monje
Tang tiró de las riendas a su caballo y preguntó a los que le acompañaban:
- ¿Dónde vamos a pasar esta noche?
- Un hombre que ha abandonado la familia no debe hablar como el que no lo ha hecho -
le regañó el Peregrino.
- ¿Quieres explicarme de qué manera hablan el uno y el otro? - preguntó Tripitaka.
- En esta época del año - contestó el Peregrino - el que no ha renunciado a la familia
disfruta de los placeres de una cama calentita y unas sábanas limpias. Sus hijos se
acomodan en su regazo y su esposa se coloca a sus pies. ¿Cómo no va a dormir bien
así? Los que hemos renunciado a la familia no podemos, por el contrario, abandonarnos
a esos placeres. A nosotros nos arropan la luna y las estrellas, nos alimentamos de los
vientos y descansamos junto a los cursos de agua. Nuestro sino es caminar, si existe un
camino, y detenernos, cuando éste llega a su fin.
- ¡Cuidado que eres! - le regañó Ba-Chie -. No he conocido a nadie con las ideas tan
fijas e inamovibles como las tuyas. ¿Es que no te das cuenta de lo difícil que es transitar
por el camino que ahora seguimos? Deberías comprender que llevo encima un fardo
muy pesado y que me cuesta muchísimo dar un solo paso. Sería de agradecer tanto, que
buscaras algún sitio en el que pasar la noche y recobrar las fuerzas, para poder proseguir
mañana el camino. Si no lo haces, ten por seguro que moriré de cansancio.
- Está bien - concluyó el Peregrino -. Si os parece, vamos a andar un poco más, hasta
que lleguemos a algún lugar en el que haya casas
Al maestro y a los discípulos no les quedó otro remedio que seguir los pasos del
Peregrino. El camino, sin embargo, no les llevó muy lejos, porque al poco tiempo
oyeron el ensordecedor ruido de una formidable corriente de agua.
- ¡Se acabó! - exclamó Ba-Chie -. Hemos llegado justamente al final del camino.
- Un torrente nos cierra el paso - comentó el Bonzo Sha.
- ¿Cómo vamos a cruzarlo? - preguntó, preocupado, el monje Tang.
- Primero voy a ver qué profundidad tiene - contestó Ba-Chie.
- No digas tonterías, por favor, Wu - Neng - le regañó Tripitaka -. ¿Cómo vas a
averiguarlo?
- Muy sencillo - contestó Ba-Chie -. Cojo una piedra en forma de huevo y la tiro al
agua. Si sale espuma, es poco profundo, pero si, al hundirse, hace una especie de sonido
burbujeante, es hondo.
- ¿A qué esperas para probar cómo es este torrente? - le increpo el Peregrino.
El Idiota palpó el suelo hasta que dio con una piedra adecuada, tiró al agua y lo único
que se escuchó fue un sonido extraño y largo, como el que hacen los peces al respirar,
señal inequívoca de que su profundidad era mucha.
- ¡Demasiado profundo! - exclamó, desanimado -. Me temo que no podremos cruzarlo.
- ¿Ese método que has usado es bueno también para averiguar su anchura? - inquirió el
monje Tang.
- Me temo que no - contestó Ba-Chie.
- Eso me corresponde a mí - anunció el Peregrino y, dando un salto, se elevó por
encima del agua. La luna se reflejaba en el cauce, mientras el firmamento parecía querer
hundirse en su extraordinaria profundidad. Era tanto su caudal de agua que en él podían
ahogarse cordilleras enteras. Se explicaba, así, que fuera el padre de más de cien ríos.
Su impetuosidad sembraba de espuma las márgenes y de altísimas olas el centro de la
corriente. Ningún pescador se atrevía a cruzarla. Sólo las garzas osaban abrevar en ella,
sabedoras de que su anchura era superior a la de un océano. Así se explicaba que no
pudiera verse la orilla opuesta. El Peregrino comprendió inmediatamente que se trataba
de una masa de agua realmente formidable y, bajando de las nubes, informó a su
maestro:
- Es anchísimo. Tanto que me temo que no vamos a poder cruzarlo. No he podido ver,
de hecho, la otra orilla, y eso que, como sabéis poseo unos ojos de fuego y unas pupilas
de diamante, que me permiten distinguir el bien del mal a una distancia de más de mil
kilómetros durante el día, y de cuatrocientos a quinientos durante la noche. Pese a todo,
no puedo deciros con certeza la anchura real de este río.
Durante un rato bastante largo Tripitaka fue absolutamente incapaz de decir una sola
palabra. Sacó, finalmente, fuerzas de flaqueza y suspiró:
- ¿Qué podemos hacer? - y las lágrimas empezaron a correr por sus mejillas.
- No lloréis, por favor - le aconsejó el Bonzo Sha -. Mirad hacia aquella parte. ¿No es
un hombre aquello que se ve allí?
- Es imposible que sea un pescador - comentó el Peregrino -. Lo mejor es que me
acerque a él y le haga unas cuantas preguntas.
Cogió la barra de hierro y se lanzó hacia donde estaba lo que parecía ser un hombre.
Cuando estuvo cerca, comprobó que los tres se habían equivocado. Lo que creían
pescador no era más que una laja de piedra en la que se aparecían escritas tres letras
enormes y, bajo ellas, dos filas de escritura más pequeña. Aquéllas decían: «El Río - que
- llega - hasta - el - Cielo», y éstas: «Posee una anchura de más de ochocientos
kilómetros, que muy pocos han logrado cruzar».
- ¡Acercaos, maestro! - gritó el Peregrino.
- ¡No! - exclamó Tripitaka, al leerlo, rindiéndose al llanto -.
Cuando salí de Chang-An, pensé que el camino hacia el Paraíso Occidental era fácil.
Ahora sé que no es así. ¿Cómo iba a haber anticipado yo entonces la cantidad de
obstáculos que habría de vencer, el número de monstruos a los que habría de
enfrentarme, la interminable secuencia de ríos y cordilleras que habría de cruzar?
- Escuchad con atención - sugirió Ba-Chie -. ¿No oís batir de tambores y resonar de
címbalos? Por fuerza tiene que haber por aquí cerca una familia piadosa, que haya
ofrecido un banquete a los monjes que moran por los alrededores. Opino que
deberíamos llegarnos hasta su puerta y preguntarles si existe alguna manera de vadear
este río. Lo haremos mañana mismo, en cuanto hayamos dado cuenta de media docena
de platos vegetarianos.
Tripitaka aguzó cuanto pudo el oído y escuchó, de hecho, los sonidos que Ba-Chie le
había anunciado.
- Tienes razón - comentó, más animado -. Ésos no son instrumentos taoístas. Muy cerca
de aquí debe de estar celebrándose un oficio budista. Soy de la misma opinión que tú.
Acerquémonos a echar un vistazo.
El Peregrino tomó de las riendas el caballo y se dirigieron todos hacia el lugar de donde
parecía provenir la música. No existía camino alguno, sino una sucesión interminable de
arenales. Pese a todo, no tardaron en ver un grupo de casas bien construidas. Edificadas
entre el río y las colinas cercanas, su número oscilaba entre cuatrocientas o quinientas.
Tanto las puertas de las cercas como de los huertos parecían estar firmemente cerradas.
Nadie turbaba el sueño de las garzas, que descansaban en parejas entre las dunas,
mientras los pájaros que anidaban en los sauces dejaban escapar sus tristes trinos. Los
instrumentos musicales habían enmudecido de pronto y ni siquiera se oía el
característico ruido de las mujeres realizando las tareas caseras. A la luz de la luna se
estremecían las plumas de las oropéndolas, mientras el viento batía los juncales. Un
perro ladraba a lo lejos, escondido entre las cercas que separaban los campos. Un viejo
pescador dormía en su barca, mecido por la oscuridad, casi absoluta en aquel punto, y el
plácido silencio de la noche. La luminosidad de la luna la hacia parecerse a un enorme
espejo colgado del cielo. Desde el oeste el viento traía el aroma de mil flores acuáticas
recién florecidas.
Al desmontar, Tripitaka vio una casa junto a un camino, ante la que se levantaba un
mástil con un estandarte. Su interior estaba profusamente iluminado con velas y
lámparas, y se percibía un fuerte olor a incienso.
- Lo que tenemos ante nosotros - dijo Tripitaka, dirigiéndose a Wu-Kung - es,
ciertamente, mucho mejor para descansar que el abrigo de una montaña o el recodo de
un río. Hasta debajo de los aleros podemos encontrar cobijo contra el frío de la noche y
el temor de las bestias. Quedaos aquí, mientras yo voy a pedir alojamiento al dueño de
casa. Si nos lo concede, os llamaré, pero, si se niega, os ruego no hagáis contra él
ningún desaguisado. En cualquiera de los dos casos, es preciso que no os dejéis ver
hasta que yo os lo diga. Sois bastante feos y me temo que puedan asustarse mucho al
veros. Recordad que, si no nos portamos bien con esta gente, no tenemos ninguna otra
puerta a la que llamar y deberemos pasar la noche al sereno.
- Tenéis razón - reconoció el Peregrino -. Id, maestro. Nosotros nos quedaremos aquí,
esperándoos.
Tras quitarse el sombrero de bambú y sacudirse un poco el polvo, el maestro se llegó
hasta la puerta de la casa con el báculo monacal en las manos. Encontró la puerta
entornada, pero no se atrevió a trasponerla sin permiso. Se quedó, pues, esperando,
indeciso. Afortunadamente, al poco tiempo apareció un anciano. Llevaba al cuello un
collar de cuentas y no paraba de repetir el nombre de Buda, mientras caminaba. Al ver
que el anciano se disponía a cerrar la puerta, el maestro juntó a toda prisa las manos a la
altura del pecho y dijo, a manera de saludo:
- Esperad, anciano. Me gustaría presentaros mis respetos.
- Llegas tarde - afirmó el anciano, devolviéndole el saludo.
- ¿Qué queréis decir? - inquirió, sorprendido, Tripitaka.
- Que no conseguirás nada, porque llegas tarde - explicó el anciano -. Si hubieras
llegado antes, habrías participado en el convite que teníamos preparado para los monjes.
Además, después de saciarte, te habríamos entregado tres onzas más de arroz, una pieza
de paño blanco y diez sartas de monedas de cobre. ¿Cómo se te ha ocurrido venir tan
tarde?
- Este humilde monje, señor, no ha venido aquí a comer - confesó Tripitaka,
inclinándose con respeto.
- ¿Entonces a qué has venido? - inquirió el anciano.
- Soy un enviado del Gran Emperador de los Tang, Señor de las Tierras del Este, y me
dirijo hacia el Paraíso Occidental en busca de escrituras - contestó Tripitaka -. Al pasar
por aquí, se hizo de noche y creímos oír ruido de tambores y de címbalos. Al llegar
aquí, comprobamos que provenían de vuestra casa y decidimos acercarnos a pedir
alojamiento. Proseguiremos nuestro camino mañana por la mañana, nada más amanecer.
- Un hombre que ha renunciado a la familia no debería mentir - le regañó el anciano,
sacudiendo la mano -. Hay alrededor de cincuenta cuatro mil kilómetros entre este lugar
y el Reino de los Gran Tang, en las Tierras del Este. ¿Cómo ha podido cubrirlos una
persona sola?
- Se nota que sois perspicaz y buen observador - comentó Tripitaka -. Pero no he hecho
el viaje solo. Conmigo viajan tres discípulos tan bien dispuestos y apañados que no han
dudado en abrir caminos a través de las montañas ni en construir puentes sobre los ríos,
para que yo pudiera proseguir mi camino. A ellos les debo, en realidad, que hoy me
encuentre aquí.
- ¿Por qué no se han acercado tus discípulos? - volvió a preguntar el anciano -. Invítalos
a entrar, anda. Mi casa es lo suficientemente espaciosa para cobijaros a todos.
Tripitaka se dio la vuelta y gritó:
- ¡Acercaos!
Como el Peregrino poseía una naturaleza muy impulsiva, Ba-Chie no entendía de
educación y el Bonzo Sha era muy impetuoso, en cuanto oyeron la voz del maestro, se
lanzaron como un tifón hacia la casa, arrastrando el caballo y el equipaje. Al verlos, el
anciano sintió tal pánico que se cayó al suelo de susto, gritando como un loco:
- ¡Monstruos! ¡Acaban de llegar unos monstruos!
- No tengáis miedo, señor - se apresuró a decir Tripitaka, ayudándole a levantar -. No
son monstruos, sino mis discípulos.
- ¿Cómo puede tener un maestro tan guapo como tú unos discípulos tan feos como
ésos? - replicó el anciano, temblando de pies a cabeza.
- Es posible que no sean muy agraciados - reconoció Tripitaka -, pero os aseguro que
son auténticos maestros a la hora de domar tigres, dominar dragones, atrapar monstruos
y capturar demonios.
Sin creer del todo lo que oía, el anciano se apoyó en el monje Tang y se dirigió con
paso lento hacia la casa. Los tres acompañantes, mientras tanto, habían llegado al salón
principal de la casa, tirando el equipaje donde buenamente pudieron y atando el caballo
de mala manera. Varios monjes se encontraban en aquel mismo momento recitando
sutras. Ba-Chie alargó el hocico y les gritó sin ningún respeto:
- ¡Eh monjes! ¿Se puede saber qué sutras estáis recitando?
Los religiosos levantaron la cabeza al mismo tiempo y vieron que uno de los recién
llegados tenía un morro muy saliente, unas orejas enormes, una constitución más bien
fuerte, unos hombros llamativamente anchos y una voz que recordaba a un trueno. Los
otros dos eran aún más feos que él. Pese a todo, ninguno de los monjes allí presentes
cedió al pánico. Al contrario, continuaron sus recitados, como si nada hubiera pasado,
hasta que hubieron concluido los rezos y el que los dirigía dio la orden de parar.
Sucedió entonces algo inesperado. Se levantaron a toda prisa, dejando los tambores, los
címbalos y las imágenes de Buda a su suerte, y corrieron, como locos, hacia las puertas.
Su prisa por salir era tal que tropezaban unos con otros, haciendo más difícil todavía la
huida. Para colmo de males, se apagaron de pronto las antorchas y muchos cayeron al
suelo, golpeándose la cabeza como calabazas que hubieran perdido su soporte. Se pasó,
así, de una situación de profundo recogimiento a otra de gran alboroto y confusión. Al
ver los Peregrinos aquel caos inesperado, empezaron a aplaudir, soltando unas
carcajadas tan sonoras que los monjes creyeron llegada su hora. Aterrorizados, huyeron
en todas las direcciones, desapareciendo todos en un abrir y cerrar de ojos. Cuando
Tripitaka y el anciano llegaron al salón, lo encontraron totalmente vacío y a oscuras,
aunque todavía resonaban en él los salvajes gritos de los tres hermanos en religión.
- ¡Maleducados! - los regañó el monje Tang -. No comprendo cómo podéis ser tan
inconscientes. ¿No os recuerdo, acaso, todos los días que es preciso respetar las normas
de educación y los dictados de etiqueta? Con razón decían los antiguos: « ¿No es de
sabios ser virtuosos, aunque se carezca de instrucción? ¿No es de nobles alcanzar la
virtud, después de haber dominado las enseñanzas? ¿No es de estúpidos comportarse de
espaldas a la virtud, después incluso de haber sido doctrinado?». La forma en que os
habéis portado pone de manifiesta vuestra estupidez y vuestra total carencia de
principios. ¿Qué es eso de meterse a saco en casa ajena? ¿Por qué habéis asustado a
esos monjes, obligándolos a abandonar sus recitados de sutras y a huir despavoridos,
como si se hubieran topado con un demonio? ¿No os dais cuenta de que habéis echado a
perder una buena acción, poniéndome a mí en una situación muy difícil?
El maestro habló con tanta vehemencia que ninguno se atrevió a pronunciar una sola
palabra. Eso terminó convenciendo al anciano de que aquellos seres tan repugnantes
eran, realmente, sus discípulos. Se volvió, pues, hacia Tripitaka y le dijo inclinando
levemente la cabeza:
- No importa. La ceremonia había concluido ya y es natural que las antorchas estén
apagadas.
- En ese caso - concluyó Ba-Chie -, ¿a qué esperáis para sacarnos algo de comer?
Cuanto antes lo hagáis, antes nos iremos a dormir.
- ¡Luces! - ordenó el anciano -. ¡Traed luces al salón!
Al poco rato aparecieron unos cuantos familiares, que le regañaron, diciendo:
- ¿A qué viene pedir luces, cuando el salón está lleno de velas? Nosotros mismos las
sacamos, para que pudiera celebrarse el servicio religioso.
Pero, al llegar al salón algunos de los criados, lo encontraron sumido en la más absoluta
oscuridad. Eso los hizo volver a toda prisa en busca de hachones y teas. Al ver a Ba-
Chie y al Bonzo Sha, sintieron tal terror que los dejaron caer al suelo, huyendo,
despavoridos, al tiempo que gritaban:
- ¡Monstruos! ¡Ahí dentro hay monstruos!
El Peregrino cogió una de las antorchas y encendió las lámparas y velas. Tomó después
una silla y, colocándola justamente en el centro del salón, invitó a Tripitaka a tomar
asiento. Él y los otros se sentaron a su lado, mientras el anciano lo hacía justamente
enfrente. Apenas habían tomado asiento, cuando oyeron abrirse una puerta interior y
vieron aparecer a otro anciano con un bastón. Muy furioso, pregunto a los recién
llegados:
- ¿Qué clase de monstruos sois vosotros, para atreveros a entrar, sin más ni más, en la
casa de una familia virtuosa?
El anciano que estaba sentado se levantó a toda prisa y, dirigiéndose hacia él, le llevó
detrás de unos biombos y le dijo:
- No es necesario mostrarse tan enfadado. Ésos no son monstruos sino arhats enviados
por el Gran Emperador de los Tang al Paraíso Occidental en busca de escrituras.
Aunque su aspecto es, ciertamente horroroso, su corazón es de lo más sensible que
imaginarse pueda.
Sólo entonces el otro anciano bajó el bastón y saludó con respeto a los recién llegados,
tomando asiento, también él, en la parte delantera del salón.
- Sacad algo de té y preparadnos una comida vegetariana - ordenó con la cabeza vuelta
hacia el interior de la casa.
Hubo de repetir varias veces la orden, antes de que aparecieran, temblando de pies a
cabeza, los criados. Estaban tan asustados que no se atrevían a acercarse a los
caminantes. Ba-Chie se volvió entonces al anciano y le preguntó:
- ¿Qué andan trajinando por ahí vuestros criados?
- Les he ordenado que preparen algo de comer - contestó el anciano.
- ¿Cuántos van a encargarse de servirnos? - volvió a preguntar Ba-Chie.
- Ocho - respondió el anciano.
- ¿A cuántos van a servir esos ocho? - inquirió Ba-Chie, una vez más.
- ¿Cómo que a cuántos? - exclamó el anciano -. A ustedes cuatro.
- Permitidme deciros algo realmente importante - susurró Ba-Chie -. El maestro sólo
necesita una persona; ese otro con la cara cubierta de pelos y el aspecto de un dios del
trueno, dos; aquel de allí de aspecto raro, ocho; y, en lo que a mí respecta, no menos de
veinte.
- Si no os he entendido mal - concluyó el anciano -, estáis tratando de decirme que
poseéis un apetito extraordinario.
- Sí, sí, algo así - reconoció Ba-Chie.
- No os preocupéis por eso - le tranquilizó el anciano -. En esta casa hay gente más que
suficiente - de hecho, salieron a servirlos más de treinta personas de todas las edades.
Todos parecían sentirse más tranquilos, ahora que veían a los dos ancianos hablar
tranquilamente con aquellos a los que acababan de considerar peligrosísimos monstruos.
La mesa fue colocada justamente en el centro del salón, correspondiéndole al monje
Tang el lugar de honor. A ambos lados se dispusieron otras dos mesas para sus
discípulos, mientras que los ancianos ocuparon otra frente a ellos. Lo primero que se
sirvió fueron frutas y verduras, a las que siguieron varios platos condimentados a base
de arroz, sopa y fideos. En cuanto todo estuvo distribuido por las mesas, el monje Tang
cogió los palillos y recitó el «Sutra para romper el ayuno». El Idiota era un engullidor
formidable y, antes de que el maestro hubiera concluido sus rezos, cogió un cuenco de
madera lacada, lo llenó de arroz hasta el mismo borde y lo engulló de un solo bocado.
Lo hizo con tal fruición que no quedó ni un solo grano.
- ¡Cuidado que sois fino! - exclamó uno de los criados -. ¿Por qué no habéis cogido
unos bollos al vapor, si tanto deseabais meteros algo por la manga? Un cuenco de arroz
es mucho más difícil. Eso sin contar con que os pondrá perdida la ropa.
- Yo no me he metido nada por la manga - confesó Ba-Chie riéndose -. Me lo he
comido.
- No lo creo - comentó el criado -. ¿Cómo vais a habéroslo comido, si ni siquiera habéis
movido la boca?
- Yo jamás miento, muchacho - afirmó Ba-Chie -. Si digo que me lo he comido, es que
así ha sido. Si no me crees, voy a hacerte otra de demostración.
El criado cogió de nuevo el cuenco, lo llenó de arroz y se lo entregó a Ba-Chie. El
Idiota movió ligeramente la mano y se tragó el arroz de un golpe. Al verlo, los criados
gritaron, entusiasmados:
- ¡Por fuerza vuestra garganta debe de estar hecha de baldosines y ser extremadamente
suave! De lo contrario, no podríais hacer semejantes portentos.
Antes de que el monje Tang hubiera terminado de recitar un nuevo sutra, el Idiota había
ya dado buena cuenta de cinco o seis cuencos de arroz. Los otros dos se portaron un
poco mejor y esperaron al maestro para empezar a comer. Al Idiota no parecía
importarle que fueran frutas, arroz o verduras lo que se llevaba a la boca. Lo engullía a
una velocidad portentosa y exigía con ademán autoritario:
- ¡Dadme más arroz! ¿Se puede saber dónde os habéis metido?
- No comas tanto - le aconsejó el Peregrino -. Lo que nos hemos llevado a la boca es
mucho más de lo que hubiéramos comido, de habernos quedado a descansar en algún
recodo de la montaña. Es aconsejable, además, quedarse siempre con un poco de
hambre.
- A mí eso no me preocupa - contestó Ba-Chie -. Con razón dice el proverbio: «Un
monje mal alimentado es mucho peor que muerto».
- Llevaos esta comida y no os preocupéis de él - pidió el Peregrino a los criados.
- A decir verdad - comentaron los dos ancianos -, si fuera de día, no nos importaría dar
de comer a cien monjes tan gordos y glotones como vuestro hermano. Pero es ya un
poco tarde y sólo hemos preparado una hornada de pastelitos, cinco toneles de arroz
cocido y unas docenas de platos vegetarianos. Cuando llegasteis, nos disponíamos a
invitar a unos cuantos vecinos a que compartieran todo eso con los monjes, pero estos
huyeron, presa del pánico, y no nos atrevimos a pedir a nadie que viniera, por temor a
que ocurriera lo mismo. Os hemos servido, pues, todo lo que teníamos preparado. Si aún
tenéis hambre, podemos ordenar que saquen algo más.
- Sí, sí. ¡Hacedlo! - se apresuró a decir Ba-Chie.
En cuanto hubieron terminado de comer, retiraron todas las mesas y las sillas. Tripitaka
se levantó entonces de su asiento, se inclinó ante los dos ancianos en señal de gratitud, y
les preguntó:
- ¿Podéis decirnos cómo os llamáis?
- Yo me apellido Chen - contestó uno de ellos.
- Poseemos los mismos antepasados - dijo Tripitaka, juntando las manos a la altura del
pecho.
- ¿Así que vos también os apellidáis Chen? - exclamó el anciano.
- Exactamente - respondió Tripitaka -. Ése es el apellido que llevaba cuando pertenecía
al siglo. ¿Puedo preguntaros qué clase de servicio religioso acabáis de celebrar?
- ¿Por qué preguntáis eso? - le echó en cara Ba-Chie -. ¿Es que sois incapaz de
colegirlo vos mismo? Por fuerza ha tenido que ser algún oficio por una buena cosecha, o
por la paz, o por la pronta y feliz conclusión de un edificio cualquiera. ¿Qué otra cosa
puede impetrar un hombre del cielo?
- Me temo que no habéis acertado - dijo el anciano.
- ¿De verdad no ha sido por nada de eso? - inquirió Tripitaka.
- No, no - contestó el anciano -. Se ha tratado, simplemente, de un oficio previo de
difuntos.
- ¡Cuidado que sois ingenuo, abuelo! - exclamó Ba-Chie, riendo con tanta fuerza que
apenas podía estarse quieto en el sitio -. ¿Acaso desconocéis que somos auténticos
maestros en el arte de las mentiras a medias y los embustes descarados? ¿Cómo creéis
que ibais a engañarnos con ese nombre que habéis usado? Somos monjes y conocemos a
la perfección toda clase de oficios religiosos. Eso nos faculta para afirmar con una
seguridad plena y absoluta que existen servicios previos a la presentación de una
ofrenda votiva, pero no a una defunción. Eso sin contar con que últimamente no ha
muerto nadie en vuestra casa. ¿Cómo podéis haber celebrado un oficio de difuntos?
- ¡Vaya! - se dijo el Peregrino, satisfecho -. Se ve que este Idiota va aprendiendo a sacar
conclusiones a pasos agigantados.
Se volvió después hacia el anciano y le dijo:
- Debéis de estar confundido, abuelo. ¿Queréis explicarnos qué es eso de un oficio
previo de difuntos?
En vez de responder directamente, los dos ancianos se inclinaron con respeto y
preguntaron, a su vez:
- ¿Por qué os desviasteis del camino principal, para llegar hasta nuestra casa?
- Porque nos topamos con un gran curso de agua que nos impidió seguir adelante -
contestó el Peregrino -. Cuando estábamos cavilando sobre cómo cruzarlo oímos
sonidos de tambores y de címbalos, y, dejándonos guiar por ellos, llegamos hasta
vuestra puerta.
- ¿Visteis algo, al acercaros al agua? - insistió el anciano.
- Sí - reconoció el Peregrino -, un monumento de piedra, en el que se decía, grabado en
letras muy grandes: «El - Río - que - llega - hasta - el - cielo»; y en otras un poco más
pequeñas: «Posee una anchura de más de ochocientos kilómetros, que muy pocos han
logrado cruzar». Eso es todo.
- Si os hubierais alejado del monumento un kilómetro, más o menos - aclaró el anciano
-, os habríais topado con el Templo del Gran Rey del Poder Milagroso. No lo visteis,
¿verdad?
- No - contestó el Peregrino -. ¿Podéis explicarnos qué es eso del Poder Milagroso?
- ¡Oh, respetables monjes! - exclamaron a la vez los dos ancianos con el rostro cubierto
de lágrimas -. Ese Gran Rey del que os hemos hablado disponía del suficiente poder
para forzar a toda la región a construir ese santuario, y era lo bastante milagroso para
hacer llegar sus bendiciones a todo tipo de gentes, tanto a las que habitan por aquí como
a las que moran más lejos. De hecho, a todos nos hacía llegar la lluvia mes tras mes, y
las bendiciones celestes año tras año.
- Todo eso está muy bien - admitió el Peregrino -. Pero ¿por que parecéis tan abatidos,
cuando habláis de ello?
- A pesar de todos los favores que nos hace - contestaron los ancianos, suspirando y
golpeándose el pecho -, es también demasiado cruel con nosotros. Incluso cuando está
de buenas, mata a la gente. Le encanta, de hecho, devorar jovencitos y jovencitas. Se ve
que no es un dios alcanzado por la iluminación, y que posee una mente un tanto extraña.
- ¿Así que decís que le gusta devorar jovencitos y jovencitas? - repitió el Peregrino.
- Exactamente - asintieron los ancianos.
- Me figuro que ahora le toca a vuestra familia hacerle esa ofrenda tan monstruosa, ¿no
es así? - preguntó el Peregrino.
Habéis acertado de lleno - contestaron los ancianos -. Alrededor de cien familias
vivimos en este pueblo, perteneciente al condado de Yüan - Hwei del Reino de la
Carreta Lenta, y que es conocido como Pueblo de los Chen. Cada año el Gran Rey nos
exige el sacrificio de un joven y una joven que no hayan contraído matrimonio, junto
con una gran cantidad de ganado y ovejas. Cuando se ha hartado a su gusto, podemos
estar seguros de que tendremos la lluvia a su debido tiempo. Pero, si nos negamos a
presentarle el sacrificio que acabamos de deciros, vuelve sobre nosotros todo su furor,
cubriéndonos de desgracias y calamidades.
- ¿Cuántos hijos tenéis? - volvió a preguntar el Peregrino.
- ¡Vaya, hombre! - exclamó el más anciano de los dos, golpeándose el pecho -. Hablar
de hijos nos hace enrojecer de vergüenza. Mi hermano, aquí presente, se llama Chen -
Ching, y yo, Chen - Cheng. Aunque él tiene cincuenta y ocho años y yo sesenta y tres,
la suerte no nos ha favorecido en el campo de los hijos. Como no tenía ninguno, al
cumplir los cincuenta tanto mis parientes como mis amigos me urgieron que tomara en
mi casa una concubina. Yo no era muy partidario de eso, pero, al final, terminé
cediendo y tuve una niña, a la que puse el nombre de Carga de Oro. No hace mucho
acaba de cumplir los ocho años.
- ¡Vaya nombre más caro! - exclamó Ba-Chie -. ¿Por qué se lo pusisteis?
- Dado que durante muchísimos años no tuve ningún hijo - explicó el anciano -, me
dediqué a la reparación de puentes y caminos, a la construcción de pagodas y templos, y
al cuidado de los monjes. De todo ello llevé una cuenta detallada, comprobando, en el
momento de nacer mi hija, que había gastado exactamente treinta kilos de oro. Ahora,
treinta kilos constituyen, en realidad, una carga, de ahí que le pusiera ese nombre.
- ¿Vuestro hermano no tiene ningún hijo? - preguntó, una vez más, el Peregrino.
- Sí, tiene uno, que le dio también una concubina - respondió el anciano -. Se llama
Chen Kwan - Bao y acaba de cumplir los siete años.
- ¿Por qué le pusisteis ese nombre? - inquirió el Peregrino
- Nuestra familia - explicó el anciano - siempre ha reverenciado al gran protector Kwan
y, como estamos convencidos de que es niño lo obtuvimos por su mediación, quisimos
que llevara su mismo nombre. Es triste comprobar que, aunque entre mi hermano y yo
sumamos más de ciento veinte años, sólo tenemos dos niños para perpetuar el nombre
de nuestra familia. Lo malo es que este año nos ha tocado a nosotros hacer el sacrificio
al Gran Rey. Por supuesto, no nos atrevemos a negarnos, pero, al mismo tiempo, nos
duele sobremanera renunciar a esos niños, que tanto trabajo nos ha costado conseguir. A
ellos precisamente iba dedicado el oficio que hemos celebrado hoy y que, por obvias
razones, hemos dado en llamar servicio previo de difuntos.
Tripitaka no pudo evitar que las lágrimas fluyeran, abundantes por sus mejillas, al
tiempo que decía:
- Vuestra situación es como la que describe el proverbio que afirma: «En vez de las
ciruelas maduras, son las verdes las que se caen del árbol. ¡Cuan oneroso es el peso que
el Cielo coloca sobre los hombros de un hombre sin hijos!».
- Permitidme hacerle unas cuantas preguntas más - dijo el Peregrino, sonriendo -. ¿Qué
tal son las propiedades que tenéis, abuelo?
- Bastante grandes - contestaron los dos ancianos al tiempo -. Poseemos más de
setecientos cincuenta acres de tierra de regadío y más de mil de secano. Eso sin contar
los terrenos dedicados a pastos, que superan los noventa, trescientos carabaos, alrededor
de treinta caballos y mulas, e incontables ovejas, cerdos, patos y gansos. En nuestros
almacenes guardamos más grano del que podemos comer y más tela de la que podemos
vestir. Como veis, nuestras propiedades, sin se excesivas, son considerables, lo mismo
que nuestra riqueza.
- ¡No comprendo cómo, teniendo tanto, podéis ser tan tacaños! - exclamó el Peregrino.
- ¿Qué os hace pensar eso? - le increpó uno de los ancianos.
- ¿Cómo permitís, con tantas riquezas, que sean sacrificados vuestros hijos? - insistió el
Peregrino -. ¿Por qué no os desprendéis de cien libras de plata y adquirís un muchacho y
una muchacha, que ocupen el lugar de los niños? Por menos de doscientas libras de
plata, incluidos todos los gastos, podéis asegurar tranquilamente el futuro de vuestra
familia.
- Desconocéis una cosa - replicaron los ancianos, arreciando en su llanto -: ese Gran
Rey está al tanto de todo cuanto ocurre. Por otra parte, es normal, teniendo en cuenta
que viene con frecuencia a visitarnos.
- Eso es, francamente, interesante - comentó el Peregrino -. ¿Podéis decirme cómo es?
- Nunca le hemos visto la cara - contestaron los dos ancianos -. Sabemos que está entre
nosotros, porque siempre le precede una brisa aromática. Ésa es la señal que nos brinda,
para quemar a toda prisa enormes cantidades de incienso e inclinarnos de cara al viento.
Es tan sagaz que conoce a todas las familias de este lugar, recordando, incluso, el día y
la hora de nuestros nacimientos. ¿Cómo vamos a engañarle, si sabe sobre nosotros más
que nosotros mismos? ¡Ojalá pudiéramos desprendernos de doscientas o trescientas
libras y vernos, así, libres de su perspicacia! ¿Comprendéis ahora por qué nos es
imposible adquirir, al precio que sea, sustitutos para nuestros hijos?
- Vuestra situación es, ciertamente, complicada - comentó el Peregrino -. ¿Podrías sacar
a vuestro hijo? Me gustaría conocerle.
Chen - Ching se retiró al interior de la casa y regresó al poco rato, acompañado de
Kwan - Bao. Era un niño normal, absolutamente ignorante de la terrible desgracia que
estaba a punto de abatirse sobre su cabeza. Traía las mangas llenas de caramelos y frutas
escarchadas, masticaba sin cesar con manifiesta delectación. Al verle, el Peregrino le
llevó al punto más luminoso que había en el salón, le miró con detenimiento y, tras
recitar un conjuro y sacudir ligeramente el cuerpo, se convirtió en su copia exacta. El
anciano estaba tan desconcertado que cayó al suelo de hinojos, exigiendo al monje Tang
a grandes voces:
- ¡Decidme cuál de estos dos es mi hijo! ¡Es increíble! ¿Cómo ha podido ese discípulo
vuestro transformarse en mi hijo, si estaba hablando tranquilamente con nosotros? Si
hablo a uno, los dos me responden lo mismo. ¡Somos indignos de contemplar tales
portentos! Ordenad a vuestro discípulo que vuelva a manifestarse tal cual es. ¡Os lo pide
un padre desconcertado y a punto de perder el juicio!
El Peregrino satisfizo al punto los deseos del anciano, pasándose simplemente la mano
por la cara. Eso hizo que el viejo exclamara, maravillado:
-
¡Sois realmente asombroso!
- ¿Me parecía a vuestro hijo? - preguntó el Peregrino, sonriendo.
- Erais clavado a él - respondió el anciano -. Poseíais sus mismos rasgos, su misma voz,
sus mismas ropas y hasta su misma altura.
- Así es - confirmó el Peregrino -. Pero vuestras observaciones se han mantenido en el
campo de la mera superficialidad. Sacad un peso y veréis que no nos diferenciamos en
un solo gramo.
- ¡Extraordinario! - volvió a exclamar el anciano, comprobando que era verdad -.
¡Vuestro peso es idéntico!
- ¿Creéis que podría servir para el sacrificio? - inquirió, una vez más, el Peregrino.
- Sin lugar a dudas - contestó el anciano -. Nadie se daría cuenta del cambio, eso
seguro.
- En ese caso - concluyó el Peregrino -, cambiaré de buena gana mi vida por la de
vuestro hijo. Eso os permitirá conservar vuestro apellido durante generaciones y
generaciones. Estoy dispuesto a ser ofrecido a ese Gran Rey del que me habéis hablado.
- Si hacéis eso - dijo el anciano, golpeando repetidamente el suelo con la frente -,
donaré al monje Tang más de mil libras de plata pura, para que pueda llegar sin ningún
contratiempo al Paraíso Occidental.
- ¡Eh, eh, un momento! - replicó el Peregrino -. ¿Es que no pensáis agradecérmelo a
mí?
- ¿Para qué? - contestó el anciano -. Si vais a ocupar el lugar de mi hijo, estaréis
totalmente acabado.
- ¿Qué queréis decir con eso de acabado? - inquirió el Peregrino.
- Que el Gran Rey os devorará, como si fuerais un pollo - contestó el anciano.
- Sí se atreve a hacerlo, ya veréis lo que le ocurre - amenazo el Peregrino.
- ¿Queréis decir que no va a comeros, porque sois un poco duro? - preguntó el anciano,
sin comprender.
- En fin, dejémoslo - aconsejó el Peregrino -. Si logra devorarme, moriré mucho antes
de lo que tenía pensado. Pero no os preocupéis. He prometido ocupar el lugar de vuestro
hijo y así pienso hacerlo.
Desconcertado, Chen - Ching no sólo arreció en sus saludos, sino que además prometió
dar otras quinientas libras de plata extra a cada uno de los monjes, si la cosa salía como
se esperaba. Chen - Cheng, por su parte, se retiró detrás del biombo y comenzó a llorar,
desconsolado.
Comprendiendo el motivo de su pena, el Peregrino se llegó hasta él y, tirándole de la
manga, dijo:
- Veo que no participáis de la alegría de vuestro hermano, de lo que deduzco que estáis
preocupadísimo por la suerte que va a correr vuestra hija. ¿No es así?
Chen - Cheng asintió con la cabeza y cayendo de hinojos, respondió:
- No puedo renunciar a ella, maestro. Debería estaros agradecido por cuanto vais a
hacer por mi sobrino, pero la verdad es que sólo tengo a esa niña y me moriré de pena,
cuando la haya perdido. ¿Comprendéis ahora mi dolor? Renunciar a ella es renunciar a
mí mismo.
- Id a toda prisa y preparad cinco toneles de arroz - le urgió el Peregrino -. Añadid unos
cuantos platos vegetarianos y ofrecédselo todo a ese hermano mío del morro saliente.
En cuanto haya dado buena cuenta de ello, pedidle que se transforme en vuestra hija. De
esa forma, los dos niños continuarán viviendo y nosotros veremos ampliada nuestra
fama, ¿qué os parece?
- Tú puedes hacer con tu vida lo que te dé la gana - replicó Ba-Chie, dirigiéndose al
Peregrino -. Pero no tienes ningún derecho a arrastrarme a mí en tu loca aventura.
- ¡Vamos, vamos! - contestó el Peregrino -. El proverbio dice que «hasta los pollos sólo
comen lo que valen». Desde que has puesto los pies en esta casa, no has hecho otra cosa
que zampar. ¿Cómo puedes negarte ahora a echar una mano al que te ha alimentado sin
reparar en gastos?
- Comprendo tu punto de vista - reconoció Ba-Chie -. Pero yo no soy ningún maestro
en el arte de las transformaciones.
- ¿Qué quieres decir? - exclamó el Peregrino -. Yo sé bien que dominas treinta y seis
metamorfosis.
- Wu-Kung tiene razón - dijo Tripitaka, terciando en la conversación -. No hay causa
más justa que la que acaba de proponerte. Es cierto lo que afirma el proverbio, cuando
dice: «Salvar una sola vida es más valioso que erigir una pagoda de más de siete pisos».
En primer lugar, deberíamos agradecer a estos ancianos cuanto han hecho por nosotros,
y, en segundo, es obligación nuestra acumular cuantos méritos nos sea posible. La
noche es fría y no tenéis nada que hacer. Opino que lo que mejor podéis hacer es
divertiros un rato.
- ¡¿Cómo podéis decir eso, maestro?! - protestó Ba-Chie -. No niego que puedo
convertirme en una montaña, en una roca, en un árbol, en un elefante, en un carabao, y
hasta en un tipo fornido. Pero me es imposible metamorfosearme en una niña.
- No le creáis - dijo el Peregrino a Chen - Cheng - y sacad a vuestra hija.
El anciano corrió al interior de la casa y al poco rato regresó con Carga de Oro, su
esposa, sus concubinas y toda la familia. Antes de que los monjes pudieran decir algo,
las mujeres se echaron a sus pies suplicándoles, entre gritos y sollozos, que salvaran la
vida de la niña La muchacha lucía en la cabeza una diadema de perlas, esmeraldas y
otras piedras preciosas, vestía una túnica de seda roja ribeteada de amarillo, y se
protegía contra el frío con una capa de raso verde con el cuello blanco y negro. Su falda
era de seda, con flores rojas estampadas, y sus pantalones había sido tejidos con hilos de
oro. Calzaba unas zapatillas de esparto de color rosa y, como hiciera su primo, venía
masticando caramelos y fruta.
- Aquí tienes a la niña - dijo el Peregrino, dirigiéndose a Ba-Chie -. Mírala bien y
transfórmate inmediatamente en ella, para que podamos ser sacrificados.
- ¡No puedo hacerlo! - protestó Ba-Chie -. Es demasiado fina y delicada para mí.
- ¡Vamos, date prisa! - le urgió el Peregrino -. No querrás que te pegue una paliza,
¿verdad?
- No me pegues, por favor - le suplicó Ba-Chie, temblando de pies a cabeza -. Voy a
probar a ver lo que pasa.
El Idiota recitó un conjuro y sacudió varias veces la cabeza, gritando sin cesar «
¡transfórmate!», pero, aunque consiguió reproducir el rostro de la muchacha, no logró
repetir la delicadeza y la gracia de su cuerpo. Parecía imposible dominar su terrible
barrigón.
- ¡Inténtalo otra vez! - le urgió el Peregrino, soltando la carcajada.
- No puedo hacerlo - se defendió Ba-Chie -. ¿Es que no lo ves? Pégame, si quieres.
¡Esto supera, simplemente, mis fuerzas!
- ¡No puedes ir por ahí con el rostro de una muchacha y el cuerpo de un monje! -
exclamó el Peregrino -. ¡Todo el mundo se reiría de ti¡ ¿No lo comprendes? ¡Así no
serías ni hombre ni mujer! Anda, adopta la postura de la estrella y veré qué puedo hacer
por ti.
Sopló una bocanada de aire mágico sobre Ba-Chie y su cuerpo adquirió la delicada
frescura del de una niña. Solventado ese problema, el Peregrino dijo a los dos ancianos:
- Llevaos adentro a vuestros hijos, para que no nos confundamos. Si no lo hacéis, este
hermano mío es capaz de escabullirse hasta su habitación y hacerse pasar por quien no
es. Para evitar problemas, os aconsejo que deis a los niños todos los caramelos y frutas
que quieran y, sobre todo, procurad que no lloren. No quiero que ese Gran Rey sospeche
nada. Sería funesto para nuestros planes y no podríamos divertirnos como deseamos.
El Gran Sabio ordenó después al Bonzo Sha que cuidara del monje Tang, mientras Ba-
Chie y él usurpaban la personalidad de Chen Kwan - Bao y de Carga de Oro. Cuando
todo estuvo a punto, el Peregrino preguntó:
- ¿Cómo habréis de ofrecernos a esa bestia? ¿Atados, cocidos o hechos picadillo?
- No bromees más a costa mía, por favor - le suplicó Ba-Chie -. Yo no podría resistir
una prueba de ese tipo, tú lo sabes bien.
- No, no - contestó uno de los ancianos -. Os sentaréis en dos dejas de laca roja y los
criados se encargarán de llevaros al templo Gran Rey.
- Excelente - comentó el Peregrino -. Traed esas bandejas de las que habláis. Cuanto
antes nos sentemos en ellas, mejor.
Los ancianos así lo hicieron y el Peregrino y Ba-Chie se acomodaron en ellas lo mejor
que pudieron - Cuatro criados jóvenes se encargaron después de sacarlas al patio, donde
las colocaron sobre dos mesas, que habían sido preparadas al efecto.
- Otra como ésta - comentó el Peregrino a Ba-Chie, visiblemente complacido -, y nos
veneran como a dioses.
- No me importaría viajar siempre así - replicó Ba-Chie -. Lo malo es que esto va a
durar poco y, en cuanto nos lleven al templo, vamos a tener los minutos contados.
- No tengas miedo y haz lo que yo haga - le aconsejó el Peregrino -. O, si no, no. Es
mejor que escapes, en cuanto veas que quiere comerme.
- Todo eso está muy bien - replicó Ba-Chie -. Pero ¿qué hago, si decide devorarme a mí
primero? Es probable que le gusten más las niñas que los niños, ¿quién sabe?
- Hace algunos años - explicó uno de los ancianos - unos cuantos moradores de este
pueblo se escondieron debajo de las mesas durante el sacrificio y vieron que primero
devoraba al niño y después a la niña.
- ¡Menos mal! - exclamó Ba-Chie, aliviado.
Cuando más animados estaban, hablando de estas cosas, oyeron tras la puerta un gran
alboroto de voces, entreveradas de batir de tambores y gongs. Todo el pueblo se había
reunido ante la casa, portando las antorchas y lámparas y exigiendo con insistencia:
- ¡Sacad al muchacho y a la muchacha, de una vez!
Mientras los ancianos se abandonaron al llanto, los cuatro criados cargaron con las
mesas y salieron de la casa.
No sabemos si Ba-Chie y el Peregrino lograron salvar la vida o no Quien desee
averiguarlo tendrá que escuchar con atención las explicaciones que se ofrecen en el
capítulo siguiente.
CAPITULO XLVIII
Todo el pueblo se dirigió hacia el Templo del Poder Milagroso, llevando al Peregrino, a
Ba-Chie y un gran número de ovejas y otros animales. El muchacho y la muchacha
fueron colocados en lo alto de las ofrendas. El Peregrino movió ligeramente la cabeza y
comprobó que no habían escatimado en gastos. El incienso, las flores y las velas se
contaban por docenas. En el altar no había ninguna imagen, sino una simple lápida en la
que habían escrito con letras de oro: «El dios y Gran Rey del Poder Milagroso».
Cuando sus supuestos adoradores hubieron colocado cada cosa en su sitio, se echaron
rostro en tierra y, golpeando sin cesar el suelo con la frente, gritaron a una:
- A esta hora de este día de este mes de este año, el primero de los creyentes del pueblo
de los Chen, Chen - Cheng, os ofrece, siguiendo la costumbre, un muchacho y una
muchacha que responden, respectivamente, a los nombres de Chen Kwan - Bao y Carga
de Oro. Junto a ellos nos cabe el honor de presentaros una gran cantidad de cerdos y
ovejas para que disfrutéis a vuestras anchas de su carne. A cambio, os suplicamos que
nos concedáis la lluvia a su tiempo y una cosecha abundante.
Concluida esa invocación, quemaron unos caballos de papel y una fortuna de dinero
para los espíritus, y regresaron a sus casas. Al ver que todos se habían ido, Ba-Chie
sugirió al Peregrino:
- También nosotros deberíamos marcharnos a casa.
- ¿Quieres decirme dónde está tu casa? - preguntó el Peregrino.
- Bueno - se disculpó Ba-Chie -. Quiero decir a casa del viejo Chen, a descansar un
ratito.
- ¡No sabes más que decir tonterías! - le regañó el Peregrino -. Sólo un idiota puede
comprometerse a hacer algo y no hacerlo.
- El idiota eres tú - se defendió Ba-Chie -. Se suponía que íbamos a divertirnos un poco
con los Chen. No me irás a decir que estás dispuesto a dejarte sacrificar realmente por
ellos, ¿verdad?
- Quien se compromete a ayudar a alguien, debe hacerlo hasta final - sentenció el
Peregrino -. Debemos esperar a que aparezca el Gran Rey y trate de devorarnos. Si no lo
hacemos, llenará de tribulaciones este pueblo, y eso no está nada bien, ¿no te parece?
No había terminado de decirlo, cuando oyeron en el exterior el bramido de un viento
fortísimo.
- ¡Santo cielo! - exclamó Ba-Chie, asustado -. Un viento así sólo puede ser la prueba de
que acaba de llegar quien estábamos esperando.
- Cállate y déjame hablar a mí - le urgió el Peregrino.
El monstruo no tardó en llegar a la puerta del templo. Lucía un yelmo y una coraza tan
brillantes que parecían recién hechos. Traía ceñida la cintura con una faja de
incalculable valor, adornada con un motivo de nubes rojas. Sus ojos, de un tamaño
desmesurado, brillaban en la noche como si fueran estrellas, mientras que sus dientes
recordaban una sierra bien afilada. Venía envuelto en una neblina cargada de misterio,
que se hacía más densa en la parte de las piernas. Al andar, desplazaba un aire frío, que
contrastaba con el aura que le rodeaba cuando se detenía. De alguna forma, su figura
recordaba la del Capitán - encargado - de - levantar - la - cortina o la de esos dioses de
gran tamaño que hay pintados a las puertas de los monasterios.
- ¿A qué familia le ha correspondido este año proveer de todo lo necesario para el
sacrificio? - preguntó, quedándose de pie en el vano de la puerta.
- Gracias por preguntarlo - contestó el Peregrino, sonriendo candorosamente -. Este año
ese honor ha recaído sobre los señores Chen - Cheng y Chen - Ching.
- Este muchacho no sólo es valiente - se dijo el monstruo, vivamente sorprendido -,
sino que también posee una educación esmerada. Los otros chicos eran incapaces de
responder a una sola a preguntas. El miedo les atenazaba la garganta y se olvidaban de
hablar. Cuando caían en mis manos, estaban ya prácticamente muertos. ¿Cómo es
posible que éste se exprese de una forma tan inteligente?
El monstruo no se atrevió a acabar de inmediato con sus víctimas y volvió a preguntar:
- ¿Cómo os llamáis?
- Yo, Chen Kwan - Bao - contestó el Peregrino, sin dejar de sonreír -, y ésta, Carga de
Oro.
- Como sabéis - explicó el monstruo -, este sacrificio se produce todos los años por
estas fechas. Lamento que os haya tocado a vosotros, pero la verdad es que ahora
mismo voy a devoraros.
- No os preocupéis - respondió el Peregrino -. No tenemos pensado oponeros la menor
resistencia. Podéis comernos cuando deseéis.
Al oír eso, el monstruo no se atrevió a moverse del sitio. Sin apartarse del vano de la
puerta, exclamó:
- No seas tan descarado, por favor. Otros años solía comerme primero al niño, pero
creo que éste voy a empezar por la niña.
- ¡Hacedlo como todos los años, por favor, Gran Rey! - gritó Ba-Chie, aterrado -. ¿Para
qué renunciar a una tradición como ésa?
El monstruo se negó a escucharle, alargando los brazos con el ánimo de agarrarle. Pero
en ese mismo momento el Idiota saltó de la mesa y recobró la forma que le era habitual.
Echó mano del tridente y descargó sobre los brazos de la bestia un golpe terrible. Ésta
retrocedió a toda prisa, tratando de huir, pero Ba-Chie volvió a la carga, logrando
desprenderle de algo, que cayó al suelo produciendo un sonido muy raro.
- ¡Creo que le he atravesado la coraza! - gritó Ba-Chie.
El Peregrino se desprendió del disfraz y corrió a ver de qué se trataba, comprobando
que no eran más que dos escamas de pez del tamaño de un plato.
- ¡No le dejes escapar! - gritó, y los dos se elevaron casi al mismo tiempo por los aires.
El monstruo tenía pensado asistir a un banquete y no trajo ningún arma consigo. Se
quedó, pues, de pie entre una franja de nubes y preguntó a sus perseguidores:
- ¿De dónde sois, para atreveros a venir a disputarme mis ofrendas y poner en solfa mi
bien conseguida fama?
- Se que sois un monstruo ignorante - replicó el Peregrino -. Nosotros somos discípulos
del monje Tripitaka, un sabio procedente del Gran Imperio de los Tang, en las Tierras
del Este, y hemos sido comisionados por el emperador en persona para ir a por
escrituras al Paraíso Occidental. Anoche la familia Chen tuvo a bien hospedarnos en su
casa, enterándonos de la existencia de un monstruo sin entrañas, que se hace pasar por
un dios llamado Gran Rey del Poder Milagroso. Es tan sanguinario que exige cada año
la entrega en sacrificio de un niño y una niña. Compadecidos del dolor de esa gente,
decidimos salvar la vida a los muchachos de este año y pedirte cuentas de tan deplorable
conducta. Si reconoces tu culpa y nos explicas los móviles que te han forzado a hacerte
pasar por lo que no eres, quizás te perdonemos la vida. De lo contrario, perecerás como
esos niños inocentes a los que has devorado sin la menor compasión. ¿Cuánto tiempo
llevas dedicándote a esas prácticas tan inhumanas?
Por toda respuesta, el monstruo se dio media vuelta y huyó a toda prisa. Ba-Chie trató
de alcanzarle con el tridente, pero falló el golpe, cosa nada extraña, teniendo en cuenta
que se había convertido en un viento huracanado, que se perdió entre las aguas del Río -
que - llega - hasta - el - cielo.
- No es necesario que le persigas - comentó el Peregrino -. Ese monstruo por fuerza
tiene que ser una bestia de las aguas. Es mejor que esperemos a que amanezca para
atraparle. Así podremos obligarle a que lleve al maestro a la otra orilla.
Ba-Chie aceptó al punto la idea. Volvieron al templo y, cargando con las ofrendas y el
ganado, regresaron a la casa de los Chen. Los ancianos, el maestro y el Bonzo Sha
estaban impacientes por su tardanza y, al verlos aparecer en el patio con todo lo del
sacrificio, corrieron hacia ellos y les preguntaron:
- ¿Qué tal os ha ido con esa bestia?
El Peregrino contó entonces cómo el monstruo había huido, perdiéndose entre las aguas
del río, en cuanto se enteró de sus nombres. Los ancianos se mostraron encantados y
ordenaron a los criados que prepararan las habitaciones, para que pudieran descansar el
maestro y los discípulos.
El monstruo, mientras tanto, había regresado a su palacio de agua en el corazón mismo
del río, donde tomó asiento y permaneció en actitud taciturna durante tanto tiempo que
todos sus feudos temieron que hubiera perdido el juicio. Se armaron, finalmente, de
valor y, acercándose a él, le dijeron:
- Siempre que volvéis de ese sacrificio, venís loco de contento. ¿Cómo es que este año
parecéis tan preocupado?
- Otras veces - contestó el monstruo -, después de hartarme hasta la saciedad os traía las
sobras, para que también vosotros disfrutarais de la fiesta. Pero este año las cosas no me
han ido bien y a punto he estado de perder la vida.
- ¿Cómo puede ser eso, Gran Rey? - exclamaron ellos, escandalizados -. ¿Quién ha
osado oponerse a vuestros deseos?
- Un discípulo de cierto monje del Gran Imperio de los Tang, en las Tierras del Este,
que se encuentra de camino hacia el Paraíso Occidental para hacerse con las escrituras
sagradas. Ese desvergonzado se disfrazó de muchacho y se quedó aguardándome en el
templo, acompañado de otro amigo suyo, que se hizo pasar por una joven. Cuando lo
menos lo esperaba, recobraron su auténtica personalidad y a punto estuvieron de acabar
conmigo. Hace cierto tiempo había oído comentar que ese tal Tripitaka Tang es, en
realidad, un hombre de bien, que se ha dedicado a la práctica de la virtud durante más
de diez reencarnaciones seguidas. Eso quiere decir que quien pruebe un solo trocito de
su carne será capaz de vivir una vida sin fin. Lo que no había anticipado es que tuviera
unos discípulos tan fieros. Los muy cerdos no sólo han echado por los suelos mi
reputación, sino que se han apoderado de todas mis ofrendas. Me había hecho la ilusión
de atrapar a ese monje Tang, pero ahora no estoy tan seguro de que pueda lograrlo.
De entre todos los feudos del monstruo se adelantó una perca rayada, entrada en años,
que se inclinó ante él y dijo:
- Si lo que deseáis es atrapar al monje Tang, no hay cosa más fácil de conseguir. Ahora,
no sé si estaréis dispuesto a pagarme mis servicios con un poco de licor y de carne.
- Si logras echar mano a ese monje Tang - afirmó el monstruo -, sellaré contigo un
pacto de hermandad, permitiéndote sentarte a mi mesa, para que tú también puedas
disfrutar de su carne.
Tras agradecerle tanta deferencia, la perca añadió:
- Para nadie es un misterio que tenéis el poder de levantar vientos, producir lluvia y
hacer que los mares y ríos se encrespen. ¿Puedo preguntaros si sois también capaz de
crear nevadas?
- Por supuesto que sí - contestó el monstruo.
- ¿Y de cubrir de hielo todo el paisaje, haciendo que caiga de los cielos la escarcha? -
insistió la perca.
- Así es - asintió el monstruo.
- En ese caso - concluyó la perca, sacudiendo las manos de alegría -, podéis dar por
cumplido vuestro deseo.
- No te comprendo - exclamó el monstruo, impaciente.
- Esta misma noche - explicó la perca, a eso de la tercera vigilia, deberéis dar buena
muestra de esos poderes que decís poseer. Convocad a los vientos y haced que caiga una
nevada tan copiosa que se hiele hasta el Río - que - llega - hasta - el - cielo. Los que
gocemos de capacidad metamórfica tomaremos forma humana y nos dirigiremos hacia
el Oeste, cargados de equipaje y tirando de pesadísimos carros. Nos colocaremos
encima del río y haremos cuanto esté de nuestra parte para que ese monje nos vea bien.
No me cabe la menor duda de que está tan impaciente por hacerse con las escrituras
que, en cuanto se percate de nuestra presencia, tratará de adelantarnos, siguiendo la ruta
que nosotros mismos habremos trazado. Vos no tenéis más que sentaros en el centro del
río y esperar tranquilamente su llegada. Cuando oigáis el leve sonido de sus pies, no
tenéis más que quebrar el hielo para haceros tanto con el maestro como con sus
discípulos. Caerán en vuestras manos como fruta madura.
- ¡Fantástico! - exclamó el monstruo, visiblemente complacido -. ¡Es un plan
extraordinario en verdad! - y, abandonando su mansión de agua, se elevó por los aires.
Allí comenzó a amontonar aire frío, que no tardó en congelarlo todo, produciendo una
formidable nevada. Mientras esto sucedía, el monje Tang y sus tres discípulos dormían
plácidamente en la casa de los Chen. Poco antes del amanecer, comenzaron a sentir un
frío tan intenso que las mantas y sábanas parecían totalmente inservibles. Ba-Chie no
dejaba de estornudar, incapaz de conciliar el sueño. Por fin, no pudo resistirlo más y,
temblando de pies a cabeza, exclamó:
- ¡Hace un frío terrible! ¿No lo sentís vosotros también?
- ¡Cuidado que eres! - le regañó el Peregrino -. ¿Cuándo aprenderás que los que hemos
renunciado a la familia no podemos ceder al frío ni al calor? Es increíble que un monje
como tú pueda prestar tanta atención a la temperatura.
- La verdad es que hace un frío insoportable - terció Tripitaka -. Las mantas son gordas,
pero no producen el menor calor. Aunque tengo las manos metidas entre las mangas, la
verdad es que apenas las siento. No me extrañaría nada que todos los capullos se hayan
marchitado y todas las hojas hayan sido víctimas de la escarcha. Hasta las copas de los
pinos se habrán cubierto de hielo. Con un frío así la tierra se cuartea como la piel de un
anciano y el agua de los estanques se torna tan sólida como una roca. Los pescadores
han abandonado, de seguro, sus botes y en los templos de la montaña no queda ni un
solo monje. ¡Qué amarga suerte la del leñador, que no puede salir a cortar madera, con
la que hacer después carbón vegetal! La temperatura es tan baja que a los soldados se
les ha helado la barba y la sienten como si fuera de acero. Lo mismo le ha ocurrido al
pincel con el que escribía el poeta sus ensueños. Los abrigos de cuero se muestran
impotentes contra la escarcha y hasta las pieles parecen demasiado livianas. Los monjes
ancianos se sienten entumecidos, tumbados en sus esterillas de paja. ¡Qué mala fortuna
la de los viajeros que se aventuren a salir a los caminos en una noche como ésta! Nadie
está libre hoy del azote del frío. Aunque las mantas sean pesadas y gordas, el cuerpo no
para de temblar.
Era verdad. A partir de aquel momento ninguno de los cuatro volvió a conciliar el
sueño. Por fin, abandonaron los lechos, se pusieron cuantos harapos tenían a mano y
abrieron la puerta. Todo estaba completamente blanco y sumido en una formidable
nevada.
- No me extraña que os quejarais del frío - comentó el Peregrino, al verlo -. La nevada
aún no ha parado.
Todos se quedaron mirándola, embobados. Era, en verdad, espléndida. En el cielo se
agolpaban sin cesar oscuros nubarrones, que en seguida dispersaba un insoportable
viento gélido. A ras de suelo todo aparecía sumido en una neblina gris, que apenas
lograba traspasar el albor de la nieve, ubicua por doquier. La nieve era como una flor
empeñada en florecer seis veces y cuyos pétalos fueran de jaspe blanco. A veces se tenía
la impresión de que no era más que un bosque de tres mil árboles de jade albo. ¿Quién
podía decirlo con seguridad? Tan pronto recordaba la flor de harina como a la sal. Una
cosa era clara: el agua que aquella noche se tornó nieve era superior a la que corre por
los cauces del Chu o el Wu, o a la que hace florecer cada año los incontables ciruelos
del sudeste. A ratos la nevada recordaba millones de escamas de dragones de jade, que
flotaran en el aire después de haber sido arrancadas a sus dueños en un duro y
vergonzoso combate. ¡Cuántas memorias traía a la mente! ¿Cómo no acordarse de los
zapatos de Dung - Kwo 1, del descanso de Yüan - An 2 y de la forma de estudiar de Sun
- Kang 3? De un momento a otro esperaba verse aparecer un barco de Tse - Yü 4, la
túnica de Wang - Kung 5, o la manta de la que se alimentó Sz - Wu 6. Sin embargo, no
existían tales portentos en aquel paisaje, sino sólo una aldea de casas humildes
construidas con ladrillos que parecían ser de plata. ¡Espléndida nevada la que revestía
de tal dignidad lo cotidiano y hacía que todo pareciera esculpido en bloques de jade!
Los capiteles de hielo colgaban de los ojos de los puentes, como si fueran ramas de
sauce, y de los aleros de las casas, como si se trataran de peras transparentes puestas a
secar al sol. A veces arreciaba el huracán de los copos y los bloques de hielo daban la
impresión de ser abrigos de algas que los pescadores habían colgado de los puentes, o
raíces suspendidas de los tejados que después iban a usar las mujeres en sus hogares.
Nadie se aventuraba a transitar por los caminos. ¿Qué importaba que los invitados se
hubieran quedado sin vino o los criados no tuvieran fruta que ofrecer a sus amos? La
nieve recordaba a ratos el trémulo batir de alas de las mariposas, para ser, al momento
siguiente, vuelo de gansos que se mecieran, confiados, en el seno del viento. A lomos de
la brisa saltaba por encima de los riscos e iba a borrar de la faz de la tierra todos los
caminos. Nada resistía la friura que albergaba tanta marchita belleza. Con increíble
facilidad traspasaba las ventanas y horadaba los pesados cortinajes, que, supuestamente,
habrían de detenerla. Pero, de por sí, la nevada era un augurio de prosperidad para todo
un año, que descendía gratuitamente de lo alto.
Tanto el maestro como los discípulos se quedaron mirándola un largo rato, como si se
tratara de hilos voladores de seda, o de trocitos de jade que se fundían poco a poco en
una piedra de mayor tamaño. Cuando más embelesados estaban, admirando tanta
belleza, vieron acercarse al mayor de los hermanos Chen, seguido de dos criados que
trataban de abrir con escobas un camino entre la nieve. Un poco más atrás venían otros
dos con un poco de agua caliente para que se lavaran, té hirviendo y tortitas de leche.
Con inesperada rapidez avivaron el fuego e invitaron a los monjes a acercarse a la
lumbre.
- ¿Puedo preguntaros - dijo entonces el maestro, dirigiéndose anciano - si en esta
respetable región que habitáis se dan las cuatro estaciones de la primavera, el verano, el
otoño y el invierno?
- Aunque reconozco que nuestra tierra esta un poco alejada de la que vos procedéis -
contestó el anciano -, sólo se distingue de ella por sus costumbres. En lo demás son
idénticas: no en balde los cereales y los ganados son los mismos, no existe ninguna
diferencia con respecto a los beneficios que recibimos directamente del cielo, y nos
vivifica el mismo calor del sol. ¿Cómo íbamos a tener unas estaciones diferentes?
- No me interpretéis mal - se disculpó Tripitaka -, pero, si lo que decís es verdad,
¿cómo es que ha caído una nevada tan copiosa en esta época del año y el frío es tan
intenso?
- Aquí - explicó el anciano - tenemos escarchas y nieves durante todo el octavo mes.
Ayer mismo, por cierto, traspusimos el Rocío Blanco, dando por terminado el mes
séptimo. ¿Qué hay de extraño, pues, en que todavía nieve?
- Aunque no lo creáis - respondió Tripitaka -, en las Tierras del Este sólo nieva en el
invierno.
Mientras hablaban, vinieron unos cuantos criados más y pusieron la mesa, para que
pudieran probar una especie de sopa de arroz. Mientras comían, la nevada no sólo no
amainó, sino que se hizo aún más intensa. Pronto adquirió una altura de más de medio
metro. Al verlo, Tripitaka cedió a la desesperanza y se puso a llorar.
- No os preocupéis por esto, maestro - le aconsejó el anciano Chen -. En esta casa
disponemos de comida para alimentarnos todos durante un tiempo considerable. Así que
no deis tanta importancia a la nevada.
Se ve que no entendéis el motivo de mi pena - repuso Tripitaka -. El año que partí de
mi patria con el encargo de hacerme con las escrituras, el mismo emperador en persona
salió a despedirme a las puertas de la capital. Tomó una copa en su mano y, tras brindar
por el éxito de la empresa, me preguntó: « ¿Cuándo piensas volver?». Como no estaba
al tanto de la cantidad de montañas que tenía que trasponer y de los muchos peligros
que debía arrostrar, le respondí con ingenuidad: «Dentro de tres años tendréis en vuestro
poder las escrituras sagradas». Sin embargo, han transcurrido ya siete u ocho años y
todavía no hemos podido contemplar el rostro de Buda. Temo haber superado, con
mucho, el límite que yo mismo me tracé, pues esos malditos monstruos se empeñan, una
y otra vez, en poner obstáculos a mi camino. Hoy, sin embargo, me ha cabido la enorme
fortuna de poder hospedarme en vuestra casa. Mi intención era pediros una barca para
cruzar el río, en pago a los servicios que ayer os prestaron mis dos discípulos. ¿Cómo
iba a sospechar, siquiera, que estaba a punto de caer una nevada tan copiosa que iba a
borrar todos los caminos? Dudo, por tanto, que pueda lograr mi objetivo y regresar
después a la ciudad de la que partí.
- Tranquilizaos - le aconsejó el mayor de los Chen -. Mirándose bien, habéis recorrido
ya la mayor parte del viaje. ¿Qué os puede importar demoraros unos días en mi casa?
En cuanto claree y el hielo se derrita, me encargaré de que crucéis ese río, aunque para
ello tenga que emplear toda mi fortuna.
En ese momento apareció un criado y les invitó a desayunar. La conversación se hizo
entonces más animada y, sin apenas darse cuenta de ello, llegó la hora de comer. Los
platos que les sirvieron eran tan fuera de lo común que Tripitaka no pudo por menos que
comentar:
- Deberíais tratarnos como un miembro más de vuestra familia, no como a príncipes.
- Os debemos tanto por haber salvado la vida de nuestros hijos - replicó el mayor de los
Chen - que, aunque todos los días os ofreciéramos un banquete, jamás podríamos
solventar nuestra deuda.
La nieve dejó, por fin, de caer y la gente pudo dedicarse a sus tareas habituales. Al ver
el mayor de los Chen lo triste que parecía estar Tripitaka, ordenó a sus sirvientes que
quitaran toda la nieve del jardín. No contento con eso, mandó buscar un enorme brasero,
que colocó al aire libre, para que nadie tuviera frío.
- Este tipo anda mal de la cabeza - exclamó Ba-Chie, soltando la carcajada -. ¿A quién
se le ocurre salir a gozar de la belleza de un jardín después de una nevada? Eso se hace
en el segundo o tercer mes, cuando la primavera está en toda su pujanza. Ahora hace
demasiado frío y no hay absolutamente nada que admirar.
- ¡Qué tonto eres! - le regañó el Peregrino -. Los parajes cubiertos de nieve poseen una
calma realmente sosegadora. Eso ayudar a nuestro maestro a encontrar la serenidad que
parece haber perdido.
- Exactamente - confirmó el anciano e, inclinando levemente la cabeza, condujo a sus
huéspedes al corazón del jardín.
El otoño parecía estar tocando a su fin en aquel paisaje cubierto de nieve. Se presentía,
incluso, la llegada del año nuevo. Pinos centenarios aparecían cubiertos de capullos de
jade, y los sauces, de extraños hilos de plata. Pero no sólo en ellos era perceptible la
presencia del hielo. Se apreciaba hasta en los musgos congelados que cubrían los
escalones que conducían al jardín. Los bambúes daban la impresión de poseer raíces de
jaspe. Los chupiteles que se habían formado en el lago y las montañas artificiales
recordaban imposibles brotes de jade. En los estanques de los peces el agua se había
transformado en bandejas de hielo. En sus orillas los hibiscos habían perdido el color y
la delicadeza de todas sus ramitas. El frío había agostado las begonias y había hecho que
los ciruelos de invierno produjeran nuevos brotes. Era tal la nieve acumulada sobre las
peonías, los granados y las casias que parecía como si se hubiera posado sobre ellos una
bandada de ánsares. Todo daba la impresión de estar cubierto de mariposas de alas
blancas. Los crisantemos, que crecían a ambos lados de la cerca, eran como trozos de
jade blanco ribeteados en oro. Los arces, por el contrario, lucían su atractivo color rojo
enmarcado en una delicada línea blanca. Era imposible recorrer todo el jardín, pues
estaba cubierto de hielo y sus senderos resultaban impracticables. Los visitantes se
refugiaron, pues, en una caverna, en cuyo centro colocaron los criados el brasero
adornado con patas de elefante y rostros de bestias. En su interior el carbón vegetal
lanzaba sus calurosos destellos rojizos, tiñendo de vida los sillones lacados que había a
su alrededor. Sobre ellos descansaban pieles de tigre, suaves al tacto y cálidas en
extremo. De las paredes colgaban viejas pinturas realizadas por renombrados artistas.
Sus temas eran todos muy parecidos: los siete inmortales atravesando un desfiladero 7,
un pescador solitario apostado a orillas de un río cubierto de hielo, montañas altísimas
coronadas por la nieve, paisajes en los que la soledad era absoluta... Otro grupo de
pinturas representaba a Sz - Wu comiéndose la manta, o saliendo al encuentro del
mensajero, tras romper su rama de ciruelo. Adondequiera que se dirigiera la vista se
repetían los motivos de la nieve y el hielo. Tal preferencia resultaba totalmente
comprensible, teniendo en cuenta que la nieve borraba a menudo los caminos y aislaba a
sus habitantes del resto del mundo. Pese a todo, aquél era un lugar ideal para morar.
¿Qué necesidad tenían sus habitantes de soñar con ir a vivir a Peng - Hu 8?
Los Peregrinos estuvieron disfrutando un buen rato de la belleza del paisaje, tomaron
asiento a continuación en la caverna y empezaron a hablar con sus anfitriones de las
dificultades que entrañaba una empresa como la de ir en busca de las escrituras. Los
criados sirvieron un té muy aromático y el mayor de los Chen aprovechó la ocasión para
preguntar a sus invitados:
- ¿Queréis tomar un poco de vino?
- Perdonad, pero yo no bebo - se disculpó Tripitaka - Mis discípulos, sin embargo,
pueden tomar unas copitas de vino vegetariano, si así lo desean.
- En ese caso - concluyó el anciano Chen, dirigiéndose a los criados -, calentad el vino
y traed unas cuantas frutas y verduras. No está bien que nuestros invitados se mueran de
frío.
Los sirvientes no tardaron en aparecer con pequeños hornillos para calentar el vino y
volvieron a poner la mesa. Los Peregrinos y sus anfitriones tomaron unas cuantas copas
y, de nuevo, fueron retirados todos los servicios. Para entonces había empezado a
anochecer y decidieron regresar a la casa a cenar. No se habían sentado a la mesa
cuando oyeron comentar a alguien en la calle:
- ¡Menudo tiempecito! ¡Hace tanto frío que incluso se ha helado el Río - que - llega -
hasta - el - cielo!
- ¿Qué podemos hacer, si el río está totalmente congelado? - preguntó Tripitaka a Wu-
Kung, visiblemente alterado.
- Este frío ha sido demasiado repentino para congelar, así como así, todo el río -
comentó el mayor de los Chen -. Lo más seguro es que sólo se hayan helado las orillas.
Pero en ese mismo momento volvió a decir la voz de la calle:
- Toda la superficie del río está cubierta de hielo. Los ochocientos kilómetros que
separan una orilla de otra parecen, en realidad, un espejo. Su firmeza es, de hecho, tan
extraordinaria que la gente puede andar sin ningún problema sobre ella.
Al oír que se podía caminar por encima del agua, Tripitaka quiso ir inmediatamente a
verlo, pero le disuadió el anciano, diciendo:
- No seáis tan impaciente, por favor. ¿No os dais cuenta de que es ya muy tarde?
Saldremos mañana a echar un vistazo.
Concluida la cena, los Peregrinos se despidieron de sus anfitriones y se retiraron a
descansar a los mismos aposentos que habían ocupado la noche anterior. Al levantarse,
Ba-Chie comentó a Wu-Kung:
- No sé si lo habrás notado, pero hoy hace todavía más frío que ayer: no me extrañaría
que el río se haya solidificado del todo.
Tripitaka se volvió hacia la puerta, cayó de hinojos e, inclinándose respetuosamente
ante el Cielo, dijo:
- Guardianes de la Fe, este humilde discípulo vuestro se ha propuesto llegar al Oeste y
entrevistarse con Buda. Por eso, no he dudado en trasponer mil montañas, ni en vadear
mil ríos, sin quejarme para nada de las dificultades que he ido encontrando. Os
agradezco que hayáis que acudido en mi auxilio congelando el río y haciéndolo
transitable. Jamás olvidaré tan grande e inmerecido favor. Prometo que, cuando lo haya
conseguido las escrituras y me halle de nuevo ante el Emperador de los Tang, le pediré
que os recompense por cuanto hoy habéis hecho por mí.
Concluida la oración, ordenó a Wu-Ching que ensillara el caballo para cruzar el río,
antes de que comenzara el deshielo.
- No seáis tan impaciente - volvió a aconsejarle el mayor de los Chen -. Es más seguro
que esperéis unos días más. Para entonces se habrá derretido la nieve y podréis cruzar el
río en mi barca.
- Creo que debemos marcharnos - opinó el Bonzo Sha -. Nadie nos asegura que
vayamos a encontramos con otra oportunidad como ésta. De todas formas, es
aconsejable que, mientras yo ensillo el caballo, el maestro vaya a ver lo que ocurre y
decida por sí mismo.
- Tenéis razón - contestó el mayor de los Chen. Se volvió hacia sus criados y les ordenó
-: Ensillad inmediatamente seis caballos. El monje Tang puede esperar un poco más.
Seguidos de los sirvientes, los ancianos y los Peregrinos se llegaron hasta las orillas del
río a echar un vistazo. La nieve había formado allí auténticas montañas, que
resplandecían bajo los tímidos rayos de un sol que pugnaba por abrirse camino entre las
nubes. Todo aparecía congelado y uniforme: el hielo había allanado, de hecho, todas las
diferencias. Los lagos y ríos poseían la misma estructura plana y especular. El viento
continuaba siendo frío y cortante, y el suelo estaba recubierto de una dureza resbaladiza.
En los estanques, los peces se abrazaban a la densa vegetación, mientras las aves
salvajes se apretujaban, buscando calor, en las ramas muertas de los árboles. Los
viajeros llegados de lejos habían perdido todos sus dedos, por la congelación y los
barqueros habían visto, impotentes, cómo se les iban cayendo uno a uno, los dientes, de
tanto castañetearlos por el frío. Las bajas temperaturas habían partido las serpientes en
dos y destrozado los pies de las aves. Adondequiera que se dirigiera la vista podían
verse auténticas montañas de nieve y hielo. En el fondo de los barrancos se veían trozos
tan enormes de hielo que muy bien podían pasar por minas de plata recién descubiertas.
Todo el río era como una enorme plancha de jade blanco. Si el Este es famoso por su
seda, el Norte debería serlo por sus huras de rata. Aquel sitio podía muy bien pasar por
el lugar en el que se tumbó Wang - Hsiang 9 y Kwanq - Wu 10 realizó la proeza de su
famosa travesía. En una sola noche se había solidificado todo el río. Del fondo a la
superficie todo era un enorme bloque de hielo, sin fisuras ni grietas. Más que un curso
de agua, parecía un camino firmemente asentado sobre la tierra, aunque un poco más -
suave y más brillante.
Tripitaka y sus acompañantes detuvieron las cabalgaduras, al llegar al río, y otearon,
ansiosos, la distancia. No tardaron en descubrir que, en efecto, varias personas
caminaban a pie enjuto sobre el hielo.
- ¿Sabéis quién es esa gente? - preguntó Tripitaka al anciano Chen.
- Mercaderes, probablemente - contestó éste -. En la otra parte del río se encuentra el
Reino Occidental de las Mujeres. Lo que aquí cuesta poco más de un centenar de
monedas adquiere en el otro lado un valor mil veces mayor. Lo mismo les ocurre a sus
productos. A la vista de unos beneficios tan pingües, es comprensible que no pocos se
aventuren a cubrir la distancia que separa ambos reinos, sin pensar para nada en el
peligro que puedan correr sus vidas. A veces seis o siete personas embarcan en un bote
y se lanzan a las aguas, con la esperanza de llegar al otro lado. Hoy, al ver que el río se
ha congelada, parecen haberse animado a cruzarlo a pie.
- En los asuntos mundanos - sentenció Tripitaka - la fama y el beneficio son
considerados lo más importante. ¿Qué hay de extraño en que los hombres arriesguen por
ellos sus vidas? Nosotros estamos tratando de cumplir un encargo imperial, cosa que,
sin duda alguna, nos dará justa fama, y ¿vamos a ser diferentes de esos hombres que
tenemos delante de las narices?
Se volvió, decidido, hacia Wu-Kung y le ordenó:
- Regresa inmediatamente al hogar de los Chen y dispón de todo lo necesario para
proseguir el viaje. No te olvides de ensillar el caballo. El hielo nos brinda la oportunidad
de seguir adelante con nuestros planes y no vamos a desaprovecharla.
El Peregrino sonrió y se dispuso a obedecer, de inmediato, sus órdenes. Sólo el Bonzo
Sha se atrevió a sugerir algo en contra, diciendo:
- El proverbio afirma: «Al cabo de mil días, nadie puede comer más que unos pocos
kilos de arroz». ¿Por qué no nos quedamos unos cuantos días más en casa del señor
Chen y esperamos a que el tiempo sea mejor antes de que nos decidamos a cruzar el río
en barca? Nunca es aconsejable actuar con precipitación, si queremos huir de los
errores.
- ¿Cómo puedes ser tan poco reflexivo? - le regañó Tripitaka -. Si estuviéramos en el
segundo mes del año, podríamos estar seguros de que iba a cambiar el tiempo, y de que,
tarde o temprano, la nieve terminaría derritiéndose. Pero la verdad es que nos hallamos
en el mes octavo y el frío no tardará en ir en aumento. ¿Cómo va a producirse, de
pronto, un deshielo? Si nos quedamos aquí, lo más seguro es que nos tengamos que
esperar medio año por lo menos.
- Dejad de discutir a lo tonto - sugirió Ba-Chie, saltando del caballo -. Si me lo
permitís, voy a probar el grosor de este hielo.
- Recuerdo que ayer tiraste una piedra, para ver la profundidad del agua - comentó el
Peregrino -. ¿Cómo vas a hacer para comprobar el grosor de una cosa tan sólida y
pesada como el hielo?
- Olvidas que puedo propinarle un buen golpe con mi tridente - replicó Ba-Chie -. Si se
rompe, quedará claro que no podrá con nuestro peso. Sin embargo, si resiste, no existirá
ninguna razón para que renunciemos a caminar sobre él.
- Me parece una proposición razonable - concluyó Tripitaka.
El Idiota se arremangó la túnica y, en grandes zancadas, se llegó hasta la orilla del río.
Levantó los brazos cuanto pudo y los dejó caer con todas sus fuerzas, descargando un
golpe tremendo sobre el hielo. Se escuchó un ruido muy raro, pero el agua permaneció
tan sólida como antes. Como testimonio del golpe, sólo quedaron nueve pequeñas
marcas sobre el hielo y un inesperado entumecimiento en las manos de Ba-Chie, que
anunció, riendo:
- ¡Podemos caminar sobre él sin ningún peligro! ¡Hasta el fondo está helado!
Nada pudo complacer más a Tripitaka que ese anuncio. Regresó a toda prisa a la
mansión de los Chen y todo cuanto podía decir era que tenía que partir de inmediato. De
nada valieron las súplicas de los dos ancianos, para que siguieran honrándolos con el
placer de su compañía. Cuanto dijeron cayó en oídos sordos. Comprendiendo que su
decisión no admitía vuelta atrás, los dos hermanos ordenaron a los criados que
prepararan algo de comida y se la dieran a los Peregrinos. Toda la familia salió a
despedirse de ellos, echándose rostro en tierra. Sólo los ancianos permanecieron en pie
con dos bandejas llenas de plata y de oro. También ellos terminaron arrodillándose, al
ofrecérselas a los Peregrinos, diciendo:
- Siempre estaremos en deuda con vos por haber salvado a nuestros hijos. Os rogamos
que admitáis este humilde ejemplo de nuestra gratitud como ayuda para el viaje.
Sin dejar de sacudir la cabeza y las manos, Tripitaka rechazó el regalo, diciendo:
- Los que hemos renunciado a la familia no precisamos de dinero Aunque me decidiera
a aceptarlo, no podría usarlo en ningún momento, porque vivimos únicamente de la
limosna. Para nosotros es más que suficiente la comida que acabáis de entregarnos.
Los ancianos siguieron porfiando y el Peregrino no tuvo más remedio que coger una
pieza, que apenas si pesaba cuatro o cinco dracmas, y entregársela al monje Tang,
diciendo:
- Aceptad esto, al menos, para que no piensen que despreciamos su gratitud.
Sin más incidentes dignos de reseñar, se llegaron hasta el río. Pero, en cuanto puso los
cascos en el hielo, el caballo empezó a resbalar de tal manera que por poco no tira a
Tripitaka.
- ¿Lo veis? - gritó el Bonzo Sha -. No podemos partir.
- Esperad un momento - sugirió Ba-Chie -. Voy a ver sí el señor Chen me deja un poco
de paja.
- ¿Para qué la quieres? - preguntó el Peregrino.
- Se ve que no tienes ni idea de esto - replicó Ba-Chie -. Con la paja ataremos los
cascos al caballo y así podrá andar por el hielo sin ninguna dificultad.
Al oír desde la orilla lo que acababa de decir Ba-Chie, el mayor de los Chen ordenó a
sus criados que trajeran un poco de paja. El monje Tang hubo de regresar nuevamente a
la orilla. Ba-Chie envolvió en paja los cuatro cascos del caballo, que, en efecto, se
mantuvo en pie sobre el hielo, sin resbalar ni una sola vez. Tras despedirse, una vez
más, de la familia Chen, iniciaron su andadura por el hielo. Apenas llevaban recorridos
tres o cuatro kilómetros, cuando Ba-Chie entregó al monje Tang su tridente, diciendo:
- Poned esto transversalmente sobre la silla de montar.
- ¡No seas tan listo, anda! - le regañó el Peregrino -. Eso es tuyo, ¿no? Pues carga con
ello. ¿A qué viene eso de pedirle al maestro que lo lleve él?
- Se nota que no tienes ninguna experiencia de andar por el hielo - se defendió Ba-Chie
-. Hasta el más sólido está lleno de agujeros, que pueden hacerte caer de cabeza al agua,
si tienes la mala fortuna de meter el pie en ellos. Si no llevas algo trasversal, te hundes
rápidamente. Lo peor es que la parte de arriba se funde en seguida y no puedes salir de
esa trampa, aunque hagas más esfuerzos que un héroe.
- Cualquiera que te oiga hablar - replicó el Peregrino - pensará que llevas años andando
sobre el hielo.
Pero en seguida se hizo lo que Ba-Chie había ordenado. El maestro colocó
transversalmente su tridente, mientras el Peregrino y el Bonzo Sha hacían otro tanto con
el cayado y la barra de hierro. Ba-Chie no precisó de nada más, ya que iba cargado con
la pértiga del equipaje. Todos se sintieron, de esta forma, más seguros.
La noche se les echó encima, pero no se atrevieron a detenerse ni para comer las
viandas que les habían dado los Chen. Las estrellas y la luna parecieron llenar el hielo
de luz propia. Resultaba, en verdad, fantasmagórico el fulgor que parecía emitir el cauce
del río. Eso ayudó a mantener los ojos bien abiertos tanto al maestro como a los
discípulos, no deteniéndose ni una sola vez en toda la noche. Al amanecer tomaron un
desayuno en extremo frugal y prosiguieron su marcha hacia el Oeste. Al poco tiempo se
escuchó un sonido muy extraño, que parecía proceder del corazón del hielo. El caballo
sintió tal sobresalto que por poco no se cae.
- ¿Qué ha sido eso? - preguntó, asustado, Tripitaka a sus discípulos.
- Este río está tan congelado - explicó Ba-Chie - que su peso se ha centuplicado y,
según parece, el lecho está teniendo ciertas dificultes para poder sostenerlo. Eso explica
el extrañísimo ruido que acabamos de oír.
La explicación satisfizo al sorprendido y asustado Tripitaka, que espoleó el caballo y
reanudó la marcha.
El monstruo, mientras tanto, se encontraba agazapado bajo el hielo a la espera de los
Peregrinos. Pronto escuchó con toda claridad el ruido producido por los cascos de un
caballo y, valiéndose de la magia, hizo una enorme fisura en la superficie helada. El
Gran Sabio se las arregló para saltar por el aire, pero sus tres compañeros no tuvieron
tan buena suerte y se hundieron en el agua. En cuanto se hubo apoderado de Tripitaka,
el monstruo y los espíritus regresaron, albozados, a su mansión de agua.
- ¿Dónde te has metido, perca, hermana mía? - gritó el monstruo.
- No soy digna de que me llaméis así - contestó la perca, saliendo a su encuentro y
saludándole con respeto.
- ¿Qué quieres decir? - replicó el monstruo -. «Ni siquiera una manada de caballos es
capaz de destruir la palabra que ha salido de mi boca.» Prometí sellar un pacto de
hermandad contigo, si salía bien el plan que tú misma pergeñaste para atrapar al monje
Tang, y la empresa ha sido coronada por el éxito. ¿Cómo voy a volverme ahora atrás?
Se volvió a continuación a sus subalternos y les ordenó:
- Poned la mesa y traed los cuchillos más afilados que haya en este palacio. Es preciso
abrir en canal a este monje, deshuesarle, quitarle la piel y arrancarle el corazón.
Mientras lo hacéis, decid a los músicos que empiecen a tocar. Quiero compartir su carne
con mi nueva hermana, para que ambos podamos alcanzar una edad tan avanzada como
la del mismo cielo.
- Es mejor que no le comamos todavía - repuso la perca -. No me extrañaría que se
presentaran aquí sus discípulos, cuando menos lo esperáramos, y nos estropearan la
fiesta. Esperad un par de días y, si en ese tiempo no aparece nadie, llevad a cabo vuestro
propósito. Ocupad entonces el puesto de honor, rodeaos de todos vuestros familiares y
deudos y haced que vuestros esclavos canten y bailen para vos. En un ambiente así los
manjares saben mucho mejor y vos podréis disfrutar a vuestras anchas de ese monje.
El monstruo aceptó inmediatamente tan sibarítica sugerencia. El monje Tang fue
confinado, pues, en una enorme caja de piedra a más de tres metros de altura, que los
criados escondieron en la parte posterior del palacio.
Ba-Chie y el Bonzo Sha, por su parte, se las arreglaron para recobrar el equipaje. Lo
colocaron encima del caballo y, abriendo un sendero en las gélidas aguas, lograron
llegar sin mayores dificultades a la superficie. Al verlos desde lo alto, el Peregrino les
preguntó con cierto nerviosismo:
- ¿Y el maestro?
- Me te temo que ha cambiado de nombre - respondió Ba-Chie -. Ahora se apellida
«Hundido» y se llama «Hasta - el - fondo». La verdad es que no sabemos dónde
empezar a buscarle. Lleguémonos hasta la orilla y decidamos allí lo que ha de hacerse.
Como se recordará, Ba-Chie era la reencarnación del Mariscal de los Juncales Celestes.
Su poder había sido tan grande que había logrado tener bajo sus órdenes a más de
ochocientos mil marineros, estacionados, todos ellos, en las mismas orillas del Río
Celeste. El Bonzo Sha procedía, así mismo, del Río de la Corriente de Arena, y el
caballo era descendiente directo del Rey Dragón del Océano Occidental. Eso explicaba
la facilidad con que se movían los tres por las aguas. El Gran Sabio no gozaba, por su
parte, de esas prerrogativas y permaneció en el aire. En cuanto llegaron a la margen
oriental, cepillaron el caballo con cuidado y se despojaron de sus ropas mojadas.
Mientras se preocupaban de esos menesteres, el Peregrino bajó de las nubes y se dirigió
hacia el pueblo de los Chen. Uno de los criados le vio y corrió a informar a sus amos,
diciendo:
- Partieron cuatro monjes en busca de las escrituras, pero sólo regresan tres.
Los dos ancianos salieron a darles la bienvenida y vieron, atemorizados, que las ropas
de sus antiguos huéspedes goteaban como si fueran nubes.
- Os suplicamos que os quedarais con nosotros y no quisisteis escucharnos - dijeron en
tono recriminatorio -. ¿Qué os habría costado hacernos caso? Si lo hubierais hecho, no
os encontraríais ahora en esta situación ¿Puede saberse dónde está Tripitaka?
- Ya no se llama Tripitaka - contestó Ba-Chie -, sino Hundido Hasta - el - fondo.
- ¡Qué pena! - exclamaron los ancianos, llorando desconsoladamente -. Le dijimos que
pondríamos más adelante un bote a su disposición y no quiso escucharnos. Su tozudez
le ha costado la vida. ¡Qué lástima!
- Lamentarse por los muertos no conduce a ninguna parte - repuso el Peregrino -. Algo
me dice que el maestro no sólo no ha fallecido, sino que todavía le queda mucho tiempo
por vivir. Estoy convencido de que todo esto es obra del Gran Rey del Poder Milagroso,
que planeó desde el principio hacerse con él. Si en algo queréis sernos útiles, lavadnos
la ropa, secad nuestro permiso de viaje y dad de comer al caballo. Nosotros, mientras
tanto, partiremos en busca de ese tipo. Cuando demos con él, no sólo pondremos en
libertad a nuestro maestro, sino que liberaremos de sus garras a todo el pueblo y, así
podréis vivir siempre en paz.
Esos planes devolvieron la serenidad y la alegría a los dos ancianos, que ordenaron al
punto sacar algo de comer, para que los peregrinos pudieran recobrar sus fuerzas.
Cuando lo hubieron hecho, confiaron el caballo y el equipaje a la familia Chen y,
agarrando cada cual sus armas, se dirigieron a la orilla del río, dispuestos a encontrar al
maestro y dar al monstruo su merecido. Cometieron un error, al poner el pie sobre el
hielo. La naturaleza salió malparada de tal empeño pero ¿cómo puede seguir existiendo
la perfección, cuando se escapa el gran elixir?
No sabemos, de momento, si lograron liberar al monje Tang, por lo que quien desee
averiguarlo tendrá que escuchar con atención lo que se dice en el próximo capítulo.
CAPITULO XLIX
Al llegar junto a las aguas, el Peregrino se volvió hacia Ba-Chie y el Bonzo Sha y les
dijo:
- Decidid entre vosotros dos quién se mete primero.
- Deberías hacerlo tú - replicó Ba-Chie -, ya que tus poderes son mayores que los
nuestros.
- Si se tratara de un monstruo de la montaña - contestó el Peregrino -, tened por cierto
que no necesitaría de vuestra colaboración. Yo solo me bastaría para reducirle. En el
agua es distinto. Para poder meterme en el océano o caminar por un río, es preciso que
haga de continuo el signo para repeler las aguas o que me transforme en un pez o en
cualquier otra criatura acuática. En cualquiera de los casos, no podría blandir a gusto la
barra de hierro ni luchar con la efectividad que me es característica. De ahí que os pida
que abráis la marcha uno de vosotros.
- De acuerdo - convino el Bonzo Sha -, pero no sabemos lo que vamos a encontrarnos
en el fondo. Opino, por tanto, que lo mejor será nos metamos todos a la vez. Tú puedes
transformarte en cualquier criatura que quieras; yo me encargaré de abrirte camino. De
esa forma, no te costará mucho llegar hasta la guarida del monstruo. Si vez que el
maestro no ha sufrido el menor daño, podemos iniciar de inmediato el asalto. Si, por el
contrario, descubres que lo ocurrido no es obra suya o que el maestro ha dejado de
existir, bien ahogado o devorado por esas bestias, lo mejor que podemos hacer es
renunciar a nuestro empeño y marcharnos cada cual por nuestro camino.
- Tienes razón - reconoció el Peregrino -. No existe plan más sensato que ése. ¿Quién
de vosotros va a llevarme?
- Este mono se ha burlado de mí yo qué sé la de veces - se dijo Ba-Chie, complacido -.
Como no sabe defenderse en el agua, como debiera, voy a reírme de él un rato, para que
sepa bien lo que es bueno.
Levantó, pues, la voz y dijo:
- Yo cargaré contigo.
- De acuerdo - contestó el Peregrino, percatándose de sus intenciones -. No en balde tus
brazos parecen mucho más fuertes que los de Wu-Ching - y se subió a la espalda de Ba-
Chie.
El Bonzo Sha hendió las aguas y los tres se lanzaron al Río - que - llega - hasta - el -
cielo. Cuando llevaban recorridos más de cien kilómetros, el Idiota se dispuso a burlarse
del Peregrino, pero éste se arrancó un pelo y lo convirtió en una copia exacta de sí
mismo. Agitó, al mismo tiempo, el cuerpo y se transformó en un piojo, que tomó seguro
cobijo en su oreja. El Idiota hizo como si hubiera tropezado y el falso Peregrino salió
volando por encima de su cabeza. Como no era más que un simple pelo, la corriente lo
arrastró en un abrir y cerrar de ojos.
- ¿Cómo has podido hacer eso? - le regañó el Bonzo Sha -. Tenías que haber andado
con un poco más de cuidado. ¡A saber dónde habrá ido a parar nuestro hermano! Era
preferible que te hubieras caído tú sobre el barro.
- No comprendo cómo puede ser tan débil ese mono - se disculpo Ba-Chie -. Ya has
visto: un tropezoncito de nada y ha salido disparado como una flecha. Pero, en fin, ¿qué
puede importarnos que este muerto o vivo? Nuestra obligación es encontrar cuanto antes
al maestro.
- No estoy de acuerdo - respondió el Bonzo Sha -. Es nuestro hermano y no podemos
abandonarle, sin más, a su suerte, particularmente sabiendo que no se defiende en el
agua tan bien como nosotros. Me niego a seguir adelante, hasta que no le hayamos
encontrado.
- ¡No te preocupes, Wu-Ching! - gritó el Peregrino desde el interior de la oreja de Ba-
Chie, sin poderse aguantar más -. ¡Estoy aquí!
- ¡Este Idiota no vale para nada! - replicó el Bonzo Sha, soltando la carcajada -. No sé
cómo se le ha ocurrido gastarte una broma tan pesada. El burlado es ahora él, porque,
aunque te oye con toda claridad, no sabe, en realidad, dónde estás. A ver qué se le
ocurre hacer ahora.
Ba-Chie estaba tan asustado que cayó de rodillas en el barro y empezó a gritar,
temblando de pies a cabeza:
- Ha sido culpa mía, lo reconozco. Si quieres castigarme, espera a que hayamos
liberado al maestro y regresado a la costa. Entonces te presentaré todas mis excusas. ¿A
qué viene hacer tanto ruido? ¿No ves que estoy muerto de miedo? Déjate ver y te
prometo que jamás volveré a gastarte una broma de tan mal gusto como ésa. Es más, me
portaré con todo el respeto que mereces.
- Aunque te cueste creerlo - replicó el Peregrino -, me llevas encima. Venga, démonos
prisa.
Sin dejar de lanzar excusas, el Idiota siguió los pasos del Bonzo Sha. Recorrieron otros
cien kilómetros y se toparon con un edificio muy alto, en el que podía leerse, escrito en
enormes caracteres: «Mansión de la Tortuga Marina».
- Ésta debe de ser la residencia del monstruo - dijo el Bonzo Sha -. ¿Por qué no nos
llegamos hasta la puerta y retamos a esa bestia?
- ¿Hay agua alrededor de esa torre? - inquirió el Peregrino.
- No - respondió el Bonzo Sha.
- En ese caso - concluyó el Peregrino -, escondeos a ambos lados de la puerta, mientras
voy a echar un vistazo.
Con increíble pericia abandonó la oreja de Ba-Chie y, sacudiendo, una vez más, el
cuerpo, se convirtió en una gamba de largas patas. De dos o tres saltos, se coló por la
puerta. Miró a su alrededor y vio al monstruo sentado en un lugar prominente, mientras
sus más directos colaboradores permanecían de pie ante él en dos filas. De entre ellos
destacaba una perca, que ocupaba también un sitio de honor. Todos los presentes
estaban enfrascados en una discusión que versaba sobre la forma de devorar al monje
Tang. El Peregrino lanzó miradas inquisitivas hacia todos los lados, pero no halló ni
rastro del maestro. Lo único que logró ver fue una gamba con una barriga muy grande,
que parecía guardar la entrada de un corredor que se abría hacia el oeste. El Peregrino se
llegó hasta ella y la saludó, diciendo:
El Gran Rey está discutiendo con los demás cuál es la mejor forma de comerse a ese tal
monje Tang, pero lo que yo quisiera saber es dónde se encuentra tan singular personaje.
- El Gran Rey en persona lo capturó ayer, tras producir una fenomenal nevada y hacer
que todo se cubriera de hielo. Ahora está metido en una enorme caja de piedra que hay
en la parte de atrás del palacio - contestó la gamba -. Si sus discípulos no dan mañana
señales de vida, le devoraremos entre todos en un banquete tan espléndido que no
faltará ni la música.
El Peregrino continuó charlando con ella un buen rato y se retiró a continuación a la
parte del palacio que le había dicho la gamba. No tardó en encontrar la caja de piedra.
Parecía una pocilga o una especie de túmulo funerario. A primera vista comprobó que
medía alrededor de tres metros de largo. Se subió encima de tan singular construcción y
oyó los sollozos de Tripitaka, que no dejaba de lamentarse. El Peregrino aguzó el oído y
escuchó que el maestro se quejaba de su suerte, diciendo:
- ¡Cuántos enemigos han tratado de darme muerte, a mí, que llevo el nombre de «El -
que - flota - en - el - río»! Parece como si desde el momento mismo de mi nacimiento
hubiera estado predestinado a morir en el agua. Hasta mi madre me confió a la bravura
de las olas. Por mi afán de encontrar a Buda en las Tierras del Occidente, me he visto
sumergido en las profundidades, pasando una prueba terrible en el Río Negro. Mi suerte
no ha mejorado, pues a punto estoy de encontrar la muerte en esta corriente convertida
en hielo. No sé si mis discípulos podrán llegar hasta aquí o si podré, por fin, regresar a
casa con las escrituras.
Al oír tan conmovedores lamentos, el Peregrino no pudo aguantar más y dijo:
- No estéis tan abatido, maestro. El Libro de los Desastres Acuáticos afirma: «Mientras
la tierra es la madre de las Cinco Fases, el agua es, en realidad, su origen: sin la tierra no
existe el nacimiento, pero no puede darse ningún tipo de crecimiento sin el agua». No os
preocupéis, maestro. Aquí está Wu-Kung para ayudaros.
- ¡Sácame de aquí! - suplicó Tripitaka.
- Procurad tranquilizaos - le aconsejó el Peregrino -. Antes de poneos en libertad, debo
acabar con ese monstruo.
- ¡Date prisa, por favor! - insistió Tripitaka -. Un día más aquí y muero asfixiado.
- Os aseguro que no sucederá eso - trató de apaciguarle el Peregrino -. Ahora debo
marcharme.
Dándose la vuelta, se llegó de un salto hasta la puerta y, tras recobrar que le era
habitual, gritó:
- ¡Ba-Chie!
- ¿Has averiguado algo? - preguntaron el Idiota y el Bonzo Sha, acercándose a él.
- Fue el monstruo ese el que atrapó al maestro - contestó el Peregrino -. Todavía no ha
sufrido daño alguno, pero se encuentra metido en una caja de piedra. Opino que
deberíais retarle, mientras yo me llego a la superficie. Si sois capaces de vencerle, no
dudéis en hacerlo. Pero si no podéis con él, fingid que os abandonan las fuerzas y
obligadle a salir fuera del agua. Ya me encargaré yo de darle su merecido.
- De acuerdo - convino el Bonzo Sha -. Puedes irte tranquilo. Nosotros nos
encargaremos de todo.
Tras hacer con los dedos el signo para repeler el agua, el Peregrino salió disparado del
río y se quedó de pie junto a la orilla, a la espera de lo que pudiera suceder. Ba-Chie,
mientras tanto, adoptó una postura amenazadora y, llegándose hasta la puerta, bramó
con voz potente:
- ¡Pon inmediatamente en libertad a mi maestro, bestia maldita! Los diablillos que
hacían guardia corrieron al interior a informar a su Señor:
- Hay fuera hay alguien que exige la inmediata liberación de su maestro.
- Deben de ser los monjes que me atacaron - comentó el monstruo -. Traedme la
armadura.
- Los diablillos así lo hicieron. En cuando se la hubo ajustado, el monstruo cogió el
arma y salió a la puerta, encontrándose de frente a Ba-Chie y al Bonzo Sha, que no
paraban de mirarle, estudiando con atención cada uno de sus movimientos. De alguna
forma, quedaron sorprendidos de su apariencia. El yelmo con el que se protegía la ca-
beza era de oro puro y emitía una extraña luminosidad, que realzaba la coraza, también
hecha del mismo material. Por contraste, llevaba ceñida la cintura con un preciado
cinturón confeccionado con perlas y jade, que nada parecía tener que ver con sus sobrias
botas de cuero marrón. Poseía una nariz tan aguileña que recordaba una montaña, una
frente tan ancha que hacía pensar en la de un dragón, unos ojos tan fieros y redondeados
que hacían pensar en un volcán, unos dientes tan afilados como espadas de acero, un
cabello tan corto alborotado que traía a la mente las caprichosas formas de una llama, y
una barba tan puntiaguda como una lima. En la boca llevaba una especie de alga
filamentosa, cuya fragilidad y color verdoso contrastaban abiertamente con el mazo de
bronce rojizo que llevaba en las manos. En cuanto se hubieron abierto las puertas, con
un escalofriante crujido, el monstruo lanzó un gritó, que retumbó como el trueno de una
tormenta primaveral. Sus rasgos denotaban a las claras que no se trataba de un ser
humano. Por algo era conocido por el nombre de Gran Rey del Poder Milagroso. Tras
abandonar el palacio, el monstruo hizo un gesto y al punto aparecieron más de cien
diablillos en impecable formación, armados con espadas y lanzas.
- ¿De qué monasterio has salido y por qué te presentas aquí causando todo este
alboroto? - preguntó el monstruo.
- ¡Maldita bestia! - exclamó Ba-Chie -. Por poco no encuentras la muerte a nuestras
manos hace apenas dos días y ¿ahora pretendes haberte olvidado de quiénes somos?
Servimos como discípulos al santo monje de la Gran Nación de los Tang, en las Tierras
del Este, y nos dirigimos al Paraíso Occidental a presentar nuestros respetos a Buda y
conseguir las escrituras sagradas. Nuestras pretensiones son infinitamente inferiores a
las tuyas, que te haces pasar, valiéndote de una magia sin ningún valor, por el Gran Rey
del Poder Milagroso y devoras sin piedad a los hijos inocentes del pueblo de los Chen.
¿Tanto te cuesta reconocerme? ¿Tan pronto te has olvidado de Carga de Oro, de la
familia de Chen - Ching?
- No eres muy respetuoso que digamos - replicó el monstruo -. Debería llevarte a los
tribunales por hacerte pasar por una muchachita tan delicada como Carga de Oro.
¿Acaso no sabes que es un crimen execrable usurpar la personalidad de otra persona?
No sólo no pude saciar, por culpa tuya, mi hambre, sino que, encima, recibí una herida
en la mano. ¿Cómo te atreves a llegarte hasta mi puerta, habiéndome rendido ya una vez
a ti?
- Si te hubieras rendido realmente - repuso Ba-Chie -, no habrías hecho caer una nevada
tan copiosa ni habrías atrapado a mi maestro en el hielo. Si quieres que todo siga como
hasta ahora, ponle inmediatamente en libertad. De lo contrario, tendrás que volver a
probar el sabor de mi tridente.
- ¡Vaya, se ve que con la lengua eres un guerrero excelente! - exclamó el monstruo,
sonriendo burlón -. Admito que fui yo quien produjo la nevada y se apoderó de tu
maestro. Comprendo que vengas a exigirme su puesta en libertad, pero debo advertirte
que las circunstancias han cambiado un poco desde la última vez que nos vimos. Para
empezar, como mi intención era la de asistir a un banquete, no llevaba ningún arma
conmigo y eso te dio una cierta ventaja. Espero que no huyas y puedas resistirme no
más de tres asaltos. Si lo consigues, prometo poner inmediatamente en libertad a tu
maestro. En caso contrario, también tú acabarás sobre mi mesa.
- Mi querido muchacho - replicó Ba-Chie en el mismo tono -, ¿qué forma de hablar es
ésa? Eres tú quien debiera tener cuidado de mi tridente.
- Por tu forma tan ingenua de hablar se nota que te hiciste monje, una vez transpuesta la
mitad de tu vida - sentenció el monstruo.
- Tu poder milagroso es mucho mayor del que yo pensaba - repuso, a su vez, Ba-Chie -.
¿Cómo has podido averiguar, si no, un dato tan importante sobre mi vida?
- Te agradezco la alta estima que hacia mí demuestras - contestó el monstruo -. Sin
embargo, tengo una pequeña duda, que quiero que me aclares. ¿Has alquilado ese
tridente a un labrador o se lo has robado a tu maestro?
-
¡Qué ignorancia! - volvió a exclamar Ba-Chie -. ¿No ves que este tridente no es ningún
utensilio de trabajo? Sus dientes están hechos con garras de dragón, y su mango, que
semeja una serpiente, fue fundido en oro blanco. Su efectividad se muestra, sin
embargo, en el momento de la batalla, porque es capaz, al mismo tiempo, de levantar un
viento gélido y de producir un fuego imparable. Son incontables los monstruos que ha
destruido por defender al monje Tang a lo largo del camino que conduce hacia el Oeste.
Al blandirlo, emite una densa neblina, que oscurece el sol y la luna, mientras lanza unas
luces brillantes de vivísimos colores. Ante él tiembla el Monte Tai y los mil tigres que
lo habitan. En su presencia se sobrecogen los incontables dragones que moran en los
mares. Es muy posible que poseas un poder milagroso, pero no podrás evitar que este
tridente te produzca en el cuerpo nueve agujeros horribles, por lo que se te escapará la
vida a borbotones.
El monstruo, por supuesto, no creyó ni una sola de sus palabras. Pensando que se
trataba de una fanfarronada simple y llana, levantó el mazo de bronce y lo dejó caer con
todas sus fuerzas sobre la cabeza de Ba-Chie. Afortunadamente, éste lo esquivó con
ayuda del tridente y exclamó, furioso:
- ¡Maldita bestia! Se nota que también tú te hiciste espíritu en la mitad de tu puerca
vida.
- ¿Quién te ha dicho eso? - preguntó el monstruo, sorprendido.
- Por la forma como blandes ese mazo de bronce - repuso Ba-Chie - deduzco que has
debido de ser ayudante de herrero o algo por el estilo.
- Este mazo - explicó el monstruo - no sirve para domar los metales. Posee nueve
porciones iguales, que recuerdan los pétalos de una flor. Aunque esté hueco, su tallo
permanece eternamente lozano y verde. En el mundo mortal no existe nada que se le
parezca, ya que tuvo su origen en el mismo reino en el que moran los dioses. En el
estanque de jaspe adquirió su lozanía, y en el de jade, el inmarcesible aroma que lo
caracteriza. Yo mismo, a fuerza de practicar la virtud, lo templé, dotándolo de poderes
mágicos, que lo hacen tan duro y resistente como el acero. Las hachas, las espadas y las
lanzas no pueden absolutamente nada contra él. Por muy afilado que esté tu tridente, mi
mazo acabará con él con la misma facilidad con que aplastaría un simple clavo.
Cansado de semejante despliegue de baladronadas, el Bonzo - Sha se interpuso entre
ambos contendientes y gritó con inesperada autoridad:
- ¡Deja de alabarte, de una vez, monstruo! Con razón decían los ancianos que «las
palabras no prueban nada y que sólo las acciones son dignas de crédito». No trates de
huir y mide tus fuerzas con mi báculo.
- ¡Vaya! - exclamó, una vez más, el monstruo, deteniendo el golpe con su mazo -, otro
que decidió hacerse monje, una vez transcurrida la mitad de su vida.
- ¿Quién te lo ha dicho? - replicó el Bonzo - Sha, ofendido.
- Por la forma como te mueves - respondió el monstruo -, cualquiera diría que has
estado trabajando toda tu vida en una tienda de tallarines.
- ¿Cómo se te ha ocurrido una idea tan descabellada? - volvió a preguntar el Bonzo -
Sha.
- Por nada - contestó el monstruo -. Sólo que mueves el arma como si en la mano
tuvieras un rodillo.
- ¡Maldita bestia! - exclamó el Bonzo - Sha, malhumorado -. No sabes lo que dices.
Esta arma es tan especial que en todo el mundo no hay otra como ella. Dada tu
ignorancia, no me extraña que la confundas con cualquier cosa. Debe su origen a la
luna, concretamente a un sector invisible. Por si eso fuera poco, fue tallada en un trozo
de madera sagrada. Su exterior está cubierto de joyas que emiten luz propia, mientras
que por dentro es de oro puro. No es extraño que haya asistido a infinidad de banquetes
imperiales. Ahora se halla al servicio del monje Tang, cosa que saben cuantos moran a
lo largo del camino que conduce hacia el Oeste. En las Regiones Superiores goza de
merecida fama, siendo calificada como el báculo de aniquilar monstruos. Es tan fuerte
que de un solo golpe puede abrirte el cráneo.
El monstruo no quiso oír nada más y se lanzó contra los dos monjes. La batalla que se
desarrolló en el fondo mismo del río fue de las más fieras que jamás se hayan
contemplado. El tridente, el mazo de bronce y el báculo no dejaban de repartir golpes a
derecha e izquierda. Wu - Neng y Wu-Ching lanzaron contra el monstruo un ataque
combinado, que terminó sacándole de quicio. La destreza que demostraron no
desmereció su pasado de Mariscal de los Juncales Celestes y paladín de los ejércitos
celestiales. El monstruo, sin embargo, les hizo frente con inimitable destreza y valor.
Con razón el Tao posee las mismas formas de perfección que el budismo. La tierra
domina el agua, haciendo visibles los lechos de los ríos, cuando aquélla se seca. Del
agua surge la madera, que, más tarde o más temprano, termina floreciendo. El Zen y el
Tao conducen al mismo estado, pudiendo el elixir resumir en sí los tres credos. La tierra
es madre de la que todo brota. Sumido en el agua sagrada, lo viejo vuelve siempre a
renacer. La misma madera encuentra en ella su fuente, siendo después la cuna en la que
crece, vigoroso, el luminoso fuego. Idénticas y distintas son, al mismo tiempo, las Cinco
Fases, de ahí que parezcan anularse mutuamente. La diferencia de sus naturalezas no es
más que mera ilusión. Por eso mismo el mazo de bronce, el báculo y el tridente eran
incapaces de sacar ventaja de su supuesta superioridad, haciendo que los golpes se
multiplicaran hasta el infinito. Quienes blandían armas tan poderosas eran conscientes
de que arriesgaban sus vidas por un monje, coqueteando con la muerte a causa de
Sakyamuni. El mazo de bronce era el que más actividad desplegaba, tratando de
mantener a raya al báculo a su izquierda, y al tridente a su derecha.
Más de dos horas estuvieron guerreando bajo las aguas sin que se destacara un claro
vencedor. Comprendiendo que todos sus esfuerzos eran inútiles, Ba-Chie hizo un gesto
al Bonzo - Sha y los dos fingieron estar al límite sus fuerzas. Sin ninguna vergüenza se
dieron la vuelta y huyeron, arrastrando sus armas.
- Quedaos aquí - ordenó el monstruo -, mientras trato de darles alcance. Os servirán de
plato principal.
Como un viento huracanado que arranca las hojas muertas y termina de secar las flores
ya marchitas, el monstruo se lanzó tras ellos camino de la superficie. Apostado en la
orilla oriental, el Gran Sabio miraba fijamente las aguas, sin pestañear una sola vez. De
pronto se agitaron las aguas y se oyeron bramidos y gritos. Ba-Chie apareció el primero,
voceando, muy nervioso:
- ¡Que viene! ¡Que viene!
El Bonzo - Sha le seguía muy de cerca, repitiendo en el mismo estado de excitación:
- ¡Aquí está ya!
- ¿Adonde creéis que vais? - bramaba, a su vez, el monstruo.
Pero, en cuanto hubo salido del agua, se topó con el Peregrino, que le increpó,
diciendo:
- ¡Prueba el sabor de mi barra, bestia inmunda!
El monstruo se hizo a un lado con inesperada agilidad, parando diestramente el golpe
con ayuda de su mazo. La lucha no podía ser más desigual: mientras uno levantaba
montañas de olas, el otro daba muestras de su inigualable técnica guerrera desde la
orilla. Al cabo de tres asaltos comenzaron a flaquearle las fuerzas al monstruo y se lanzo
de nuevo a las aguas, perdiéndose entre una maraña de remolinos y olas. El Peregrino se
volvió entonces a sus hermanos y les dijo:
- Debo felicitaros por haberos batido tan bien con esa bestia.
- En tierra ese monstruo es un guerrero formidable - comento el Bonzo - Sha -, pero en
el agua no hay quien pueda derrotarle. Ba-Chie y yo le hemos hostigado por todos los
lados y lo único que hemos conseguido ha sido mantenerle a raya. ¿Qué podemos hacer
para liberar al maestro?
- Dejémonos de discusiones inútiles - sugirió el Peregrino -. Es muy posible que trate
de hacerle todo el daño que pueda, para vengarse.
- Ahora mismo voy a tratar de hacerle salir otra vez - dijo Ba-Chie -. Tú colócate a
media altura y, cuando le veas asomar la cabeza, propínale uno de esos golpes que tú
sabes dar. Si no le matas, por lo menos conseguirás hacerle perder el sentido, y yo me
encargaré de rematarle con el tridente.
- Excelente idea - concluyó el Peregrino -. Es lo que yo llamo una perfecta
colaboración. Si no conseguimos nada de esa forma, no lo lograremos de ninguna - y los
dos volvieron a meterse en el agua.
Apenas hubo llegado el monstruo a su morada, acudieron a darle la bienvenida los
diferentes diablillos. Fue, sin embargo, la perca la que se atrevió a preguntarle:
- ¿Hasta dónde has ido persiguiendo a esos monjes?
- Tenían a otro apostado en la orilla y trató de golpearme con una enorme barra de
hierro - explicó el monstruo -. Afortunadamente logré esquivar el golpe y me enzarcé
con él en un cuerpo a cuerpo. ¡Sólo el cielo sabe lo pesada que es esa barra! Mi mazo de
bronce no podía nada contra ella y, aunque resistí tres embates, al final hube de admitir
la derrota y huir lo más rápidamente que pude.
- ¿Recuerdas cómo era ese tercer monje? - preguntó la perca.
- Sí - contestó el monstruo -. Tenía la cara cubierta totalmente de pelo, su voz
recordaba la de un dios del trueno, y poseía unas orejas muy picudas. Era, además,
chato en extremo y sus ojos parecían emitir fuego, particularmente sus pupilas, que
daban la impresión de estar hechas de diamante.
Hiciste bien en escapar - comentó la perca -. Si hubieras resistido tres ataques más, de
seguro que hubieras encontrado la muerte. Por los datos que me has dado, creo saber
quién era ese monje.
- ¿De quién se trata? - preguntó el monstruo, interesado.
- Hace cierto tiempo, cuando habitaba en el Océano Oriental, oí hablar al Rey Dragón
de su fama - explicó la carpa -. Ese monje no es otro que el Gran Sabio, Sosia del Cielo,
el Hermoso Rey de los Monos, un inmortal de la Gran Mónada, cuyo origen se remonta
al caos primigenio del que todo surgió. Hace quinientos años aproximadamente sumió
el cielo en un desorden total, poniendo en peligro la existencia misma del Palacio
Celeste. Últimamente, sin embargo, ha abrazado el budismo y se ha comprometido a
acompañar al monje Tang hasta el Paraíso Occidental, con el fin de obtener las
escrituras sagradas. Por todo ello, ahora se hace llamar el Peregrino Sun Wu-Kung.
Posee unos poderes mágicos extraordinarios y domina muchas formas metamórficas. Te
aseguro que no habrías podido resistirle un solo ataque más. Lo mejor que puedes hacer,
por tanto, es renunciar a enfrentarte de nuevo con él.
No había acabado de decirlo, cuando se presentó un diablillo e informó con la voz
alterada:
- Ahí están otra vez esos dos monjes, tildándoos de cobarde y retándoos a un nuevo
combate.
- Opino, hermana - dijo el Gran Rey a la perca -, que tus puntos de vista son totalmente
acertados. No voy, por tanto, a responder a su reto, a ver lo que hacen - se volvió a
continuación a sus subordinados y añadió -: Cerrad las puertas. Como muy bien dice el
proverbio, «por mucho que grites, nada vas a conseguir, porque no pienso abrirte» Me
importa poco que se queden esperando dos o tres días. Ya se marcharán, cuando se
cansen. Entonces podremos disfrutar a nuestras anchas de la carne de ese monje Tang.
Sin pérdida de tiempo los diablillos sellaron el acceso a la mansión con rocas y barro.
Al verlo, Ba-Chie y el Bonzo - Sha intensificaron sus insultos, pero no obtuvieron la
menor respuesta. Preocupado, el Idiota comenzó a golpear con el tridente las puertas del
palacio de agua, reduciéndolas a añicos al cabo de unos cuantos golpes. Tras ellas se
alzaba, sin embargo, un altísimo muro de piedra, contra el que nada pudo su ingenio.
- Es claro que ese monstruo está muerto de miedo - comentó el Bonzo - Sha -. De ahí
que se haya encerrado en su mansión y se niegue a salir. Creo que deberíamos discutir
con el Peregrino el plan que debemos seguir.
Ba-Chie aceptó la sugerencia y regresaron a toda prisa a la orilla oriental. El Peregrino
aguardaba con impaciencia la aparición del monstruo, suspendido a media altura y
escondido entre la neblina. Al ver aparecer a los dos hermanos, comprendió que la cosa
no había salido como habían planeado y se dirigió también hacia la orilla.
- ¿Cómo no os ha seguido esta vez ese monstruo? - les preguntó, acercándose a ellos.
- Ha cerrado su palacio a cal y canto y se niega a salir - respondió el Bonzo - Sha -. De
nada sirvió que Ba-Chie echara abajo las puertas. Tras ellas había una sólida muralla de
piedras y barro, que impedía cualquier intento de entrar. Por eso, al no poder batirnos de
nuevo con él, decidimos volver a tratar contigo el camino que debemos seguir para
liberar cuanto antes al maestro.
- Si actúa como acabáis de contarme - contestó el Peregrino -, veo muy difícil poder
reducirle. Quedaos aquí y procurad que no se escape. Creo que ha llegado el momento
de hacer un pequeño viaje.
- ¿Se puede saber adonde piensas ir? - le preguntó Ba-Chie.
- A la Montaña Potalaka, a pedir la colaboración de la Bodhisattva - respondió el
Peregrino -. Es preciso que averigüe algo más sobre este monstruo: su nombre, de dónde
procede, cuál es su lugar de origen... Podré, así, apoderarme de todos sus parientes y
regresar tranquilamente a liberar al maestro.
- ¡Cuidado que eres! - exclamó Ba-Chie, soltando la carcajada -. Siempre haces las
cosas de tal forma que gastas una cantidad de tiempo y energías totalmente innecesaria.
- Te aseguro que esta vez no lo haré - repuso el Peregrino -. Volveré más pronto de lo
que pensáis.
No había acabado de decirlo, cuando montó en una nube y, abandonando la orilla del
río, se dirigió directamente hacia los Mares del Sur. No había transcurrido media hora,
cuando avistó la Montaña Potalaka y voló en línea recta hacia su cumbre. Los
Veinticuatro Devas, el Gran Guardián de la Montaña, el Príncipe Moksa, Sudhana el
Niño y la Doncella Dragón - que - transporta - la - perla acudieron a toda prisa a darle la
bienvenida.
- ¿Podemos preguntaros el motivo de vuestra inesperada visita, Gran Sabio? - le dijeron
con extremada cortesía.
- He venido - contestó el Peregrino - a ver a la Bodhisattva. - La Bodhisattva - le
explicaron con pena - abandonó su mansión está mañana, prohibiéndonos seguirla. Se
encerró en la gruta del bambú, pero, antes de hacerlo, dejó ordenado que, en cuanto
llegaras, saliéramos a recibirte. Nos encargó deciros que no os podría recibir de
inmediato, por lo que deberías esperarla sentado frente a los acantilados.
El Peregrino obedeció al punto, pero, antes de que hubiera tomado asiento, Sudhana se
acercó a él y le dijo:
- Debo daros las gracias por cuanto habéis hecho en mi favor. Después de aceptarme en
su compañía, la Bodhisattva no me ha permitido separarme de ella ni un solo momento,
concediéndome la gracia de sentarme a los pies de su trono de loto. De ella he recibido,
pues, favor tras favor y ni un solo reproche.
El Peregrino reconoció en seguida en él al Muchacho Rojo y, soltando la carcajada,
replicó:
- Antes vivías sometido a ansias diabólicas, pero ahora has alcanzado la perfección,
nada te impide ver en mí a una persona justa y buena.
Tras esperar a la Bodhisattva durante un buen rato, el Peregrino comenzó a
impacientarse y, volviéndose hacia las deidades, les dijo:
- Anunciadme, por favor, a vuestra señora. Me temo que, si sigo esperando, la vida del
maestro puede correr un gravísimo peligro.
- No podemos hacerlo - se disculparon las deidades -. La Bodhisattva insistió en que la
esperarais aquí.
El Peregrino poseía un natural impulsivo y, sin poderlo aguantar más, se lanzó al
interior de la gruta del bambú. Los devas no pudieron hacer absolutamente nada por
detenerle. A grandes pasos se adentró en la caverna, abriendo cuanto pudo los ojos y
mirando furtivamente en todas las direcciones. No tardó en ver a la Bienaventurada
sentada con las piernas cruzadas sobre unas hojas de bambú. Segura de su soledad, no
se había preocupado siquiera de maquillarse y su actitud era totalmente natural. Las
trenzas le caían libremente por la espalda y no lucía el menor tocado. En vez de su
habitual túnica azul, llevaba puesto una especie de chaleco, a juego con la falda de seda
que siempre vestía. Pero, extrañamente, no llevaba ceñida a la cintura su característica
faja de raso. Estaba descalza y tenía los brazos al aire. En su mano de jade sostenía un
cuchillo con el que iba cortando el bambú. Al verla de aquella guisa, el Peregrino no
pudo evitar decir en voz alta:
- Con todo respeto os saluda vuestro humilde discípulo Sun Wu-Kung, señora.
- ¿No te tengo ordenado que me esperes fuera? - preguntó la Bodhisattva, enfadada.
- Sí, señora - contestó el Peregrino, echándose rostro en tierra -, pero la vida de mi
maestro corre un grave peligro y he tenido que venir a solicitar vuestra ayuda, para
librarle de las garras del monstruo del Río - que - llega - hasta - el - cielo.
- Sal de la gruta y espérame fuera - repitió la Bodhisattva.
El Peregrino no se atrevió esta vez a contrariarla. Abandonó inmediatamente la caverna
y, dirigiéndose hacia donde estaban los devas les dijo:
- La Bodhisattva parece estar hoy muy interesada en asuntos puramente domésticos.
¿Cómo es que no se ha maquillado y ha abandonado el trono de loto? ¿Por qué da la
impresión, además, de no preocuparse de otra cosa que de cortar bambú?
- No lo sabemos - respondieron las deidades -. Después de salir de su mansión esta
mañana, se dirigió directamente hacia la gruta, sin reparar si había terminado o no de
vestirse. Lo único que nos dijo fue que esperaba vuestra llegada. De seguro, está
tratando de resolver el asunto que hasta aquí os ha traído.
La Bodhisattva no tardó en salir de la gruta con una cesta de color rojizo entre las
manos.
- Vamos a rescatar al monje Tang, Wu-Kung - ordenó sin ninguna explicación.
- No es que quiera meterme en vuestros asuntos - replicó el Peregrino, arrodillándose a
toda prisa -, pero ¿no opináis que deberías terminar de vestiros?
- No es necesario que me ponga nada más - respondió la Bodhisattva -. Tal como estoy,
puedo ir adonde me dé la gana.
Tras despedirse de los devas, la Bodhisattva montó en una nube y se elevó por los aires.
El Gran Sabio tuvo que seguirla a toda prisa. Su velocidad era tan extraordinaria que no
tardaron en llegar al Río - que - llega - hasta - el - cielo. Al verle, Ba-Chie comentó con
el Bonzo Sha:
- ¡Cuidado que es impulsivo nuestro hermano! No sé lo que habrá en los Mares del Sur,
el caso es que ha obligado a la Bodhisattva a presentarse aquí medio vestida y sin
maquillar, mas había acabado de decirlo, cuando la Bodhisattva puso su pie en la orilla
del río. Los dos monjes se inclinaron respetuosamente ante ella, diciendo:
- Perdonadnos por molestaros con tanta frecuencia.
La Bodhisattva se desató la faja y colgó la cesta de ella, manteniéndose suspendida a
media altura en el aire. La fue bajando después hasta tocar el agua y recitó el siguiente
conjuro:
Los muertos se marchan, mientras que los vivos permanecen.
Siete veces lo repitió y volvió a subir la cesta. En su interior había un pequeño pez de
colores, que se retorcía desesperado. La Bodhisattva se volvió hacia Wu-Kung y le
ordenó:
- Salta inmediatamente al agua y libera a tu maestro.
- ¿Cómo voy a liberarle, si todavía no hemos capturado al monstruo? - replicó el
Peregrino.
- ¿Cómo que no? - contestó la Bodhisattva -. ¿No le ves, acaso, metido en esta cesta?
- ¿Cómo puede ser tan poderoso un pez tan pequeño como ése? - se aventuraron a
preguntar Ba-Chie y el Bonzo - Sha.
- Éste - explicó la Bodhisattva - es uno de los peces de mi estanque de loto. Cada día
subía hasta la superficie y escuchaba con atención mis enseñanzas. Eso explica que sea
tan fuerte, porque su estado de perfección es, ciertamente, muy alto. Su mazo de bronce
no es realidad, otra cosa que un capullo de loto y su tallo. El pez lo ha transformado en
un arma poderosísima, valiéndose de la magia. Desconozco la fecha en la que la marea
alta le arrastró hasta aquí. Lo único que puedo aseguraros es que, cuando esta mañana
me asomé al estanque, descubrí que sólo faltaba este pez. Tras hacer unos cálculos y
consultar las rayas de mi mano, me enteré de que se había convertido en un monstruo,
que estaba tratando por todos los medios de devorar a vuestro maestro. Fue por eso por
lo que ni siquiera me preocupé de ponerme las joyas o de vestirme como normalmente
suelo. Me faltaba tiempo para tejer esta cesta y venir a capturarle.
- Quedaos aquí un momento, por favor - le suplicó el Peregrino -. Si no os importa, me
gustaría convocar a todos los creyentes que hay en el pueblo de los Chen, para que
puedan veros. Será un detalle hacia ellos, habida cuenta de los muchos sacrificios que
han tenido que hacer por culpa de vuestro pez. No me cabe la menor duda de que eso
los convertirá para siempre en devotos vuestros.
- De acuerdo - asintió la Bodhisattva -. Llámalos, pero que no tarden mucho en venir.
Sin pérdida de tiempo, Ba-Chie y el Bonzo Sha corrieron hacia el pueblo, gritando:
- ¡Salid todos a ver a la Bodhisattva Kwang-Ing!
Los habitantes del pueblo se lanzaron hacia la orilla, sin importarles la edad o la
posición social. Todos cayeron de hinojos y comenzaron a golpear el barro con la frente.
Entre ellos había algunos con cualidades pictóricas e hicieron un rápido retrato de la
diosa. Eso explica que a veces Kwang-Ing sea representada con una cesta de pescador
en las manos. Concluida su epifanía, la Bodhisattva regresó a toda velocidad a los
Mares del Sur.
Ba-Chie y el Bonzo Sha abrieron a continuación un sendero en las aguas y se dirigieron
directamente a la Mansión de la Tortuga Marina para liberar a su maestro. Todos los
monstruos y diablillos que estaban en su interior habían perdido la vida. Con paso
rápido se llegaron a la parte posterior del palacio de agua y abrieron la caja de piedra.
Sin perdida de tiempo cargaron a sus espaldas con el monje Tang y le llevaron a la
orilla. Chen - Ching y su hermano se echaron a un tiempo rostro en tierra, diciendo en
tono humilde:
Deberíais haber prestado atención a nuestros ruegos. Si lo hubieras hecho, no habríais
tenido que pasar por esta prueba terrible.
- ¿Para qué volver siempre sobre lo mismo? - replicó el Peregrino - -. Lo importante es
que el próximo año no tendréis que ofrecer ningún sacrificio más a esa bestia, porque el
Gran Rey ha sido arrestado y no volverá a asesinar a nadie. Ahora, señor Chen,
dependemos enteramente de vos para encontrar una embarcación que nos ayude a cruzar
el río.
- Dadlo por hecho - dijo Chen - Ching y al punto mandó construir un barco, empresa en
la que colaboraron todos los habitantes del pueblo.
Su entusiasmo era tal que, mientras unos se encargaban de la adquisición del mástil,
otros se ocupaban de hacer los remos y trenzar cuerdas. Hubo, incluso, algunos que se
comprometieron a servir como marineros en la travesía. El alboroto que producían era,
francamente, ensordecedor. Cuando más atareados estaban, surgió del lecho del río una
voz fortísima, que decía:
- No es necesario fabricar ninguna embarcación, Gran Sabio. ¿Para qué desperdiciar
tanto dinero y energía, si yo misma puedo llevaros con absolutas garantías a la otra
orilla?
Todos sintieron tal pánico, al oírlo, que huyeron a refugiarse en el pueblo. Hasta los
más valientes de entre ellos temblaban de pies a cabeza, lanzando furtivas miradas al
punto del que parecía provenir aquella voz tan sobrecogedora. Pertenecía a una criatura
muy extraña, que normalmente habitaba en las profundidades. Poseía una cabeza de
corte cuadrado, única entre todos los animales, de los que uno de sus más destacados
dioses. Su longevidad es tal que llega a alcanzar sin ninguna dificultad los mil años.
Habita en las profundidades de los ríos y océanos, levantando auténticas montañas de
agua, cuando se acerca a las costas a tomar el sol y hacer frente al viento. Su grado de
perfección es tal que sólo se alimenta de su propia respiración. Tal era el animal que tan
generosamente se había dirigido al Peregrino: una vieja tortuga, de cabeza llena de
costras y caparazón blanquecino.
- Insisto en que no construyáis esa embarcación, Gran Sabio - repitió la tortuga 1 -. Yo
misma me encargaré de llevaros a la otra orilla.
Pero el Peregrino levantó en alto la barra de hierro y exclamó en tono amenazante:
- ¡Márchate de aquí, bestia maldita! Si te acercas un poco más, acabaré de un golpe
contigo.
- Os estoy muy agradecida, Gran Sabio - replicó la tortuga -, y ése es el motivo por el
que me he aprestado a ayudaros, ¿se puede saber por qué queréis golpearme?
- ¿Qué he hecho yo para merecer tanto agradecimiento? - repuso el Peregrino.
- Según parece - respondió la tortuga -, no os dais cuenta de que la Mansión de la
Tortuga Marina me pertenece a mí. Durante generaciones ha sido el centro de mi
familia, pasándonosla ininterrumpidamente de padres a hijos. Por si eso no bastara, en
ella adquirí conciencia de mis orígenes, logrando alimentarme de mi propia respiración
y alcanzando un considerable grado de perfección. Llegado a ese punto, fue cuando
empezó a ser conocida como la Mansión de la Tortuga Marina. Sin embargo, hace
aproximadamente nueve años, ese monstruo se presentó aquí, aprovechándose de la
fuerza de las mareas, y desató contra mí toda su violencia. Mató a casi todos mis hijos y
me arrebató, con increíble descaro, la práctica totalidad de mis servidores. He de
reconocer que mi fuerza era inferior a la suya y terminó echándome de mis propios
dominios. ¿Comprendéis ahora por qué estoy en deuda con vos? Al tratar de liberar a
vuestro maestro, habéis conseguido que la Bodhisattva Kwang-Ing haya dispersado a
todas esas bestias, por lo que la mansión vuelve a pertenecerme de nuevo. Ha llegado,
pues, el momento de reunirme con los míos en un lugar que siempre ha sido nuestro.
¡Pasados son los días en que tenía que dormir en la tierra y descansar sobre el barro! El
favor que he recibido de vos es, por tanto, tan alto como las cordilleras y tan profundo
como el océano. Sin embargo, no soy sólo yo quien está en deuda con vos. El pueblo
entero se ha beneficiado de vuestra inolvidable acción, poniendo fin a esa serie
abominable de sacrificios anuales. ¡Cuántos niños podrán seguir viviendo gracias a lo
que acabáis de hacer! Esto es lo que se llama matar dos pájaros de un tiro ¿Comprendéis
ahora el motivo de mi gratitud y mis deseos de serviros?
- ¿Es verdad todo eso que acabas de contarme? - preguntó el Peregrino, poniendo a un
lado la barra de hierro.
¿Cómo voy a atreverme a mentiros después de lo que habéis hecho por todos nosotros?
- repuso la tortuga.
- Jura por los cielos que es verdad lo que dices - insistió el Peregrino.
- Si mi intención no es transportar sano y salvo al monje Tang al otro lado del Río - que
- llega - hasta - el - cielo - proclamó la tortuga, mirando hacia lo alto -, que ahora mismo
se cubra mi cuerpo de sangre.
- Acércate - le ordenó entonces el Peregrino.
La tortuga nadó hasta la orilla y se arrastró después por la tierra firme. Poco a poco los
curiosos se fueron acercando a ella y comprobaron, asombrados, que su enorme concha
medía alrededor de quince metros.
- Subid sin ningún temor, maestro - dijo el Peregrino al monje Tang.
- Me temo que el caparazón de esta tortuga no sea lo suficiente - seguro - comentó
Tripitaka -. Ya visteis lo que ocurrió con el hielo. A pesar de su grosor, terminó
trayéndome la ruina.
- No os preocupéis por eso - dijo la tortuga -. Aunque no lo parezca, soy mucho más
segura que el hielo. Soy consciente de que el más mínimo error es capaz de traerme la
ruina.
- Si me permitís mi opinión - se aventuró a decir el Peregrino -, creo que una criatura
que ha obtenido el don de la palabra es absolutamente incapaz de mentir. ¡Traed
rápidamente el caballo!
Todos los habitantes del pueblo de los Chen los siguieron hasta la orilla. El Peregrino
montó el caballo en la tortuga y pidió al monje que se colocara a su izquierda, mientras
el Bonzo Sha lo hacía a la derecha. Él se puso delante, y Ba-Chie, detrás. Temiendo
que, a pesar de todo, la tortuga pudiera jugarles una mala pasada, se quitó la piel de tigre
y la usó a manera de riendas. Colocó a continuación un pie sobre su cabeza y, como si
fuera un vulgar carretero, sostuvo en la mano, a manera de fusta, la temible barra de
hierro.
- Puedes empezar a moverte - dijo el Peregrino a la tortuga -, pero sin brusquedades.
Recuerda que, si haces el menor movimiento en falso, te descargaré un golpe sobre la
cabeza.
- Estáte tranquilo - repuso la tortuga -. Todo irá bien.
Estiró las cuatro patas y se deslizó por las aguas con la misma suavidad que si se
encontrara en terreno firme. El gentío que se había arremolinado en la orilla comenzó a
quemar incienso y a gritar, al tiempo que hacia profundas reverencias:
- ¡Namo Amitabha!
Era como si los arhats hubieran bajado a la tierra o se hubieran aparecido a los mortales
todos los bodhisattvas. La gente continuó con los ritos hasta que los Peregrinos se
hubieron perdido en la distancia.
El maestro y los discípulos lograron cruzar aquella enorme masa de agua en menos de
un día. La tortuga blanca cumplió su promesa de transportarlos a lo largo de los
ochocientos kilómetros que separaban las dos márgenes del Río - que - llega - hasta - el
- cielo. Cuando llegaron a la orilla, ni una sola gota de agua había salpicado sus ropas.
Tripitaka juntó las manos a la altura del pecho y dio las gracias a la tortuga, diciendo:
- No hay nada que pueda entregarte por lo que acabas de hacer. Cuando regrese con las
escrituras sagradas, te ofreceré un regalo en prueba de agradecimiento.
- No es necesario que hagáis una cosa así - contestó la tortuga -. He oído, sin embargo,
decir que el Patriarca Budista del Paraíso Occidental no sólo ha superado el ciclo de
muerte y reencarnaciones al que todos estamos sujetos, sino que posee un conocimiento
total del pasado y el futuro. A pesar de llevar dedicándome más de mil trescientos años
a la práctica de la virtud, lo cual me ha permitido alcanzar una edad longeva en extremo
y el don del lenguaje humano, no he conseguido todavía desprenderme de la atadura de
mi concha. Os agradecería, por tanto, que, cuando os encontréis con el Patriarca
Budista, le pidierais que me librara de ella y me concediera un cuerpo humano.
- Prometo que así lo haré - contestó Tripitaka 2.
La tortuga se dio media vuelta y se sumergió rápidamente en las aguas del río. El
Peregrino ayudó al monje Tang a montar en el caballo, mientras Ba-Chie cargaba con el
equipaje y el Bonzo Sha se encargaba de cerrar la marcha. No les costó mucho
encontrar el camino que conducía hacia el Oeste, enfilándolo con renacidas esperanzas
y firme ilusión. Sobre todo ello disponemos de un poema, que dice -
El monje santo partió en busca de Buda por orden imperial, no dudando en recorrer enormes
distancias ni en someterse a dificilísimas pruebas. Contra su determinación nada podían las
asechanzas de la muerte, llegando a cruzar el Río Celeste a lomos de una tortuga.
No sabemos de momento cuánto camino les quedaba aún por recorrer ni el tipo de
asechanzas que les aguardaban a lo largo del camino. Quien desee averiguarlo tendrá
que escuchar, pues, las explicaciones que se ofrecen en el siguiente capítulo.
CAPITULO L
Es conveniente barrer con frecuencia los suelos de la mente y hacer desaparecer de ella el polvo
de los sentimientos. Hay que evitar, ante todo, que desaparezca de nosotros la imagen de Buda.
Sólo a quien es puro le es dado hablar de las fuentes primeras. Para poder respirar con libertad en
Chao - Chr, es necesario apagar la vela de la naturaleza y mantener a raya la fogosidad del
caballo y el mono. Únicamente quien se dedica a ello día y noche puede alcanzar la perfección.
Estos versos forman parte de un poema «tsu» titulado Nan - Kou - Tse, que describe
cómo escapó el monje Tang de la trampa de hielo del Río - que - llega - hasta - el - cielo
y cómo logró atravesarlo a lomos de una tortuga blanca. Una vez conseguido su
propósito, los cuatro monjes salieron, como ya queda dicho, al camino principal y
prosiguieron su marcha hacia el Oeste. Era bien entrado el invierno y vieron, veladas
por la neblina, las siluetas de los bosques y las moles de las cordilleras, que se
asomaban a una red de arroyos y torrentes. No tardaron, de esa forma, en toparse con
una montaña enorme, que les cerraba el paso. El camino se había tornado para entonces
extremadamente estrecho. Era claro, por lo abrupto de los riscos que se veían un poco
más adelante, que ningún caballo podría trasponer jamás aquella empinada montaña.
Tripitaka tiró al punto de las riendas y llamó a sus discípulos.
- ¿Qué queréis decirnos, maestro? - preguntó el Peregrino, seguido a la carrera por Ba-
Chie y el Bonzo Sha.
- ¿Habéis visto la altura de esa montaña que se alza ante nosotros? - volvió a preguntar
el monje Tang -. Debe de estar infectada de tigres, lobos y toda clase de bestias
dispuestas a caer sobre nosotros. Os aconsejo, por tanto, que extreméis cuanto podáis la
precaución.
- No os preocupéis, maestro - trató de tranquilizarle el Peregrino -. Estamos unidos,
como si fuéramos un solo hombre, para luchar por lo justo y lo auténtico. Os
prometemos hacer cuanto esté de nuestra parte para destruir a todos los monstruos con
los que no topemos. De los tigres y lobos no hay por qué tener miedo.
Tripitaka se sintió más tranquilo, al oír eso, y espoleó el caballo para que iniciara la
ascensión. No tardaron en comprobar que el maestro no se había equivocado. La marcha
se hizo en extremo penosa. La altura de la montaña era tal que alcanzaba el mismísimo
cielo, bloqueando, como una torre inmensa, el libre deambular de las nubes. Los riscos
eran, igualmente, imponentes, pareciéndose a veces a feroces tigres sentados. De vez en
cuando se veían pinos centenarios que recordaban dragones volando. Escondido entre
las peñas, un pájaro cantaba una bellísima canción. Los ciruelos que crecían entre la
rocalla dejaban escapar aromas cargados de dulzor. El tronar de los torrentes se oía
lejano, como un eco del asalto que las nubes efectuaban contra la cumbre. En ella
reinaba la nieve, señora tiránica que lanzaba órdenes de viento gélido, que hacían rugir
de hambre a los tigres. En las zonas cubiertas por la nieve y el hielo las urracas eran
incapaces de encontrar sus nidos y los ciervos no hallaban un lugar para descansar. Los
viajeros que por allí pasaban apenas sí podían dar un paso, agachando la cabeza para
protegerse mejor del frío. Sin hacer caso de tantas adversidades, los cuatro monjes se
lanzaron a la conquista del pico, temblando de pies a cabeza. Una vez traspuesto, vieron
a lo lejos una especie de torre y unas cuantas casas de aspecto muy peculiar. El monje
Tang detuvo la cabalgadura y dijo a sus discípulos:
- Siento tanta hambre y tanto frío que no podéis figuraros la alegría que me produce ver
esas construcciones ahí delante. Por fuerza tiene que tratarse de un pueblo, de un templo
o de un monasterio. Acerquémonos a mendigar algo de comer. Proseguiremos el viaje,
en cuanto nos hayamos llevado algo a la boca.
El Peregrino abrió cuanto pudo los ojos y comprobó que tan peculiar lugar estaba
cubierto por un aire de origen diabólico y una neblina que sólo presagiaba desdichas.
- Ése no es un buen lugar, maestro - afirmó, volviéndose hacia monje Tang.
- ¿Por qué no? - preguntó Tripitaka -. ¿Acaso no hay gente viviendo ahí?
- ¿Cómo podría explicároslo? - contestó el Peregrino, sonriendo. A lo largo del camino
que conduce hacia el Oeste hay infinidad de diablos y monstruos con poderes
suficientes como para levantar de las casas y pueblos: meras trampas para atraer a los
viajeros incautos. Supongo que habréis oído decir que «un dragón es capaz de engendrar
nueve clases distintas de hijos». Una de ellas es una almeja gigante 1, cuya respiración
brilla como los rayos y a veces toma la forma de casas y edificios. Si pasan por allí
volando algunos pájaros o cuervos y deciden detenerse en esos falsos pueblos a recobrar
las fuerzas, la almeja se los traga en seguida. Se trata, en realidad, de una trampa
ingeniosa en extremo. Si os he aconsejado no acercaros a ese pueblo ha sido porque se
encuentra sumido en una atmósfera cargada de malos presagios.
- Está bien - concluyó Tripitaka -. No entraremos ahí. Sin embargo, insisto en que
tengo un hambre terrible.
- En ese caso - respondió el Peregrino -, bajad del caballo y sentaos en el suelo,
mientras voy en busca de algo que os podáis llevar a la boca.
- Tripitaka dio el visto bueno a la idea y desmontó de la cabalgadura. Mientras Ba-Chie
se hacía cargo del caballo, el Bonzo Sha puso en el suelo el equipaje, sacó la escudilla
de las limosnas y se la entregó al Peregrino:
- Por lo que más queráis, no deis un solo paso más - aconsejó Wu-Kung al Bonzo Sha -
. Cuidad bien del maestro y esperad a que yo vuelva para proseguir el camino.
El Bonzo Sha se comprometió a cumplir al pie de la letra el encargo, pero el Peregrino
no se sintió tranquilo e insistió, diciendo a Tripitaka:
- Ese lugar de ahí enfrente presagia más malo que bueno. Os pido que no os mováis de
aquí, mientras voy a mendigar algo de comida, ¿de acuerdo?
- No es necesario que lo repitas tantas veces - le regañó Tripitaka -. Procura no tardar
mucho.
El Peregrino se despidió de sus tres compañeros, pero, antes de iniciar el vuelo, volvió,
una vez más, sobre sus pasos y dijo al maestro:
- Soy consciente de que os cuesta muchísimo quedaros sentado sin moveros de acá para
allá. Si me lo permitís, voy a ofreceros cierta protección.
Se sacó de la oreja la barra de los extremos de oro y trazó en el suelo un gran círculo. A
continuación pidió al monje Tang que se sentara en el centro, mientras Ba-Chie y el
Bonzo Sha permanecían de pie a su lado. También el caballo y el equipaje fueron
colocados en el interior del círculo, a dos pasos de ellos. El Peregrino juntó las manos a
la altura del pecho e, inclinándose ante el monje Tang, dijo:
- Este círculo que acabo de dibujar es tan fuerte como un muro de acero. Los habitantes
de ese villorrio, sean tigres, lobos, espíritus o demonios, no se atreverán a acercarse a
vos. Pero, para que su poder sea realmente efectivo, debéis permanecer todo el rato en
su interior Si os quedáis ahí sentado, no os sobrevendrá mal alguno. Pero, si no prestáis
atención a mis palabras y abandonáis su protección, con toda probabilidad correréis un
grave e irremediable peligro. ¡Por lo que más queráis, hacedme caso!
Tripitaka y los otros dos discípulos prometieron seguir sus consejos al pie de la letra y
se sentaron, solemnes, dentro del círculo. Más tranquilo, el Peregrino montó entonces en
una nube y se dirigió hacia el sur en busca de un lugar en el que mendigar algo de
comida. No tardó en descubrir un pueblo cerca de unos altísimos y centenarios árboles.
Descendió de la nube y, aguzando la vista, vio que la nieve había agostado los sauces y
el hielo había petrificado los estanques. Los escasos bambúes que habían logrado hacer
frente al frío se mecían suavemente en el viento, mientras las densas copas de los pinos
conservaban su primitivo verdor. A su sombra se levantaban unas cuantas chozas con el
tejado hecho de ramas y totalmente cubierto de escarcha. Cerca de ellas se veía un
puente medio derruido y de aspecto abandonado. Las vallas que separaban las casas
estaban llenas de narcisos a medio florecer. De todos los aleros colgaban graciosos
chupiteles de hielo. El frío viento penetraba hasta los huesos, pero estaba cargado, al
mismo tiempo, de un aroma muy extraño. A pesar de la densa nevada que cubría aquel
lugar, los ciruelos estaban totalmente cubiertos de flores. La belleza de aquel paisaje
atrajo la atención del Peregrino. Cuando más concentrado estaba en su contemplación,
se abrió, crujiendo, una de las puertas de madera y apareció un anciano. Llevaba un
gorro de lana, una túnica raída y un par de sandalias de hierba. Caminaba apoyado en un
bastón y, levantando la vista hacia el cielo, exclamó:
- ¡Vaya, se está levantando el viento del noroeste! Eso quiere decir que mañana hará
bueno.
No había acabado de decirlo, cuando detrás de él surgió un perro pequinés, que corrió
hacia donde estaba el Peregrino, ladrando furioso. El anciano se dio la vuelta y se topó
con el Peregrino, que estaba justamente a sus espaldas con el cuenco de las limosnas en
la mano. Wu-Kung se inclinó y dijo, respetuoso:
- Este humilde monje, señor, ha sido enviado por el Gran Emperador de los Tang, de
las Tierras del Este, al Paraíso Occidental en busca de las escrituras de Buda. Al pasar
por esta región, mi maestro sintió hambre y eso me ha movido a acercarme hasta vuestra
respetable morada, para mendigar un poco de comida vegetariana.
El anciano sacudió la cabeza y, tras golpear varias veces el suelo con un bastón,
contestó:
- Me parece que os habéis equivocado de camino.
- No lo creo yo así - repuso el Peregrino.
- El camino que conduce al Paraíso Occidental pasa a más de tres mil kilómetros al
norte de aquí - explicó el viejo -. Opino que, antes de mendigar nada, deberíais tratar de
encontrar ese camino.
- Tenéis razón - contestó el Peregrino, sonriendo -. Pasa al norte de aquí. Pero no os
preocupéis. Mi maestro está sentado a su vera, esperando impaciente a que aparezca yo
con la comida.
- ¡No sabéis lo que decís! - le regañó el anciano -. Si es verdad que vuestro maestro está
esperándoos para comer, muy bien se puede morir de hambre, porque para recorrer una
distancia de mil kilómetros se precisan seis o siete días de continuo caminar. Y eso
siendo un viajero experimentado. La vuelta os llevará otro tanto por lo menos. ¿Pensáis
sinceramente que vuestro maestro puede aguantar quince días sin probar bocado?
- A decir verdad - explicó el Peregrino, soltando la carcajada -, no hace ni media hora
que me he despedido de mi maestro. De hecho, llegar hasta aquí me ha llevado el
tiempo justo para tomar una taza de té. En cuanto consiga la comida, regresaré a su lado
a la misma velocidad y podrá comer tranquilamente lo que le dé.
Al oír eso, el anciano se asustó mucho y se dijo, temblando:
- ¡Por fuerza, este monstruo tiene que ser un fantasma! - y, dándose la vuelta, corrió
hacia la casa. Pero el Peregrino logró agarrarle y le preguntó:
- ¿Se puede saber adónde vais? Si tenéis algo de comer, os suplico que me lo deis
cuanto antes en limosna.
- No, no - replicó el anciano, sacudiendo la cabeza -. No puedo daros nada. Id a
mendigar a otra familia.
- No sois muy considerado que digamos - repuso el Peregrino -. Vos mismo acabáis de
decir que de aquí al camino que conduce hacia el Oeste hay más de mil kilómetros. Si
me obligáis a acudir a otra puerta, me veré obligado a recorrer otros mil kilómetros y
entonces es muy posible que mi maestro se muera de verdad de hambre.
- Mi familia - explicó el anciano - está compuesta por seis o siete miembros y acabamos
de poner a cocer alrededor de tres kilos d arroz. No debe de estar todavía cocido, pero,
aun así, os suplico que vayáis a otra parte a mendigar algo de comer.
- Los antiguos solían decir - afirmó el Peregrino - que «no es lo mismo sentarse en una
casa que ir a visitar tres». Así que me quedaré aquí descansando hasta que el arroz esté
listo.
Al ver lo persistente que era el Peregrino, el anciano se puso furioso. Cogió el bastón y
empezó a golpear con él al Peregrino. Sin alterarse lo más mínimo, éste dejó que el
anciano le golpeara en la cabeza siete u ocho veces seguidas. Mirándolo bien, para él
eso era como si alguien le estuviera rascando la calva.
- ¡Qué dura tiene la cabeza este monje! - exclamó el anciano, sorprendido -. En verdad,
es a prueba de golpes.
- Podéis pegarme cuanto queráis - dijo el Peregrino, sonriendo -. Pero haríais bien en
recordar el número de golpes, porque cada uno os va a costar una medida de arroz. Así
que tomaos vuestro tiempo y contad bien.
En anciano dejó caer el bastón y se metió en casa corriendo y gritando como un loco:
- ¡Un fantasma, un fantasma!
Los que vivían en aquella casa se pusieron a temblar de miedo y cerraron a toda prisa
las puertas y ventanas. Al ver la rapidez con que habían obrado, el Peregrino se dijo:
- Ese vejestorio confesó que acababan de lavar el arroz y que lo habían puesto a cocer
en una cazuela. Me pregunto si será verdad. Como bien afirma el proverbio, «los
taoístas mendigan a los ricos y los budistas, a los tontos». Creo que voy a entrar a echar
un vistazo.
Hizo un gesto mágico con los dedos y al instante se tornó invisible. No le costó, de esa
forma, llegarse hasta la cocina. Había, en efecto, un caldero al fuego lleno de arroz hasta
la mitad. Metió en él el cuenco de las limosnas y lo sacó repleto de comida. Cumplido el
propósito que hasta allí le había llevado, volvió a montarse en una nube y regresó al
lado de su maestro.
Mientras ocurría lo que acabamos de relatar, el monje Tang se mostraba cada vez más
impaciente por la tardanza del Peregrino. Al ver que no aparecía, preguntó con cierto
desprecio:
- ¿Dónde habrá ido a mendigar arroz ese mono?
- ¿Quién puede saberlo? - exclamó Ba-Chie en el mismo tono -. Seguro que se lo está
pasando en grande en el lugar al que ha ido a mendigar la comida, mientras que
nosotros tenemos que estar aquí encerrados, como si fuéramos vulgares prisioneros.
- ¿Qué quieres decir? - le increpó Tripitaka.
- ¿Acaso no sabéis que los antiguos trazaban un círculo en la tierra para trazar los
límites de la cárcel? Eso mismo ha hecho él con la barra de hierro y ha tenido, además,
la osadía de decir que era más fuerte que un muro de acero. Pero yo os pregunto: ¿de
qué forma nos va a proteger este círculo, cuando se presenten por aquí los tigres y las
bestias que habitan en esta montaña? Les serviremos de comida y asunto concluido.
- ¿Qué sugieres que hagamos, Wu - Neng? - preguntó, una vez más, Tripitaka.
- Como podéis apreciar - contestó Ba-Chie -, este lugar es incapaz de protegernos
contra el viento o el frío. Si os parece bien, podríamos reanudar nuestro viaje y seguir
adelante por el camino del Oeste. Caso de que Wu-Kung logre encontrar algo de
comida, regresará a toda prisa a lomos de una nube, alcanzándonos en un abrir y cerrar
de ojos. Entonces nos detendremos y comeremos lo que le hayan dado. Si seguimos
aquí sentados, se nos congelarán los pies.
La mala fortuna de Tripitaka quiso que prestara atención a aquellas palabras. Se puso
de parte del Idiota y abandonaron el círculo casi al mismo tiempo. Ba-Chie tomó de las
riendas al caballo, mientras el Bonzo Sha se hacía cargo del equipaje. El maestro ni
siquiera se preocupó de montar en su cabalgadura. Siguiendo el camino, llegaron a la a
la torre y comprobaron que estaba orientada hacia el sur. Frente a la puerta había un
muro de ladrillos pintados, que enlazaba con otra entrada más pequeña adornada con
esculturas de periquitos boca abajo pintados en cinco colores. La puerta estaba medio
abierta. Ba-Chie ató el caballo a un cilindro de piedra y el Bonzo Sha dejó caer el
equipaje en el suelo. Tripitaka, como era muy sensible al viento frío, se sentó en el
umbral.
- Ésta tiene que ser, por fuerza, la mansión de algún general o de algún noble - comentó
Ba-Chie, dirigiéndose al maestro -. Si no vemos a nadie por aquí, es porque todos deben
de estar calentándose dentro. Quedaos aquí, mientras yo voy a echar un vistazo.
- Ten cuidado y pórtate con cortesía - le aconsejó el monje Tang.
- Podéis estar tranquilo - contestó Ba-Chie -. Después de mi conversión y de haber
abrazado el Zen me he vuelto bastante educado. No soy como esos estúpidos que viven
en los pueblos.
Dicho eso, el Idiota se ató el tridente a la cintura, se estiró la túnica de seda azul lo
mejor que pudo y entró en la torre con andares distinguidos en extremo. Ante él se
abrían tres salones amplísimos con las cortinas levantadas. Todo estaba sumido en un
silencio total y no se veía ningún rastro de presencia humana. Los muebles y los enseres
propios de una casa se habían desvanecido como por encanto. Una vez traspuestos los
biombos, se adentró por un largo pasillo, que conducía a una construcción de dos pisos.
Las ventanas del de arriba estaban medio abiertas y permitían entrever unas cortinas de
seda amarilla.
- La gente que aquí mora - se dijo el Idiota - debe de tener tal miedo al frío que se pasa
la mayor parte del día durmiendo.
Sin pensar para nada en los buenos modales, el Idiota subió en dos zancadas al piso de
arriba. Descorrió las cortinas, para ver mejor, y casi no se cae al suelo del susto. Encima
de una cama de marfil descansaba un esqueleto de un blanco pálido. La calavera era tan
grande como una jarra y los huesos de las piernas, rectos como pértigas, medían más de
metro y medio de largo. En cuanto se hubo calmado, el Idiota no pudo evitar que las
lágrimas le corrieran libremente por las mejillas. Si dejar de suspirar ni de sacudir la
cabeza, dijo al esqueleto:
- Me pregunto si eres lo que queda de un mariscal de una nación antaño poderosa o un
general de un reino ya olvidado. Fuiste un héroe al que sólo guiaban las ansias de
victoria y ahora te has convertido en un simple montón de huesos. Tus mujeres y tus
hijos se han alejado de ti. Nadie ha quedado para servirte. Tus antiguos soldados ya no
queman incienso en tu honor. ¡Qué pena da verte abandonado hasta por tu propia carne!
¡A esto han conducido tus ansias de poder!
Mientras Ba-Chie se lamentaba de esta forma, creyó ver detrás de las cortinas el tímido
palpitar de una luz y pensó:
- Creo que me he equivocado. A pesar de las apariencias, alguien ha debido de
quedarse para quemar incienso de vez en cuando.
Se dirigió a toda prisa hacia las cortinas y descubrió que los rayos de luz provenían, en
realidad, de detrás de unos biombos que había en una habitación adyacente. Tras los
biombos se escondía una mesa lacada, sobre la que descansaban varios ornamentos de
seda profusamente bordados. El Idiota los cogió uno a uno y vio que en total habían
tres. Sin encomendarse a nadie, los cogió y los bajó al piso de abajo. Recorrió con
rápidos pasos los salones y volvió a salir al aire libre, donde informó a su maestro:
- Ahí dentro no hay ni rastro de alguien vivo. Por lo que he podido averiguar, se trata,
en realidad, de la mansión de un muerto. He llegado hasta lo alto de la torre y sólo he
visto un esqueleto y unas cuantas cortinas amarillas. En una habitación contigua he
hallado estos tres ornamentos de seda y los he cogido para que los veáis. Estoy
convencido de que van a traernos suerte. Por lo menos, ya que está refrescando, nos
servirán para abrigarnos. Quitaos, maestro, ese abrigo raído que tenéis y poneos uno de
estos ornamentos, así no pasaréis tanto frío.
- No, no - exclamó Tripitaka, rechazándolos -. El Libro de la Ley dice claramente que
«coger cosas que no nos pertenecen, bien sea a escondidas o a las claras, es propio de
ladrones». Si alguien descubriera lo que acabas de hacer, podríamos muy bien ser
denunciados a las autoridades como bandidos. Así que coge esos ornamentos y vuelve a
colocarlos donde los encontraste. Nos quedaremos aquí sentados, resguardándonos del
frío. Cuando vuelva Wu-Kung reanudaremos la marcha. Los que hemos renunciado a la
familia no deberíamos dar tanta importancia a las cosas que no la tienen.
- Os prometo que por aquí cerca no hay ni una sola persona - insistió Ba-Chie -. Hasta
los perros y las gallinas desconocen que estamos aquí. ¿Quién va a atreverse a
acusarnos de nada, si sólo nosotros estamos al tanto de lo que acabamos de hacer? No
hay ningún testigo. Es como si hubiéramos encontrado estos ornamentos a lo largo del
camino. ¿A qué viene eso de «coger cosas a escondidas o a las claras»?
- ¡Qué estúpida es tu manera de razonar! - sentenció Tripitaka -. Aunque los hombres
no estén al tanto de tus actos, ¿crees que van a pasar desapercibidos para el cielo? Yüan
- Di dejó escrito: «Aunque alguien actúe en contra de su conciencia en un lugar secreto,
Dios se entera de todo, porque sus ojos son tan luminosos como el rayo». ¡Devuelve
inmediatamente esos ornamentos! No está bien ansiar lo que no nos pertenece.
El Idiota no quiso dejarse convencer. Soltó la carcajada y el monje Tang con cierto
desprecio:
- Desde que he tomado la condición humana, me he puesto muchos vestidos, pero
ninguno de tanto valor como éstos. Si vos no queréis probároslos, dejádmelo hacer, por
lo menos, a mí. Voy a probarme éste a ver si me calienta un poco la espalda. Cuando
llegue Wu-Kung, me lo quitaré y lo devolveré a su sitio, antes de reanudar la marcha.
- Vistas así las cosas - concluyó el Bonzo Sha -, creo que también yo voy a probarme
uno.
Los dos se quitaron las túnicas y se pusieron los ornamentos. Cuando trataron de
abrochárselos, perdieron el equilibrio y cayeron al suelo como muñecos. Los
ornamentos se habían convertido, de pronto, en una especie de camisas de fuerza. Los
dos monjes sintieron, de hecho, cómo una fuerza irresistible les retorcía hacia atrás los
brazos, atándoselos fuertemente a la espalda. Tripitaka los regañó con dureza, pero,
comprendiendo que estaban en peligro, se acercó a ayudarlos. De nada sirvieron sus
esfuerzos. No había manera de arrancarles aquellos ornamentos. El alboroto que
produjeron era tan intenso que terminaron alertando a un monstruo.
La torre era, en realidad, un invento suyo para atraer y atrapar gente. Al oír desde la
caverna las voces de angustia que proferían los monjes, salió a ver lo que pasaba y
comprobó, satisfecho, que había atrapado a dos nuevas víctimas. Llamó a continuación
a los diablillos que le asistían y éstos cargaron con la torre y las demás construcciones,
como si fueran un simple decorado. También el monje Tang, el caballo y el equipaje
fueron atrapados y conducidos al interior de la caverna, en compañía de Ba-Chie y el
Bonzo Sha. El monstruo había tomado asiento en un lugar destacado, hacia el que fue
conducido monje Tang.
- ¿De qué lugar eres para atreverte a robar, sin más, mis ornamentos? - le preguntó el
monstruo, una vez que se hubo encontrado de hinojos ante él.
- Este humilde monje - confesó el monje Tang, sollozando - es un enviado del Gran
Emperador de los Tang, de las Tierras del Este, para hacerse con las escrituras del
Paraíso Occidental. Al pasar por aquí empecé a sentir hambre y ordené al más antiguo
de mis discípulos que fuera en busca de un poco de comida. Antes de partir, nos sugirió
que nos quedáramos sentados en la montaña, y he de confesar que, si le hubiéramos
hecho caso, jamás habríamos puesto el pie en vuestra corte de inmortales, tratando de
encontrar abrigo contra el viento. Estos dos discípulos míos cedieron a la avaricia y
trataron de quedarse con vuestras prendas. De nada sirvieron mis consejos instándoles a
volver a ponerlas en el lugar del que las habían tomado. Querían calentarse un poco el
cuerpo y su desobediencia les hizo caer en las garras del Gran Rey. Os suplico que
tengáis compasión de nosotros y nos permitáis proseguir nuestro camino, de forma que
podamos obtener las escrituras. Si accedéis a mi ruego, os estaremos eternamente
agradecidos y hablaremos a nuestro señor de vuestra amabilidad, en cuanto hayamos
regresado a las Tierras del Este.
- He oído decir - comentó el monstruo, sonriendo con picardía - que, si alguien toma un
pequeño trocito de carne del monje Tang, las canas se le tornarán negras y le saldrán
todos los dientes que haya perdido. Me ha cabido hoy la enorme fortuna de recibiros en
mi casa, sin haberos invitado de antemano. ¿Cómo queréis que os perdone la vida? Me
gustaría, sin embargo, que me dijeras el nombre de tu discípulo más antiguo y el del
lugar al que ha ido a mendigar algo de comida.
- Nuestro hermano mayor - respondió Ba-Chie, en tono altanero - no es otro que Sun
Wu-Kung, el Gran Sabio, Sosia del Cielo, que sumió las alturas, hace aproximadamente
quinientos años, en una terrible confusión.
Aunque el monstruo no replicó ni una sola palabra, se sintió sacudido por el miedo y se
dijo:
- He oído decir durante muchísimo tiempo que ese tipo posee unos poderes mágicos
realmente extraordinarios. Lo que menos me esperaba es que fuera a enfrentarme a él en
una situación como ésta. Levantó la voz y ordenó a sus subalternos:
- Atadlos con cuerdas nuevas y llevadlos a la parte de atrás. En cuanto nos hayamos
apoderado de ese otro discípulo que dicen, los coceremos a todos y nos los comeremos.
Los diablillos obedecieron al instante, atándolos concienzudamente, antes de llevarlos a
la parte posterior de la caverna. El caballo, por su parte, fue encerrado en los establos, y
el equipaje, metido en una especie de almacén. Después todos los moradores de la
caverna afilaron sus armas y se dispusieron a esperar la aparición del Peregrino.
Cuando, por fin, regresó Wu-Kung al punto de la montaña en que había dejado al
monje Tang y a los demás, se encontró con que no había nadie; todos se habían ido. El
círculo que había trazado con la barra de hierro continuaba siendo visible, pero dentro
de él no se encontraba ni el caballo. Preocupado, volvió la vista hacia la torre y las otras
construcciones y comprobó que también ellas habían desaparecido. En el lugar que
antes ocupaban sólo había unas rocas de formas muy raras.
- ¡Eso es! - exclamó el Peregrino, descorazonado -. Por fuerza han tenido que caer en el
peligro que les auguré.
Siguiendo las huellas del caballo, recorrió cinco o seis kilómetros del camino que
conducía hacia el Oeste, sin encontrar ninguna señal más de sus hermanos. Cuando más
desanimado parecía estar, oyó de pronto hablar a alguien hacia la parte norte de la
pendiente. Se acercó para echar un vistazo y vio que se trataba de un anciano vestido
con una túnica de lana y un gorro, al parecer, muy caliente. Calzaba unas botas casi
nuevas de cuero y se apoyaba en un bastón con una empuñadura que semejaba la cabeza
de un dragón. Le seguía un criado muy joven. El anciano portaba también una ramita de
ciruelo cubierta de capullos y, mientras caminaba, musitaba una especie de canción. El
Peregrino dejó en el suelo el cuenco de las limosnas e, inclinándose ante el viejo, dijo,
respetuoso:
- Este humilde clérigo tiene el placer de saludaros.
- ¿De dónde venís? - preguntó el anciano, devolviéndole el saludo.
- De la Tierra del Este - contestó el Peregrino - y nos dirigimos al Paraíso Occidental en
busca de las escrituras de Buda. Somos en total cuatro los monjes que hemos
emprendido tan alta empresa. Puesto que mi maestro llevaba varios días sin comer, partí
en busca de un poco de comida vegetariana. Le aconsejé que se sentara en un recodo de
la montaña y me esperara allí sin moverse, pero, cuando regresé, tanto él como mis
otros dos hermanos habían desaparecido. No sé, pues, qué camino han podido tomar.
¿Puedo preguntaros si los habéis visto?
- ¿Tenía uno de ellos un hocico muy largo y unas orejas grandes? - inquirió, a su vez, el
anciano.
- Sí, sí - contestó el Peregrino a toda prisa.
- ¿Poseía otro un aspecto sombrío e iba tirando de un caballo, a cuyos lomos viajaba un
monje de rostro pálido y aspecto fornido? - volvió a preguntar el anciano.
- Sí, sí - repitió el Peregrino.
- Os habéis equivocado de camino - sentenció entonces el anciano -. Te aconsejo que
no pierdas el tiempo buscándolos y huyas en seguida, si quieres salvar la vida.
- El del rostro pálido es mi maestro - explicó el Peregrino -, y los otros dos, mis
hermanos. A todos nos une nuestro afán por llegar al Oeste y conseguir las escrituras.
¿Cómo voy a renunciar a encontrarlos?
- Hace algunos años - relató el anciano - pasé por esta región y sé el camino que han
tomado los ha llevado directamente a las fauces de un monstruo terrible.
- Decidme de qué monstruo se trata y dónde vive, para que pueda ir a buscarlos allí -
suplicó el Peregrino.
- Ésta - contestó el anciano - es la Montaña del Yelmo de Oro y en ella se halla
enclavada la caverna del mismo nombre, propiedad del Gran Rey Búfalo Unicornio.
Posee infinidad de poderes mágicos y es un maestro consumado de las artes marciales.
Es muy posible que tus compañeros hayan perdido ya la vida, por lo que opino que
debes renunciar a encontrarlos, si quieres escapar a la muerte. ¡No vayas, por favor! No
es que quiera decidir por ti, entiéndeme. Lo único que ocurre es que no me gustaría
verte muerto. Ahora bien, la última palabra la tienes tú.
- Os agradezco vuestro interés - replicó el Peregrino, inclinándose una vez tras otra -,
pero no puedo renunciar a esa búsqueda.
Se dispuso entonces a repartir con el anciano el arroz que acababa de tomar del pueblo
del sur, pero éste echó a un lado el cuenco de las limosnas con su bastón. Después tanto
él como el criado se echaron rostro en tierra y, tras revelar su auténtica identidad,
comenzaron a golpear el suelo con la frente, al tiempo que decían:
- No nos atrevemos a ocultaros nada, Gran Sabio. En realidad no somos más que el dios
de la montaña y el espíritu local de esta región, que hemos corrido a daros la
bienvenida, en cuanto nos hemos enterado de vuestra llegada. Permitid que cuidemos de
vuestro cuenco de arroz, mientras desplegáis vuestro extraordinario poder. Se lo
ofreceremos al monje Tang, cuando lo hayáis liberado, y así comprenderá el cariño y el
respeto que le profesáis.
- ¡Debería moleros a palos, espíritus ignorantes! - bramó enfurecido, el Peregrino -.
¿Por qué no acudisteis antes a darme la bienvenida, si sabíais que llevaba aquí yo qué sé
la de tiempo? ¿Queréis explicarme, además, por qué habéis echado mano de unos
disfraces tan vulgares?
- Sabiendo que poseéis un carácter muy fuerte - confesó el espíritu local -, no nos
hemos atrevido a enfrentarnos con vos directamente, prefiriendo informaros tras este
disfraz protector, que, como muy bien habéis afirmado, carece enteramente de gusto.
- Está bien - concluyó el Peregrino, dominando su ira -. Por esta vez no os apalearé.
Pero debéis cuidar bien de ese cuenco de limosna y tenéis que prestarme vuestra
colaboración a la hora de atrapar a ese monstruo.
El espíritu local y el dios de la montaña no tuvieron nada que objetar. El Gran Sabio se
levantó la túnica de piel de tigre, ajustándosela a la cintura con la faja. Levantó después
en alto la barra de los extremos de oro y corrió hacia el interior de la montaña en busca
de la caverna del monstruo. Al pasar por un despeñadero, se percató de que las rocas
tenían formas más extrañas que en otras partes y de que, justamente debajo de un
antepecho verdoso, había dos puertas de piedra. Delante de ellas se encontraba apostada
una gran cantidad de diablillos con lanzas y espadas. En aquel paraje la neblina poseía
un aura amenazadora, el musgo tenía un tinte demasiado azulenco, las rocas resultaban
demasiado abruptas y escarpadas, y los senderos que lo cruzaban se retorcían como si
fueran colas de algún reptil. Pese a todo los simios no dejaban de gritar, los pájaros
cantaban sin interrupción y los fénix bailaban en parejas, como si se encontraran en
Peng - Ymg 2. Un grupo de ciruelos, orientados hacia el este, habían comenzado a
florecer, mientras los bambúes, calentados por la acción directa del sol, desplegaban
todo el magnífico verdor de sus hojas. La nieve se apilaba en el fondo de los
desfiladeros, como si fuera polvo, helando el agua de los arroyos. A lo lejos se veían
dos bosquecillos de pinos y cedros de más de mil años, apreciándose en la cercanía la
presencia de varios ramilletes de té rojizo. Sin prestar mayor atención a la belleza del
paisaje, el Gran Sabio se llegó hasta las puertas de la caverna y, levantando la voz, gritó,
furioso:
- ¡Diablillos! Entrad inmediatamente en la caverna e informad a vuestro señor que
acaba de llegar Sun Wu-Kung, el Gran Sabio, Sosia del Cielo y discípulo del monje
santo procedente de la corte de los Tang. Decidle, además, que, si quiere que todos
vosotros continuéis con vida, debe poner inmediatamente en libertad a mi maestro.
Los diablillos entraron en tropel en la caverna y dijeron a su señor:
- Ahí afuera, Gran Rey, hay un monje con el rostro cubierto de pelos y la boca muy
grande. Se hace llamar Sun Wu-Kung, el Gran Sabio, Sosia del Cielo, y exige la
inmediata puesta en libertad de su maestro.
- ¡Ya está, por fin, aquí! - exclamó el monstruo visiblemente satisfecho. Tras abandonar
mi antiguo palacio y descender a la tierra, nunca he tenido la menor oportunidad de
practicar las artes marciales. He aquí que, por fin, puedo enfrentarme a alguien digno de
mi pericia.
Ordenó que le trajeran sus armas y al punto todos los diablillos se pusieron a gritar,
enardecidos. Casi de inmediato sacaron una lanza de más de cuatro metros de largo y se
la entregaron a su señor. El monstruo levantó la voz y gritó:
- Todos debéis seguir mis órdenes. El que avance será recompensado y el que retroceda
será, por el contrario, ajusticiado.
Todos los diablillos prometieron someterse de buen grado a sus órdenes. Satisfecho de
su bravura, la bestia salió a la puerta de su mansión y preguntó en tono arrogante:
- ¿Quién es ese tal Sun Wu-Kung?
El Peregrino estudió con atención al monstruo y vio que era feroz en extremo. Su
fealdad no le iba a la zaga. Poseía un único cuerno muy mellado, un par de ojos
brillantes en extremo, una piel rugosa y áspera que formaba un pliegue horroroso en la
zona de la cabeza, y una masa de carne oscura brillante debajo de las orejas. Por si esto
fuera poco, su lengua era tan larga que podía muy bien lamerse con ella las narices, en
su enorme boca albergaba unos dientes excesivamente amarillentos, su piel estaba
cubierta de una extraña tonalidad azul, y sus tendones poseían la dureza y resistencia del
acero. Parecía un rinoceronte o un buey, aunque ni podía iluminar las aguas 3 ni arar los
campos. A pesar de ser capaz de sacudir el Cielo y la Tierra con su fuerza, era
totalmente inservible para la agricultura. En sus manos, azuladas y surcadas por una
tupida red de tendones oscuros, sostenía con firmeza la lanza de acero. Con sólo verle y
percatarse de su fiereza, se comprendía por qué era llamado el Gran Búfalo Unicornio.
- Aquí está tu antepasado Sun - dijo el Peregrino, acercándose a él -. Si dejas en libertad
a mi maestro, no te ocurrirá nada; de lo contrario, caerás muerto antes de que puedas
escoger el lugar de tu tumba.
- ¡Cuidado que eres bocazas! - bramó, a su vez, la bestia. ¿Quieres explicarme qué
clase de poderes tienes tú, para atreverte hablarme así?
- ¡Bestia maldita! ¡Eres tú, al parecer, el único que desconoce lo poderes del Rey de los
Monos! - replicó el Peregrino con arrogancia
- Si tu maestro se encuentra en mí poder - explicó el monstruo -, es porque me robó
unos cuantos ornamentos y tuvo la mala fortuna de ser apresado. Para tu información, te
diré que pienso comérmelo cocido al vapor. ¿Qué clase de guerrero eres tú para venir a
mi propia puerta a exigir la liberación de una persona como ésa?
- Mi maestro es un monje justo y honesto - exclamó con convicción el Peregrino -. Es
imposible que haya robado nada a nadie y menos aún a un monstruo como tú.
- Con mi propio poder levanté una ciudad inmortal en un recodo de la montaña -
explicó el monstruo - y tu maestro tuvo la osadía de entrar en ella a husmear, sin ser
invitado. Se encaprichó de cuanto vio, pero al final se decidió por tres ornamentos de
seda cubiertos totalmente de brocados. Si no quieres creerlo, pregunta a quien le vio
hacerlo, porque los testigos son muchos. Si fueras una persona justa, te pondrías de mi
lado y le reprenderías como se merece. Pero, puesto que estás empeñado en medir tus
armas conmigo, te haré una proposición: si eres capaz de resistirme tres asaltos,
perdonaré a tu maestro. De lo contrario, también tú conocerás la Región de las Sombras.
- ¡Bestia maldita! - gritó el Peregrino -, ¡no es necesario que te muestres tan bravucón!
Eres tú quien debes irte despidiendo de esta vida. Si quieres saber lo que es bueno, ven a
probar el sabor de mi barra.
El monstruo no tenía ningún miedo al combate y, levantando la lanza, trató de asestarle
al Peregrino un terrible golpe en el rostro. Dio, así, comienzo a un extraordinario
combate. Cuando la barra de los extremos de oro se elevaba por los aires, su brillo
recordaba el de las serpientes de luz de los rayos. Los movimientos de la lanza estriada,
por otra parte, traían a la mente los de un dragón a punto de abandonar la negrura del
océano. Los diablillos enardecían a los luchadores con el batir de sus tambores,
desplegados en orden de batalla frente a las puertas de la caverna. El Gran Sabio sólo
confiaba en su poder para hacer frente a tan aguerridos enemigos, avanzando y
retrocediendo con inigualable pericia. Frente a él tenía una lanza siempre alerta y
cargada de la fuerza de la espiritualidad, pero la barra de hierro no le iba a la zaga. Eran
dos héroes los que se enfrentaban en un combate singular. El monstruo vomitaba una
especie de vapor rojizo que ascendía en volutas con amenazas de tormenta. Los ojos del
Gran Sabio, por su parte, lanzaban rayos que recordaban bordados imposibles realizados
en las nubes. Tan terrible combate jamás se hubiera producido, si el gran monje Tang no
hubiera sido sometido a una prueba, en verdad, insoportable.
Más de treinta veces midieron los dos contendientes sus armas, sin que se alcanzara una
decisión definitiva. Al comprobar el monstruo la perfección de Wu-Kung en el manejo
de la barra - a lo largo de todo el combate no había cometido, de hecho, la menor
equivocación -, exclamó, saltando de alegría:
- ¡Qué mono más extraordinario! En verdad no le faltan cualidades para sumir los
cielos en una confusión total.
El Gran Sabio estaba, igualmente, sorprendido de la forma como blandía la lanza,
esquivando todos los golpes con una pericia que no había visto en nadie más.
- ¡Qué espíritu más fantástico! - exclamó también él -. Este monstruo tiene poderes
hasta para robar el elixir - y continuaron luchando durante más de veinte asaltos
seguidos.
El monstruo volvió entonces la punta de su lanza al suelo y ordenó a los diablillos que
entraran en acción. Blandiendo cimitarras, espadas, porras y lanzas, se lanzaron al
ataque, no tardando en rodear completamente al Gran Sabio. Sin alterarse lo más
mínimo, el Peregrino no dejaba de gritar:
- ¡Bienvenidos! Esto es precisamente lo que estaba deseando.
- Con inimitable pericia detuvo cuantos golpes le llovían por delante, por detrás, por el
este y por el oeste, pero los diablillos no cejaron en su empeño. Cansado de tanto
guerrear, el Peregrino lanzó la barra al aire, al tiempo que gritaba:
- ¡Transfórmate! - y al instante se convirtió en cientos y miles de otras barras idénticas,
que se volvieron contra los diablillos como si de culebras voladoras se tratara.
Al verlo, los monstruos se pusieron a temblar de espanto y, cubriéndose el cuello y la
cabeza lo mejor que pudieron, huyeron al interior de la caverna. Sólo el Gran Rey
permaneció firme en su puesto.
- Se nota que eres demasiado atrevido - dijo la bestia, sonriendo despectiva -. Pero te
aconsejo que prestes atención a este pequeño truco.
Sacó de la manga una especie de escama blanca y brillante, y lanzándola hacia lo alto,
gritó:
- ¡Ataca!
Todas las barras de hierro se convirtieron en una sola, que, a su vez, fue absorbida por
la corona. De esta forma, el Gran Sabio se quedó con las manos totalmente vacías,
viéndose obligado a dar un salto desesperado para poder salvar la vida. El monstruo
regresó, victorioso a su caverna, mientras que el Peregrino, avergonzado, no sabía qué
camino tomar.
Es claro que el Tao puede alcanzar un metro de altura, pero los monstruos le aventajan
por diez. Quien pierde el rumbo de su naturaleza se ve sumido en una confusión
absoluta y es incapaz de llevar a término sus propósitos. ¡Apiadaos del dharma que no
tiene donde asentarse! Todas sus decisiones están marcadas por el error.
No sabemos de momento en qué terminó todo este asunto. El que desee averiguarlo
tendrá que escuchar con atención las explicaciones que se ofrecen en el capítulo
siguiente.
CAPÍTULO LI
Decíamos que el Gran Sabio, Sosia del Cielo, se vio obligado a huir con las manos
vacías y el sabor de la derrota en el corazón. En cuanto hubo regresado a la Montaña del
Yelmo de oro, se dejó caer en el suelo y comenzó a llorar, desconsolado. ¡Oh, maestro!
- exclamó, mientras las lágrimas fluían de sus ojos -. Desde siempre había abrigado la
esperanza de encontrar con vos la vida y el camino que conduce a la Verdad. ¿No
propugnan, acaso las enseñanzas de Buda la benevolencia y la paz? Ése ha sido mi
único deseo a lo largo de mis días: poder vivir y trabajar a vuestro lado, descansar
cuando vos lo hicierais, poner por obra vuestros actos de virtud y mostrar, así, que
nuestros frutos proceden del mismo árbol del espíritu, pensar y meditar lo mismo que
vos, haciendo que nuestras mentes parezcan, en realidad, una sola, hollar el sendero que
marcaban vuestros pasos y seguirlo, sin desfallecer, hasta el final. Jamás imaginé que
pudiera perder el báculo de mi determinación. ¿Cómo voy a poder seguir adelante sin
él?
El Gran Sabio se estuvo lamentando de esta forma durante muchas horas. Después se le
abrieron, de pronto, los ojos y se dijo:
- ¡Es extraño que ese monstruo me haya reconocido! Ahora recuerdo que, cuando
estábamos luchando, exclamó, sorprendido de mi forma de guerrear: «¡Sólo quien ha
sumido los Cielos en el desorden es capaz de manejar las armas con tanta maestría!».
Eso demuestra que esa bestia no pertenece a este mundo mortal. Por fuerza tiene que
tratarse de alguna estrella maligna de los Cielos, que ha descendido a la Tierra, atraída
por el falso brillo de sus seducciones. Me pregunto a qué clase de demonios pertenecerá
y cuál será su lugar de origen. Creo que lo mejor que puedo hacer es dirigirme a las
Regiones Superiores y tratar de resolver ese misterio.
Fue así como, valiéndose de la mente para hacer frente a la mente, el Peregrino recobró
la seguridad que había perdido. Tras ponerse de pie de un salto, montó en una nube y se
dirigió directamente hacia la Puerta Sur de los Cielos. Levantó la cabeza y en seguida
reconoció al Devaraja Virupaksa, que le preguntó, después de inclinarse
respetuosamente:
- ¿Puede saberse adonde va el Gran Sabio?
- Deseo entrevistarme con el Emperador de Jade - contestó el Peregrino -. Por cierto,
¿qué estás haciendo tú aquí?
- Hoy me toca a mí patrullar la Puerta Sur de los Cielos - contestó Virupaksa.
Apenas había acabado de decirlo, cuando aparecieron los grandes mariscales Ma, Chao,
Wen y Kwang y saludaron respetuosamente al Peregrino, diciendo:
- Sentimos mucho no haber estado aquí para daros la bienvenida, Gran Sabio. Si no os
importa, sería para nosotros un gran honor compartir con vos una taza de té.
- Lamento defraudaros - respondió el Peregrino -, pero la verdad es que tengo mucha
prisa - y, tras despedirse de ellos y de Virupaksa, se metió corriendo por la Puerta Sur.
En la entrada misma del Salón de la Niebla Divina se topó con Chang Tao - Ling, el
inmortal Ke, Xü Ching - Yang, Chiou Hong - Chr, los Seis Oficiales del Mirlo Austral y
los Siete Jefes del Mirlo Septentrional. Todos ellos corrieron al encuentro del Peregrino,
preguntándole, tras inclinar respetuosamente la cabeza:
- ¿Puede saberse qué asunto trae por aquí al Gran Sabio? ¿Habéis concluido vuestra
misión de conducir sano y salvo al monje hasta las Tierras del Oeste?
- Aún no - respondió el Peregrino -. Es tan larga la distancia y tantos los demonios a los
que hemos debido hacer frente, que sólo llevamos recorrida la mitad del viaje. Ahora
mismo, sin ir más lejos, nos encontramos detenidos en la Caverna del Yelmo de Oro,
que se halla enclavada en la montaña del mismo nombre y en donde habita un monstruo
de aspecto vacuno que ha logrado capturar al maestro Tang. Me he enfrentado a él
delante de su misma cueva, pero posee una fuerza mágica tan extraordinaria, que ha
conseguido hacerse con mi barra de los extremos de oro. Eso me ha impedido hasta el
momento darle el castigo que se merece y me ha hecho pensar que quizás esa bestia sea
alguna estrella malvada de las Regiones Superiores, que ha descendido a la Tierra,
atraída por el falso brillo de sus seducciones. En realidad, desconozco qué clase de
diablo pueda ser y cuál sea su lugar de origen, pero estoy decidido a entrevistarme con
el Emperador de Jade y echarle en cara su total incapacidad para mantener en su lugar a
quien le debe una sumisión absoluta.
- ¡Qué cabezota es este mono! - musitó Xü Ching - Yang -. Si no arma jaleo, no está
contento.
- ¡Yo no soy ningún alborotador! - se defendió el Peregrino -. Lo que ocurre es que
siempre he poseído un natural reflexivo y me gusta investigar las cosas.
- ¿Para qué seguir discutiendo? - concluyó Chang Tao - Ling -. Anunciemos cuanto
antes su llegada y asunto concluido.
- Gracias por tu comprensión - respondió el Peregrino.
Sin pérdida de tiempo los Cuatro Consejeros Celestes se adentraron en la Neblina
Divina y comunicaron la llegada del Peregrino, que no tardó en ser conducido ante el
Emperador de Jade.
- ¡No sabéis cuánto lamento tener que molestaros, respetable señor! - dijo, mientras se
inclinaba respetuosamente ante el trono celeste -. Desde el momento mismo en el que
acepté acompañar al monje Tang en su viaje hacia el Paraíso Occidental en busca de
escrituras sagradas, han sido más los instantes de sufrimiento que he experimentado que
los de auténtica felicidad. No me quejo de ello, porque desde el principio sabía que eso
era lo que iba a suceder. Ahora mismo, sin ir más lejos, el monje Tang se halla en poder
de un monstruo de aspecto vacuno que habita en la Caverna del Yelmo de Oro, que se
halla enclavada en la montaña del mismo nombre. Desconozco si habrá sido ya cocido,
cocinado al vapor o, simplemente, secado al sol. Lo que sí puedo afirmar es que me
llegué hasta la puerta de esa bestia y me enfrenté a ella con la desazonadora sensación
de que, de alguna forma, me conocía. Sus poderes mágicos eran tan extraordinarios que
consiguió arrebatarme la barra de los extremos de oro, dejándome prácticamente
indefenso ante cualquier otro monstruo que desee pelear conmigo. Tamaña habilidad me
ha hecho pensar que ese monstruo pueda ser, en realidad, una estrella malvada de los
Cielos, que ha descendido a la Tierra, atraída por el falso brillo de sus seducciones. Ello
me ha movido a solicitar una audiencia con vos y a suplicar de vuestra celeste
compasión que prestéis oídos a la petición que ahora os hago y que no es otra que
ordenéis desenmascarar a esa estrella malvada y la hagáis traer encadenada ante vuestra
presencia. Os presento esta súplica con el corazón henchido de respeto y rebosante de
temor. ¡No echéis mi petición en saco roto! - añadió inclinándose aún más.
- ¡Esto es, francamente, desconcertante! - musitó el inmortal Ke -. ¿Cómo explicar que
nuestro querido mono se comporte al principio con tanta arrogancia y se exprese
después con semejante humildad?
- ¿Por qué no habría de hacerlo? - se defendió el Peregrino -, Si es cierto que al
principio actué con arrogancia y después me expresé con humildad, ahora no soy más
que un pobre simio que ha perdido su barra 1.
En cuanto el Emperador de Jade hubo escuchado esas palabras, ordenó lo siguiente al
Departamento de Ke - Han 2:
Realícese, según los deseos manifestados por Wu-Kung, una investigación entre las estrellas y
planetas de los diferentes cielos y entre los reyes de las diversas galaxias, con el fin de
determinar si alguno de ellos ha abandonado las Regiones Superiores, atraído por el falso brillo
de las seducciones terrestres. Infórmese del resultado de dichas pesquisas, tan pronto como se
hayan llevado a cabo. Tal es nuestro deseo.
Nada más llegar esa orden a manos del respetable Ke - Han, él mismo se encargó de
iniciar la investigación solicitada, asistido por el Gran Sabio. Los primeros sometidos a
escrutinio fueron los diferentes oficiales a las órdenes de los devarajas de las cuatro
puertas celestes; los siguieron los diversos inmortales, tanto jóvenes como entrados en
años, que moran en los Tres Recintos Sagrados 3; les tocó el turno después a los dioses
del trueno Tao, Chang Hsin, Tang Kou, Pi, Pang y Liou; finalmente fueron los Treinta y
Tres Cielos los que sufrieron el peso terrible de la sospecha, pero no se encontró en
ellos nada que denotara algo anormal. Fueron examinadas a continuación las Veintiocho
Mansiones Lunares: las siete orientales, que abarcan las constelaciones de Citra, Nistia,
Visakha, Anuradha, Bahu 4, Mulabarhani y Purva - Asadha; las siete occidentales 5,
compuestas por las de Uttara - Asadha, Abhijit, Sravana, Sravistha, Stabhisa, Purva -
Prosthapada y Uttara - Prosthapada. En todas ellas, incluidas las siete septentrionales y
las siete australes, reinaban el orden y la tranquilidad más absolutos. Correspondió
seguidamente el turno al Sol, a la Luna, a Venus, a Júpiter, a Mercurio, a Marte, a
Saturno, a los Siete Reguladores, así como a las Cuatro Estrellas de los Excesos, Rahu,
Ketu, Chi y Po. Entre todas las estrellas y planetas de los cielos no había ninguna que
hubiera descendido a las Regiones Inferiores, atraída por el falso brillo de su seducción.
- No es preciso que vuelva contigo al Salón de la Niebla Divina - concluyó el Peregrino
-. ¿Para qué molestar de nuevo al Emperador de Jade? Me quedaré aquí esperando, por
si hubiera alguna orden para mí.
El respetable Ke - Han asintió en silencio con la cabeza. Mientras esperaba su vuelta, el
Peregrino Sun compuso un poema, reflejo de sus sentimientos, que decía:
La felicidad flota en la suavidad del viento y en la pureza de las nubes, mientras las rutilantes
estrellas y los planetas emiten, sin cesar, signos propicios. Cuando el universo se abandona en
los brazos de la paz, el Cielo y la Tierra aspiran el aroma de la prosperidad y en cada uno de los
Cinco Puntos Cardinales enmudecen las
armas y los estandartes se desvanecen.
CAPITULO LII
CAPÍTULO LIII
Ochocientas veces deben repetirse las obras virtuosas, hasta lograr amontonar tres mil méritos
secretos. Es preciso aprender a tratar de la misma forma al amigo y al enemigo, lo que nos es
propio y lo que nos es ajeno. Sólo entonces podremos pronunciar el primer voto 1 del Paraíso
Occidental. Nada pueden contra el demonio con forma de toro las armas celestes, la pureza del
agua y la inocencia del fuego. Únicamente Lao-Tse es capaz de dominarlo, conduciendo,
sonriente, el carabao verde por los caminos que llevan directamente al Cielo.
Decíamos que, mientras caminaban, alguien llamó a los peregrinos. Más de uno se
preguntará quién podría ser. Pues bien, no eran otros que el dios de la cordillera y el
espíritu de la Montaña del Yelmo de Oro. Llevaban en las manos una escudilla para
pedir limosnas de oro rojizo y no dejaban de gritar, mientras andaban:
- Maestro, éste es el cuenco de arroz que el Gran Sabio Sun mendigó para vos en un
lugar lleno de corazones generosos. Si caísteis en manos de ese monstruo, fue porque no
prestasteis oídos al consejo que os dio. Por ello, antes de lograr devolveros hoy mismo
la libertad, el Gran Sabio hubo de soportar muchos trabajos y pasar un sinfín de
penalidades. Comed, pues, de este arroz, antes de proseguir vuestro viaje, y no abuséis
de la piedad filial que el Gran Sabio muestra hacia vos.
- Ahora comprendo lo mucho que te debo - dijo Tripitaka, volviéndose hacia el
Peregrino -. Jamás podré agradecerte bastante lo que has hecho por nosotros. De haber
sabido que iba a pasar lo que después ocurrió, no habría abandonado el círculo que
trazaste y, así, no habría corrido el peligro que a punto ha estado de poner fin a mi
empresa.
- A decir verdad, maestro - contestó el Peregrino -, si fuisteis a parar al círculo de otro,
fue porque no creísteis en el mío. ¡Cuánto habéis tenido que sufrir por ello! Sólo de
pensarlo, la tristeza se apodera de mi corazón.
- ¿Qué quieres decir con eso del círculo de otro? - preguntó Ba-Chie.
- Que el maestro haya padecido tanto ha sido debido únicamente a tu maldita bocaza y
a esa lengua que tú tienes - contestó el Peregrino -. Todo cuanto tuve la desdicha de
remover en Cielo y Tierra - el fuego, el agua, los soldados celestes y la arena de
mercurio del propio Buda - fue tragado por esa escama tan blanquecina como el rostro
de un fantasma. Tathagata tuvo, sin embargo, la delicadeza de revelarme, por medio de
los arhats, cuáles eran los orígenes de ese monstruo y, así, pude acudir a Lao-Tse y
pedirle que viniera a arrestarle. Suyo era, en efecto, el carabao verde que provocó tantos
desastres.
- Mi querido discípulo - exclamó Tripitaka, al oír eso, invadido por una ola de profunda
gratitud -, ten por seguro que, después de haber pasado por una experiencia tan terrible,
no volveré a echar en saco roto tus consejos.
Seguidamente dividieron el arroz en cuatro partes iguales y comenzaron a comerlo. Tan
caliente estaba que hasta echaba humo.
- ¡Qué raro que todavía esté quemando, cuando lleva aquí yo qué sé la de tiempo!
- En cuanto me enteré de que el Gran Sabio había adquirido un mérito tan
extraordinario - confesó el espíritu local, echándose rostro en tierra -, decidí calentároslo
yo mismo, antes de servíroslo.
En un abrir y cerrar de ojos dieron buena cuenta del arroz y volvieron a guardar la
escudilla de pedir limosnas. Tras despedirse del dios de la cordillera y del espíritu de la
montaña, el maestro montó en el caballo y siguió adelante con su viaje. Libre su mente
de toda preocupación, ajustaron totalmente su modo de obrar a las exigencias de la
sabiduría 2, descansando junto a los cursos de agua y saciando su hambre en los salones
del viento que conducía al Oeste.
Caminaron sin detenerse durante mucho tiempo y, de nuevo, volvió a hacerse presente
la primavera. Hasta sus oídos llegaron los murmullos de las rojizas golondrinas, tan
tenaces en sus cantos que sólo los abandonaban cuando sus picos se negaban a seguirles
obedeciendo, y los límpidos trinos de las oropéndolas, cuyas notas quedaban vibrando
en el aire durante horas y horas. El suelo aparecía totalmente cubierto de pétalos, como
si fuera un inmenso paño lleno de bordados. Toda la montaña era una auténtica
explosión de colores. En su cumbre los ciruelos mostraban, orgullosos, el tímido verdor
De sus capullos, mientras a lo largo de los barrancos los cedros hacían gala de una
vitalidad aún mayor, deteniendo entre sus ramas las nubes. Los pastos aparecían
difuminados, en la lejanía, por una tenue neblina azulada, los arenales, por su parte,
brillaban como gemas bajo el calor sofocante del sol. Por doquier se llenaban de
capullos los árboles y los sauces se revestían de hojas nuevas. ¿Cómo podía ser de otra
forma, si el sol volvía a acercarse, una vez más, a la tierra?
Cuando más embelesados estaban con tanta belleza, se toparon con un río, no muy
ancho, de aguas claras y frías. El monje Tang tiró de las riendas del caballo y vio a lo
lejos un grupo de chozas con los tejados de ramas, construidas a la sombra de unos
sauces tan verdes que recordaban el jade.
- Por fuerza tiene que vivir en esas casas alguien que se encargue de pasar a los
caminantes a la otra orilla - dijo el Peregrino, apuntándolas con el dedo.
- Es posible - contestó Tripitaka -, pero, dado que por ninguna se ve balsa alguna, no
me atrevo a afirmarlo con toda seguridad.
- ¡Eh, barquero! - gritó Ba-Chie, dejando caer al suelo el equipaje que llevaba -.
¡Acerca aquí tu balsa!
Aunque no se veía a nadie, Ba-Chie no se arredró y continuó chillando. Al poco tiempo
por entre los sauces apareció, en efecto, una balsa, que crujía lastimosamente al ritmo de
la batea. Tanto el maestro como los discípulos se quedaron mirándola fijamente,
mientras se acercaba a la orilla. Dejaba tras de sí una cola de espuma, que las ligeras
ondas del río se encargaban de disolver en seguida. Su cubierta estaba hecha de troncos
tan uniformes que parecían, en realidad, tablas. Justamente en su centro se levantaba
una pequeña construcción de madera pintada de verde y sujeta a la proa con un cable de
hierro, que pasaba, igualmente, por unas argollas de la popa, muy cerca del timón.
Aunque se trataba de una embarcación muy sencilla, se veía a las claras que estaba
capacitada para surcar océanos y lagos. Llamaba la atención que sus remos fueran de
cedro y de pino, cuando carecía hasta de mástil. Pese a que, con toda seguridad, no
podría realizar los grandes trayectos de los barcos celestes, bastaba para atravesar la
anchura de un río. Su misión era, de hecho, unir de continuo, sus dos márgenes por el
punto más fácil de vadear. En cuanto hubo llegado a la orilla, el hombre que la bateaba
levantó la voz y dijo:
- ¡Venid aquí, si queréis cruzar el río!
Tripitaka espoleó el caballo y vio que el batelero llevaba cubierta la cabeza con un
turbante de lana y calzaba unos zapatos de seda negra. Vestía, igualmente, una chaqueta
de lana y unos pantalones tan remendados, que no se sabía de qué estaban hechos. Lo
mismo le ocurría a la camisa, que se le salía descuidadamente por la cintura. Aunque se
apreciaba claramente que poseía unas muñecas firmes y una musculatura propia de un
luchador, sus ojos carecían de brillo, poseía profundas arrugas y todos sus rasgos eran
los de una persona entrada ya en años. Por contraste, su voz resultaba llamativamente
suave y tan melodiosa como el canto de una oropéndola. Eso le hizo comprender al
maestro que se trataba, en realidad, de una anciana.
- ¿Eres tú la encargada de batear esta balsa? - preguntó el Peregrino, acercándose a ella.
- Sí - respondió la mujer.
- ¿Cómo es que no hay bateleros por aquí? - volvió a preguntar el Peregrino -. ¿Por qué
os dedicáis las mujeres a esos menesteres?
La anciana no contestó. Sólo sonrió y se puso a bajar la plancha. El Bonzo Sha saltó,
entonces, a la balsa con la pértiga a la espalda. Lo hicieron después el maestro y el
Peregrino, que hubieron de echarse a un lado para dejar pasar a Ba-Chie con el caballo.
La anciana volvió a levantar la plancha y comenzó a batear con fuerza. Lo hizo con tal
energía que en seguida llegaron a la orilla opuesta. Nada más poner el pie en tierra, el
maestro pidió al Bonzo Sha que abriera la bolsa y entregara unas cuantas monedas a la
mujer. Sin detenerse siquiera a discutir sobre el precio, la anciana ató la balsa a un tocón
que había junto al agua y se dirigió hacia el pueblecillo de chozas, sin dejar de reírse,
como si fuera una jovencita. Al ver Tripitaka lo clara que estaba el agua, sintió sed y
dijo a Ba-Chie:
- Coge la escudilla de pedir limosnas y tráeme un poco de agua.
- Yo mismo estaba a punto de echar un trago - contestó el Idiota, sacando la escudilla y
entregándosela al maestro, tras llenarla hasta arriba de agua.
El maestro apenas bebió la mitad. El Idiota, por su parte, lo apuró del todo y le ayudó a
montar, otra vez, en el caballo. Apenas transcurrido medía hora desde que reanudaron el
viaje, cuando el maestro empezó a quejarse de una forma francamente lastimosa.
- Me duele el estómago - dijo, sin bajar de la cabalgadura.
- A mí también - exclamó Ba-Chie.
- Debe de ser por el agua que bebisteis - confirmó el Bonzo Sha.
No había acabado de decirlo, cuando el maestro volvió a quejarse, diciendo:
- ¡No puedo soportar este dolor!
- ¡Yo tampoco! - repitió Ba-Chie, retorciéndose -. ¡El dolor es, francamente, tremendo!
Mientras se quejaban de forma tan lastimera, el vientre empezó a hinchárseles, como si
fuera una vejiga de cerdo. Dentro comenzó a formárseles una especie de coágulo de
sangre que crecía y crecía, como un muñón de carne. Poniendo la mano sobre la barriga,
podía sentírsele dar patadas y saltar, como un salvaje, de un lado para otro. Tripitaka se
encontraba muy mal, cuando lograron, por fin, llegar a una aldea que se alzaba más
adelante. De las ramas de un árbol cercano colgaban dos manojos de heno y el
Peregrino dijo, al verlas:
- Estamos de suerte, maestro. La casa de ahí delante debe de ser una posada. Me
acercaré a ella y le pediré a su dueño que me dé un poco de agua caliente. También le
preguntaré si hay por aquí cerca alguna farmacia, así podrá aplicaros un ungüento con el
que aplacar vuestro dolor.
Animado por esas palabras, Tripitaka espoleó su caballo y no tardaron en llegar a la
aldea. Al desmontar, vio junto a las puertas del lugar a una anciana tejiendo cáñamo
encima de un montón de hierba. El Peregrino se acercó a ella y, juntando las palmas de
las manos a manera de saludo, se inclinó ante ella y dijo:
- Este humilde monje, señora, viene del Gran Reino de los Tang, que se haya situado en
las Tierras del Este. El maestro al que sigo posee de hecho, la misma sangre que el
señor que lo rige. Desgraciadamente se encuentra enfermo con un terrible dolor de
estómago, que le entró al beber un poco de agua del río que vadeamos algo más arriba.
- ¿Dices que habéis bebido agua del río? - preguntó la anciana, tratando de contener a
duras penas la risa.
- Así es - contestó el Peregrino -. Hemos tomado un poco de agua del río que corre al
este de aquí.
- ¡Jamás había oído nada más divertido! - exclamó la mujer, soltando, finalmente, la
carcajada -. ¡Qué risa! Entrad y os contaré algo.
El Peregrino agarró, entonces, al monje Tang del brazo, mientras el Bonzo Sha hacía
otro tanto con Ba-Chie. A cada paso que daban, lanzaban un lastimero quejido. Con no
poca dificultad, lograron entra en la cabaña y se sentaron, sin dejar de gemir. El vientre
les había crecido de una forma increíble y tenían el rostro amarillento de tanto como
sufrían.
- Por favor, señor - repetía, una y otra vez, el Peregrino -. Traednos un poco de agua
caliente. Ya os recompensaremos después por ello.
En vez de traer lo que se le pedía, la anciana se metió dentro y gritó, sin dejar de reír a
carcajadas:
- ¡Venid a echar un vistazo! ¡Venga, rápido!
Se oyó un revuelo de pasos torpes y al punto apareció un grupo de mujeres, que
clavaron la vista en el monje Tang, mientras se unían a las escandalosas carcajadas de la
vieja. El Peregrino perdió los estribos y dio un grito tan fuerte que se movieron hasta los
cimientos de la choza; tal era su furia. Las mujeres se desperdigaron, asustadas,
chocando cómicamente unas contra otras. Rechinándole los dientes, el Peregrino se
lanzó contra la anciana y, agarrándola con fuerza del brazo, volvió a gritar:
- ¡Te he dicho que traigas un poco de agua caliente! ¡Si quieres seguir con vida, ya
sabes lo que tienes que hacer!
- El agua caliente no sirve para nada - contestó la anciana, temblando de pies a cabeza -
. De hecho, no puede curar los dolores de estómago. Soltadme y os contaré algo. Éste -
prosiguió diciendo, una vez que se hubo sentido libre - es el País de las Mujeres del
Liang Occidental 3. En esta tierra no hay un solo varón; todas somos hembras. Eso
explica que nos pusiéramos tan contentas, al veros. El agua que ha tomado vuestro
maestro no puede decirse que sea de las más puras, ya que pertenece al Río de la Madre
y el Hijo. En las afueras de nuestra capital existe una posada para los varones, que está
situada exactamente junto al Arroyo de los Embarazos. Hasta que no cumplimos los
veinte años ninguna de nosotras se atreve a tomar agua de este río, porque quedaría
embarazada tan pronto como tragara un sorbo. Caso de hacerlo, debería ir a los tres días
a la Posada de los Varones a mirarse en el arroyo que corre por allí. Si su figura aparece
reflejada en el agua dos veces, tendrá por seguro que dará a la luz a un hijo. Con ello
quiero deciros, en definitiva, que, si, como afirmáis, vuestro maestro ha probado del
agua del Río de la Madre y el Hijo ha quedado embarazado y, con el tiempo, dará a luz
a un niño. ¿Qué puede hacer el agua caliente por aliviar sus males?
Al oírlo, Tripitaka se quedó tan pálido como la cera y exclamó, temblando de pies a
cabeza:
- ¿Qué vamos a hacer?
- ¿Cómo vamos a dar a luz, si somos hombres? - se lamentó Ba-Chie, abriéndose
cuanto pudo de piernas -. ¿Por dónde vamos a echar a la criatura, si no tenemos agujero
para ello?
- Según los antiguos - dijo el Peregrino, soltando la carcajada -, “los melones maduros
se caen por su propio peso». Cuando llegue la hora, lo más seguro es que te aparezca un
agujero en el sobaco y el niño salga tranquilamente por allí.
Al oírlo, Ba-Chie se puso a temblar de miedo y eso acrecentó aún más el dolor que
sentía.
- ¡Estoy acabado! ¡Acabado! - gritaba, desesperado -. ¡Prefiero irme!
- ¡No te muevas tanto, por favor! - le aconsejó el Bonzo Sha, soltando la carcajada -. A
lo mejor estropeas el cordón umbilical y el niño nace con alguna deformación.
Eso alarmó aún más al Idiota, quien, con lágrimas en los ojos, agarró al Peregrino de la
ropa y le suplicó, diciendo:
- Pide a esa mujer que vaya en seguida en busca de alguna comadrona que no haga
mucho daño. Por fuerza tiene que haberlas en este lugar. Las contracciones se están
haciendo cada vez más frecuentes. Eso quiere decir que la hora del parto está cerca. ¡Ya
viene, ya viene!
- Si estás a punto de parir - volvió a decir el Bonzo Sha, sin poder tener la risa -, lo
mejor que puedes hacer es quedarte quieto de vez. ¿No querrás romper la bolsa de
aguas, verdad?
- ¿No hay por aquí cerca ningún médico? - preguntó Tripitaka a la mujer, sin parar de
gemir -. Dales la dirección a mis discípulos y que vayan a buscarle en seguida. A lo
mejor dispone de algún remedio para hacer abortar.
- Las medicinas no valen para nada - contestó la anciana -. De todas formas, al sur de
aquí se encuentra la Montaña de la Supresión de los Machos, en la que se abre la
Caverna de la Anulación de los niños. Dentro de ella corre, precisamente, el Arroyo de
los Abortos. Para acabar con un embarazo, sólo es necesario tomar un sorbo de sus
aguas. El problema es que actualmente no es nada fácil llegar hasta ellas. El año pasado
apareció un taoísta llamado el Auténtico Inmortal Complaciente y cambio el nombre de
Caverna de la Anulación de los Niños por el de Santuario de la Reunión de los
Inmortales. No contento con eso, declaró que el agua del Arroyo de los Abortos era
exclusivamente suya y desde entonces se ha negado a distribuir sin pagar nada. El que
quiera un poco tiene que darle, a cambio, fuertes sumas de dinero, junto con una gran
cantidad de carne, vino y toda clase de frutas. Además, debe inclinarse ante él con un
respeto que únicamente se debe a los dioses. Sólo entonces se aviene a entregar una
ridícula cantidad de esa agua. Según veo, todos vosotros vivís de la limosna. ¿De dónde
vais a sacar tanto dinero como exige ese inmortal? Lo mejor que podéis hacer es
quedaros aquí y esperar a que deis a luz.
- Señora - preguntó el Peregrino, aliviado, al oírlo -, ¿a qué distancia se encuentra de
aquí la Montaña de la Supresión de los Machos?
- A tres mil kilómetros aproximadamente - respondió la anciana.
- ¡Estupendo! - exclamó el Peregrino -. No os preocupéis más, maestro. Ahora mismo
voy a ir a por un poco de esa agua.
Se volvió después hacia el Bonzo Sha y le ordenó:
- Cuida del maestro. Si esta gente se porta mal con vosotros y trata de haceros el menor
daño, asústala un poco con tu fiereza. Me voy a por el agua.
El Bonzo Sha sacudió la cabeza en señal de conformidad. La anciana sacó, entonces,
una palangana grande de porcelana y dijo, entregándosela al Peregrino:
- Coge toda el agua que puedas. La guardaremos para algún imprevisto.
El Peregrino cogió la palangana, salió de la choza y se montó en una nube. Al verlo, la
anciana cayó de hinojos e, inclinándose como si hubiera perdido el juicio, empezó a
gritar:
- ¡Es increíble! ¡Este monje sabe cabalgar por las nubes!
Inmediatamente corrió a llamar a las otras mujeres y, todas a una, se arrodillaron ante el
monje Tang, golpeando respetuosamente el suelo con la frente y llamándole arhat y
bodhisattva. Sin pérdida de tiempo, hirvieron agua y prepararon un poco de arroz, con
que agasajar a huéspedes tan distinguidos, por lo que, de momento, no hablaremos más
de ellas.
Si lo haremos, sin embargo, del Gran Sabio Sun. Con el fin de llegar cuanto antes a su
destino, dio un salto tremendo, pero se encontró con que le cortaba el paso la cumbre de
una montaña altísima. Descendió a toda prisa de su nube y, abriendo cuanto pudo los
ojos, miró, sorprendido, a su alrededor. La montaña en la que se encontraba era, en
verdad, extraordinaria. Por doquier se veían inmensas alfombras de flores exóticas,
extensísimos paños de hierbas salvajes y una filigrana de arroyos, que parecían
perseguirse unos a otros. De ese ambiente de ociosa relajación participaban también las
nubes, que se precipitaban por los barrancos, numerosísimos y cubiertos totalmente de
enredaderas y vides. Las cumbres de otras montañas gemelas se extendían hasta más
allá de donde llegaba la vista, cubiertas de una espesa vegetación, en la que cantaban los
pájaros, las ánades salvajes mostraban todo el esplendor de su plumaje, abrevaban los
ciervos, los simios saltaban de árbol en árbol. Era tal la belleza de aquel paisaje, que,
más que real, la montaña parecía sacada de un biombo de jade y sus ondulaciones
recordaban los bucles de una espléndida cabellera. Con razón resultaba prácticamente
inaccesible para los moradores de este mundo de sombras. Allí era posible ver a jóvenes
inmortales recogiendo hierbas, el agua saltando, relajante y caprichosa, piedra en piedra
y a leñadores portando pesados haces de leña. La belleza de su enclave igualaba a la del
Tien - Tai, llegando incluso a superar a la de los tres picos del Monte Hwa.
Mientras el Gran Sabio contemplaba, embelesado, el paisaje, descubrió, en la porción
sombreada de la montaña, una construcción con un patio trasero, en el que había un
perro ladrando. El Gran Sabio se dirigió hacia ella y comprobó que se trataba de un
lugar encantador. Un pequeño cauce de agua atravesaba, de parte a parte, un puente de
ni muy grandes proporciones, junto al que se elevaba una casa con el tejado de ramas.
Al lado de la cerca ladraba, hasta desgañitarse, un perro. Nada impedía ir adonde
quisiesen a quienes habitaban en un lugar tan solitario. El Gran Sabio se acercó a la
puerta y vio a un taoísta sentado sobre la hierba con las piernas cruzadas. Se levantó
ligeramente, cuando el Peregrino le saludó con una leve inclinación de cabeza y, dijo, al
tiempo que le devolvía el saludo:
- ¿De dónde venís y cuál es el propósito que os trae hasta este humilde santuario?
- No soy más que un humilde monje enviado en busca de escrituras por el Gran
Emperador de los Tang de las Tierras del Este. Al pasar por el Río de la Madre y el
Hijo, mi maestro bebió inadvertidamente de sus aguas y tiene ahora el vientre hinchado,
mientras el dolor no le deja vivir. Por las gentes que viven junto a su cauce supe que el
embarazo que padece no tiene ninguna cura. También me dijeron, de todas formas, que
sólo puede poner fin al mismo el agua del Arroyo de los Abortos, que se encuentra en el
interior de la Caverna de la Anulación de los Niños, enclavada, a su vez, en la Montaña
de la Supresión de los Machos. Ése es el motivo que me ha movido a venir en busca del
Auténtico Inmortal Complaciente y suplicarle que me dé un poco de esa agua, con la
que poner fin a los sufrimientos de mi maestro. ¿Tendríais la bondad de indicarme
dónde vive ese respetable taoísta?
- Este lugar se llamaba antes la Caverna de la Anulación de los Niños - contestó el
taoísta, haciendo todo lo posible por no soltar la carcajada -. Ahora se le conoce, sin
embargo, por el nombre de Santuario de la Reunión de los Inmortales. Yo soy el
discípulo primero del Auténtico Inmortal Complaciente. ¿Os importaría decirme cómo
os llamáis? Así podré dar cuenta de vuestra llegada a mi maestro.
- Soy el primer discípulo de Tripitaka Tang, el Maestro de la Ley - respondió el
Peregrino -, y se me conoce por el nombre de Sun Wu-Kung.
- ¿Dónde tenéis el dinero, el vino y las otras cosas? - volvió a preguntar el taoísta.
- Nosotros únicamente vivimos de las limosnas que nos dan durante el viaje - contestó
el Peregrino -. No disponemos, por tanto, de nada propio.
- ¡Estáis mal de la cabeza! - contestó el taoísta, soltando la carcajada -. Mi maestro es
ahora el dueño de ese arroyo y jamás ha dado a dado a nadie gratis ni una gota de sus
aguas. Te aconsejo, por tanto, que vayas a por lo que te he dicho. De lo contrario, es
mejor que te marches y te olvides para siempre del agua.
- La buena voluntad posee más poder que una orden del emperador - sentenció el
Peregrino -. Si corres a decir a tu maestro que el Mono se encuentra aquí, estoy seguro
de que no mostrará conmigo ninguna brusquedad. Hasta es posible que ponga a mi
disposición todo el arroyo.
Ante semejantes razones, al taoísta no le quedó más remedio que entrar a anunciar la
llegada del Peregrino. El Auténtico Inmortal estaba tañendo el laúd y el taoísta tuvo que
esperar a que hubiera concluido la pieza para decirle:
- Maestro, ahí fuera hay un monje budista que afirma ser Sun Wu-Kung, el primer
discípulo de Tripitaka Tang. Desea que le deis un poco de agua del Arroyo de los
Abortos para curar a su maestro.
Hubiera sido mejor que el Auténtico Inmortal no hubiera escuchado esas palabras. En
cuanto oyó el nombre de Wu-Kung, comenzó a arder la hoguera del odio en su corazón
y la planta de la ira echó raíces en su hígado. A toda prisa dejó a un lado el laúd, se
quitó la túnica que llevaba y se puso sus ropas de taoísta. Cogió un garfio y, saliendo a
la puerta del santuario, gritó:
- ¿Dónde está Su Wu-Kung?
El Peregrino volvió la cabeza y quedó asombrado de la forma como iba vestido el
Auténtico Inmortal. Llevaba en la cabeza un gorro de vivísimos colores con forma de
estrella, vestía una túnica roja tejida con hilos de oro y calzaba unos zapatos cubiertos
totalmente de bordados. Alrededor de la cintura lucía un valiosísimo cinturón, que en
nada desdecía de medias de seda recamada y su faldón, apenas visible, de lana. Portaba
en las manos un garfio dorado de afilada cuchilla y mango largo con forma de dragón.
Sus ojos de fénix emitían un brillo extraño, que recalcaban sus desconcertantes cejas
verticales. Su boca, roja como la sangre, dejaba entrever unos dientes tan afilados como
el acero y, cada vez que se movían sus labios, hacían que danzara libremente en el
viento una larga barba, que, a manera de llamas, le arrancaba directamente de la
barbilla. Junto a las sienes le nacían unos mechones de cabellos rojizos, que parecían
juncos salvajes. Por la agresividad que transmitía, su apariencia recordaba la del
mariscal Wen 4, aunque, obviamente, sus vestimentas no fueran las mismas. En cuanto
el Peregrino le vio, juntó las palmas de las manos e, inclinándose ante él, dijo:
- Sun Wu-Kung es este humilde monje.
- ¿Eres el auténtico Sun Wu-Kung o únicamente un impositor, que sea ha adueñado de
su nombre y de su apellido? - volvió a preguntar el maestro, soltando la carcajada.
- ¿Os parece bien hablar así, maestro? - replicó el Peregrino -. Como muy bien afirma
el dicho, «una persona virtuosa no cambia de nombre cuando se sienta, ni de apellido,
cuando se pone de pie». ¿Qué razón habría de tener para hacerme pasar por otro?
- ¿No me reconoces? - preguntó, una vez más, el maestro
- Desde el momento mismo en que decidí cambiar de vida y abracé de todo corazón las
enseñanzas budistas, sólo me he dedicado a escalar montañas y a vadear ríos - contestó
el Peregrino -. No mantengo ya ningún contacto con mis amigos de la juventud. Por otra
parte, es la primera vez que vengo a visitaros y juro que jamás hasta ahora había visto
vuestro rostro. Los habitantes de la aldea que se encuentra al oeste del Río de la Madre
y el Hijo me dijeron que os llamabais el Auténtico Inmortal Complaciente. Eso es todo
cuanto sé de vos.
- Así que tú sigues tranquilamente tu camino y yo me dedico a mi prácticas de
inmortalidad, ¿no es así? - respondió el maestro en tono burlón -. ¿Por qué has venido,
realmente, a visitarme?
- Os lo he dicho ya - volvió a contestar el Peregrino -. Mi maestro bebió
inadvertidamente del Río de la Madre y el Hijo y su dolor de estómago se convirtió en
un auténtico embarazo. He venido, simplemente, hasta vuestra muy digna morada con el
único deseo de obtener de vuestra generosidad un poco de agua del Arroyo de los
Abortos y, así, librar a mi maestro del dolor que le domina.
- ¿Es Tripitaka Tang tu maestro? - inquirió, una vez más, el maestro con los ojos
encendidos.
- Así es - reconoció el Peregrino.
- ¿No os habéis topado en vuestro deambular con el Santo Niño? - continuó indagando
el maestro, al tiempo que hacía rechinar los dientes con visible desprecio.
- Ése es el sobrenombre de un monstruo - contestó el Peregrino -, el Muchacho Rojo,
que habitaba en la Caverna de la Nube de Fuego, junto al Arroyo del Pino Seco de la
Montaña Rugiente. ¿Por qué se interesa por él el Auténtico Inmortal?
- Porque a la casualidad de que es mi sobrino y el Rey Monstruo Toro, mi hermano -
aclaró el maestro -. Hace cierto tiempo mi hermano mayor me dijo en una carta que Sun
Wu-Kung, el discípulo primero de Tripitaka Tang, era un auténtico embustero, que
había traído la desgracia sobre su hijo. Quise vengarle en seguida, pero no sabía adonde
acudir. Ahora resulta que tú mismo vienes a llamar puerta. ¿Cómo quieres que te dé una
gota tan siquiera de mi agua?
- Estáis muy equivocado, señor - dijo el Peregrino con una risa, tratando de apaciguarle
-. Vuestro hermano fue uno de mis mejores amigos. De jóvenes los dos pertenecíamos a
la misma hermandad. Si no he venido hasta ahora a visitaros, ha sido porque ni siquiera
sabía que existíais. Vuestro sobrino salió, por otra parte, muy bien parado, ya que ahora
es nada más y nada menos que el sirviente personal de la Bodhisattva Kwang-Ing. Se ha
convertido en el Paje de la Riqueza de la Bondad y ni siquiera juntos podemos
compararnos con él. ¿Es justo que ahora me culpéis de su buena suerte?
- ¡Maldito mono! - gritó el maestro -. ¿Cuándo aprenderás a dominar tu lengua? ¿Cómo
crees que le irá mejor a mi sobrino, siendo rey o convirtiéndose en el criadillo de
alguien? ¡Deja, pues, de proferir sandeces y prueba el sabor de mi garfio!
- No uséis, por favor, un lenguaje tan belicoso - suplicó el Gran Sabio, deteniendo el
golpe con su barra de hierro -. Dadme un poco de agua y me marcharé para nunca
volver.
- ¿Es que no se te ocurre nada mejor que decir, mono inútil? - exclamó el maestro con
desprecio -. Si eres capaz de resistir tres asaltos seguidos, te daré el agua; en caso
contrario, te haré picadillo y, así, vengaré a mi sobrino.
- ¡Qué rematadamente tonto sois! - replicó el Peregrino en el mismo tono -. Ni siquiera
sabéis lo que os conviene. Si deseáis luchar, acercaos y medios con mi barra.
El maestro volvió a voltear su garfio y así dio comienzo, ante el Santuario de la
Reunión de los Inmortales, una de las mejores batallas que han contemplado los siglos.
Por haber bebido el monje venerable de las aguas de la procreación, el Peregrino hubo
de ir en busca del Inmortal Complaciente. ¿Quién iba a haber sospechado que el
Auténtico Inmortal, que se había apropiado por la fuerza del Arroyo de los Abortos, era,
en realidad, un monstruo? Cuando se encontraron frente a frente, se hablaron como si
fueran enemigos, no cediendo ninguno ni un solo ápice. Así se confirmó que las
palabras únicamente engendran desavenencias y que el odio y las malas intenciones
conducen únicamente a la venganza. Uno, sabiendo que la vida de su maestro corría
peligro, vino en busca de agua. El otro, pensando que había perdido para siempre a su
sobrino, se negó a entregársela. ¡Qué formidables eran las armas que usaron! El garfio
poseía la fiereza del escorpión, mientras que la barra de los extremos de oro se mostró
digna heredera de la furia de los dragones. ¡Con qué fiereza buscaban ambas atravesar
el pecho de su adversario! Los golpes sesgados del garfio amenazaban constantemente
las piernas y la cabeza de su oponente, como si fuera una mantis lanzando su mortal
abrazo. La barra, por su parte, trataba de cebarse en el vientre y en los genitales de su
contrario, como un halcón abatiéndose sobre un pájaro. Los dos se movían de un lado
para otro, buscando inútilmente la victoria. De nada servían sus incontables pases y
fintas. El triunfo se resistía a caer del lado de uno cualquiera de tan formidables
guerreros.
Más de diez veces cruzaron sus armas el maestro y el Gran Sabio, sin que ninguno de
los dos desfalleciera. A partir del undécimo encuentro, no obstante, el taoísta empezó a
dar muestras de cansancio. Eso acrecentó aún más la fiereza del Peregrino, que levantó
cuanto pudo la barra y la dejó caer sobre la cabeza de su adversario, como si fuera una
lluvia de meteoritos. Al maestro no le quedó otro remedio que huir monte adentro,
arrastrando tras él su espléndido garfio. En vez de perseguirle, el Gran Sabio se volvió
hacia el santuario con la intención de coger el agua, pero se encontró con que el taoísta
había cerrado las puertas. El Gran Sabio no se arredró. Agarró la palangana, tomó
carrera y, de una tremenda patada, las echó abajo. Corrió hacia el interior y vio al taoísta
inclinado sobre el brocal del pozo del que manaba el agua, tratando de protegerlo con su
cuerpo. Bastó que el Gran Sabio levantara la barra de hierro por encima de su cabeza,
para que el taoísta huyera a toda prisa a la parte de atrás. No le fue difícil encontrar un
cubo, pero, cuando se disponía a arrojarlo dentro del pozo, el maestro apareció de
improviso y le agarró de las piernas por detrás con el garfio. El Gran Sabio perdió el
equilibrio y cayó de morros al suelo. Logró, sin embargo, reponerse en seguida y
contraataco con su barra. El maestro esquivó el golpe, dando un paso hacia atrás, y gritó
sonriendo enigmáticamente:
- Te apuesto lo que quieras a que no eres capaz de coger una sola gota de esa agua.
- ¡Acércate! - gritó el Peregrino -. ¡Acércate y acabaré contigo!
Pero el maestro se negó a seguir luchando. Se quedó de pie donde estaba, dispuesto a
impedir que el Gran Sabio se apoderara del agua. Cuando éste comprendió sus
intenciones, agarró con la mano izquierda la barra de hierro mientras que con la
derecha tiraba de la cuerda que sostenía el cubo. Apenas había dado un tirón cuando el
maestro volvió a la carga con el garfio. Incapaz de defenderse con una sola mano, el
Gran Sabio no pudo impedir que el arma de su enemigo le enganchara de las piernas y
le hiciera caer al suelo. El cubo y la cuerda se perdieron, al mismo tiempo, en el interior
del pozo.
- ¡Este tipo es un bestia! - se dijo el Gran Sabio, poniéndose de pie y agarrando la barra
con las dos manos, antes de dejar caer sobre la cabeza de su adversario una auténtica
lluvia de golpes.
Pero el maestro no respondió a ninguno de ellos y huyó, como había hecho antes. De
nuevo trató el Gran Sabio de sacar un poco de agua, sin embargo, no tenía con qué
hacerlo y, además, estaba seguro de que el maestro volvería a impedírselo. Eso hizo que
renunciara a su pesa y se dijera:
- Es preciso que vaya en busca de ayuda; de lo contrario, nunca lo conseguiré.
Se montó en la nube y regresó a toda prisa a la aldea, gritando a grandes voces:
- ¡Bonzo Sha!
Dentro de la choza Tripitaka no cesaba de gemir, mientras Ba-Chie hacía otro tanto,
incapaces ambos de soportar el dolor. Al oír los gritos del Peregrino, se les iluminó el
rostro y dijeron al Bonzo Sha:
- Wu-Kung está de vuelta, ¿no le oyes?
- ¿Has traído el agua? - preguntó el Bonzo Sha, saliendo a su encuentro.
El Gran Sabio entró en la choza y contó al monje Tang cuanto había ocurrido. Tripitaka
se echó a llorar y exclamó, desesperado:
- ¿Cuándo va a terminar todo esto?
- No os preocupéis, maestro - contestó el Peregrino, tratando de tranquilizarle -. He
venido a buscar al Bonzo Sha. Así, mientras yo me enfrento con este tipo, él cogerá el
agua capaz de devolveros la salud.
- ¿Quién cuidará de nosotros, si los que estáis sanos os vais y dejáis abandonados a los
que estamos enfermos? - se lamentó Tripitaka.
- Tranquilizaos, arhat - dijo la anciana, acercándose a ellos -. Ahora no necesitáis a
vuestros discípulos. Nosotras nos encargaremos de cuidaros y serviros. Cuando
llegasteis, todas quedamos prendadas de vos. Después, cuando vimos cómo ese
bodhisattva que tenéis por discípulo era capaz de volar a lomos de una nube,
comprendimos que vos mismo erais un arhat. ¿Cómo vamos a osar haceros el menor
daño?
- ¿A quién vais a hacer daños vosotras, si aquí todas sois mujeres? - se burló el
Peregrino.
- Habéis tenido suerte de venir a mi casa - respondió la anciana riéndose -. Si llegáis a
haber caído en cualquier otra, no estarías ahora todos juntos.
- ¿Qué quieres decir con eso de que no seguiríamos juntos? - preguntó Ba-Chie, sin
dejar de quejarse.
- Las cuatro o cinco mujeres que vivimos aquí tenemos ya nuestros años y hace cierto
tiempo que hemos renunciado a la práctica del amor - contestó la anciana, sonriendo -.
¿Creéis que, si llegáis a haber llamado a las puertas de otra familia, las jovencitas de la
casa os habrían dejado marchar, así como así? ¡Ni soñando! Se habrían acostado con
vosotros y, si os hubierais negado, os habrían matado, cortando vuestra carne en trocitos
para hacer con ella bolsitas perfumadas.
- En ese caso - contestó Ba-Chie -, yo habría sido el único que me hubiera salvado,
porque, como soy un cerdo, huelo mal hasta cuando se me corta por la mitad. Ellos, por
el contrario, habrían servido muy bien para esas bolsitas. ¿No os parece que alguna
ventaja debíamos tener los que somos tan guarros?
- ¡Cuidado que te gusta hablar! - le reprendió el Peregrino -. ¿Por qué no guardas toda
esa fuerza para cuando te llegue la hora de dar a luz?
- No conviene que os retraséis más - dijo, entonces, la anciana -. Id cuanto antes a por
esa dichosa agua.
- ¿Tienes algún cubo en casa? - le preguntó el Peregrino -. Necesitaremos uno.
La anciana se fue a la parte de atrás y sacó un cubo y una cuerda, que entregó al Bonzo
Sha.
- Creo que es conveniente que nos prestes dos - dijo éste, tras calcular a ojo su longitud
-. Si el pozo es muy profundo, no bastará con uno.
Con el cubo y las dos cuerdas en su poder, el Bonzo Sha no tuvo ningún inconveniente
en acompañar al Gran Sabio. Montaron en una nube y abandonaron juntos la aldea. En
menos de media hora llegaron a la Montaña de la Supresión de los Machos. Tras bajar
de la nube, se dirigieron al santuario. El Gran Sabio ordenó, entonces, al Bonzo Sha:
- Coge el cubo y las cuerdas y escóndete. Yo iré, mientras tanto a retar a ese taoísta.
Cuando más enfrascados estemos en la batalla, entra dentro, coge el agua y márchate en
seguida, ¿de acuerdo?
El Bonzo Sha hizo un gesto afirmativo con la cabeza y él, agarrando con fuerza la barra
de hierro, se llegó hasta el santuario y empezó a gritar:
- ¡Abrid las puertas inmediatamente!
El taoísta que montaba la guardia corrió a informar a su maestro, diciendo:
- Ahí fuera está otra vez ese tal Sun Wu-Kung.
- ¡Qué pesado es ese maldito mono! - exclamó el maestro, malhumorado -. Había oído
decir que era un espléndido luchador y ahora puedo afirmar, por experiencia propia, que
su bravura no le va a la saga a sus técnicas guerreras. Su barra de hierro es un arma
francamente formidable.
- Es posible, maestro - contestó el taoísta -, que sus técnicas guerreras sean excelentes,
pero las vuestras no tienen nada que envidiar a las suyas. Sólo vos sois capaz de
mantenerle a raya.
- Sí, pero me ha hecho huir dos veces - objetó el maestro.
En situaciones en las que únicamente contaba la fuerza bruta - matizó el taoísta -. De
hecho, cuando trató de sacar el agua, por dos veces se lo impedisteis con vuestro garfio.
Eso iguala el número de sus victorias. Ya visteis que tuvo que marcharse con su maldita
barra entre las piernas. Si ha vuelto, ha sido porque el embarazo de Tripitaka debe de
andar tan avanzado que las molestias no le dejan prácticamente vivir. ¡Cualquiera puede
cambiar de opinión, al ver sufrir a su maestro! Estoy seguro de que esta vez acabaréis
con él, porque el desprecio nunca ha sido buen consejero.
Al oír esas palabras, el Auténtico Inmortal cayó presa de una profunda alegría y el
rostro se le iluminó de sonrisas. Cogió su garfio y, dirigiéndose hacia la puerta, gritó:
- ¿Qué te trae otra vez por aquí, mono estúpido?
- He venido a por un poco de agua - contestó el Gran Sabio.
- Muy bien - respondió el Auténtico Inmortal -, pero da la casualidad de que esa agua
mana dentro de mi pozo. Para conseguirla, tendrías que ofrecerme grandes cantidades
de carne y licor. De eso no se salva ni los príncipes ni los reyes. ¿Cómo te atreves a
venir con las manos vacías, siendo así que eres enemigo mío?
- ¿Te niegas a dármelo? - preguntó el Gran Sabio.
- ¡Así es! - contestó el Auténtico Inmortal.
- ¡Qué estúpido eres! - le insultó el Gran Sabio -. Ya que no estás dispuesto a hacerme
ese favor, prueba el sabor de mi barra.
Con una facilidad increíble, la levantó por encima de la cabeza y la dejó caer con todas
sus fuerzas sobre el Auténtico Inmortal, que se hizo diestramente a un lado, mientras
respondía con un golpe de su temible garfio. La lucha que dio, entonces, comienzo fue
aún más feroz que la de la última vez. El odio de los hombres se traslucía en la
velocidad con que el garfio y la barra intercambiaban sus golpes. Los contendientes
levantaban tal cantidad de tierra y arena, que el sol y la luna se oscurecieron, quedando
el universo sumido en las tinieblas más profundas. Tragedia tan desastrosa se originó
cuando el Gran Sabio fue en busca de un poco de agua para salvar a su maestro y el
monstruo se la negó, por vengar a su sobrino. Los dos dieron lo mejor que tenían para
ver cumplidos sus propósitos. Por eso, les rechinaban los dientes y se decían a sí
mismos frases de aliento, que los ayudaran a mantener despiertas todas sus energías.
Las nubes de polvo que levantaban pusieron en alerta a los dioses y a los espíritus,
mientras que el entrechocar de las armas y los gritos que proferían sus gargantas, ávidas
de sangre, hacían temblar toda la cordillera. Sus golpes levantaron un viento huracanado
que arrasó bosques enteros y llegó a alcanzar las estrellas. Cuanto más luchaban, más
felices y seguros de sí mismos se sentían el Gran Sabio y el Auténtico Inmortal. No en
balde se habían entregado en cuerpo y alma al combate, decididos a no darlo por
terminado hasta que uno de ellos hubiera muerto.
Aunque habían empezado a pelear a la puerta misma del santuario, poco a poco se
fueron desplazando ladera abajo. Dejaremos, por ahora, de hablar de su lucha, para
contar lo que acaeció al Bonzo Sha. En cuanto vio que tenía el camino libre, cogió el
cubo y corrió hacia el interior del santuario. Pero le salió al encuentro el taoísta y trato
de cerrarle el camino, diciendo:
- ¿Quién eres tú, para atreverte a venir a robarnos el agua?
Sin decir nada, el Bonzo Sha dejó caer el cubo, sacó su báculo de matar monstruos y lo
lanzó con todas sus fuerzas sobre la cabeza del taoísta. La sorpresa impidió a éste
reaccionar con la suficiente rapidez y, aunque consiguió hacerse a un lado, no pudo
evitar que el golpe le destrozara el hombro y el brazo izquierdos. El Bonzo Sha le vio
caer al suelo, como si fuera una fruta madura, pero no le remató. Al pasar a su lado, se
limitó simplemente a insultarle, diciendo:
- Tenía pensado aplastarte, pero, a pesar de todo, eres un humano y me das pena. Por
esta vez, te perdonaré la vida. Ahora, si no te importa, déjame pasar para coger el agua.
El taoísta se arrastró, con no poca dificultad, hacia la parte de atrás, pidiendo al Cielo y
a la Tierra que acudieran en su ayuda. El Bonzo Sha, por su parte, tiró el cubo al pozo y
lo llenó de agua hasta el borde. Abandonó después el santuario y, montándose en una
nube, gritó al Peregrino:
- ¡No le mates, hermano! Acabo de hacerme con el agua y voy a llevársela ahora
mismo al maestro.
Al oírlo, el Gran Sabio, detuvo con la barra de hierro un nuevo golpe del garfio y dijo,
triunfante:
- Tenía pensado acabar contigo para siempre, pero, puesto que no has hecho nada malo,
te perdonaré la vida, no en atención a tu propia virtud, sino a los sentimientos que aún
abrigo por tu hermano, el Rey Toro. La primera vez me echaste la zancadilla dos veces
con tu garfio y no pude conseguir el agua. La segunda no me quedó otro remedio que
valerme del truco de «atraer al tigre para hacerle abandonar su escondite». Es decir, te
obligué a medir tus armas conmigo, para dejar totalmente libre a uno de mis hermanos
el camino del agua. Que conste, además, que no he querido usar contigo toda mi fuerza;
de lo contrario, aunque hubieras sido capaz de multiplicarte por diez, habría terminado
contigo en un abrir y cerrar de ojos. Sé que es más valioso dejar vivir que matar. Por
eso, te perdono la vida y te permito que sigas existiendo durante unos años más. A
cambio te exijo que, si alguien te pide un poco de agua, no le extorsiones, como si
fueras un funcionario sin escrúpulos.
Sin saber exactamente lo que hacía, el descarriado inmortal trató, una vez más, de
agarrar al Peregrino por las piernas, pero el Gran Sabio esquivó a tiempo el golpe y se
arrojó sobre él, gritando:
- ¡No huyas!
El Inmortal se llevó tal sorpresa, que cayó al suelo patas arriba. El Gran Sabio le
arrancó de las manos el garfio y lo partió por la mitad. Después juntó otra vez los trozos
y volvió a partirlos en cuatro cachos con la facilidad con que uno quiebra una rama.
- ¡Júntalos, si puedes, bestia maldita! - gritó el Peregrino, tirándolos al suelo -. ¡Espero
que, de ahora en adelante, seas un poco más honesto!
Temblando de pies a cabeza, el inmortal descarriado no se atrevió a decir nada. El Gran
Sabio, por su parte, soltó la carcajada y, tras montarse en una nube, se elevó hacia lo
alto. De todo esto existe un poema, que afirma:
Para fundir plomo puro, es preciso disponer de agua límpida, porque ésta se mezcla bien con el
mercurio seco. El mercurio y el plomo puros no tienen progenitores, por eso se elabora con ellos
el elixir celeste. No sirve de nada concebir. Observar la facilidad con que la Madre Tierra
acumula méritos sobre su cabeza En momento en el que desaparecen las falsas doctrinas surgen,
victoriosas, las enseñanzas auténticas y el Señor de la Mente regresa con el rostro cubierto de
sonrisas.
A lomos de su nube sagrada, el Gran Sabio no tardó en alcanzar al Bonzo Sha. Con el
agua en su poder, no cabían en sí de contento y regresaron a toda prisa al lugar del que
habían partido. Nada más bajar de la nube, se dirigieron a la cabaña. En la puerta,
apoyado contra el marco, encontraron a Chu Ba-Chie, gimiendo y con el vientre más
grande que antes. El Peregrino se llegó hasta él y le preguntó:
- ¿Has empezado ya el proceso del parto?
- No te burles de mí, por favor - exclamó el Idiota, muerto de miedo -. ¿Habéis
conseguido el agua?
El Peregrino se disponía a gastarle una nueva broma, cuando el Bonzo Sha proclamó,
triunfante, sonriendo como un héroe:
- ¡Aquí llega el agua!
- ¡Cuántos problemas os he causado! - exclamó Tripitaka, irguiéndose un poco y
haciendo muecas de dolor.
La anciana estaba tan encantada, que hizo salir a todos sus familiares y, golpeando
repetidamente el suelo con la frente, gritó, agradecida:
- ¡Qué suerte hemos tenido, bodhisattva! ¡Qué suerte!
Cogió una taza de porcelana con flores, la llenó hasta la mitad y la dio a beber a
Tripitaka, diciendo:
- Tomadla despacito, maestro. Para poner fin a vuestro embarazo, sólo necesitaréis un
pequeño sorbito.
- ¡Yo no quiero una tacita! - protestó Ba-Chie -. ¡Yo necesito el cubo entero!
- ¿Sabéis bien lo que decís? - exclamó la anciana -. Si tomáis todo el cubo, el agua
disolverá hasta el estómago y los intestinos.
Al oír eso, el Idiota cogió tal miedo, que no se atrevió a decir nada más y tomó sólo
media taza. En un abrir y cerrar de ojos, los dos sintieron un dolor insoportable en el
vientre, junto con unos calambres, que los dejaron medio muertos. Siguieron cuatro o
cinco borborigmos, que casi les destrozan las tripas. El Idiota no pudo aguantarlo y
empezó a arrojar orín y suciedad, como si fuera una fuente. El monje Tang sintió
también una urgencia irresistible de hacer sus necesidades y pidió que le llevaran a un
lugar más reservado.
- Es mejor que no os mováis - le aconsejó el Peregrino -. Si salís, cogeréis frío y eso
puede acarrearos bastantes problemas post - parto.
Sin pérdida de tiempo, la anciana sacó dos orinales y así pudieron ellos aliviarse a
gusto. Tras contraérseles las tripas varias veces seguidas, el dolor empezó a remitir y el
vientre se les fue reduciendo poco a poco de tamaño, dando a entender, de esa forma,
que el muñón de carne y sangre había quedado disuelto del todo. Las parientas de la
anciana cocieron un poco de arroz y se lo dieron, para que recuperaran cuanto antes las
fuerzas que habían perdido en el parto.
- Yo, señora - dijo Ba-Chie -, poseo una constitución fuerte y no necesito ningún tipo
de alimentación extra. Lo que sí os agradecería es que me calentarais un poco de agua
para poder bañarme.
- ¿Estás loco? - le increpó el Bonzo Sha -. ¡No puedes tomar ningún baño! Si te entra
algo de agua después de un mes de haber dado a luz, puedes caer gravemente enfermo.
- Pero yo realmente no he parido nada - protestó Ba-Chie -. A lo sumo, he sufrido un
aborto. ¿A qué vienen tantos temores? Ahora lo que yo necesito es lavarme y asearme
un poco.
La anciana corrió, gustosa, a calentar un poco más de agua, para que se lavaran las
manos y los pies. El monje Tang comió, entonces, dos escudillas de arroz, mientras que
Ba-Chie devoró más de quince y aún seguía exigiendo más.
- No comas tanto, por favor - le aconsejó el Peregrino, riéndose de él -. Vas a estar muy
feo con una barriga tan grande como un saco lleno de arena.
- No te preocupes - contestó Ba-Chie -. Afortunadamente no soy una cerda, así que no
tengo por qué preocuparme del tipo que tenga.
Pese a todo, las mujeres fueron a preparar un poco más de arroz. La anciana se volvió,
entonces, hacia Tripitaka y le dijo: s ¿Tendríais la bondad de darme el agua que ha
sobrado?
- ¿No quieres beber más? - preguntó el Peregrino al Idiota.
- No - contestó Ba-Chie -. Se me ha quitado el dolor de estomago y el embarazo ha
desaparecido totalmente. He de confesar que nunca me he encontrado mejor que ahora.
¿Para qué habría de bebe más agua?
- Puesto que estáis ya perfectamente - concluyó el Peregrino -, se la entregaré a la
familia de esta mujer. ¿Para qué la queremos nosotros?
La anciana dio las gracias al Peregrino y, tras echar el agua que había sobrado en una
jarra de porcelana, corrió a esconderla en el jardín de la parte de atrás, no sin antes
advertir a los miembros de su familia:
- Esta agua servirá para pagar los gastos de mi funeral.
Todas las mujeres que vivían en aquella casa, tanto las jóvenes como las que no lo eran
tanto, no cabían en sí de contento. A toda prisa prepararon una comida vegetariana y
pusieron la mesa. De esa forma, el monje Tang y sus discípulos pudieron recuperar las
fuerzas. Al amanecer del día siguiente dieron las gracias a la anciana y a su familia y
abandonaron la aldea. El monje Tang montó, como siempre, en el caballo, el Bonzo Sha
cargó con el equipaje y Ba-Chie se encargó de tirar de las riendas, mientras el Gran
Sabio Sun abría tranquilamente la marcha. No podía ser de otra manera: una vez que la
boca ha sido purificada de sus pecados y disuelto el embarazo de lo terreno, el espíritu
queda purificado y el cuerpo recupera toda su energía.
Desconocemos a qué clase de peligros hubieron de hacer frente nada más llegar a la
capital. Quien desee averiguarlo deberá escuchar las explicaciones que se ofrecen en el
capítulo siguiente.
CAPITULO LIV
Decíamos que, tras salir de la aldea, el monje Tang y sus discípulos reemprendieron el
camino que conducía hacia el Oeste. Apenas llevaban recorridos cuatro kilómetros,
cuando llegaron a la frontera del Liang Occidental. El monje Tang señaló con el dedo
hacia delante y dijo:
- Creo, Wu-Kung, que estamos acercándonos a una ciudad y, a juzgar por las voces y
ruidos que de ella nos llegan, o muy equivocado estoy o se trata del País de las Mujeres.
Debemos andar, por tanto, con los ojos muy abiertos y comportarnos en todo momento
como lo que somos. Es preciso que no demos rienda suelta a nuestras pasiones y
sigamos a rajatabla las enseñanzas que nos marca la Ley.
Los tres discípulos se comprometieron a no echar en saco roto tan digno consejo. No
tardaron, en efecto, en llegar al final de la calle que miraba hacia el oriente. Los
viandantes eran todos mujeres de la más variada condición. Vestían, sin excepción,
blusas cortas y faldas largas y llevaban la cabeza llena de aceites y los rostros
totalmente empolvados. Muchas de ellas estaban ocupadas en los más variados
negocios. Al ver aparecer a los cuatro monjes, empezaron a aplaudir y a gritar, locas de
alegría:
- ¡Aquí están las semillas humanas! ¡Acaba de llegar un grupo de semillas humanas!
- Desconcertado, Tripitaka detuvo su caballo. En un abrir y cerrar de ojos, la calle se
llenó de mujeres, que no dejaban de reír ni de charlar atropelladamente. Ba-Chie estaba
tan excitado que no dejaba gritar a pleno pulmón:
- ¡Soy un cerdo en venta! ¡Soy un cerdo en venta!
- ¡Deja de decir tonterías, de una vez, Idiota! - le reconvino el Peregrino -. Ya ven lo
que eres. De todas formas, no estaría de más les mostraras, sin ambages, toda tu belleza.
Ba-Chie no lo pensó más. Sacudió la cabeza un par de veces punto aparecieron sus
enormes orejotas, grandes como un abanico hecho con hojas entrelazadas de palma.
Dejó libres, después, sus labios gordos y alargados como una raíz de loto, y empezó a
dar tales gritos, que las mujeres huyeron despavoridas, tropezando lastimosamente unas
con otras. De ese momento disponemos de un poema, que dice:
Buscando sin cesar a Buda, el monje sabio llegó al Liang Occidental, una tierra en la que todos
sus habitantes son hembras y no existe un solo macho. En ella los labradores, los literatos, los
obreros, los comerciantes, los pescadores y granjeros son todos mujeres. ¿Qué hay de extraño,
pues, en que las doncellas se lanzaran a las calles, gritando « ¡Semillas humanas!» y las
jovencitas se apelotonaran, jubilosas, para dar la bienvenida a los varones que acababan de
llegar? Si Wu - Neng no les hubiera mostrado la fealdad de su rostro, ninguno de ellos habría
podido resistir el acoso tremendo del sexo bello.
CAPITULO LV
Veníamos diciendo que el Gran Sabio y Chu Ba-Chie se disponían a hacer uso de su
magia para inmovilizar a las mujeres, cuando oyeron los gritos del Bonzo Sha y el ruido
ensordecedor del tornado. Volvieron a toda prisa la cabeza y vieron que el monje Tang
había desaparecido.
- ¿Quién se ha llevado al maestro? - preguntó el Peregrino.
- Ha sido una muchacha - contestó el Bonzo Sha -. Ha provocado un tornado y se le ha
llevado por los aires.
Al oírlo, el Peregrino dio un salto y se elevó por encima de las nubes. Haciendo visera
con la mano, miró a su alrededor y vio una enorme masa de viento y polvo, que se
dirigía hacia el noroeste. Sin pérdida de tiempo, gritó a los de abajo:
- ¡Montad en seguida en vuestras nubes y salgamos en persecución del maestro! - y Ba-
Chie y el Bonzo Sha, tras sujetar bien el equipaje en el caballo, se elevaron hacia lo alto
y desaparecieron. Al verlo, las mujeres del reino del Liang Occidental, desde la reina a
la más humilde de sus súbditas, empezaron a temblar de miedo y, cayendo de rodillas,
gritaron, aterradas:
- ¡Esos hombres que han subido a los cielos a plena luz del día eran, en verdad, arhats!
- No os sintáis ofendida, señora - dijeron, entonces, a la reina unas cuantas funcionarias
-. Está claro que el hermano del Gran Emperador de los Tang tenía que ser, por fuerza,
un monje que ha alcanzado ya la Iluminación. Ninguna de nosotras podíamos saber
quiénes eran realmente esos hombres. ¿Cómo íbamos a averiguarlo, si carecíamos de los
suficientes elementos de juicio? De ahí que todos nuestros planes se hayan venido
estrepitosamente abajo. Lo mejor que podéis hacer ahora es montar en la carroza y
regresar, cuanto antes, a palacio.
Al entrar en la capital, rodeada de todas sus funcionarías y oficialas, la reina parecía un
tanto avergonzada, pero de momento no volveremos a hablar más de ella. Sí lo haremos,
sin embargo, del Gran Sabio Sun y sus dos compañeros, que partieron en persecución
del tornado a lomos de una nube. No tardaron en toparse con una montaña muy alta, en
la que el remolino de viento y polvo perdió, finalmente, fuerza y desapareció del todo.
Sin saber exactamente dónde se había refugiado el monstruo, los tres monjes bajaron de
la nube y empezaron a buscar algún rastro de él. Fue así como descubrieron, a un lado
de la montaña, una losa de piedra verde tan enorme y brillante, que parecía un biombo
gigante. Tomando el caballo de las riendas, se acercaron a ella y comprobaron que se
trataba, en realidad, de dos puertas de piedra, sobre las que había sido grabada la
siguiente inscripción: «Montaña del Enemigo Venenoso, Caverna del Laúd». Impulsivo
como siempre y sin detenerse a considerar las consecuencias de lo que hacía, Ba-Chie
cogió su rastrillo y trató de derribarlas a golpes. Afortunadamente, el Peregrino logró
detenerle a tiempo, diciendo:
- ¿A qué viene tanta precipitación? Hemos perseguido al tornado hasta aquí y lo único
que hemos encontrado, después de perder su rastro y de buscarlo infructuosamente por
todas partes, han sido estas pruebas. Aún no sabemos nada sobre ellas. Imagínate que no
tengan nada que ver con el secuestro de nuestro maestro. ¿No provocarías las iras de su
dueño con tu estúpida precipitación? Creo que lo mejor es que vosotros dos os quedéis
aquí cuidando del caballo, mientras yo voy dentro a echar un vistazo. Es lo más
prudente que podemos hacer ¿No os parece?
- De acuerdo - contestó el Bonzo Sha, visiblemente complacido por dicho plan -. Eso es
lo que se llama precaución ante la temeridad y mantener las formas ante lo imprevisto.
Los dos agarraron de las riendas al caballo y lo escondieron entre unas ramas.
El Gran Sabio, por su parte, recurrió una vez más a la magia y, tras hacer un signo con
los dedos y recitar el correspondiente conjuro, se convirtió en una abeja tan ágil y ligera
como el movimiento que, antes de todo eso, hizo el Peregrino con el cuerpo. A pesar de
la fragilidad de sus alas, era capaz de hacer frente al viento y, vista a la luz, su cintura
era tan fina como un hilo de seda. Su boca conservaba aún el dulzor de las flores,
aunque era capaz de mantener a raya con su aguijón a los mismísimos sapos. ¡Qué
modestia la de sus orígenes, cuando conocía el secreto maravilloso de cómo hacer miel!
A pesar de tantas maravillas, el Peregrino diseñó un plan, mientras se metía en la
caverna por la pequeña hendidura que formaban los dos batientes de la puerta. Tras
dejar atrás un segundo portón, llegó a un jardín, en el que estaba sentada una diablesa.
No paraban de servirla grupos de muchachas con vestidos de seda de colores y el
cabello partido en dos vertientes. Todas parecían estar de un humor excelente, hablando
atropelladamente de algo que al principio el Peregrino no pudo entender. A pesar de
ello, procuró hacer el menor ruido posible y fue a posarse en el tronco del árbol bajo el
cual se hallaban todas reunidas. Aguzó cuanto pudo el oído y en ese mismo momento
vio acercarse hacia el árbol a otras dos muchachas con el pelo totalmente revuelto.
Llevaban en las manos sendos platos de bollos cocinados al vapor.
- Aquí tenéis, señora - dijeron con inesperado respeto -, los bollos que nos ordenasteis
preparar. Unos están rellenos de trocitos de carne humana y otros, de puré de alubias.
- Traed al hermano del Emperador de los Tang - ordenó, entonces, la diablesa.
Las muchachas de los vestidos de seda se dirigieron a los aposentos de la parte
posterior y sacaron a la fuerza al monje Tang. Su rostro había adquirido un alarmante
color amarillento y a sus labios les faltaba el color, mientras que sus ojos parecían tan
rojos como brasas. Por el brillo que emitían, se notaba que había llorado.
- ¡Está claro que le han drogado! - se dijo en seguida el Peregrino.
- La diablesa se levantó de su asiento y, extendiendo hacia el maestro unos dedos tan
delicados como brotes de cebollas de primavera, dijo, atrayéndole hacia ella:
- Descansad, hermano del emperador. Aunque esta humilde morada no posee ni las
riquezas ni los lujos del palacio del País de las Mujeres del Liang Occidental, posee la
ventaja de no estar sujeta a tanta etiqueta y ser mucho más cómoda. No dudo que la
encontraréis totalmente adecuada para recitar el nombre de Buda y leer las escrituras
sagradas. Yo os acompañaré a lo largo del camino que conduce a la Iluminación, y, así,
alcanzaremos la vejez en un clima de total felicidad y armonía - Tripitaka no abrió la
boca -. No os preocupéis - añadió la diablesa -. Ya sé que no probasteis bocado en el
banquete al que asististeis en el País de las Mujeres. Aquí tenéis dos clases diferentes
de comida. Podéis coger la que más os guste. Una tiene carne y la otra es totalmente
vegetariana. Escoge sin miedo.
- No puedo seguir callado todo el tiempo ni negándome a probar bocado - se dijo
Tripitaka -. Esta diablesa no es como la reina. Al fin y al cabo, ella era un ser humano
que respetaba escrupulosamente las reglas de la etiqueta, mientras que ésta es un
monstruo que puede acabar conmigo tan pronto como quiera. ¡No sé qué hacer! Me
pregunto si mis discípulos habrán descubierto ya que me encuentro encerrado aquí.
¿Será capaz de matarme, si sigo firme en mis trece?
Comprendiendo que no le quedaba más remedio que portarse con corrección, preguntó
con la mayor cortesía de que fue capaz:
- ¿De qué carne y de qué verduras están hechos esos bollos?
- De carne humana y de puré de alubias - respondió la diablesa.
- Yo he seguido toda mi vida una dieta vegetariana - confesó Tripitaka.
- En ese caso - concluyó la diablesa, dirigiéndose con una sonrisa a las muchachas que
la servían -, traed un poco de té caliente, para que vuestro señor pueda comer los bollos
vegetarianos.
Una de las muchachas sacó en seguida una taza de té aromático y se la puso delante al
maestro. La diablesa cogió uno de los bollos vegetarianos, lo partió por la mitad y se lo
entregó a Tripitaka. Éste, a su vez, tomó en sus manos otro de carne y se lo ofreció a la
diablesa, que preguntó, soltando la carcajada:
- ¿Por qué me lo has dado sin partir?
- A los que hemos abandonado nuestras familias no nos esta permitido partir la carne -
contestó Tripitaka, juntando las palmas de manos.
- Si lo que dices es verdad - objetó la diablesa -, ¿cómo es que no tuviste ningún reparo
en beber del agua del Río de la Madre y el Hijo? Es extraño que, habiéndolo hecho, aún
insistas en comer de ese puré de alubias.
- Cuando la marea está alta - respondió Tripitaka -, los barcos se alejan rápidamente de
la costa, mientras que, si se suelta un caballo en un arenal, apenas puede cabalgar.
El Peregrino escuchó todo desde el tronco. Temiendo que esa conversación pudiera
terminar confundiendo al maestro, no pudo dominar por más tiempo su impaciencia y
tomó la forma que le era habitual.
- ¡Maldita bestia! - gritó, echando mano a toda prisa de la barra de hierro -. ¡Jamás
había conocido a nadie con menos principios que tú!
Al verle aparecer tan de improviso, la diablesa arrojó por la boca un rayo de luz
extremadamente luminosa, que cubrió por completo el árbol bajo el cual se encontraba,
y ordenó a las muchachas que la servían:
- ¡Llevaos de aquí al hermano del emperador!
Cogió a continuación un tridente de acero y, dando un salto tremendo, gritó con potente
voz:
- ¡Maldito mono sin principios! ¿Cómo te atreves a husmear por mi casa, sin haber sido
invitado? ¡No huyas y prueba el sabor del tridente de tu abuelita!
El Gran Sabio paró el golpe con la barra de hierro y dio un paso hacia atrás. Sin dejar
de intercambiar golpes, abandonaron el interior de la caverna. Ba-Chie y el Bonzo Sha
seguían aguardando pacientemente junto al biombo de piedra. Al ver aparecer a los dos
luchadores, Ba-Chie entregó al Bonzo Sha las riendas del caballo, diciendo:
- Cuida de él y del equipaje, mientras voy a estirar un poco las piernas.
Levantó el rastrillo con las dos manos y corrió hacia la refriega, gritando como un loco:
- ¡Apártate, hermano! ¡Voy a partirle la cabeza a esta puta!
Al ver acercarse a Ba-Chie, la diablesa dio muestras de unos poderes realmente
extraordinarios. Dando una especie de bufido, empezó a arrojar fuego por las narices,
mientras de su boca salía una espesa masa de humo negro. Sacudió después ligeramente
el cuerpo y aparecieron en el aire tres tridentes sostenidos por manos invisibles. De esta
forma, no tuvo ningún reparo en lanzarse, como un tifón, contra Ba-Chie y el Peregrino,
que se habían colocado estratégicamente a cada uno de sus lados.
- ¡Se ve que no tienes ninguna prudencia, Sun Wu-Kung! - gritó, riendo como un
salvaje -. Yo sé quién eres, pero tú eres incapaz de reconocerme. Hasta el mismo
Tathagata del Monasterio del Trueno me tiene miedo. ¿Cómo os habéis atrevido, dos
zoquetes como vosotros, a venir a retarme ante mi propia puerta? ¡Acercaos los dos a la
vez y probad el sabor de la derrota!
Alguien podrá preguntarse cómo fue la batalla que entonces dio comienzo. La diablesa
hizo acopio de todo su poder, mientras el Rey de los Monos desplegó el huracán
irresistible de su fuerza y el Mariscal de los Juncales Celestes blandió con furia su
rastrillo dispuesto a obtener toda la gloria que pudiera. Una luz cegadora envolvía a la
luchadora de manos infinitas y tridentes más rápidos que el viento, contrastando su
luminosidad con la neblina que protegía a los otros dos contendientes, impulsivos en
extremo y dueños de armas terribles. La diablesa buscaba un compañero con el que
copular, topándose con la firme determinación del monje, que se negaba a verter su
esperma. Incapaces de reconciliarse, el yin y el yang se enzarzaron en una singular
batalla, en la que desplegaron todo su poderío. El yin, pacífico por naturaleza y
alimentador eterno de cuanto existe, experimentó la llamada de la lujuria y se tornó tan
agresivo como una fiera. El yang, por su parte, amante de la concordia y protector
sempiterno de la salud, naufragó en las ondas del deseo y se transformó en un monstruo
sediento de sangre. Cuando el yin y el yang pierden su equilibrio, la armonía desaparece
del universo. Por eso medían ahora su fuerza a golpes la barra invencible, el poderoso
rastrillo y el tridente temible de la diablesa. Ninguno de ellos estaba dispuesto a ceder
un solo palmo en aquella disputa que mantenían delante de la Caverna del Laúd, en la
Montaña del Enemigo Venenoso. Para una estaba en juego el convertirse en la esposa
del monje Tang, mientras que los otros estaban dispuestos a impedírselo para, así, poder
proseguir su viaje en busca de las escrituras sagradas. Eso explica que la fiereza de la
batalla sacudiera los Cielos y la Tierra, sumiera el sol y la luna en una densa oscuridad y
los planetas huyeran despavoridos.
La diablesa, Ba-Chie y Wu-Kung lucharon durante horas y horas, pero ninguno de ellos
consiguió una diferencia apreciable. Dando un salto tremendo, la diablesa adoptó la
postura del «caballo que se siente envenenado» y propinó al Gran Sabio un golpe
terrible en la cabeza.
- ¡Ahhh! - gritó el Peregrino -. La suerte se ha vuelto contra nosotros y abandonó la
lucha, quejándose lastimosamente.
Al ver cómo cambiaban las tornas, Ba-Chie decidió iniciar la huida, arrastrando tras él
su preciado rastrillo. La diablesa recogió sus tridentes y regresó, triunfante, a su
caverna. Con las manos agarradas a la cabeza, el ceño arrugado y el rostro contraído por
el dolor, el Peregrino no dejaba de gritar:
- ¡No lo aguanto más!
- ¿Se puede saber qué te pasa? - preguntó Ba-Chie, acercándose a él. Cuando más
parecías estar disfrutando de la lucha, te das media vuelta y me dejas a mí empantanado.
- ¡Este dolor es insoportable! - repitió el Peregrino, sin soltarse la cabeza.
- ¿Es que tienes jaqueca? - inquirió, a su vez, el Bonzo Sha.
- ¡No, no! - contestó el Peregrino a voces, dando saltos de loco.
- ¿Cómo es que te duele tanto la cabeza, si no has resultado herido? - volvió a preguntar
Ba-Chie.
- ¡Es terrible! - se quejó el Peregrino con voz lastimera -. Mientras luchábamos, la
diablesa comprendió que estaba perdiendo terreno y, de pronto, dio un salto tremendo.
No sé de qué arma se sirvió, pero sí puedo afirmar que me alcanzó con ella la cabeza y
ahora no puedo aguantar el dolor. ¿Comprendes ahora por qué me di a la fuga?
- Tú siempre te las has dado de poseer una cabeza durísima - replicó Ba-Chie, soltando
la carcajada -. ¿Cómo es que ahora no puedes aguantar ni siquiera un golpe? ¿Es que la
Iluminación que has recibido es tan pura como afirmas?
- Aunque te cueste creerlo - replicó el Peregrino -, nada puede dañarme la cabeza, tras
haber alcanzado la inmortalidad, haber robado y devorado los melocotones de los
inmortales, haber bebido el vino de los cielos y haber probado el Elixir de Oro de Lao-
Tse. Cuando sumí los Cielos en un gran desorden, el Emperador de Jade ordenó al
poderoso Rey de los Demonios y a las Veintiocho Constelaciones que me condujeran al
Palacio de la Estrella Polar y me ejecutaran sin pérdida de tiempo. Pero no pudieron
hacerme ni un solo rasguño ni las espadas, ni las hachas, ni las cimitarras, ni los rayos,
ni el fuego de tan renombrados guerreros celestes. Posteriormente Lao-Tse me metió el
Brasero de los Ocho Trigramas y, durante cuarenta días, me sometió a la acción directa
de las llamas. Sin embargo, ni siquiera logró hacerme en la cabeza un rasguño diminuto.
No sé de qué arma se ha servido hoy esa mujer. El caso es que ha conseguido hacerme
daño.
- Quítate las manos y déjame ver si te ha abierto la piel - le aconsejó Ba-Chie.
- Aparentemente no me ha hecho herida alguna - contestó el Peregrino.
- Creo que lo mejor será que vaya al reino del Líang Occidental en busca de alguna
medicina con la que aliviarte.
- ¿Para qué vas a ir a por medicinas, si no tengo ni hinchazones ni heridas? - objetó el
Peregrino.
- Tampoco llegué yo aquí embarazado y ya ves lo que ocurrió después - contestó Ba-
Chie, sonriendo -. Nadie nos asegura que no te esté creciendo ahora mismo dentro de la
cabeza un muñón.
- Deja de bromear, de una vez - le reconvino el Bonzo Sha -. Se está haciendo tarde, a
nuestro hermano mayor le duele la cabeza y todavía no sabemos si el maestro sigue vivo
o ha muerto. ¿Qué sugieres que hagamos?
- El maestro se encuentra perfectamente - explicó el Peregrino, lanzando un nuevo
quejido -. Me convertí en una abeja y, así, pude meterme en el interior de la caverna.
Dentro vi a esa mujer, con la que hemos luchado, sentada bajo un árbol y rodeada de
una legión de sirvientas. Al poco rato dos de ellas sacaron un par de platos con bollos,
unos rellenos de carne humana y otros, de puré de alubias. Después mandó que sacaran
al maestro. Con el fin de tranquilizarle, le propuso convertirse en su compañera de viaje
hacia el Reino de la Perfección. Al principio, el maestro ni probó los bollos ni respondió
a la mujer. Después, debido quizás a la dulzura con la que hablaba o a cualquier otra
causa que no acabo de colegir, dijo que siempre había seguido una dieta vegetariana y
que no iba a cambiar ahora. La mujer partió, entonces, uno de los bollos vegetarianos y
se lo dio al maestro, quien, a su vez, le ofreció a ella uno entero de carne. « ¿Por que no
lo has partido?», le preguntó la mujer y él respondió: «Porque a los que hemos
abandonado a nuestras familias no nos está permitido partir la carne». «Si lo que dices
es verdad», objetó ella, « ¿cómo es que tuviste ningún reparo en beber del agua del Río
de la Madre y el Hijo? Es extraño que, habiéndolo hecho, aún insistas en comer de ese
puré de alubias». El maestro no comprendió bien lo que quería decir, y respondió:
«Cuando la marea está alta, los barcos se alejan rápidamente de la costa, mientras que si
se suelta un caballo en un arenal, apenas puede cabalgar». Yo lo oí todo escondido en el
tronco, pero temí que ese modo de hablar pudiera terminar confundiendo al maestro y,
tras recobrar la forma que me es habitual, ataqué a la diablesa con mi barra de hierro.
Ella echó mano, entonces, del poder de su magia y envolvió el árbol, bajo el cual se
encontraba sentada, en una luz cegadora, al tiempo que ordenaba a sus sirvientas que se
llevaran al hermano del Emperador de los Tang. Con una rapidez increíble, tomó un
tridente de acero y empezamos a batirnos.
Al oír tan larga relación, el Bonzo Sha se mordió las uñas y dijo: ¿yo qué sé cuánto
tiempo lleva siguiéndonos esa maldita puta? Lo cierto es que conoce con exactitud todo
lo que nos ha acaecido últimamente.
- Vistas así las cosas, no deberíamos descansar ni un solo minuto - decidió Ba-Chie -.
Debemos llegarnos, cuanto antes, hasta su puerta y obligarla a medir sus armas con las
nuestras, sin importarnos que sea de día o de noche. Así, le impediremos descansar y no
podrá daño alguno a nuestro maestro.
- Yo no puedo acompañaros - dijo el Peregrino -. ¡La cabeza me va a explotar!
- No es preciso que nos enfrasquemos en una nueva batalla - opinó el Bonzo Sha -. En
primer lugar, nuestro hermano tiene un dolor de cabeza terrible y, en segundo, nuestro
maestro es un auténtico monje, por lo que ni la forma ni la nada serán capaces de
hacerle mermar su virtud. Sentémonos y pasemos aquí la noche. Este lugar está
resguardo de las corrientes. Mañana, cuando hayamos recuperado las fuerzas,
decidiremos lo que haya de hacerse.
De esta forma, tras atar el caballo y asegurar el equipaje, se dispusieron a pasar la
noche al sereno, protegidos de las corrientes de aire por un pequeño repecho. La
diablesa, mientras tanto, desterró de su mente todo propósito violento y, así, recobró una
apariencia dulce y atractiva.
- Cerrad bien las puertas - ordenó a sus sirvientas y al instante dos pequeñas diablesas
se dispusieron a montar la guardia, con el fin de cerrar la entrada al Peregrino.
Se les advirtió que, en cuanto oyeran el menor ruido sospechoso, corrieran a informar
de ello a su señora, que había llamado, mientras tanto, a unas cuantas doncellas y les
había dicho:
- Adornad la habitación, encended unas cuantas velas y quemad algo de incienso.
Después id a buscar al hermano del emperador e invitadle a venir aquí. Deseo hacer el
amor con él.
Inmediatamente sacaron al maestro del cuarto en el tenían encerrado y le condujeron
ante su señora. Ella, vestida con sus mejores galas, puso en juego todos sus atractivos,
con el fin de seducirle. Le tomó de la mano y dijo:
- Como muy bien afirma el proverbio, «aunque el oro es valioso, aún lo es más nuestra
felicidad». ¿Qué te parece si yacemos como marido y mujer y nos divertimos un poco?
Temblando de pies a cabeza, el maestro se mostraba indeciso sobre la actitud a seguir.
Sabía que, si se negaba abiertamente, la diablesa podía acabar con su vida. No le quedó,
pues, más remedio que seguirla al interior de la habitación, de donde salía un aroma que
hacía enloquecer los sentidos. Él, sin embargo, permaneció con la cabeza inclinada y la
vista baja, sin atreverse a mirar el lecho o a contar los muebles que había en el cuarto.
Ni siquiera sabía dónde estaban colocados. Con una gran fuerza de voluntad se abstrajo,
igualmente, de la declaración de amor y del encendido lenguaje de la diablesa. No
escuchó ni una sola de sus palabras. ¡Qué monje más extraordinario! Era tal su
determinación, que sus ojos nada veían ni oían nada sus oídos. Para él aquel rostro
hermosísimo y tan suave como la seda era pura suciedad y consideraba como polvo y
cenizas una belleza capaz de hacer enloquecer al hombre más virtuoso. La única pasión
de su vida era la práctica del Zen; no existía para él mayor felicidad que morar en las
cálidas tierras del budismo. ¿Cómo iba a dar consuelo y cariño a una mujer, cuando no
conocía más que la virtud y la verdad? ¡Qué contraste el de los dos amantes! La diablesa
vibraba de pasión, como una hoja de bambú en alas del viento, mientras que el maestro
se veía cada vez más dominado por el celo de Buda. La mujer recordaba, por su
voluptuosidad, la suavidad del jade y la tibieza del perfume; él, por su ascetismo, a la
frialdad de las cenizas y la seriedad de los troncos secos. Incapaz de contener la crecida
violenta de la pasión, ella se fue despojando, poco a poco, de sus vestidos; él, por el
contrarío, resuelto a conservar su virtud, se ató aún más la túnica. La diablesa sólo
ansiaba copular con los pechos unidos y las piernas entrelazadas. El monje trataba de
hacer frente a sus deseos, clavando la vista en la pared y llenando su mente con el
pensamiento de Buda. Cada vez le resultaba más difícil mantener firme su
determinación. La mujer terminó de desprenderse de sus ropas, dejando al descubierto
una carne sonrosada y perfumada. Al verlo, el monje Tang escondió a toda prisa la
áspera piel de su rostro de caminante entre los pliegues canela de su túnica.
- Mis sábanas y almohadas están ya dispuestas - dijo la diablesa con voz seductora -.
¿Por qué no vienes a dormir?
- ¿Cómo podría yacer junto a vos con mi cabeza totalmente rapada y mis extrañas ropas
de mendicante? - replicó el monje Tang.
- Ven - insistió la diablesa -. Deseo convertirme en la nueva Ilou Tsuei - Tsuei 1.
- Disculpadme, pero no estoy sediento de amor - contestó el monje.
- ¿Cómo puedes decir eso, cuando mi belleza supera a la de la mismísima Hsi - Shr? -
exclamó la diablesa, sorprendida.
- Llevo mucho tiempo dominando mis pasiones - confesó el monje Tang -. Más, quizás,
que el rey Yüe.
- Recordad, hermano del emperador - dijo la diablesa -, que el espíritu de quien muere
bajo las flores se convierte en un amante feliz.
- No poseo nada más valioso que mi yang - respondió el monje -. ¿Cómo voy a
entregárselo, sin más, a un cadáver con el rostro empolvado?
Hasta bien entrada la noche se mantuvieron en este tira y afloja, pero el monje Tang no
dio signo alguno de querer ceder a sus encantos. Aunque la diablesa tiraba de él,
resistiéndose a dejarle marchar, el maestro rechazó todos sus avances. A eso de la
medianoche la diablesa perdió, por fin, la paciencia y gritó furiosa:
- ¡Traedme una cuerda!
El maestro fue atado de tal manera, que, más que un hombre, parecía un mono enfermo.
La diablesa ordenó que le sacaran al pasillo y, tras apagar las luces, se retiraron todos a
descansar. No tardó en cantar el gallo. En el repecho de la ladera de la montaña el Gran
Sabio dio por terminado su descanso y, dijo, levantándose del suelo:
- El dolor de cabeza me duró casi toda la noche, pero ahora me encuentro
perfectamente y sin esa extraña modorra que me aquejaba. A decir verdad, sólo noto
una pequeña molestia.
- ¿Cómo vas a ir a retar a la diablesa? - objetó el Idiota, soltando la carcajada -. Con esa
molestia que dices te dará otro golpe de muerte.
- ¡Quítate de aquí, anda! - dijo el Peregrino, dándole un empujón.
- Sí, sí, mucho quítate y ayer el maestro perdió la cabeza - replicó Ba-Chie, sin dejar de
reír -. Cualquiera lo haría con una mujer como ésa.
- ¡Dejad de decir tonterías, de una vez! - les reconvino el Bonzo Sha -. Ya se ha hecho
de día. ¿A qué esperáis para ir a capturar a monstruo?
- Tú quédate aquí con el caballo y no te muevas - le aconsejó el Peregrino -. Irá
conmigo Chu Ba-Chie.
Poniéndose de pie, el Idiota se estiró la camisa de seda negra y se dispuso a acompañar
al Peregrino. Cogieron las armas y saltaron encima de una roca que había cerca del
biombo de piedra.
- Quédate aquí - dijo el Peregrino a Ba-Chie -. Es posible que la diablesa haya hecho
algún daño al maestro durante la noche. Antes de iniciar la lucha, sería conveniente que
nos cercioráramos de ello. Voy a echar un vistazo. Si el maestro ha cedido a las
seducciones de esa bestia y ha malgastado su yang, nos iremos cada uno por nuestro
lado y asunto concluido. Si, por el contrario, ha resistido con firmeza todos sus avances
y permanece intacta en su interior la naturaleza Zen, nos lanzaremos a la lucha y no
pararemos hasta que no hayamos acabado con ese monstruo y rescatado al maestro.
Sólo entonces proseguiremos nuestro viaje hacia el Oeste.
- ¡No sabes ni lo que dices! - le regañó Ba-Chie -. Como muy bien afirma el proverbio,
« ¿acaso puede usarse un pescado seco como almohada de un gato?». Por mucho que
intentemos lo contrario, terminará comiéndoselo.
- ¡Deja de decir sandeces, de una vez! - exclamó el Peregrino -. Voy a ver lo que ha
pasado.
Tras dejar a Ba-Chie junto al biombo de piedra, el Gran Sabio sacudió el cuerpo
ligeramente y volvió a convertirse en una abeja. Dentro encontró a dos muchachas
dormidas con la cabeza apoyada en las matracas que usaban para marcar las vigilias.
Con sumo cuidado voló hasta el árbol que había en el centro del jardín y echó un vistazo
a su alrededor. Como la diablesa y sus sirvientas habían pasado en vela la mitad de la
noche, estaban tan cansadas, que ni siquiera se habían dado cuenta de que había
amanecido. Todas dormían profundamente en sus aposentos. El Peregrino se dirigió a la
parte de atrás. Pronto empezó a escuchar los quejidos del monje Tang. Volvió la cabeza
y le vio tirado en el pasillo, tan atado como si fuera una bestia peligrosa. El Peregrino se
posó suavemente en su cabeza y le susurró:
- Maestro.
- ¡Así que por fin has venido, Wu-Kung! - exclamó el monje Tang, reconociendo su
voz -. ¡Sácame de aquí en seguida!
- ¿Qué tal lo pasasteis anoche con esa mujer? - preguntó el Peregrino con intención.
- ¡Antes que yacer con ella preferiría morir! - contestó el monje Tang, rechinándole los
dientes.
- Ayer vi que os trataba con un cariño francamente extraordinario - insistió el Peregrino
-. ¿Cómo es que hoy os ha sometido a un tormento tan espantoso?
- Estuvo solicitándome durante la mitad de la noche - explicó el Tang -, pero yo no me
acerqué a su cama ni me desabroché la túnica. Cuando comprendió que no iba a ceder a
sus deseos, ordenó me ataran de esta forma. ¡Devuélveme la libertad, para que proseguir
el viaje en busca de las escrituras!
Mientras mantenían esta conversación, la diablesa se despertó. Aunque estaba enfadada
con el monje Tang, todavía seguía enamorada de él. Al desperezarse oyó hablar de
proseguir el viaje en busca escrituras y gritó, saltando de la cama:
- ¿Quieres decir que te niegas todavía a casarte conmigo, prefiriendo seguir adelante
con ese estúpido viaje?
El Peregrino se llevó tal sorpresa, que al punto abandonó a su maestro. Batiendo las
alas a una velocidad increíble, abandonó la caverna y gritó:
- ¡Ba-Chie!, ¿dónde te has metido?
El Idiota salió corriendo de detrás de la roca y preguntó:
- ¿Ha tenido ya lugar lo que tanto te temías?
- No, no, aún no - contestó el Peregrino, sonriendo -. Durante media noche la diablesa
trató de seducir al maestro, pero él la rechazó una y otra vez. Eso la hizo perder la
paciencia y mandó que le ataran como si fuera una bestia. Estaba contándomelo todo
hace un momento, cuando apareció de pronto esa bestia y tuve que escaparme a toda
velocidad.
- ¿Qué fue exactamente lo que dijo el maestro? - volvió a preguntar Ba-Chie.
- Dijo que no se había acercado a su cama ni se había desabrochado la túnica -
respondió el Peregrino.
- ¡Bien, muy bien! - exclamó Ba-Chie, entusiasmado -. Eso quiero decir que todavía
sigue siendo un monje de verdad. ¡Vamos a rescatarle en seguida!
Poseedor de un carácter muy impulsivo, el Idiota jamás reflexionaba sobre lo que iba a
hacer. Con el rastrillo en alto corrió hacia las puertas de piedra, les asestó un golpe
tremendo y las redujo a trocitos no mayores que una esquirla. Las muchachas que
estaban dormidas con la cabeza apoyada en las matracas de marcar las vigilias dieron un
salto y corrieron, aterrorizadas, hacia los portones que había detrás gritando:
- ¡Abridnos en seguida! ¡Acaban de presentarse los monstruos de ayer y han destrozado
las puertas!
La diablesa estaba saliendo en aquel mismo momento de su habitación y ordenó a las
muchachas que la rodeaban:
- Traedme un poco de agua caliente para lavarme. Después coged al hermano del
emperador y escondedle en el cuarto de atrás, sin desatarle. En cuanto me haya aseado,
saldré a luchar con esos entrometidos.
Cuando se hubo refrescado la cara, cogió el tridente, lo levantó por encima de la cabeza
con las dos manos y salió gritando:
- ¿Cuándo vais a aprender a controlaros, cerdo inmundo y mono loco? ¿Es que no sois
capaces de respetar nada? ¿Cómo os habéis atrevido a destrozar mis puertas?
- ¡Maldita puerca! - gritó, a su vez, el Peregrino -. Has secuestrado a nuestro maestro y
¿aún tienes la desvergüenza de venir a pedimos cuentas? ¡El monje Tang no es tu
marido, sino tu rehén! Si le dejas salir, te perdonaremos la vida; de lo contrario, el
Cerdo derribará con su rastrillo tu montaña hasta dejarla tan plana como un valle.
La diablesa no se arredró, por supuesto, ante tales palabras. Al contrario, haciendo
acopio de una enorme energía, se lanzó contra sus atacantes con el tridente en ristre,
lanzando humo y fuego por la boca y por las narices. Ba-Chie esquivó el golpe,
haciéndose a un lado, y descargó sobre ella un tremendo mandoble. El Gran Sabio se
mantuvo a la expectativa, sin soltar para nada su barra de hierro. La habilidad guerrera
de la diablesa era, en verdad, extraordinaria. Parecía tener, no uno sino muchos pares de
manos, lanzando golpes sin parar y deteniendo magistralmente los que caían sobre ella.
Después de varios asaltos volvió a hacer uso de su arma desconocida y le propinó a Ba-
Chie un golpe tremendo en los labios. El Idiota no tuvo más remedio que abandonar la
lucha, arrastrando penosamente el rastrillo y gritando de dolor. El Peregrino hizo
ademán de continuar la batalla, pero también él se vio obligado a abandonar el campo.
La diablesa, por su parte, regresó triunfante a la caverna y ordenó a las muchachas que
la atendían que taparan las puertas con rocas.
El Bonzo Sha estaba cuidando tranquilamente del caballo en el repecho de la montaña,
cuando oyó los gemidos de un cerdo. Levantó la cabeza y vio a Ba-Chie caminando de
espaldas con los morros hinchados y gritando como una parturienta.
- ¡¿Cómo es posible que...?! - exclamó, sorprendido, el Bonzo Sha.
- ¡Es tremendo! ¡Tremendo! - le atajó el Idiota -. ¡No hay quien aguante un dolor como
éste!
No había acabado de decirlo, cuando apareció el Peregrino y se burló de él, diciendo:
- Ayer te reías de mí, afirmando que tenía un muñón de carne dentro de la cabeza. Hoy
se te ha bajado a ti a los labios.
- ¡No lo soporto! - continuó quejándose Ba-Chie -. ¡Este dolor es terrible! ¡Jamás había
sentido nada igual!
Sin saber qué hacer, los tres se dejaron caer al suelo, desanimados. Al rato, vieron
acercarse por el sur a una anciana con una cesta llena verduras en la mano. Al verla, el
Bonzo Sha exclamó, esperanzado:
- ¡Mira! Ahí viene una anciana. Déjame ir a preguntarle si conoce a esa diablesa o si
sabe qué clase de armas usa para producir unas heridas tan terribles.
- Tú quédate aquí y no te muevas - lo ordenó el Peregrino -. Yo me encargo de eso.
El Peregrino clavó en la anciana sus ojos y vio que por encima de su cabeza flotaba una
nube de buenos augurios y que todo su cuerpo aparecía inmerso en una neblina
perfumada. No le costó trabajo reconocerla y gritó a toda prisa a sus hermanos:
- ¡Venga, rápido, echaos al suelo! ¡Esa mujer es la Bodhisattva!
Olvidándose del dolor, Ba-Chie cayó de hinojos, mientras el Bonzo Sha, sin soltar el
caballo de las riendas, se inclinó con respeto. El Gran Sabio, por su parte, juntó las
palmas de las manos y dijo, arrodillándose:
- Ofrendamos cuanto somos a la misericordiosa y salvadora Bodhisattva Kwang Shr-
Ing.
Al comprender la Bodhisattva que habían reconocido su luz primordial, se elevó
inmediatamente en una nube y se manifestó tal cual era, adoptando la figura de la dama
con la cesta de pescado. El Peregrino corrió hacia ella y dijo, inclinándose, respetuoso:
- Perdonadnos, Bodhisattva, por no haberos dado la bienvenida que merecéis.
Estábamos tratando de liberar a nuestro maestro con tal dedicación, que no nos
percatamos de vuestro descenso a la tierra La prueba a la que hemos sido sometidos esta
vez es prácticamente insuperable, por lo que os suplicamos que nos echéis una mano.
- El poder de esa diablesa es, en verdad, extraordinario - reconoció la Bodhisattva -.
Esos tridentes que maneja con tanta maestría son, en realidad, sus pinzas delanteras y el
arma desconocida que tantos quebraderos de cabeza os ha dado no es ni más ni menos
que su uña ponzoñosa. La lanza adoptando la postura del «caballo que se siente
envenenado» y estirando su cola, pues se trata de un Espíritu Escorpión. Hace mucho
tiempo, se metió en el Monasterio del Trueno, cuando Tathagata estaba enseñando. Al
verla, trató de espantarla con la mano, pero ella, dándose la vuelta, le pegó un tremendo
picotazo en el dedo. Incluso él sintió un dolor insoportable. Los arhats fueron incapaces
de atraparla, aunque pusieron en ello todo su empeño. Si queréis rescatar al monje Tang,
tendréis que acudir a uno de mis discípulos. Yo ni siquiera puedo acercarme a ella.
- Decidnos cómo se llama ese discípulo del que habláis - suplicó el Peregrino,
volviéndose a inclinar -, así podremos solicitar, cuanto antes, su ayuda.
- Vete a la Puerta Este de los Cielos y pregunta por la Estrella de Orion 2 en el Palacio
de la Luz - contestó la Bodhisattva - Él os ayudará a atrapar a esa bestia.
No había acabado de decirlo, cuando se transformó en un rayo de luz brillante que se
dirigió a toda velocidad hacia los Mares del Sur. El Gran Sabio bajó, entonces, de la
nube y dijo a Ba-Chie y al Bonzo Sha:
- Dejad de preocuparos. Hay alguien que puede ayudarnos a liberar al maestro.
- ¿En dónde está ese personaje? - preguntó el Bonzo Sha.
- La Bodhisattva acaba de decirme que vaya a buscar la ayuda de la Estrella de Orion -
contestó el Peregrino -. Así que voy para allá en seguida.
- Pide a los dioses algún remedio contra el dolor - le suplicó Ba-Chie con los morros
hinchados.
- No será necesario - contestó el Peregrino, riéndose -. Después de una noche en blanco
no sentirás nada, como me ocurrió a mí.
- Deja de hablar y márchate cuanto antes - le urgió el Bonzo Sha.
El Peregrino dio un salto y en un abrir y cerrar de ojos llegó a la Puerta Este de los
Cielos, donde fue recibido por el bodhisattva Virudhaka, que le preguntó, inclinándose
respetuosamente:
- ¿A dónde vais, Gran Sabio?
- En nuestra peregrinación hacia el Oeste en busca de las escrituras - contestó el
Peregrino -, mi maestro se ha topado con un obstáculo demoníaco. Eso me ha obligado
a venir al Palacio de la Luz a pedir la ayuda de la Estrella del Sol Naciente.
Mientras hablaba, se acercaron a él los Grandes Mariscales Tao, Chang, Hsin y Tang y
volvieron a preguntarle que adonde iba.
- Tengo que ver a la Estrella de Orion y pedirle que me ayude a liberar a mi maestro de
las garras de un monstruo - respondió el Peregrino.
- Ese dios del que hablas - respondió uno de los mariscales - salió de patrulla esta
mañana por orden expresa del Emperador de Jade.
- ¿Es verdad eso? - preguntó el Peregrino.
- Salimos del Palacio de la Estrella Polar al mismo tiempo que él - contestó el Gran
Mariscal Hsin -. ¿Qué interés podemos tener en engañarte unos guerreros tan
insignificantes como nosotros?
Desde entonces ha pasado mucho tiempo - dijo el Gran Mariscal Tao -. Es posible que
haya vuelto ya. Creo que lo mejor que puedes hacer es ir al Palacio de la Luz. Si no le
encuentras allí, dirígete a la Explanada de la Contemplación de los Astros.
Agradecido, el Gran Sabio se despidió de ellos, no tardando en llegar al Palacio de la
Luz. No se veía a nadie, pero, al darse la vuelta para marcharse, comprobó que se
acercaba un grupo de soldados, detrás de los cuales venía cabalgando el dios. Todavía
lucía su uniforme de gala, tejido totalmente con hilos de oro. Su gorro de cinco dobleces
brillaba como si estuviera hecho del mismo metal. Parecía más pulido incluso que el
espléndido medallón de jade que le colgaba del pecho. Alrededor de la cintura llevaba
un espléndido cinturón con incrustaciones de ocho metales preciosos, del que colgaba
una espada de siete estrellas con la empuñadura en forma de nube. Los adornos que
lucía emitían, al entrechocar entre sí, un tintineo que recordaba el de una campana
sacudida por el viento. Un grupo de criados portaba unos espléndidos abanicos hechos
con pluma de martín pescador, pero se dispersó, en cuanto el Señor de Orion puso sus
pies en la avenida que conducía al palacio. La atmósfera estaba cargada de la fragancia
que por doquier se respira en los Cielos Al ver al Peregrino junto al Palacio de la Luz,
los soldados que le acompañaban corrieron a informarle:
- Está aquí el Gran Sabio Sun, señor.
El dios detuvo en seguida su nube y ordenó a los guerreros que formaran en dos filas,
mientras él iba a saludar a tan ilustre visitante.
- ¿A qué se debe tanto honor? - preguntó, sonriente.
- He venido a pediros que salvéis a mi maestro de un terrible aprieto - contestó el
Peregrino.
- ¿De qué aprieto se trata? - volvió a preguntar el dios -. ¿En qué lugar concreto se ha
visto entorpecido su peregrinar?
- En la Caverna del Laúd de la Montaña del Enemigo Venenoso, que se encuentra,
como sabéis, en el país del Liang Occidental.
- ¿Qué clase de monstruo habita en esa caverna, para haberos movido a visitar a una
deidad tan insignificante como yo? - inquirió, una vez más el dios.
- No hace mucho la Bodhisattva Kwang-Ing ha tenido la delicadeza de decirnos que se
trata de un Espíritu Escorpión - respondió el Peregrino -. Añadió que sólo vos sois capaz
de dominarlo. Por eso, he tenido el placer de venir a veros.
- Ahora tengo que ir a informar al Emperador de Jade de las gestiones que he realizado
- explicó el dios -. Después atenderé con mucho gusto vuestros deseos, ya que, entre
otras consideraciones, venís de parte de la Bodhisattva. Me gustaría tomar el té con vos,
pero soy consciente de la urgencia de la situación, por lo que, en contra de lo que acabo
de deciros, bajaré a capturar a ese monstruo antes, incluso, de presentar mis informes al
emperador.
Al oír eso, el Gran Sabio salió a toda prisa por la Puerta Este de los Cielos y se dirigió
al país del Liang Occidental, seguido por el dios. Al ver la montaña, el Peregrino indicó
a su acompañante:
- Es ahí.
El dios bajó de la nube y se dirigió hacia el biombo de piedra que se levantaba en la
ladera de la montaña. Al verlos acercarse, el Bonzo Sha sacudió a Ba-Chie por el
hombro y le dijo:
- ¡Levántate! Están aquí la estrella y nuestro hermano mayor.
- Disculpad que no os salude con la ceremonia que merecéis - dijo Ba-Chie al recién
llegado, con los morros casi tan hinchados como antes -, pero me encuentro enfermo y
apenas puedo hablar.
- ¿Cómo es posible que haya caído enfermo alguien que se dedica a la práctica de la
virtud? - preguntó el dios, sorprendido -. ¿Qué enfermedad es la que os aqueja?
- En cuanto amaneció esta mañana - explicó Ba-Chie -, fuimos a luchar contra ese
monstruo y me arreó un golpe tremendo en los labios. Desde entonces me duelen de una
forma francamente insoportable.
- Acércate, que voy a curártelos - dijo el dios.
- Si lo hacéis - contestó el Idiota, quitándose la mano de los morros -, os estaré
agradecido toda mi vida.
Sin decir nada, el dios le dio un golpecito en la boca y le roció los labios con una
bocanada de aliento. El dolor remitió al instante. El Idiota cayó de rodillas y gritó,
agradecido:
- ¡Fantástico! ¡Realmente fantástico!
- ¿Os importaría tocarme la cabeza? - pidió el Peregrino, sonriendo.
- ¿Por qué habría de hacerlo? - replicó el dios -. Tú no has recibido ningún picotazo de
ese escorpión.
- Hoy no, pero ayer sí - contestó el Peregrino -. El dolor se me fue diluyendo a lo largo
de la noche, pero todavía siento como adormilado el sitio en el que me picó y temo que,
cuando cambie el tiempo, me empiece a doler otra vez. Curadme también a mí, por
favor. Como había hecho con Ba-Chie, el dios le tocó la cabeza y exhaló sobre ella su
aliento. De esta forma, quedaron anulados los efectos del veneno y el Peregrino dejó de
sentir las molestias que le hacían rascarse como si tuviera pulgas.
- ¡Vayamos, de una vez, a acabar con esa puta! - urgió Ba-Chie al Peregrino con una
ferocidad que no era habitual en él.
- Eso es precisamente lo que iba a sugeriros - afirmó el dios -. Hacedla salir de su
escondite y ya me encargaré yo de atraparla.
Dando un salto tremendo, Ba-Chie y el Peregrino se colocaron justamente enfrente de
la puerta de la caverna. No dejaban de lanzar improperios e insultos, mientras apartaban
con las manos las rocas que cegaban la entrada. El Idiota fue el que más empeño puso
consiguiendo abrir un boquete con ayuda de su rastrillo. Como un loco, se lanzó contra
los portones que había detrás y los redujo a polvo de un golpe. Las muchachas que los
guardaban corrieron, aterrorizadas, a informar a su señora, diciendo:
- ¡Esos dos brutos acaban de destrozar los portones!
La diablesa estaba desatando en aquel mismo momento al monje Tang, para que
pudiera tomar un poco de té y arroz. Al oír que los portones habían quedado hechos
añicos, dio un salto increíble y arremetió con el tridente contra Ba-Chie. El Idiota
detuvo su avance con el rastrillo, mientras el Peregrino le ayudaba con la barra de
hierro. Tras intercambiar unos cuantos golpes, la diablesa se dispuso a lanzar su
tremenda picadura, pero Ba-Chie y el Peregrino se apercibieron de sus intenciones y
huyeron a toda prisa. Ella los persiguió hasta más allá del biombo de piedra, momento
en el que el Peregrino gritó:
- ¿Dónde te has metido, Orion?
El dios se manifestó, entonces, tal cual era: un enorme gallo con dos crestas y una
altura, cuando mantenía erguida la cabeza, de más de dos metros y medio. Al ver a la
diablesa, clavó en ella la mirada y cacareó una sola vez. Como si se hubiera tratado de
una contraseña, ella recobró al punto la forma que le era habitual: la de un escorpión del
tamaño de un laúd. El dios volvió a cacarear y el monstruo perdió toda su coordinación
de movimientos, cayendo muerto pendiente abajo. Sobre tan mágico momento tenemos
un poema, que dice:
El gallo poseía unos colores tan vivos que su cresta y su cuello parecían estar bordados de
piedras preciosas. Se apreciaba su gallardía en la dureza de sus espolones y en la furia que
manaba de sus ojos siempre alerta. Era el símbolo vivo de las Cinco Virtudes, por eso estuvieron
teñidos sus dos cacareos de un aura que sólo poseen los héroes. Se comprendía en seguida que
no era una más entre las aves de corral, sino una estrella de los Cielos comprometida a hacer
respetar por doquier su santo nombre. ¡Qué poco le valieron al escorpión sus deseos por
convertirse en un ser humano! En presencia del gallo celeste se derriten sus falsos encantos y
aparece su auténtica naturaleza.
Ba-Chie corrió hacia donde había quedado tumbada la bestia y, poniéndole el pie en la
parte de arriba del caparazón, exclamó:
- ¡Maldito monstruo! Esta vez no podrás adoptar la postura del «caballo que se siente
envenenado» - y, de un golpe, lo redujo a una masa informe.
El dios volvió a adoptar una forma humana y regresó a los Cielos, montado en su nube.
Al verle desplazarse por el aire a más velocidad que un rayo de luz, el Peregrino, Ba-
Chie y el Bonzo Sha se inclinaron respetuosos, y dijeron:
- Disculpad todas las molestias que os hemos ocasionado. Cuando nos sea posible,
iremos a vuestro palacio a agradeceros cumplidamente lo que hoy habéis hecho por
nosotros.
Cogieron después el equipaje y entraron en la caverna con el caballo. Allí fueron
recibidos por las muchachas, que, rostro en tierra, les dijeron:
- Nosotras no somos monstruos, sino mujeres del país del Liang Occidental que, hace
ya muchos años, fuimos raptadas por ese espíritu maligno. Vuestro maestro se encuentra
llorando en una de las habitaciones de la parte de atrás.
El Peregrino clavó en ellas la mirada y comprobó que, en efecto, ninguna poseía un
aura maligna. Corrió, pues, al interior de la cueva y se puso a buscar al maestro.
- ¡Cuántos problemas os he causado! - exclamó el monje Tang, muy emocionado, al
verlos -. ¿Qué ha sido de esa mujer?
- Era un escorpión enorme - explicó Ba-Chie -. Tuvimos la suerte de que la Bodhisattva
Kwang-Ing viniera a advertírnoslo. Wu-Kung fue, entonces, a los Cielos en busca de la
Estrella de Orion y, con su ayuda, la hemos derrotado. Yo mismo, antes de entrar a
liberaros, la he reducido a polvo. No hay, pues, nada que temer.
El monje Tang no sabía qué hacer para agradecérselo. En la caverna encontraron algo
de arroz y unos pocos tallarines y los cocinaron de la mejor manera que sabían. Una vez
recuperadas las fuerzas, devolvieron la libertad a las muchachas, que regresaron a sus
hogares cantando y llorando de júbilo. Antes de reemprender el camino hacia el Oeste,
los Peregrinos redujeron a cenizas la antigua morada del monstruo. Fue así como,
renunciando a la forma y a la belleza, cortaron los últimos lazos que los ataban al
mundo y, tras vaciar el enorme mar de los deseos, penetraron en la mente del Zen.
Desconocemos aún cuántos años más hubieron de pasar antes de alcanzar la perfección
de la auténtica inmortalidad. Quien desee averiguarlo deberá escuchar con atención las
explicaciones que se ofrecen en el capítulo siguiente.
CAPITULO LVI
Cuando la mente se encuentra totalmente vacía y ningún pensamiento viene a turbar su paz,
alcanza las cumbres de la perfección. Para conseguir tan alto fin, se debe controlar con firmeza al
mono y al caballo, el espíritu y el esperma deben guardar un equilibrio perfecto y los Seis
Ladrones 1 deben ser totalmente destruidos. De esta forma, surgen, pujantes, los Tres Vehículos
2, porque la Iluminación sólo se produce cuando han sido abolidos todos los nidanas. Una vez
destruidas las formas, puede alcanzarse el auténtico Reino del Oeste, donde la felicidad y el gozo
son absolutos.
Decíamos que Tripitaka Tang había logrado mantener intactas las energías de su
cuerpo, gracias a la determinación de su carácter. Era, en efecto, tan inamovible, que no
habría cedido a las pretensiones de la diablesa, ni aunque hubiera sido despedazado con
garfios de hierro. Tuvo la suerte, además, de contar con la ayuda del Peregrino y sus
otros discípulos, que acabaron con el Espíritu Escorpión y le libraron de la Caverna del
Laúd. Cuando reanudaron el viaje, el tiempo no podía ser más claro y benigno. Una
brisa suave esparcía por doquier el cálido aroma de las orquídeas silvestres. Los
bambúes nuevos conservaban intacto, como si fuera un tesoro, el frescor que habían
dejado las últimas lluvias. Nadie transitaba por aquellos parajes, ni siquiera los
recogedores de hierbas medicinales. Los arroyos bajaban llenos de flores de todos los
colores, que contrastaban con el tono pardo de los pájaros que buscaban la protección de
los sauces. Enjambres de abejas revoloteaban alrededor de los granados, ajenas a la
belleza que las rodeaba. Aunque las barcas del dragón seguían haciendo luto en las
aguas del río Mi-Le, los caminantes de tan largo viaje no se detenían a envolver en
hojas de bambú las delicias de arroz 3. Era el paisaje típico que ofrece la naturaleza por
la Fiesta del Doble Cinco. Tanto el maestro como los discípulos contemplaron,
embelesados, la pujanza de la vida. Cuando más alto estaba el sol, se toparon, una vez
más, con una montaña altísima que les cerraba el paso. El maestro detuvo el caballo y,
volviendo la cabeza, dijo:
- Wu-Kung, ahí delante hay una montaña, que, por sus características, debe de estar
poblada de monstruos. Es conveniente que extrememos todas las precauciones.
- No tengáis miedo, maestro - contestó el Peregrino -. Los que hemos abrazado la fe
con el desinterés con que lo hemos hecho nosotros no debemos preocuparnos por las
bestias.
Tranquilizado por esas palabras, el maestro espoleó el caballo y siguieron adelante. Al
poco tiempo llegaron a una alta plataforma desde la que se contemplaba un paisaje que
dejaba al espíritu en suspenso. Cumbres cubiertas de pinos y cedros se perdían en el
azul del cielo. Una tupida red de enredaderas y rosas silvestres colgaba de los
acantilados, a los que hacían sombra picos escarpados de más de diez mil metros de
altura y crestas que superaban los mil. Rocas de tonalidades oscuras aparecían
revestidas del jade vivaz de musgos y líquenes. Su verdor se repetía en las grandes
masas de bosques de enebros y olmos que se extendían hasta donde abarcaba la vista.
En ellos se escuchaba de continuo el canto melodioso de las aves, que parecían querer
competir con el murmullo, auténtico tintineo de jade, de las aguas de los arroyos. Los
senderos estaban festoneados de flores que recordaban montones de piedras preciosas.
¡Qué difíciles resultaban, sin embargo, de transitar!, ¡qué penosa ascensión! Los pies no
encontraban un solo punto llano en el que apoyarse, resbalando de continuo y
amenazando al caminante con dar con todos sus huesos por tierra. Pero tanto esfuerzo
quedaba compensado por la visión fugaz de parejas de ciervos y zorros. Llamaba la
atención el contraste que marcaban las negras pelambres de los monos y el color
blanquecino de los cervatillos. Cuando menos se esperaba, se oía el temible rugido del
tigre o los cantos de las grullas, que llegaban hasta el mismo Cielo. Había tal
abundancia de ciruelas y albaricoques, que sólo con alargar la mano podría cualquiera
alimentarse durante años. Adondequiera que se dirigiera la vista se veían plantas
desconocidas y flores exóticas que mostraban, orgullosas, el tierno milagro de sus
capullos.
El terreno era tan abrupto, que durante mucho tiempo los peregrinos se vieron
obligados a caminar con una lentitud exasperante. Después de trasponer la cima,
acometieron el descenso por la vertiente occidental, llegando al poco rato a una porción
de terreno llano. Deseoso de mostrar su fuerza, Chu Ba-Chie pidió al Bonzo Sha que
cargara con el equipaje y corrió hacia el caballo con el rastrillo por encima de la cabeza,
como si fuera a atacarle. Era claro que trataba de asustarle, pero el animal ni siquiera le
hizo caso. A pesar de los gritos y los gestos de Ba-Chie, siguió cabalgando con la
misma parsimonia de siempre.
- ¿Para qué quieres asustarle? - le regañó el Peregrino -. Déjale que camine a su aire.
- Se está haciendo tarde y no hemos parado de andar en todo el día - dijo Ba-Chie,
abandonando su juego -. Esto de escalar montaña tras montaña da mucha hambre. ¿Por
qué no vamos a ver si por aquí cerca hay alguna casa y pedimos algo de comer?
- Si no os importa, lo haré yo - contestó el Peregrino y agitó la barra de los extremos de
oro, al tiempo que lanzaba su grito.
Aterrado, el caballo salió disparado como si fuera una flecha. Alguno se preguntará por
qué tenía miedo del Peregrino y no de Ba-Chie. La razón es que el Peregrino había sido
nombrado, hacía ya más de quinientos años, caballerizo de los establos celestes por el
propio Emperador de Jade en persona. Eso explica por qué los caballos siempre han
tenido miedo a los monos. El maestro tiró de las riendas, pero no pudo controlar al
animal. No le quedó, pues, más remedio que agarrarse con fuerza a la silla y dejarle
galopar a sus anchas. Así recorrieron alrededor de veinte kilómetros. El paisaje había
cambiado por completo. Ante ellos se abría una gran extensión de campos de labor, el
maestro no tuvo tiempo de gozar de su placidez. De pronto, se oyó un entrechocar de
objetos metálicos y apareció un grupo de más treinta hombres armados con lanzas,
cimitarras, garrotes y barras, que le cerraron el camino, gritando: ¿Se puede saber
adonde vas, monje?
El monje Tang se llevó tal susto que perdió el control del caballo y cayó al suelo. Se
arrastró como pudo hasta unos arbustos y contestó, temblando de pies a cabeza:
- ¡No me hagáis ningún daño, grandes señores! ¡Perdonadme la vida, por favor!
- Está bien - contestaron dos hombres de una corpulencia extraordinaria, que parecían
capitanear el grupo -. Pero tienes que entregarnos todo el dinero que lleves.
Sólo entonces comprendió el maestro que se trataba de bandidos. Levantó lentamente la
cabeza y vio que uno de ellos tenía el rostro verde y una mandíbula tan protuberante
como la de un espíritu maligno. El otro poseía unos ojos tan redondos y saltones como
los de la misma muerte. De las sienes les salían unos mechones de pelos rojizos que
parecían llamas devorando una cabaña. Sus barbas, de un extraño color amarillento,
eran tan fuertes que daban la impresión estar claveteadas en sus mentones. Los dos
llevaban cubierta la cabeza con gorros hechos de piel de tigre y ceñían la cintura con
pieles de bellinas. Uno llevaba en las manos un garrote con dientes de lobo incrustados
en la madera, mientras que el otro traía apoyado en la espalda un báculo
extremadamente rugoso. El de la izquierda recordaba a un tigre de la montaña. El de la
derecha no le iba a la zaga, pues era la imagen viva de un dragón surgiendo, veloz, de
las aguas. Comprendiendo que no iban a atenerse a razones, Tripitaka no tuvo más
remedio que ponerse de pie. Juntó a continuación las palmas de las manos y dijo:
- Este humilde monje, grandes señores, no es más que un enviado del Emperador de los
Tang, cuyo reino se encuentra en las Tierras del Este, al Paraíso Occidental en busca de
escrituras sagradas. Han pasado muchos años desde que abandoné la ciudad de Chang-
An. Eso explica que, aun en el caso de que hubiera partido con las bolsas llenas, ahora
no me quede ni una sola moneda. La verdad es que los que hemos renunciado a la
familia vivimos de las limosnas que nos dan por el camino. ¿De dónde voy a sacar el
dinero que me pedís? Sed indulgentes con este pobre monje y dejadle pasar.
- ¿Qué quieres decir con eso de que seamos indulgentes? - preguntaron los dos jefes de
los bandidos, acercándose a él -. Este es nuestro territorio. Aquí estamos siempre al
acecho, como si fuéramos tigres, con el único fin de despojar a los caminantes de todo
lo que lleven de valor. Si no llevas nada de dinero, nos quedaremos con tus ropas y con
el caballo. Sólo entonces te permitiremos seguir adelante.
- ¡Amitabha! - exclamó Tripitaka, escandalizado -. La túnica que llevo ha sido
confeccionada con el algodón que me dio en limosna una familia y con las agujas que
me regaló otra. Está, además, tan llena de remiendos, que ni para mendigar vale ya. Si
me despojo de ella, no tendré nada con que cubrirme y me quedaré completamente a
merced de los elementos. Debéis tener en cuenta que, aunque en esta reencarnación
seáis hombres aguerridos, es muy posible que seáis unas bestias.
Enfurecido por esa observación, uno de los bandidos cogió un palo y se volvió contra el
maestro con ánimos de darle una paliza. El monje no dijo ni una palabra, pero pensó:
- Mucho te pavoneas tú de tu palo. Espera a que aparezca mi discípulo con su barra y
ya verás.
El bandido no era hombre que se dejara convencer por las razones y empezó a
descargar sobre el maestro una auténtica lluvia de golpes. El monje Tang jamás había
dicho una sola mentira en toda su vida, ante una situación tan desesperada, no le quedó
más remedio que decir:
- ¡No me peguéis más, por favor! Detrás de mí viene un discípulo cargado de onzas de
plata. Cuando llegue, os las daré con muchísimo gusto.
Este monje no vale ni para aguantar el dolor - se burló uno de los bandidos -. Atadle.
Sin pérdida de tiempo, dos de los hombres que le seguían amarraron al maestro con una
cuerda y le colgaron de un árbol. Los otros tres peregrinos habían salido en persecución
del caballo, pero las carcajadas no les permitieron correr a la velocidad que hubieran
deseado. Sin poder contener la risa, Ba-Chie dijo, por fin:
- ¿Dónde nos estará esperando el maestro? Salió tan disparado, que posiblemente se
encuentre muy lejos de aquí.
- No había acabado de decirlo, cuando le vio a lo lejos colgado de un árbol.
- ¡Mirad, allí está! - exclamó, divertido -. Como la espera se le hizo un poco larga, se ha
subido a un árbol y ha empezado a columpiarse. ¡Qué humor el suyo!
- ¡Deja de decir tonterías, de una vez, Idiota! - le regañó el Peregrino -. A mí me
parece, más bien, que está colgado de una rama. Quedaos aquí, mientras yo voy a echar
un vistazo.
De un salto, subió a un montículo que había por allí cerca y vio con claridad al grupo
de bandidos.
- ¡Qué suerte! - se dijo frotándose las manos de alegría -. Estaba empezando a echar de
menos un poco de diversión.
Bajo a toda prisa del montículo y, sacudiendo ligeramente el cuerpo, se convirtió en un
monje joven de aproximadamente dieciséis años y con una bolsa de color azul al
hombro. Se llegó corriendo hasta donde estaba el maestro y le preguntó a grandes
voces:
- ¿Quiénes son esos hombres malvados? ¿Por qué no me contáis lo que ha sucedido?
- ¿A qué vienen tantas preguntas? - replicó el maestro -. ¿Es que no piensas liberarme?
- ¿A qué se dedican esos tipos? - insistió el Peregrino.
- Son asaltantes de caminos - contestó Tripitaka -. Detienen viajeros y les roban todo el
dinero que lleven encima. Como yo no tengo nada, me han atado y me han colgado de
este árbol, esperando a que aparecieras tú, para dejar definitivamente zanjada la
cuestión. Si no logramos convencerlos, tendremos que entregarles el caballo.
- ¡Qué poca valentía la vuestra! - exclamó el Peregrino, sonriendo al oírlo -. Existen
muchos monjes en el mundo, pero ninguno tan cobarde como vos. Tai - Chung, el Gran
Emperador de los Tang, os envió al Paraíso Occidental a entrevistaros con Buda.
Además, vuestro caballo es, en realidad, un dragón. ¿Quién va a poder arrebatároslo a la
fuerza?
- Ya ves cómo me han atado - replicó Tripitaka -. ¿Qué puedo hacer, si deciden darme
una paliza?
- En fin - concluyó el Peregrino -. ¿Qué les habéis contado?
- No tuve más remedio que hablarles de ti - contestó Tripitaka -. ¿Qué otra cosa podía
hacer? Me estaban amenazando con darme una paliza.
- ¡Qué poca resistencia poseéis! - exclamó el Peregrino -. ¿Que les contasteis en
concreto de mí?
- Les dije que eras tú el que llevaba el dinero - respondió Tripitaka -. Tuve que hacerlo,
para que dejaran de golpearme. Fue sólo para salir del paso.
- Me parece muy bien - opinó el Peregrino -. Gracias por hacerme un favor tan grande.
Es el tipo de confesión que esperaba. Si hicierais al mes otras setenta u ochenta, no me
faltaría trabajo. Os aseguro.
Al verle hablar con el maestro, los bandidos los rodearon y dijeron:
- Tu maestro acaba de confesarnos que eres tú el que lleva dinero. Si nos lo entregas de
buena gana, os perdonaremos la vida. De lo contrario, os mataremos antes de que podáis
decir esta boca es mía.
- ¿A qué viene tanto alboroto? - exclamó el Peregrino, quitándose la bolsa de trapo que
llevaba al hombro -. Todo el dinero que llevamos está aquí, aunque os advierto que no
es mucho: alrededor de veinte libras de oro y cerca de treinta lingotes de plata. No llevo
la cuenta del resto de las monedas. Quedaos con toda la bolsa, si queréis. Lo único que
os pido es que no maltratéis a mi maestro. Como muy bien afirma un libro antiguo,
«aunque las riquezas sean importantes, sólo la virtud es realmente necesaria». Lo que
me exigís es una cosa que carece totalmente de importancia. Para los que hemos
renunciado a la familia siempre existen lugares en los que mendigar. Ya nos
proveeremos de todo lo necesario, cuando nos encontremos con alguna persona entrada
en años que desee hacer un buen acopio de méritos. ¿Cuánto pueden gastar unas
personas como nosotros? Lo único que quiero es que pongáis en libertad a mi maestro.
Con eso me doy por satisfecho.
- El monje viejo es un tanto quisquilloso - comentaron satisfechos los bandidos al oír
esas palabras -. Afortunadamente, al joven le sobro generosidad.
- ¡Soltadle inmediatamente! - ordenó uno de los jefes de los bandidos.
En cuanto se sintió libre, el maestro montó en el caballo y, sin preocuparse para nada
del Peregrino, se volvió, fusta en mano, por el camino por donde había venido.
- ¡Vais en dirección contraria! - gritó el Peregrino, Cogió a continuación la bolsa y trató
de seguirle, pero le detuvo uno de los bandidos.
- ¿Adónde crees que vas? - le preguntó el jefe de la banda -. Entréganos el dinero, si no
quieres que acabe con tu vida.
- Como iba diciendo - contestó el Peregrino, sonriendo -, dividiremos el dinero en tres
partes.
- ¡Este monje es más astuto de lo que creíamos! - exclamó el jefe de los bandidos,
malhumorado -. Ahora que su maestro se encuentra sano y salvo, quiere quedarse con
algo para él. De acuerdo. Enséñanos todo lo que llevas. Si es mucho, te dejaremos coger
un poco, para que puedas comprar alguna cosilla de comer.
- No me refería precisamente a eso - contestó el Peregrino -. ¿Crees de verdad, que yo
llevo dinero encima? Lo que quería decir es que vosotros tenéis que repartir conmigo
todo el oro y la plata que habéis robado.
- ¿Habéis oído? - gritó el jefe de los bandidos, fuera de sí -. ¡Este monje no sabe lo que
es bueno! No sólo se niega a darnos lo que lleva, sino que, encima, exige que le
entreguemos lo que es nuestro. ¡Ya está bien de cuentos! ¡Lo que tú necesitas es una
buena paliza! - y, levantando su báculo de nudos rugosos, dejó caer sobre la cabeza del
Peregrino siete u ocho golpes, pero éste siguió como si no hubiera pasado nada.
- Si es así como pegas a la gente - dijo Wu-Kung, sonriendo -, tendré que esperar hasta
la primavera siguiente para que me hagas un poco de daño.
- ¡Qué cabeza más dura tiene este monje! - exclamó el bandido, asombrado.
- Sólo un poco - respondió el Peregrino, sonriendo -. De todas formas, te agradezco el
cumplido.
Cansados de tanta palabrería, otros dos bandidos se unieron a su jefe y empezaron a
descargar una lluvia de golpes sobre el Peregrino que dijo, sin inmutarse:
- Tratad de dominar vuestro enfado, mientras saco algo que quiero enseñaros - se frotó
la oreja y les enseñó una pequeña aguja de bordar -. Yo - añadió, sin dejar de sonreír -,
un humilde monje que ha renunciado a la familia, jamás llevo conmigo nada de dinero.
Sólo poseo esta pequeña aguja, que estoy dispuesto a regalaros con mucho gusto.
- ¡Qué suerte más perra la nuestra! - exclamó el bandido -. Dejamos escapar a un monje
rico y nos quedamos con otro que no tiene ni donde caerse muerto. ¡Éste es un auténtico
burro sin pelo! Por lo que se ve, coser se te da muy bien. ¿Quieres explicarme para qué
quiero yo una aguja?
Al oír que no la quería, el Peregrino la agitó solamente una vez y se convirtió en una
barra del grosor de un cuenco de arroz. Asombrado, el bandido comentó:
- Aunque joven, se nota que este monje es un mago.
El Peregrino dejó caer la barra en el suelo y dijo:
- Se la daré al que sea capaz de levantarla.
Los dos jefes de los bandidos dieron inmediatamente un paso hacia delante y trataron
de moverla, pero sus esfuerzos resultaron tan inútiles como los de una libélula
empeñada en cambiar de lugar un columna de piedra. La barra permaneció firmemente
anclada en el suelo. ¿Cómo podía ser de otra forma, si se trataba de la barra de los
extremos de oro, que había arrojado, en las balanzas celestes, un peso que superaba los
tres mil quinientos kilos? Los bandidos, por supuesto, no lo sabían. El Gran Sabio los
apartó suavemente de su camino y cogió la barra sin ningún esfuerzo. Adoptó después
la postura de serpiente que se enrosca y dijo, apuntando a los bandidos con su
extraordinaria arma:
- Lo mejor que podéis hacer es echar a correr, porque os habéis topado con el Mono.
Uno de los jefes de los bandidos se acercó a él y le propinó otros cincuenta o sesenta
porrazos.
- Debes de tener las manos muy cansadas - se burló el Peregrino -. Creo que ahora me
toca a mí darte un golpecito con mi barra. De todas formas, no te preocupes. No voy a
emplear toda la fuerza de que soy capaz.
Volvió a sacudir ligeramente la barra y alcanzó una longitud de unos ciento cincuenta
metros y un grosor que superaba el de la boca de un pozo. Con ella atizó un pequeño
golpe al bandido, que quedó tumbado en el suelo boca abajo. El otro jefe de la banda
gritó, fuera si:
- ¡Es increíble la audacia de este calvete! No sólo se niega a entregarnos su dinero, sino
que, encima, mata a uno de los nuestros.
- No os preocupéis - contestó el Peregrino, echándose a reír -. Hay para todos. Si no os
he barrido todavía, es porque quiero estar seguro de que no quedáis ni uno solo - y,
dejando caer la barra sobre el otro jefe, le desintegró, como si jamás hubiera existido.
Al verlo, los otros bandidos arrojaron las armas y huyeron, despavoridos en todas las
direcciones. El monje Tang, mientras tanto, cabalgó a toda prisa hacia el este y no tardó
en toparse con Ba-Chie y el Bonzo Sha, que le preguntaron, sorprendidos:
- ¿Adónde vais, maestro? ¿No os dais cuenta que estáis siguiendo la dirección
contraria?
- Daos prisa y decid a vuestro hermano mayor que no abuse del poder de su barra - les
urgió el maestro, tirando de las riendas de su cabalgadura -. Sería lamentable que
acabara con todos esos bandidos.
- Quedaos aquí, mientras yo voy a hablar con él - dijo Ba-Chie lanzándose a una loca
carrera -. ¡No los mates a todos! - iba gritando con toda la fuerza de sus pulmones -. ¡El
maestro desea que te muestres tolerante con ellos!
- ¿Desde cuándo me dedico yo a matar gente? - se defendió el Peregrino.
- ¿En dónde se han metido los bandidos? - preguntó Ba-Chie
- Se han ido - contestó el Peregrino -. Sólo se han quedado durmiendo esos dos de ahí.
- ¡Malditos vagos! - exclamó Ba-Chie, soltando la carcajada -. Debéis de haber pasado
toda la noche en vela. ¿Por qué no vais a descansar a otra parte? ¡Es ridículo que hayáis
escogido un lugar como éste!
El Idiota se acercó a ellos y los miró con cuidado.
- Son como yo - continuó diciendo -. Duermen con la boca abierta y hasta roncan un
poquito.
- Lo dudo - replicó el Peregrino -, porque con la barra les he sacado hasta el «doufu».
- ¡No me digas que tenían «doufu» en la cabeza! - exclamó Ba-Chie.
- ¡Qué tonto eres! - se burló el Peregrino -. ¿No comprendes que me refería a los sesos?
Al oír eso, Ba-Chie corrió hacia donde estaba el monje Tang y le informó, diciendo:
- Los bandidos han dejado el campo libre.
- ¡No me digas! - exclamó Tripitaka, todavía preocupado -. ¿Qué dirección han
tomado?
- ¿Cómo creéis que se han ido corriendo, si tienen las piernas tan rígidas que ni siquiera
pueden andar? - replicó Ba-Chie.
- ¿En qué quedamos? - volvió a preguntar Tripitaka -. ¿No decías que han dejado el
campo libre?
- Están muertos - respondió Ba-Chie -. ¿Qué más campo libre que ése queréis?
- ¿Qué aspecto presentan? - inquirió, una vez más, Tripitaka.
- Tienen dos agujeros en la cabeza - contestó Ba-Chie.
- Abrid la bolsa y sacad unas cuantas monedas - ordenó Tripitaka -. Es necesario ir
cuanto antes a por alguna medicina para tapárselos.
- ¿Estáis bromeando? - exclamó Ba-Chie -. Las medicinas valen sólo para los vivos.
¿Para qué pueden quererlas los muertos?
- ¿De verdad están muertos? - insistió el maestro, desalentado.
Se sentía tan abatido que empezó a lanzar insultos contra el Peregrino, llamándole
mono maldito y simio sin principios. Reanudaron la marcha y no tardaron en llegar al
punto donde yacían los dos cadáveres, cubiertos totalmente de sangre. Incapaz de
aguantar tan macabro espectáculo, el maestro ordenó a Ba-Chie:
- Haz un hoyo con tu rastrillo y entiérralos. Mientras tanto, rezaré una oración por ellos.
- Os estáis equivocando de persona, maestro - contestó Ba-Chie -. No fui yo el que los
mató, sino el Peregrino. Es a él al que corresponde enterrarlos, no a mí. ¡Yo no soy
ningún sepulturero!
Cansado de los continuos castigos del maestro, el Peregrino se enfrentó con Ba-Chie,
diciendo:
- ¡Entiérralos, de una vez, so vago! ¡Como sigas haciéndote el remolón, te voy a
enseñar a qué sabe mi barra de hierro!
Asustado, el Idiota empezó a hacer a toda prisa un hoyo junto a la ladera. En cuanto
hubo alcanzado una profundidad de dos metros y medio, se topó con un suelo
extremadamente rocoso, que se resistía a los envites del rastrillo. El Idiota tiró la
herramienta y empezó a quitar las rocas con el morro. Pronto volvió a encontrar terreno
suave. La pericia del Idiota era tal, que en cada intento lograba profundizar más de
quince centímetros. El agujero no tardó en alcanzar los cuatro metros y se decidió a
meter en él los cuerpos de los dos bandidos. Un pequeño montículo de piedras marcó el
lugar en el que quedaron enterrados. Tripitaka levantó, entonces, la voz y dijo:
- Wu-Kung, trae velas y un poco de incienso. Quiero leer las escrituras y rezar un poco
por ellos.
- ¡Qué tonterías se os ocurren! - exclamó el Peregrino -. ¿De dónde voy a sacar el
incienso y las velas, si nos encontramos a media ladera de una de las montañas más
altas que existen y no hay por aquí cerca ninguna aldea? ¡Es imposible adquirir nada por
estos parajes! Ni aun disponiendo de dinero, podríamos conseguir lo que pedís.
- ¡Quítate de en medio, cabezota! - le ordenó el monje Tang con desprecio -. En vez de
incienso, usaré un poco de hierbas secas. Así podré realizar los rezos.
Tripitaka desmontó del caballo y empezó a orar junto al túmulo de piedras que
marcaban la presencia de una tumba tosca. Entristecido como si los que yacían en ella
fueran familiares suyos, el maestro oró de esta forma:
Inclinado ante vuestros nobles espíritus, os suplico que no echéis en saco roto mis súplicas. No
soy más que un humilde monje procedente de las Tierra del Este, que se dirige hacia el Oeste en
busca de escrituras por expreso deseo del Emperador de los Tang. Fue así como llegué a este
lugar y me encontré con vosotros, fieles súbditos de una digna prefectura enclavada en estas
montañas y cuyo nombre no me cabe el honor de conocer. Con palabras cargadas de amabilidad
os supliqué que me dejarais proseguir mi camino, pero os negasteis a escucharme y, poco a poco,
os fuisteis hundiendo en las simas del enfado. Por eso, perdisteis vuestras vidas a manos del
Peregrino. Ahora lloro yo vuestras muertes ante estos despojos que yacen bajo un túmulo de
tierra. A falta de velas, os ofrezco trozos de bambú. Sé bien que no pueden dar luz, pero vos
conocéis la bondad de mi intención. Por no disponer de ofrendas, os presento cantos rodados y
piedras. No desconozco que no poseen sabor, pero vuestros ojos de espíritus pueden ver la
sinceridad con que ahora los coloco sobre la tierra. Cuando lleguéis al Salón de la Oscuridad y os
pregunten por el nombre de la mano homicida que os ha dado muerte, recordad que ha sido Sun,
y no Chen, el que lo ha hecho. Quien obra el mal merece castigo y quien adeuda debe pagar. No
acuséis, pues, de vuestro crimen a este humilde buscador de escrituras.
- Una vez que os habéis lavado las manos - dijo Ba-Chie -, no estaría de más que
intercedierais un poco en nuestro favor. Al fin y al cabo, no estábamos presentes,
cuando él los mató.
Ni corto ni perezoso, esparció por el suelo otro puñadito de hierbas secas y añadió:
Cuando presentéis vuestro pleito, nobles espíritus, inculpad únicamente al Peregrino. Ni Ba-Chie
ni el Bonzo Sha tienen que ver nada con lo ocurrido.
- No se puede decir que seáis muy amable, ¿no os parece, maestro? - dijo finalmente el
Gran Sabio, sin poderse aguantar -. Ni yo mismo sé cuánta energía he gastado en esta
empresa vuestra de ir en busca de las escrituras. Si he acabado con estos dos bandidos
sin escrúpulos, no ha sido por mi propio gusto, sino por defenderos a vos y vuestros
principios. Sin embargo, en vez de agradecérmelo, sugerís a sus espíritus que presenten
una queja contra mí. Si no hubierais decidido ir al Paraíso Occidental, jamás me habría
convertido en discípulo vuestro ni habría terminado viniendo a un lugar como éste.
¿Qué necesidad tenía de acabar con las vidas de estos dos si me hubiera quedado en mi
casa? Pero, en fin, puesto que así lo habéis dispuesto, también yo voy a decir una
pequeña oración por ellos.
Golpeó tres veces seguidas con la barra de hierro en el túmulo de piedras y añadió:
¡Eh vosotros, bandidos asquerosos, escuchadme! Siete golpes me disteis con vuestros garrotes en
esta parte y otros ocho en esta otra. Lo único que conseguisteis fue ponerme furioso, porque
vuestros golpes ni siquiera me hicieron cosquillas. Reconozco que se me fue la mano y acabé
matándoos. Podéis presentar contra mí todas las quejas que queráis. Os advierto que no me quita
el sueño, porque el Emperador de Jade me conoce bien y los devarajas obedecen mis órdenes; las
Veintiocho Constelaciones tiemblan ante mí y los Nueve Planetas se esconden al verme; hasta
los dioses protectores de ciudades, prefecturas y distritos se inclinan ante mí. No en balde soy
conocido como Sosia del Cielo. El guardián del Monte Tai me teme, los Diez Reyes del Infierno
fueron en cierta ocasión mis servidores y los Cinco Grandes Dioses 4 mis sirvientes. Hasta los
Cinco Ministros de los Tres Reinos 5 y los Dioses de los Diez Puntos Cardinales 6 me consideran
sus amigos. Así que ya estáis advertidos. Id a presentar vuestra queja adonde queráis.
CAPITULO LVII
Decíamos que el Gran Sabio Sun se elevó hacia lo alto con el corazón abatido y el
espíritu sumido en la tristeza. Pensó dirigirse a la Caverna de la Cortina de Agua de la
Montaña de las Flores y Frutos, pero temió que los monos pudieran burlarse de él. Los
héroes auténticos jamás faltaban a su palabra. Decidió después buscar refugio en el
Palacio Celeste, pero comprendió que no le permitirían quedarse allí mucho tiempo.
Escogió, como tercera opción, las islas del mar, pero le dio vergüenza mirar de frente a
los inmortales que allí vivían. Pensó, finalmente, en el palacio de los dragones, pero le
repugnaba la idea de pedir algo al rey de las aguas. Cayó en la cuenta de que no tenía
lugar al que ir y se dijo, apenado:
- En fin, no me queda otro remedio que regresar junto a mi maestro. Mirándolo bien, es
lo único razonable que puedo hacer.
Bajó de la nube y, dejándose caer a los pies del caballo de Tripitaka, dijo:
- Perdonadme, maestro, os lo suplico. Nunca más volveré a matar a nadie. Prometo que
cumpliré sin rechistar todas vuestras órdenes. Sólo os pido que me dejéis acompañaros
hasta el Paraíso Occidental.
Pero el monje Tang se negó a dirigirle la palabra. Es más, en cuanto detuvo al caballo,
comenzó a recitar el conjuro que tanto sufrimiento traía al Peregrino. Lo hizo más de
veinte veces. El Gran Sabio se sacudía como si fuera un muñeco de trapo. Sólo cuando
vio que la arandela que le ceñía la cabeza se le había incrustado unos cuantos en la
carne, decidió el maestro poner fin al recitado.
- ¿Por qué no te marchas de una vez y dejas de molestarme? - preguntó, malhumorado -
. ¿No te dije que no quería volverte a verte?
- ¡No digáis más ese conjuro, por lo que más queráis! - suplicó el Peregrino -. Tengo
muchos sitios a los que ir, pero temí que, sin mi ayuda, no pudierais llegar al Paraíso
Occidental.
- ¡No eres más que un mono asesino y pendenciero! - exclamó Tripitaka, fuera de sí -.
Sólo el Cielo recuerda la cantidad de quebraderos de cabeza que me has dado. ¡Estoy
harto de ti! Además, no es asunto tuyo que llegue o deje de llegar al final de mi viaje.
Márchate de mi vista, si no quieres que empiece de nuevo con el recitado. Te aseguro
que esta vez no voy a parar, hasta que no te salgan los sesos por las orejas.
Comprendiendo que no había nada que hacer y sabiendo que el dolor podía dejarle
reducido a un puro guiñapo, el Gran Sabio dio uno de sus saltos mortales y al punto se
perdió entre las nubes. Fue entonces cuando se dijo, resentido:
- ¡Qué desagradecido es ese monje! Iré a la Montaña Potalaka y le contaré todo a la
Bodhisattva Kwang-Ing.
Dio un giro a su vuelo y en menos de media hora llegó al Gran Océano Austral. Se
posó en la Montaña Potalaka y corrió hacia la gruta de bambú morado. Allí fue recibido
por Moksa, que preguntó, tras saludarle con el debido respeto:
- ¿Podéis decirme adonde vais, Gran Sabio?
- Deseo entrevistarme con la Bodhisattva - contestó el Peregrino.
Moksa le condujo hasta la entrada de la Caverna del Sonido de las Mareas, donde
fueron recibidos por el Joven de la Riqueza de la Bondad, que preguntó, sonriendo:
- ¿A qué debemos el honor de ver por aquí al Gran Sabio?
- He venido a presentar una queja a la Bodhisattva - contesto e Peregrino.
- ¡Qué desparpajo el vuestro! - exclamó el Joven de la Riqueza la Bondad, soltando la
carcajada -. ¿Creéis que podéis hacer lo queráis con la gente y que nadie os lo eche en
cara? La Bodhisattva es una diosa santa y justa, lenta a la ira y rica en perdón, cuyo
ilimitado poder libera del sufrimiento a todo viviente. ¿Podéis decirnos qué mal ha
hecho para que presentéis una queja contra ella? No necesito recordaros que quien acusa
a uno de sus servidores levanta su dedo contra ella misma.
El Peregrino estaba tan abatido, que, al oír eso, lanzó un bufido, que hizo retroceder,
espantado, al Joven de la Riqueza de la Bondad.
- ¡Maldita bestia desagradecida! - gritó, furioso -. ¡Tienes el carácter de un gusano
ciego! Deberías recordar que antes no eras más que un monstruo y que, si la Bodhisattva
te tomó a su servicio, fue porque yo se lo pedí. Desde entonces has gozado de una
libertad absoluta y de una vida tan larga como la del mismo Cielo. ¿Es ésta la forma de
agradecérmelo? En vez de insultarme, deberías arrodillarte mí, por haberte ayudado a
abrazar la Verdad. Lo único que he dicho es que venía a presentar una queja a la
Bodhisattva. ¿Es eso expresarse con un desparpajo irrespetuoso?
- ¡Qué poco sentido del humor tenéis! - exclamó el Joven de la Riqueza de la Bondad,
tratando de calmarle con una sonrisa -. ¿No comprendéis que estaba bromeando? ¿A
qué se debe ese cambio repentino de color de vuestro rostro?
No había acabado de decirlo, cuando apareció volando una cacatúa blanca. Dio dos
vueltas por encima de sus cabezas y al punto cayeron en la cuenta de que la Bodhisattva
deseaba verlos. Moksa y el Joven de la Riqueza de la Bondad corrieron, sin pérdida de
tiempo, hacia el estrado de loto. El Peregrino se dejó caer de hinojos ante la
Bodhisattva. Las lágrimas acudieron prestas a sus ojos, hasta convertirse en un llanto
tan desesperado que toda la caverna se llenó de sus lamentos.
- ¿Quieres decirme qué es lo que te causa tanta pena, Wu-Kung? preguntó la
Bodhisattva después de pedir a Moksa que le ayudara a levantarse del suelo -. Deja de
llorar. Yo aliviaré tus sufrimientos y haré desaparecer tu pena.
Incapaz de contener las lágrimas, el Peregrino volvió a inclinarse con respeto y dijo:
- Hasta ahora jamás he permitido que nadie se burlara de mí. Cuanto he hecho ha sido
siempre por decisión propia. Fue así como, tras ser liberado por vos del justo castigo
que el Cielo envió sobre mi cabeza, me comprometí a acompañar al monje Tang en su
viaje hacia Paraíso Occidental en busca de las escrituras sagradas. Por lograr tan alto
fin, arriesgué varias veces la vida, llegando a arrancar huesecillos tiernos de la boca del
tigre y a escalar por las rugosas espaldas de un dragón. Únicamente me guiaba el deseo
de ver condonada la pena que me fue impuesta por mis propios errores y alcanzar, así, el
reino de lo auténtico. ¿Cómo iba a sospechar yo entonces que, en pago a tanto sacrificio,
el maestro iba a lanzarme a la cara las monedas de la ingratitud? Su ceguera ha llegado
a tal punto, que se muestra incapaz de distinguir entre el bien y el mal, lo blanco y lo
negro.
- Explícame qué quieres decir con eso de lo blanco y lo negro - pidió la Bodhisattva.
El Peregrino relató, entonces, cómo, al dar muerte a los bandidos, el monje Tang había
cedido a la ira, cómo, incapaz de distinguir lo blanco de lo negro, había recitado el
conjuro, hasta dejarle sin fuerzas y al borde mismo de la muerte, cómo habían resultado
inútiles todos sus intentos de reconciliación y cómo, finalmente, al no tener adonde
acudir, había decidido buscar consuelo en el misericordioso reino de la Bodhisattva.
- Cuando Tripitaka Tang recibió el encargo de dirigirse hacia el Oeste - contestó la
Bodhisattva -, se comprometió a seguir en todo momento el camino de la perfección.
¿Cómo iba a aceptar de buen grado esas muertes de las que me has hablado? Le estaba
expresamente prohibido valerse de tus extraordinarios poderes mágicos para librarse de
esos bandidos. Por supuesto que se trataba de una banda de desalmados, pero,
mirándolo bien, no eran más que simples seres humanos y no merecían un castigo
semejante. No tenían absolutamente nada que ver con esos monstruos, diablos y
demonios a los que fuiste dando muerte a lo largo del viaje. Mientras que eso te supuso
un mérito incalculable, acabar con los bandidos fue un acto ciertamente reprobable.
Debías haberte limitado a asustarlos y, así, salvar la vida del maestro. Opino, por tanto,
que tu conducta no fue todo lo virtuosa que hubiera sido de desear.
- Reconozco que no obré bien - dijo el Peregrino, echándose rostro en tierra con los
ojos anegados totalmente en lágrimas -. Pero debía habérseme dado la oportunidad de
lavar mis culpas con mis actos de virtud. No es justo despedirme de la forma como el
maestro lo ha hecho. Os suplico que os apiadéis de mí y recitéis un conjuro que
contrarreste los efectos del que usa el monje Tang conmigo. Liberadme, además, de este
aro de oro que me ciñe las sienes y así podré regresar a la Caverna de la Cortina de
Agua.
- Ese conjuro del que hablas - contestó la Bodhisattva, riendo - me fue enseñado por el
propio Tathagata en el momento mismo de encargarme que encontrara un peregrino en
las Tierra del Este. En ese instante me confió, de hecho, tres tesoros: la casulla bordada,
el báculo de nueve nudos y los tres aros de oro con su correspondiente conjuro.
Lamento tener que decirte que no me transmitió ninguna fórmula para contrarrestar su
efecto.
- En ese caso - concluyó el Peregrino -, no me resta más que despedirme de vos.
- ¿Adónde piensas ir? - preguntó la Bodhisattva.
- Al Paraíso Occidental a pedir a Tathagata que me quite este aro de la cabeza -
contestó el Peregrino.
- Si esperas un momento - replicó la Bodhisattva -, te leeré el futuro.
- ¿Para qué? - replicó el Peregrino -. Tengo bastante con esta desgracia que se ha
abatido sobre mí.
- No me refería a tu futuro, sino al del monje Tang - respondió la Bodhisattva y se
sentó, solemne, en el estrado de loto.
Su mente recorrió los Tres Reinos y la sabiduría de su visión atisbó hasta el último
rincón del universo, antes de abrir los ojos y de decir con la serenidad que la
caracterizaba:
- Tu maestro va a tener que pasar muy pronto por una prueba muy dura, Wu - Kun.
Buscará, desesperado, tu ayuda y yo le diré, entonces, que no tengo ningún reparo en
readmitirte en su compañía. Sólo de esa forma, podréis conseguir las escrituras y
acumular todo el mérito para mirar de frente a Tathagata.
El Gran Sabio no se movió del sitio. Permaneció de pie junto al estrado de loto, sin
atreverse a decir nada, por lo que, de momento, no hablaremos más de él. Sí lo haremos,
sin embargo, del monje Tang, quien, tras la desaparición del Peregrino, siguió adelante
con su viaje, acompañado de Ba-Chie, que llevaba el caballo de las riendas, y del Bonzo
Sha, que portaba con el equipaje. Apenas habían recorrido cincuenta kilómetros, cuando
Tripitaka detuvo el caballo y dijo:
- Salimos de la aldea alrededor de la quinta vigilia. Al poco rato se produjo mi
enfrentamiento con ese díscolo y desde entonces no hemos parado. Es casi mediodía.
Creo que no estaría de más que tomáramos algo. ¿Quién de vosotros está dispuesto a ir
a mendigar algo de comer?
- Desmontad maestro - dijo Ba-Chie -, mientras yo voy a algún pueblo por aquí cerca
en busca de alimento.
Tripitaka bajó del caballo y el Idiota se elevó hacia lo alto. Miró en todas las
direcciones, pero lo único que vio fue una interminable sucesión de cordilleras y
montañas. No había rastro de una sola casa. Bajó de la nube a toda prisa y dijo a
Tripitaka:
- Es imposible mendigar comida. No hay ninguna aldea por aquí cerca.
- En ese caso - concluyó Tripitaka -, tomaremos algo de agua para aplacar la sed.
- Precisamente he visto un arroyuelo hacia el sur de la montaña - explicó Ba-Chie -.
Voy a traer de allí el agua.
El Bonzo Sha le entregó la escudilla de las limosnas y al punto volvió a perderse entre
las nubes. El maestro se sentó a esperarle junto al camino, pero el tiempo pasaba y Ba-
Chie no daba señales de vida La sed atormentaba cada vez más a Tripitaka y la espera
se hacía angustiosa por momentos. Sobre ese instante disponemos de un poema, que
afirma:
No existe cosa mas importante que dominar el aliento, puesto que no hay diferencia real entre la
naturaleza y los sentimientos. Cuando la mente y el espíritu pierden el equilibrio, surge la
enfermedad, de la misma manera que el Tao se desvanece, cuando el esperma y la forma ven
mermarse sus fuerzas. En vano nos afanamos, cuando se marchitan las Tres Flores 1 o pierden su
vigor los Cuatro Grandes 2. De nada valen entonces la tierra y la madera, el metal y las aguas.
¿Cuándo alcanzará la perfección el cuerpo que ha sido despojado de toda su energía?
Al ver lo mucho que hacían sufrir al maestro el hambre y la sed y que Ba-Chie no
volvía con el agua, el Bonzo Sha ató el caballo y dijo:
- Sentaos aquí un momento. Voy a ver si consigo traeros un poco de agua.
Las lágrimas acudieron con tal fuerza a los ojos del maestro, que para expresar su
conformidad, sólo pudo sacudir ligeramente la cabeza. El Bonzo Sha no esperó más.
Montó en una nube y se dirigió a toda prisa hacia el sur de la montaña. La soledad
acentuó aún más la angustia del maestro. Oyó, de pronto, un ruido a sus espaldas y
volvió la cabeza. La sorpresa le hizo ponerse de pie de un salto. Junto al camino vio
arrodillado al Peregrino. Tenía en las manos un cuenco de porcelana, que ofrecía al
maestro con inesperado respeto.
- Ya veis, maestro - dijo, sin levantar la vista del suelo -. Cuando no me tenéis a vuestro
lado, no podéis ni llevaros agua a los labios. Bebed de ésta, mientras voy a mendigar
algo de comida. Está tan fresquita que recobraréis las fuerzas en seguida.
- ¡No beberé de esa agua ni aunque me muera de sed! - exclamó el maestro -. ¡Prefiero
renunciar a la vida antes que tener que ver algo contigo! ¡Márchate y déjame en paz!
- Sin mí jamás alcanzaréis el Paraíso Occidental - insistió el Peregrino.
- ¿Y eso a ti qué te importa? - volvió a exclamar Tripitaka -. ¡Eres u mono sin
principios, que no tiene ningún derecho a venir a importunarme!
El Peregrino perdió la paciencia y gritó, rojo de ira:
- ¿Por qué os complacéis tanto en humillarme? ¡Con vuestra conducta estáis
demostrando que no sois más que un bonzo sin sentimientos! - y arrojó al suelo el
cuenco de porcelana.
Incapaz de controlar la furia que le embargaba, cogió la barra de hierro y propinó al
maestro un golpe tremendo en la espalda, que le hizo perder el conocimiento. Cogió
después las dos bolsas de lana azul y, montando en una nube, se marchó a otra parte.
Ba-Chie, mientras tanto, había logrado aterrizar en la vertiente sur de la montaña. Subió
un pequeño repecho y vio una cabaña escondida entre unas rocas. Sin soltar el cuenco
de las limosnas, se llegó hasta ella y comprobó que, a pesar de su tosquedad, se trataba
de una fracción hecha por mano humana.
- Soy tan feo - se dijo, avergonzado -, que lo más seguro es que me nieguen la ayuda
que he venido a pedir. Lo mejor será que metamorfosee en algo más atractivo.
Sin pensarlo dos veces, hizo un gesto mágico con los dedos, recitó el correspondiente
conjuro, sacudió siete u ocho veces el cuerpo y al instante se convirtió en un monje de
carnes magras y tez amarillenta. Gimiendo como si tuviera una enfermedad incurable,
se llegó hasta la puerta de la cabaña y levantó la voz, diciendo:
- Si en vuestra cocina sobra arroz, justo es que se lo deis a los caminantes atormentados
por el hambre. Yo no soy más que un pobre monje procedente de las Tierras del Este,
que se dirige al Paraíso Occidental en busca de escrituras. Si disponéis de algo de arroz,
no importa que esté frío o quemado, os suplico me lo deis en limosna, pues mi maestro
se muere de necesidad, sentado junto al camino.
Los hombres que habitaban en aquella choza se habían ido al campo y sólo quedaban
en ella dos mujeres. Precisamente acababan de hacer la comida y se disponían a
llevársela a sus maridos, cuando Ba-Chie llamó a la puerta. En el fogón sólo quedaba un
puchero con un poco de arroz quemado en el fondo. Al ver lo enfermizo de su aspecto y
oír aquella historia increíble de que se dirigía al Paraíso Occidental procedente de las
lejanas Tierras del Este, pensaron que la edad le hacía delirar. Temían, de todas formas,
que pudiera caer muerto a su puerta y le llenaron a toda prisa el cuenco de las limosnas
con lo que había sobrado. El Idiota aceptó hasta las costras de arroz quemado. Loco de
contento, regresó sobre sus pasos y, cuando comprendió que nadie le veía, recobró la
forma que le era habitual. Continuó andando y entonces oyó que alguien le llamaba:
- ¡Ba-Chie!
Levantó la cabeza y vio al Bonzo Sha sobre una roca.
- ¡Ven por aquí! - gritó desde arriba. Dio después un salto y se puso a la altura de Ba-
Chie -. ¿Se puede saber adonde has ido? - añadió -. Aquí mismo hay un arroyo de agua
clarísima. ¿Por qué no has cogido un poco para el maestro?
- Al llegar aquí - explicó Ba-Chie, sonriendo de satisfacción -, vi una casa y me acerqué
a pedir un poco de arroz. Me han dado un cuenco lleno, ¿lo ves?
- Me parece muy bien - replicó el Bonzo Sha -, pero el maestro se está muriendo de
sed. ¿Quieres decirme dónde vamos a llevarle el agua?
- Nada más sencillo - contestó Ba-Chie -. Dobla un poco la túnica y echaremos en ella
el arroz. El agua va mejor en el cuenco de las limosnas.
Locos de contento, continuaron el camino de vuelta. No tardaron en ver a Tripitaka
caído en el suelo y con el rostro escondido entre polvo. Alguien había desatado el
caballo, que estaba un poco más adelante relinchando y paciendo a sus anchas. Del
equipaje no había ni rastro. Ba-Chie cedió a la desesperación y, dando una patada en el
suelo, gritó con rabia:
- ¡Han debido de ser esos bandidos a los que apaleó el Peregrino! ¡No han podido ser
otros! Mientras estábamos fuera, han matado al maestro y se han llevado el equipaje.
- Vamos a atar primero el caballo - dijo el Bonzo Sha -. ¿Qué podemos hacer? -
exclamó después en el mismo tono -. ¡Ésta es la clase de desgracia que se abate sobre
los hombres a la hora del mediodía! ¡Pobre maestro! - gritó, abatido, y las lágrimas
corrieron copiosas por sus mejillas.
- Deja de llorar, por favor - le aconsejó Ba-Chie -. Es inútil que sigamos adelante con
ese asunto de las escrituras. Tú cuida del cadáver del maestro, mientras yo voy a ver si
encuentro un ataúd en alguna aldea que haya por aquí cerca. En cuanto le hayamos
enterrado, cada cual, volveremos al sitio del que hemos partido.
Pero el Bonzo Sha se resistía a separarse del lado del maestro. Con cuidado dio la
vuelta al cuerpo y colocó sus mejillas junto a las del monje Tang, al tiempo que gritaba
con más desesperación que antes: ¡Pobre maestro! ¡Pobre maestro!
Pero entonces comprobó que, aunque débilmente, el maestro seguía respirando y que
en su pecho aún latía un hilo de vida.
- ¡Ba-Chie! - exclamó a toda prisa, esperanzado -. Ven aquí en seguida. ¡El maestro no
está muerto!
Sin pérdida de tiempo el Idiota se acercó a ellos e incorporó con cuidado al maestro,
que empezó a recobrar poco a poco la consciencia entre lamentos y quejidos.
- ¡Maldito mono! - se quejó con voz muy débil -. ¡Casi acabas conmigo!
- ¿De qué mono estáis hablando? - preguntaron a la vez Ba-Chie y el Bonzo Sha, pero
el maestro no pudo hacer otra cosa que gemir. Sólo cuando hubo probado el agua, pudo
decir:
- Al poco de marcharos se presentó Wu-Kung otra vez. Cuando me negué a readmitirle
en nuestro grupo, se puso furioso, me arreó un golpe tremendo con la barra de hierro y
se llevó nuestras dos bolsas de la lana azul.
- ¡Maldito mono! - exclamó Ba-Chie, tan furioso que le rechinaban los dientes y el
corazón le golpeaba en el pecho, como si fuera un volcán en erupción -. ¿Cómo ha
podido ser tan desalmado? Bonzo Sha, cuida del maestro, mientras voy a exigirle que
nos devuelva nuestras bolsas.
- ¿A qué viene tanta precipitación? - protestó el Bonzo Sha -. Lo que tenemos que hacer
ahora es llevar al maestro a la casa que hay junto a las rocas y pedir a esas mujeres que
calienten el arroz que acaban de darte. Antes de tomar cualquier decisión, es preciso que
el maestro se recupere del todo.
Ba-Chie no tuvo nada que objetar. Tras ayudar al maestro a montar en el caballo,
cogieron el cuenco de las limosnas y se dirigieron con el arroz a la puerta de la choza.
Dentro sólo había una anciana, que trató de huir, aterrada, en cuanto los vio.
Afortunadamente el Bonzo Sha logró retenerla, juntando las palmas de las manos y
diciendo con humilde voz:
- Nosotros, señora, somos tres monjes procedentes de la corte de los Tang, en las
Tierras del Este, que nos dirigimos hacia el Paraíso Occidental en busca de escrituras. Si
nuestro maestro no se hubiera sentido indispuesto, tened la seguridad de que no
habríamos venido a importunaros para que nos deis un poco de agua caliente.
- Hace un momento - contestó la anciana - se presentó por aquí otro monje de aspecto
enfermizo que también decía provenir de las Tierras del Este. ¿Cómo es que
últimamente todo el mundo es de allí? Si no os importa, os agradecería que fuerais a
pedir a otra casa, porque estoy sola y no tengo nada que ofreceros. Además, al otro le di
toda la comida que me había sobrado.
Al oír eso, el maestro desmontó del caballo con la ayuda de Ba-Chie e, inclinándose
respetuoso ante la anciana, dijo:
- Cuando iniciamos el viaje, tenía tres discípulos. A todos nos unía el deseo de llegar al
Monasterio del Trueno en la India y conseguir las escrituras sagradas, pero
desgraciadamente el más antiguo de mis seguidores, que responde al nombre de Sun
Wu-Kung, renunció a practicar la senda del bien, prefiriendo entregarse a una orgía de
violencia. Por eso le expulsé de mi lado. Lo que menos me esperaba es que fuera a
presentarse de improviso ante mí y a darme un golpe tremendo con su barra. No
contento con eso, nos robó el equipaje y se marchó con todas nuestras vestimentas. Es
preciso que uno de mis discípulos vaya en su búsqueda y recupere nuestras humildes
posesiones, pero antes debemos descansar un poco. Comprenderéis que no podemos
hacerlo al aire libre. Os prometo que, en cuanto hayamos recobrado el equipaje, nos
lanzaremos al camino y no os molestaremos más.
- Pero es que ya hemos dado cuanto teníamos a ese monje de aspecto enfermizo -
repitió la anciana -. También él dijo que era oriundo de las Tierras del Este e iba de
camino hacia el Paraíso Occidental. ¡No comprendo cómo a todos les ha dado por ir al
mismo sitio! ¿Es que no tienen otra cosa que hacer?
- Por supuesto que sí - contestó Ba-Chie, echándose a reír -. Lo que ocurre es que ese
hombre del que habláis era yo. Como tengo un morro tan largo y unas orejas tan
salientes, temí que fuerais a asustaros y negarme lo que vine a pediros. De ahí que me
hiciera pasar por un monje enfermizo. Si no queréis creerme, podéis mirar en la túnica
de mi hermano. Ahí está todo lo que me disteis. ¿Es que no reconocéis vuestro propio
arroz?
Tras comprobar que era verdad lo que decía, la anciana les dejó el libre y los invitó a
sentarse a la mesa. Preparó después un caldero de agua caliente y se lo dio al Bonzo
Sha, para que lo mezclara con el arroz, que se había quedado un poco seco. El maestro
sólo tomó unos cuantos bocados, pero bastaron para que recuperara las fuerzas y viera
la situación con más optimismo.
- ¿Habéis decidido ya quién va a ir en busca del equipaje? - preguntó a sus discípulos.
- Iré yo - respondió Ba-Chie en seguida -. Conozco bien el camino de la Montaña de las
Flores y Frutos, donde tiene su guarida. La última vez que riñó con vos se refugió en la
Caverna de la Cortina de de Agua. Fue allí precisamente donde le encontré.
- Es mejor que no vayas tú - opinó el maestro -. Nunca te has llevado bien con el
Peregrino y tienes una forma muy hiriente de hablar. La más ligera insinuación puede
ponerle furioso. ¿Quién te garantiza que no vaya a golpearte con su barra? No, no, opino
que debe ir Wu-Ching.
- Estoy totalmente de acuerdo con el maestro - dijo el Bonzo Sha en seguida.
- Debes obrar con suma prudencia - le aconsejó el maestro -. Si se aviene a devolverte
las bolsas, muéstrate agradecido y regresa cuanto antes. Si, por el contrario, se niega a
hacerlo, no discutas con él y vete a los Mares del Sur y cuéntale todo a la Bodhisattva.
Ella se encargará de devolvernos nuestras cosas.
- Procura mostrarte cortés con esta familia y cuida bien del maestro - dijo el Bonzo Sha
a Ba-Chie en el momento de despedirse -. Recuerda que quien se porta con respeto con
el que le acoge en su casa tiene asegurada la comida durante muchos días. Volveré lo
antes que pueda.
- De acuerdo - contestó Ba-Chie, sacudiendo la cabeza -, pero no olvides que te
estamos esperando. Tanto si consigues recuperar nuestras cosas, como si no, procura
regresar pronto. No quiero que suceda lo del que se pone a atizar el fuego con una vara
y termina quemando sus dos extremos.
Tras hacer un gesto mágico con las manos, el Bonzo Sha montó en una nube y se
dirigió hacia el continente de Purvavideha. Sobre ese instante disponemos de un poema,
que afirma:
El espíritu ha abandonado su hogar, aunque el cuerpo parece no haber cambiado. ¿Cómo va a
fundirse el elixir, cuando el fuego no alimenta los braseros? La Bruja Amarilla abandona a su
amo y va en busca del Señor del Metal, mientras la Madre Madera 3 se esfuerza por atraer la
atención de su maestro, aunque parece abatido y enfermo. Nadie sabe si volverá ni cuándo se
producirá su retorno. Las Cinco Fases mantienen entre sí una pelea constante. Nada en ellas es
sereno, ni siquiera su interdependiente crecimiento. Únicamente parece unirlas su deseo de
volver a ser las carceleras del Mono de la Mente.
Tras viajar durante tres días y tres noches a lomos de una nube, el Bonzo Sha avistó,
por fin, el Gran Océano Oriental. El murmullo del oleaje llegaba con nitidez hasta sus
oídos. Picados por la curiosidad, miró hacia abajo y vio que estaba amaneciendo. La
oscuridad de la noche cedía a la fría luz del alba, como si fuera una especie de neblina
negra absorbida por el creciente añil del cielo. Por doquier se veían, no obstante, retazos
de un aire denso de sombras y sueños, pero cada vez era más palpable el triunfo de la
luz. El Bonzo Sha estaba demasiado preocupado para poder gozar de la belleza que,
poco a poco, se desplegaba ante sus ojos. Tras dejar atrás la isla inmortal de Ying -
Chou, se dirigió, a lomos de la marea y de la brisa del océano, hacia la Montaña de las
Flores y Frutos. No tardó en avistar unas cumbres tan altas, que se perdían en los cielos,
y tan escarpadas, que sus paños parecían grandes biombos suspendidos de las nubes. Se
posó en el pico más alto y oteó el horizonte, tratando de descubrir el camino que
conducía a la Caverna de la Cortina de Agua. Al acercarse a ella, comenzó a oír los
gritos chillones de los incontables monos que habitaban en la montaña. El Bonzo Sha se
aproximó aún más y vio al Peregrino sentado en un estrado de rocas. Sostenía en las
mano un trozo de papel, que leía una y otra vez a sus súbditos, diciendo:
Li, Emperador de los Gran Tang de las Tierras del Este, por la presente encarga al sabio Chen
Hsüan-Tsang, monje hermanado con el trono y Maestro de la Ley, que parta hacia el Monasterio
del Trueno, enclavado en la Montaña del Espíritu de las Tierras del Oeste, y solicite del Muy
Respetable Tathagata, Patriarca Budista, la entrega de las escrituras sagradas. Tras sufrir una
grave enfermedad, que debilitó seriamente su cuerpo, tuvo la desgracia de ser llamado al Reino
Inferior a dar cuenta de sus actos. Afortunadamente los Reyes de la Oscuridad tuvieron la
delicadeza de alargar sus días en la tierra, haciéndole volver al poco tiempo a la vida. En
agradecimiento, convocó a todos los monjes del imperio, para que oraran ininterrumpidamente
por la suerte de todos los difuntos. Particularmente agradecido se mostró con la Misericordiosa
Bodhisattva Kwang-Ing, que tuvo la delicadeza de aparecerse a él bajo la forma de una luz
cegadora y de manifestarle que en el Oeste residía un Buda, cuyas escrituras tenían el poder de
liberar de sus sufrimientos a los espíritus de los muertos. Eso explica que ahora encargue al
Maestro de la Ley y muy dilecto hermano del trono, Hsüan-Tsang, que trasponga las diez mil
montañas que nos separan del Paraíso Occidental y obtenga las escrituras antedichas. Es deseo
del Emperador de los Gran Tang que se le preste cuanta ayuda sea precisa para llevar a buen
término tan alta misión. Pide, igualmente, a los señores de los reinos del Oeste por los que ha de
cruzar que, en prueba de buena voluntad, permitan pasar libremente por su territorio a esta
delegación que tan dignamente nos representa. El presente es un documento imperial
promulgado en un día favorable de otoño del decimotercer año de reinado de Chen - Kuan, Gran
Emperador de los Tang.
Tras abandonar mi noble nación - se decía a continuación -, he cruzado infinidad de países,
tomando como discípulos a los siguientes monjes: Sun Wu-Kung, conocido también como el
Peregrino, Chu Wu - Neng, que responde, igualmente, al nombre de Ba-Chie, y Sha Wu-Ching,
el Bonzo 4.
Una vez leído el documento, el Rey de los Monos comenzó otra vez por él principio,
como si se hubiera empeñado en que todos sus súbditos aprendieran de memoria. El
Bonzo Sha comprendió en seguida que se trataba del documento de viaje y, sin poder
contener más su impaciencia, abandonó su escondite y dijo:
- No puedes tratar con tan poco respeto un escrito como ése. ¿No comprendes que fue
redactado por el propio emperador en persona y ahora pertenece a nuestro maestro?
Además, ¿por qué lo lees tantas veces?
El Peregrino levantó la cabeza, pero, sorprendentemente, no reconoció al Bonzo Sha y
ordenó con aire autoritario:
- ¡Agarradle!
En un abrir y cerrar de ojos los monos rodearon al Bonzo Sha y lo condujeron, entre
empujones y golpes, ante el Peregrino, que gritó furioso:
- ¿Quién eres tú para osar meterte en la morada de un inmortal sin ser invitado?
El Bonzo Sha comprobó, entonces, lo mucho que había cambiado. Su color era distinto
y, aunque durante muchísimo tiempo habían sido compañeros de viaje, nada en su
actitud denotaba que le conociera. Comprendiendo lo desesperado de la situación, el
Bonzo Sha se inclinó respetuosamente y dijo:
- Permitidme poneros al tanto de cuanto ha sucedido. No debéis olvidar que nuestro
maestro posee un carácter muy impulsivo, que le llevó a culparos de lo ocurrido y a
recitar el conjuro que tanto dolor os produce, con el fin de apartaros de su lado.
Confieso que tampoco nosotros hicimos mucho por aplacarle, quizás debido al hambre
y a la sed que le atormentaban y a nuestro natural deseo por ver satisfechas cuanto antes
sus necesidades. Lo que menos esperábamos, cuando nos apartamos de él, es que vos
fuerais a regresar tan pronto y a dejarle medio muerto en el suelo, tras enfureceros por
lo que os dijo, y cargar con todas nuestras pertenencias. En cuanto recobró el
conocimiento, me encargó que viniera a visitaros y a pediros que, si aún no habéis
dominado vuestra ira, accedáis a devolverle lo que es suyo en nombre de la amistad que
os unió y del agradecimiento que le debéis por haberos concedido la libertad. Está
dispuesto a readmitiros en su grupo, para que juntos alcancemos el Paraíso Occidental y
gocemos de los mismos frutos de la virtud. Si, por el contrario, vuestro odio os impide
reconocerle una vez más como maestro, os agradecería que le devolvierais, por lo
menos, las dos bolsas. De esta forma, podréis disfrutar de una larga vejez entre estas
plácidas montañas y nos habréis hecho a nosotros un inmenso favor.
Al oír eso, el Peregrino soltó una carcajada cargada de soberbia y dijo con desprecio:
- Creo que habéis interpretado mal mi conducta. Si descargue mi furia sobre el monje
Tang y huí después con su equipaje, no fue porque hubiera decidido venir a retirarme a
estas montañas, poniendo así, fin a mis intentos de llegar al Oeste. Al contrario. Si ahora
estoy memorizando este documento de viaje, es porque abrigo la intención de llegar yo
solo hasta allí y pedir a Buda que me entregue las escrituras. Cuando vuelva con ellas a
las Tierras del Este, todo el mundo reconocerá que el mérito ha sido exclusivamente
mío y los habitantes del continente de Jambudvipa me aclamarán como patriarca y
protector. De esa forma, mi fama estará asegurada para toda la eternidad.
- Está claro que no habéis pensado bien lo que acabáis de decir - contestó el Bonzo Sha,
sonriendo -. Que yo sepa, jamás ha mencionado nadie vuestro nombre en relación con
esta ardua empresa de conseguir las escrituras. Una vez que Tathagata hubo establecido
los tres Canones, encargó a la Bodhisattva Kwang-Ing que hallara un buscador de textos
sagrados en las Tierras del Este. Ella recurrió a nosotros, para que cuidáramos de él y le
ayudáramos a trasponer las diez mil cumbres que se elevan entre el principio y el fin de
su viaje. Es más, nos comunicó que el elegido para llevar a cabo tan alta misión había
sido discípulo del propio Tathagata, siendo conocido por doquier por el nombre de
Cigarra de Oro. En cierta ocasión se distrajo, mientras Buda estaba predicando, y eso le
valió la inmediata expulsión de la Montaña del Espíritu. Se le permitió, no obstante,
reencarnarse en las Tierras del Este con la advertencia de que debía regresar al
Occidente tras un largo periplo de dedicación absoluta a la práctica del bien. Dado que
en su deambular había de encontrarse con innumerables obstáculos, se nos liberó de
nuestras condenas y, así, nos convertimos en protectores suyos. Si os negáis a
acompañar al monje Tang, tened por seguro que el Patriarca Budista jamás os confiará
las escrituras sagradas, y todos vuestros sueños de grandeza quedarán reducidos a polvo.
- Siempre has sido tan corto de miras que nunca has llegado a comprender nada -
replicó el Peregrino -. Según acabas de decir, tienes contigo a un monje Tang que
precisa de todo nuestro apoyo. ¿Quién te asegura que yo no tengo otro a mi lado? De
hecho, acabo de escoger a un monje realmente virtuoso, que irá en busca de esas
escrituras y que contará en todo momento con mi ayuda. ¿Qué hay de malo en ello?
Mañana mismo nos pondremos en camino. Si no me crees, te lo enseñaré, para que veas
que es verdad.
Se volvió después hacia sus legiones de monos y gritó:
- ¡Sacad al maestro en seguida!
Los monos no tardaron en aparecer con un caballo blanco, un Tripitaka Tang, un Ba-
Chie con el equipaje y un Bonzo Sha con el báculo del maestro. Eran tan idénticos al
original, que el propio Wu-Ching se quedó mudo de asombro. Veía su propia imagen
reduplicada y las palabras huían de su boca como hojas de bambú a merced del viento.
Por fin, pudo más la ira que su temor y exclamó, furioso:
- ¡Es imposible que exista otro Bonzo Sha! ¡Nadie puede copiar su forma de andar, ni
su manera de sentarse, ni su modo de ser! ¡No basta con apropiarse de su nombre! Para
que aprendas a ser más respetuoso, ¡prueba el sabor de mi báculo! - y descargó sobre la
cabeza del impostor un golpe tan certero, que al instante quedó reducido a polvo.
Se vio, entonces, que no era más que un mono disfrazado de monje. Enfurecido, el
Peregrino echó mano de la barra de los extremos de oro y se lanzó contra su antiguo
compañero de viaje. Los otros monos trataron de rodearle, pero él logró abrirse camino
con ayuda del báculo de matar monstruos y se elevó hacia lo alto.
- ¡Qué poco escrupuloso es ese maldito mono! - se dijo, mientras huía a toda prisa a
lomos de una nube -. Tengo que ir a comunicar en seguida a la Bodhisattva lo que ha
ocurrido.
El Peregrino ni siquiera se molestó en perseguirle. Al ver que abandonaba el campo,
regresó a la caverna y ordenó que desollaran al mono muerto. Una vez frita, su carne fue
servida entre todos los presentes junto con unos vasos de licor de coco. Tras degustar
tan espléndidos manjares, el Peregrino escogió a otro mono que dominaba el arte de las
metamorfosis y al instante se convirtió en una copia exacta del Bonzo Sha. Aunque
conocía todos los senderos que llevaban al Occidente, escuchó de buena gana las
instrucciones que le dio su señor, por lo que, de momento, no hablaremos más de esos
impostores. Sí lo haremos, sin embargo, del Bonzo Sha, quien, tras abandonar los
límites del Océano Oriental y viajar sin detenerse durante un día y una noche, logró
avistar, por fin, la Montaña Potalaka. Picado por la curiosidad, detuvo la nube en la que
viajaba y miró a su alrededor. Jamás había visto un lugar tan extraordinario como aquél.
Aunque escondido a los ojos de los mortales, pertenecía a la vez a la Tierra y al Cielo.
En él confluían cientos de arroyos, como si quisieran purificar de sus imperfecciones las
estrellas y el sol. Allí el viento poseía una dulzura especial y los rayos de la luna
parecían más vivos y luminosos. Cuando la marea crecía, los leviatanes se
transformaban en aves y los monstruos marinos nadaban a placer entre las olas 5. Aquél
era el punto en el que confluían las aguas del Océano Oriental y del Mar del Noroeste.
Los cuatro mares recibían, de hecho, en aquellos parajes, su fuerza vital, aunque en
todos ellos existieran islas habitadas por inmortales. ¿Para qué hablar de la belleza de
Peng - Lai, cuando la de la Montaña Potalaka era infinitamente mayor? Las cumbres de
la montaña en la que se hallaba excavada brillaban como gemas. A su alrededor flotaba
una neblina tan luminosa, que parecía haberse apoderado de todos los rayos de la luna.
Su vaporosidad contrastaba con el fino verdor de los bosquecillos de bambú, sobre los
que revoloteaban bandadas de pavos reales con las colas extendidas. A su lado, posado
en la rama de un sauce, un loro de vivos colores mantenía una conversación ininteligible
con la hierba de jade y con las flores que nunca se marchitan. Los lotos de oro las
miraban con envidia, porque árboles centenarios retorcían penosamente sus troncos por
no privarlas de la caricia directa del sol. Garzas de color blanco revoloteaban por
encima de las cumbres, punteando con su sombra los nidos de los fénix que escondían
los rugosos árboles de las laderas. Aquel lugar estaba impregnado de tal aura de
santidad, que hasta los peces saltaban por encima de las olas, ansiosos por escuchar la
lectura las escrituras y los principios que conducen a la inmortalidad. Aunque le hubiera
gustado contemplar aquella belleza durante cientos de años, el Bonzo Sha posó su nube
en la Montaña Potalaka. En seguida le salió al encuentro el discípulo Moksa, que le
preguntó:
- ¿Cómo es que no estás acompañando al monje Tang? ¿Quieres decirme para qué has
venido aquí?
- Para hablar de un asunto de vital importancia con la Bodhisattva - contestó el Bonzo
Sha, tras devolverle el saludo con una inclinación de cabeza -. Si no te importa, me
gustaría que me condujeras cuanto antes a su presencia.
Moksa sabía que se trataba de algo relacionado con el Peregrino, pero no dijo nada. Se
dirigió inmediatamente al interior de la caverna y dijo a la Bodhisattva:
- Acaba de llegar Sha Wu-Ching, el menor de los discípulos del monje Tang, y desea
entrevistarse con vos.
Al oírlo, el Peregrino Sun, que se encontraba justamente debajo del estrado en el que se
hallaba sentada la Bodhisattva, se dijo, esperanzado:
- Por fuerza el monje Tang ha tenido que encontrarse con una tremenda dificultad y ha
enviado al Bonzo Sha para solicitar la ayuda de la Bodhisattva.
Kwang-Ing ordenó a Moksa que hiciera pasar a Wu-Ching. El Bonzo se echó rostro en
tierra y empezó a golpear el suelo con la frente. Cuando levantó la cabeza para relatar a
la Bodhisattva todo lo que había ocurrido, vio, de pronto, al Peregrino sentado a un lado
y sin decir una sola palabra, le lanzó un golpe tremendo a la cara con su báculo de matar
monstruos. El Peregrino se hizo a un lado, pero no respondió a la incitación.
- ¡Maldito mono! - exclamó el Bonzo Sha, furioso -. Eres culpable de diez mil muertes
y todavía te atreves a venir a engatusar a la Bodhisattva? ¿Qué clase de ser depravado
eres tú?
- ¡No incites a nadie a la lucha en mi presencia, Wu-Ching! - gritó la Bodhisattva -. Si
tienes alguna queja que hacer, exponla y déjame a mí decidir.
El Bonzo Sha puso a un lado el báculo y, arrodillándose otra vez ante la Bodhisattva,
dijo, sin poder contener la ira:
- Este mono maldito es un auténtico esclavo de la violencia. Hace un par de días dejó
muertos junto al camino a dos salteadores que nos salieron al paso. Como podéis
comprender, el maestro le riñó con la severidad que era de esperarse, pero él no le hizo
el menor caso. Aquella misma noche, de hecho, arrasó el campamento de los bandidos y
acabó con todos ellos. Tuvo incluso la osadía de cortarle a uno la cabeza y llevársela al
maestro, que cayó del caballo a consecuencia del susto. Tanta crueldad le valió una
nueva regañina y la prohibición de seguir adelante con nosotros. En cuanto se hubo
marchado, el maestro comenzó a sentir un hambre y una sed insoportables y encargó a
Ba-Chie que fuera en busca de agua. Como tardaba en volver, decidí ir en su busca, sin
sospechar que eso era, precisamente, lo que estaba esperando el Peregrino Sun. En
cuanto vio que el maestro se encontraba solo, le atizó un golpe tremendo en la espalda
con la barra de hierro y se llevó nuestras dos bolsas de lana azul. Hallamos al maestro al
borde de la muerte, pero conseguimos reanimarle y me encargó que fuera a la Caverna
de la Cortina de Agua a recuperar lo que era nuestro. Lo que menos me esperaba es que
hubiera cambiado de rostro y se negara repetidamente a reconocerme. Esta sentado en
su trono y repetía, una y otra vez, el contenido del documento de viaje que entregó al
maestro el Emperador de los Tang. Cuando le pregunté por qué lo hacía, me respondió
que ya no deseaba seguir al monje Tang, que pensaba conseguir él solo las escrituras en
el Paraíso Occidental y que tenía pensado regresar con ellas a Las Tierras del Este. De
esa forma, el mérito sería exclusivamente suyo, la gente le aclamaría como patriarca y
su fama duraría tanto como el tiempo. « ¿Cómo crees que van a darte las escrituras, si
no va contigo el monje Tang?», le pregunté yo entonces. Él contestó que había elegido a
otro monje tan sabio y virtuoso como el que pudiera tener yo a mi lado. Para
demostrarme que era verdad lo que decía, hizo salir a un grupo de fantasmas en el que
figurábamos el monje Tang, un caballo blanco, Ba-Chie y yo mismo. Al verme, grité,
irritado: « ¡Yo soy el único Bonzo Sha que existe! ¿Cómo puede haber otro, aparte de
mí?». Y arreé un tremendo golpe al impostor con mi báculo de destruir monstruos. Se
vio, entonces, que no era más que un mono disfrazado, pero ese simio sin sentimientos
montó en cólera y trató de capturarme con ayuda de sus súbditos. Afortunadamente
logré escapar y decidí venir en seguida a informaros de cuanto había ocurrido. En
cuanto a él, debe de haberse servido de su famoso salto para llegar antes que yo y
embaucaros con sus historias de falso arrepentimiento.
- Procura no acusar al que es inocente, Wu-Ching - le aconsejó la Bodhisattva -. Wu-
Kung lleva, de hecho, a mi lado cuatro días y no se ha movido para nada de donde le
ves. ¿De dónde iba a haber sacado otro monje Tang para tratar de hacerse él solo con las
escrituras?
- ¡Pero yo vi al Peregrino Sun en la Caverna de la Cortina de Agua! - insistió el Bonzo
Sha -. ¿Pensáis que os estoy mintiendo?
- No sigas dando vueltas a eso en la cabeza - contestó la Bodhisattva -. Pediré a Wu-
Kung que vaya contigo a la Montaña de las Flores y Frutos a ver qué es lo que ocurre
exactamente. La Verdad es indestructible, mientras que la mentira es fácil eliminarla.
Lo descubriréis en cuanto lleguéis allí.
El Gran Sabio y el Bonzo Sha no demoraron la marcha. Partieron, nada más despedirse
de la Bodhisattva, al encuentro con la Verdad. Como consecuencia de su viaje, ante la
Montaña de las Flores y Frutos quedó claramente separado lo blanco de lo negro y la
bondad desenmascaró a la maldad en la puerta misma de la Caverna de la Cortina de
Agua.
Desconocemos, de momento, cómo lo consiguieron. Quien desee averiguarlo tendrá
que escuchar con atención las explicaciones que se ofrecen en el siguiente capítulo.
CAPÍTULO LVIII
LAS DOS MENTES SUMEN EL UNIVERSO EN UN DESORDEN TOTAL.
ENORMEMENTE DIFÍCIL PARA UNA SUBSTANCIA CUALQUIERA ALCANZAR EL
REPOSO ABSOLUTO
La desgracia se abatirá sobre el que posea dos mentes. Él mismo la llamará con urgencia, ya que
tratará de comprender a la vez lo cercano y lo lejano. Buscará, al mismo tiempo, ocupar el puesto
de Gran Consejero y de Señor de los Carillones de Oro. Hará la guerra a la vez en el norte y en el
sur y pugnará por asolar en el mismo momento el este y el oeste. El que desee trasponer las
puertas del Zen debe desprenderse de la mente y dejar que el embrión sagrado 2 vaya creciendo
poco a poco en su interior.
Sin dejar de pelear un solo instante, no tardaron en avistar el Monasterio del Trueno,
que se elevaba, majestuoso, en la Montaña del Espíritu del Paraíso Occidental. En aquel
mismo momento los Cuatro Grandes Bodhisattvas, los Ochos Grandes Reyes
Diamantinos, los Quinientos Arhats, los Tres Mil Protectores de la Fe, los monjes y
monjas mendicantes, los upasakas y los upasikas se hallaban reunidos junto al trono de
loto de las siete piedras preciosas, con el fin de escuchar las enseñanzas de Tathagata.
Explicaba que lo que existe se halla contenido en lo que no existe; lo que no existe, en
lo que no puede existir; lo que posee forma, en lo que no la tiene; y lo que está vacío, en
lo que no lo está. Esto es así porque lo que no existe es lo que existe, y lo que no puede
existir, lo que no existe. Lo que carece de forma es, por otra parte, lo que posee forma, y
lo que está vacío, lo que, en realidad, no lo está. Lo vacío, sin embargo, está de verdad
vacío, y lo que posee forma no carece de ella. Pero la forma no tiene una forma fija, de
ahí que sea vacío. Lo vacío, por su parte, no posee una vacuidad fija, de ahí que sea
también forma. El conocimiento de lo vacío es lo no vacío, del mismo modo que el
conocimiento de la forma es la no forma. Cuando los nombres y la acción se
complementan, se alcanza la comprensión total y absoluta.
Tras escuchar tan maravillosas doctrinas, todos los presentes inclinaron la cabeza y
repitieron al unísono lo que Buda acababa de enseñarles. Agradecido, Tathagata hizo
descender sobre ellos una lluvia de pétalos celestes, antes de decir con un cierto deje de
satisfacción:
- Todos vosotros poseéis una sola mente. Contemplad a qué lamentable situación puede
conducir el hecho de poseer dos.
Todos los presentes levantaron la cabeza y vieron a los dos Peregrinos enzarzados en
una escalofriante batalla, al tiempo que posaban sus pies en las sagradas tierras del
Trueno. Los Ocho Reyes Diamantinos experimentaron tal indignación, al contemplar
semejante espectáculo, que trataron de impedirles la entrada, diciendo:
- ¿Se puede saber adonde vais?
- Un monstruo se ha adueñado de mi personalidad y deseo que Tathagata determine qué
es lo que nos distingue desde la inalcanzable altura de su trono de loto.
A pesar de sus esfuerzos, los Ocho Reyes Diamantinos no pudieron detenerlos y los dos
monos continuaron guerreando, hasta que se encontraron delante mismo del estrado de
las siete piedras preciosas.
- Como sabéis - dijo el Gran Sabio, arrodillándose ante el Gran Patriarca Budista -, he
dedicado mi vida a proteger al monje Tang en su largo viaje hasta estas tierras en busca
de las escrituras sagradas. Por alcanzar causa tan noble, no he dudado en agotar mis
fuerzas, destruyendo monstruos y dominando demonios. Hace cierto tiempo, no
obstante, nos salieron al encuentro unos bandidos y me vi obligado a matar a unos
cuantos. Eso provocó la ira de mi maestro, que me apartó de su lado, privándome del
consuelo de venir a presentar mis respetos ante vuestra dorada figura. No me quedó más
remedio que acudir a la Bodhisattva Kwang-Ing de los Mares del Sur en busca de
consuelo. Poco me figuraba yo entonces que un monstruo había asumido
fraudulentamente mi personalidad y hasta mi forma de hablar y se había presentado ante
el maestro, dejándole medio muerto y llevándose todo su equipaje. Wu-Ching, el menor
de mis hermanos, le siguió hasta la montaña de la que soy originario y allí se enteró, con
horror, de que esta bestia pensaba valerse de un monje falso para hacerse con las
escrituras. Afortunadamente, Wu-Ching logró escapar y corrió a informar de todo a la
Bodhisattva de los Mares del Sur, que sugirió que condujéramos al impostor ante su
presencia. Pero ni ella, ni los moradores celestes, ni el propio monje Tang, ni los Reyes
de las Tinieblas han podido determinar qué es lo que realmente nos distingue. Por eso
me he atrevido, finalmente, a acudir ante vos y suplicaros que abráis de par en par las
puertas de vuestra insondable comprensión misericordiosa y me ayudéis a discernir el
bien del mal. De esa forma, podré reintegrarme a la compañía del monje Tang, llegar
hasta aquí a presentaros nuestros humildes respetos, hacernos con las escrituras y
regresar con ellas a las Tierras del Este, para que todos conozcan la bondad de vuestras
doctrinas.
Todos los presentes oyeron, asombrados, cómo los dos Peregrinos pronunciaban las
mismas palabras al mismo tiempo y con el mismo tono de voz, sin poder distinguir al
auténtico del falso. Únicamente Tathagata poseía el poder de discernirlos. Abrió la boca
para emitir su juicio, pero en ese mismo momento surgió, procedente del sur, una nube
de color rosáceo que traía a la Bodhisattva Kwang-Ing. Se inclinó respetuosamente ante
Buda con las palmas de las manos unidas, pero, antes de que pudiera decir algo, le
preguntó el propio Tathagata:
- ¿Podéis distinguir al auténtico Peregrino del falso?
- Hace unos días - respondió la Bodhisattva - acudieron a mí con ese mismo dilema,
pero fui incapaz de determinar qué era lo que distinguía a uno del otro. Les sugerí que
acudieran al Palacio Celeste y a la Mansión de las Tinieblas en busca de una solución,
pero tampoco allí pudieron ofrecérsela. He venido, pues, a suplicaros, en nombre del
auténtico Peregrino, que se la facilitéis vos.
- Aunque el poder de tu dharma es inmenso y tienes capacidad para ver cuanto ocurre
en el universo - contestó Tathagata, sonriendo -, no te está permitido penetrar en la
naturaleza de las cosas ni posees el conocimiento total de las clases de seres.
La Bodhisattva le pidió que explicara tan profundos pensamientos y Tathagata añadió:
- Existen cinco clases de inmortales en el universo: los celestes, los terrestres, los que
participan de la naturaleza divina, los que poseen un substrato humano y los que
pertenecen al mundo del espíritu. Hay, así mismo, cuatro clases de seres: los de pelo
corto, los que tienen su cuerpo recubierto de escamas, los que se protegen de las
inclemencias del tiempo con pieles, los que surcan los aires y los que se arrastran por el
polvo. Extrañamente, este impostor no pertenece a ninguna de ellas. Ello se explica
porque existen cuatro tipos de simios que no caen dentro de las categorías que acabo de
mencionar.
- ¿Podríais explicarme cuáles son esos tipos de simios a los que os referís? - volvió a
preguntar la Bodhisattva.
- Al primero - respondió Tripitaka - pertenece el mono de piedra, con una inteligencia
tan desarrollada que ha llegado a dominar el arte de las metamorfosis, posee capacidad
para observar el cambio de las estaciones, conoce los tesoros que encierra la tierra y es
capaz de alterar las órbitas de las estrellas y los planetas. Al segundo pertenece el
mandril de nalgas rojizas, que conoce los misterios del yin y el yang, comprende los
asuntos humanos, se muestra responsable en todo cuanto emprende y lucha con todas
sus fuerzas por evitar la muerte y alargar indefinidamente su vida. Al tercero pertenece
el gibón, de brazos tan largos que es capaz de agarrar la luna y el sol, reducir la altura de
mil montañas, interpretar los signos propicios y distinguirlos de los que no lo son,
jugando a sus anchas con el universo. A la cuarta pertenece el macaco de seis oídos, tan
exquisito en sus apreciaciones, que puede comprender los principios fundamentales,
conocer el pasado y el futuro y penetrar en el misterio de todo cuanto existe. Estos
cuatro tipos de monos no están contenidos en las diez clases de seres ni en la infinidad
de especies que llenan los cielos y la tierra. Bajo mi punto de vista ese falso Sun Wu-
Kung por fuerza tiene que ser un macaco con seis oídos 3, pues es capaz de conocer lo
que está ocurriendo a diez mil kilómetros de distancia y escuchar con toda claridad lo
que se dice en un lugar más apartado incluso que ése. Por eso me he referido a él como
un ser tan exquisito en sus apreciaciones que puede comprender los principios
fundamentales, conocer el pasado y el futuro y penetrar en el misterio de todo cuanto
existe. Debe concluirse, pues, que ese simio con el mismo cuerpo y la misma voz que
Wu-Kung es un macaco de seis oídos.
Al escuchar de labios de Tathagata tan acertado veredicto, el macaco comenzó a
temblar de miedo. Dio, después, un salto tremendo y trató de huir por los aires, pero
Tathagata ordenó a los Cuatro Bodhisattvas, a los Ocho Reyes Diamantinos, a los
Quinientos Arhats, a los Tres Mil Protectores de la Fe, a los monjes y monjas
mendicantes, a los upasakas, a los upasikas, a Kwang-Ing y a Moksa que le rodearan y
no le dejaran escapar. El Gran Sabio quiso unirse también a la caza, pero se lo impidió
Tathagata, diciendo:
- No te muevas de donde estás, Wu-Kung. Ya me encargaré yo de capturarle.
Tan seguro estaba el macaco de que no iba a poder escapar, que los pelos se le pusieron
de punta de puro terror. Pese a todo, sacudió ligeramente el cuerpo y al instante se
convirtió en una abeja, que se elevó tranquilamente hacia lo alto. Sin pérdida de tiempo
Tathagata arrojó hacia arriba un cuenco de pedir limosnas, de oro, que, tras atrapar a la
abeja, la depositó con suavidad en el suelo. Ninguno de los presentes se dio cuenta de
ello. Todos pensaron que el macaco había logrado escapar. Dándose cuenta de su
tristeza, Tathagata los llamó a su lado y les dijo, sonriendo:
- Dejad de lamentaros. El monstruo no ha conseguido huir. Se encuentra debajo de mi
cuenco de pedir limosnas.
Todos los presentes rodearon el cuenco y lo levantaron con cuidado. El macaco de seis
oídos apareció ante su vista con la forma que le era habitual. Incapaz de contener la
furia, el Gran Sabio levantó la barra de hierro por encima de su cabeza y, de un solo
golpe, lo redujo a polvo. Desde entonces no ha vuelto a verse ni un solo ejemplar de ese
tipo de simios.
- ¿Qué has hecho, Wu-Kung, qué has hecho? - exclamó Tathagata, movido a
compasión.
- No deberíais mostraros tan triste por su suerte - contestó el Gran Sabio -. Trató de dar
muerte a mi maestro y le robó todo su equipaje. Según la ley, era culpable de asalto y
robo a plena luz del día y esos cargos están penados con la muerte.
- Regresa junto al monje Tang y ayúdale a llegar a este lugar lo más rápidamente
posible. Es preciso que no se demore más la obtención de las escrituras.
El Gran Sabio se echó rostro en tierra y, golpeando repetidamente el suelo con la frente
en señal de agradecimiento, dijo a Buda:
- Hay una cosa que debéis saber: el maestro se niega a aceptarme en su compañía. De
nada servirá hacer un viaje tan largo. Os suplico, pues, que recitéis un conjuro, para que
se me desprenda de la cabeza este aro de oro, y, así, podré volver a mi anterior vida de
laico.
- ¡Deja de decir tonterías, por favor, y no te muestres tan poco respetuoso! - le aconsejó
Tathagata -. Si pido a Kwang-Ing que se encargue de llevarte junto al maestro, ten la
seguridad de que esta vez no te apartará de su lado. Procura prestarle cuanta ayuda
precise, y cuando hayáis alcanzado el final del viaje y hayáis entrado en la patria del
nirvana, tú mismo te sentarás en un trono de loto.
Al oír esas palabras, Kwang-Ing juntó las palmas de las manos y, de esa forma,
agradeció a Tathagata la gracia que le había concedido. Acompañada por Wu-Kung,
montó en una nube y abandonó la Montaña del Espíritu, seguida por Moksa y la cacatúa
blanca. No tardaron en llegar a la cabaña en la que se encontraba descansando el monje
Tang. Al verlos, el Bonzo Sha se lanzó al interior de la choza y pidió, muy excitado, al
maestro que saliera a darles la bienvenida.
- El que te golpeó el otro día - explicó la Bodhisattva con su dulzura habitual - no fue el
Peregrino, sino un macaco de seis oídos que se hizo pasar por él. Afortunadamente
Tathagata ha podido desenmascararle y Wu-Kung le ha dado muerte. Es preciso que le
readmitas de nuevo en tu compañía, pues son aún muchos los obstáculos a los que has
de hacer frente antes de llegar al final de tu viaje. Sin él jamás lograrás alcanzar la
Montaña del Espíritu ni pedir a Buda que te haga entrega de las escrituras. ¿A qué
viene, entonces, seguir enfadado con él?
- Está bien - contestó Tripitaka, golpeando el suelo con la frente -. Haré lo que me
pedís.
No había acabado de decirlo cuando se levantó un viento fortísimo procedente del este
y apareció Chu Ba-Chie montado sobre una nube y con las dos bolsas de lana azul a la
espalda. En cuanto vio a la Bodhisattva, se echó rostro en tierra y dijo:
- Acabo de regresar de la Caverna de la Cortina de Agua, en la Montaña de las Flores y
Frutos, adonde fui, por orden expresa del maestro, en busca de nuestras cosas. Lo más
sorprendente fue que allí me encontré con un monje Tang falso y un Ba-Chie que nada
tenía que ver conmigo. No necesito deciros que acabé con ellos de un solo golpe. En
realidad, no eran más que dos monos. Entré después en la caverna y, al ver que no
faltaba ni una sola de las pertenencias del maestro, volví a montarme en una nube y me
vine para acá a toda prisa. Por cierto, ¿qué ha sido de los dos Peregrinos?
La Bodhisattva volvió a relatar cómo Tathagata había descubierto la naturaleza del
falso y cómo el Gran Sabio había terminado con él. El Idiota no podía estar más
contento, tras escuchar tales nuevas. La alegría se había apoderado, de hecho, de todos
los peregrinos, que se echaron rostro en tierra y agradecieron a la Bodhisattva cuanto
había hecho por ellos. Kwang-Ing se dirigió, entonces, a los Mares del Sur, mientras los
monjes, unidos hasta el punto de poseer una sola mente y un solo corazón, se despedían
de la familia que con tanto cariño los había acogido en su cabaña. No quedaba ni rastro
de su antigua animadversión cuando reanudaron, por fin, el camino que conducía hacia
el Oeste. Sobre ese momento disponemos de un poema, que afirma:
Cada vez que se ponían en marcha, las Cinco Fases experimentaban un cambio profundo y los
monstruos que acababan de derrotar se fundían con la luz primigenia. El espíritu volvía,
entonces, a su hogar y el Zen adquiría su quietud absoluta. Sólo cuando se hallan bajo control los
seis sentidos, es posible destilar el elixir.
Desconocemos aún si Tripitaka consiguió ver a Buda frente a frente o si logró hacerse
con las escrituras. Quien desee averiguarlo deberá escuchar con atención las
explicaciones que se dan en el capítulo siguiente.
CAPÍTULO LIX
Aunque los cantos rodados y las hierbas salvajes han borrado los senderos, yo conozco el bosque
con más perfección que las nubes que navegan por encima de nuestras cabezas. Cuando veo por
la mañana que la lluvia riega las cumbres que miran hacia el poniente, sé que al anochecer los
arroyuelos que fluyen hacia el sur bajarán totalmente llenos de agua.
CAPITULO LX
Ese poderoso del que os hablo es, en realidad el Rey Toro - explicó el espíritu de la
montaña. - Eso quiere decir que es él el que provoca esas llamas y que el nombre de
Montaña de Fuego es tan falso como el abanico que me prestó su mujer - concluyó el
Peregrino.
- No, no. No es eso - le corrigió el espíritu de la montaña -. No me atrevo a contaros
toda la historia, a no ser que prometáis no enfadaros conmigo.
- Podéis hablar con toda libertad - le animó el Peregrino.
- Este fuego fue provocado por vos - dijo el espíritu de la montaña.
- ¡No digas estupideces, por favor! - exclamó, furioso, el Peregrino -. ¡Yo jamás he
estado en este lugar! Además, ¿crees que soy un pirómano?
- Ya veo que no me reconocéis - añadió el espíritu de la montaña -. Antes aquí no había
ninguna montaña. Todo empezó hace aproximadamente quinientos años, cuando
sumisteis el Palacio Celeste en un caos total y fuisteis entregado a Lao-Tse por el sabio
ilustre que os capturó 1. Como recordaréis, el Patriarca Taoísta os metió en el Brasero de
los Ocho Triagramas, para que sufrierais un proceso de refinamiento total. Sin embargo,
al levantar la tapa, saltasteis del horno del elixir y lo tirasteis por el suelo. Algunas
ascuas vinieron a caer precisamente a este lugar y se convirtieron en la Montaña de
Fuego que ahora veis. En aquel entonces yo era el encargado del brasero del Palacio
Tushita. Lao-Tse me acusó de ser poco responsable y me expulsó de su lado. No
teniendo sitio mejor adonde ir, me convertí en el espíritu local de esta montaña.
- ¿Así que eres un taoísta? - exclamó Ba-Chie, un tanto molesto -. No me extraña que
vayas vestido así.
- Continúa contándome toda la historia - le urgió el Peregrino, sin creerle del todo -.
¿Qué tiene que ver el Rey Poderoso en todo este asunto?
- Aunque, como sabéis, es el esposo de la Diablesa - siguió diciendo el espíritu de la
montaña -, la abandonó hace cierto tiempo y se marchó a vivir a la Caverna que Toca
las Nubes, que se encuentra en la Montaña de la Provisión de Truenos. Durante más de
diez mil años fue la morada de un Rey Zorro, pero tuvo la mala fortuna de fallecer,
dejando tras él a una hija llamada Princesa del Rostro de Jade y un sinfín de
propiedades, de las que nadie se ocupaba. Hace aproximadamente dos años, al enterarse
de que el Rey Toro poseía unos poderes mágicos realmente extraordinarios, le ofreció
todas sus riquezas como dote y se desposó con él. Eso explica que el Rey Toro no
conviva ya con la Diablesa ni haya vuelto a aparecer por aquí en todo este tiempo. Él
sigue conservando en su poder el auténtico abanico de las hojas de palma. Si lográis
entrevistaros con él y le convencéis para que os lo preste, podréis hacer tres obras
buenas: ayudar a vuestro maestro a proseguir su viaje, librar a las gentes que viven por
aquí de esa maldición de fuego y granjearme el perdón de Lao-Tse, para que, de una
vez, pueda regresar a los Cielos.
- ¿Dónde se alza la Montaña de la Provisión de Truenos y a qué distancia se encuentra
de aquí? - preguntó el Peregrino.
- A siete mil quinientos kilómetros hacia el sur - contestó el espíritu de la montaña.
El Peregrino ordenó a Ba-Chie y al Bonzo Sha que cuidaran del maestro.
El espíritu de la montaña se ofreció en seguida a hacerle compañía durante su ausencia
y se despidió del Peregrino, que desapareció detrás de las nubes a una velocidad
increíble. Al cabo de media hora de viaje se topó con una montaña altísima. Su cumbre
se perdía en el azul de los cielos y sus raíces se hundían hasta las entrañas mismas de la
tierra. Su vertiente sur aparecía cubierta de una espesa vegetación tropical, mientras que
la norte yacía perennemente enterrada bajo una capa de hielo, que no lograban fundir
los calores del verano. Allí imperaba un invierno eterno con su cohorte de vientos
gélidos y sus ejércitos de heladas. ¡Qué contraste con la vertiente en la que reinaba el
sol! Allí los lagos en los que moran los dragones formaban una tupida red de aguas,
cuyas orillas aparecían cubiertas de coloridos bordados de flores. Hasta en las guaridas
de los tigres, cuyas bocas sombrías se abrían entre los acantilados, se veían capullos a
medio abrir. Los troncos de los árboles se retorcían, caprichosos, por encima de las
rocas, como si quisieran contemplarse en el verde jade de las aguas. Todo guardaba en
aquel paisaje una proporción tan perfecta, que la rugosidad de la piedra se repetía en los
troncos de los abetos y pinos. Más que algo realmente existente, cuanto contemplaban
los ojos parecía sacado de una pintura. Allí las montañas eran altísimas, los acantilados
inaccesibles para el pie humano, los arroyos corrían por profundas gargantas, las flores
poseían el aroma de las diosas, los frutos se encontraban en sazón, los arces estaban
siempre teñidos de rojo, los pinos aparecían teñidos levemente de azul y los sauces
competían en verdor con el jade. Nada cambiaba en aquel extraordinario paraje. Los
colores conservaban vivos sus tonos durante más de diez mil años.
Tras gozar de semejante belleza durante largos minutos, el Gran Sabio abandonó la
cumbre en la que se había posado y trató de orientarse en aquel mundo que tan extraño
le resultaba por su sensación de irrealidad. Cuando más indeciso estaba sobre el camino
a seguir, vio a una muchacha salir de un bosquecillo de pinos. Llevaba en las manos una
orquídea y parecía tan concentrada en sus pensamientos, que el Gran Sabio no se atrevió
a molestarla. Se escondió detrás de unas rocas y la observó detenidamente. Su belleza
era tal que, por poseerla, hubiera caído más de un imperio. Sus pies se movían con tal
gracia, que parecían dos capullos de seda deshilándose. La pureza de sus facciones
superaba a la de Wang-Chiang 2 y a la de la doncella de Chiou. Su figura recordaba una
escultura de jade o una flor que fuera capaz de hablar. El negro profundo del moño que
coronaba su peinado contrastaba con el brillo de sus ojos. Su falda de seda dejaba
entrever unos pies extremadamente delicados. El misterio de sus manos, elegantes y
largas, se mostraba al observador libre de velos, porque llevaba encogidas las mangas a
la altura misma de las muñecas. Todo en ella poseía tal perfección, que las palabras se
mostraban inútiles a la hora de describirla. ¿Cómo podía ser de otra forma, si sus dientes
eran como perlas y el trazado de sus cejas recordaba, por la suavidad de su curvatura, el
del río Chin? Ni las mismas Wen-Chün 3 y Hsüe-Dao 4 podían compararse con ella. Al
llegar a la altura de las rocas tras las que estaba escondido, el Gran Sabio se inclinó ante
ella y dijo, sonriendo:
- ¿Adónde vais, Bodhisattva?
La muchacha no se había percatado de su presencia y, al escuchar la voz que le
hablaba, levantó, curiosa, la cabeza. Un sudor frío se extendió por todo su cuerpo.
Jamás había visto a nadie tan feo como el Gran Sabio, pero estaba demasiado cerca de
él para echarse a correr. Se armó de valor y preguntó con voz insegura por el miedo que
la atenazaba:
- ¿Estáis hablando conmigo? ¿Podríais decirme de dónde venís?
- Si saco a relucir el asunto de las escrituras - se dijo el Gran Sabio antes de responder -
, es posible que vaya a contárselo al Rey Toro. Lo mejor será que me haga pasar por uno
de sus antiguos súbditos, que ha venido a pedirle que regrese.
Al ver que no decía nada, la muchacha perdió la paciencia y volvió a preguntar,
malhumorada:
- ¿Quién eres tú para atreverte a dirigirme la palabra en pleno bosque?
- Vengo de la Montaña de la Nube de Jade - contestó el Gran Sabio, inclinándose, una
vez más, ante ella -, y como es la primera vez que visito esta comarca, no sé
exactamente dónde me encuentro. ¿Podríais decirme si es ésta la Montaña de la
Provisión de Truenos?
- Efectivamente - asintió la muchacha.
- ¿Sabéis si hay por aquí cerca una caverna llamada "que Toca las Nubes"? - volvió a
preguntar el Gran Sabio.
- ¿Para qué queréis saberlo? - inquirió la muchacha.
- Vengo a buscar al Rey Toro de parte de la Princesa del Abanico de Hierro, de la
Caverna de la Hoja de Palma, que se encuentra en la Montaña de la Nube de Jade -
contestó el Gran Sabio.
Al oír eso, la muchacha se puso roja de ira y empezó a gritar:
- ¡Maldita cerda! ¡No existe ser más repugnante que ella! En los dos años escasos que
lleva el Rey Toro en mi casa yo qué sé la de joyas, piedras preciosas, piezas de satén y
rollos de seda que le ha enviado. A cambio él la provee de leña para un año y de arroz
para un mes. Aunque es inmensamente rica, esa cerda lo acepta de buen grado, porque
cree que, de esa forma, puede mantenerle amarrado a sus faldas. ¿No le dará vergüenza?
¡Es el colmo que ahora envíe a alguien como tú para llevárselo, como si fuera un fardo
sin sentimientos!
Al oír tales quejas, el Gran Sabio supo en seguida que la muchacha que tenía delante
era, en realidad, la Princesa del Rostro de Jade. Aparentando una ira que, ciertamente,
no sentía, sacó la barra de los extremos de oro y gritó, enfurecido:
- ¡Maldita puta! Has comprado con tus riquezas al Rey Toro y ¿todavía te atreves a dar
lecciones a los demás? ¿No te das cuenta que le has comprado como si fuera una vulgar
mercancía? ¡Eres tú la que debieras morirte de vergüenza!
Al verle tan enfadado, la muchacha perdió la confianza y se puso a temblar de miedo.
Aunque las fuerzas la habían abandonado, como si ya estuviera muerta, se dio media
vuelta y huyó, despavorida. El Gran Sabio corrió tras ella, sin dejar de insultarla ni de
gritar como si hubiera perdido el juicio. Cruzaron un bosquecillo de pinos y de pronto
apareció ante ellos la entrada de la Caverna que Toca las Nubes. La muchacha entró en
ella jadeando por el esfuerzo y cerró a toda prisa las puertas. El Gran Sabio detuvo,
entonces, su carrera y estudió detenidamente el lugar en el que estaba enclavada la
cueva. A su alrededor el bosque se tornaba más espeso y los roquedales, más abruptos.
La sombra de los arces pintaba un encaje de siluetas móviles en la piel de las orquídeas,
que emitían un aroma dulce y sensual a la vez. Un arroyo de jade dividía en dos un
bosquecillo de bambú, que gemía lánguidamente al compás de la brisa. Las rocas
parecían dormir sobre un lecho de capullos y pétalos, mientras las colinas lejanas
aparecían envueltas en un blanco sudario de niebla. Por encima de ellas flotaban masas
de nubes, que el sol y la luna convertían en frágiles biombos de luz. Por doquier se
escuchaban las voces de los dragones, los rugidos de los tigres, los graznidos de las
grullas y el canto embelesador de las oropéndolas. Aquél era, en verdad, un paraje de
extrema belleza, en el que flores y hierba de jade emitían un brillo de perenne serenidad.
Se apreciaba que allí la santidad tenía un hueco mayor, incluso, que en Tien-Tai 5 o en
las islas de Peng y Ying 6.
El Peregrino se perdió en la contemplación de un paisaje de tanta Pureza como aquel,
por lo que, de momento, no hablaremos más de él. Sí lo haremos, sin embargo, de la
muchacha, que se refugió en la caverna con el corazón a pleno ritmo y sudando como
un caballo al galope. El Rey Toro se encontraba en la biblioteca meditando sobre los
componentes del elixir, cuando apareció ella dando gritos y con el rostro demudado. Su
aspecto no podía ser más lamentable, porque había empezado a arañarse la cara y
manaba del lóbulo de sus orejas un hilillo de sangre. Pese a la angustia que embargaba
toda su figura, el Rey Toro la recibió con la más amplia de sus sonrisas y dijo, tratando
de calmarla:
- ¿Qué os sucede? ¿Se puede saber por qué estáis tan alterada?
- ¡Maldito monstruo! - exclamó la muchacha, saltando, como si fuera una marioneta -.
Casi pierdo la vida por vos y ¿aún me preguntáis qué me ocurre?
- ¿Por qué volcáis toda vuestra ira sobre mí? - volvió a preguntar el Rey Toro,
acentuando la dulzura de su sonrisa.
- Si busqué vuestro cariño y vuestra protección al morir mis padres - contestó la
muchacha en el mismo tono de antes -, fue porque teníais fama de sabio y todo el
mundo hablaba con encomio de vuestro arrojo. Ahora sé que no sois más que un inútil
calzonazos.
- ¿Queréis explicarme en qué os he ofendido? - replicó el Rey Toro, abrazándola -. Si
lo hacéis, podré pediros disculpas y volverá a establecerse la concordia en nuestros
corazones.
- Hace un rato - explicó la muchacha, un poco más calmada - estaba dando un paseo y
cogiendo orquídeas en el interior del bosque, cuando apareció ante mí un monje con la
cara cubierta totalmente de pelos y el aspecto de un dios del trueno. Aunque se inclinó
con respeto ante mí, no me dejaba seguir adelante. Yo recobré en seguida la calma y, al
preguntarle quién era, me dijo que venía de parte de la Princesa del Abanico de Hierro a
pediros que regreséis a su lado. Traté de darle una lección de moralidad, pero él me
reprochó lo escandaloso de mi conducta y me persiguió blandiendo una barra con los
extremos de oro. Si no hubiera corrido con todas mis fuerzas, seguro que me habría
matado con ella. ¡Todo esto es por vuestra culpa! ¿Lo entendéis ahora?
El Rey Toro no perdió la calma. Al contrario, volvió a disculparse ante ella y redobló
sus muestras de cariño. Pese a todo, la muchacha tardó aún mucho tiempo en
apaciguarse, pero entonces fue el Rey Toro el que empezó a perder la paciencia y dijo,
malhumorado:
- Todo esto me resulta un poco extraño. La Caverna de la Hoja de Palma es un lugar
apartado, aunque he de reconocer que posee ventajas que no se encuentran en ningún
otro sitio. Mi misma esposa es una inmortal, que se ha dedicado desde joven a la
práctica de la virtud y ha alcanzado la serenidad suprema del Tao. Además, el número
de sus sirvientes no es muy extenso y entre ellos no se cuenta ningún varón, ni siquiera
un niño. ¿Cómo se explica que haya enviado a un hombre con el aspecto de un dios del
trueno? ¡No, no, es imposible! Lo más seguro es que se trate de un monstruo que,
sirviéndose de su nombre, haya querido llegar directamente hasta mí. Creo que lo mejor
será que vaya a echar un vistazo.
El Rey Toro abandonó, entonces, la biblioteca y se dirigió hacia el salón principal de la
caverna, donde se puso la armadura. Tras ajustársela con cuidado, tomó una barra de
hierro forjado y salió de su morada, gritando en tono altanero:
- ¿Quién es el imbécil que se atreve a venir a molestarme a mi propia puerta?
El Peregrino le lanzó una mirada curiosa y comprobó que su aspecto no era el mismo
que el de hacía quinientos años. Llevaba la cabeza cubierta con un casco de acero tan
pulido como un canto rodado y tan brillante como la plata. Le protegía el pecho una
coraza de oro, que dejaba entrever una camisa de seda profusamente bordada. Calzaba
unas botas de ante, muy puntiagudas y con las suelas recubiertas de piedras cortantes.
Un espléndido cinturón de seda de tres vueltas, propio de un Rey León, le ceñía la
cintura, acentuando la marcialidad impresionante de su porte. Sus ojos emitían una luz
tan fuerte que parecían dos espejos expuestos al sol, bajo unas cejas tan pobladas como
un bosque de arces rojizos. Por su fiereza, su boca recordaba un cuenco lleno de sangre,
impresión que acentuaban sus dientes, duros como lascas de bronce. Su voz poseía tan
ronca sonoridad, que los espíritus de la montaña temblaban al oírla. Su zancada era, por
otra parte, tan larga que los monstruos temían encontrarse con él, porque sabían que les
iba a resultar imposible la huida. Su fama se extendía más allá de los cuatro mares. No
en balde era conocido por el nombre de Destructor del Mundo, aunque también se le
llamaba el Poderoso del Occidente y el Rey Demonio. El Gran Sabio se arregló las
ropas lo mejor que pudo y, saliendo a su encuentro, dijo, respetuoso:
- ¿Tan pronto te has olvidado de mí, hermano?
- ¿No eres tú Sun Wu-Kung, el Gran Sabio, Sosia del Cielo? - exclamó él,
devolviéndole el saludo con una leve inclinación de cabeza.
- Así es - respondió el Gran Sabio -. Hacía muchísimo tiempo que no tenía el honor de
saludarte. Ni siquiera sabía que vivías aquí. He tenido que preguntárselo a una
muchacha hace un momento. Te encuentro mucho mejor que antes. Enhorabuena,
hermano.
- Deja de embaucarme con tu cháchara - le urgió el Rey Toro -. Había oído decir que,
después de haber sumido en un desorden total el Palacio Celeste, el Patriarca Budista te
encarceló debajo de la Montaña de las Cinco Fases, de donde te liberó una Bodhisattva
con la condición de que acompañaras al monje Tang en su viaje hacia el Paraíso
Occidental en busca de las escrituras sagradas. ¿Quieres explicarme por qué buscaste la
ruina a mi hijo, el Santo Niño de la Caverna de la Nube de Fuego, que se alza junto al
Arroyo del Pino Seco en la Montaña Rugiente? No debías haber venido a verme.
Después de lo ocurrido, hasta un tonto hubiera supuesto que estoy furioso contigo.
- Antes de enfadarte conmigo, debes enterarte de lo que realmente ocurrió - respondió
el Gran Sabio, inclinándose, una vez más -. Yo no moví ni un dedo contra tu hijo. Fue él
el que capturó a mi maestro y trató de comérsele. Afortunadamente se lo impidió la
Bodhisattva Kwang-Ing y le convenció para que abrazara la senda del bien. De hecho,
ahora ostenta el título de Joven de la Riqueza de la Bondad, un cargo superior incluso al
que tú tienes, y goza de una felicidad y de una alegría que ni siquiera el paso del tiempo
puede menguar. ¿Hay en ello alguna razón para odiarme?
- Siempre has tenido un pico de oro - dijo el Rey Toro con desprecio -. Aunque no he
creído ni una palabra de lo que acabas de contarme, te perdono que hayas deshonrado a
mi hijo. ¿Quieres explicarme ahora por qué insultaste a mi esposa segunda y trataste de
matarla delante mismo de mi puerta?
- Porque no tenía otra manera de encontrarte - respondió el Gran Sabio, soltando la
carcajada -. Además, no sabía que fuera mi cuñada segunda. Eso sin contar con que me
insultó y eso me hizo perder la cabeza. Reconozco que no me porté con ella con la
delicadeza que debiera. Transmítela mis disculpas cuando la veas.
- Si es eso lo que ocurrió - concluyó el Rey Toro -, te perdono la vida en nombre de la
amistad que antaño nos unió. Ahora apártate de mi vista.
- Nunca te agradeceré lo suficiente tanta magnanimidad - contestó el Gran Sabio -. Sin
embargo, hay una cosa más que quisiera pedirte.
- Nunca has poseído el sentido de la medida - exclamó el Rey Toro con desprecio -.
¿No te parece suficiente que te haya perdonado la vida? ¿Qué cosa es esa que deseas
pedirme?
- Como bien sabes - respondió el Gran Sabio -, ahora soy discípulo del monje Tang. En
nuestro peregrinar hacia el Oeste nos hemos topado con la Montaña de Fuego y hemos
tenido que detener la marcha. Preguntamos a las gentes de la comarca si había alguna
forma de trasponerla y nos dijeron que la Diablesa poseía un abanico de hojas de palma
capaz de apagar el fuego. Como habrás supuesto, fui a pedírselo prestado, pero ella se
negó de plano a escuchar mis palabras. Ése es el motivo por el que he venido a verte. Te
suplico, por el cariño del Cielo y la Tierra, que vuelvas conmigo junto a tu esposa y la
convenzas para que me preste el abanico. Prometo devolvértelo, en cuanto el monje
Tang haya traspuesto la Montaña de Fuego.
El Rey Toro no pudo sofocar la ira que, de pronto, flameó en su corazón.
- Dices que todo lo has hecho sin la menor intención, pero la verdad es que lo único que
te preocupa es conseguir como sea ese abanico - exclamó el Rey Toro, rechinándole los
dientes -. Estoy seguro de que, antes de venir aquí, has insultado a mi esposa. No
contento con eso, has deshonrado a la mujer con la que ahora vivo. Como muy bien
afirma el proverbio, "no se debe desairar a la mujer de un amigo ni ofender a su
concubina". Tú, sin embargo, has zaherido a la una y tratado de dar muerte a la otra.
¿Hasta dónde va a seguir creciendo tu insolencia? ¡Es hora ya de que pruebes el sabor
de mi barra!
- Sabes muy bien que no tengo miedo a la lucha - contestó el Gran Sabio -. Sin
embargo, no he venido a pelear, sino a pedirte un favor. ¡Házmelo, por lo que más
quieras!
- Te diré lo que vamos a hacer - respondió el Rey Toro -. Si eres capaz de resistirme
tres asaltos, pediré a mi esposa que te preste el abanico. Si no lo consigues, te mataré.
- De acuerdo - dijo el Gran Sabio -. No me atrevía a venir a verte, porque no quería
cruzar mi barra con la tuya. Pero, ya que lo deseas, no se hable más. Espero que tus
artes guerreras sean tan buenas como antes.
Sin mediar ninguna palabra más, el Rey Toro levantó la barra de hierro forjado y la
dejó caer con fuerza sobre la cabeza del Gran Sabio, que detuvo el golpe con ayuda de
su arma. Dio, así, comienzo una extraordinaria batalla en la que las dos barras, la lisa y
la de los extremos de oro, pusieron fin a una amistad de muchos años.
- ¡La culpa es tuya, por haber deshonrado a mi hijo! - decía uno.
- Tu hijo ha conseguido la perfección del Tao. No hay ninguna razón que sustente tu
odio - replicaba el otro.
- ¿Cómo te atreves a venir a llamar a mi puerta? - preguntaba el primero.
- No lo habría hecho, de no haber tenido una buena razón - respondía el segundo,
pensando únicamente en la seguridad del monje Tang.
Pero su antiguo hermano se negaba a prestarle el abanico mágico. Un intercambio de
palabras groseras dio al traste con su antigua amistad, que fue inmediatamente
substituida por un odio tan firme como la raíz de una cordillera. Cada uno lo alimentaba
con los golpes de su barra. La del Rey Toro hacía temblar a los dragones, mientras que
la del Gran Sabio asustaba a los espíritus y a los dioses. Aunque empezaron luchando
cerca de la base de la montaña, pronto se elevaron por encima de su cumbre, haciendo
alarde de sus artes mágicas a lomos de nubes de varios colores. El fragor que producían
los dos hierros, al chocar, hacía temblar las puertas del Cielo. Más de cien veces
volvieron a la carga, pero ni el Gran Sabio ni el Rey Toro obtuvieron una ventaja
apreciable. Cuando más enzarzados estaban en la lucha, alguien gritó desde la cumbre
de la montaña:
- ¿Habéis olvidado la invitación de mi señor, Rey Toro? No os retraséis, para que el
banquete pueda dar comienzo cuanto antes.
Al oírlo, el Rey Toro detuvo con su barra el golpe del Gran Sabio y dijo:
- Es preciso que aplacemos el combate. Antes de proseguir, tengo que asistir a un
convite en casa de un amigo - y, saltando de lo alto de la nube, fue a parar al interior de
la caverna, donde dijo a la Princesa del Rostro de Jade -: No hay que temer nada de ese
tipo con las pintas de un dios del trueno. En realidad, es el mono Sun Wu-Kung, que ha
huido ante el acoso de mi barra de hierro. Ahora que el peligro ya ha pasado, voy a ir a
tomar unas copas a la casa de un amigo.
Se despojó de la armadura y pidió a uno de sus criados que le trajera una espléndida
túnica de seda de color verde plateado. Ordenó a continuación a sus soldados que
guardaran bien la puerta y, montando en una criatura acuática de ojos dorados, se dirigió
hacia el noroeste. De pie en lo alto de la cumbre, el Gran Sabio le vio alejarse a toda
velocidad entre una polvareda de neblinas y nubes y se dijo:
- ¿Quién será ese amigo del que me ha hablado? Creo que voy a seguirle a ver si
averiguo dónde va a tener lugar un convite tan importante - y, sacudiendo ligeramente el
cuerpo, se convirtió en una corriente de aire, que no tardó en dar alcance al Rey Toro.
Al poco rato llegaron a una montaña, en la que el Poderoso del Occidente desapareció
sin dejar rastro. El Gran Sabio recobró, entonces, la forma que le era habitual y echó un
rápido vistazo a su alrededor. No tardó en descubrir un lago de aguas cristalinas y muy
profundas. En una de sus orillas había una gran losa de piedra, en la que había sido
labrada la siguiente inscripción: "Montaña de las Rocas Esparcidas, Lago de la Ola
Verdosa".
- El Toro ha debido de meterse en el agua. El amigo que ha venido a visitar por fuerza
tiene que ser algún monstruo acuático o el espíritu de un dragón, de un pez o de una
tortuga. Voy a echar un vistazo.
Hizo un gesto mágico con los dedos y, tras sacudir ligeramente el cuerpo y recitar el
correspondiente conjuro, se convirtió en un cangrejo, ni muy grande ni muy pequeño,
que pesaba alrededor de setenta kilos. Sin pérdida de tiempo, se lanzó al agua y se
hundió hasta tocar el fondo del lago. Muy cerca de donde él estaba se abría una puerta
coronada por un tejadillo cubierto de relieves de complicado diseño. La criatura
acuática de los ojos dorados estaba atada justamente debajo de uno de los arcos, pero al
otro lado no había ni una sola gota de agua. El Gran Sabio traspuso la puerta y miró a su
alrededor. Se oía una música extraña y volvió la cabeza hacia el punto de donde parecía
provenir. Allí se alzaban unas construcciones con los muros de coral, rojos como el
crepúsculo, y los arcos de nácar. No había en el mundo otro palacio como aquél. Sus
tejas eran de oro, los marcos de sus puertas y ventanas de jade blanco, sus balconcillos y
pasamanos de ramas de coral, y sus biombos de caparazones de tortuga. En su interior
se veía un trono de loto, sobre el que se cernía una nube tal de bendiciones, que parecía
estar suspendida entre las Tres Luminarias 7 y la Vía Láctea. Aunque no formaba parte
de los Cielos o de los inimaginables tesoros del mar, aquel lugar rivalizaba en belleza
con la isla de Peng - Lai. Uno de los salones estaba lleno a rebosar de invitados, en su
mayoría funcionarios de todo rango, que lucían espléndidas perlas en sus sombreros
oficiales. Entre ellos se movían legiones de muchachas de jade con bandejas de marfil,
cuya belleza se repetía, como un eco, en los rostros de las cantoras. Las canciones más
melodiosas salían, sin embargo, de las gargantas de las ballenas, acompañas por las
flautas de las langostas, los tambores de los lagartos marinos y los rítmicos balanceos de
los cangrejos. De los techos colgaban lámparas de perlas, que iluminaban las viandas y
los biombos adornados con motivos sacados de la naturaleza. Los pasillos hervían con
los vuelos caprichosos de cortinas hechas con bigotes de gambas. Por doquier se
escuchaba el armónico sonido de los ocho instrumentos 8, desgranando melodías que
llegaban hasta el mismo cielo. No era difícil distinguir a grupos de percas de cabeza
verdosa tañendo la cítara y a salmones de ojos rojizos tocando la flauta. No lejos de
ellos muchachas - dragón tocadas con horquillas de oro con forma de fénix ofrecían a
los presentes tiras de carne de venado. En las mesas no faltaba ni uno solo de los ochos
manjares que se preparan en las cocinas del Cielo ni ninguno de los deliciosos licores
que se guardan en las bodegas del Palacio Rojo.
El Rey Toro ocupaba el asiento reservado para el invitado de mayor dignidad,
custodiado, a derecha e izquierda, por varias damas-dragón. Frente a él se hallaba
sentado un dragón entrado en años, rodeado de innumerables hijos, nietos, esposas e
hijas. Cuando el Gran Sabio entró en el salón del banquete, estaban brindando con un
vino tan dulce como el néctar. El primero que le vio fue el dragón anciano, que ordenó
de inmediato:
- ¡Atrapad a ese cangrejo desarrapado!
Todos sus hijos y nietos se lanzaron sobre el Gran Sabio, quien, valiéndose del lenguaje
humano, empezó a gritar con fingida desesperación:
- ¡No me matéis, señor! ¡Perdonadme la vida!
- ¿De dónde procedes y cómo te has atrevido a entrar en la sala del banquete sin haber
sido invitado? - preguntó el dragón, malhumorado -. Quizás te perdone la vida, si me
das una explicación aceptable.
- Yo, señor - contestó el Gran Sabio con inesperada humildad -, aunque vengo a pescar
a este lago, moro en una cueva que hay un poco apartada de la orilla. Constituye, en
realidad, un excelente punto de observación, pues soy el Vigía-que-camina-hacia-atrás.
Como siempre me muevo por el barro y la hierba, no sé andar como las demás criaturas.
Además, al vivir en un puesto tan abandonado, desconozco cuáles son las normas que
imperan en este palacio. Os suplico, pues, señor, que tengáis compasión de mi
ignorancia y no me castiguéis con rigor.
Todos los espíritus que asistían al banquete se inclinaron ante el dragón y dijeron:
- No seáis riguroso con él. A las claras se ve que el Vigía Cangrejo jamás había entrado
en este palacio y que desconoce totalmente los principios de la cortesía. ¿No os parece
que deberíais perdonarle?
El anciano dragón se mostró de acuerdo con ellos y ordenó a uno de los espíritus que le
había apresado:
- Soltadle. En castigo a su atrevimiento recibirá unos cuantos latigazos. Que espere
fuera del palacio a que acabemos el banquete.
El Gran Sabio expresó su agradecimiento antes de abandonar la mansión del dragón.
En cuanto hubo traspuesto la puerta con el tejadillo, se dijo:
- A ese Rey Toro le encanta beber. Sería de tontos esperarle hasta que haya terminado.
Incluso en el caso de que se decida a regresar pronto a casa, nadie me asegura que vaya
a prestarme su preciado abanico. Lo mejor que puedo hacer es coger a esta criatura de
los ojos dorados, tomar su forma y tratar de engañar a la Diablesa. De esa forma, podrá
cruzar el maestro la montaña y no tendré que volver a pelear con uno de mis antiguos
compañeros.
Tras recobrar la forma que le era habitual, el Gran Sabio desató a la criatura acuática y
se sentó sobre su espléndida silla de montar, tan cubierta de adornos como si formara
parte de un palacio. Cabalgando como un consumado jinete, no tardó en emerger de las
aguas del lago. En la misma orilla tomó la identidad del Rey Toro y, tras espolear a la
bestia, se elevó por encima de las nubes y se dirigió hacia la Caverna de la Hoja de
Palma. En cuanto hubo alcanzado la Montaña de la Nube de Jade, gritó con voz
autoritaria:
- ¡Abrid las puertas!
Las dos muchachas encargadas de dar la bienvenida a los visitantes obedecieron sin
rechistar. Al ver que se trataba del Rey Toro, corrieron a informar a la señora, diciendo:
- El señor acaba de llegar.
Al oírlo, la Diablesa se arregló el pelo lo mejor que pudo y salió, gozosa, a su
encuentro. El Gran Sabio desmontó de la criatura de los ojos dorados y se dirigió hacia
ella, seguro de poderla engañar. Afortunadamente la Diablesa estaba tan excitada, que
sólo veía con los ojos de la carne. Entraron en la caverna cogidos de la mano y las
doncellas se apresuraron a tomar el té. En cuanto se enteraron de que había regresado el
señor, todas las sirvientas y criadas salieron a presentarle sus respetos. Pero los esposos
sólo tenían ojos para ellos mismos.
- ¡Cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que nos vimos! - exclamó, galante, el
falso Rey Toro.
- Que el cielo derrame sobre tu cabeza sus diez mil bendiciones - respondió la Diablesa,
inclinando respetuosamente la cabeza -. Tan dedicado te encuentras a tu nueva esposa,
que pareces haber olvidado a la antigua. ¿Quieres explicarme qué viento te trae hoy por
aquí?
- ¿Cómo puedes decir eso? - respondió el Gran Sabio, sonriéndola con dulzura -. Yo
jamás te he olvidado. Si he estado tanto tiempo ausente, ha sido debido a la cantidad de
asuntos domésticos a los que he tenido que hacer frente. Las posesiones de la Princesa
del Rostro de Jade se encontraban en un estado francamente lamentable, que requería
toda mi atención. En fin, últimamente he oído decir que está a punto de llegar a la
Montaña de Fuego un tal Sun Wu-Kung, que se dirige al Paraíso Occidental en
compañía del monje Tang. Es muy posible que venga a pedirte el abanico para poder
proseguir el viaje. Ya sabes cuánto le odio. Cuando aparezca por aquí, llámame en
seguida y te aseguro que le haré picadillo. Sólo así vengaremos a nuestro hijo.
Al oír eso, la Diablesa se echó a llorar y dijo:
- Como muy bien afirma el dicho antiguo, "un hombre sin esposa no tiene quien cuide
de sus riquezas y una mujer sin marido esclava es de la pobreza". No sé si lo creerás,
pero ese mono casi acaba conmigo.
- ¿Quieres decir que ha conseguido trasponer la montaña? - exclamó el Gran Sabio con
una ira fingida.
- No, no, todavía no - contestó la Diablesa -. Ayer mismo vino a pedirme que le
entregara el abanico, pero, al recordar la desgracia que había traído sobre nuestro hijo,
me puse la armadura y le asesté varios tajos con mis dos espadas. Soportó bien el dolor
y tuvo, incluso, la desfachatez de llamarme cuñada, alegando que cierta vez hicisteis un
pacto de hermandad.
- En eso no te mintió - reconoció el Gran Sabio -. Fuimos siete los hermanados, aunque
han transcurrido ya más de quinientos años.
- Al principio - continuó diciendo la Diablesa -, aunque le insulté todo lo que quise y le
sajé a placer con mis espadas, se mantuvo extremadamente cortés y no levantó la mano
contra mí. Ante tanta sumisión, no me quedó más remedio que abanicarle y lanzarle
lejos de aquí. Pero encontró la manera de contrarrestar los efectos del viento y volvió a
presentarse a la mañana siguiente ante mi puerta. De nuevo le sometí al castigo del
abanico; sin embargo, esta vez el huracán no logró moverle del sitio. Hube de echar
mano de las espadas. Él aceptó, complacido, la lucha y me atacó con una barra de hierro
increíblemente pesada. Eran tan certeros sus golpes, que hube de buscar refugio en el
interior de la caverna. Pero ese tipo posee unos poderes tan extraordinarios, que no sólo
logró llegar hasta mis aposentos, sino que, incluso, se metió dentro de mi estómago.
Para que dejara de atormentarme, tuve que llamarle cuñado y entregarle el abanico.
- ¡No debiste hacerlo! - exclamó el Gran Sabio, desalentado, dándose en el pecho
golpes de rabia -. ¡Qué equivocación más grande la tuya! ¿Cómo pudiste entregar
nuestro tesoro a ese mono? ¡Creo que me voy a morir de impotencia!
- No te pongas así, por favor - le aconsejó la Diablesa, soltando la carcajada -. Le
entregué un abanico falso. ¿Qué otra cosa podía hacer?
- ¿Estás segura? - respondió el Gran Sabio -. ¿Dónde has metido el auténtico?
- Tranquilízate - dijo la Diablesa, sin dejar de reír -. Lo tengo conmigo.
Llamó a continuación a unas sirvientas y les ordenó que trajeran algo de vino. Ella
misma se lo ofreció a su falso esposo, diciendo:
- Es posible que tu nueva esposa te haya proporcionado muchas alegrías, pero dudo
mucho que hayan sobrepasado las que encontraste a mi lado. Acepta esta copa de licor
que yo misma he preparado.
El Gran Sabio no la rechazó. No le quedó, de hecho, otro remedio que aceptarla. Pero,
al ir a brindar, sonrió con una dulzura irresistible y dijo:
- Es mejor que bebas tú primero. Si no te importa, me gustaría ver cómo siguen
nuestras cosas, aunque no dudo de que durante mi ausencia hayas cuidado de ellas con
más dedicación que yo mismo. No sé, en verdad, cómo agradecértelo.
Complacida, la Diablesa tomó la copa. Pero volvió a llenarla en seguida y,
entregándosela, una vez más, al Rey Toro, dijo:
- No tienes que agradecerme nada. Como muy bien afirmaban los antiguos, las esposas
son unas excelentes administradoras, pero los maridos las proveen de todo lo necesario.
Mientras las criadas preparaban algo de comer, ellos continuaron hablando con la
misma cortesía. El Gran Sabio no se atrevió a romper la dieta vegetariana y únicamente
tomó algunas frutas. Las suficientes para mantener viva la conversación. La Diablesa,
por su parte, bebió más de la cuenta y, poco a poco, fue creciendo en ella el fuego de la
pasión. Como quien no quiere la cosa, se acercó melosa al Gran Sabio y empezó a
restregarse contra él, cogiéndole de las manos y susurrándole al oído palabras cargadas
de irresistible ternura. No contenta con eso, le obligó a beber de la misma copa y a
morder, al tiempo, de la misma fruta. El Gran Sabio, por supuesto, se encontraba
violentísimo, pero ¿qué otra cosa podía hacer que mostrarse tan tierno como ella y reír
todas sus salidas de hembra excitada? No existe, en verdad, nada mejor que el vino para
hacer desaparecer del espíritu las cuitas e iluminarlo con el calor de la inspiración 9.
Conocedor de tan sorprendentes efectos, el Gran Sabio decidió actuar con la mayor
discreción posible. La mujer, por su parte, se abandonó por completo a su ansia de amor
y empezó a reírse de tal forma que el rostro se le puso tan rojo como un melocotón
maduro. Su cuerpo se agitaba con la agilidad de un sauce nuevo sacudido por el viento.
Sus palabras se tornaban a veces incomprensibles murmullos que acentuaban el ardor de
sus caricias. Sus alargadas manos se hundían con machacona insistencia en los cabellos
del varón, mientras sus delicados pies buscaban enlazarse con las piernas de su pareja.
Echaba para atrás la cabeza con gesto coqueto, dejando ver la blancura de su cuello y el
delicado arranque de su cabello. Sus mangas pintaban en el aire una danza de garzas
jóvenes copulando. ¡Qué movimiento el de su cintura, al tiempo que fluían de sus labios
las cascadas de fuego de una confesión de amor! Poco a poco se fue desabrochando la
túnica y apareció la delicada figura de uno de sus senos. Tenía la mente totalmente
embotada por los efectos del licor. ¿Qué hay de extraño en que sus ojos poseyeran una
luminosa acuosidad y su pecho se agitara en una marejada de jadeos? El Gran Sabio se
dio cuenta de que la tenía completamente a su merced y dijo con una ternura que no
cuadraba con sus palabras:
- ¿Dónde has escondido el abanico auténtico? Debes guardarlo bien, porque ese
Peregrino es capaz de transformarse en cualquier cosa y hacerse con él en un abrir y
cerrar de ojos.
Riendo como una muchacha, la Diablesa sacó un abanico un poco más pequeño que
una hoja de almendro y se lo entregó al Gran Sabio, diciendo:
- ¿No es éste el tesoro del que hablas?
El Gran Sabio se quedó perplejo y no supo qué contestar. No podía creer que aquel
fuera el abanico que tantos quebraderos de cabeza le había costado.
- Es demasiado pequeño para apagar las llamas - se dijo -. Lo más seguro es que sea tan
falso como el anterior.
Al verle contemplándolo con tanto detenimiento, la Diablesa acercó su mejilla
empolvada al rostro del Peregrino y dijo:
- Deja el abanico y bebe algo. ¿Se puede saber en qué estás pensando?
- ¿Cómo puede una cosa tan pequeña apagar unas llamas cuya altura sobrepasa los mil
quinientos kilómetros?
El vino había embotado totalmente la mente de la Diablesa y no dio ninguna
importancia a las dudas que manifestaba su falso marido.
- Se nota que estos dos últimos años te has entregado por completo al placer. Has
servido con tanta dedicación a la Princesa del Rostro de Jade, que tu inteligencia se ha
diluido como la tinta en el agua. Es increíble que hayas olvidado tan pronto cómo
funciona este tesoro. ¿Acaso no recuerdas que debes apretar con el pulgar de la mano
izquierda la séptima cinta roja de su mango y recitar las palabras "expira, inspira, sopla
y ronca" l0, para que alcance una longitud de tres metros y medio? Este abanico posee,
como bien sabes, unos extraordinarios poderes metamórficos. De todas formas, por muy
altas que sean las llamas, no hay fuego que se resista a su fuerza.
El Gran Sabio tomó buena nota de esas palabras y se metió el abanico dentro de la
boca. Recobró a continuación la forma que le era habitual y dijo, pasándose, triunfante,
la mano por el rostro:
- ¿Crees realmente que soy tu marido? ¡Mírame bien, Diablesa! ¡Deberías avergonzarte
de lo que has hecho! ¿Crees que me han producido placer tus avances de hembra ebria?
La mujer se quedó tan desconcertada, que empezó a revolcarse por el suelo y a derribar
con los pies todas las mesas y sillas que encontraba. La vergüenza le roía el corazón y
comenzó a gritar desesperada:
- ¡Quiero morirme! ¡Quiero morirme!
El Gran Sabio no se preocupó más de ella. Se zafó con desprecio de sus brazos y, en
dos zancadas, abandonó la Caverna de la Hoja de Palma. Había salido triunfante de las
asechanzas de la belleza y su corazón desbordaba de incontenible alegría. Montó a toda
prisa en una nube y se elevó hasta lo alto de la cumbre, donde se dispuso a probar la
fuerza mágica del abanico. Apretó la séptima cinta roja del mango con el dedo pulgar de
la mano izquierda, como le había dicho la Diablesa, y recitó las palabras: "Expira,
inspira, sopla y ronca".
Al instante alcanzó una longitud que superaba los tres metros y medio, El Peregrino lo
examinó con cuidado y comprobó que era totalmente distinto a como había sido hasta
entonces. Emitía un aura tan luminosa como la que rodea a los inmortales y estaba
tejido con treinta y seis clases de hilos diferentes, todos ellos de color rojo. El Peregrino
pudo ver, con satisfacción, que la Diablesa no le había mentido, pero,
desgraciadamente, se le había olvidado preguntarle la fórmula para reducirlo a su
tamaño natural. Preocupado, hizo varios intentos con todos los dedos, pero el abanico
permaneció tan inalterable como la montaña en la que se encontraba. No le quedó, pues,
más remedio que cargar con él a la espalda y dirigirse al encuentro de su maestro, como
si fuera un vulgar porteador de las cumbres, por lo que, de momento, no hablaremos
más de él.
Sí lo haremos, sin embargo, del Rey Toro, quien, una vez terminado el banquete en el
Palacio del Lago de la Ola Verdosa, se llegó hasta la puerta de los tejadillos,
acompañado de otros espíritus acuáticos. Al ver que había desaparecido la criatura de
los ojos dorados, el Rey Dragón convocó a todos sus sirvientes y les preguntó en tono
severo:
- ¿Quién ha robado la cabalgadura del Rey Toro?
Todos los espíritus se echaron rostro en tierra y contestaron, respetuosos:
- ¿Quién iba a atreverse a hacer semejante cosa? Además, ninguno de nosotros ha
abandonado para nada la sala del banquete. Como vos mismo habéis podido ver, hemos
estado muy ocupados sirviendo a vuestros huéspedes y amenizándolos con nuestras
canciones.
- Estoy seguro de que nadie de mi casa se atrevería a hacer semejante cosa - concluyó
el Rey Dragón, dirigiéndose a su distinguido huésped -. ¿Ha entrado en el palacio algún
desconocido?
- Si no recuerdo mal - dijo uno de sus hijos -, al poco de sentarnos se presentó en la sala
del convite un cangrejo, al que nadie conocía.
El Rey Toro cayó, entonces, en la cuenta de lo que había ocurrido y exclamó, agitando
las manos, muy preocupado:
- No es necesario seguir investigando. En el momento mismo de recibir vuestra
invitación me encontraba luchando con un tal Sun Wu-Kung, un discípulo del monje
Tang que se dirige hacia el Oeste en busca de escrituras sagradas. Al llegar a la
Montaña de Fuego, las llamas les impidieron seguir adelante y vino a pedirme que le
prestara mi abanico de las hojas de palma. Se enfadó mucho, cuando me negué a su
ruego, y me vi obligado a cruzar las armas con él. Ninguno de los dos pudo alcanzar una
ventaja apreciable, porque, como os digo, hube de abandonar la lucha para asistir a
vuestro banquete. Ese mono es muy inteligente y posee unos poderes francamente
extraordinarios. Lo más seguro es que haya tomado la forma de cangrejo y, después de
observar con atención lo que estábamos haciendo, haya ido a visitar a mi esposa, con el
fin de quitarle el abanico del que os hablo.
- ¿Ese Sun Wu-Kung no es el que sumió los Cielos en un desorden increíble? -
preguntaron los espíritus, temblando de pies a cabeza.
- Exactamente - reconoció el Rey Toro -. Opino que haríais bien en no desairarle en
nada, mientras se encuentra de camino hacia el Oeste.
- Si es tan peligroso como decís - inquirió el Rey Dragón -, ¿qué pensáis hacer para
recobrar vuestra cabalgadura?
- No os preocupéis por eso - contestó el Rey Toro, sonriendo -. Entrad en vuestro
palacio. Ya me encargaré yo de dar alcance a ese ladrón.
Inmediatamente se abrió camino entre las aguas y abandonó el lago. No tardó en llegar,
a lomos de una nube, a la Caverna de la Hoja de Palma en la Montaña de la Nube de
Jade. Los lamentos y los gritos de la Diablesa se oían por doquier. Al abrir la puerta de
la cueva, vio cómo temblaban las paredes a causa de los golpes de pecho y de las
patadas de desesperación que daba la mujer. La criatura de los ojos brillantes parecía
asustada ante semejante algarabía.
- ¿Dónde se ha metido Sun Wu-Kung? - gritó el Rey Toro, enfurecido.
- ¿Habéis decidido volver, señor? - preguntaron las doncellas, echándose rostro en
tierra.
La Diablesa se abalanzó sobre el Rey Toro y empezó a golpearle la cabeza con la
frente, al tiempo que gritaba con más desesperación:
- ¡Maldito imbécil! ¿Cómo has podido permitir que ese simio te haya robado la criatura
de los ojos dorados, haya tomado tu personalidad y haya venido aquí a engañarme?
¡Cuanto ha ocurrido es culpa tuya!
- ¿Dónde se ha escondido ese mono? - volvió a preguntar el Rey Toro, rechinándole los
dientes de rabia.
- Después de arrebatarme nuestro preciado tesoro - contestó la Diablesa, golpeándose el
pecho y gritando con más fuerza -, ese mono maldito recobró la forma que le es habitual
y se marchó. ¡Oh, creo que voy a morirme!
- ¡No digas más tonterías, por favor! - le aconsejó el Rey Toro -. Lo mejor que puedes
hacer ahora es tranquilizarte y arreglarte un poco. En cuanto le atrape, le arrebataré el
abanico, le despellejaré y le trituraré todos los huesos. Después, por el único placer de la
venganza, le arrancaré el corazón y se lo tiraré a los perros. ¡Traedme la armadura! -
gritó a continuación, dirigiéndose a las doncellas.
- Pero, señor - contestó una de ellas -, vuestras armas no se encuentran aquí.
- En ese caso - concluyó el Rey Toro -, traedme las de vuestra señora.
Sin pérdida de tiempo, las doncellas le pusieron en las manos las dos espadas de las
hojas azules. Se quitó a continuación la túnica de seda verde que había lucido en el
banquete y se ajustó bien el cinturón. Su rostro ardía de ira cuando abandonó la Caverna
de la Hoja de Palma con una espada en cada mano y se dirigió hacia la Montaña de
Fuego. Fue así como un hombre desagradecido sufrió en propia carne el engaño del que
había sido objeto su estúpida esposa y partió, como un demonio, en persecución del
discípulo fiel.
De momento desconocemos si logró o no sus propósitos. El que desee averiguarlo
deberá escuchar con atención las explicaciones que se ofrecen en el capítulo siguiente.
CAPÍTULO LXI
Decíamos que el Rey Toro salió en persecución del Gran Sabio, Cuando le vio con el
abanico de hojas de palma a la espalda surcando alegremente los cielos, se dijo,
impresionado: - Ese mono es tan inteligente que ha conseguido, incluso, averiguar cómo
funciona el abanico. Es claro que, si le exijo que me lo devuelva, se negará de plano a
hacerlo. Además, si se le ocurre abanicarme con él, puede mandarme a más de
trescientos mil kilómetros de aquí. Eso le dejaría totalmente libre el camino. He oído
decir que, aparte de él, viajan con el monje Tang el espíritu del Río de la Corriente de
Arena y un Cerdo que, en su tiempo, alcanzó la perfección. Los conozco bien, porque
coincidimos más de una vez en un banquete. Creo que lo mejor es que me haga pasar
por ese cerdo y trate de engañar al mono. Parece tan satisfecho del triunfo obtenido, que
estoy seguro de que habrá dejado a un lado la prudencia con la que normalmente se
comporta.
El Rey Toro dominaba a la perfección el arte de las setenta y dos metamorfosis y sus
habilidades marciales no tenían nada que envidiar a las del Gran Sabio, aunque su
cuerpo era mucho más pesado y, por consiguiente, menos ágil. Puso a un lado las
espadas, recitó un conjuro y, tras sacudir ligeramente el cuerpo, se convirtió en la copia
exacta de Ba-Chie. Dando un rodeo, salió al camino principal. De esa forma, pudo
encontrarse cara a cara con el Gran Sabio, al que saludó, agitando los brazos y gritando:
- ¡Eh, eh! ¡Estoy aquí!
El Gran Sabio se alegró mucho de verle. Con razón decían los antiguos que "el gato
vencedor se cree que es un tigre". Tan embebido estaba en la facilidad de su triunfo, que
no se fijó para nada en el aspecto que ofrecía la persona que se acercaba corriendo hacia
él. Le bastó que se pareciera a Ba-Chie, para dar por sentado que se trataba de él.
- ¿Se puede saber adonde vas? - le preguntó, sonriendo.
- Al ver que tardabas tanto tiempo en volver - contestó el Rey Toro -, el maestro temió
que no pudieras derrotar tú solo a ese demonio y me pidió que fuera a ayudarte. Ya
sabes lo ansioso que está por obtener ese tesoro.
- No hay que preocuparse ya de nada - contestó el Peregrino, acentuando el brillo de su
sonrisa -. Acabo de hacerme con él.
- ¡De verdad! - exclamó el Rey Toro, ilusionado -. ¿Cómo lo has conseguido?
- Más de cien veces cruzamos el Rey Toro y yo nuestras armas, pero ninguno de los
dos conseguimos una diferencia apreciable - explicó el Peregrino, orgulloso -. Cuando
más encarnizada era la lucha, me dejó plantado y se fue al Lago de la Ola Verdosa, en la
Montaña de las Rocas Esparcidas, a asistir a un banquete en el palacio de los dragones.
Le seguí hasta allí y, convirtíéndome en un cangrejo, conseguí robarle la criatura de ojos
dorados que le sirve de cabalgadura. Con ella no me costó engañar a la Diablesa de la
Caverna de la Hoja de Palma. Hice tan bien el papel de Rey Toro, que la mujer se
empeñó en acostarse conmigo. Yo le seguí la corriente; pero, cuando logré hacerme con
el abanico, la dejé plantada y me vine para acá.
- Después de tantas fatigas debes de estar muy cansado - dijo el Rey Toro -. Si quieres,
te puedo llevar el abanico. Parece un poco grande, ¿no?
Ni siquiera entonces se preocupó el Gran Sabio de comprobar la identidad del que le
hablaba. Estaba tan seguro de que ya nada podía salirle mal, que entregó de buena gana
el abanico al Rey Toro. Éste, por supuesto, sabía hacerlo crecer o encoger, según
quisiera. Recitó un conjuro y al instante se redujo hasta alcanzar el tamaño de una hoja
diminuta de almendro. Recobró entonces el rey la figura que le era habitual y gritó con
desprecio:
- ¡Maldito mono! ¿Es que no me reconoces?
- ¡Qué tonto he sido! - exclamó el Peregrino, al verle, dando patadas en el suelo -. Yo,
que he estado cazando gansos toda mi vida, resulta que ahora soy víctima de uno.
Estaba tan furioso, que cogió la barra de hierro y la dejó caer con fuerza sobre la cabeza
del Rey Toro, pero éste se hizo a un lado y le abanicó con el tesoro que acababa de
recobrar. Afortunadamente, cuando el Gran Sabio se convirtió en un pequeño grillo y se
metió en el estómago de la Diablesa, se tragó sin querer la píldora del elixir para detener
el viento. De esa forma, su cuerpo adquirió una fuerza increíble y su piel y sus huesos se
tornaron tan pesados como una montaña. Por mucho que le abanicó el Rey Toro, no
pudo moverle del sitio. Asombrado, se metió el abanico en la boca y, echando mano de
sus espadas, dejó caer sobre su adversario dos tajos formidables. De esa forma, dio
comienzo una batalla como pocas se han dado a lo largo del tiempo. Tanto el Gran
Sabio, Sosia del Cielo, como el Rey Toro, Devastador del Mundo, desplegaron toda la
fuerza que escondían en sus músculos por la simple posesión de un abanico de hojas de
palma. Si el Gran Sabio se hubiera mostrado más precavido, el Rey Toro no le habría
arrebatado el preciado tesoro y no estarían ahora luchando. Tanto la barra de los
extremos de oro como la espada de las hojas azuladas caían inmisericordes, una y otra
vez, sobre el cuerpo de su adversario. Los dos contendientes se movían con tal
seguridad, que levantaban polvaredas de nubes de colores y rayos brillantes. Los
resuellos y soplidos que arrancaba de sus cuerpos el esfuerzo se entremezclaban con el
rechinar de dientes de su furia. Aquélla era una prueba de fuerza entre dos enemigos
mortales. Las pocas veces que tocaban el suelo levantaban nubes de rocas y arena que
oscurecían la Tierra y el Cielo y hacían temblar de espanto a los espíritus y a los dioses.
- ¿Cómo te has atrevido a arrebatarme el abanico? - preguntaba uno.
- ¿No tuviste tú acaso la osadía de yacer con mi esposa? - replicaba el otro, cada vez
más furioso -. El que engaña a la mujer de otro debe morir. Ningún juez te declarará
inocente, cuando le presente mi caso.
Pero las palabras no servían de nada. Tanto el inteligentísimo Sosia del Cielo como el
irascible Rey Poderoso estaban decididos a acabar, como fuera, con su adversario. Por
eso las espadas y la barra descargaban, sin cesar, golpe tras golpe. Un solo descuido
podía conducir a cualquiera de los dos a la presencia del Rey Yama, por lo que, de
momento, no hablaremos más de ellos. Sí lo haremos, sin embargo, del monje Tang,
que permanecía sentado junto al camino, acosado por la intranquilidad del calor y la
sed. Su inquietud era tal, que se volvió, por fin, al espíritu de la Montaña de Fuego y le
preguntó:
- ¿Es muy poderoso ese Rey Toro del que hablabais?
- Posee una fuerza increíble y su magia no tiene nada que envidiar a la del Gran Sabio -
contestó el espíritu de la montaña -. Son, de hecho, dos rivales muy igualados.
- Wu-Kung es un caminante incansable - continuó diciendo el monje Tang, intranquilo
-. Normalmente recorre cinco mil kilómetros en un abrir y cerrar de ojos. ¿Cómo es que
lleva sin aparecer un día entero? ¡Por fuerza tiene que estar luchando con ese Rey Toro!
¿Quién de vosotros quiere ir a buscarle? - preguntó volviéndose hacia Wu-Neng y Wu-
Ching -, Si está peleando, lo mejor es que le ayudéis, así podremos conseguir cuanto
antes ese dichoso abanico. Me muero de ansias por cruzar, de una vez, esa montaña y
proseguir nuestro camino.
- Se está haciendo tarde - contestó Ba-Chie -. Creo que voy a ir yo. El problema es que
no sé cómo llegar a la Montaña de la Provisión de Truenos.
- No os preocupéis por eso - le tranquilizó el espíritu de la montaña -. Conozco bien el
camino. Os acompañaré con mucho gusto, si el Capitán Encargado-de-levantar-la-
cortina accede a quedarse con el maestro.
- No sé cómo agradeceros todas las molestias que os estáis tomando conmigo - dijo
Tripitaka, más animado -. Os recompensaré convenientemente, cuando haya alcanzado
el pago a mis méritos.
Antes de elevarse hacia las nubes y de dirigirse en dirección este, acompañado por el
espíritu de la montaña, se ajustó bien la camisa de seda negra y se puso el rastrillo a la
espalda. Apenas habían empezado a volar, cuando oyeron unos gritos terribles y el
bramar de un viento extremadamente fuerte. Detuvieron al punto la nube en la que
viajaban y vieron al Peregrino y al Rey Toro enzarzados en una formidable batalla.
- ¡Vamos, señor! - exclamó el espíritu de la montaña, muy excitado -. ¿A qué esperáis
para ir a ayudarle?
El Idiota agarró con fuerza el rastrillo y gritó con todas sus fuerzas:
- ¡En, hermano, estoy aquí!
- Siempre me estropeas todo lo que hago - dijo el Peregrino con desprecio -. ¿Quieres
decirme por qué has tenido que salir a mi encuentro?
- Me lo pidió el maestro - contestó Ba-Chie -, pero, como no sabía el camino, el espíritu
de la montaña se ofreció a hacerme de guía. Por cierto, ¿por qué has dicho eso de que
siempre te estropeo todo lo que haces?
- No lo he dicho por ti, sino por este maldito toro - contestó el Peregrino -. Después de
arrebatar el abanico a la Diablesa, tuvo la desfachatez de hacerse pasar por ti, diciendo,
como has hecho ahora, que venías a buscarme. Al verle, me puse tan contento, que hasta
le entregué el abanico. Recobró, entonces, la forma que le es habitual y empezamos a
luchar. Eso es lo que quería decir con eso de que siempre me estropeas todo lo que
hago.
- ¡Maldita bestia! - bramó el Idiota, fuera de sí -. ¿Cómo te atreves a hacerte pasar por
mí y a engañar a mi hermano, poniendo en peligro el cariño que nos une? - y se lanzó a
la refriega, descargando una lluvia de golpes furiosos sobre el Rey Toro, que, al llevar
luchando con el Peregrino casi un día entero, tenía ya muy mermadas las fuerzas.
Al ver la fiereza con que le atacaba Ba-Chie, comprendió que no podía seguir
conservando su campo y se dio a la huida. El espíritu de la montaña le salió, entonces, al
encuentro, tratando de cortarle la retirada con un destacamento de fantasmas.
- Es mejor que no huyáis - le gritó con voz marcial -. Ningún dios se opondría a que el
monje Tang cruce su territorio camino del Paraíso Occidental en busca de las escrituras,
porque todo el mundo sabe que goza de los favores del Cielo. Las Tres Regiones están
al tanto de su empresa y eso le ha granjeado el apoyo de cuantos moran en cada uno de
los puntos cardinales. ¿Por qué os empeñáis en no prestarle vuestro abanico para apagar
las llamas y permitirle seguir adelante? ¿No comprendéis que el Cielo puede
encontraros culpable y decretar vuestro ajusticiamiento?
- No sabes lo que dices - contestó el Rey Toro -. Ese mono maldito ha deshonrado a mi
hijo, ha insultado a mi esposa segunda y ha engañado miserablemente a mi mujer. Le
odio con tal intensidad, que no dudaría en arrancarle la piel y tirar su carne a los perros.
¿Cómo quieres que le preste mi preciado tesoro? ¿Es que no te parecen suficientes las
ofensas que ha lanzado contra mí?
No había acabado de decirlo, cuando Ba-Chie se le echó encima, gritando:
- ¡Toro embustero, saca inmediatamente el abanico, si no quieres que ahora mismo
acabe con tu vida!
El Rey Toro no tuvo más remedio que volverse contra Ba-Chie, blandiendo sus dos
espadas, mientras el Gran Sabio se aprestaba a dar toda la ayuda posible a su
compañero. Dio, así, comienzo una batalla más terrible que la anterior. No en balde en
ella se enfrentaron un cerdo-espíritu, un toro-demonio y un mono que sumió en un caos
los Cielos. La razón de la lucha era, sin embargo, mucho más profunda, porque los
cultivadores del Zen deben estar sometidos de continuo a un proceso de refinamiento en
la gran retorta del mundo. Sólo con el esfuerzo es posible llegar a fundirse con la causa
primera. Eso explica que las nueve puntas afiladas del rastrillo buscaran los rápidos
tajos de las espadas de doble filo, ayudadas por la fortaleza de la barra de hierro y los
gritos de ánimo del dios de la tierra. Todos ellos eran conscientes de que no existía otra
manera de conseguir el elixir. Por eso guerreaban con tanto empeño, dando lo mejor de
sí. Quien consiga poner el yugo al toro y arar con él los campos verá aumentar sus
caudales de oro. El que, por el contrario, meta al cerdo en un horno sentirá cómo, poco a
poco, va perdiendo fuerza la vitalidad de su respiración. ¿Cómo va a alcanzarse la
perfección del Tao, cuando la mente se ha diluido en la nada? Para proteger el propio
espíritu es preciso mantener al mono bajo control. Por estos principios ponían en peligro
sus vidas los tres luchadores. El fragor de sus armas, al entrechocar, llegaba hasta los
últimos rincones del cosmos, haciendo palidecer las estrellas y sumiendo la luna en una
densa noche de tinieblas. Todo el universo aparecía envuelto en una neblina fría que no
permitía el paso a la luz. Sacando fuerzas de flaqueza, el Rey Toro peleó con bravura,
sin dejar de desplazarse hacia el sudeste. Toda la noche midió sus armas con sus
adversarios, pero el resultado de la batalla permaneció tan incierto como al comienzo de
la misma. Al amanecer, llegaron a las puertas de la Caverna que Toca las Nubes, en el
corazón mismo de la Montaña de la Provisión de Truenos. El fragor de la batalla era tan
ensordecedor, que alertó a la Princesa del Rostro de Jade, la cual ordenó a sus doncellas
que salieran a ver lo que ocurría. Las muchachas regresaron a toda prisa a informarla,
diciendo:
- Es el señor, que está peleando con ese tipo de la cara de dios del trueno que se
presentó ayer por aquí. Lo malo es que tiene de su parte a un monje con las orejas muy
grandes y un morro tan alargado como el de un cerdo. Lo sorprendente es que, a pesar
de ser tan feo, pelean a su lado el espíritu de la Montaña de Fuego y todos sus secuaces.
Al oír tan alarmantes noticias, la Princesa del Rostro de Jade llamó a todos sus soldados
y guardianes y les ordenó que acudieran en ayuda de su esposo. Sin pérdida de tiempo,
todos los espíritus capaces de empuñar las armas se dispusieron a entrar en combate. Su
número superaba el centenar y, como un solo hombre, abandonaron en tropel la caverna,
blandiendo sus espadas y lanzas y gritando, enfervorecidos:
- ¡La señora nos envía a ayudaros! ¡La victoria está de nuestro lado!
- ¡Bienvenidos seáis a la lucha! - exclamó el Rey Toro, visiblemente complacido.
Los espíritus no pararon en mientes y comenzaron a golpear a diestro y siniestro. La
sorpresa produjo su efecto y Ba-Chie se hubo de dar a la fuga, incapaz de hacer frente a
tantos adversarios a la vez. El Gran Sabio se vio obligado, igualmente, a dar su
famosísimo salto para lograr escapar del cerco que habían montado a su alrededor los
seguidores del Rey Toro. Los espíritus lograron una inesperada victoria y, dando gritos
de júbilo, regresaron a la caverna y cerraron firmemente sus puertas, por lo que, de
momento, no hablaremos más de ellos. Sí lo haremos, sin embargo, del Peregrino, que,
en cuanto hubo recuperado el aliento, se volvió hacia Ba-Chie y el espíritu de la
montaña y les dijo:
- Ese toro es increíblemente fuerte. Ayer estuvimos luchando desde la hora de shen 1
hasta la caída de la noche y, sin embargo, no puedo decir que saliera mejor parado que
él. Es más, después de un día y medio de batalla sus fuerzas no parecen haber
disminuido lo más mínimo, y eso que vosotros constituíais un auténtico contingente de
refresco. Lo más desalentador, de todas formas, es que sus seguidores no parecen ser
menos aguerridos que él. ¿Qué podemos hacer ahora que se han refugiado en la caverna
y rehúsan salir?
- ¿Cómo es que, habiéndote despedido del maestro por la mañana, no empezaste a
luchar contra ese monstruo hasta bien entrada la tarde? - preguntó Ba-Chie -. ¿Me
quieres decir qué estuviste haciendo durante todo ese tiempo?
- Después de despedirme de vosotros - explicó el Peregrino -, vine directamente a esta
montaña. Aquí me topé con una muchacha, a la que saludé y que luego resultó ser la
Princesa del Rostro de Jade, su querida esposa segunda. Para descubrir dónde vivía, me
vi obligado a asustarla con la barra de hierro. Su loca carrera me llevó, efectivamente,
hasta la caverna en la que habitan. El Rey Toro no tardó en aparecer, fanfarrón y tan
locuaz como un vendedor de remedios para el estómago. Después de luchar durante más
de dos horas, se presentó alguien con una invitación para un banquete y abandonó
inesperadamente el campo. Le seguí hasta la Montaña de las Rocas Esparcidas y,
aunque me costó cierto trabajo dar con su pista, descubrí que se había zambullido en el
Lago de la Ola Verdosa. Ni corto ni perezoso, me convertí en un cangrejo, le robé la
criatura de los ojos dorados y, adoptando su figura, regresé a la Caverna de la Hoja de
Palma, en la Montaña de la Nube de Jade. No me costó trabajo engañar a la Diablesa, a
la que logré arrebatar el abanico de hojas de palma. Es tan extraordinario que,
valiéndome de ciertas fórmulas mágicas, lo hice crecer de una forma increíble. El
problema fue que no supe cómo devolverlo a su tamaño natural y hube de cargar con él
al hombro. Pero el Rey Toro no tardó en darme alcance, se hizo pasar por ti y me
arrancó de las manos tan preciado tesoro. Eso explica que tardara tanto tiempo en
volver.
- Eso es como hacer naufragar en pleno océano un barco lleno de "dou-fu" - contestó
Ba-Chie -: lo que en agua viaja a la mar retorna 2. ¿Cómo va a cruzar el maestro la
montaña, si tan difícil es hacerse con ese abanico? Creo que lo mejor será regresar a su
lado y tratar de encontrar otro camino.
- No os desaniméis tan pronto, por favor - les aconsejó el espíritu de la montaña -.
Tratar de hallar otra ruta es tanto como renunciar a seguir la senda de la virtud que
habéis iniciado. ¿Para qué abandonar esa vía de perfección después de las calamidades
que habéis pasado? Como muy bien afirmaban los antiguos, "sólo existe un camino
principal". ¿Cómo vais a dar, entonces, con otro? Recordad que vuestro maestro lo
único que espera es que regreséis con la victoria en vuestras manos, no con otro plan en
vuestros labios.
- Tienes razón - exclamó el Peregrino, animado -. ¿A qué viene esa forma de hablar,
Idiota? - añadió, volviéndose hacia Ba-Chie -. El espíritu de la montaña ha dicho lo
único razonable que se ha escuchado aquí en todo el día. Lo que tenemos que hacer es
obligar a ese monstruo a entablar una nueva batalla con nosotros. ¿Para qué queremos
todos esos poderes que poseemos? Hasta ahora apenas he hecho uso de mis habilidades
metamórficas, porque no me había encontrado en todo el camino del Oeste con alguien
que realmente se me pareciera. El Rey Toro y el Mono de la Mente procedemos del
mismo principio 3. Es preciso llegar hasta él y luchar con una entrega total para
recuperar ese abanico. Sólo él es capaz de apagar las llamas. Eso lanzará un puente
entre las dos orillas del vacío y podremos proseguir nuestra marcha al encuentro de
Buda. En cuando hayamos logrado ver su rostro cara a cara, alcanzaremos la felicidad
suprema y nos sentaremos con él a la mesa. ¿Te imaginas las delicias que se servirán en
ese banquete?
- ¡Venga! - exclamó Ba-Chie, enardecido por las palabras que acababa de escuchar -.
¡Vayamos cuanto antes a ver a ese Rey Toro! ¿Qué importa que se niegue a prestarnos
el abanico? La madera surgió a la hora de hai 4 y está emparentada con el cerdo, el cual
obligará al Toro a regresar a la tierra. El mono, por el contrario, nació a la hora de shen
y por eso se muestra dócil e incapaz de hacer daño a nadie. El abanico de hojas de
palma actúa como el agua, apagando el fuego y acabando con los rescoldos. Cuando eso
haya ocurrido, la perfección se abrirá ante nuestros ojos. Es preciso que perseveremos
en ella día y noche, si queremos alcanzar nuestro propósito y tomar parte en el banquete
de Ullambana 5.
Los dos monjes se lanzaron, seguidos por el espíritu de la montaña y todos sus
guerreros, contra las puertas de la Caverna que Toca las Nubes y las redujeron a añicos
con el rastrillo y la barra de hierro. El soldado que montaba la guardia, corrió,
aterrorizado, a informar a su señor de lo ocurrido, diciendo:
- ¡Sun Wu-Kung acaba de destrozar la puerta y se dirige hacia aquí al frente de todas
sus fuerzas!
El Rey Toro estaba contando a la Princesa del Rostro de Jade cuanto había sucedido
durante su ausencia, cuando se presentó el soldado con tan infaustas nuevas.
Enfurecido, se puso a toda prisa la armadura y salió al encuentro de los asaltantes,
lanzando improperios contra el Peregrino.
- ¡Maldito mono! - gritó, cuando le tuvo delante -. ¿Quién te crees que eres, para
llegarte hasta mi puerta y reducirla a añicos?
- ¡Cadáver sin ojos! - bramó, a su vez, Ba-Chie, lanzándose contra él -. ¿Quién te
piensas que eres tú, para juzgar las acciones de los demás? ¡No huyas y prueba el sabor
de mi rastrillo!
- ¡No creas que me meten miedo tus bravuconadas! - volvió a gritar en el mismo tono el
Rey Toro -. Con quien quiero luchar es con ese mono.
- ¡Estúpido rumiante! - replicó el Gran Sabio con gesto altanero -. Ayer te consideraba
mi hermano; hoy, por culpa de tu obcecación, te has convertido en mi enemigo.
¡Prepárate, porque vas a tragarte mi barra!
Envalentonado, el Rey Toro se enfrentó a los dos a la vez. De esa forma, dio comienzo
un encuentro más fiero que el del día anterior. Los tres se lanzaron al combate con la
seguridad de obtener la victoria. El rastrillo y la barra desplegaron todo su poder, como
generales que dirigieran la batalla desde sus sudorosos corceles. ¡Con qué arrojo les
hizo frente la barra forjada del toro, cuyos poderes mágicos eran tan inabarcables como
el mismo Cielo! Al entrechocar, las tres armas producían un ruido ensordecedor, que
sobrecogía a todo el universo. Tan pronto desviaban golpes como los descargaban con
envidiable maestría. De poco importaba el sudor, con tal de alcanzar la victoria y ver
postrado a su oponente. Poco podían hacer los demás guerreros por separar a la tierra y
a la madera, luchadores infatigables que avanzaban y retrocedían según el ritmo de los
golpes.
- ¿Por qué te niegas a prestarnos el abanico de hojas de palma? - preguntaban unos.
- ¿Cómo tuviste la osadía de engañar a mi esposa? - replicaba el otro -. Es preciso que
vengue a mi hijo, a mi segunda mujer y esta puerta de piedra, cuyas esquirlas ahora
pisamos.
- Deja de hablar y cuídate del poder de mi barra - decía el primero de los monjes -. Al
menor roce tu piel se hará trizas.
- No te olvides de los dientes de mi rastrillo - recalcaba el segundo -. Cada golpe es
capaz de hacerte nueve heridas en la carne.,
Pero el Rey Toro no se sentía amedrentado ante tales razones. Blandía con una maestría
total su barra de hierro forjado a la espera de asestar el golpe definitivo. Sus avances y
retrocesos levantaban polvaredas de nubes y lluvia, acompañadas de un viento que todo
lo barría. El odio espoleaba sus ansias de victoria, haciéndoles exponer, una y otra vez,
sus vidas a la muerte. Su técnica guerrera no podía ser, sin embargo, más perfecta. Con
increíble agilidad se cubrían tanto la espalda como el pecho y descargaban golpes
capaces de hacer polvo al ser más fornido. La bravura era la misma en los dos monjes
que en su único adversario. ¿Qué de extraño hay, entonces, que lucharan sin cesar desde
la salida del sol hasta su ocaso? La suerte del Rey Toro estaba echada y, tarde o
temprano, sería arrestado como un vulgar ladrón. Cuando llevaban peleados más de cien
asaltos, Ba-Chie atacó con más encarnecimiento, seguro de que la magia del Peregrino
iba a compensar su absoluta falta de prudencia. El Rey Toro sintió que las fuerzas le
flaqueaban y huyó hacia el interior de la caverna. Afortunadamente, el espíritu de la
montaña y sus soldados le cortaron la retirada, gritando, enfervorecidos por la cercanía
de la victoria:
- ¿Adonde crees que vas, Rey Poderoso? ¿No ves que estamos nosotros aquí?
La situación del Rey Toro no podía ser más comprometida. Le estaba vedado el acceso
al interior de su morada y Ba-Chie y el Peregrino le habían cerrado todas las vías que
conducían al exterior. Desesperado, se despojó de la armadura y arrojó a un lado la
barra de hierro forjado. Sacudió después ligeramente el cuerpo y, tras convertirse en un
cisne, se elevó majestuoso por los aires. Al verlo, el Peregrino se volvió hacia Ba-Chie y
le dijo:
- ¿Qué haces? ¿No ves que se escapa el Toro?
Ni el Idiota ni el espíritu de la montaña se habían percatado de lo ocurrido. Lo único
que sabían era que le habían perdido de vista y estaban registrando de arriba abajo toda
la Montaña de la Provisión de Truenos.
- ¿No le veis allí? - gritó el Peregrino, señalando con el dedo hacia arriba.
- ¿Te refieres a aquello? - preguntó Ba-Chie, desconcertado -. No es más que un cisne.
- ¡Qué va a ser un cisne! - exclamó el Peregrino -. ¡Es una de las metamorfosis del Rey
Toro!
- ¿Qué podemos hacer? - preguntó, preocupado, el dios de la montaña.
- Entrar a en su palacio y acabar con todos sus servidores - contestó el Peregrino -. De
esa forma, conseguiremos cortarle la retirada. Mientras tanto, yo trataré de capturarle,
valiéndome de mis propios poderes metamórficos.
Ba-Chie y el espíritu de la montaña se dispusieron en seguida a poner en práctica su
sugerencia, por lo que, de momento, no hablaremos más de ellos. Sí lo haremos, sin
embargo, del Gran Sabio, quien, tras dejar a un lado la barra de los extremos de oro,
sacudió ligeramente el cuerpo y se transformó en un buitre de Manchuria, que se elevó
hacia lo alto como si fuera una flecha. Con sus poderosas alas dibujó varios círculos en
el aire, antes de dejarse caer sobre el cisne con las garras apuntándole al cuello y el pico
a los ojos. El Rey Toro comprendió que se trataba de una de las metamorfosis del
Peregrino y, estirando cuanto pudo las alas, se convirtió en un águila de plumaje
amarillento, que se volvió contra el buitre. Pero el Peregrino logró transformarse en
seguida en un fénix negro, el mayor enemigo que pueda tener un águila. Sabedor de su
inferioridad de condiciones, el Rey Toro tomó la figura de una garza blanca y, lanzando
un graznido de triunfo, se dirigió volando hacia el sur. Durante unos segundos el
Peregrino se quedó suspendido en el aire y, agitando levemente las plumas, adoptó la
forma de un fénix rojizo, que dejó oír el largo lamento de su canto. Como el fénix es el
rey y señor de las aves, la garza blanca no se atrevió a tocarle. Entonces extendió del
todo las alas, se dejó caer en picado sobre un despeñadero y, con una ligera sacudida del
cuerpo, se metamorfoseó en un ciervo, que se puso a pastar, desconfiado, entre la alta
hierba que cubría la falda de la montaña. El Peregrino no tardó en reconocerle y,
posándose sobre el suelo, se transformó en un tigre hambriento, que se lanzó en
persecución del ciervo con el ánimo de devorarle. Asustado, el Rey Toro consiguió
convertirse a tiempo en un enorme leopardo de pintas negras, que se volvió para atacar
al tigre. El Peregrino giró en la dirección en la que soplaba el viento y, moviendo
imperceptiblemente la cabeza, adoptó la forma de un león asiático de ojos dorados, un
rugido tan sobrecogedor como el rolar de un trueno y una cabeza tan poderosa como el
bronce, que se abalanzó valientemente sobre el leopardo. El Rey Toro tembló de miedo,
al ver su sombra, pero logró metamorfosearse en un oso gigante, que trató de atrapar
con sus enormes zarpas al león. Dejándose caer por tierra, el Peregrino tomó la figura de
un elefante de piel rugosa con la trompa tan fuerte como una serpiente pitón y los
colmillos tan gruesos y flexibles como un tronco de bambú. Sacudiendo con destreza la
trompa, trató de agarrar al oso, pero el Rey Toro, soltando una carcajada estentórea, se
manifestó tal cual era: un gigantesco toro blanco con la cabeza tan grande como una
montaña escarpada y los ojos tan brillantes como rayos. Sus cuernos parecían dos
alambicadas pagodas de acero y sus dientes eran como dagas extremadamente afiladas.
De la testuz al rabo medía más de treinta metros y medio y su alzada superaba con
mucho los tres metros.
- ¡Mono maldito! - gritó en tono triunfante -. ¿Quieres decirme cómo vas a hacerme
frente ahora?
El Peregrino recobró, igualmente, la forma que le era habitual y, sacando la barra de los
extremos de oro, gritó con potente voz:
- ¡Crece cuanto puedas!
Al tiempo que la barra adquiría unas proporciones increíbles, él mismo se transformó
en una criatura de trescientos metros de alto, la cabeza tan grande con el Monte Tai,
unos ojos tan brillantes como el sol y la luna, una boca que recordaba un estanque lleno
de sangre y unos dientes que se parecían a los batientes de una puerta. Levantó la barra
con fuerza y la dejó caer sobre la cabeza del toro, que esquivó el golpe con ayuda de sus
acerados cuernos. La batalla que entonces dio comienzo sacudió las cordilleras y
montañas y sumió en el espanto el Cielo y la Tierra. Sobre ella disponemos de un
poema, que dice:
Aunque el monstruo al que debe enfrentarse el Mono de la Mente mida más de diez mil metros,
el Tao sólo posee la altura de un centímetro. Quien desee apagar el fuego de la montaña debe
hacerse primero con el valioso abanico del que brota el frescor de la pureza. Aunque la Bruja
Amarilla se empeñe en obstaculizar los pasos del maestro, la Madera tiene el poder de hacer
desaparecer a todos los monstruos. Cuando eso haya sucedido, las Cinco Fases volverán a hollar,
pacíficas, la senda del bien y podrán proseguir, limpias de impurezas, el camino que conduce
hacia el Oeste.
Haciendo uso de sus extraordinarios poderes mágicos, los dos monstruos se enzarzaron
a media altura en una escalofriante batalla, que puso en guardia a los dioses que moran
en el vacío: el Guardián de la Cabeza de Oro, los Seis Dioses de la Luz, los Seis Dioses
de las Tinieblas y los Dieciocho Protectores de los Monasterios. Todos ellos acudieron,
presurosos, a tomar parte en la batalla y se colocaron alrededor del Rey Toro, que no se
sintió en absoluto intimidado por su presencia. Con una velocidad increíble, tan pronto
miraba hacia el este como hacia el oeste, cargando una y otra vez con sus brillantes
cuernos de acero. Sus pezuñas levantaban nubes de polvo que oscurecían el norte y el
sur, mientras los férreos pelos de su rabo dibujaban, a derecha e izquierda, una
escalofriante danza de terror.
El Gran Sabio le atacó por el frente, mientras que los demás dioses le hostigaron por los
flancos. Comprendiendo que no podía resistir mucho aquella situación, el Rey Toro dio
varias vueltas por el suelo y, tras tomar la forma que le era original, huyó hacia la
Caverna de la Hoja de Palma. El Peregrino redujo al instante su tamaño y se lanzó tras
él, seguido de cerca por los otros dioses. El Rey Toro consiguió entrar en la caverna y
cerró firmemente las puertas, negándose obstinadamente a salir. Los dioses pusieron
inmediatamente cerco a la Montaña de la Nube de Jade. Cuando se disponían a atacar,
oyeron la ruidosa llegada de Ba-Chie, el espíritu de la montaña y sus huestes de
diablillos. El Peregrino levantó la cabeza y les preguntó:
- ¿Qué ha sucedido en la Caverna que Toca las Nubes?
- He matado con mi rastrillo a la concubina de ese Rey Toro - contestó Ba-Chie,
sonriendo -. Al despojarla de todos sus abalorios, vimos que se trataba, en realidad, de
una zorra con el rostro blanco. Los diablillos que la servían eran burros, pollinos, vacas,
percherones, tejones, zorros, ciervos, cabras, antílopes y animales por el estilo. Hemos
acabado con todos ellos y después hemos prendido fuego a la caverna. El espíritu de la
montaña me informó, entonces, que tenía otra morada en este lugar. Ése es el motivo de
que hayamos venido a toda prisa a arrasarla y a acabar con todos los que moran dentro
de ella.
- ¡Enhorabuena, hermano! - exclamó el Peregrino, satisfecho -. Lo que has hecho
encierra un gran mérito. Yo, sin embargo, no he logrado todavía doblegar a ese
monstruo, aunque ejercité con él todas mis artes metamórficas. Al final, se convirtió en
un toro blanco de proporciones enormes y yo hube de tomar la forma que mejor refleja
el poder del Cielo y la Tierra. Al enzarzarme con él en una formidable batalla, varios
dioses tuvieron la amabilidad de acudir en mi ayuda y le rodearon por todos los lados.
Comprendió en seguida que no podría hacer nada contra ellos y tomó refugio en el
interior de esa cueva.
- ¿Es ésa la Caverna de la Hoja de Palma? - preguntó Ba-Chie.
- Exactamente - confirmó el Peregrino -. Ahí es donde habita la Diablesa.
- Si es verdad lo que dices - concluyó Ba-Chie con impaciencia -. ¿Por qué no
asaltamos esa cueva y le exigimos que nos entregue el abanico? Es contraproducente
dejarle recobrar las fuerzas junto al calor de su esposa.
Poniendo en tensión todos los músculos, levantó el rastrillo por encima de la cabeza y
lo dejó caer con todas sus fuerzas contra la puerta. El golpe fue tan brutal, que hasta el
dintel se vino abajo. Una de las doncellas que montaba la guardia corrió a informar de
lo sucedido, diciendo:
- ¡Alguien acaba de derribar las puertas!
El Rey Toro no se había recuperado todavía del esfuerzo realizado. De hecho, estaba
contando a la Diablesa, con la respiración totalmente alterada, cómo había arrebatado el
abanico al Peregrino, cuando llegaron a sus oídos tan alarmantes noticias. La furia
volvió a apoderarse de él y, sacándose el abanico de la boca, se lo entregó a su esposa.
Al tomarlo en sus manos, la Diablesa se echó a llorar y dijo:
- ¿No os parece que deberíamos entregar el abanico a ese mono? Así retiraría sus tropas
y no correríamos ningún peligro.
- Olvidas lo principal - respondió el Rey Toro -, porque no es por el abanico por lo que
ahora guerreo, sino por el odio que me consume. Siéntate aquí, mientras voy a
enfrentarme a ellos una vez más.
Volvió a ponerse la armadura y salió al encuentro de los asaltantes, blandiendo sus dos
espadas. Ba-Chie estaba limpiando con su rastrillo los cascotes que obstaculizaban la
entrada. Cuando el Toro le vio, se lanzó contra él, sin mediar ninguna palabra de reto.
Afortunadamente, Ba-Chie logró hacerse a un lado y paró el golpe levantando a tiempo
el rastrillo. En cuanto se hallaron al aire libre, se les unió el Gran Sabio con su temible
barra de hierro. El Rey Toro saltó por encima de la caverna montado en un remolino de
viento e hizo frente a sus perseguidores encima mismo de la Montaña de la Nube de
Jade. Los dioses, el espíritu de la montaña y sus seguidores le rodearon antes de que
pudiera hacer un solo movimiento más. De esa forma, dio comienzo una batalla
realmente extraordinaria. La fiereza del combate era tal, que el mundo se vio envuelto
en una densa capa de nubes, el cosmos quedó sumido en una espesa niebla y un viento
cargado de rocas y arena sembró el terror entre todos los habitantes de la tierra. La
respiración de los contendientes hacía crecer las olas, hasta dejar Pequeñas las montañas
más encumbradas. No podía ser de otra forma. El odio que guiaba la mano que blandía
las espadas, afiladas como dientes de lobo, era más profundo que el mismo mar. La ira
se había transformado definitivamente en sed de venganza. Por alcanzar la gloria, el
Gran Sabio, Sosia del Cielo, se enfrentaba ahora a quien, durante siglos, había sido uno
de sus mejores amigos. Ba-Chie, por su parte, ponía lo mejor de sí mismo por hacerse
cuanto antes con el abanico, mientras que los dioses hacían frente al Rey Toro con el
único propósito de ver restablecido el respeto a la Ley. ¡Qué extraordinaria bravura la
suya, con cuánto vigor paraba y descargaba golpes a derecha e izquierda! Todos los
contendientes estaban dispuestos a mantenerse en la lucha, hasta que las aves perdieran
sus alas y no pudieran volar, hasta que los peces dejaran de zambullirse en las aguas y
renunciaran a la protección de sus escamas, hasta que los espíritus pusieran fin a sus
quejas y el Cielo y la Tierra se desprendieran de su inmarchitable vigor, hasta que los
tigres y los dragones se convirtieran en cobardes y se apagara la luz del sol. Con una
temeridad increíble, el Rey Toro hizo frente a sus adversarios durante más de cincuenta
ataques seguidos. Pero a partir de entonces las fuerzas comenzaron a fallarle y hubo de
retirarse derrotado. En su loca huida hacia el norte se topó con el Protector Diamantino
de la Difusión del Dharma, dueño de extraordinarios poderes mágicos y Señor del
Acantilado del Espíritu Misterioso, en la Montaña de los Cinco Estrados, que le gritó en
tono autoritario:
- ¿Adonde crees que vas, Toro? He sido enviado por Sakyamuni, el Patriarca Budista, a
capturarte con estas redes cósmicas.
Apenas había acabado de decirlo, aparecieron el Gran Sabio, Ba-Chie y los otros dioses
surcando el espacio a increíble velocidad. Presa del pánico, el Rey Toro se dirigió a toda
prisa hacia el sur, pero fue interceptado por el Protector Diamantino de la Victoria Final,
dueño de un inconmensurable poder del dharma y Señor de la Caverna del Frío Puro, en
la Montaña de O-Mei, que le gritó en tono severo:
- Buda en persona me ha encargado que te capture.
El Rey Toro sintió que las piernas se negaban a obedecerle y que las fuerzas le
abandonaban a ojos vista, pero, haciendo un esfuerzo supremo, consiguió escabullirse
en dirección este. No tardó en ser detenido por el Protector Diamantino de la Fuerza
Insuperable, un asceta mendicante procedente de la Cordillera-que-toca-el-oído, en el
Monte Sumeru, que le gritó en tono de reproche:
- ¿Adonde crees que vas, Toro? He venido a arrestarte por expreso deseo de Tathagata.
Sin saber adonde huir, el Rey Toro se volvió, entonces, hacia el Oeste, pero le cortó el
paso el Gran Protector Diamantino Sempiterno, un inmortal indestructible originario de
las Cumbres del Rayo Dorado, en el Monte Kun - Lun, que le gritó en tono despectivo:
- ¿Hacia dónde te diriges? Estoy aquí por orden personal del Honorable Buda del
Monasterio del Trueno, en el Paraíso Occidental, para impedirte la huida. ¿Cómo crees
que vas a escapar?
El Rey Toro ni siquiera tuvo tiempo de arrepentirse. Volvió la cabeza y vio avanzar
hacia él a los guerreros budistas y a los generales celestes con las redes cósmicas
extendidas. Sabía que era prácticamente imposible escabullirse de ellas, pero, al oír las
voces del Peregrino y de los soldados bajo sus órdenes, se montó en una nube y trató de
huir hacia arriba. Para su sorpresa, le cortaron la retirada el Devaraja Li y el Príncipe
Nata, que venían acompañados del Vajrayaksa del Vientre de Pez y el General del
Espíritu Poderoso.
- ¿Adonde vas tan deprisa? - le gritaron en tono marcial -. ¡Detén, de una vez, tu loca
carrera! Hemos venido a capturarte por orden del Emperador de Jade.
Desesperado, sacudió ligeramente el cuerpo y volvió a convertirse en un enorme toro
blanco, que trató de cornear al devaraja con sus astas de acero. Afortunadamente, éste se
hizo a un lado y desvió el golpe con ayuda de su cimitarra. Al ver aparecer al Peregrino,
el Príncipe Nata levantó la voz y dijo:
- Perdonad que no os saludemos con el respeto que merecéis, pero nos lo impiden estas
pesadas armaduras. Ayer mi padre y yo fuimos a visitar a Tathagata y nos pidió que
informáramos al Emperador de Jade de que el viaje del monje Tang había sufrido un
imperdonable retraso en la Montaña de Fuego, por culpa de la tozudez del Rey Toro.
Señaló, igualmente, que os habíais encontrado con más dificultades de las previstas para
arrestarle y que precisabais de toda la ayuda que pudiéramos ofreceros. Al tener noticia
de lo ocurrido, el Emperador de Jade nos ordenó que nos pusiéramos a vuestro servicio
con todas nuestras tropas.
- ¿Habéis trazado un plan de acción? - preguntó el Gran Sabio -. Este tipo posee unos
poderes mágicos francamente extraordinarios. Ya veis en qué clase de criatura más
repugnante se ha transformado.
- No os preocupéis por eso - respondió el Príncipe, sonriendo -. Si tenéis la amabilidad
de mirar con atención, veréis cómo le capturo en seguida. ¡Transfórmate! - gritó a
continuación y se convirtió en un ser con tres cabezas y seis brazos.
Con una agilidad increíble, saltó sobre el lomo del Toro y le asestó un tremendo tajo en
el cuello con su espada de degollar monstruos. La cabeza de la bestia rodó por el suelo,
como si fuera una fruta madura. El devaraja se volvió, triunfante, hacia el Peregrino con
la cimitarra en alto, pero en ese mismo momento le creció al Toro una nueva cabeza. Su
aspecto no podía ser más aterrador. Su boca arrojaba un vaho de color negro y de sus
ojos salían rayos de un tono dorado. Sin inmutarse, Nata levantó de nuevo su espada y
la cortó con la misma limpieza que a la anterior. Pero, en cuanto hubo tocado el suelo,
apareció otra aún más terrorífica. Diez veces hubo de repetir el Príncipe su hazaña. A la
undécima, sacó una rueda de fuego y se la colgó al Toro de un cuerno. Pronto las llamas
adquirieron una intensidad propia de un objeto mágico y empezaron a cebarse en la
carne de su víctima. El Toro mugió, desesperado, y comenzó a sacudir la cabeza y el
rabo, tratando de librarse de aquel tormento. Para escapar del dolor, recurrió a sus
poderes metamórficos, pero el Devaraja Li volvió hacia él su espejo de reflejar
monstruos y no pudo transformarse en nada. Comprendiendo que no tenía escapatoria,
empezó a gritar:
- ¡No me matéis! ¡Prometo que, si me perdonáis la vida, aceptaré los principios del
budismo!
- Si tu arrepentimiento es sincero - replicó el Príncipe Nata -, entréganos
inmediatamente el abanico y te creeremos.
- ¡No puedo hacerlo! ¡Lo tiene mi esposa! - gritó el Toro.
Nata sacó, entonces, una cuerda de atar monstruos, se la fijó firmemente al cuello y se
la pasó después por el tabique de la nariz. De esa forma, pudo manejarle fácilmente con
una sola mano. A una orden del Peregrino se reagruparon los Cuatro Protectores
Diamantinos, los Seis Dioses de la Luz y los Seis Dioses de las Tinieblas, los
Protectores de los Monasterios, el Devaraja Li, el General del Espíritu Poderoso, Ba-
Chie, el espíritu de la montaña y todas sus huestes de soldados. Juntos se dirigieron a la
Caverna de la Hoja de Palma, tirando del ronzal del toro blanco, que gritó con voz
lastimera al llegar:
- Si quieres seguir viéndome vivo, entrégales el abanico, por favor.
La Diablesa se quitó en seguida todas sus joyas y sus vestidos de seda. Se peinó a
continuación a la manera como lo hacían las sacerdotisas taoístas y, poniéndose la
túnica de una monja budista, salió de la caverna con el abanico de tres metros y medio
en las manos. Al ver a los Protectores Diamantinos, a los dos devarajas y a los otros
sabios, se echó rostro en tierra y empezó a golpear el suelo con la frente, diciendo:
- ¡Por lo que más queráis, perdonadnos la vida, bodhisattvas! Estamos dispuestos a
entregar de buena gana el abanico a nuestro hermano Sun, para que pueda conseguir el
fin que se ha propuesto.
Sin pérdida de tiempo, el Peregrino cogió el abanico y todos se dirigieron hacia el este,
montados en sus nubes. Mientras tanto, Tripitaka y el Bonzo Sha esperaban impacientes
el regreso del Peregrino, ora sentados junto al camino, ora dando vueltas como animales
enjaulados. No se explicaban cómo podía tardar tanto en volver. De pronto, vieron
aparecer en el cielo una legión de nubes brillantes, que emitían una luz cegadora. El
maestro se volvió hacia Wu-Ching y le preguntó, preocupado:
- ¿Por qué vienen hacia nosotros esos guerreros celestes?
- No os preocupéis, maestro - contestó el Bonzo Sha, reconociéndolos al instante -. Son
los Cuatro Protectores Diamantinos, el Guardián de la Cabeza de Oro, los Seis Dioses
de la Luz, los Seis Dioses de las Tinieblas, los Protectores de los Monasterios y otros
dioses más. El que viene al frente de ellos es el Príncipe Nata y ese otro que lleva un
espejo es el Devaraja Li, el Portador-de-la-Pagoda. También viene nuestro hermano
mayor con el abanico de hojas de palma. Un poco más allá veo a nuestro segundo
hermano y al espíritu de la montaña. Todos los demás son guerreros del ejército celeste.
Al oír eso, Tripitaka se puso su túnica sacerdotal y su sombrero Vairocana y dio la
bienvenida a tan inesperados huéspedes, inclinando la cabeza y diciendo, respetuoso:
- ¿A qué se debe el honor de que sabios tan respetables vengan a visitar a un ser tan
insignificante como yo? ¿No es el vuestro el reino de la inmortalidad?
- Somos nosotros los que deberíamos sentirnos honrados de veros, porque estáis a
punto de poner término a vuestra alta misión - respondieron a coro los Cuatro
Protectores Diamantinos -. Hemos venido por orden de Buda a prestaros cuanta ayuda
preciséis y a deciros que es preciso que continuéis con ahínco por la senda de la
perfección y que no desfallezcáis en ningún momento.
En señal de respeto y acatamiento, Tripitaka golpeó, una vez más, el suelo con la
frente. El Gran Sabio, mientras tanto, cogió el abanico y se adentró en la Montaña de
Fuego. Lo agitó con fuerza una sola vez y al punto se extinguieron las llamas, quedando
sólo unos cuantos rescoldos. Lo sacudió por segunda vez y se extendió por toda la
región una brisa muy suave cargada de una agradable frescura. Cuando volvió a hacerlo
por tercera vez, el cielo se llenó de nubes grisáceas, que dejaron caer un aluvión de
agua. De todo ello disponemos de un poema, que afirma:
La Montaña de Fuego posee una longitud de más de mil quinientos kilómetros y la fama de sus
llamas se extiende hasta el último rincón del orbe. Con los sentidos chamuscados nadie puede
ver madurar en su interior el elixir, de la misma forma que no es posible alcanzar la perfección
del Tao, cuando las tres puertas de los oídos, los ojos y la boca han perecido pasto del fuego. Es
necesario, por tanto, que el abanico de hojas de palma traiga, de vez en cuando, el frescor del
rocío y la lluvia. ¡Qué afortunada fue la intervención de los guerreros celestes! Ellos
consiguieron atrapar al toro y lo condujeron después ante Buda, para que no vuelva a pecar más.
La perfección sólo se alcanza, cuando el agua se funde con el fuego.
Al verse libre del calor, Tripitaka sintió desvanecerse todas sus cuitas; su mente se
purificó y su voluntad se serenó. Agradecidos, los cuatro caminantes reiteraron sus
votos de fidelidad a los Protectores Diamantinos, que regresaron a toda prisa al lugar del
que habían partido. Los Seis Dioses de la Luz y los Seis Dioses de las Tinieblas, por su
parte, se elevaron hacia lo alto y se dispusieron a prestar su continua protección a los
peregrinos. Todos los demás dioses retornaron a su punto de origen, menos el devaraja y
el príncipe, que fueron a llevar al toro a Buda. El espíritu de la montaña casi ni se
despidió de ellos. Tenía los ojos clavados en la Diablesa, que permanecía de pie a un
lado con la cabeza agachada.
- ¿Se puede saber qué haces ahí? - le preguntó el Peregrino -. ¿Piensas quedarte así toda
la vida?
- Devolvedme el abanico, por favor - suplicó la Diablesa por toda respuesta,
postrándose de hinojos.
- ¡Maldita puta! - gritó Ba-Chie, enfurecido -. ¡Se ve que no tienes sentido de la
medida! ¿No es suficiente que te hayamos perdonado la vida? ¿Crees que vamos a
renunciar, así como así, a ese abanico después de lo que nos ha costado hacernos con él?
Es posible que lo cambiemos más adelante por algo de comida. Lo mejor que puedes
hacer es marcharte. Ya no tienes nada que hacer aquí. La lluvia lo está inundando todo.
- ¡Pero vos dijisteis que ibais a devolvérmelo, tan pronto como hubierais apagado el
fuego! - protestó la Diablesa, volviéndose hacia el Gran Sabio -. Al principio no os creí,
aunque ahora reconozco que es un poco tarde para lamentarse de lo ocurrido después de
las terribles batallas que aquí se han dado. De todas formas, quisiera que comprendierais
que, aunque aún no hemos dado todos los frutos que se esperan de nosotros, hemos
hollado ya los primeros metros del camino recto. Ahora que hemos contemplado la
manifestación del auténtico cuerpo en su largo peregrinaje hacia el Oeste, no podemos
echarnos atrás en nuestra decisión. Os suplico, pues, que me devolváis el abanico, para
que pueda empezar cuanto antes una nueva vida de perfección.
- Creo, Gran Sabio - dijo, entonces, el espíritu de la montaña -, que, puesto que esta
mujer conoce el secreto de cómo apagar para siempre el fuego de esta cordillera,
deberíais exigirle que lo hiciera antes de devolverle el abanico. Yo me quedaría aquí
cuidando de todos sus habitantes y viviendo de las ofrendas que quisieran presentarme.
De esa forma, nos haríais a todos un inmenso favor.
- ¿Crees que es posible apagar este fuego para siempre? - preguntó el Peregrino -.
Cuando hablé con las gentes de por aquí, me dijeron que, cuando el fuego se apagaba,
sólo podían recolectar el arroz suficiente para un año.
- Si deseáis apagar para siempre estas llamas - contestó la Diablesa -, deberéis abanicar
la montaña cuarenta y nueve veces seguidas. De esa forma, jamás volverá a brotar el
fuego.
Sin pérdida de tiempo, el Peregrino cogió el abanico y lo sacudió con todas sus fuerzas
cuarenta y nueve veces seguidas. Al punto se produjo una lluvia torrencial que anegó
toda la montaña. El fenómeno fue más extraordinario de lo que a primera vista pudiera
creerse, porque el agua sólo caía donde había fuego. Donde no quedaba ningún
rescoldo, seguía tan seco como un palmo de desierto. Los discípulos y el maestro
permanecieron en aquel lugar hasta que el fuego quedó totalmente extinguido. Ni una
sola gota de agua cayó sobre ellos. Pasaron la noche en aquel lugar y, tras ordenar el
equipaje y preparar el caballo, el Peregrino entregó el abanico a la Diablesa, diciendo:
- Si no te lo devolviera, empezaría a decirse por ahí que el Mono no es un hombre de
palabra. Regresa a tu morada y no vuelvas a hacer nada malo. Te perdono la vida,
porque, como tú misma dijiste, has empezado a hollar ya el camino del bien.
La Diablesa cogió el abanico y, después de recitar el correspondiente conjuro, se lo
metió en la boca. Para entonces apenas sobrepasaba el tamaño de una hoja de almendro.
La Diablesa se despidió de los peregrinos, inclinando, agradecida, la cabeza y se retiró a
meditar a un lugar apartado. Con el tiempo, también ella consiguió los frutos de la
perfección y llegó a ser muy versada en el conocimiento de los sutras. Tras despedirse
del espíritu de la montaña, Tripitaka, el Peregrino, Ba-Chie y el Bonzo Sha continuaron
su camino con el cuerpo purificado y los pies cubiertos de una fresca sensación de
humedad. Esto es lo que quiere decirse, cuando se afirma que, una vez que el agua y el
fuego han adquirido su equilibrio, los contrarios se funden y surge el Tao.
No sabemos, de momento, cuándo podrán regresar los peregrinos a las Tierras del Este.
Quien desee averiguarlo deberá escuchar con atención las explicaciones que se ofrecen
en el siguiente capítulo.
CAPITULO LXII
PARA DESPRENDERSE DE TODA INMUNDICIA Y CONSEGUIR UNA MENTE
TOTALMENTE LIMPIA, ES NECESARIO BARRER UNA PAGODA. PARA ALCANZAR
LA PERFECCIÓN, HAY QUE DOMINAR A LOS DEMONIOS Y VOLVERSE HACIA EL
SEÑOR
Ni de día ni de noche 1 debes olvidarte de cosechar el bien; tenlo siempre presente las doce horas
del día 2. No dejes que se te seque el agua sagrada ni permitas que el fuego te acose a lo largo de
las ciento ochenta mil marcas 3 que miden el transcurso de cinco años. Cuando se mezclan el
agua y el fuego, surge la abundancia y las Cinco Fases se funden como si estuvieran
encadenadas. El yin y el yang se encuentran, entonces, en equilibrio y puede ascenderse a la
Torre de Nubes, o alcanzar los Cielos a lomos de un fénix, o llegar hasta Ying - Chou montado
en una garza.
El título de este poema "tsu" del que nos hemos servido para describir la situación en la
que ahora se encontraba Tripitaka y sus discípulos es El Inmortal junto al Río. Todos
ellos habían alcanzado ese estado de perfección en el que el agua y el fuego se
encuentran en un equilibrio perfecto. De ahí que sus espíritus experimentaran la frescura
y la pureza absolutas. Una vez que consiguieron hacerse con el abanico del inmaculado
yin y apagaron con él las llamas de aquella inmensa montaña, lograron recorrer en un
solo día la distancia de mil quinientos kilómetros. Eso hizo que prosiguieran el viaje con
el corazón limpio de toda preocupación. El otoño estaba a punto de concluir y el
invierno había empezado a dar muestras de su inminente llegada. Los crisantemos se
habían secado y caían, como copos de nieve, a los pies de los ciruelos, que mostraban,
orgullosos, el dulzor de sus tardíos frutos. En todos los pueblos se recogían las últimas
cosechas y se almacenaba el grano para el invierno. Los bosques se iban despojando
poco a poco de hojas, permitiendo la visión directa de las colinas que se alzaban tras
ellos. Al amanecer la superficie de los arroyos aparecía cubierta de una capa de hielo,
que se hacía más gruesa con el paso de los días. Hacía mucho tiempo que los insectos
habían dejado de afanarse, arrastrados por la creciente inclemencia de los vientos. El yin
iba transformándose, poco a poco, en yang y ya estaba dispuesto a sentarse en su trono
el espíritu Yüan-Ming, el señor del primer mes del invierno 4. En esa estación se apaga
el aura de la Tierra, renace la del Cielo, los arcos iris se esconden y el hielo se va
formando lentamente en la superficie de los estanques y lagos. No en balde es el tiempo
de las aguas, aunque los días sean grises y el color desaparezca de todos los paisajes.
Una vez que los arces han perdido su tinte rojizo, sólo los bambúes y pinos son capaces
de hacer frente al frío, acentuando el verdor de sus hojas. Los viajeros lo fueron
comprobando a lo largo de muchos días de camino. Tras recorrer un larguísimo trecho,
se toparon con una ciudad fortificada. El monje Tang tiró de las riendas del caballo y,
volviéndose hacia Wu-Kung, exclamó:
- ¿Ves aquellos edificios de allí? ¿Qué clase de lugar crees que es?
El Peregrino levantó la cabeza y vio que se trataba de una ciudad protegida por un
profundo foso. Vista desde aquella distancia, daba la impresión de ser un dragón
enroscado o un tigre dispuesto a saltar sobre su presa. Por doquier se veían doseles de
brillantes colores. Los puentes que salvaban el profundo foso que la rodeaba estaban
adornados con figuras de animales de jade. A juzgar por los pedestales que sostenían las
estatuas de sus miembros más destacados, debía de tratarse de una ciudad
extremadamente rica, porque eran de oro. Por ése y otros muchos detalles, recordaba la
propia capital de China o una de las muchas ciudades del Cielo. Lo que nadie podía
negar era que se trataba del centro de un próspero imperio, cuyos dominios se extendían
más allá de veinte mil kilómetros y cuya duración superaba los mil años. Con toda
seguridad, los bárbaros pagarían tributos a su rey y cada día llegarían a su corte
emisarios de las islas y tierras lejanas cargados de exóticos regalos. No cabía duda de
que su soberano seguía fielmente el camino de la virtud. Se apreciaba su prosperidad en
las melodiosas canciones que fluían de las cantinas y en la alegría que inundaba todas
las calles y plazas. El palacio real, espléndido como el de Wei-Yangs, estaba rodeado
por una franja de árboles tan majestuosos, que se tenía la impresión de que los fénix
saludarían la llegada de un nuevo día escondidos entre sus copas.
- Esa ciudad por fuerza tiene que ser el lugar de residencia de algún rey - concluyó el
Peregrino, después de estudiarla con detenimiento.
- ¿Cómo puedes afirmarlo con tanta seguridad? - objetó Ba-Chie, soltando la carcajada
-. El mundo está lleno de ciudades que pertenecen a una prefectura o forman parte de un
simple distrito.
- Sí, pero aquellas en las que habita un rey son totalmente distintas de las que acabas de
mencionar - replicó el Peregrino -. No tienes más que mirar las puertas que hay en esa
ciudad. Su número es superior a una decena. Además su perímetro sobrepasa los
doscientos kilómetros y sus edificios son tan altos que aparecen siempre cubiertos de
nubes. Si no es ésta la capital de algún reino, ¿a qué se debe que ofrezca un aspecto tan
distinguido?
- Todos sabemos que posees una visión francamente extraordinaria - concluyó el Bonzo
Sha -, así que, si dices que se trata de la capital de un reino, ninguno de nosotros lo
pondremos en duda. ¿Has conseguido averiguar cómo se llama?
- ¿Cómo voy a averiguarlo, si no se ven por ninguna parte estandartes ni placas? -
contestó el Peregrino -. Creo que, si queremos saberlo, tendremos que entrar en ella.
El maestro espoleó al caballo y no tardó en llegar a una de las puertas. Pasó a pie el
puente que salvaba el foso y se adentró en las calles de la ciudad. Sus tres mercados y
sus seis bulevares bullían de animación, pero lo más sorprendente era que todos sus
habitantes vestían de tal forma que parecían nobles. Cuando más admirados estaban de
tanta prosperidad, vieron a un grupo de monjes mendigando de puerta en puerta. Su
aspecto no podía ser más harapiento. Al verlos, Tripitaka suspiró con pena y dijo:
- Cuando muere la liebre, el zorro se echa a llorar, porque todos los seres lamentan la
desaparición de los de su especie. Acércate a ellos y pregúntales por qué llevan una vida
tan miserable - pidió después a Wu-Kung.
- ¡Eh, monjes! - gritó el Peregrino, dándose cuenta de que llevaban la cabeza metida en
un cepo, como si fueran vulgares malhechores -. ¿A qué monasterio pertenecéis y por
qué portáis sobre vuestros hombros el símbolo de la vergüenza?
- Somos miembros del Monasterio de la Luz Dorada - respondieron los monjes,
postrándose de hinojos - y hemos sido castigados injustamente.
- ¿Dónde se encuentra ese monasterio que decís? - volvió a preguntar el Peregrino.
- A la vuelta de la esquina - contestó uno de los monjes.
El Peregrino los llevó en seguida ante el monje Tang, que les preguntó, en cuanto hubo
escuchado las explicaciones de su discípulo:
- ¿Qué queréis decir con eso de que habéis sido castigados injustamente? Contádmelo,
por favor, si no os importa.
- Aunque vuestro rostro nos resulta muy conocido - se disculparon ellos -, no sabemos
de dónde venís. Además, no nos atrevemos a decíroslo aquí. Si tenéis la amabilidad de
acompañarnos hasta nuestra humilde morada, tendremos el honor de expresaros todas
nuestras cuitas.
- Me parece lo más prudente - opinó el maestro -. Iremos con vosotros y nos lo
contaréis con más tranquilidad.
Cuando llegaron a la puerta del monasterio, vieron que sobre el dintel había una placa,
en la que aparecía grabada con letras de oro la siguiente inscripción horizontal:
"Monasterio de la Luz Dorada. Construido por mandato imperial". Con pena
comprobaron que las lámparas que colgaban de las paredes, tan desconchadas como la
chabola de un mendigo, llevaban apagadas mucho tiempo y que el viento arrastraba
montones de hojas secas por los pasillos vacíos. Testigo de tiempos mejores, una torre
de trescientos metros se perdía entre las nubes. En el lugar dedicado a la meditación
sólo había unos cuantos pinos raquíticos y, aunque en algunos puntos el suelo estaba
cubierto de flores, hacía años que nadie pisaba por allí. Las telas de araña se habían
enseñoreado de todos los techos y rincones. Aunque los tambores y las campanas
continuaban colgados en sus sitios, se notaba que llevaban mucho tiempo sin usar. Los
frescos de las paredes se habían desdibujado, desapareciendo sus colores entre una
gruesa capa de polvo. Los atriles permanecían abandonados y en silencio. No se veía a
ningún monje por ninguna parte. Hasta el mismo Salón del Zen había enmudecido,
convertido en triste refugio para los pájaros. ¡Qué agobiante sensación de abandono, con
cuánto dolor contemplaban los peregrinos aquella decadencia inimaginable! Aunque los
pebeteros continuaban colocados ante las imágenes de Buda, no salía de ellos ni una
sola voluta de incienso, llenos solamente de cenizas frías. A su alrededor aún podían
verse pétalos de flores, pero estaban totalmente secos.
Al contemplar tan triste espectáculo, Tripitaka no pudo evitar que las lágrimas fluyeran,
abundantes, de sus ojos. Con no poca dificultad, a causa del cepo que los aprisionaba,
los monjes abrieron las puertas del salón principal e invitaron al maestro a presentar sus
respetos a Buda. Sólo pudo ofrecer el incienso de su corazón, aunque siguió todos los
pasos del rito e, incluso, llegó a golpear tres veces seguidas el suelo con la frente.
Después se dirigieron todos a la parte de atrás, donde encontraron a seis o siete monjes
jóvenes encadenados a una columna que había justamente enfrente de las habitaciones
del guardián del monasterio. Aquello fue demasiado para Tripitaka. Aun así, entró con
los demás en los aposentos del hombre que, supuestamente, guiaba los destinos de aquel
sagrado lugar. Todos los monjes se echaron rostro en tierra y, tras golpear
repetidamente el suelo con la frente, uno de ellos preguntó:
- ¿No seréis por casualidad esos monjes que vienen de la corte de los Gran Tang, en las
Tierras del Este? Así lo hemos creído más de uno, a juzgar por vuestro aspecto.
- Está visto que poseéis ciertos conocimientos mágicos - contestó el Peregrino,
echándose a reír -. En efecto, somos esos monjes de los que habláis. ¿Cómo nos habéis
reconocido?
- Nosotros no entendemos de magia - respondió el monje -. Lo único que sabemos
hacer es dirigirnos día y noche al Cielo y a la Tierra, exigiendo justicia para nuestro
caso, porque hemos sido condenados sin ningún motivo. Anoche todos tuvimos un
sueño, en el que se nos comunicó que estaba a punto de llegar, procedente de la corte de
los Tang, en las Tierras del Este, un monje que nos libraría de todas nuestras
penalidades y nos restituiría el honor que hemos perdido. Al veros, no tuvimos ninguna
duda de que se trataba de vosotros. No nos negaréis que tenéis unos rostros
inconfundibles.
- ¿Cómo se llama esta comarca y por qué os encontráis en un estado tan lamentable? -
preguntó Tripitaka, animado por lo que acababa de oír.
- Esta ciudad - contestó uno de los monjes, que habían vuelto a arrodillarse en señal de
respeto - es conocida por el nombre de Reino del Sacrificio y se trata del mayor
asentamiento humano que hay en los territorios occidentales. No hace mucho tiempo
nos pagaban tributo todas las tribus bárbaras que se hallan desperdigadas por estos
alrededores: las del Reino de Yüe - De, en el sur, las del Reino de Gao - Chang, en el
norte, las del Estado del Liang Occidental, en el este, y las del Reino de Pen-Puo, en el
oeste. Todas ellas traían cada año incontables cantidades de jade de la mejor calidad,
perlas finísimas, muchachas de una belleza extraordinaria y briosísimos corceles.
Venían espontáneamente, sin necesidad de recurrir a la guerra o a expediciones
militares, convencidos de nuestra indiscutible superioridad moral.
- Si es verdad lo que decís - comentó Tripitaka -, vuestro rey debe de estar imbuido de
una profunda virtud, vuestros funcionarios deben de ser inmunes a los sobornos y
vuestros guerreros deben de poseer una nobleza a toda prueba.
- Nada más lejos de la realidad - contestó el monje -, porque ni nuestro rey es virtuoso,
ni nuestros funcionarios honestos, ni nuestros guerreros valientes. Esta ciudad debía su
fama al Monasterio de la Luz Dorada, que siempre aparecía, incluida su altísima torre,
envuelta en un aura de santidad. Los rayos de luz que emitían sus construcciones podían
verse por la noche hasta una distancia de veinticinco mil kilómetros. Durante el día las
nubes benefactoras que las rodeaban dejaban sentir su influencia en todos los rincones
de los reinos que acabo de mencionaros. Por eso, y nada más, era considerado este lugar
el centro de una prefectura celeste y gozábamos del respeto de todas las tribus bárbaras.
Sin embargo, hace aproximadamente tres años cayó sobre nosotros, a eso de la
medianoche del primer día del invierno, una extraña lluvia de sangre. A la mañana
siguiente todo el mundo temblaba de miedo y salían de todas las casas gritos de terror.
Los ministros reales fueron a informar de lo ocurrido a su majestad y pasaron varias
horas deliberando a qué podía deberse tan extraño fenómeno. Se concluyó que se trataba
de un castigo del Señor del Cielo y se pidió tanto a los monjes taoístas como a los
budistas que recitáramos sin parar nuestras escrituras, con el fin de aplacar al Cielo y a
la Tierra. Pero lo más desagradable fue que, al enterarse los pueblos bárbaros de que la
sangre había caído sobre nuestro monasterio, se negaron a continuar pagándonos los
tributos que antes nos ofrecían de buena gana. El rey quiso enviar contra ellos una
expedición de castigo, pero le disuadieron a tiempo sus consejeros, diciéndole que la
culpa era nuestra, por haber escondido el tesoro que guardábamos en la torre y que hacía
de este lugar un centro sagrado. Eso explicaba la desaparición del aura que antes la
envolvía y la negativa de los demás pueblos a seguir ofreciéndonos lo que de más valor
tenían. El rey no lo pensó más. Nos hizo arrestar y nos sometió a unas torturas tan
horribles, que perecieron las dos terceras partes de los monjes que aquí vivíamos. A los
que quedamos se nos cubrió de ignominia, cargándonos de cadenas y sometiéndonos al
tormento del cepo. Pero, considerándolo fríamente, ¿cómo íbamos a ser tan tontos para
robarnos nuestro propio tesoro? En nombre de los ideales que nos unen, apiadaos de
nuestros sufrimientos y destruid con la fuerza de vuestro dharma la vergüenza que ha
caído sobre nuestras cabezas.
Tripitaka sacudió la cabeza y, tras suspirar con tristeza, dijo:
- No acabo de comprender lo ocurrido. Hay algo oscuro en todo eso que acabáis de
contar. No me cabe duda de que el rey se ha desentendido de sus pesadas
responsabilidades y eso os ha perjudicado seriamente. Sin embargo, si la lluvia de
sangre acabó con el aura que rodeaba el monasterio, ¿por qué no informasteis
inmediatamente de ello a la corte? Así os hubierais ahorrado todo este sufrimiento.
- ¿Cómo íbamos a conocer la voluntad de los Cielos, si no somos más que personas
corrientes? - replicó el monje -. Además, nuestros mayores se encontraban indecisos y
no sabían qué hacer. Nosotros éramos los menos indicados para hacerlo.
- ¿Qué hora es ahora? - preguntó Tripitaka, volviéndose hacia Wu-Kung.
- La de shen - contestó el Peregrino.
- Quisiera ir a ver al rey de estas tierras y pedirle que nos selle nuestros documentos de
viaje - dijo Tripitaka -. Por otra parte, no he terminado de comprender lo que realmente
sucedió en este lugar y, aunque no me atrevo a preguntárselo directamente, espero que
me permita quedarme en esta ciudad el tiempo necesario para averiguarlo. Eso sin
contar que, cuando salí de Chang-An, prometí en el Salón de las Puertas de la Ley que
no pasaría por un templo sin quemar un poco de incienso, ni por un monasterio sin
presentar mis respetos a Buda, ni por una pagoda sin barrer su atrio o los incontables
escalones de su torre. Precisamente todos vuestros problemas - añadió, dirigiéndose a
los monjes - se iniciaron en una construcción de este tipo. ¿Por qué no me traéis una
escoba? Creo que, antes de empezar a barrer, voy a darme un baño. Eso me
predispondrá el ánimo para tratar de descubrir qué es lo que privó a vuestra torre de su
brillo. Cuando lo haya averiguado, presentaré un informe al señor de esta ciudad y os
levantará el terrible castigo que os ha impuesto.
Al oírlo, todos los monjes con la cabeza metida en el cepo corrieron a las cocinas y
cogieron cuantos cuchillos pudieron encontrar. Se los entregaron a Ba-Chie y le
suplicaron, diciendo:
- Mirad a ver si podéis romper las cadenas de esos monjes jóvenes que están atados a
aquella columna. Si lo lográis, ellos se encargarán de preparar algo de comer y de
disponer el agua, para que toméis un baño. Mientras tanto, nosotros saldremos a
mendigar a las calles a ver si conseguimos una escoba nueva, para que barráis la torre.
- ¿Para qué me entregáis todos estos cuchillos? - exclamó Ba-Chie, soltando la
carcajada -. No hay cosa más fácil que hacer saltar una cadena. Decídselo a ese hermano
de la cara peluda y lo veréis. Es un auténtico especialista en romper hierros.
El Peregrino se acercó a ellos y, valiéndose de la magia para liberar cautivos, dio un
tirón a los grilletes. Las cadenas se desprendieron al punto de los brazos y piernas de los
monjes, que corrieron, jubilosos, a las cocinas a fregar cazuelas y a cocinar algo de
comer. Tripitaka y sus discípulos no tardaron en sentarse a la mesa. Cuando estaba
empezando a anochecer, se presentaron los monjes de los cepos con dos escobas.
Tripitaka no cabía en sí de contento. Estuvo hablando con ellos hasta que vino uno de
los jóvenes con una lámpara en la mano a decirle que el baño estaba dispuesto. Para
entonces, la luna estaba ya muy alta y las estrellas habían alcanzado el cenit de su
resplandor. A lo lejos se oían los tambores de los vigías apostados en las murallas y los
golpes secos de los encargados de medir las vigilias. Un viento frío recorría todas las
calles de la ciudad, mientras parpadeaba en cada una de las casas la tenue luz de las
lámparas. Hacía horas que los portones de la ciudad habían sido asegurados con grandes
trancos y que se habían cerrado las puertas de sus tres mercados. En las orillas de los
lagos se terminaban de amarrar las últimas barcas de los pescadores, mientras en los
campos se dejaban a un lado los arados, en los bosques los leñadores daban descanso a
sus hachas y en el corazón mismo de la ciudad los estudiantes recitaban diligentemente
sus lecciones.
Después de bañarse, Tripitaka se puso una camisa de manga corta, que se ciñó a la
cintura con ayuda de una faja, se calzó un par de zapatos con suela de esparto y,
cogiendo una de las escobas, dijo a los monjes:
- Id a descansar, mientras yo voy a barrer la pagoda.
- Si, como nos han relatado, perdió su brillo durante una tormenta de sangre y no ha
vuelto a brillar desde entonces - se apresuró a decir el Peregrino -, lo más seguro es que
se haya aposentado allá arriba alguna fuerza maligna. Si subís vos solo con este viento
tan frío, podéis encontraros con lo que menos pensáis. ¿Qué os parece si os acompaño?
- Excelente - contestó Tripitaka y cada uno cogió una escoba.
Antes de ponerse manos a la obra, se dirigieron a la nave principal, encendieron
candelas nuevas y quemaron un poco de incienso. Tripitaka cayó de hinojos ante la
imagen de Buda y oró, diciendo:
- Vuestro discípulo Chen Hsüan-Tsang ha sido enviado por el Gran Emperador de los
Tang, en las Tierras del Este, a presentar sus respetos a Tathagata y a suplicarle que me
haga entrega de las escrituras sagradas. Al llegar a este Monasterio de la Luz Dorada, en
la ciudad del Reino del Sacrificio, sus monjes me han informado que el aura que lo
envolvía se disolvió en una extraña lluvia de sangre que cayó en la primera noche del
invierno. El rey los acusó de ser ellos los culpables de tan peculiar fenómeno y los
cubrió de ignominia. Por eso, he decidido barrer la pagoda y tratar de descubrir de qué
se trata. Os suplico que, haciendo uso de vuestra insondable sabiduría, me reveléis la
fuente de suceso tan lamentable, para que sean castigados los culpables y los inocentes
recobren su perdida dignidad.
En cuanto hubo terminado la oración, abrió la puerta de la torre y empezó a barrerla
desde el primer peldaño, acompañado por el Peregrino. Era tan alta, que parecía estar
apoyada en el suelo de los cielos. Aunque ya no poseía luz propia, su colorido era tan
vivo, que parecía una montaña de oro cubierta de seda. Sus escaleras ascendían en
espiral hacia lo alto, como si quisieran trepanar el misterio del cosmos. Con razón
gustaba la luna de reflejarse en ella y el tañido de sus campanas de oro reflejaba los
ritmos del mar. Las volutas de sus aleros saludaban a las estrellas, que se miraban a
todas horas en ella, porque su altura imponente cerraba el paso a las nubes. La vista era
incapaz de abarcarla en toda su longitud; se tenía la impresión de que medía miles y
miles de kilómetros y que llegaba hasta el centro del Noveno Cielo. Pese a todo, las
lámparas que había en las paredes de cada rellano aparecían cubiertas de un polvo
espeso, que se repetía en el, antaño, bellísimo arambol de jade blanco, ahora sepultado
en una capa de suciedad y restos de insectos. Ni una sola voluta de incienso en las
mesas de las ofrendas, abandonadas y totalmente vacías. Las telas de araña cubrían las
imágenes y los cristales de las ventanas, tornándolos tan opacos como papeles de arroz
expuestos a la luz del sol. Los pebeteros y los recipientes para el aceite se habían
convertido en nidos de ratas. ¡Cuánta frustración, sufrimiento y muerte había traído a
los monjes la fuente de aquel abandono! Todo eso estaba a punto de acabar, porque, en
cuanto Tripitaka hubiera terminado de barrerla, recobraría su antiguo resplandor y su
gloria pasada. El monje Tang limpiaba con esmero un tramo de escalera antes de pasar
al siguiente. Cuando llegaron al séptimo, era la hora de la segunda vigilia y el maestro
comenzó a sentir cansancio en los brazos.
- Veo que estáis cansándoos - dijo el Peregrino -, ¿Por qué no os sentáis y me dejáis
barrer por vos?
- ¿Cuántos tramos calculas que tiene la escalera de esta torre? - preguntó Tripitaka.
- Trece por lo menos - respondió el Peregrino.
- Es preciso que termine de barrerlos, para dar cumplimiento a lo que en su día prometí
- dijo el maestro, esforzándose por hacer frente al cansancio.
Pero después de barrer tres tramos más, empezaron a dolerle de tal forma las piernas y
la espalda, que tuvo que sentarse a descansar justamente al final del décimo tramo.
- Wu-Kung - dijo, entonces, con voz apenas audible -, si no te importa, barre tú los tres
tramos que quedan y, en cuanto hayas terminado, bajamos.
Complacido, el Peregrino barrió el undécimo tramo y comenzó el duodécimo. En ese
mismo momento oyó a alguien hablando en lo alto de la torre y se dijo:
- ¡Qué cosa más rara! Es casi la hora de la tercera vigilia. ¿Cómo es posible que alguien
esté hablando ahí arriba? Por fuerza tiene que ser alguien que no se encuentre en sus
cabales. Voy a ver de quién se trata.
Agarró la escoba y se la puso debajo del brazo. Se arremango después la ropa y,
saliendo con cierta dificultad por una de las ventanas, se elevó hasta lo alto de una nube.
Desde allí vio sentados en la decimotercera porción de la torre a dos espíritus, que
estaban charlando tranquilamente delante de una cacerola de arroz y de un barreño lleno
de vino. Mientras bebían, jugaban a los chinos 6. Valiéndose de la magia, el Peregrino
dejó a un lado la escoba, sacudió con fuerza la barra de los extremos de oro y,
poniéndose de pie entre los dos diablillos, exclamó:
- ¡Así que sois vosotros los que habéis robado el secreto de este monasterio!
Aterrados, los dos diablillos dieron un salto y lanzaron contra el Peregrino la cacerola y
el barreño, que se hicieron polvo, al chocar con la barra de los extremos de oro.
- Os arrancaré una confesión, aunque, para ello, tenga que acabar con vosotros - los
amenazó el Peregrino, haciéndolos retroceder hasta la pared.
- ¡No nos matéis, por favor! - suplicaron ellos, comprendiendo lo delicado de su
situación -. Nosotros no tenemos que ver absolutamente nada con eso. Lo ha robado
otro.
Valiéndose de la magia, el Peregrino los agarró con una sola mano y los llevó hasta el
décimo tramo de escalera.
- ¡Acabo de capturar a los ladrones del secreto del monasterio! - dijo con una voz tan
fuerte que despertó a Tripitaka, quien se había quedado adormilado en uno de los
escalones.
- ¿Dónde los has encontrado? - preguntó el maestro, complacido.
- Se estaban divirtiendo en lo alto de la torre, jugando a los chinos y bebiendo - explicó
el Peregrino, obligándolos a ponerse de rodillas -. Al oír toda su cháchara, me monté en
una nube y les corté la retirada. Ha sido facilísimo. Si no he acabado con ellos, ha sido
porque quiero arrancarles una confesión completa. Por eso los he traído hasta aquí. Vos
podéis tomar nota de dónde son y en qué lugar han escondido el tesoro que andamos
buscando.
- ¡No nos matéis, por favor! - repetían con voz cada vez más lastimera. Por fin, uno de
ellos se armó de valor y dijo:
- Hemos venido aquí por orden del Rey Dragón de Todos los Espíritus, cuyo palacio se
encuentra en el fondo del Lago de la Ola Verdosa, en el corazón mismo de la Montaña
de las Rocas Esparcidas. Éste se llama Burbuja Ocupada, y yo, Ocupada Burbuja. Él es
el espíritu de una anguila, y yo, el de un pez de color negro. Una de las hijas de nuestro
señor, llamada Princesa de Todos los Espíritus, una muchacha realmente encantadora y
con unas cualidades francamente extraordinarias, se desposó con un tipo que responde
al nombre de Nueve Cabezas y cuyos poderes mágicos no tienen nada que envidiar a los
del inmortal más aventajado. Hace dos años, trajo aquí al Rey Dragón y, valiéndose de
sus artes, hizo caer sobre este monasterio una lluvia de sangre, que acabó con su aura.
No le fue difícil, de esa forma, hacerse con las cenizas de un buda 7, que se conservaban
en este lugar. Al mismo tiempo, la princesa se introdujo en el Cielo y robó el agárico de
nueve hojas, que Wang-Mu Niang-Niang había plantado justamente enfrente del Salón
de la Niebla Divina. Tanto las cenizas como la planta se encuentran actualmente en el
fondo del lago, iluminando el palacio día y noche con sus rayos dorados y sus
resplandores de colores. Hace poco oímos comentar que un tal Sun Wu-Kung se dirigía
hacia el Paraíso Occidental en busca de escrituras sagradas. Como, según parece, se
trata de un tipo con unos poderes mágicos inigualables, al que le encanta meterse en los
asuntos de los demás, se nos ordenó que viniéramos a patrullar la zona y que diéramos
la voz de alarma, en cuanto apareciera ese Sun Wu-Kung.
- ¡Cuidado que sois atrevidos! - exclamó el Peregrino con desprecio -. No me extraña
que el Rey Toro asistiera el otro día a uno de vuestros banquetes. ¡Por fuerza tenía que
estar conchavado con una banda de espíritus malhechores como vosotros!
No había acabado de decirlo, cuando aparecieron Ba-Chie y otros monjes jóvenes con
dos lámparas.
- ¿Por qué no os habéis retirado a descansar después de barrer la torre? - preguntó el
Idiota al maestro -. ¿Cómo es que aún estáis aquí charlando?
- Me alegro de que hayas venido - se apresuró a decir el Peregrino -. El secreto del
monasterio ha sido robado por el Rey Dragón de Todos los Espíritus, que ha enviado a
estos dos diablillos, para que siguieran atentamente todos nuestros movimientos. Lo
malo es que han sido ellos los que han caído en nuestras redes.
- ¿Cómo se llaman y qué clase de espíritus son? - volvió a preguntar Ba-Chie.
- Según acaban de decirnos, uno responde al nombre de Burbuja Ocupada, y el otro al
de Ocupada Burbuja. El primero es el espíritu de una anguila y el segundo el de un pez
de color negro.
- Si acaban de confesarlo todo - concluyó Ba-Chie, blandiendo su rastrillo con ánimo
de darles muerte -, ¿para qué seguir perdiendo el tiempo con ellos? ¿A qué esperamos
para matarlos?
- Se nota que no has calibrado bien el problema - replicó el Peregrino -. Si los
mantenemos con vida, nos será más fácil hablar de todo el asunto con el rey. Eso sin
contar con que pueden facilitarnos una valiosa información a la hora de recuperar el
tesoro y castigar a los culpables.
El Idiota bajó en seguida el rastrillo. El Peregrino, por su parte, agarró a los dos
diablillos y se dispusieron a descender de la torre. Mientras bajaban las escaleras, los
dos prisioneros no dejaban de suplicar:
- ¡Perdonadnos la vida, por lo que más queráis!
- ¡Qué casualidad! - decía Ba-Chie, al mismo tiempo -. Andábamos buscando una
anguila y un pez negro para hacer una sopa a estos pobres monjes y, mira tú por donde,
encontramos a estos dos.
Los monjes jóvenes no cabían en sí de contento. Abrían la marcha con sus lámparas,
bajando los escalones de tres en tres. Uno de ellos se adelantó a informar a los demás de
lo ocurrido, gritando, entusiasmado:
- ¡Ha sido fantástico! ¡Puede decirse que, por fin, hemos visto la luz! Esos hermanos
nuestros acaban de capturar a los demonios que robaron nuestro secreto.
- Traed unas cadenas y colgadlos de ahí - ordenó el Peregrino -. Vigiladlos bien,
mientras nosotros descansamos un poco. Ya decidiremos mañana lo que haya de
hacerse.
Los monjes se esmeraron en cumplir ese encargo. En cuanto hubo amanecido, el
maestro saltó a toda prisa del lecho y dijo:
- Voy a ir con Wu-Kung a ver al rey y a pedirle que nos selle los documentos de viaje -
y se puso la túnica de los bordados y el sombrero Vairocana. Vestido de esta guisa, se
dirigió hacia la puerta, seguido del Peregrino, que se arregló lo mejor que pudo la piel
de tigre y la camisa de seda.
- ¿Por qué no lleváis con vosotros a estos dos diablillos? - preguntó Ba-Chie, al verlos
coger el documento de viaje.
- Es mejor que le informemos primero de lo ocurrido - contestó el Peregrino -. Ya se
encargará después de enviar a alguien a por ellos.
Nada más trasponer las puertas del palacio, vieron una auténtica bandada de pájaros de
color rojizo, así como incontables dragones amarillentos. Tras dirigirse a la Puerta de
las Flores, que estaba orientada hacia el oriente, Tripitaka saludó con respeto al oficial
que hacía la guardia y le dijo:
- Anunciad a vuestro señor que este indigno monje se encuentra de camino con destino
al Paraíso Occidental por orden expresa del Gran Emperador de los Tang, en las Tierras
del Este. Su misión es conseguir las escrituras sagradas, Por eso, solicita de vuestro
virtuosísimo soberano que le selle el documento de viaje, para que pueda atravesar sus
vastos dominios.
El rey ordenó que fueran conducidos inmediatamente a su presencia. Al ver al
Peregrino, que caminaba justamente detrás del maestro, todos los funcionarios, tanto
civiles como militares, se echaron a temblar. Algunos opinaban que se trataba de un
mono que había abrazado la religión, mientras que otros pensaban que era,
simplemente, un monje con la cara de un dios del trueno. Nadie se atrevía, de todas
formas, a mirarle directamente a los ojos. Mientras el maestro presentaba sus respetos al
soberano, él permaneció totalmente inmóvil con las manos entrelazadas en señal de
respeto.
- Vuestro humilde servidor - explicó el maestro - se dirige hacia el Monasterio del
Trueno, en el Paraíso Occidental, a presentar sus respetos a Buda y conseguir las
escrituras sagradas, por orden expresa del Gran Emperador de los Tang, en las Tierras
del Este del Continente Austral de Jambudvipa. En cumplimiento de tan alta misión,
hemos llegado a vuestras dignísimas tierras y no nos atrevemos a cruzarlas sin el
correspondiente permiso. Hemos decidido, pues, haceros entrega de nuestro documento
de viaje, para que os dignéis estampar en él vuestro sello y podamos proseguir nuestro
camino.
Tan respetuosa exposición complació vivamente al rey, que ordenó que el monje
procedente de la corte de los Tang fuera conducido inmediatamente al Salón de los
Carillones de Oro. Mientras el rey leía personalmente el documento, se pidió al maestro
que tomara asiento en un espléndido cojín de seda cubierto totalmente de bordados.
- Ha sido una suerte para el Gran Emperador de los Tang - comenzó diciendo su
majestad, una vez concluida la lectura - poder disponer de un monje tan noble y virtuoso
como vos, que, sin temor a las incomodidades de un viaje tan largo, se ofreciera de buen
grado a ir en busca de los escritos de Buda. ¡Cuan distinta esa actitud de la de los
monjes de nuestro reino, que únicamente se preocupan de robar y de traer la ruina a este
reino y al señor que lo rige!
- ¿Tenéis la bondad de explicarme de qué forma lo han hecho? - preguntó Tripitaka,
juntando respetuosamente las palmas de las
- No necesito deciros - respondió el rey - que éste es el reino más importante de todos
los Territorios Occidentales. Hasta hace poco, todas las tribus bárbaras de esta zona nos
ofrecían tributos, temerosos, no de nuestros ejércitos, sino del Monasterio de la Luz
Dorada. En él se guardaba una reliquia que emitía tales rayos de luz, que llenaban de
luminosidad el mismísimo Cielo. Pero, cegados por la avaricia, los monjes robaron tan
peculiar tesoro y el aura lleva apagada cerca de tres años. Eso ha provocado la negativa
de los otros reinos a seguir presentándonos sus respetos, haciendo crecer en nuestros
corazones el más profundo de los odios.
- Suele decirse, majestad - contestó Tripitaka, esbozando una sonrisa - que, quien al
apuntar se desvía el grosor de un cabello, jamás dará en el centro de la diana. Ayer,
cuando entré en la capital de vuestro próspero reino, vi a un grupo de unos diez monjes
con la cabeza metida en el cepo. Al preguntarles qué crimen habían cometido, me
respondieron que pertenecían al Monasterio de la Luz Dorada y que eran totalmente
inocentes de los cargos que se les imputaban. Pedí que me llevaran a su centro de
recogimiento y, tras llevar a cabo una exhaustiva investigación, llegué a la conclusión
de que, en efecto, no tenían que ver nada con lo ocurrido. Barrí, una tras otra, todas las
escaleras de la torre y descubrí a los dos diablillos que habían robado las reliquias.
- ¿Dónde se encuentran ahora esos monstruos? - preguntó el rey, visiblemente
complacido.
- En el Monasterio de la Luz Dorada - respondió Tripitaka -. Mandé encerrarlos, hasta
que vos decidierais qué hacer con ellos.
Asombrado de tanta prudencia, el rey dictó una orden, que decía:
- Que la guardia uniformada traiga inmediatamente a mi presencia a los diablillos que
se encuentran detenidos en el Monasterio de la Luz Dorada. Deseo interrogarlos
personalmente.
- Aunque vuestra guardia es aguerrida a más no poder - dijo Tripitaka en tono humilde
-, no estaría de más que los acompañara el discípulo que ha venido conmigo.
- ¿Dónde se encuentra ahora ese discípulo? - preguntó el rey.
- Ahí abajo - contestó Tripitaka, señalándole con el dedo -, junto a los escalones de
jade.
- ¡Qué monje más feo! - exclamó, sorprendido, el rey al verle -. ¿Cómo es posible que
tenga una cara así?
- Majestad - respondió el Gran Sabio con voz segura -, no debe juzgarse a un hombre
por su rostro, porque tan imposible es eso como medir con un vaso toda el agua del mar.
Si solamente prestáis atención a los hombres de rasgos atractivos, ¿cómo vais a dar caza
a los malhechores y a los ladrones?
- Lo que acabáis de decir es cierto - reconoció el rey, asombrado de la profundidad de
aquellas palabras -. Es imprudente escoger a los consejeros entre los hombres de aspecto
atractivo. Lo que más me preocupa, de momento, es capturar a los ladrones y hacer que
devuelvan cuanto antes las cenizas al monasterio.
Ordenó después que prepararan una silla con baldaquino, para que el Peregrino y el jefe
de la guardia imperial fueran al monasterio a cumplir lo que había determinado. Al
punto los sirvientes reales trajeron una espléndida litera con los cortinajes amarillos y
Wu-Kung montó en ella. Era tan pesada, que debía ser transportada por ocho personas a
la vez, cuatro delante y cuatro detrás. Otras cuatro iban gritando a los viandantes que
dejaran libre el camino. Tanta fanfarria terminó poniendo en alerta a toda la ciudad, que
se volcó en las calles, tratando de ver al monje de la cara de dios del trueno y a los dos
espíritus ladrones. Cuando Ba-Chie y el Bonzo Sha oyeron los gritos, pensaron que se
trataba de algún personaje importante enviado por el rey y corrieron a las puertas del
monasterio a darle la bienvenida. Al ver al Peregrino sentado en la litera, el Idiota soltó
la carcajada y exclamó:
- ¡Ahora eres realmente lo que pareces!
- ¿Qué quieres decir con eso? - preguntó el Peregrino, molesto, llegándose hasta donde
él estaba.
- Vienes en una litera cubierta de cortinajes amarillos y portada por ocho personas. ¿No
son ésos los atributos de un rey? - contestó Ba-Chie -. Si mal no recuerdo, tú eres el Rey
Mono.
- No te burles de mí, anda - dijo el Peregrino. Desató después a los dos diablillos y se
dispuso a conducirlos ante el rey.
- ¿Por qué no nos llevas contigo? - preguntó el Bonzo Sha.
- No, no - respondió el Peregrino -. Es mejor que os quedéis aquí al cuidado del caballo
y el equipaje.
- Si queréis, podemos ocuparnos nosotros de eso - dijo uno de los monjes con la cabeza
en el cepo -. Así podréis conocer todos al rey.
- Está bien - decidió el Peregrino -. En cuanto hayamos hablado con el soberano,
volveremos a quitaros los grilletes.
Ba-Chie agarró a uno de los diablillos, mientras el Bonzo Sha hacía lo mismo con el
otro. El Gran Sabio volvió a montar en la litera y el cortejo se puso en camino. Al llegar
a las escalinatas de jade blanco, el jefe de la guardia imperial levantó la voz y dijo:
- Vuestros deseos están cumplidos. Aquí tenéis a los diablillos que nos ordenasteis
traer.
El rey se levantó al punto del trono del dragón y bajó a ver a los monstruos, seguido del
monje Tang y de todos los demás funcionarios, tanto civiles como militares. Uno de los
prisioneros tenía un mentón redondeado cubierto de escamas negras, una boca
llamativamente puntiaguda y unos dientes tan afilados como cuchillos. El otro, por el
contrario, poseía una piel muy fina, una boca alargada y unos bigotes tan duros como
cerdas. Aunque tenían piernas y se servían de ellas para caminar, su aspecto era todo
menos humano. Pese a todo, el rey les preguntó en tono solemne:
- ¿De dónde provenís y en qué año invadisteis nuestros dominios para haceros con las
reliquias? ¿Cuántos ladrones tomaron parte en la acción y cuáles son sus nombres?
Responded con sinceridad, si queréis conservar vuestras vidas.
Un hilo de sangre fluía lentamente por los cuellos de los dos monstruos, aunque no
parecía importarles el dolor. En cuanto oyeron las preguntas del rey, se echaron rostro
en tierra y respondieron:
- Hace aproximadamente tres años, el día primero del mes séptimo, el Rey Dragón de
Todos los Espíritus se estableció con toda su familia en un lugar a trescientos kilómetros
al sudeste de aquí, llamado el Lago de la Ola Verdosa, en el corazón mismo de la
Montaña de las Rocas Esparcidas. Su hija, una princesa extremadamente hermosa y
seductora, se desposó con un tipo conocido por el nombre de Nueve Cabezas, para el
que la magia no tiene ningún secreto. Al enterarse de que el mayor de vuestros
monasterios poseía un tesoro de valor incalculable, unió sus fuerzas con las del dragón,
dispuesto a hacerse con él como fuera. Para ello, hizo caer una lluvia de sangre, que
acabó con el aura que rodeaba el monasterio. No le fue, así, difícil hacerse con las
reliquias sagradas, que ahora descansan en el fondo del lago, iluminando día y noche el
palacio del dragón. Al mismo tiempo, la princesa logró arrebatar a Wang-Mu-Niang-
Niang su planta de agárico, con la que realza aún más el poder de las cenizas. Nosotros,
señor, no somos ningunos bandidos, sino soldados al servicio del Rey Dragón, que
hemos tenido la mala fortuna de ser capturados anoche mismo. Declaramos que cuanto
hemos dicho se ajusta escrupulosamente a la Verdad.
- Si es eso cierto - replicó el rey -, ¿por qué no nos dais a conocer vuestros nombres?
- Yo, señor - respondió uno de ellos -, me llamo Burbuja Ocupada y mi compañero,
Ocupada Burbuja. Soy el espíritu de una anguila y éste, el de un pez de color negro.
El rey ordenó al jefe de la guardia imperial que los metiera en las mazmorras. Llamó a
continuación a uno de los escribanos y le dictó la orden siguiente:
Que todos los monjes del Monasterio de la Luz Dorada sean inmediatamente liberados de sus
cepos. Es, igualmente, deseo nuestro que se prepare en el Salón del Unicornio un espléndido
banquete, para agradecer cumplidamente a los monjes llegados de lejos su colaboración en la
captura de los ladrones. Posiblemente se les confíe, más adelante, la misión de capturar al jefe de
los bandidos.
CAPITULO LXIII
Decíamos que, al ver al Gran Sabio y a Ba-Chie montar a lomos del viento y
desaparecer entre las nubes con los dos diablillos, tanto el Señor del Reino del Sacrificio
como sus súbditos, de todo rango y condición, se inclinaron ante el cielo y exclamaron,
sobrecogidos:
- ¡Hasta el día de hoy no habíamos creído de verdad que pudieran existir tales
inmortales! ¡Son, en verdad, budas vivientes!
- Hasta mis ojos son mortales y sólo pueden ver lo que tienen delante - confesó el rey a
Tripitaka y al Bonzo Sha, tan pronto como hubieron desaparecido Ba-Chie y el
Peregrino -. Sabíamos que vuestros discípulos eran capaces de atrapar diablillos, pero
jamás sospechamos que pudieran volar por encima de las nubes a lomos del viento.
- Vuestro indigno servidor - confesó Tripitaka con gesto humilde - no posee ningún
poder mágico y depende totalmente de las habilidades de sus seguidores. ¿Cómo
pensáis, si no, que he logrado llegar hasta aquí?
- A decir verdad, señor - confirmó el Bonzo Sha -, el mayor de mis hermanos no es ni
más ni menos que el Gran Sabio, Sosia del Cielo, que sumió en su día en un desorden
total el Reino Superior con la sola ayuda de su barra de los extremos de oro. No hubo
nadie, entre todos los guerreros celestes, capaz de hacerle frente. Hasta el mismo
Emperador de Jade y el propio Lao-Tse se sintieron impotentes ante él, y temblaban de
espanto cuando oían mencionar su nombre. Por lo respecta al segundo de mis
hermanos, os diré que no es otro que el Mariscal de los Juncales Celestes, que se ha
arrepentido de sus antiguos yerros y ha abrazado el sendero de la Verdad. En sus
tiempos llegó a tener bajo sus órdenes a un total de ochenta mil marineros, que
patrullaban sin cesar el Río Celeste. Comparados con ellos, mis poderes son, realmente,
insignificantes. Aun así, considero mi deber informaros que soy el Oficial Encargado-
de-levantar-la-cortina y que he abrazado, gustoso, los principios de la religión. Aunque
ninguno de nosotros valemos gran cosa, somos unos maestros a la hora de capturar
monstruos y atrapar diablillos, detener ladrones y echar mano a los fugitivos, domar
tigres y dominar dragones, poner patas arriba los Cielos y poner coto a la fuerza
destructora de las aguas. Para nosotros no encierra ningún misterio montar en las nubes,
cabalgar a lomos del viento, provocar lluvia, amainar la furia de los vientos, hacer
cambiar de lugar a las estrellas, cargar con las montañas a la espalda y perseguir a la
luna, entre otras muchas cosas más.
Tan larga relación hizo que aumentara el gran respeto que ya sentía el rey por el monje
Tang. Le invitaba siempre a ocupar el puesto de honor y se dirigía a él con el título de
"Buda respetable", mientras que al Bonzo Sha y a sus hermanos los llamaba,
simplemente, "bodhisattvas". Pero, si grande era el respeto que levantaban entre todos
los funcionarios, tanto militares como civiles, no era menor la alegría que todos
experimentaban por tener entre ellos a seres tan extraordinarios. Desde el último rincón
del país venían gentes a presentarles sus respetos, por lo que, de momento, no
hablaremos más de ellos. Sí lo haremos, sin embargo, del Gran Sabio y de Ba-Chie,
quienes a lomos de un viento huracanado, no tardaron en llegar, con los dos diablillos, a
las inmediaciones del Lago de la Ola Verdosa, en el corazón mismo de la Montaña de
las Rocas Esparcidas. Deteniéndose en el aire, el Gran Sabio echó una bocanada de
aliento sagrado sobre la barra de los extremos de oro y gritó con potente voz:
- ¡Transfórmate! - y al instante se convirtió en un cuchillo ritual, con el que cortó las
orejas al espíritu del pez de color negro y el labio inferior al espíritu de la anguila. Los
dejó caer a continuación en el agua y dijo en tono burlón:
- Id a informar de lo ocurrido al Rey Dragón de Todos los Espíritus. Decidle que acaba
de llegar el Gran Sabio, Sosia del Cielo, y que exige la inmediata devolución de las
reliquias al Monasterio de la Luz Dorada, en el Reino del Sacrificio. Si se aviene a mis
peticiones, salvará su vida y la de toda su familia. Si, por el contrario, se niega a ellas,
secaré completamente este lago y pasaré a cuchillo a todos sus moradores.
A pesar del dolor y de las cadenas que destrozaban sus pies y manos, los dos diablillos
se sintieron felices de poder escapar con vida. Al entrar en el agua, se vieron rodeados
en seguida por los espíritus de peces, gambas, cangrejos, tortugas marinas, lagartos
acuáticos y toda clase de criaturas fluviales, que les preguntaron, sorprendidos:
- ¿Cómo venís atados, como si fuerais malhechores?
Ninguno se atrevía a responder. Uno movía la cola con nerviosismo y sacudía,
avergonzado, la cabeza, mientras el otro no dejaba de golpearse el pecho con las aletas.
Comprendiendo que había ocurrido algo terrible, los curiosos los acompañaron en tropel
hasta el palacio del Rey Dragón.
- ¡Qué desgracia tan grande! - gritaron, desesperados, al entrar.
En aquel momento el Rey Dragón de Todos los Espíritus estaba tomando unas copas
con su yerno Nueve Cabezas. Al oír el alboroto, dejó la botella a un lado y salió a toda
prisa a ver qué pasaba.
- Ayer por la noche - informó uno de los diablillos con lágrimas en los ojos -, cuando
fuimos de patrulla, tuvimos la mala fortuna de toparnos con el monje Tang y el
Peregrino Sun, que estaban barriendo los escalones de la pagoda. Tras arrestarnos, nos
cargaron de cadenas y esta misma mañana fuimos conducidos ante el rey, que nos trató
aún peor que los monjes. Por si eso fuera poco, el Peregrino y ese tal Ba-Chie nos
acaban de cortar las orejas y el labio inferior, aunque estamos contentos de haber podido
salvar la vida. Si nos han dejado marchar, ha sido con el único fin de exigiros que
devolváis las reliquias al monasterio del que las tomasteis.
Al oír el nombre del Gran Sabio, Sosia del Cielo, el Rey Dragón sintió tal pánico, que
su espíritu le abandonó y tuvo la desagradable sensación de que había ascendido hasta el
mismísimo noveno pliegue de los Cielos. Temblando como una hoja de bambú a
merced de los vientos, se volvió hacia Nueve Cabezas y dijo:
- ¡Ay, yerno, en qué situación más comprometida nos encontramos! No me hubiera
importado enfrentarme a un ejército diez veces superior al mío, pero ése es un
contrincante demasiado poderoso para nosotros.
- Tranquilizaos, por favor - replicó el yerno, sonriendo -. Desde mi juventud me he
dedicado a la práctica de las artes marciales y he llegado a adquirir una cierta maestría
en el manejo de las armas. Me he enfrentado, de hecho, con los luchadores más
aguerridos de los cuatro mares. ¿Por qué iba a tener miedo de un mono? Os aseguro que
después de tres asaltos agachará la cabeza, derrotado, y no se atreverá ni a mirarme a los
ojos.
Los criados le ayudaron a ponerse la armadura, mientras él echaba mano del arma que
le había hecho famoso: una espada terminada en una media luna. En dos zancadas
abandonó el palacio y, abriéndose camino entre las aguas, salió a la superficie con el
gesto imponente.
- ¿Quién es ese Gran Sabio, Sosia del Cielo, que, según dicen, acaba de llegar? - gritó,
fanfarrón -. ¡Que venga aquí inmediatamente y le enseñaré a dominar la lengua!
Desde la orilla el Peregrino y Ba-Chie le observaron, curiosos, y vieron que llevaba un
yelmo tan brillante como la reverberación de la luz en la nieve, una coraza de acero
cuyos reflejos recordaban las escarchas otoñales y una túnica de damasco con dibujos
de nubes de colores y piezas de jade. Ceñía su cuerpo un cinturón hecho de piel de
rinoceronte, que parecía una serpiente pitón moteada de lunares de oro. La espada
terminada en una media luna lanzaba rayos de luz, que se reflejaban en sus lustrosas
botas de piel de cerdo, de las que se servía para hendir las aguas y caminar por encima
de las olas. Desde lejos daba la impresión de que su cabeza era su rostro, cosa que
desmentía de cerca su aspecto sorprendentemente humano. De todas formas, sus rasgos
aparecían repetidos, como si se reflejaran de continuo en un espejo. Para poder ver
cuanto sucedía en los ocho puntos cardinales, tenía ojos por delante y por detrás. Poseía,
igualmente, un total de nueve bocas, dos en cada lado, que le permitían hablar con una
sonoridad tal, que hasta los planetas se enteraban de lo que decía, como si fuera el
lamento de una garza. Por eso precisamente, se extrañó mucho de que nadie respondiera
a su pregunta.
- ¿Quién es ese Gran Sabio, Sosia del Cielo? - repitió, malhumorado.
El Peregrino se ajustó la arandela que, a manera de corona, llevaba en la cabeza y,
acariciando su barra de hierro, contestó:
- El mismísimo Rey Mono en persona.
- ¿Dónde moras actualmente y en qué lugar naciste? - volvió a preguntar el monstruo -.
¿Cómo es, además, que te erigieras defensor del monasterio del Reino del Sacrificio y
de su corrupto rey? ¿Tan fuerte te crees para deshonrar a dos de mis capitanes de la
forma como lo has hecho y venir a retarme a la puerta misma de mi palacio?
- ¡Monstruo ladrón! - le insultó el Peregrino -. ¿Así que no sabes quién es tu abuelito
Sun, eh? Acércate, que te lo voy a decir. Mi primera morada la establecí en la Caverna
de la Cortina de Agua, que se halla enclavada en el corazón mismo de la Montaña de las
Flores y Frutos. Desde mi juventud me dediqué al perfeccionamiento de mi cuerpo,
logrando que el Emperador de Jade me concediera el título de Gran Sabio, Sosia del
Cielo. No contento con eso, sumí el Reino Celeste en una total confusión, sin que
ninguno de los guerreros que allí moran pudiera poner freno a mis correrías. Incapaces
de castigarme con el rigor del que mis andanzas me habían hecho merecedor, solicitaron
la ayuda de Buda, quien, valiéndose de la profundidad de su sabiduría, me hizo dar uno
de los saltos a los que debo mi fama y me atrapó con su santa mano, convertida
inexplicablemente en una montaña. Bajo ella estuve confinado quinientos años. Aún
seguiría allí, de no haber intervenido en mi favor la Bodhisattva Kwang-Ing. El
hermano del Gran Emperador de los Tang, el virtuoso Tripitaka, se disponía a partir
hacia la Montaña del Espíritu en busca de escrituras sagradas y se me ofreció la
posibilidad de obtener la libertad, si me comprometía a protegerle durante el camino.
Me he dedicado a ello con tanto ahínco, que no sólo he alcanzado yo mismo la
perfección, sino que he acabado con infinidad de diablillos y monstruos, para que otros
se animen a seguir mi ejemplo. Al llegar al Reino del Sacrificio, tuvimos noticia de la
gran injusticia que se había cometido con nuestros hermanos los monjes, dos tercios de
los cuales habían perecido a manos del verdugo. Compadecidos de su suerte, decidimos
restituirles el honor que habían perdido. Fue así como nos enteramos de que el
monasterio había perdido el aura que hasta entonces había constituido su gloria. Con el
fin de aclarar lo sucedido, mi maestro se ofreció a barrer, uno por uno, todos los
escalones de la torre. A la hora de la tercera vigilia el silencio era absoluto. Eso me
facilitó poder oír la conversación que estaban manteniendo tus dos monstruos, que
confesaron que las reliquias sagradas habían sido robadas por el Rey Dragón de Todos
los Espíritus y el esposo de la princesa del mismo nombre. Informaron, además, que,
mientras ella se hacía con otro valiosísimo tesoro en los Cielos, vuestra banda acababa
con la luminosidad del Monasterio, haciendo caer sobre él una lluvia de sangre. Esa
misma confesión la repitieron al día siguiente en presencia del rey, que nos encargó que
viniéramos a arrestaros a todos. Todo el mundo sabe quién es Sun Wu-Kung. Si
devolvéis inmediatamente las reliquias a sus propietarios, perdonaré vuestras vidas y las
de todos los que os sirven. Si, por el contrario, cometéis la imprudencia de medir
vuestras armas con las mías, sabed que desecaré vuestro lago, arrojaré sobre él esa
montaña y pereceréis aplastados bajo su peso.
- ¿Cómo te atreves a meterte en los asuntos de los demás, si, como acabas de decir, no
eres más que un monje en busca de escrituras? - replicó el yerno del dragón, sonriendo
despectivamente -. ¿Qué te importa a ti que yo robe o deje de robar tesoros? Tú dedícate
a lo tuyo. ¿A qué viene eso de querer luchar contra mí?
- ¡Qué poco piensan los ladronzuelos como tú! - exclamó el Peregrino -. ¿Acaso crees
que yo busco el favor real? No es él quien me da de comer ni me encuentro atado a su
trono por ningún voto de lealtad. Al robar las reliquias sagradas, no sólo privaste de su
aura al Monasterio de la Luz Dorada, sino que trajiste la desgracia sobre los monjes que
lo atienden. ¿No se te ha ocurrido pensar que todos ellos son hermanos nuestros?
¿Cómo voy a quedarme impasible ante el sufrimiento que les ha acarreado tu
incalificable conducta?
- Eso quiere decir que estás dispuesto a pelear, ¿no es así? - contestó el yerno del
dragón -. Deberías tener presente que, como muy bien afirma el proverbio, "no existe
nada más carente de sentimientos que la guerra". En el combate no hay piedad. No
pienses que voy a andarme con remilgos a la hora de medir mis armas con las tuyas.
Recapacita que, si acabo con tu vida, la misión esa de conseguir las escrituras va a sufrir
un severo revés.
- ¡Maldito ladrón! - gritó el Peregrino, perdiendo la paciencia -. ¡No tienes derecho a
darme lecciones de moralidad! ¡Acércate aquí y te enseñaré a qué sabe la barra de tu
abuelito!
El yerno del dragón no rechazó el reto. Al contrario, levantó la espada terminada en una
media luna y paró limpiamente el golpe de la barra que se le venía encima. Dio, así,
comienzo una extraordinaria batalla en el corazón mismo de la Montaña de las Rocas
Esparcidas. Todo comenzó cuando el monasterio perdió su aura, el Peregrino atrapó a
dos de los diablillos que habían participado en el robo de las reliquias sagradas e
informó de lo ocurrido al rey. A eso siguió la devolución de los dos ladrones a las
aguas, las consultas que el Rey Dragón mantuvo con sus consejeros y el deseo
incontrolado de Nueve Cabezas por mostrar su maestría en el dificilísimo arte de la
guerra. Ciego de orgullo, tomó sus armas y cometió la imprudencia de despertar las iras
del Gran Sabio, Sosia del Cielo, cuya barra de hierro jamás había conocido la derrota. El
monstruo se sentía seguro con sus nueve cabezas y sus dieciocho ojos, que brillaban
como ascuas encendidas, pero no contaba con que los brazos del Peregrino eran capaces
de resistir una presión de más de mil kilos de peso. La razón estaba, además, de su
parte. De todas formas, la espada del monstruo, con su forma peculiar de media luna,
poseía todo el poderío del yang l y hubiera terminado con la barra, de no ser ésta una de
las manifestaciones del yin. Ambas estaban, pese a todo, dispuestas a obtener la
victoria. Sin embargo, tras más de treinta asaltos y de volver, una y otra vez, a la carga,
ninguna de ellas consiguió una ventaja apreciable. Ba-Chie había estado todo ese
tiempo con los brazos cruzados, esperando a que la batalla adquiriera su punto más
álgido. Cuando consideró que, por fin, éste había llegado, levantó el rastrillo por encima
de la cabeza y lo dejó caer con fuerza sobre la espalda del monstruo. Sus ojos de atrás
vieron venir el golpe y, haciéndose a un lado, consiguió parar con su magnífica espada
tanto el rastrillo como la barra. La lucha adquirió, así, nuevos bríos, pero, tras seis o
siete asaltos más, el monstruo comprendió que no podía seguir resistiendo un ataque tan
brutal. De pronto, dio un salto magnífico y se manifestó tal cual era: un insecto de nueve
cabezas, increíblemente repulsivo y feroz. Cualquier mortal hubiera perecido de miedo,
al verle. Poseía una extraña cresta, que recordaba las plumas erizadas de un ave, y un
cuerpo, fuerte como el acero, cubierto de unos pelos ensortijados. Medía cerca de tres
metros y medio y su apariencia general era la de una tortuga alargada o la de un lagarto
rechoncho. Por contraste, sus patas, que terminaban en una especie de garra acerada,
recordaban las de un águila. Sus nueve cabezas estaban unidas como si fueran un ramo
de flores. A juzgar por la fortaleza de sus alas, era capaz de remontarse por los aires con
más majestuosidad que un halcón. Emitía, además, un sonido estridente, similar por su
potencia al canto de una grulla, que llegaba hasta los mismos límites del Cielo. Sus ojos
lanzaban rayos de una luz dorada, que hablaban a las claras del orgullo de aquella
criatura alada, única en todo el universo. Horrorizado por su visión, Ba-Chie exclamó:
- ¡Jamás había visto nada tan repelente! ¿Qué clase de animal puede formar en su seno
una cosa tan asquerosa como ésa?
- Es, en verdad, repugnante - reconoció el Peregrino -, pero eso no le va a librar de los
golpes de mi barra.
Dando un salto espectacular, el Gran Sabio se elevó hacia las nubes y lanzó un golpe
terrible contra las cabezas de la criatura, que extendió, majestuosa, las alas y se hizo a
un lado. Se deslizó a continuación por la ladera de la montaña y, dando un grito terrible,
le salió del centro del pecho una cabeza más con una boca tan grande como los calderos
que usan los carniceros. Con ella agarró al desprevenido Ba-Chie de las cerdas y se
perdió con él en las aguas del Lago de la Ola Verdosa. En cuanto hubo entrado en el
palacio del dragón, recobró la forma anterior y, arrojando a Ba-Chie a un rincón, gritó
con voz potente:
- ¿Se puede saber dónde os habéis metido todos?
Al punto apareció un auténtico enjambre de caballas, carpas y percas, acompañadas de
una tortuga, un lagarto marino y otras bestias acuáticas, que respondieron a pleno
pulmón:
- ¡Aquí estamos, señor!
- Coged a este monje y atadle allí - ordenó el yerno del dragón -. Voy a vengar en él los
ultrajes padecidos por los dos capitanes que envié de patrulla.
Los espíritus acuáticos agarraron a Ba-Chie y le metieron en el palacio, como si se
tratara de un trofeo. En ese mismo instante apareció el Rey Dragón, que exclamó,
complacido:
- Lo que acabas de hacer es digno de la mayor de las recompensas. ¿Cómo has
conseguido capturarle?
El monstruo no se ahorró ningún detalle. Con su lengua de bestia le informó de cuanto
había sucedido. Satisfecho, el Rey Dragón ordenó preparar un banquete para celebrar
tan sonada victoria, por lo que, de momento, no hablaremos más de ellos. Sí lo haremos,
sin embargo, del Peregrino, que, al ver la facilidad con la que Ba-Chie caía en las garras
del monstruo, no pudo por menos de pensar:
- Esa bestia es, realmente, extraordinaria. Debería poner al maestro al tanto de cuanto
ha ocurrido, pero me temo que el rey se burle de mí. Lo mejor será que me enfrente de
nuevo a ese monstruo. Desgraciadamente en el agua no me defiendo tan bien como aquí
fuera. Tendré que transformarme en alguna bestia acuática y tratar de averiguar qué ha
sido del Idiota. Tengo que liberarle para poder seguir adelante con este enojoso asunto.
No había acabado de decirlo, cuando hizo un gesto mágico y al punto se convirtió en un
cangrejo. De esa forma, no tuvo reparo en lanzarse a las aguas. No tardó en llegar a la
puerta de los tejadillos. Conocía bien el camino, porque había sido allí donde había
robado al Rey Toro su cabalgadura de los ojos dorados. Andando siempre de lado, el
Peregrino traspuso un espléndido arco y vio al Rey Dragón bebiendo
despreocupadamente con el insecto de las nueve cabezas y otros miembros de su
familia. El Peregrino no se atrevió a acercarse a ellos. Enfiló uno de los pasillos y no
tardó en encontrarse con un grupo de gambas y cangrejos, que también estaban
celebrando la victoria. Uniéndose al jolgorio, preguntó, como quien no quiere la cosa:
- ¿Ha muerto ya ese monje con el morro alargado que ha capturado el yerno de nuestro
señor?
- No, no. Aún no - respondió uno de los espíritus -. Está atado en el pasillo que mira al
oeste. ¿No oyes sus gritos?
El Peregrino se arrastró hasta el lugar que le habían indicado, donde, en efecto, vio al
Idiota atado a una columna y lamentándose, como si acabaran de arrancarle la piel del
cuerpo. Acercándose a él, le preguntó, muy bajito:
- ¿Sabes quién soy, Ba-Chie?
- ¿Qué podemos hacer? - contestó el Idiota, reconociendo en seguida la voz del
Peregrino -. En vez de capturar a esa bestia, me ha atrapado ella a mí.
El Peregrino miró a su alrededor y, al no ver a nadie, le desató a toda prisa con sus
pinzas. En cuanto se sintió libre, Ba-Chie volvió a preguntar:
- ¿Qué vamos a hacer? Ese monstruo se ha quedado con mi arma.
- ¿Sabes dónde la ha guardado? - inquirió el Peregrino.
- Debe de haberla llevado al salón principal del palacio - respondió Ba-Chie.
- Vete a la puerta de los tejadillos y espérame allí - le ordenó el Peregrino.
Temiendo aún por su vida, Ba-Chie se deslizó, sin hacer ruido, hacia el exterior del
palacio. El Peregrino, por su parte, se arrastró, una vez más, hasta el salón principal,
donde no tardó en descubrir, brillante como una gema, el arma de Ba-Chie. Valiéndose
de la magia de la invisibilidad, no le costó trabajo hacerse con ella y corrió, alborozado,
hacia la puerta de los tejadillos.
- Toma tu arma y no vuelvas a perderla - dijo a Ba-Chie.
- Creo que lo mejor será que vuelva ahí dentro y mida mis fuerzas con las de ese
insecto. Si consigo ganar, capturaré a toda la familia del dragón. Si, por el contrario, mi
brazo no despliega toda la potencia de la que es capaz, huiré hacia la orilla del lago,
donde tú me estarás esperando con tu barra. No te preocupes por mí - añadió, cuando el
Peregrino le aconsejó que no se expusiera demasiado -. Sé defenderme bien en el agua.
Más tranquilo, el Peregrino abandonó el palacio y se dirigió nadando hacia la orilla.
Tras estirarse la túnica de algodón negro y agarrar con las dos manos su preciado
rastrillo, Ba-Chie dio un grito y se metió en el palacio, dando mandobles a diestro y
siniestro. Los seres acuáticos que hacían la guardia entraron en tropel en el salón
principal e informaron a su señor de lo ocurrido, diciendo:
- ¡Qué gran desgracia se ha abatido sobre nosotros! Ese monje del morro estirado se ha
librado de las cuerdas que le ataban y se ha vuelto contra nosotros.
El dragón, el insecto de las nueve cabezas y los demás miembros de la familia real no
se esperaban una noticia como ésa. Abandonaron sin ningún orden la mesa y corrieron a
esconderse donde podían. El Idiota no se detenía a mirar si sus víctimas eran jóvenes o
entradas ya en años. Golpeaba sin piedad y seguía hacia delante. Así entró en el salón
principal, derribando mesas y sillas, haciendo añicos los biombos y convirtiendo en
polvo los vasos y platos, Sobre tan espectacular momento disponemos de un poema, que
afirma:
La Madera Madre fue capturada por un monstruo acuático, pero el Mono de la Mente no la
abandonó a su suerte. Valiéndose de un inteligentísimo truco, la liberó de sus cadenas y le
permitió que desatara toda la furia que el cautiverio había ido acumulando en su espíritu. Al
verla, el Rey Dragón se quedó mudo de espanto y la princesa y su esposo corrieron a esconderse.
Los arcos y las ventanas del palacio caían, hechos añicos, sobre los comensales, sumiendo a los
hijos y a los nietos del dragón en un temor como jamás habían sentido en su vida.
CAPITULO LXIV
Decíamos que, en agradecimiento por haber acabado con los monstruos y haber
recobrado las reliquias budistas, el señor de la ciudad del Reino del Sacrificio quiso
entregar a Tripitaka y a sus compañeros una gran cantidad de oro y jade, que ellos
rechazaron cortésmente. Comprendiendo que insistir no iba a conducir a nada, el rey dio
a cada uno un par de túnicas como las que normalmente vestían, dos fajas de seda y
otros tantos pares de zapatos y calcetines. Los proveyó, además, de abundante comida
seca y, con lágrimas en los ojos, selló el permiso de viaje. Rodeado de todos sus
funcionarios, tanto civiles como militares, los monjes del Monasterio del Dragón
Derrotado y la práctica totalidad de los habitantes de la capital, salió a despedirlos a las
afueras de la ciudad entre una gran algarabía de voces y música. Juntos recorrieron
alrededor de cincuenta kilómetros. Hubieran querido acompañarlos mucho más, pero los
peregrinos se negaron terminantemente a ello. Únicamente los monjes del Monasterio
del Dragón Derrotado insistieron en recorrer a su lado otros ciento cincuenta o ciento
sesenta kilómetros más. Algunos estaban dispuestos a proseguir el viaje hasta el Paraíso
Occidental. Otros, incluso, habían tomado la decisión de convertirse en discípulos suyos
y llevar una vida de duro ascetismo. Comprendiendo que no había manera de
convencerlos, el Peregrino decidió recurrir a la magia. Tras arrancarse treinta pelos y
lanzar sobre ellos una bocanada de aire sagrado, los tiró hacia arriba y gritó:
- ¡Transformaos! - y al instante se convirtieron en una manada de tigres feroces, que
cortaron totalmente el camino principal, rugiendo y dando zarpazos al aire. Sólo
entonces desistieron los monjes de seguir adelante y el maestro pudo espolear
libremente a su caballo. No tardaron en perderse en la distancia. Al ver los monjes que,
por mucho que lo intentaran, no podrían ya darles alcance, empezaron a gritar,
entristecidos:
- ¿Por qué no nos lleváis con vosotros? ¿Tan indignos nos consideráis de vuestra
compañía?
El maestro y sus discípulos prosiguieron su camino hacia el Oeste, sin prestarles la
menor atención. Sólo cuando hubieron recorrido una larga distancia, se decidió el
Peregrino a recobrar sus pelos. El invierno estaba a punto de concluir y ya se sentía la
cercanía de la primavera. Era la mejor época para caminar, porque los fríos habían
perdido todo su rigor y faltaba mucho todavía para que el calor se transformara en
bochorno. A lo lejos vieron las cumbres de una altísima cordillera, por la que
serpenteaba penosamente el camino que seguían. Tripitaka tiró en seguida de las riendas
al caballo y comprobó, sorprendido, que estaba sepultado bajo un manto de zarzas,
enredaderas y viñas. A medida que iban avanzando, la marcha se hacía cada vez más
penosa, porque las zarzas habían invadido el sendero y sus espinas se clavaban sin
piedad en las piernas de los caminantes.
- ¡No hay manera de seguir este camino! - exclamó, desalentado, el monje Tang.
- ¿Por qué no? - preguntó el Peregrino, sorprendido.
- ¿No lo ves tú mismo? - contestó el monje Tang -. Todo está cubierto de zarzas. Estoy
seguro de que entre ellas se esconden legiones de alimañas. Además, son tan espesas,
que ni agachándonos podremos cruzarlas. ¡Cuanto menos montados a caballo, como yo!
- No os preocupéis por eso - se apresuró a decir Ba-Chie -. Os abriré un camino tan
ancho con el rastrillo, que pasaríais sin dañaros entre las zarzas, aunque fuerais montado
en una carroza.
- Aunque sé que tu fuerza es extraordinaria - contestó Tripitaka -, dudo mucho que
pudieras terminar tu hazaña. Ni siquiera sabemos cuánto mide esta cordillera.
- ¿Para qué seguir discutiendo? - exclamó el Peregrino -. Lo mejor es que vaya a echar
un vistazo.
Dando un salto tremendo, se elevó hacia lo alto y vio que el manto de zarzas y
enredaderas, verdes como el más fino de los jades, se perdía entre las nubes,
impidiéndoles seguir la ruta que les marcaban los vientos. No había ni un solo palmo de
terreno que no cubrieran. Adondequiera que se dirigiera la vista podía verse una
interminable masa verdosa, a la que el viento arrancaba un característico rumor de hojas
y que brillaba, a la luz del sol, como si fuera una gema de enormes proporciones.
Escondidos entre tanto verdor, crecían grupos de pinos, cedros, bambúes, ciruelos,
sauces y arces. Las enredaderas trepaban por sus troncos, haciéndolos parecer desde
lejos cortinas de jade. Pero, a pesar de su incuestionable ubicuidad, las zarzas no podían
ahogar el fresco aroma que emitían las flores que crecían bajo su manto de espinas.
Aunque no se vieran, eran tan abundantes que formaban a ras de suelo una alfombra de
encendidos colores. ¿Quién no se ha tropezado a lo largo de su vida con unas zarzas tan
excluyentes y celosas? Nadie, sin embargo, había visto tantas como en aquel momento
contemplaba el Peregrino. Desalentado, bajó de la nube y dijo al maestro:
- Me temo que esta cordillera es enorme.
- ¿Qué longitud puede tener? - preguntó Tripitaka.
- No lo sé exactamente, porque no la he visto entera - contestó el Peregrino -. De todas
formas, calculo que rondará los dos mil quinientos kilómetros.
- ¿Qué podemos hacer? - exclamó Tripitaka, aterrado.
- No os preocupéis tanto, maestro - dijo el Bonzo Sha, sonriendo -. ¿Por qué no
prendemos fuego a todas estas zarzas y proseguimos tranquilamente nuestro camino?
Los campesinos lo hacen en muchas regiones.
- Deja de decir tonterías, por favor - le aconsejó Ba-Chie -. Eso sólo puede hacerse
alrededor del décimo mes, cuando todo está completamente seco. ¿Cómo van a arder
ahora que el verdor lo invade todo? ¿Acaso has olvidado que la exuberancia es uno de
los pocos diques que pueden ponerse al fuego?
- Además - añadió el Peregrino -, no habría forma de controlar las llamas.
- ¿Cómo vamos a continuar adelante? - repitió Tripitaka.
- No hay cosa más fácil - contestó Ba-Chie, riendo -. Mirad lo que hago.
Tras retorcer los dedos de una forma increíble y recitar el correspondiente conjuro, el
Idiota se golpeó el pecho con un puño y gritó:
- ¡Crece! - y al instante adquirió una altura de sesenta metros. Sacudió a continuación el
rastrillo y añadió -: ¡Transfórmate!
Sorprendentemente se estiró, como si fuera una culebra, y no tardó en alcanzar una
longitud que superaba con mucho los noventa metros. Lo agarró fuertemente con las dos
manos y, clavándolo en la tierra, tiró de él, como si fuera un buey labrando la tierra. De
esta forma, consiguió abrir un camino totalmente limpio de zarzas, por el que podía
pasar un ejército entero.
- Vamos, ¿a qué esperáis? - gritó, volviéndose hacia el maestro -. ¡Seguidme!
Sonriendo, Tripitaka espoleó el caballo y se adentró en aquella inesperada carretera,
seguido del Bonzo Sha y el Peregrino, que, de vez en cuando, echaba una mano con su
barra de hierro. Ni una sola vez se detuvieron a descansar en todo el día, cubriendo una
distancia de más de trescientos kilómetros. Al caer la noche, llegaron a un claro, en el
que se levantaba un monumento de piedra. Alguien había grabado en su parte superior
las palabras: "Cordillera de las Zarzas". Un poco más abajo había dos filas de caracteres
más pequeños, que decían: "Un camino de dos mil kilómetros de espesas zarzas, que
muy pocos han transitado desde los tiempos antiguos".
- Eso fue antes de que llegara yo - exclamó Ba-Chie, soltando la carcajada -. Creo que
voy a añadir estas otras dos líneas: "Afortunadamente, Ba-Chie abrió una ruta nueva y
ahora puede ir al Oeste quien quiera".
- Creo que estamos abusando demasiado de ti - dijo Tripitaka, bajando del caballo -.
Éste parece un buen sitio para pasar la noche. Proseguiremos el viaje en cuanto se haya
hecho de día.
- ¿Para qué detenernos ahora? - contestó Ba-Chie -. Todavía hay luz y yo me encuentro
perfectamente. Por mí no hay ningún inconveniente en pasar la noche caminando.
Era tal su entusiasmo, que al maestro no le quedó más remedio que seguir hacia
delante. Sin soltar ni un momento las riendas, el monje Tang se lanzó a una loca carrera
que duró toda la noche y las horas de sol del día siguiente. Volvió a aparecer la luna,
pero el paisaje continuaba siendo el mismo que la tarde anterior. El viento seguía
arrancando a los bambúes un ruido lastimero que recordaba el llanto de un niño,
mientras los pinos sacudían sus copas, como si quisieran desprenderse de las hojas
muertas. Parecía que nada había cambiado. Llegaron, incluso, a un nuevo claro, en el
que se levantaba un viejo santuario. A su puerta parecían rivalizar en verdor los pinos y
los cedros, al tiempo que los melocotoneros y los ciruelos pugnaban por mostrarse a
cual más bellos. Tripitaka desmontó del caballo y se quedó embelesado ante el
espectáculo que se ofrecía a su vista. El santuario estaba construido en lo alto de un
promontorio, junto al que corría un arroyuelo de agua helada. Era un auténtico descanso
para los ojos contemplar su frescura después de tantos kilómetros y kilómetros de
zarzales. Los árboles que crecían junto a sus orillas poseían una vejez comparable a la
del musgo que daba vida a las rocas que sostenían el edificio. Mecidos por el viento, los
bambúes parecían conversar entre sí con el mismo lenguaje del jade. El eco del canto de
un ave ponía una nota de tristeza en la quietud del atardecer. No había rastros de
criatura viviente. La vegetación poseía allí tal vitalidad que los muros del santuario
estaban cubiertos de una espesa capa de enredaderas. El Peregrino atisbo hasta el último
rincón de aquel inesperado lugar y dijo:
- Tengo la impresión de que aquí se esconde algo realmente maligno. Si queréis seguir
mi consejo, deberíamos proseguir cuanto antes nuestro camino.
- ¿A qué viene tanta suspicacia? - replicó el Bonzo Sha -. No hay rastros ni de seres
humanos ni de bestias. ¿Desde cuándo te mete miedo el silencio?
No había acabado de decirlo, cuando se levantó un viento frío y salió por la puerta del
santuario un anciano con un turbante en la cabeza. Vestía una túnica muy simple, que
hacía juego con las sandalias de paja que calzaba y el bastón rugoso que llevaba en una
mano. Le seguía una criatura demoníaca con el cuerpo morado, una barba rojiza y un
rostro verdoso, en el que destacaban unos colmillos tan retorcidos como los de un
elefante. Llevaba en la cabeza una fuente de pastelillos de trigo. Acercándose a los
peregrinos, el anciano se postró de hinojos y dijo:
- Este indigno servidor vuestro, Gran Sabio, es el espíritu de la Cordillera de las Zarzas.
Vuestra llegada le ha cogido tan de sorpresa, que sólo ha podido prepararos esta fuente
de pastelitos al vapor. Aceptadlos en prueba de buena voluntad e invitad a vuestros
acompañantes a saborear su humilde sabor. Los ayudará a aliviar el hambre, pues, como
bien sabéis, no existe casa alguna en dos mil kilómetros a la redonda.
Ba-Chie corrió hacia él y estiró la mano para coger un pastelito, pero el Peregrino, que
había estado estudiándole, mientras hablaba, con sus diamantinos ojos de fuego, se lo
impidió, diciendo:
- ¡No lo hagas! ¿No te das cuenta de que éste es un ser malvado? ¿Qué clase de espíritu
eres tú - añadió dirigiéndose al anciano - para tratar de engañarme? - y se lanzó contra
él, blandiendo la barra de hierro.
Al ver venir el golpe, el anciano giró de una forma muy extraña y se convirtió en un
viento frío, que arrebató al maestro, haciéndole desaparecer en un abrir y cerrar de ojos.
El Gran Sabio se quedó tan desconcertado, que no supo por dónde empezar a buscar a
su maestro. Presas del pánico, Ba-Chie y el Bonzo Sha miraron a su alrededor, como si
se les hubiera caído algo realmente valioso. Hasta el caballo blanco relinchó aterrado.
Parecía como si los cuatro hubieran caído en trance al mismo tiempo. Tenían los ojos
desorbitados como espíritus, pero no sabían hacia dónde dirigirlos para encontrar una
señal del maestro. De momento, no hablaremos más de ellos. Sí lo haremos, sin
embargo, del anciano y de la criatura demoníaca que le acompañaba. Tras arrebatar al
maestro, se dirigieron hacia una roca de formas extrañas, cubierta totalmente de niebla.
Descendieron suavemente por ella y, tomando con inesperada dulzura la mano al
maestro, dijo el anciano:
- No temáis. No vamos a haceros ningún daño. Yo soy, de hecho, el Señor Ocho-y-
Diez 1 de esta Cordillera de las Zarzas. Si me he tomado la libertad de traeros hasta
aquí, ha sido porque quiero que conozcáis a unos amigos míos. Hace una noche
espléndida y he pensado que podíamos pasar la velada hablando de poesía.
El maestro recobró en seguida la tranquilidad y miró, curioso, a su alrededor.
Escondida entre la neblina, podía verse una choza muy simple y sencilla, que invitaba
desconcertantemente a la reflexión interior. No existía, en efecto, lugar mejor para la
meditación, el cultivo sereno de las flores y los plácidos paseos por los bosquecillos de
bambú. Sobre los acantilados, parejas de garzas miraban fijamente el verdor de los
estanques, como queriendo desentrañar el misterio que envolvía el croar de las ranas.
Por doquier flotaba un aire de recogimiento que superaba, incluso, al que envuelve
Tian-Tai o el Monte Hua. ¿Para qué hablar allí de los afanes que dominan a la gente
corriente? Aquél era un paraíso del recogimiento, en el que, sólo con sentarse, la mente
se encontraba en paz consigo misma y tan serena como la luz de la luna. Embriagado
por aquella atmósfera, Tripitaka creyó percibir que los astros que tachonaban el cielo
adquirían por momentos una luminosidad que se acercaba a la del sol.
- ¡Qué alegría! - oyó exclamar a sus espaldas -. El Señor Ocho-y-Diez ha conseguido
traer hasta aquí al monje sabio.
El maestro levantó la cabeza y vio a tres ancianos. Los rasgos del primero recordaban
la escarcha; el segundo poseía un extraño pelo verdoso y una luenga barba del mismo
color, que se balanceaba sin control al compás del viento; el tercero, finalmente, se
mostraba muy sereno en sus ademanes, cualidad que no terminaba de cuadrar con el
tono oscuro de su tez. Cada cual vestía de una forma diferente. Con inesperado respeto
saludaron a Tripitaka, que respondió a sus inclinaciones de cabeza, diciendo:
- ¿Quién soy yo para merecer tan alta consideración de inmortales tan venerables como
vosotros?
- Hemos oído decir - contestó el Señor Ocho-y-Diez, sonriendo - que sois un maestro
del Tao. Llevamos esperándoos tanto tiempo que somos nosotros los que debiéramos
daros las gracias por haber aceptado nuestra invitación. ¡Si supierais cuánto hemos
anhelado poder contemplar las perlas y el jade de vuestra sabiduría! Tomad asiento y
charlad con nosotros, para que podamos comprender los auténticos misterios del Zen.
- ¿Puedo preguntaros cómo os llamáis? - volvió a preguntar Tripitaka, inclinando
respetuosamente la cabeza.
- El de los rasgos que recuerdan la escarcha - respondió el Señor Ocho-y-Diez - se
llama Señor de la Integridad Solitaria, el del cabello verdoso responde al nombre de
Maestro Superador del Vacío, y este otro de aspecto humilde es conocido como Maestro
Limpiador de Nubes. Por lo que respecta a vuestro servidor, os diré que se hace llamar
Virtud Traviesa.
- ¿Cuáles son vuestras edades, si no es mucho preguntar? - insistió Tripitaka.
- Yo - respondió Integridad Solitaria - he sobrepasado los mil años. Mi vida, como ves,
se asemeja a un árbol de copa espesa, que eleva hacia los cielos su follaje siempre
verde. Mis ramas, fortalecidas Por la dureza de las nieves y la escarcha, se retuercen
como si fueran serpientes o dragones, que a nadie niegan jamás su sombra. Porque soy
practicante de las artes mágicas, el tiempo no ha logrado robarme la lozanía de la niñez
y permanezco tan firme y erecto como el primer día. En mí encuentran refugio los fénix,
amantes de la exuberancia y la grandeza, cuando quieren escapar a la corrupción de este
mundo de sombras.
- En mis más de mil años de existencia - contestó, por su parte, el Maestro Superador
del Vacío - he hecho frente a la escarcha y al viento con la fuerza espiritual de mis
altísimas ramas. Mi voz recuerda las gotas de lluvia en una noche tranquila. Doy una
sombra tan fresca, que más de uno me ha confundido con una nube de otoño. Mis raíces
poseen la característica rugosidad de la longevidad, porque he sido instruido en los
secretos de la eterna juventud. En mis ramas se refugian, no seres de este mundo
caduco, sino garzas y dragones sedientos del verde de la serenidad. No en balde moro
muy cerca del reino de los dioses.
- Más de mil otoños han pasado por mi tronco - afirmó, a su vez, el Maestro Limpiador
de Nubes -. La edad no ha conseguido arrancarme ni la alegría ni la pureza, aunque hay
quien me tilde de frío y calculador. No en balde me he enfrentado a las nieves y a la
escarcha. Soy, sin embargo, el mejor amigo de los inmortales y los poetas, que han
compuesto a mi sombra sus mejores rimas. Junto a mí han hallado el consuelo del Tao
los Siete Dignos y han encontrado inspiración para sus versos los seis miembros de la
Hermandad de los Ermitaños 2.
- Yo también supero con mucho los mil años - dijo, finalmente, Virtud Traviesa -, pero
aún conservo el fresco verdor de la infancia. Debo mi fortaleza a la lluvia y al rocío, que
encierran en sí todo el misterio de las fuerzas creadoras. Por eso, soy un elemento de
cualquier paisaje y crezco, lozano, bajo las condiciones más extremas. Cuando quieren
discutir del Tao, tañer sus instrumentos o jugar al ajedrez, los inmortales siempre
buscan el fresco baldaquino de mi sombra.
- Todos habéis disfrutado, en efecto, de una vida muy larga - comentó Tripitaka
después de agradecerles sus palabras -. Cuesta trabajo creer que Virtud Traviesa tenga
más de mil años. Habiendo dedicado una existencia tan larga al cultivo del Tao, no me
extraña que poseáis unas maneras tan suaves y unos rostros tan peculiares. ¿No seréis,
por casualidad, los Cuatro del Pelo Blanco 3 de los tiempos del emperador Han?
- Tanto respeto nos honra - respondieron los cuatro ancianos al mismo tiempo -. No
somos los del Pelo Blanco, sino los Instruidos de esta montaña. ¿Podríais decirnos
cuántos años tenéis vos?
- Hace cuarenta años que abandoné el seno de mi madre - contestó Tripitaka,
inclinando la cabeza y juntando las manos a la altura del pecho -. La desgracia me
persiguió antes, incluso, de que empezara a existir. Las olas se encargaron de salvarme
la vida, conduciéndome, amorosas, hasta la Montaña de Oro. Allí me dediqué con
ahínco y entusiasmo a la lectura de los sutras. En ningún momento me mostré remiso a
la hora de presentar mis respetos a Buda. Eso contribuyó grandemente a que el rey me
enviara hacia el Oeste y, así, tuviera la oportunidad de conoceros.
Los cuatro ancianos se deshicieron en alabanzas hacia él.
- ¡Qué suerte poder seguir desde el vientre materno las enseñanzas de Buda! - exclamó,
admirado, uno de ellos -. Que ahora seáis un monje superior y un respetado maestro del
Tao se debe a la vida ascética que habéis llevado desde niño. Para nosotros es un gran
honor recibiros en esta humilde morada, porque eso nos brinda la ocasión de asimilar
vuestras enseñanzas. ¡Instruidnos, por favor, en los principios del Zen! De esa forma,
colmaréis uno de nuestros más anhelados deseos.
El maestro no se sintió cohibido ante tan inesperada petición. Tomó asiento y comenzó
diciendo:
- El Zen es descanso y la Ley, salvación, pero ninguno de ellos puede alcanzarse, si no
se produce la Iluminación. Para ello, es preciso limpiar la mente de todo deseo y
renunciar a los equivocados caminos de este mundo de sombras. Hay tres cosas que
ayudan sobremanera a la consecución de tan alto fin: reencarnarse en un cuerpo
humano, nacer en el País del Centro del Mundo 4 y conocer a fondo las doctrinas de
Buda. No existe mayor felicidad que ésa. Aunque no pueden verse ni oírse los caminos
que conducen a la virtud suprema, exigen la renuncia total a los seis sentidos y a las seis
formas de percepción. La sabiduría absoluta no posee, pues, ni principio ni fin; abarca, a
la vez, el ser y la nada, y se manifiesta tanto a los sabios como a los ignorantes. Para
alcanzar la Verdad, es preciso cumplir lo que ordena el Primer Principio y renunciar a lo
que prohíbe, de la misma forma que, para aprehender la auténtica realidad, es necesario
seguir las enseñanzas de Sakyamuni y, para entrar en el nirvana, se requiere comprender
el poder de la negación de la mente. Sólo despertando lo despierto e iluminando lo
iluminado puede llegarse al dominio de la Verdad. Basta con una simple chispa de luz
espiritual para conquistar el reino del dharma. De nada valen las llamas para traspasar el
muro de la oscuridad. Eso únicamente puede conseguirse fortificando lo fuerte y
debilitando lo débil. ¿Quién será capaz de llegar a la posesión de tan desconcertante
misterio? Sólo el que, como yo, se entregue a la práctica del Zen y no desfallezca en su
empeño.
Al escuchar esas doctrinas, los cuatro ancianos se mostraron incapaces de dominar la
alegría. Era tal su entusiasmo, que no dejaban de inclinar la cabeza ni de exclamar,
admirados:
- ¡En verdad sois un maestro de los principios del Zen!
- Aunque el Zen sea descanso y la Ley, salvación - repuso el Maestro Limpiador de
Nubes -, a todos se nos exige obrar según nuestro modo de ser y los principios que
hemos aprendido. Para nadie es un secreto que entre vuestro sistema doctrinal y el
nuestro existe una gran diferencia. Por mucho que lo intentáramos, y a pesar de nuestra
categoría de inmortales, jamás lograríamos convertirnos en maestros de la escuela que
vos seguís.
- El Tao es prácticamente inabarcable - sentenció Tripitaka -. ¿Cómo puede haber
diferencia entre nuestros respectivos sistemas de pensamiento, si poseen la misma
substancia y una función idéntica?
- Sólo en apariencia - replicó el Maestro Limpiador de Nubes -. Comparad vuestra
fuerza con la nuestra, sin ir más lejos. Nosotros debemos la existencia a una
compenetración perfecta del Cielo y la Tierra; de ahí que dependamos para nuestro
sustento del rocío y la lluvia. Despreciamos la tiranía del viento y la escarcha no nos
mete ningún miedo, porque nunca consigue doblegarnos. Al contrario, nuestras hojas se
mantienen siempre lozanas y nuestras ramas se revisten cada día de una fortaleza
mayor. Vos, por el contrario, en vez de consultar el Lieh-Tse, os dedicáis a recitar textos
en sánscrito, olvidando que el Tao se originó en vuestra propia tierra 5. ¿No os parece
que no tiene sentido estropear un solo par de sandalias para ir a hallar la Iluminación en
el Oeste? ¿Qué es lo que, en definitiva, andáis buscando? Parece como si os hubiera
arrancado el corazón un león de piedra y os hubiera triturado los huesos una manada de
zorros salvajes. Renunciáis a vuestros orígenes, para servir a Buda y poner por obra los
principios del Zen. Para mí sois como esta Cordillera de las Zarzas espinosas: un
enigma que nadie puede desentrañar. ¿Como va a poder un hombre como vos guiar y
enseñar a los demás? ¡Jamás lograréis transmitir a nadie los puntos principales de la
doctrina verdadera! Es preciso que sometáis a un examen riguroso el mundo cambiante
de las apariencias. ¿No comprendéis que la vida también se manifiesta en la quietud?
Llegará un momento en que el agua manará de una cesta de bambú sin fondo y se
llenará de flores el árbol sin raíces del hierro. ¡Plantad vuestros pies en la cumbre del
Ling-Pao! Si lo hacéis, al volver podréis sentaros en la selecta reunión de Maitreya.
Tripitaka se echó rostro en tierra y empezó a golpear el suelo con la frente en señal de
agradecimiento. El Señor Ocho-y-Diez corrió a levantarle del suelo, ayudado por el
Señor de la Integridad Solitaria.
- Lo que acaba de decir el Limpiador de Nubes no tiene ni pies ni cabeza - se apresuró a
decir el Maestro Superador del Vacío, suspirando, entristecido -. Levantaos y no
prestéis atención a sus palabras. En las noches de luna tan clara como ésta jamás
solemos discutir de las vías de la perfección. ¿Por qué, en vez de hablar tanto, no
componemos unos poemas?
- Si es eso lo que deseáis hacer - replicó el Limpiador de Nubes, sonriendo -, lo mejor
será que entremos en el santuario y tomemos un poco de té, ¿no os parece?
El maestro levantó la vista y vio que encima del dintel de la morada de los ancianos
había una losa de piedra, en la que aparecían grabadas las siguientes palabras:
"Santuario de los Inmortales del Bosque". Entraron juntos y se sentaron alrededor de
una mesa. La criatura demoníaca del cuerpo morado les sirvió una fuente de gelatina de
raíces y cinco copas de un brebaje muy aromático. Deferentemente, los ancianos se
negaron a probar bocado hasta que no lo hubiera hecho Tripitaka, pero éste se negó a
hacerlo, pensando que querían envenenarle. Sólo cuando vio que cada uno de ellos se
apartaba una buena porción, se decidió a tomar dos cucharadas de la gelatina. La bebida
estaba deliciosa y no pasó mucho tiempo antes de que el criado retirara las copas.
Tripitaka miró a su alrededor con curiosidad y vio que el interior del santuario estaba
tan iluminado como si se encontraran sentados a la luz de la luna. Por las ventanas
abiertas se filtraba el sonido del agua, al saltar entre las rocas, así como la tibia
fragancia de las flores nocturnas. Todo ello reforzaba la sencilla elegancia de aquel
lugar, en el que no se veía ni una sola mota de suciedad. Animado por aquel ambiente
de serena espiritualidad, el maestro cantó con inesperado entusiasmo:
- La mente del Zen recuerda, por su pureza, a la luz de la luna.
Sonriendo con satisfacción, el anciano Virtud Traviesa cogió el hilo del canto y añadió:
- La inspiración brilla sobre nosotros con más fuerza que el sol del mediodía.
- Hacer una frase hermosa es tan difícil como bordar sobre la seda - entonó, a su vez, el
Señor de la Integridad Solitaria.
- Los versos inspirados son tan valiosos como los más raros tesoros - añadió el Maestro
Superador del Vacío.
- Los poemas de las Seis Dinastías 6 se han desprendido de sus frases inútiles y eso les
ha valido encontrarse con un nuevo compilador del Libro de las Odas 7 - prosiguió el
Maestro Limpiador de Nubes.
- Ahora me doy cuenta de la gran equivocación que he cometido - dijo Tripitaka -. Sin
ser consciente de lo que hacía, empecé a cantar, movido por este aire de serena
espiritualidad que aquí se respira. Fue como blandir el hacha en presencia del Dios
Leñador, porque, al escuchar la fresca elegancia de vuestros versos, he comprendido
que sois auténticos maestros del arte poético.
- ¿A qué vienen esas excusas? - repuso Virtud Traviesa -. Los que hemos renunciado a
la familia no debemos dejar nada sin concluir. Vos habéis iniciado un poema y tenéis la
obligación de terminarlo. No defraudéis nuestras esperanzas, por lo que más queráis.
- Me temo que no va a serme posible - contestó Tripitaka -. ¿Por qué no lo hacéis vos,
que poseéis un extraordinario sentido de lo poético? Será una delicia ver cómo
condensáis todo el poema en un solo verso.
- ¿Cómo podéis ser tan duro con nosotros? - exclamó Virtud Traviesa -. A vos debemos
el primer verso del poema que hemos ido tejiendo entre todos. No tenéis escapatoria. Os
corresponde cerrarlo a vos. Guardar para sí las cualidades que uno tiene está reñido con
la práctica de la virtud.
Tripitaka no tuvo más remedio que improvisar los dos versos que se le pedían,
cantando con voz melodiosa:
- La brisa canta en las copas de los pinos, mientras el té se destiñe en nuestras tazas. La
alegría de vuestras canciones llena mi corazón de primavera.
- ¡Extraordinario! ¡Qué verso más fino! - exclamó el Señor Ocho-y-Diez, entusiasmado
-. "¡La alegría de vuestras canciones llena mi corazón de primavera!"
- Sois tan amante de la poesía, que no dudáis en volver, una y otra vez, sobre cada
verso - dijo el Señor de la Integridad Solitaria a Virtud Traviesa -. ¿Por qué no iniciáis
vos otro poema?
- Está bien - respondió en seguida el Señor Ocho-y-Diez -. Empezaré uno, según el
estilo de "pasar la aguja" 8. Allá va: La primavera no me hace crecer ni el invierno
consigue secarme. Para mí son como si no existieran, aunque las nubes no dejan de
flotar por encima de mi cabeza.
- Voy a enlazar con vuestros versos, siguiendo ese mismo estilo - dijo el Maestro
Superador del Vacío -: Aunque no haga viento, siempre se forma a mí alrededor un
círculo de sombra cinética. No encuentro placer mayor en mi entorno. Comparada con
él, la vida longeva no es nada.
- Virtuoso como el corazón sin ambiciones del Señor de las Tierras del Sur - añadió el
Maestro Limpiador de Nubes -, despliego mi ramaje en los dominios del noble soberano
de la Montaña Occidental.
- Mis ramas y mi tronco son de un calidad tan excepcional - recitó, por su parte, el
Señor de la Integridad Solitaria -, que de ellos están hechas las vigas que sostienen el
estrado imperial.
- Poseéis una capacidad poética tan extraordinaria, que hasta el Cielo se complace en
vuestros versos - comentó, admirado, el maestro -. Aunque, ciertamente, no puedo
compararme con vosotros, voy a tomarme la libertad de recitar otros dos versos.
- Vos sois una persona muy versada en los principios y en la práctica del Tao - dijo el
Señor de la Integridad Solitaria -. Vuestro espíritu posee, por tanto, una sensibilidad
mayor, incluso, que los límites del mar. ¿Para qué perder el tiempo con versos
concatenados? Regaladnos el oído con un poema completo. Cada uno de nosotros
tratará después de responderos con la misma medida 9, aunque estamos seguros de que
no lograremos igualar el fulgor de vuestra inspiración.
Tripitaka no tuvo más remedio que improvisar un poema en el estilo del verso
regulado.
- En busca del dharma imperial se dirige un monje al Oeste - recitó con el rostro
encendido -. De lejanas tierras traerá maravillosas escrituras. En su camino ha visto
florecer lo que sólo existe en la mente del poeta. Por él árboles en sazón exhalan
perfumes tan serenos como los del propio Buda 10. ¿Cómo va a negarse a trasponer
cumbres inaccesibles y poner el pie en tierras que nadie ha hollado? Cuando su espíritu
adquiera la nobleza del jade, la Verdad llamará con fuerza a las puertas del nirvana.
Los cuatro ancianos se deshicieron en elogios. Emocionado, el Señor Ocho-y-Diez dijo:
- Todos sabéis que no poseo más virtud que la audacia. Trataré pues, de responder a
vuestro bellísimo poema con este otro: Conocido por el nombre de Virtud Traviesa, yo
desprecio al rey del bosque. Mi fama es superior a la de las criaturas más longevas que
en él crecen 11. Mi sombra sigue la línea descendente de los montes, como si de una
serpiente se tratara. De mí beben los arroyos un aroma milenario que supera en dulzor al
ámbar. A pesar de sus incansables esfuerzos, la lluvia y el viento no pueden impedir que
mis ramas abracen todo el universo. Cuando mi fuerza se apague, mi tumba la marcarán
las barbas milenarias de los líquenes.
- ¡Qué poema más admirable! - exclamó el Señor de la Integridad Solitaria -. Comienza
con un verso de corte heroico, continúa con dos pareados de una fuerza realmente
increíble y termina con una confesión de desconcertante humildad. Ante semejante
perfección, cuanto yo diga parecerá polvo y barro. En fin, allá va mi poema: Mi rostro
de escarcha es la delicia del rey de los hielos. Las cuatro estaciones alaban sin cesar mis
sorprendentes cualidades. Al amanecer, el rocío llena de perlas mi copa, de la que
arranca la brisa un aroma que arrastra hasta los confines del cosmos. Por la noche el
murmullo de mis hojas lleva la tranquilidad a las alquerías solitarias. En el otoño presto
mi sombra a las celebraciones de los templos, rememorando los muchos regalos que
hago al comienzo del año nuevo. Soy el viejo maestro de los senderos de montaña.
- ¡Extraordinario! ¡Francamente extraordinario! - exclamó el Maestro Superador del
Vacío, entusiasmado -. Es como si la luna se hubiera colocado en el centro del Cielo y
hubiera repartido su belleza entre todo lo que existe. ¿Cómo van a superar tanta
inspiración mis pobres palabras? De todas formas, no es ésta hora de echarse para atrás.
Así que ahí va mi pequeña aportación: Son tantas mis cualidades, que mi fama llega
hasta el Palacio de la Suprema Pureza 12. Crezco junto a los templetes de los jardines,
vertiendo sobre ellos una cascada de jade verde. El aroma que despido es, sin embargo,
tan penetrante que traspasa las murallas y llega hasta los lugares más humildes. Siempre
erecto, jamás pierdo la alegría, porque sé que mis raíces están ancladas firmemente en la
tierra. Mi copa es hermana de las nubes, por eso nuestras sombras se confunden sobre el
tapiz multicolor de las flores.
- Jamás había escuchado poemas tan finos como los que acabáis de recitar - dijo,
admirado el Maestro Limpiador de Nubes -. Su elegancia es de una simplicidad tal, que
el espíritu descubre por primera vez lo que es la pureza. Son tan hermosos, que parecen
sacados de una cesta de bordados. Todos sabéis que mi cuerpo es débil y que mi mente
no posee ninguna cualidad. Sin embargo, animado por vuestro ejemplo, voy a recitar
estos versos toscos, que espero no os hagan reír: Soy la delicia de los sabios reyes que
se sientan en los jardines de Chi-Yü 13. En todos los campos de Wei 14 me mezo a
merced del viento. Las lágrimas de las náyades jamás han mancillado mi piel de jade.
Sólo los literatos Han la han llenado de historias que aún se recuerdan. Lejos de
apagarla, la escarcha aumenta la belleza de mis hojas. ¿Cómo va a poder ocultar la
niebla el esplendor de mis ramas? Aunque no he vuelto a tener amigos tan fieles como
Tse-Yu 15, todos los hombres de letras celebran de continuo mi fama.
- Vuestros poemas - concluyó Tripitaka, entusiasmado - son, en verdad, como perlas
arrojadas por un fénix. Ni siquiera Tse-Yu y Tse-Hsia, los discípulos más aventajados
de Confucio, serían capaces de igualar vuestra sensibilidad. Por si esto fuera poco, no sé
cómo agradeceros vuestro profundísimo sentido de la hospitalidad. Me temo que, sin
querer, estoy abusando de ella. Es, por otra parte, noche cerrada y mis discípulos deben
de estar buscándome como locos. Me gustaría seguir con vosotros, pero no puedo
mantenerlos por más tiempo en esta incertidumbre. ¿Os importaría indicarme el camino
de vuelta?
- No os preocupéis por eso - dijeron los cuatro ancianos a coro -. Una oportunidad
como ésta no se nos presenta todos los días. Aunque, como acabáis de decir, es ya
noche profunda, el cielo está despejado y la luna brilla con particular intensidad.
Sentaos otro poco, por favor. En cuanto amanezca, os conduciremos a través de la
cordillera y no tardaréis en encontrar a vuestros discípulos.
No habían terminado de decirlo, cuando entraron dos doncellas vestidas de azul con un
par de lámparas de seda roja. Tras ellas apareció una joven inmortal con un ramito de
albaricoque en las manos. Sin dejar de sonreír, se inclinó ante los presentes y les dio las
buenas noches. Poseía un rostro redondeado y unas mejillas encendidas. Sus ojos
repetían el fulgor de las estrellas, enmarcados por unas cejas finísimas y muy cuidadas.
Vestía una vaporosa falda de seda rosa con motivos de ciruelas de cinco colores, que
contrastaban con la sobriedad de su blusa marrón y sin cuello ni mangas. Calzaba unos
zapatos puntiagudos como el pico de un fénix, que dejaban entrever unas medias
transparentes de seda bordada. Su coquetería superaba a la de la doncella del monte
Tian-Tai 16 y su elegancia quedaba pequeña en comparación con la de la renombrada
Tang-Chr 17 de los tiempos antiguos.
- ¿A qué debemos el honor de esta visita, Inmortal del Albaricoque? - preguntaron los
ancianos, levantándose para darle la bienvenida.
- Me he enterado de que tenéis a un huésped muy distinguido y he venido a conocerle -
contestó la doncella, respondiendo a sus saludos con una inclinación -. ¿Tenéis la
amabilidad de presentármele?
- Es ése de ahí - contestó el Señor Ocho-y-Diez, señalando al monje Tang -. No tenéis
que pedirnos permiso para hablar con él.
Tripitaka se inclinó con respeto, aunque no se atrevió a decir nada.
- Traednos el té, rápido - ordenó la doncella y al punto aparecieron otras dos
muchachas vestidas de amarillo con una bandeja de laca roja en las manos. En ella había
seis tazas de té de porcelana, varias clases de frutas exóticas y, justamente en el centro,
una cucharilla para remover la infusión. Una de las muchachas traía también una tetera
de metal blanco con incrustaciones de cobre, que dejaba escapar un aroma que
embriagaba los sentidos. Tras llenar las tazas, la doncella dejó entrever ligeramente sus
elegantes dedos alargados y dio de beber primero a Tripitaka. Sirvió después a los
cuatro ancianos y, finalmente, tomó también ella una taza.
- ¿Por qué no os sentáis? - preguntó el Maestro Superador del Vacío y ella no se atrevió
a desairarle.
Cuando hubieron terminado el té, volvió a inclinarse y dijo, respetuosa:
- Se nota que esta noche la inspiración os ha abierto el arcano cofre de sus placeres.
¿Os importaría recitarme alguno de vuestros versos?
- Nuestros poemas no son más que simples balbuceos - respondió el Maestro Limpiador
de Nubes -. Los del sabio monje que nos acompaña, por el contrario, encierran toda la
riqueza de la corte de los Tang. Jamás habíamos escuchado cosa más admirable.
- Si no es mucho pedir - replicó la doncella -, me gustaría oír algunos de los que ha
recitado aquí esta noche.
Encantados, los cuatro ancianos repitieron al pie de la letra los versos que había
cantado el maestro. Tuvieron la delicadeza, incluso, de decir secciones enteras del
discurso que había pronunciado sobre el Zen.
- Mis dotes son una nimiedad comparadas con las vuestras - confesó la doncella,
sonriendo despreocupada -. No debería, por tanto, exponerme a vuestra risas. Pero,
puesto que he tenido el honor de escuchar unos poemas tan extraordinarios, no estaría
bien que guardara para mí sola la inspiración que han despertado en mi espíritu. Voy a
tratar de enlazar con el segundo poema del maestro, improvisando unos versos
regulados, ¿de acuerdo?
Tras aclararse la voz, cantó con encendido entusiasmo:
- Mi fama la estableció para siempre el rey Han-Wu. A mi sombra adoctrinó Confucio
a sus discípulos 18. Al cariño de Dung-Hsien 19 debo mi universalidad, y a Sun Chou 20
que se me asocie con la Fiesta de la Comida Fría. No existen capullos más tiernos y
coquetos que los míos, cuando la lluvia los humedece. Ni siquiera el poder difuminador
de la niebla es capaz de diluir el verdor de mis hojas. Sé que, al madurar, mis frutos se
tornan agrios, pero mi belleza permanece intacta y la tristeza no consigue dominarme.
- ¡Qué sensibilidad la vuestra! - exclamaron los cuatro ancianos, deshaciéndose en
alabanzas -. Vuestros versos están transidos de añoranza, particularmente ese que dice:
"No existen capullos más tiernos y coquetos que los míos, cuando la lluvia los
humedece".
- Vuestras alabanzas me sumen en la zozobra - replicó la doncella, sonriendo coqueta -.
Mis versos carecen absolutamente de valor. Los del monje sabio, por el contrario,
parecen producto de una mente de seda y de unos labios cubiertos de bordados. ¿Habría
alguna manera de convenceros, para que me recitarais a mí sola uno de vuestros
Poemas?
El monje Tang no respondió. La doncella parecía cada vez más dominada por la
urgencia del amor. A cada palabra que pronunciaba se iba acercando cada vez más al
maestro.
- ¿Se puede saber qué os ocurre? - preguntó con voz seductora -. Todo el mundo se
divierte en una noche como ésta. ¿A qué estáis esperando vos para empezar? ¿No
comprendéis que la vida dura lo mismo que un soplo?
- ¿Cómo podéis negaros a satisfacer los deseos de la Inmortal del Albaricoque? - dijo el
Señor Ocho-y-Diez -. Si le negáis vuestros favores, jamás comprenderéis la alta merced
que os hace.
- Debemos tener en cuenta - añadió el Señor de la Integridad Solitaria - que el monje
sabio es una persona versada en los principios del Tao, que por nada del mundo hará
algo que esté en contra de la norma establecida. No está bien que nosotros le forcemos a
hacerlo. Eso supondría echar por tierra, al mismo tiempo, su fama y su virtud. ¿Cómo
íbamos a perdonárnoslo después? ¡No, no! La norma es la norma. Si la Inmortal del
Albaricoque se siente inclinada por él, el Maestro Limpiador de Nubes y el Señor Ocho-
y-Diez deben desempeñar el oficio de casamenteras, mientras el Maestro Superador del
Vacío y yo hacemos de testigos. Ésos son los pasos que han de seguirse en la conclusión
de todo contrato matrimonial. ¿No es así?
- ¡Sois todos unos monstruos! - gritó Tripitaka, rojo de ira, poniéndose en pie de un
salto -. Ahora comprendo que no habéis dejado de tentarme ni un solo segundo. Al
principio me convencisteis para que hablara de los principios del Tao y acepté,
complacido. ¡Pero esto es demasiado! ¡Os servís de la trampa de la belleza para
seducirme! ¿No os parece un acto totalmente indigno?
Al ver a Tripitaka tan fuera de sí, los cuatro ancianos no supieron qué hacer.
Desconcertados, empezaron a morderse las uñas y a lanzarse unos a otros miradas
furtivas. Únicamente el demonio del cuerpo morado que les servía de criado, perdió la
paciencia y le gritó de mala manera:
- ¡Está visto que no sabéis distinguir ni lo que os conviene! ¿Que hay de malo en esta
doncella? No hay mujer que posea mejores cualidades que ella. Eso sin hablar de su
belleza ni de su maestría en las artes del amor. Con un solo poema os ha demostrado
que su sensibilidad no tiene nada que envidiar a la vuestra. ¿A qué viene, pues,
rechazarla con tanta brusquedad? Si fuerais un poco inteligente, no dejaríais pasar una
oportunidad como ésta. Reconozco, de todas formas, que lo que ha dicho el Señor de la
Integridad Solitaria es totalmente acertado. Puesto que no os gusta actuar en contra de lo
establecido, yo presidiré la ceremonia nupcial.
El temor hizo palidecer a Tripitaka, pero estaba decidido a no ceder a sus pretensiones,
costara lo que costara, e hizo un gesto negativo con la cabeza.
- ¡Monje estúpido! - añadió el sirviente del cuerpo morado -. Te estamos hablando con
toda la amabilidad del mundo y te niegas obstinadamente a hacer lo que te pedimos.
¿No comprendes que nuestros métodos no son siempre tan suaves? ¿De que te habrá
servido vivir, si te lleváramos con nosotros a otras regiones en las que no está permitido
ni llevar una vida monacal ni tomar esposa?
Ni siquiera esas razones le apartaron de su decisión. Era como si poseyera una mente
de piedra o de metal. De todas formas, pensó, esperanzado:
- Posiblemente mis discípulos estén buscándome y...
Su recuerdo hizo que las lágrimas fluyeran, copiosas, por sus mejillas. Tratando de
tranquilizarle, la doncella sonrió con extremada dulzura, se acercó aún más a él y,
sacando de la manga un pañuelo que despedía un penetrante olor a miel, comenzó a
secarle las lágrimas, al tiempo que decía:
- No estéis tan triste, por favor. Yazcamos entre el jade y entre nubes de perfume y
divirtámonos cuanto podamos.
El maestro dio un grito estentóreo y se lanzó hacia la puerta, pero los ancianos y el
criado le impidieron llegar a ella. Toda la noche estuvieron forcejeando. Cuando, por
fin, comenzó a clarear, se oyó una voz, que decía:
- ¿Dónde estáis, maestro? Os oímos hablar, pero no conseguimos veros.
Era el Gran Sabio, Ba-Chie y el Bonzo Sha, que no habían parado de caminar durante
toda la noche. Tratando de dar con él, habían recorrido, de hecho, los mil quinientos
kilómetros de longitud que tenía la Cordillera de las Zarzas. Al amanecer, llegaron a su
extremo occidental y oyeron, sorprendidos, los gritos de auxilio que lanzaba el monje
Tang. Ellos mismos empezaron a gritar como locos, buscando debajo de cada piedra. El
maestro logró zafarse de los brazos que le impedían la huida y salió corriendo por la
puerta, dando voces de alegría:
- ¡Estoy aquí, Wu-Kung! ¡Ven a salvarme de estos locos!
No había acabado de decirlo, cuando, en un abrir y cerrar de ojos desaparecieron los
cuatro ancianos, el criado del cuerpo morado, la doncella y todas sus sirvientas.
- ¿Cómo habéis logrado llegar hasta aquí? - le preguntaron Ba-Chie y el Bonzo Sha,
sorprendidos.
- ¡Cuántos quebraderos de cabeza os he dado! - exclamó Tripitaka, abrazándose al
Peregrino -. Aunque no lo creáis, todo ha sido obra de ese anciano que se presentó ante
nosotros con comida, haciéndose pasar por el espíritu protector de la cordillera. Cuando
Wu-Kung trató de golpearle, me arrebató por los aires y me trajo hasta aquí. En ningún
momento me trató con brusquedad. Al contrario, me tomó de la mano y me presentó a
otros tres ancianos que todo el tiempo se dirigieron hacia mí con el respetuoso nombre
de maestro sabio. Todos ellos poseían una educación exquisita y una sensibilidad
poética realmente extraordinaria. Hasta eso de la medianoche pasamos el tiempo
recitando poemas y versos. Después se presentó una mujer bellísima con sus cuatro
criadas y me saludó con el mismo respeto que los ancianos. También ella era dueña de
una envidiable vena poética, pero se encaprichó de mí y quiso desposarse conmigo. Por
supuesto, rechacé de plano sus pretensiones, pero, incomprensiblemente, los ancianos se
pusieron de su parte y me presionaron con todo tipo de razones. Uno se ofreció a hacer
de casamentera, otro, de presidente de la ceremonia, y el tercero, de testigo. Juré que
jamás cedería a sus locos deseos y traté de huir, pero eran demasiados para mis pocas
fuerzas. Afortunadamente vuestra llegada los ha hecho desistir de su empeño. Por
cierto, no ha quedado ni rastro de ellos. Debe de ser porque la luz les mete miedo o
porque no querían enfrentarse con vosotros. Lo extraño es que hace un momento
estaban tirando de mí como locos.
- ¿Les preguntasteis cómo se llamaban, antes de empezar a hablar de poesía? - inquirió
el Peregrino.
- Efectivamente - contestó Tripitaka -. El que me trajo respondía al nombre de Señor
Ocho-y-Diez, aunque también era conocido como Virtud Traviesa. Por lo que respecta a
los otros tres, uno se llamaba Señor de la Integridad Solitaria, el otro Maestro Superador
del Vacío, y el último Maestro Limpiador de Nubes. La doncella, por su parte, decía
llamarse la Inmortal del Albaricoque.
- ¿Dónde se encuentran esas criaturas? - preguntó Ba-Chie.
- ¿Quieres decir que adonde han ido? - contestó Tripitaka -. No lo sé. Lo único que
puedo afirmar es que el lugar en el que estuvimos componiendo versos no está muy
lejos de aquí.
Guiados por el maestro, no tardaron en descubrir un pequeño acantilado, en el que
había una losa de piedra con las siguientes palabras: "Santuario de los Inmortales del
Bosque".
- Fue exactamente aquí - dijo Tripitaka.
El Peregrino inspeccionó el sitio con más detenimiento y vio que había un enebro, un
ciprés, un pino y una caña de bambú. Todos ellos eran enormes y, a juzgar por lo
retorcido de sus ramas y lo rugoso de sus troncos, tan entrados en años como la tierra de
la que se alimentaban. Detrás de ellos crecía un arce de un extraño color morado. No
lejos del acantilado, un poco hacia el sur, se elevaba hacia el cielo un viejo
albaricoquero, que proyectaba su sombra sobre un brote de ciruelo invernal y dos
plantas de casia.
- ¿Habéis encontrado a los monstruos? - preguntó el Peregrino, burlón, levantando la
voz.
- Todavía no - respondió Ba-Chie.
- ¿Me creeríais si os dijera que son esos árboles de ahí? - volvió a preguntar el
Peregrino.
- ¿Cómo lo has descubierto? - exclamó Ba-Chie.
- El pino es el Señor Ocho-y-Diez - respondió el Peregrino -, el ciprés el Señor de la
Integridad Solitaria, el enebro el Maestro Superador del Vacío, el bambú el Maestro
Limpiador de Nubes, y el arce el sirviente del cuerpo morado. Ni que decir tiene que la
Inmortal del Albaricoque no es más que ese albaricoquero de ahí, y sus criadas, las
plantas de casia y el ciruelo de invierno que crece a su sombra.
Al oírlo, Ba-Chie se lanzó sobre el albaricoquero, el arce, el ciruelo y las casias y los
arrancó con ayuda del rastrillo y su poderoso hocico. Un chorro de sangre brotó de las
raíces, como si, en vez de plantas, se tratara de animales. Antes de que derribara el resto
de los árboles, Tripitaka corrió hacia él, y agarrándole del brazo, dijo:
- No los arranques. Aunque sean espíritus, me han tratado con cortesía en todo
momento y no me han hecho ningún daño. Volvamos al camino y prosigamos nuestro
viaje.
- No deberíais mostraros tan compasivo con ellos - opinó el Peregrino -. Es muy
posible que se conviertan en demonios y el daño que hagan, entonces, a la gente será
infinitamente mayor.
El Idiota levantó el rastrillo y no tardó en derribar el pino, el ciprés, el enebro y el
bambú. Una vez concluido ese trabajo, ayudaron al maestro a montar en su cabalgadura
y prosiguieron su largo peregrinaje hacia el Oeste.
De momento desconocemos lo que les tenía reservado el futuro. Quien desee
averiguarlo tendrá que escuchar con atención las explicaciones que se ofrecen en el
capítulo siguiente.
CAPITULO LXV
Con este capítulo se pretende persuadir a quien lo lea, a que obre en todo momento el bien y
renuncie a las obras del mal. No debe olvidarse jamás que los dioses conocen hasta los
pensamientos más íntimos. La astucia y la inteligencia no sirven de nada, porque la salvación
estriba en renunciar a la mente. Mientras se vive, es preciso cultivar el Tao sin desfallecer. Trata
de hallar la fuente de todos los males y renuncia con determinación a ella. No hay otro camino
para lograr una vida longeva. Quien desee alcanzar la Iluminación debe dejarse ungir con el
aceite sagrado. Cuando nada entorpezca a la luz el paso por los tres senderos y el océano de
sombras haya sido completamente drenado, podrá el hombre virtuoso cabalgar a lomos de los
fénix y las garzas. Entonces alcanzará la misericordia y su felicidad será completa.
Decíamos que no existía hombre más piadoso ni más sincero que Tripitaka Tang. Por
eso, era protegido en todo momento por los dioses. Hasta los espíritus de las plantas y
los árboles se ofrecían, gustosos, a custodiar su marcha. Tras una noche de discusión
poética, consiguió escapar a la amenaza de los abrojos y las espinas y al
enmarañamiento homicida de las enredaderas y los zarcillos de las vides. Fortalecidos
por tan magnífica experiencia, continuaron su camino en dirección al Oeste. Pronto tocó
a su fin el invierno y la primavera volvió a dejarse sentir por doquier. Adondequiera que
se dirigiera la vista podía apreciarse la pujanza de la vida. ¿Cómo podía ser de otra
forma, si la vara del carro de la Osa Mayor marcaba la dirección del yin? 1. La tierra
aparecía cubierta de un manto de verdor, que realzaban los sauces llorones a lo largo de
las márgenes de los ríos. En las pendientes los rojos capullos de los melocotoneros
hacían pensar en bordados hechos por inmortales. Todos los arroyos parecían haberse
contagiado del color verdoso del jade. A veces la lluvia Y el viento ponían una nota de
melancolía en el paisaje, pero pronto hacía el sol renacer la belleza de las flores y las
golondrinas tornaban a transportar en sus picos pequeñas briznas de musgo. Toda la
montaña aparecía sumida en un juego de luces y sombras, que hacía pensar en las
pinturas de Wang-Wei 2. En las copas de los árboles los pájaros conversaban entre sí
con la misma finura con que lo hacía Chi-Tse 3. Nadie, sin embargo, se deleitaba en
tanta belleza, a excepción de las mariposas y las laboriosas abejas. El maestro y sus
discípulos preferían el lánguido aroma de las flores y el blando mullido de los prados.
No tardaron en divisar a lo lejos una montaña tan alta que parecía tocar el cielo.
- ¿Sabes qué altura tiene esa montaña? - preguntó Tripitaka a Wu-Kung, señalándola
con la fusta -. Jamás había visto nada igual. Es como si perforara el azulado techo de los
cielos.
- Ahora que lo mencionáis - respondió el Peregrino -, recuerdo un antiguo poema, que
decía: "El cielo todo lo cubre y ninguna montaña es capaz de igualar su altura".
Pensándolo bien, esos versos debían de referirse a esa mole que tenemos delante. No
creo que exista otra como ella. ¿Cómo es posible, de todas formas, que se adentre en los
cielos?
- Si eso es tan raro - replicó Ba-Chie -, ¿por qué dice la gente que el Monte Kun-Lun es
el sostén de lo alto?
- ¿No has oído comentar que el Cielo presenta un gran vacío en el noroeste? - contestó
el Peregrino -. Como bien sabes, el Monte Kun-Lun se eleva precisamente en ese punto
y ha hecho creer a muchos que es él el que llena ese hueco. De ahí que se afirme que es
el sostén de lo alto.
- No le des tantas explicaciones, por favor - exclamó el Bonzo Sha, soltando la
carcajada -. ¿No comprendes que las usará después para dárselas de listo ante los
demás? Sigamos hacia delante. Cuando hayamos escalado esa montaña, sabremos
realmente la altura que tiene.
Furioso, Ba-Chie trató de echarle mano, pero el maestro no le dio ninguna importancia.
Espoleó al caballo y, de esa forma, no tardaron en llegar a las primeras estribaciones de
la montaña. A medida que ascendían, la vegetación se iba haciendo más espesa y el aire
arrancaba a los árboles un murmullo de hojas que dejaba el ánimo en suspenso. Como
telón de fondo, se escuchaba un rumor de aguas torrenciales. Pero, lejos de traer la paz
al espíritu, lo sumía en una profunda intranquilidad, Quizás contribuyera a ello el hecho
de que no se viera por ninguna parte pájaro alguno, algo a lo que ni los mismos
inmortales estaban acostumbrados. La ascensión resultaba tan peligrosa, que podía
afirmarse con toda seguridad que jamás se había atrevido nadie a poner los pies en aquel
lugar. Las rocas poseían unas formas extrañas, que llenaban el espíritu de zozobra. Sólo
las nubes, con la transparencia de su brillo, ponían una nota de serenidad en el paisaje,
que pronto rompían los chillidos desagradables de unos pájaros invisibles. De vez en
cuando, no obstante, se veían ciervos con hojas de agárico en la boca, o monos cargados
de melocotones, o zorros y tejones agazapados en el borde mismo de los acantilados, o
antílopes saltando de risco en risco. De pronto se oyó el rugido de un tigre, tan
estremecedor que les puso los pelos de punta a los caminantes, y apareció en el camino
una manada de lobos y leopardos. Al verlos, Tripitaka sintió que el cuerpo se le quedaba
sin fuerzas. Sólo el Peregrino conservó la compostura. Sacudió ligeramente la barra de
hierro y lanzó un grito tan espeluznante, que al instante huyeron, despavoridos, todos
aquellos animales salvajes. Para evitar otro encuentro como aquél, abrió un nuevo
camino que los llevó directamente hasta la cumbre. Después de trasponerla, iniciaron un
descenso en dirección oeste, que los condujo hasta una pequeña meseta bañada por una
luz espiritual, que emitía destellos de muchos colores. En uno de sus extremos se
levantaba un espléndido edificio, del que salía una música de campanas tan armoniosa
como la que se escucha en el palacio del Señor de Jade.
- ¿Qué será aquel edificio? - preguntó Tripitaka.
El Peregrino levantó la cabeza y comprobó que se trataba de un lugar francamente
excepcional. A pesar de la riqueza que lo envolvía, se notaba que era un monasterio. El
paraje en el que se encontraba enclavado no podía ser más hermoso ni más apto para la
vida de contemplación. Junto a las torres que lo flanqueaban se erguía, majestuoso, un
grupo de pinos, cuyo verdor parecía competir con el de los bambúes que crecían a la
entrada del salón de las enseñanzas. Un aura de espiritualidad envolvía todo el conjunto,
haciéndolo parecer el palacio de un dragón o la sede de algún santo budista. Tanto sus
columnas como sus barandillas y sus vigas, abigarradas de relieves, estaban pintadas de
rojo, color que contrastaba con el del jade de todos sus arcos. Una vez concluidas las
explicaciones de los sutras, el incienso se extendía por todos los salones y la luna
llenaba de luz los biombos que delimitaban los diferentes espacios. En su espléndido
jardín las flores formaban tapices multicolores, que pisaban las garzas camino de los
estanques en los que abrevaban. Los pájaros ponían una nota bulliciosa en aquel
ambiente sellado por el silencio y la meditación. Las campanas sagradas no dejaban de
lanzar su melancólico tañido por las laderas de la montaña hacia la que estaba orientado
el monasterio. Una brisa suave penetraba por todas sus ventanas, meciendo levemente
los cortinajes y deshaciendo las caprichosas volutas del incienso. Aquél era un paraíso
para el ascetismo de los monjes, un oasis de paz que no lograban mancillar las
realidades profanas ni los afanes del mundo. En la tranquilidad de aquel monasterio se
mimaba la frágil planta de la Verdad.
- Como habíais supuesto - dijo el Peregrino a Tripitaka, después de inspeccionar con
atención tan extraordinario lugar -, se trata de un monasterio. De todas formas, no sé por
qué, pero junto al aura de santidad que rodea todos los centros donde se cultiva el Zen,
me parece percibir cierta atmósfera de hostilidad. Lo más sorprendente es que me
recuerda al Monasterio del Trueno, aunque el camino que conduce hasta él es
completamente distinto. Creo que lo mejor será que no nos detengamos en este lugar.
Percibo algo siniestro que puede volverse en cualquier momento contra nosotros.
- ¿Es posible que se trate de la Montaña del Espíritu? - preguntó el monje Tang,
entusiasmado -. No estaría bien que jugaras con mi impaciencia y trataras de demorar
adrede la conclusión de nuestro viaje.
- ¡Por supuesto que no! - exclamó en seguida el Peregrino -. He visitado infinidad de
veces la Montaña del Espíritu y puedo aseguraros que no es ésta.
- En ese caso - concluyó Ba-Chie -, debe de ser la morada de alguna persona realmente
virtuosa.
- ¿A qué viene tanta suspicacia? - dijo, por su parte, el Bonzo Sha -. Querámoslo o no,
el camino pasa justamente por delante de su puerta. ¿Qué importa que no sea el
Monasterio del Trueno? Lo mejor que podemos hacer es echar un vistazo.
- Me parece razonable lo que acaba de decir Wu-Ching - opinó el Peregrino.
El maestro espoleó al caballo y no tardó en llegar a las puertas del edificio. En el dintel
de la entrada principal había una placa monumental con estas tres palabras: "Monasterio
del Trueno". La impresión fue tan fuerte, que por poco no se cae del caballo.
- ¡Maldito mono! - exclamó, ofendido -. Casi no me mato por tu culpa - ¿Por qué has
tratado de engañarme, sabiendo positivamente que éste era el Monasterio del Trueno?
- No os enfadéis conmigo, por favor - suplicó el Peregrino, tratando de calmarle con
una sonrisa -. Si miráis con más atención, veréis que en la puerta de dentro hay otra
placa con cuatro caracteres, en lugar de los tres que se leen aquí.
Sin poder contener la emoción, el maestro volvió la vista hacia donde se le indicaba y
comprobó que, en efecto, de allí colgaba otra placa con un carácter más, que decía:
"Pequeño Monasterio del Trueno".
- ¡Sólo es el Pequeño Monasterio del Trueno! - suspiró Tripitaka, desilusionado -.
Dentro debe de haber, de todas formas, algún patriarca budista. Los sutras afirman que
existen más de tres mil budas y cabe suponer que no todos habitan en el mismo lugar.
La misma Kwang-Ing, sin ir más lejos, mora en los Mares del Sur, Visvabhadra tiene
establecida su morada en el Monte O-Mei y Manjusñ vive en la Montaña de los Cinco
Estrados. Me pregunto qué buda imparte sus enseñanzas en el interior de este
monasterio. Los antiguos afirmaban que donde hay budas hay escrituras y que sin
templos no existen tesoros. Entremos a ver cuáles son los que encierra éste.
- No deberíais hacerlo - le aconsejó el Peregrino -. Aunque no lo creáis, este lugar
encierra más maldad que bondad. Si os topáis con algo desagradable, no me echéis a mí
las culpas.
- Aunque aquí no viva un buda - contestó Tripitaka -, habrá por lo menos una imagen
suya. Recuerda que, al iniciar este viaje, prometí presentar mis respetos a todos los
budas con los que me encontrara. ¿Cómo voy a echarte la culpa de lo que es
exclusivamente responsabilidad mía?
Se volvió a continuación hacia Ba-Chie y le pidió que le sacara la túnica de los
bordados. En cuanto hubo terminado de atar sus cintas, se ajustó el gorro monacal y se
dirigió hacia la puerta. Nada más poner el pie en el monasterio, se oyó una voz que
decía:
- Venís desde las Tierras del Este con el propósito de entrevistaros con nuestro buda.
¿Cómo podéis mostrar tan poco respeto, después de haber hecho un sacrificio tan
grande?
Al oírlo, Tripitaka se echó en seguida rostro en tierra, Ba-Chie empezó a golpear el
suelo con la frente y el Bonzo Sha se postró de hinojos. Sólo el Gran Sabio permaneció
de pie con el caballo y el equipaje Tras expresar, de esa forma, su respetuosa sumisión,
traspusieron una segunda puerta y entraron en el gran salón de Tathagata. En su exterior
y debajo mismo del trono sagrado podía verse a los Quinientos Arhats, a los Tres Mil
Protectores de la Fe, a los Cuatro Reyes Diamantinos, a las monjas mendicantes y a los
upasakas, así como a las incontables legiones de monjes sabios. En la atmósfera flotaba
un penetrante aroma de flores. El aura de la santidad era allí tan intensa, que los
peregrinos tenían que andar con la vista agachada. Sobrecogidos por tan magnífico
espectáculo, el maestro, Ba-Chie y el Bonzo Sha no daban un paso sin echarse, primero,
rostro en tierra y tocar el suelo con la frente. Únicamente el Peregrino siguió de pie,
viendo cómo sus hermanos se iban acercando, poco a poco, al estrado del espíritu. De lo
alto del trono de loto surgió una voz furiosa, que dijo:
- ¿Cómo te atreves a no postrarte ante Tathagata, Sun Wu-Kung?
Pero el Peregrino no se dejó intimidar. Miró directamente a los ojos del que había
hablado y descubrió que se trataba de un buda falso. Dejando a un lado al caballo y el
equipaje, agarró con las dos manos la barra de hierro y gritó con una furia incontenible:
- ¡Malditas bestias! ¡Sois vosotras las que deberíais mostraros más respetuosas con el
nombre de Buda y no profanar la inalcanzable santidad de Tathagata! ¡No huyáis y
probad el sabor de mi barra!
Sin esperar respuesta alguna, se lanzó a la refriega. En ese mismo momento se oyó un
sonido metálico y cayeron sobre el Peregrino dos címbalos de oro, que formaron una
especie de caja hermética de la que no podía salir. Chu Ba-Chie y el Bonzo Sha trataron
de coger sus armas, pero se les echaron encima aquellos falsos arhats, protectores y
monjes sabios. Hasta Tripitaka fue atrapado y cubierto de cadenas, como si fuera un
criminal. Quedó claro, entonces, que el que se había hecho pasar por Buda era un
monstruo, y todos los demás, los diablillos a sus órdenes. En cuanto hubieron capturado
a los viajeros, se manifestaron tal cuales eran y los encerraron, sin ninguna
consideración, en la parte posterior del monasterio. El Peregrino quedó aprisionado
entre los címbalos de oro, de donde no habría, de salir jamás. Al cabo de tres días y tres
noches su cuerpo se convertiría en una masa informe de sangre y pus y el maestro y sus
otros dos discípulos serían cocinados al vapor, antes de ser servidos en un espléndido
banquete. Como afirma un antiguo poema:
Aunque el Mono de ojos verdosos fue capaz de distinguir lo falso de lo auténtico, el Espíritu del
Zen se postró ante una simple figura dorada. Otro tanto hicieron la Madre Madera y su
acompañante, cegados por el brillo humilde del oropel. Sucedió, así, que el monstruo se hizo
poderoso, y el virtuoso, débil. ¡Con qué facilidad logró engañar el demonio al hombre de bien!
Su triunfo hizo parecer el Tao inútil, y la maldad, tan poderosa como un ser de lo alto. Pero no
debe olvidarse que, cuando se cae en el error, desaparece todo el bien que se haya hecho hasta
entonces.
De la triste suerte de los viajeros no escapó ni el mismo caballo, que fue atado junto al
monje Tang y sus discípulos. Los demonios celebraron con grandes muestras de júbilo
la victoria obtenida. Era tal su alegría, que no repararon en el valor de la túnica bordada
que lucía el maestro. Se la arrancaron del cuerpo y la guardaron con el resto del
equipaje en una habitación sin ventanas. De momento, no hablaremos más de ellos. Sí
lo haremos, sin embargo, del Peregrino, que continuaba encerrado en el interior de los
címbalos de oro. La oscuridad era total y hacía un calor tan asfixiante que el sudor
cubrió pronto todo su cuerpo. Trató de separarlos, empujando con sus fortísimos brazos,
pero no consiguió despegarlos ni la diezmilésima parte de un milímetro. Intrigado,
cogió la barra de hierro y los golpeó como si se hubiera vuelto loco, pero no logró
hacerles ni una muesca. Decidió, entonces, recurrir a la magia. Recitó un conjuro y al
instante alcanzó una altura que superaba los cuarenta metros; sin embargo, los címbalos
crecieron con él y no dejaron filtrar ni un solo rayo de luz. Volvió a hacer otro signo
mágico y se redujo hasta un tamaño mucho más pequeño que una semilla de mostaza.
Los címbalos se encogieron con él, tornando imposible todo intento de fuga. El
Peregrino cogió, una vez más, la barra de hierro, exhaló sobre ella un soplo de aliento
sagrado y gritó:
- ¡Transfórmate! - y al punto se convirtió en una pértiga, que se ajustó a los extremos
de los címbalos. Se arrancó a continuación dos pelos de la cabeza y, tras hacer con ellos
la misma operación que con la barra de hierro, los metamorfoseó en un extraño
instrumento de cinco puntas, que recordaba una flor de ciruelo. Con él trató de hacer un
agujero justamente en el punto en el que se apoyaba la barra de hierro. Pero, tras
intentarlo más de mil veces seguidas, no consiguió hacer en el oro ni un solo rasguño.
Desesperado, repitió el signo mágico y recitó el siguiente conjuro:
- Que Om y Ram purifiquen el reino del dharma. Chien 4: origen penetración, armonía
y firmeza.
Con él convocó a los Guardianes de los Cinco Puntos Cardinales, a los Seis Dioses de
la Luz, a los Seis Dioses de las Tinieblas y a los Dieciocho Protectores de los
Monasterios, que acudieron en seguida a la parte exterior de los címbalos, diciendo:
- ¿Para qué nos has hecho venir? ¿Acaso no sabes que estamos protegiendo a tu
maestro, para que estos monstruos no le hagan el menor daño?
- ¡Mi maestro no quiso escucharme y ahora está pagando las consecuencias de su
tozudez! - exclamó el Peregrino -. ¡Me trae sin cuidado que muera o siga viviendo! Lo
que quiero que hagáis ahora es que separéis estos dos címbalos, para que pueda salir. Ya
nos ocuparemos después de esos otros asuntos. Aquí dentro no hay ni un solo rayo de
luz y hace tal calor que a punto estoy de ahogarme.
Los dioses trataron de separar los címbalos, pero estaban tan unidos, que todos sus
esfuerzos resultaron inútiles. Es más, pareció como si se hubieran fundido con mayor
firmeza.
- No sabemos qué clase de magia poseen estos címbalos - dijo el Guardián de la Cabeza
de Oro -. Están unidos de tal forma, que parecen un todo continuo. Nos tememos que
nuestras fuerzas no son suficientes para separarlos.
- Yo tampoco lo he conseguido, aunque he puesto en juego todos mis conocimientos de
magia - confesó el Peregrino.
Al oír eso, el Guardián ordenó a los Seis Dioses de la Luz que volvieran junto al monje
Tang, mientras los Seis Dioses de las Tinieblas se encargaban de montar la guardia
alrededor de los címbalos de oro. Para evitar sorpresas, a los Protectores de los
Monasterios se les sugirió que patrullaran de continuo por los aires, a la espera de que
volviera el Guardián, que se dirigió a toda prisa hacia la Puerta Sur de los Cielos. Sin
pérdida de tiempo corrió al Palacio de la Niebla Divina y, postrándose rostro en tierra
ante el Emperador de Jade, dijo:
- Vuestro humilde servidor es uno de los Guardianes de los Cinco Puntos Cardinales.
Vengo a interceder en favor del Gran Sabio, Sosia del Cielo, que se encuentra
acompañando al monje Tang en su viaje al Paraíso Occidental. Al pasar por una
montaña, se toparon con un monasterio llamado del Pequeño Trueno y el maestro pensó
que se trataba de la región del Espíritu. Cegado por su entusiasmo, corrió a presentar sus
respetos a Buda, pero todo era una trampa ideada por un monstruo. El Gran Sabio se
encuentra en estos momentos en el interior de unos címbalos de oro, de los que no hay
manera de salir. Su vida corre un peligro cierto y eso me ha movido a suplicar vuestra
ayuda en su favor.
Sin pérdida de tiempo, el Emperador de Jade emitió la siguiente orden:
- Que las Veintiocho Constelaciones partan de inmediato hacia la morada de los
monstruos y liberen a los peregrinos.
Las Constelaciones no se demoraron. Acompañados por el Guardián, abandonaron los
Cielos y se dirigieron hacia el monasterio. Cuando entraron en él, era cerca de la
segunda vigilia. Los diablillos acababan de recibir de manos de su señor la recompensa
por haber capturado al monje Tang y estaban empezando a retirarse a sus habitaciones.
Sin preocuparse de ellos, las Constelaciones se concentraron alrededor de los címbalos e
informaron de su llegada al Gran Sabio, diciendo:
- Somos las Veintiocho Constelaciones y hemos venido a liberaros por orden expresa
del Emperador de Jade.
- Romped inmediatamente esta prisión con vuestras armas - pidió el Peregrino,
esperanzado -. Me muero de ganas por salir de aquí.
- No podemos hacerlo - contestaron las estrellas -. Esto está hecho de metal. En cuanto
lo toquemos, empezará a vibrar y el monstruo se despertará. Eso entorpecerá muchísimo
nuestra misión. Vamos a tratar de hacer un agujero. En cuanto apreciéis el menor rayo
de luz, escapad de esa prisión.
- De acuerdo - respondió el Peregrino.
Las Constelaciones echaron, entonces, mano de sus lanzas, sus espadas, sus cimitarras
y sus hachas y empezaron a golpear los címbalos por todas partes. Sonó la tercera
vigilia y aún seguían descargando golpes, pero las piezas de oro continuaban sin
separarse. Era como si desde siempre hubieran formado un todo único. En su interior el
Peregrino inspeccionaba, una y otra vez, sus paredes, pero no lograba apreciar el más
mínimo rayo de luz. Su impaciencia le llevó, incluso, a tratar de encontrar una
hendidura con las manos; sin embargo, los resultados no fueron mejores.
- No perdáis la confianza, Gran Sabio - le aconsejó el Dragón de Oro 5 -. He llegado a
la conclusión de que estos címbalos poseen una gran adaptabilidad y conocen a la
perfección el difícil arte de las metamorfosis. Mirad a ver si encontráis con las manos la
línea de unión. En cuanto la hayáis hallado, trataré de hacer palanca con mi cuerpo y
vos podréis salir por el resquicio que deje. Por muy pequeño que sea, vuestros poderes
metamórficos os permitirán atravesarlo sin ninguna dificultad.
El Peregrino se puso en seguida manos a la obra. Mientras buscaba con sumo cuidado
los bordes de las dos piezas, la Constelación redujo de tal forma el tamaño del cuerpo,
que su cuerno apenas era mayor que la punta de una aguja. El Peregrino no tardó en
descubrir que el punto de unión se encontraba en la parte superior de la esfera que le
tenía aprisionado. Haciendo acopio de todas sus fuerzas, la Constelación consiguió
encajar el cuerno y gritó, con ánimos de recobrar el tamaño que le era habitual:
- ¡Crece!
El cuerno adquirió el grosor de un cuenco de arroz, pero, más que como un objeto
metálico, los címbalos se comportaron como si estuvieran hechos de piel y carne. El
cuerno del Dragón de Oro parecía estar sumido en una masa gelatinosa, en la que
resultaba imposible realizar la menor presión. Desesperado, el Peregrino palpó el cuerno
con las manos y dijo:
- Es inútil. No hay ninguna hendidura. Me temo que, si realmente estáis dispuesto a
sacarme de aquí, tendréis que sufrir un poco.
Con ayuda de su barra de hierro hizo un pequeño agujero en la punta del cuerno y,
transformándose en una semilla de mostaza, se introdujo en su interior y gritó con todas
sus fuerzas:
- ¡Ahora! ¡Tirad del cuerno!
La Constelación forcejeó cuanto pudo, logrando con no poca dificultad su propósito.
Estaba tan agotado, que se dejó caer al suelo, resollando como un animal de carga. El
Peregrino salió, entonces, de su cuerno y, tras recuperar el tamaño que normalmente
tenía, descargo sobre los címbalos un tremendo golpe con la barra de hierro. Fue como
si se hubiera derrumbado una montaña de cobre o hubiera saltado por los aires una mina
de oro. Lo que había sido una de las posesiones más preciadas de Buda quedó reducida
al instante a diminutos fragmentos dorados. Las Veintiocho Constelaciones y los
Guardianes de los Cinco Puntos Cardinales se llevaron tal susto que los pelos se les
pusieron de punta. El ruido alertó también a los diablillos, que abrieron, sobresaltados,
los ojos. Hasta el mismo monstruo fue arrancado de la placidez de su sueño. Tras
abandonar el lecho y vestirse a toda prisa, ordenó que todos los diablillos tomaran sus
armas entre una barahúnda de gritos y el continuo batir de los tambores. Era cerca del
amanecer, cuando se dirigieron al salón en el que habían dejado encerrado al Peregrino.
Al ver a las Constelaciones y los restos de sus preciados címbalos, se apoderó de ellos
un pavor mortal. Sólo el monstruo tuvo la serenidad suficiente para ordenar a los suyos:
- ¡Cerrad inmediatamente las puertas! ¡Que no salga nadie!
El Peregrino y las estrellas montaron a toda prisa en sus nubes y se elevaron hacia lo
alto. Con increíble paciencia el monstruo recogió todos los trozos de oro, al tiempo que
ordenaba formar a sus tropas en la explanada que había junto a la puerta del monasterio.
Vistió después su armadura y, cogiendo una maza con varias hileras de dientes de lobo,
salió a arengar a los suyos, diciendo:
- ¡El Peregrino Sun ha demostrado que es un cobarde! ¡Si no lo fuera, se habría
enfrentado a mí, aunque no hubiera podido resistirme ni tres asaltos!
El Peregrino no pudo resistir el reto. Frenó la carrera de su nube y volvió sobre sus
pasos, seguido de las estrellas. Pronto descubrieron que el monstruo tenía el cabello,
crespo y enmarañado como el mar, sujeto con una diadema de oro. Sus ojos,
enmarcados por unas cejas excesivamente pobladas, emitían un fulgor propio de brasas.
Le dominaba una furia tal, que las aletas de la nariz le vibraban, como si fuera una
criatura acuática. Su boca, tan cuadrada que nunca podía cerrarla del todo, dejaba
entrever unos dientes puntiagudos y afilados como cuchillos. Vestía una coraza de
hierro y traía ceñida la cintura con una faja de seda sin teñir. Unas botas de piel de
ternero protegían sus pies, dando a su figura un aire de bestia salvaje, que acentuaba aún
más su maza de dientes de lobo. De todas formas, había en él algo que desmentía ese
carácter selvático, como si fuera, a la vez, hombre y animal. Eso acrecentó la curiosidad
del Peregrino, que gritó:
- ¿Qué clase de monstruo eres tú, para hacerte pasar por el Patriarca Budista,
enseñorearte de esta montaña y dar a este lugar el nombre de Pequeño Monasterio del
Trueno?
- Así que no sabes cómo me llamo, ¿eh, mono estúpido? - contestó el monstruo -. Eso
explica por qué osaste atravesar mis dominios sin el correspondiente permiso. Por si no
lo sabes, este lugar es el Pequeño Paraíso Occidental. Durante años me he dedicado a la
ascesis y a la meditación y, así, he alcanzado un estado tal de perfección, que el Cielo
me ha concedido la gracia de habitar en un lugar tan extraordinario como éste. No en
balde soy el Buda de las Cejas Amarillas, aunque la gente de estos contornos, ignorante
como es, me llama el Gran Rey de las Cejas Amarillas o, también, el Santo de las Cejas
Amarillas. Sabía que te dirigías hacia el Oeste y que tus poderes están por encima de los
de muchos inmortales, Por eso monté la escena que a punto estuvo de engañarte. No
había otra forma de atraer a tu maestro. Pero eso son cosas ya pasadas. Voy a decirte lo
que estoy dispuesto a hacer. Si eres capaz de resistir mis ataques, os perdonaré a todos y
dejaré que también vosotros alcancéis la perfección. En caso contrario, acabaré con
vuestras vidas, me presentaré ante Tathagata y volveré con las escrituras a la tierra de la
que partisteis, para ser yo solo quien disfrute de todo el mérito.
- ¿Para qué seguir dándotelas de valiente? - replicó el Peregrino, soltando la carcajada -
. Si quieres pelear, acércate y te enseñaré a qué sabe mi barra.
El monstruo levantó la maza de los dientes de lobo y, de esa forma, dio comienzo una
de las batallas más fantásticas que jamás se haya visto. Entre las armas que entonces
blandieron ambos contendientes existían grandes diferencias, aparte del material del que
estaban hechas. Una era corta y se ajustaba perfectamente a la mano del buda que la
manejaba. La otra, arrancada del fondo de los mares, poseía una mayor dureza, aunque,
obviamente, su flexibilidad era menor. Ambas podían, sin embargo, metamorfosearse a
voluntad y no estaban acostumbradas a ceder terreno ante nadie. No en balde la maza
tenía incrustados, como si de joyas se tratara, infinidad de dientes de lobo y la barra de
los extremos de oro estaba directamente emparentada con la fuerza de los dragones.
¡Con qué extraordinaria facilidad se encogían y alargaban, aumentaban de grosor y se
hacían tan finas como agujas! Con semejantes maravillas el demonio y el mono se
lanzaron a una lucha encarnizada y feroz. Entre ellos existían también diferencias muy
marcadas, pues, si éste había abrazado sin condiciones la fe, aquél no dejaba de burlarse
de los Cielos, adoptando una personalidad que no le correspondía. La violencia que
desplegaban era, sin embargo, la misma. Su estrategia era la de quien, a toda costa, está
decidido a lograr la victoria. Por eso, descargaban sin ninguna piedad golpes terribles
sobre la cabeza y los flancos de su adversario. Ninguno estaba dispuesto a ceder el
menor palmo de terreno. La nube de tierra y de polvo que levantaban oscurecía el sol y
cubría, como la niebla, toda la montaña. La barra y la maza bailaban una danza de
muerte, en la que entraba en juego la suerte de Tripitaka. Más de cincuenta veces
midieron sus fuerzas, pero ninguna alcanzó una diferencia apreciable.
A la puerta misma del monasterio los diablillos lanzaban gritos de ánimo entre el batir
de los tambores, el estridente replicar de los gongs y el ondear multicolor de los
estandartes. En el otro bando las Veintiocho Constelaciones, los Guardianes de los
Cinco Puntos Cardinales y el resto de los sabios decidieron pasar a la acción. Tras
lanzar un grito de guerra, agarraron sus armas y rodearon al monstruo. La acción cogió
tan de sorpresa a los diablillos, que al punto enmudecieron los tambores y los gongs. El
monstruo no dio ninguna muestra de nerviosismo. Al contrario, tomó en una mano la
maza de los dientes de lobo e hizo frente con ella a los asaltantes, mientras se desataba
con la otra una tira de tejido blanco, que llevaba anudada a la cintura. La lanzó hacia lo
alto y, tras oírse un silbido muy penetrante, atrapó en ella al Gran Sabio, a las
Veintiocho Constelaciones y a los Guardianes de los Cinco Puntos Cardinales. Con
pasmosa facilidad, se los cargó a las espaldas, como si fueran un fardo, y regresó con
ellos al monasterio. La facilidad del triunfo había envalentonado a los diablillos, que no
dejaban de proferir gritos de alegría. El monstruo les ordenó traer varias docenas de
cuerdas, que pasó, una y otra vez, por el atillo que llevaba al hombro. Lo hizo con tanta
fuerza, que los dioses aprisionados entre la tela apenas podían respirar. Se sentían
aturdidos y sin fuerza y ofrecían un aspecto demacrado. Lo peor fue que los diablillos
los llevaron a la parte posterior del monasterio y los arrojaron al suelo sin ningún
respeto. Para celebrar tan resonante victoria, el monstruo ofreció a sus súbditos un
espléndido banquete, que duró hasta muy entrada la noche, por lo que, de momento, no
hablaremos más de ellos. Sí lo haremos, sin embargo, del Gran Sabio, que quedó
aprisionado entre las tiras de tejido blanco, como el resto de los dioses. A eso de la
medianoche le pareció percibir que alguien estaba llorando y, aguzando el oído,
descubrió que se trataba de Tripitaka, que se quejaba lastimosamente de su suerte,
diciendo:
- ¡Oh, Wu-Kung, si supieras cuánto me desprecio por no haber prestado atención a tus
consejos y haber traído sobre nuestras cabezas una desgracia tan irreparable como ésta!
Nadie sabe que estamos prisioneros aquí. Lo peor es que con mi inconsciente conducta
he echado por tierra los más de tres mil méritos que llevábamos acumulados ¿Quién nos
librará de estas ataduras, para que podamos proseguir nuestro viaje y alcancemos
nuestra meta en el Oeste?
Emocionado por esas palabras, el Peregrino no pudo por menos de decirse:
- Aunque, por no creerme, nos ha metido a todos en este aprieto, en los momentos
difíciles el maestro siempre piensa en mí. Dado que el monstruo está descansando y
todo parece tranquilo, lo mejor que puedo hacer es aprovechar la ocasión y liberar a
todos éstos.
Valiéndose de la magia de la invisibilidad, encogió de tal manera el cuerpo, que pasó
por entre los nudos de las cuerdas con la misma facilidad con que el sol penetra por las
ventanas. Se acercó a continuación al monje Tang y le susurró al oído:
- Maestro.
- ¿Cómo has logrado entrar aquí? - exclamó el maestro, reconociendo en seguida su
voz.
El Peregrino le contó, entonces, cuanto había sucedido.
- ¡Líbrame, cuanto antes, de estas ataduras! - le suplicó el maestro, entusiasmado -. Te
prometo que de ahora en adelante escucharé todo lo que digas y no me dejaré llevar por
las apariencias.
Al Peregrino no le costó mucho trabajo desatarle. Tras liberar a Ba-Chie, al Bonzo Sha,
a las Veintiocho Constelaciones y a los Guardianes de los Cinco Puntos Cardinales,
tomó al caballo de las riendas y se dirigió sigilosamente hacia la puerta. Antes de llegar
a ella, se acordó del equipaje y volvió a toda prisa sobre sus pasos. Desgraciadamente,
le vio el Dragón de Oro y exclamó, despectivo:
- ¿Cómo es posible que valores más las cosas que a las personas? ¿No te parece
suficiente haber liberado a tu maestro? ¡No comprendo cómo puedes tener en tanta
estima un vulgar equipaje!
- Por supuesto que las personas son importantes - respondió el Peregrino -, pero la
túnica y la escudilla de las limosnas lo son aun más. ¿No te das cuenta de que, aparte de
estar hechas de oro y poseer unos bordados bellísimos, son un regalo del propio Buda?
Eso sin contar con que en una de esas bolsas está el documento de viaje que nos entregó
el emperador.
- No le hagas caso y vete a por ello, de una vez - le aconsejó Ba-Chie -. Te esperaremos
junto al camino.
Las estrellas rodearon al monje Tang y, valiéndose de la magia de la ubicuidad,
provocaron un remolino de viento, que los transportó al otro lado del muro. En cuanto
llegaron al camino, se lanzaron a toda prisa montaña abajo y no pararon de correr hasta
que no llegaron a la llanura. Cansados por el esfuerzo, se sentaron a esperar al
Peregrino. Era aproximadamente la hora de la tercera vigilia, cuando el Gran Sabio
regresó al interior del monasterio, pero todas sus puertas estaban cerradas a cal y canto.
Estaba decidido a no hacer el menor ruido y subió a una de las torres, con el fin de ver si
habían dejado abierta alguna ventana. Todas tenían las persianas bajadas y los trancos
echados. No le quedó, pues, más remedio que hacer un signo mágico con los dedos y
sacudir ligeramente el cuerpo, convirtiéndose al instante en un murciélago con la cabeza
puntiaguda como la de una rata y los ojos tan brillantes como ascuas. Era la réplica
exacta de esas criaturas que se pasan el día durmiendo, escondidas entre las tejas, y
salen al anochecer en busca de los mosquitos de los que se alimentan. Son, en definitiva,
más amantes de la luz de la luna que de los rayos del sol, aunque poseen una pericia tal
con sus alas, que no existe ave que vuele mejor que ellas.
Fue una suerte para el Peregrino que entre las tejas y las vigas hubiera una pequeña
separación, por la que no le resultó difícil meterse. Tras dejar atrás varias puertas, llegó
a la parte central del edificio, donde vio algo que brillaba de una forma extraordinaria.
Su luz era completamente distinta a la que emiten las lámparas o las luciérnagas y
superaba en intensidad al mismísimo resplandor del rayo. Atraído por semejante
luminosidad, detuvo su vuelo y se acercó, para ver de qué se trataba. Sorprendido,
descubrió que eran las bolsas del equipaje. Pronto comprendió que, tras quitar la túnica
al monje Tang, el monstruo había vuelto a meterla sin doblar en una de ellas y por eso
emitía un fulgor tan extraordinario. Mirándolo bien, había sido confeccionada con
perlas que brillaban por la noche, piedras preciosas que respetaban la voluntad de sus
dueños, perlas Mani, cuentas de cornalina, trozos de coral rojo y reliquias sagradas.
¿Qué menos podía esperarse de un tesoro que había pertenecido al propio Buda?
Loco de alegría, el Peregrino recobró la apariencia que normalmente tenía y cogió el
equipaje. Sin preocuparse de mirar si las bolsas estaban atadas a la columna de la que
estaban colgadas, se las cargó sobre el hombro y se dirigió hacia la puerta. Lo hizo con
tanta fuerza que la columna de madera se vino abajo, produciendo un gran estrépito que
terminó despertando al monstruo, que dormía justamente en la habitación de abajo.
- ¿Quién anda por ahí? - preguntó, sobresaltado -. Id a mirar inmediatamente.
Los diablillos saltaron de sus lechos y corrieron a inspeccionar el monasterio con teas
encendidas en las manos. No tardó en presentarse uno a informar:
- ¡El monje Tang ha desaparecido!
- ¡También se han escapado el Peregrino y los demás! - dijo otro, antes de que hubiera
concluido el primero su informe.
- ¡Cerrad inmediatamente todas las puertas! - ordenó el monstruo.
Al oírlo, el Peregrino, temió ser apresado de nuevo y, abandonando el equipaje a su
suerte, montó en una nube y salió disparado por una de las ventanas. El monstruo
revolvió hasta el último rincón del monasterio, pero no encontró ni rastro del monje
Tang y sus acompañantes. Al ver que era ya casi de día, cogió su maza y salió en
persecución de los evadidos, seguido de su ejército de diablillos. No tardó en descubrir
en las últimas estribaciones de la montaña, protegidos por una nube luminosa, a las
Veintiocho Constelaciones, a los Guardianes de los Cinco Puntos Cardinales y a los
otros dioses, y gritó con voz potente:
- ¿Adonde creéis que vais? ¡No es tan fácil escapar de mis garras!
- ¡Aprisa, hermanos! - exclamó el Dragón de Madera -. ¡Se acerca el monstruo con los
suyos!
Sin pérdida de tiempo el Dragón de Oro, el Murciélago de la Tierra, la Liebre del Sol,
el Zorro de la Luna, el Tigre de Fuego, el Leopardo de Agua, el Unicornio de Madera,
el Toro de Oro, el Tejón de la Tierra, la Rata del Sol, la Golondrina de la Luna, el Cerdo
de Fuego, el Puerco espín de Agua, el Lobo de Madera, el Mastín de Oro, el Cerdo de la
Tierra, el Gallo de Oro, el Cuervo de la Luna, el Mono de Fuego, el Simio de Agua, el
Mastín de Madera, el Carnero de Oro, el Cierno de la Tierra, el Caballo del Sol, el
Ciervo de la Luna, la Serpiente de Fuego y el Gusano de Agua se pusieron al frente de
los Dioses de la Luz y de las Tinieblas, los Protectores de los Monasterios, Ba-Chie y el
Bonzo Sha y salieron al encuentro de sus perseguidores, abandonando a su suerte a
Tripitaka Tang y al caballo blanco. Todos se dispusieron a pelear con bravura,
blandiendo sus mortíferas armas. Al verlos, el monstruo lanzó una carcajada despectiva
y silbó con la fuerza con que pudiera haberlo hecho una serpiente gigante. Al punto
cuatro o cinco mil diablillos, aguerridos y fuertes, se lanzaron a la lucha, dando
comienzo a una feroz batalla en las estribaciones occidentales de la montaña. Fue, en
verdad, un maravilloso combate. El ejército de los demonios se alzó en armas contra la
auténtica Consciencia, tan dulce y serena que se horrorizaba de luchar. De nada le
sirvieron los cientos de planes y los miles de proyectos ideados para escapar del Dolor.
Al final hubo de someterse a los horrores de la guerra. Afortunadamente, los dioses le
prestaron protección y los sabios pusieron a su servicio sus armas. Es muy posible que
la Madre Madera aún conservara su dulzura primitiva, pero la decisión estaba ya
tomada. El fragor del combate hizo temblar el Cielo y la Tierra. El número de
luchadores se incrementaba por momentos, como si fuera una red extendida por manos
invisibles. En un bando los soldados gritaban y agitaban sus estandartes, mientras en el
otro batían los tambores y golpeaban sin cesar los gongs. Las lanzas, las espadas y las
hachas formaban un bosque de hierro que brillaba con fulgores de muerte. Las huestes
de los diablillos dieron tales muestras de fiereza y bravura, que los guerreros celestes
tuvieron serias dificultades a la hora de contenerlas. La nube de polvo de la batalla se
hizo tan densa, que pronto quedaron oscurecidos el sol y la luna y los arroyos de la
montaña se convirtieron en cauces de fango. Si el monje Tang hubiera renunciado a su
propósito de ir a presentar sus respetos a Buda, jamás se habría producido un combate
tan sangriento. Los dos bandos eran conscientes de ello; por eso, batallaban con el único
ánimo de obtener la victoria. El monstruo lanzaba a sus tropas, una y otra vez, sobre las
fuerzas celestes, pero no lograba conseguir una ventaja apreciable. Cuando más incierto
parecía el resultado para los dos bandos, se oyó la voz del Peregrino, que decía:
- ¡Apartaos, que viene el Mono!
- ¿Dónde has dejado el equipaje? - le preguntó Ba-Chie, saliendo a su encuentro.
- ¡No me hables ahora de equipajes! - respondió el Peregrino -. Casi pierdo la vida por
su culpa.
- ¡Dejad de hablar, de una vez, y unamos nuestras fuerzas para terminar con este
monstruo! - les urgió el Bonzo Sha.
Las estrellas y los Dioses de la Luz y las Tinieblas habían sido rodeados por un
destacamento de monstruos y estaban pasando por un mal momento. El mismo
monstruo se estaba enfrentando a tres de ellos con su terrible maza. El Peregrino, Ba-
Chie y el Bonzo Sha lograron romper el cerco e hicieron retroceder a la bestia, dando
terribles mandobles con su barra, su báculo y su rastrillo. Lucharon sin desfallecer, hasta
que el Cielo y la Tierra quedaron sumidos en la tiniebla, pero no pudieron acabar con el
demonio. Aun así, continuaban peleando, cuando el sol se hundía ya por el oeste y
surgía la luna por el este. Al ver que estaba empezando a oscurecer, el monstruo lanzó
un penetrante silbido y al punto se reagruparon todas sus tropas. Sacó a continuación la
tira de paño blanco, pero, cuando se disponía a agitarla, el Peregrino la vio y gritó,
despavorido:
- ¡Cuidado! ¡Que cada cual huya por donde pueda!
Sin preocuparse de la suerte que pudieran correr Ba-Chie, el Bonzo Sha y los otros
devas, dio un salto tan espectacular, que fue a caer en el Noveno Cielo. Los demás no
comprendieron las razones para una huida tan precipitada y fueron capturados, una vez
más, por el monstruo. Sólo el Peregrino logró escapar al suplicio de las sogas. Nada más
regresar al monasterio, el monstruo ordenó, en efecto, a sus súbditos que sacaran las
cuerdas y volvió a atar a los prisioneros con la misma rudeza que la vez anterior. El
monje Tang, Ba-Chie y el Bonzo Sha fueron colgados, por su parte, de las vigas,
mientras el caballo blanco era conducido a la parte de atrás. Por si esto fuera poco,
mandó encerrar a los dioses en una mazmorra, cuyas puertas fueron cuidadosamente
selladas. Los diablillos cumplieron en seguida sus deseos, por lo que, de momento, no
hablaremos más de ellos. Sí lo haremos, sin embargo, del Peregrino, que logró salvar la
vida gracias al formidable salto que le llevó directamente hasta el Noveno Cielo. En
cuanto vio que los diablillos abandonaban el campo con los estandartes arriados,
comprendió que sus compañeros habían vuelto a ser capturados. Bajó de la nube y se
dejó caer, desalentado, en la ladera oriental de la montaña. Sentía tal odio hacia el
monstruo, que le rechinaban los dientes sin ningún control. El recuerdo del maestro, por
el contrario, le hacía verter un torrente de lágrimas. Preocupado, levantó los ojos al cielo
y exclamó con triste voz:
- ¿Qué grave falta cometisteis en vuestra anterior reencarnación, para que os veáis
sometido en ésta a los continuos ataques de los monstruos? ¿Por qué no podéis dar un
solo paso, sin ser sometido a una prueba terrible? ¡Resulta tan penoso liberaros, una y
otra vez, de ellas! ¿Qué podemos hacer?
Tras lamentarse de esta forma durante mucho tiempo, sintió que la luz de la serenidad
volvía a posarse sobre su espíritu y, valiéndose de la mente para hacer frente a la
realidad, se dijo:
- Me pregunto qué clase de tejido será ése, para que dentro de él puedan caber tantas
cosas. Ha atrapado, incluso, a todos los guerreros celestes. Creo que lo mejor será que
vaya a informar de lo ocurrido al Emperador de Jade, antes de que le llegue la noticia
por otro conducto y se enfade conmigo. Ahora que recuerdo, en el Continente Austral
de Jambudvipa, concretamente en el Monte Wu-Tang 6, vive un tal Chen-Wu del Norte
7, que también es conocido por el nombre de Honorable Conquistador de Demonios. Iré
a hacerle una visita y le pediré que me ayude a liberar al maestro.
De todo lo que llevamos narrado se deduce que, en cuanto se abandona el género de
vida de los inmortales, el Mono y el Caballo siguen su propio camino, de la misma
manera que, cuando se disocian la mente y la voluntad, terminan secándose las Cinco
Fases.
De momento desconocemos en qué pararon las nuevas gestiones del Peregrino. El que
desee averiguarlo tendrá que escuchar con atención las explicaciones que se ofrecen en
el capítulo siguiente.
CAPÍTULO LXVI
Decíamos que el Gran Sabio no tuvo más remedio que montar en una nube y dirigirse
hacia el Monte Wu-Tang, en el Continente Austral de Jambudvipa, para solicitar la
ayuda del Honorable Conquistador de Demonios y liberar de su tormento a Tripitaka, a
Ba-Chie, al Bonzo Sha y a los demás guerreros celestes. Sin detener un solo segundo su
vuelo, avistó, por fin, el maravilloso reino del inmortal. Mientras descendía de la nube,
miró a su alrededor y vio que se trataba de un lugar francamente extraordinario, una
montaña sagrada que protegía toda la región del sudeste. Era tan alto, que se perdía
entre las nubes y su cumbre aparecía teñida de la luz rojiza del atardecer. En ella nacían
nueve cursos de agua 1 que regaban las lejanas tierras de Ching y Yang 2. Lo más
sobresaliente, no obstante, era que servía de punto de unión entre los montes de Yüe y el
reino de Chu. En su cumbre se abría la Caverna del Gran Vacío, donde se impartían las
enseñanzas de Chu y Lu 3. Sus treinta y seis salones, a los que habían acudido a ofrecer
incienso más de diez mil viajeros, estaban recubiertos de placas de oro. A este lugar
había acudido en peregrinación el rey Shuen y había orado el piadoso rey Yü 4. Por
doquier se veían placas de jade con textos escritos en letras de oro. Por encima de sus
torres revoloteaban pájaros de plumajes azulados, cuyos caprichosos vuelos parecían
competir con los de los estandartes de color rojo que adornaban las murallas. La fama
de aquella montaña llegaba hasta el último rincón del mundo, pues su cumbre se
adentraba en el vacío. Eso no impedía que los ciruelos mostraran, orgullosos, la
delicadeza de sus capullos y que todas sus laderas aparecieran cubiertas de un manto de
plantas exóticas. En el lecho de cada arroyo había establecido un dragón su morada,
mientras familias enteras de tigres se agazapaban entre los acantilados. Los cantos de
los pájaros eran tan melodiosos y persistentes, que parecían mantener entre sí extrañas
conversaciones musicales. Los ciervos se acercaban a los caminantes, como si
estuvieran domesticados. Bandadas de garzas blancas se posaban sobre los viejos
enebros, como si fueran nubes atraídas por la fresca humedad de sus copas. Más
orgullosos, fénix de plumajes rojizos y azulados dejaban escapar su canto, mirando de
frente el sol. Bastaba con echar una mirada para comprobar que aquélla era la morada
de un inmortal, cuya misericordia se dejaba sentir hasta en los lugares más apartados de
la tierra. No en balde era hijo del Rey de la Perfecta Alegría y de la Reina de la Virtud
Victoriosa, que le concibió después de soñar que se había tragado el sol. Tras una
gestación de catorce meses le dio a luz en el mediodía del día primero del tercer mes del
año «chia-chen», que correspondía al inicio del reinado de Kai-Huang. El ahora
patriarca había sido en su juventud muy valiente, trocando su fiereza en astucia a
medida que iba avanzando en años. Pronto renunció al trono de sus mayores y se
entregó por entero a una vida de sacrificios y privaciones. Sus padres no pudieron
impedir que abandonara el palacio real. En la montaña que ahora habitaba se había
entregado con tanto entusiasmo a la meditación, que no tardó en alcanzar la perfección
y en ser arrebatado a los Cielos a plena luz del día. El Emperador de Jade le cambió su
antiguo nombre por el de Chen-Wu, haciéndole sentar sobre una serpiente y una tortuga
5 y colocando el vacío sobre su cabeza. Todos los seres del Cielo y de la Tierra le
llaman el Supremo Eficiente, porque conoce todos los secretos y cuanto emprende
siempre tiene buen fin. No en balde ha acabado con millares de monstruos en cada
kalpa.
Gozando del maravilloso espectáculo que le ofrecía la montaña, el Gran Sabio no tardó
en llegar al Palacio de la Gran Armonía. Después de dejar atrás tres puertas, entró en un
salón en el que había no menos de quinientos ministros, envueltos en una atmósfera de
santidad, que le preguntaron con actitud solemne:
- ¿Quién eres?
- Sun Wu-Kung, el Gran Sabio, Sosia del Cielo – respondió el Peregrino en seguida -.
Quisiera tener una entrevista con el patriarca.
En cuanto los ministros le hubieron informado de tan inesperada visita, el inmortal en
persona salió a dar la bienvenida al Peregrino y le condujo al interior del Palacio de la
Gran Armonía.
- Lamento importunaros con un asunto como éste, pero no había nadie más a quien
poder acudir - confesó el Peregrino.
- ¿De qué se trata? - preguntó el patriarca.
- Como quizás sepáis - contestó el Peregrino -, me encuentro de camino hacia el
Paraíso Occidental, acompañando al monje Tang en su intento de hacerse con las
escrituras sagradas. En el Continente Occidental de Aparagodaniya se levanta una
montaña llamada el Pequeño Paraíso Occidental, en la que vive un monstruo, que ha
erigido lo que él mismo denomina el Pequeño Monasterio del Trueno. No es extraño
pues, que, al ver las largas filas de arhats, protectores y monjes sabios que se hallaban
reunidos en el salón principal, mi maestro pensara que, por fin, había llegado al palacio
de Buda. Incluso se arrodilló ante él y le rindió pleitesía. El monstruo aprovechó ese
momento para capturarle. Yo mismo caí en sus garras, al ser atrapado por dos címbalos
de oro, que me cayeron, de improviso, de lo alto. Se fundieron de tal forma, que no
dejaron el menor resquicio por el que poder escapar. Fue una suerte que el Guardián de
la Cabeza de Oro acudiera en busca de ayuda al Emperador de Jade, que puso
inmediatamente a su disposición a las Veintiocho Constelaciones. Ni siquiera ellas
lograron separar los dos címbalos. Afortunadamente, el Dragón de Oro consiguió
introducir el cuerno por su punto de unión y pude, finalmente, salir de aquel horno de
oro. Lo hice añicos con mi barra, pero el ruido despertó a la bestia, que midió
valerosamente sus armas con las nuestras. Pronto empezaron, sin embargo, a flaquearle
las fuerzas y, sacando una tira de tejido blanco, nos atrapó a todos entre sus pliegues,
como si fuéramos unos vulgares insectos. Ni las Veintiocho Constelaciones
consiguieron escapar. No contento con eso, nos pasó por el cuerpo unas sogas que
escocían como el fuego; pero, al caer la noche conseguí escaparme y liberé a todos.
Desgraciadamente, nos olvidamos de coger el equipaje y hube de volver sobre mis
pasos. El monstruo salió, una vez más, en nuestra persecución, dándonos alcance en las
últimas estribaciones de la montaña. Los guerreros celestes se enfrentaron a él con la
bravura que los caracteriza. La bestia decidió hacer uso de su tejido mágico y lo sacudió
con fuerza en el aire. Sólo yo logré escapar a tiempo. Los demás siguen padeciendo el
suplicio de las cuerdas. Por eso, he decidido acudir a vos. Sé que, sin vuestra ayuda,
jamás lograré liberar definitivamente a mi maestro y a los otros dioses.
- Hace años - respondió el patriarca - dominé todo el norte, liberándolo de monstruos y
poniendo fin al imperio de los demonios. Por ello el Emperador de Jade me concedió el
nombre de Chen-Wu. Posteriormente hice otro tanto en las regiones del nordeste, por
encargo expreso del Honorable de los Primeros Orígenes, que puso bajo mis órdenes a
los Quinientos Dioses, al León de la Melena Larga, a varias bestias feroces y a un gran
número de dragones venenosos. Para entonces mi aspecto había cambiado totalmente.
Llevaba el pelo suelto y mis pies, descalzos como los de un niño, descansaban sobre una
serpiente sagrada y una tortuga divina. Si ahora habito en el monte Wu-Tang, gozando
de la paz que reina en este Palacio de la Gran Armonía, de la calma que impera sobre
los mares y de la serena pureza que se respira en el universo, es porque los demonios y
espíritus malignos han desaparecido totalmente del Continente Austral de Jambudvipa y
del Continente Septentrional de Uttarakuru. De todas formas, no puedo coger mis armas
sin una orden de las Regiones Superiores. Si lo hago, el Emperador de Jade lo tomará
como una descortesía, pero, si no lo hago, parecerá como si no me preocupara ya de los
asuntos humanos. Supongo que los monstruos que jalonan la ruta del Oeste no son tan
poderosos como los de otras regiones, por lo que creo que te bastará con la ayuda de mis
dos generales, la Tortuga y la Serpiente, y de los Cinco Dragones Celestes. Con ellos
capturarás a ese monstruo y librarás a tu maestro de esa terrible prueba que está
padeciendo.
Tras dar las gracias al patriarca, el Peregrino regresó a toda prisa al Occidente,
acompañado por la Serpiente, la Tortuga y los dragones, todos ellos armados hasta los
dientes. No tardaron en llegar al Pequeño Monasterio del Trueno, donde incitaron al
monstruo, para que saliera a pelear contra ellos. En aquel mismo momento el Rey de las
Cejas Amarillas estaba reunido con sus capitanes en una de las torres, comentando,
sorprendido:
- Es extraño que el Peregrino no haya dado señales de vida durante estos dos últimos
días. Me pregunto adonde habrá ido en busca de ayuda.
No había acabado de decirlo, cuando se presentó uno de los diablillos encargados de
proteger la puerta y dijo, muy excitado:
- Acaba de llegar el Peregrino con unos tipos que se parecen mucho a un dragón, a una
serpiente y a una tortuga.
- ¿De dónde habrá sacado ese mono a unos luchadores tan extraños? - exclamó el
monstruo -. ¿Sabes de qué lugar proceden?
Antes de que el diablillo pudiera responder, se puso la armadura y salió del monasterio,
gritando:
- ¿Qué clase de dragones sois vosotros para atreveros a venir a romper la paz de un
inmortal?
- ¡Maldita bestia! - contestaron al mismo tiempo los cinco dragones y los dos generales,
furiosos -. Por si no lo sabes, te diremos que estamos a las órdenes del Honorable
Conquistador de Demonios, que tiene su morada en el Palacio de la Gran Armonía, en
el Monte Wu-Tang. Él mismo nos ha hecho venir a detenerte, si no dejas
inmediatamente en libertad al monje Tang y a las Constelaciones. Si lo haces,
conservarás la vida; de lo contrario, convertiremos en picadillo a todos tus súbditos,
allanaremos tu montaña y reduciremos a cenizas estos edificios, de los que tan
orgullosos te muestras.
- ¡Bestias inmundas! - bramó el monstruo, furioso -. ¿Qué clase de magia poseéis, para
atreveros a hablarme de esta forma? ¡No huyáis y probad el sabor de mi maza! Los
cinco dragones y los dos generales se lanzaron al ataque, blandiendo sus espadas, sus
cimitarras y sus lanzas y levantando una espesa nube de polvo y barro. El Gran Sabio se
les unió en seguida con su barra de hierro. Dio, así, comienzo otro extraordinario
combate, en el que todos los contendientes se esforzaron por dar lo mejor de sí mismos.
La Tortuga y la Serpiente desplegaron contra el monstruo una fuerza tan incontenible
como el fuego y el agua. Los cinco dragones, por su parte, obligados a desplazarse hasta
aquel punto tan occidental para lograr la liberación del maestro, descargaron sobre la
bestia sus hachas, sus espadas y sus lanzas. Los golpes eran tan rápidos y continuos, que
parecían rayos dibujados en el aire, sensación que acentuaba el frío brillo del acero. A
todos ellos se enfrentaba la maza de los dientes de lobo, cuyos poderes mágicos nada
tenían que envidiar a los de la barra de los extremos de oro. El entrechocar de las armas
producía un ruido tan seco como los estampidos de la pólvora, mientras los gritos de los
combatientes superaban en fiereza los rugidos de los tigres y los aullidos de los lobos.
Al oírlos, los espíritus y los dioses se echaban a temblar de espanto. Pero, a pesar de
tanta bravura, ninguno de los bandos obtuvo sobre el otro una ventaja significativa. Más
de media hora llevaban peleando el Peregrino, los cinco dragones y los dos generales,
cuando el monstruo sacó la tira de tejido blanco. Al verla, el Peregrino gritó, alarmado:
- ¡Cuidado!
Los dragones, la tortuga y la serpiente no sabían a qué venía tanto nerviosismo y
bajaron imprudentes la guardia, dando un paso hacia delante, para ver de qué se trataba.
En ese mismo instante se escuchó una especie de zumbido muy intenso.
Comprendiendo que no había nada que hacer, el Gran Sabio se elevó hasta el Noveno
Cielo, logrando escapar ileso. Los dragones, la tortuga y la serpiente quedaron atrapados
entre los pliegues del tejido, sin saber explicarse lo que realmente había ocurrido. El
monstruo regresó con ellos al monasterio, donde fueron atados con cuerdas y arrojados
a una mazmorra que había hecho construir bajo tierra. De momento, no hablaremos más
de ellos. Sí lo haremos, sin embargo, del Peregrino, quien se dejó caer sobre la ladera de
la montaña y se dijo, desalentado:
- ¡No hay manera de acabar con ese monstruo!
Poco a poco se le fueron cerrando los ojos y durante un momento pareció como si se
hubiera quedado dormido. Pero casi inmediatamente se oyó una voz, que decía:
- ¡No te duermas, Gran Sabio! ¡Levántate y vete a ayudar al maestro! Si no lo haces, es
posible que muera muy pronto.
El Peregrino abrió perezosamente los ojos y, al ver que se trataba del Centinela del Día,
se puso en pie de un salto y gritó, enfurecido:
- ¿Se puede saber dónde has estado todo este tiempo? ¡Seguro que disfrutando de la
sangre de los sacrificios que te han ofrecido tus fieles! ¿Cómo te atreves a venirme con
prisas, cuando has estado haraganeando por ahí todo el día? Muéstrame las nalgas, para
que pueda darte un par de golpes con mi barra. Por lo menos me servirá para mitigar
este aburrimiento que me está corroyendo el espíritu.
- ¿Cómo puedes decir semejante cosa? - le recriminó el centinela, inclinándose a toda
prisa -. Eres una especie de inmortal entre los hombres y de todos es conocido que los
inmortales jamás se aburren. Todos estamos, además, embarcados en la misma misión
por orden expresa de la Bodhisattva. ¿A quién no le preocupa la protección del monje
Tang? Si no me has visto en todo el día, ha sido porque he estado tratando de ella con el
espíritu de esta montaña y otros dioses de menor entidad. ¿Desde cuándo una
dedicación semejante es merecedora de un castigo ejemplar?
- Si es verdad que has estado protegiendo al maestro - replicó el peregrino -, dime
dónde le tiene encerrado ese monstruo y el lugar en el que ha metido a las
Constelaciones, a los Guardianes, a los Protectores de los Monasterios y a todos los
demás. ¿Sabes a qué clase de tortura han sido sometidos?
- El maestro y tus hermanos están colgados en el pasillo que hay al lado del salón
principal del monasterio - respondió el centinela -. Por lo que respecta a las
Constelaciones, habíamos oído decir que se encontraban encerradas en unas mazmorras
que hay bajo tierra, pero no hemos podido cerciorarnos, hasta que no hemos visto meter
en ellas a los dragones, a la serpiente y a la tortuga que fuiste a buscar. Nos extrañaba
no verte por aquí. De todas formas, no es el momento de descansar. Es preciso que
vayas, cuanto antes, en busca de ayuda.
- ¿Adonde puedo ir? - preguntó el Peregrino, al tiempo que las lágrimas acudían,
copiosas, a sus ojos -. Me da vergüenza recurrir tanto al Cielo como al fondo de los
mares. No sé qué responder a la Bodhisattva, cuando me pregunte por lo ocurrido.
¿Cómo voy a atreverme a mirar a Buda a la cara? Esos que acabas de ver encerrar eran
la Tortuga, la Serpiente y los Cinco Dragones del patriarca Chen-Wu. ¿No comprendes
que ya no me queda ningún sitio al que acudir?
- ¿A qué viene preocuparte tanto? - replicó el centinela, sonriendo -. Conozco un
ejército que puede derrotar a este monstruo, si consigues traerlo hasta aquí. Se encuentra
estacionado en el mismo Continente Austral de Jambudvipa que acabas de mencionar,
concretamente en la ciudad de Pin-Chang, en el Monte Hsü - I, también conocido por el
nombre de Su-Chou. En ella tiene establecida su morada el Bodhisattva Consejero Real,
que posee unos poderes mágicos francamente extraordinarios. Entre sus discípulos se
encuentra un tal Príncipe Chang. Tiene a sus órdenes a cuatro guerreros celestes, que
hace tiempo consiguieron doblegar a la Madre del Agua. Estoy seguro de que, si vas a
pedirle su ayuda, no se atreverá a negártela y podrás liberar finalmente al maestro.
- De acuerdo - concluyó el Peregrino, más animado -. Vete dentro y no dejes que ese
monstruo haga algún daño al monje Tang, mientras estoy fuera.
De un salto, el Peregrino montó en una nube y se dirigió directamente al Monte Hsü - I,
adonde llegó al cabo de poco menos de un día de viaje. Se trataba de un lugar realmente
extraordinario. Al sur se veían varias cuencas fluviales de no muy difícil vadeo, cosa
que no ocurría hacia el norte, por donde fluía, majestuoso, el río Huai. Por el este la
montaña llegaba hasta el mismo mar, mientras que por el oeste sus estribaciones se
extendían hasta Feng-Fou. En su cumbre se levantaban unos edificios de imponente
factura, muy cerca de los cuales tenían su nacimiento incontables arroyos. Las rocas
presentaban unas formas tan retorcidas y caprichosas, que no desdecían en nada de los
pinos centenarios que crecían junto a ellas. Los árboles frutales estaban en sazón y
emitían un aroma tan penetrante, que parecían competir con los miles de flores que
brillaban, como gemas, a la luz del sol. Los habitantes de tan paradisíaco lugar eran
tantos, que su continuo ir y venir recordaba el ajetreo que reina en un hormiguero.
Desde la distancia los barcos que se acercaban a la orilla parecían patos salvajes en
busca de comida. Dominando todo aquel paisaje, se elevaban majestuosos, en la misma
cumbre del monte, el Templo del Acantilado Benéfico, el Palacio de la Montaña
Oriental, el Santuario de los Cinco Milagros y el Monasterio de la Montaña de la
Tortuga, donde el incienso y el tañer de las campanas ascendían, sin cesar, a los cielos.
Por encima de la ciudad, dominándola con su inenarrable belleza, podían verse el
Arroyo de Cristal, el Valle de las Cinco Pagodas, la Terraza de los Inmortales y el
Jardín de los Melocotoneros. Las nubes pasaban por encima con la languidez de quien
no quiere proseguir su camino, mientras los pájaros no dejaban de cantar, escondidos
entre las copas de los árboles. ¿Para qué hablar de la belleza que rodeaba los montes
Tai, Sung, Hang y Hua? 6. La morada de aquel inmortal no tenía nada que envidiar a las
de los que habitan en Peng y en Ying.
Era tal la serenidad que manaba de aquel paisaje, que el Gran Sabio no podía apartar,
embelesado, los ojos de él. Tras cruzar el río Huai, entró en la ciudad de Pin-Chang y se
dirigió al monasterio en el que vivía el gran sabio budista. Sus salones poseían la
magnificencia de los de un palacio y sus corredores parecían la encarnación misma de la
elegancia. Junto al edificio principal se elevaba una torre tan alta, que se perdía entre las
nubes, llegando, incluso, a horadar con su punta de oro el jade verdoso del vacío. No
podía ser de otra forma, porque el universo se apoyaba sobre ella. Eso explicaba por qué
ninguna sombra mancillaba ni su caída oriental ni su vertiente occidental. Al soplar el
aire, todas sus campanas emitían un sonido tan puro como el de los carillones celestes.
Delante del salón principal se erguían, bañadas totalmente por el sol, las formas rugosas
de un grupo de pinos centenarios, en los que anidaban pájaros que no dejaban de lanzar
su melodioso canto hacia las aguas, siempre fluyentes, del río Huai. Sin dejar de gozar
de tanta belleza, el Peregrino se dirigió directamente hacia la segunda puerta. El
Bodhisattva Consejero Real había sido informado ya de su llegada y salió a darle la
bienvenida, acompañado por el Príncipe Chang. Después de saludarle con la solemnidad
que la situación requería, dijo el Peregrino:
- Me he comprometido a acompañar al monje Tang hasta el Paraíso Occidental, con el
fin de conseguir las escrituras sagradas. Al pasar por el Pequeño Monasterio del Trueno,
el monstruo de las Cejas Amarillas tomó la personalidad del Patriarca Budista y capturó
a mi maestro, que se había arrodillado, respetuoso, ante él. Yo mismo caí en su trampa y
fui encerrado en el interior de dos címbalos de oro, de los que me sacaron las
Constelaciones, que acudieron, solícitas, en nuestro auxilio. Tras reducir a añicos tan
extraña prisión, luché bravamente contra él, pero sacó una tira de tejido mágico y atrapó
con ella a los dioses, a los guardianes, a mi maestro y a mis dos hermanos. Volé,
entonces, al Monte Wu-Tang y solicité la ayuda del Respetable del Cielo Misterioso,
que puso en seguida a mi disposición a los Cinco Dragones, a la Tortuga y a la
Serpiente. Pese a su indiscutible pericia con las armas, también ellos cayeron en poder
de esa bestia. Eso me ha hecho sentirme como un huérfano y, sin tener adonde acudir,
he decidido venir a suplicaros que, haciendo uso del extraordinario poder con el que un
día dominasteis a la Madre del Agua y salvasteis la vida a incontables muchedumbres
de personas, liberéis a mi maestro de la prueba terrible por la que está pasando. Os
prometo que, en cuanto regresemos con las escrituras y hayamos implantado su doctrina
en las Tierras del Este, proclamaremos a los cuatro vientos vuestra profunda sabiduría y
vuestro recuerdo durará para siempre.
- El asunto que acabas de exponerme - concluyó el Consejero Real - está relacionado
íntimamente, como tú mismo has afirmado, con el futuro de la religión budista. Debería
ir, pues, yo mismo a solventarlo. Desgraciadamente estamos al principio del verano, una
época en la que suele desbordarse el río Huai, y hace muy poco que he dominado al
Gran Simio del Agua, una criatura que parece volverse loca, en cuanto entra en contacto
con el elemento que le da el nombre. Es muy posible, por tanto, que, si abandono el
palacio, se vuelva a levantar en armas y, como tú sabes muy bien, nadie, salvo yo, es
capaz de hacerle frente. Lo más prudente será, por consiguiente, que pida a mi discípulo
y a los otros cuatro guerreros celestiales que vayan contigo y te ayuden a capturar a ese
monstruo del que hablas.
Tras darle las gracias, el Peregrino montó en una nube y se dirigió hacia el Pequeño
Monasterio del Trueno, acompañado por el Príncipe Chang y los cuatro soldados
celestes. El primero usaba en el combate una lanza de morera blanca, mientras que los
otros eran unos auténticos maestros blandiendo unas terribles espadas de hoja rojiza. En
cuanto llegaron a su destino, retaron al monstruo y los diablillos que guardaban la
puerta corrieron a informar a su señor. La bestia no tardó en aparecer, rodeada de toda
su cohorte de demonios.
- ¿A quién has ido a buscar esta vez, mono estúpido? - bramó, despectivo.
- ¡Maldito monstruo sin entrañas! - gritó el Príncipe Chang, mandando avanzar a los
cuatro guerreros -. Se nota que tus ojos carecen de pupilas y que en la cara no tienes
carne. Por eso no nos reconoces.
- ¿Quién eres, para atreverte a venir hasta aquí, acompañando a ese inútil? - volvió a
preguntar el monstruo en el mismo tono.
- Soy el discípulo del Bodhisattva Consejero Real, Gran Sabio de Su-Chou - contestó el
príncipe -, y éstos que me acompañan, los cuatro guerreros celestes que mi señor ha
puesto a mis órdenes para capturarte.
- ¿Quieres explicarme qué clase de poderes tiene un muchacho tan insignificante como
tú, para atreverse a venir a insultarme ante mi propia puerta? - exclamó el monstruo,
soltando una hiriente carcajada.
- Ya que te empeñas, te lo voy a decir - contestó el príncipe -. Soy originario del país de
la Arena que Fluye. Mi padre era el rey de aquella tierra, pero no pudo evitar que yo
cayera gravemente enfermo, debido a la maléfica influencia de una estrella. Eso me
llevó a buscar a alguien que pusiera fin a mi mal en lugares cada vez más alejados de la
patria que me vio nacer. Tuve la suerte de dar finalmente con él. Le bastó la mitad de
una píldora pequeñita para hacer desaparecer la enfermedad que me tenía esclavizado
desde mi primera juventud. Agradecido, renuncié a mis prerrogativas de príncipe y me
convertí en discípulo suyo, asimilando las enseñanzas que conducen a la eterna
juventud. Por eso, mis rasgos son los de un muchacho. Pero más importante que eso es
haber tenido el honor de asistir al banquete de cumpleaños de Buda, recorriendo su
santa morada a lomos de una nube. Comparado con ello, carece totalmente de valor
haber dominado al monstruo del agua con la ayuda del viento y las nubes y haber
domesticado a los tigres y dragones de una montaña. En agradecimiento, varios pueblos
han erigido templos en mi honor, haciendo llegar mi fama hasta el último rincón bañado
por los mares. No existen armas más poderosas para capturar bestias que mi lanza de
morera y mis anchas mangas de monje. Prefiero, de todas formas, llevar una vida
tranquila en la ciudad de Pin-Chang, en la que habito, y gozar de los placeres a los que
me han hecho merecedor mis hazañas. No en balde es conocido en toda la tierra el
nombre de Chang.
- ¿Quieres explicarme qué método de inmortalidad puede aprender quien ha renunciado
a su patria para seguir las enseñanzas de ese Bodhisattva Consejero Real? - preguntó el
monstruo, sonriendo con desprecio -. Supongo que te habrán bastado para dominar al
monstruo del río Huai y recorrer, en un abrir y cerrar de ojos, las mil cordilleras y los
diez mil cauces de agua que separan este lugar de la ciudad en la que ahora habitas. Pero
ten la seguridad de que no te servirán a la hora de medir tus armas con las mías. ¿Por
qué has tenido que prestar oído a las falsas razones del Peregrino y venir a morir ante la
puerta de este monasterio?
Enfurecido por tales razones, el Príncipe Chang descargó un terrible lanzazo contra el
rostro de su oponente. Los cuatro guerreros se lanzaron, igualmente, al ataque, mientras
el Gran Sabio blandía su terrible barra de hierro. El monstruo no retrocedió ante tantos
adversarios. Al contrario, con inigualable bravura se enfrentó a todos ellos, devolviendo
los golpes con su temible maza de los dientes de lobo. Dio, así, comienzo una batalla
feroz, en la que el príncipe, los guerreros y Wu-Kung trataron de dominar con su lanza
de morera blanca, sus espadas de hojas rojizas y su barra de los extremos de oro al
monstruo que se había hecho pasar por Buda. Su maza era tan especial, que ni el hierro
de la lanza ni el acero de las espadas conseguían hacer la menor mella en ella. El fragor
de la batalla era tal, que parecía como si estuviera pasando un ciclón o fuera aquél el
país de las tormentas. Todos los luchadores daban lo mejor de sí, buscando la gloria del
triunfo y el restablecimiento del honor del buda ultrajado. Sus continuos avances y
retrocesos levantaban espesas nubes de tierra y polvo, que oscurecieron por completo
las Tres Luminarias. Jamás se había visto tanto odio anidar en pecho alguno. No en
balde estaba en juego la pureza de principios de los Tres Vehículos. Tan terrible lucha
se prolongó durante horas, pero ninguno de los bandos pudo conseguir una ventaja
apreciable. El monstruo decidió, entonces, recurrir a su trozo de tela blanca. Al vérselo
sacar, el Peregrino gritó, alarmado:
- ¡Cuidado! ¡Haceos a un lado!
El príncipe y los guerreros no sabían a qué se refería y le miraron, asombrados. Antes
de que pudieran reaccionar, se oyó una especie de silbido muy penetrante y fueron
atrapados por el tejido, como si fueran vulgares insectos. Sólo logró escapar el
Peregrino. Como había ocurrido la vez anterior, el monstruo cargó con ellos, como si de
un fardo se tratara, y regresó, triunfante, al monasterio, atándolos con sogas y
encerrándolos en una de sus mazmorras. De momento, no hablaremos más de ellos. Sí
lo haremos, sin embargo, del Peregrino, que se elevó por los aires y no descendió de su
nube, hasta que no vio al monstruo y a sus seguidores cerrar las puertas de su palacio.
Descendió después sobre la ladera occidental de la montaña y lloró, desconsolado,
diciendo:
- Desde el momento mismo en que la Bodhisattva Kwang-Ing me liberó del tormento y
abracé la fe del Zen, me he entregado por completo a vuestra noble misión de alcanzar
las Tierras del Oeste. No he tenido sueño mayor que entrar junto a vos en el Monasterio
del Trueno. Después de pasar por tantas pruebas, pensábamos que nuestro camino iba a
encontrar, por fin, la calma. ¡Qué poco sospechábamos que estábamos a punto de
toparnos con el monstruo más poderoso y cruel de cuantos existen! Todos mis planes
para rescataros de sus garras han fracasado estrepitosamente, tornando inútiles mis
continuas idas y venidas al este y al oeste en busca de ayuda.
Cuando más desesperados eran sus lamentos, vio aparecer por el sudoeste una nube
multicolor, que descendió a la Tierra en forma de una lluvia torrencial que anegó toda la
montaña. Casi inmediatamente se oyó una voz que decía:
- ¿No me reconoces, Wu-Kung?
El Peregrino se dio la vuelta y vio a un hombre de orejas grandes, mentón prominente,
rostro más bien cuadrado, hombros anchos, panza descomunal y extremadamente gordo.
Toda su figura desprendía un aire de incontenible felicidad, haciendo que sus ojos
brillaran como dos lagos bajo la cenicienta luz del otoño. Las amplias mangas de su
túnica repartían por doquier, al moverse, buena fortuna y riquezas sin cuento. Traía los
pies embutidos en unas sandalias de esparto, que realzaban aún más su aspecto fornido
y tierno a la vez. Se trataba, en efecto, de Maitreya, el monje sonriente, a quien celebran
todos los honorables que moran en el paraíso. El Peregrino se echó en seguida rostro en
tierra y empezó a golpear el suelo con la frente, diciendo, respetuoso:
- ¿Hacia dónde se dirige el Gran Patriarca Budista del Viaje Oriental? ¡Merezco diez
mil veces la muerte, por haber osado cortaros el camino!
- He venido por ese monstruo del Pequeño Monasterio del Trueno - contestó Maitreya.
- Jamás podré agradeceros tanta delicadeza - respondió el Peregrino -. ¿Sería mucho
preguntaros de dónde procede esa bestia y qué clase de arma es ese trozo de tela que
maneja con tanta maestría? Os suplico que no echéis en saco roto mis deseos.
- Da la casualidad de que ese monstruo no es otro que el joven de cejas amarillas
encargado de hacer sonar las tablillas en mi presencia - explicó el patriarca -. El día tres
del tercer mes hube de asistir a la Fiesta de los Primeros Orígenes y le dejé al cargo de
mi palacio. El muy desalmado aprovechó la ocasión para robarme algunos de mis
tesoros y conseguir cierta prominencia espiritual, haciéndose pasar por Buda. La tela a
la que has hecho alusión es, en realidad, mi bolsa de la fertilidad, también conocida por
el nombre de Saco de las Semillas Humanas. Por lo que respecta a esa maza de los
dientes de lobo, te diré que se trata del martillito que usaba para golpear las tablillas.
- ¿Cómo pudisteis dejar escapar a ese muchacho y permitirle que se arrogara el nombre
del Patriarca Budista para confusión de tantos creyentes, entre los que me encuentro yo
mismo? - replicó el Peregrino -. ¿No creéis que se os debería acusar de no saber dirigir
vuestros propios asuntos?
- Por supuesto que sí - reconoció Maitreya -. Pero era preciso que tanto tu maestro
como tú pasarais por esta nueva prueba para alcanzar una mayor perfección. Eso explica
que os estén asediando de continuo los monstruos, transformando en méritos los
sufrimientos que os hacen padecer. Para ayudaros a conseguir uno más, he venido yo
aquí.
- Pero ese monstruo posee poderes francamente extraordinarios - objetó el Peregrino -.
¿Cómo vais a dominarle, si vos no sois un hombre de armas?
- Voy a construir en esta misma ladera una choza de ramas con su correspondiente
huerto de melones - contestó Maitreya, sonriendo -. Mientras tanto, tú vete a luchar
contra él. No te emplees a fondo. Limítate a atraerle hasta el huerto. Todos los melones
estarán verdes menos uno, grande y bien madurito, que serás, en realidad, tú. Estoy
seguro de que, en cuanto te vea, querrá saciar su sed contigo y yo, por supuesto, no
pondré ningún reparo a sus deseos. Cuando te halles en el interior de su estómago,
puedes hacer con él lo que te dé la gana. Yo aprovecharé la ocasión para quitarle la tira
de tela y atraparle de la misma forma que ha hecho él con tu maestro y los demás.
- El plan es, francamente, espléndido - reconoció el Peregrino -. De todas formas,
¿cómo estáis tan seguro de que vaya a perseguirme hasta aquí y de que vos mismo no
vayáis a confundirme con otro melón?
- ¿Cómo no voy a distinguirte, si soy el Honorable-que-gobierna-el-universo? -
respondió Maitreya, soltando la carcajada -. Puedes metamorfosearte en lo que quieras,
que jamás lograrás escapar a la luz penetrante de mis ojos. Caso de que el monstruo se
niegue a seguirte, aplícale la fórmula mágica que ahora voy a enseñarte y se doblegará
por completo a tus deseos.
- Todo eso está muy bien - replicó el Peregrino -. Pero ¿qué sucederá, si me atrapa con
su tela? No habrá magia, entonces, capaz de traerle hasta aquí.
- Estira la mano - le ordenó Maitreya, sonriendo.
El Peregrino extendió en seguida su mano izquierda. Maitreya se metió el dedo en la
boca y escribió sobre su palma la palabra "contención" con un poco de su saliva
sagrada.
- Caso de que el monstruo se resista a seguirte - concluyó sin dejar de sonreír -, abre la
mano y muéstrale lo que hay escrito en ella - Ten la seguridad de que te obedecerá,
como si fuera un niño.
El Peregrino cerró el puño y, agarrando la barra de los extremos de oro, se dirigió hacia
la puerta del monasterio, donde gritó con potente voz:
- ¡Monstruo despreciable, aquí está otra vez el Sabio Sun! ¡Sal inmediatamente y
decidamos, de una vez, quién es el más fuerte!
Los diablillos que guardaban la puerta corrieron a informar a su señor de su llegada.
- ¿Cuántos guerreros ha traído consigo en esta ocasión? - preguntó el monstruo.
- A ninguno - respondió uno de los diablillos -. Ha venido él solo.
- A ese mono se le han acabado las ideas y no le queda ya ni una pizca de fuerza en el
cuerpo - comentó el monstruo, soltando la carcajada -. No tiene ningún lugar al que
acudir en busca de ayuda. Por eso, ha decidido arriesgar su vida de una vez por todas.
Tras ponerse la armadura, cogió su tela mágica y se dirigió hacia la puerta, blandiendo,
arrogante, la maza de los dientes de lobo.
- ¡No puedes seguir luchando, Sun Wu-Kung! - gritó con voz potente -. ¿No
comprendes que tus fuerzas han llegado ya al límite?
- ¿Qué quieres decir con eso, bestia maldita? - replicó el Peregrino.
- Que no tienes adonde acudir y que has gastado en balde toda tu energía - respondió el
monstruo, despectivo -. Se nota que estás tan desesperado, que has decidido jugártelo
todo a una sola carta. La prueba está en que esta vez no te acompaña ni un solo
guerrero. Eso es lo que quiero decir, cuando afirmo que no puedes seguir luchando.
- Está visto que no sabes distinguir el bien del mal - exclamó el Peregrino, burlón -.
¡Deja de proferir bravuconadas y prepárate a probar el sabor de mi barra!
Al ver que la blandía con una sola mano, el monstruo no pudo por menos de gritar,
soltando la carcajada:
- ¡Estás mal de la cabeza, mono pulgoso! ¿Quieres explicarme por qué vas a pelear
nada más con una mano?
- ¿Cómo que por qué? - repitió el Peregrino, riéndose -. La cosa está clara. Porque me
sobra y me basta para acabar contigo. Te aseguro que, si no usaras tu maldita tela, te
derrotaría en un abrir y cerrar de ojos. Y no sólo a ti, sino a cinco o seis como tú.
- Está bien - concluyó el monstruo -. Te prometo que esta vez no recurriré a mi tesoro.
Veremos quién es el más fuerte - y se lanzó a la batalla, blandiendo su terrible maza de
los dientes de lobo.
El Peregrino no perdió el tiempo. Volvió hacia el monstruo el puño que escondía la
palabra mágica y lo abrió delante de sus mismas narices. El falso Buda cayó
inmediatamente presa del embrujo. Pareció como si su única obsesión fuera golpear a su
adversario con la maza, olvidando por completo el tejido mágico o la vuelta al
monasterio. Aunque el Peregrino agarró la barra de hierro con las dos manos, sus golpes
se tornaron excesivamente débiles, retrocediendo como si se hallara, en efecto, al límite
de sus fuerzas. El monstruo le persiguió sin ninguna compasión hasta la ladera oeste de
la montaña. El Peregrino no tardó en fijarse en el huerto de melones. Sin pensarlo dos
veces, se lanzó hacia él y se metamorfoseó en un espléndido melón, dulce y totalmente
maduro. El monstruo se quedó desconcertado, mirando hacia todas partes, pero no supo
decir qué había sido de su oponente. En dos zancadas se llegó hasta la caseta de ramas y
preguntó, autoritario:
- ¿Quién ha plantado aquí estos melones?
- Yo, gran señor - respondió Maitreya, haciéndose pasar por un hortelano y saliendo a
darle la bienvenida.
- ¿Están ya maduros? - volvió a preguntar el monstruo.
- Algunos sí - contestó Maitreya.
- En ese caso - concluyó el monstruo en el mismo tono que antes -, cógeme uno, para
que pueda aliviar la sed.
Maitreya le ofreció en seguida el melón en el que se había metamorfoseado el
Peregrino. Sin mirarlo siquiera, el monstruo empezó a comerlo con la fruición propia de
un animal. El Peregrino se coló por su garganta y empezó a doblarle las costillas. No
contento con eso, le dobló el estómago, tiró de sus intestinos e hizo con ellos toda clase
de diabluras. El dolor era tan intenso, que el monstruo no dejaba de apretar los dientes
ni de hacer cosas extrañas con la boca, mientras las lágrimas fluían, copiosas, de sus
ojos. Se dejó caer al suelo, revolcándose por la tierra con tal desesperación, que el
huerto de melones quedó reducido en seguida a pura pulpa.
- ¡Esto es el fin! - gritó, desalentada, la bestia -. ¿Es que nadie va a librarme de este
tormento?
- ¡Maldito monstruo! - gritó Maitreya, recobrando la forma que le era habitual -. ¿Te
acuerdas de mí?
La bestia levantó la cabeza y, al ver de quién se trataba, corrió hacia él y se hincó de
hinojos con las manos firmemente apretadas contra el estómago.
- ¡Perdonadme la vida, señor! - suplicó, al tiempo que golpeaba el suelo con la frente -.
¡Os prometo que no volveré a hacer el mal!
Maitreya estiró el brazo y le quitó la bolsa de la fertilidad y el martillito para golpear
las tablillas. En cuanto los tuvo en su poder, dijo, levantando la voz:
- Deja de atormentarle, Sun Wu-Kung.
El Peregrino estaba tan furioso, que no prestó oídos a sus palabras y continuó lanzando
puñetazos a derecha e izquierda y arañando, como si fuera una bestia, las entrañas de su
víctima. El dolor era tan insoportable, que el monstruo se dejó caer al suelo cuan largo
era.
- ¡Ya es suficiente, Wu-Kung! - volvió a gritar Maitreya -. ¡Déjale en paz, de una vez!
Sólo entonces se avino el Peregrino a sus deseos, diciendo a regañadientes:
- ¡Abre la boca y déjame salir!
Aunque el sufrimiento era tan intenso que por poco no pierde el juicio, el monstruo aún
conservaba sano el corazón e hizo lo que se le ordenaba. No en balde, como afirma el
proverbio, "nadie fenece hasta que no se le quiebra el corazón, de la misma forma que,
cuando se secan las raíces, las flores se marchitan y se caen las hojas". El Peregrino
abandonó sin ninguna dificultad el vientre de la bestia y recobró la forma que le era
habitual. En seguida trató de acabar con el monstruo, pero Maitreya le había enrollado
ya en el saco de la fertilidad y se lo había colgado de la cintura. Pese a todo, tomó el
martillito y le preguntó en tono severo:
- ¿Dónde has guardado los címbalos que me robaste?
- Los hizo añicos Sun Wu-Kung - contestó el monstruo con voz lastimera desde el
interior del saco de la fertilidad. Lo único que le Preocupaba ahora era su vida.
- Si es verdad lo que dices - insistió Maitreya -, devuélveme, por lo menos, el oro del
que estaban hechos.
- Lo que queda de ellos se encuentra encima del trono de loto que se levanta en el salón
principal del monasterio - confesó el monstruo.
- Creo que voy a ir contigo a por el oro - dijo Maitreya, sonriente, dirigiéndose a Wu-
Kung y sin soltar en ningún momento el saco y el martillito.
Al ver el tremendo poder de su dharma, el Peregrino no se atrevió a demorar por más
tiempo la vuelta al monasterio, donde encontraron las puertas firmemente cerradas.
Maitreya volvió hacia ellas el martillito y se abrieron por sí solas. En el interior reinaba
el más absoluto de los desórdenes. Los diablillos habían tenido ya noticia de la derrota
infligida a su señor y estaban preparando apresuradamente sus cosas para escapar. Sin
poder contenerse, el Peregrino se lanzó contra ellos y, en un abrir y cerrar de ojos, acabó
con más de setecientos. A medida que iban muriendo, iban manifestando la forma que
les era habitual. La mayoría habían sido espíritus de árboles, bestias y aves. Maitreya,
por su parte, reunió todos los trozos de oro y, lanzando sobre ellos su aliento sagrado,
volvió a unirlos con tal perfección, que no se notaba ninguna diferencia entre ellos y los
címbalos originales. En cuanto hubo concluido su misión, se despidió del Peregrino y
regresó en una nube al reino de la felicidad suprema.
El Gran Sabio corrió, entonces, a desatar al monje Tang, a Ba-Chie y al Bonzo Sha, que
permanecían suspendidos de una viga. Después de llevar tantos días sin probar bocado,
el Idiota tenía un hambre tan feroz, que no se preocupó de dar las gracias al Peregrino
por lo que acababa de hacer. Como un loco, corrió hacia la cocina en busca de algo que
llevarse a la boca. La suerte le acompañó, porque, cuando el Peregrino le lanzó su
último reto, el monstruo se disponía a celebrar un opíparo banquete. El Idiota se
abalanzó sobre el arroz y, de un bocado, acabó con más de la mitad de una cazuela. Sólo
entonces se acordó del maestro y regresó a su lado con tres cuencos llenos hasta arriba.
En cuanto hubieron saciado el hambre, agradecieron al Peregrino cuanto había hecho
por ellos y le preguntaron cómo había derrotado, finalmente, a la bestia. El Peregrino
relató, entonces, su visita al patriarca taoísta, que había puesto a su disposición a la
Tortuga y a la Serpiente, su solicitud de ayuda al Príncipe Chang y su encuentro con
Maitreya, que había terminado dominando al monstruo. Al oírlo, el corazón de Tripitaka
se llenó de un profundo agradecimiento, al tiempo que preguntaba, emocionado:
- ¿Dónde se encuentran encerrados todos esos dioses y sabios?
- El Centinela del Día me dijo ayer que estaban en una mazmorra muy húmeda -
respondió el Peregrino -. Lo mejor será que vayamos Ba-Chie y yo a liberarlos cuanto
antes.
La comida había devuelto al Idiota sus fuerzas y, cogiendo su rastrillo, se dirigió a la
parte posterior del monasterio, acompañando al Gran Sabio. Tras reducir a añicos la
puerta de la mazmorra, liberó a todos los prisioneros, que regresaron, gozosos, al salón
principal. Tripitaka se había puesto su espléndida túnica de los bordados y se fue
inclinando respetuosamente ante cada uno de ellos, en prueba de agradecimiento y
sumisión. Los primeros en marcharse fueron los cinco dragones y los dos guerreros, que
se dirigieron a toda prisa hacia Wu-Tang. Lo hicieron a continuación el Príncipe Chang
y sus cuatro generales, que no tardaron en enfilar el camino de la ciudad de Pin-Chang.
Los últimos en remontar el vuelo fueron las Veintiocho Constelaciones, que regresaron
a sus moradas celestes, lo mismo que los Guardianes y los Protectores de los
Monasterios.
Los peregrinos permanecieron medio día descansando en aquel lugar. A la mañana
siguiente, tras dar de comer al caballo y asegurar bien el equipaje, reanudaron la
marcha. Antes de lanzarse a los caminos, prendieron fuego a aquel falso monasterio y
no pasó mucho tiempo sin que quedaran reducidos a cenizas sus valiosísimos tronos, sus
torres cubiertas de joyas, sus espléndidos salones y sus altas torretas. Fue así como
lograron escapar de una prueba terrible, prosiguiendo su viaje, en cuanto todos los
obstáculos y dificultades quedaron definitivamente allanados.
Todavía no sabemos cuánto tiempo había de pasar antes de alcanzar el Gran
Monasterio del Trueno. Quien desee averiguarlo tendrá que escuchar con atención las
explicaciones que se ofrecen en el capítulo siguiente.
CAPITULO LXVII
Decíamos que Tripitaka y sus tres discípulos de nuevo se lanzaron a la aventura del
camino, felices de poder abandonar finalmente el Pequeño Paraíso Occidental. Tras
aproximadamente un mes de marcha la primavera tocó a su fin. Todos los árboles
habían florecido, pero las tormentas eran cada vez más frecuentes y los repentinos
chaparrones dificultaban el avance de los caminantes. Un día la lluvia les salió al paso,
cuando estaba empezando a hacerse de noche, y Tripitaka exclamó, desalentado, tirando
de las riendas al caballo:
- ¿Dónde podremos encontrar cobijo? ¡Cada vez resulta más penoso avanzar!
- ¿A qué vienen esos temores? - preguntó el Peregrino, echándose a reír -. Aunque no
haya por aquí ninguna aldea, puedo aseguraros que no pasaremos la noche a la
intemperie. Somos demasiado inteligentes para eso. Ba-Chie, por ejemplo, puede
arrancar unos manojos de hierba, mientras el Bonzo Sha derriba unos cuantos pinos y
yo me encargo de hacer con ellos una choza. Aunque no lo creáis, soy tan buen
carpintero, que podríais quedaros a vivir en ella un año por lo menos.
- ¿Cómo puedes decir eso? - le reprendió Ba-Chie -. Este lugar no es muy apropiado
para vivir. Toda la montaña está llena de tigres y lobos y hay espíritus debajo de cada
piedra. ¿Cómo vamos a pasar la noche aquí, si hasta de día resulta difícil transitar por
estos parajes?
- ¡Cada día andas peor! - exclamó el Peregrino, burlón -. ¿A qué tienes miedo, si soy
capaz de sostener el cielo con mi barra, caso de que se le ocurra caerse?
Mientras hablaban, apareció ante ellos una pequeña aldea y el Peregrino añadió, muy
excitado:
- ¿No hablábamos de pernoctar? ¡He ahí el lugar en el que vamos a hacerlo!
- ¿En dónde? - preguntó, extrañado, el maestro, que no había visto nada.
- En esa casa que hay debajo de aquellos árboles - contestó el Peregrino, señalándola
con el dedo -. Nos llegaremos hasta ella y pediremos cobijo por esta noche. En cuanto
amanezca, seguiremos caminando.
El maestro espoleó al caballo y se llegó hasta la entrada de la alquería. Las puertas
estaban cerradas. Como eran de madera, Tripitaka las golpeó con el puño, al tiempo que
gritaba:
- ¡Abrid! ¡Abrid en seguida!
No tardó en aparecer en la puerta un anciano con un bastón en las manos, sandalias de
esparto en los pies, un paño negro alrededor de la cabeza y una túnica totalmente blanca
cubriéndole el cuerpo.
- ¿Se puede saber quién está haciendo tanto ruido? - preguntó malhumorado.
- Este humilde monje de las Tierras del Este, que va hacia el Paraíso Occidental en
busca de escrituras - respondió Tripitaka, juntando las manos a la altura del pecho e
inclinándose con respeto -. Al pasar por esta respetable comarca, empezó a hacerse de
noche y andamos buscando un lugar en el que pernoctar. Os estaríamos eternamente
agradecidos, si os dignarais darnos alojamiento.
- No te discuto que vayas hacia donde has dicho - contestó el anciano -. Lo que sí
puedo asegurarte es que jamás lograrás llegar allí - La distancia que nos separa es
enorme y las dificultades a las que tendrás que hacer frente, demasiadas para un solo
hombre. Eso sin contar con que atravesar esta comarca te va a resultar penoso en
extremo.
- ¿Qué queréis decir con eso? - preguntó Tripitaka, preocupado.
- Aproximadamente a ochenta kilómetros al oeste de este pueblo existe un desfiladero
llamado de la Pulpa de Morera, dentro de la Montaña de los Siete Extremos.
- ¿Por qué la llaman así? - le interrumpió Tripitaka.
- Porque, aunque tiene más de mil quinientos kilómetros de longitud - explicó al
anciano -, está totalmente llena de moras. Según los antiguos, las moreras tienen siete
características extremas: viven mucho, apenas dan sombra, no cobijan nidos entre sus
ramas, los gusanos respetan sus troncos, sus hojas resisten los ataques de la escarcha y
sus frutos no son tan grandes como los de los otros árboles, aunque poseen unas ramas
realmente espléndidas'. Eso explica que se le dé a la montaña un nombre tan peculiar.
Como esta región está prácticamente deshabitada y los viajeros que la cruzan son muy
pocos, las moras maduran y caen al suelo, donde terminan pudriéndose. Su número es
tan grande que llenan prácticamente el sendero que discurre entre un desfiladero de
paredes escarpadas en extremo. A causa de las escarchas invernales y del calor del
verano los restos de las moras forman una masa tan pútrida, que las gentes de por aquí
llaman a ese punto el Desfiladero de la Mierda Resbaladiza. Cuando se levanta el viento
del oeste, no hay quien aguante el hedor. Afortunadamente estamos a finales de la
primavera y en esta época del año los vientos suelen ser del sudeste; de lo contrario,
estaríamos todos con las narices tapadas.
Tripitaka se quedó tan desconsolado, al escuchar tales nuevas, que no supo qué decir.
Sólo el Peregrino perdió la paciencia y exclamó, malhumorado:
- ¡Se nota que carecéis del menor sentido de la oportunidad! Venimos a pediros
alojamiento, después de recorrer un larguísimo camino, y lo único que se os ocurre es
contarnos esas cosas, para desalentarnos. ¿Qué clase de persona sin entrañas eres tú? Si
no tienes sitio en tu casa para dejarnos pasar la noche, dínoslo claramente y nos
acurrucaremos contra los troncos de estos árboles. Mirándolo bien, podemos dormir en
cualquier parte. ¿Qué pretendes conseguir, al contarnos historias como ésa?
El desconcierto se apoderó del anciano. Jamás había visto a nadie con un rostro tan
extraño como el de aquel monje. Durante unos segundos la sorpresa le borró las
palabras de la garganta, pero poco a poco se fue reponiendo y, apuntando al Peregrino
con el bastón, gritó, ofendido:
- ¡Mira quién viene a darme lecciones a mi propia casa! ¡Una especie de espíritu con el
rostro demacrado, la frente plana, la nariz chata, la mandíbula saliente y la cara cubierta
totalmente de pelos! ¿Cómo te atreves a tratar con tan poca consideración a un anciano
tan entrado en años como yo?
- Está visto que, aunque tenéis ojos, no los usáis como debierais - contestó el Peregrino,
tratando de aplacarle con una sonrisa - ¿A quién se le ocurre confundirme con un
espíritu famélico? Como dirían los libros de fisonomía, por muy feos y raros que sean
los rasgos de un rostro, no debe olvidarse que hasta la pieza más fina de jade se esconde
en el interior de una roca vulgar. Es un grave error juzgar a la gente por el aspecto que
ofrecen. Por muy feo que pueda parecer, te aseguro que pocas personas hay que tengan
tan buenas cualidades como yo.
- ¿De dónde sois? - preguntó el anciano de una forma precipitada -. ¿Cómo os llamáis y
cuáles son esas cualidades extraordinarias que decís poseer?
- Provengo del Continente de Purvavideha - respondió el Peregrino, sonriendo - y me
he dedicado durante muchísimo tiempo a la meditación en la Montaña de las Flores y
Frutos. Poseo un conocimiento muy perfecto de las artes marciales, que aprendí con el
Patriarca del Corazón y la Mente. Eso me ha capacitado para domesticar dragones,
agitando las aguas de los mares, como si se encontraran dentro de un vaso, y para cargar
con las montañas y correr con ellas detrás del sol. No hay quien me iguale capturando
monstruos y demonios, haciendo cambiar de lugar las estrellas y planetas, y sumiendo
en el terror a los espíritus y dioses. Mi fama se asienta en las tropelías que cometí en un
principio contra el Cielo y la Tierra. No en balde soy el Hermoso Mono de Piedra,
cuyos poderes metamórficos nadie puede igualar.
- Por favor - exclamó el anciano, inclinándose con inesperado respeto -, honrad mi
humilde mansión con vuestra presencia.
Los peregrinos cogieron el equipaje y entraron en la casa, sin soltar en ningún momento
al caballo de las riendas. En el interior había un pequeño patio, en el que sólo crecían
hierbajos y abrojos. Traspusieron una segunda puerta y penetraron en un espacio
abierto, lleno, igualmente, de espinos y cardos, en cuyo centro se levantaban tres casas
con el tejado de pizarra. En cuanto entraron en una de ellas, el anciano pidió a sus
huéspedes que tomaran asiento y ordenó que les sirvieran té y algo de comer. Las mesas
no tardaron en llenarse de tortitas de trigo, "dou-fu", brotes de bambú, nabos, mostaza,
berengenas, arroz y una sopa de malvas con vinagre, platos de los que, tanto el maestro
como los discípulos, dieron en seguida buena cuenta. Nada más terminar de comer, Ba-
Chie tiró de la manga al Peregrino y le susurró al oído:
- ¿Por qué nos habrá dado este anciano un banquete tan opíparo, cuando al principio se
negaba a dejarnos pasar?
- Tampoco hay que exagerar tanto - contestó el Peregrino -. ¿Qué pueden sumar, en
definitiva, todas estas viandas? De todas formas, aún no ha llegado lo mejor. Ya verás
como mañana nos ofrece un convite de despedida con más de diez platos y frutas
diferentes.
- ¡Debería darte vergüenza! - le respondió Ba-Chie -. Está claro que, si se ha portado
tan bien con nosotros, ha sido debido a la ampulosa presentación que hiciste de ti
mismo. ¿Por qué habría de seguir mostrándose generoso con nosotros a la hora de la
partida? Lo más seguro es que nos despida con el estómago vacío.
- No te preocupes por eso - trató de tranquilizarle el Peregrino -. Ya me encargaré yo de
que no ocurra tal cosa.
No tardó en hacerse totalmente de noche y el anciano ordenó traer unas cuantas
lámparas. El Peregrino aprovechó la ocasión para preguntarle, inclinando, respetuoso, la
cabeza:
- ¿Cómo os apellidáis?
- Li - contestó el anciano escuetamente.
- Doy por supuesto, entonces, que éste es el pueblo de los Li.
- No, no - respondió el anciano en seguida -. Ésta es la aldea de Te-Le, en la que
habitan más de quinientas familias de apellidos totalmente diferentes. De hecho, yo soy
el único que ostenta el de Li.
- ¿Tendríais la amabilidad, señor Li - volvió a preguntar el Peregrino -, de explicarnos
por qué nos habéis dado un banquete tan espléndido?
- Muy sencillo - respondió el anciano, poniéndose de pie -. Al oíros decir que no había
nadie mejor que vos a la hora de capturar monstruos, pensé que, quizás, quisierais
ayudarnos a capturar uno que nos hace la vida imposible. Si lográis derrotarle, tened la
seguridad de que os recompensaremos con largueza.
- Gracias por encomendarme una misión tan fácil - replicó el Peregrino, inclinándose
ante él.
- ¿Ves lo que consigues con tus bravuconadas? - le increpó Ba-Chie -. Cuando alguien
pide a otro que le ayude a capturar un monstruo, se convierte en alguien tan querido
para él como su abuelo materno. Por si eso fuera poco, te inclinas ante él con un respeto
que jamás te había visto emplear con nadie.
- No entiendes absolutamente nada - se defendió el Peregrino -. Lo único que quería
expresar con mi inclinación era, simplemente, mi agradecimiento. Estoy seguro de que,
a pesar de lo que ha dicho, no va a pedirme absolutamente nada.
- ¡Cuidado que eres egoísta! - le regañó Tripitaka -. No puedes echarte atrás ahora.
Además, suponte que ese monstruo tiene unos poderes realmente extraordinarios y no
consigues capturarle. ¿No parecerá, entonces, que los que hemos renunciado a la familia
no somos más que un montón de embusteros y timadores?
- No toméis a mal lo que acabo de decir - replicó el Peregrino, sonriendo -. Voy a
preguntarle algo más.
- ¿Sobre qué? - se apresuró a inquirir el anciano.
- Vuestra comarca parece muy próspera y tranquila - comenzó diciendo el Peregrino -.
Eso explica que vivan tantas familias reunidas en una región tan apartada como ésta.
¿Queréis explicarme qué clase de monstruo es ese que os tiene aterrados?
- A decir verdad - contestó el anciano -, durante mucho tiempo pocos lugares ha habido
tan tranquilos y prósperos como éste. Todo empezó a cambiar hace aproximadamente
tres años, cuando en el mes de junio se levantó, de pronto, un viento tan huracanado
como jamás se había visto por estas latitudes. En aquel momento todos nos
encontrábamos en los campos, bien plantando arroz, bien descascarillando el grano. Al
principio pensamos que el tiempo había cambiado inesperadamente. ¿Cómo íbamos a
sospechar que dentro de aquel huracán viajaba un monstruo, que, en un abrir y cerrar de
ojos, devoró todo el ganado que estaba paciendo en los campos? Su hambre era tan
insaciable, que, en cuanto hubo acabado con los bueyes y vacas, la arremetió contra los
pollos y los gansos, llegando, incluso, a devorar a todos los hombres y mujeres que
encontró a su paso. Desde entonces no ha dejado de hacernos continuas visitas,
mermando cruelmente nuestras posesiones y nuestras familias. Si es verdad que tenéis
el poder suficiente para acabar con los monstruos, libradnos de éste y os prometo que
jamás olvidaremos lo que hayáis hecho por nosotros. ¿Cómo vamos a olvidaros, si os
habréis convertido en nuestro benefactor?
- Por lo que me contáis - concluyó el Peregrino -, ese monstruo es extremadamente
difícil de capturar.
- ¡Efectivamente! - se apresuró a decir Ba-Chie -. Nosotros no somos más que unos
pobres monjes, que viven de las limosnas que les dan y que han tenido la buena o mala
fortuna de pediros alojamiento por esta noche. ¿Creéis que gente así tiene poder para
capturar monstruos? Lo único seguro es que, en cuanto amanezca, proseguiremos
tranquilamente nuestro camino.
- ¡Lo que sois es unos timadores, a los que les gusta comer de gorra! - exclamó el
anciano, malhumorado -. Al principio os las dabais de grandes, diciendo que podíais
cambiar las estrellas y los planetas de su sitio y que erais unos auténticos maestros
capturando demonios y monstruos. Sin embargo, cuando os pido que me ayudéis, todo
se convierte en dificultades y problemas.
- Te repito que ese monstruo es muy difícil de capturar - contestó el Peregrino -. El
problema mayor estriba, de hecho, en que todas las familias de esta comarca actuáis por
separado y jamás aunáis esfuerzos.
- ¡Cómo habéis llegado a esa conclusión! - exclamó el anciano, sorprendido.
- Como tú mismo acabas de decir - respondió el Peregrino -, durante tres años ese
monstruo ha estado mermando vuestros ganados e, incluso, vuestras familias. Si cada
uno de vosotros hubiera aportado una libra de plata, habrías logrado reunir un total de
quinientas libras, con las que podríais, muy bien, haber contratado los servicios de
alguien especializado en la captura de monstruos. No comprendo cómo le habéis dejado
campar a sus anchas todos estos años.
- Ahora que sacáis el tema - replicó el anciano -, os diré que, sólo de pensarlo, me
pongo furioso. En todo este tiempo cada una de nuestras familias no ha desembolsado
una libra de plata, sino hasta tres y cuatro. El año pasado, sin ir más lejos, se presentó en
esta montaña un monje procedente del sur y le pedimos que acabara con él, pero no lo
consiguió.
- ¿Qué métodos empleó para atraparle? - preguntó, una vez más, el Peregrino.
- Se trataba de un hombre muy piadoso y de una virtud a toda Prueba - explicó el
anciano -. Primero recitó El pavo real y después, El loto. No contento con eso, quemó
incienso en un pebetero e hizo sonar de continuo una campanilla de bronce. Sus
recitados y sus cantos lograron, en efecto, atraer al monstruo, que no tardó en
presentarse a lomos del viento y las nubes. El monje le retó, pero el combate que
entonces se produjo no es para ser narrado. El único que golpeaba era el monstruo. El
religioso trató de hacerle frente lo mejor que pudo; sin embargo, está claro que los
hombres de la cabeza rapada jamás han sido buenos luchadores. Al poco rato la bestia
regresó, triunfante, al lugar del que había partido, envuelto en un manto de nubes y
polvo. Fue como poner a secar un cangrejo al sol. Cuando nos acercamos a ver lo que
había sido del monje, nos encontramos con que sólo quedaba una masa informe, que
recordaba un melón podrido.
- Puestas así las cosas - replicó el Peregrino -, el que salió perdiendo fue él, no
vosotros.
- Él, ciertamente, perdió la vida - reconoció el anciano -, pero nosotros tuvimos que
pagarle el funeral y entregar algo de dinero al discípulo que le acompañaba. La cosa se
complicó, porque éste último exigió más y nos amenazó con llevarnos ante los
tribunales.
- Después de eso, ¿solicitasteis la ayuda de alguien más para capturar a la bestia? -
volvió a preguntar el Peregrino.
- Sí - contestó el anciano -. El año pasado contratamos a un taoísta.
- ¿Qué medios empleó para atraparle? - inquirió, una vez más, el Peregrino.
- El taoísta del que os hablo - contestó el anciano - lucía un yelmo de oro en la cabeza,
vestía una túnica muy extraña y no dejaba de golpear una placa que llevaba colgada del
pecho, mientras recitaba ensalmos y esparcía por doquier agua sagrada. Convocó a los
dioses y a los espíritus, pero sólo consiguió atraer con sus artes al monstruo, que vino a
lomos de un huracán, envuelto en una nube tan espesa de polvo, que todo quedó sumido
en la más densa oscuridad. La bestia y el taoísta se enzarzaron en una terrible batalla,
que duró hasta el amanecer, cuando el monstruo se retiró al lugar del que había venido,
dejando tras él un aire limpio y luminoso. Esperanzados, corrimos en busca del taoísta,
pero, para nuestra desgracia, le encontramos flotando en las aguas de un río. Cuando le
sacamos, comprobamos que su cuerpo se parecía a los pollos que se echan en la sopa
para dar sabor.
- No puede decirse que salierais mejor parados que él - comento el Peregrino.
- No pudo salvar, en efecto, la vida - admitió el anciano -, pero los gastos que nos
acarreó su muerte fueron muy gravosos para todo el pueblo.
- No os preocupéis más - concluyó el Peregrino -. Os ayudaré a capturar a esa bestia.
- Si, de verdad, tenéis poder para hacerlo - se apresuró a decir el anciano -, pediré a los
principales del lugar que redacten un contrato, por el que se comprometan a entregaros
todo el dinero que exijáis, sin escatimaros ni un solo yüan. Si, por el contrario, vuestra
empresa no se ve coronada por el éxito, tanto vos como vuestros herederos, renunciaréis
a cualquier tipo de compensación y que se cumpla la voluntad de los Cielos.
- Se nota que estáis cansado de que os lleven a los tribunales, ¿eh? - exclamó el
Peregrino, soltando la carcajada -. Podéis estar tranquilo. Yo no soy de esos a los que
les encantan los pleitos. Id a buscar a quien queráis.
Loco de contento, el anciano pidió a unos criados que fueran a buscar a los ocho o
nueve principales del lugar, todos ellos vecinos suyos y, de alguna manera,
emparentados con él. Tras saludar al monje Tang y enterarse del propósito de tan
intempestiva llamada, los ancianos empezaron a dar saltos de alegría.
- ¿Quién de vosotros es el que va a enfrentarse con el monstruo? - preguntó uno de
ellos, sin poder contener su entusiasmo.
- Yo - respondió el Peregrino, juntando las manos a la altura del pecho e inclinándose
ante ellos.
- ¿Tú? - exclamó el anciano, asombrado -. ¡Eso es imposible! El monstruo posee unos
poderes mágicos francamente extraordinarios y su constitución es muy fornida. ¿Cómo
va a enfrentarse contra él un monje tan pequeño y debilucho como tú? Lo más seguro es
que no tenga contigo ni para un diente.
- No se puede decir que vuestros ojos sean muy buenos - respondió el Peregrino,
soltando la carcajada -. Es posible que no sea muy alto, pero mi fuerza no tiene nada
que envidiar a la de nadie. Como suele decirse, con unas gotas de la piedra de afilar me
ha bastado Para hacerme tan penetrante como un cuchillo.
Al oírlo, los otros ancianos se convencieron de que era la persona adecuada y le
preguntaron:
- ¿Habéis pensado cuánto vais a pedirnos por capturar a ese monstruo?
- ¿A qué viene hablar de recompensas ahora? - preguntó el Peregrino -. Como muy bien
afirma el proverbio, "el oro emborracha la vista, la plata carece de brillo y el cobre
apesta, después de pasar por tantas manos". Nosotros no somos más que unos pobres
monjes empeñados en acumular méritos, no riquezas. ¿Para qué queremos
recompensas?
- Por la forma de hablar - concluyó uno de los ancianos, admirado -, se ve que os
tomáis vuestros votos en serio. Es posible que no estéis dispuestos a aceptar un pago en
metálico, pero no podemos dejaros marchar con las manos vacías. Todos nosotros
poseemos granjas y haciendas. Si conseguís liberar realmente esta comarca de la
maldición de ese monstruo, tened la seguridad de que cada familia os regalará ochenta
áreas de la mejor tierra, para que construyáis en ella un monasterio, en el que podáis
dedicaros a la meditación de los principios del Zen. Eso es mucho mejor que ir de acá
para allá sin más techo que las nubes ni más paredes que los riscos de las montañas.
- ¡Qué ideas se os ocurren! - exclamó, una vez más, el Peregrino, soltando la carcajada
-. Si tuviéramos tierras, tendríamos que criar caballos, sacarlos a pastar durante los
meses de verano y almacenar heno para la época invernal. Con tanto ajetreo, no nos
quedaría ni un minuto para meditar. Nos acostaríamos con el sol y nos levantaríamos
antes, incluso, de que amaneciera. ¿Es ésa la vida que deseáis para nosotros? ¡Vuestra
recompensa terminaría matándonos!
- ¿Qué es lo que queréis, entonces? - inquirió el anciano.
- Nos conformamos con algo de té y un poco de arroz - contestó el Peregrino -. Al fin y
al cabo, somos personas sin familia.
- No se hable más, entonces - concluyó uno de los ancianos -. Nos gustaría, de todas
formas, saber qué plan tenéis para capturar a ese monstruo.
- Ya lo veréis, cuando venga - replicó el Peregrino.
- No debéis actuar a la ligera - le aconsejó otro anciano -. Esa bestia es tan enorme, que
su cabeza llega hasta el Cielo. Además, hace su aparición a lomos del viento y se
marcha montado en la neblina. ¿Cómo vas a llegarte hasta él?
- Si realmente tiene esos poderes - respondió el Peregrino, sonriendo -, le trataré como
si fuera mi nietecillo. De todas formas, es una ventaja que sea tan grande como decís,
porque podré golpearle con más facilidad.
Cuando más embebidos estaban en la conversación, se oyó de pronto un viento tan
huracanado, que todos los ancianos se echaron a temblar de miedo, como si fueran
brotes tiernos de bambú.
- ¡Qué mala suerte tiene este pequeño monje! - exclamaron, aterrados -. Apenas acaba
de mentarla y ya está aquí esa bestia.
El anciano Li abrió de par en par la puerta que daba al patio de su casa y urgió al monje
Tang y a los demás que se pusieran inmediatamente a cubierto, diciendo:
- ¡Entrad a toda prisa! ¡Acaba de llegar el monstruo!
Hasta Ba-Chie y el Bonzo Sha se contagiaron de su nerviosismo y se lanzaron como
locos hacia la casa. Haciendo embudo con las dos manos, el Peregrino les gritó,
enfadado:
- ¿Habéis perdido el juicio? ¿Cuándo se ha visto que personas como vosotros se
abandonen, sin más, al pánico? ¡Deteneos, de una vez! Es preciso que descubramos
cuanto antes qué clase de monstruo es ése.
- Aunque no lo parezca - contestó Ba-Chie -, esta gente es inteligente en extremo. En
cuanto oyen el bramido del viento, saben que se acerca el monstruo y se refugian en el
primer sitio que encuentran. ¿Por qué no habríamos de hacerlo también nosotros?
Además, ¿qué sentido tiene enfrentarnos con esa bestia, cuando en este pueblo no hay ni
un solo pariente nuestro?
El Peregrino tenía la fuerza suficiente para detener a los dos y así lo hizo. El viento se
hizo entonces aún más fuerte. Los árboles del bosque se doblaban como si fueran
simples matas de hierba, haciendo temblar de espanto a los tigres y a los lobos. Las
aguas de los mares y los ríos se elevaban hacia lo alto, sembrando la alarma entre los
espíritus y los dioses. Enormes masas rocosas se desprendían de las tres cumbres del
Monte Hua 2, mientras los cuatro continentes del mundo perdían la estabilidad que los
había hecho ideales para habitar. Las puertas de todas las ciudades se cerraron a cal y
canto, como si se acercara un ejército enemigo. En los lugares más apartados los niños
escondían la cabeza entre las mantas, sabedores de que el cielo estrellado había sido
cubierto por una negra masa de nubes amenazadoras. Las antorchas y las lámparas se
apagaron al mismo tiempo, sumiendo toda la tierra en una oscuridad absoluta. Presa del
pánico, Ba-Chie se dejó caer al suelo y empezó a hacer un agujero con el hocico. En
cuanto hubo enterrado en él la cabeza, pegó de tal forma el cuerpo contra la tierra, que
parecía como si estuviera clavado a ella. El mismo Bonzo Sha tuvo que protegerse el
rostro con las manos, porque la arena se le metía en los ojos y no podía mantenerlos
abiertos. Sólo el Peregrino permaneció de pie, haciendo frente al viento, con el fin de
determinar la naturaleza del monstruo que cabalgaba sobre sus destructores lomos. Al
poco rato amainó de repente la fuerza del aire y a media altura apareció algo que daba la
impresión de ser dos lámparas encendidas.
- El viento ha dejado de soplar - dijo, entonces, el Peregrino a sus dos hermanos -.
Levantaos y echad un vistazo a esto.
El Idiota desenterró la cabeza y levantó la vista hacia el cielo, al tiempo que sacudía
ligeramente el cuerpo para desprenderse del polvo. Al ver las dos lucecitas, soltó la
carcajada y exclamó, divertido:
- ¡Esto sí que es curioso! Se nota que ese monstruo tiene un gran sentido de la
economía. Deberíamos entablar amistad con él.
- ¿Cómo puedes decir eso? - le regañó el Bonzo Sha -. Ni siquiera sabemos qué clase
de persona es. La noche está demasiado oscura para poder verle la cara.
- Como muy bien afirma el proverbio - respondió Ba-Chie -, "si no dispones de luces
para caminar por la noche, es mejor que te eches a descansar" 3. Por fuerza tiene que
tratarse de un buen hombre. Si no, ¿cómo iba a salir a los caminos con esas dos
lámparas?
- Estás muy equivocado - contestó el Bonzo Sha -. Eso no son lámparas, sino sus ojos.
- ¡Santo cielo! - exclamó el Idiota, encogiéndose como si fuera un enano -. ¿Cómo será
su boca, si tiene tan separados los ojos?
- No tengáis ningún miedo - les aconsejó el Peregrino -. Quedaos aquí, protegiendo al
maestro, mientras me acerco a esa bestia y le hago unas cuantas preguntas, para ver si
averiguo quién es.
- ¡Con tal de que no sepa quiénes somos nosotros! - suspiró Ba-Chie.
El Peregrino dio un salto tremendo y se elevó hacia lo alto. Sin soltar en ningún
momento la barra de hierro, gritó con voz potente:
- ¿Adonde vas tan deprisa? ¿No ves que estoy aquí?
Al percatarse de su presencia, el monstruo se puso de pie y empezó a lanzar contra el
aire tremendos lanzazos. El Peregrino no se arredro. Al contrario, adoptó una postura de
lucha y preguntó:
- ¿De dónde eres y cuáles son los poderes que te asisten?
El monstruo no respondió. Todo lo que hizo fue barrer el espacio con su lanza. El
Peregrino repitió la pregunta, pero su respuesta fue exactamente la misma. El monstruo
parecía obsesionado con lanzar golpes a derecha e izquierda.
- ¿Así que estás sordo y mudo, eh? - exclamó el Peregrino, soltando la carcajada -.
¡Peor para ti! ¡No huyas y prueba el sabor de mi barra!
El monstruo no dio ninguna señal de alarma. Al contrario, estiró la lanza y paró los
golpes del Peregrino. De esta forma, dio comienzo un espectacular combate, que duró
hasta bien entrada la tercera vigilia, sin que ninguno de los dos contendientes hubiera
conseguido una diferencia apreciable. Desde abajo Ba-Chie y el Bonzo Sha seguían con
impaciencia el desarrollo de la lucha. Podían ver con toda claridad cómo el monstruo se
limitaba a parar los golpes, sin atacar en ningún momento a su adversario. La barra del
Peregrino ni siquiera conseguía rozarle la cabeza.
- Tú quédate aquí, mientras yo voy a echar una mano a nuestro hermano - dijo Ba-Chie
al Bonzo Sha, impaciente -. No está bien que se lleve él toda la gloria. De lo contrario,
nadie podrá arrancarle de la mano la primera copa de vino.
Con increíble rapidez se elevó hacia las nubes y descargó sobre el monstruo un golpe
tremendo con su rastrillo. Sin inmutarse, la bestia sacó otra lanza y lo desvió, como si se
hubiera tratado del ataque de un mosquito. Las dos lanzas se movían en el aire con la
facilidad de dos serpientes bailarinas y con la rapidez de dos rayos.
- ¡Este monstruo es un auténtico maestro en el manejo de la lanza! - exclamó Ba-Chie,
admirado -. Su estilo recuerda al del "apuntalamiento de montañas", aunque tiene
mucho del "tejedor de seda". Por supuesto, no se parece en nada al del "protector de la
familia". Me inclino a pensar que ese estilo es el de "la muñeca flexible".
- ¡No digas tonterías, por favor! - le regañó el Peregrino -. No existe ningún estilo con
un nombre tan estúpido.
- Ya lo sé - reconoció Ba-Chie -, pero es el que mejor se ajusta a la forma que tiene de
parar nuestros golpes. ¿Te has dado cuenta con qué facilidad los desvía hacia otra parte?
Además, hay otra cosa. ¿Dónde tendrá guardadas sus armas?
- Quizás su estilo sea, en efecto, el de "la muñeca flexible" - admitió el Peregrino -. Sin
embargo, lo más sorprendente es que no sabe hablar. Lo más seguro es que no haya
conseguido todavía la naturaleza humana. Tras pensarlo mucho, he llegado a la
conclusión de que se haya influenciado totalmente por el yin. De esa forma, al
amanecer, cuando el yang se hace cada vez más potente, sus fuerzas decrecen de una
forma alarmante y se ve obligado a huir. Ése es el momento que debemos aprovechar
nosotros para cortarle la retirada y evitar que escape.
- ¡Estoy de acuerdo contigo! - contestó Ba-Chie.
La lucha se prolongó aún durante mucho tiempo. Poco a poco comenzó a clarear por el
este. Como había anticipado el Peregrino, antes de que apareciera, majestuoso, el primer
rayo de sol, el monstruo se dio media vuelta y huyó a toda prisa. Ba-Chie y el Peregrino
volaron tras él. Al poco rato los golpeó en las narices el insoportable hedor del
Desfiladero de la Pulpa de Morera en el corazón mismo de la Montaña de los Siete
Extremos.
- ¡Puaf, qué olor más desagradable! - exclamó Ba-Chie -. Me pregunto qué familia
estará limpiando su pozo negro a estas horas.
- ¡Deja de hablar y persigue al monstruo! - le urgió el Peregrino, tapándose las narices
con las manos.
Una vez transpuesta la montaña, el monstruo recobró la forma que le era habitual.
Admirados, Ba-Chie y el Peregrino comprobaron que se trataba de una enorme
serpiente pitón de escamas rojizas. Sus ojos poseían un brillo más intenso que el de las
estrellas poco antes del amanecer y emitía por las narices una neblina como la que
acompaña las primeras horas de la mañana. Aunque parezca extraño, estaba provista de
unas garras 4 de un color tan amarillento como el oro y tan afiladas como las hileras de
dientes acerados que tenía en la boca. Justamente encima de los ojos le crecía un cuerno
tan duro, que parecía estar formado por más de mil pequeños trocitos de cornalina. Todo
su cuerpo estaba protegido por un tupido tejido de escamas rojizas, que daban la
impresión de ser pequeñas llamitas flameando. Pese a todo, la belleza de su piel era tal,
que, al enroscarse en la tierra, podía muy bien ser tomada por un lienzo bordado, de la
misma forma que, al volar, más de uno la confundiría con un arco iris. Cuando
descansaba, ascendía de su cuerpo un aroma fétido francamente insoportable, que se
transformaba en una nube morada, cuando se movía. Era tan grande como una montaña
y su longitud recordaba una cordillera que uniera el norte con el sur.
- ¡Qué serpiente más enorme! - exclamó Ba-Chie, asombrado -. Seguro que se come
quinientas personas y aún sigue teniendo hambre.
- Con toda certeza, las lanzas que maneja con tanta maestría son, en realidad, los dos
extremos de su lengua bífida - dijo el Peregrino -. Después de una huida tan alocada
debe de estar muy cansada. Opino, por tanto, que lo que mejor podemos hacer es
atarearla por detrás.
Ba-Chie levantó el rastrillo por encima de su cabeza y lo dejó caer con fuerza sobre la
serpiente, que se escabulló a toda prisa hacia un agujero. Ba-Chie consiguió agarrarla de
la cola y gritó, entusiasmado, dejando el rastrillo a un lado:
- ¡La tengo! ¡La tengo!
Pero, aunque tiraba con todas sus fuerzas, no consiguió sacarla ni un centímetro más.
- Déjala - le aconsejó el Peregrino -. Es imposible sacar una serpiente de su escondite
de la forma en que tú lo estás haciendo. Conozco un método mejor. Ya lo verás.
A regañadientes, Ba-Chie la dejó marchar y la serpiente se perdió totalmente en el
interior del agujero.
- La tenía casi fuera - se lamentó, entonces el Idiota -. ¿Cómo vamos a sacarla ahora
que se encuentra segura en su hura? ¿No es esto lo que se llama quedarse sin serpientes
para jugar?
- ¡No digas tonterías! - le regañó el Peregrino -. Este agujero es demasiado pequeño
para un cuerpo tan grande como el suyo. Jamás hubieras conseguido darle la vuelta. Eso
explica que tiene que haber por aquí cerca otra salida. Encuéntrala y no la dejes usarla.
Yo la atacaré por este lado.
El Idiota corrió hacia la otra vertiente de la montaña y no tardó en hallar, en efecto, un
nuevo agujero. Cuando lo estaba mirando, distraído, el Peregrino asestó a la serpiente
un golpe tan tremendo con su barra de hierro, que salió disparada por el otro extremo,
lanzando alaridos de dolor. Lo hizo con tal rapidez que pilló de sorpresa al Idiota, el
cual quedó tumbado en el suelo a consecuencia del coletazo que recibió en pleno rostro.
Al ver que el agujero estaba vacío, corrió hacia la salida que guardaba Ba-Chie,
gritándole que saliera detrás del Monstruo. Olvidándose del dolor que le tenía postrado,
Ba-Chie se puso en seguida de pie y empezó a golpear el suelo con el rastrillo, como si
se hubiera vuelto loco.
- ¿Se puede saber para qué haces eso? - le preguntó el Peregrino soltando la carcajada -.
¿No ves que la serpiente se ha escapado?
- Por supuesto que sí - contestó Ba-Chie -. Esto es lo que se llama sacudir los ramajes,
para hacer salir a la culebra.
- ¡Con razón te llaman el Idiota! - exclamó el Peregrino en tono burlón -. ¡Vamos!
¡Salgamos en persecución de esa bestia!
Tras dejar atrás un arroyo, vieron que la serpiente se había enroscado en el suelo,
formando lo que parecía un pequeño montículo de arena. Al acercarse a ella, abrió de
repente su enorme boca y lanzó una dentellada a Ba-Chie, que se dio en seguida la
vuelta y huyó sobre sus pasos. El Peregrino no tuvo tan buena suerte y terminó en el
estómago del monstruo. Al ver la facilidad con la que se lo había tragado, Ba-Chie
empezó a golpearse el pecho, al tiempo que gritaba, desesperado:
- ¿Por qué has tenido que venir a morir a manos de una simple culebra?
- ¿Morir yo? - repitió el Peregrino desde el estómago de la bestia -. No te preocupes -
añadió, levantando la barra de hierro -. Si miras con atención, verás cómo esta pitón se
transforma en un puente.
Elevó un poco más la barra y forzó a la bestia a doblarse de tal forma, que, en efecto,
parecía el típico arco que forman los puentes.
- Tienes razón - dijo Ba-Chie, más animado -. Es la imagen exacta de un puente, pero
dudo que alguien se atreva a pasar por encima de él.
- En ese caso - contestó el Peregrino, bajando un poco la barra de hierro -, voy a hacer
que parezca un barco.
Con el estómago pegado a la tierra y la cabeza levantada la bestia parecía en verdad,
una embarcación del distrito del río Gan.
- Es cierto que me recuerda un barco - comentó Ba-Chie -, pero carece de mástil y dudo
mucho que pueda navegar a impulsos del viento.
- Quítate de ahí y te demostraré que estás totalmente equivocado - dijo el Peregrino y
levantó con todas sus fuerzas la barra hacia arriba, hasta que la espina dorsal de la bestia
alcanzó una altura de tres o cuatro metros. De esta forma, su cuerpo adquirió, en efecto,
la forma de una vela desplegada.
Incapaz de aguantar más el dolor, la serpiente trató de regresar por donde había venido,
pero el viento la hizo rodar montaña abajo y, al cabo de cuarenta kilómetros de loca
caída, se desplomó en el suelo y murió. En cuanto llegó a su lado, Ba-Chie descargó
sobre ella una lluvia de golpes furiosos. El Peregrino acababa de salir de su cuerpo y se
quedó estupefacto, al ver la reacción del Idiota. Le agarró, por fin, del brazo y le
reprendió, diciendo:
- ¿A qué viene malgastar tanta energía? ¿Acaso no ves que está muerta?
- Sí - contestó Ba-Chie -, pero no hay cosa que más me guste que golpear a las culebras
sin vida.
De todas formas, dejó a un lado el arma y ayudó al Peregrino a arrastrar a la pitón, por
lo que, de momento, no hablaremos más de ellos. Sí lo haremos, sin embargo, del
anciano Li y del resto de los habitantes del pueblo de Te-Le, quienes dijeron al monje
Tang, preocupados, en cuanto hubo amanecido:
- Vuestros dos discípulos han pasado peleando toda la noche y aún no han vuelto. No
queremos alarmaros, pero lo más seguro es que hayan perdido la vida en el intento.
- No lo creo - exclamó Tripitaka, convencido -. De todas formas, no estaría de más que
saliéramos a echar un vistazo.
Al poco rato vieron al Peregrino y a Ba-Chie acercarse con una enorme serpiente pitón
muerta. Al comprender lo ocurrido, todos los habitantes de la aldea, desde el más joven
hasta el más viejo, lo mismo hombres que mujeres, se echaron rostro en tierra y
empezaron a golpear el suelo con la frente, gritando, entusiasmados:
- ¡Así que éste es el espíritu que ha acabado con tantas vidas! Gracias a vuestro
heroísmo, podremos vivir tranquilos de ahora en adelante. Tened la seguridad de que
siempre os estaremos agradecidos.
Para demostrarlo, todas las familias se empeñaron en colmarlos de regalos y en
ofrecerles un banquete tras otro. A pesar de sus deseos Por proseguir cuanto antes la
marcha, los peregrinos hubieron de quedarse en aquel lugar casi una semana. Sólo a
fuerza de suplicar a los ancianos del pueblo, consiguieron que los dejaran partir a los
ocho días exactos de su llegada. Como habían acordado, no aceptaron ningún tipo de
pago en metálico, limitándose a tomar unas cuantas frutas Y algo de comida seca para el
viaje. Eso aumentó aún más su ascendencia sobre las gentes del lugar, que salieron a
despedirlos con burros y mulas engalanados con estandartes y cintas de colores. Aunque
en aquella región habitaban no más de quinientas familias, era tal el alboroto que
montaron, que parecían más de setecientos. Pese a todo la marcha se realizó a un paso
relativamente ligero y no tardaron en llegar al Desfiladero de la Pulpa de Morera, en el
corazón mismo de la Montaña de los Siete Extremos. Al ver lo estrecho que se hacía el
camino y lo irrespirable que se tornaba el aire a causa del hedor, Tripitaka exclamó,
desalentado:
- ¿Cómo vamos a pasar por ahí, Wu-Kung?
- Me temo que va a resultar bastante difícil - contestó el Peregrino, tapándose las
narices con la mano.
Al oír la palabra "difícil", Tripitaka se abandonó al desánimo y las lágrimas
comenzaron a fluir, abundantes, de sus ojos. El anciano Li y todos los demás se
acercaron a él y trataron de calmarle, diciendo:
- No os preocupéis. Si hemos venido hasta aquí con vos, ha sido porque, en prueba de
agradecimiento por lo que vuestros discípulos han hecho por nosotros, hemos decidido
abrir un camino, para que podáis seguir adelante.
- Creo que estáis valorando demasiado vuestras fuerzas - comentó el Peregrino,
sonriendo -. Vos mismo dijisteis que este desfiladero tiene una longitud de más de mil
quinientos kilómetros. ¿Cómo vais a abrir un camino a lo largo de una distancia tan
grande, si no sois trabajadores a las órdenes directas del Gran Yü 5? No lo toméis a mal,
pero creo que estamos mucho más capacitados que vosotros para pasar al maestro al
otro lado.
- ¿Qué es lo que piensas hacer, Wu-Kung? - preguntó Tripitaka, esperanzado.
- No cabe duda de que es dificilísimo atravesar esta cordillera en un abrir y cerrar de
ojos - contestó el Peregrino, sonriendo -. Lo ideal sería construir otro camino, pero eso
implica también una serie de grandes dificultades. La única solución, pues, es abrir un
sendero a lo largo de todo el desfiladero, pero me temo que no tenemos a nadie que nos
dé de comer.
- ¿Cómo podéis decir semejante cosa? - replicó el anciano Li -. Estamos dispuestos a
proporcionaros todo el alimento que preciséis. Deberíais saberlo.
- En ese caso - concluyó el Peregrino -, id a preparar dos arrobas de arroz blanco y unos
cuantos bollos al vapor y dádselos a este hermano nuestro del morro alargado. Os
aseguro que, en cuanto haya llenado la panza, abrirá con el hocico un camino lo
suficientemente ancho para que pueda pasar el maestro a lomos de su caballo.
- No me parece justo - protestó Ba-Chie -. A todos os gusta estar siempre limpios. ¿Por
qué tengo que exponerme yo a oler mal toda mi vida?
- Si consigues abrir un camino que me lleve a la otra parte de la montaña - se apresuró a
decir Tripitaka -, ten la seguridad de que proclamaré a los cuatro vientos que el mérito
de esta hazaña ha sido exclusivamente tuyo.
- ¿Por qué os empeñáis en burlaros de mí? - exclamó Ba-Chie, sonriendo -. En medio
de todo, soy capaz de metamorfosearme en treinta y seis cosas distintas. Eso sí, no me
exijáis que me convierta en algo delicado, porque no puedo hacerlo. Ahora, si queréis
que me transforme en un árbol, en una montaña, en un enorme canto rodado, en un
montón de arena, en un elefante, en un jabalí, en un carabao, en un camello, puedo
aseguraros que no existe nadie que lo haga mejor que yo. El único problema es que mi
apetito crece en proporción con el tamaño de la metamorfosis que adopte. Además,
antes de ponerme a trabajar, tengo que comer.
- ¡No os preocupéis por eso! - gritaron las gente de la aldea -. Hemos traído grandes
cantidades de comida. En un principio pensábamos dároslas, en cuanto hubierais
atravesado la montaña, pero, si queréis, os las sacamos ahora, para que las veáis. No os
preocupéis, si pensáis que son poco para vuestro estómago. En cuanto os hayáis
metamorfoseado y hayáis dado comienzo a vuestro trabajo, enviaremos a alguien al
pueblo a por algo más de arroz.
Ba-Chie no podía estar más satisfecho. Tras quitarse la túnica de color negro y dejar a
un lado su temible rastrillo de nueve puntas, exclamó:
- ¡Por lo que más queráis, no tratéis de engañarme! Mirad con atención y veréis cómo
me transformo en algo realmente extraordinario.
No había acabado de decirlo, cuando hizo un gesto mágico con los dedos y al instante
se convirtió en un cerdo de proporciones realmente enormes. El morro se le alargó de
una forma increíble y todo el cuerpo se le cubrió de un vello duro y blanquecino. Daba
la impresión de que toda su vida se hubiera alimentado de hierbas salvajes de la
montaña. Sus redondos ojos negros poseían a la vez el resplandor de la luna y el sol.
Todo en él poseía una redondez desconcertante: su rostro parduzco, su papada, sus
orejas, que recordaban las ramas de palma. Contrastaba su figura rechoncha con la
fortaleza de sus huesos, pensados para durar tanto como el cielo, y la dureza de su piel,
firme y resistente como el hierro. ¡Qué seguridad la de sus gruñidos, cuando hozaba
entre la suciedad! Difícilmente podía pensarse en algo más estable que sus pezuñas,
pues su cuerpo tenía más de treinta metros de alzada. Por algo la dureza de sus cerdas
recordaba a espadas aceradas. Jamás se había visto en todo el mundo un cerdo como
aquél, aunque los puercos son animales que se crían en todas partes. El monje Tang y
todos los que le acompañaban se quedaron boquiabiertos ante la metamorfosis que
acababan de contemplar. Pocas veces se había visto algo tan extraordinario. Hasta el
mismo Peregrino se rindió, con un tributo de sorpresa, a la pureza de la magia
desplegada por Ba-Chie.
Se rehizo, sin embargo, pronto de su asombro y ordenó a las gentes de la aldea que
colocaran la comida en lugar bien visible, para que el Idiota pudiera dar buena cuenta de
ella. En cuanto la vio, se la tragó de un par de bocados, sin importarle que estuviera
cruda o cocida. ¡Lo importante era engullir lo que le echaran! Pero bastó para que
recuperara las fuerzas. En cuanto hubo llegado a su estómago el último grano de arroz,
clavó el hocico en el suelo y empezó a roturar el camino. El Peregrino se volvió,
entonces, hacia el Bonzo Sha y le pidió que se quitara los zapatos, antes de cargar con el
equipaje. Él mismo se desprendió de sus botas, después de aconsejar al maestro que se
agarrara con fuerza a la silla de montar. Se volvió a continuación hacia la gente de la
aldea y dijo:
- Si es verdad que estáis agradecidos por lo que hemos hecho por vosotros, id
inmediatamente a preparar algo más de arroz.
Más de la mitad de los que habían salido a despedirlos lo hicieron a lomos de burros y
mulas, por lo que no tuvieron ninguna dificultad en regresar a hacer lo que se les había
ordenado. En realidad, el pueblo sólo distaba cincuenta kilómetros del comienzo del
desfiladero. De todas formas, cuando volvieron a la montaña con el arroz y otras
viandas, los peregrinos llevaban recorridos más de doscientos sesenta kilómetros. No
queriendo quedar en mal lugar, espolearon a sus cabalgaduras y se pasaron toda la
noche viajando por el desfiladero. Al amanecer, lograron darles alcance y gritaron,
jadeando por el esfuerzo:
- ¡Eh, los que vais en busca de escrituras! ¡Detened la marcha un momento! ¡Os
traemos el arroz que os prometimos!
- ¡Jamás había visto gente más cumplidora de su palabra que ésta! - exclamó el
maestro, sorprendido, y pidió a Ba-Chie que se detuviera para poder reponer las fuerzas.
El Idiota había estado caminando un día y una noche y empezaba a sentir hambre.
Levantó la vista y, al oler el arroz, comenzó a babear, como si fuera un lobo hambriento.
Aunque esta vez la cantidad de arroz superaba las siete u ocho arrobas, las engulló como
si se tratara de un par de granos. Después, volvió a clavar el hocico en la tierra y
continuó roturando el camino con más ímpetu que al principio. Tras agradecer a la gente
del pueblo todo lo que habían hecho, Tripitaka, el Peregrino y el Bonzo Sha se
despidieron de ellos y prosiguieron su camino. Sobre ese instante disponemos de un
poema que afirma:
Los habitantes del pueblo de Te-Le regresaron, satisfechos, a sus hogares, mientras Ba-Chie
continuaba abriendo un camino a lo largo de toda la cordillera. Nada lograba detener al piadoso
Tripitaka. Cuando los medios naturales se mostraban inefectivos, Wu-Kung recurría a la magia y
los demonios huían, despavoridos. De esa forma, consiguió limpiarse el Desfiladero de la Pulpa
de Morera y la Montaña de los Siete Extremos dejó de estar incomunicada. Una vez dominadas
las seis clases de deseos, se alcanza el privilegio de poder inclinarse ante los tronos de loto.
Desconocemos, de momento, la distancia que aún les quedaba por recorrer o el tipo de
monstruos a los que debían enfrentarse antes de llegar al final del viaje. Quien desee
averiguarlo tendrá que escuchar con atención las explicaciones que se dan en el capítulo
siguiente.
CAPITULO LXVIII
En cuanto hayas conseguido la virtud y hayas puesto fin a todas las causas, tu fama se extenderá
hasta el último rincón de los cuatro continentes. Entonces, te convertirás en un sabio iluminado y
ascenderás hacia el cielo, envuelto en un manto de nubes luminosas, que no lograrán arrancarte
los huracanes más violentos. Todos los Budas saldrán a tu encuentro y habitarás en el Palacio de
Jade por siempre jamás. ¡No prestes importancia a lo que no la tiene y deja de abrigar esos
sueños tan frágiles como el cuerpo de una mariposa! Cuando se dominan las pasiones, la
desgracia se disuelve en el mar de la nada.
Decíamos que, una vez que hubieron limpiado de impurezas el desfiladero, Tripitaka y
sus discípulos prosiguieron su camino, libres como el vuelo de las aves. El tiempo
transcurrió muy deprisa y de nuevo volvieron a hacerse presentes los insoportables
calores del verano. Los granados mostraban, orgullosos, la solidez de sus frutos,
mientras los lotos esparcían sus hojas, como si fueran parasoles verdes. Al ver pasar a
los caminantes ahuyentando el calor con sus abanicos de seda, las golondrinas corrían a
esconderse en parejas entre las copas de los sauces. Cuando más distraídos estaban
contemplando la belleza de la naturaleza, vieron surgir en la distancia una ciudad
amurallada y, tirando de las riendas, Tripitaka exclamó:
- ¡Mirad allí! ¿Qué clase de lugar será aquél?
- ¿Es que no lo veis? - contestó el Peregrino -. Cuesta trabajo creer que el Emperador
Tang en persona os confiara esta misión. Os comportáis como un perfecto analfabeto.
- ¿Por qué dices eso? - se defendió Tripitaka -. Nadie capaz de aprender de memoria
miles de sufras puede ser considerado analfabeto. Llevo muchos años de monje y puedo
asegurarte que aprendí a leer, cuando era muy pequeño.
- No lo toméis a mal - replicó el Peregrino -, pero parece como si no supierais leer esos
tres caracteres que ondean en todos los estandartes. De lo contrario, no hubierais
preguntado que qué clase de lugar es.
- ¡Cuidado que te gusta enredar las cosas! - le regañó Tripitaka -. ¿Cómo voy a saber lo
que dice ese estandarte, si el viento no deja de sacudirlo de un lado para otro? Hay
mucha diferencia entre ver y no poder leer, ¿no te parece?
- Entonces, ¿cómo es que yo lo veo con toda claridad? - insistió el Peregrino.
- No le hagáis caso, maestro - dijeron casi a coro Ba-Chie y el Bonzo Sha -. Desde aquí
apenas se distingue si es una ciudad o no. ¿Cómo va a poderse leer nada desde una
distancia tan grande?
- Pues yo lo veo perfectamente - insistió el Peregrino -. En todos los estandartes está
escrito: el Reino Morado.
- Ese reino debe de formar parte de la demarcación occidental - exclamó Tripitaka,
entusiasmado -. Creo que lo mejor será que entremos en él, para que nos sellen nuestros
permisos de viaje.
- Me parece muy bien - opinó el Peregrino.
No tardaron en llegar a las puertas de la ciudad. Tripitaka desmontó del caballo y
traspusieron una artística entrada coronada por un triple tejadillo. Fue así como
descubrieron que se trataba de una capital realmente magnífica. Sus cuatro puertas se
hallaban protegidas por unas torres impresionantes unidas entre sí por altísimos paños
de muralla. A pesar de estar fortificada, el agua corría libremente por toda la ciudad. En
realidad, constituía uno de sus medios de defensa. El otro lo formaban las
impresionantes montañas que se elevaban hacia el norte y el sur. A juzgar por las
mercancías de la más variada procedencia que se exhibían en los mercados, debía de
tratarse de un centro comercial muy pujante. En todas las casas se apreciaba un aire de
prosperidad, que hablaba a las claras del carácter emprendedor de sus moradores. No
cabía duda de que aquélla era la capital de un reino tan poderoso, que daba la impresión
de estar habitado por seres celestes. Hasta ella llegaban barcos procedentes de tierras
lejanas, cargados de jades y piedras preciosas. Eso la había hecho crecer de tal manera,
que su perímetro se perdía en el horizonte. Sus palacios y edificios poseían una nobleza
que ponía de manifiesto los largos períodos de paz de que había gozado una tierra tan
privilegiada. El maestro y sus discípulos paseaban, asombrados, por sus calles, gozando
de la elegancia de sus gentes, de la belleza de sus edificios y de la extraña resonancia de
su lengua. De alguna forma, recordaba el lejano mundo de los Tang. Al darse cuenta de
la ridícula fealdad de Ba-Chie, de la altura desmesurada del Bonzo Sha y del cuerpo
totalmente cubierto de vello del Peregrino, las gentes que llenaban las calles dejaron a
un lado lo que estaban haciendo y se apelotonaron, curiosas, alrededor de los recién
llegados. Comprendiendo que la prudencia era la mejor manera de evitar problemas,
Tripitaka urgió a sus discípulos que siguieran adelante, diciendo:
- Agachad la cabeza y no hagáis ningún comentario. Al fin y al cabo, estamos en una
tierra que no es la nuestra.
Ba-Chie pegó en seguida el morro al pecho, tratando de esconder su enorme bocaza,
que recordaba una raíz de loto. El Bonzo Sha, por su parte, agachó la vista y continuó
caminando, como si no existiera en el mundo nadie más que él. Sólo el Peregrino
miraba de frente a los grupos de curiosos, sin apartarse para nada del monje Tang.
Pronto los que tenían algo que hacer volvieron a sus asuntos, mientras que los
desocupados, particularmente jóvenes y maleantes, rodearon a Ba-Chie y empezaron a
tirarle piedras y trozos de tejas entre una algarabía de risotadas e insultos. El
nerviosismo se apoderó del monje Tang, que comenzó a sudar, como si acabara de hacer
un gran esfuerzo físico. Lo único que sabía decir era:
- ¡No respondáis a los insultos y continuad caminando!
Eso bastó para que el Idiota no se atreviera a levantar la cabeza. Al dar la vuelta a una
esquina se toparon de pronto con una mansión de tal importancia, que estaba rodeada
por una pequeña muralla. Encima de la puerta había una placa en la que podía leerse,
escrito con grandes caracteres: "Pabellón de los Traductores 2".
- Opino que deberíamos entrar en este palacio - dijo en seguida Tripitaka.
- ¿Se puede saber para qué? - preguntó el Peregrino.
- En todas las ciudades abiertas al mundo exterior - explicó Tripitaka - el Pabellón de
los Traductores es el lugar en el que se reúnen las gentes llegadas de otros reinos. A esa
categoría pertenecemos también nosotros. No estaría de más que entráramos a descansar
un rato. En cuanto hayamos recobrado las fuerzas, iremos a ver al rey y le pediremos
que nos selle nuestros documentos de viaje. De esa forma, podremos continuar nuestro
viaje.
Sin preocuparse de las docenas de personas que le seguían, Ba-Chie estiró su enorme
morro y dijo:
- Opino que el maestro tiene razón. Cuanto antes entremos, antes nos libraremos de
estos moscardones, que nos siguen como si estuviéramos hechos de dulce.
Al verle, muchos de los que le rodeaban huyeron, despavoridos. Otros se quedaron a la
puerta del pabellón, pero también ellos se fueron disgregando poco a poco. Los
funcionarios encargados del buen funcionamiento de la mansión, un ministro y un
viceministro, estaban esperando en el salón principal a una delegación extranjera,
cuando vieron aparecer al monje Tang y a sus acompañantes. Su sorpresa fue tan
grande, que sólo pudieron balbucir:
- ¿Quiénes sois vosotros? ¿Se puede saber adonde vais?
- Este humilde servidor vuestro - contestó Tripitaka, juntando las manos a la altura del
pecho e inclinando ligeramente el cuerpo - es un enviado del Gran Emperador de los
Tang, en las Tierras del Este, para conseguir las escrituras del Paraíso Occidental. Al
llegar a vuestro respetable reino, no hemos querido atravesarlo sin el correspondiente
permiso y eso nos ha movido a buscar alojamiento en esta distinguida mansión que vos
parecéis regentar. En cuanto hayamos recobrado las fuerzas, solicitaremos que nos sea
sellado el documento de viaje y, de esa forma, podremos continuar nuestro camino.
Al oírlo, los dos ministros ordenaron a los criados que formaran a ambos lados del
salón y corrieron a dar la bienvenida a los recién llegados, no sin antes ajustarse sus
sombreros y sus cinturones oficiales. Sin pérdida de tiempo dispusieron de unas cuantas
habitaciones y encargaron a los cocineros del pabellón que prepararan una comida
vegetariana. Cuando todo estuvo dispuesto, se despidieron de Tripitaka y sus
acompañantes y abandonaron la mansión. Sólo dejaron en ella a un grupo de criados,
para que atendieran a las necesidades de tan ilustres visitantes. Únicamente el Peregrino
pareció descontento con el trato y exclamó, en cuanto se hubieron ido:
- ¡Menudos canallas están hechos esos dos! ¡No comprendo cómo no nos han ofrecido
las mejores habitaciones!
- Debes tener en cuenta - dijo Tripitaka, tratando de calmarle - que su reino no está
sometido a los designios del Gran Tang, con el que ni siquiera mantienen relaciones
diplomáticas. Además, esta mansión es ocupada con frecuencia por altos dignatarios
extranjeros y gentes de esa ralea. Eso explica que nos hayan tratado de la forma como lo
han hecho.
- Puestas así las cosas - concluyó el Peregrino -, opino que deberían haberse mostrado
más respetuosos con nosotros.
Mientras hablaban, se presentó un criado con un barreño de arroz blanco, un puchero
grande de harina de trigo, dos manojos de verduras frescas, cuatro trozos de "dou-fu",
un plato lleno de brotes de bambú secos y una bandeja de orejas de árbol. Tripitaka
ordenó a sus discípulos que se hicieran cargo de todo, momento que aprovechó el criado
para decir:
- Encontraréis cazuelas y sartenes limpias en el ala que mira hacia el poniente. Allí hay
de todo. Si queréis comer algo, preparáoslo vosotros mismos.
- Si no os importa - se apresuró a decir Tripitaka -, me gustaría saber si el rey sigue
todavía en el salón del trono.
- A decir verdad - contestó el criado -, hacía mucho tiempo que no se reunía con sus
consejeros, pero hoy es un día favorable y los ha convocado a todos para discutir de los
graves asuntos del estado. Si deseáis que os selle vuestro documento de viaje, deberéis
daros prisa y no dejarlo para mañana, pues es muy probable que entonces no os reciba.
Sólo el cielo conoce cuándo volverá a presentarse un día propicio.
- En ese caso - concluyó Tripitaka -, lo mejor será que vaya cuanto antes a verle. - Se
volvió después hacia sus discípulos y añadió -: Vosotros quedaos aquí y preparad algo
de comer. En cuanto vuelva, tomaremos algo y proseguiremos nuestro camino.
Sin pérdida de tiempo, Ba-Chie abrió una de las bolsas y sacó la túnica de los bordados
y el documento de viaje. Tras vestirse con la solemnidad que la ocasión requería,
Tripitaka ordenó a sus acompañantes que no salieran del pabellón ni causaran ningún
problema y se dirigió hacia la corte. El palacio no estaba muy lejos y tardó en llegar a la
Torre de los Cinco Fénix menos de lo esperado. El lujo de los salones y la
magnificencia de las construcciones eran tales, que no pueden ser descritas con
palabras. En cuanto hubo traspuesto la entrada principal, el monje Tang pidió ser
recibido en la Corte Celeste con el fin de que le fuera sellado el documento de viaje. El
Guardián de la Puerta Amarilla corrió a postrarse de hinojos ante los escalones de jade
blanco e informó de su llegada, diciendo:
- A las puertas mismas del palacio se encuentra un monje procedente del gran imperio
de los Tang, en las Tierras del Este, que se dirige hacia el Monasterio del Trueno, en el
Paraíso Occidental, en busca de escrituras budistas por expreso deseo del emperador.
Solicita que le sea sellado el documento de viaje y espera vuestra decisión con el rostro
postrado en tierra.
- Llevaba mucho tiempo sin sentarme en el trono, a causa de la terrible enfermedad que
me ha tenido encadenado al lecho - dijo el rey, encantado de recibir una nueva
semejante -. No deja de ser una sorprendente coincidencia que, en el momento mismo
en que me disponía a convocar a los mejores médicos del mundo, haga su aparición un
monje de tanta nobleza como ése. Hacedle pasar inmediatamente.
En prueba de acatamiento y sumisión, Tripitaka se echó rostro en tierra. El rey le hizo
tomar asiento en el salón dorado y ordenó que prepararan en su honor un espléndido
banquete vegetariano. Tras agradecer a su majestad tantas atenciones, Tripitaka le hizo
entrega del documento de viaje. En cuanto lo hubo leído, el rey le preguntó, curioso:
- ¿Podríais decirme, Maestro de la Ley, cuántos soberanos han ocupado el trono de los
Gran Tang y cuál es el número exacto de sus ministros? Por lo que respecta a su actual
emperador, ¿cómo volvió a la vida después de muerto y os pidió que vadearais tantos
ríos y montañas con el fin de haceros con las escrituras?
El maestro juntó las manos a la altura del pecho e, inclinando ligeramente la cabeza,
contestó:
- En la tierra de la que procedo hubo en un principio tres grandes reyes, a los que
siguieron otros cinco que asentaron definitivamente el trono. Si Yao y Shun trajeron la
prosperidad a su pueblo, Yü y Tang 3 inauguraron un largo período de paz, que sólo
quebraron los descendientes de Chang y Chou 4. Movidos por un desmedido afán de
poder, se lanzaron a la conquista de los más débiles y subyugaron a infinidad de reinos.
Alcanzaron un número total de dieciocho soberanos, cuyo único interés era la guerra y
la continua supresión de fronteras. Los sucedieron otros doce reyes, que, en un
principio, favorecieron el desarrollo de la paz, pronto, sin embargo, sucumbieron al
fragor de los caballos y de los carros de combate, luchando sin cesar los unos contra los
otros, como si fueran bestias hambrientas. De tan dura contienda lograron sobrevivir
únicamente siete, que terminaron reconociendo la supremacía del más fuerte de ellos: el
reino de Chin. El Cielo determinó, entonces, la ascensión del estado de Lu, en el distrito
de Bei 5, que más tarde dio origen al imperio Han. Éste dictó una serie de leyes para
todos los estados que lo componían, pero no pudo evitar su caída en manos de los Sz -
Ma 6, que establecieron el dominio de los Tsin. Poco a poco el imperio se fue
disgregando y, entre el norte y el sur, aparecieron un total de doce nuevos estados, entre
los que podemos citar el de Sung, el de Chi, el de Liang y el de Chen. El poder fue
pasando ininterrumpidamente de manos de unos a otros, hasta que hizo su aparición el
gran Suei. Desgraciadamente uno de sus herederos dio muestras de ser un auténtico
déspota y trajo la desgracia sobre el pueblo. La familia Li, a la que, por cierto, pertenece
el señor que nos rige, se vio obligada a derrocarle, dando comienzo al gran imperio
Tang. Tras la muerte de Gao-Tze subió al trono Shr-Min, nuestro actual soberano, al
que el Cielo ha dotado de tan altas cualidades, que las aguas de nuestros ríos están
límpidas y nuestros mares gozan de una paz absoluta. Su prudencia y su virtud son
ensalzadas sin cesar por todos sus súbditos. Por lo que respecta al asunto de su muerte y
su posterior vuelta a la vida, os diré que todo se inició con la negativa del dragón que
moraba al norte de nuestra capital Chang-An, a proporcionar a la tierra la cantidad de
agua convenida. Semejante desobediencia le acarreó una inmediata condena de muerte.
Alarmado, solicitó en sueños la ayuda de nuestro soberano, que se comprometió a
obtenerle el perdón celeste. El día fijado para la ejecución hizo acudir a palacio al
funcionario encargado de llevarla a cabo. Su propósito era distraerle con una partida de
ajedrez y conseguir que pasara la hora determinada para dar muerte al dragón. Sin
embargo, a eso del mediodía se apoderó de él un profundo sopor y le ejecutó, mientras
dormía.
- ¿De dónde era ese funcionario del que habláis? - preguntó el rey, frunciendo el ceño
en señal de reprobación.
- De nuestro propio reino - contestó Tripitaka -. De hecho, ostentaba el cargo de primer
ministro. Pertenecía a la familia Wei y su nombre era Cheng. Poseía tales
conocimientos de astronomía y geografía, que sabía distinguir a la perfección el yin del
yang. Aunque no lo creáis, se trataba de un ministro capaz, que en todo momento
mantuvo unido el imperio y dirigió con rectitud los asuntos de estado. ¿Cómo iba a
haber podido, si no, dar muerte mientras dormía al dragón del río ching? Éste se sintió
burlado y, en cuanto llegó a la región de las sombras, acusó a nuestro emperador de
haber faltado a su promesa de conservarle la vida. Eso fue lo que provocó la muerte del
muy dignísimo señor que nos rige. Antes de partir para el mundo inferior, no obstante,
Wei-Cheng escribió una carta para el juez Tswei-Chüe, que habita en la Ciudad de la
Muerte. Gracias a esa recomendación, consiguió el Emperador Tang volver a la vida al
cabo de tres días, pues, en atención a la amistad que le unía a Wei-Cheng, el juez Tswei
tuvo la delicadeza de añadir veinte años más a su recién concluida edad. En
agradecimiento, el emperador celebró una gran ceremonia por todos los difuntos y
encargó a este humilde monje que cruzara cuantas naciones y tierras fuera preciso para
obtener del Patriarca Budista las tres cestas de escrituras Mahayana. Como muy bien
sabía él por experiencia, sólo ellas son capaces de librar del sufrimiento a los espíritus
que moran en el Reino de las Sombras.
- ¡En verdad el reino del que procedes es un trasunto del que existe más allá de las
nubes! - exclamó el rey, suspirando -. ¡Qué soberano más virtuoso y qué ministros más
capaces! Entre ellos y nosotros no existe el menor punto de comparación. Ya lo veis.
Llevo enfermo yo qué sé la de tiempo y ninguno de mis funcionarios ha sido capaz de
hallar un remedio con el que poner fin a mis males.
El maestro lanzó una mirada furtiva al rey y comprobó que, en efecto, su rostro poseía
una alarmante coloración amarillenta y su cuerpo parecía débil en extremo. Era la
imagen viva de alguien que está a punto de trasponer las puertas de la muerte. El
maestro se disponía a preguntarle sobre la naturaleza de su dolencia, cuando hizo su
entrada el maestro de ceremonias de la corte y le invitó a sentarse a la mesa. El rey hizo
un gesto con la mano y ordenó:
- Servid el banquete en el Salón de las Nubes Aromáticas, deseo comer con el Maestro
de la Ley.
Con grandes muestras de respeto, Tripitaka le agradeció tamaña delicadeza y se retiró
con su majestad, por lo que, de momento, no hablaremos más de él. Sí lo haremos, sin
embargo, del Peregrino, que pidió al Bonzo Sha en su retiro del Pabellón de los
Traductores que preparara el té y algunos platos vegetarianos con los que acompañar el
arroz.
- No hay ningún problema en cocinar el arroz y el té - contestó el Bonzo Sha -, pero me
temo que no tengo ni idea de cómo hacer una comida vegetariana con todo esto.
- ¿Cómo puedes decir eso? - le reprendió el Peregrino.
- Porque no tenemos nada de aceite, ni de sal, ni de vinagre, ni de jugo de soja -
contestó el Bonzo Sha.
- Eso tiene fácil solución - replicó el Peregrino -. Coge unas monedas y dile a Ba-Chie
que vaya a comprarlo.
- No, no - dijo en seguida el Idiota, más por no molestarse que por el peligro que ello
pudiera entrañar -. Es mejor que no vaya yo. Soy demasiado feo para andar por ahí solo.
Si pasa algo, el maestro me echará la culpa y no quiero que eso suceda.
- ¿No te parece que estás sacando las cosas un poco de quicio? - le reprendió el
Peregrino -. ¿Por qué habría de pasar algo, si no vas ni a mendigar ni a robar?
- ¿Cómo que no? - protestó Ba-Chie -. ¿No viste lo que sucedió, cuando dejé suelto el
morro? Todo el mundo huyó, despavorido. Si voy al mercado, ten la seguridad de que
más de uno se morirá del susto.
- No es necesario que vayas al más concurrido - dijo el Peregrino -. ¿Por qué no
pruebas en ese otro que hay por aquí cerca?
- Perdona, pero no lo he visto - respondió Ba-Chie -. Como el maestro nos pidió que no
alborotáramos, he venido todo el rato con los ojos clavados en el suelo.
- Pues deberías haber visto la cantidad de bodegas, tiendas de arroz, molinos y telares
que hay a lo largo de toda la calle - contestó el Peregrino -. Eso sin mencionar los
establecimientos menores, como las tiendas de té, los tenderetes de tallarines y los
puestos de tortas y de tallarines al vapor. Los restaurantes se cuentan también a
centenares, todos ellos mostrando, orgullosos, sus espléndidas sopas de arroz, sus
finísimas especies y sus verduras tiernísimas. Conté, igualmente, miles de bandejas con
pasteles exóticos, platos cocinados al vapor, rollitos, empanadillas, fritangas y pastelitos
de miel y otras golosinas. ¿Qué te parece si, a cambio de ese pequeño favor que te
pedimos, te dejamos comer algunas de esas maravillas?
Al Idiota se le hizo la boca agua y empezó a babear, como si fuera una criatura. Sin
poderse aguantar, dio un salto y contestó:
- De acuerdo, pero recuerda que la próxima vez que necesite algo tienes que ayudarme
y no hacerte el remolón.
- Ten cuidado a la hora de cocinar el arroz - dijo el Peregrino, volviéndose hacia el
Bonzo Sha, para que no le viera sonreír -. Ya sabes que hoy vamos a echarle muchas
cosas.
- ¡Venga, dejad de hablar y poneos manos a la obra! - exclamó el Bonzo Sha,
comprendiendo que se estaba burlando del Idiota -. Cuanto antes regreses, antes nos
sentaremos a la mesa.
El Idiota cogió un recipiente y se dirigió hacia la puerta, acompañado por el Peregrino.
Al verlos salir, les preguntaron los dos funcionarios:
- ¿Se puede saber adonde vais?
- A comprar algunas cosillas - contestó el Peregrino.
- En ese caso - les aconsejó uno de ellos -, dirigíos hacia la izquierda y torced, cuando
lleguéis a una torre de vigilancia. Allí está la tienda de los Cheng, que tiene
absolutamente de todo: aceite, sal, salsa de soja, vinagre, jengibre, pimienta, té...
Sin dejarles terminar, los dos hermanos se cogieron de la mano y siguieron las
instrucciones que acababan de darles. Pasaron por delante de varios restaurantes y
tiendas de té, pero el Peregrino no se detuvo en ninguno de ellos.
- ¿A qué viene tanto tiquismiquis? - protestó Ba-Chie -. ¿Se puede saber por qué no te
parecen bien todos estos establecimientos? Sentémonos y comamos algo, de una vez.
- No está bien derrochar el dinero - contestó el Peregrino, dispuesto a hacerle caminar
un poco más -. Además, estoy seguro de que un poco más adelante hay cosas mucho
mejores que éstas.
Sin darse cuenta, se les fueron agregando grupos cada vez más numerosos de curiosos.
Al torcer la torre de vigilancia, eran tantos, que apenas podían dar un paso. Es más,
parecía como si les estuvieran cortando aposta el camino.
- Creo que no deberíamos seguir adelante - dijo Ba-Chie -. ¿No ves a todo ese gentío?
A lo mejor no les gustan los monjes extranjeros y nos meten en la cárcel. ¿Qué sería de
mí, si nos echaran mano?
- ¡No digas tonterías! - le reprendió el Peregrino -. Los monjes se muestran respetuosos
con la ley en todos los sitios. ¿Por qué habrían de detenernos? Además, ya falta muy
poco para llegar a la tienda de los Cheng. Vamos a pasar entre ellos y se acabó.
- Está bien - exclamó Ba-Chie -. Ya sabes que a mí no me gusta meterme en líos, pero
tampoco me agrada que me vapuleen como a un tonto. Voy a meterme entre ellos y a
sacudir las orejas unas cuantas veces. Estoy seguro de que, en cuanto lo vean, más de
uno se caerá al suelo y morirá aplastado por la multitud. Entonces sí que no
escaparemos de su furia, pero, por lo menos, habremos vendido caras nuestras vidas.
- Puestas así las cosas - concluyó el Peregrino -, lo mejor es que te vuelvas contra la
pared y te quedes ahí quieto, mientras yo voy a comprar lo que necesitamos. A la vuelta
cogeremos los tallarines y los panecillos, ¿de acuerdo?
Sin decir nada, Ba-Chie entregó el recipiente al Peregrino y pegó el morro contra el
muro, quedándose más quieto que el tronco de un árbol centenario. El Peregrino se
abrió paso entre la multitud lo mejor que pudo, comprobando que se había congregado
al pie de la torre, no para cortarles el paso, sino para leer la proclama que alguien había
pegado en la pared. Abriendo los ojos cuanto pudo, el Peregrino dirigió sus pupilas
diamantinas hacia el documento y vio que decía:
Desde el momento mismo en que subió al trono el señor del Reino Morado, situado en el mismo
corazón del Continente de Aparagodaniya, la paz se extendió hasta el último rincón del imperio
y todos sus habitantes empezaron a gozar de una prosperidad como jamás se había conocido en
estas tierras. Los asuntos de estado, no obstante, tomaron un giro inesperado, cuando el hombre
que nos rige cayó gravemente enfermo, prolongándose su recuperación durante muchísimo más
tiempo del inicialmente previsto. El consejo de médicos de nuestra muy digna nación se ha
encargado en todo momento de su curación, pero los valiosísimos remedios que le ha
administrado se han mostrado a la larga totalmente ineficaces. Nos hemos visto, por
consiguiente, obligados a publicar este bando, convocando a cuantos tengan conocimientos
médicos, sin importar su origen ni su condición social, para que pongan en práctica sus artes
curativas y arranquen a nuestro señor de la postración en que tan extraña enfermedad le ha
sumido. Promete, igualmente, nuestro soberano que entregará la mitad de su reino a quien
consiga devolverle la salud. Éste es el motivo de hacer pública la presente proclama.
CAPÍTULO LXIX
Decíamos que el Gran Sabio siguió al funcionario por los largos pasillos que conducían
a las habitaciones privadas del monarca. Se detuvieron a las mismas puertas de los
aposentos reales, donde el Peregrino le hizo entrega de los tres hilos de oro, diciéndole:
- Pide a una de las damas del palacio o a un eunuco que pase cada uno de estos hilos
por los puntos de medida del pulso del brazo izquierdo de su majestad y entrégame los
extremos, para que pueda sentir las pulsaciones 1.
El funcionario siguió al pie de la letra sus instrucciones. Con no pocas dificultades, se
consiguió hacer sentar al rey en el lecho y se le pasaron los hilos de oro por los puntos
exactos que había dicho el Peregrino, quien se hizo cargo en seguida de los tres
extremos. Cogió uno de ellos entre el pulgar y el índice de la mano derecha y tomó el
pulso del primer punto. El del segundo lo midió con los dedos medio y pulgar, y el del
tercero, con el pulgar y el anular. Acomodó a continuación el ritmo de su respiración
con el de los latidos del paciente 2 y trató de determinar cuáles de los cuatro "chi" 3
heteropáticos, de las cinco estasis 4, de las siete imágenes externas, de las ocho
imágenes maternas 5 y de las nueve indicaciones 6 se hallaban presentes en el pulso del
enfermo. Ejerció después sobre los hilos de oro una presión que osciló de débil a fuerte
y de fuerte a débil, pasando por un lógico estadio intermedio, que le sirvió para fijar la
cantidad de energía vital que aún latía en el cuerpo del paciente, así como las causas que
determinaban su carencia o su abundancia. Cuando hubo concluido todas esas
operaciones, pidió que retiraran los hilos de la mano izquierda de su majestad y se los
pasaran a la derecha, para que pudiera llevar a cabo nuevas valoraciones de su estado
general. Una vez concluido tan minucioso examen, sacudió ligeramente el cuerpo y, tras
recobrar los pelos que él mismo se había arrancado, gritó en voz alta, para que pudiera
oírle el rey:
- En el primer punto de vuestra mano izquierda el pulso se mantiene firme y fuerte; en
el segundo se percibe alterado y mucho más débil; en el tercero se aprecia sin fuerza y
hundido. Por lo que respecta a vuestra mano derecha, en el primer punto se muestra
suave y liviano; en el segundo, lento y vacilante, y en el tercero, firme y acelerado. Que
se mantenga firme y fuerte en el primer punto de vuestra mano izquierda da a entender
que vuestras energías internas están al borde del agotamiento y eso os hace sentir un
agudo dolor en la zona del corazón. Que se perciba alterado y débil en el segundo es
expresión de que sudáis copiosamente y de que tenéis todo el cuerpo como entumecido.
Que se aprecie sin fuerza y hundido en el tercero manifiesta que vuestra orina posee una
coloración rosácea y que vuestras cavidades internas se hallan inundadas por la sangre.
Que se muestre suave y liviano en el primer punto de vuestra mano derecha quiere decir
que vuestros conductos se hallan bloqueados, dificultando, de esa forma, la circulación
del "chi" y provocando la anulación de los flujos menstruales 8. Que sea lento y
vacilante en el segundo indica una retención en el estómago de los fluidos alimenticios,
provocando una excesiva concentración de los mismos en esa zona. Que se sienta firme
y acelerado en el tercero expresa claramente que os encontráis rígido y sufrís frecuentes
escalofríos, producto, todo ello, de la disminución de energías que padecéis.
Resumiendo, en mi opinión vuestra enfermedad ha sido producida por la intranquilidad
y el temor, constituyendo una variante de la dolencia conocida como la pareja de aves
rota.
- ¡Es verdad! ¡Eso es exactamente lo que me ocurre! - gritó el rey, muy excitado, al
oírlo -. Salid fuera y recetadme las medicinas que estiméis necesarias.
El Gran Sabio, abandonó, entonces, las habitaciones interiores y se dirigió hacia la zona
pública del palacio. Algunos eunucos habían corrido a comunicar al resto de los
funcionarios el resultado de su examen. El monje Tang prefirió preguntárselo
directamente al Peregrino, que respondió:
. - Acabo de tomarle el pulso y voy a recetarle ahora unas medicinas, para que se
recupere del todo.
- ¿Qué queríais decir con eso de que la enfermedad de nuestro soberano es una variante
de la dolencia conocida como la pareja de aves rota? - le preguntaron los funcionarios
de mayor rango, acercándose a él.
- Suponed que van volando juntos dos pájaros, uno macho y otro hembra, y se ven
separados de pronto por un viento huracanado - contestó el Peregrino -. La lluvia es tan
fuerte que el macho no puede ver a la hembra, ni la hembra al macho. Es lógico suponer
que se añorarán mutuamente y la nostalgia los hará sufrir más que nada en el mundo.
Eso es exactamente lo que quise decir con eso de una dolencia conocida como la pareja
de aves rota.
- ¡Extraordinario! - exclamaron los funcionarios, admirados -. En verdad, vuestros
conocimientos médicos son algo fuera de lo común.
- ¿Qué remedio vais a recetarle, ahora que habéis diagnosticado certeramente su
enfermedad? - preguntó, a su vez, el médico imperial.
- No es necesario que escriba ninguna receta - respondió el Peregrino -. De todas
formas, precisaré de todas las medicinas que podáis ofrecerme.
- ¿Para qué las queréis? - protestó el médico -. Según los clásicos, existen ochocientos
ocho tipos de medicinas para hacer frente a las cuatrocientas cuatro clases de
enfermedades que puede padecer un ser humano. Es claro que una persona no puede
tenerlas todas al mismo tiempo.
- También afirmaban los antiguos - replicó el Peregrino - que las medicinas no son tales
por estar incluidas en una receta y que deben usarse según uno lo crea conveniente. Eso
es, precisamente, lo que intento hacer yo, usando un poco de ésta, otro poco de aquélla y
otro de la de más allá.
El médico imperial no se atrevió a seguir discutiendo y, saliendo del palacio, fue a
ordenar a sus subalternos que recorrieran todas las farmacias de la ciudad y adquirieran
en cada una de ellas cinco kilos de cuantas medicinas encontraran, tanto naturales como
elaboradas. Tan enorme cantidad de remedios debía ser entregada al Peregrino sin la
menor demora.
- Me temo que no es éste el lugar más apropiado para realizar las mezclas - dijo el Gran
Sabio -. Si no os importa, me gustaría que las llevarais, junto con el resto del
instrumental, al Pabellón de los Traductores. Mis hermanos se harán cargo de todo.
El médico imperial dio su conformidad para que así se hiciera. Al poco rato empezaron
a llegar a la mansión de los dignatarios extranjeros cinco kilos de cada una de las
ochocientas ocho clases de medicinas existentes, así como una gran cantidad de
utensilios para moler, rodillos, morteros y otros artilugios semejantes. El Peregrino
volvió a entrar, mientras tanto, al palacio imperial a pedir al maestro que regresara con
él al pabellón a ayudarle a preparar la medicina. Apenas acababa de levantarse del
asiento, cuando llegó una orden del emperador pidiendo al Maestro de la Ley que se
quedara a pasar la noche en el Pabellón de la Cultura. En el documento se afirmaba,
igualmente, que, en cuanto su majestad hubiera tomado la medicina y hubiera recobrado
la salud, todos serían recompensados con generosidad y les sería sellado el documento
de viaje, para que pudieran proseguir tranquilamente su camino. Al leerlo, Tripitaka
exclamó, vivamente preocupado:
- ¿Qué vamos a hacer? Esto quiere decir que me toma como rehén. Si sana, nos dejará
partir colmados de honores, pero, si su salud no mejora, me arrastrará consigo a la
muerte. Toma todas las precauciones que puedas y prepara una droga que sea efectiva.
De lo contrario, ya sabes lo que me espera.
- No os preocupéis - le aconsejó el Peregrino, sonriendo -. Disfrutad todo lo que podáis.
Os aseguro que tengo poder para arrancar al rey de las garras de la enfermedad - y,
despidiéndose de Tripitaka y de los otros funcionarios, se dirigió directamente a la
mansión de los dignatarios extranjeros. Al verle, Ba-Chie exclamó, sonriendo:
- ¡Ahora te conozco bien!
- ¿Qué quieres decir con eso? - preguntó el Peregrino.
- Que has comprendido a tiempo que ese asunto de ir en busca de las escrituras no va a
llevarnos a ninguna parte y, al ver lo próspera que es esta comarca, has decidido abrir
una farmacia - respondió Ba-Chie -. No está nada mal tu plan, teniendo en cuenta que
careces totalmente de dinero para iniciar un negocio.
- ¡Deja de decir tonterías, por favor! - le reprendió el Peregrino -. Cuando hayamos
curado al rey, con mucho gusto abandonaré esta ciudad y me lanzaré de nuevo a los
caminos. ¿Qué te ha hecho pensar que estoy decidido a abrir una farmacia?
- ¿Para qué quieres, si no, todas estas medicinas? - replicó Ba-Chie -. Nadie compra, así
como así, cinco kilos de cada una de las ochocientas ocho clases que existen. Has hecho
traer un total de cuatro mil cuarenta kilos. ¡No me digas que necesitas tantos para curar
a una sola persona! ¡Tardará años en asimilar todo esto!
- ¡¿De verdad crees que necesito tantos remedios?! - exclamó el Peregrino, divertido -.
Si he hecho traer una cantidad tan abultada, ha sido con el fin de confundir a esos
estúpidos médicos imperiales. No quiero que averigüen ni lo que he usado ni la cantidad
de medicina que he echado.
No había acabado de decirlo, cuando se presentaron los dos funcionarios responsables
del pabellón y, arrodillándose ante ellos, dijeron:
- Tened la amabilidad de pasar al comedor a cenar.
- ¿Cómo es que ahora nos tratáis con tanto respeto, cuando por la mañana apenas nos
hicisteis caso? - les preguntó el Peregrino, burlón.
- Cuando llegasteis - contestaron los dos funcionarios, golpeando repetidamente el
suelo con la frente -, éramos como quienes tienen ojos y no ven. Nos confundió vuestro
aspecto salvaje y montaraz. Ahora sabemos que poseéis unos conocimientos tan
profundos de las artes médicas, que habéis aceptado la dificilísima responsabilidad de
curar a nuestro soberano. Para nadie es un secreto que, si lo conseguís, heredaréis la
mitad de este imperio y nosotros seremos vuestros humildes súbditos. Consideradas así
las cosas, la etiqueta nos exige que nos arrodillemos ante vos.
Satisfecho por lo que acababa de oír, el Peregrino se dirigió al salón principal y tomó el
asiento del centro, mientras Ba-Chie y el Bonzo Sha se sentaban a cada uno de sus
lados. Apenas acababan de servirles una comida vegetariana, cuando el Bonzo Sha
preguntó:
- ¿Dónde está el maestro?
- Me temo que el rey le ha tomado como rehén - respondió el Peregrino, soltando la
carcajada -. Le dejará en libertad, en cuanto haya recobrado la salud.
- ¿Disfruta de algún tipo de comodidades? - volvió a preguntar el Bonzo Sha.
- ¡Cómo no va a disfrutar de comodidades, si está con el rey! - exclamó el Peregrino -.
Cuando le dejé, tres de los funcionarios de mayor rango partieron con él hacia el
Pabellón de la Cultura.
- Por lo que has dicho, deduzco que al maestro le están tratando con más respeto que a
nosotros - comentó Ba-Chie -. De hecho, él tiene a su servicio a tres de los funcionarios
más respetables, mientras nosotros debemos conformarnos con dos servidores
imperiales de ínfimo rango. De todas formas, ¿qué más nos da? Comamos cuanto
podamos y asunto arreglado.
Los tres peregrinos comieron hasta que la alegría invadió por completo su corazón.
Para entonces había empezado a hacerse de noche y, volviéndose hacia los funcionarios,
el Peregrino les ordenó:
- Retirad todo esto y traednos todas las velas y el aceite que encontréis. Me temo que
tendremos que pasar la noche en vela preparando la medicina.
Los funcionarios obedecieron sin rechistar. Era cerca de la medianoche, cuando dieron
por terminado su cometido y se retiraron a descansar. El pabellón quedó, entonces, en
silencio y Ba-Chie se aventuró a preguntar al Peregrino:
- ¿Te importaría decirnos qué clase de medicina es esa que piensas preparar? Te
aseguro que, si esperas un poco más, me voy a quedar dormido.
- Coge una onza de "da-huang" 9 y muélela hasta que quede convertida en polvo - le
ordenó el Peregrino.
- El "da-huang" - comentó el Bonzo Sha - posee un sabor amargo, una disposición fría,
aunque no sea venenoso, y unas propiedades más relajantes que excitantes. Se usa, pues,
no tanto para fortalecer como para producir el flujo normal de los humores. Hace
desaparecer, de hecho, los estados depresivos y se muestra extremadamente eficaz
contra las congestiones, pues tiene la propiedad de introducir un rayo de orden en el
caos. De ahí que se le aplique el nombre de "General". Teniendo en cuenta su carácter
de laxante, opino que no deberíais utilizarlo para curar a su majestad, ya que una
enfermedad tan larga como la que ha padecido por fuerza ha tenido que debilitar en
demasía su cuerpo.
- Te olvidas de una cosa - contestó el Peregrino, sonriendo -. Este remedio le limpiará
las vías respiratorias y podrá expectorar con más facilidad. Eso sin contar con que hará
desaparecer el frío y el calor acumulados en su estómago. Tranquilízate. Sé bien lo que
hago. Si no te importa, te agradecería que me trajeras otra onza de "ba-dou". Después de
romperle la cáscara y de pelarlo, tira el aceitillo que tiene dentro y muélelo 10 hasta que
se convierta en polvo.
- El "ba-dou" - se apresuró a decir Ba-Chie - posee un sabor acre y una disposición
caliente y venenosa. Tiene, al mismo tiempo, propiedades reblandecedoras, que le
permiten arrancar el frío corporal de las partes más inaccesibles del organismo y acabar
con los coágulos que cierran el camino a los fluidos orgánicos. Se trata de una especie
de guerrero, al que nada detiene y todo se rinde a su paso. En mi opinión no debería
usarse con ligereza.
- Tampoco tú pareces comprender que no existe medicina más efectiva para poner fin a
las congestiones y limpiar por completo las entrañas - replicó el Peregrino, sonriendo -.
Desde siempre se ha usado para rebajar las hinchazones pectorales y hacer remitir las
inflamaciones de vientre. Haz rápidamente lo que te he dicho y no pierdas más el
tiempo. Para que el remedio alcance toda su potencialidad, es preciso que lo mezcle con
algún otro sabor más.
- ¿Cuál piensas usar en concreto? - preguntaron a coro, en cuanto hubieron hecho lo
que se les había encargado.
- Ninguno - contestó el Peregrino, retractándose de lo que acababa de decir momentos
antes.
- ¿Cómo que ninguno? - repitió Ba-Chie, asombrado -. Existen más de ochocientos
ocho sabores y ¿sólo piensas usar una onza de esos dos, cuando dispones de cinco kilos
de todos los demás? ¿A quién piensas engañar con tus artimañas?
- Es mejor que no sigas hablando - le aconsejó el Peregrino, cogiendo un frasquito de
porcelana cubierto de flores -. Toma. Raspa con cuidado el fondo de la sartén y llena la
mitad de esta botellita con el hollín que desprenda.
- ¿Para qué lo quieres? - exclamó Ba-Chie.
- Para hacer la medicina, por supuesto - contestó el Peregrino.
- Parece como si nunca hubieras visto un remedio hecho con hollín - se burló el Bonzo
Sha.
- Es posible que no lo sepas - añadió el Peregrino -, pero este tipo de hollín recibe el
nombre de "escarcha de las cien hierbas" y es capaz de aliviar más de un centenar de
dolencias.
El Idiota se encogió de hombros y llenó la mitad del frasco con el hollín de la sartén,
que redujo a polvo en un abrir y cerrar de ojos Después de vaciarlo, el Peregrino volvió
a dárselo, diciendo:
- Ahora vete y llena la mitad de la botellita con el orín de nuestro caballo.
- ¿Se puede saber para qué lo quieres? - preguntó, una vez más, Ba-Chie.
- Para terminar de hacer las píldoras - contestó el Peregrino.
- ¡No hay quien pueda contigo! - exclamó el Bonzo Sha, soltando la carcajada -. El orín
de caballo posee un olor acre y muy fuerte. ¿Cómo vas a usarlo en la medicina? A lo
largo de mi vida he visto píldoras hechas de vinagre, de caldo de arroz fermentado, de
miel rebajada y hasta de agua simple y llana, pero jamás de orín de caballo. Huele tan
mal que, en cuanto lo perciba el enfermo, su estómago no podrá resistirlo y devolverá
todo lo que tenga dentro. Si, encima, añades "ba-dou" y "da-huang", ten la seguridad de
que se deshará por arriba y por abajo, como si fuera un trozo de hielo. A mí eso no me
parece nada divertido.
- ¿No comprendéis que nuestro caballo es totalmente distinto de los que andan por ahí?
- replicó el Peregrino -. No deberíais olvidar que, en realidad, se trata de un dragón
originario del Océano Occidental. Si se apresta a orinar en ese frasco, tened la seguridad
de que no habrá enfermedad humana que se le resista. El problema es que no sé si os
atreveréis a recoger su meada.
Al oírlo, Ba-Chie corrió al establo, picado en su amor propio. El caballo estaba
durmiendo, tumbado en el suelo panza arriba. El Idiota le despertó con unas cuantas
patadas y le puso el frasco debajo de los genitales, esperando que meara de un momento
a otro. Pero el tiempo fue pasando y, al ver que el caballo no dejaba escapar nada, corrió
junto al Peregrino y le dijo, muy alterado:
- Opino que, antes de curar al rey, sería conveniente que sanáramos al caballo. Parece
como si se hubiera secado. He estado junto a él yo qué sé la de tiempo y ¡no ha dejado
escapar ni una sola gota de meada!
- Iré contigo a ver lo que pasa - dijo el Peregrino, sonriendo.
- Creo que también yo voy a echar un vistazo - anunció, por su parte, el Bonzo Sha.
Al verlos, el caballo se puso inmediatamente de pie y dijo con voz sonora:
- Deberíais tener en cuenta que en tiempos fui un dragón del Océano Occidental. Tuve
la mala fortuna de desobedecer las órdenes celestes, pero la Bodhisattva Kwang-Ing
acudió en mi ayuda y me libró de la muerte. De hecho, si me serró los cuernos, me
arrancó las escamas del cuerpo y me convirtió en un caballo para que el maestro pudiera
hacer con más comodidad su viaje hacia el Paraíso Occidental, fue con el fin de que mis
buenas acciones borraran los efectos de mi culpa. Eso no quiere decir, sin embargo, que
haya perdido ninguno de mis antiguos poderes. Si, por ejemplo, al pasar junto a un
curso de agua, dejo escapar una sola gota de mi orín, los peces que en él moran se
convertirán al instante en dragones. Si lo hago en la montaña, los matorrales se
transformarán en agárico, que los jóvenes inmortales arrancarán en seguida para hacer
aún más longevas sus vidas. ¿Comprendéis ahora por qué soy tan reacio a dejar escapar
una sola gota de mis humores internos?
- Se nota que no estás acostumbrado a hablar - replicó el Peregrino -. Para empezar,
éste no es un lugar cualquiera, sino un reino enclavado en el Oeste. Además, nadie te
pide que hagas uso en vano de tus fluidos vitales. Como muy bien afirma el dicho, "se
necesitan muchos manojos de algodón para hacer un abrigo". Es preciso que
devolvamos la salud al señor de estas tierras. Si lo logramos, todos nos cubriremos de
gloria y honores. Si no, me temo que no se nos permitirá partir con la misma
tranquilidad con la que llegamos.
- En ese caso - concluyó el dragón -, esperad un momento - y, estirando las patas
delanteras, empezó a hacer fuerza con las traseras, al tiempo que comprimía
penosamente el vientre. Eran tales sus esfuerzos, que los dientes le rechinaban, como si
hubiera perdido el control sobre ellos. De esa forma, consiguió dejar escapar unas
cuantas gotitas de orín.
- ¡No he visto tipo más tacaño que éste! - exclamó Ba-Chie, irritado, al ver que el
dragón adoptaba una postura normal -. Aunque lo que mea sea oro líquido, podía haber
echado un poco más, ¿no os parece?
- Es más que suficiente - dijo el Peregrino, al comprobar que casi la mitad del frasco
estaba lleno -. Volvamos cuanto antes a preparar la pócima.
El Bonzo Sha estaba encantado. Acompañado de sus dos hermanos, regresó al salón
que les había sido asignado y mezclaron la orina del caballo con las otras medicinas. A
continuación hicieron tres píldoras, que al Peregrino le parecieron demasiado grandes.
- ¿Cómo puedes decir eso? - replicó Ba-Chie -. No son mayores que una nuez medio
madura. Si fuera yo el que tuviera que tragármelas, daría cuenta de las tres en un abrir y
cerrar de ojos - y, guardándolas en una cajita pequeña, se retiraron a descansar. Era tan
tarde que ni siquiera se desvistieron.
A pesar de lo avanzado de su enfermedad, a la mañana siguiente el rey volvió a
presentarse en la corte. Tras conducir al monje Tang al salón de audiencias, ordenó a los
oficiales de su guardia personal que se dirigieran al Pabellón de los Traductores y
pidieran con la mayor cortesía al Honorable Sun que les hiciera entrega del remedio que
había de poner fin a su mal. Sin pérdida de tiempo los soldados abandonaron la corte y
se llegaron hasta el palacio en el que moraba el Peregrino.
- Nuestro señor - explicaron, echándose rostro en tierra - nos ha ordenado venir en
busca de la maravillosa medicina que ha de curar su enfermedad.
El Peregrino pidió a Ba-Chie que sacara la cajita y, tras destaparla con cuidado, se la
entregó a los oficiales que mandaban el destacamento.
- ¿Qué nombre recibe esta pócima? - preguntó uno de ellos -. Disculpadnos, pero
hemos de decírselo a nuestro señor, antes de que se la lleve a los labios.
- Se llama el Elixir del Oro Negro - contestó el Peregrino.
- No podía ser de otra forma, llevando, como lleva, una gran proporción de hollín -
comentaron entre sí Ba-Chie y el Bonzo Sha, conteniendo a duras penas la risa.
- ¿Con qué clase de bebida tendrá que tomarse esto? - volvió a preguntar el oficial.
- Para que sea realmente efectiva, existen dos tipos de líquidos, pero me temo que aquí
sólo podremos conseguir uno - respondió el Peregrino -. Se logra hirviendo en agua seis
cosas muy concretas.
- ¿De qué cosas se trata? - inquirió, una vez más, el oficial.
- El pedo de un gallo viejo en pleno vuelo, la meada de una carpa remontando un
torrente, un poco de polvo del rostro de Wang-Mu-Niang-Niang, unas cuantas cenizas
del brasero de Lao-Tse, tres hebras del sombrero que ciñe la cabeza del Emperador de
Jade y cinco pelos de la barba de un dragón cansado - volvió a contestar el peregrino -.
Tened la seguridad de que, si vuestro señor toma la medicina que os he dado con el jugo
de estos seis componentes, su enfermedad se disipará como la neblina en una mañana de
primavera.
- ¡Eso es imposible! - exclamó el oficial, alarmado -. ¿Cómo vamos a darle ese líquido
que decís, si en este mundo no existen tales cosas?
- En ese caso - concluyó el Peregrino -, que tome la medicina con un poco de agua sin
fuente ni origen.
- Eso es más fácil de conseguir - dijo otro de los oficiales, sonriendo.
- ¿Estás seguro? - objetó el Peregrino.
- Según la gente que mora en esta región - explicó el mismo oficial -, para conseguir un
poco de agua sin fuente ni origen, es preciso coger un recipiente, llenarlo hasta el
mismo borde y llevarlo hasta casa, sin dejar caer una gota ni mirar hacia el pozo o el río
del que se ha sacado. Así, la persona que está enferma puede beberlo y verse libre de la
enfermedad que la aqueja.
- No me parece muy buen método - objetó el Peregrino -. Al fin y al cabo, todos los
pozos y ríos manan en última instancia de una fuente. Lo que yo entiendo por agua sin
fuente ni origen es la que cae de los cielos y se recoge antes de que haya tocado el suelo.
- Bien - concluyó el oficial -, ésa es aún más fácil de conseguir. Todo lo que tenemos
que hacer es esperar a que llueva - y, tras dar con sumo respeto las gracias al Peregrino,
regresaron a presencia del rey, que les preguntó vivamente interesado:
- ¿Qué clase de píldoras son ésas?
- El respetable monje nos ha dicho - contestó el oficial de mayor rango - que esta
medicina recibe el nombre de Elixir del Oro Negro y que ha de tomarse con agua sin
fuente ni origen.
Excitado, el rey ordenó a uno de sus servidores que fuera inmediatamente a por un
poco de esa agua, pero el oficial le aconsejó que no lo hiciera, diciendo:
- Según nuestro sabio benefactor, esa clase de agua no se encuentra ni en los ríos ni en
los pozos, sino que es la que cae de los cielos antes de que llegue a tocar el suelo.
Al oír tan inesperada explicación, el rey se volvió hacia el funcionario encargado de las
prácticas mágicas y le ordenó que hiciera llover sin pérdida de tiempo, por lo que, de
momento, no hablaremos más de ellos. Sí lo haremos, sin embargo, del Peregrino, que
permaneció en el Pabellón de los Traductores y que, volviéndose hacia Chu Ba-Chie,
dijo:
- Les he dicho que la medicina sólo podía tomarse con agua de lluvia, pero dudo que
vaya a llover tan pronto como todos quisiéramos. Se nota que ese rey es una persona
muy digna y de una virtud extraordinaria, por lo que no me parece acertado hacerle
esperar en vano. ¿Qué te parece si entre tú y yo le ayudamos a conseguir un poco de
lluvia?
- ¿Cómo podemos hacerlo? - preguntó Ba-Chie, sorprendido.
- Muy fácil - respondió el Peregrino -. Ponte a mi izquierda y que el Bonzo Sha se
coloque a mi derecha, así haréis el papel de estrellas, mientras yo me encargo de traer la
lluvia - y empezó a recitar un conjuro. Al poco rato apareció por el este una nube muy
oscura, que vino a detenerse justamente encima de sus cabezas. En ese mismo instante
se oyó una voz, que decía:
- Gran Sabio, acaba de venir a visitaros Ao-Kuang, el Rey Dragón del Océano Oriental.
- Tened la seguridad de que no os hubiera molestado, si no hubiera sido absolutamente
necesario - contestó el Peregrino -. Si os he hecho venir, ha sido porque el señor de estas
tierras precisa de un poco de agua sin fuente ni origen para poder tomar su medicina.
- Cuando me llamasteis - respondió el Rey Dragón -, no mencionasteis nada sobre
agua, así que me temo que no he traído mis instrumentos para provocar lluvia. ¿Cómo
voy a hacer llover sin la ayuda de las nubes, del viento, del relámpago y del trueno?
- No es necesario que el relámpago, el trueno, las nubes y el viento os echen una mano,
porque no preciso de mucha lluvia - objetó el Peregrino -. De hecho, sólo necesito un
poco de agua, para que el rey pueda tragar la medicina.
- En ese caso - concluyó el Rey Dragón -, lo mejor será que estornude un par de veces.
Me figuro que le servirá un poco de mi saliva.
- Ningún remedio sería más eficaz - comentó el Peregrino, visiblemente satisfecho -.
¿A qué esperáis? Haced cuanto antes lo que acabáis de decir.
Sin pérdida de tiempo, el dragón hizo descender su nube sobre el palacio imperial.
Protegido por su impenetrable oscuridad, escupió un poco de saliva, que se convirtió al
instante en lluvia. Al verlo, todos los funcionarios reales gritaron, entusiasmados:
. - ¡Viva nuestro señor y que su felicidad sea eterna! ¡El cielo acaba de abrirse y la
lluvia ha empezado a caer sobre nosotros!
- ¡Salid a recogerla cuanto antes! - ordenó el rey, entusiasmado -. Que todos los que
habitan dentro y fuera de este palacio, sin distinción de posición ni edad, tomen lo
primero que encuentren a mano y vayan a coger toda el agua que puedan.
Al instante todos los funcionarios, tanto civiles como militares, las damas que moraban
en las seis cámaras y en los tres palacios, las tres mil doncellas que las atendían y las
ochocientas sirvientas de corta edad salieron al patio del palacio, armados con frascos,
botellas, tazas y cazuelas. Más de una hora estuvo el viejo dragón arrojando saliva,
hasta que, finalmente, se despidió del Gran Sabio y regresó a su mansión del océano.
Los funcionarios volvieron, entusiasmados, al interior de la corte, pero pronto pudieron
comprobar que algunos habían logrado reunir dos o tres gotas de aquella extraña lluvia,
otros, cuatro o cinco, y la mayoría, ninguna. Las juntaron todas y vieron, aliviados, que
habían conseguido llenar tres frascos, que colocaron sin pérdida de tiempo encima de la
mesa imperial. Un aroma muy penetrante se extendió al instante por el Salón de los
Carillones de Oro, antes de llenar todo el palacio. El rey se despidió del Maestro de la
Ley y llevó al interior del palacio el Elixir del Oro Negro y los tres frascos llenos de
lluvia. Se metió una de las píldoras en la boca y la tragó con la ayuda del agua que
contenía uno de ellos. Lo mismo hizo con la segunda y con la tercera. No había
terminado de dar buena cuenta de ellas, cuanto el estómago empezó a darle vueltas y a
lanzar ruidos extraños, que le mantuvieron pegado al orinal durante mucho rato. Fueron
cuatro o cinco las veces que tuvo que volver a sentarse, porque se deshacía como si
fuera una fuente, en cuanto trataba de ponerse en pie. Pronto pudo, sin embargo,
tumbarse en el lecho y pidió que le sirvieran un poco de sopa de arroz. Asombradas, las
damas del palacio cogieron el orinal y vieron que estaba lleno de una masa viscosa que
emitía un insoportable hedor. En medio se veía una especie de muñón que recordaba,
por su color, una masa informe de fritangas hechas a base de harina de arroz. Aliviadas,
las damas se lanzaron sobre el lecho del enfermo y le informaron:
- Ha desaparecido la fuente de vuestra enfermedad.
Animado por esas palabras, el rey tomó un poco más de sopa de arroz. Su pecho y su
vientre no tardaron en sentir un alivio desconocido. Poco a poco fue recobrando las
energías, su sangre recuperó el equilibrio perdido y su espíritu volvió a ser tan vivo y
avisado como antes. Se levantó en seguida del lecho y, poniéndose todos sus atributos
imperiales, se dirigió a toda prisa hacia el salón del trono. En cuanto vio al monje Tang
se inclinó respetuosamente ante él. El maestro le devolvió el saludo, pero el rey le tomó
de la mano y ordenó a sus sirvientes:
- Redactad a toda prisa una invitación que diga "con el rostro en tierra os suplicamos
que acudáis a nuestra llamada" y hacédsela llegar a los tres distinguidos discípulos del
Maestro de la Ley. Abrid a continuación las puertas del Salón Oriental y preparad un
banquete de acción de gracias.
Los funcionarios se pusieron en seguida manos a la obra. Mientras unos redactaban la
invitación, otros disponían de todo lo necesario para la fiesta. La palabra "imperial"
posee, en verdad, la virtud de cambiar las montañas de sitio. En un abrir y cerrar de ojos
todo estuvo, de hecho, preparado, como si fuera producto de un sueño. Al ver a los
funcionarios con la invitación, Ba-Chie exclamó, loco de contento:
- ¡Tu medicina no ha podido ser más efectiva! Si no hubiera sido por ti, nadie habría
venido a darnos las gracias.
- ¿Se puede saber qué forma de hablar es ésa? - le regañó el Bonzo Sha -. Como muy
bien afirma el dicho, "cuando a alguien le sonríe la suerte, todo el mundo goza de su
buena fortuna". Eso sin contar con que parte del mérito se debe a nosotros. Al fin y al
cabo, hemos amasado el remedio con nuestras propias manos. Es justo que disfrutemos
todo lo que podamos - y, locos de contento, se dirigieron hacia el palacio.
Los funcionarios en bloque salieron a darles la bienvenida y los condujeron al Salón
Oriental, donde el rey, el monje Tang y los personajes más renombrados del reino
habían tomado ya asiento. Todos se levantaron, al ver entrar al Peregrino, a Ba-Chie y al
Bonzo Sha, seguidos de los funcionarios de mayor rango. En total había cuatro mesas
llenas de tantos platos y bebidas vegetarianas, que era prácticamente imposible probar
de todas. En la parte central de la sala había sido dispuesta una mesa muy larga, sobre la
que descansaban los platos más deliciosos que pueda imaginarse. A ambos lados se
habían distribuido varios centenares de mesitas individuales, que recordaban la férrea
distribución de los soldados en un ejército. Como decían los antiguos, allí estaban
representados cientos de viandas de la más variada naturaleza servidas en miles de
platos de la porcelana más fina y realzadas por el dulce aroma de los vinos y el vino
color rojo de los trocitos de ciruela que las adornaban. El gusto con el que habían sido
preparadas era, en verdad, inigualable. El vistoso colorido de las frutas se mezclaba con
el suave aroma que despedían para hacer aún más apetitosos los guisos. Llamaban la
atención de manera especial dulces de gran tamaño con forma de leones e inmortales,
así como tartas que representaban parejas de fénix entrelazados. No era menor el
atractivo de las carnes, entre las que destacaban las de cerdo, las de cordero, las de
ganso, las de pato y todas las demás que existen bajo las estrellas. Las verduras estaban
representadas por cantidades ingentes de brotes de bambú, orejas de árbol, setas y toda
clase de vegetales. La vista se embriagaba ante semejante cantidad de pastelillos,
dulces, tortitas de arroz de la más fina calidad y galletas amarillentas de mijo tiernísimo.
Las sopas y los tallarines presentaban una variedad como jamás se había conocido y su
número parecía competir con el de los platos más finos y sabrosos. No es extraño que
tanto el señor como sus súbditos alzaran las copas sin cesar, brindando a la salud de los
funcionarios de todos los escalafones. El mismo rey tomó en sus manos una copa de
gran tamaño y quiso ser el primero en desear al monje Tang toda la felicidad del mundo,
pero Tripitaka se disculpó, diciendo:
- Me temo que no estoy acostumbrado a tomar vino.
- Este que os ofrezco - dijo el rey con respeto - ha sido hecho especialmente para
aquellos que siguen una dieta vegetariana. ¿Qué problema tenéis en llevaros a la boca
una copa de un caldo tan saludable?
- El vino es la primera cosa que nos está vedada a los monjes - explicó Tripitaka.
- En ese caso - insistió el rey, sin saber cómo solucionar la cuestión -, ¿queréis
explicarme con qué puedo brindar para expresaros mis respetos?
- Muy sencillo - respondió Tripitaka -. Mis tres discípulos beberán por mí.
Visiblemente satisfecho, el rey tomó una copa de oro y se la entregó al Peregrino, que
la vació de un solo golpe, tras inclinarse respetuosamente ante todos los asistentes. Al
ver la facilidad con la que había dado cuenta del vino, el rey volvió a llenarle la copa y
él la bebió con la misma premura que antes. Sin poder contener la risa, el rey exclamó:
- ¿Por qué no tomáis una ronda de "las tres coronas"?
El Peregrino aceptó de buen grado y la bebió sin rechistar. Divertido, el rey pidió que le
llenaran, una vez más, la copa y dijo:
- Tomad ahora una ronda de "las cuatro estaciones" 11, por favor.
Ba-Chie estaba sentado en un extremo de la mesa y veía pasar el vino con una fruición
que le hacía tragar litros enteros de saliva. Lo malo era que la botella nunca se detenía
ante él. El rey parecía decidido a brindar únicamente con el Peregrino y eso encendió en
su corazón la hoguera de la envidia.
- También yo soy responsable de vuestra curación - gritó, sin poderse contener -. Por
cierto, la medicina que tomasteis tenía una cosa de caballo, que...
El Peregrino comprendió que el Idiota estaba a punto de revelar el secreto del remedio
que había devuelto la salud a su majestad y, sin pérdida de tiempo, le puso en las manos
la copa de vino que sostenía en las suyas. Como había supuesto, Ba-Chie la bebió de un
trago y no dijo nada más. Pero el rey preguntó, interesado:
- ¿Qué cosa de caballo es esa que, según vos, contenía la medicina?
- ¡No hay quien pueda con mi hermano! - exclamó el Peregrino, tratando de atraer la
atención sobre sí -. Siempre hace lo mismo. Cuando prepara algún remedio eficaz, no se
detiene, hasta no haber desvelado sus componentes a todo el mundo. La medicina que
acabáis de tomar contenía, de hecho, "campanitas de silla de montar" 12.
- ¿Qué clase de planta medicinal es ésa y para qué sirve realmente? - volvió a preguntar
el rey.
- Las "campanitas de silla de montar", señor - se apresuró a responder el médico
imperial, que estaba sentado a un lado -, poseen un sabor amargo y una naturaleza fría y
no venenosa, muy apta para estimular la respiración y hacer desaparecer las flemas, Por
si eso fuera poco, limpia las vías respiratorias, libera a la sangre de sus elementos
ponzoñosos, alivia la tos, da nuevas energías al cuerpo y produce una sensación general
de bienestar.
- Eso explica que haya sido utilizada en la medicina que acabo de tomar - concluyó el
rey, satisfecho -. ¿Por qué no tomáis una copa más, honorable Chu? - añadió,
volviéndose a Ba-Chie.
Sin decir ni esta boca es mía, el Idiota bebió una ronda de "las tres joyas". El rey se
volvió entonces hacia el Bonzo Sha y le ofreció otras tres copas, que él bebió con
envidiable delectación. En cuanto las hubo concluido, todo el mundo volvió a sentarse.
El banquete continuó su curso normal. Al cabo de un rato el rey volvió a tomar una copa
de gran tamaño y se la ofreció al Peregrino, que dijo, respetuoso:
- No es necesario que os levantéis, majestad, pues he decidido aceptar todos vuestros
brindis, sin rechazar ni uno solo.
- Nuestro agradecimiento hacia vos es mayor que una montaña - contestó el rey -.
Jamás podré pagaros todo lo que habéis hecho por mí. Os ruego, pues, que aceptéis esta
copa de vino, antes de que os diga algo que creo que debéis saber.
- Decídmelo primero - suplicó el Peregrino -. Después tomaré con sumo gusto todo lo
que deseéis ofrecerme.
- Mi larguísima enfermedad - confesó el rey - ha sido producida por un continuo estado
de desasosiego. Si ahora he recuperado la salud, ha sido debido al eficacísimo elixir que
me habéis recetado.
- Al examinaros ayer, supe en seguida que se trataba de un profundo desasosiego -
confirmó el Peregrino, sonriendo -. Lo que de momento desconozco es la causa que os
lo produjo.
- Según los antiguos - contestó el rey -, no deben pregonarse las desgracias de la propia
familia. Vos, sin embargo, sois nuestro benefactor y, si tenéis la delicadeza de no reíros,
os diré claramente cuáles han sido los motivos de mi persistente congoja.
- ¿Cómo voy a reírme de vos? - exclamó el Peregrino -. No dudéis, por favor, en
contarme lo que queráis.
- ¿Cuántos reinos habéis atravesado desde que iniciasteis vuestro viaje en el este? -
preguntó el rey.
- No lo sé exactamente. Quizás cinco o seis - contestó el Peregrino.
- ¿Podéis decirme cómo llamaban a las esposas de los señores que los regían? - volvió a
preguntar el rey.
- Normalmente aplicaban a la de mayor dignidad el título de Palacio Central, mientras
que a las otras dos de rango menor se les daba respectivamente los nombres de Palacio
Oriental y Palacio Occidental - explicó el Peregrino.
- Aquí es un poco distinto - respondió el rey -. A la que en otras tierras llaman Palacio
Central nosotros le aplicamos el título de Palacio de la Sabiduría de Oro; a la que
denominan Palacio Oriental le damos el apelativo de Palacio de la Sabiduría de Jade; y
a la que responde al nombre de Palacio Occidental nosotros le llamamos Palacio de la
Sabiduría de Plata. Actualmente sólo vive con nosotros esta última.
- ¿Cómo es que el Palacio de la Sabiduría de Oro no mora con vos? - dijo el Peregrino,
sorprendido.
- Son ya tres los años que no está a nuestro lado - dijo el rey, sin poder evitar que las
lágrimas fluyeran libremente por sus mejillas.
- ¿Sería mucho preguntaros adonde ha ido? - insistió el Peregrino.
- Hace tres años - explicó el rey -, durante la celebración del Doble Cinco, mis esposas
y yo nos reunimos en el Pabellón de los Granados del jardín de palacio para tomar
pastelillos de arroz, colgarnos flores de los vestidos, tomar licor de cálamo y realgar 13 y
ver las regatas del dragón. Cuando más distraídos estábamos, se levantó un viento
impetuoso y apareció por los aires un monstruo que se hacía llamar el Competidor del
Señor de los Dioses y que decía morar en la Caverna de Xie-Tsai 14, ubicada en la
Montaña del Unicornio. Según parece, deseaba contraer matrimonio y, al enterarse de
que el Palacio de la Sabiduría de Oro era una mujer de gran belleza, vino a pedirme que
se la entregara bajo la amenaza de devorarnos vivos a mis funcionarios, a los habitantes
de esta ciudad y a mí mismo. Me lo exigió tres veces seguidas y, al final, abrumado por
mis obligaciones para con mi pueblo y mi reino, no me quedó más remedio que hacer
salir al Palacio de la Sabiduría de Oro del Pabellón de los Granados. La bestia la
arrebató en seguida hacia lo alto y desapareció. Tan lamentable suceso me produjo tal
impresión, que lo que comí aquella noche permaneció en el interior de mi cuerpo sin ser
digerido. Es más, mi mente se vio asaltada por horribles presentimientos, que me
sumieron durante estos tres años en la más profunda de las amarguras. No necesito
deciros que el elixir que me habéis administrado me ha purgado con tanta eficacia, que
ha arrastrado fuera de mi vientre la suciedad acumulada durante todo este tiempo. Eso
explica que me encuentre ahora tan sano y animado como antes y que haya recuperado
las fuerzas perdidas. Sólo a vos debo semejante portento. Es tan grande la gratitud que
siento por lo que habéis hecho, que, si pudiera pesarse, superaría incluso a la enorme
masa del Monte Tai.
Tras escuchar esas palabras, el Peregrino se vio invadido por un estado de total
satisfacción, que le hizo beber de dos tragos la enorme copa que el rey le tendía.
Después, sonriendo con la despreocupación de un príncipe, se volvió hacia su majestad
y dijo:
- Ahora comprendo la causa de vuestra turbación. De momento habéis tenido la suerte
de toparos conmigo y de recobrar la salud, pero ¿deseáis que el Palacio de la Sabiduría
de Oro regrese a vuestro lado?
- Ni un solo día he dejado de llorar su desaparición - contestó el rey, mientras las
lágrimas volvían a fluir, raudas, de sus ojos -. Sin embargo, ¿cómo voy a hacerla volver
junto a mí, si no hay nadie capaz de detener a ese monstruo?
- ¿Qué os parecería, si me encargara yo de eso? - preguntó el Peregrino.
- Si lográis liberar a la reina - contestó el rey, postrándose de hinojos -, me comprometo
a abandonar este palacio con todas mis concubinas y todos los míos y a llevar una vida
tan sencilla como la del más humilde de mis súbditos. Pondré mi reino a vuestros pies y
os honraré como a mi dueño y señor.
Al ver la extraña forma que el rey tenía de hablar y actuar, Ba-Chie no pudo por menos
de soltar la carcajada y de exclamar ruidosamente:
- ¡Este rey ha perdido el juicio! ¿Cómo es posible que esté dispuesto a renunciar a su
reino y a arrodillarse ante un pobre monje por una simple mujer? ¡Es, francamente,
increíble!
El Peregrino hizo levantar inmediatamente al rey y volvió a preguntar:
- ¿Ha regresado otra vez ese monstruo después de secuestrar al Palacio de la Sabiduría
de Oro?
- Como acabo de deciros - contestó el rey -, al Palacio de la Sabiduría se la llevó el mes
quinto de hace aproximadamente tres años. Regresó el décimo mes exigiendo la entrega
de dos doncellas que pudieran servir a la reina. Como era de esperar, accedimos en
seguida a sus pretensiones. Volvió a pedir otras dos doncellas el mes tercero del año
pasado, operación que repitió, una vez más, el séptimo mes de ese mismo año y el
segundo del actual. No tengo ni idea de cuándo volverá a presentarse por aquí.
- ¿No tenéis miedo de él después de tantas visitas? - inquirió el Peregrino.
- Por supuesto que nos ha sumido en el terror - reconoció el rey -. Lo más desazonante,
sin embargo, es que pueda hacernos más daño del que ya nos ha infligido. De hecho, el
cuarto mes del año pasado ordenamos a nuestros ingenieros que construyeran un refugio
contra los monstruos. De esta forma, cuando oigamos acercarse un viento huracanado,
sabremos que se trata de esa bestia y buscaremos protección en él, junto con nuestras
dos esposas y nuestras nueve concubinas.
- Si no os importa - dijo el Peregrino -, me gustaría ver ese refugio del que habláis.
Sin pérdida de tiempo el rey tomó de la mano al Peregrino y abandonó la sala del
banquete, mientras todos los funcionarios se ponían respetuosamente de pie.
- ¡Qué poco comprensivo eres! - regañó Chu Ba-Chie al Peregrino -. Con la cantidad de
comida y bebida que hay aquí y no se te ocurre otra cosa que dar por terminado un
convite tan espléndido. ¿Quieres decirme qué se te ha perdido a ti en ese refugio?
El rey comprendió en seguida que Ba-Chie estaba interesado únicamente en su
estómago y ordenó a dos sirvientes que prepararan en el refugio dos mesas de comida
vegetariana y que los esperaran allí. Sólo entonces cesaron las quejas del Idiota, que se
volvió hacia el maestro y el Bonzo Sha para decirles, riendo sonoramente:
- ¡Vayamos a otro banquete!
Escoltado por una hilera incontable de funcionarios, tanto civiles como militares, el rey
condujo al Peregrino a la parte posterior del jardín imperial, pero allí no se veía edificio
alguno, por lo que el Peregrino exclamó, sorprendido:
- ¿Se puede saber dónde está el refugio contra los monstruos?
No había acabado de decirlo, cuando dos eunucos cogieron dos pértigas de laca roja y
levantaron del suelo una enorme losa de piedra.
- Aquí tenéis el refugio del que os hablaba - explicó el rey -. Posee una profundidad de
más de setenta metros y en su interior han sido excavadas no menos de nueve cámaras,
junto con cuatro enormes depósitos llenos de aceite, que sirven para mantenerlo
iluminado día y noche. Cuando oigamos el bramido del viento, nos esconderemos aquí
y los de afuera cegarán la entrada con esa losa de piedra.
- Dais por supuesto que ese monstruo no desea haceros daño alguno - comentó el
Peregrino, esbozando una sonrisa -. ¿Cómo creéis que podéis escapar de él,
escondiéndoos en ese agujero?
No había acabado de decirlo, cuando, procedente del sur, se levantó un viento tan
huracanado, que el aire se hacía irrespirable de tanto polvo como arrastraba. Los
funcionarios se abandonaron en seguida al pánico y exclamaron, aterrados:
- ¡Está visto que este monje trae mala suerte! Apenas ha terminado de hablar de ese
monstruo, cuando se presenta aquí con toda su fanfarria de viento.
El mismo rey parecía tan asustando, que, dejando al Peregrino a su suerte, se metió en
el agujero que había abierto en el suelo, seguido del monje Tang y el resto de los
funcionarios. Hasta Ba-Chie y el Bonzo Sha trataron de buscar refugio en él.
Afortunadamente, el Peregrino los detuvo a tiempo, diciendo:
- ¿Se puede saber a qué tenéis miedo? Es preciso que me ayudéis a descubrir qué clase
de monstruo es ése.
- ¡Debes de haber perdido el juicio! - replicó Ba-Chie -. ¿Para qué quieres saberlo? El
rey, el maestro y los funcionarios han desaparecido, como barridos por este huracán.
¿Por qué no hemos de hacer nosotros lo mismo? ¿A quién le interesa averiguar la
identidad de esa bestia?
El Idiota se revolvió, desesperado, a derecha e izquierda, pero el Peregrino le había
agarrado con fuerza del brazo y no pudo soltarse. El monstruo no tardó en aparecer ante
sus ojos. Poseía un cuerpo que superaba con mucho los diez metros de largo y ofrecía
un aspecto fiero y salvaje a la vez, con unos ojos tan brillantes como lámparas
encendidas. Sus orejas, descomunales y terminadas en punta, parecían abanicos de gran
tamaño y hacían juego con los cuatro dientes, acerados como clavos, que le salían por
los labios. Sus cejas y sus cabellos estaban teñidos de un color tan rojizo, que daban la
impresión de ser llamas. Sus narices, voluminosas como cántaros, se movían
amenazantes al respirar, sacudiendo las cerdas moradas que tenía por barbas. Sus
mejillas, rugosas como rocas, poseían el mismo tono verdoso que su rostro, que se
complementaba con el color azulado de sus manos, dos toscas zarpas que sostenían una
lanza, y el bermellón de sus potentes brazos. Alrededor de la cintura vestía una falda de
piel de leopardo, que resaltaba el aspecto fantasmal de sus pies desnudos.
- ¿No le reconoces? - preguntó el Peregrino al Bonzo Sha, nada más verle.
- Me temo que no es una de mis amistades - contestó el Bonzo Sha -. ¿Cómo quieres
que le reconozca?
- ¿Te acuerdas tú de él? - volvió a preguntar el Peregrino, dirigiéndose a Ba-Chie.
- Creo que nunca he tomado el té ni me he contado jamás entre el número de sus
amigos - respondió Ba-Chie -. Sintiéndolo mucho, no sé quién pueda ser.
- A juzgar por lo brillante de sus pupilas y lo arrugado de su rostro - explicó el
Peregrino -, debe de tratarse de uno de los guardianes del palacio del Sosia del Cielo de
la Montaña Oriental.
- ¡No, no! - se apresuró a contestar Ba-Chie.
- ¡Cómo sabes que no! - exclamó el Peregrino.
- De ser verdad lo que dices - respondió Ba-Chie -, tendría que tratarse de un espíritu de
las tinieblas y sólo se dejaría ver a últimas horas de la tarde, más o menos entre la del
Mono y la del Cerdo. Ningún demonio de esa clase se atrevería a salir a plena luz del
día. Eso sin contar con que no pueden cabalgar sobre las nubes y, si se sirven del viento,
únicamente pueden levantar algún que otro remolino, no un huracán tan fuerte como
éste. Considerándolo en frío, quizás se trate realmente del Competidor del Señor de los
Dioses.
- Creo que no te falta razón - contestó el Peregrino, sonriendo -. Vosotros quedaos aquí,
mientras voy a preguntarle cómo se llama. Así nos será más fácil liberar al Palacio de la
Sabiduría de Oro.
- Si quieres ir a verle, allá tú - dijo Ba-Chie -, pero, por favor, no le des a entender que
estamos aquí.
Sin decir nada más, el Peregrino montó en una nube y se elevó hacia lo alto. Así se
cumplió, una vez más, el principio de que, para asegurar el futuro de un reino, es preciso
liberar primero a su señor de las enfermedades que le aquejan, de la misma forma que,
para salvaguardar el Tao, es necesario purificar antes el corazón.
No sabemos si, tras elevarse hacia lo alto, el Peregrino logró derrotar a la bestia o si
consiguió rescatar al Palacio de la Sabiduría de Oro. El que desee averiguarlo tendrá
que escuchar con atención las explicaciones que se ofrecen en el capítulo siguiente.
CAPITULO LXX
CAPÍTULO LXXI
Desde tiempos antiguos se ha afirmado, con verdad, que la forma es vacío y, de esta manera, éste
ha llegado a ser identificado con aquélla. Quien ha logrado comprender en toda su profundidad
este misterio no tiene necesidad de seguir refinando el mercurio. Para ello hay que trabajar con
dureza y no dejar en ningún momento de practicar la virtud. Sólo entonces podrá mirarse de
frente a los Cielos con ojos inalterables de dioses.
Decíamos que el Competidor del Señor de los Dioses ordenó cerrar todas las puertas de
la caverna, para evitar que el Peregrino pudiera escapar. Sus huestes de diablillos la
revolvieron de arriba abajo hasta la hora misma del crepúsculo, pero no pudieron
encontrar ni rastro de él. Desalentado, el monstruo tomó asiento en el Pabellón de
Descuartizar y ordenó a sus generales que apostaran en las puertas grupos de soldados,
armados hasta los dientes, con campanas, tambores y sonajas, para comunicarse en
cuanto vieran algo extraño. Decidió, asimismo, que las patrullas habían de llevar en
todo momento desenvainadas las espadas y las flechas dispuestas sobre las cuerdas de
los arcos. El Gran Sabio, sin embargo, se había transformado en una mosca muy
pequeñita y se había posado en las mismas jambas de la puerta. Al ver que la parte
anterior de la caverna estaba firmemente protegida, voló hacia la de atrás, donde
encontró a la mujer con la cabeza apoyada sobre una mesa y llorando
desconsoladamente, al tiempo que murmuraba sobrecogedoras palabras de dolor. El
Peregrino se posó con suavidad sobre sus alborotados cabellos y se puso a escuchar sus
lamentos, que decían:
- ¡Grandes han tenido que ser nuestras faltas en anteriores reencarnaciones, para tener
que toparnos con un monstruo tan sin entrañas como éste! ¿Es que no va a tener nunca
fin esta horrible separación que dura ya tres años? Nuestro dolor más profundo es
habitar en lugares tan separados el uno del otro. El maestro que me enviasteis con
vuestras noticias llenó de alivio mi corazón, pero perdió al poco tiempo la vida. Ahora
comprendo cuan difícil es arrebatarle las campanas de oro y eso hace aún más dolorosa
mi añoranza por vos.
- Señora - susurró entonces el Peregrino, llegándose hasta su oído -, soy el respetable
Sun, el monje llegado aquí por encargo de vuestro esposo. A pesar de lo ocurrido, no he
perdido la vida. Lo que ha sucedido ha sido culpa de mi impaciencia. Mientras vos
bebíais con el monstruo, me llegué hasta vuestra alcoba y me hice con las campanas de
oro. No me fue difícil llegar hasta el pabellón que hay en la parte delantera de la
caverna, pero no pude resistir la curiosidad y las desenvolví. Lo que menos me esperaba
es que fuera a desprenderse el algodón y que el fuego, el humo y la ceniza amarilla
fueran a salir con tanta violencia. Desconcertado, dejé caer las campanas y, recobrando
la forma que me es habitual, saqué mi barra de hierro y traté de abrirme camino entre
los enemigos que me rodeaban. Eran tantos, que temí salir malparado y me convertí en
una mosca muy pequeñita, que me ha permitido hasta ahora pasar inadvertido. El
monstruo ha puesto patrulla por todas partes y se niega a abrir las puertas. Creo que ha
llegado el momento de que le hagáis venir y yazcáis con él en el lecho. De esa forma,
podré escapar e idearé otro plan para haceros salir a vos de este infierno.
Al oírlo, la mujer empezó a sacudirse con tal violencia, que parecía como si estuvieran
arrancándole los cabellos. Poco a poco se fue apoderando de ella una extraña debilidad,
aunque el corazón le latía con fuerza y aún tuvo la energía suficiente para exclamar,
ofendida:
- ¿Qué eres tú, un monstruo o un ser humano?
- Ni lo uno ni lo otro - contestó el Peregrino -. Como veis, de momento no soy más que
una pequeña mosca. No tengáis miedo e id en busca del monstruo.
Pero la mujer se resistía a creerle y, arreciando en su llanto, dijo en tono casi inaudible:
- ¿Estás tratando de hechizarme?
- ¿Por qué habría de hacerlo? - se defendió el Peregrino -. Si no me creéis, extended la
palma de la mano, para que me pose sobre ella y podáis verme sin dificultad.
Así lo hizo ella y el Peregrino voló hacia la delicada palma de la dama. Era como una
lentejuela sobre un capullo de loto, o un abeja descansando sobre una peonía, o una uva
arrojada sobre una pieza de seda cubierta de bordados, o una mancha de tinta lanzada
contra un manojo de lirios. El Palacio de la Sabiduría de Oro levantó su mano de jade y
exclamó:
- ¡Qué monje tan extraordinario!
- En realidad soy su metamorfosis - confirmó el Peregrino con un leve zumbido.
Sólo entonces le creyó la dama y añadió en el mismo tono recatado de antes;
- ¿Qué haréis, cuando consiga atraer aquí al monstruo?
- Como afirmaban los antiguos - contestó el Peregrino -, "sólo el vino es capaz de
arruinar la vida de los más fuertes" 1. O, dicho de otra manera, no hay nada como el
vino para acabar con las penas. Con el vino puede conseguirse cualquier cosa, así que lo
mejor será que le hagáis beber cuanto podáis. Haced venir a vuestras sirvientas e
indicadme cuál es la que más goza de vuestra confianza. No temáis. Me transformaré en
ella y, de esa forma, podré estar todo el rato a vuestro lado. Actuaré, en cuanto se
presente el momento oportuno.
- ¿Dónde te has metido, Gracia de la Primavera? - preguntó la mujer, levantando la voz.
Al instante surgió de detrás de un biombo una zorra con el rostro totalmente
empolvado, que, postrándose de hinojos, respondió con respeto:
- ¿Qué deseáis de mí, señora?
- Ordenad a las otras doncellas que enciendan las lámparas, quemen un poco de
almizcle y me acompañen después a la parte delantera de la caverna a pedirle al señor
que se acueste conmigo.
Sin pérdida de tiempo Gracia de la Primavera reunió a las otras siete u ocho zorras y,
cogiendo dos lámparas y un par de pebeteros, se dirigieron a los aposentos de su señora.
Con sumo respeto formaron dos filas y la mujer dobló coquetamente las manos. El Gran
Sabio levantó el vuelo y fue a posarse sobre la cabeza de la zorra con el rostro
empolvado. Tras arrancarse un pelo e insuflarle una bocanada de aire inmortal, gritó:
- ¡Transfórmate! - y al instante se convirtió en un insecto del sueño, que se deslizó con
cuidado por la cara de la muchacha. Ese tipo de bichitos es tan temible, que, cuando se
le mete a alguien por la nariz, inmediatamente cae presa del sueño. Eso fue
precisamente lo que le ocurrió a Gracia de la Primavera. Empezó a sentirse de pronto
tan cansada, que apenas podía mantenerse en pie. Dando tumbos, como si estuviera
borracha, regresó a toda prisa a sus aposentos y, antes de poner la cabeza sobre la
almohada, empezó a roncar sonoramente. El Peregrino sacudió ligeramente el cuerpo y
al instante se convirtió en una copia exacta de Gracia de la Primavera. No tuvo más que
salir de detrás del biombo para juntarse al grupo de las otras doncellas, por lo que, de
momento, no hablaremos más de él.
Sí lo haremos, sin embargo, del Palacio de la Sabiduría de Oro, la cual continuó, como
si nada, su camino hacia la parte anterior de la caverna. Al verla, los diablillos corrieron
a informar al Competidor del Señor de los Dioses, diciendo, sorprendidos:
- ¡Acaba de llegar la señora!
El monstruo corrió a darle la bienvenida a la puerta del Pabellón de Descuartizar.
Sonriendo con inesperada dulzura, la mujer comentó:
- El fuego ha sido apagado, el humo ha remitido y no hay ni rastro del ladrón. La noche
es, por otra parte, muy oscura. ¿Por qué no venís conmigo a mi lecho?
- Deberíais tomar más precauciones - contestó el monstruo, visiblemente complacido -.
Ese ladrón del que habláis no es otro que Sun Wu-Kung, el mismo desalmado que
derrotó a mi enviado, acabó con la vida de mi hombre de confianza y, valiéndose de sus
poderes metamórficos, entró en esta mansión con el ánimo de burlarse de nosotros. Le
hemos buscado por todos los sitios, pero no hemos encontrado ni rastro de él. Ése es el
motivo de que estemos tan intranquilos.
- Lo más seguro es que haya escapado - dijo la mujer -. En mi opinión, deberíais dejar
de preocuparos y retiraros conmigo a descansar.
Al ver la insistencia de la dama, el monstruo no se atrevió a desairarla. Tras ordenar a
los diablillos que tuvieran cuidado con los hachones y las antorchas y se mostraran
alerta contra los rateros y los ladrones, se retiró a la parte posterior de la caverna,
acompañado por la dama. El Peregrino, que era la copia exacta de Gracia de la
Primavera, entró en los aposentos privados de la señora, junto con las dos hileras de
doncellas.
- Preparadnos algo de vino - ordenó, entonces, la mujer -. Es preciso que hagamos
olvidar al señor todas sus cuitas.
- Tenéis razón - exclamó el monstruo, soltando la carcajada -. Traed el vino y prometo
liberar a vuestra reina de todas las ansiedades que la atormentan.
Gracia de la Primavera y las otras doncellas sacaron unas cuantas fuentes llenas de
frutas y varios platos confeccionados con carne de venado, al tiempo que ordenaban las
mesas y las sillas. La mujer tomó en las manos una copa y el monstruo la imitó en
seguida. Tras brindar el uno a la salud del otro, Gracia de la Primavera tomó la botella
de vino y, colocándose al lado de los señores, dijo:
- Puesto que hasta esta noche no habéis intercambiado los brindis de rigor, sugiero que
apuréis cuanto antes vuestras copas, para que podáis tomar la ronda de la doble
felicidad.
Ellos así lo hicieron y la doncella volvió a llenarles las copas, cosa que repitió unas
cuantas veces seguidas. Gracia de la Primavera exclamó, entonces, alborozada:
- ¡Qué felicidad me produce veros, por fin, juntos! ¿Por qué no ordenáis cantar y bailar
a las doncellas que sepan hacerlo?
No había acabado de decirlo, cuando todo el palacio se llenó de una armonía
francamente embelesadora. Mientras los señores bebían y bebían, las muchachas que
sabían cantar cantaban y las que dominaban el dificilísimo arte de la danza bailaban.
Llegó un momento, sin embargo, en que la mujer ordenó detener las canciones y el baile
y ordenó a las muchachas que continuaran desgranando melodías desde detrás del
biombo. Sólo Gracia de la Primavera permaneció en el salón, sirviendo vino y licores
sin parar. La mujer comprendió que había llegado el momento de excitar la pasión del
monstruo y empezó a poner en juego todos sus encantos. Lo hizo con tal coquetería, que
la bestia enloqueció de deseo, pero, por mucho que lo intentaba, no conseguía atrapar a
la dama. ¡Qué pena! Era como un gato masticando una pompa de orina: un placer
totalmente vacío. A pesar de todo, la mujer continuó coqueteando y riendo durante un
buen rato. Después le preguntó de improviso:
- ¿Han sufrido algún daño vuestros preciados objetos?
- ¿Cómo iban a sufrir daño alguno, si han sido fundidos con los elementos más
primarios de la naturaleza? - contestó el monstruo. Lo único que pasó fue que, al
quitarles el algodón, se quemó la piel de leopardo. Eso es todo.
- ¿Cómo habéis vuelto a envolverlos? - insistió la mujer.
- No lo he hecho - respondió el monstruo -. Me los he colgado otra vez de la cintura.
Al oír eso, Gracia de la Primavera se arrancó un puñado de pelos, que trituró a toda
prisa con los dientes. Se acercó después al monstruo y, dejándoselos caer por el cuerpo,
susurró, tras lanzarles tres bocanadas de aire inmortal:
- ¡Transformaos! - y al instante se convirtieron en tres clases diferentes de los insectos
más molestos que existen, es decir, piojos, pulgas y chinches. En un abrir y cerrar de
ojos se metieron por las ropas del monstruo y empezaron a picarle como locos. Incapaz
de soportar el picor, la bestia se metió la mano por el cuello y empezó a rascarse como
si hubiera perdido el juicio. De esa forma, consiguió atrapar unos cuantos piojos y los
puso a la luz para ver de qué se trataba. La mujer arrugó el ceño y exclamó con cierto
desdén:
- Perdonadme, pero creo que deberíais lavar con más frecuencia vuestras ropas. Tienen
que llevar mucho tiempo sin ver el agua. Si no, no me explico cómo lleváis tantos piojos
encima.
- Os juro que hasta ahora no había tenido estos bichejos - se disculpó el monstruo,
muerto de vergüenza -. ¡No me explico cómo ha caído de pronto sobre mí semejante
desgracia!
- Eso no es ninguna desgracia - replicó la mujer, soltando la carcajada -. Como muy
bien afirma el dicho, "hasta en el cuerpo de un emperador hay, por lo menos, tres
piojos". Si os quitáis las ropas, trataré de cazar todos esos bichejos.
El monstruo no esperó a que se lo dijeran dos veces. En seguida empezó a
desabrocharse el cinturón y la túnica. Gracia de la Primavera no le quitaba el ojo de
encima. En cada pieza de vestir había cientos y cientos de pulgas y chinches. Los piojos,
por su parte, alcanzaban tal número, que parecían hormigas tratando de entrar en el
hormiguero. Pero donde resultaba prácticamente imposible contarlos era sobre la misma
carne. Formaban allí tal enjambre, que no se veían las campanas de oro. Gracia de la
Primavera aprovechó la ocasión para decir:
- Si queréis, podéis dejarme las campanas. Así podréis cazar los piojos con más
facilidad.
El monstruo estaba tan asustado y corrido de vergüenza, que no podía distinguir lo
auténtico de lo falso y le entregó, sin rechistar, sus preciados tesoros. Gracia de la
Primavera los tomó en su mano y estuvo jugueteando con ellos durante un buen rato. Al
ver que el monstruo estaba demasiado ocupado con sus ropas para preocuparse de algo
más, el Peregrino escondió a toda prisa las campanas y, arrancándose tres pelos, los
metamorfoseó en una réplica exacta de tan valiosos objetos. No contento con eso, los
examinó cuidadosamente a la luz de una lámpara y comprobó que no existía, en efecto,
ninguna diferencia entre ellas. Satisfecho, sacudió ligeramente el cuerpo y recuperó
aquella legión incontable de piojos, pulgas y chinches, que tanto habían atormentado a
la bestia. El monstruo se sintió tan aliviado, que, al volver a tomar las campanas en sus
manos, no se fijó en ellas para nada. Es más, se las entregó en seguida a la mujer y dijo:
- Guardadlas con cuidado, no sea que vuelva a suceder lo de la última vez.
La mujer abrió un baúl de ropa y metió dentro las campanas falsas. Para tranquilizar al
monstruo lo cerró con un candado de oro y se sentó a beber unas cuantas copas más. Se
volvió después hacia las doncellas y les ordenó:
- Limpiad bien el lecho de marfil y sacad las sábanas de seda, pues deseo pasar la
noche con el señor.
- ¡No merezco tanta suerte! - repitió varias veces el monstruo -. Me considero indigno
de unirme con vos. Creo que lo mejor será que tome una doncella del palacio y me retire
al ala occidental. Vos podéis dormir sola.
Y se retiraron a descansar, por lo que, de momento, no hablaremos más de ellos. Sí lo
haremos, sin embargo, de Gracia de la Primavera, que, tras hacerse con los tesoros
auténticos, se los ató a la cintura y recuperó la forma que le era habitual. Sacudió, una
vez más, el cuerpo y recuperó el pelo que se había convertido en el insecto productor de
sueño. No había dado tres pasos, cuando oyó con toda claridad el sonido de los gongs y
las sonajas que marcaban la hora de la tercera vigilia. Recurrió entonces a la magia de la
invisibilidad del cuerpo y, haciendo con los dedos el signo correspondiente, no tardó en
llegar, sin ser visto, a la puerta delantera. Como estaba firmemente cerrada, volvió hacia
ella la barra de los extremos de oro y al punto se abrió de par en par. En cuanto la hubo
traspuesto, levantó la voz y dijo en tono autoritario:
- ¡Competidor del Señor de los Dioses, deja inmediatamente en libertad a la Sabiduría
de Oro!
Volvió a gritarlo con tal fuerza, que no tardaron e despertarse todos los diablillos.
Como locos, se lanzaron hacia la puerta y, al verla totalmente abierta, unos trataron de
cerrarla lo más rápidamente posible, mientras otros corrían a informar a su señor,
diciendo:
- Ahí fuera hay alguien que conoce vuestro nombre completo y exige la inmediata
liberación de Sabiduría de Oro.
Las doncellas abrieron con cuidado las puertas de los aposentos y regañaron a los
recién llegados, susurrándoles, muy quedo:
- ¿Se puede saber por qué gritáis tanto? El señor acaba de quedarse dormido.
El Peregrino volvió a lanzar su reto varias veces más, pero los diablillos no se
atrevieron a despertar a su dueño. El Gran Sabio no se arredró y continuó dando gritos
hasta el amanecer. Llegado ese momento, no pudo dominar por más tiempo la
impaciencia y, agarrando con dos manos su terrible barra de hierro, empezó a golpear la
puerta. Los diablillos estaban aterrados. Mientras unos empujaban, desesperados, los
batientes, otros corrían al interior a informar de lo ocurrido. El alboroto terminó
despertando al monstruo, que se vistió a toda prisa y, asomando la cabeza por entre las
cortinas de seda, preguntó:
- ¿A qué se debe todo ese ruido?
- No lo sabemos - contestaron las doncellas, echándose rostro en tierra -, pero, según
parece, ahí fuera hay alguien que se ha pasado la mitad de la noche lanzando insultos
contra vos. No contento con eso, acaba de echar la puerta abajo.
Sin pérdida de tiempo el monstruo abandonó sus aposentos privados, topándose en
seguida con un grupo de diablillos, que le dijeron, golpeando el suelo con la frente:
- Ha llegado alguien insultándoos y exigiendo que pongáis inmediatamente en libertad
al Palacio de la Sabiduría de Oro. Al contestarle que no estábamos dispuestos a hacerlo,
arreció en sus insultos, demasiado malsonantes para repetíroslos, y empezó a golpear la
puerta como un loco.
- No la abráis todavía - les ordenó el monstruo -. Id a preguntarle cómo se llama y de
dónde es originario. En cuanto lo hayáis averiguado, regresad a decírmelo.
Los diablillos se llegaron hasta la puerta y preguntaron, obedientes:
- ¡Eh, el que está dando esos golpes! ¿Tendrías la bondad de decirnos cómo te llamas?
- Respondo al nombre de Abuelito Materno - contestó el Peregrino - y he venido de
parte del Reino Morado a llevarme al Palacio de la Sabiduría de Oro. Todo el mundo
tiene que vivir en el sitio en el que nació.
Los diablillos corrieron a informar de ello al monstruo, quien, a su vez, se dirigió a toda
prisa a la parte posterior del palacio a indagar algo más sobre tan molesto visitante. La
mujer acababa de levantarse y aún no se había peinado ni lavado. Cuando se disponía a
hacerlo, se presentó una doncella y le dijo:
- Acaba de llegar el señor.
La mujer acabó de vestirse a toda prisa y, sin preocuparse para nada del peinado, salió
corriendo a darle la bienvenida. Apenas habían tomado asiento, y antes de que el
monstruo hubiera explicado el motivo de su visita, se presentó otro diablillo, que
informó, muy alterado:
- ¡Ese tal Abuelito Materno acaba de hacer añicos las puertas!
- ¿Sabéis cuántos generales y comandantes tiene el ejército de vuestro anterior esposo?
- preguntó el monstruo, dirigiéndose a la mujer.
- Recuerdo que el reino poseía un total de cuarenta y ocho brigadas 2 - contestó la mujer
-, lo cual arroja un número de mil generales de primera categoría. En tal cantidad no
están incluidos los comandantes y mariscales que guardan las diferentes fronteras.
- ¿Había alguno que se apellidara Materno? - volvió a preguntar el monstruo.
- Los únicos asuntos palaciegos de los que yo estaba enterada - explicó la mujer -
tenían que ver exclusivamente con la buena marcha de los temas domésticos y el control
de las criadas y sirvientas de la corte. De lo demás jamás se me informó con
puntualidad. ¿Cómo queréis que recuerde ahora apellidos y nombres?
- Ese entrometido se hace llamar el Abuelito Materno - comentó el monstruo -, pero
estoy convencido de que un apellido como ése no aparece en Los nombres de las cien
familias. Puesto que vos procedéis de una familia noble y poseéis una inteligencia muy
despierta, no me cabe duda alguna de que habréis leído toda clase de libros y crónicas a
lo largo de los años que pasasteis en el palacio imperial. ¿Recordáis haberos topado con
un apellido semejante en alguno de esos textos antiguos?
- Únicamente en El libro de los mil caracteres 3 - contestó la mujer - existe una frase
que afirma: "Todo cuanto aprendemos es obra de un maestro". Me figuro que ese
nombre debe de estar relacionado con ese principio.
- ¡Por supuesto que sí! - exclamó el monstruo, encantado, y, tras despedirse de la dama,
se dirigió al Pabellón de Descuartizar.
Inmediatamente se puso la armadura y, convocando a todas sus huestes de diablillos,
marchó con paso marcial hacia la puerta principal, llevando en las manos un hacha con
forma de flor recién abierta.
- ¿Dónde está ese Abuelito Materno, que dice provenir del Reino Morado? - preguntó
con voz autoritaria.
El Peregrino tomó en su mano derecha la barra de los extremos de oro y, señalando
acusadoramente al monstruo con la izquierda, contestó:
- Mi querido sobrinito, ¿cómo te atreves a dirigirte a mí de esa forma? Deberías
mostrarte un poco más respetuoso. ¿No te parece?
- ¡Mira quién fue a hablar! - exclamó el monstruo, furioso -. Tienes el aspecto de un
simio, el rostro de un mono y algo así como el siete por ciento de espíritu. ¿Cómo te
atreves a burlarte de mí?
- ¡Maldito monstruo! - gritó el rey, soltando la carcajada -. ¡Aquí el único que se está
burlando de los Cielos y del Señor que los rige eres tú! Parece, además, que estás
completamente ciego. Cuando, hace aproximadamente quinientos años, sumí el Palacio
Celeste en una total confusión, todos los guerreros de los Nueve Paraísos no se atrevían
a dirigirme la palabra, sin anteponer el título de "Respetable". Ahora tú me llamas,
simplemente, abuelito. ¿No te parece que eso es degradarme demasiado?
- ¡Dime, de una vez, tu nombre y tu apellido auténticos, así como el tipo de artes
marciales que dominas! - bramó el monstruo -. A juzgar por el desparpajo con el que te
diriges a mí, deben ser, en verdad, inigualables.
- Es mejor que no me lo preguntes - replicó el Peregrino -, porque, en cuanto lo
conozcas, estoy seguro de que no sabrás dónde meterte. Acércate y escucha con
atención lo que voy a decirte: el Cielo y la Tierra fueron mis progenitores,
concibiéndome con las esencias del sol y la luna y formándome durante larguísimos
años en el interior de una roca. Me alimenté de las raíces del espíritu y fui dado a luz,
¡oh, misterio incomprensible!, cuando la primavera aceleraba los latidos vitales de la
naturaleza. No es extraño que ahora sea un inmortal. Yo mismo fui una vez señor de
incontables diablillos, prestándome sumisión monstruos que parecían mucho más
poderosos que yo. Mi fama llegó a oídos del Emperador de Jade, que encargó a la
Estrella de Oro del Planeta Venus que me ofreciera un puesto oficial en la Corte
Celeste. Pero no me agradó el nombramiento de "pi-ma" y conspiré contra los Cielos,
sumiendo su orden eterno en una confusión total. Tras luchar contra mí, el Devaraja y
su hijo hubieron de abandonar el campo derrotados. El Emperador Cósmico se vio
obligado a enviarme de nuevo a la Estrella de Oro con el ofrecimiento de nombrarme
Gran Sabio, Sosia del Cielo, un título que yo consideré totalmente apropiado con mi
talento y mis cualidades. Pero volví a hacerme acreedor a la furia divina, cuando,
durante el Festival de los Melocotones, tuve la desfachatez de robar las píldoras de la
inmortalidad y de medio emborracharme con el licor de la larga vida. Lao-Tse presentó
inmediatamente sus quejas ante la corte, cosa que también hizo Wang-Mu-Niang-Niang,
presentándose personalmente en la Terraza de Jade. Al tener noticia de que me había
burlado de las leyes imperantes en los cielos, el emperador convocó a sus mejores
luchadores y lanzó contra mí a más de cien mil experimentados planetas, armados hasta
los dientes con hachas de doble filo, lanzas y espadas. No contento con eso, extendieron
alrededor de mi montaña sus terribles redes cósmicas, pero yo me las arreglé para hacer
frente a todos. La lucha fue feroz en extremo y tan equilibrada, que ninguna de las
partes obtuvo una ventaja significativa hasta que no hicieron su aparición Er-Lang y la
Bodhisattva Kwang-Ing. A pesar de que el príncipe gozaba de la ayuda de los miembros
de la Hermandad de la Montaña de los Ciruelos, los dos desplegamos nuestras mejores
artes mágicas. Nuestras metamorfosis fueron constantes y tan hilvanadas como los
engarces de un collar, pero de pronto se abrieron las nubes y se asomaron por encima de
ellas tres sabios celestes. Lao-Tse lanzó contra mí una trampa diamantina y, de esta
forma, los dioses no tuvieron ningún problema en capturarme y conducirme hasta los
mismísimos peldaños de oro. No tuve necesidad de hacer confesión alguna, siendo
condenado a morir descuartizado, pero los mazos, las hachas, las cimitarras y las
espadas fueron incapaces de hacerme el menor daño. Lo mismo les sucedió al trueno, al
rayo Y a todos los elementos que participan de la inmortalidad. Se decidió, Pues,
enviarme al Palacio Tushita, para que se me refinara de todas las formas que pudiera
imaginarse. Cuando llegó el momento oportuno, se levantó la tapa al brasero, pero el
fuego no había podido nada contra mí y salté de entre las brasas, blandiendo mi barra de
hierro y dispuesto a llegar como fuera a la Terraza del Dragón de Jade. Los planetas y
las estrellas huyeron, aterrorizados, dejando a mis anchas todos los salones del palacio
celestial. El Emperador solicitó a toda prisa la ayuda de Buda y yo tuve la desfachatez
de aceptar un enfrentamiento directo con Sakyamuni. Me comprometí a saltar sobre la
palma de su mano y a regresar a ella después de recorrer todos los Cielos, pero Buda
tenía un conocimiento anticipado de mis intenciones y me engañó. Durante más de
quinientos años he permanecido prisionero, purgando mis antiguos desmanes, hasta que
se me ha liberado con la condición de proteger al monje Tang en su largo peregrinaje
hacia el Oeste. Eso es algo que yo, el Peregrino Wu-Kung, he cumplido con absoluta
dedicación, enfrentándome a todos los monstruos que trataban de cerrarme el camino
que conduce hacia el poniente. ¿Quién puede ser tan loco como para impedírmelo?
Al oír el nombre del Peregrino Wu-Kung, el monstruo exclamó:
- ¡Así que tú eres el tipo que sumió el Palacio Celeste en una confusión total! Si es
verdad que se te liberó con la condición de que acompañaras al monje Tang en su largo
peregrinaje hacia el Oeste, ¿quieres explicarme qué es lo que te ha apartado de tus
propósitos? ¿No te parece que, en vez de convertirte en un simple esclavo del Reino
Morado y venir aquí en busca de la muerte, sería más conveniente que te dedicaras a tus
propios asuntos?
- ¡Por tus palabras se ve que eres tan ignorante como malvado! - replicó el Peregrino -.
Si he venido hasta tu caverna, ha sido porque así me lo ha pedido el Señor del Reino
Morado y yo he aceptado en prueba de agradecimiento por la hospitalidad que nos ha
dispensado. Has de saber, además, que allí se me respeta más que al mismo rey, que,
por otra parte, me considera como a un dios. Ante tales muestras de agradecimiento,
¿cómo te atreves a mencionar la palabra esclavo? ¡Tú eres el que te burlas de los
principios del cielo, no yo! ¡No huyas y prueba el sabor de la barra de tu abuelito!
Un tanto desconcertado, el monstruo se hizo a un lado y, de esta manera, logró desviar
el golpe que se le venía encima, antes de contraatacar con su hacha con forma de flor
recién abierta. Dio así comienzo una batalla realmente extraordinaria, en la que la barra
de los extremos de oro se midió con la afiladísima hacha de contorno floral. Mientras la
violencia se iba apoderando de sus músculos, los contendientes apretaban los dientes y
los hacían rechinar para mostrar lo sobrecogedor de su fuerza. No en balde uno era el
Gran Sabio, Sosia del Cielo, y el otro, un monstruo malvado de inigualables poderes.
Los dos arrojaban por la boca tal cantidad de vapores y nubes, que el Cielo se vio
sumido en una oscuridad absoluta. La fiereza con la que peleaban lanzaba hacia lo alto
tantas rocas y tierra, que parecía como si todos los astros hubieran perdido, de pronto, su
fulgor. Recurrieron a todos los estilos de lucha que dominaban, arrojando por los ojos
rayos de un color dorado cada vez que descargaban uno de sus golpes. Ambos
desplegaron la impresionante panoplia de sus conocimientos mágicos, tratando uno de
llevar a la dama al reino del que era soberana y pugnando el otro por hacerla quedarse
en los impresionantes parajes de aquella montaña. A tan simple propósito obedecía un
combate, cuyos participantes se habían olvidado por completo de la vida y la muerte.
Más de cincuenta veces seguidas midieron sus armas, pero ninguno consiguió una
diferencia apreciable. Al ver la fuerza desplegada por el Peregrino, el monstruo
comprendió que no iba a poder derrotarle y, parando con su hacha uno de los golpes de
la barra de hierro, dijo:
- Creo que deberíamos detener la lucha un momento, Peregrino Sun. Todavía no he
desayunado y es preciso que, antes de continuar, tome un poco de carne. En cuanto lo
haya hecho. Volveré y acabaré contigo.
El Peregrino comprendió que quería ir a por las campanas y, poniendo a un lado la
barra de hierro, contestó:
- Un buen cazador nunca persigue a una liebre cansada. Vete y come todo lo que
quieras. Cuanto antes regreses, antes te daré muerte.
El monstruo regresó al interior de la caverna y ordenó a la mujer:
- Saca inmediatamente los objetos que te confié.
- ¿Puede saberse para qué? - preguntó ella.
- El que estuvo toda la noche retándome - contestó el monstruo - es discípulo de un
monje que se encuentra de camino en busca de escrituras sagradas. Según ha confesado,
su auténtico nombre no es Abuelito Materno, sino Sun Wu-Kung, el Peregrino. He
pasado muchas horas luchando con él, pero me ha sido imposible derrotarle. Entrégame
mis tesoros y le achicharraré con el fuego que despiden.
El abatimiento se apoderó de la mujer, al oírlo. No estaba dispuesta a entregarle las
campanas, pero temía provocar su mal humor. Sabía que, si se las devolvía, el Peregrino
podía morir, asado como un animal de caza. Sus dudas terminaron provocando la ira del
monstruo, que volvió a ordenarle:
- ¿Es que no me has oído? ¡Saca esos tesoros, de una vez!
La mujer no tuvo más remedio que abrir el baúl y entregárselos a la bestia, que corrió,
satisfecha, al exterior de la caverna. La mujer se sintió tan abatida, que se dejó caer
sobre un asiento y lloró desconsoladamente, preguntándose, desesperada, si el Peregrino
iba a ser capaz de escapar con vida. Ni ella ni el monstruo sabían que las campanas que
acababa de darle eran falsas. En cuanto se encontró en campo abierto, el monstruo se
colocó de cara al viento y gritó:
- ¡No huyas, Peregrino Sun, y mira cómo sacudo un poco las campanas!
- ¿Crees que yo no tengo otras iguales? - replicó el Peregrino, soltando la carcajada -.
¿Qué te hace pensar que, si tú las agitas, no voy a hacer lo mismo con las mías?
- ¿Qué clase de campanas tienes tú? - preguntó el monstruo -. ¿Por qué no las sacas,
para que pueda echarles un vistazo?
El Peregrino sacudió ligeramente la barra de hierro y, tras reducirla al tamaño de una
pequeña aguja de bordar, se la metió tranquilamente en la oreja. Se desató a
continuación las tres campanas de la cintura y dijo al monstruo:
- Míralas bien, ¿no son estas tres campanas de oro rojizo?
- ¡Qué raro! - pensó el monstruo, visiblemente sorprendido -. ¿Cómo pueden ser esas
campanas exactamente iguales que las mías? Aunque hubieran empleado el mismo
molde para hacerlas, deberían tener algo distinto. ¿Qué sé yo? Una marquita aquí..., una
imperfección allá... ¿Cómo es posible que sean iguales? ¿Te importaría decirme de
dónde las has sacado? - añadió, levantando la voz.
- ¿Tendrías inconveniente en contarme de dónde han salido las tuyas? - repitió el
Peregrino.
- En un principio - confesó el monstruo con una ingenuidad sorprendente - las mías
pertenecieron al Señor de la Gran Pureza, el ser más versado en el Tao de cuantos
existen. Su oro fue refinado, de hecho, durante muchísimo tiempo en el Brasero de los
Ocho Triagramas. Eso explica que sean unos tesoros tan perfectos, que ni el mismísimo
Lao-Tse ha podido volver a fundir nada semejante.
- Bueno, las mías proceden también de esa época - explicó el Peregrino, soltando la
carcajada.
- ¿Cuál es exactamente su origen? - insistió el monstruo, intrigado.
- El padre del Tao - mintió el Peregrino - refino el oro de estas campanas en el mismo
brasero que el elixir. Dado que dos veces tres son seis, éstos son tesoros auténticamente
cíclicos. Aunque no quieras creerlo, mis campanas son hembra y las tuyas, macho. De
ahí que sean tan iguales.
- ¿Cómo puedes hablar de su sexo, si fueron fundidas en el proceso mismo del que
surgió el elixir y no pertenecen al mundo de los animales? - replicó el monstruo -. En
todo caso, estoy dispuesto a admitir que las tuyas sean auténticas, si son capaces de
arrojar algo estremecedor, al sacudirlas.
- Tienes razón - reconoció el Peregrino -. Todo lo demás son palabras huecas. Para que
veas que no te tengo miedo, te voy a dejar hacerlo a ti primero.
Ni corto ni perezoso, el monstruo sacudió la primera campana tres veces seguidas, pero
no salió por su boca fuego alguno. Lo mismo hizo con la segunda, pero no vomitó
tampoco nada de humo. La tercera siguió el ejemplo de las otras dos y no dejó escapar
ni una sola motita de ceniza. Desconcertado, el monstruo exclamó:
- ¡Qué cosa más rara! Está visto que el mundo se ha vuelto del revés. ¡Estas campanas
son tan inútiles como una piedra para cruzar un río! Estoy convencido de que, como son
macho, al ver a la hembra se han trastornado por completo.
- Deja de sacudirlas, querido sobrinito - se burló el Peregrino -, y déjame hacerlo a mí
con las mías a ver qué pasa.
No había acabado de decirlo, cuando cogió las tres campanas con una mano y las
sacudió al mismo tiempo. Al instante salió de ellas una gran masa de fuego rojizo, humo
verdoso y ceniza amarilla, que envolvió toda la montaña y los árboles que crecían sobre
ella. Por si eso fuera poco, el Gran Sabio recitó un conjuro y, volviéndose hacia el
sudoeste, gritó con fuerte voz:
- ¡Que se levante el viento!
El huracán avivó el fuego, que pareció tomar prestada toda la incontenible fuerza del
aire. De entre las llamas rojizas surgió una masa de humo negro que oscureció
totalmente los cielos, al tiempo que la tierra se veía cubierta por una espesa lluvia de
cenizas amarillas. Sobrecogido ante semejante espectáculo, el Competidor del Señor de
los Dioses trató de huir, pero no halló camino por donde hacerlo. ¿Cómo iba a escapar
con vida, si cuanto le rodeaba era un auténtico mar de fuego? Cuando más voraces
parecían las llamas, se oyó una voz en lo alto, que decía:
- ¡Aquí me tienes, Sun Wu-Kung!
El Peregrino miró hacia arriba y vio que era la Bodhisattva Kwang-Ing. En la mano
izquierda sostenía su inmaculado florero de porcelana, mientras sacudía con la derecha
su ramita de sauce, tratando de apagar el incendio con el rocío sagrado que siempre
llevaba consigo. El Peregrino se metió a toda prisa las campanas por la cintura y,
juntando las manos a la altura del pecho, inclinó la cabeza, respetuoso. A la Bodhisattva
le bastaron unas cuantas gotas de rocío para apagar el fuego y hacer desaparecer
totalmente el humo y las cenizas amarillentas.
- No sabía que la Gran Misericordiosa había decidido descender a este mundo de
muerte - dijo el Peregrino, golpeando repetidamente el suelo con la frente -. De haber
tenido noticia de ello, habría dejado todo para daros la bienvenida. ¿Puedo preguntaros
hacia dónde os dirigís?
- He venido simplemente a detener a este monstruo - contestó la Bodhisattva.
- ¿Cuál es el origen de esta bestia, para que os hayáis molestado en venir a dominarla? -
volvió a preguntar el Peregrino.
- Se trata, en realidad, del lobo de pelaje rojizo, en el que solía cabalgar - explicó la
Bodhisattva -. Un día el muchacho que cuidaba de él se durmió y esta fiera aprovechó la
ocasión para romper la cadena que le tenía sujeto y venir aquí a librar de la desgracia al
Señor del Reino Morado.
- Perdonadme, pero creo que estáis distorsionando un tanto la verdad - replicó el
Peregrino, intensificando sus muestras de respeto -. Este monstruo no sólo se ha burlado
de ese rey, secuestrando a su esposa y cometiendo toda clase de tropelías, sino que ha
corrompido las buenas costumbres y ha quebrantado los principios que rigen por
doquier. Ha arruinado, de hecho, la vida del soberano que acabáis de mencionar. ¿Cómo
podéis afirmar que le ha ayudado, en realidad, a poner fin a la desgracia?
- Está visto que no sabes lo que ocurrió en tiempos del padre del actual rey - contestó la
Bodhisattva -. Entonces era un príncipe al que sólo le preocupaba la caza. En cierta
ocasión salió del palacio al frente de sus monteros y se dirigió hacia la Ladera del Fénix
Derribado con sus jaurías de mastines y sus bandadas de halcones. Allí, posadas sobre
las ramas de un árbol, vio a un par de aves, macho y hembra, que eran, en realidad, los
hijos del Bodhisattva Pavo Real 4. El príncipe tensó el arco e hirió al macho. La hembra,
por su parte, logró regresar al Oeste con una flecha clavada en el pecho. Aunque la
Madre Buda le perdonó, decidió castigarle apartándole de su esposa durante tres años y
haciendo enfermar su cuerpo como consecuencia de la nostalgia. Cuando se hizo
pública esa decisión, me encontraba a lomos de este lobo, por lo que la oyó con la
misma claridad que yo. Lo que menos me sospechaba es que fuera a escaparse y a venir
aquí a secuestrar a la reina, para hacer efectivo el castigo acordado por los Cielos.
Desde entonces han transcurrido ya tres años y la pena ha tocado, consiguientemente, a
su fin. Eso explica que hayas podido curar al rey y que ahora me encuentre yo aquí para
llevarme a esta bestia.
- Lo que acabáis de contarme me parece muy bien - respondió el Peregrino -, pero esta
fiera ha deshonrado a la reina, ha corrompido las buenas costumbres, ha puesto en
peligro el equilibrio cósmico y se ha burlado de la ley. Todo eso le hace acreedor a una
pena de muerte. Por vos estoy dispuesto a dejarle vivir, pero no me parece justo
permitirle marchar sin haber recibido un castigo ejemplar. Si no tenéis nada que objetar,
antes de que os lo llevéis, voy a propinarle veinte golpes con mi barra de hierro.
- Si en algo estimas mi aparición, Wu-Kung - replicó la Bodhisattva con su dulzura
habitual -, te agradecería que, por el honor de mi nombre, le perdonaras totalmente. Si
lo haces, el mérito de su captura será exclusivamente tuyo. Considera, además, que, en
cuanto levantes tu barra contra él, su vida se disipará irremediablemente.
El Peregrino no se atrevió a desairarla e, inclinándose con respeto, contestó:
- De acuerdo, pero debéis tener presente que, en cuanto haya regresado con vos a los
Mares del Sur, no se le ha de permitir jamás salir de allí, pues podría provocar daños
irreparables en el mundo de los humanos.
Sólo entonces se volvió la Bodhisattva hacia el monstruo y le regañó, severa:
- ¡Maldita bestia! Si no recobras ahora la forma que te es habitual ¿cuándo piensas
hacerlo?
El monstruo se dejó caer al suelo y, revolcándose una sola vez por el polvo, se mostró
tal cual era. El animal sacudió su piel y la Bodhisattva montó sobre su lomo. Pero le
faltaban las tres campanitas que llevaba colgadas del cuello.
- Devuélveme las campanas, Wu-Kung.
- ¿Campanas? - repitió el Peregrino -. ¿Qué me contáis a mí de campanas? Yo no tengo
ninguna.
- ¡Qué mono más ladrón! - exclamó la Bodhisattva, perdiendo la paciencia -. Si no se
las hubieras robado, ni siquiera habrías podido acercarte a él. ¡Entrégamelas
inmediatamente!
- Os aseguro que yo no las he visto - dijo el Peregrino, riendo.
- En ese caso - concluyó la Bodhisattva -, voy a recitar ese conjuro que tú y yo
sabemos.
Asustado, el Peregrino musitó, temblando de pies a cabeza:
- ¡No lo hagáis, por favor! ¡Aquí tenéis las campanas!
Una vez más se cumplió el dicho que afirma: "¿Quién podrá quitarle las campanas al
lobo?, preguntó el que se las desató a la que le mantiene siempre bajo control".
En cuanto la Bodhisattva terminó de ajustar las campanas al cuello del lobo, volvió a
montarse con indescriptible gracia sobre su lomo. Parecía como si entre la pelambre de
la bestia hubiera crecido, de pronto, un loto y sus cerdas hubieran adquirido una suave
luminosidad. La Gran Misericordiosa inició entonces el camino de regreso a los Mares
del Sur, por lo que, de momento, no hablaremos más de ella. Sí lo haremos, sin
embargo, del Gran Sabio Sun, el cual, tras arremangarse la piel de tigre y agarrar con
fuerza la barra de hierro, entró en la Caverna de Xie-Tsai y, en un abrir y cerrar de ojos,
acabó con todos los diablillos. Se dirigió después a la parte posterior del palacio y pidió
al Palacio de la Sabiduria que se dispusiera a regresar con él a su patria. La mujer no
pudo mostrarse más agradecida. Para no apropiarse totalmente del mérito de lo ocurrido,
el Peregrino le contó cómo había dominado la Bodhisattva al monstruo y por qué había
sido forzada a separarse de su esposo durante tanto tiempo. Una vez concluido su relato,
arrancó un manojo de hierba y, formando con él la tosca imagen de un dragón, dijo a la
mujer:
- Montaos en esto y cerrad los ojos. No tenéis nada que temer. Si lo hacéis, no tardaréis
en llegar al lado de vuestro esposo.
Ella se mostró obediente en todo. El Peregrino recurrió a su magia y todo cuanto pudo
oír la dama fue el sonido huracanado del viento. Al cabo de media hora llegaron a las
inmediaciones de la capital del reino. En cuanto hubieron tomado tierra, el Peregrino se
volvió hacia su acompañante y le dijo.
- Podéis abrir ya los ojos, si queréis.
La reina así lo hizo y al instante reconoció las torres del dragón y los cenadores del
fénix. Loca de alegría, bajó del tosco animal de hierbas en el que había hecho todo el
viaje y se dirigió en compañía del Peregrino hacia el salón del trono. Al verla, el rey se
levantó de su asiento y corrió, emocionado, hacia ella. Pero, al tomarla de la mano para
expresarle cuánto la había echado de menos, se la soltó a toda prisa y exclamó, presa de
un dolor que le hizo retorcerse por el suelo:
- ¡Qué horrible! ¡Es imposible soportar tanto dolor!
- ¡Qué mala suerte! - exclamó Ba-Chie, dando rienda suelta a la risotada -. Está visto
que no podrá disfrutar nunca de su cuerpo. Nada más verla se ha caído, medio muerto,
al suelo.
- No la toques, Idiota - le aconsejó el Peregrino.
- ¿Qué pasará, si lo hago? - replicó Ba-Chie.
- Todo su cuerpo está cubierto de unas espinas venenosas, que se hacen más abundantes
precisamente en sus manos - explicó el Peregrino - A ello se debe que durante estos tres
años que ha pasado en la Montaña del Unicornio el monstruo no haya podido ni tocarla.
En cuanto trataba de hacerlo, el dolor se cebaba en él.
Al oírlo, todos los funcionarios exclamaron, alarmados:
- ¡Qué podemos hacer! - y abandonaron, apenados, la corte, mientras la alarma se
extendía por todo el palacio. Sabiduría de Jade y Sabiduría de Plata corrieron, por su
parte, a levantar al soberano del suelo. Cuando más completa parecía la confusión, se
oyó una voz de lo alto, que decía:
- Aquí me tienes, Gran Sabio. Acabo de llegar ahora mismo.
El Peregrino levantó, sorprendido, la cabeza y escuchó el impresionante canto de las
garzas celestes, como si alguien realmente importante hubiera decidido bajar a esta
tierra. Al mismo tiempo, vio acercarse un gran círculo de luz, que hacía tremolar el aire
por encima de sus cabezas. Poco a poco fue apreciando dentro de él a una figura, velada
por la neblina, que vestía una túnica de hierbas y calzaba una sandalias de paja, tan raras
que jamás había visto nadie cosa igual Llevaba en la mano un matamoscas hecho de
juncos, que desentonaba abiertamente con la faja de seda que le rodeaba la cintura. Tan
extraño personaje había establecido lazos con gentes de todo el mundo y, puesto que sus
obligaciones no eran muchas, se dedicaba a recorrer de continuo la tierra. Como habréis
supuesto ya, se trataba del Gran Inmortal de la Nube Morada, que no deja de extender la
salvación por todas partes. El Peregrino corrió a darle la bienvenida y le preguntó:
- ¿Se puede saber hacia dónde os dirigís, Chang Tse - Yang? 5
- Chang Po - Duan, el más humilde de todos los inmortales, os saluda con todo el
respeto de que es capaz, Gran Sabio - dijo Tse-Yang, inclinando la cabeza.
- ¿De dónde venís? - insistió el Peregrino, tras devolverle el saludo.
- Hace aproximadamente tres años - explicó el inmortal - pasaba por este mismo lugar,
camino del festival de Buda, cuando oí comentar que su rey había sido castigado a no
ver a su esposa durante todo ese tiempo. Temiendo que el monstruo que la había raptado
pudiera deshonrarla, rompiendo así el equilibrio que debe reinar en todo tipo de
relaciones, decidí convertir una de mis viejas vestimentas en una espléndida túnica de
cinco colores, que regalé a la bestia, para que la añadiera al ajuar de la reina. En cuanto
se la puso, le crecieron por todo el cuerpo infinidad de espinitas ponzoñosas, que la
ayudaron a conservar intacta su virtud. Ahora que vos habéis puesto punto final a su
separación, creo que ha llegado el momento de recuperar lo que es mío.
- Ha sido muy amable de vuestra parte recorrer tan larga distancia para eso - repitió el
Peregrino con respeto.
El inmortal se llegó hasta donde estaba la reina, la señaló con uno de sus rugosos dedos
y al instante se le desprendió del cuerpo el abrigo de hierbas, dejándole tan fina la piel
como la de un niño. Sin dar ninguna importancia a tan extraordinario portento, el
inmortal volvió a ponerse lo que era suyo y, volviéndose hacia el Peregrino, dijo -
- Disculpadme, Gran Sabio, pero me temo que debo marcharme.
- Esperad un momento, por favor - le suplicó el Peregrino -. Es preciso que el rey os dé
las gracias por lo que habéis hecho.
- No hay necesidad de semejante cosa - replicó el inmortal, sonriendo -. Creedme - e,
inclinándose, una vez más, se elevó hacia lo alto.
El rey, la reina y todos los demás funcionarios se quedaron tan atónitos ante lo que
acababa de suceder, que se echaron rostro en tierra y presentaron sus respetos al cielo.
Concluida esa ceremonia, el soberano ordenó abrir el Ala Oriental del Palacio y ofreció
a los cuatro monjes un espléndido banquete de agradecimiento. Todos los cortesanos se
inclinaron ante ellos en prueba de reconocimiento por haber devuelto su esposa al rey.
Cuando la fiesta había alcanzado su punto culminante, el Peregrino se volvió hacia el
maestro y le sugirió:
- Si queréis, podéis enseñar ya la declaración de guerra.
El monje Tang sacó de entre las mangas el documento y se lo entregó al Peregrino,
quien se lo hizo llegar, a su vez, al rey, diciendo:
- Este escrito estaba destinado a llegar a vuestras manos por medio de un emisario, al
que tuve la fortuna de dar muerte y hacerme pasar después por él. Fue precisamente
aquel desgraciado que traje ensartado en mi barra de hierro. Nada más regresar a la
caverna, tomé su personalidad y, así, me fue posible entrevistarme por primera vez con
vuestra esposa. Juntos, urdimos un plan para robar al monstruo las campanas de oro,
pero no salió tan bien como habíamos planeado y por poco no caigo en manos de la
bestia. La segunda vez tuve más éxito y pude, por fin, medir mis armas con las suyas.
Afortunadamente, no tardó en presentarse la Bodhisattva Kwang-Ing, la cual dominó sin
ninguna dificultad a la fiera y me explicó el motivo por el cual la reina y vos habéis
estado separados tanto tiempo.
Tras escuchar su relato, tanto el rey como todos sus súbditos se deshicieron en muestras
de gratitud y reconocimiento. El monje Tang tomó entonces la palabra y dijo:
- Tan feliz resultado ha sido debido, en primer lugar, a la virtud a toda prueba del
soberano y, después, a las hazañas de mi humilde discípulo. Por ello, nos sentimos
pagados por el convite que habéis dado en honor nuestro, así como por las pruebas de
amistad que nos habéis ofrecido. No nos resta más que despedirnos de vos y
reemprender nuestro viaje. ¡No retraséis, por favor, nuestra marcha hacia el Oeste!
El rey comprendió que no había manera de retener a los monjes y firmó el permiso de
viaje. Pidió a continuación al monje Tang que tomara asiento en la carroza imperial y
tanto él como sus esposas se encargaron de llevarla hasta las afueras de la ciudad. De
esa forma, los peregrinos pudieron continuar tranquilamente su camino. Se confirmó
una vez más que únicamente la amistad es capaz de curar la nostalgia y que la mente
sólo halla la paz, cuando se encuentra vacía de todo pensamiento o deseo.
Desconocemos de momento qué suerte aguardaba a los caminantes. Quien desee
averiguarlo tendrá que escuchar con atención las explicaciones que se ofrecen en el
capítulo siguiente.
CAPÍTULO LXXII
Decíamos que, tras despedirse del soberano del Reino Morado, Tripitaka continuó el
viaje hacia el oeste, montado en su caballo. Después de dejar atrás numerosas montañas
y de vadear incontables cursos de agua, el otoño tocó a su fin, el invierno perdió sus
rigores y de nuevo volvió a hacerse presente el brillante atractivo de la primavera. En
cierta ocasión el maestro y los discípulos se detuvieron a contemplar la belleza del
paisaje, cuando vieron, escondidos entre los árboles, un grupo numeroso de casas.
Tripitaka desmontó del caballo y se quedó mirándolas desde el centro mismo del
camino.
- ¿Se puede saber por qué no seguís adelante, ahora que el sendero es llano y no hay
rocas que entorpezcan la marcha? - preguntó el Peregrino.
- ¡Qué poco sensible eres! - exclamó Ba-Chie -. El maestro debe de estar ya cansado de
tanto cabalgar. ¿No te parece natural que se haya bajado del caballo para recobrar el
aliento?
- En realidad, no estoy tan cansado como dices - le corrigió el maestro -. Lo que ocurre
es que veo allí un grupo de casas y opino que no estaría de más que fuéramos a
mendigar algo de comer.
- ¿Qué manera de hablar es ésa, maestro? - volvió a preguntar el Peregrino -. Si, de
verdad, tenéis hambre, puedo ir yo a por la comida. ¿Por qué habríais de hacerlo vos?
Como muy bien afirma el proverbio, "quien una vez ha sido maestro nuestro se
convierte para siempre en nuestro padre". No está bien que nos quedemos aquí sentados,
mientras vos llamáis a una puerta cualquiera.
- Creo que no me has entendido bien - se defendió Tripitaka -. Normalmente eres tú el
que vas en busca de alimento, sin importarte que nos hallemos en un lugar habitado o
deshabitado. Ahora que tenemos una aldea al alcance de la mano y me haría ilusión
llamar a sus puertas en busca de auxilio, tú te opones a que haga lo que es la primera
obligación de todo buen monje. ¿Te parece bien eso?
- Perdonad que os lo diga, pero no es del todo cierto eso que decís - objetó Ba-Chie -.
Como muy bien afirma el proverbio, "cuando tres personas salen de viaje, le
corresponde a la más joven cargar con todas las incomodidades" 1. No necesito
recordaros que vos sois el maestro y nosotros, los discípulos. Los antiguos afirmaban
que, cuando se emprende algo realmente penoso, le corresponde al más joven llevarlo a
término. Así que iré yo a mendigar el sustento.
- ¿Por qué no queréis comprenderlo? - se quejó Tripitaka -. Hoy hace un tiempo
realmente espléndido. Si lloviera o hiciera viento, o las distancias fueran enormes, por
supuesto que no me aventuraría a llamar a una puerta desconocida. ¿Qué hay de malo en
que me llegue hasta esa aldea? En cuanto haya conseguido algo que llevarnos a la boca,
proseguiremos nuestro viaje.
- ¿Para qué seguir perdiendo el tiempo? - concluyó, sonriendo, el Bonzo Sha -. El
carácter del maestro es así y no se deja convencer jamás. Si le hacéis enfadar, tened la
seguridad de que no os dejará comer, ni aunque vayáis vosotros mismos a mendigar la
comida.
Ba-Chie se mostró de acuerdo con ese punto de vista y le entregó la escudilla de las
limosnas. Tripitaka se cambió entonces de sombrero y de túnica y, en dos zancadas, se
llegó hasta la aldea. Se trataba de un lugar realmente encantador con un puente de
piedra, bajo el que fluían las aguas cantarinas de un arroyo, y unos árboles centenarios,
entre cuyas ramas los pájaros lanzaban unos gorjeos tan chillones que resonaban en las
colinas cercanas. A la otra parte del puente se levantaba un grupo de casas tan curiosas
y elegantes como la morada de un inmortal. Las ventanas estaban, sin embargo,
cubiertas con unas esteras de juncos y eso hacía que parecieran, más bien, el hogar de
un taoísta. Por una de ellas se veía a cuatro muchachas hermosísimas, cosiendo y
bordando fénix. Al comprender que en la casa no había más personas que ellas, el
maestro no se atrevió a seguir adelante, quedándose parado junto a los árboles. Fue así
como descubrió que todas ellas tenían una fuerza de voluntad tan firme como una roca,
aunque su apariencia era tan frágil como una orquídea. Poseían unas mejillas
sonrosadas, un rostro realmente encantador, unos labios extremadamente suaves y
teñidos de rojo, unas cejas tan delicadas como la curva de la luna nueva y los cabellos
recogidos en moños protegidos por una especie de redecillas. Si se hubieran colgado
entre las flores, más de una abeja se hubiera posado a libar sobre ellas. El maestro
estuvo observándolas durante más de media hora, pero al ver que nada, ni siquiera el
ladrido de los perros o el cacareo de las gallinas, rompía el silencio que allí reinaba, se
dijo, preocupado:
- Si regreso con las manos vacías, los discípulos se reirán de mí y comentarán que no
vale la pena seguir a alguien que, empeñado en presentar sus respetos a Buda, es
totalmente incapaz de conseguir algo de comer.
No le quedó, pues, más remedio que seguir adelante. Aunque era consciente de que
quizá no debiera hacerlo, atravesó, por fin, el puente. Después de dar unos cuantos
pasos, vio que justamente en el centro del patio de la casa se levantaba un pabellón de
madera de sándalo, en cuyo interior había tres muchachas dando patadas a un balón 2.
Su aspecto era totalmente diferente del de las otras cuatro. Las mangas de sus blusas, de
un alegre color azul, se balanceaban rítmicamente, dejando entrever unos dedos tan
delicados y largos como varitas de jade. Por entre el delicado tinte amarillento de sus
faldas se veían, asimismo, unos zapatos muy finos y de un tamaño asombrosamente
pequeño. Todos sus movimientos estaban revestidos de una perfección y de una
delicadeza extraordinarias, que se hacían más patentes cuando se pasaban el balón unas
a otras. Para ello, debían calcular con precisión la distancia y calibrar la fuerza con la
que habían de golpear la pelota. Cada manera de hacerlo recibía un nombre distinto.
Así, una patada dada a la media vuelta era calificada como "la flor al otro lado de la
tapia", mientras que ir hacia atrás con ella se llamaba "atravesar los mares". El juego
requería una destreza especial, particularmente a la hora de parar el balón con los pies y
de atacar sin levantar una sola mota de polvo del suelo. Uno de los movimientos mas
difíciles, no obstante, era el llamado "la perla que asciende a la cabeza de Buda" 3. Para
realizarlo con perfección, se requería atrapar la pelota con los dedos de los pies y
pasarla repetidamente de uno a otro. Pero su repertorio no se reducía a un golpe tan
peculiar. Las jugadoras, de hecho, se tumbaban a veces en el suelo para pegar al balón,
otras se agachaban con el cuerpo totalmente recto, y otras, finalmente, se retorcían como
peces fuera del agua y se valían de los tacones para lanzarlo al otro lado del campo.
Todas celebraban con gritos y aplausos tan perfecto lanzamiento y se esforzaban por
superarlo. Como por arte de magia, la pelota ascendía entonces por sus piernas y
alcanzaba con facilidad la fragilidad de su cuello, donde daba unas cuantas vueltas,
antes de caer definitivamente al suelo. Su forma de golpear el cuero recordaba a veces el
Río Amarillo fluyendo hacia atrás, o los peces de vivos colores que se venden en la
misma playa. Otras veces, en cambio, era el balón el que se confundía con la cabeza de
alguna jugadora, antes de revolverse con pericia y asestarle un tremendo patadón. Las
demás trataban de detenerlo con la parte del cuerpo que podían, aunque eran las
pantorrillas las más usadas, porque, así, les resultaba más fácil dar un punterazo. La
entrega de las muchachas al juego era tal, que algunas perdían las sandalias que
calzaban, otras caían como heridas al suelo, al tratar de hacer una tijereta, y otras,
finalmente, daban con sus delicados hombros sobre la dura tierra. No parecía
importarles perder sus valiosísimas horquillas de oro, con tal de conseguir meter el
balón por la red con forma de canasta que colgaba a media altura 4. Cuando lo
conseguían, todas las muchachas lanzaban gritos de entusiasmo. No es extraño que,
debido al esfuerzo, tuvieran empapadas de sudor las túnicas de seda y sus maquillajes
hubieran perdido su frescor y aparecieran totalmente ajados. Sólo se percatarían de ello,
cuando su interés por el juego decayera con la misma inadvertencia con que se suceden
las estaciones.
De alguna manera, nos entristece poner fin a esta descripción, por lo que con gusto
consignamos un poema 5, que dice:
Al principio del mes tercero las doncellas salieron al campo a jugar al balón. La brisa soplaba
con tanta suavidad, que parecía arrastrar esencias de inmortalidad. El sudor que salpicaba los
rostros de las muchachas las hacía parecer flores cubiertas de rocío, mientras que las motitas de
polvo que desdibujaban la perfecta curva de sus cejas las transformaba en ramitas de sauce
escondidas entre la niebla. Las mangas de sus túnicas, de un vivo color azul, dejaban entrever, al
balancearse, la belleza de unos dedos tan finos como pequeños eran los pies que dejaba al
descubierto el caprichoso remolino de sus faldas amarillas. Cuando terminaron de jugar, tenían
el cabello alborotado y las joyas que realzaban su belleza presentaban un aspecto lamentable.
Tripitaka las estuvo contemplando, ensimismado, hasta que comprendió que no podía
seguir perdiendo el tiempo y, levantando la voz, dijo:
- Disculpadme, bodhisattvas, pero ¿tendríais la bondad de dar a este pobre monje la
comida que podáis?
Al oírlo, las muchachas abandonaron lo que estaban haciendo y, sonriendo con
irresistible dulzura, salieron a su encuentro y le dijeron:
- Perdonadnos por no haberos dado antes la bienvenida, pero no sabíamos que había
llegado a nuestra aldea un personaje de tanta importancia como vos. Pasad y tomad
asiento. No está bien dar de comer a nadie al aire libre.
- ¡Santo cielo! - pensó Tripitaka, asombrado -. En verdad, el Oeste es la patria de Buda.
¿Cómo no van los hombres a aceptar sus doctrinas, cuando las mujeres muestran tanto
respeto por los monjes? - e, inclinándose con extremada delicadeza, siguió a las
muchachas al interior de la casa. Tras dejar atrás el pabellón hecho de madera de
sándalo, el maestro miró a su alrededor y comprobó, sorprendido, que el edificio no
poseía, en realidad, ni pasillos ni aposentos. Todo cuanto se veía eran altísimas
cumbres, cubiertas de una pátina azulada, que se perdían entre las nubes, y unas
cordilleras tan extensas que llegaban hasta la misma orilla del mar. Junto a un puente de
piedra, bajo el que discurría un arroyo de nueve meandros, se abría una especie de
puerta, cuya sombra se extendía sobre un huerto lleno de ciruelos, melocotoneros y toda
clase de verduras y frutas. De los árboles colgaban enredaderas y parras silvestres, que
parecían querer emborracharse con el aroma de las orquídeas y de las otras diez mil
especies de flores que crecían entre la hierba. Desde lejos aquel lugar por fuerza tenía
que parecer más hermoso que la isla Peng y más escarpado y rico en maderas que el
mismísimo Monte Hua. Pero, a juzgar por la total ausencia de otras casas, debía de
tratarse de la morada de algún falso inmortal.
Una de las muchachas que iba delante hizo girar dos puertas de Piedra y pidió al monje
Tang que entrara a reponer las fuerzas. Al maestro no le quedó más remedio que
obedecer. El mobiliario se reducía a unos cuantos bancos y mesas de piedra, pero lo más
desazonante era que el interior estaba muy oscuro y el aire pareció tornarse, de pronto,
extremadamente frío. Asustado, Tripitaka se dijo en seguida:
- Éste no es un lugar tan bueno como había pensado. Aquí se palpa más la maldad que
la virtud.
- Sentaos, maestro - le urgieron las muchachas, sin dejar de sonreír.
Así lo hizo el monje Tang, pero el frío se iba tornando tan intenso, que pronto empezó a
tiritar, como si se encontrara en pleno invierno.
- ¿De qué monasterio sois y con qué fin andáis recogiendo limosnas? - preguntó una de
las muchachas -. ¿Para qué queréis el dinero? ¿Pretendéis, acaso, arreglar puentes y
caminos, deseáis construir un nuevo monasterio o estáis empeñado en celebrar una
fiesta e imprimir un libro de escrituras? Mostradnos, por favor, vuestra escudilla de
pedir.
- Yo no pertenezco a esa clase de monjes - contestó el maestro.
- Si es verdad eso - replicó la muchacha -, ¿qué os ha hecho llamar a nuestra puerta?
- En realidad, soy alguien enviado por el Gran Emperador de los Tang, en las Tierras
del Este, al Monasterio del Trueno, en el Paraíso Occidental, con el fin de conseguir las
escrituras sagradas. Si me he atrevido a turbar la paz de vuestra respetable morada, ha
sido porque, al pasar por aquí, me asaltó, de pronto, el hambre y no tenía adonde acudir.
Os prometo que, en cuanto haya comido algo, reanudaré la marcha.
- ¡Eso está muy bien! - exclamaron las muchachas a coro -. Como muy bien afirma el
proverbio, "no hay monjes más versados en los sutras que los que vienen de tierras
lejanas". Hermanas - añadieron, dándose ánimos unas a otras -, tratemos a nuestro
huésped con el debido respeto y preparémosle cuanto antes una comida vegetariana.
Mientras tres de las muchachas discutían animadamente con el maestro sobre el tema
del karma, las cuatro restantes se subieron las mangas y corrieron hacia la cocina, donde
avivaron el fuego y limpiaron las cazuelas. Cogieron después un poco de carne humana
en salazón y lo frieron con manteca de hombre, hasta que adquirió el suficiente tono
negruzco para hacerlo pasar por gluten de trigo frito. A continuación tomaron unos
sesos humanos, cubiertos todavía de sangre, y los cortaron con tanta pericia, que daban
la sensación de ser, en realidad, "dou-fu" fresco. Satisfechas de su rapidez, pusieron
esos dos platos sobre la mesa de piedra y dijeron al maestro:
- Comed lo que queráis. Con las prisas no hemos podido prepararos una comida
vegetariana en toda regla, pero suponemos que será suficiente para que, de momento,
saciéis el hambre. Si queréis algo más, sólo tenéis que decirlo.
El maestro no tuvo más que oler las viandas, para que el estómago empezara a darle
vueltas. Despedían un aroma tan pútrido, que hasta un carnicero hubiera sentido ganas
de vomitar. Pese a todo, Tripitaka se levantó de su asiento y, juntando las manos a la
altura del pecho, dijo, al tiempo que inclinaba la cabeza:
- Disculpad a este humilde monje, pero desde el día mismo de su nacimiento ha
seguido una dieta estrictamente vegetariana.
- ¡¿Se puede saber qué es lo que decís?! - exclamó una de las muchachas, soltando la
carcajada -. ¿Acaso no veis que estos platos están hechos con verduras?
- ¡Amitabha! - exclamó, a su vez, el maestro, escandalizado -. Si tomara este tipo de
platos vegetarianos, tened la seguridad de que nunca llegaría a ver al Más-respetable-
del-mundo ni podría conseguir las escrituras.
- ¿No os parece que, para ser alguien que ha renunciado a la familia, os mostráis un
tanto quisquilloso? - replicó la muchacha que le había servido.
- Me temo que no me he explicado bien - dijo Tripitaka, tratando de arreglar la
situación -. Lo único cierto es que, desde el momento en que acepté el encargo del
Emperador Tang, he hecho cuanto estaba en mi mano para evitar el sufrimiento a todas
las criaturas vivientes con las que me he topado. Me he alimentado, de hecho, con
granos que yo mismo he recogido del suelo y me he protegido del frío con ropas que he
tejido con mis manos. ¿Creéis que una persona así puede resultar quisquillosa?
- Es posible que no - reconoció otra de las muchachas, soltando la carcajada -, pero se
ve que os gusta culpar hasta al que tiene la delicadeza de invitaros a entrar en su casa.
Comed un poco y no despreciéis lo que carece de los refinamientos a los que,
posiblemente, estéis acostumbrado.
- El cielo me libre de hacer semejante cosa - respondió el maestro -. Debéis
comprender, de todas formas, que no puedo echar en saco roto mis promesas. Conservar
la vida tiene muchísimo menos mérito que crearla. Si no os importa, me gustaría
marcharme.
Antes de acabar de decirlo, se había dirigido ya hacia la puerta, Pero las muchachas se
negaron a dejarle partir, diciendo:
- ¿Adonde pensáis ir tan deprisa? Nadie deja pasar de largo una buena oportunidad.
¿Acaso creéis que es posible agarrar un pedo con la mano?
Todas las doncellas dominaban a la perfección las artes marciales y poseían una
agilidad pasmosa en las manos y en los pies. No les resultó, pues, nada difícil echar
mano al maestro. Después de empujarle sin ninguna consideración, como si fuera una
oveja, le tiraron al suelo, le cubrieron de sogas y le colgaron de la viga más alta que
encontraron. Hasta en la forma como lo hicieron demostraron tener un gran
conocimiento de las técnicas guerreras. La manera de colgarle recibe, de hecho, el
nombre de "el inmortal que señala el camino". Consiste en suspender a alguien de un
brazo, mientras al otro se le ata pegado al cuerpo, pasando después la soga por una viga.
Para evitar que el cuerpo y las piernas queden en ángulo recto, se echa mano de una
tercera cuerda, que las mantiene paralelas al suelo. De esta forma, el maestro se quedó
suspendido en el aire con el rostro vuelto hacia abajo. El dolor era tan insoportable, que
los ojos se le anegaron en lágrimas y se quejó, diciendo:
- ¡Qué amarga es la suerte de un monje! Creí ir a mendigar el sustento a las puertas de
una buena familia y lo que hice fue caer de cabeza en un nido de víboras. ¿Dónde os
habéis metido, discípulos míos? ¿Por qué no venís a librarme de este tormento? Es tan
atroz, que habré perdido la vida en menos de dos horas.
A pesar de la turbación que se había apoderado de él, no quitaba ojo a lo que hacían las
muchachas. Después de colgarle de la forma que acabamos de describir, empezaron a
desnudarse. Profundamente preocupado, el maestro volvió a decirse:
- Seguro que se están quitando la ropa, para golpearme con más facilidad y, así, poder
devorarme antes.
Sin embargo, las muchachas sólo se desnudaron de cintura para arriba. Con el vientre al
aire, comenzaron a dar rienda suelta a sus poderes mágicos. Del ombligo empezaron a
salirles unos hilos que no tardaron en formar un ovillo del tamaño de un huevo de oca,
del que poco a poco fue surgiendo una red que cubrió totalmente la entrada de la
caverna. Lo hicieron con tal rapidez, que parecía como si hubiera explotado una enorme
masa de jade o una anchísima veta de plata.
Mientras tanto, el Peregrino, Ba-Chie y el Bonzo Sha continuaban esperando,
impacientes, la vuelta del maestro. Mientras los dos últimos no quitaban los ojos del
equipaje y el caballo, que se había puesto a pacer por allí cerca, el Peregrino, impetuoso
por naturaleza, saltaba de rama en rama, arrancando hojas y buscando frutas silvestres.
Al volverse en la dirección que había seguido el maestro, vio una luz muy brillante y,
dejándose caer al suelo, exclamó, vivamente preocupado:
- ¡No me gusta nada eso! El maestro tiene, en verdad, una suerte malísima. ¿Habéis
visto lo que le ha ocurrido a la aldea?
Ba-Chie y el Bonzo Sha volvieron hacia allá la cabeza y también ellos vieron
preocupados la luz, blanca como la nieve y brillante como la plata.
- ¡Qué mala suerte! - repitió Ba-Chie -. El maestro ha debido de caer en manos de unos
monstruos terribles. ¡Vamos a liberarle en seguida!
- ¿A qué vienen esas voces? - le regañó el Peregrino -. Aún no sabemos a ciencia cierta
de qué se trata. Lo mejor será que vaya a echar un vistazo.
- Ten cuidado - le aconsejó el Bonzo Sha.
- No te preocupes - le tranquilizó el Peregrino -. Sé defenderme bien.
Después de arremangarse la piel de tigre y de echar mano de la barra de los extremos
de oro, se llegó en dos zancadas hasta el lugar que habían confundido con un grupo de
casas. Allí descubrió una maraña de cuerdas de un espesor increíble, que recordaban,
por la forma como estaban tejidas, una tela de araña. Al tacto resultaban, además, muy
suaves y pegajosas. Sin saber explicarse qué podrían ser, el Peregrino levantó la barra
de hierro por encima de la cabeza y se dijo:
- Por muy gordo que sea esto, no tiene nada que hacer con mi barra.
Sin embargo, cuando se disponía a descargar el golpe, volvió a pensarlo mejor y
añadió:
- Mi arma es prácticamente invencible, si la enfrento con cualquier otra cosa sólida.
Nadie me garantiza que ocurra lo mismo con algo tan suave como esto. Lo más seguro
es que lo rasgue un poco y que yo mismo termine enredado en esta maraña. Entonces
las cosas se pondrán todavía peor que ahora. Lo prudente sería hacer ciertas
averiguaciones, antes de recurrir a la fuerza.
Sin pérdida de tiempo hizo un gesto mágico y recitó un conjuro que hizo que el dios de
aquel lugar se pusiera inmediatamente a dar vueltas alrededor de su santuario, como si
estuviera uncido a una piedra de moler. Sorprendida, su esposa le preguntó:
- ¿Se puede saber por qué das tantas vueltas? ¿Es que te has puesto malo?
- ¡En absoluto! - contestó el dios, hondamente preocupado -. Lo que ocurre es que se
encuentra por aquí el Gran Sabio, Sosia del Cielo, y me ha ordenado que vaya a verle
inmediatamente. Lo malo es que, al llegar, no he ido a darle la bienvenida.
- ¡Pues hazlo, de una vez, y deja de dar vueltas como un loco! - le urgió la mujer,
- ¿Es que no lo comprendes? - se defendió el dios -. Tiene un carácter tan irascible que,
en cuanto me vea, me golpeará con su terrible barra de hierro.
- Estoy segura de que no lo hará - le animó la mujer -. Eres demasiado viejo para recibir
castigos como ése.
- No le conoces bien - replicó el dios -. Dos cosas le han hecho famoso: beber a cuenta
de los demás y aporrear a ancianos como yo.
Después de hablar durante largo rato, el dios comprendió que debía acudir sin demora a
su llamada. Temblando de pies a cabeza, salió del santuario y gritó, postrándose de
hinojos junto al camino:
- ¡Os presento mis respetos, Gran Sabio!
- Levántate y no tengas tanto miedo, que, de momento, no pienso pegarte - le urgió el
Peregrino -. Tómalo como un gran favor. Ahora, si no te importa, me gustaría saber
cómo se llama este lugar.
- ¿De dónde venís, Gran Sabio? - inquirió, a su vez, el dios.
- De las Tierras del Este y me dirijo hacía el Poniente - contestó el Peregrino.
- ¿Has dejado atrás la gran cordillera? - volvió a preguntar el dios.
- No. Todavía estamos allí arriba - explicó el Peregrino -. ¿Es que no ves el equipaje y
el caballo?
- Ésa es la Cordillera de la Tela de Araña - aclaró el dios -. En ella se encuentra la
caverna del mismo nombre, en la que moran siete monstruos.
- ¿Esos monstruos de que hablas son masculinos o femeninos. - indagó el Peregrino.
- Femeninos - respondió el dios.
- ¿Sabes qué tipo de poderes mágicos poseen? - insistió el Peregrino.
- A decir verdad - explicó el dios -, mi fuerza es muy pequeña y mi autoridad
demasiado escasa para determinarlo con certeza. Lo único que puedo aseguraros es que
a seis kilómetros al sur de aquí se encuentra un riachuelo de agua caliente, conocido
como el Arroyo de la Purificación, en el que solían bañarse las Siete Inmortales de las
Regiones Superiores. Dejaron de hacerlo en el momento mismo en el que se presentaron
esos monstruos. Es como si hubieran temido enfrentarse a ellas. De eso deduzco que sus
poderes mágicos deben de ser, en verdad, extraordinarios; de lo contrario, no me explico
cómo han podido dejarles el campo libre esas doncellas celestes.
- ¿Para qué querían esos monstruos el arroyo? - volvió a preguntar el Peregrino.
- Después de apoderarse de él - contó el dios -, cogieron la costumbre de bañarse tres
veces al día. Por cierto, hoy ya lo han hecho a la hora de la serpiente y me figuro que
volverán allí a eso del mediodía.
- Está bien - contestó el Peregrino, al oírlo -. Puedes regresar a tu mansión. Ya me
encargaré yo de atraparlas.
El dios se echó, una vez más, rostro en tierra y, golpeando repetidamente el suelo con la
frente, se despidió del Gran Sabio e inició el camino de vuelta, hacia su santuario.
En cuanto se hubo encontrado solo, el Peregrino recurrió a sus profundos
conocimientos mágicos y, sacudiendo ligeramente el cuerpo, se convirtió en una mosca
muy pequeñita, que fue a posarse sobre una brizna de hierba que crecía junto al camino.
No pasó mucho tiempo antes de que oyera un sonido como de animales respirando, que
recordaba, al mismo tiempo, el que producen los gusanos de seda al devorar las hojas de
las moreras o las olas del mar al quebrar contra los acantilados. En menos tiempo del
que normalmente se emplea para beber un vaso de té desapareció por completo la
maraña de hilos y volvió a aparecer la silueta de la aldea. Se oyó el sonido chirriante de
una puerta al abrirse y aparecieron siete muchachas charlando y riendo animadamente.
El Peregrino las observó con atención y vio que todas ellas caminaban agarradas de la
mano. Sin dejar de bromear ni de reír, atravesaron el puente. Su belleza era, en verdad,
extraordinaria. Eran como el jade, pero poseían una fragancia que le está vedada a la
piedra. A veces se tenía la impresión de que las flores habían aprendido a charlar y a
caminar por donde quisieran. Sus cejas parecían ramitas de sauce perdidas en la
distancia, pero donde más se hacía patente su delicadeza era en la curva de sus bocas,
delimitadas por unos labios tan rojos como cerezas. Sus cabellos, recogidos con
horquillas de oro en coquetos moños, traían a la mente el vivo colorido de las plumas
del martín pescador. Sus pies, diminutos como almendras, destacaban entre el frágil
balanceo de sus faldas rojas. Era como si un grupo de inmortales hubiera descendido a
la tierra o la propia Chang-Er hubiera abandonado su reducto de la luna.
- No me extraña que el maestro se empeñara en llamar a su puerta en busca de algo que
llevarse a la boca - se dijo el Peregrino, sonriendo con malicia -. Jamás imaginé que
pudiera haber por aquí semejantes beldades. De todas formas, no hay que fiarse de las
apariencias. Son demasiadas para que el maestro pueda servirles de comida, pero su
suerte no es, por eso, mucho mejor. Si le mantienen a dieta un par de días, seguro que
morirá. Creo que debería tratar de averiguar qué es lo que planean.
Ni corto ni perezoso, el Peregrino levantó el vuelo y fue a posarse sobre el moño de una
de ellas. Después de cruzar el puente, la que iba atrás preguntó a las que caminaban
delante:
- ¿Qué os parece si después del baño cocinamos al vapor a ese monje tan gordito que
acabamos de capturar?
- ¡Qué poca cabeza tiene ese monstruo! - se dijo el Peregrino, sonriendo -. ¿Para qué
querrá cocinarle al vapor, cuando se gasta mucha menos madera cociéndole como una
zanahoria?
Caminando siempre en dirección sur, las muchachas no dejaban de coger flores ni de
arrancar briznas de hierba. De esa forma, no tardaron en llegar al sitio reservado para el
baño, que estaba protegido contra las miradas curiosas por un espléndido muro. El suelo
estaba totalmente cubierto de flores silvestres, entre las que destacaba la frescura de las
orquídeas. La muchacha que cerraba la marcha saltó por encima de ellas y abrió una
puerta, que chirrió lastimosamente; el estanque de agua caliente surgió, majestuoso, ante
sus ojos.
En el principio de los tiempos existían, no uno, sino diez soles. Hou-I 6, el arquero
celeste, derribó con sus flechas nueve de ellos, dejando solamente uno, que se convirtió
en la fuente del auténtico yang. Eso explica que existan en el mundo nueve arroyos de
agua caliente, metamorfosis de los soles derribados, en los que también palpita la
esencia mágica del yang. Son los siguientes: el Arroyo del Frío Aromático, el Arroyo de
la Montaña de la Pareja, el Arroyo Caliente, el Arroyo de la Unión Oriental, el Arroyo
de la Montaña de las Inundaciones, el Arroyo Filial, el Arroyo del Gran Torbellino, el
Arroyo Tórrido y el Arroyo de la Purificación. Sobre este último disponemos de un
poema, que afirma:
En sus márgenes no hace ni frío ni calor y, aunque se esté en otoño, parece como si siempre
fuera primavera. Sus aguas hierven como si estuvieran al fuego y, al caer sobre ellas, los copos
de nieve alcanzan la temperatura de sopa recién hecha. Al desbordarse, dan vida con su calor a
las cosechas y purifican todo cuanto tocan. En su seno revolotean incontables burbujas, que
parecen lágrimas juguetonas y que dan a su superficie una movilidad que hace pensar en el jade
líquido. A pesar del calor que despiden, sus aguas son claras y limpias, prueba manifiesta de que
las tierras que bañan gozan del favor de los Cielos, pues pocas cosas existen que se remonten al
principio del tiempo. No es extraño que las beldades fueran allí a lavar su piel, blanca como la
nieve, y a recobrar la tersura de jade de su juventud.
El estanque poseía una anchura de ciento cincuenta metros y una longitud que superaba
los trescientos. Su profundidad no sobrepasaba en ningún punto los doce metros y sus
aguas eran tan límpidas que podía verse el fondo con claridad. De él brotaba una
corriente de burbujas tan perfectas como perlas o cuentas de jade. La pureza del agua
obedecía a que se renovaba de continuo, gracias a las seis o siete acequias que se abrían
en cada una de sus márgenes y que regaban los arrozales que se extendían a lo largo de
ocho o nueve kilómetros. Incluso después de recorrer tan largo trecho el agua se
mantenía templada. Junto al estanque se elevaban tres pequeños pabellones. Detrás del
que estaba colocado en el medio había un banco de ocho patas terminado en dos perchas
de laca para colgar la ropa. Al verlas, el Peregrino sonrió con delectación y fue a
posarse en una de ellas. Las muchachas comprobaron, entusiasmadas, que el agua
estaba limpia y templada y eso avivó sus ansias de echarse a nadar. Sin pérdida de
tiempo se quitaron los vestidos y, arrojándolos despreocupadamente sobre las perchas,
se metieron al tiempo en el estanque. Con ojos ávidos el Peregrino las vio desabotonarse
las blusas, aflojarse las fajas de seda y quitarse las faldas. Sus pechos poseían la
blancura de la plata y sus cuerpos, la inalcanzable perfección de los copos de nieve. Sus
miembros aparecían cubiertos de esa tonalidad azul que hace tan atractivo el hielo,
mientras que sus hombros daban la impresión de haber sido torneados por manos a la
vez expertas y delicadas. Sus vientres eran todo lo suaves y flexibles que podía
esperarse de semejantes bellezas, poniendo un contrapunto carnoso a la tersura de sus
bien formadas espaldas. Tanto sus muslos como sus rodillas presentaban un torneado
perfecto, del que no desdecía el tamaño de sus pies, que no superaban los cinco
centímetros de longitud. Una llamarada de deseo encendía sus dulces aperturas del
amor. Una vez dentro del agua, las muchachas empezaron a saltar y a salpicarse unas a
otras, mientras las más atrevidas se dirigían nadando hacia el centro del estanque.
- Si quisiera acabar con ellas - se dijo el Peregrino, sonriendo con satisfacción -, no
tendría más que coger la barra de hierro y agitar un poco la superficie del lago. Sería
como echar un cubo de agua hirviendo en un nido de ratas. Lo malo es que, aunque
acabara con ellas en un abrir y cerrar de ojos, mi fama se vería seriamente afectada.
Como muy bien afirma el proverbio, "ningún hombre que se precie lucha jamás contra
una mujer". Un tipo como yo haría el ridículo aplastando a unas cuantas de estas
putillas. No, lo mejor será que no las mate. Pero tengo que inmovilizarlas de alguna
manera. Podría resultar peligroso dejarlas volver a su guarida.
Después de hacer un signo mágico con las manos y de recitar el correspondiente
conjuro, el Gran Sabio sacudió ligeramente el cuerpo y al instante se convirtió en un
halcón hambriento. Su plumaje era tan rígido y brillante como la nieve y la escarcha, y
sus ojos emitían un brillo que superaba al de las mismísimas estrellas. Al ver a un
animal tan poderoso, los zorros pierden su astucia y las liebres no saben dónde
esconderse. Saben que no hay nada que se resista a sus garras de acero, ágiles y
cortantes como las espadas que blanden los guerreros, y que la fiereza de su porte es
capaz de meter el miedo en el cuerpo a las bestias más valientes. Por si eso fuera poco,
su apetito no tiene límites y se lanza en persecución de todo cuando posea alas. Nadie
puede competir con la potencia de su vuelo, que le hace elevarse por encima de las
nubes, para dejarse caer, como una flecha, sobre la víctima que haya elegido.
El halcón sacudió ligeramente las alas y se dirigió hacia el pabellón. Al pasar por
encima de las perchas, abrió sus aceradas garras y, con una facilidad pasmosa, se hizo
con las siete túnicas que estaban allí colgadas. Después no tuvo más que girar un poco
hacia la derecha para lanzarse, como una exhalación, hacia las montañas. En cuanto
hubo llegado al sitio en el que se encontraban Ba-Chie y el Bonzo Sha, el Peregrino
recobró la forma que le era habitual. Al ver las ropas que llevaba en las manos, el Idiota
exclamó, sorprendido:
- ¡Así que el maestro se encuentra encerrado en una tienda de empeños!
- ¿Cómo lo sabes? - le preguntó el Bonzo Sha.
- ¿Es que no lo ves? - replicó Ba-Chie -. ¿De dónde iba a haber sacado, si no, todos
esos vestidos nuestro hermano?
- ¿Qué dices? - le regañó el Peregrino -. Son las ropas de unos monstruos.
- ¿Cómo llevan tantas? - volvió a preguntar Ba-Chie.
- Porque en total son siete - aclaró el Peregrino.
- ¡No me digas! - exclamó, una vez más, Ba-Chie -. ¿Cómo te has hecho con ellas?
- Nada más fácil - explicó el Peregrino -. Este lugar recibe el nombre de Cordillera de
la Tela de Araña, en la que se halla enclavada esa caverna que, en un principio,
confundimos con una aldea. En ella moran siete muchachas, que han atrapado al
maestro y le han colgado de una viga. Según parece, son muy quisquillosas con su
higiene personal y van varias veces al día a bañarse al Arroyo de la Purificación, una
fuente de agua caliente engendrada directamente por el Cielo y la Tierra. Tenían
pensado comerse al maestro después del baño, por lo que decidí seguirlas hasta el
estanque. Me dieron ganas de acabar con ellas, después de que se desnudaran y se
metieran en el agua, pero comprendí que eso iba a poner en entredicho mi fama y decidí
poner en práctica un plan más inteligente. Me convertí en un halcón hambriento y les
robé la ropa. Como no se atreven a ir por ahí desnudas, se han quedado metidas en el
agua y nosotros podremos liberar al maestro sin ningún problema. Venga, daos prisa. Es
preciso que sigamos nuestro camino cuanto antes.
- Siempre haces lo mismo - le regañó Ba-Chie -. ¿Por qué nunca acabas lo que
empiezas? ¿No te parece que, antes de desatar al maestro, deberíamos destruir a esos
siete monstruos que dices haber visto? Por mucha vergüenza que les dé mostrar sus
desnudeces, saldrán del agua en cuanto caiga la noche y estoy seguro de que tratarán de
darnos caza. Al fin y al cabo, tienen más vestidos en la caverna, ¿no? Además, si están
demasiado cansadas para salir en nuestra persecución, nos esperarán a la vuelta. ¿O es
que piensas regresar con las escrituras por otro camino? Como muy bien afirma el
proverbio, "es preferible renunciar a lo que uno lleva encima que pasar calamidades por
derrochador". Si no acabamos con ella ahora, a la vuelta se habrán fortificado y no nos
dejarán pasar.
- ¿Qué es lo que propones, entonces? - inquirió el Peregrino.
- Según lo veo yo - contestó Ba-Chie -, primero deberíamos acabar con esos monstruos
y después desatar al maestro. No pretendo otra cosa que arrancar de raíz la hierba.
- Me opongo a acabar con ellas - replicó el Peregrino -. Si quieres hacerlo tú, yo no
tengo nada que objetar.
Loco de contento, Ba-Chie agarró el rastrillo y corrió hacia el estanque. Al abrir la
puerta, vio a las siete muchachas metidas en el agua. Todas estaban lanzando insultos
contra el halcón.
- ¡Maldita bestia con plumas! - decían, enfurecidas -. ¡Ojalá le arranque un tigre la
cabeza de cuajo! ¡Mira que llevarse nuestras ropas! ¿Adonde las habrá llevado?
- ¡Bodhisattvas! - gritó entonces Ba-Chie, sin poderse contener -. ¿Por qué no me
invitáis a tomar un baño con vosotras? Al fin y al cabo, no soy más que un monje y no
puedo haceros ningún daño.
- ¡Qué clérigo más maleducado! - exclamaron ellas, más furiosas todavía -. Tú eres un
hombre que ha renunciado a la familia, mientras que nosotras somos mujeres que no
hemos hecho semejante locura. ¿Cómo puedes bañarte con nosotras, si hasta los libros
antiguos afirman que a partir de los siete años un hombre y una mujer no pueden
sentarse en la misma estera?
- Lo siento, pero hace demasiado calor y quiero refrescarme un poco - contestó Ba-Chie
-. No comprendo qué hay de malo en que me bañe con vosotras. ¿A qué viene eso de
sentarse o dejarse de sentar en una estera? A mí los libros me traen absolutamente sin
cuidado.
Dando por terminada la discusión, el Idiota dejó a un lado el rastrillo y, quitándose la
túnica de seda negra, se lanzó al agua, salpicando a todas las que había a su alrededor.
Las muchachas se abalanzaron, furiosas, sobre él, dispuestas a pegarle una paliza. Pero
Ba-Chie era sumamente escurridizo y, sacudiendo ligeramente el cuerpo, se convirtió en
un pez. Desesperadas, las muchachas trataron de atraparle con las manos, pero, cuando
ellas se zambullían hacia el este, él ya estaba en el oeste, y ¡vuelta a empezar el juego!
Sumamente rápido y escurridizo, Ba-Chie se movía a toda velocidad entre sus piernas
para saltar al poco rato por encima del agua. Allí era tan poco profunda, que apenas les
cubría el pecho, por lo que al poco tiempo estaban que no se tenían. Agotadas y
jadeando como carabaos en pleno esfuerzo, se dejaron caer en el suelo del estanque. Ba-
Chie decidió salir entonces del agua y, tras recobrar la forma que le era habitual, volvió
a ponerse la túnica y alcanzó el rastrillo.
- ¿Quién pensáis que soy yo, un simple pez? - bramó con aires de triunfo.
- ¡Tú eres el monje que llegó hace un rato! - contestaron las muchachas, temblando de
pies a cabeza -. Te transformaste después en un pez y te lanzaste al agua, sin que
pudiéramos echarte mano. Ahora has vuelto a recobrar la forma que te es habitual. ¿De
dónde eres? ¡Es preciso que nos digas en seguida cómo te llamas!
- ¡Así que no me reconocéis, banda de monstruos! - exclamó Ba-Chie en el mismo tono
que antes -. Soy uno de los discípulos del monje Tang, un enviado del Emperador de las
Tierras del Este que se dirige hacia el Oeste en busca de escrituras. Yo me llamo Chu
Wu - Nang, aunque también se me conoce como Ba-Chie, el Mariscal de los Juncales
Celestes. Lejos de mostraros respetuosas con él, habéis colgado a mi maestro de una
viga y pretendéis cocinarle al vapor. ¿Os dais cuenta? ¡Es mi maestro y vosotras queréis
coméroslo! ¡Estirad la cabeza, para que acabe con vuestra malvada existencia en un
abrir y cerrar de ojos!
Al oírlo, las muchachas se pusieron a temblar y, postrándose de hinojos en el agua,
gritaron, desesperadas:
- ¡Perdonadnos, por lo que más queráis! Nuestros ojos son grandes, pero nuestras
pupilas se muestran incapaces de distinguir el bien del mal. Aunque es cierto que hemos
colgado a vuestro maestro, no le hemos aplicado ninguna tortura. Se accedéis a
conservarnos la vida, os daremos todo el dinero que queráis, para que podáis proseguir
sin problemas vuestro viaje hacia el Paraíso Occidental.
- ¿A qué viene esa forma de hablar? - replicó Ba-Chie, sacudiendo la mano -. El
proverbio lo dice con toda claridad: "Quien ha sido engañado una vez por un hombre de
lengua dulce no puede volver a creer en quien emplea un lenguaje florido". Lo siento
mucho, pero voy a acabar con todas vosotras de un plumazo. Sólo entonces podremos
proseguir en paz nuestro camino.
El Idiota siempre había sido una persona tosca y cruel, más inclinado a demostrar su
fuerza que a dar muestras de misericordia y perdón. Consiguientemente levantó el
rastrillo por encima de su cabeza y, sin ninguna otra consideración, se lanzó contra las
muchachas, dispuesto a acabar con ellas. Comprendiendo que estaba próximo su fin, se
olvidaron por completo de su timidez natural y, tapándose sus partes con la mano,
saltaron fuera del agua. En cuanto hubieron alcanzado el pabellón, empezaron a echar
hilos por el ombligo. Antes de darse cuenta de lo que estaba ocurriendo, Ba-Chie quedó
encerrado dentro de un enorme capullo de seda. Al levantar la cabeza, comprobó,
alarmado, que el cielo y el sol habían desaparecido y trató de huir a toda prisa. Pero no
pudo ni siquiera dar un paso. Se lo impedía una maraña de cuerdas que cubrían el suelo
y le enroscaban todo el cuerpo. En cuanto trataba de mover las piernas, se enmarañaba
de una forma tan terrible, que en seguida daba con los morros en el suelo. Poco
importaba que lo intentara con la izquierda o con la derecha; el resultado era siempre el
mismo. Lo más que lograba era ponerse de pie antes de besar, una vez más, el suelo. Sin
embargo, no se desanimó. Siguió levantándose y cayéndose hasta que empezaron a
flaquearle las fuerzas y las piernas se mostraron incapaces de sostenerle. Para entonces
le dolía horriblemente la cabeza y los ojos le escocían como si, de pronto, se hubiera
vuelto ciego. Ni energía le quedaba ya para arrastrarse. Lo único que pudo hacer fue
tumbarse y gemir, desconsolado. En cuanto vieron que ya no se movía, las muchachas
dejaron de prestarle atención. Dando saltos, abandonaron el recinto en el que estaba
enclavado el estanque y se dirigieron corriendo hacia la caverna, protegidas por las telas
de araña.
Una vez cruzado el puente de piedra, se detuvieron en seco y, tras recibir un conjuro, se
les desprendió la tela que las envolvía y se metieron a toda prisa en la caverna. Pasaron
totalmente desnudas ante el monje Tang, riéndose como chiquillas y cubriéndose sus
partes con la mano. Rápidamente se pusieron unos vestidos que guardaban en unos
arcones de piedra y, dirigiéndose a la puerta de atrás, gritaron:
- ¿Dónde os habéis metido, niños?
Cada una de ellas había adoptado un hijo, a los que habían puesto respectivamente los
nombres de Abeja, Avispa, Cucaracha, Ciempiés, Saltamontes, Gusano y Caballito del
Diablo. En cierta ocasión, las que ahora eran sus madres tejieron una tela de enormes
proporciones y todos esos desgraciados tuvieron la mala suerte de caer en ella. Pero,
como decían los antiguos, las aves y las bestias tienen su propia forma de comunicarse,
y, al ir a devorarlos, les suplicaron que les perdonaran la vida, comprometiéndose, si
accedían a ello, a respetarlas como si fueran sus propias madres. A partir de entonces
todas las primaveras recogían cientos de flores, para que se adornaran el cabello, y
pasaban los veranos rebuscando entre las plantas comida para ellas. Al oír que los
llamaban, los insectos se arremolinaron alrededor de las doncellas y les preguntaron:
- ¿Para qué nos habéis hecho llamar, madres?
- Esta mañana - explicaron ellas - capturamos por error a un monje enviado en busca de
escrituras por el Gran Emperador de los Tang. Cuando estábamos en el estanque, se
presentó de improviso uno de sus discípulos y, no sólo nos hizo perder la vergüenza,
sino que a punto estuvo de acabar con nuestras vidas. Es preciso que vayáis a por él y le
traigáis aquí cuanto antes. Os estaremos esperando en casa de vuestro tío, ¿de acuerdo?
Habiendo conseguido escapar de la muerte, las muchachas habían decidido, en efecto, ir
a visitar a su hermano mayor, al que embaucaron con sus lenguas viperinas, obligándole
a sembrar por doquier la desgracia. Los insectos, por su parte, abandonaron la caverna,
frotándose con avidez las manos, y se dirigieron hacia el estanque, dispuestos a entablar
una formidable batalla con el enemigo, por lo que, de momento, no hablaremos más de
ellos. Sí lo haremos, sin embargo, de Ba-Chie, que, debido a las caídas, se sentía
totalmente mareado y al límite de sus fuerzas. Al cabo de un rato consiguió levantar un
poco la cabeza y descubrió, sorprendido, que había desaparecido toda aquella maraña de
cuerdas que le tenía prisionero. Con no poco esfuerzo consiguió ponerse de pie. Las
piernas le dolían terriblemente, pero, al fin, logró regresar por donde había venido. Al
ver al Peregrino, se agarró a él con desesperación y le preguntó:
- ¿Tengo la cara hinchada y cubierta de moratones?
- ¿Qué te ha pasado? - replicó el Peregrino.
- Esos monstruos me cubrieron de cuerdas. Las pusieron hasta en el suelo, para que
tropezara y no pudiera andar - contestó Ba-Chie -. ¡Yo qué sé la de veces que me caí! Al
final tenía el pecho dolorido y creí que iba a rompérseme la espalda. De hecho, no podía
dar ni un solo paso. Si he logrado escapar con vida y llegar hasta aquí, no ha sido por mi
propio esfuerzo, sino porque las cuerdas desaparecieron de repente.
- ¡Todo se ha terminado! - exclamó el Bonzo Sha, al oírlo -. ¡Con tu impetuosidad has
provocado una tremenda desgracia, porque lo más seguro es que hayan regresado a la
caverna a devorar al maestro! ¿Por qué no vamos en seguida a liberarle?
Sin pensarlo dos veces, el Peregrino se lanzó hacia la aldea, seguido de Ba-Chie, que
iba tirando de las riendas al caballo. Al llegar al puente de piedra, les salieron al paso
siete pequeños diablillos, que les ordenaron:
- ¡Deteneos! ¿Adonde vais tan deprisa?
El Peregrino les clavó la mirada y se dijo, divertido:
- ¡Qué cosa más graciosa! ¡Si el más alto apenas mide diez centímetros y el más
corpulento dudo que llegue a los diez kilos! - Pese a todo, adoptó un aire marcial y,
levantando la voz, preguntó -: ¿Quiénes sois vosotros?
- Los hijos de las inmortales - respondieron ellos en el mismo tono -. ¿Cómo os atrevéis
a llegar hasta su puerta, después de haberlas insultado y deshonrado? ¡No huyáis y
preparaos a morir!
Los insectos se lanzaron al combate como un solo hombre. Aunque tenía dolorido todo
el cuerpo, Ba-Chie pareció recobrar, de pronto, las fuerzas y empezó a dar mandobles
con su rastrillo a diestro y siniestro. Aterrados, los bichejos recobraron la forma que les
era habitual y se elevaron por los aires, gritando:
- ¡Transformaos!
No habían acabado de decirlo, cuando cada uno de ellos se convirtió primero en diez,
después en cien, a continuación en mil y finalmente en diez mil insectos de su misma
clase. No había nadie capaz de hacer frente a semejante enjambre. El cielo estaba
prácticamente lleno de caballitos del diablo, mientras que el suelo aparecía cubierto de
una tupida alfombra de gusanos. Las abejas y las avispas atacaban, furiosas, las cabezas
de sus enemigos, al tiempo que las cucarachas se ocupaban de sus ojos. Los ciempiés,
por su parte, no dejaban de asestarles tremendos picotazos en el pecho y en la espalda,
ayudados por los saltamontes, que se ocupaban de los pies y de la parte de atrás de la
cabeza. Adondequiera que se dirigiera la vista se veía una enorme masa negruzca, tan
voraz y violenta que haría temblar a los mismísimos dioses y espíritus. Ante semejante
barahúnda, Ba-Chie comentó, preocupado:
- Dicen que no es muy difícil hacerse con las escrituras, pero los insectos del camino
que conduce hasta ellas son mucho más fieros que la gente.
- ¡No tengas miedo y atízales con fuerza! - le aconsejó el Peregrino.
- ¡La cara, la cabeza! - volvió a gritar Ba-Chie, cada vez más desesperado -. ¡Tengo
todo el cuerpo cubierto de insectos! ¿Cómo voy a golpearlos con el rastrillo, si tengo
encima por lo menos diez capas de ellos?
- ¿Qué es eso comparado con los poderes que yo poseo? - replicó el Peregrino.
- ¡Pues no sé a qué estás esperando para emplearlos! - exclamó el Bonzo Sha -. ¡Tengo
la calva hinchada de tantos picotazos!
El Gran Sabio se arrancó un puñado de pelos, se los metió en la boca y, después de
reducirlos a trocitos con los dientes, los escupió, al tiempo que decía:
- ¡Transformaos! ¡Amarillo, gavi...!
- ¿Qué forma de hablar es ésa? - le interrumpió Ba-Chie -. ¿Puedes explicarme qué
quiere decir eso de amarillo y gavi?
- ¿Es que no lo comprendes? - contestó el Peregrino -. Amarillo hace referencia a
halcón de plumaje dorado y, si no me hubieras interrumpido, habrías sabido que con eso
de gavi quería decir gavilán. Pero aún hay más. Si te fijas bien, podrás ver también
águilas reales, aguiluchos, milanos, halcones grises y quebrantahuesos. Siete clases en
concreto de aves rapaces, que se encargarán de exterminar a estos voracísimos bichejos.
No existen, en efecto, criaturas más capaces que ésas para acabar con las plagas. Cada
picotazo que daban ponía fin a la vida de un insecto. Pero no atacaban sólo con el pico;
para acabar antes con ellos, se valían también de las garras y las alas. En un abrir y
cerrar de ojos el aire quedó completamente limpio. Todos los bichejos habían
desparecido como por arte de magia. El suelo, sin embargo, se hallaba cubierto de una
capa de animaluchos que superaba los tres centímetros de espesor. Los tres peregrinos
los pisaron sin ninguna consideración, mientras corrían por el puente en dirección a la
caverna, donde encontraron al maestro colgado de una viga y llorando
desconsoladamente.
- ¡Menuda gracia! - exclamó Ba-Chie, llegándose hasta él -. Mientras vos lo pasabais
en grande, yo me caía, por culpa vuestra, yo qué sé la de veces.
- ¿Adonde han ido los monstruos? - preguntó el Peregrino, después de cortar las
cuerdas y de bajar al maestro.
- Nada más llegar - explicó el monje Tang -, fueron a la parte de atrás, desnudas, y
llamaron a sus hijos.
- Será conveniente que echemos un vistazo - sugirió el Peregrino.
Sin soltar las armas para nada, recorrieron de arriba abajo el jardín de la parte de atrás
de la caverna, pero no encontraron ni rastro de las muchachas. Para ver mejor, se
subieron, incluso, a un melocotonero y a un peral, pero todo resultó inútil.
- Se han ido - concluyó Ba-Chie.
- Es inútil que sigamos buscando - dijo, por su parte, el Bonzo Sha -. Lo mejor que
podemos hacer es regresar junto al maestro y ponernos de nuevo en camino.
Así lo hicieron y pidieron al monje Tang que se montara en el caballo.
- Id vosotros delante - ordenó Ba-Chie, echando mano de su rastrillo -. Voy a arrasar
todo esto, así no tendrán donde vivir, cuando regresen.
- No vale la pena malgastar tanta fuerza - opinó el Peregrino -. ¿Por qué no recoges un
poco de madera y dejas que sea el fuego el que se encargue de arrasarlo todo?
El Idiota no tardó en encontrar un pino carcomido por dentro, unas cuantas cañas de
bambú quebradas, un sauce seco y alguna que otra enredadera sin vida. Con todo ello
hizo una hoguera formidable, que acabó en muy poco tiempo con toda la caverna. En
cuanto la vieron hundirse, el maestro y los discípulos reemprendieron, más animados, la
marcha.
No sabemos de momento qué fue de los monstruos después de su partida. El que desee
averiguarlo tendrá que escuchar con atención las explicaciones que se dan en el
siguiente capítulo.
CAPÍTULO LXXIII
Decíamos que el Gran Sabio Sun volvió a colocar al monje Tang en el camino que
conducía al Oeste, acompañado por Ba-Chie y el Bonzo Sha. Al poco rato se toparon
con un impresionante edificio, que parecía, por su alzada y por la riqueza de su
decoración, un auténtico palacio. El monje Tang tiró en seguida de las riendas y,
volviéndose hacia el Peregrino, preguntó:
- ¿Sabes qué clase de lugar es ése?
El Peregrino levantó la cabeza y vio que el edificio aparecía perfectamente enmarcado
por una espléndida cordillera. A lo largo de todo su recinto serpenteaba un arroyuelo, en
el que se miraba un denso grupo de árboles, cuya variedad se hacía más ostensible junto
al portalón que le servía de entrada. Allí las flores silvestres parecían poseer una
fragancia mayor, como queriendo resaltar la gracia de una garza que estaba posada
sobre un sauce. Su belleza era tan perfecta, que recordaba el jade envuelto en la neblina.
Escondida entre las hojas de un melocotonero, una oropéndola de encendido plumaje
desgranaba el embeleso de su canto. Parejas de ciervos vagaban entre el follaje sin
temor alguno, mientras en lo alto de los árboles aves venidas de las montañas parecían
mantener una animada conversación. En el ambiente flotaba el mismo aire de serenidad
que encontraron Liu y Yüan en la Caverna de Tian - Tai 1. De lo que no cabía duda era
que aquélla era la morada de un inmortal. Así se lo hizo saber el Peregrino al maestro,
diciendo:
- Ése no es el palacio de ningún rey ni la residencia de alguien realmente rico e
importante, sino un templo taoísta o un monasterio budista. Para afirmarlo con
seguridad, tendríamos que acercarnos un poco más.
Tripitaka espoleó al caballo y no tardaron en llegar ante su puerta, sobre la que había
una losa de piedra de gran tamaño, en la que estaban inscritas las siguientes palabras:
"Templo de la Flor Amarilla". Tripitaka se bajó del caballo y Ba-Chie comentó:
- Por fuerza tiene que tratarse de la morada de algún taoísta. Opino que no estaría de
más que entráramos a presentarle nuestros respetos. Es posible que nuestra forma de
vestir sea distinta, pero ambos nos dedicamos a las mismas prácticas ascéticas.
- Tienes razón - afirmó el Bonzo Sha -. Así podríamos disfrutar un poco del paisaje,
mientras el caballo come algo y recobra las fuerzas. Si fuera preciso, también el maestro
podría sentarse a la mesa.
Tripitaka expresó su aprobación y pasaron al interior del edificio. Pronto se toparon con
una segunda puerta, a cuyos lados había pegadas dos tiras de papel como las que se
emplean durante el año nuevo, que decían: "Donde la nieve es blanca y las plantas
poseen un tinte amarillento 2 habita un sabio, mientras que donde la hierba es de jaspe y
las flores de jade mora un inmortal".
- ¡No hay duda! - exclamó Ba-Chie, divertido -. Éste es el palacio de un engreído
taoísta, que quema juncos, refina plantas y nunca se aparta de las retortas.
- ¿Es que no puedes ser más prudente con lo que dices? - le regañó Tripitaka,
propinándole un pellizco -. Ni siquiera conocemos a ese hombre. Además, vamos a estar
aquí muy poco tiempo. ¿Qué nos importa a nosotros lo que haga o deje de hacer?
No había acabado de decirlo, cuando dejaron atrás la segunda puerta. El salón principal
se encontraba cerrado, pero en el pasillo que se abría hacia el este vieron a un taoísta
haciendo medicinas y píldoras. Su forma de vestir no podía ser más peculiar. Llevaba
cubierta la cabeza con un gorro de oro revestido de laca de un rojo muy vivo, que
contrastaba con el negro brillante de su larga túnica. Calzaba unos zapatos con forma de
nube de un llamativo color verde, que no tenia nada que envidiar al amarillo chillón de
la faja que el maestro Lu llevaba enrollada a la cintura. Su rostro recordaba a una
auténtica calabaza de metal y sus ojos brillaban como astros. Poseía la nariz aguileña de
un mahometano y los labios carnosos de un tártaro, pero, por la tormenta de rayos y
truenos que de continuo animaba su mente y por su indudable capacidad de domar
dragones y tigres, era fácil deducir que se trataba de un auténtico inmortal. Tripitaka se
llegó hasta él y, levantando la voz, le saludó, diciendo:
- Este humilde monje os presenta sus respetos.
El taoísta levantó la cabeza y pareció desconcertado ante semejante saludo. Sin
embargo, se repuso en seguida y, dejando a un lado las medicinas, se ajustó lo mejor
que pudo la horquilla del pelo, se arregló un poco las ropas y corrió hacia los recién
llegados, diciendo:
- Perdonadme por no haber salido a daros la bienvenida. Pasad, por favor. Me figuro
que estaréis cansado.
Vivamente satisfecho, el maestro se llegó hasta el salón principal. Abrió la puerta y vio
las sagradas imágenes de los Tres Puros, ante las que ardían unos cuantos pebeteros
cuidadosamente colocados sobre una larga mesa destinada para las ofrendas. El maestro
tomó varias varillas de incienso y las metió en los pebeteros. Sólo cuando se hubo
inclinado tres veces seguidas ante las imágenes, se volvió hacia el taoísta y le presentó
formalmente sus respetos. El taoísta los hizo sentarse en los puestos de honor y,
levantando la voz, ordenó que les sirvieran algo de té. No tardaron en aparecer dos
muchachos con una bandeja, que lavaron las tazas, limpiaron las cucharas y prepararon
las frutas. Lo hicieron de una forma tan ruidosa, que terminaron alertando a las siete
muchachas de las Caverna de la Tela de Araña. Habían sido condiscípulas del taoísta,
aprendiendo con él los dificilísimos principios de la magia. Después de vestirse y de
ordenar a sus hijos adoptivos que se hicieran cargo de Ba-Chie, corrieron a visitarle,
pues era mucha la amistad que los unía. Precisamente estaban haciéndose unas túnicas
nuevas, cuando vieron a los jóvenes ocupados con los preparativos del té y les
preguntaron:
- ¿Quiénes son esos huéspedes tan importantes que acaban de llegar? Jamás os
habíamos visto tan atareados.
- Creemos que son cuatro monjes - contestaron ellos -. Lo único que sabemos es que el
maestro nos ha ordenado tener el té a punto lo antes posible.
- ¿Tiene uno de esos monjes la piel bastante blanca y una constitución más bien
fornida? - inquirió una de las muchachas.
- Así es - confirmaron los jóvenes.
- ¿Posee otro de ellos unas orejas muy grandes y un morro llamativamente largo? -
insistió la misma muchacha.
- Efectivamente - volvieron a confirmar ellos.
- En ese caso - concluyó la mujer -, id a servir el té y, sin que os vean, haced una seña
al maestro para que salga. Es preciso que hablemos con él de algo realmente importante.
Los muchachos llenaron cinco tazas de té y las llevaron al salón principal.
Arreglándose las ropas lo mejor que pudo, el taoísta cogió una de las tazas y se la
ofreció a Tripitaka con las dos manos. Acto seguido hizo otro tanto con Ba-Chie, el
Bonzo Sha y el Peregrino. En cuanto hubo concluido la ceremonia, los muchachos
recogieron los servicios y volvieron a colocarlos sobre la bandeja. Sin que nadie se diera
cuenta, uno de ellos guiñó el ojo al taoísta, que se puso al punto de pie y dijo:
- Si queréis, podéis permanecer sentados, mientras los muchachos retiran las tazas.
Sintiéndolo mucho, debo retirarme un momento. Espero que mis discípulos sabrán
trataros con el respeto que merecéis.
Complacidos, el maestro y los discípulos abandonaron el salón principal, para ir a gozar
del paisaje, acompañados de uno de los jóvenes, por lo que, de momento, no hablaremos
más de ellos. Sí lo haremos, sin embargo, del taoísta, que se retiró a toda prisa a los
aposentos privados del guardián del templo, donde encontró a las siete doncellas. Al
verle, todas se postraron de hinojos al mismo tiempo, diciendo:
- Es preciso que escuchéis lo que tenemos que deciros, hermano.
- Al llegar - contestó el taoísta, ayudándolas a levantarse -, me dijisteis que deseabais
contarme algo importante. Si no me apresté entonces a ello, fue porque la medicina que
estaba preparando exigía que no intercambiara ninguna palabra con personas del otro
sexo. Ahora, de todas formas, tampoco dispongo de mucho tiempo. Acaban de llegar
unos huéspedes y debo atenderlos lo mejor que pueda. ¿No os importaría hablarme de lo
que sea un poco más tarde?
- Perdonadnos - contestaron ellas en seguida -, pero lo que tenemos que deciros está
precisamente relacionado con esos huéspedes. Cuando se hayan ido, no tendrá ningún
valor nuestra información.
- ¡Qué manera de hablar es esa! - exclamó el taoísta, soltando la carcajada -. ¿Qué
queréis decir con eso de que vuestras palabras sólo tienen valor mientras los huéspedes
estén aquí? ¿Habéis perdido el juicio? Yo soy una persona entregada por completo al
cultivo de la ciencia de la inmortalidad a través de la serenidad y de la pureza de
intenciones. Pero, aunque fuera alguien abrumado por el cuidado de la esposa, de los
hijos y de otros asuntos como ésos, os aseguro que esperaría a que mis huéspedes se
hubieran marchado para ocuparme en serio de las cosas que me atañen. ¿Cómo voy a
mostrarme tan desconsiderado con ellos? Yo soy una persona de principios, así que
dejadme salir cuanto antes.
- No te enfades con nosotras, por favor - le suplicaron las muchachas, tirando de él -.
De todas formas, nos gustaría preguntarte si sabes de dónde proceden esos huéspedes a
los que tanto proteges.
El taoísta no supo qué contestarles, visiblemente turbado.
- Al ir a servir el té - dijo una de las muchachas -, oímos comentar a tus sirvientes que
se trataba de cuatro monjes.
- ¿Qué tiene eso de malo? - exclamó el taoísta, perdiendo la paciencia.
- Entre ellos se encuentra uno bastante fuerte y con el rostro llamativamente blanco -
añadió la misma muchacha, pasando por alto su mal humor -. Le acompaña otro que
tiene unas orejas muy grandes y un morro un tanto alargado. ¿Les has preguntado de
dónde vienen?
- ¿Cómo sabéis que son así? - preguntó, sorprendido, el taoísta -. ¿Es que los habéis
visto antes?
- Está claro que no has comprendido bien de qué se trata - explicó otra de las
muchachas -. El de la cara blanca es alguien enviado por el Emperador de los Tang al
Paraíso Occidental en busca de escrituras sagradas. Esta misma mañana llamó a la
puerta de nuestra caverna mendigando algo que llevarse a la boca. Como hacía
muchísimo tiempo que habíamos oído hablar del famoso monje Tang, decidimos
echarle el guante.
- ¿Puede saberse por qué hicisteis semejante cosa? - inquirió el taoísta.
- Para nadie es un secreto - explicó la muchacha - que el monje Tang posee un cuerpo
perfecto, que se ha dedicado a la práctica de la virtud durante diez reencarnaciones
seguidas. Si le atrapamos, fue porque cualquiera que pruebe un poco de su carne
alcanzará una vida sin límites. Para celebrar nuestra buena suerte, fuimos a bañarlos al
Arroyo de la Purificación, donde tuvimos la mala fortuna de conocer a ese otro monje
de las orejas enormes y el morro largo. Primero nos robó la ropa. Después tuvo la
desvergüenza de querer bañarse con nosotras en el estanque y, aunque tratamos de
disuadirle no pudimos hacer nada por impedírselo. Saltó al agua y, después de
convertirse en un pez, empezó a molestarnos, nadando desvergonzadamente entre
nuestras piernas. No nos cabía la menor duda de que estaba dispuesto a abusar de
nosotras. Después saltó fuera del agua y recobró la forma que le era habitual. Como vio
que no estábamos dispuestas a ceder a sus deseos, cogió un rastrillo de nueve puntas y
se empeñó en matarnos a todas. Si no hubiéramos recurrido a la astucia, ahora
estaríamos muertas. Afortunadamente, aunque el miedo nos hacía temblar como hojas
de bambú sacudidas por la brisa, logramos escapar a tiempo y ordenamos a tus sobrinos
que se encargaran de él. No sabemos qué tal les fue en el combate. Estábamos
demasiado alteradas para quedarnos a ver quién vencía. En lo único que pensábamos
entonces era en buscar refugio en este palacio vuestro. ¡Por nuestra amistad de
condiscípulos, vengad, por favor, nuestra deshonra!
Al oír tan larga relación, el taoísta se puso furioso y, rojo de ira, exclamó con la voz
alterada por la emoción:
- ¡Así que esos monjes son una banda de rijosos desvergonzados! No os preocupéis. Ya
me encargaré yo de ellos.
- Si deseáis luchar, podemos echaros una mano - dijeron las muchachas después de
darle las gracias.
- ¿Quién necesita luchar? - respondió el taoísta -. Como muy bien afirma el proverbio,
"quien combate lleva perdido el tres por ciento de la batalla". Venid conmigo en
seguida.
Las muchachas le siguieron al interior de la habitación. Allí cogió una escalera, la
colocó detrás de la cama y, subiendo por ella con increíble rapidez, sacó un arcón de
cuero que tenía escondido detrás de una viga. Medía aproximadamente diez centímetros
de largo, cuatro de ancho y dos de alto y estaba protegido con un pequeño candado de
cobre. El taoísta se metió la mano por las mangas y sacó un pañuelo de color amarillo
hecho con plumas de ganso, en cuya punta había atada una llave casi invisible. Con ella
abrió el arcón y sacó, con indecible cuidado, un pequeño paquete de medicinas, que
habían sido conseguidas de la forma siguiente: el taoísta había recogido primeramente
diez mil kilos de estiércol de los pájaros que habitan en las montañas. Los había cocido
después a fuego lento en un recipiente de cobre, manteniendo siempre la misma
temperatura, hasta lograr comprimirlos dentro de una taza. No contento con eso, había
reducido su tamaño a tres simples pizcas, que había vuelto a someter al fuego en un
proceso constante de refinamiento. Fue así como obtuvo un veneno tan extraño y
valioso como la más perfecta de las gemas y joyas. Cualquiera que tuviera la desgracia
de probarlo iría a presentarse inmediatamente ante el rey Yama. Así se lo hizo saber el
taoísta a las muchachas, diciendo:
- Si un mortal tomara la diezmilésima parte de un miligramo de este remedio, moriría
mucho antes de que le llegara al estómago. Para un inmortal bastaría con tres milésimas
partes. Doy por supuesto que esos monjes estarán lo suficientemente versados en el Tao,
por lo que precisarán de una dosis un poco mayor. Alcanzadme, por favor, ese peso.
Una de las muchachas se encargó de pesar doce diezmilésimas partes de tan efectivo
veneno, que dividió a continuación en cuatro dosis iguales. El taoísta se encargó
después de seleccionar doce dátiles rojos. Los aplastó ligeramente con los dedos y les
metió dentro aproximadamente la diezmilésima parte de un miligramo de tan mortal
remedio, antes de distribuirlos en cuatro tazas de té. Cogió seguidamente otra más y,
para distinguirla, echó en su interior un par de dátiles negros. Cuando la infusión estuvo
dispuesta, llenó las tazas y, colocándolas en una bandeja, dijo a las muchachas:
- Voy a hacerles unas cuantas preguntas. Si, en contra de lo que afirmáis, no pertenecen
a la corte de los Tang, los dejaré seguir tranquilamente su camino. Si, por el contrario,
son originarios de ese país, pediré un poco más de té y vosotras entregaréis esta bandeja
a mis criados. En cuanto los monjes prueben esta infusión, morirán y vuestro honor
quedará vengado, al tiempo que se disipará vuestra angustia y recobraréis la alegría.
Las muchachas no sabían qué hacer para demostrar su gratitud. Con el fin de parecer
cortés, el taoísta se puso una túnica nueva y, llegándose hasta donde estaban el monje
Tang y sus discípulos, los invitó, una vez más, a tomar asiento, diciendo:
- Perdonad que me haya demorado tanto, pero era preciso que encargara a mis criados
que seleccionaran unas cuantas verduras frescas y unos pocos rábanos y prepararan con
ellos una comida vegetariana. No está bien que los huéspedes pasen hambre.
- ¿Cómo voy a aceptar vuestra invitación, si me he presentado aquí con las manos
vacías?
- Tanto vos como yo somos personas que hemos renunciado a la familia - contestó el
taoísta, sonriendo -. En cuanto divisamos las puertas de un templo, estamos seguros de
que allí vamos a recibir una buena acogida. ¿A qué viene eso de presentarse con las
manos vacías? Éste es también vuestro hogar. ¿Puedo preguntaros a qué monasterio
pertenecéis y por qué os encontráis hoy aquí?
- Me encuentro de camino hacia el Monasterio del Trueno, en el Paraíso Occidental,
enviado por el Emperador de los Tang en busca de escrituras sagradas. No necesito
deciros que ha sido para mí un gran honor poder descansar en esta muy digna morada
vuestra.
- Se nota que sois un buda de una virtud y una piedad francamente extraordinaria -
respondió el taoísta con el rostro iluminado -. Lo único que lamento ha sido no haber
salido a daros la bienvenida con el respeto que merecéis. Os ruego disculpéis mi
ignorancia.
Se volvió después hacia la puerta y, levantando la voz, dijo:
- Venid a cambiarnos el té y traed algo de comida.
El más joven de los criados se puso de pie en seguida y corrió a por la bandeja. Las
muchachas se la pusieron en las manos, diciendo:
- Aquí tienes el té. Sácalo y no pierdas el tiempo.
Así lo hizo el joven, sin dejar de sonreír. El taoísta cogió una de las tazas con los dátiles
rojos y se la ofreció al monje Tang con las dos manos. Al ver la corpulencia de Ba-Chie
y del Bonzo Sha, pensó que se trataba de sus discípulos primero y segundo y les dio de
beber por ese orden. Dejó al Peregrino en último lugar, creyendo, por lo magro de sus
carnes, que era un simple aprendiz. Poco sospechaba él que poseyera un sentido de la
observación tan acusado. No le pasó desapercibido, en efecto, que la taza que quedaba
en la bandeja contenía dos dátiles negros, mientras que los de las suyas eran rojos.
- ¡Un momento! - exclamó, antes de llevarse el brebaje a los labios -. Si no os importa,
me gustaría cambiar mi taza por la vuestra.
- A decir verdad - contestó el taoísta, sonriendo -, un cultivador del Tao como yo no
siempre tiene a mano todo lo que necesita para preparar un buen té. Yo mismo he tenido
que salir en busca de los dátiles. Desgraciadamente, sólo he conseguido reunir una
docena y, como habéis apreciado, he reservado para mí los de color menos atractivo. Lo
he hecho por respeto hacia vos. Podéis creerme.
- ¿Cómo se os ocurre decir semejante cosa? - replicó el Peregrino -. Como muy bien
afirmaban los antiguos, "quien se encuentra en su casa no es pobre, solamente lo es
quien se halla de camino". ¿Cómo podéis afirmar que carecéis de lo necesario, viviendo,
como vivís, en un palacio como éste? Únicamente los que dependemos de la limosna
somos realmente pobres. ¡No, no! Dejémonos de tonterías y cambiemos cuanto antes las
tazas.
- ¿Se puede saber por qué quieres hacerlo? - le regañó Tripitaka -. Si te niegas a
beberlo, estarás despreciando la hospitalidad de este respetable inmortal.
Al Peregrino no le quedó más remedio que tomar la taza, la tapó con la palma de la
mano derecha y clavó su mirada en sus tres hermanos. Ba-Chie, que se había
caracterizado siempre por su voraz apetito, tenía una sed y un hambre realmente
espantosas y se dispuso en seguida a dar cuenta del té. Al ver que contenía tres dátiles
rojos, se los metió en la boca y se los tragó en un abrir y cerrar de ojos. Otro tanto
hicieron el maestro y el Bonzo Sha. Casi inmediatamente Ba-Chie perdió el color de la
cara, el Bonzo Sha se puso a llorar, como si fuera una criatura, y el monje Tang empezó
a echar espuma por la boca. De repente perdieron la conciencia y cayeron al suelo,
desmayados. El Gran Sabio comprendió que habían sido envenenados y tiró, furioso, la
taza que tenía en la mano contra la cara del taoísta. Ágil como una rata, levantó el brazo
y la porcelana se estrelló contra su manga, antes de hacerse añicos sobre las losas del
suelo.
- ¡Qué monje más maleducado! - gritó el taoísta, perdiendo la paciencia -. ¿Cómo te
atreves a destrozar lo que no es tuyo?
- ¡Maldita bestia! - replicó, a su vez, el Peregrino -. ¿Qué explicación puedes dar para
hacer esto a mis hermanos? ¿Qué te hemos hecho nosotros para que echaras veneno en
el té?
- ¿Es que no lo sabes? - contestó el taoísta -. ¡Con vuestra rijosa conducta habéis
provocado una gran desgracia!
- ¡No sabes ni lo que dices! - se defendió el Peregrino -. Prácticamente acabamos de
entrar en tu casa. No hemos tenido ni tiempo de decirte de dónde somos. ¿Cómo íbamos
a traer la desgracia sobre la cabeza de nadie?
- ¿No os detuvisteis, acaso, en la Caverna de la Tela de Araña a mendigar comida? -
replicó el taoísta -. ¿No os bañasteis después todos juntos en el Arroyo de la
Purificación?
- Las únicas que se bañaron fueron esas siete muchachas monstruo - respondió el
Peregrino -. Si no las conocieras, no hablarías de ellas, lo cual demuestra a las claras
que tú perteneces a su misma calaña. ¡No huyas y prueba el sabor de mi barra!
Con una rapidez pasmosa el Gran Sabio se sacó de la oreja la barra de los extremos de
oro, la sacudió ligeramente y al punto adquirió el grosor de un cuenco de arroz. Sin
pérdida de tiempo, lanzó un terrible golpe contra el rostro del taoísta, que esquivó el
golpe haciéndose a un lado y descargando sobre su adversario un peligrosísimo
mandoble de su espada. El ruido de la lucha terminó alertando a las muchachas, que
acudieron en defensa de su hermano, gritando:
- ¡Guarda tus energías! ¡Ya nos encargaremos nosotras de capturar a ese estúpido!
Al verlas, el Peregrino se puso aún más furioso y, blandiendo la barra con las dos
manos, se arrojó contra ellas, descargando golpes terribles. Sin inmutarse lo más
mínimo, las muchachas se desabrocharon los vestidos y, una vez que tuvieron al aire sus
espléndidos vientres, blancos como la nieve, pusieron en práctica los extraordinarios
poderes mágicos que poseían. Del ombligo empezaron a salirles una cantidad increíble
de cuerdas, que, en un abrir y cerrar de ojos, formaron una especie de ovillo que
envolvió totalmente al Peregrino. Comprendiendo que la suerte se estaba volviendo en
su contra, recitó un conjuro y se vio libre de aquella maraña, saltando limpiamente por
los aires. La curiosidad pudo más que su furia y miró desde lo alto aquellas cuerdas
brillantes que producían las muchachas monstruo. Como si alguien manejara una
lanzadera gigante, las sogas fueron formando un tupido tejido que envolvió todo el
Templo de la Flor Amarilla. La tela de araña era tan enorme, que el edificio desapareció
de la vista, como si jamás hubiera existido.
- ¡Extraordinario! - exclamó el Peregrino, admirado -. Ahora comprendo que Chu Ba-
Chie se cayera tantas veces. Ha sido una suerte que haya conseguido escapar. De todas
formas, ¿qué puedo hacer? El maestro y mis hermanos han sido envenenados y no tengo
ni idea de los poderes exactos de esas mujeres. Lo mejor será que vuelva a llamar al
espíritu de estas tierras y le haga unas cuantas preguntas más.
En seguida bajó de las nubes y, haciendo un signo mágico con los dedos, recitó un
conjuro, que arrancó de su placentera vida al dios de aquella región. Temblando de pies
a cabeza, el anciano espíritu cayó rostro en tierra y, después de golpear repetidamente el
suelo con la frente, preguntó con voz insegura:
- ¿No habíais liberado ya a vuestro maestro, Gran Sabio? ¿Qué os ha hecho volver
sobre vuestros pasos?
- Es verdad que reanudamos la marcha - reconoció el Peregrino -, pero nos hemos
vuelto a topar con el mismo problema en el Templo de la Flor Amarilla, que no se
encuentra muy lejos de donde nos vimos por primera vez. Entramos a echar un vistazo,
pero el taoísta que lo atiende nos recibió con fingido respeto y envenenó a mis tres
hermanos con un té ponzoñoso. Afortunadamente, yo no lo probé y cargué contra él con
mi barra de hierro. En seguida empezó a decir que si habíamos mendigado comida en la
caverna de la Tela de Araña y que si después nos habíamos bañado en el Arroyo de la
Purificación, y eso terminó convenciéndome de que también él era un monstruo.
Cuando más enzarzados estábamos en el combate, se presentaron las siete muchachas y
empezaron a arrojar cuerdas de seda. Menos mal que fui más rápido que ellas y logré
escapar a tiempo; si no, no sé lo que habría sido de mí. Como llevas muchos años de
dios de esta región, pensé que, quizás, podrías ofrecerme alguna información sobre
ellas. Qué clase de monstruos son..., en fin..., todas esas cosas. Si lo haces, te prometo
que no te daré ninguna paliza.
- Esos monstruos - explicó el dios de aquellas tierras, golpeando respetuosamente el
suelo con la frente - llevan en esta región menos de diez años. Hace aproximadamente
tres, realicé ciertas investigaciones y así descubrí que se trata de siete arañas espíritu.
Las sogas de seda que lanzan son, en realidad, sus telas.
- Si es verdad eso - concluyó el Peregrino -, son más fáciles de dominar de lo que
pensaba. Ahora retírate y procura no entrometerte en mis planes.
El dios arreció en sus golpes contra el suelo y se marchó tan rápidamente como había
venido. El Peregrino se llegó, entonces, hasta el Templo de la Flor Amarilla y,
arrancándose setenta pelos de la cola, exhaló sobre ellos una bocanada de aire inmortal
y gritó:
- ¡Transformaos!
Al instante se convirtieron en otros tantos Peregrinos de pequeña estatura. No contento
con eso, lanzó sobre la barra de hierro un poco del aire que almacenaba en los pulmones
y al punto la metamorfoseó en siete decenas de tridentes, que entregó a los Peregrinos
de reducido tamaño que le rodeaban. Al frente de ellos se lanzó contra aquel enorme
ovillo de seda, clavándole con fuerza los tridentes y tirando de ellos hasta lograr romper
una cuerda cada uno. Su energía era tal que en un abrir y cerrar de ojos lograron quebrar
no menos de trescientos cincuenta kilos de cuerdas. De esta forma, consiguieron abrirse
paso hacia el interior de aquel enorme capullo, donde se encontraron con siete arañas
tan grandes como toneles, que les suplicaron, temblorosas:
- ¡Perdonadnos, por favor, la vida!
Pero los setenta Peregrinos no hicieron caso de sus gestos de sumisión y las tumbaron
boca arriba, negándose a dejarlas partir. El Gran Sabio se opuso, de momento, a que las
mataran, diciendo:
- No acabéis todavía con ellas. Si quieren seguir viviendo, tendrán que devolvernos a
nuestros hermanos.
- ¡Por lo que más queráis! - gritaron las arañas, volviendo la cabeza hacia donde se
encontraba escondido el taoísta -. ¡Haced lo que os dice! No nos hace ninguna gracia
morir de esta forma.
- ¿A mí qué me importa? - replicó el taoísta, saliendo de su escondite -. Lo siento
mucho, pero no puedo salvaros. He decidido comerme al monje Tang y eso es lo que
voy a hacer.
- Si no me devuelves al maestro - gritó el Peregrino, fuera de sí -, correrás la misma
suerte que tus hermanas.
No había acabado de decirlo, cuando sacudió ligeramente el tridente que tenía en las
manos y volvió a transformarse en la temible barra de hierro. Blandiéndola con las dos
manos, la dejó caer con fuerza sobre las arañas, que al instante quedaron reducidas a
una masa sanguinolenta. Sacudió después el rabo y, tras recuperar todos los pelos que se
había arrancado, corrió detrás del taoísta. Enfurecido por la repentina muerte de sus
hermanas, éste desenvainó la espada e hizo frente a su perseguidor. Dio, así, comienzo
uno de los combates más duros que se hayan contemplado jamás. Los dos contendientes
pusieron en juego todos sus conocimientos mágicos, blandiendo uno la espada y, el otro,
la barra de los extremos de oro. El odio guiaba cada uno de sus golpes, pues no estaban
dispuestos a permitir que el monje Tang fuera devorado ni que la muerte de las siete
doncellas quedara impune. Los dos bandos creían guerrear por una causa justa y eso
hacía más llevadero su sacrificio. Poca diferencia había en su forma de luchar. Si el
Gran Sabio poseía una fuerza sin límites, la bravura del inmortal era, francamente, digna
de encomio. No había movimiento, por mucho esfuerzo que exigiera su ejecución, al
que no se entregaran sus cuerpos. Sus manos se retorcían como poleas, buscando un
golpe definitivo. Al entrechocar, la espada y la barra emitían un ruido tan terrible que
hacían temblar las nubes, mientras las bocas de los guerreros que las blandían emitían
de continuo denuestos e insultos. Ni un solo momento dejaron de atacar y retroceder,
para volver, otra vez, a la carga. La lucha prosiguió hasta que el viento bramó con
fuerza y las nubes de polvo que levantaban sus pasos terminaron asustando a los tigres y
a los lobos. El cielo y la tierra se cubrieron de arena y las estrellas parecieron ir
perdiendo, poco a poco, su brillo. El taoísta resistió valientemente los primeros
cincuenta asaltos del Gran Sabio. A partir de entonces empezaron a flaquearle las
fuerzas, hasta que, de pronto, le abandonaron por completo. Se desprendió entonces de
su faja y empezó a desabrocharse la túnica, que cayó al suelo haciendo un ruido muy
peculiar.
- ¡Mi querido hijito! - exclamó el Peregrino en tono de burla -. ¿De qué va a servirte
quedarte desnudo, cuando has perdido totalmente las fuerzas?
El taoísta no dijo nada. Levantó los brazos y aparecieron a la altura de sus costillas más
de mil ojos, que empezaron a lanzar rayos de un poder francamente aterrador. Al mismo
tiempo, comenzaron a salirle por los sobacos una especie de nubes de color amarillento,
que resaltaban aún más el aspecto ígneo de aquellas miradas. Era como si alguien
hubiera colocado pequeñas barritas de oro a la derecha y a la izquierda de su cuerpo o se
hubiera empeñado en colgarle diminutas campanitas de cobre. Pero, en realidad, no eran
más que la expresión de la magia del taoísta, una simple manifestación de sus
extraordinarios poderes. Al parpadear, parecía como si el sol, la luna y los demás astros
hubieran perdido parte de su brillo. Cuando permanecían abiertos, sin embargo, era tal
la cantidad de calor que emitían, que el aire se tornaba tan reseco como el de un
desierto. El Gran Sabio, Sosia del Cielo, cayó presa de su embrujo y apenas se podía
mover, como si se encontrara en el interior de una prisión de rayos y de neblina
amarillenta. Desconcertado, trató de huir de allí, Pero le fue imposible dar un paso hacia
delante o hacia atrás. Lo único que consiguió fue girar sobre sí mismo, como si se
hallara dentro de un tonel de luz. Por si eso fuera poco, el calor se hacía cada vez más
insoportable. Presa del pánico, intentó romper aquella cárcel ue rayos luminosos
saltando hacia arriba, pero eran tan sólidos que cayó al suelo patas arriba. El golpe le
había dejado la cabeza dolorida. Al pasarse la mano por el punto exacto que había
entrado en contacto con los haces de luz, comprobó, sorprendido, que tenía la piel
reblandecida.
- ¡Qué mala suerte! - se dijo, profundamente preocupado -. ¡Ya ni la cabeza me sirve
para nada! Antes ni las hachas ni las cimitarras eran capaces de hacerme el menor
rasguño. Ahora bastan unos simples rayos para abrirme la piel. Quién sabe si, con el
tiempo, se me cerrará la herida o se me pudrirá, como si estuviera leproso. Lo más
probable es que me quede una cicatriz.
La temperatura se hizo aún más insoportable y volvió a decirse:
- No puedo moverme para ningún sitio. ¿Qué puedo hacer, si ni siquiera soy capaz de
volar hacia arriba? En fin, sólo me queda un camino: el de abajo. Vamos a ver qué tal
me sale la cosa.
Sin pensarlo más, recitó un conjuro y, después de sacudir ligeramente el cuerpo, se
convirtió en un pangolín, también conocido por el nombre de oso hormiguero. Sus
garras parecían estar hechas de un acero tan bien templado, que no tenía problema
alguno en horadar montañas y en reducir a añicos las rocas, como si fueran simples
masas de harina. En tan extraordinaria tarea se veía ayudado tanto por la fuerza de sus
músculos como por las férreas escamas que cubrían su cuerpo. Sus ojos, brillantes como
dos luceros, estaban totalmente adaptados a la vida subterránea, lo mismo que su
hocico, afilado como el pico de un ave, que superaba en potencia a los taladros más
efectivos. Así son, en efecto, los pangolines, animales famosos en las artes médicas, a
los que el vulgo llama simplemente osos hormigueros.
Endureciendo cuanto pudo la cabeza, el Peregrino horadó con ella la tierra hasta
alejarse unos treinta kilómetros del taoísta. Los haces de luz únicamente alcanzaban una
distancia de quince o dieciséis kilómetros, por lo que decidió salir a la superficie. Tras
recobrar la forma que le era habitual, sintió que el cansancio se apoderaba de sus
músculos. Le dolía todo el cuerpo y, echándose a llorar, gritó, desesperado:
- ¡Oh, maestro! ¡Cuántas penalidades y cuántas desdichas hemos pasado juntos desde
aquel día en que decidí abrazar la fe y seguir vuestros pasos camino del Occidente! ¿Por
qué hemos venido a naufragar en un remanso, después de haber cruzado tantos mares
procelosos?
Cuando más profunda era su pena, oyó que alguien estaba también llorando en la otra
parte de la montaña. Picado por la curiosidad, se levantó, se secó las lágrimas y se
dirigió hacia el lugar del que parecían provenir los llantos. No tardó en descubrir a una
mujer vestida con ropa de luto. Llevaba en la mano izquierda un cuenco lleno de sopa
de arroz ya fría y en la derecha unos cuantos billetes de papel moneda para los espíritus.
Con paso cansino se acercó al Peregrino, que sacudió la cabeza y musitó para sí mismo:
- ¡Qué verdad es eso de que la persona que llora pronto encuentra a alguien que se
lamenta y la que tiene el corazón apenado no tarda en hallar a quien roto lo tiene por el
dolor! Me pregunto por qué se lamentará de esa forma. Lo mejor será que lo averigüe en
seguida.
Al llegar a su altura, el Peregrino se inclinó con respeto y le preguntó:
- ¿Queréis decirme, buena mujer, por qué lloráis de esa forma?
- Con motivo de la compra de unas cañas de bambú - explicó la mujer, entornando los
ojos a causa del llanto - mi marido tuvo una discusión con el señor del Templo de la
Flor Amarilla y, en venganza, éste le envenenó con una taza de té ponzoñoso. Siempre
fue cariñoso y atento conmigo. Por eso me dirijo ahora hacia su tumba a quemarle unos
cuantos billetes de moneda para los espíritus.
Al oírlo, el Peregrino arreció en su llanto y la mujer, enfadada, le regañó, diciendo:
- ¿Es que has perdido el juicio? ¿Cómo te atreves a burlarte de mí, cuando estoy
llorando la muerte de mi esposo? ¿A qué vienen esas lágrimas y esa expresión de pena?
- No lo toméis a mal, señora - contestó el Peregrino, agachando la cabeza -. Me llamo
Sun Wu-Kung y soy el discípulo más antiguo de Tripitaka, hermano del Gran
Emperador de los Tang, cuyo imperio abarca todas las Tierras del Este. Al pasar por el
Templo de la Flor Amarilla, camino del Paraíso Occidental, decidimos dejar descansar
al caballo y entramos a saludar al taoísta. Lo que menos esperábamos es que fuera un
monstruo, que había realizado un pacto de hermandad con siete arañas, cuyos dominios
se encuentran no muy lejos de aquí. Eran antiguas conocidas nuestras, pues en una
ocasión habían tratado ya de comerse a nuestro maestro. Afortunadamente, se lo
impedimos mis hermanos y yo, que, dicho sea de paso, responden al nombre de Ba-Chie
y el Bonzo Sha. Eso las hizo perder la cabeza de rabia e hicieron creer al taoísta que
habíamos abusado de ellas. En venganza, nos dio a beber un té envenenado, que sólo yo
tuve la fortuna de rechazar. Mis tres hermanos siguen encerrados, junto con el caballo,
en el interior del templo. Al verlos desplomarse sin vida de sus asientos, arrojé la taza
contra la cara del taoísta, que en seguida se enfrentó a mí con su espada. Las arañas,
como era de esperarse, se pusieron de su parte y trataron de atraparme con sus cuerdas
de seda. Logré escapar gracias a mis poderes mágicos, de los que me serví, igualmente,
para hacer venir a mi presencia al dios de esta región. Fue él el que me reveló que se
trataba de simples arañas, cosa que me movió a servirme de la técnica de la
multiplicación corporal para destrozar sus telas y acabar con ellas. Cuando vio la
facilidad con que mi barra de hierro las había reducido a una pulpa sanguinolenta, el
taoísta quiso vengarlas y volvió a medir sus fuerzas conmigo. Más de sesenta veces
resistió mis embates, pero, cuando estaba a punto de ser derrotado, se quitó las ropas y
volvió contra mí los mil ojos que tiene a ambas partes del cuerpo. Emiten unos rayos de
luz tan extraordinaria, que me inmovilizaron por completo y no pude escapar a su
influjo, por más que lo intenté. Cuando más desesperada parecía mi situación, me
transformé en un oso hormiguero y, haciendo un agujero en la tierra, conseguí huir de
aquella prisión sin muros ni foso. Hace un momento estaba llorando a los míos, cuando
oí vuestro llanto y decidí preguntaros a qué obedecía. Después vi que llevabais en la
mano unos cuantos billetes de papel moneda para los espíritus y eso me hizo
comprender que era el más pobre de todos los hombres, pues no tenía nada que ofrecer a
mi maestro y a mis dos hermanos. Apenado, lloré con más intensidad que antes. ¿Cómo
iba a burlarme de vos?
- No lo toméis a mal, por favor - dijo la mujer, dejando a un lado los billetes y el
cuenco con la sopa de arroz -. No sabía que también vos estuvierais sufriendo. Por lo
que acabáis de relatar, deduzco que no conocéis la identidad de ese taoísta. Se trata, de
hecho, del Diablo de los Cien Ojos, también conocido como el Monstruo de las Muchas
Pupilas. De todas formas, si valiéndoos de vuestros poderes metamórficos, os habéis
enfrentado a él y habéis conseguido, incluso, escapar de su red de rayos luminosos, ha
sido porque vuestro dominio de la magia no es, ciertamente, menor que el suyo. Aun
así, os sigue resultando sumamente difícil acercaros a él. Existe, sin embargo, una
inmortal que podría ayudaros a hacer frente a esos haces de luz y, así, derrotar al taoísta.
- ¿De quién se trata, señora? - suplicó el Peregrino, inclinándose con respeto ante ella -.
Decidme el nombre de esa inmortal, para que pueda ir a verla inmediatamente. Si
consigo convencerla para que venga hasta aquí, no sólo habré salvado a mi maestro,
sino que también habré vengado a vuestro marido.
- Si lo hago y ella accede a vuestra petición - replicó la mujer sacudiendo la cabeza -,
me temo que lo único que conseguiréis será vengaros. Vuestro maestro continuará para
siempre bajo sus garras.
- ¡¿Qué queréis decir con eso?! - exclamó el Peregrino.
- El veneno de ese tipo es de los más fuertes que existen - explicó la mujer -. Cuando
una persona lo toma, al cabo de tres días se le destruyen por completo los huesos y la
médula. La distancia que nos separa de la morada de la inmortal de la que te he hablado
es tanta, que no podrás traerla a tiempo de salvar a tu maestro.
- No te preocupes por eso - respondió el Peregrino -. Sé moverme con rapidez. Lo
único que necesito es medio día.
- En ese caso - concluyó la mujer -, escúchame con atención. A dos mil kilómetros de
aquí se levanta una montaña llamada de la Nube Morada. En ella se abre la Caverna de
las Mil Flores, donde habita una inmortal, que responde al nombre de Pralamba 3. Sólo
ella es capaz de acabar con ese monstruo.
- ¿Dónde se encuentra exactamente esa montaña? - preguntó, una vez más, el Peregrino
-. Aún no me habéis dicho la dirección que debo seguir.
- Dirigíos siempre hacia el sur - contestó la mujer, señalando hacia allí con el dedo. El
Peregrino volvió la cabeza y ella se desvaneció, como si nunca hubiera existido.
Desconcertado, el Peregrino se echó rostro en tierra y empezó a golpear el suelo con la
frente, al tiempo que decía:
- ¿Qué Bodhisattva sois? Estaba tan ocupado en estos asuntos terrenales que me traigo
entre manos, que he sido incapaz de ver en vos a un emisario de lo alto. Decidme cómo
os llamáis, para que pueda honrar vuestro nombre con el respeto que merece.
- ¿No me reconocéis, Gran Sabio? - preguntó una voz desde arriba -. Soy yo.
El Peregrino levantó en seguida la vista y vio que se trataba de la Anciana Dama del
Monte Li 4. Sin pensarlo dos veces, se elevó hacia lo alto y, tras darle las gracias,
preguntó:
- ¿De dónde veníais, señora, cuando decidisteis iluminarme con vuestra presencia?
- Cuando regresaba a casa, después de haber tomado parte en el Festival del Árbol de la
Flor de Dragón - explicó la Bodhisattva -, me enteré de la suerte que había corrido
vuestro maestro y decidí aparecerme a vos bajo la forma de una viuda reciente, con el
fin de arrancarle de los lazos de la muerte. Para ello, debéis ir cuanto antes a ver a
Pralamba, pero procurad no decirle que la idea ha salido de mí. Esa inmortal tiene la
mala costumbre de echar a la gente la culpa de todo.
El Peregrino volvió a darle las gracias y, remontándose de un salto por encima del
cielo, no tardó en llegar a la Montaña de la Nube Morada. No le costó mucho trabajo
descubrir la Caverna de las Mil Flores. A su alrededor crecían pinos centenarios, cuyo
frescor se extendía hasta el último rincón del paisaje; altísimos cedros, que parecían
estar hechos de jade; sauces de un profundo color verde, que festoneaban todos los
senderos de la montaña; flores exóticas, cuyos capullos llenaban, hasta atascarlos, los
riachuelos y los arroyos; orquídeas de aromas penetrantes, que cubrían los muros de
piedra, y un sinfín de hierbas silvestres, que brillaban como gemas bajo los rayos del
sol. Cerca de la caverna fluía un arroyo, cuyas aguas poseían el verdor del jade y en las
que se reflejaban grupos de nubes, que parecían sellar los troncos huecos de árboles
milenarios. Entre las ramas legiones de aves desgranaban su canto, poniendo un
contrapunto de bullicio al sereno deambular de los ciervos. El llamativo color verde de
los bambúes daba la impresión de haber sufrido un proceso de refinamiento, lo mismo
que las hojas rojizas de los ciruelos. Un cuervo acababa de posarse en lo alto de un árbol
y escuchaba, embelesado, los melodiosos trinos de un pájaro de pequeño tamaño posado
en una rama más abajo. El trigo crecía abundante en todos los campos, haciendo prever
una cosecha realmente espléndida. Durante las cuatro estaciones las hojas permanecían
aferradas a sus ramas, permitiendo a las flores abrir sus capullos a lo largo de los ocho
períodos. El aire que flotaba por encima de aquel paisaje estaba cargado de buenos
augurios. No en balde en él se formaban nubes sagradas, que ascendían hasta el corazón
mismo del gran vacío.
Emocionado ante tantas muestras de santidad, el Gran Sabio inició el descenso y
comprobó, sorprendido, que la belleza aumentaba a medida que descendía. Lo que más
llamaba la atención, de todas formas, es que no hubiera rastro alguno de presencia
humana. El silencio era tan absoluto, que ni siquiera se escuchaban los cacareos de las
gallinas ni el ladrido de los perros.
- ¿Es posible que no sea ésta la morada de la inmortal que he venido a buscar? - se
preguntó el Peregrino, alarmado.
Siguió caminando y, al cabo de unos cuantos kilómetros, se encontró con una monja
taoísta sentada sobre un cojín. Cubría su cabeza un sombrero de seda que recordaba las
delicadas formas de cinco clases de flores distintas; no desdecía en nada de la belleza de
su túnica, totalmente tejida con hilos de oro. Calzaba unos zapatos con forma de pico de
fénix y llevaba protegida la cintura con una faja doble de seda. Una tupida red de
arrugas surcaba su rostro, trayendo a la mente el recuerdo de las primeras escarchas del
otoño. Su voz, por el contrario, poseía la frescura saltarina de las aguas del arroyo que
fluía a las puertas mismas de su mansión. Hacía mucho tiempo que había aprendido los
principios de los Tres Vehículos y había memorizado las Cuatro Grandes Verdades 5. Su
cercanía al vacío absoluto le había conferido una virtud a toda prueba, modelando
eficazmente su inteligencia y adquiriendo, así, una libertad absoluta. Aquella mujer no
era otra que la Bodhisattva de la Caverna de las Mil Flores, también conocida por el
honorable nombre de Pralamba. Al reconocerla, el Peregrino aceleró el paso y,
llegándose hasta ella, la saludó, diciendo:
- Os presento mis respetos, Bodhisattva.
La Bodhisattva se levantó en seguida del cojín y, juntando las manos a la altura del
pecho, preguntó, después de devolverle el saludo:
- Disculpadme, Gran Sabio, por no haber salido a daros la bienvenida. ¿Queréis
decirme de dónde venís?
- ¡¿Cómo me habéis reconocido con tanta rapidez?! - exclamó el Peregrino -. ¿Quién os
ha dicho que yo soy el Gran Sabio?
- Cuando sumisteis el Palacio Celeste en una total confusión - explicó Pralamba -,
vuestro retrato fue mostrado a todos los dioses del universo. ¿Por qué no habría de
reconoceros, nada más veros?
- Tenéis razón - reconoció el Peregrino -. Como muy bien afirma el proverbio, "lo
bueno no lo conoce nadie, mientras que la fama de lo malo alcanza los cinco mil
kilómetros". Estoy seguro de que no sabéis que me he arrepentido de todo cuanto hice y
he aceptado la fe budista.
- ¡¿De verdad?! - exclamó Pralamba, gratamente sorprendida -. ¿Cuándo lo habéis
hecho? Permitidme que os dé la enhorabuena.
- Por poco no podéis hacerlo, porque he estado a punto de perecer - explicó el
Peregrino -. Ahora soy el discípulo más antiguo del monje Tang, a quien se ha
encargado que vaya al Paraíso Occidental en busca de las escrituras sagradas.
Desgraciadamente el taoísta del Templo de la Flor Amarilla le ha envenenado con una
taza de té ponzoñoso y, aunque he desplegado contra él todos mis conocimientos
bélicos, ha desbaratado todos mis planes, haciendo uso de sus potentísimos haces de luz.
Si he logrado escapar de su red, ha sido gracias a mis vastísimos poderes mágicos. De
todas formas, he sido afortunado, al enterarme de que únicamente vos podéis poner fin a
esos rayos. Ése es el motivo de que haya decidido venir a presentaros mis respetos.
- ¿Quién os lo dijo? - replicó la Bodhisattva, sorprendida -. Llevo sin salir de casa
desde la Fiesta de las Limosnas. Nadie me conoce, porque mi nombre ha permanecido
oculto durante todo este tiempo. ¿Cómo os las habéis arreglado vos para descubrirlo?
- ¿Acaso olvidáis mi fama de intrigante? - replicó el Peregrino -. Aunque os hubierais
escondido en el centro de la tierra, habría dado con vos.
- Reconozco que astucia no os falta - admitió la Bodhisattva -. Estaba decidida a no
abandonar este lugar jamás, pero, puesto que habéis venido personalmente a pedírmelo
y se encuentra en juego vuestra empresa de conseguir las escrituras, creo que lo mejor
será que os acompañe.
- Disculpad mi ignorancia - dijo el Peregrino, después de darle las gracias -, pero ¿os
importaría revelarme qué armas vais a usar para atrapar a ese monstruo?
- Me bastará con una simple aguja de bordar - contestó la Bodhisattva.
- ¿Estáis tratando de confundirme? - protestó el Peregrino -. Si hubiera sabido que
únicamente necesitabais una aguja de bordar, no habría venido a molestaros. Yo mismo
puedo agenciarme un carro entero de ellas.
- Esas agujas de las que habláis están hechas de metal y no sirven para nada - replicó
Pralamba -. La mía, por el contrario, no tiene nada que ver con el hierro, el oro o el
acero. Está relacionada con algo que crece en los ojos de uno de mis hijos.
- ¿Quién es ese hijo del que habláis? - preguntó el Peregrino.
- La Estrella de Orion - contestó Pralamba.
El Peregrino no supo qué decirle. No tardaron en ver el fulgor de los haces de luz y,
extendiendo el brazo, el Gran Sabio informó:
- Ahí está el Templo de la Flor Amarilla.
Pralamba se sacó entonces del cuello una aguja de bordar, poco mayor de dos
centímetros de larga y tan fina como una ceja. La lanzó con una mano hacia arriba y al
poco tiempo se escuchó un fuerte sonido, que hizo desaparecer al instante todos los
rayos de luz.
- ¡Es fantástico, Bodhisattva! ¡Realmente fantástico! - exclamó el Peregrino -. Vamos a
buscar la aguja.
- ¿Para qué? - replicó Pralamba con la palma de la mano extendida -. ¿No ves que la
tengo aquí?
El Peregrino y la Bodhisattva descendieron al mismo tiempo de las nubes y se
dirigieron hacia el templo. El taoísta estaba acurrucado contra la puerta con los ojos
cerrados y sin atreverse a moverse.
- ¡Maldita bestia! - le insultó el Peregrino, al pasar a su lado -. Ahora quieres hacerte
pasar por un ciego, ¿eh? ¡Pues vas a saber lo que es bueno! - y se sacó la barra de hierro
de detrás de la oreja con ánimo de asestarle un buen golpe, pero se lo impidió la
Bodhisattva, diciendo:
- Déjalo, Gran Sabio. Lo primero que tenemos que hacer es ir a buscar a tu maestro.
El Peregrino se dirigió directamente al salón de invitados, donde sus tres hermanos
seguían tumbados en el suelo y con la boca totalmente llena de espuma. Al verlos, el
Peregrino no pudo contener las lágrimas y preguntó, desesperado:
- ¿Qué puedo hacer?
- ¡No sigáis lamentándoos, por favor! - le urgió Pralamba -. Puesto que, por fin, me he
decidido a abandonar mi mansión, creo que ha llegado el momento de conseguir
también yo algún mérito. Aquí tengo tres pastillas que son un auténtico antídoto contra
el veneno que han tomado.
El Peregrino se inclinó, respetuoso. La Bodhisattva se sacó de entre las mangas un
papel lleno de agujeros, lo desenvolvió y seleccionó tres píldoras de un color rojo
intenso. En seguida se las confió al Peregrino, encargándole que metiera una en la boca
de cada monje. Le costó trabajo abrirles los dientes, pero consiguió hacerles tragar a
todos el remedio. La medicina no tardó en llegar a sus estómagos y, poco a poco,
empezaron a reaccionar. Pero no recobraron el conocimiento hasta que no hubieron
expulsado todo el veneno. Ba-Chie fue el primero que se incorporó, quejándose
lastimosamente:
- ¡Tengo unas ganas terribles de devolver!
- ¡Qué mareo! - exclamaron, por su parte, Tripitaka y el Bonzo Sha, abriendo los ojos -.
¿Qué ha ocurrido?
- Habéis sido envenenados con una taza de té ponzoñoso - explicó el Peregrino -.
Deberíais agradecer a la Bodhisattva Pralamba que os haya liberado de la muerte.
En seguida Tripitaka se puso de pie y se arregló las ropas lo mejor que pudo, antes de
darle las gracias.
- ¿Dónde está ese taoísta? - preguntó Ba-Chie -. Quiero interrogarle, para ver si
descubro por qué quería matarnos.
El Peregrino le contó entonces lo que habían hecho las arañas y él, lejos de calmarse, se
puso aún más furioso y concluyó:
- Si este tipo hizo realmente un pacto de hermandad con esas arpías, por fuerza también
tiene que ser él un monstruo.
- Está ahí fuera - dijo el Peregrino, señalando con la mano -, acurrucado contra la
puerta y haciéndose pasar por ciego.
Ba-Chie agarró el rastrillo y trató de ir a matarle, pero se lo impidió Pralamba,
diciendo:
- Tratad de calmaos, Mariscal de los Juncales Celestes. El Gran Sabio está al tanto de
que vivo completamente sola. Me gustaría llevarme a ese taoísta, para que se encargue
de guardarme la puerta.
- Es mucho lo que os debemos por la amabilidad que habéis mostrado con nosotros -
respondió el Peregrino -. Haced con él lo que queráis. Lo que sí desearíamos es que nos
permitierais ver la forma que le es habitual.
- No hay cosa más fácil que ésa - contestó Pralamba, dirigiéndose hacia donde estaba el
taoísta. Al llegar a su altura, le señaló con el dedo. Al instante se le desprendió del
cuerpo una especie de polvillo y se manifestó tal cual era: un enorme ciempiés de cerca
de siete metros de largo.
Pralamba lo cogió con un dedo y, montándose en una nube, se dirigió a toda prisa hacia
la Caverna de las Mil Flores.
- ¡Qué mujer más extraordinaria es esa Bodhisattva! - exclamó Ba-Chie, viéndola partir
-. ¿Cómo habrá podido dominar con tanta facilidad a una criatura tan peligrosa como
ésa?
- Le pregunté qué arma necesitaba para hacer frente a los rayos de esa bestia y me
contestó que le bastaba con una pequeña aguja de bordar, hecha con cierto producto que
crece en el interior de los ojos de su hijo - relató el Peregrino -. Extrañado, volví a
preguntarle por su identidad y me reveló que no era otro que la Estrella de Orion. Puesto
que éste es, en realidad, un gallo, deduzco que su madre debe de ser una gallina. Eso
explica que le haya dominado con tanta facilidad, pues no existe, en efecto, peor
enemigo de los ciempiés que los pollos.
Al oír eso, Tripitaka arreció en sus muestras de reconocimiento y respeto. A
continuación se puso de pie y ordenó a sus discípulos:
- Recoged todo y vamonos de aquí.
El Bonzo Sha encontró algo de arroz y un poco de grano y preparó con ello algo de
comer. Una vez recobradas las fuerzas, cogieron el equipaje y el caballo y salieron, de
nuevo, al camino. En cuanto hubieron traspuesto las puertas, el Peregrino volvió sobre
sus pasos e hizo un fuego en la cocina, que en muy poco tiempo terminó reduciendo el
templo a cenizas. De esta forma, gracias a la intervención de Pralamba, el monje Tang
recobró la vida, sometiéndose el Monstruo de las Muchas Pupilas a los imperativos de
la virtud.
No sabemos, de momento, qué es lo que aguardaba a los peregrinos a lo largo del
camino que aún les quedaba por recorrer. El que quiera averiguarlo deberá escuchar con
atención las explicaciones que se brindan en el siguiente capítulo.
CAPITULO LXXIV
Tanto los deseos como los sentimientos proceden de la misma fuente. Aunque es natural
poseerlos, deben renunciar a ellos los que han abrazado la pobreza y han aceptado los principios
del Zen. Es preciso que perseveren en ese camino de renuncia, si quieren mostrarse tan puros
como la luna brillando en lo alto del cielo. Cuanto más abundantes son los méritos adquiridos,
más cuidado debe ponerse en no cometer ningún error. Es necesario tener presente siempre que
únicamente la perfección absoluta proporciona la iluminación inmarcesible.
Decíamos que, una vez que hubieron rasgado la tela de araña de los deseos y hubieron
escapado de la prisión de los sentimientos, Tripitaka y sus discípulos prosiguieron su
camino hacia el Oeste, espoleando despreocupadamente al caballo. Pronto tocó a su fin
el verano y comenzó a sentirse la presencia del otoño. Un aire fresco hacía temblar a
veces los cuerpos, mientras las lluvias ponían definitivamente fin a los días calurosos y
las hojas de los árboles se iban tornando definitivamente pálidas. Por las noches las
luciérnagas se mostraban como puntitos de luz que salpicaban el sendero, al tiempo que
los grillos no dejaban de desgranar su monótono canto, enardecidos por la luminosidad
de la luna. Por las mañanas los pastos aparecían cubiertos de rocío, aunque la hierba era
cada vez más escasa y sólo resistían el rigor de los campos baldíos unos cuantos
hierbajos de colores rojizos. Los juncos eran los primeros en secarse, mientras las
cigarras lanzaban sus últimos cantos, preñados de una tristeza desoladora. Tripitaka vio
delante una montaña tan alta, que su cumbre parecía atravesar el vacío, llegando,
incluso, a tocar las estrellas y a detener la marcha del sol. Hondamente preocupado, se
volvió hacia Wu-Kung y dijo:
- ¿Has visto esa montaña de ahí delante? Es tan alta, que me pregunto si habrá alguna
forma de trasponerla.
- ¿Se puede saber de qué estáis hablando? - replicó el Peregrino -. Como muy bien
afirma el proverbio, "hasta las montañas más escarpadas poseen pasos y las aguas más
profundas, balsas que unen sus orillas". ¿Cómo no va a haber manera de cruzar esa mole
de piedras? Seguid caminando y no os preocupéis de más.
El maestro sonrió tranquilo y, espoleando al caballo, arremetió contra las primeras
estribaciones de obstáculo tan formidable. Llevaban recorridos unos cuantos kilómetros,
cuando se toparon con un anciano de cabello completamente cano y tan alborotado, que
parecía un puñado de hilos de plata sacudidos por el viento. Del cuello le colgaba una
especie de amuleto hecho con cuentas y se ayudaba, al caminar, de un bastón terminado
en una cabeza de dragón. Nada más ver a los peregrinos, levantó la voz y dijo:
- ¡Eh, el maestro que se dirige hacia el Oeste! ¡Es preciso que detengáis
inmediatamente vuestra cabalgadura! ¡No podéis seguir adelante! ¡En esta montaña hay
un grupo de diablos que devoran a todos los que osan pasar por ella!
Al oír eso, Tripitaka se puso pálido de miedo. Para entonces el camino se había tornado
muy irregular y los gritos del anciano le hicieron sentirse más inseguro todavía sobre la
silla. Tanto, que terminó cayéndose del caballo y se quedó tumbado sobre la hierba, sin
poder moverse y quejándose de una forma que movía, francamente, a compasión. El
Peregrino corrió hacia él y le dijo, al tiempo que le ayudaba a levantarse:
- No tengáis miedo. Aquí estoy yo para defenderos de lo que sea.
- ¿Es que no has oído lo que acaba de decir ese anciano? - replicó el maestro, alterado -.
En esta montaña hay un grupo de diablos que devoran a todos los que osan pasar por
ella. No me quedan fuerzas para ir a preguntarle algo más sobre tan espeluznante
asunto.
- Quedaos aquí sentado y no os preocupéis de nada - insistió el Peregrino -. De lo
demás me encargo yo.
- Pero tú tienes un aspecto horrible y tu forma de hablar es irrespetuosa en extremo -
afirmó el maestro, más preocupado todavía - ¦ Si se siente ofendido, es posible que no te
revele toda la verdad.
- Si es eso lo que os preocupa - contestó el Peregrino, soltando la carcajada -, me
convertiré en alguien más atractivo. Así no se negará a dirigirme la palabra.
- Déjame ver en qué te metamorfoseas - dijo el maestro, más sereno.
El Gran Sabio hizo un gesto mágico con los dedos y al punto se transformó en un
monje joven y de aspecto llamativamente cuidado. Poseía una cabeza bien torneada, un
rostro con el mentón varonil, unos ojos serenos y unas cejas de un tono claro. Sus gestos
no tenían nada que envidiar a los de un caballero refinado y su forma de hablar era
esmerada en extremo. Después de aflojarse un poco la túnica de seda, se llegó hasta el
monje Tang y le preguntó:
- ¿Os parece bien así, maestro?
- Perfectamente - contestó Tripitaka, entusiasmado.
- ¿Cómo no iba a parecemos bien, si, por mucho que lo intentáramos, jamás íbamos a
convertirnos en alguien tan atractivo como tú? - opinó Ba-Chie.
Satisfecho, el Gran Sabio se llegó hasta donde estaba el anciano e, inclinándose con
inesperado respeto, le saludó, diciendo:
- Os presento mis respetos, señor.
Al ver el anciano lo joven que era y lo agraciado que resultaba su rostro, el anciano se
quedó tan desconcertado, que le devolvió el saludo de una forma totalmente maquinal.
Después, dando al Peregrino unos golpecitos cariñosos en la cabeza, y sonriendo como
lo haría una muchacha, preguntó:
- ¿De dónde venís?
- De los dominios del Gran Emperador de los Tang - contestó el Peregrino -, en las
Tierras del Este, y vamos de camino hacia el Paraíso Occidental en busca de escrituras
sagradas. Al oíros gritar eso de que por aquí cerca había monstruos, mi maestro se
asustó y me ha encargado que viniera a preguntaros quiénes son realmente esos
demonios que se dedican a devorar caminantes. Decídmelo sin tardanza, para que pueda
expulsarlos cuanto antes de aquí.
- Eres tan joven, que no sabes ni lo que dices - exclamó el anciano, soltando la
carcajada -. Eso explica que hables de una forma tan fanfarrona. Los poderes mágicos
de esos diablos son extraordinarios. ¿Qué te hace afirmar tan a la ligera que puedes
expulsarlos de este lugar?
- Por vuestra forma de hablar, deduzco que, lejos de temerlos, sois su protector - replicó
el Peregrino, riéndose también -. Por fuerza tenéis que ser familia suya o, al menos, uno
de sus vecinos más cercanos. De lo contrario, no me explico cómo alabáis su
inteligencia, engrandecéis sus virtudes y os negáis a revelarme todo lo que sepáis sobre
su pasado.
- Se nota que no os falta labia - respondió el anciano, sacudiendo la cabeza sin dejar de
sonreír -. Está claro que habéis seguido a vuestro maestro a lo largo de muchos caminos
y eso os ha hecho aprender algo de magia; lo suficiente para obligar a un fantasma a
aparecer o para detener a algún que otro espíritu. Es posible que sepáis, incluso, arrojar
de una casa a los diablos que la habitan, pero dudo que podáis hacer frente a unos
demonios tan formidables.
- ¿Son realmente tan poderosos como parecéis indicar? - preguntó, una vez más, el
Peregrino.
- Juzgadlo por vos mismo - contestó el anciano -. No tienen nada más que escribir una
carta al Espíritu de la Montaña, para que acudan en su ayuda los quinientos arhats. Por
si eso no bastara, con unas cuantas líneas que hagan llegar al Palacio Celeste,
inmediatamente se pondrán en movimiento los Once Grandes Planetas. Por algo se
cuentan entre sus amigos los dragones de los Cuatro Océanos y los Inmortales de las
Ocho Cavernas los honran con sus frecuentes visitas. Hasta los Diez Reyes del Mundo
Inferior los consideran hermanos suyos, cosa que también hacen, aunque con un respeto
mayor, los dioses de todos los monasterios y ciudades.
El Gran Sabio se las vio y se las deseó para no lanzar la carcajada. Sin poderlo resistir,
tiró al anciano de la manga y dijo:
- Deja de contarme cosas raras, por favor. Si fueran mis sirvientes, o gozaran de mi
amistad, o hubieran sellado conmigo un pacto de hermandad, a lo mejor valía la pena
tomarlos en consideración. Con lo que me has dicho no es suficiente. Ten presente lo
siguiente: en cuanto me vean aparecer, se marcharán de aquí esta misma noche. No
esperarán a mañana, te lo aseguro.
- ¡Estás mal de la cabeza! - se burló el anciano -. ¿A qué viene, además, mostrarte tan
poco respetuoso con los dioses y los inmortales? ¿Desde cuándo sirven a un mocoso
como tú, como sí fueras su señor?
- A decir verdad - contestó el Peregrino, sonriendo -, soy originario de la Caverna de la
Cortina de Agua, que se halla enclavada en la Montaña de las Flores y Frutos, en el
continente de Ao-Lai. Me llamo Wu-Kung y pertenezco a la familia de los Sun. Hace
algunos años yo mismo era un monstruo, que realizó ciertas hazañas que aún se
recuerdan con estupor. Durante una de las muchas fiestas que celebré bebí más de la
cuenta y terminé perdiendo el conocimiento. Soñé entonces que dos hombres me
llevaban a la Región de las Sombras, cosa que me hizo perder los estribos de tal manera,
que golpeé con mi barra de los extremos de oro a uno de los jueces de ultratumba. El
mismo rey Yama no sabía dónde meterse, porque casi destruyo el Palacio de las
Tinieblas. Temblando de pies a cabeza, los jueces ordenaron traer unos rollos de papel y
los Diez Reyes del Mundo Inferior ratificaron con sus firmas su promesa de que, si
renunciaba a golpearlos, se comprometían a servirme como criados.
- ¡Por Amitabha! - exclamó el anciano, escandalizado -. ¡Este monje jamás llegará a
viejo! ¡Menuda forma de hablar la suya!
- Me temo que ya soy lo suficientemente viejo - contestó el Peregrino.
- ¿De verdad? - replicó, burlón, el anciano -. ¿Cuántos años tienes, si es que puede
saberse?
- Calcula, a ver si aciertas - respondió el Peregrino.
- ¿Qué sé yo? - dijo el anciano -. Quizás no más de siete u ocho 1.
- Te has equivocado - exclamó el Peregrino -, porque, en realidad, tengo siete u ocho
veces diez mil años. Si no te importa, puedo mostrarme tal cual soy. Lo único que te
pido es que no te asustes ni lo tomes a mal.
- ¡No me digas que tienes otra cara! - exclamó, a su vez, el anciano.
- Me temo que no sólo una, sino setenta y dos - le corrigió el Peregrino.
El anciano era extremadamente impaciente y urgió al Gran Sabio, para que le dejara ver
su auténtico rostro. Ni corto ni perezoso, el Peregrino se pasó la mano por la cara y,
sacudiéndola ligeramente, recobró la forma que le era habitual. Con sus mejillas
hundidas, sus protuberantes labios, sus nalgas peladas y a medio cubrir por una piel de
tigre, y su espléndida barra de los extremos de oro en las manos parecía la imagen
viviente de un dios del trueno dispuesto a descargar un golpe. Al verle, el anciano
perdió el color de la cara y las piernas se negaron a obedecerle. Incapaz de seguir
manteniéndose en pie, se dejó caer al suelo y, por mucho que lo intentó, no consiguió
levantarse.
- No tengáis miedo, respetable anciano - trató de tranquilizarle el Gran Sabio,
acercándose a él -. Es posible que sea muy feo, pero poseo un corazón realmente noble.
Además, os estoy muy agradecido, Por habernos alertado sobre esos diablos. Si queréis
que mi gratitud sea completa, debéis contarme todo lo que sepáis sobre ellos.
El anciano estaba tan asustado, que no podía articular palabra alguna. Por si eso fuera
poco, se hizo pasar por sordo y se negó de plano a responder nada más. Al ver que no
había manera de hacerle hablar, el Peregrino regresó por donde había venido.
- ¿Has vuelto ya? - le preguntó el maestro -. ¿Has conseguido averiguar lo que querías?
- En realidad, no es tan seria la cosa como parecía - contestó el Peregrino, sonriendo -.
Es verdad que por aquí cerca hay un grupo de monstruos, pero las gentes de estos
contornos son muy tímidas y se preocupan en exceso por ellos. Os digo que no hay por
qué preocuparse. Además, estoy yo aquí, ¿no?
- ¿Has averiguado cómo se llama esta montaña, cuál es el nombre de la caverna,
cuántos monstruos habitan en ella y qué camino es el más corto para llegar al
Monasterio del Trueno?
- No os enfadéis por lo que voy a deciros - intervino, entonces, Ba-Chie -, pero ni
siquiera nosotros somos capaces de aventajar a Wu-Kung en eso de las metamorfosis, o
en jugar al escondite, o en engañar, simplemente, a la gente. Lo suyo es la burla y la
falta absoluta de seriedad. Cuando se trata, sin embargo, de algo recto y sincero, no hay
quien pueda compararse conmigo.
- Tienes razón - reconoció el monje Tang -. Tú eres mucho más honesto que él.
- No comprendo cómo se las arregla - añadió Ba-Chie, más animado -, el caso es que
siempre se preocupa de la cabeza y se olvida por completo de la cola. Ya habéis visto lo
que ha hecho con ese anciano. Le ha hecho unas pocas preguntas y se ha vuelto en
seguida para acá. Creo que sería conveniente que fuera también yo a echar un vistazo.
- Está bien, Wu - Neng - concedió Tripitaka -, pero ten cuidado.
Loco de contento, el Idiota se metió el rastrillo por el cinturón y, arremangándose la
túnica, comenzó a ascender por la ladera de la montaña, gritando a voz en grito:
- ¿Dónde os habéis metido, anciano? Deseo presentaros mis respetos.
Después de marcharse el Peregrino, el anciano se las arregló, por fin, para levantarse
del suelo con ayuda del báculo, aunque seguía temblando como una hoja de bambú a
merced del viento. Se disponía a marcharse, cuando oyó la voz de Ba-Chie y volvió
inconscientemente la cabeza. Lo que vio terminó arrancándole del cuerpo las pocas
fuerzas que aún le quedaban.
- ¡Santo cielo! - exclamó, desalentado -. ¿Qué he hecho yo para tener que soportar esta
pesadilla de monstruos? El monje que acaba de irse era feo, pero, por lo menos, tenía
algo en el rostro que recordaba a un hombre. Éste, por el contrario, posee una boca
realmente horrible, unas orejas tan grandes como abanicos de palma, un rostro que
recuerda una plancha de acero y un cuello cubierto totalmente de cerdas. ¿Quién puede
afirmar que eso sea un hombre?
- Está visto que os encanta sacar defectos a la gente - dijo Ba-Chie, sonriendo -. De
todas formas, deberíais mirarme con mejores ojos, porque, aunque soy un poco feo,
poseo unas cualidades extraordinarias. Para que no os asustéis, voy a tomar un aspecto
un poco más agradable.
Al oírle hablar de esa forma, el anciano se tranquilizó un poco y le preguntó por pura
cortesía:
- ¿De dónde sois?
- Me llamo Wu - Neng Ba-Chie y soy el segundo discípulo del monje Tang - contestó
el Idiota -. El monje con el que os habéis entrevistado hace un momento era mi hermano
el Peregrino Wu-Kung. Por cierto, mi maestro se ha enfadado mucho con él por haberos
asustado y no haber obtenido la información que había venido a buscar. Ése es el
motivo de que me haya enviado a mí a haceros esas mismas preguntas. Mi maestro
desearía saber en concreto cómo se llama esta montaña, cuál es el nombre de la caverna,
cuántos monstruos habitan en ella y qué camino es el más corto para llegar al Oeste. Os
estaríamos extremadamente agradecidos, si nos aclararais esos puntos.
- ¿De verdad no queréis nada más de mí? - replicó el anciano, sorprendido.
- Jamás en mi vida he hablado con mayor sinceridad - confesó Ba-Chie.
- ¿No te estás burlando de mí, como hizo el otro monje? - insistió el anciano.
- Os juro que él y yo no nos parecemos en nada - afirmó Ba-Chie.
Más tranquilo, el anciano se apoyó sobre su cayado y manifestó:
- Ésta es la Cordillera del Camello - León y tiene una longitud que supera los mil
seiscientos kilómetros. En ella se encuentra la caverna del mismo nombre, en la que
habitan tres diablos con unos poderes realmente extraordinarios.
- Creo que os habéis precipitado un poco - opinó Ba-Chie -. Son sólo tres diablos y ¿os
habéis tomado la molestia de venir a precavernos contra ellos?
- ¿No tienes miedo a los demonios? - inquirió el anciano, sorprendido.
- A decir verdad - contestó Ba-Chie con visible suficiencia -, mi hermano mayor matará
a uno con su barra de hierro, yo haré otro tanto con mi rastrillo y el menor de entre
nosotros dará cuenta del tercero con su báculo. En cuanto hayamos acabado con ellos, el
maestro no tendrá ninguna dificultad en atravesar la cordillera. ¿No os parece?
- Se nota que no conocéis los poderes de esos tres demonios - replicó el anciano,
sonriendo -. Además, tienen un destacamento de cinco mil diablillos apostados en las
cumbres del sur y otros cinco mil en las del norte. Por si eso no bastara, disponen de
diez mil soldados en el camino que conduce hacia el este y diez mil más en el que lleva
directamente hacia el oeste. A ellos hay que añadir los cinco mil que se hallan
constantemente de patrulla y los cinco mil que protegen la entrada de la caverna, los
cuales suman un total de diez mil más. No cuento, por supuesto, a las fuerzas de apoyo,
que se encargan de provocar incendios y de desmoralizar a la retaguardia enemiga.
Todos sus efectivos totalizan, pues, un ejército de cuarenta y siete o cuarenta y ocho mil
diablillos, provistos de una placa con su nombre y especializados en devorar a todos los
hombres que cometen la osadía de pasar por aquí.
El Idiota no quiso escuchar más. Temblando de pies a cabeza, corrió por donde había
venido. Al llegar a la altura del monje Tang, en vez de informarle de cuanto acababa de
oír, tiró a un lado el rastrillo y se puso a mear.
- ¿Se puede saber por qué, en vez de contarnos lo que tengas que decirnos, te pones a
hacer tus necesidades? - le regañó el Peregrino.
- Tengo tanto miedo, que creo que también voy a cagarme - contestó Ba-Chie -. ¿Para
qué perder el tiempo en charlas inútiles? Lo mejor que podemos hacer es huir, ahora que
aún estamos a tiempo.
- ¡Eres idiota en extremo! - le regañó el Peregrino -. Que yo sepa, nadie se asusta
cuando va a preguntar algo. ¿Cómo es que tú te has puesto tan nervioso?
- ¿Qué es lo que has logrado averiguar? - inquirió el maestro.
- Ese anciano - explicó Ba-Chie - me ha dicho que ésta es la Cordillera del Camello -
León, en la que se halla enclavada la caverna del mismo nombre. En ella moran tres
demonios, que tienen a sus órdenes un ejército de más de cuarenta y ocho mil diablillos,
todos ellos especializados en devorar carne humana. Eso quiere decir que, en cuanto
pongamos un pie en sus dominios, nos convertiremos en alimento para ellos. Así que
opino que lo mejor es que demos por terminado aquí nuestro viaje.
- ¿Qué podemos hacer, Wu-Kung? - preguntó el maestro, temblando de pies a cabeza y
con los pelos totalmente de punta.
- Dejad de preocuparos, de una vez, maestro - le aconsejó el Peregrino -. Eso no es
nada para nosotros. Es posible que más adelante haya unos cuantos monstruos, pero,
como acabo de deciros, las gentes de esta región son bastante timoratas y se asustan con
esos rumores que hablan de diablillos feroces y de ejércitos incontables de demonios.
Además, me tenéis a mí a vuestro lado.
- No deberíais hablar así - le respondió Ba-Chie -. También yo poseo unos cuantos
poderes mágicos y la verdad no deja de meterme miedo. Tú sabes bien que no se trata
de un simple rumor. Tanto la montaña como el valle están infestados de diablillos. ¡Es
inútil que sigamos adelante!
- ¡Ese rostro y esa forma de hablar sólo la tienen los idiotas! - se burló el Peregrino,
soltando la carcajada -. Cuesta trabajo creer que te asustes de esa forma por nada. Si,
como dices, la montaña y el valle están plagados de demonios, volveré contra ellos mi
barra de hierro y los exterminaré antes de que haya transcurrido la mitad de la noche.
- ¡Debería darte vergüenza hablar así! - le regañó Ba-Chie -. ¿Cómo vas a terminar con
ellos tan pronto, si se necesitarían siete u ocho días, por lo menos, para reunirlos a todos
en un mismo lugar?
- ¿Cómo piensas que voy a exterminarlos? - replicó el Peregrino.
- Suponte, además - continuó diciendo Ba-Chie -, que logras agarrarlos a todos y,
después de inmovilizarlos con tu magia, los vas matando poco a poco. ¡Ni aun entonces
tendrás bastante con una noche!
- ¿De dónde has sacado que, para matarlos, necesito atraparlos primero? - objetó el
Peregrino -. Sabes bien que, con que agite ligeramente la barra de hierro y grite
"¡crece!", adquirirá una longitud de más de ochocientos metros. Lo mismo ocurrirá con
su grosor. Me bastará con sacudirla una sola vez y con ordenarle que aumente de
tamaño, para que su circunferencia alcance los dos metros y medio de diámetro. La
giraré, entonces, hacia el sur y los cinco mi diablillos que se hallan apostados allí
morirán aplastados. La moveré después hacia el norte y los cinco mil de esa zona
correrán idéntica suerte. Lo mismo les ocurrirá a los del este y a los del oeste. ¿A quién
puede preocuparle que sean cuarenta o cincuenta mil los que terminen convertidos en
una masa sanguinolenta de carne informe?
- Cualquiera que te oiga hablar - se burló Ba-Chie -, pensará que estás preparando la
masa para hacer tallarines. Eso sin contar con que habrás terminado con ellos antes de la
segunda vigilia.
- ¿Cómo podéis tener miedo con los poderes tan maravillosos que posee nuestro
hermano mayor? - concluyó el Bonzo Sha, volviéndose, sonriendo, hacia el maestro -.
Volved a montar y prosigamos, cuanto antes, nuestro camino.
Al oírlos hablar de aquella forma, al monje Tang no le quedó más remedio que
tranquilizarse y hacer lo que se le ordenaba. Cuando llegaron al punto en el que habían
visto al anciano, comprobaron, sorprendidos, que había desaparecido. Eso hizo
reflexionar al Bonzo Sha:
- Por fuerza tenía que tratarse de un monstruo, que exageró aposta el poder de esos
diablos, para asustarnos más de lo que ya estábamos.
- ¿Qué te ha hecho llegar tan rápidamente a esa conclusión? - objetó el Peregrino -. Voy
a echar un vistazo, a ver qué ocurre.
De un salto se llegó hasta la cumbre de la montaña, pero, aunque miró en todas las
direcciones, no consiguió ver a nadie. No obstante, percibió en el aire ciertas
vibraciones multicolores y, montando en una nube, se lanzó en la dirección en que
parecían ser más intensas. No tardó en descubrir que se trataba de la Estrella de Oro del
Planeta Venus. Inmediatamente se lanzó sobre él y, agarrándole con las dos manos, le
regañó, usando el nombre con que solían llamarle los dioses:
- ¡Qué picarón estás hecho, Larga Vida Li! Si tenías algo que decirme, podías haberlo
hecho con toda claridad. ¿A qué viene eso de hacerte pasar por un anciano para
confundirme?
- Lamento no haber podido hablar con más claridad, Gran Sabio - se disculpó la
Estrella de Oro, después de saludarle con el respeto que era en él habitual -. Perdonad
mi falta de claridad, pero es preciso que tengáis en cuenta que los poderes de esos
monstruos son, en verdad, extraordinarios. Sólo si empleáis a fondo vuestros poderes
metamórficos y vuestra portentosa inteligencia, conseguiréis seguir adelante. Pero, si os
descuidáis y bajáis la guardia, os resultará extremadamente difícil continuar el viaje.
- Os agradezco vuestro interés - contestó el Peregrino -. De todas formas, si tan difícil
es atravesar estos parajes, lo mejor que podéis hacer es ir a las Regiones Superiores a
pedir al Emperador de Jade que ponga a mi disposición algún destacamento de soldados
celestes.
- Contad con ellos - respondió la Estrella de Oro -. En cuanto haya presentado vuestra
petición, tendréis a vuestras enteras órdenes a cien mil guerreros de los cielos.
El Peregrino se despidió, entonces, de la Estrella de Oro y, dejándose caer de lo alto,
informó a Tripitaka:
- Ese anciano que nos advirtió del peligro no es otro que la Estrella de Oro del Planeta
Venus.
- Trata de darle alcance y pregúntale si existe algún otro camino - pidió Tripitaka,
juntando las manos a la altura del pecho.
- Me temo que no hay ningún atajo - respondió el Peregrino -. Esta cordillera tiene, de
hecho, una longitud de más de mil seiscientos kilómetros. ¿Cómo vamos a tomar un
atajo, si ni siquiera sé lo que mide de ancho?
- ¡Qué difícil es alcanzar nuestro destino! - exclamó Tripitaka, abandonándose al llanto
-. ¿Cómo voy a conseguir así presentar mis respetos a Buda?
- Dejad de llorar, por favor - le urgió el Peregrino -. En cuanto cedéis a las lágrimas, os
convertís en una persona sin decisión. Es probable que lo que nos ha dicho no sea
auténtico del todo. A veces se suele hablar de ese modo para alertar a nuestro
interlocutor. Como muy bien afirma el proverbio, "entre contar y exagerar no existe la
menor diferencia". Desmontad del caballo y sentaos a descansar un momento.
- ¿Sobre qué vamos a discutir? - preguntó Ba-Chie.
- Sobre nada - contestó el Peregrino -. Tú quédate aquí cuidando del maestro. El Bonzo
Sha que se haga cargo del caballo y el equipaje. Yo, por mi parte, voy a adentrarme en
la cordillera a ver si consigo averiguar cuántos monstruos hay exactamente. Para ello,
trataré de atrapar alguno. Si es preciso, le obligaré a hacer una confesión completa y a
redactar una lista con los nombres de todos los que recuerde. No me será, así, difícil
ordenarles que se replieguen sobre la caverna Y que no traten, bajo ningún concepto, de
obstaculizar nuestro viaje. Es preciso que dejen expedito el camino y que el maestro
transite por él con la tranquilidad que exige un hombre de su talla. Así sabréis lo
poderoso que realmente soy.
- Ten cuidado - fue lo único que se le ocurrió decir al Bonzo Sha.
- ¡De poco valen las reconvenciones! - exclamó el Peregrino, soltando la carcajada -.
En cuanto llegue allá arriba, abriré, si es preciso, un sendero tan ancho como el Gran
Océano Oriental y horadaré un túnel en la montaña, aunque todas sus rocas sean de
hierro puro.
No había acabado de decirlo, cuando, de un salto, se llegó hasta la cumbre. Para ver
mejor, apartó con las manos unas cuantas enredaderas y parras silvestres, pero no logró
descubrir el menor rastro de presencia humana. Eso le movió a decir en voz alta:
- Creo que he cometido un grave error, dejando marchar a ese vejestorio de la Estrella
de Oro. Estoy seguro de que no le guiaba otra intención que asustarme. Si
verdaderamente hubiera por aquí algún monstruo, ya habría salido de su escondite a
domar el viento, o a arrojar su lanza, o a practicar un poco las artes marciales. ¿Cómo es
que no se oye ni un solo...?
No pudo terminar la frase. En ese mismo momento escuchó al otro lado de la montaña
el desagradable sonsonete de unas tablillas de madera. Se volvió a toda prisa y
descubrió a un diablillo con un estandarte al hombro en el que aparecía escrita la
palabra "mando". Llevaba ceñido el cuerpo con un cinturón de cuero y golpeaba sin
cesar una especie de gong de madera, mientras se desplazaba a toda velocidad de norte a
sur. El Peregrino le estudió con atención y calculó que debía de tener cerca de cuatro
metros de altura. Sonriendo, se dijo, complacido:
- Debe de tratarse de un correo. Lo mejor será que me acerque a él y descubra qué es lo
que va murmurando.
No había acabado de pensarlo, cuando hizo un signo mágico con los dedos y, después
de sacudir ligeramente el cuerpo y de recitar el correspondiente conjuro, se transformó
en una mosca. No le fue, así, difícil ponerse a la altura del diablillo y posarse
suavemente sobre su gorro, para oír mejor lo que iba hablando. En cuanto hubo entrado
en el camino principal, sin dejar en ningún momento de golpear los trozos de madera,
murmuró mecánicamente, como si se tratara de una lección aprendida:
- Los que nos encontramos de patrulla por la montaña, debemos extremar todas las
precauciones contra ese tal Peregrino Sun, pues es capaz de metamorfosearse en una
simple mosca.
- Por fuerza tiene que haberme visto - se dijo el Peregrino, vivamente impresionado -.
¿Cómo iba a haber averiguado, si no, mi nombre y que tengo el poder de convertirme en
un insecto?
Pero el diablillo no le había visto. Simplemente estaba repitiendo lo que había oído
comentar a los monstruos. El Peregrino, por supuesto, no lo sabía. Sospechando que le
había descubierto, se dispuso en seguida a acabar con él, pero, antes de asestar el golpe,
se dijo:
- Si no recuerdo mal, la Estrella de Oro reveló a Ba-Chie que había tres demonios
principales y alrededor de cuarenta y siete o cuarenta y ocho mil diablillos de menor
importancia. Si todos son como éste, lo mismo da que sean cuarenta u ochenta mil. Lo
que de verdad corre prisa ahora es averiguar la clase de poderes que poseen esos tres
monstruos. Creo que, antes de que acabe con éste, debería hacerle unas cuantas
preguntas.
En seguida abandonó el sombrero del mensajero y fue a posarse sobre un árbol, para
que el diablillo se adelantara unos cuantos pasos. Tras convertirse en su copia exacta,
empezó a correr tras él, haciendo sonar los mismos trozos de madera y musitando
exactamente las mismas palabras. La única diferencia estribaba en que era unos cuantos
centímetros más alto. Antes de llegar a su altura, levantó la voz y dijo:
- ¡Eh, tú, el de ahí delante! ¿Te importaría esperarme?
- ¿Se puede saber de dónde eres? - preguntó el diablillo, volviendo la cabeza.
- ¿Cómo que de dónde soy? - replicó el Peregrino, sonriendo -. ¿Es que ya no
reconoces a los de tu propia familia?
- Lo siento mucho, pero tú no perteneces a mi familia - contestó el diablillo.
- ¿Te has vuelto loco? - le regañó el Peregrino -. Mírame bien.
- ¿Qué quieres que te diga? - insistió el diablillo -. Tu cara no me resulta conocida.
- Ya lo sé - confirmó el Peregrino -. Me has visto muy pocas veces, porque pertenezco
al grupo de los que provocan incendios y tienden trampas.
- ¡No, no! ¡No es verdad! - respondió el diablillo, sacudiendo nerviosamente la cabeza -
. Ninguno de los que se encargan de esos menesteres tiene la boca tan puntiaguda.
- ¡Así que es eso! - se dijo el Peregrino -. Tengo el morro demasiado picudo. Bien. Eso
tiene fácil arreglo - y, agachando la cabeza, se frotó la boca, como quien no quiere la
cosa, y añadió en voz alta -. Pero ¿qué dices? ¿Quién tiene la boca puntiaguda?
El defecto había desaparecido por completo, pero el diablillo insistió:
- Ahora está bien, pero hace un momento la tenías picuda. ¿Qué has hecho para
cambiártela con tanta rapidez? ¡Ha sido un truco!, no me cabe la menor duda. ¡Tú no
eres de los nuestros! Si lo fueras, te habría visto alguna vez. ¡Todo esto está resultando
demasiado sospechoso! Además, nuestros señores no se andan con componendas: los
que se encargan del fuego no hacen otra cosa, lo mismo que los que recorren la montaña
de arriba abajo. ¡Es imposible que a uno que provoca incendios se le confíe otra misión!
Afortunadamente, el Peregrino poseía una lengua muy rápida y respondió:
- Se ve que todavía no te has enterado de que he ascendido de categoría, al ver nuestros
amos lo bien que me ocupaba de las llamas. Han sido ellos precisamente los que me han
pedido que salga a patrullar la montaña.
- De acuerdo - concedió el diablillo -. En total son diez los grupos encargados de
recorrer de arriba abajo el territorio y cada uno de ellos está formado por cuarenta
miembros de todas las edades. Para evitar confusiones de rango o identidad, nuestros
señores nos han facilitado unas placas en las que figuran todos esos datos. ¿Te
importaría enseñarme la tuya?
El Peregrino había logrado reproducir únicamente la parte del diablillo que aparecía
visible, es decir, su forma de vestir, la manera de comportarse y de hablar, etc. Como no
había visto ninguna de esas placas, no sabía exactamente cómo eran. Pero, en vez de
reconocer que no la tenía, dio la vuelta a la pregunta y dijo:
- Oye, oye. ¿No te parece que estás desconfiando demasiado de mí? ¡Por supuesto que
tengo una placa y, además, nuevecita! ¿Por qué no me enseñas tú la tuya y terminamos,
de una vez, con el jueguecito?
Si percatarse que se trataba de una trampa, el diablillo se metió la mano por el pecho y
sacó una placa laqueada de color dorado, que llevaba sujeta con una cinta de algodón.
En el anverso aparecía grabada una inscripción, que decía: "Al servicio de todos los
diablos". En el reverso, por el contrario, podía leerse con claridad: "Pequeño Cortador
de Viento". Eso le hizo pensar:
- Eso quiere decir que a todos los encargados de patrullar la montaña se les llama
Cortadores de Viento. De acuerdo, de acuerdo - añadió en voz alta -. Abróchate la
camisa y mira, si quieres, mi placa.
Mientras el diablillo se ajustaba las ropas, el Peregrino giró ligeramente la cabeza hacia
un lado y, arrancándose un pelo de la punta del rabo, susurró sobre él, al tiempo que lo
rociaba con una bocanada de aire sagrado:
- ¡Transfórmate! - y al instante se convirtió en una réplica de la placa que acababa de
mostrarle el diablillo. Lo único que las diferenciaba era la inscripción. La del Peregrino,
en efecto, rezaba: "Jefe de los Cortadores de Viento". En cuanto el demonio la vio,
frunció el ceño, desconfiado, y preguntó:
- ¿Cómo puedes llamarte "Jefe de los Cortadores de Viento", cuando todos los
exploradores recibimos, sin excepción, el nombre de "Cortadores de Viento"?
A pesar de la rapidez con la que actuaba, el Peregrino siempre calibraba las
consecuencias de lo que decía, dejándose guiar en todo momento por la astucia. Por eso,
añadió en tono burlón:
- ¡Qué memoria más pobre tienes! ¿No acabo de decirte que, al ver lo bien que
provocaba incendios, nuestros señores me han nombrado comandante de todos los que
recorren en patrullas la montaña? Eso explica que me hayan dado esta placa con mi
nombre nuevo, que, como acabas de leer, no es otro que "Jefe de los Cortadores de
Viento". Por cierto, soy responsable del grupo al que perteneces tú.
Al oírlo, el diablillo se inclinó a toda prisa y balbuceó, indeciso:
- Espero no haberos ofendido con mis dudas, capitán. Disculpad mi ignorancia, pero la
verdad es que la tropa apenas tiene contacto con sus mandos. Eso explica que no os
haya reconocido.
- No tiene importancia - le disculpó el Peregrino, devolviéndole el saludo -. Lo que sí
quisiera es que cada uno de vosotros me hiciera, como gesto de buena voluntad, un
regalo de cinco onzas de plata.
- ¿A qué viene tanta prisa, capitán? - replicó el diablillo -. Os las daré, cuando haya
conectado con el resto del grupo, que, como sabéis, se halla destacado en la porción sur
de la cordillera. Creo que sería aconsejable que os entregáramos el dinero todos a la vez.
- En ese caso - concluyó el Peregrino -, lo mejor será que vaya contigo.
Encogiéndose de hombros, el diablillo abrió la marcha, mientras el Gran Sabio le
seguía unos pasos atrás. Al cabo de unos cuantos kilómetros se toparon con un pico
"pincel de escribir", llamado así porque, a pesar de poseer una altura que oscilaba entre
los ciento veinte y los ciento cincuenta metros, era totalmente recto y daba la impresión
de ser el pincel de un calígrafo colgado de una punta. En cuanto hubo llegado a la
cumbre, el Peregrino subió, con ayuda de su rabo, al punto más alto y ordenó a todos los
diablillos:
- ¡Venid aquí, Cortadores de Viento!
- ¡A vuestras órdenes, capitán! - respondieron ellos, cumpliendo al instante sus órdenes
e inclinando la cabeza con inesperado respeto.
- ¿Sabéis por qué nuestros soberanos me han enviado hasta aquí? - preguntó el
Peregrino en el mismo tono marcial que antes.
- No - contestaron los diablillos.
- Como sabéis - explicó el Peregrino -, nuestros soberanos desean devorar al monje
Tang, pero les intranquilizan los vastísimos poderes mágicos del Peregrino Sun. Según
ellos, domina a la perfección el arte de la metamorfosis y temen que pueda
transformarse en un Pequeño Cortador de Viento, con el ánimo de infiltrarse en nuestras
filas y poner al descubierto todos nuestros planes. Ésa es la razón por la que me han
nombrado Jefe de los Cortadores de Viento, ordenándome, al mismo tiempo, que abra
una investigación, para ver si hay algún elemento extraño entre vosotros.
- ¡Todos somos auténticos, capitán! - gritaron a coro los Cortadores de Viento allí
reunidos.
- En ese caso - agregó el Peregrino -, ¿quién puede decirme qué clase de poderes
poseen nuestros soberanos?
- ¡Yo, señor! - contestó uno de los Cortadores de Viento.
- Bien - concluyó el Peregrino -. Enuméralos inmediatamente. Si lo haces con la
corrección debida, sabremos que eres auténtico. Si, por el contrario, cometes la más leve
equivocación, te habrás delatado tú mismo y serás conducido ante los soberanos, para
que te apliquen el castigo que consideren más oportuno.
Al verle sentado de aquella forma en el punto más alto de la cumbre, adornado con
todos los símbolos de la autoridad, el Pequeño Cortador de Viento se sintió intimidado
de pronto y balbuceó, indeciso:
- El mayor de nuestros soberanos posee unos poderes mágicos tan extensos y una
capacidad tan extraordinaria, que en cierta ocasión se tragó de un solo golpe a más de
cien mil soldados celestes.
. - ¡Eres un impostor! - bramó el Peregrino, al oírlo.
- ¡Soy auténtico, capitán! - protestó, aterrado, el Pequeño Cortador de Aire -. ¿Cómo
podéis decir una cosa así?
- Si lo fueras - replicó el Peregrino -, no habrías afirmado una barbaridad como ésa.
¿Qué altura tiene el mayor de nuestros soberanos, para tragarse, como si nada, a más de
cien mil soldados celestes?
- Me extraña que el capitán no sepa que nuestro soberano posee tales capacidades
metamórficas, que lo mismo puede tocar el Palacio Celeste que convertirse en la más
diminuta de las semillas - se defendió el Pequeño Cortador de Viento -. En cierta
ocasión Wang-Mu-Niang-Niang se olvidó de enviarle la invitación para el Festival de
los Melocotones Sagrados y eso le puso tan furioso, que terminó declarando la guerra a
los Cielos. El Emperador de Jade envió contra él a cien mil soldados celestes, pero, lejos
de amedrentarse, nuestro soberano echó mano de sus portentosos poderes metamórficos
y consiguió que su boca adquiriera el tamaño de las puertas de una ciudad. Al verle
cargar contra ellos, los guerreros celestes cayeron presa del pánico y cerraron
fuertemente la Puerta Sur de los Cielos, sin atreverse a dar la batalla. Eso es lo que he
querido decir con eso de que, de un solo golpe, se tragó en cierta ocasión a más de cien
mil soldados de lo alto.
- Si es verdad eso - se dijo el Peregrino, sonriendo -, también yo soy capaz de hacer una
hazaña semejante. ¡Eso está mejor! - añadió en voz alta, para alivio del que acababa de
hablar -. ¿Quién puede decirme las capacidades que adornan a nuestro segundo
soberano?
- Su altura alcanza casi los cien metros - contestó otro Pequeño Cortador de Viento -,
posee unas cejas que recuerdan un gusano de seda, unos ojos de fénix, una armoniosa
voz de mujer y unos dientes tan largos como remos. Su nariz, por el contrario, hace
pensar, más bien, en un dragón. Cuando se enfrenta con alguien, lo único que tiene que
hacer para derrotarle es enroscársela alrededor del cuerpo, como si fuera una serpiente.
Es seguro que, aunque esté hecho de hierro o de acero, perecerá en un abrir y cerrar de
ojos.
- Tampoco resultará muy difícil de capturar un monstruo con una trompa como ésa -
volvió a decirse el Peregrino con cierta satisfacción. Levantó después la voz y preguntó,
una vez más: - ¿De qué extraordinarios poderes se jacta nuestro tercer soberano?
- En realidad - contestó en seguida otro de los Pequeños Cortadores de Viento -, no se
trata de un monstruo de este mundo mortal, como muy bien da a entender su propio
nombre: Masa de Nubes de Treinta Mil Kilómetros. Al moverse, agita los vientos y
embravece los mares. No en balde, domina el norte y rige el sur con puños de acero. Por
si eso fuera poco, posee un arma terrible, llamado el jarrón de la doble fuerza del yin y
el yang. El que tenga la desgracia de caer en su interior se transformará en una masa
pastosa, antes de que hayan transcurrido tres cuartos de hora.
Al oír eso, el Peregrino sintió un escalofrío y se dijo, una vez más:
- Ese monstruo no me mete ningún miedo, pero es conveniente que tome ciertas
precauciones contra ese jarrón. Por lo que veo - añadió, levantando la voz -, estáis tan
bien informados de los poderes de nuestros soberanos como yo mismo. Sin embargo,
¿quién de ellos desea con más ardor devorar al monje Tang?
- ¡¿Queréis decir que no lo sabéis, capitán?! - exclamó, sorprendido, otro Pequeño
Cortador de Viento.
- ¡Lo sé mejor que tú, inútil! - le regañó el Peregrino, perdiendo la paciencia -. Se
supone que alguno de vosotros no está al tanto de ello. Ése es el motivo por el que se me
ha enviado aquí, para llevar a cabo una investigación exhaustiva.
- El primero y el segundo de nuestros soberanos - explicó, entonces, el Pequeño
Cortador de Viento - se establecieron en la Caverna del Camello - León hace
muchísimos años. El tercero, por el contrario, es originario de un lugar situado a
ochocientos kilómetros al oeste de aquí, concretamente de una ciudad conocida por el
nombre de Reino del Camello-León. Hace aproximadamente quinientos años se levantó
en armas y terminó devorando al rey, a todos sus funcionarios, tanto militares como
civiles, y a los ciudadanos que se negaron a aceptar su autoridad, sin importarle la edad,
el sexo o la posición social. Los que se sometieron a él de buen grado se convirtieron al
punto en monstruos. No sé cuándo se enteró de que el Gran Emperador de los Tang, un
reino situado en las Tierras del Este, había encargado a uno de los monjes más virtuosos
que han existido ir al Paraíso Occidental en busca de escrituras sagradas. Sí puedo
afirmar, sin embargo, que desde siempre ha estado enterado de que el monje Tang es
una persona realmente extraordinaria, que se ha dedicado a la práctica de la virtud
durante diez reencarnaciones seguidas. Eso ha dotado a su carne de un poder tan
extraordinario, que quien la pruebe no envejecerá jamás y gozará de una vida
sempiterna. El problema es que viaja acompañado de un tal Peregrino Sun, de quien se
afirma que es un luchador realmente invencible y a quien, por eso mismo, nuestro tercer
soberano teme de una forma particular. Eso es precisamente lo que le ha movido a hacer
un pacto de hermandad con los otros dos, pues para nadie es un secreto que lo que uno
no consigue, muy bien pueden alcanzarlo tres. ¿Cómo no van a lograr atrapar al monje
Tang, colaborando de la forma en que lo hacen?
Al oír eso, el Peregrino se puso furioso y exclamó:
- ¡Malditos monstruos! ¿Cómo pueden ser tan osados? Jamás verán cumplidos sus
planes, porque yo me encargo de la protección del monje Tang y he empeñado mi
honor, para que su empresa toque a buen fin. ¡Sólo a las bestias se les ocurre devorar a
un hombre!
La ira le hacía rechinar los dientes y, sin pensar lo que hacía, saltó de donde estaba
sentado, blandiendo su temible barra de hierro. En un abrir y cerrar de ojos, aplastó las
cabezas de todos aquellos desafortunados diablillos, reduciéndolas a una masa informe
de carne sanguinolenta. Pronto se arrepintió, sin embargo, de haberlo hecho y exclamó,
descontento de sí mismo:
- ¡Maldita sea! ¿Cómo he podido acabar con ellos, cuando de buena gana me revelaron
todo lo que sabían sobre los señores a los que servían? En fin, ya no tiene ningún
remedio lo que he hecho.
¡Pobre Gran Sabio! A veces, por defender el honor de su maestro, se veía obligado a
hacer cosas como ésas. Comprendiendo que lamentarse no servía de nada, les arrancó
las placas con los nombres y se las colgó del cuello. Cogió a continuación el estandarte
y se lo cargó a la espalda. No le costó trabajo encontrar los dos trozos de madera que
golpeaba el primer diablillo con el que se topó. Cuando los tuvo en la mano, se volvió
cara al viento, recitó un conjuro y, después de sacudir ligeramente el cuerpo, se
convirtió en su réplica exacta. Nadie podía afirmar que no era un auténtico Cortador de
Viento. Dando unas zancadas enormes, regresó por el camino por donde había venido,
dispuesto a encontrar la caverna en la que moraban los tres monstruos y a averiguar algo
más sobre ellos. No podía negarse que el Hermoso Rey de los Monos dominaba las mil
clases de metamorfosis que existen y que para él no encerraban secreto alguno los diez
mil tipos diferentes de permutaciones. ¡Qué extraordinarias eran, en verdad, sus
capacidades!
Sin pérdida de tiempo se adentró en la montaña, siguiendo continuamente el camino
que había visto transitar al diablillo. No tardó en oír una gran algarabía, en la que se
entremezclaban los gritos de la gente con los relinchos de los caballos. Levantó la vista
y comprobó que semejante batahola provenía de la esplanada que había delante de la
entrada de la Caverna del Camello-León, donde se hallaba congregada una gran
multitud de diablillos armados con cimitarras, lanzas, arcos y hachas de doble filo, entre
un continuo flamear de banderas y estandartes. Al verlo, el Peregrino se dijo, satisfecho:
- ¡Así que no era ninguna baladronada lo que dijo Larga Vida Li!
La forma como estaban distribuidos los diablillos correspondía, en efecto, con la
descrita por el anciano. Las fuerzas habían sido repartidas en columnas de doscientos
cincuenta soldados cada una, a las que se había asignado un estandarte de un color
diferente. Como el Peregrino contó un total de cuarenta estandartes, dedujo en seguida
que el ejército allí congregado estaba compuesto exactamente por diez mil soldados.
- No tengo nada que temer - se dijo el Peregrino, reflexionando sobre los pasos que
debía seguir -. Me he convertido en un Pequeño Cortador de Viento y nadie se atreverá
a cortarme el paso. Supongo, de todas formas, que, en cuando me vean, los demonios
querrán saber qué tal nos ha ido la patrulla. Espero no cometer ninguna equivocación,
porque eso puede costarme la vida. ¿Cómo voy a lograr escapar con todas esas fuerzas
desplegadas ante la puerta? Está claro que, si deseo atrapar a esos monstruos dentro de
la caverna, lo primero que tengo que hacer es quitarme de en medio este batallón de
diablillos. Pero ¿cómo conseguirlo?
Tras pensarlo seriamente, llegó a la siguiente conclusión:
- Aunque esos demonios no me han visto la cara jamás, no cabe duda que están al tanto
de todas mis hazañas. Eso me da una cierta ventaja sobre ellos. No estaría de más, por
tanto, que alardeara de mis muchos poderes, para hacerles perder la confianza y lograr
meterles un poco de miedo en el cuerpo. Debo tener presente, de todas formas, que, si
las gentes por las que hemos emprendido un viaje tan arriesgado son dignas de recibir
las escrituras sagradas, no me costará gran cosa asustar de tal manera a estos monstruos,
que ellos mismos se dispersen como la neblina en presencia del sol. Si no lo son, por
mucho que me esfuerce y no pare de hablar hasta que broten por doquier flores de loto,
jamás conseguiré que esos espíritus se marchen cada cual por su lado.
De esta forma, sirviéndose de la mente para interrogar a los labios y haciendo uso de la
boca para cuestionar la razón, el Peregrino empezó a golpear los dos trozos de madera y
se dirigió con paso decidido hacia la entrada de la Caverna del Camello - León. Al
verle, los diablillos que se encontraban allí reunidos le preguntaron:
- ¿Has vuelto ya, Pequeño Cortador de Viento?
Pero, en vez de contestar, el Peregrino agachó la cabeza y continuó tranquilamente su
camino. Al llegar a la segunda puerta, le salió al encuentro otro grupo de diablillos, que
volvió a preguntarle:
- ¿Ya has regresado, Pequeño Cortador de Viento?
- Así es - contestó el Peregrino.
- ¿Te encontraste con el Peregrino Sun, cuando saliste de patrulla esta mañana? -
insistieron los diablillos.
- Efectivamente - reconoció el Peregrino -. En estos mismos instantes está limpiando su
temible barra de hierro.
- ¿Cómo es y qué clase de barra es esa que dices que estaba limpiando? - quisieron
saber en seguida los diablillos, temblando de la cabeza a los pies.
- Cuando le vi - contestó el Peregrino -, estaba agachado junto a un arroyo, pero aun así
me fue posible apreciar que era la imagen viva de un dios del trueno. Después se puso
de pie y comprobé, asombrado, que medía más de trescientos metros de alto y que
sostenía en las manos una barra de hierro del grosor de un cuenco de arroz. De pronto
empezó a jugar con el agua y le oí comentar, al tiempo que acariciaba tan mortífera
arma: "¡Mi querida barra de hierro, cuánto tiempo hace que no me valgo de ti, a pesar
de que tus poderes mágicos son inigualables! Pero no te preocupes. Ha llegado ya el
momento de acabar con todos esos diablillos. ¿Qué importa que sean cien mil, cuando
tú eres capaz de acabar de un solo golpe con una cantidad cien veces mayor? Estoy
dispuesto, además, a reservarte esos tres monstruos que los dirigen y a ofrendártelos a
manera de sacrificio". Estoy seguro de que, en cuanto acabe de limpiar su valiosísima
arma, vendrá y acabará en primer lugar con los diez mil diablillos que hay apostados a
la puerta.
Al oírlo, todos se echaron a temblar. Era como si sus corazones hubieran dejado de
latir, el valor les hubiera abandonado y su espíritu se hubiera derretido como un trozo de
hielo expuesto al sol.
- Hay, además, otra cosa que debemos tener muy en cuenta - prosiguió el Peregrino -.
La carne de ese monje Tang no es muy abundante que digamos y me temo que, aunque
la dividamos en trocitos casi invisibles, no llegará para todos. ¿Para qué exponerse,
entonces, a los golpes de esa terrible barra? ¿No sería más prudente que nos
dispersáramos cada uno por nuestro lado?
- Tienes razón - concluyeron los diablillos -. Lo mejor que podemos hacer es huir antes
de que sea demasiado tarde.
En realidad, todos aquellos diablillos no eran más que lobos, tigres, leopardos y
animales por el estilo. Les bastó con lanzar un rugido, para que cada cual recobrara la
forma que le era habitual y se dispersara por donde buenamente podía. De esta forma,
unas cuantas palabras del Gran Sabio Sun obtuvieron los mismos resultados que las
canciones de Zhu 2, que consiguieron disgregar a un ejército compuesto por más de
ocho mil guerreros. Ante tan espléndidos resultados el Peregrino se dijo:
- ¡Francamente extraordinario! Esos diablillos valen lo mismo que un cadáver. Si las
palabras son capaces de hacerlos huir, no me imagino lo que habrían hecho, de
encontrarse cara a cara conmigo. Ahora es cuando más cuidado debo tener, porque, si
no empleo ahí dentro las mismas palabras que aquí, los dos o tres que han huido hacia el
interior pueden desenmascararme con toda facilidad - y se dirigió hacia la tercera puerta
de la caverna con la valentía y la temeridad que siempre le habían caracterizado.
De momento, no sabemos si salió triunfador o no de su encuentro con los demonios. El
que desee descubrir lo que ocurrió cuando le vieron los monstruos, tendrá que escuchar
con atención las explicaciones que se ofrecen en el siguiente capítulo.
CAPÍTULO LXXV
CAPÍTULO LXXVI
CAPITULO LXXVII
CAPÍTULO LXXVIII
Decíamos que el Gran Sabio Sun, después de hacer cuanto estaba de su mano para
liberar al monje Tang, consiguió la ayuda de Tathagata y, de esa forma, logró
finalmente derrotar a los demonios. Cuando todo hubo concluido, Tripitaka y sus
discípulos abandonaron el Reino del Camello-León y prosiguieron su viaje en dirección
oeste. Después de varios meses volvió a hacerse presente el invierno. En las cumbres de
las montañas ciruelos de color de jade mostraban, orgullosos, el verdor de sus ramas,
mientras el agua de los lagos se iba cubriendo, poco a poco, de una fina capa de hielo.
Los árboles de hojas rojizas y vistosas se habían ido quedando desnudos, al tiempo que
los pinos intensificaban el tono verdoso de sus copas. Las escarchas habían empezado
ya a secar los pastos y el color pálido de las nubes anunciaba la inminencia de una
tormenta de nieve. El frío se había apoderado de todo el paisaje, mientras un aire gélido
penetraba por las ropas de los caminantes hasta alcanzar los tendones y los huesos. Sin
hacer caso de los vientos helados continuaron adelante, descansando bajo el techo de la
lluvia y alimentándose de la fuerza de la brisa. Pronto avistaron otra ciudad y,
volviéndose hacia Wu-Kung, Tripitaka preguntó:
- ¿Qué clase de lugar es aquél?
- Lo sabremos cuando lleguemos a él - contestó el Peregrino -. Si se trata de uno de los
reinos del Oeste, tendremos que sellar nuestros documentos de viaje. Si, por el
contrario, no es más que un distrito o una prefectura, seguiremos adelante sin necesidad
de detenernos.
No había acabado de decirlo, cuando se encontraron a las mismas puertas de la ciudad.
Tripitaka desmontó del caballo y traspusieron la muralla exterior. No tardaron en
encontrar a un viejo soldado acurrucado contra una pared para defenderse mejor del
viento y durmiendo sin otro techo que el mismo sol. El Peregrino se acercó a él y le
sacudió ligeramente el hombro. El anciano se desperezó pesadamente. Al verle,
pestañeó como si no diera crédito a lo que veían sus ojos y, echándose rostro en tierra,
empezó a golpear el suelo con la frente, al tiempo que decía:
- Honorable señor, sed bienvenido.
- ¿A qué viene tanto alboroto? - preguntó el Peregrino -. Yo no soy ningún espíritu. ¿Se
puede saber por qué me llamas honorable señor?
- ¿Es que no sois un dios del trueno? - inquirió el anciano soldado, redoblando sus
golpes de frente contra el suelo.
- Por supuesto que no - respondió el Peregrino -. No soy más que un monje procedente
de las Tierras del Este que se dirige hacia el Paraíso Occidental en busca de escrituras.
Si te he despertado, ha sido para que me digas cómo se llama esta comarca.
Sólo entonces pareció tranquilizarse un poco el soldado. Bostezó como pudiera hacerlo
un caballo y, después de desperezarse una vez más, contestó:
- ¡Oh!, perdonadme. Este lugar se llamaba antes el Reino de Bhiksu, pero ahora se le
conoce por el nombre de la Ciudad de los Jóvenes Maestros.
- ¿Habita un rey en esta ciudad? - volvió a preguntar el Peregrino.
- Por supuesto que sí - confirmó el viejo soldado. El Peregrino se volvió entonces hacia
el monje Tang y le informó:
- Este sitio era conocido antes como el Reino de Bhiksu, pero ahora se denomina de los
Jóvenes Maestros. Desconozco a qué obedece semejante cambio.
- ¡Qué raro! - exclamó el monje Tang, sorprendido -. Entre Bhiksu y Jóvenes Maestros
no existe la menor relación.
- Probablemente sea debido a que el anterior soberano se llamaba Bhiksu y, al morir,
dejó el trono a un príncipe más joven que él - opinó el Peregrino -. Eso explica que
ahora se llame de esa forma.
- ¡Tonterías! - exclamó Tripitaka -. Entremos, de una vez, en la ciudad y veamos qué es
lo que podemos averiguar al respecto.
- Me parece muy bien - opinó el Bonzo Sha -. Ese viejo soldado no parece muy
inteligente que digamos. A lo mejor no se ha recuperado todavía del susto que le ha
dado nuestro hermano. Está claro que de él no vamos a sacar nada nuevo.
Antes de llegar a las calles propiamente dichas, hubieron de trasponer tres puertas
abiertas a un nivel diferente. Todos los habitantes de la ciudad parecían muy atractivos
y vestían de una forma elegante en extremo. De las tiendas de licores salían
estruendosas canciones y voces a cual más alta. Las posadas y las casas de té estaban
pintadas de colores chillones que no desdecían en nada del alboroto que reinaba en su
interior. Los negocios parecían florecer de una forma extraordinaria, percibiéndose un
aire de prosperidad en cada uno de los puestos que abarrotaban los mercados. En ellos,
un gentío tan enorme que hacía pensar inmediatamente en un hormiguero traficaba sin
descanso en bordados y oro. Por mor de la pura ganancia, allí parecía comerciarse con
todo. ¡Con qué gestos tan solemnes se cerraban los tratos! La prosperidad fluía por los
mercados con la misma serenidad que los ríos o un mar en calma. El maestro y los
discípulos recorrieron, una tras otra, infinidad de calles. En todas se apreciaban los
mismos signos de riqueza y prosperidad, que parecían, en realidad, no tener fin. Pronto
empezaron a notar, igualmente, que delante de cada casa había una cerca para gansos.
- ¿Habéis visto? - preguntó Tripitaka -. ¿Para qué pondrán cercas para gansos delante
de cada casa?
Ba-Chie miró a su alrededor y vio que todas ellas estaban tapadas con cortinas de cinco
colores. Eso le hizo exclamar, sonriendo:
- Hoy debe de ser un día propicio para celebrar matrimonios o dar la bienvenida a los
amigos. No hace falta más que ver esas cortinas.
- ¡Tonterías! - contestó el Peregrino -. ¿Cómo va a celebrar todo el mundo una boda el
mismo día? Por fuerza tiene que existir otra razón. Voy a echar un vistazo a ver de qué
se trata.
- Es mejor que no lo hagas - le aconsejó Tripitaka, tirando de él -. En cuanto vean la
cara que tienes, todo el mundo se echará a correr.
- En ese caso - concluyó el Peregrino -, me metamorfosearé - y, sacudiendo ligeramente
el cuerpo, se convirtió en una pequeña abeja.
No le resultó difícil llegarse hasta una de las cercas y escabullirse entre sus cortinas.
Dentro había un niño sentado. Desconcertado, se dirigió hacia otra cerca y descubrió a
otra criatura en la misma posición. De hecho, había niños sentados en las ocho o nueve
que inspeccionó. Lo que más le extrañó, de todas formas, es que no hubiera ninguna
niña. Algunos estaban jugando, otros lloraban en silencio y otros, finalmente, comían
fruta o dormían plácidamente. El Peregrino recobró la forma que le era habitual y,
regresando junto al monje Tang, dijo:
- Dentro de esas cercas únicamente hay niños. Los mayores deben de tener alrededor de
siete años, mientras que los más pequeños apenas sí llegan a cinco. No comprendo qué
pueden estar haciendo ahí.
Tripitaka pareció más desconcertado que antes. Al dar la vuelta a una calle se toparon
con un edificio de corte oficial en el que podía leerse: "Pabellón del Departamento de
Envíos".
- Entremos ahí dentro y averigüemos algo más sobre este lugar - sugirió Tripitaka -. Es
preciso que demos de comer al caballo y que encontremos algún sitio para pasar la
noche.
- Me parece muy bien - contestó el Bonzo Sha -. Entremos cuanto antes.
Los funcionarios del pabellón anunciaron su llegada al encargado del departamento,
que salió inmediatamente a darles la bienvenida. Después de intercambiar los saludos de
rigor y de tomar asiento, el funcionario les preguntó:
- ¿De qué tierras sois originarios?
- Este humilde servidor vuestro - contestó Tripitaka - es un enviado del Gran
Emperador de los Tang, cuyo reino se encuentra enclavado en las Tierras del Este. Por
deseo expreso suyo me dirijo hacia el Paraíso Occidental en busca de escrituras
sagradas. Deseamos, por tanto, que vuestro soberano nos selle los documentos de viaje,
para que podamos seguir nuestro camino, después de disfrutar de vuestra hospitalidad
durante una noche.
El responsable del pabellón hizo traer el té y ordenó a sus subalternos que prepararan
algo de comer. Después de darle las gracias, Tripitaka le preguntó:
- ¿Creéis que podríamos entrevistarnos hoy mismo con vuestro señor, para que nos
firmara los documentos de viaje?
- Me temo que es ya un poco tarde para eso - contestó el funcionario -. Esperad hasta
mañana y disfrutad de la hospitalidad de este humilde servidor vuestro por una noche.
En cuanto todo estuvo listo, pidió a los invitados que se sentaran a la mesa. Mientras
daban cuenta de una espléndida cena vegetariana, un grupo de criados limpiaba con
especial esmero las habitaciones reservadas a los huéspedes. Tripitaka volvió a darle
efusivamente las gracias y dijo:
- Hay algo que quisiera saber. ¿Tendríais algún inconveniente en explicarme cómo
criáis las gentes de por aquí a los niños?
- De la misma forma que no hay dos soles en los Cielos, no existen sobre la Tierra dos
principios racionales idénticos - contestó el funcionario -. La crianza de los niños
comienza con la fusión del esperma del padre y la sangre de la madre. Tras un espacio
de diez meses aproximadamente nace la criatura, a la que es preciso alimentar con leche
durante unos tres años, tiempo que tardan en formarse todas sus características
corporales. ¿Qué os ha hecho pensar que aquí no estamos al tanto de todo esto?
- A juzgar por lo que acabáis de contarme - respondió el maestro -, las gentes de por
aquí no se diferencian gran cosa de las del país del que procedo. Sin embargo, al entrar
en la ciudad, he visto que delante de cada casa había una especie de cerca para gansos
con un niño dentro. Eso es precisamente algo que no acabo de entender. ¿Tendríais la
amabilidad de explicármelo?
- Os aconsejo que no os preocupéis por eso - contestó el funcionario, bajando la voz de
tal manera que, más bien, parecía un susurro -. No preguntéis nada al respecto. Es más,
no habléis ni siquiera de ello. Lo que tenéis que hacer ahora es descansar, para poder
proseguir mañana vuestro camino.
El maestro no se dio por vencido e insistió para que el funcionario le diera una
explicación plausible, pero él se negó a hacerlo, sacudiendo la cabeza y agitando
significativamente el dedo. Lo único que decía era:
- Poned especial cuidado en no hablar de eso, por favor.
Tripitaka le agarró, entonces, del brazo y se negó a dejarle marchar, preguntando una y
otra vez sobre el motivo de tan extraña costumbre. El funcionario no tuvo más remedio
que despedir a sus subordinados. Cuando se hubo encontrado solo, hizo la siguiente
confidencia en voz muy baja y a la débil luz de las antorchas:
- Ese asunto de las cercas para gansos que acabáis de mencionar está directamente
relacionado con la crueldad de la que constantemente suele dar muestras nuestro
soberano. ¿Por qué insistís en preguntar sobre ello?
- ¿Qué queréis decir con eso? - inquirió Tripitaka -. Es preciso que me ayudéis a
comprender todo este asunto, antes de que me retire a descansar.
- Antes - explicó finalmente el funcionario - este lugar era conocido como el Reino de
Bhiksu, pero últimamente las canciones que suele cantar la gente 2 han conseguido
cambiar ese nombre por el de la Ciudad de los Jóvenes Maestros. Hace
aproximadamente tres años llegó a este lugar un anciano disfrazado de taoísta y
acompañado por una muchacha de unos dieciséis años con el rostro tan hermoso como
el de la Bodhisattva Kwang-Ing. Sin que nadie sepa por qué, se la regaló a nuestro
soberano, que, loco de contento, le concedió inmediatamente el título de Reina de la
Belleza. Está tan obsesionado con su hermosura, que en todo este tiempo no ha vuelto ni
siquiera a mirar a ninguna de las concubinas que habitan en las seis cámaras de los tres
palacios. Día y noche se entrega con ella a los juegos del amor, debilitando cada vez
más su cuerpo y abandonando totalmente los asuntos de gobierno. Su debilidad ha
llegado a tales extremos, que ni fuerzas tiene ya para comer o beber, renunciando
prácticamente a todo deseo de seguir viviendo. Los médicos imperiales han tratado, una
y otra vez, de hallar un remedio para su mal, pero hasta la fecha no lo han conseguido.
Mientras tanto, el taoísta, que se hace llamar a sí mismo el suegro del príncipe reinante,
afirma poseer una fórmula secreta capaz de alargar la vida del soberano. El único
problema es que tan extraordinario remedio se halla al otro lado del gran océano. Es
posible que haya en eso algo de verdad, pues él mismo realizó un viaje, hace ya cierto
tiempo, a las Tres Islas y a los Diez Islotes, con el fin de recoger ciertas hierbas. A su
vuelta preparó unas cuantas medicinas, pero el muy ladino afirma que, para que surtan
su efecto, es preciso tomarlas con un caldo hecho con los corazones de mil ciento once
niños. Cuando lo tome, nuestro soberano no sólo sanará, sino que no envejecerá jamás y
sus días alcanzarán los mil años. Esos chiquillos que habéis visto dentro de las cercas
para gansos son los seleccionados para la matanza. Para eso precisamente se los cuida y
se los alimenta. Lo peor del caso es que sus padres ni siquiera se atreven a llorar, para
no levantar las iras del rey. La única forma que tienen de airear su frustración es
llamando a este lugar la Ciudad de los Jóvenes Maestros. Cuando os dirijáis mañana a la
corte, limitaos a solicitar que os sellen el documento de viaje, sin mencionar para nada
este asunto. Recordadlo bien - y se retiró a toda prisa.
El maestro estaba tan aterrorizado con lo que acababa de oír, que los huesos se le
ablandaron y los tendones perdieron su punto habitual de tensión. Sin poder contener las
lágrimas, exclamó:
- ¡Rey ciego y sin entrañas! ¿Cómo no caes en la cuenta de que tu enfermedad es el
producto de tu propia incontinencia y ansias de placer? ¿Por qué pretendes acabar con la
vida de todos esos niños inocentes? ¿Cómo puedes ser tan cruel? Es tal la pena que
siento por tu locura, que a punto estoy de perder yo también la vida.
Sobre todo esto disponemos de un poema, que afirma:
Tras olvidarse de las reglas de la virtud, un tirano a punto ha estado de acabar con su vida a
causa del desenfreno con el que se ha lanzado en los brazos del placer. Su locura le ha llevado a
buscar una vida sin fin en la muerte de unos niños inocentes. Pero su ceguera terminará
provocando la ira de los Cielos. Bien lo prevé el monje de corazón tierno y voluntad firme,
cuando escucha, aterrado, la historia de tamaño desatino. Incapaz de acallar su pena, el servidor
de Buda solloza, tratando inútilmente de ahogar su dolor en lágrimas.
La misericordia nunca falta a los que se acogen a la protección de Buda. No hay perfección más
alta que la consecución de la Bondad, tarea a la que deben entregarse de lleno los que son
auténticos sabios. La serenidad absoluta sólo se alcanza, cuando se cumplen las cinco leyes 3 y
se aceptan los tres principios. 4 Cuando el rey de Bhiksu perdió el juicio, la suerte de mil niños 5
se tornó oscura y triste. Afortunadamente el Peregrino se ofreció a salvar sus vidas y, de esta
forma, adquirió un mérito incalculable.
CAPÍTULO LXXIX
Decíamos que el capitán imperial agarró al falso monje Tang y le obligó a salir de mala
manera del palacio en el que estaba alojado. En cuanto puso el pie en la calle, los
soldados le rodearon como si fuera un vulgar asesino y se dirigieron a toda prisa hacia la
corte. Nada más llegar, dijeron al Guardián de la Puerta Amarilla:
- Id a informar al soberano que el monje Tang acaba de llegar.
El guardián no se demoró ni un segundo y el rey ordenó que le condujeran
inmediatamente a su presencia. Todos los soldados se echaron rostro en tierra en señal
de acatamiento. El falso monje Tang, por el contrario, permaneció de pie justamente en
el centro de los escalones que conducían hasta el trono y preguntó con insolencia:
- ¿Por qué has hecho venir a un monje tan humilde como yo, rey Bhiksu?
- Durante muchos años - respondió el rey, sonriendo - he estado aquejado por una
extraña enfermedad para la que nadie ha sido capaz de encontrar remedio.
Afortunadamente mi querido suegro ha descubierto una medicina capaz de devolverme
la salud, pero, para que surta pleno efecto, es preciso mezclarla con algo que sólo vos
poseéis. Os prometo que, si accedéis a prestármelo, erigiré en vuestro honor un
monasterio, en el que se ofrecerán de continuo sacrificios y libaciones que harán
perdurable vuestro nombre.
- Como sabes - respondió el falso monje Tang -, los que hemos renunciado a la familia
no tenemos como nuestro absolutamente nada. ¿Te importaría preguntar a tu querido
suegro qué es lo que puedo ofrecerle yo para que dé por terminada su medicina?
- Lo único que necesitamos es vuestro corazón - contestó el rey.
- A decir verdad - alardeó el falso monje Tang -, poseo unos cuantos corazones. ¿De
qué forma y de qué color lo quiere?
- Monje - contestó el suegro imperial con visible desprecio -, sólo necesitamos tu negro
corazón.
- En ese caso - concluyó el falso monje Tang, sin alterarse -, dadme un cuchillo, para
que pueda abrirme el pecho, de una vez. Si tengo uno negro, te lo daré con muchísimo
gusto.
Loco de contento, el rey le agradeció su desinterés y pidió a uno de sus ayudantes que
le entregara un puñal curvo, muy apto para descuartizar animales. El falso monje Tang
lo tomó en sus manos, se desabrochó la túnica y abombó cuanto pudo el pecho.
Después, poniendo la mano izquierda sobre la barriga, levantó con la derecha el puñal y
se lo clavó con la fiereza propia de un guerrero. Se oyó claramente cómo el acero
penetraba en la carne y el pecho se abrió de par en par, dejando escapar una gran
cantidad de corazones. Los funcionarios civiles perdieron el color del rostro, mientras
los militares sentían cómo les flaqueaban las piernas. Hasta el mismo suegro imperial
exclamó:
- ¡Este monje está lleno de corazones! 2
El falso monje Tang los fue cogiendo uno a uno, para que todos pudieran verlos bien.
Había uno rojo, otro amarillo, otro blanco, otro avaricioso, otro tragón, otro envidioso,
otro tacaño, otro agresivo, otro ambicioso, otro engreído, otro cruel, otro rijoso, otro
timorato, otro precavido, otro malvado, otro sin unas características bien definidas...
¡Todos los tipos de corazones estaban allí representados, pero no había ni uno solo de
color negro! El rey estaba tan sorprendido, que era incapaz de decir nada. Cuando,
finalmente, se hubo repuesto un poco, lo único que pudo articular fue un débil:
- ¡Sacadlo de aquí!
El falso monje Tang dio por concluida su demostración de magia y, recobrando la
forma que le era habitual, dijo:
- Está claro que habéis perdido toda vuestra capacidad de observación, porque los
monjes poseemos unos corazones honrados, mientras que vuestro suegro es el único que
tiene uno negro, totalmente apto para tomar la medicina que os ha preparado. Si no me
creéis, dejadme sacárselo, para que lo veáis.
El suegro imperial abrió cuanto pudo los ojos y comprobó, estupefacto, que el rostro
del monje había cambiado totalmente de aspecto. No cabía duda. ¡Aquél era el Gran
Sabio Sun, que se había labrado una triste fama hacía unos quinientos años! Sin pérdida
de tiempo se dio media vuelta y trató de elevarse por las nubes, pero el Peregrino le
cortó la retirada, elevándose por los aires y gritando:
- ¿Adonde crees que vas? ¡Detente y prueba el sabor de mi barra!
El suegro imperial tomó su báculo con forma de dragón enroscado y se volvió contra su
adversario, dando comienzo a una extraordinaria batalla. El báculo y la barra se movían
a tal velocidad, que el aire que levantaban arrastraba a las nubes hasta más allá del gran
vacío. Quedó, así, demostrado que el suegro imperial era, en realidad, un monstruo que
había recubierto de engañosa belleza a su hija, con el fin de atraer la enfermedad sobre
el soberano y acabar con la vida de los niños. Afortunadamente el Gran Sabio mostró la
potencia de su magia y salvó a todo el reino de las argucias de la bestia. La barra de
hierro buscó con insistencia la cabeza de su adversario, pero se encontró, una y otra vez,
con la oposición del báculo. La lucha continuó hasta que el cielo se cubrió de una
espesa niebla y toda la ciudad quedó sumida en la más completa oscuridad. Sus
habitantes palidecieron de pánico y hasta los funcionarios buscaron el refugio de sus
hogares. El temor demudó el rostro de las concubinas imperiales y de todas las
doncellas que las atendían. El mismo rey de Bhiksu buscó un lugar donde esconderse,
temblando de miedo y sin saber exactamente qué decisión tomar. La barra de hierro se
elevaba y caía con una machacona insistencia, que recordaba la fiereza con que los
tigres caen sobre sus víctimas. El báculo, por su parte, se comportaba como un dragón
que emergiera, de pronto, del fondo del mar. Pero tan sobrecogedora violencia sirvió
para que en el reino de Bhiksu se distinguiera por fin de qué parte estaba el bien y de
cuál el mal. Durante más de veinte asaltos resistió el monstruo los ataques del
Peregrino; pero no tardó en quedar claramente demostrado que el báculo no era digno
rival de la barra de los extremos de oro. Tras asestar un último golpe, el suegro imperial
se transformó en un rayo de luz y se lanzó a las habitaciones interiores en busca de la
mujer que en su día había regalado, en prueba de acatamiento, al rey. La falsa muchacha
se convirtió en otro rayo de luz y huyó a toda prisa, siguiendo los pasos de su padre. El
Peregrino bajó entonces de las nubes y, entrando en el palacio, regañó a los funcionarios
allí reunidos, diciendo:
- ¡Menudo suegro imperial os habíais echado a la cara! - Todos los cortesanos se
echaron rostro en tierra, pero él los hizo levantar en seguida, añadiendo -: Dejaos ahora
de inclinaciones. Lo que tenéis que hacer es encontrar cuanto antes al rey.
- Al ver la fiereza con la que luchabais - contó uno de los funcionarios -, sintió pánico y
corrió a esconderse. No tengo ni idea de dónde puede haberse metido.
- Es preciso que deis con él cuanto antes - les urgió el Peregrino -. Hay que evitar a
toda costa que la Reina de la Belleza se lo lleve consigo.
Ante semejantes razones, los funcionarios se dirigieron a toda prisa hacia las
habitaciones interiores. La Reina de la Belleza había desaparecido, pero lo más
preocupante era que no había tampoco ni rastro del rey. Mientras intensificaban la
búsqueda, la reina, las concubinas del Palacio Oriental, las del Palacio Occidental y las
de las Seis Mansiones acudieron en tropel a dar las gracias al Gran Sabio.
- Levantaos en seguida - les urgió el Peregrino, restando importancia a lo que acababa
de hacer -. No es hora de agradecimientos. No hasta que, por lo menos, no hayamos
dado con el rey.
Cuando más desesperada parecía ser la situación, vieron salir del Salón de la Conducta
Cuidadosa3 a cuatro o cinco eunucos con el rey. Al verle, todos los funcionarios se
echaron rostro en tierra y dijeron al unísono:
- Señor, no sabemos cómo agradecer a este monje lo que ha hecho por nosotros, pues,
gracias a su intervención, hemos aprendido a distinguir lo auténtico de lo falso. Ahora
sabemos que el suegro imperial era, en realidad, un monstruo. Eso explica que la Reina
de la Belleza haya seguido rápidamente sus pasos.
El rey pidió al Peregrino que le acompañara al salón del trono. Antes de llegar a él, no
obstante, le preguntó, intrigado:
- ¿Cómo es que, cuando llegasteis esta mañana teníais un rostro tan hermoso y ahora
parecéis una persona totalmente distinta?
- A decir verdad, majestad - contestó el Peregrino, sonriendo -, el primero que vino a
veros era mi maestro, el honorable Tripitaka, hermano del Gran Emperador de los Tang.
Yo no soy más que su discípulo Wu-Kung. Con nosotros viajan otros dos hermanos,
Chu Wu-Neng y Sha Wu-Ching, que actualmente se encuentran en el Pabellón del
Departamento de Envíos. Estábamos al tanto de que el monstruo os había convencido
para que arrancarais el corazón a mi maestro. Eso me movió a hacerme pasar por él y a
venir a enfrentarme contra esa bestia.
Al oír eso, el rey se volvió hacia el más importante de sus ministros, el Gran Secretario
Imperial, y le ordenó que fuera al pabellón en busca del maestro y de los otros
discípulos a los que aún no tenía el honor de conocer. Para entonces Tripitaka estaba ya
al tanto de que el Peregrino había recobrado la forma que le era habitual y que estaba
tratando de dominar a la bestia. La incertidumbre del combate le sumió en un estado tal
de nerviosismo, que Ba-Chie y el Bonzo Sha tuvieron que agarrarle, uno por cada lado,
para evitar que se cayera al suelo. Por si eso fuera poco, le molestaba terriblemente la
máscara de barro maloliente que llevaba sobre el rostro. Fue precisamente en tan crítico
momento, cuando se presentó alguien a anunciarle:
- Maestro de la Ley, somos los servidores del Gran Secretario Imperial, que viene
personalmente a invitaros, de parte del rey de Bhiksu, a que acudáis sin demora a
palacio a recibir su agradecimiento y su más respetuosa consideración.
- No os asustéis, maestro - trató de animarle Ba-Chie -. Está claro que esta vez no
vienen a por vuestro corazón. Lo más probable es que Wu-Kung haya ganado la batalla
y quieran agradeceros lo que habéis hecho por ellos.
- Creo que tienes razón - reconoció Tripitaka -. Pero ¿quieres decirme cómo me
presento ante el rey, oliendo de una forma tan repugnante?
- Me temo que no os queda otro remedio - contestó Ba-Chie -. De todas formas, no
estaría de más que lo consultáramos con Wu-Kung. A lo mejor tiene algún remedio para
esto.
El maestro, en efecto, no tuvo otra opción que salir al patio, acompañado por Ba-Chie y
el Bonzo Sha, que iba tirando de las riendas del caballo. Al verlos aparecer tan de
improviso, el primero de los ministros del reino no pudo por menos de exclamar:
- ¡Santo cielo! ¡Menuda banda de monstruos y demonios nos hemos echado a la cara!
- No os asustéis ni prestéis atención a la fealdad de nuestros rostros, señor - le aconsejó
el Bonzo Sha -. Nacimos así y no hay quien nos cambie. De todas formas, esperad a que
nos entrevistemos con nuestro hermano mayor y veréis lo hermoso que es nuestro
maestro.
Cuando llegaron a palacio, no esperaron a ser anunciados, sino que se dirigieron
directamente al salón del trono. En cuanto el Peregrino los vio, corrió escaleras abajo y
arrancó al maestro la máscara de barro, al tiempo que decía con su voz de inmortal:
- ¡Transfórmate!
El monje Tang recobró al instante la forma que le era habitual y empezó a sentirse más
animado y satisfecho que nunca. El rey había acudido, mientras tanto, a darles la
bienvenida, llamando en todo momento al monje Tang Maestro de la Ley y Buda
Venerable. Después de atar al caballo, tanto el maestro como los discípulos ascendieron
por las escaleras que conducían hacia el trono y continuaron intercambiando palabras
amables.
- ¿Sabéis de dónde provenía ese monstruo, majestad? - preguntó el Peregrino -. Me
gustaría ir a atraparle, así no podría continuar haciendo el mal.
Al oírle hablar de esa forma, las concubinas y las damas del palacio, que se
encontraban detrás del biombo, hicieron caso omiso de las normas que prohibían a los
hombres y a las mujeres hablar cara a cara en el salón del trono y, postrándose ante él,
dijeron:
- Por lo que más queráis, haced uso de vuestros poderes mágicos y arrancad de raíz esa
hierba que tanto mal nos ha hecho, así no podrá reproducirse. Sabed que, si lo hacéis, os
recompensaremos con la debida largueza.
Tras devolverles el saludo, el Peregrino siguió insistiendo al rey, para que le revelara el
lugar exacto en el que habitaba el taoísta. Un tanto desconcertado ante tanta insistencia,
el rey contestó finalmente:
- Hace tres años, cuando llegó aquí por primera vez, le hice esa misma pregunta y me
respondió que vivía en un lugar no muy lejos de aquí, concretamente en la aldea de la
Perfecta Floración, que se halla enclavada en la Ladera del Sauce, a unos ciento
cincuenta kilómetros al sur de esta ciudad. A pesar de su avanzada edad, me manifestó
que no había tenido ningún hijo, sino únicamente la hija que tuvo a bien presentarme.
Según él, acababa de cumplir dieciséis años y, puesto que no había sido prometida a
nadie por ser fruto de su segunda esposa, tuvo la delicadeza de ofrecérmela a mí como
prueba de reconocimiento. No necesito deciros que me enamoré perdidamente de ella y
la tomé como concubina. Después se me presentó esta terrible enfermedad, a la que los
médicos más afamados fueron incapaces de poner freno. El suegro imperial me confió
entonces que poseía un remedio infalible, que requería, para que su efecto fuera
inmediato, ser tomado con un caldo preparado con corazones de niño. Reconozco que
fui lo suficientemente tonto como para creer en sus palabras. Hice escoger, pues, a mil
ciento once niños y esperé, impaciente, a que llegara el mediodía de hoy para
arrancarles el corazón. Lo que menos me esperaba es que fuerais a aparecer vos.
Cuando nos enteramos de que los niños habían desaparecido, me dijo que vuestro
maestro se había dedicado a las prácticas ascéticas durante más de diez reencarnaciones
y que no había malgastado jamás ni una sola gota de su yang original. Eso le convertía
en un ser tan excepcional, que su corazón era diez mil veces más efectivo para alargar la
vida que el de todos los niños juntos. A eso se debe que os hiciera una proposición tan
descabellada. Menos mal que vos reconocisteis y desenmascarasteis a tiempo a ese
monstruo. Por eso, os suplico ahora que llevéis a término vuestra misión, acabando para
siempre con ese monstruo que tanto mal nos ha hecho. Si accedéis a hacer uso en
nuestro favor de vuestros extraordinarios poderes mágicos, sabed que las riquezas de
todo el reino estarán para siempre a vuestra entera disposición.
- Si he de seros sincero - respondió el Peregrino, sonriendo -, fui yo quien, siguiendo
los deseos de mi maestro, saqué a los niños de la ciudad. Lo hice por pura compasión,
así que no habléis, por favor, de recompensas y riqueza. Me doy por contento con
capturar al monstruo. - Se volvió a continuación hacia Ba-Chie y le ordenó -: Ven
conmigo, rápido.
- ¿Cómo quieres que lo haga con el estómago vacío? - protestó Ba-Chie -. Ya sabes que
sin comer no valgo para nada.
El rey llamó al encargado de las celebraciones y fiestas imperiales y le ordenó que
preparara un convite vegetariano. En cuanto se hubo saciado, Ba-Chie se elevó por los
aires y desapareció a toda prisa, montado en la misma nube que el Peregrino. Al verlo,
el rey, la reina, las concubinas y todos los funcionarios, tanto civiles como militares, se
dejaron caer, sobrecogidos, rostro en tierra y, golpeando repetidamente el suelo con la
frente, exclamaron:
- ¡En verdad han descendido a la tierra los inmortales y los budas!
El Gran Sabio condujo a Ba-Chie a un lugar situado a unos ciento cincuenta kilómetros
al sur de la ciudad, donde sin pérdida de tiempo empezaron a buscar la morada del
monstruo. No había ni rastro de la aldea de la Perfecta Floración. Un arroyuelo de aguas
limpísimas corría entre un bosquecillo de miles de sauces. La niebla desdibujaba las
formas de sus copas, impidiendo la visión de los interminables prados que se extendían
más allá del bosque. Pero no había ni rastro de presencia humana. Los esfuerzos del
Gran Sabio por encontrar al monstruo resultaron totalmente infructuosos. No le quedó
más remedio que hacer un signo mágico con los dedos y pronunciar el conjuro que
empezaba por la letra Om. Inmediatamente se presentó el espíritu de aquel lugar.
Temblando de pies a cabeza, se postró de hinojos y dijo:
- El dios protector de la Ladera del Sauce os presenta sus respetos, Gran Sabio.
- No tengas miedo - le tranquilizó el Peregrino -. Te he hecho venir, no para castigarte,
sino para preguntarte dónde se encuentra la aldea de la Perfecta Floración.
- Lo que hay aquí - le corrigió el dios protector de aquel lugar - no es la aldea, sino la
Caverna de la Perfecta Floración. Eso me hace pensar que venís directamente del Reino
de Bhiksu.
- Así es - reconoció el Peregrino -. El soberano que rige sus destinos había sido
embaucado por un monstruo, al que desenmascaré nada más poner el pie en la capital.
Cuando estaba a punto de derrotarle, se convirtió en un rayo de luz y desapareció de mi
vista. Eso me obligó a preguntar al rey sobre sus orígenes. Según parece, hace tres años,
cuando le ofreció una muchacha hermosísima en prueba de reconocimiento, el monstruo
le manifestó que era originario de la aldea de la Perfecta Floración, enclavada en la
Ladera del Sauce, a unos ciento cincuenta kilómetros al sur de la ciudad. Como no me
cabía ninguna duda de que se trataba de este lugar, basta para ello con ver los sauces,
decidí llamarte para preguntarte dónde se encuentra esa condenada aldea.
- Os ruego, Gran Sabio, que perdonéis el olvido de mis obligaciones en el que he
incurrido - suplicó el dios protector de aquel lugar, intensificando sus golpes de frente
contra el suelo -. El rey de Bhiksu es también el señor de estas tierras y sé que debía
haber expuesto al Emperador de Jade lo delicado de su situación. Pero temí que, si lo
hacía, el monstruo se volvería contra mí y acabaría con mi buena fortuna, pues sus
poderes mágicos son francamente extraordinarios. Esa es la razón por la que aún no ha
sido juzgado por sus fechorías. Si queréis dar con él, tenéis que descubrir un sauce de
nueve ramas que hay al sur del arroyo, dar tres vueltas alrededor del tronco, primero de
izquierda a derecha y después de derecha a izquierda, apoyaros en el tronco con las dos
manos y gritar tres veces seguidas "¡Abrid la puerta!" y aparecerá ante vuestros ojos la
Caverna de la Perfecta Floración.
El Gran Sabio despidió entonces al dios protector de aquel lugar y, saltando el arroyo,
empezó a buscar, en compañía de Ba-Chie, el sauce que acababa de indicarle. No
tardaron en dar con él. Aunque su tronco era recto en extremo, poseía únicamente nueve
ramas.
- Quédate aquí, mientras yo llamo a la puerta - dijo el Peregrino a Ba-Chie -. Me será
de mucha utilidad, cuando logre arrancar a ese monstruo de su guarida y salga corriendo
detrás de él.
Ba-Chie escogió un punto, sumamente estratégico, que se encontraba a medio
kilómetro de distancia. El Gran Sabio, mientras tanto, siguió al pie de la letra las
instrucciones del dios protector del lugar, dando primero tres vueltas hacia la izquierda,
después otras tres hacia la derecha y colocando con fuerza las dos manos sobre el
tronco, antes de gritar tres veces seguidas: "¡Abrid la puerta!". Al instante aparecieron
dos portones enormes, que lanzaron un desagradable quejido al girar sobre sus goznes.
Del sauce no quedaba ni rastro. Dentro se veía una luz tan fuerte como la que reinaba en
el exterior, pero tampoco allí se apreciaba rastro alguno de presencia humana. El Gran
Sabio se adentró en la caverna y descubrió que se trataba de un lugar realmente
encantador. Los rayos del sol y la luna caían oblicuos sobre bancos de niebla que
parecían surgir directamente del suelo. El cielo, aunque límpido, se veía a veces surcado
por masas caprichosas de nubes blancas. El verdor de los líquenes destacaba entre el
tono grisáceo de los troncos de los árboles. A cada paso que daba surgían especies
nuevas de plantas que mostraban, orgullosas, la exuberancia de sus flores y capullos. El
aire poseía una dulzura que hacía pensar en el goce de una primavera eterna. De alguna
forma, aquel lugar recordaba a Lang-Yüan, aunque su belleza superaba, sin lugar a
dudas, a la de Peng y Ying 4. Larguísimas enredaderas cubrían la dureza de unos bancos
de piedra, mientras caprichosos zarcillos de parra cegaban el espacio que delimitaba un
puente plano. Las abejas entraban y salían sin cesar de la caverna, cargadas de polen de
color dorado, al tiempo que las mariposas revoloteaban entre un macizo de orquídeas
que crecían alrededor de un enorme bloque de piedra. En dos zancadas el Peregrino se
llegó hasta él y vio que tenía grabados cuatro caracteres, que decían: "Morada del
Inmortal de la Perfecta Floración" Incapaz de dominar su entusiasmo, el Peregrino saltó
por encima del bloque de piedra. El monstruo se encontraba al otro lado. Tenía entre sus
brazos a una muchacha realmente hermosísima, - su respiración se mostraba muy
alterada, mientras hablaban, al parecer, de algo relacionado con el Reino de Bhiksu.
- ¡Qué ocasión más extraordinaria hemos dejado escapar! - se lamentaban los dos al
mismo tiempo -. Tres años planeándolo y hoy precisamente, que estábamos a punto de
concluir nuestra empresa, se presenta ese maldito mono y lo echa todo a perder.
- ¡Los malditos sois vosotros! - gritó el Peregrino, lanzándose contra ellos con la barra
de hierro en las manos -. ¿Qué ocasión es esa de la que estáis hablando? ¡Dejad de
lamentaros y preparaos a probar el sabor de mi barra!
El monstruo dejó a un lado a la bella y, echando mano a toda prisa del báculo con
forma de dragón enroscado, se volvió contra su enemigo. De esa forma, dio comienzo,
en el mismo interior de la caverna, una batalla tan cruel como la primera, aunque
bastante diferente en otros muchos aspectos, La barra de los extremos de oro parecía
emitir rayos de luz, mientras que el báculo se hallaba envuelto en una espesa niebla de
maldad.
- ¿Cómo te has atrevido a presentarte de esta manera en mí morada? - bramó el
monstruo furioso.
- Lo he hecho con el fin de atrapar a un monstruo - contestó el Peregrino.
- Mis relaciones con el rey a ti ni te van ni te vienen - replicó el monstruo -. ¿Quieres
explicarme por qué te empeñas en medir tus armas con las mías?
- Los actos de los monjes están dictados por la misericordia - explicó el Peregrino -. No
podíamos permanecer impasibles, mientras tú acababas con esos niños.
Continuaron hablando, hasta que su odio alcanzó las cotas de los picos más
encumbrados. Tanto el báculo como la barra buscaban, una y otra vez, el corazón de sus
respectivos adversarios. Siempre pendientes de los movimientos del enemigo,
arrancaban de raíz con los pies flores exóticas que iban a mezclarse con los resbaladizos
líquenes. Pelearon hasta que la luminosidad que reinaba en la caverna fue palideciendo
poco a poco y los capullos que crecían alrededor del bloque de piedra yacieron,
tronchados, sobre el suelo. El fragor de la batalla obligó a huir, aterradas, a las aves,
mientras la bella buscaba refugio contra la cascada de insultos que se lanzaban el uno al
otro. La violencia con la que el monstruo y el Rey Mono intercambiaban sus golpes
levantó un viento huracanado que arrasó toda la tierra. Pronto la caverna les resultó
demasiado pequeña y abandonaron, más feroces y enardecidos que nunca, su recinto.
Ése era el momento que había estado esperando Ba-Chie. Los gritos y el entrechocar de
las armas le habían enardecido de tal manera, que se moría de ganas por entrar en
acción. Finalmente, echó mano del rastrillo y, de un solo golpe, derribó el sauce de las
nueve ramas. No contento con eso, arremetió contra la raíz, descargando sobre ella una
lluvia de violentísimos golpes. Al partirla, saltó un chorro de sangre y se oyó una
especie de quejido, que hizo exclamar a Ba-Chie:
- ¡Este árbol se ha convertido en un espíritu!
Precisamente se disponía a asestar un golpe definitivo, cuando vio aparecer al
Peregrino y al monstruo. Sin decir una sola palabra, el Idiota levantó el rastrillo y se
metió de lleno en la pelea. El monstruo estaba empezando a perder terreno en favor del
Peregrino. Cuando vio a Ba-Chie con el rastrillo, perdió la poca confianza que aún le
quedaba y huyó, despavorido. En su loca carrera sacudió ligeramente el cuerpo y al
instante se convirtió en un rayo de luz, que se dirigió hacia el este. Los dos monjes no
renunciaron a darle caza. Al contrario, montaron en una nube y salieron en su
persecución. Cuando estaban a punto de darle alcance, oyeron el canto de un fénix y de
una garza, al tiempo que se cernía sobre ellos una luz cegadora. No tardaron en ver a la
Anciana Estrella del Polo Sur con un rayo de luz en la mano.
- Detened vuestra loca carrera, Gran Sabio - gritó -. Y vos, Mariscal de los Juncales
Celestes, renunciad a vuestra persecución. Es mi deseo que aceptéis los humildes
saludos de este viejo taoísta.
- ¿De dónde venís? - le preguntó el Peregrino, después de devolverle los cumplidos.
- ¡Viejo bribón! - exclamó Ba-Chie, sonriendo malicioso -. A juzgar por ese rayo de luz
que tenéis en la mano, acabáis de atrapar a ese monstruo. ¿No es así?
- Así es, efectivamente - reconoció la Estrella, sonriendo -. Espero que os mostréis
compasivos con él y renunciéis a acabar con su vida.
- Que yo sepa - contestó el Peregrino -, ese monstruo no es ninguno de vuestros
parientes. ¿Por qué os interesáis tanto por él?
- Porque da la casualidad de que se trata de mi bestia de carga - respondió la Estrella,
sin perder la sonrisa de los labios -. Lamento tener que admitir que se me escapó y que
ha terminado convirtiéndose en un monstruo.
- Si, como decís, es vuestro - replicó el Peregrino -, me gustaría que nos dejarais ver la
forma que le es habitual.
La Estrella soltó, entonces, el rayo de luz y gritó:
- ¡Bestia maldita, muéstrate tal cual eres y te levantaré el castigo que tenía pensado
ponerte por tu falta!
El monstruo se revolvió de una forma extraña y se convirtió en un ciervo de pelaje
blanco.
- ¡Maldita bestia! - repitió la Estrella, recogiendo el báculo -. ¡Me había robado hasta el
bastón!
Incapaz de pronunciar una sola palabra, el ciervo blanco se echó rostro en tierra y
empezó a golpear el suelo con la frente, al tiempo que discurría por sus mejillas un
auténtico aluvión de lágrimas. Su cuerpo poseía la tersura del jade y su cornamenta
parecía estar compuesta por siete cuchillos sumamente afilados. Cuando sentía hambre,
buscaba los pastos de hierba fresca y abrevaba en las nubes, cuando le atacaba la sed. Su
sed era muy avanzada, pero había aprendido el arte de las metamorfosis y eso le había
movido a escapar de los lazos de su amo. Le bastó, sin embargo, con oír su voz, para
que se arrepintiera de todo y se mostrara tal como siempre había sido. Tras agradecer al
Peregrino todo lo que había hecho por él, la Estrella montó en el ciervo y se dispuso a
partir. El Gran Sabio se lo impidió, diciendo:
- No os marchéis, por favor. Hay dos asuntos que todavía no hemos resuelto.
- ¿De qué se trata? - preguntó la Estrella.
- Aún nos queda por capturar a una muchacha de extraordinaria belleza, que
suponemos que también es un monstruo - respondió el Peregrino -. Después debemos
informar de todo lo ocurrido al rey de Bhiksu.
- No me importará esperar un poco más - concluyó la Estrella -. Por mí no hay ningún
inconveniente en que vayáis a capturar a esa muchacha de la que habéis hablado.
Cuando lo hayáis conseguido, iremos todos juntos a ver al rey y le enseñaremos la
forma que realmente tienen sus antiguos protegidos.
- No tardaremos mucho - repitió el Peregrino y, haciendo un gesto a Ba-Chie con la
mano, regresaron a la Mansión del Inmortal de la Perfecta Floración.
- ¡Hay que atrapar al monstruo! - gritaron los dos con fuerza -. ¡No hay que dejarle
escapar!
Al oírlos, la bella se puso a temblar de tal manera, que ni siquiera pensó en huir. Lo
único que hizo fue refugiarse detrás del bloque de piedra. Aunque sabía que no podía
escapar, porque no había puerta trasera, Ba-Chie le preguntó con fuerte voz:
- ¿Adonde crees que vas? Date la vuelta y disponte a probar el sabor de mi rastrillo.
La bella ni siquiera tenía un arma. Lo único que pudo hacer fue esquivar el golpe y
transformarse en un rayo de luz. El Gran Sabio le cortó la retirada, levantando
oportunamente la barra de hierro. Después de estrellarse contra ella, la bella cayó al
suelo y se convirtió en lo que realmente era: una zorra de rostro blanco. Incapaz de
contener la furia de sus manos, el Idiota levantó el rastrillo y le descargó un golpe
terrible en la cabeza. La belleza que había hecho tambalearse a todo un reino quedó
convertida, de esa forma, en un trozo de piel cubierto de sangre.
- ¡No destroces su cuerpo! - le aconsejó el Peregrino -. Es preciso que el rey lo vea.
Sin preocuparse del rastro de sangre que iba dejando, el Idiota la agarró por el rabo y
abandonó la caverna, siguiendo los pasos del Peregrino. En aquel mismo momento la
Estrella se encontraba acariciando la cabeza a su ciervo y regañándole, diciendo:
- ¿Cómo has podido abandonar a tu dueño para convertirte en un monstruo? ¿No
comprendes que, si me llego a haber retrasado un poco, el Gran Sabio Sun habría
acabado contigo?
- ¿Se puede saber qué estáis haciendo? - preguntó el Peregrino, sorprendido.
- Aleccionando a mi ciervo, por supuesto - contestó la Estrella.
- ¿Es ésta tu hija? - interrogó Ba-Chie al ciervo, poniéndole delante el cuerpo de la
zorra.
El animal sacudió varias veces la cabeza. Después alargó el hocico y empezó a
olfatearla, como queriendo dar a entender que le partía el corazón tener que separarse de
ella. La Estrella le pegó con la mano en la cabeza y exclamó:
- ¡Maldita bestia! ¿A qué viene olerla de esa forma? ¿Es que no te parece suficiente
haber escapado con vida? - y, quitándose la faja, se la pasó por el cuello y tiró de él,
como si se tratara de un ramal -. ¿A qué esperamos para ir a ver al rey de Bhiksu? -
añadió, dirigiéndose al Gran Sabio.
- Esperad un momento - contestó el Peregrino -. Es conveniente que limpiemos esto un
poco, para que no vuelva a convertirse en el refugio de ningún monstruo.
No había acabado de decirlo, cuando Ba-Chie levantó el rastrillo y empezó a descargar
una serie de golpes sobre el tronco del sauce. El Peregrino volvió a recitar el conjuro
que empieza por la letra Om y al punto se presentó el dios protector de aquel lugar.
- Coge toda la madera seca que puedas encontrar y haz con ella una gran hoguera - le
ordenó -. Es preciso que acabe para siempre con este nido de maldad, para que no
tengas que volver a sufrir la ignominia que hasta ahora has padecido.
El dios protector reunió a todos sus subalternos y, montándose en un viento frío
reunieron una gran cantidad de plantas marchitas por la escarcha, hierbajos secos del
otoño, ramas tan secas como la yesca, trozos de troncos carcomidos, juncos
amarillentos, huesos de dragón y todo tipo de restos vegetales que llevaban más de un
año arrancados de su raíz, por lo que eran tan combustibles como el aceite o la grasa.
- No es necesario que te cebes tanto con ese árbol - gritó el Peregrino a Ba-Chie -. Mete
todo eso en la caverna y préndelo. El fuego se encargará de destruirlo todo.
Las llamas acabaron, en efecto, con todo, convirtiendo la Caverna de la Perfecta
Floración en un auténtico horno. El Peregrino se despidió a continuación del dios
protector de aquel lugar y se dirigió hacia el palacio real, acompañado por la Estrella, el
ciervo y Ba-Chie, que llevaba arrastrando a la zorra.
- Aquí tenéis a vuestra Reina de la Belleza - dijo el Peregrino, enseñándosela con
visible desprecio -. ¿Estáis dispuesto a renunciar a vuestras obligaciones por ella?
El rey temblaba de miedo, incapaz de controlar los locos latidos de su corazón. La reina
y las concubinas, por su parte, no se atrevían a levantar la cabeza, asustadas por la
presencia de la Estrella con el ciervo blanco. Comprendiendo que el rey se disponía a
postrarse de hinojos ante él, se apresuró a levantarle del suelo y dijo:
- ¿A qué viene inclinaros ante mí? Si tanto lo deseáis, hacedlo ante vuestro suegro. Es
ése de ahí.
Profundamente avergonzado, únicamente podía susurrar en voz muy baja:
- Os agradezco sinceramente que hayáis salvado a los niños de esta tierra.
Seguidamente ordenó al encargado de las celebraciones y las fiestas imperiales que
preparara un banquete vegetariano en el Salón Oriental del Palacio, para agradecer a la
Estrella del Polo Sur, al monje Tang y a sus tres discípulos todo cuanto habían hecho
por el bien del reino. Tras saludar a la Estrella, Tripitaka y el Bonzo Sha le preguntaron
a la vez:
- ¿Cómo es posible que siendo vuestro este ciervo blanco se haya dedicado a hacer
daño a la gente?
- Hace cierto tiempo - respondió la Estrella, sonriendo - pasó por la montaña en la que
habito el Supremo Señor del Este 5 y le pedí que accediera a echar conmigo una partida
de ajedrez. Estábamos a punto de terminar el primer juego, cuando esta bestia se
aprovechó de mi concentración y se escapó corriendo. Tan pronto como se hubo
marchado mi huésped le busqué por todos los sitios, sin poder dar con él. Doblé,
entonces, los dedos y, después de hacer unos cuantos cálculos, comprendí que se había
refugiado en este lugar. Partí inmediatamente en su busca, cupiéndome el gran honor de
encontrarme con el Gran Sabio, que se disponía en ese mismo momento a darle caza. Si
llego a haberme retrasado un poco, habría terminado con él y ahora no tendría quien me
llevara sobre su lomo.
No había acabado de decirlo, cuando se presentaron unos sirvientes y les informaron
que el convite estaba dispuesto. Jamás se había visto un banquete tan espléndido. Los
pasillos que conducían a la sala se hallaban engalanados con adornos y cintas de cinco
colores. Los asientos estaban perfumados y los paños que cubrían las mesas mostraban
intrincados bordados que recordaban los tejidos de damasco. Espléndidas alfombras de
color rojo tapizaban hasta la última porción del suelo, mientras nubes de sándalo e
incienso aromatizaban el ambiente, saliendo, en forma de caprichosas volutas, de
artísticos pebeteros con forma de pato. Ante la mesa imperial se amontonaban las frutas,
colocadas con una maestría y un gusto realmente exquisitos. Las tartas tenían la forma
de dragones y otras bestias. Hasta los pastelitos y los dulces representaban patos y
leones realizados con tal lujo de detalles que parecían auténticos. Lo mismo les ocurría
a las copas con forma de loro y a las asas que reproducían la esbeltez de las grullas, tan
reales que daban la impresión de estar vivas. Por si eso fuera poco, la manera como se
presentaban los diferentes platos era a la vez atractiva y sumamente refinada. No
faltaban nueces llamativamente redondeadas, ni lechíes 6 ni melocotones frescos, ni
dátiles ni brevas de un dulzor extraordinario, ni piñones ni uvas aromáticos en extremo.
A ello había que añadir las viandas recubiertas de azúcar o de miel, que recordaban, por
su delicadeza, los capullos o los bordados. Algunas se servían en bandejas de oro,
aderezadas en forma de pirámide. No podía ser de otra forma, cuando hasta el arroz era
servido en cuencos de plata. En ellos se tomaban también los tallarines con caldo
picante u otros sabores exóticos. Los platos, a cual más exquisitos y sabrosos, se
sucedían a una velocidad increíble. Resultaba imposible detallar las clases diferentes de
setas, orejas de árbol, brotes de bambú, espárragos que fueron llenando, poco a poco, las
mesas. ¡Todas las verduras, tanto las más humildes como las más raras, estaban
representadas en aquel banquete!
Los comensales tomaron asiento, siguiendo escrupulosamente su grado o dignidad. A la
mesa principal se sentaron la Estrella y el monje Tang. El rey ocupó otra colocada
justamente enfrente, mientras que el Peregrino, Ba-Chie y el Bonzo Sha se situaron en
una de las alas. En la otra tomaron asiento los ministros y los dignatarios de mayor
rango. En el mismo momento en que empezó a sonar la música, el rey agarró una copa
que semejaba una nube de color rojizo y brindó, uno por uno, a la salud de todos los
presentes. Sólo el monje Tang permaneció sin probar el licor. Antes de empezar a
comer, Ba-Chie se volvió hacia el Peregrino y le dijo:
- Las frutas las dejamos para ti. Nosotros nos conformamos con el arroz, la sopa y todo
lo demás.
Sin hacer caso de las normas, el Idiota se abalanzó sobre las viandas y empezó a tragar,
como si no hubiera probado nada en toda su vida. Ni un minuto dejó de engullir lo que
llenaba, hasta rebosar, cada una de las mesas. Cuando hubo concluido el banquete, la
Estrella se levantó, dispuesto a partir cuanto antes hacia su palacio. El rey se arrojó
entonces a sus pies y le suplicó que le recetara algún remedio para acabar con su
enfermedad y, así, alargar considerablemente sus días.
- Me temo - contestó la Estrella, sonriendo - que estaba demasiado preocupado con
encontrar a mi ciervo y no he traído ningún elixir. Por supuesto que me gustaría
recetaros algo realmente efectivo; sin embargo, está claro que vuestros tendones y
vuestro espíritu han sufrido un deterioro de tal magnitud, que dudo mucho que los
remedios normales 7 puedan serviros de alguna utilidad. De todas formas, dentro de la
manga tengo tres dátiles que acaba de darme el Supremo Señor del Este, para que los
tome con el té. Con mucho gusto os los regalo. Nada me alegraría más que saber que os
han servido de ayuda.
En cuanto los hubo tragado, el rey sintió como si, poco a poco, le fueran levantando un
peso terrible del cuerpo, hasta que la enfermedad desapareció totalmente y le pareció
que volvía a ser un hombre joven. Las avanzadas edades que alcanzaron todos sus
descendientes tienen su origen precisamente en este episodio.
- ¿No podéis darme a mí algún dátil? - preguntó Ba-Chie, al ver el maravilloso efecto
que habían tenido sobre el rey.
- Me temo que no he traído ninguno más - contestó la Estrella -. Pero no os preocupéis.
Un día de éstos pienso enviaros unos cuantos kilos.
Después de despedirse, una vez más, del soberano, abandonó el Salón Oriental, ordenó
al ciervo blanco que se mantuviera erguido y, con una agilidad asombrosa, saltó sobre
su lomo. Inmediatamente se elevaron por los aires y se perdieron entre las nubes. El
soberano, sus esposas y todos los habitantes de la ciudad se postraron de hinojos y
quemaron varillas de incienso.
- Creo que ha llegado el momento de recoger todas nuestras cosas y de despedirnos del
rey - dijo Tripitaka, dirigiéndose a sus discípulos.
Pero el soberano insistió en que se quedaran con él algún tiempo y le enseñaran los
principios del buen gobierno. Eso hizo que el Peregrino le aconsejara:
- De ahora en adelante debéis controlar más vuestra concupiscencia y realizar acciones
virtuosas de las que nadie más que vos tenga noticia. En todo cuanto emprendáis
procurad que vuestra fuerza compense ampliamente todas vuestras debilidades. Tened
siempre presente que no hay forma más efectiva de alargar la vida que poniendo coto a
la enfermedad. Eso es todo lo que podemos enseñaros.
Agradecido, el rey les regaló dos bandejas de oro y unas cuantas piezas de plata como
ayuda a los gastos de viaje, pero el monje Tang se negó a aceptar tan valiosísimos
regalos. Al soberano no le quedó, pues, más opción que hacer traer la carroza del fénix
y el dragón v pedir al maestro que tomara asiento en ella. Él mismo se encargó de
sacarla de la corte, empujando, junto con las concubinas, con sus propios brazos, como
si fuera un vulgar esclavo. Las calles aparecían abarrotadas de gentes que iban echando
agua purificada e incienso, a medida que ellos pasaban. Antes de que los peregrinos
llegaran a las puertas de la ciudad, se levantó un viento huracanado, que fue depositando
a lo largo de toda la calle los mil ciento once niños que habían desaparecido la noche
anterior. El dios del reino, el de la ciudad, el del suelo, los inmortales, los Guardianes de
los Cinco Puntos Cardinales, los Cuatro Centinelas, los Seis Dioses de la Luz, los Seis
Dioses de las Tinieblas y los Protectores de los Monasterios, que habían cuidado
durante todo ese tiempo de los niños, se llegaron, respetuosos, hasta donde se
encontraba el Gran Sabio y le dijeron:
- Siguiendo vuestros deseos, escondimos en el interior de los bosques todas estas cercas
para gansos con un niño dentro. Ahora, que habéis concluido una más de vuestras
hazañas, nos cabe el honor de devolvéroslos, más sanos y salvos, incluso, que cuando
nos los llevamos.
El rey, las concubinas y todos los habitantes de la ciudad se echaron en seguida rostro
en tierra. El Peregrino, por su parte, levantó la vista hacia el cielo y contestó:
- Os doy las gracias por las molestias que os habéis tomado. Regresad a vuestros
santuarios y disponeos a recibir los sacrificios que, en prueba de agradecimiento, van a
ofreceros las gentes de este lugar.
Se oyó un murmullo de satisfacción y el huracán reemprendió su marcha,
desvaneciéndose con la misma rapidez con la que se había presentado. El Peregrino
pidió, entonces, a los padres de los niños que se hicieran cargo de ellos. Como locos, se
lanzaron sobre las cercas, tratando de encontrar cada cual a su hijo. Cuando lo
conseguían, se abrazaban a ellos y, entre lágrimas de alegría, los llamaban "tesoro" y
"cariño". La alegría alcanzó tales cumbres, que todo el mundo empezó a gritar:
- ¡Llevemos al monje Tang y a sus discípulos a nuestros hogares y agradezcámosles
cuanto han hecho por nosotros!
Como si fueran un solo hombre, se abalanzaron sobre los peregrinos y, sin preocuparse
de la repelente fealdad de sus rostros, los cogieron en volandas y los llevaron a sus
casas. Ni siquiera el rey pudo hacer nada por evitar que cargaran con Chu Ba-Chie,
cogieran al Bonzo Sha a hombros, transportaran al Peregrino Sun por encima de sus
cabezas y condujeran triunfalmente a Tripitaka hacia el centro de la ciudad. Mientras
una familia daba un banquete, otra preparaba una fiesta y las que comprendían que no
iban a poder resistir con tanta comida se ponían a hacer sandalias, gorras, túnicas y toda
clase de prendas de vestir. Más de un mes se vieron los peregrinos obligados a
permanecer en aquella capital. Cuando llegó el momento de la partida, todos los
habitantes disponían de retratos de los monjes con sus nombres, a los que ofrecían de
continuo sacrificios y varillas de incienso. Parecía como si la buena acción que
acababan de realizar fuera más enorme que la masa de una montaña. No en balde habían
logrado salvar la vida de más de mil niños.
No sabemos, de momento, qué es lo que sucedió después. El que quiera averiguarlo
tendrá que escuchar con atención las explicaciones que se ofrecen en el capítulo
siguiente.
CAPITULO LXXX
Decíamos que el rey Bhiksu, acompañado por todos sus súbditos, salió a despedir al
monje Tang y a sus discípulos mucho más allá de los límites de la ciudad. Entre cantos
y música recorrieron más de cincuenta kilómetros, pero el soberano se negaba
obstinadamente a regresar a la capital. Por último, Tripitaka insistió con tal
determinación en bajarse de la carroza imperial, que nadie se atrevió a contravenir sus
deseos de montar en su propio caballo, Pese a todo, el cortejo esperó a que los
peregrinos hubieran desaparecido detrás de la línea del horizonte para regresar
finalmente a la ciudad. De esta forma, los monjes pudieron proseguir tranquilamente su
viaje.
El invierno dio pronto paso a la primavera y, poco a poco, también ésta fue tocando a
su fin. Adondequiera que se dirigiera la vista se veían macizos de flores silvestres y
grupos de fornidos árboles de las montañas, que componían un paisaje francamente
embelesador. No tardaron, sin embargo, en divisar una formación tan rugosa y
escarpada, que Tripitaka exclamó, vivamente preocupado:
- ¿Creéis que habrá algún camino en aquella montaña? Opino que deberíamos extremar
las precauciones.
- Cualquiera que os oiga hablar - contestó el Peregrino, soltando la carcajada -, pensaría
que no sois un viajero experimentado. Lo que decís parece salido de la boca de un
príncipe o de un gran señor, que se pasa la vida sentado junto a un pozo mirando las
estrellas. Como muy bien afirma el proverbio, "no hay montaña capaz de poner freno a
un camino". Por muy difícil que resulte, los senderos siempre trasponen las cordilleras.
¿A qué viene, entonces, esa pregunta que acabáis de hacer?
- Es muy posible que, en efecto, haya un camino - reconoció Tripitaka -, pero nadie nos
asegura que esa montaña no sea la cuna de algún monstruo horrible, dispuesto a acabar
con todo lo que ose atravesar sus dominios.
- Tranquilizaos - le aconsejó Ba-Chie -. Si no me equivoco mucho, no debemos de estar
lejos del reino de la suprema felicidad. Por fuerza este lugar tiene que ser seguro y
pacífico.
Hablando, el camino se les hizo más corto y no tardaron en llegar a la base de la
montaña. El Peregrino cogió la barra de los extremos de oro y subió sin ninguna
dificultad por un sendero muy estrecho que discurría entre las rocas.
- ¡Eh, maestro! - gritó -. ¡Por aquí se puede subir!
Tripitaka no tuvo más remedio que armarse de valor y espoleó al caballo.
- ¿Por qué no llevas un poco el equipaje? - preguntó el Bonzo Sha a Ba-Chie.
El Idiota no puso ninguna objeción, El Bonzo Sha se hizo, entonces, cargo de las
riendas del caballo, para que el maestro pudiera agarrarse con las dos manos a la silla,
mientras seguía al Peregrino por el escarpado sendero que ascendía por la montaña. Era
tan alta que su cumbre parecía velada por una espesa capa de nubes. A cierta distancia
se veía un torrente que se lanzaba contra un lecho de rocas. A lo largo del camino
crecían toda clase de flores exóticas, protegidas de los rayos del sol por más de diez mil
árboles de tronco robusto y copa espesa. Aunque su variedad era enorme, podían
apreciarse ciruelos azulados, perales blanquecinos, melocotoneros rojizos y sauces
verdes. El cuclillo parecía llorar, con sus cantos, la inminente marcha de la primavera.
Las golondrinas parecían lamentar, igualmente, el fin de las ceremonias que marcan la
recogida de las cosechas 1. Lo que más llamaba, de todas formas, la atención de aquel
soberbio paisaje eran la extremada rugosidad de las rocas, la tonalidad jade de los pinos,
la penosa irregularidad del camino y los acantilados y precipicios cubiertos de
enredaderas y plantas trepadoras. Las cumbres de aquella interminable cordillera hacían
pensar en hileras de hachas de doble filo, aunque el número de sus ríos y torrenteras
fuera mucho mayor que el de las crestas. Cuando más embelesado estaba contemplando
la belleza del paisaje, cantó un pájaro y eso le hizo añorar a Tripitaka el país en el que
había crecido. Tiró inmediatamente de las riendas y exclamó:
- ¡Cuánto tiempo ha pasado desde que, inspirado por los cielos, el emperador me
hiciera entrega del documento de viaje al lado mismo de los biombos bordados! El día
decimoquinto del año 2, el mismo día de la fiesta de las linternas, abandoné el Este y me
separé del señor de los Tang con la misma tristeza con que el Cielo se despidió de la
Tierra. Con vosotros como discípulos he cruzado infinidad de tierras barridas por los
vientos y veladas por las nubes, como si se tratara de madrigueras de dragones y tigres.
He llegado, incluso, a trasponer las doce cumbres del Monte Wu. ¿Para qué tanto
sacrificio? ¿Cuándo volveré a ver el rostro de mi señor y mi rey?
- ¿Por qué siempre estáis añorando el lugar del que partisteis? Esa actitud es totalmente
impropia de alguien que ha renunciado a la familia. Tranquilizaos y continuad
caminando. ¿A qué viene tanta preocupación? Los antiguos decían que quien desee
alcanzar algo en la vida debe luchar, sin desfallecer, por ello.
- Es verdad lo que dices - reconoció Tripitaka -, pero me pregunto cuánto camino nos
queda todavía por recorrer para llegar al Paraíso Occidental.
- A lo mejor - comentó Ba-Chie, preocupado -, al enterarse de que veníamos en busca
de esas tres cestas de escrituras, Tathagata se ha marchado a otra parte para no
dárnoslas. No me explico, si no, cómo no hemos llegado todavía a nuestro destino.
- ¿Por qué no dejas de decir tonterías, de una vez, y sigues hacia delante? - le regañó el
Bonzo Sha -. Contrólate y sufre todo con paciencia. Ya llegará el día en el que
alcancemos nuestro destino.
Mientras hablaban, se fueron internando, poco a poco, en un oscuro bosque de pinos.
Asustado, el monje Tang llamó a Wu-Kung, diciendo:
- ¿Cómo es que en una montaña tan escarpada como ésta hay un bosque tan espeso de
pinos? Deberíamos movernos con cuidado.
- ¿A qué vienen tantas precauciones? - replicó el Peregrino.
- Como muy bien afirma el proverbio - respondió Tripitaka -, "no solemos creer en la
honradez del hombre honrado y siempre andamos protegiéndonos contra las malas
maneras del que es educado en extremo". Tienes que reconocer que, a pesar de la
enorme cantidad de bosques que hemos atravesado, jamás habíamos visto ninguno tan
inmenso y sombrío como éste. ¿No lo ves tú mismo? Se extiende de este a oeste y sus
troncos son tan abundantes, que hacen pensar en un gran ejército que se desplazara de
norte a sur. Es como si ya se hubiera adentrado en las nubes y se aprestara a invadir, de
un momento a otro, los cielos. Lo más desazonante, de todas formas, es que las zarzas
crecen por doquier y entre los troncos de los árboles se extiende una tupida red de
enredaderas y lianas cubiertas de espinos. Parece como si estos árboles estuvieran
empeñados en impedir el paso tanto a los viajeros que se desplazan del este hacia el
oeste, como a los que se dirigen hacia el norte, procedentes del sur. Aquí dentro podría
pasarse medio año sin saber la estación en la que se está o caminar durante kilómetros y
kilómetros sin ver el resplandor de las estrellas. La vegetación que cubre el suelo es, si
cabe, aún más espesa. He de reconocer que jamás había visto juntos tal cantidad de
olmos, enebros centenarios, pinos capaces de hacer frente a las heladas, melocotoneros
silvestres, peonías e hibiscos. Crecen tan cerca unos de otros y en tan perfecto desorden,
que hasta los mismos dioses encontrarían dificultad en orientarse entre ellos. Por si esto
no fuera suficiente, están los cantos de todos esos pájaros: los chillidos de los loros, los
graznidos de las picazas y los cuervos, que se lanzan entre las ramas de los árboles para
dar de comer a sus retoños, los trinos melodiosos de las oropéndolas, los cantos de los
petirrojos y los lamentos de las rojizas golondrinas. Se tiene la impresión de que aquí
hasta los grajos serían capaces de hablar y las cornejas, de recitar sufras. ¿Es que no ves
aquel tigre 3 moviendo el rabo y ese otro haciendo ruidos extraños con los dientes? Allí
mismo, sin ir más lejos, hay una zorra disfrazada de mujer y, un poco más allá, un lobo
de pelaje gris lanzando aullidos a los árboles. Aquí hasta el Devaraja Li-Ching se
echaría a temblar, aunque tiene poder para dominar a los monstruos.
A pesar de esas palabras, el Gran Sabio Sun no perdió la compostura. Agarró con
fuerza la barra de hierro y abrió entre la maleza un ancho sendero, para que pudiera
pasar tranquilamente el monje Tang. De esa forma, continuaron caminando sin ninguna
preocupación, durante medio día. El bosque, sin embargo, no parecía tener fin.
- A lo largo de nuestro peregrinar hacia el Oeste - comentó Tripitaka - hemos cruzado
montañas y bosques a cual más peligrosos y traicioneros, pero ninguno tanto como éste.
He de reconocer, de todas formas, que este punto concreto por el que ahora estamos
pasando posee un encanto especial. No parece, de hecho, muy peligroso con todas esas
flores y plantas tan agradables a la vista. Me gustaría sentarme un poco a descansar. El
caballo podría pastar a sus anchas y, si sois capaces de encontrar algo de comer,
trataríamos de aliviar el hambre.
- Bajad del caballo, maestro - le pidió el Peregrino -. Voy a ver si encuentro algún sitio
en el que mendigar algo de arroz.
Tripitaka así lo hizo y Ba-Chie fue a atar al animal a un árbol, mientras el Bonzo Sha
buscaba entre el equipaje el cuenco de las limosnas. En cuanto el Peregrino lo tuvo en
sus manos, se volvió hacia el maestro y dijo:
- Creo que aquí estáis seguro, así que no tengáis miedo. En seguida vuelvo.
Con gesto solemne Tripitaka fue a sentarse a la sombra de un pino. Ba-Chie y el Bonzo
Sha empezaron a buscar flores y frutos silvestres, por lo que, de momento, no
hablaremos más de ellos. Sí lo haremos, sin embargo, del Gran Sabio, que se elevó
inmediatamente por los aires. Al mirar hacia lo lejos, vio que el bosque estaba envuelto
en una neblina de santidad y buenos augurios. Su resplandor le emocionó de tal manera,
que no pudo por menos de exclamar:
- ¡Extraordinario! ¡Realmente extraordinario!
Sin embargo, no lo dijo por el paisaje que se extendía ante sus ojos, sino por las
inalcanzables cualidades del monje Tang que le trajo a la mente la belleza de cuanto
veía. Se trataba, en efecto, de la reencarnación de la Cigarra de Oro, un hombre virtuoso
en extremo que se había dedicado a las prácticas ascéticas durante diez reencarnaciones
seguidas. Eso explicaba que su cabeza estuviera rodeada de un halo tal de santidad, que
sus efectos se dejaban sentir en todo el bosque.
- Yo, por el contrario - reflexionó el Peregrino -, cuando, hace aproximadamente
quinientos años, sumí el Palacio Celeste en una confusión total, recorrí a lomos de las
nubes hasta el último rincón de los cuatro mares y visité los lugares más inalcanzables
de los Cielos. No contento con eso, reuní a todos los dioses y los obligué a que me
concedieran el título de Gran Sabio, Sosia del Cielo. Después de dominar tigres y
derrotar dragones, borré mi nombre y el de todos los míos de los archivos del Reino de
la Muerte. Entonces lucía sobre la cabeza una triple corona de oro, protegía mi cuerpo
con una coraza de oro puro, calzaba unos zapatos de andar por las nubes y sostenía en
las manos una barra de hierro con los extremos de oro. A mis órdenes tenía nada menos
que a setenta y siete monstruos, que me llamaban Respetable Gran Sabio. ¡Qué vida
llevaba yo entonces! Ahora, sin embargo, que he conseguido escapar del tremendo
castigo al que me sometieron los Cielos, debo someterme a ese hombre y considerarme
su discípulo. Pero, mirándolo bien, si su cabeza está envuelta en una neblina tan potente
de santidad y buenos augurios, no me cabe la menor duda de que, cuando regresemos a
las Tierras del Este, recibiremos la recompensa debida a tantos esfuerzos.
Cuando más concentrado estaba recordando su pasado y el de su maestro, vio una
espesa masa de humo negruzco surgiendo de la tierra hacia el sur del bosque.
Sorprendido ante tan repentina aparición, se dijo:
- O mucho me equivoco o detrás de ese humo se esconde algo realmente malvado. Ni
Ba-Chie ni el Bonzo Sha son capaces de producir una humareda de ese tipo.
El Gran Sabio trató de determinar a toda prisa cuál era el origen de tan extraño
fenómeno, por lo que, de momento, no hablaremos más de él. Sí lo haremos, sin
embargo, de Tripitaka, que continuaba sentado en el corazón mismo del bosque,
meditando sobre la presencia iluminadora de Buda en todo cuanto existe. Cuando más
concentrado estaba recitando sutras, oyó gritar a alguien con voz muy débil:
- ¡Auxilio! ¡Socorro!
- ¡Cielo santo! - exclamó Tripitaka, sorprendido -. ¿Cómo es posible que haya alguien
en este bosque gritando de esa manera? Por fuerza tiene que tratarse de alguien al que le
aterra pensar en los lobos y tigres que debe de haber por aquí cerca. Lo mejor será que
vaya a echar un vistazo.
Inmediatamente se puso en pie y se dirigió, entre los cedros milenarios y los pinos
inmortales, en la dirección de la que provenían los gritos. Tuvo que meterse entre una
maraña de enredaderas y lianas, pero al final logró ver a una muchacha atada al tronco
de un árbol realmente gigantesco. Tenía la parte superior del cuerpo sujeta al pino con
una auténtica red de ramas de parra, mientras que, de cintura para abajo, estaba
enterrada en el suelo.
- ¿Se puede saber por qué os han atado de esta forma, joven Bodhisattva? - preguntó el
maestro, deteniéndose ante ella.
Se trataba, obviamente, de un monstruo, pero él, como sólo poseía ojos mortales, fue
incapaz de verlo así. Al oír la pregunta, el monstruo empezó a llorar y las lágrimas
fluyeron copiosas por sus sonrosadas mejillas, que recordaban un melocotón. Su
hermosura era tan extraordinaria, que, por contemplarla, los peces se habrían olvidado
de nadar y los gansos se habrían hundido en los estanques. El brillo de sus ojos
recordaba las estrellas y su cuerpo poseía tal perfección, que ante su belleza la luna
palidecía y las flores se cubrían de vergüenza. Sin atreverse a acercarse, el maestro
volvió a preguntar:
- ¿Qué crimen habéis cometido, para que os traten con tanto rigor? Hablad, de una vez,
para que este humilde monje pueda salvaros de vuestro tormento.
- Mi hogar - mintió el monstruo con una voz capaz de hacer enloquecer al hombre más
sensato - se encuentra en el Reino de Bin-Be, a unos quinientos kilómetros de aquí. Mis
padres, unas personas piadosas y virtuosas en extremo, siempre han sido amables con
todos sus amigos y jamás han tenido una sola discusión con sus parientes. Puesto que
estamos en la época de la Clara Luminosidad, se les ocurrió invitar a varios familiares a
ir a limpiar las tumbas de nuestros antepasados y a presentar ofrendas a los espíritus de
los muertos. Toda la familia partió hacia la montaña cargada con toda clase de viandas.
Apenas habíamos colocado las ofrendas y prendido fuego al papel moneda para los
difuntos, cuando oímos una gran algarabía de tambores y gongs. Antes de que
pudiéramos reaccionar, cayeron sobre nosotros unos bandidos armados hasta los dientes
con cuchillos y palos. El terror se apoderó de nosotros. A pesar de todo, mis padres y el
resto de mis familiares consiguieron montar en los carros y caballos y escaparon lo más
deprisa que pudieron. Como soy tan joven y no puedo correr, caí al suelo y esos
bandidos terminaron atrapándome. El primero de sus jefes quiso tomarme como
concubina, pero también lo deseaban el segundo, el tercero y el cuarto y empezaron a
pelear a causa de mi belleza. Los setenta u ochenta hombres que componían la banda
tomaron partido por uno u otro y lucharon entre sí con un ensañamiento propio de
mortales enemigos. Al final, comprendiendo que así no iban a llegar a ningún acuerdo,
decidieron atarme a este árbol y se marcharon a otra parte a cometer fechorías. Yo llevo
aquí cinco días con sus cinco noches, esperando morir de un momento a otro. Gracias al
cielo, habéis aparecido vos y atribuyo tan grande fortuna a algún mérito de particular
valor que en su día adquirieron mis antepasados. Os suplico, por tanto, que os apiadéis
de mí y me salvéis la vida. Si lo hacéis, tened la seguridad de que jamás olvidaré vuestra
amabilidad ni aunque me encuentre en la otra parte de los Nueve Arroyuelos del Reino
de la Muerte.
Apenas hubo acabado de decirlo, volvió a abandonarse al llanto. Movido a compasión,
el propio Tripitaka se puso a llorar y gritó con la voz anegada por el llanto:
- ¡Venid aquí en seguida, discípulos! ¡Daos prisa!
Ba-Chie y el Bonzo Sha estaban recogiendo flores y frutas en el interior del bosque,
cuando oyeron la voz angustiada del maestro.
- O mucho me equivoco - dijo el Idiota - o nuestro preceptor acaba de encontrar a uno
de sus parientes.
- Estás mal de la cabeza - replicó el Bonzo Sha, soltando la carcajada -. ¿De dónde iba
a haber salido ese pariente, si no nos hemos cruzado con nadie en todo el camino?
- ¿Con quien crees que estará llorando si no es con alguien muy allegado a él? - insistió
Ba-Chie -. Lo mejor será que vayamos a ver.
El Bonzo Sha se mostró totalmente de acuerdo y regresaron a toda prisa al lugar en el
que se habían separado.
- ¿Qué ocurre, maestro? - preguntaron, agarrando el equipaje y tirando de las riendas
del caballo.
- Desatad a aquella muchacha que hay allí - contestó el monje Tang, señalando con el
dedo -. No podemos renunciar a salvarle la vida.
Sin pensarlo dos veces, el Idiota se dispuso a hacer lo que le había ordenado el maestro.
El Gran Sabio, mientras tanto, había visto cómo la humareda negra iba oscureciendo
poco a poco el aura de luz y exclamó, preocupado:
- ¡La cosa se está poniendo realmente fea! Eso sólo puede significar que el maestro está
a punto de correr un grave peligro. Lo mejor será que vuelva a ver qué es lo que pasa.
Ya habrá tiempo después para pedir limosnas.
Inmediatamente dio media vuelta a la nube en la que viajaba y fue a parar al centro
mismo del bosque. Ba-Chie estaba muy ocupado desatando a la muchacha. El Peregrinó
se llegó hasta él y le dio un empujón que le lanzó dando tumbos contra el suelo.
Desconcertado, el Idiota levantó la cabeza y dijo:
- ¿A qué viene tratarme con tan poca consideración? Si me he puesto a desatar a esta
mujer, ha sido porque así me lo ha ordenado el maestro.
- Te aconsejo que no sigas haciéndolo - respondió el Peregrino, soltando la carcajada -.
No es más que un monstruo, que está tratando de engañarnos.
- ¡Maldito mono! - exclamó Tripitaka, perdiendo la paciencia -. ¿Cómo puedes decir
semejantes locuras? ¿A quién se le ocurre confundir a una muchacha en apuros con un
monstruo?
- Comprendo que os cueste trabajo creerlo - se defendió el Peregrino -, pero éste es,
precisamente, el método más burdo del que se valen los monstruos para conseguir carne
humana. ¡No lo sabré yo bien!
- No le creáis, maestro - dijo, entonces, Ba-Chie, alargando el hocico -. Está claro que
esta muchacha pertenece a alguna familia de por aquí. ¿Cómo puede afirmar que sea un
monstruo, si ni siquiera la conoce y prácticamente acaba de llegar, procedente de las
Tierras del Este? Lo único que pretende es que la dejemos aquí, para volver después de
un salto y pasar un buen rato con ella. ¡Siempre le ha encantado hacer todo a
escondidas!
- ¿Cómo puedes decir semejantes barbaridades? - le regañó el Peregrino -. ¿Cuándo me
has visto, en todo este tiempo que llevamos juntos, hacer las barbaridades que acabas de
sugerir? No soy tan estúpido como tú, que valoras más el sexo que la vida y que eres
capaz de vender a tus amigos por un simple grano de arroz. ¿Acaso has olvidado cuando
aceptaste casarte con aquella muchacha y terminaste atado a un árbol? 4
- Está bien. De acuerdo - reconoció Tripitaka -. Wu-Kung siempre ha tenido buena
vista para estas cosas. Si insiste en que no le hagamos caso, por algo será. Cojamos
nuestras cosas y continuemos nuestro camino.
- Eso está mejor - contestó el Peregrino, aliviado -. Esa decisión os ha salvado la vida.
Montad en el caballo y salgamos, de una vez, de este bosque de pinos. En cuanto lo
hayamos hecho, buscaré una aldea Y pediré algo de comer.
Sin hablar más del asunto, los cuatro monjes recogieron su equipaje y siguieron
caminando. Al verlo, al monstruo le rechinaron los dientes de rabia y se dijo:
- Había oído comentar que ese tal Sun Wu-Kung poseía unos poderes mágicos
realmente extraordinarios. La decisión que acaba de tomar confirma ampliamente esos
rumores. De todas formas, tengo un tanto a mi favor: desde su más tierna infancia el
monje Tang se ha dedicado a la ascesis y no ha permitido jamás que una sola gota de
yang escapara de su cuerpo. Si deseaba atraparle, era precisamente con el fin de copular
con él y, así, convertirme en una inmortal de la Gran Mónada. Lo que menos me
esperaba es que fuera a aparecer ese maldito mono y arrebatármelo delante de mis
narices, cuando estaba a punto de echarle mano. Si me hubiera desatado, me habría
abrazado a él y no habría habido manera de arrancarle de mis brazos. Pero no estoy
dispuesta a dejarle escapar así como así, después de lo mucho que he anhelado este
momento. Voy a llamarle de nuevo un par de veces a ver qué pasa.
Sin liberarse de sus ataduras, el monstruo lanzó hasta los oídos del monje Tang una
brisa cargada de falsa virtud, que decía:
- ¿Cómo esperáis ver a Buda y conseguir sus escrituras, si pasáis ante un ser humano
sin aliviar sus penas?
Al escuchar tan convincentes razones, el monje Tang tiró inmediatamente de las
riendas del caballo y dijo:
- ¡Wu-Kung, vuelve inmediatamente a liberar a esa muchacha!
- ¿Por qué no seguís adelante? - protestó el Peregrino -. ¿Qué os ha hecho cambiar tan
pronto de parecer?
- Me sigue suplicando que la salve - respondió Tripitaka.
- ¿Has oído tú algo, Ba-Chie? - preguntó el Peregrino.
- Debo de tener las orejas taponadas, porque tampoco yo he oído nada - contestó el
Idiota.
- ¿Y tú, Bonzo Sha? - insistió el Peregrino -. ¿Has oído algo?
- Yo iba delante con el equipaje y no estaba prestando atención - se disculpó el Bonzo
Sha -. De todas formas, creo que no. No he oído absolutamente nada.
- Ni yo tampoco - concluyó, triunfante, el Peregrino -. ¿Qué ha sido exactamente lo que
os ha dicho esa mujer, maestro? ¿Cómo es posible que sólo vos la hayáis oído?
- Lo que decía tenía mucho sentido - aclaró el monje Tang -. De hecho, me preguntó:
"¿Cómo esperáis ver a Buda y conseguir sus escrituras, si pasáis ante un ser humano si
aliviar sus penas?". Como afirma el proverbio, "salvar una vida es mucho más virtuoso
que construir una pagoda de siete plantas". Es preciso que la liberemos en seguida, de lo
contrario, no nos servirá de nada presentar nuestros respetos a Buda y conseguir las
escrituras.
- Cuando os empeñáis en hacer algo bueno, no hay nadie en el mundo capaz de haceros
cambiar de idea - replicó el Peregrino, sonriendo -. Recapacitad en la cantidad de
montañas que habéis traspuesto desde el comienzo del viaje y en el elevado número de
monstruos con los que os habéis enfrentado desde que abandonasteis las Tierras del
Este. Son miles y miles los que he tenido que machacar con mi barra de los extremos de
oro, después de haberos llevado prisionero a sus respectivas cavernas. Hoy os topáis con
uno solo y os negáis a perderle de vista para siempre. ¿Por qué os empeñáis en
liberarla?
- Los antiguos decían - sentenció el monje Tang -: "Por muy pequeño que sea el bien,
nunca dejes de hacerlo; evita, además, obrar el mal, por muy insignificante que
parezca".
- Vistas desde ese ángulo las cosas - concluyó el Peregrino -, lo único que puedo
deciros es que la responsabilidad es exclusivamente vuestra, no mía. Si estáis decidido a
ponerla en libertad, poco puedo decir yo para haceros cambiar de idea. Si tratara de
convenceros de lo contrario, os pondrías furioso conmigo. Corred a liberarla, si es eso lo
que queréis.
- Deja de hablar, de una vez - le ordenó el monje Tang -. Siéntate aquí, mientras Ba-
Chie y yo nos encargamos de todo.
El monje Tang regresó al interior del bosque y pidió a Ba-Chie que desatara las cuerdas
que tenían a la muchacha sujeta al árbol de la cintura para arriba. Cuando hubo
concluido, cogió el rastrillo y le desenterró la cintura y las piernas. En cuanto se sintió
libre, el monstruo se sacudió la falda y siguió al monje Tang más allá de los lindes del
bosque con el recato propio de una esclava. Al verlos, el Peregrino se echó a reír tan
descontroladamente, que el maestro perdió la paciencia y le regañó, diciendo:
- ¡Maldito mono! ¿Se puede saber por qué te ríes de esa forma?
- Porque - respondió el Peregrino conteniendo a duras penas la risa -, cuando os sonría
la fortuna, vuestros amigos os colmarán de alabanzas, mientras que una dama se
ocupará de consolaros, cuando todos os vuelvan la espalda.
- ¡Maldito mono! - repitió el monje Tang -. ¿Qué tonterías son ésas? Soy monje desde
el momento mismo en que abandoné el seno de mi madre. Si ahora me encuentro de
camino, es con el fin de presentar mis respetos a Buda y conseguir las escrituras por
expreso deseo del emperador. ¿A qué viene hablar de buena o mala fortuna cuando no
he tratado en ningún momento de conseguir el más pequeño beneficio?
- Precisamente porque lleváis siendo monje desde que nacisteis - contestó el Peregrino
con la sonrisa en los labios -, lo único que realmente sabéis hacer bien es leer sutras y
recitar el nombre de Buda. No estáis al tanto de las leyes que rigen fuera de los muros
de los monasterios. Ésta es una muchacha joven y hermosa y nosotros, un grupo de
desarrapados que han renunciado a la familia. Si la aceptamos como compañera de
viaje, siempre habrá gentes sin escrúpulos que nos acusarán de habernos acostado con
ella, sin prestar ninguna atención a nuestros deseos de presentarnos ante Buda y pedirle
las escrituras. Incluso, si logramos salir bien parados de esos cargos, pueden acusarnos
muy bien de haberla raptado. Sabéis que eso os supondrá la expulsión de todos los
monasterios y una paliza que os dejará medio muerto. A Ba-Chie le enviarán a galeras y
el Bonzo Sha tendrá que hacer trabajos forzados durante algún tiempo. Yo mismo me
veré obligado a servirme de mis poderes mágicos para salir indemne de un asunto tan
complicado. Es posible que siempre hable demasiado, pero os aseguro que no me
gustaría verme metido en un tema tan deshonroso como ése.
- ¿Por qué no dejas de decir tonterías, de una vez? - le regañó, enfadado, el monje Tang
-. He decidido salvarle la vida y asunto concluido. ¿Cómo va a meternos en todos esos
líos que acabas de mencionar? Si surge algún problema, yo solo cargaré con la
responsabilidad.
- No lo dudo - respondió el Peregrino -. Pero deberíais pensar que, más que salvarla, lo
que estáis haciendo es condenarla.
- ¿Cómo puedes decir eso, si la estoy sacando del bosque precisamente para que viva? -
objetó el monje Tang.
- Atada a ese árbol - explicó el Peregrino -, podría haber durado cinco o siete días, o
quizás incluso hasta medio mes, ya que no tenía a mano nada de comida y eso la hubiera
conducido irremediablemente a la muerte. De todas formas, hubiera conservado intacto
su cuerpo. Ahora, sin embargo, que la habéis librado, tendrá que seguiros a pie,
mientras que el caballo que vos montáis es tan rápido como el mismo viento. A
nosotros, por supuesto, no nos importa seguiros, pero esta muchacha tiene unos pies tan
delicados y pequeños, que le costará Dios y ayuda mantener el ritmo que vos marcáis.
Si se queda detrás, es muy posible que caiga en poder de un tigre o de un leopardo, que
acabarán con ella en un abrir y cerrar de ojos. ¿No es ésa, precisamente, una forma de
condenarla a muerte?
- Ciertamente - reconoció Tripitaka -. Es una suerte que hayas reparado en eso. ¿Qué
podemos hacer para remediarlo?
- Podéis montarla en el caballo junto a vos - se apresuró a contestar el Peregrino.
- ¿Cómo va a cabalgar conmigo? - protestó el monje Tang y se abandonó a un silencio
culpable.
- ¿Cómo va a seguir el ritmo de nuestros pasos? - insistió el Peregrino.
- Que cargue Ba-Chie con ella - respondió Tripitaka.
- ¡Qué suerte la del Idiota! - exclamó el Peregrino, soltando la carcajada.
- No hay peso ligero que no haga terriblemente pesada la distancia - replicó Ba-Chie -.
¿Cómo puedes decir que la suerte me acompaña por tener que cargar con alguien a las
espaldas?
- Pero tienes un morro tan largo - bromeó el Peregrino -, que no te costará mucho darte
la vuelta y divertirte un poco con ella. ¿No te parece ésa una idea francamente
extraordinaria?
- ¡No, no y no! - protestó Ba-Chie, saltando como un loco y dándose terribles golpes en
el pecho -. Si el maestro desea azotarme, estoy dispuesto a aguantar el dolor todo lo que
sea necesario. Pero jamás podré soportar llevar a una mujer como ella a las espaldas. A
ti siempre te ha gustado burlarte de los demás, pero esta vez no vas a salirte con la tuya.
¡Simplemente no estoy dispuesto a cargar con ella!
- Está bien - concluyó Tripitaka -. Me bajaré del caballo y caminaré a su ritmo. Ba-Chie
puede encargarse de tirar de las riendas.
- ¡Qué suerte la del Idiota! - volvió a exclamar el Peregrino, ahogándose en sus propias
carcajadas -. ¡Hasta el maestro le pide que tire del caballo! 5
- ¡Este estúpido mono no sabe nada más que decir tonterías! - le regañó una vez más,
Tripitaka -. Como muy bien decían los antiguos, "aunque un caballo es capaz de
recorrer miles y miles de kilómetros, es imposible que llegue más allá de cien metros, si
no le guía un jinete". No veo ningún problema en que se ajuste al ritmo de mis pasos.
Así lograremos sacar a esta joven bodhisattva de la montaña. En cuanto lleguemos a
algún lugar habitado, la dejaremos allí y daremos por concluida nuestra misión de
liberarla.
- No tengo nada que objetar a ese plan - concluyó el Peregrino -. ¿A qué esperáis para
ponerlo en práctica?
Desde aquel momento se encargó de abrir el camino. Le seguían el Bonzo Sha con el
equipaje, Ba-Chie con el caballo y la muchacha y el Peregrino con su terrible barra de
hierro. Al cabo de unos cuarenta o cincuenta kilómetros empezó a oscurecer, pero
afortunadamente descubrieron en la distancia un edificio impresionante con los techos
cubiertos de adornos y esculturas.
- Por fuerza tiene que tratarse de un templo o de un monasterio - comentó Tripitaka -.
No estaría de más que nos acercáramos a pedir alojamiento para esta noche. Nos
volveremos a poner en camino tan pronto como haya amanecido.
- De acuerdo - contestó el Peregrino -. Vayamos hacia allá.
- Es mejor que os mantengáis a un lado, mientras yo voy a pedir alojamiento - dijo
Tripitaka a sus discípulos, al llegar a la puerta -. Os llamaré en cuanto pueda.
Todos se quedaron a la sombra de unos sauces. El Peregrino no quitaba el ojo a la
muchacha, siempre dispuesto a actuar con su barra de hierro. Al acercarse, el maestro
comprobó, sorprendido, que las puertas del santuario se encontraban en un estado
realmente lamentable. Estaban arqueadas y medio podridas y lanzaron un quejumbroso
chirrido, cuando las hizo girar sobre sus goznes. Dentro el ambiente no era más
alentador. Los pasillos yacían en un silencio sobrecogedor y la sensación de abandono
era total. Alfombras de musgo medio seco cubrían todo el suelo, mientras que los
hierbajos se habían apoderado de todos los senderos. No había más luces encendidas
que las que lanzaban las luciérnagas. Los conductos de agua estaban secos e invadidos
por los sapos. Ante semejante espectáculo el maestro no pudo evitar que las lágrimas
fluyeran, copiosas, por sus mejillas. Las paredes presentaban horrorosos desconchones y
amenazaban una ruina inminente. Todas las habitaciones se encontraban vacías y en un
desorden escalofriante. Los escombros formaban patéticos montones al lado mismo de
columnas a punto de derrumbarse, sobre las que descansaban unas vigas totalmente
combadas. Los hierbajos crecían por todas partes. Los pebeteros habían dejado de lanzar
nubes de incienso y ahora sólo contenían polvo y cenizas. La torre se hallaba a punto de
derrumbarse y hasta el tambor había perdido su cuero. Todos los cristales yacían rotos
por el suelo, permitiendo el paso a la lluvia y al viento. No era extraño que la estatua de
Buda hubiera perdido el dorado y las imágenes de los arhats estuvieran tiradas encima
del pavimento. La escultura de Kwang-Ing se había convertido en barro a causa de la
lluvia; el florero con la ramita de sauce se había desprendido de su mano y se
encontraba un poco más allá. Estaba claro que durante el día no ponía el pie en aquel
lugar ningún monje, mientras que por la noche se convertía en la guarida de zorras y
otras bestias. Sólo el viento se atrevía a recorrer, ululando, aquella cueva en la que
buscaban refugio los leopardos y los tigres. En muchas partes las paredes se habían
caído, arrastrando consigo los portones y las tapias. Sobre ese lugar, en el que reinaba el
más escalofriante de los abandonos, disponemos de un poema, que dice:
Armándose de valor, Tripitaka traspuso la segunda puerta y vio que la torre del tambor
se había derrumbado. Lo único que quedaba del, antaño, orgulloso campanario era una
enorme campana de bronce con la porción superior tan blanca como la nieve y la
inferior de un color azul verdoso. Llevaba tantos años tirada en aquel sitio, que la lluvia
había emblanquecido la parte de arriba, mientras que la humedad del suelo había
terminado por cubrir la de abajo de una pátina de hollín y herrumbre. Tripitaka se
abrazó a ella y, acariciándola con cariño, exclamó:
- ¡Con qué orgullo colgabas de lo alto, cuando la torre se erguía por encima de los
árboles, como si fuera una montaña! Tu tañido hacía temblar las artísticas vigas que te
sostenían y llegaba hasta el mismo límite de los Cielos. Tu primera llamada de bronce
se confundía con el canto de los gallos al amanecer y la última coincidía con el
crepúsculo, cuando el sol se ponía, cansado, tras la línea del horizonte ¿Dónde estarán el
fundidor que te formó y el herrero que te forjó? Han pasado tantos años desde entonces,
que por fuerza tienen que hallarse ya en el Reino de la Muerte. ¡De ellos no queda ni el
recuerdo y a ti te faltan hasta las ganas de tañer!
Sin pretenderlo, al lamentarse de aquella manera, el maestro llamó la atención del
encargado de mantener vivo el fuego para quemar el incienso. Al oír hablar a alguien,
pensó que se trataba de algún espíritu y, cogiendo un trozo de ladrillo, lo lanzó con
todas sus fuerzas contra la campana. El bronce lanzó un profundo gemido que hizo caer
al maestro por tierra. A duras penas logró ponerse en pie y trató de huir a toda prisa,
pero, con tan mala suerte que tropezó con la raíz de un árbol y de nuevo volvió a dar
con las narices en el suelo. Sin apenas fuerzas para moverse, se quejó, diciendo:
- ¿Por qué has tenido que aturdirme con ese tañido, cuando este humilde monje estaba
llorando tu suerte? Comprendo que llevas tantos años sin ver a nadie a lo largo de este
camino que conduce al Paraíso Occidental, que te has convertido en un espíritu.
El encargado del fuego corrió, entonces, a levantarle del suelo, explicándole,
avergonzado:
- No tengáis miedo, maestro. La campana no ha sufrido ninguna transformación. Si ha
emitido ese tañido, ha sido porque yo la aticé con un ladrillo.
El maestro volvió la cara, pero, al ver lo cetrino y feo que era el encargado, se puso a
temblar aún más y exclamó:
- ¿No seréis vos, por casualidad, algún monstruo? Si es así, os aseguro que no soy una
persona ordinaria, sino un emisario del Gran Emperador de los Tang. Traigo conmigo a
tres discípulos que son auténticos maestros en el arte de dominar tigres y derrotar
dragones. Si te atreves a hacerme algún daño, ten por seguro que acabarán contigo en un
abrir y cerrar de ojos.
- Por lo que más queráis, maestro, no tengáis miedo - le suplicó el encargado,
postrándose de hinojos -. Yo no soy ningún monstruo, sino el encargado de mantener
vivo el fuego de este monasterio. Al oír vuestros lamentos, me levanté para daros la
bienvenida, pero entonces caí en la cuenta de que, quizás, erais algún demonio y arrojé
un ladrillo contra la campana, para alejarle de este santo lugar. ¿Qué queréis que os
diga? Su sonido me da fuerzas para abandonar, de vez en cuando, mi escondite.
Levantaos, por favor. ¡Os lo suplico!
- ¡Menudo susto me has dado! - exclamó el monje Tang, casi repuesto del todo -.
Llévame al interior del monasterio, si no te importa.
El encargado le condujo a través de una tercera puerta, cuyo interior no tenía que ver
absolutamente nada con el abandono que reinaba en la parte que acababan de dejar. Las
paredes se hallaban cubiertas de unos baldosines azulados que hacían pensar en la
vaporosidad de las nubes. Su delicada tonalidad hacía juego con el color verdoso de las
tejas del edificio principal, dentro del cual se veían las imágenes de los inmortales,
ribeteadas en oro. Se llegaba hasta ellas subiendo por unas escaleras construidas con
bloques de jade blanco. Una luz de tonalidades verdosas reverberaba en el Salón del
Gran Héroe, mientras que en la Cámara de los Puros adquiría una coloración más bien
rojiza. En la Sala de Manjusri, por su parte, abundaban motivos más coloristas y tan
evanescentes como nubes, que contrastaban con la elegancia de las flores que aparecían
pintadas en el Salón de las Transmigraciones. Enfrente de la Torre de los Cinco
Bienaventurados había un pebetero que repetía las formas arqueadas de los tejados y
hacía pensar, con el vuelo caprichoso de las volutas del incienso, en bordados de
intrincado e irrepetible diseño. Junto a la torre las cañas de los bambúes se mecían al
viento, poniendo un contrapunto de delicadeza a los robustos troncos de los pinos que
daban sombra a la entrada del Salón Budista. En el interior del Palacio de la Nube de
Jade brillaba una luz dorada, al tiempo que se veían flotar por doquier retazos rojizos de
neblinas de buena fortuna. Al amanecer se levantaba una brisa cargada de aromas que
llegaba hasta el último rincón del templo. Al anochecer, por el contrario, cuando se
acallaban todos los rumores de la montaña, el batir de los tambores que acompañan el
rezo escalaban las cumbres y se perdían en la distancia. En aquel lugar se trabajaba a la
luz del sol y se meditaba bajo los resplandores de la luna. En aquel mismo instante la
luz de una lámpara parpadeaba en el centro mismo de una de las paredes que daban al
patio, mientras avanzaba por la alameda una brisa cargada de suaves aromas. Al ver
todo aquello, Tripitaka no se atrevía a entrar y terminó preguntando al encargado:
- ¿A qué se debe que la parte delantera esté tan abandonada y ésta, por el contrario, se
encuentre cuidada con tanto esmero?
- Hay demasiados monstruos y bandidos en esta montaña, para protegerlo todo con la
misma constancia - explicó el encargado, soltando la carcajada -. De hecho, cuando
hacía bueno, asolaban toda la región con sus correrías y se refugiaban en el monasterio,
cuando los cielos se encapotaban o se ponían grises. Fueron ellos los que derribaron las
imágenes sagradas y las usaron como asiento, al tiempo que arrancaban todo lo que
pudiera arder y hacían hogueras con ello. Los monjes del monasterio eran demasiado
débiles para luchar contra esos desalmados y decidieron entregarles la parte de delante,
para que descansaran, cuando les diera la gana. Así ha quedado separado claramente el
mundo de los justos del de los malvados. En el Oeste organizamos las cosas de esta
manera.
- Ahora comprendo - contestó Tripitaka.
Al entrar en el monasterio, vio que, encima de la puerta principal, había una placa de
piedra de gran tamaño, en la que aparecían inscritas las siguientes palabras: "Monasterio
del Zen Pacificador de los Mares". Apenas la hubieron dejado atrás, vieron acercarse a
un monje con un gorro de lana sesgado hacia la izquierda, pendientes de cobre en las
orejas y una túnica de lana persa. Sus ojos eran tan claros, que parecían estar hechos de
plata. En las manos llevaba una carraca de extraño diseño, con la que se acompañaba
para salmodiar ciertas escrituras de corte bárbaro. Por mucho que lo intentó, Tripitaka
no consiguió recordar textos tan singulares. Estaba claro que aquel monje era un lama
perteneciente de lleno al mundo del Occidente. En seguida se quedó prendado de la
atractiva apariencia del maestro: frente despejada, cráneo bien moldeado, orejas cuyos
lóbulos le llegaban hasta los hombros, manos tan largas que le llegaban hasta las
rodillas... Eran, en fin, tan perfectos todos sus rasgos, que parecía la reencarnación viva
de un arhat. Sin dejar de sonreír, el lama se llegó hasta él, le dio un par de pellizcos en
la mano y en la pierna, frotó su nariz contra la del maestro y le tiró, finalmente, de la
oreja. De esta forma tan complicada se valió para darle la bienvenida. Sin pérdida de
tiempo, Tripitaka fue conducido a los aposentos del guardián del monasterio, que le
preguntó, después de saludarle:
- ¿De dónde sois, maestro?
- Vuestro humilde discípulo - respondió Tripitaka con el respeto que de él se esperaba -
es originario de las Tierras del Este y ha sido enviado por el Gran Emperador de los
Tang al Monasterio del Trueno con el encargo de solicitar de Buda la entrega de las
escrituras sagradas. Al pasar por este dignísimo lugar, empezó a hacerse de noche y
decidimos solicitar de vuestra reverencia permiso para pasar la noche en vuestro
honorable monasterio. Es nuestra intención reemprender la marcha tan pronto como
haya amanecido.
- ¿Qué manera de hablar es ésa? - exclamó el guardián, soltando la carcajada -. Los
que, como vos y yo, hemos renunciado a la familia no lo hemos hecho con tan altas
intenciones como las que vos manifestáis, sino movidos por otros motivos, que, al
nacer, dejaron bien claras las Constelaciones Celestes. Nuestros padres eran, de hecho,
demasiado pobres para cuidar de nosotros, circunstancia que explica que renunciáramos
para siempre a la familia. Pienso que, dado que los dos somos seguidores escrupulosos
de Buda, deberíamos hablar entre nosotros con un poco más de sinceridad.
- Pero lo que acabo de deciros es verdad - se defendió Tripitaka.
- Es mucha la distancia que separa las Tierras del Este del Paraíso Occidental - señaló
el guardián, sonriendo con malicia -. Son incontables las montañas que atraviesa el
camino y en cada una de ellas hay cavernas en las que habitan toda clase de monstruos y
demonios. Perdonad que dude de vuestras palabras, pero debéis reconocer que viajáis
solo y que poseéis un porte noble y gentil a la vez. Vamos... que no presentáis la imagen
típica del buscador de escrituras.
- He de reconocer que poseéis un sentido muy fino de la observación - admitió
Tripitaka -. Como muy bien acabáis de decir, un viaje tan largo y peligroso habría
resultado imposible de realizar para un monje tan humilde y sin recursos como yo. Lo
he realizado, de hecho, en compañía de tres discípulos, capaces tanto de abrir nuevos
caminos a través de las montañas, como de construir puentes a lo ancho de los cauces de
agua. Gracias a ellos, he podido llegar hasta vuestro muy dignísimo monasterio.
- ¿Dónde se encuentran ahora esos tres discípulos de los que habláis? - volvió a
preguntar el guardián.
- Esperando ahí fuera - contestó Tripitaka.
- ¿Fuera? - repitió el guardián, vivamente alarmado -. ¿Acaso ignoráis que por esta
zona merodean tigres, lobos, monstruos y todo tipo de extrañas criaturas empeñadas en
devorar a los viajeros? Incluso nosotros no nos atrevemos a alejarnos de día del
monasterio. ¡Cuánto menos de noche! En cuanto anochece, cerramos las puertas y no
dejamos entrar absolutamente a nadie. Salid inmediatamente a ordenad a vuestros
discípulos que entren.
Dos jóvenes lamas se encargaron de cumplir los deseos del guardián, pero, cuando
vieron al Peregrino, casi se caen al suelo del susto, cosa que volvió a ocurrir, cuando se
toparon con Ba-Chie. Dando tumbos, regresaron al monasterio, gritando como locos:
- ¡Qué mala suerte, reverencia! ¡Vuestros discípulos han desaparecido! ¡Ahí fuera no
hay más que tres monstruos horribles!
- ¿Tenéis la amabilidad de describirlos? - les pidió Tripitaka, muy tranquilo.
- Uno parece un dios del trueno - explicó el más joven de los lamas -, otro posee un
morro increíblemente largo y el tercero tiene la cara de color azul verdoso y unos
colmillos espantosos. Lo desconcertante es que con ellos se encuentra una muchacha
bastante atractiva, por cierto.
- Ésos son precisamente mis discípulos - contestó Tripitaka, sonriendo -. La muchacha
es una desconocida a la que salvamos la vida en el mismo corazón del bosque de pinos.
- ¿Cómo es que, siendo vos tan bien parecido - objetó el joven lama -, tengáis unos
discípulos tan feos?
- Es posible que no sean muy agraciados - reconoció Tripitaka -, pero puedo aseguraros
que no existe nadie más provechoso que ellos. Lo mejor que podéis hacer es salir otra
vez a pedirles que pasen, porque ése con la cara de dios del trueno es un poco
impaciente y no me extrañaría que se le ocurriera entrar dando golpes. Al fin y al cabo,
sus orígenes son un tanto distintos de los del hombre.
Temblando de pies a cabeza, los jóvenes lamas volvieron a dirigirse a donde estaban
los peregrinos y, echándose rostro en tierra, dijeron:
- Vuestro maestro, el venerable Tang, os pide que tengáis la bondad de pasar.
- ¿Qué les pasa a éstos? - preguntó Ba-Chie, soltando la carcajada -. ¿Por qué temblarán
tanto, si han venido a invitarnos a entrar?
- Es por lo feos que somos - respondió el Peregrino.
- ¡Menuda tontería! - exclamó Ba-Chie -. Si somos feos, es porque nacimos así, no
porque nos guste serlo.
- De todas formas - concluyó el Peregrino -, será mejor que escondamos un poco
nuestra fealdad.
Sin pérdida de tiempo, el Idiota agachó cuanto pudo la cabeza y escondió el morro
entre el pecho. Parecía otro, mientras tiraba de las riendas del caballo. El Bonzo Sha
cargó con el equipaje y pasó al monasterio delante del Peregrino, que no se apartaba ni
un minuto de la barra de hierro, pendiente siempre de la muchacha. Tras dejar atrás las
tres puertas ruinosas, llegaron al templo propiamente dicho. Después de atar al caballo y
deshacerse del equipaje, entraron en los aposentos del guardián a presentar sus respetos
al lama de mayor dignidad, quien, tras pedirles que tomaran asiento, les fue presentando
a los setenta lamas que componían la comunidad. Una vez terminadas las
presentaciones, se sirvió una espléndida cena vegetariana.
De esta forma, quedó demostrado que en la base de todo mérito siempre se encuentra la
compasión ajena y que, cuando el budismo prospera, no existen barreras para el
entendimiento entre las gentes de bien.
No sabemos, de momento, cómo consiguieron abandonar el monasterio. Quien desee
averiguarlo, tendrá que escuchar con atención las explicaciones que se ofrecen en el
capítulo siguiente.
CAPITULO LXXXI
Decíamos que Tripitaka y sus discípulos llegaron al Monasterio del Zen Pacificador de
los Mares, donde tomaron una espléndida cena vegetariana preparada por los lamas que
habitaban en él. Después de que hubieron comido, sirvieron también a la muchacha
unas cuantas viandas. Para entonces era ya noche cerrada y se habían encendido las
lámparas en los aposentos del guardián. Los lamas se apelotonaban en filas en su
interior, deseosos tanto de averiguar las razones que habían movido al monje Tang a ir
en busca de las escrituras como de echar alguna que otra mirada furtiva a la muchacha.
Tripitaka se volvió hacia el lama de mayor dignidad y le preguntó:
- ¿Tendríais algún inconveniente en explicarnos cómo es el viaje que aún nos queda por
recorrer, una vez que hayamos abandonado vuestro muy dignísimo monasterio?
El lama se echó en seguida rostro en tierra y el maestro se apresuró a levantarle del
suelo, diciendo, sorprendido:
- ¿A qué viene tanto ceremonial? Os he preguntado simplemente por el camino que
todavía nos resta por andar. Levantaos, por favor.
- El sendero que habréis de seguir mañana - respondió el lama - es bastante llano y
regular y, si yo fuera vos, no me preocuparía en absoluto por él. Existe, sin embargo, un
asunto bastante embarazoso del que quisiera hablar con vos antes de nada. En realidad,
quise hacerlo tan pronto como entrasteis por esa puerta, pero temí que pudierais tomarlo
a mal y decidí dejarlo para más adelante. Ahora, sin embargo, que habéis participado de
nuestra mesa, creo que ha llegado el momento de abordarlo directamente. Teniendo en
cuenta el larguísimo camino que lleváis recorrido, doy por sentado que estaréis muy
cansado. Lo justo sería que pasarais la noche en estos aposentos, pero existe el problema
de la joven bodhisattva que viaja con vos pues, francamente, no sé dónde alojarla.
- Os ruego que no penséis mal de nosotros - contestó Tripitaka -. A esta muchacha la
hemos encontrado hoy mismo en el bosque de pinos atada a un árbol. Sun Wu-Kung, el
mayor de mis discípulos, se negó obstinadamente a salvarle la vida, pero yo me dejé
llevar de la compasión y decidí llevarla con nosotros, hasta que encontremos algún lugar
en el que pueda quedarse. No tengo ningún inconveniente en que duerma donde
buenamente queráis vos.
- Puesto que os mostráis tan amable y generoso - replicó el lama -, me gustaría que
pasara la noche en el Salón del Devaraja. Le prepararemos un lecho de pajas justamente
detrás de la imagen y así podrá dormir con toda tranquilidad.
- Me parece muy bien - asintió Tripitaka y los lamas más jóvenes llevaron a la
muchacha a la parte de atrás del monasterio. Todos los demás se marcharon, tan pronto
como el maestro les dio las buenas noches -. Es conveniente que también tú descanses
un poco - dijo Tripitaka a Wu-Kung -. Cuanto antes nos acostemos, antes nos
levantaremos.
Los cuatro se tumbaron en el mismo sitio. Estaban dispuestos a proteger al maestro
costara lo que costara y no se aventuraron a apartarse de su lado. La noche se fue
haciendo cada vez más cerrada. La luna se elevó, majestuosa, por encima del horizonte
y el silencio se fue apoderando, poco a poco, del monasterio 1. Ni uno solo de los
monjes osó turbar la paz que florecía por doquier. Mientras los tambores de la torre
marcaban, con su estridencia, el paso de las vigías, las constelaciones brillaban cada vez
con más intensidad, como si estuvieran hechas de plata. De momento, no hablaremos
más de los monjes ni de cómo fue transcurriendo la noche.
Sí lo haremos, sin embargo, del Peregrino, que, tan pronto como empezó a clarear,
despertó a Ba-Chie y al Bonzo Sha, para que prepararan el equipaje y el caballo. El
maestro estaba todavía dormido y el Peregrino tuvo que despertarle, diciendo:
- Levantaos. Es hora ya de partir.
El maestro levantó un poco la cabeza, pero no respondió.
- ¿Qué os pasa? - preguntó el Peregrino, alarmado.
- No lo sé - contestó el maestro -. Tengo la cabeza pesada, no puedo abrir los ojos y me
duele todo el cuerpo.
Ba-Chie se apresuró a tocarle la frente y descubrió que tenía fiebre.
- Ya sé lo que os pasa - afirmó el Idiota -. Ayer, al ver que el arroz era gratis, comisteis
más de la cuenta y dormisteis con una manta por encima de la cabeza. No hay cosa
mejor para agarrar una indigestión.
- ¡Tonterías! - exclamó el Peregrino -. Dejemos al maestro que nos explique qué es lo
que realmente ha ocurrido.
- He debido de coger frío - dijo Tripitaka -. Ayer por la noche me levanté a hacer mis
necesidades y me olvidé de ponerme el gorro.
- Es probable - admitió el Peregrino -. ¿Creéis que podréis viajar?
- ¿Cómo voy a montar en el caballo, si ni siquiera puedo sentarme? - protestó Tripitaka
-. De todas formas, tampoco me gustaría demorar el viaje por una cosa tan tonta.
- No deberíais decir eso - le regañó el Peregrino -. Como muy bien afirma el proverbio,
"entre un maestro y un padre no existe la menor diferencia". Eso ni más ni menos quiere
decir que ahora somos vuestros hijos. Ya sabéis lo que afirma otro dicho: "No es
necesario criar a tus hijos en la abundancia para que te traten con cariño y
consideración". Si no os sentís bien, no se hable más. Nos quedaremos aquí los días que
sean necesarios. ¿Qué hay de malo en ello?
Los tres se volcaron sobre el maestro con tal dedicación, que apenas se dieron cuenta
de que, por fin, había terminado de amanecer, había caído la tarde y, de nuevo, había
vuelto a hacerse de noche, para clarear con la misma rapidez que el día anterior. De esta
forma, pasaron dos días. Al tercero el maestro se sentó, por fin, en el lecho y dijo a Wu-
Kung:
- Me he sentido tan mal estos días atrás, que ni siquiera te he preguntado por esa joven
bodhisattva que rescatamos en el bosque. ¿Se ha preocupado alguien de darle de comer?
- ¿A qué viene preocuparse ahora por ella? - replicó el Peregrino, soltando la carcajada
-. De lo único que debierais ocuparos es de recuperar cuanto antes la salud.
- Tienes razón - reconoció Tripitaka -. Ayúdame a incorporarme y tráeme un pincel,
papel y tinta. Si no lo encuentras por ahí, vete a pedírselo a los lamas del monasterio.
- ¿Puede saberse para qué lo queréis? - preguntó el Peregrino.
- Deseo escribir una carta, en la que pienso incluir nuestro documento de viaje -
contestó el maestro -. La llevarás personalmente a Chang-An y solicitarás una entrevista
con el Emperador Tai - Chung.
- No hay cosa más fácil - se apresuró a decir el Peregrino -. Es posible que en otros
asuntos haya mucha gente que me aventaje, pero en eso de llevar cartas os aseguro que
no hay nadie mejor que yo. De un salto, me presentaré en Chang-An y se la entregaré al
señor de los Tang. Pero no os preocupéis, porque estaré de vuelta antes de que se os
haya secado el pincel. De todas formas, ¿cómo se os ha ocurrido, así, de repente,
escribir una carta? Si no os importa, me gustaría saber qué es lo que pensáis decir en
ella.
- Lo que quiero decir - respondió el maestro con lágrimas en los ojos - es lo siguiente:
"Vuestro súbdito inclina tres veces seguidas su cabeza ante vos y os hace llegar sus más
vivos deseos de prosperidad y larga vida. Es mi deseo que esta carta sea leída en
presencia de todos los dignatarios, tanto civiles como militares, y que no se quede ni
uno solo de los nobles sin conocer su contenido. Abandoné las Tierras del Este, por
mandato expreso del emperador, con la esperanza de entrevistarme con Buda en la
Montaña del Espíritu. No podía imaginar entonces las innumerables pruebas por las que
había de pasar ni la interminable lista de sufrimientos a los que había de estar sometido.
La enfermedad se ha abatido ahora sobre mí con tal saña, que me resulta imposible
seguir adelante. Las puertas del Palacio de Buda se me antojan en este momento tan
lejanas como las de los Cielos. Todos mis esfuerzos han resultado en vano, ya que he
agotado mi vida en ese loco empeño de ir en busca de las escrituras. Os suplico, pues,
que busquéis a otra persona más digna que yo y carguéis sobre sus hombros una
responsabilidad tan pesada".
Al oírle hablar de esa forma, el Peregrino rompió a reír como un loco y, al final,
concluyó:
- Eso es todo producto de la debilidad. ¿A qué viene llevar hasta esos extremos una
enfermedad que no reviste la menor gravedad? Aun en el caso de que se convierta en un
asunto de vida o muerte, lo único que tenéis que hacer es decírmelo e inmediatamente
descenderé al Reino de las Sombras a preguntar, enfurecido: ¿A qué Rey de las
Tinieblas se le ha ocurrido tomar una decisión tan equivocada? ¿Quién, entre el número
de los Jueces Infernales, ha osado emitir una orden tan intempestiva? ¿A cuál de los
mensajeros de la muerte le ha cabido el deshonor de venir a comunicar tan nefasta
proclama? Si se niegan a ofrecerme una respuesta satisfactoria, soy capaz de perder la
paciencia y de arrasar el Reino de las Sombras con la misma facilidad con que en su día
sumí el Palacio Celeste en una confusión total y absoluta. Os prometo que, en cuanto
eche mano a esos Diez Reyes de la Muerte, les arrancaré uno a uno los tendones y no
pararé hasta que no haya acabado con todos ellos.
- No hables de esa forma tan grandilocuente, por favor - le pidió Tripitaka -. ¿Por qué
no admites, de una vez, que estoy enfermo de gravedad?
- No te entiendo - regañó Ba-Chie al Peregrino, acercándose a ellos -. El maestro dice
que se encuentra muy mal y tú te empeñas en negarlo. Esto se está volviendo cada vez
más complicado. Creo que deberíamos vender el caballo y repartirnos el equipaje. Así
dispondríamos de dinero para el funeral y no tendríamos que separarnos muertos de
vergüenza por no haber cumplido, como debíamos, con nuestras obligaciones.
- ¡Otra vez diciendo esas tonterías! - se quejó el Peregrino -. ¿Por qué te empeñas en no
creer que el maestro sea el segundo discípulo de Tathagata, el Venerable Cigarra de
Oro, que fue castigado a sufrir todas estas calamidades, por no atender debidamente a
las explicaciones de la Ley?
- ¿No te parece que ya ha sufrido bastante por ello? - replicó Ba-Chie -. No sólo se ha
reencarnado en las Tierras del Este, un lugar donde reina la calumnia y domina la
difamación, sino que, después de prometer que iría a visitar a Buda y a conseguir las
escrituras sagradas, se ha visto sometido a toda clase de afrentas por parte de los
monstruos y demonios con los que se ha encontrado. ¿Es que no es suficiente que le
hayan atado y colgado de las vigas? ¿Por qué tiene que estar sujeto también a la tiranía
de la enfermedad?
- Quizás no lo sepas - contestó el Peregrino -, pero el maestro se quedó dormido,
mientras Buda explicaba la Ley. Eso le hizo balancearse hacia un lado y, con el pie
izquierdo, machacó un grano de arroz. A eso precisamente obedece que haya pasado
tres días enfermo en esta Región Inferior.
- ¡Pues estamos frescos! - exclamó Ba-Chie, asustado -. Con la cantidad de comida que
tiro cuando como, ¡sólo el Cielo sabe cuántos años de cama me aguardan a mí!
- Pareces olvidar - le recordó el Peregrino - que a Buda no se le escapa absolutamente
nada. Como suele decirse, el arroz se planta cuando el calor es más intenso y crece con
el sudor de quien lo cuida. ¿Por qué olvida, entonces, quien lo come el sufrimiento que
se esconde detrás de cada grano? Al maestro le queda aún un día de cama. Te aseguro
que mañana se encontrará mejor. Ya lo verás.
- He de reconocer que hoy me siento bastante más aliviado que ayer - admitió Tripitaka
-, pero tengo una sed devoradora. ¿Os importaría traerme un poco de agua?
- ¡Eso está mejor! - exclamó el Peregrino -. Eso es señal de que la mejoría no tardará en
llegar. Si no os importa, me gustaría ir a por el agua - y, cogiendo la escudilla de las
limosnas, se dirigió a la parte de atrás del monasterio.
Allí se encontró con unos lamas con los ojos totalmente rojos, aunque, según parecía,
les deba vergüenza llorar a lágrima viva y sólo se contentaban con sollozar.
- ¿Se puede saber por qué estáis tan tristes? - les preguntó el Peregrino -. Es verdad que
llevamos con vosotros más tiempo del que habíamos previsto, pero os aseguro que,
cuando nos vayamos, os pagaremos todo el arroz y la leña que habéis gastado con
nosotros. No comprendo cómo podéis comportaros de una forma tan poco hospitalaria.
- ¡El cielo nos libre! - exclamaron los lamas, echándose en tierra y más turbados,
incluso, que antes.
- ¿Qué queréis decir con eso? - volvió a preguntar el Peregrino -. No, no. Mejor es que
no me lo digáis. Comprendo que el monje del morro alargado tiene un apetito feroz y no
me extrañaría nada que hubiera acabado con todas vuestras reservas.
- En este monasterio - explicó uno de los lamas - somos más de cien religiosos de todas
las edades y puedo aseguraros que con lo que come uno de nosotros en un solo día
podríamos alimentaros a todos vosotros durante más de tres meses. ¿Cómo vamos a
negaros lo poco que hasta ahora nos habéis gastado?
- Entonces - insistió el Peregrino -, ¿se puede saber por qué estáis llorando?
- Porque estamos seguros de que se nos ha colado en el monasterio un monstruo terrible
- respondió otro de los lamas -. Hace dos noches dos de los más jóvenes subieron a la
torre a tocar el tambor y la campana y no volvieron a bajar. Por la mañana encontramos
en el jardín de atrás sus sombreros y sus sandalias, pero de ellos no había ni rastro.
Mejor, de todas formas, hubiera sido no haberlos encontrado, porque, cuando hallamos
sus esqueletos, no tenían encima ni un pedacito de carne. Cuesta trabajo admitirlo, pero
en los tres días que lleváis en nuestro monasterio hemos perdido a seis hermanos. Por
ellos precisamente estamos llorando aquí escondidos. Quizás deberíamos habéroslo
dicho, pero no nos atrevíamos a molestaros con nuestros problemas, sabiendo, además,
que vuestro maestro se encuentra muy enfermo.
Al oír tan desconcertantes nuevas, el Peregrino no supo qué responder. Pronto cayó, sin
embargo, en la cuenta de lo que pasaba y dijo:
- No es necesario que me contéis nada más. Está claro que hay un demonio entre
nosotros. Si no os importa, me gustaría realizar ciertas investigaciones.
- Hay dos clases de monstruos - replicó otro de los lamas -: los que carecen de poderes
espirituales y los que se elevan por encima de las nubes, llegando, incluso, a entrar y
salir a su antojo del Reino de las Tinieblas. Los antiguos lo decían con toda claridad:
"No creas en la honradez del que se tiene por honrado y desconfía de las malas maneras
del que siempre obra con corrección". Perdonadme por lo que voy a deciros, pero, si
conseguís liberar a este monasterio del azote de ese monstruo, nos sentiremos los
hombres más felices del mundo. Si, por el contrario, fracasáis, todo habrá terminado
para nosotros.
- ¡Qué quieres decir con eso! - exclamó el Peregrino, sorprendido.
- Aunque en este monasterio somos más de cien monjes - explicó el lama -, todos lo
llevamos siendo desde que éramos niños. Eso explica que nos cortemos nosotros
mismos el pelo y confeccionemos las túnicas que vestimos con nuestras propias manos.
En cuanto amanece, abandonamos el lecho, nos lavamos la cara y nos dedicamos a
nuestros rezos con las cabezas inclinadas y las palmas de las manos juntas. Al declinar
el día, no escatimamos esfuerzos para quemar varillas de incienso y salmodiar una y
otra vez el nombre de Buda. Con sumo respeto dirigimos nuestros cansados ojos hacia
su imagen, sentada en lo más alto del loto de los nueve estrados, con la esperanza de ver
aparecer, en su espléndido barco de la misericordia, al incomparable y por todos
honrado Sakya de Jetavana2. Después inclinamos, una vez más, la cabeza y
escudriñamos nuestros propios corazones. Nos esforzamos por no hacer ninguna de las
cinco cosas prohibidas y tratamos de trascender el mundo que nos rodea, conscientes de
que detrás de la infinita variedad de las formas y los fenómenos se esconden el vacío y
la nada. Cuando nuestros benefactores vienen a visitarnos, tanto los viejos como los
jóvenes, los altos como los bajos, los gordos como los flacos, hacemos sonar nuestros
peces de madera y nuestras tablillas doradas y nos ponemos a recitar el Sutra del Loto o
un fragmento del Cántico del Rey Liang 3. Cuando no se hallan entre nosotros las
personas que nos sustentan, lo mismo los nuevos que los antiguos, los conocidos que los
que no se tratan, los iletrados que los sabios, juntamos las palmas de las manos,
cerramos los ojos y nos sentamos a meditar en silencio sobre unas esterillas que
extendemos a los pies de la luna 4. No nos arrancan de nuestra concentración ni los
cantos de las oropéndolas ni el trinar insistente de los pájaros. Simplemente carecen de
lugar en el interior de nuestro misericordioso Mahayana. Con prácticas como éstas se
comprende que no seamos capaces de atrapar tigres, doblegar dragones, derrotar
monstruos o, incluso, reconocer a los demonios. Si vos podéis hacerlo, mucho nos
tememos que ese diablo se sienta enojado por vuestras pesquisas y acabe con todos
nosotros de una sola vez, pues no es un secreto para nadie que ese tipo de bestias posen
un apetito insaciable. De esa forma, todos caeremos en la Rueda de la Transmigración,
nuestro monasterio quedará totalmente destruido y no gozaremos de la gloria de
Tathagata, cuando se siente en su trono de misericordia. ¿No os parecen suficientes
desgracias para unos humildes lamas como nosotros?
Al oírles hablar de esa forma, la furia se encendió en el corazón del Peregrino y la ira
brotó del centro mismo de sus riñones. Eso hizo que terminara perdiendo la paciencia y
gritando:
- ¿Cómo podéis ser tan estúpidos? ¿Es que no sabéis más que hablar de ese monstruo?
¿Acaso desconocéis las hazañas del Mono?
- Nos tememos que así es - reconocieron los lamas sin alterarse.
- En ese caso - concluyó el Peregrino -, dejadme que os las resuma y escuchad con
atención. En la Montaña de las Flores y Frutos aprendí a domar tigres y a doblegar
dragones. No contento con eso, ascendí al Palacio Celeste y lo sumí en una confusión
total y absoluta. Acuciado por el hambre, tomé unas pastillas del elixir de Lao-Tse, no
muchas, sólo dos o tres, y me las tragué tranquilamente. Lo mismo hice con el vino del
Emperador de Jade, cuando me vi asaltado por la sed. Como quien no quiere la cosa,
bebí seis o siete copas de tan preciado licor. Cuando abro mis ojos de pupilas de fuego,
sale de ellos tal luminosidad, que el cielo se oscurece y hasta la luna pierde parte de su
fulgor. Cargado con mi barra de los extremos de oro, una maravilla ni demasiado larga
ni demasiado corta, voy donde buenamente me apetece, sin importarme que haya
monstruos o que sus poderes sean tan altos como los cielos. Cuando me ven con ella, se
echan a correr, temblando de miedo, en busca de un sitio donde esconderse. Saben que,
en cuanto les dé alcance, van a terminar con el cuerpo partido por la mitad, o convertido
en polvo o transformado en cenizas. No en balde posee los poderes mágicos de los Ocho
Inmortales que cruzaron el mar. No os preocupéis, hermanos. Atraparé a ese monstruo,
para que dejéis de preocuparos y comprendáis quién es el Mono.
Al oír semejante confesión, los lamas empezaron a sacudir la cabeza y a comentar entre
sí:
- Aunque está claro que a este monje le gusta fanfarronear y hacer uso de expresiones
grandilocuentes, por fuerza tiene que haber algo de cierto en eso que acaba de
contarnos.
Todos empezaron a tratarle con gran respeto y dieron el visto bueno a su plan, menos el
lama de mayor dignidad, que se opuso a que lo llevara a efecto, diciendo:
- Esperad un momento. Vuestro maestro aún no se ha recuperado del todo y opino que,
antes de dedicaros a atrapar a esa bestia, deberíais volcar todos vuestros esfuerzos en
lograr cuanto antes su curación. Como muy bien afirma el proverbio, "en los banquetes
los príncipes comen o se emborrachan, mientras que en el campo de batalla los
guerreros son heridos o mueren". Si os enfrentáis a ese monstruo, es posible que vuestro
maestro se vea comprometido, de alguna manera, en la refriega, cosa nada aconsejable,
habida cuenta de su estado.
- Tenéis razón - contestó el Peregrino -. Voy a llevarle un poco de agua. Pero no os
preocupéis, que en seguida vuelvo.
Con el cuenco de las limosnas lleno hasta el borde, se despidió de los lamas y regresó a
toda prisa a los aposentos del guardián.
- Maestro - dijo en tono jovial -, aquí tenéis el agua que he ido a buscar.
Tripitaka levantó la cabeza, se llevó el cuenco a la boca y tomó un trago muy largo. Se
confirmó, así, que cuando uno está realmente sediento, una simple gota de agua supera
en dulzura al mismo rocío y, cuando se aplica la medicina correcta, la enfermedad se
desvanece como por arte de magia.
Al ver que el maestro iba recobrando las fuerzas y que su rostro se cubría del tinte
sonrosado que siempre había tenido, el Peregrino le preguntó:
- ¿Queréis tomar un poco de caldo de arroz?
- Esta agua fresquita es un auténtico elixir - afirmó Tripitaka -. De hecho,
prácticamente ha hecho desaparecer la mitad de mi enfermedad. Creo que tomaré un
poco de esa sopa que dices, si es que la hay, por supuesto.
- ¡El maestro se ha recuperado! - gritó el Peregrino, loco de contento -. ¿Cómo iba a
querer tomar, si no, un poco de sopa de arroz?
Sus gritos alertaron a los lamas, que a toda prisa lavaron el arroz, lo cocieron,
prepararon unos pocos tallarines, amasaron unos cuantos panecillos e hirvieron el caldo.
Con esas viandas llenaron cuatro o cinco mesas, aunque el monje Tang sólo tomó medio
cuenco de sopa de arroz. El Peregrino y el Bonzo Sha dieron cuenta de una de las
mesas, mientras Ba-Chie engullía, una tras otra, las cuatro restantes. Después de recoger
los palillos y de encender las lámparas, los lamas se retiraron a descansar.
- ¿Cuántos días llevamos aquí? - preguntó Tripitaka.
- Tres días enteros - respondió el Peregrino -. Mañana al anochecer se cumplirá el
cuarto día.
- Eso quiere decir que nos hemos retrasado muchísimo - concluyó, preocupado,
Tripitaka.
- No hay forma de saberlo - contestó el Peregrino -. Proseguiremos el viaje mañana
mismo.
- Me parece muy bien - afirmó Tripitaka con decisión -. Aunque no me encuentre
recuperado del todo, nos pondremos en camino al amanecer.
- En ese caso - concluyó el Peregrino -, tendré que capturar al monstruo esta misma
noche.
- ¿Qué clase de monstruo te has propuesto atrapar esta vez? - exclamó Tripitaka,
sobresaltado.
- Hay uno en este monasterio - afirmó el Peregrino -. Lo mejor será que le eche mano,
antes de que prosigamos el viaje.
- Aún no he acabado de recuperarme y ¿ya estás otra vez tú con ésas? - se quejó
Tripitaka -. Suponte que ese monstruo tiene unos poderes realmente extraordinarios y te
cuesta atraparle más de lo que en un principio habías calculado. ¿No pondrás con eso en
peligro nuestra empresa?
- ¡Cuidado que os gusta dejarme en mal lugar! - protestó el Peregrino -. ¿Cuándo me
habéis visto fracasar a la hora de dominar monstruos? Reconozco que con algunos tardo
más tiempo que con otros, pero la verdad es que siempre termino venciendo.
- El proverbio lo dice claramente - afirmó Tripitaka, agarrándole del brazo -: "Haz un
favor, cuando puedas hacerlo; perdona a quien te ofende, siempre que te sea posible".
¿Puede compararse, acaso, la premura con la efectividad, o es más noble la tolerancia
que la agresividad?
Al ver la pasión con la que el maestro se oponía a que terminara con el monstruo, el
Gran Sabio Sun no tuvo más remedio que confesarle la verdad diciendo:
- No quería alarmaros, pero la verdad es que la bestia de que os hablo ha devorado ya a
varios lamas.
- ¡¿A cuántos se ha comido?! - exclamó el monje Tang, aterrado.
- En los tres días que llevamos en este monasterio - respondió el Peregrino - ha acabado
con seis de los lamas más jóvenes.
- Cuando muere una liebre - sentenció el maestro -, el zorro la llora, porque cada
animal se lamenta por los de su misma especie. Si un monstruo ha devorado a varios
lamas de este monasterio, no me queda más remedio que pedirte que lo atrapes, porque,
para bien o para mal, también yo soy un monje. Eso sí: te aconsejo que tengas mucho
cuidado.
- No será necesario - contestó el Peregrino -. Acabaré con él en un abrir y cerrar de
ojos.
A la luz de las lámparas ordenó a Ba-Chie y al Bonzo Sha que cuidaran del maestro y,
de un salto, abandonó los aposentos privados del guardián. Antes de llegar al edificio
principal, levantó la vista y vio que el cielo estaba cuajado de estrellas, aunque la luna
no había salido todavía. El edificio yacía en una oscuridad absoluta y tuvo que arrojar
una bocanada de fuego inmortal que almacenaba en el interior de su cuerpo para
encender el pebetero de cristal. Después hizo sonar la campana orientada hacia el este y,
al cabo de unos segundos, la que miraba hacia el oeste. Todavía no se habían acallado
las vibraciones del bronce, cuando sacudió ligeramente el cuerpo y se transformó en un
joven lama de no más de doce o trece años. Vestido con una camisa de paño blanco y
una túnica de seda amarilla, se puso a salmodiar escrituras, al tiempo que golpeaba sin
cesar los dos trocitos de madera con forma de pez. Permaneció en el interior del edificio
hasta la hora de la primera vigilia, pero no sucedió nada extraño a su alrededor. A la
hora de la segunda vigilia, sin embargo, cuando la luna empezaba a elevarse por el
horizonte, oyó el impresionante ulular de un viento huracanado. En su seno viajaba una
niebla negruzca, que oscureció el cielo y pintó una mancha de tinieblas sobre la tierra.
Era como si alguien hubiera vertido distraídamente sobre los cinco puntos cardinales un
tintero o un cubo de pintura azul oscuro. Al principio se limitó a levantar remolinos de
suciedad y polvo, pero pronto empezó a derribar tal cantidad de árboles, que la luna se
puso a temblar de espanto. Soplaba con tanta violencia, que hasta la misma Chang-Er se
tuvo que agarrar a su árbol y el conejo de jade se vio obligado a esconder su plato de
hierbas. Los Nueve Planetas cerraron a toda prisa las puertas de sus palacios, cosa que
también se vieron precisados a hacer los Reyes Dragón de los Cuatro Océanos, los
dioses protectores de las ciudades y los espíritus que moran en los santuarios. Las
divinidades que habitan en el aire fueron incapaces de mantenerse a flote por encima de
las nubes y hasta los Reyes de Ultratumba buscaron el consuelo de sus servidores con
cara de caballo, al tiempo que sus magistrados corrían, como locos, detrás de sus túnicas
arrebatadas por el vendaval. Algunas de las piedras y rocas que arrastraba llegaron hasta
la misma cumbre del Monte Kun-Lun, mientras los lagos y los ríos hervían con el
tumulto de sus olas encrespadas. De pronto el viento amainó y se extendió por doquier
un penetrante aroma de orquídeas. El Peregrino no tardó en percibir el tintineo que
produce el jade al chocar entre sí. Intrigado, levantó la cabeza y vio acercarse a una
muchacha realmente hermosísima.
- ¡E - li, e - la! - salmodió el Peregrino, haciendo como si estuviera repitiendo textos
sagrados.
La muchacha se llegó hasta él y, abrazándole con cariño, le preguntó:
- ¿Qué clase de escrituras estáis salmodiando, pequeño maestro?
- Las que he prometido recitar toda mi vida - contestó el Peregrino.
- ¿Cómo es que estáis cantando, cuando todo el mundo se encuentra descansando? -
volvió a preguntar la muchacha.
- ¿Por qué no habría de hacerlo, si he hecho un voto? - respondió el Peregrino.
La muchacha le abrazó con más ternura que antes y, dándole un beso, sugirió:
- ¿Qué te parece, si vamos a la parte de atrás a divertirnos un poco?
El Peregrino volvió la cara hacia un lado y dijo:
- Lo siento mucho, pero pareces un poco falta de luces.
- ¡¿Es que no sabes interpretar los rasgos de la cara?! - exclamó la muchacha.
- Un poco - reconoció el Peregrino.
- Entonces, léeme el rostro - suplicó la muchacha -. Desearía que me dijeras qué clase
de persona soy yo.
- Puedo ver con toda claridad - mintió el Peregrino - que la familia de tu marido te ha
echado de casa por ser coqueta y casquivana.
- ¡Es imposible que hayas visto semejante cosa! - protestó la muchacha -. Te has
equivocado de medio a medio. Yo no soy ninguna casquivana a la que los suyos hayan
expulsado de su hogar. Lo que ha ocurrido ha sido que, debido a las faltas cometidas
durante una reencarnación anterior, fui entregada en matrimonio a un joven que no sabía
nada de las cosas del amor y eso me ha movido a abandonarle esta misma noche. Pero,
afortunadamente, la luz de la luna y de las estrellas me ha traído hasta vuestro lado,
dando a entender que desde siempre hemos estado predestinados el uno para el otro.
Vayamos al jardín de atrás y hagamos allí el amor.
- Así que esos estúpidos lamas - se dijo el Peregrino, sacudiendo la cabeza - se dejaron
llevar por la lujuria y perdieron la vida como tontos. ¡Qué mujer! ¡Hasta a mí se ha
propuesto seducirme! Perdonad, señora - añadió en voz alta -, pero soy todavía muy
joven y no entiendo mucho sobre eso de hacer el amor.
- No importa - replicó la muchacha -. Sígueme y yo te enseñaré.
- Está bien - volvió a decirse el Peregrino, sonriendo -. La seguiré y veré qué es lo que
realmente desea de mí.
Agarrados de la mano y con el brazo por encima del hombro, salieron del edificio
principal y se dirigieron hacia el jardín de la parte de atrás. Cuando más distraído
estaba, la muchacha le echó la zancadilla y el Peregrino cayó de bruces al suelo.
- ¡Cariño! - suspiró la muchacha, tratando como loca de agarrarle del pene.
- ¡¿Es que te has propuesto devorarme?! - exclamó el Peregrino, valiéndose de sus artes
para hacerla caer también al suelo. A pesar de la violencia con que lo había hecho, la
muchacha volvió a suspirar:
- Se nota que sabes tumbar a una dama.
- Si no la ataco ahora - se dijo el Peregrino -, jamás lograré doblegarla. Como muy bien
afirma el dicho, "el que golpea el primero tiene más probabilidades de vencer; el que se
retrasa en hacerlo, se expone a perder la vida".
Con las manos en las caderas, sacó el pecho cuanto pudo y, dando un salto, recobró la
forma que le era original. Sin pérdida de tiempo, agarró la barra de los extremos de oro
y descargó un golpe terrible sobre la cabeza de la muchacha. Hasta el monstruo se dijo,
sorprendido ante semejante cambio:
- ¡Este joven lama es realmente extraordinario!
Abrió cuanto pudo los ojos y descubrió que su oponente era, en realidad, el mayor de
los discípulos del monje Tang, en concreto ese que decía apellidarse Sun. Pese a todo,
se repuso en seguida y se aprestó a hacerle frente. La muchacha poseía un rostro dorado
y el cuerpo cubierto de una pelambre tan blanca como la nieve. Su palacio estaba
situado en el interior de la tierra, donde hallaba todo el silencio y toda la seguridad que
necesitaba. Durante trescientos años se había dedicado a las prácticas ascéticas, cosa
que le había brindado la posibilidad de visitar en varias ocasiones la Montaña del
Espíritu. Hubo un tiempo, pues, en el que sólo se alimentaba de flores y cera, hasta que
fue expulsada del Reino de la Mente por el propio Tathagata. El Devaraja Li-Ching la
adoptó, sin embargo, como hija y, así, se convirtió en hermana del Príncipe Nata. Nada
tenía que ver, pese a todo, con el pájaro sagrado que se empeñó en llenar de cascotes los
mares 5, ni con la tortuga que transporta sobre su concha la montaña de los inmortales 6.
Su valor era tal, que no tenía miedo a enfrentarse con la espada mágica de Lei-Huan 7 ni
con la cimitarra de Lü-Chian 8. Poseía, de hecho, energía suficiente para recorrer una
distancia superior a la longitud de los ríos Han o Yang - Tse e, incluso, para saltar por
encima de los montes Tai y Hang. ¿Quién podía pensar, al contemplar la dulzura y la
belleza de su rostro, que se trataba simplemente del espíritu de un vulgar roedor?
Consciente de sus extraordinarios poderes mágicos, tomó dos espadas y empezó a
descargar golpes a derecha e izquierda. El fragor del acero al entrechocar con el hierro
se extendió, como el resplandor de un rayo, tanto por el este como por el oeste. Aunque
no cabía la menor duda de que el Peregrino era un luchador mucho más experimentado
que la muchacha, le costó bastante trabajo dominarla. Se levantó, de golpe, un viento
frío y pareció como si la luna menguante hubiera perdido todo su esplendor. Ése fue el
momento en que la batalla adquirió su punto más álgido. El monasterio yacía en un
silencio absoluto y los edificios ofrecían un aspecto triste y desolado, como si temieran
la suerte que pudiera correr su paladín en la batalla que se estaba librando en el jardín de
la parte de atrás. Tanto el Gran Sabio Sun, un inmortal de intachable moralidad, como la
muchacha del pelaje blanco, una auténtica reina de la belleza, desplegaron toda la
panoplia de sus extraordinarios poderes. Mientras la mujer trataba de dejar en mal lugar
al bonzo, éste se esforzaba por deslumbrarla con la sola fuerza de su sabiduría. ¿Quién
podía afirmar que aquélla fuera una joven bodhisattva, al verla blandir con tanta
maestría sus dos temibles espadas? Afortunadamente, los ataques de la barra de los
extremos de oro eran más feroces que el rostro de los espíritus que guardan las puertas
de los infiernos. Al entrechocar, el acero lanzaba una auténtica lluvia de estrellas,
mientras que el hierro emitía un fragor que recordaba el rolar del trueno. La violencia de
la batalla alcanzó tales extremos, que los martines pescadores caían al suelo,
atolondrados, los patos chocaban, desorientados, contra los muros de las casas y los
palacios, los monos chillaban, espantados, al ver palidecer la luna de Sechuan, y los
gansos gritaban, aterrados, bajo el inabarcable firmamento de Chou. A pesar de todo,
los dos luchadores exhibían una técnica tan perfecta, que los dieciocho arhats no
pudieron por menos de lanzar gritos de asombro, al tiempo que los treinta y dos devas
se mostraban cada vez más preocupados. Lejos de perder vitalidad, los golpes del Gran
Sabio iban ganando vigor por momentos. El monstruo comprendió que no iba a poder
seguir resistiendo, pero no por eso dejó de combatir. Pronto ideó un plan y empezó a
retroceder, cosa que hizo exclamar al Peregrino, furioso:
- ¿Se puede saber a dónde vas, puta maldita? ¡Ríndete de una vez y deja de recular!
Sin decir una sola palabra, el monstruo continuó cediendo terreno. Cuando el Peregrino
estaba a punto de echarle mano, se quitó de un tirón la zapatilla de flores del pie
izquierdo y, echando sobre ella una bocanada de aire mágico, gritó, al tiempo que
recitaba un conjuro:
- ¡Transfórmate! - y al punto se convirtió en una copia tan perfecta de sí misma, que no
le faltaban ni las espadas. De esa forma, pudo montar en el viento y escapar a toda prisa.
La estrella de la desgracia no había dejado de brillar sobre la cabeza de Tripitaka y, al
pasar por los aposentos del guardián del monasterio, la muchacha tuvo la feliz idea de
arrebatarle en el torbellino en el que viajaba. Como una exhalación, se elevaron hacia
las nubes y, en un abrir y cerrar de ojos, llegaron al Monte Atrapador del Vacío. Nada
más entrar en la Caverna sin Fondo, la muchacha ordenó a sus sirvientas que prepararan
un convite nupcial totalmente vegetariano, por lo que, de momento, no hablaremos más
de ellos.
Sí lo haremos, sin embargo, del Peregrino, que continuó luchando contra el falso
monstruo, hasta que logró asestarle un golpe, que le lanzó, dando tumbos, al suelo.
Entonces fue cuando descubrió que había estado batiéndose con una vulgar zapatilla de
flores. Comprendiendo en seguida lo que había ocurrido, corrió al lado de su maestro,
pero, como había supuesto, no pudo encontrarle por ningún sitio. El Idiota y el Bonzo
Sha estaban charlando tranquilamente, ajenos por completo a lo que había pasado. Sin
pensar lo que hacía, el Peregrino levantó la barra de hierro y gritó, enloquecido:
- ¡Voy a acabar con vosotros dos, inútiles!
El Idiota estaba tan aterrado, que no sabía por dónde escapar. El Bonzo Sha, por su
parte, dando muestras de una serenidad propia de un general de la Montaña del Espíritu,
cargo que realmente ostentaba, se volvió hacia el Peregrino y, postrándose de hinojos,
dijo:
- Ahora comprendo qué es lo que ocurre. Quieres acabar con nosotros, para volver
tranquilamente al sitio del que partiste y no tener que liberar al maestro.
- Lo que voy a hacer - le corrigió el Peregrino - es mataros primero a los dos y después
ir en su busca yo solo.
- ¿Cómo puedes decir una cosa así? - le echó en cara el Bonzo Sha, sonriendo -. Sin
nosotros te encontrarás en la situación que describe el proverbio. Ya sabes a cuál me
refiero. A ese que afirma: "Con una mano no se puede aplaudir, de la misma forma que
sin hebras no hay ovillo". ¿Quieres decirme quién va a cuidar del caballo y del equipaje,
cuando tú tengas que pelear? Es mejor que hagamos como Kwan y Bao 3, cuando
dividieron las riquezas, o como Sun y Pang, cuando se enfrentaron a muerte. Como
afirmaban los antiguos, "para atrapar un tigre se requiere la ayuda de gente de tu propia
sangre, de la misma forma que, si quieres guerrear, lo que debes hacer es buscar tropas
leales". ¿Qué vas a conseguir acabando con nosotros? Mañana por la mañana uniremos
nuestros esfuerzos a los tuyos y, así, lograremos liberar antes al maestro.
Aunque el maestro poseía unos poderes mágicos realmente extraordinarios, tenía
también un corazón muy sensible y, al ver al Bonzo Sha postrado a sus pies, dominó su
enfado y dijo:
- Está bien. Levantaos. Mañana buscaremos la forma de dar con el maestro.
Al ver que, por esta vez, no iba a castigarle, el Idiota prometió al Peregrino, loco de
contento:
- Yo me ocuparé de todo. Ya lo verás.
Con tanta excitación, apenas pudieron pegar ojo en toda la noche. Parecía como si con
cada movimiento de cabeza que hacían pudieran adelantar la salida del sol o fueran
capaces de barrer las estrellas del cielo con el ritmo impaciente de su respiración. Sin
poderlo resistir, se levantaron del lecho y permanecieron sentados hasta que empezó a
clarear por el oriente. Cuando se disponían a partir en busca del maestro, se presentaron
varios de los lamas del monasterio y les preguntaron:
- ¿Adonde van vuestras paternidades?
- Es difícil decirlo - respondió el Peregrino, sonriendo -. Ayer alardeé ante vosotros de
que no iba a costarme gran cosa acabar con ese monstruo. La realidad ha sido que, no
sólo no lo he conseguido, sino que se ha llevado a mi maestro. Precisamente nos
disponíamos a ir en su busca, cuando habéis entrado.
- ¡La cantidad de problemas que os ha causado nuestro llanto! - exclamaron los lamas,
cada vez más asustados -. ¿Hacia dónde pensáis dirigir vuestras pesquisas?
- Conocemos un lugar que ofrece ciertas posibilidades de éxito - respondió el
Peregrino.
- En ese caso - concluyó uno de los lamas -, no es menester que os deis tanta prisa.
Comed algo, antes de partir.
Inmediatamente trajeron unos cuantos cuencos de sopa de arroz, de los que Ba-Chie dio
buena cuenta en un abrir y cerrar de ojos.
- ¡Buenos lamas! - exclamó, cuando hubo llenado el estómago
En cuanto hayamos liberado a nuestro maestro, volveremos a divertirnos un poco más
con vosotros.
- ¿Todavía quieres comer más? - le regañó el Peregrino -. ¿Por qué no vas al Salón del
Devaraja a ver si todavía sigue allí la muchacha?
- No es necesario que lo hagas - se apresuró a contestar uno de los lamas -. Se quedó
allí una noche, pero al día siguiente no había ni rastro de ella.
El Peregrino se despidió, entonces, de los lamas y pidió a Ba-Chie y al Bonzo Sha que
cogieran el equipaje y el caballo y se dirigieran hacia el este.
- Creo que te has equivocado - comentó Ba-Chie -. ¿Para qué quieres que vayamos en
esa dirección?
- ¿No lo adivinas? - replicó el Peregrino -. La muchacha a la que liberamos el otro día
estaba atada en el bosque de pinos. Con ayuda de mis pupilas de fuego en seguida supe
que se trataba de un monstruo, pero vosotros insististeis en que era una persona
francamente encantadora y la llevamos con nosotros. Por si aún lo dudáis, fue ella la
que se comió a esos lamas y secuestró después al maestro. ¡A menuda bodhisattva se os
ocurrió poner en libertad! En fin, lo lógico es que vayamos a buscar al maestro al lugar
en el que nos encontramos con ella.
- ¡Tienes razón! - exclamaron, admirados, los dos al tiempo -. A pesar de tu tosco
aspecto, pocas personas hay tan inteligentes como tú. Venga. ¿A qué esperamos para
ponernos en camino?
Al adentrarse en el bosque, vieron una espesa masa de nubes y una persistente neblina
que iba desdibujando, poco a poco, todos los contornos. El paisaje se tornaba más
abrupto a cada paso que daban y el camino serpenteaba entre las rocas, cruzándose a
trechos con senderos de zorros y liebres. No cabía duda de que aquél era un lugar
habitado únicamente por tigres, leopardos y lobos. De todas formas, no hallaron entre
los árboles ni rastro del monstruo ni del infortunado Tripitaka. Incapaz de dominar por
más tiempo la impaciencia, el Peregrino agarró con fuerza la barra de hierro y,
sacudiendo ligeramente el cuerpo, adoptó la forma con la que había sumido el Palacio
Celeste en una confusión absoluta. Le salieron tres cabezas y le crecieron seis brazos,
cada uno de los cuales sostenía una barra de los extremos de oro, con las que empezó a
destrozar el bosque. Al verlo, Ba-Chie se volvió hacia el Bonzo Sha y le dijo:
- Está furioso, porque no puede dar con el maestro.
Pero la furia del Peregrino consiguió arrancar de su plácida existencia a dos ancianos,
el dios de la montaña y el espíritu de aquel lugar, que se echaron inmediatamente rostro
en tierra y dijeron:
- Os damos nuestra más respetuosa bienvenida, Gran Sabio.
- ¡Qué barra más extraordinaria! - exclamó Ba-Chie -. Apenas se ha puesto a derribar
árboles con ella, se han presentado el dios de la montaña y el espíritu de este lugar. Si
sigue descargando golpes, estoy seguro de que viene a saludarnos hasta el mismísimo
Emperador de Jade.
- ¡Qué falta de principios habéis demostrado con vuestra vergonzosa conducta! - regañó
el Peregrino a los dos ancianos -. Habéis hecho de los malhechores que pueblan esta
montaña vuestros amigos más íntimos, cerrando vuestros ojos al mal y vuestros oídos a
la voz de la justicia. Con tal de que os ofrezcan sacrificios, sois capaces de vender a
vuestros propios padres. Lo malo es que también os habéis aliado con un monstruo que
acaba de secuestrar a mi maestro. ¿En dónde le ha escondido? ¡Responded, si no queréis
que acabe con vosotros a golpes!
- El Gran Sabio no está bien informado de lo que ocurre - respondieron los dos dioses,
temblando de pies a cabeza -. De hecho, ese monstruo del que habláis no pertenece a
esta montaña y no está, por lo tanto, sujeto a nuestra jurisdicción. De todas formas, nos
cabe el honor de poder informaros de dónde brotó el huracán que se levantó ayer por la
noche.
- Si es así - bramó el Peregrino -, decídmelo, de una vez, para que pueda aplacar mi ira.
- El lugar al que ese monstruo ha llevado a vuestro maestro - explicó el espíritu - se
encuentra a dos mil kilómetros al sur de aquí. Se le conoce por el nombre de Monte
Atrapador del Vacío y su punto más renombrado es la Caverna sin Fondo. En ella
habita, como una gran señora, la bestia a la que andáis buscando.
Sorprendido ante semejante confesión, el Peregrino despidió a los dos dioses y recobró
la forma que le era habitual. Se volvió a continuación hacia Ba-Chie y el Bonzo Sha y
les dijo:
- Me temo que el maestro se encuentra muy lejos de aquí.
- Si es así - concluyó Ba-Chie -, lo mejor que podemos hacer es elevarnos por encima
de las nubes y dirigirnos hacia allí sin tardanza.
El Idiota se montó en un huracán y partió hacia el punto indicado, seguido del Bonzo
Sha. Como el caballo blanco era, en realidad, un dragón, no tuvo ninguna dificultad en
volar a su lado con el equipaje sobre el lomo. El Gran Sabio, por su parte, dio uno de
sus famosos saltos y partió hacia el sur, tras la estela que le habían dejado sus hermanos.
No tardaron en toparse con una montaña de una altura realmente extraordinaria. El
caballo fue el primero en detener su loca carrera. La cumbre de la montaña atravesaba el
azul del firmamento para adentrarse de lleno en el vacío. Por doquier se veían miles y
miles de árboles, en cuyas copas anidaban toda clase de pájaros y aves, que sembraban
el aire con la monotonía de sus trinos. Los leopardos y los tigres eran tan numerosos,
que atacaban en manadas a los rebaños de ciervos, que se movían de un lado a otro sin
cesar. En la porción soleada de la montaña crecía una infinita variedad de plantas y
flores exóticas, que exhalaban un aroma dulce y muy penetrante. En las partes en las
que, por el contrario, la sombra era continua la nieve duraba sin derretirse todo el año y
el hielo iba aumentando de grosor cada día que pasaba. Por el fondo de una garganta
discurría, encajonado entre paredes tan escarpadas como las de la costa de la muerte, un
arroyuelo en el que se miraba la altísima aguja de la cumbre. Las rocas y los pinos
presentaban un aspecto tan rugoso, que el temor se apoderaba del corazón de los
caminantes con sólo verlo. De aquellos parajes estaba ausente la figura familiar del
leñador o la del joven que recoge pacientemente hierbas. Tras la cortina de la niebla se
adivinaba la presencia de infinidad de bestias salvajes, mientras el viento arrastraba los
gruñidos de los zorros.
- ¡La de monstruos que tiene que albergar una montaña como ésta! - exclamó Ba-Chie.
- No te quepa la menor duda de que así es - contestó el Peregrino -. Como muy bien
afirma el proverbio, "en todas las montañas altas habitan bestias". ¿Cómo va a haber
una cumbre sin espíritus? Tú y yo - añadió, volviéndose hacia el Bonzo Sha - nos
quedaremos aquí, mientras Ba-Chie va a averiguar cuál es el mejor camino para llegar
hasta esa caverna. Me figuro que no le costará dar con ella. Es preciso que se fije bien
hacia qué parte está orientada y si tiene las puertas abiertas o no. De esa forma,
podremos rescatar al maestro lo más rápidamente posible.
- ¡Qué mala suerte tengo! - protestó Ba-Chie -. Siempre he de ir yo el primero a todos
los sitios.
- Ayer por la noche dijiste que tú te encargarías de todo - le corrigió el Peregrino -.
¿Quieres decirme por qué has cambiado tan pronto de opinión?
- No vale la pena discutir - concluyó Ba-Chie -. Si es necesario ir, iré - y, dejando a un
lado el rastrillo, se dirigió montaña abajo con las manos totalmente vacías.
De momento, desconocemos la suerte que corrió, por lo que el que desee averiguar lo
que realmente sucedió tendrá que escuchar con atención las explicaciones que se
ofrecen en el capítulo siguiente.
CAPITULO LXXXII
Decíamos, que al lanzarse montaña abajo, Ba-Chie descubrió un sendero muy estrecho,
que siguió durante diez u once kilómetros. No tardó en ver a dos muchachas sacando
agua de un pozo y en seguida cayó en la cuenta de que se trataba de dos monstruos. Lo
supo, al ver el extraño moño que llevaban, de más de un metro de altura y adornado con
trocitos de hojas de bambú. El Idiota jamás había visto nada tan pasado de moda. Eso le
hizo lanzarse contra ellas, gritando:
- ¡Fuera de aquí, monstruos malditos!
- ¡Habráse visto monje más maleducado! - exclamaron ellas, visiblemente enojadas -.
Ni siquiera hemos hablado con él y ya nos está insultando. ¿Es que no puedes ser un
poco más cortés? - y, agarrando las pértigas que habían traído para cargar cántaros,
empezaron a descargar una lluvia de garrotazos sobre la cabeza de Ba-Chie.
Como no tenía ningún arma a mano, lo mejor que pudo hacer para defenderse de los
golpes fue echarse a correr ladera arriba. Cuando llegó al lado del Peregrino, dijo,
pasándose la mano por la cabeza:
- ¡Vamonos cuanto antes! ¡Jamás he visto a unos monstruos tan peligrosos!
- ¿Realmente son tan violentos como dices? - preguntó el Peregrino.
- Acabo de encontrarme en un valle con dos muchachas que estaban sacando agua -
explicó Ba-Chie - y, nada más dirigirme a ellas, empezaron a darme unos golpes
terribles con las pértigas.
- ¿Qué les dijiste? - inquirió el Peregrino.
- Nada - contestó Ba-Chie -. Sólo que eran unos monstruos malditos.
- ¿No te parece que te han dado pocos palos para lo mucho que las has ofendido? -
exclamó el Peregrino, divertido, soltando la carcajada.
- ¡Qué amable de tu parte! - exclamó Ba-Chie, molesto -. Tengo la cabeza totalmente
hinchada ¡y todavía dices que no me han pegado lo suficiente!
- ¿No sabes lo que dice el proverbio? - replicó el Peregrino -: "Con buenas maneras
puedes llegar adonde te dé la gana; con malas, a ninguna parte". Es posible que esas
muchachas sean monstruos, pero nosotros somos monjes llegados desde la otra punta
del mundo. Aunque hubieras ido armado hasta los dientes, deberías haber obrado con
más prudencia. ¿A quién se le ocurre acercarse a ellas y llamarlas, sin más, monstruos
malditos? ¿No te parece lógico lo que hicieron contigo? Cuando una persona se
encuentra con otra, lo primero que muestra es su lado bueno.
- Me temo que de eso yo no entiendo mucho - se disculpó Ba-Chie.
- Cuando te dedicabas a comer gente de joven - replicó el Peregrino -, ¿sabías cuáles
son los dos tipos de madera más raros que crecen en las montañas?
- No - respondió Ba-Chie -. ¿Cuáles son?
- El chopo y el palo de rosa - explicó el Peregrino -. La madera del primero es muy
suave. Por eso la usan los escultores para hacer imágenes y Tathagatas. Después las
pintan, las recubren con láminas de oro y les incrustan trocitos de jade y otras piedras
preciosas. Miles y miles de personas se postran posteriormente ante ellas y les ofrecen
oraciones e incienso, confiriéndoles un valor que, en realidad, no poseen. El palo de
rosa, por el contrario, es duro y muy difícil de labrar. Los artesanos lo usan para hacer
cofres y arcones destinados a guardar las cosas de más valor. Pero el proceso al que lo
someten no puede ser menos envidiable, porque lo golpean con mazos y le clavan
larguísimas puntas de hierro. Todo por ser tan duro.
- Si me lo hubieras dicho antes, no me habrían apaleado - suspiró Ba-Chie.
- Lo que tienes que hacer ahora - le ordenó el Peregrino - es volver a su lado y tratar de
averiguar algo más.
- No puedo hacerlo - protestó Ba-Chie -. ¿No ves que me reconocerán?
- Metamorfoséate en algo - sugirió el Peregrino.
- Sí, pero ¿cómo voy a interrogarlas? - protestó Ba-Chie.
- Cuando te hayas metamorfoseado - explicó el Peregrino -, acércate a ellas y salúdalas
con corrección. Debes tener muy en cuenta su edad. Si son, aproximadamente, como
nosotros, llámalas "señoras". De lo contrario, dirígete a ellas como "damas".
- ¡Vaya manera más cursi de hablar! - exclamó Ba-Chie, soltando la carcajada -. ¿Para
qué ser tan remilgado, si nos encontramos a miles de kilómetros de un lugar civilizado?
- No se trata de remilgamientos, sino de conseguir la información que precisamos - le
corrigió el Peregrino -. Si pertenecen al grupo que ha secuestrado al maestro, podemos
caer sobre ellas sin ninguna consideración. De lo contrario, tendremos que seguir
buscando. ¿No te parece un buen método para llegar al fondo de la cuestión?
- Tienes razón - admitió Ba-Chie -. Iré para allá en seguida - y, metiéndose el rastrillo
por entre la faja, se dirigió, de nuevo, hacia el valle.
Antes de llegar a él, sacudió ligeramente el cuerpo y se convirtió en un monje moreno y
de apariencia robusta. Llegándose hasta donde estaban las mujeres, se inclinó
respetuosamente ante ellas y dijo:
- Nobles damas, recibid los saludos de este humilde monje.
- ¡Qué hombre más bien educado! - comentaron entre sí, visiblemente satisfechas -. No
sólo sabe inclinarse con la debida corrección, sino que sus palabras son ajustadas en
extremo. ¿De dónde sois? - preguntó una de ellas en alto.
- De dónde soy - repitió Ba-Chie.
- ¿Hacia dónde vais? - volvió a preguntar la mujer.
- Hacia dónde voy - repitió, una vez más, Ba-Chie.
- ¿Cómo os llamáis? - insistió la mujer, intrigada.
- Cómo me llamo - respondió Ba-Chie.
- Este monje posee unos ademanes muy correctos - exclamó la mujer, soltando la
carcajada -, pero no sabe nada de nada, ni siquiera cómo se llama. ¡Únicamente repite lo
que oye decir!
- ¿Para qué estáis sacando agua, nobles damas? - preguntó, pese a todo, Ba-Chie.
- Por lo que se ve - respondió la mujer -, no sabéis que anoche nuestra señora secuestró
al monje Tang y se ha propuesto tratarle con toda la corrección posible. Dado que en la
caverna el agua no está lo suficientemente limpia, nos ha ordenado venir a por la de este
pozo que es, en realidad, producto de la cópula del yin y el yang. Piensa preparar con él
un espléndido banquete vegetariano, pues es su deseo casarse esta misma noche con el
monje ese.
El Idiota no esperó más. Se dio media vuelta y corrió montaña arriba, gritando:
- ¡Bonzo Sha, divide inmediatamente el equipaje!
- ¿Se puede saber para qué? - preguntó el Bonzo Sha, sorprendido.
- En cuanto lo hayas hecho - respondió Ba-Chie -, tú podrás regresar al Río de Arena a
seguir devorando caminantes y yo volveré a la aldea de los Gao en busca de mi esposa.
Por lo que respecta a nuestro hermano mayor, que vaya, si quiere, a la Montaña de las
Flores y Frutos a seguir llevando su vida de sabio. El caballo blanco que se lance de
cabeza al océano y se convierta en un dragón. Ya no hay nada que hacer. El maestro se
ha casado con ese monstruo y lo mejor que podemos hacer los demás es seguir
tranquilamente nuestro propio camino.
- ¡Otra vez hablando a lo tonto! - exclamó el Peregrino, malhumorado.
- Eso no es ninguna tontería - se defendió Ba-Chie -. Los dos monstruos que estaban
sacando agua acaban de decirme que habían empezado a preparar un espléndido convite
para el monje Tang, pues había quedado decidido que iba a casarse con el monstruo.
- No dudo que le tenga prisionero en el interior de la caverna - dijo el Peregrino -, pero
estoy seguro de que tiene los ojos hinchados de tanto esperar que aparezcamos nosotros
y le liberemos de su encierro. ¡No comprendo cómo puedes hablar con tan poca
reflexión!
- ¿Quieres explicarnos cómo piensas liberarle? - inquirió Ba-Chie,
- Haceos cargo del caballo y del equipaje, mientras yo trato de seguir a esos monstruos.
No me cabe la menor duda de que nos llevarán directamente hasta la puerta de la
caverna. Llegado ese momento, atacaremos juntos.
Al Idiota no le quedó más remedio que agachar la cabeza y aceptar el plan. El
Peregrino siguió desde lejos los movimientos de los dos monstruos, que se internaron en
la montaña alrededor de cincuenta kilómetros y después desaparecieron de golpe.
- El maestro ha tenido que ser secuestrado por unos monstruos diurnos - afirmó Ba-
Chie.
- ¿Cómo lo sabes? - preguntó el Peregrino -. Jamás sospeché que tuvieras unos poderes
tan finos de observación.
- ¿No has visto cómo han desaparecido de golpe, a pesar de ir cargadas con el agua? -
se defendió Ba-Chie -. ¡Son espíritus diurnos, sin lugar a dudas!
- Yo creo, más bien, que se han metido en alguna caverna - le corrigió el Peregrino -.
Lo mejor será que vaya a echar un vistazo.
Abrió cuanto pudo sus ojos de fuego y escudriñó toda la montaña con sus pupilas de
diamante, pero no percibió ningún movimiento de gente. En lo alto de un acantilado
creyó ver, sin embargo, una pequeña terraza cubierta de relieves que representaban
flores de cinco colores y, un poco más allá, una artística puerta con tres tejadillos, sobre
los que ondeaban unos estandartes blancos. Al acercarse a echar un vistazo, seguido
muy de cerca por Ba-Chie y el Bonzo Sha, vio que en un enorme bloque de piedra
aparecían grabadas las siguientes palabras: "Monte Atrapador del Vacío. Caverna sin
Fondo".
- Está claro que ese edificio forma parte de la morada del monstruo - concluyó el
Peregrino -, pero me pregunto dónde habrá escondido la puerta.
- No puede estar muy lejos - opinó el Bonzo Sha -. Busquémosla con cuidado.
Al darse la vuelta, descubrieron una piedra tan enorme, que debía medir más de
cuarenta metros cuadrados de superficie. Estaba colocada a los pies de la montaña,
justamente debajo de la puerta con los tres tejadillos. Precisamente en su centro había
una apertura del tamaño de una tinaja de barro, que brillaba de una forma muy peculiar,
de tanto entrar y salir por ella.
- ¡Ahí está! - exclamó Ba-Chie, muy excitado -. Por ahí es por donde entran y salen los
monstruos.
- ¡Qué cosa más rara! - dijo el Peregrino, estudiándola con cuidado -. Sabéis que desde
que sigo al monje Tang he derrotado a infinidad de monstruos, pero jamás había visto
una caverna tan peculiar como ésta. Ba-Chie, baja a ver qué profundidad tiene. Eso me
facilitará bastante entrar a liberar al maestro.
- Me va a resultar difícil en extremo - se quejó Ba-Chie, sacudiendo la cabeza -. Me
temo que soy demasiado pesado. Además, estoy seguro de que, si me caigo por esa
especie de tinaja, tardaré dos o tres años en llegar al fondo. ¿Qué quieres que te diga?
¡Esto es corno un pozo!
- ¿Tan profundo es? - preguntó el Peregrino.
- Míralo tú mismo - contestó Ba-Chie.
El Gran Sabio se arrodilló ante la boca de la tinaja y miró hacia dentro. ¡Era, realmente,
muy profunda! Tanto que debía medir más de seiscientos kilómetros. Asombrado,
exclamó:
- ¡Tenías razón! Es profundísima.
- Volvámonos en seguida - sugirió Ba-Chie -. Está claro que no hay manera de liberar
al maestro.
- ¿Cómo puedes decir semejante cosa? - le regañó el Peregrino -. No seas vago y
muévete. Para empezar, pon el equipaje en el suelo y ata al caballo en una de las
columnas de esa puerta. Después coge el rastrillo y estáte atento. Que te eche una mano
el Bonzo Sha con su báculo. Voy a ver lo que hay ahí dentro. En cuanto encuentre al
maestro, atacaré al monstruo con mi barra y la obligaré a salir de su escondite. Estad
prevenidos. Lo único que os pido es que le cortéis la retirada. Sólo cuando hayamos
conseguido acabar con ella, podremos liberar realmente al maestro.
Los dos aceptaron en seguida el plan. De un salto, el Peregrino se metió, sin pensarlo
dos veces, en el interior de la caverna. A sus pies surgieron unas nubes de mil colores,
mientras el aire se iba llenando de una atmósfera de buenos augurios. En contra de lo
que había supuesto, no tardó en alcanzar el fondo de la caverna, que,
sorprendentemente, se encontraba muy bien iluminado, tanto que no existía ninguna
diferencia entre él y el mundo exterior. Poseía, de hecho, su propio sol, el viento agitaba
las hojas de los árboles y crecían por doquier flores, plantas y todo tipo de frutales.
- ¡Qué lugar más extraordinario! - se dijo el Peregrino, maravillado -. Su belleza me
recuerda la Caverna de la Cortina de Agua, que el Cielo puso a mi servicio cuando nací.
Por lo que veo, ésta también es una comarca que ha recibido las bendiciones de lo alto.
Miró a su alrededor y vio una puerta coronada por un doble tejadillo, junto a la que
crecían, frondosos, los pinos y los bambúes. Al otro lado se veían unos cuantos edificios
y el Peregrino volvió a decirse:
- Ésos tienen que ser, por fuerza, los pabellones en los que habita el monstruo. Lo
mejor será que entre a echar un vistazo. Pero, espera un momento, si me presento ante
ella tal y como estoy ahora, me reconocerá y no podré liberar al maestro. Lo mejor será
que me transforme en algo - y, sacudiendo ligeramente el cuerpo, se convirtió en una
mosca, que voló directamente hacia una construcción de tejado curvo en cuyo interior se
hallaba sentada la bestia.
Su aspecto era totalmente distinto del que tenía cuando la encontraron en el bosque de
pinos o cuando tuvo la osadía de medir sus fuerzas con las del Peregrino. Su belleza era,
en verdad, incomparable. Tenía anudado el cabello en un moño con forma de nido de
urraca y vestía una túnica floreada hecha de lana verde. Sus pies eran tan pequeños
como la corola de una azucena y sus diez dedos recordaban a los brotes nuevos de
bambú durante la primavera. Su rostro, redondo y bien maquillado, hacía pensar en un
disco de plata, mientras que el rojo intenso de sus labios traía a la mente la dulzura del
cerezo. Su belleza poseía una delicadeza y una solemnidad que superaba incluso a la de
la dama de la luna, Chang - Er. Su determinación no iba a la zaga de su hermosura. De
hecho, en cuanto se apoderó del monje que había partido en busca de las escrituras,
quiso compartir inmediatamente con él su lecho.
Sin hacer ningún ruido, el Peregrino se acercó lo más que pudo a ella y se puso a
escuchar atentamente lo que decía. Acababa de separar sus hermosos labios de cereza y
por ellos fluyó una voz extremadamente dulce, que ordenó a las muchachas que la
atendían:
- Preparad inmediatamente el banquete vegetariano. En cuanto el monje Tang se haya
saciado, me desposaré con él.
- Eso quiere decir que está dispuesta a llevárselo al lecho sin perder más tiempo - se
dijo el Peregrino, sonriendo -. Al principio creí que todo era una invención de Ba-Chie,
pero ahora veo que no es así. Es preciso que encuentre cuanto antes al maestro. Me
preocupa el estado emocional en el que pueda encontrarse. Si ha decidido aceptar las
proposiciones de este monstruo, no me quedará más remedio que abandonarle a su
suerte - y, batiendo las alas, se elevó por los aires.
No tardó en hallar al monje Tang. Estaba sentado en el interior de una habitación que
había al final de un largo pasillo orientado hacia el este. Su puerta estaba hecha con
papeles de color rojo, traslúcidos los de la parte superior, opacos, los de la inferior. El
Peregrino no tuvo ningún problema en atravesarlos con la limpieza que caracterizaba
todo cuanto hacía. Se posó sobre la cabeza del monje Tang y preguntó:
- ¿Me oís bien, maestro?
- ¡Eres tú! - exclamó Tripitaka, reconociendo inmediatamente su voz -. ¡Sácame
inmediatamente de aquí!
- No puedo hacerlo - contestó el Peregrino -. Ese monstruo está preparándoos un
banquete vegetariano. En cuanto hayáis saciado el hambre, se desposará con vos. Si es
capaz de daros un hijo o una hija, querrá decir que la descendencia monacal está
totalmente asegurada. ¿Se puede saber por qué estáis tan triste?
- Después de abandonar Chang-An - respondió el maestro, hablando con los dientes
fuertemente apretados -, me dirigí a la Montaña de las Dos Fronteras y allí te tomé por
discípulo. ¿Quieres decirme cuántas veces me has visto, durante todo este tiempo,
comer carne o abandonarme a pensamientos inmorales? Según me dices, ese monstruo
está ahora dispuesto a copular conmigo. Recuerda bien esto: si pierdo una sola gota de
mi yang, que caiga sobre mí la Rueda de la Transmigración y que mi espíritu se pierda
en la Montaña de las Sombras. ¡Que no vuelva jamás a pisar este mundo!
- ¡A qué vienen tantas maldiciones! - exclamó el Peregrino, sonriendo -. Si aún estáis
dispuesto a llegar al Paraíso Occidental y conseguir las escrituras, no os preocupéis más.
Yo os llevaré hasta allí.
- Lo malo es que he olvidado el camino por el que he venido - objetó Tripitaka.
- ¿Cómo podéis decir semejante cosa? - se burló el Peregrino -. Éste no es un lugar al
que se llegue así como así. De hecho, hay que entrar en él gateando desde arriba.
Cuando os libere, tendremos que hacer lo mismo para salir. Con un poco de suerte
daremos con la salida rápidamente. Si nos retrasamos un poco, me temo que
terminaremos asfixiados.
- ¿Qué vamos a hacer, si es tan difícil escapar como dices? - preguntó Tripitaka con los
ojos anegados en lágrimas.
- No os preocupéis por eso - trató de animarle el Peregrino -. El monstruo está decidido
a comer con vos y no podéis negaros a sus deseos. Cuando le sirváis una copa, procurad
hacerlo rápido, para que se formen todas las burbujas que podáis. Yo me transformaré
en un grillito diminuto y me meteré en una de ellas. Cuando me halle dentro del
estómago de esa bestia, le estrujaré el corazón y le rasgaré, una por una, todas las tripas.
Así podréis escapar sin ninguna dificultad.
- ¿No te parece eso un poco cruel? - objetó Tripitaka.
- No podemos detenernos a pensar en eso - replicó el Peregrino -. Mirándolo bien, los
monstruos son los mayores enemigos de los hombres. ¿A qué viene compadecerse de
éste?
- Está bien - concedió finalmente Tripitaka -, pero en ningún momento tienes que
separarte de mí.
El Gran Sabio Sun protegió en todo momento a Tripitaka Tang y, así, éste terminó
volcando toda su confianza en el Hermoso Rey de los Monos. Apenas habían acabado
de hablar, cuando el monstruo se dirigió hacia la habitación en la que ellos estaban y,
abriendo la puerta de rejilla, preguntó:
- ¿Estáis ahí, maestro?
El monje Tang no se atrevió a responder y ella hubo de formular, una vez más, la
pregunta. Pero él se mantuvo en sus trece, recordando el proverbio que dice: "En cuanto
se abre la boca, las fuerzas comienzan a perderse. No hay nada mejor que mover la
lengua para empezar una discusión". Cayó, al mismo tiempo, en la cuenta de que, si se
obstinaba en no hablar, la monstruo podía perder la paciencia y acabar con su vida de un
manotazo. Cogido en tan grave dilema, se sirvió de la mente para interrogar a la boca y,
tras larga reflexión, ésta terminó cediendo totalmente a aquélla. Mientras se producía
esta lucha en su interior, la mujer volvió a preguntar:
- ¿Estáis ahí, maestro?
- Aquí estoy, en efecto, señora - hubo de responder el monje Tang. Al hacerlo, sintió
como si la carne se le hubiera hundido en el fondo del infierno con varios miles de kilos
encima.
¿Cómo pudo responder de esa forma a un monstruo, cuando todo el mundo afirmaba
que era un monje completamente decidido a presentarse ante Buda en el Paraíso
Occidental y obtener de él la entrega de las escrituras? Al que se le ocurra hacer una
pregunta como ésta es que, en realidad, no comprende el gravísimo peligro en el que se
encontraba el monje Tang. A pesar de la dulzura de semejante respuesta, la lujuria no
había echado ni una sola raíz en lo profundo de su corazón. La monstruo, sin embargo,
no lo entendió así y, abriendo del todo la puerta, se lanzó sobre el monje Tang y le tomó
en brazos. Cogió después una de sus manos y le pasó el brazo por la espalda, haciéndole
carantoñas con la cabeza y susurrándole al oído palabras tiernas. Su coquetería alcanzó
unos límites irresistibles, sin darse cuenta de que semejantes artes no hacían mella
alguna en la determinación de Tripitaka.
- Me pregunto si el maestro terminará dejándose seducir por esta dama - se dijo el
Peregrino, sonriendo con malicia.
No cabía duda de que la belleza de la monstruo que se había apoderado del monje era,
realmente, irresistible: las líneas de sus cejas, trazadas con singular esmero, parecían
dos finísimas hojas de sauce y contrastaban con el delicado color rosáceo de sus
mejillas, dulces como los melocotones que aún se encuentran en su rama. Al andar,
dejaba entrever apenas dos lindos zapatitos profusamente bordados, que nada tenían que
envidiar a la delicadeza de los dos moños con forma de nido de urraca, que coronaban
su bien moldeada cabeza. Cada vez que sonreía, apretaba la mano del maestro, haciendo
que la bolsita de perfumes que llevaba atada al pecho emitiera un aroma más intenso. Al
llegar al pabellón del tejado convado, la monstruo dijo a Tripitaka:
- He mandado preparar un poco de licor, para que brindéis conmigo.
- Quizás olvidéis, señora - contestó Tripitaka -, que yo siempre sigo una dieta muy
especial.
- Ya lo sé - confirmó la monstruo -, pero el agua de esta caverna es un poco sucia y he
hecho traer un poco de la que brota en la misma cumbre de la montaña. Ésa, por el
contrario, posee tal pureza, que no os digo más que es el resultado de la cópula del yin y
el yang. Aparte de eso, he ordenado que os sirvan un banquete totalmente vegetariano.
Al entrar en el pabellón, el monje Tang se quedó maravillado del gusto con el que había
sido preparado. Al lado mismo de la puerta colgaban unos cortinones de seda de vivos
colores. El aire estaba cargado de nubes de incienso, cuyas volutas salían de las bocas
de pebeteros con forma de animales. Todas las mesas estaban esmaltadas de color negro
y sobre ellas descansaban bandejas de bambú lacadas del mismo color, que contenían
toda clase de productos vegetarianos: manzanas, aceitunas, frutos de loto, uvas,
zarzamoras, avellanas, lechíes, nueces, castañas, dátiles, brevas, almendras y naranjas.
Todos los frutos que maduran en la montaña se encontraban allí reunidos, junto con una
gran variedad de verduras del tiempo. No faltaba ninguna delicia vegetariana, tal como
"dou - fu" 1, tortitas de trigo, maderas de árbol, brotes frescos de bambú, champiñones,
setas, hierbas silvestres de la montaña, verduras rebozadas, alubias verdes con salsa
dulce, pepinos, calabazas, zanahorias, nabos, berenjenas esculpidas en forma de perdiz,
melones que representaban figuras extrañas, coliflores recubiertas de un baño de azúcar,
repollo cocido con vinagre, pimientos y jengibre de la mejor calidad. Todas las frutas y
verduras se encontraban, en definitiva, allí representadas, ofreciendo una amplia y bien
equilibrada panoplia de sabores.
La monstruo estiró el brazo y dejó al descubierto sus finos dedos de jade, con los que
tomó una copa de oro sumamente brillante. La llenó hasta el borde de un vino aromático
y, ofreciéndosela al monje Tang, dijo:
- Tomad esta copa de amor, hombre maravilloso.
Sin saber qué hacer, Tripitaka agarró la copa, lanzó hacia lo alto unas cuantas gotitas
del licor con los dedos y recitó en voz baja la siguiente oración:
- Prestad atención a mi súplica, Devas Protectoras, Guardianes de los Cinco Puntos
Cardinales, Centinelas. Desde que éste, vuestro indigno discípulo Chen Hsüan-Tsang,
abandonó las Tierras del Este, no ha dejado de dar continuas gracias a la Bodhisattva
Kwang Shr-Ing por haberos confiado a mi humilde persona, para que pueda alcanzar,
sano y salvo, el Templo del Trueno y, así, conseguir las escrituras de Buda. Por mi
determinación me encuentro ahora en poder de esta monstruo, que se ha propuesto
desposarse conmigo. De hecho, ha puesto en mis manos esta copa de vino. Si se trata de
un brebaje permitido para los que seguimos una estricta dieta vegetariana, lo tomaré sin
ningún esfuerzo, con la certeza de que semejante sacrificio acrecentará mi mérito y
apresurará mi encuentro con Buda. Si, por el contrario, este licor me hace quebrantar los
votos que en su día emití, que la perdición caiga sobre mí y que nunca jamás abandone
el infierno.
El Gran Sabio escuchó con atención cuanto el maestro acababa de decir y en seguida le
tranquilizó, susurrándole al oído unas palabras que únicamente Tripitaka pudo oír. Se
trataba, le dijo, de mosto sin fermentar y él lo tomó sin ningún remordimiento.
Siguiendo su consejo, cogió otra copa y la llenó rápidamente para que se formaran
muchas burbujas. El Peregrino se transformó a toda prisa en un grillo diminuto y se
metió dentro de una. Pero, en vez de llevarse inmediatamente el licor a los labios, la
monstruo se inclinó un par de veces ante Tripitaka y le susurró unas cuantas palabras de
amor. Eso hizo desaparecer las burbujas, dejando al Peregrino en una situación
francamente comprometida. Afortunadamente, la monstruo no sabía que aquel diminuto
insecto que flotaba en su copa era una metamorfosis del Gran Sabio y trató de tirarlo al
suelo con las uñas. El Peregrino comprendió que iba a resultar muy difícil meterse en su
estómago y, sacudiendo ligeramente el cuerpo, se convirtió en un halcón de garras de
jade, ojos de fuego y plumas de hierro. No surcaba los cielos ave más aguerrida y
valiente que ella. Al verla, la astuta zorra y la velocísima liebre buscaban a toda prisa un
lugar en el que esconderse. No en balde, es capaz, cuando tiene hambre, de cazar
pájaros en pleno vuelo, elevándose hasta las mismísimas puertas del Cielo, cuando se
siente harta. Sus garras son más mortales y duras que el acero y hasta el firmamento le
parece demasiado barro para sus arriesgados vuelos. Con sus uñas de acero totalmente
estiradas, derribó todas las mesas del banquete. El ruido de las viandas, al caer, se
mezcló con el de las copas y los platos. El desconcierto se apoderó de todas las
sirvientas, mientras él se elevaba hacia lo alto, dejando al monje Tang a su suerte. La
monstruo sentía que el corazón le iba a estallar de temor, mientras Tripitaka veía cómo
se le entumecía todo el cuerpo.
- ¿De dónde ha salido esa extraña criatura? - preguntó la monstruo, abrazándose a él,
asustada.
- No tengo ni idea - respondió Tripitaka.
- ¡Con la ilusión con que había preparado este convite para vos! - se quejó la monstruo
-. ¿De dónde habrá salido esa maldita bestia con plumas? ¡Da pena ver tantos platos y
cuencos rotos!
- Más pena produce contemplar todos esos manjares vegetarianos por el suelo - la
corrigieron unas cuantas sirvientas -. ¿Quién va a probarlos, después de haber sido
profanados de esta forma? ¡Nadie toma platos impuros!
Tripitaka sabía, por supuesto, que todo era obra del Peregrino, pero no se atrevió a
manifestarlo. La monstruo parecía un tanto preocupada y, reuniendo a sus servidoras,
les dijo:
- Estoy convencida de que a esa criatura la han enviado el Cielo y la Tierra, para
manifestar su disconformidad por haber atrapado al monje Tang. Recoged todo esto y
preparad algo más de comida. No importa que no sea vegetariana. Para que no tengan
nada que objetar, pediré al Cielo que haga las veces de casamentera y a la Tierra que se
encargue de ser el testigo de la ceremonia. Por ellos no voy a renunciar a casarme con
este monje.
El maestro fue enviado de nuevo a la habitación que había al final del pasillo que
miraba hacia el este, por lo que, de momento, no hablaremos más de él. Sí lo haremos,
sin embargo, del Peregrino, que, una vez que hubo dejado el palacio, recobró la forma
que le era habitual y se llegó sin ninguna dificultad hasta la entrada de la caverna. Al
verle, Ba-Chie exclamó:
- ¡Abre la puerta, Bonzo Sha! Acaba de hacer su aparición nuestro hermano mayor.
En seguida pusieron a un lado las armas y, así, el Peregrino no tuvo ninguna dificultad
en aparecer al aire libre.
- ¿Hay o no hay un monstruo ahí dentro? - preguntó Ba-Chie -, tirándole de la ropa.
- Sí - respondió el Peregrino.
- El maestro debe de estar sufriendo lo suyo, ¿no? - insistió Ba-Chie -. ¿Le tienen atado
o colgado? ¿Cómo piensan comérselo, cocido o al vapor?
- Ninguna de las dos formas - explicó el Peregrino -. La monstruo se ha empeñado en
ofrecerle un espléndido banquete, para después poder copular con él.
- ¡Menuda suerte! - exclamó Ba-Chie -. O mucho me equivoco o has tomado unas
cuantas copas del banquete nupcial.
- ¡Qué idiota eres! - le regañó el Peregrino -. ¿Quién va a ponerse a beber
tranquilamente, cuando la vida del maestro corre un terrible peligro?
- Entonces, ¿por qué has vuelto tan pronto? - volvió a preguntar Ba-Chie.
El Peregrino les contó cómo había dado con el maestro y cómo se había
metamorfoseado, para terminar diciendo:
- Dejemos de pensar más en tonterías. El maestro se encuentra aquí y la próxima vez
que entre en esta caverna voy a sacarle conmigo - y, sin decir nada más, se lanzó de
cabeza en ella, convirtiéndose de nuevo en una pequeña mosca, que fue a posarse
directamente en la puerta de los tejadillos. Desde allí oyó jadear a la monstruo, que en
aquel mismo instante estaba ordenando a sus servidoras:
- Traed algo de comida para las ofrendas. No importa que sea vegetariana o no. Voy a
pedir al Cielo y a la Tierra que sean respectivamente mi casamentera y mi testigo,
porque estoy decidida a casarme con ese monje, cueste lo que cueste.
- ¡Está visto que este monstruo no tiene vergüenza! - se dijo el Peregrino, sonriendo -.
¡No os digo más que tiene escondido en sus aposentos a un monje! En fin, no conviene
precipitar las cosas. Voy a ver qué es lo que hay por ahí dentro - y se dirigió volando a
lo largo del pasillo orientado hacia el este. El maestro estaba sentado en la habitación
del fondo, llorando como una muchacha. El Peregrino se posó directamente en su
cabeza y le preguntó -: ¿Me oís bien, maestro?
- ¡Maldito mono! - exclamó él con cierto desprecio, al reconocer su voz -. ¡No eres más
que un valiente de pacotilla! ¡A ti todas las energías se te van por la boca! ¿Qué has
adelantado con destrozar todos los cuencos y platos con tus dichosas metamorfosis?
Lejos de disminuir, la lascivia de la monstruo ha aumentado y ha ordenado preparar un
banquete cualquiera para poder copular conmigo cuanto antes. ¿Quieres decirme qué es
lo que voy a hacer ahora?
- No os enfadéis así, por favor - suplicó el Peregrino, tratando de tranquilizarle -. Sabéis
que he venido a liberaros.
- ¿Cómo piensas hacerlo? - preguntó el monje Tang.
- Al venir para acá - respondió el Peregrino -, he visto que hay un jardín en la parte de
atrás. Llevad allí a la monstruo y os pondré entonces en libertad.
- ¿Cómo piensas hacerlo? - repitió, insistente, el monje Tang.
- Cuando entréis allí con ella - respondió el Peregrino -, llevadla hasta los
melocotoneros. Yo me habré posado previamente en una de las ramas y me habré
transformado en el melocotón más rojo que podáis imaginar. Haced como si desearais
refrescaros la boca y arrancadme con cuidado del árbol. Sin duda alguna, también ella
querrá coger otro melocotón. Tratad de impedírselo, ofreciéndole el vuestro, En cuanto
me muerda, entraré en su estómago y le destrozaré las entrañas, haciéndole incluso un
agujero en la barriga. De esa forma quedaréis libre y no volverá a molestaros jamás.
- Si eres capaz de realizar semejantes proezas - objetó Tripitaka -, ¿por qué, en vez de
meterte en su cuerpo, no luchas con ella?
- Me temo que habéis perdido el sentido de la realidad, maestro - replicó el Peregrino -.
Si se pudiera entrar o salir con más facilidad de esta caverna, tened la seguridad de que
mediría mis armas con las suyas. Desgraciadamente, no es ésa la situación. Además, en
cuanto me vean mover un dedo contra ella, todas sus sirvientas se me echarán encima,
haciendo peligrar el éxito de nuestra empresa. ¿No os parece que es mucho mejor que
haga uso de la astucia?
- De acuerdo - reconoció Tripitaka, sacudiendo la cabeza -, pero no te apartes de mí ni
un minuto.
- ¿Cómo voy a hacerlo, si estoy posado sobre vuestra cabeza? - contestó el Peregrino.
Tripitaka se levantó entonces del asiento y, apoyándose contra las jambas de la puerta,
gritó:
- Señora, ¿os importaría venir un momento?
- ¿Qué deseáis, hombre maravilloso? - preguntó la monstruo, presentándose en seguida
con la más seductora de sus sonrisas.
- Desde que abandoné Chang-An y emprendí esta aventura camino del oeste, raro ha
sido el día que no he escalado una montaña o vadeado un río - contestó Tripitaka -. No
es extraño, por tanto, que el otro día, cuando dormí en el Monasterio Pacificador de los
Mares, cogiera un catarro espantoso. Afortunadamente, hoy me encuentro mucho mejor.
Quizás sea debido a que he sudado más que otros días. Debo agradeceros que me hayáis
traído a esta espléndida mansión, aunque la verdad es que, después de llevar todo el día
encerrado, vuelvo a sentirme un poco mareado. ¿Hay por aquí cerca algún lugar en el
que pueda tomar un poco el aire?
- Si queréis tomar el fresco - respondió la monstruo, visiblemente complacida -, podéis
dar un paseo conmigo en el jardín del palacio. Abrid las puertas - ordenó a sus
sirvientas, levantando la voz - y limpiad bien los senderos.
La monstruo tomó de la mano al monje Tang y le arrastró fuera de la habitación. Casi
inmediatamente les salió al encuentro un grupo de diablesas con el rostro empolvado, el
cabello empapado en aceite y el andar coqueto e insinuante. Picadas por la curiosidad,
rodearon al monje Tang y se dirigieron directamente hacia el jardín. El maestro se sentía
incómodo entre aquel tumulto de satenes y seda. Le abrumaban de tal forma los
bordados, que prefirió hacerse el sordo y el mudo, esforzándose por pensar únicamente
en Buda, a quien servía con toda la fuerza de su mente y su corazón. Resultaba fácil
comprender que nadie que se abandonara a los placeres del vino y el sexo podría jamás
conseguir las escrituras sagradas. Al llegar a la puerta del jardín, la monstruo se inclinó
sobre el hombro del maestro y le susurró dulcemente al oído:
- Diviértete todo lo que puedas. Todo cuanto ves está pensado para tu descanso - y
entraron de la mano.
El monje Tang levantó tímidamente la cabeza y descubrió que se trataba de un lugar
francamente encantador. Los senderos que lo cruzaban, cubiertos todos ellos de una
espesa alfombra de musgo, serpenteaban a placer entre los pabellones de ventanas de
seda y paredes a base de biombos llenos de bordados. Cuando se levantaba la brisa, la
seda se estremecía y los damascos vibraban, como queriendo lanzarse al vuelo. La
lluvia había dado vida al manto de vegetación que se extendía a los pies del pabellón. El
sol calentaba con tal fuerza los melocotones, que habían adquirido una coloración roja
como la de las faldas de las inmortales. Parecían, de hecho, sayas colgadas a secar. La
luna, por su parte, había pintado de verde toda la extensión del jardín, que, al ser mecido
por el viento, hacía pensar en un enorme abanico sacudido por una diosa. A lo largo de
los muros que lo delimitaban, se levantaban hileras interminables de sauces, desde los
que lanzaban su canto las oropéndolas. Infinidad de mariposas revoloteaban entre el
rojo encendido de los ciruelos. Colocadas estratégicamente se veían unas grutas
artificiales a cual más bella. Llamaban particularmente la atención la de los aromas, la
de las mariposas nocturnas, la de la resaca y la del amor, encima de la cual se levantaba
un pequeño pabellón de cortinajes rojos recogidos con ganchos que recordaban los
bigotes de las langostas. Dignos, igualmente, de mención eran los templetes, entre los
que sobresalían el de la alegría, el de la pureza, el de las cuatro estaciones y el empleado
para maquillarse. Todos poseían una delicada estructura y mostraban, orgullosos,
grandes placas con inscripciones y poemas. A los pies de cada uno de ellos se abría
invariablemente el misterio de un estanque. Aunque su número era muy elevado,
destacaban el que usaban las garzas para bañarse, el de lavar copas, el de contemplar la
luna y el de alisar el cabello. En ellos los cuerpos de plata de los peces brillaban, como
relámpagos reflejados sobre el mar, entre los juncos y las praderas de lotos. Todo el
espacio estaba salpicado por una red de hornacinas, entre las que sobresalían la de la
flor negra, la del bienestar, la de las nubes. En ninguna de ellas faltaban ofrendas de
vinos dulzones, que dejaban escapar su aroma expuestos en copas y botellitas de jade.
Delante de los estanques y los templetes se apreciaban rocas de todas las formas y
tamaños, algunas tan peculiares como las procedentes del Lago Tai, otras de un intenso
color morado, las que usaban los loros para posarse y las que habían pulido los ríos de
Sechuan. Al pie de todas ellas crecían juncos tan férreos como los bigotes de los tigres.
A derecha e izquierda de las grutas y hornacinas se elevaban colinas artificiales, tales
como la de los biombos de martín pescador, la del viento, la de jade y la del agárico, en
las que crecían espesos bosquecillos de bambúes tan frondosos como colas de fénix.
Pero si delicada era su forma, no lo eran menos las de los trenzados que servían de
soporte a las enredaderas y a las flores de azafrán. Vistas desde lejos, parecían cortinas
de seda bordadas, cosa que también podía decirse del templete de los pinos y cipreses,
del de las magnolias y del de las rosas, que estaban colocados uno enfrente del otro. La
gruta de las peonías, por su parte, mostraba orgullosa el crepúsculo de sus hojas rojizas,
marcando un claro contraste con el blanco luminoso de los jazmines, cuya belleza no
decaía jamás. Era tal la delicadeza de las magnolias salpicadas por el rocío, que se tenía
la impresión de que formaban parte de un cuadro, mientras que el rojo de los hibiscos
parecía haber brotado con la única finalidad de ser cantado en un poema. Nada tenía que
envidiar aquel paisaje al de Peng-Lai o al de Lang-Yüen. A tan espléndido jardín
únicamente le faltaban capullos de jade, ya que el color amarillo de sus peonías
superaba al de las de los Yao y el rojo de sus magnolias al de las de los Wei 2.
A pesar de tan sin par belleza, el maestro apenas pudo disfrutar de tantas flores y
plantas exóticas como se veían por doquier. Le molestaba el contacto de la mano de la
monstruo, que no le soltó en ningún momento. Después de dejar atrás todos aquellos
templetes y estanques, se fueron adentrando poco a poco en el huerto de los
melocotoneros. El Peregrino le dio un picotazo al maestro en la cabeza y éste cayó en la
cuenta de que había llegado el momento de actuar. Sin pérdida de tiempo, el Gran Sabio
se posó en una rama y, sacudiendo ligeramente el cuerpo, se convirtió en un espléndido
melocotón rojo. El maestro se volvió entonces hacia la monstruo y le dijo:
- El aroma de este huerto, señora, es tan intenso, que las abejas rivalizan por venir a
libar en él y los pájaros se pelean por sus frutos. ¿Cómo es posible, además, que los
melocotones de este árbol sean verdes y rojos a la vez?
- Cuando al Cielo le falta el yin y el yang - explicó la monstruo, sonriendo complacida -
, el sol se apaga y la luna pierde su fulgor. Lo mismo le sucede a la Tierra: cuando el yin
y el yang desaparecen, los principios masculinos se confunden con los femeninos y no
hay forma de distinguirlos. Eso se aplica también a este árbol. La parte del melocotón a
la que le da el sol madura primero y, por eso, está roja, mientras que la que se mantiene
a la sombra no recibe la misma cantidad de calor y continúa verde durante mucho más
tiempo. Todo se explica por la acción del yin y el yang.
- Gracias por decírmelo - contestó Tripitaka -. He de reconocer que los monjes no
estamos muy versados en estas cosas - y, alargando la mano, arrancó un melocotón rojo.
La monstruo imitó su gesto y cogió otro verde. Tripitaka inclinó levemente la cabeza y
le ofreció el suyo, diciendo:
- Veo, señora, que sois muy amante de los colores. Os suplico, por tanto, que aceptéis
este melocotón rojo. Si no os importa, yo me quedaré con el verde.
- ¡Qué hombre más extraordinario! - se dijo la monstruo, aceptando su proposición -.
Aún no estamos casados y ya se muestra tan cariñoso conmigo.
Eso hizo que se portara más mimosa todavía con el monje Tang, que en seguida
empezó a comer el melocotón verde. Para no desairarle, abrió sus labios de cereza y se
dispuso a dar al suyo un mordisco con sus delicados dientes de plata.
Desgraciadamente, el Peregrino poseía un natural muy inquieto y, antes de que le
hubiera hincado el diente, dio un salto y se coló por su garganta, camino del estómago.
La monstruo se puso a temblar y dijo a Tripitaka, muy asustada:
- ¡Este melocotón es muy extraño! ¿Cómo es posible que me lo haya tragado, sin
haberlo mordido siquiera?
- Me figuro, señora - respondió Tripitaka -, que las frutas maduras se tragan con más
facilidad que las que todavía no lo están.
- Sí, pero el caso es que me he comido también la pepita - objetó la monstruo -. Es algo
que no había hecho jamás hasta hoy.
- Todo es producto de vuestro buen humor - dijo Tripitaka -. Estoy convencido de que
la alegría os ha abierto el apetito. Eso explica que ni siquiera hayáis echado fuera la
pepita.
- ¡No perdáis el tiempo con ella, maestro! - gritó el Peregrino desde el interior de su
estómago -. ¡Acabo de cumplir mi objetivo!
- Por lo que más quieras - le suplicó Tripitaka -, no seas muy brusco con ella.
- ¿Se puede saber con quién estáis hablando? - preguntó la monstruo, sorprendida.
- Con mi discípulo Sun Wu-Kung - contestó Tripitaka.
- ¿Y dónde se encuentra ese tal Sun Wu-Kung? - volvió a preguntar la monstruo.
- En el interior de vuestro estómago, por supuesto - explicó Tripitaka -. Era ese
melocotón rojo que os acabáis de comer.
- ¡Esto es el fin! - gritó, aterrada, la monstruo -. Si ese mono se ha metido dentro de mi
barriga, quiere decir que no voy a tardar mucho en morir. ¿Qué es lo que pretendes al
esconderte en el interior de mi cuerpo?
- No gran cosa - respondió el Peregrino con cierto desprecio -. Sólo devorarte las seis
hojas del hígado y de los pulmones y los tres pelos y los siete agujeros del corazón 3.
Cuando haya acabado con tus cinco órganos, ya puedes prepararte para convertirte en
un simple espíritu.
Al oír eso, la monstruo se puso a temblar de tal forma, que, sin saber lo que hacía, se
abrazó al monje Tang y dijo:
- Yo pensé que desde siempre estábamos destinados el uno para el otro, poseyendo la
misma unidad de sentimientos que el pez y el agua en la cual nada. ¿No fenecen, acaso,
los pájaros, cuando los separan de su pareja? Nuestro amor se ha ahogado, apenas
iniciado, como el sabio Wei en el Puente Azul, cuando creció la marea 4. Nuestro
encuentro ha resultado tan inútil como las volutas de incienso que se disipan en el
interior de los templos 5. A pesar de estar hechos el uno para el otro, se nos obliga ahora
a separarnos para siempre. ¿Cuándo llegará el día en que vuelva a conversar con vos?
Al oírla hablar de esa forma, el Peregrino temió que el maestro pudiera dejarse llevar
otra vez por la lástima y empezó a hacer travesuras dentro del estómago de la monstruo,
saltando y dando terribles puñetazos a diestro y siniestro. El dolor se hizo tan
insoportable, que la mujer terminó dejándose caer al suelo, incapaz por completo de
seguir hablando. El Peregrino malinterpretó su silencio, creyendo que ya había muerto y
dejó de golpearla. Pero ella se repuso en seguida y, tomando aliento, gritó:
- ¿Dónde os habéis metido, sirvientas mías?
Para no ser indiscretas, nada más entrar en el jardín, las muchachas se marcharon cada
cual por su lado, unas a recoger flores, otras a jugar entre los árboles o a perseguirse
entre las grutas. Sabían que su señora deseaba estar a solas con el monje Tang y no se
atrevieron a molestarla. Cuando oyeron, sin embargo, sus gritos, corrieron en su ayuda y
la encontraron revolcándose por el suelo de dolor, con el rostro pálido y gimiendo
lastimosamente. Sin saber qué hacer, la rodearon, asustadas, y le preguntaron:
- ¿Qué os ocurre, señora? ¿Es que, acaso, estáis enferma del corazón?
- ¡No! - respondió la monstruo -. Lo único que puedo deciros es que tengo a alguien
dentro del estómago. No preguntéis más y llevaos de aquí al monje Tang. Es la única
forma de que pueda seguir con vida.
Las muchachas se abalanzaron sobre el maestro y trataron de llevárselo a la fuerza,
pero el Peregrino gritó desde dentro de la barriga de la mujer:
- Como te atrevas a mover tu mano contra el maestro, te juro que acabaré contigo. Si
deseas seguir viviendo, lo que tienes que hacer es sacarle de esta caverna y dejarle en
libertad. Te prometo que, en cuanto lo hayas hecho, dejaré de atormentarte.
Lo que más preocupaba a la monstruo en aquellos momentos era, por supuesto, salvar
la vida y, poniéndose de pie con no poco esfuerzo, cargó con el monje Tang a la espalda
y se dirigió hacia la salida de la caverna. Las muchachas corrieron detrás de ella,
gritando:
- ¿Adonde vais, señora?
- A sacar de aquí a este tipo - respondió la monstruo -. Si conseguimos detener el curso
de la luna por encima de los lagos, podremos arrojar de nuevo las redes. Quiero decir
que, si este monje se niega a casarse conmigo, ya encontraré por ahí a otro - y,
montando en una nube luminosa, no tardó en llegar a la boca de la caverna.
- ¡Wu-Kung! - gritó el maestro al acercarse -. Creo distinguir un fragor de armas ahí
fuera.
- Debe de ser Ba-Chie con su rastrillo - contestó el Peregrino ¦ Llamadle, para que no os
dé con él en la cabeza.
- ¡Ba-Chie, soy yo! - gritó Tripitaka en seguida.
- ¡Bonzo Sha, ahí viene el maestro! - exclamó Ba-Chie, al oírle, y retiraron el báculo y
el rastrillo, para que pudiera salir la monstruo con el monje Tang.
Fue así cómo, obrando desde dentro, el Mono de la Mente consiguió dominar a un
monstruo, al tiempo que el Suelo y la Madera dieron la bienvenida al monje Sabio,
guardando celosamente la entrada.
No sabemos si el monstruo consiguió salvar la vida o no. El que desee averiguarlo
tendrá que escuchar con atención las explicaciones que se brindan en el siguiente
capítulo.
CAPÍTULO LXXXIII
CAPÍTULO LXXXIV
CAPITULO LXXXV
Decíamos que el rey celebró por la mañana su audiencia habitual, en la que todos los
funcionarios, tanto militares como civiles, presentaron sus respectivos informes. Antes
de hacerlo, sin embargo, tuvieron la osadía de pedir a su majestad:
- Disculpadnos por presentarnos ante vos de una manera tan incorrecta.
- ¿Por qué me hacéis semejante petición? - preguntó el rey, sorprendido -. Que yo sepa,
no veo nada en vosotros distinto de los demás días.
Muertos de vergüenza, todos confesaron que habían perdido el pelo durante la noche.
Vivamente emocionado, el rey se levantó del trono del dragón y confesó a sus atónitos
súbditos:
- Todos los miembros y sirvientes de mi familia también han amanecido así. Lo más
preocupante es que no sabemos a qué obedece tan desconcertante fenómeno. - Las
lágrimas empezaron a brotar copiosas de sus ojos y ordenó -: De ahora en adelante
queda totalmente prohibido matar monjes.
Después de tomar asiento en el trono del dragón, todos los ministros se retiraron al sitio
que tenían asignado y oyeron, respetuosos, decir al soberano:
- Si alguno de vosotros tiene algo que informar a esta corte, que se adelante y nos lo
haga saber. De lo contrario, mandaré enrollar las cortinillas y esta audiencia quedará
clausurada.
De entre el grupo de funcionarios militares se destacó el comandante encargado de la
defensa del sector oriental de la ciudad, que comunicó lo siguiente:
- En cumplimiento de vuestras órdenes, estos humildes servidores de la corona salimos
anoche a patrullar los alrededores y conseguimos recobrar un armario muy pesado y un
espléndido caballo blanco. No atreviéndonos a tomar una decisión sobre su posible
destino, os suplicamos que dispongáis libremente de ellos.
- Traed a nuestra presencia ese armario y ese caballo de los que habláis - ordenó el rey,
visiblemente complacido.
Sin pérdida de tiempo, el comandante regresó a su palacio y ordenó a los soldados que
cargaran con el armario. En cuanto sintió el movimiento, se apoderó de Tripitaka tal
terror, que por poco no pierde el espíritu.
- ¿Qué vamos a decir, cuando nos hallemos en presencia del rey? - preguntó a sus
discípulos, vivamente preocupado.
- Dejad de dar vueltas a eso, por favor - le urgió el Peregrino, soltando la carcajada -.
He hecho unos cuantos preparativos que nos allanarán el camino. Ya lo veréis. En
cuanto abran el armario, se inclinarán ante nosotros y nos tratarán como a grandes
maestros. Es conveniente que Ba-Chie no se sobrepase, como suele hacer siempre. Le
gusta demasiado ser el primero en todo.
- No, ciertamente, para ir al cadalso - replicó Ba-Chie -. ¡Menuda suerte es ésa de morir
ejecutado!
No había acabado de decirlo, cuando los soldados que los llevaban llegaron al Palacio
Imperial. Sin pérdida de tiempo condujeron directamente el armario a la Torre de los
Cinco Fénix y lo colocaron sobre los escalones de color rojo. Los ministros suplicaron
al rey que mostrara a todos lo que contenía y él, a su vez, ordenó al comandante que
abriera tan inesperado tesoro. En cuanto se abrieron las puertas, Chu Ba-Chie no pudo
contener la impaciencia y saltó fuera del incómodo lugar en el que acababa de pasar la
noche. Todos los funcionarios se quedaron mudos de terror. Su asombro alcanzó límites
insospechados, cuando vieron aparecer detrás de él al monje Tang, ayudado por el
Peregrino, y al Bonzo Sha, que no se separaba en ningún momento del equipaje. Lo
primero que llamó la atención de Ba-Chie fue el comandante con el caballo y,
llegándose hasta él, le arrebató las riendas, gritando:
- ¡Este caballo es nuestro! ¡Devuélvenoslo en seguida!
El comandante se llevó tal susto, que se cayó de culo, como si fuera un muñeco. El rey
se percató de que eran monjes budistas y, levantándose a toda prisa del trono del
dragón, pidió a las concubinas y a todos sus servidores que abandonaran el Salón de los
Carillones de Oro y fueran a darles la bienvenida.
- ¿De dónde sois? - les preguntó el rey con inesperado respeto.
- Hemos sido enviados por el Gran Emperador de los Tang, en las Tierras del Este -
contestó Tripitaka -, al Monasterio del Trueno, en el Oeste, para conseguir las escrituras
de Buda.
- Si venís desde tan lejos - objetó el rey -, ¿cómo habéis escogido un armario para pasar
la noche?
- Vuestro humilde servidor - confesó Tripitaka - estaba al tanto de vuestro juramento
para acabar con todos los monjes con que os toparais. Por eso, decidimos hacernos pasar
por comerciantes y fuimos a una de vuestras muy dignas posadas a descansar de las
penalidades del camino. Como, a pesar de todo, temíamos que alguien pudiera
reconocernos, optamos por encerrarnos en un armario. Desgraciadamente fue robado
por unos bandidos, aunque después nos cupo la suerte de ser rescatados por uno de
vuestros esforzados comandantes. Eso explica que nos encontremos ahora aquí
disfrutando del inmerecido honor de contemplar el rostro de dragón de vuestra
majestad. Para nosotros es como si las nubes se hubieran abierto y, de pronto, hubiera
aparecido la maravilla cotidiana del sol. Suplicamos de vuestra generosidad, ancha
como el mismo mar, que nos otorguéis el perdón y nos permitáis continuar nuestro
camino.
- Vos sois un monje perteneciente a un imperio mucho más poderoso que el nuestro -
replicó el rey -. Nos correspondería, por tanto, a nosotros pediros disculpas por no
haberos concedido la bienvenida que merecéis. El motivo por el que juré acabar con
todos los monjes con los que me topara se remonta a tiempo atrás, cuando fui
calumniado por ciertos bonzos indignos. Si escogí el número diez mil, fue porque, al
expresar perfección, pensé que eso agradaría más a los Cielos. Lo que menos
sospechaba yo entonces es que todos íbamos a terminar siendo monjes, pues, como muy
bien podéis apreciar, tanto mis funcionarios y concubinas como yo mismo hemos
perdido el cabello de la noche a la mañana. Os suplicamos, pues, confiando en vuestra
infinita virtud, que nos aceptéis como discípulos.
- Si es eso lo que deseáis - exclamó Ba-Chie, soltando la carcajada -, ¿dónde están los
regalos que exige una situación tan solemne?
- Por eso no os preocupéis - contestó el rey -, porque estamos dispuestos a poner a
vuestros pies todas las riquezas de este reino.
- No habléis de riquezas, por favor - le urgió el Peregrino -, porque nosotros somos
monjes que nos tomamos en serio nuestro estado. Lo único que deseamos es que nos
selléis los documentos de viaje y nos permitáis atravesar vuestros dominios. Os
aseguramos que con eso vuestro reino gozará de seguridad para siempre y vos mismo
disfrutaréis de una larga y próspera vida.
El rey ordenó al encargado de las fiestas y celebraciones imperiales que preparara un
banquete y, echándose rostro en tierra, tanto él como todos sus súbditos, regresaron al
camino del Único. No hubo ninguna objeción a la hora de firmar el documento de viaje.
Es más, antes de dejarlos partir, pidió a los caminantes que cambiaran el nombre de
aquella ciudad.
- Creemos - explicó el Peregrino - que Reino del Dharma es, en verdad, un nombre
adecuado. Únicamente desentona con la prosperidad que aquí se respira eso de
"Destructor". Puesto que el camino nos ha conducido directamente hasta aquí, os
aconsejaríamos que adoptarais para siempre el nombre de Reino Respetuoso del
Dharma. Si así lo hacéis, os garantizamos que las aguas de los mares y los ríos jamás se
desbordarán sobre vuestras tierras y la lluvia y el viento soplarán en sazón.
Después de darles las gracias, el rey ordenó preparar un cortejo y toda la corte salió a
las afueras de las ciudad a despedir a los peregrinos. De esta forma, pudieron continuar
tranquilamente su periplo hacia el Oeste. El soberano y sus súbditos jamás volvieron a
descarriarse, permaneciendo fieles a la verdad y a la práctica de la virtud, por lo que no
volveremos a hablar más de ellos. Sí lo haremos, sin embargo, del maestro, que, en
cuanto hubo dejado atrás el Reino Respetuoso del Dharma, se volvió hacia Wu-Kung y
le dijo, visiblemente satisfecho:
- Esta vez has hecho un trabajo realmente excelente. Se me antoja que, por eso mismo,
el mérito esta vez es mayor.
- ¿De dónde sacaste tantos barberos para afeitar a tanta gente en mitad de la noche? -
preguntó el Bonzo Sha.
El Peregrino contó, entonces, cómo se había metamorfoseado y el uso que había hecho
de sus poderes mágicos. Eso hizo reír de tal manera al maestro y a sus dos discípulos,
que las carcajadas no les dejaron cerrar la boca durante más de media hora. Cuando más
contentos estaban, vieron delante una montaña altísima y, tirando a toda prisa de las
riendas, preguntó el monje Tang, alarmado:
- ¿Habéis visto lo escarpada que parece esa montaña? No estaría de más que
tomáramos todas las precauciones que pudiéramos.
- Tranquilizaos, maestro - dijo el Peregrino, riéndose todavía -. Deberíais saber que
conmigo a vuestro lado no puede pasaros nada grave.
- ¡Siempre dices lo mismo! - se quejó Tripitaka -. Hasta desde aquí se ve claramente
que la cumbre es muy difícil de alcanzar. Eso sin contar con esa especie de vapores que
parecen surgir de ella. Siento tal pánico, pensando en lo que nos espera, que todo el
cuerpo se me paraliza.
- ¿Tan pronto habéis olvidado el Sutra del Corazón, que os enseñó el Maestro Zen del
Nido del Cuervo? - preguntó el Peregrino con la risa todavía en los labios.
- ¡Por supuesto que todavía lo recuerdo! - respondió Tripitaka.
- Es posible que recordéis el sutra - concedió el Peregrino -. Pero estoy seguro de que
habéis olvidado cuatro de sus líneas más importantes.
- ¿A qué líneas te refieres? - volvió a preguntar Tripitaka.
- Esas que dicen: "No busquéis a Buda en la lejana Montaña del Espíritu, porque ésta
está presente en vuestra mente. En el interior de cada hombre existe una Pagoda de la
Montaña del Espíritu, en la que el Gran Arte debe purificarse de continuo".
- ¿Cómo puedes creer que no estoy al tanto de esa doctrina? - se quejó Tripitaka -.
Según esas cuatro líneas, las escrituras únicamente propugnan el cultivo de la mente.
- No hay la menor duda sobre ello - contestó el Peregrino -. De hecho, cuando la mente
se ha purificado, brilla como una lámpara, y, cuando ha alcanzado un cierto grado de
seguridad, llegan a comprenderse todos los fenómenos del mundo. El error más pequeño
es capaz de hacer impracticable el camino, imposibilitando alcanzar la meta en más de
diez mil años. Si se quiere ver aparecer de pronto el Monasterio del Trueno, es preciso
mantenerse siempre alerta y obrar en todo momento con la más absoluta sinceridad. Es
preciso, por tanto, que no os atormentéis con esos miedos y temores, pues el Camino
parece, entonces, desdibujarse y el Monasterio del Trueno se aleja cada vez más.
Seguidme y no penséis más en esas cosas.
Al oír esas palabras, el espíritu y la mente del Peregrino recibieron un nuevo empuje y
desaparecieron todas sus preocupaciones. Continuaron caminando y no tardaron en
alcanzar las primeras estribaciones de la montaña. Vista de cerca, se trataba de un lugar
francamente singular, en el que tenían cabida todos los colores que puedan imaginarse.
Las nubes flotaban sin rumbo por encima de su cumbre, como queriendo proteger a los
árboles, cuyas sombras se perdían entre los acantilados. Los pájaros chillaban
escondidos entre el verdor de sus copas, temerosos, tal vez, de las bestias salvajes que se
movían entre los matorrales. Mientras por las laderas se extendían bosques
impenetrables de pinos, en la cima solamente se veían unos cuantos mazos de bambúes.
Por doquier se oían gruñidos de lobos y rugidos de tigres que se peleaban entre sí por un
bocado de comida. Los simios de larga cola los miraban con cierto desprecio, cuando se
dirigían en busca de fruta fresca. Las manadas de ciervos, por el contrario, parecían
empeñadas en alcanzar la cumbre, pisoteando la diminuta delicadeza de las flores
silvestres. Se confundía el sonido del viento con el murmullo de los arroyos y los
torrentes, en cuyas orillas desgranaban su canto legiones de pájaros escondidos. En
algunos puntos llamaba la atención el enmarañamiento de las enredaderas y las lianas.
Las orquídeas ponían una nota de delicadeza en aquel abrupto paisaje de rocas con
formas extrañas y precipicios tan lisos como muros. Familias de zorros vagaban de
continuo de un lugar para otro bajo la atenta mirada de los monos, que contemplaban su
marcha escondidos entre los árboles. Los pocos caminantes que se aventuraban a cruzar
aquellos parajes por fuerza tenían que encontrar extremadamente duro el ascenso. El
maestro y los discípulos tomaron todo tipo de precauciones, pero no fueron suficientes,
porque, cuando más empinado era el camino, oyeron el ulular de un viento tan recio,
que Tripitaka exclamó, asustado:
- ¡Se está levantando un huracán!
- ¿A qué vienen tantos temores? - preguntó el Peregrino -. A cada estación le
corresponde un tipo de viento distinto. El de la primavera es templado, caliente el del
verano, procedente del oeste el del otoño y del norte el del invierno.
- Todo lo que quieras - replicó Tripitaka -, pero ése sopla con demasiada fuerza para
tener un origen natural.
- Desde siempre el viento ha surgido de la tierra y las nubes se han originado detrás de
las montañas - explicó el Peregrino -. ¿Qué os hace pensar que el que ahora se levanta
no sea natural?
No había acabado de decirlo, cuando se formó ante sus mismas narices un denso banco
de niebla, que, en un abrir y cerrar de ojos, nubló los cielos y sumió a la tierra en una
oscuridad total. Parecía como si el sol hubiera perdido, de pronto, su luz. Los pájaros
dejaron de cantar y corrieron a refugiarse en sus nidos. Era como si hubiera retornado la
época del Caos o el aire se hubiera transformado en una masa de polvo impenetrable.
Los árboles cercanos a la cumbre desaparecieron por completo de la vista y los
caminantes pensaron en la difícil situación en que debían de encontrarse los buscadores
de hierbas.
- ¿Cómo es posible que se forme una niebla tan espesa, cuando el viento no ha dejado
todavía de soplar? - preguntó Tripitaka, volviéndose, cada vez más preocupado, hacia
Wu-Kung.
- No lo sé - reconoció el Peregrino -. De todas formas, no es conveniente adelantar
conclusiones. Lo mejor será que desmontéis y os quedéis aquí, mientras yo voy a ver si
se trata de algo peligroso o no.
En seguida se elevó hacia lo alto y, haciéndose visera con una mano, abrió cuanto pudo
sus ojos de fuego y oteó la distancia con sus pupilas de diamante. Fue así como
descubrió a un monstruo sentado en el borde de un despeñadero. Poseía un cuerpo
sumamente robusto y tintado de una gran variedad de colores. Su altura no tenía nada
que envidiar a la de la montaña y sus dientes, apenas entrevistos a través de unos labios
de forma cuadrada, parecían piezas afiladas de acero. Su nariz, por el contrario, aguileña
y bien moldeada, daba la impresión de estar hecha de jade. Sus ojos emitían tal fulgor,
que, al verlo, las bestias y las aves huían en busca de refugio. Su barba era blanca como
la plata y tan fuerte como agujas de un grosor desmesurado. Sentado de cara al vacío,
mostraba su gran poderío provocando un viento huracanado y arrojando por la boca un
manto de niebla espesísima. A cada uno de sus lados había no menos de treinta o
cuarenta diablillos, contemplando, asombrados, cómo escupía la neblina y exhalaba el
huracán.
- ¡Vaya con el maestro! - se dijo el Peregrino, sonriendo -. Parece que sus poderes van
aumentando por momentos. Decía que no se trataba de un viento natural y así ha
resultado en realidad. Si le atizara a ese monstruo un golpe con la barra de hierro, sería
como machacar un ajo. Por supuesto que acabaría con él, pero mi fama se vería
peligrosamente mermada.
Como era valiente en extremo, jamás había asestado ningún golpe por la espalda.
- Será mejor que regrese junto al maestro y se lo diga a Ba-Chie - pensó, una vez más -.
Que venga él, si quiere, a pelear contra ese monstruo. Tiene la fuerza suficiente para
derrotarle. Si no lo consigue, acudiré en su ayuda. Eso acrecentará aún más mi fama.
Pero espera un momento, le gusta demasiado la vida tranquila y siempre se niega a dar
el primer paso. Lo único capaz de arrancarle de su quietismo es la comida. Voy a
gastarle una broma a ver cómo reacciona.
Sin pérdida de tiempo descendió de lo alto y se dirigió hacia Tripitaka, que le preguntó:
- ¿Qué hay de ese viento y de esa niebla?
- ¿Por qué lo preguntáis? - respondió el Peregrino -. Apenas si queda rastro de ellos.
- Tienes razón - reconoció Tripitaka -. Parece que han amainado substancialmente.
- Aunque tengo una vista muy buena - mintió el Peregrino -, creo que esta vez he
cometido una equivocación, porque pensé que podría tratarse de un monstruo y al final
no ha sido así.
- ¿Qué quieres decir? - inquirió Tripitaka.
- Que hay un pueblo un poco más adelante - añadió el Peregrino - y, según he podido
comprobar, las personas que lo habitan siempre están pensando en hacer obras buenas.
Ahora, sin ir más lejos, se encuentran cociendo arroz y amasando bollos para los
monjes. Es posible que la niebla fuera, en realidad, parte del vapor que dejaban escapar
sus pucheros, una señal, en definitiva, de obrar el bien en todo momento.
Ba-Chie creyó que era verdad y, llevando aparte al Peregrino, le preguntó, muy bajito:
- ¿Comiste algo con ellos antes de venir para acá?
- No mucho, la verdad - mintió el Peregrino -. Las verduras estaban un poco saladas
para mi gusto.
- ¡Bah!, y ¿eso qué importa? - exclamó Ba-Chie -. Yo, en tu lugar, hubiera acabado con
todas. Después hubiera bebido un poco de agua y asunto concluido.
- ¡No me digas que tienes hambre! - replicó el Peregrino.
- Yo siempre tengo hambre - confirmó Ba-Chie -. Me gustaría ir a comer un poco a ese
lugar del que hablas. ¿Qué te parece si hago una escapadilla?
- ¡Ni se te ocurra! - le regañó el Peregrino -. Como muy bien afirma un libro antiguo,
"cuando el padre se halla presente, el hijo no debería obrar según su propio criterio" 2.
¿Quién va a atreverse a ir, estando aquí el maestro?
- No hables tan alto - le urgió Ba-Chie, riéndose -. Yo mismo estoy dispuesto a hacerlo
ahora mismo.
- Si estuviera en tu lugar, no lo haría - dijo en tono severo el Peregrino -. Imagina que el
maestro te viera.
La inteligencia del Idiota únicamente funcionaba a pleno rendimiento, cuando había
por medio algo de comer. Se llegó, pues, hasta donde estaba Tripitaka e, inclinándose
ante él, dijo:
- Según acaba de contar Wu-Kung, en el pueblo de ahí delante hay unas cuantas
familias dispuestas a darnos de comer, pero no así al caballo, que lo único que hará será
molestar a esa buena gente. ¿No os parece que ir a por heno y echárselo a brazadas en el
establo es una tarea francamente penosa? Creo que, ahora que el cielo ha aclarado y el
viento y la niebla han amainado del todo, no estaría de más que fuera a buscar un poco
de hierba tierna. Así ganaríamos tiempo y esas buenas familias no tendrían que afanarse
más de lo debido.
- Me parece muy bien - comentó el monje Tang -. ¿Cómo es que hoy estás tan
trabajador? Anda, vete y vuelve en seguida.
Sonriendo con delectación, el Idiota abandonó el grupo a toda prisa, pero el Peregrino
le detuvo y le dijo al oído:
- Recuerda que a esa gente le gusta sentar a su mesa a monjes atractivos, no a tipos tan
feos como tú.
- Eso quiere decir que tendré que metamorfosearme - concluyó Ba-Chie.
- Exactamente - confirmó el Peregrino -. Es mejor que cambies un poco de aspecto.
El Idiota dominaba, en medio de todo, el arte de las treinta y seis metamorfosis. Se
escondió, pues, en un recodo de la montaña y, después de hacer un signo mágico y de
recitar el correspondiente conjuro, sacudió ligeramente el cuerpo y se transformó en un
monje bajito y bastante delgado. Llevaba en las manos un pez de madera y, mientras
caminaba, musitaba algo ininteligible, que pretendía ser una letanía. Como no sabía
ningún texto sagrado, lo único que repetía era - "Respetable señor. Respetable señor".
El monstruo, mientras tanto, en cuanto se hubo cansado de juguetear con el viento y la
niebla, había ordenado a sus huestes de diablillos que se apostaran a lo largo del camino
y echaran el alto a todos los viajeros que se acercaran. Al Idiota le cupo el honor de ser
el primero en caer en sus garras. Después de rodearle, algunos de los diablillos
empezaron a tirarle de la túnica, mientras otros le agarraban sin ningún respeto de la
faja.
- Vamos, vamos. ¿A qué vienen todos esos empujones? - se quejó Ba-Chie -. Estoy
dispuesto a comer en todas y cada una de vuestras casas.
- ¿Que nosotros vamos a darte de comer? - exclamaron los diablillos, asombrados.
- Efectivamente - confirmó Ba-Chie -. Vosotros os dedicáis a alimentar a los monjes y
yo he venido a tomar la porción que me corresponde.
- Así que tú crees que nosotros somos personas virtuosas - insistió uno de los diablillos
-. La verdad es, querido amigo, que, en vez de alimentar a los monjes, lo que hacemos
con ellos es comérnoslos, porque somos monstruos que hemos profundizado en el
conocimiento del Tao en esta extraña montaña. Cuando capturamos a alguno, lo
llevamos a casa y lo cocinamos al vapor. ¿Y tú pretendes que te demos de comer?
Al oír eso, Ba-Chie se puso a temblar de miedo, pero aún le quedaron fuerzas para
lanzar invectivas contra el Peregrino, diciendo:
- ¡Maldito caballerizo! ¡Me hizo creer que había un pueblo y todo lo demás, cuando lo
que, en realidad, hay es una bandada de monstruos dispuestos a devorar a todo el que
pase por aquí!
Furioso, al mismo tiempo, por todos aquellos empujones, el Idiota recobró la forma que
le era habitual y sacó de la cintura su temible rastrillo. Le bastaron unos cuantos golpes
para dispersar a aquella primera avanzadilla de monstruos.
- ¡Qué desgracia más grande! - corrieron a informar a su señor.
- ¿Qué os ha ocurrido? - preguntó el monstruo, sorprendido.
- Por el camino apareció un monje de aspecto muy distinguido - explicó uno de los
diablillos, muy alterado -. Le dijimos que le íbamos a cocinar al vapor y lo que sobrara
de su carne lo íbamos a dejar secar para el invierno. Lo que menos sospechábamos es
que fuera capaz de metamorfosearse.
- ¿En qué se transformó? - preguntó el monstruo, picado por la curiosidad.
- En un ser que apenas parecía humano - contestó el diablillo, temblando de pies a
cabeza -. Tenía un morro muy alargado, unas orejas enormes y una mata muy espesa de
pelo detrás de la cabeza. De no sé dónde sacó un rastrillo y empezó a descargar golpes
sobre nosotros a diestro y siniestro. Se batía con tanta bravura, que no pudimos hacerle
frente y decidimos venir corriendo a informaros de lo sucedido.
- No os preocupéis - respondió el monstruo -. Voy a ver de quién se trata - y, agarrando
una especie de porra de hierro, se dirigió hacia el lugar donde le habían indicado.
Fue así como descubrió que el Idiota era feo en extremo. Tenía un morro maloliente de
más de un metro de largo y unos colmillos tan brillantes que parecían de plata. Sus ojos
eran totalmente redondos y emitían un fulgor que recordaba el latigazo del rayo. Sus
orejas parecían abanicos y producían un extraño ronroneo, al ser mecidas por el viento.
El mechón de pelos que le crecía detrás de la cabeza recordaba una aljaba llena de
flechas. La piel de todo su cuerpo poseía una tosquedad fuera de lo común y una extraña
coloración verdosa. En las manos blandía un arma ridícula y mortífera a la vez: un
rastrillo de nueve puntas muy afiladas, que hacían temblar al que tuviera la desgracia de
verlas. Armándose de valor, el monstruo levantó la voz y preguntó:
- ¿De dónde eres y cómo te llamas? Si contestas con rapidez, estoy dispuesto a
perdonarte la vida.
- ¿Es que no reconoces a tu querido antepasado Chu? - se burló Ba-Chie, arrogante 3 -.
Acércate, que voy a narrarte mi historia: por si te sirve de algo, te diré que mis poderes
mágicos son tan enormes como mis orejas y mi boca. El mismo Emperador de Jade me
nombró Mariscal de los Juncales Celestes y puso a mi disposición ochenta mil guerreros
del mar. Eso explica que llevara en su palacio una existencia de despreocupaciones y
lujo. Sin embargo, una vez que estaba borracho cometí la indiscreción de burlarme de
Chang - Er, poniendo toda mi fuerza al servicio de una causa reprobable. Así, de un solo
empellón, derribé el Palacio Tushita y tuve la osadía de comerme las plantas sagradas
de Wang-Mu-Niang-Niang. Enfurecido, el Emperador de Jade hizo que me golpearan
más de dos mil veces seguidas y me expulsó del Reino de los Tres Cielos. Aunque se
me aconsejó que purificara mis faltas y recobrara mi espíritu primigenio, me convertí en
un monstruo, tan pronto como puse el pie en este mundo de sombras Cuando estaba a
punto de contraer matrimonio en el pueblo de los Gao, tuve la mala fortuna de toparme
con mi hermano Sun y la suerte se negó a favorecerme con la constancia que hasta
ahora me había mostrado. Después de derrotarme con la barra de los extremos de oro,
me obligó a convertirme en un monje budista, teniendo que cargar, como si fuera un
criado, con el equipaje y tirar, en más de una ocasión, de las riendas del caballo, que es,
en realidad, alguien que contrajo ciertas deudas con el monje Tang en una existencia
anterior. Eso, de todas formas, no tiene ahora la menor importancia. Lo que de verdad
cuenta es que yo, el Mariscal de los Juncales Celestes, pertenezco a la ilustre familia de
los Chu, aunque mi nombre religioso completo es el de Chu Ba-Chie.
- ¡Así que eres uno de los discípulos del monje Tang! - exclamó el monstruo con cierto
desprecio -. Siempre he oído decir que su carne es de lo más sabrosa que existe. ¿Cómo
crees que os voy a dejar escapar ahora que os tengo tan a mano? ¡No huyas y prueba el
sabor de mi porra!
- ¡Maldita bestia! - replicó Ba-Chie -. ¿Cómo te atreves a hablar así, cuando no eres
más que un maestro tintorero?
- ¿De dónde has sacado semejante tontería? - preguntó el monstruo.
- Si no lo fueras - contestó Ba-Chie -, ¿cómo es que sabes usar tan bien una porra como
ésa?
El monstruo decidió que ya estaba bien de charla inútil y se lanzó, como un loco, a la
lucha. Dio, así, comienzo una batalla realmente singular. Al moverse, el rastrillo de las
nueve puntas levantaba un fortísimo viento que todo lo sacudía. La porra, por su parte,
producía una lluvia intensísima que amenazaba con anegar la tierra. No en balde uno de
los contendientes era un monstruo sin nombre, que se había adueñado del sendero que
cruzaba la montaña, y el otro, el caído en desgracia Mariscal de los Juncales Celestes,
que estaba tratando desesperadamente de ayudar al Señor de la Naturaleza. Teniéndole
de su parte, no había razón para temer a los monstruos y a los demonios: en las cumbres
de las montañas la tierra no suele engendrar oro. Pese a todo, la porra detenía los golpes,
como si fuera una serpiente emergiendo de las profundidades. Para no ser menos, el
rastrillo se comportaba como un dragón que hubiera abandonado su palacio de agua.
Los gritos que lanzaban, potentes como el trueno, hacían temblar las montañas y los
torrentes, llegando a sacudir, incluso, los cimientos de la tierra. Los dos eran luchadores
experimentados, que se habían propuesto obtener la victoria aun a costa de su vida.
Haciendo acopio de todas sus fuerzas, Ba-Chie consiguió, finalmente, acorralar al
monstruo, pero éste alzó la voz y ordenó a sus huestes de diablillos que rodearan
inmediatamente a su contrincante, por lo que, de momento, no hablaremos más de ellos.
Sí lo haremos, sin embargo, del Peregrino, que, sin poder resistirlo más, soltó, de
pronto, la carcajada.
- ¿Se puede saber de qué te ríes? - preguntó el Bonzo Sha.
- ¡Qué idiota es ese Chu Ba-Chie! - exclamó el Peregrino, sin conseguir dominar del
todo las carcajadas -. Cuando oyó que un poco más adelante había personas dispuestas a
dar de comer a los monjes, se las arregló para escabullirse y todavía no ha vuelto. Pero
no te preocupes. Si consigue derrotar al monstruo con el rastrillo, ya verás cómo regresa
dando voces y proclamando que el mérito es exclusivamente suyo. De todas formas, si
no logra acabar con él, no sé, francamente, dónde voy a meterme, porque va a llamarme
caballerizo todas las veces que quiera. Si no te importa, me gustaría echar un vistazo a
ver qué es lo que está sucediendo realmente.
Sin decir nada al maestro, se arrancó un pelo de detrás de la cabeza y, exhalando sobre
él una bocanada de aire inmortal, exclamó:
- ¡Transfórmate! - y al instante se convirtió en una copia exacta de sí mismo, que se
sentó junto a Tripitaka y al Bonzo Sha, al tiempo que él se elevaba, raudo, por los aires.
Fue así como descubrió que el Idiota, rodeado de diablillos por todas partes, iba
perdiendo, poco a poco, terreno, mientras que los golpes de su rastrillo se iban tornando
más débiles cada vez. Incapaz de dominar la impaciencia que le embargaba, el
Peregrino descendió de la nube y gritó con potente voz:
- ¡No te preocupes, Ba-Chie! ¡Aquí estoy yo!
Al oír su voz, el Idiota sacó fuerzas de flaqueza y continuó peleando con más empeño
que antes. El monstruo comprendió que no iba a poder seguir resistiendo y se preguntó,
sorprendido:
- ¿Cómo se habrá puesto a pelear con tanta fiereza, cuando estaba a punto de ser
derrotado? ¿De dónde habrá sacado este monje toda esa fuerza?
- Ya ves, hijito - contestó Ba-Chie -. No debías haberte levantado contra mí, porque
ahora viene a ayudarme uno de mi familia - y empezó a descargar sobre el rostro y la
cabeza de su oponente unos golpes tan terribles, que al monstruo no le quedó más
opción que darse la vuelta y huir derrotado.
Al verlo, el Peregrino renunció a lanzarse en la refriega y, dándose media vuelta,
regresó al lugar del que había partido. Allí sacudió ligeramente el cuerpo y recobró el
pelo que se había hecho pasar por él. Como el maestro únicamente poseía unos ojos
mortales, no se dio cuenta de lo ocurrido. Al poco rato apareció el Idiota. Aunque había
salido triunfador, se había entregado con tal ardor a la pelea, que tenía la nariz llena de
mocos y echaba una especie de espuma por la boca. Se acercó con ademán cansado al
grupo y dijo con la respiración totalmente alterada:
- Ya estoy de vuelta, maestro.
- ¿Qué te ha pasado? - preguntó Tripitaka, sorprendido -. ¿No habías ido a por un poco
de hierba para el caballo? ¿Cómo vuelves en un estado tan calamitoso? ¿Es que la gente
que guardaba los pastos se ha negado a darte una simple brizna?
- ¡Es mejor que no me preguntéis nada! - exclamó Ba-Chie, dando patadas al suelo y
golpeándose salvajemente la cabeza -. Si me obligarais a responder a vuestras
preguntas, me moriría de vergüenza.
- ¿Por qué? - inquirió el maestro, sorprendido.
- Me dejé engañar por Wu-Kung - explicó Ba-Chie -. Me dijo que el viento y la niebla
no eran signos de malos augurios, que no los producía, de hecho, ningún monstruo. Me
hizo creer que un poco más adelante había una aldea, cuyas familias se dedicaban por
entero a las obras buenas. Tanto es así, añadió, que en ese mismo momento estaban
cocinando arroz y amasando bollos para nosotros. Como tenía un poco de hambre, no
dudé de sus palabras y, con la excusa de ir a por un poco de hierba para el caballo, me
escabullí con la intención de probar yo el primero tan suculentos manjares. Lo que
menos me esperaba es que fuera a caer en manos de unos monstruos, con los que he
estado luchando todo este tiempo. Si no llega a ser por la ayuda de Wu-Kung, a estas
horas estaría en su poder y me habría resultado prácticamente imposible regresar a
vuestro lado.
- ¡Cómo puedes decir semejantes tonterías! - exclamó el Peregrino, soltando la
carcajada -. En cuanto se te ocurre hacer algo malo, en seguida echas las culpas a los
demás. Yo no me he movido de aquí para nada. ¿Cómo puedes afirmar que estuve
peleando a tu lado?
- Eso es verdad - confirmó el maestro -. Wu-Kung no me ha dejado solo en ningún
momento.
- ¡Qué poco le conocéis! - bramó Ba-Chie, saltando como un loco -. ¡Eso no son más
que excusas!
- ¿Realmente hay algún monstruo más adelante? - preguntó el maestro, volviéndose
hacia Wu-Kung.
- Me temo que así es - contestó el Peregrino, comprendiendo que no podía seguir
adelante con la broma -, pero son muy pocos y no se atreverán a molestarnos. Acércate,
Ba-Chie. Quiero confiarte una misión realmente importante. Para lograr que el maestro
llegue sin novedad a la otra parte de la montaña, es necesario que hagamos como si nos
encontráramos de maniobras militares.
- ¿Qué quieres que haga yo? - preguntó Ba-Chie, más calmado.
- Tú serás el general encargado de las patrullas y tendrás como misión ir abriendo el
camino. Si el monstruo no vuelve a presentarse, no tendrás que hacer absolutamente
nada. Si aparece, pelea con él y nadie te discutirá el mérito de haberle derrotado. La
gloria será exclusivamente tuya. ¿Qué te parece?
Ba-Chie sabía que las fuerzas del monstruo eran, poco más o menos, como las suyas y
dijo:
- De acuerdo. No me importaría morir a sus manos. Me encargaré de ir abriendo el
camino.
- ¿Cómo puedes ser tan idiota? - le reprendió el Peregrino -. ¿Cómo vas a salir bien
parado de ésta, si antes de empezar haces ya uso de palabras tan altisonantes?
- ¿Es que no sabes lo que afirma el proverbio? - replicó Ba-Chie -. "En los banquetes
los reyes comen o se emborrachan, mientras que en el campo de batalla los guerreros
salen heridos o mueren". Además, yo soy así. Me gusta rebajarme al principio, para
demostrar después toda mi potencia.
Satisfecho por lo bien que lo había tomado, el Peregrino volvió a ensillar el caballo y
pidió al maestro que montara. El Bonzo Sha cargó, por su parte, con el equipaje y todos
se dispusieron a seguir los pasos de Ba-Chie, por lo que, de momento, no hablaremos
más de ellos.
Sí lo haremos, sin embargo, del monstruo, que regresó, derrotado a su caverna,
acompañado por todas sus huestes de diablillos. Desalentado, se sentó en una roca y
permaneció en silencio durante mucho rato. Muchos de los diablillos que se habían
quedado en la caverna montando la guardia se agolparon a su alrededor y le
preguntaron, sorprendidos:
- ¿Cómo es que otras veces regresáis tan contento y hoy ni siquiera habéis abierto la
boca?
- En otras ocasiones - respondió el monstruo -, cuando salía a recorrer la montaña,
volvía con algún hombre o con alguna bestia, de la que después dábamos buena cuenta
entre todos. Hoy, por el contrario, la suerte me ha dado la espalda y me he topado con
un adversario digno de mi potencia.
- ¿De qué adversario habláis? - volvieron a preguntar los diablillos.
- De un monje, discípulo del buscador de escrituras procedente de las Tierras del Este,
que responde al nombre de Chu Ba-Chie - contestó el monstruo -. Aunque no lo creáis,
ha logrado derrotarme con su rastrillo. ¡Maldita sea! Hace años que había oído decir que
el monje Tang era un arhat, que se había dedicado a las prácticas ascéticas a lo largo de
diez reencarnaciones seguidas. Eso le ha convertido en una persona tan extraordinaria,
que quien pruebe su carne alcanzará una vida tan larga como la de un inmortal. Jamás
sospeché, de todas formas, que fuera a pasar por esta montaña, aunque, por supuesto,
también abrigaba el sueño de capturarlo y comérmelo tranquilamente al vapor.
Desgraciadamente ese discípulo suyo sabe lo que es pelear.
No había acabado de decirlo, cuando entre las filas de diablillos se destacó uno, que,
tras mirar directamente a los ojos del monstruo, se echó a llorar tres veces seguidas,
para, a renglón seguido, soltar la carcajada otras tantas.
- ¿Se puede saber por qué te comportas de una forma tan extraña? - le regañó el
monstruo.
- Vuestra majestad acaba de afirmar - contestó el diablillo, echándose rostro en tierra -
que no hay cosa que más le gustaría que probar la carne de ese monje, pero yo os digo
que eso es imposible.
- ¿Por qué dices semejante cosa? - replicó el monstruo -. Todo el mundo lo sabe: el que
pruebe un poquito de su carne jamás envejecerá y alcanzará la misma edad de los
Cielos.
- Si eso fuera verdad - objetó el diablillo -, le habrían devorado los otros monstruos y
jamás habría conseguido llegar hasta aquí. Además, ¿por qué no se lo ha comido
ninguno de sus tres discípulos?
- ¿Tres discípulos? - repitió el monstruo, sorprendido -. ¿Sabes cómo se llaman?
- El mayor - contestó el diablillo - responde al nombre de Peregrino Sun, el tercero se
llama Bonzo Sha y al segundo ya le conocéis: Chou Ba-Chie.
- ¿Quién es más fuerte? - volvió a preguntar el monstruo -. ¿El Bonzo Sha o ese tal Chu
Ba-Chie?
- Poco más o menos lo mismo - explicó el diablillo.
- ¿Qué me dices del Peregrino Sun? - insistió el monstruo -. ¿Pelea peor o mejor que
Chu Ba-Chie?
- No hay punto de comparación entre ellos - afirmó el diablillo, chascando la lengua de
una forma harto significativa -. Ese tal Peregrino Sun tiene unos poderes realmente
extraordinarios y domina a la perfección el dificilísimo arte de las metamorfosis. Hace
aproximadamente quinientos años sumió el Palacio Celeste en un desorden total y ni las
Veintiocho Constelaciones de las Regiones Superiores, ni los Nueve Planetas, ni las
Doce Divisiones Orarías, ni los Cinco Nobles, ni los Cuatro Ministros, ni las Estrellas
del Este y del Oeste, ni los Dioses del Norte y del Sur, ni los Espíritus de las Cinco
Montañas y los Cuatro Ríos, ni los guerreros celestes lograron atraparle. Con un
discípulo así, ¿cómo se va a atrever alguien a devorar al monje Tang?
- ¿Y cómo sabes tú tanto sobre él? - bramó, desconfiado, el monstruo.
- Porque yo antes vivía en la Caverna del Camello - León, en la cordillera del mismo
nombre - respondió el diablillo -. Los reyes que la regían se empeñaron en comer al
monje Tang y lo único que consiguieron fue que el Peregrino Sun acabara con todo
aquel imperio, valiéndose únicamente de su temible barra de los extremos de oro.
Parecía como si hubiera estado jugando con nosotros al mahjong. Si logré salvar la vida,
fue porque escapé a tiempo por la puerta de atrás y solicité vuestra generosa protección.
Así fue como me enteré de lo extraordinario de sus poderes.
Al oír eso, el monstruo se puso pálido de miedo, pues, como afirma el dicho, "hasta los
grandes generales temen los malos augurios" Ante razones como aquéllas era lógico que
todo el mundo se echara a temblar. Sin embargo, cuando más patente era el
nerviosismo, se adelantó otro diablillo y dijo:
- ¿A qué vienen todas esas caras largas? El proverbio dice que "la precipitación no
conduce al éxito". Si aún deseáis devorar al monje Tang, quisiera exponeros un plan que
no puede fallar.
- ¿De qué plan hablas? - inquirió el monstruo, más animado.
- De uno llamado "de las flores de ciruelo con los pétalos rotos" - contestó el diablillo.
- ¿En qué consiste? - insistió el monstruo.
- Reunid a todos los monstruos de la caverna - explicó el diablillo - y seleccionad a los
cien mejores. Escoged después a diez y, por último, reducid su número a tres. Debéis
quedaros con los que posean mayores poderes metamórficos. Los tres adoptarán vuestra
figura y, armados con una coraza y una porra, se esconderán en una de las curvas del
camino a la espera de que pasen los caminantes. El primero de ellos se enfrentará con
Chu Ba-Chie, el segundo con el Peregrino Sun y el tercero con el Bonzo Sha. Aunque es
seguro que vuestros servidores saldrán derrotados, su sacrificio no será en balde, ya que
obligarán a esos monjes a apartarse de su maestro. Ése será el momento que vos estaréis
esperando, pues no tendréis más que extender vuestra mano desde el aire para haceros
con el monje Tang. Será tan fácil como sacar algo de un bolso o atrapar una mosca en
un cuenco lleno de pescado. ¿Qué os parece la idea?
- ¡Es, en verdad, magnífica! - exclamó el monstruo, encantado -. Si tu plan sale bien y
consigo atrapar al monje Tang, te nombraré general de mis ejércitos.
El diablillo se echó rostro en tierra y empezó a golpear el suelo con la frente, antes de
llamar a filas a todos los monstruos que vivían en aquella caverna. Sin pérdida de
tiempo fueron escogidos los tres que poseían un mayor conocimiento de las artes
metamórficas y se les pidió que adoptaran la figura de su soberano y señor. Cuando lo
hubieron hecho, se les proveyó de una coraza y de una porra de hierro y se les ordenó
que prepararan una emboscada al monje Tang, por lo que, de momento, no hablaremos
más de ellos.
Sí lo haremos, sin embargo, del maestro, que, libre de preocupaciones y temores,
continuó caminando tras los pasos de Ba-Chie. Al poco tiempo se oyó un ruido
ensordecedor y de entre unos matorrales saltó un diablillo, que trató de echar mano al
maestro. Al verlo, el Peregrino gritó en seguida:
- ¿Por qué no haces algo en seguida, Ba-Chie? ¿No ves que está otra vez aquí ese
monstruo?
Sin detenerse a pensar si era el auténtico o no, el Idiota se lanzó con el rastrillo contra
el monstruo, que desvió el golpe con su porra. Cuando más encarnizada era la lucha,
apareció otro, que se abalanzó sobre el monje Tang, dando unos gritos terribles.
- ¡No os preocupéis, maestro! - dijo el Peregrino -. Las cosas no están tan mal como
parecen. Ba-Chie se ha enzarzado con un monstruo falso, pero os aseguro que éste no va
a conseguir atraparos, porque aquí estoy yo para impedírselo - y se lanzó a la refriega,
gritando -: ¿Adonde crees que vas, bestia inmunda? ¡Detén tu loca carrera y prueba el
sabor de mi barra!
Sin decir una sola palabra, el monstruo detuvo el golpe con la porra y empezó a batirse
con fiereza por la ladera. Casi inmediatamente surgió de detrás de una roca otro
monstruo, montado en un viento huracanado, que se dirigió directamente hacia donde se
encontraba el monje Tang. Al verlo, el Bonzo Sha gritó, preocupado:
- ¡No os preocupéis, maestro! ¡Ba-Chie y el Peregrino se han dejado engañar
miserablemente, pero aquí estoy yo para defenderos! ¡Agarraos bien del caballo,
mientras voy a dar buena cuenta de esa bestia! - y, sin reparar en que también él era
víctima de un engaño, tomó el báculo y midió sus fuerzas con las del diablillo.
La lucha alcanzó proporciones heroicas. Sin dejar de gritar ni de intercambiar golpes,
los contendientes se fueron alejando, poco a poco, de donde se encontraba el monje
Tang. Ése era, precisamente, el momento que había estado esperando el monstruo.
Cuando vio que el maestro se había quedado solo encima del caballo, se lanzó sobre él
y, agarrándole con sus zarpas de acero, le arrebató hacia lo alto y se lo llevó a lomos del
viento. ¡Qué lástima! De nuevo volvió a hacerse patente que las penalidades a las que
estaba sometido el maestro Zen eran, en verdad, interminables; la estrella de la
desgracia seguía iluminando los pasos de El-que-flota-en-el-río.
El monstruo condujo directamente al monje Tang al interior de la caverna. Su alegría
era tan desbordante, que, nada más poner los pies en ella, exclamó:
- ¿Dónde está el general al que debo una victoria tan fulgurante?
- No merezco semejante título - se disculpó, postrándose de hinojos, el diablillo que
había planeado el ataque.
- ¿Cómo puedes decir eso? - le reprochó el monstruo -. Cuando un rey da su palabra,
jamás se vuelve atrás. Prometí que, si conseguía atrapar al monje Tang, te iba a nombrar
general y eso es precisamente lo que acabo de hacer. Tu primer acto de servicio
consistirá en ordenar a los diablillos que traigan agua, limpien los pucheros y los
pongan al fuego. Estoy ansioso por probar un poco de la carne de ese monje, para que
mis años se alarguen tanto como los del Cielo.
- Opino que no deberíais devorarle tan pronto - objetó el recién nombrado general.
- ¿Por qué no? - protestó el monstruo -. Para eso le he atrapado, ¿no?
- Ciertamente podéis coméroslo ahora, si así lo deseáis - respondió el general -. Estoy
convencido de que Chu Ba-Chie y el Bonzo Sha renunciarían a vengar a su maestro. No
así el Peregrino Sun, que montaría inmediatamente en cólera y vendría a pelear contra
nosotros. Para acabar con nuestro mundo, le bastaría con clavar su barra de los extremos
de oro en el centro de la montaña y ésta se derrumbaría sobre nuestras cabezas. ¿En
dónde podríamos refugiarnos entonces?
- Según tú - volvió a preguntar el monstruo -, ¿qué es lo que debemos hacer?
- Deberíamos atar al monje Tang a uno de los árboles del jardín de la parte de atrás -
contestó el general -. Durante dos o tres días no le deis de comer absolutamente nada.
Eso le limpiará por dentro y, al mismo tiempo, convencerá a sus discípulos de que no
tienen ninguna posibilidad de liberarle. En cuanto hayan renunciado a seguir
buscándole, le sacáis tranquilamente de su escondite y os lo coméis. ¿Acaso habéis
olvidado que las comidas que mejor sientan son las que se toman sin sobresaltos?
- Tienes razón - reconoció el monstruo, soltando la carcajada e inmediatamente ordenó
atar al monje Tang a uno de los árboles que había en el jardín de la parte de atrás.
En cuanto hubieron cumplido los deseos de su soberano, los diablillos se dirigieron a la
parte anterior de la caverna, dejando al maestro sumido en un mar de tormento. Las
cuerdas se le incrustaban cada vez más en la carne y las lágrimas empezaron a fluir,
copiosas, por sus mejillas.
- ¿En qué montaña estáis tratando de atrapar a los monstruos, discípulos míos? - se
quejó con amargura -. ¿A lo largo de qué desconocidos caminos los estáis persiguiendo?
Un demonio malvado me ha traído hasta aquí con el único ánimo de hacerme sufrir.
¿Cuándo volveré a reunirme con vosotros? ¡Es tan insoportable este dolor!
Cuando más copioso era el torrente de sus lágrimas, oyó que alguien le gritaba desde
otro árbol que había justamente enfrente del suyo:
- ¡Eh, maestro! ¡Así que también a vos os han traído aquí!
- ¿Quién sois? - preguntó Tripitaka, adoptando en seguida una postura digna.
- Un humilde leñador de esta comarca, que, como vos, ha tenido la mala fortuna de caer
en poder de esa bestia. Llevo atado aquí tres días, y calculo que están a punto de
comerme.
- Si es verdad lo que dices - contestó el maestro, abandonándose de nuevo al llanto -,
todos tus problemas habrán terminado y no tendrás nada de que lamentarte. Yo, por el
contrario, moriré con más pesadumbre de la que hasta ahora he vivido.
- ¡Cómo podéis decir eso! - exclamó el leñador, sorprendido -. Vos sois alguien que ha
renunciado a la familia. De hecho, no tenéis ni padre, ni esposa, ni hijos de los que
preocuparos. Si morís, simplemente dejáis de existir. ¿Qué preocupaciones puede tener
una persona como vos?
- Aunque no lo creas - respondió el maestro -, soy un enviado de las Tierras del Este
que se dirige hacia el Paraíso Occidental en busca de escrituras. Por orden expresa del
Emperador Tang Tai-Chung debo presentar mis respetos a Buda y conseguir de él la
entrega de los textos sagrados, con el fin de que los espíritus del Reino de las Sombras
alcancen el consuelo. Si pierdo ahora la vida, habré defraudado las esperanzas que en mí
depositaron tanto el emperador como todos sus ministros. ¿Qué será, además, de todos
esos espíritus abandonados que penan sin ningún motivo en la Ciudad de la Muerte?
Nunca conocerán lo que es la salvación y toda esta magna empresa quedará reducida a
polvo y cenizas. ¿Cómo quieres que no me preocupe?
- Si vos tenéis motivos para no querer morir ahora - replicó el leñador, cediendo
también al empuje del llanto -, a mí tampoco me faltan. Mi padre murió cuando yo era
muy pequeño, y he pasado toda mi vida al lado de una madre viuda, que no dispone de
otros ingresos que los que yo consigo recogiendo madera. La pobre acaba de cumplir
ochenta y tres años y depende enteramente de mí. ¿Quién cuidará de ella, una vez que
yo haya muerto? ¡Nadie se encargará de enterrarla ni llorarla! ¡Qué pena tan grande!
Cada vez que pienso en ello, el dolor me rompe el corazón.
- ¡Qué suerte más cruda la tuya! - exclamó el maestro, arreciando en su llanto -. Si una
persona como tú se preocupa tanto por su familia, ¿no querrá decir que yo he
malgastado mi vida, recitando sutras en vano? Pero no... No existe ninguna distinción
entre quien sirve a su soberano y quien vive pendiente de sus padres. De hecho, los dos
siguen el mismo principio. Tú y yo no nos diferenciamos tanto: a ti te guía el bienestar
de tu madre, a mí, la honra de mi rey.
Fue así como unos ojos llorosos se contemplaron en otros anegados por el llanto y un
corazón abatido trató de encontrar consuelo en otro que sufría lo mismo.
De momento, no seguiremos hablando de los sufrimientos que Tripitaka estaba
padeciendo atado al árbol. Sí lo haremos, por el contrario, del Peregrino Sun, que
regresó a toda prisa al camino principal, una vez que hubo acabado con el diablillo que
le cupo en suerte, y descubrió que el maestro había desaparecido. En el sitio en el que le
había dejado sólo quedaban el caballo blanco y el equipaje. Con el corazón en vilo le
buscó a lo largo del camino que conducía a la cumbre de la montaña, pero no pudo dar
con él. Estaba claro que El-que-flota-en-el-río había vuelto a toparse con enemigos
formidables y el Gran Sabio, al que ningún monstruo era capaz de hacer frente, había
sucumbido al engaño de un demonio sin importancia.
No sabemos, de momento, si consiguió o no dar con el maestro. El que desee
averiguarlo tendrá que escuchar con atención las explicaciones que se ofrecen en el
capítulo siguiente.
CAPÍTULO LXXXVI
Decíamos que el Gran Sabio Sun, después de tomar de las riendas al caballo y de
hacerse cargo del equipaje, corrió montaña arriba en busca del maestro. Chu Ba-Chie le
siguió con las escasas fuerzas que le quedaban y le preguntó, visiblemente fatigado:
- ¿Qué pasa? ¿Por qué te muestras tan alterado?
- El maestro ha desaparecido - contestó el Peregrino -. ¿No le has visto por ahí?
- En principio estaba decidido que debía seguir en todo momento los pasos del monje
Tang - respondió Ba-Chie -, pero, gracias a una de tus bromas, me tuve que convertir en
general y a punto he estado de perder la vida a manos de ese monstruo. Se suponía que
el Bonzo Sha y tú os ibais a encargar de proteger al maestro. ¿Por qué no lo habéis
hecho?
- No te culpo de nada - dijo el Peregrino -, pero la verdad es que dejaste escapar al
monstruo y se presentó otra vez ante nosotros con el ánimo de apoderarse del maestro.
No tuve más remedio que enfrentarme a él, esperando que el Bonzo Sha se hiciera cargo
de todo lo demás. ¡Ahora hasta él ha desaparecido!
- Seguro que ha cargado con el maestro a las espaldas - afirmó Ba-Chie, burlón -. Es lo
único que sabe hacer bien.
No había acabado de decirlo, cuando se presentó el Bonzo Sha y el Peregrino le
preguntó, preocupado:
- ¿Adonde ha ido el maestro?
- Parecéis ciegos - les echó en cara el Bonzo Sha -, si no, no me explico cómo habéis
dejado escapar al monstruo, que volvió sobre sus pasos con el ánimo de secuestrar al
maestro. Menos mal que estaba yo aquí para impedirlo. Por cierto, ¿dónde está el
maestro?
- ¡Qué tontos hemos sido! - exclamó el Peregrino, perdiendo la paciencia y poniéndose
a saltar como un loco -. Esos monstruos han urdido un plan y hemos contribuido a su
éxito con nuestra estúpida ceguera.
- ¿De qué plan estás hablando? - preguntó el Bonzo Sha.
- De uno llamado "las flores de ciruelo con los pétalos rotos" - explicó el Peregrino -.
Con él han conseguido apartarnos del maestro para venir tranquilamente apoderarse de
él. ¿Qué podemos hacer ahora? - y las lágrimas empezaron a fluir por sus mejillas.
- No llores, por favor - le urgió Ba-Chie -. En cuanto te rindes al llanto, no sabes ni lo
que dices. El maestro no puede estar muy lejos de aquí. Lo único que tenemos que hacer
es buscarle por esta montaña.
No les quedó, pues, más remedio que salir del camino principal e iniciar la búsqueda en
el interior de la cordillera. Cuando llevaban recorridos alrededor de cincuenta
kilómetros, se toparon con una caverna abierta al borde mismo de un precipicio muy
profundo. Las rocas presentaban unas formas extrañas y sumamente rugosas. Entre ellas
crecían plantas desconocidas que, desconcertantemente, emitían aromas embriagadores.
Se mezclaban con el de los albaricoques y melocotoneros que crecían un poco más allá.
En el borde del precipicio se veía un árbol tan viejo y de una corteza tan rugosa, que la
escarcha no se atrevía a tocarle y la lluvia apenas le lavaba. A la puerta misma de la
caverna se elevaba un pino de más de quinientos metros de altura, cuya copa de
tonalidades de jade se perdía entre las nubes. Parejas de garzas planeaban en alas de la
brisa, contemplando, orgullosas, a las demás aves de la montaña posadas sobre las
ramas de los árboles. Algunas miraban directamente al sol, mientras cantaban. Las
parras y enredaderas alcanzaban allí tal grosor, que parecían cuerdas. Contrastaba su
aspecto tosco con la delicadeza de los sauces, que parecían dejar caer gotas de oro. En la
lejanía se apreciaba un lago de orillas llamativamente regulares, en cuyas aguas
habitaba un anciano dragón. Pero aquella montaña había sido durante muchos años el
dominio de un terrible monstruo devorador de hombres, aunque, por su extraña belleza,
bien podía tratarse de la morada de un inmortal.
En dos o tres zancadas el Peregrino se llegó hasta la puerta de la caverna y la estudió
con detenimiento. Era de piedra y estaba firmemente cerrada. Encima tenía una placa,
en la que podía leerse: "Montaña Escondida por la Niebla. Cumbre Quebrada. Caverna
de la Cordillera Unida".
- Venga, Ba-Chie, no perdamos tiempo - urgió el Peregrino -. Nos hallamos ante la
morada del monstruo. El maestro por fuerza tiene que encontrarse dentro.
Animado por la presencia de sus dos hermanos, el Idiota agarró el rastrillo y descargó
sobre la puerta de piedra un golpe tan brutal, que le hizo un agujero del tamaño de un
hombre.
- ¡Bestia maldita! - gritó, envalentonado -. ¡Deja inmediatamente en libertad a mi
maestro, si no quieres que eche abajo toda tu mansión, como he hecho con la puerta!
Los diablillos que estaban montando guardia corrieron a informar a su señor, diciendo:
- ¡La desgracia se ha abatido sobre nosotros!
- ¿Se puede saber de qué estáis hablando? - preguntó el monstruo, sorprendido.
- Alguien acaba de echar abajo la puerta y está ahí fuera exigiendo que le devolvamos a
su maestro - contestó uno de los diablillos.
- ¡Quién podrá haber hecho semejante cosa! - exclamó el monstruo.
- No temáis - le aconsejó el recién nombrado general -. Voy a ver de qué se trata.
Sin pérdida de tiempo se dirigió hacia la entrada y, sacando la cabeza por el agujero,
vio un morro descomunal y unas orejas realmente fantásticas. Inmediatamente se dio la
vuelta e informó a su señor, diciendo:
- Dejad de preocuparos. Se trata, simplemente, de Chu Ba-Chie. Sabe que no puede
enfrentarse con todos nosotros y, tarde o temprano, renunciará a seguir molestándonos.
Si lo hace, abridle las puertas de par en par. Nos lo comeremos cocinado al vapor, Del
que tenemos que preocuparnos es de ese otro monje con el cuerpo cubierto de pelo y la
cara de dios del trueno.
Ba-Chie lo oyó sin ninguna dificultad y, volviéndose hacia el Peregrino, exclamó:
- ¡¿Qué te parece eso?! Sólo te tienen miedo a ti. Lo importante es que ahora sabemos
que el maestro está dentro. ¿Por qué no entras a rescatarle, de una vez?
- ¡Bestia maldita! - gritó el Peregrino -. ¡Acaba de llegar tu abuelito Sun! ¡Suelta al
maestro y te perdonaré la vida!
- La cosa se está poniendo fea, señor - dijo el general -. También se encuentra ahí fuera
el Peregrino Sun.
- ¡Todo es culpa tuya! - se quejó el monstruo -. Si no te hubiera hecho caso con eso de
"los pétalos rotos", la desgracia no habría venido a llamar a mi puerta. ¿Quieres decirme
qué voy a hacer ahora?
- Tranquilizaos y no me echéis la culpa con tanta facilidad - le aconsejó el general -. Si
mal no recuerdo, el Peregrino Sun es una especie de mono. Aunque sus poderes son
francamente extraordinarios, tiene una debilidad especial por la adulación. Sugiero que
cojáis una cabeza humana y le conduzcáis al reino del engaño con unas cuantas palabras
aduladoras. Decidle simplemente que hemos devorado a su maestro. Si llega a creérselo,
nada nos impedirá disfrutar a nuestras anchas de la carne del monje Tang. Si se empeña
en no aceptarlo, ya pensaremos en algo, cuando llegue el momento.
- ¿Quieres decirme de dónde vamos a sacar esa cabeza de la que hablas? - objetó el
monstruo.
- Veamos si soy capaz de hacer yo una - contestó el general y, cogiendo un hacha, cortó
un muñón de las raíces de un sauce y formó con ella una especie de calavera. Le añadió
después un poco de sangre humana y se convirtió en la réplica exacta de la cabeza del
maestro. Sin pérdida de tiempo, hizo llamar a un diablillo y, colocando la raíz encima de
una bandeja lacada, le ordenó salir al encuentro del Peregrino.
- Honorable Gran Sabio - dijo la pequeña bestia, levantando la voz -, no deis rienda
suelta a vuestro enojo y oíd con atención lo que voy a deciros.
El Peregrino sentía, en efecto, cierta debilidad por la adulación. Al oírse llamar
"Honorable Gran Sabio", detuvo el brazo a Ba-Chie y le pidió:
- No le mates todavía. Espera a ver qué es eso tan importante de lo que quiere
hablarnos.
- Después de que nuestro soberano trajera a vuestro maestro a esta caverna - mintió el
diablillo con la bandeja -, a sus súbditos no se les ocurrió otra cosa que devorarle sin
pasar por la cazuela. Unos empezaron a tirar de una parte, otros de otra y, al final,
terminó descuartizado. Cada cual comió lo que pudo y sólo sobró la cabeza.
- ¡Así que ha sido devorado! - exclamó el Peregrino -. En fin, reconozco que os habéis
dado mucha prisa. De todas formas, me gustaría echar un vistazo a esa cabeza.
El diablillo arrojó la cabeza por el agujero de la puerta. Al verla, Chu Ba-Chie empezó
a llorar y a lamentarse, diciendo:
- ¡Qué pena más grande! Cuando el maestro pasó bajo ese dintel, estaba entero y ahora
sólo queda eso de su cuerpo.
- ¿No te parece que, antes de ponerte a llorar como una plañidera, deberías cerciorarte
de si esa cabeza es auténtica? - le regañó el Peregrino.
- ¿Cómo va a ser una cabeza falsa? - se defendió Ba-Chie.
- Pues lo es - afirmó el Peregrino.
- ¿Quién te lo ha dicho? - insistió Ba-Chie.
- Cuando una cabeza humana cae al suelo - explicó el Peregrino -, produce un ruido
sordo, mientras que ésta ha sonado como a madera. Si no me crees, la voy a volver a
tirar, para que lo oigas bien - y, cogiéndola con la barra, la tiró contra una roca.
- Tienes razón - reconoció el Bonzo Sha -. Suena como a madera.
- Si suena como a madera, es que es falsa - insistió el Peregrino -. Veamos de qué está
hecha realmente.
Bastó un golpe de la barra de los extremos de oro para abrirla por la mitad. Ba-Chie se
acercó a ella en seguida y descubrió que no era más que un trozo de raíz de sauce. Sin
poderse contener, el Idiota empezó a gritar:
- ¡Maldita banda de piojosos! No sólo escondéis al maestro en el interior de la caverna,
sino que, encima, tenéis la desfachatez de querer engañar a vuestro querido antepasado
Chu. ¿Desde cuándo es mi preceptor el espíritu de un sauce?
El diablillo que se había presentado en la puerta con la bandeja corrió, despavorido, a
informar de lo ocurrido, gritando:
- ¡Qué horror, qué horror, qué horror, qué horror, qué horror, qué horror!
- ¿A qué vienen tantos horrores? - le preguntó el monstruo.
- Chu Ba-Chie y el Bonzo Sha picaron el anzuelo - dijo el diablillo, temblando -, pero
se nota que ese Peregrino Sun es un anticuario que conoce bien su oficio. Nada más ver
la cabeza, supo que era falsa. Si pudierais ofrecerle una calavera auténtica, a lo mejor
conseguiríais engañarle.
- ¿De dónde voy a sacarla? - preguntó el monstruo -. ¡Ahora que lo dices! - exclamó a
renglón seguido con el rostro iluminado -. En el cuarto de descuartizar hay varias
cabezas de hombre que aún no hemos comido. Coge una y llévasela, a ver que es lo que
pasa.
Un grupo de diablillos entró en la habitación de los despieces y escogió la cabeza más
fresca. El pequeño demonio de antes volvió a colocarla sobre la bandeja y, llegándose
hasta la puerta, gritó con voz insegura:
- ¡Honorable Gran Sabio! Antes cometimos una equivocación y os entregamos una
cabeza falsa. La de ahora, sin embargo, es auténtica y perteneció al Maestro Tang.
Nuestro soberano quería haberse quedado con ella como amuleto, pero ha decidido
regalárosla a vos.
La cabeza salió disparada por el agujero, produciendo un ruido sordo, al chocar contra
el suelo. Estaba tan fresca, que, al rodar por la tierra, fue dejando un reguero de sangre.
Al percatarse de que era auténtica, el Peregrino se echó a llorar. Ba-Chie y el Bonzo Sha
no tardaron en unirse a su llanto. Luchando desesperadamente por contener las lágrimas,
Ba-Chie consiguió decir:
- No nos abandonemos todavía al llanto. Hace demasiado calor y puede pudrirse lo
poco que queda de nuestro amado maestro. Escojamos un buen sitio y enterrémosla,
ahora que todavía está fresca. Entonces podremos llorar cuanto queramos.
- Tienes razón - reconoció el Peregrino.
Sin hacer ningún asco, el Idiota tomó la cabeza en sus brazos y corrió ladera arriba. No
tardó en encontrar un lugar orientado hacia el sol, totalmente al abrigo de los vientos, y
con ayuda del rastrillo hizo un agujero, en el que depositó la cabeza con sumo cuidado.
No contento con eso, levantó un túmulo con unas piedras y gritó al Bonzo Sha:
- Tú y Wu-Kung quedaos aquí llorando, mientras voy a por algo para preparar unas
ofrendas.
Llegándose hasta el arroyo, cogió unas ramas de sauce y unas piedras con forma de
huevo y regresó con ellas junto a la tumba. Clavo los palos a cada uno de los lados y
colocó los cantos en la parte de delante.
- ¿Para qué haces eso? - le preguntó el Peregrino, sorprendido.
- Estas ramas - explicó Ba-Chie - son para que el maestro disfrute de sombra allá arriba.
Las piedras son dulces, para que no se le haga tan amargo el paso de la vida a la muerte.
- ¿No te parece suficiente haber fallecido, para que, encima, le des de comer cantos? -
le reprendió el Peregrino.
- Simplemente estoy tratando de manifestar mis sentimientos filiales - se defendió Ba-
Chie.
- ¡Dejemos de decir tonterías, de una vez! - urgió el Peregrino -. El Bonzo Sha que se
quede aquí cuidando del caballo y del equipaje, mientras tú y yo vamos a arrasar esa
caverna. Cuando hayamos capturado al monstruo, le haremos picadillo y, así,
vengaremos la muerte de nuestro maestro.
- Estoy totalmente de acuerdo contigo - dijo el Bonzo Sha, sin poder contener las
lágrimas -. Poned en eso todo vuestro empeño y no os preocupéis por mí.
Ba-Chie se quitó la camisa de seda negra y se ajustó bien la túnica, antes de agarrar con
fuerza el rastrillo y de seguir los pasos del Peregrino. Juntos, derribaron del todo las
puertas de piedra y penetraron en la caverna, gritando:
- ¡Devolvednos vivo al monje Tang!
Sus gritos eran tan desgarradores, que hasta el mismo cielo se conmovió. Los diablillos
que moraban en aquel inmundo lugar se volvieron contra el general y le culparon de lo
ocurrido, diciendo:
- ¿Qué vamos a hacer ahora que esos monjes han decidido acabar con todos nosotros?
- Como muy bien afirmaban los antiguos - contestó el general -, "el que mete la mano
en un cesto de pescado, la saca llena de un olor nauseabundo". ¡Jamás hay que volverse
atrás, una vez que se ha iniciado algo! Es preciso que acabemos con esos monjes.
No disponiendo de un plan mejor del que echar mano, el monstruo ordenó:
- ¡Que cada cual coja sus armas y se lance conmigo a la batalla!
Dando unos gritos terribles, los diablillos se abalanzaron sobre los asaltantes. Ante
semejante avalancha, Ba-Chie y el Gran Sabio se vieron obligados a dar unos pasos
hacia atrás, hasta que consiguieron asentar los pies en un terreno totalmente llano. Allí
hicieron frente al ejército de monstruos y gritaron:
- ¿Cómo se llama vuestro jefe y quién es el que logró capturar al monje Tang?
Los diablillos asentaron el campamento en aquel lugar y desplegaron un estandarte
bordado con motivos florales. Agarrando con fuerza la porra de hierro, el monstruo
levantó la voz y dijo:
- ¿No me reconoces, mono maldito? ¡Soy el Gran Señor de la Montaña del Sur, un
lugar que ha permanecido bajo mis órdenes durante varios siglos! ¡Yo soy, además, el
que ha capturado y devorado al monje Tang! ¿Qué es lo que tienes que oponer al
respecto?
- ¡Piojoso sin principios ni ley! - bramó el Peregrino -. ¿Cuántos años has vivido para
arrogarte el título de Señor de la Montaña del Sur? El Soberano Li es el auténtico
Patriarca de la Creación y aun así se sienta a la derecha de la Suprema Pureza. El Buda
Tathagata es el Honorable a quien se debe el gobierno del mundo y tiene como dosel
una simple águila real. El Sabio Kung es el fundador del confucianismo y, simplemente,
se hace llamar maestro. ¿Cómo es que tú, bestia maldita, te atreves a ostentar el título de
Gran Señor y a hacer de la Montaña del Sur tu predio? ¡No trates de huir y prueba el
sabor de la barra de tu abuelito Sun!
Haciéndose a un lado, el monstruo logró esquivar el golpe, al tiempo que gritaba con
los ojos saltones por el odio:
- ¿Cómo osas insultarme con tan grandilocuentes palabras, cuando no eres más que un
mono? ¿Qué poderes tienes tú para venir a comportarte de una forma tan arrogante ante
mi propia puerta?
- ¿Cómo puedes desconocer las hazañas del viejo Mono, bestia sin nombre? - replicó el
Peregrino, soltando la carcajada -. Si tienes paciencia, escucha con atención lo que voy
a decirte: soy originario del continente de Purvavideha, donde el Cielo y la Tierra
copularon durante miles de años para engendrarme. Surgí de un huevo de piedra en la
feracísima Montaña de las Flores y Frutos. Por mis orígenes nada tengo que ver con este
mundo mortal, ya que fueron el sol y la luna los que formaron mi cuerpo. Pero no me
contenté con eso y cultivé mis cualidades naturales, hasta que logré alcanzar las fuentes
del elixir. Moré en los Cielos y allí me fue concedido el título de Gran Sabio, antes de
que, confiando exclusivamente en mis poderes, me enfrentara a las estrellas. Diez mil
dioses fueron incapaces de derrotarme y hasta los planetas hubieron de abandonar el
campo, avergonzados. Mi fama alcanzó hasta el último rincón del universo, pero mis
descarríos no le fueron a la zaga y terminé sufriendo el castigo al que me hicieron
acreedor mis propios desmanes. Afortunadamente, abracé la fe budista y me
comprometí a acompañar a un gran maestro en su largo peregrinar hacia el Oeste. A
partir de entonces nadie se ha atrevido a cortar los caminos que he ido abriendo en la
montaña. Los mismos monstruos se echan a temblar, cuando saben que he construido un
puente nuevo. No he tenido reparo en atrapar a los tigres que se esconden en los
bosques ni en dominar a los leopardos que se agazapan al borde de los precipicios. Todo
esfuerzo me parece poco. ¿Cómo van a atreverse a salir de su escondite los monstruos,
cuando el Fruto Sazonado del Oriente pasa ante ellos camino del Occidente? Puesto que
tú, bestia maldita, has dado muerte a mi maestro, prepárate a morir, porque ha llegado tu
última hora.
Enardecido y aterrorizado, a la vez, por esas palabras, el monstruo apretó los dientes y,
lanzándose hacia delante, descargó sobre el Peregrino un golpe terrible. El Gran Sabio
lo desvió sin ninguna dificultad con la barra de hierro y respondió con otro aún más
brutal. Pese a todo, estaba decidido a seguir hablando y ralentizó el ritmo de la pelea.
Desgraciadamente, Ba-Chie no pudo controlar por más tiempo su impaciencia, y,
levantando el rastrillo, se lanzó como un loco contra la avanzadilla del ejército de
diablillos. Así dio comienzo una batalla realmente extraordinaria.
Un monje de un estado superior partió hacia el Oeste en busca de las escrituras
sagradas. Al pasar por la Montaña del Sur, el gran leopardo escupió una densa neblina y
un viento realmente huracanado que le impidió seguir adelante. Haciendo acopio de sus
extraordinarios poderes, ideó un plan astuto en extremo que terminó con la captura del
gran monje Tang. Eso le llevó a enfrentarse con el Peregrino, de ilimitados
conocimientos mágicos, y con Ba-Chie, de reconocida y extendida fama. Juntos
lucharon en la gran explanada que se extendía ante la puerta de su caverna, levantando
nubes de polvo que oscurecieron totalmente el cielo. Los gritos de los diablillos se
entremezclaron con el ruido que las espadas y las lanzas arrancaban de la barra y del
rastrillo blandidos por los dos monjes. Sin discusión alguna el Gran Sabio era un
auténtico héroe, al que no lograban hacer sombra ni la fortaleza ni el arrojo de Wu-
Neng. Si el monstruo de la Montaña del Sur y el más astuto de sus súbditos, el recién
nombrado general no se hubieran empeñado en probar un trozo de carne del monje
Tang, no se habrían enfrentado a ellos en un combate tan singular como arriesgado. A
unos los guiaba el deseo de libertad del maestro, a otros su ansia incontenida por
saborear un poco de su cuerpo. Ambas partes se batieron sin descanso, pero, a pesar de
su incontenible entrega, ninguna de ellas alcanzó una ventaja sustanciosa. Al ver la
fiereza con la que se batían aquellos diablillos y la terquedad con la que se resistían a
abandonar el campo, el Gran Sabio decidió recurrir a la magia de la división corporal.
Se arrancó un manojo de pelos y, después de triturarlos con los dientes, los escupió, al
tiempo que gritaba:
- ¡Transformaos! - y al punto se convirtieron en copias tan exactas de sí mismo, que a
ninguno le faltaba su correspondiente barra de los extremos de oro. En seguida se
pusieron en primera línea, presionando sin cesar sobre los diablillos, que se vieron
obligados a retirarse hacia la caverna.
Ba-Chie y el Peregrino se sintieron, de esta forma, más libres para luchar y empezaron
a descargar a diestro y siniestro tremendos golpes sobre los que huían. Los que caían
víctimas del rastrillo recibían en el cuerpo nueve heridas horrorosas, mientras que los
que sucumbían a la acción de la barra de hierro veían convertidos sus huesos y su carne
en una informe masa sanguinolenta. El Gran Señor de la Montaña del Sur cayó presa del
pánico y huyó montado en una ráfaga de viento y niebla. Su hombre de confianza, no
obstante, no dispuso del tiempo suficiente para metamorfosearse y acabó pereciendo
bajo el ímpetu de la barra de los extremos de oro. Al morir, recobró la forma que le era
habitual: la de un lobo de pelaje gris oscuro. Ba-Chie le dio media vuelta con el rastrillo
y comentó:
- Me pregunto cuántos cerdos y ovejas se habrá comido esta bestia a lo largo de su
vida.
El Peregrino no le respondió. Sacudió ligeramente el cuerpo y, después de recobrar
todos sus pelos, urgió a Ba-Chie:
- No podemos perder más tiempo. Es preciso que atrapemos a ese monstruo y le
hagamos pagar todo el mal que ha hecho a nuestro maestro.
- ¿Qué pasa? - preguntó Ba-Chie, sorprendido de no ver a su alrededor a toda aquella
legión de falsos Peregrinos -. ¿Es que estás perdiendo tus poderes?
- De ninguna manera - contestó el Peregrino -. Simplemente he recuperado todos esos
pelos.
- ¡Qué cosa más extraordinaria! - exclamó Ba-Chie, sinceramente admirado, y los dos
se retiraron, victoriosos.
Cuando vio que el peligro había pasado, el monstruo regresó corriendo a la caverna y
ordenó a los diablillos que aún le quedaban que cegaran la puerta de entrada con piedras
y barro. Los demonios se pusieron en seguida manos a la obra y no tardaron en cumplir
los deseos de su señor. Lo hicieron con tal presteza, que, cuando volvieron a presentarse
Ba-Chie y el Peregrino, lanzando horrorosos insultos, la encontraron totalmente
fortificada. Al ver que nadie respondía a sus denuestos, Ba-Chie descargó un golpe
terrible contra aquella nueva muralla, pero no consiguió derribarla. El Peregrino cayó
pronto en la cuenta de lo que había ocurrido y dijo:
- Es inútil que sigas malgastando tus fuerzas. Han levantado un muro detrás de la
puerta.
- ¡¿Cómo vamos a vengar, en ese caso, al maestro?! - exclamó Ba-Chie.
- Ya pensaremos después sobre eso - contestó el Peregrino -. Lo mejor que podemos
hacer ahora es regresar junto a la tumba a ver qué está haciendo el Bonzo Sha.
Le encontraron llorando desconsoladamente. Al verle tan abatido, Ba-Chie no pudo
contener el llanto y se arrojó sobre el túmulo, golpeando el suelo con las manos y
gritando, desesperado:
- ¿Cuándo volveremos a reunimos con vos, maestro tocado por la mala fortuna?
¿Cuándo?
- Trata de controlarte - le aconsejó el Peregrino -. Si el monstruo ha cegado la puerta
delantera, eso quiere decir que dispone de otra trasera para entrar o salir. Quedaos aquí,
mientras voy a echar un vistazo.
- Ten cuidado - le aconsejó Ba-Chie, sin dejar de llorar -. Si ese monstruo te atrapara,
no dispondríamos de suficientes lágrimas para lamentarnos de tu suerte. De hecho,
resultaría muy confuso eso de verter una por ti y otra por el maestro.
- No te preocupes - le tranquilizó el Peregrino -. Sé cuidarme bien - y, guardando la
barra de hierro, se arremangó la túnica y se dirigió a la otra vertiente de la montaña.
No tardó en oír un sonido borboteante de agua. Se dio media vuelta y vio un torrente
que fluía de la misma cumbre de la montaña El agua se despeñaba entre los riscos e iba
a morir ante una apertura en la roca, que parecía hacer las funciones de un sumidero.
- No hace falta reflexionar mucho para darse cuenta de que es la entrada que andaba
buscando - se dijo el Peregrino. Si me presento ahí dentro tal como estoy, los diablillos
me reconocerán en seguida y tratarán de cerrarme la entrada. Lo mejor será que me
convierta en una culebra de agua. Pero espera un momento. Si el espíritu del maestro se
entera de que me he convertido en una serpiente..., porque los ofidios no suelen ser
buenos monjes. ¿Qué tal, entonces, un cangrejo?... ¡No, no! El maestro puede acusarme
de estar muy ocupado con las apariencias y eso no está bien - y decidió transformarse en
una rata de agua.
Con una destreza increíble se zambulló en las aguas y, después de saltar una especie de
compuerta, se encontró en un patio muy bien soleado. Un grupo de diablillos estaba
colgando a secar trozos de carne humana recién cortada.
- ¡Santo cielo! - exclamó el Peregrino, horrorizado -. ¡Ésa tiene que ser la carne del
maestro! Se conoce que no han podido comérsela toda y han decidido guardar un poco
para el invierno. ¡Cuánto me gustaría manifestarme tal cual soy y acabar con todos ellos
de un solo golpe de mi barra! Pero eso sólo pondría en claro que me sobra valentía y me
falta astucia. ¡No! Lo mejor será que vuelva a metamorfosearse a ver si logro averiguar
qué es lo que está ocurriendo ahí dentro - y, sacudiendo, una vez más, el cuerpo, se
convirtió en una pequeña hormiga con alas.
Aunque en apariencia se trataba de un insecto insignificante y débil, tras largos
momentos de meditación había conseguido que le salieran alas, siendo conocido por
doquier por el nombre de "caballo negro" 1. Cuando no tenía nada especial que hacer, se
dedicaba a revolotear por sitios oscuros para probar su propia resistencia. Poseía un
conocimiento tal de los cambios del tiempo, que, cuando iba a llover, se metía en su
hormiguero y lo tapaba con sumo cuidado. Su cuerpo era, en realidad, tan etéreo, que
podía elevarse por los aires a gran velocidad y colarse por las rendijas de las puertas sin
que nadie se percatara de ello. Era capaz, de hecho, de volar sin meter ruido ni dejar la
más ligera sombra. El Peregrino se llegó, de esa forma, hasta el pabellón central, donde
encontró al monstruo en un estado de abatimiento total. Cuando parecía que, por fin, iba
a derrumbarse, apareció por detrás un diablillo y le dijo en tono festivo:
- ¡Diez mil albricias os sean dadas, gran señor!
- ¿Cómo puedes decir semejante cosa en una situación como ésta? - le reprendió el
monstruo.
- No todo es tan negro como parece - se defendió el diablillo -. Ahora mismo, sin ir más
lejos, acabo de regresar de una misión de reconocimiento. Al pasar por el torrente de la
parte de atrás de la caverna, oí a alguien lamentarse a grandes voces. Con sumo cuidado
ascendí hasta la cumbre de la montaña y descubrí que se trataba de Chu Ba-Chie, el
Peregrino Sun y el Bonzo Sha. Los tres estaban llorando desconsoladamente delante de
la tumba, de lo que deduje que habían creído que la cabeza que les entregasteis era la
del monje Tang y la habían enterrado con todo respeto. De hecho, aún continúan
afligiéndose ante el humilde agujero que han excavado.
- Eso quiere decir - concluyó el Peregrino, loco de alegría - que no han devorado al
maestro y que lo tienen escondido por alguna parte. Antes de discutir del asunto con
estas bestias, no estaría de más que averiguara, de una vez, si el monje Tang está vivo o
muerto.
Sin pensarlo dos veces, remontó el vuelo y, mirando aquí y allá, descubrió una pequeña
puerta que estaba firmemente cerrada. No le costó ningún trabajo meterse por una
hendidura que había en la madera. Se encontró, así, en un espléndido jardín, del que se
elevaban unos quejidos francamente lastimeros. Se adentró en la vegetación y vio un
grupo de árboles, a cuya sombra había atadas dos personas. Una de ellas, no cabía la
menor duda, era el monje Tang. El Peregrino se sintió preso de tal excitación, que,
recobrando la forma que le era habitual, exclamó:
- ¡Maestro!
Al reconocer su voz, Tripitaka empezó a gritar en el mismo tono de excitación:
- ¡Wu-Kung! ¡Eres tú, Sun Wu-Kung! ¡Por fin has venido! ¡Sácame de aquí, Sun Wu-
Kung!
- Dejad de repetir tantas veces mi nombre, por favor - le urgió el Peregrino -. Al otro
lado de esa puerta hay unos cuantos monstruos y temo que puedan oíros. ¡Qué alegría
veros vivo! Ese demonio nos había hecho creer que os había devorado, entregándonos
un cráneo todo cubierto de sangre. No os preocupéis y tened un poco de paciencia.
Hemos cruzado nuestras armas con él y hemos acabado con la mitad de su ejército de
diablillos. Queda muy poco ya para derrocarle. Entonces vendré y os liberaré de una vez
por todas.
Nada más acabar de decirlo, recitó un conjuro y volvió a convertirse en una hormiga
voladora, que fue a posarse en la viga central del salón principal de la caverna. En aquel
mismo momento entró un grupo de diablillos que habían logrado salir con vida de la
refriega y, rodeando a su señor, dijeron, muy excitados:
- Cuando esos monjes han visto que la puerta estaba cegada y que no podían pasar por
ella, han renunciado definitivamente a recuperar los despojos del monje Tang. Están
convencidos de que la cabeza que les entregasteis era la suya y la han enterrado en una
tumba. El duelo aún durará un par de días. Estamos seguros de que pasado mañana,
cuando haya concluido, se levantarán y no volverán a aparecer jamás por aquí. Cada
cual regresará al lugar del que ha partido y nosotros podremos disfrutar a nuestras
anchas de la carne del monje Tang. ¿Por qué no lo freís con un poco de anís y de
pimientos de Sechuan? Su sabor será más exquisito y así, aparte de alargar nuestras
vidas, gozaremos de un banquete realmente delicioso.
- ¿Cómo podéis decir eso? - protestó otro de los diablillos del grupo -. ¡Al vapor estará
mucho más rico!
- Pero cocido nos saldrá mucho más barato - opinó un tercer diablillo -. Por lo menos,
ahorraremos leña.
- Si su carne es tan rara como se dice - expresó otro más -, deberíamos salarla, así nos
duraría más.
- ¿Qué clase de enemistad albergáis contra mi maestro, para que sopeséis con tanta
frialdad la forma como vais a comerle? - preguntó el Peregrino con voz inaudible desde
lo alto de la viga.
Se sentía indignado y, arrancándose un puñado de pelos, los trituró con los dientes y los
escupió, no sin antes recitar el correspondiente conjuro. De esa forma, se convirtieron
en insectos productores de sueño, que fueron metiéndose, uno a uno, por las narices de
aquellos monstruos. Al poco rato todos dormían plácidamente, menos la bestia que los
mandaba. Aunque parecía muy inquieto y no dejaba de rascarse la cabeza ni de pasarse
la mano por la cara, no lograba conciliar el sueño. De hecho, estornudaba como si
hubiera perdido el juicio y se frotaba la nariz con desconcertante frecuencia.
- ¿Sospechará algo? - volvió a preguntarse el Peregrino -. Lo mejor será que le dé una
doble ración - y, arrancándose otro pelo, lo convirtió en un insecto de mayor tamaño y
se lo tiró al monstruo, que dispuso, así, de una pareja para él sólito. Mientras uno le
entraba por el agujero derecho, el otro le salía por el izquierdo.
Pese a todo, el monstruo continuaba resistiéndose a caer dormido. Por fin, se desperezó
pesadamente y, después de bostezar dos o tres veces seguidas, se puso a roncar
sonoramente. EL Peregrino recobró la forma que le era habitual y, sacando la barra de
hierro, la sacudió hasta que hubo alcanzado el grosor de un huevo de oca. Con ella
redujo a añicos la puerta que conducía al jardín de la parte de atrás y corrió hacia donde
estaba Tripitaka, gritando, jubiloso:
- ¡Aquí estoy otra vez, maestro!
- ¡Desátame, por favor! - suplicó Tripitaka -. Estas cuerdas me están matando.
- ¿A qué viene tanta prisa? - replicó el Peregrino -. Antes de liberaros es preciso que
acabe con esos monstruos - y volvió a toda prisa al salón en el que los había dejado
dormidos.
Levantó la barra de hierro, pero, antes de descargar el golpe, se quedó con el gesto
congelado en el aire y volvió a decirse:
- ¡No, no! Esto no está bien. Lo primero que tengo que hacer es liberar al maestro.
Todo lo demás debe esperar - y, una vez más, corrió hacia el jardín.
Antes de llegar a él, sin embargo, detuvo su carrera y se repitió:
- Estoy equivocado. Es preciso acabar con ellos primero.
Volvió a cambiar de opinión dos o tres veces más. La indecisión se había apoderado de
él con tal fuerza, que al final se quedó de pie en el jardín, entregado a una especie de
danza ridícula. Al verle en aquel estado, el maestro le preguntó, divertido, a pesar de la
aprensión que le embargaba:
- ¿Se puede saber por qué estás bailando? ¡No me digas que es debido a la alegría que
te produce saber que aún estoy vivo!
Eso bastó para que el Peregrino se decidiera, por fin, a desatarle. Cuando se disponía a
marcharse, el otro que estaba atado enfrente justamente del maestro levantó la voz y le
suplicó:
- ¿Por qué no me liberáis a mí también? ¡Apiadaos de mi desgracia!
- Desátale, por favor, Wu-Kung - le pidió entonces el maestro, sin moverse del sitio.
1917
El Idiota no se hizo de rogar. Volvió a recoger los trozos de carne y huesos y los enterró
en otra tumba nueva.
- Sentaos aquí, maestro - dijo, entonces, el Peregrino -, mientras voy a acabar, de una
vez, con esas bestias - y, lanzándose pendiente abajo, cruzó el torrente y entró en la
caverna.
Al pasar por el jardín posterior, recogió las cuerdas con las que habían estado atados el
maestro y el leñador y se dirigió al salón principal. El monstruo seguía dormido. Con
increíble destreza el Peregrino le ató a la barra de hierro como si fuera una pieza de caza
y, cargándosela al hombro, salió por el mismo sitio que había entrado. Al verle desde
lejos, Ba-Chie exclamó:
- ¡Cuidado que le gusta complicarlo todo a ese mono! ¿No hubiera sido mejor poner
otro monstruo en el extremo anterior de la barra para que hiciera contrapeso?
Cuando hubo llegado a su altura, el Peregrino dejó caer al monstruo al suelo. Ba-Chie
quiso rematarlo en seguida, pero se lo impidió el Gran Sabio, diciendo:
- ¡Espera un momento! ¡Todavía no he capturado a los diablillos que quedan en la
caverna!
- Llévame contigo, así los machacaremos más pronto entre los dos.
- ¿Para qué gastar energías a lo tonto? - replicó el Peregrino -. Lo mejor que podemos
hacer es coger madera y quemarlos a todos vivos.
El leñador condujo a Ba-Chie a un pequeño valle que había hacia el oriente, donde
encontraron una gran cantidad de bambúes tronchados, pinos medio secos, troncos
huecos de sauce, trozos de vides, hierbajos, juncos amarillentos y alguna que otra
morera arrancada. Formaron con todo unos cuantos haces y los llevaron a la parte de
atrás de la caverna. Mientras el Peregrino los prendía fuego, Ba-Chie sacudía con fuerza
las orejas como si fueran abanicos. Antes de que las llamas lo envolvieran todo, el Gran
Sabio sacudió el cuerpo y recobró todos sus pelos. Los diablillos se despertaron en
seguida, pero el humo y el fuego llenaban ya todos los pasadizos y galerías. Ni uno solo
pudo escapar a la quema. En un abrir y cerrar de ojos la caverna quedó reducida a meras
cenizas. Al regresar al lado del maestro, vieron que el monstruo se estaba agitando en el
suelo.
- Acaba de despertarse - dijo el maestro visiblemente asustado.
Sin encomendarse a nadie, Ba-Chie levantó el rastrillo y le asestó un golpe mortal,
entonces se mostró tal cual era: un leopardo con la piel cubierta de manchas.
- Este tipo de felinos - anunció el Peregrino - es capaz de comerse a un tigre. Calculad
las fechorías que habrá cometido después de convertirse en un hombre. Creo que hemos
hecho bien acabando con él.
Emocionado, el maestro les dio las gracias y volvió a montar en el caballo.
- Respetables maestros - dijo el leñador -, mi humilde casa se encuentra bastante cerca
de aquí, hacia el sudoeste. Me gustaría presentaros a mi madre, para que también ella os
dé las gracias por haberme salvado la vida. No os preocupéis. Cuando lo haya hecho,
volveré a conduciros al camino principal.
El maestro descendió del caballo y se dirigió hacia el sudoeste con el leñador y sus tres
discípulos. No tardaron en adentrarse por un sendero alfombrado de musgo y totalmente
enmarañado con lianas y enredaderas. Las rocas aparecían totalmente cubiertas de
verdor y surgía de las copas de los árboles un estridente alboroto de cantos de pájaros.
La profunda tonalidad del verde servía de punto de unión a la robustez de los pinos y a
la fragilidad esbelta de los bambúes. Por doquier se veían flores exóticas. Por fin,
apareció en la lejanía, difuminada por el tono azulado de la neblina, una cabaña con una
cerca de bambúes entrelazados. Apoyada contra la puerta de madera había una anciana
llorando a lágrima viva y repitiendo sin cesar el nombre de su hijo. El leñador se separó
del grupo de monjes y corrió hacia la cabaña. Al llegar a la cerca, se echó rostro en
tierra y gritó, emocionado:
- ¡Aquí tenéis a vuestro hijo, señora!
- ¡Hijo mío! - exclamó, a su vez, la anciana, abrazándole como una loca -. Al ver que
no regresabas a casa, supuse que habrías caído en poder de ese monstruo que habita en
esta montaña. Sólo de pensarlo se me encogía el corazón. ¿Por qué has tardado tanto en
volver, si no te ha ocurrido nada de lo que temía? ¿Dónde están, además, el hacha, las
cuerdas y la pértiga?
- Aunque no lo queráis creer - contestó el leñador, echándose rostro en tierra y
golpeando repetidamente el suelo con la frente -, caí, en efecto, víctima de ese monstruo
de la montaña, que me ha tenido todos estos días atado a un árbol. Si no llega a ser por
esos monjes de ahí, me habría devorado sin ninguna consideración. Uno de ellos es un
arhat enviado por el Gran Emperador de los Tang, en las Tierras del Este, al Paraíso
Occidental en busca de escrituras sagradas. También él tuvo la mala fortuna de caer en
poder de esa bestia y compartió sus sufrimientos conmigo, atado a otro árbol que había
justamente enfrente del mío. Afortunadamente, sus discípulos poseen unos poderes
francamente extraordinarios y terminaron matando a ese falso señor de la montaña, que,
en realidad, no era más que un leopardo. A todos sus servidores los quemaron vivos en
el interior de la caverna. A mí, por el contrario, me devolvieron la libertad, porque su
misericordia es tan alta como los cielos y tan profunda como la tierra. Si no llega a ser
por su extraordinaria bondad, habría perecido a manos de esa bestia. Gracias a su
portentosa hazaña, la montaña goza ahora de una seguridad absoluta y podré salir a
recoger madera por las noches sin peligro alguno.
Al oír eso, la anciana invitó a entrar a los peregrinos en la cabaña, haciendo una
inclinación a cada paso que daba. Después de que los huéspedes hubieron tomado
asiento, tanto ella como su hijo golpearon el suelo con la frente en más de una ocasión,
antes de meterse en la cocina a preparar una comida vegetariana.
- Según veo - dijo el Peregrino, volviéndose hacia el leñador -, vuestro régimen de vida
es humilde en extremo. Os suplico, por tanto, que no nos preparéis nada especial. Nos
conformamos con cualquier cosa.
- A decir verdad, maestro - contestó el leñador -, por aquí cerca no hay más casa que la
nuestra y no disponemos, consiguientemente, ni de setas, ni de champiñones, ni de
anisetes, ni de pimientos de Se - chuan. Nuestra despensa está llena únicamente de
hierbas silvestres que yo mismo me encargo de recoger. Pero serán suficientes para
expresaros nuestra gratitud.
- Lamentamos sinceramente haberos causado todas estas molestias - se disculpó el
Peregrino, sonriendo -, aunque la verdad es que todo ese ejercicio nos ha dado un
hambre atroz.
- No os preocupéis - respondió el leñador -. La comida estará lista en un abrir y cerrar
de ojos.
No se equivocó lo más mínimo. Apenas había acabado de decirlo, aparecieron sobre la
mesa, esmeradamente limpia, toda clase de productos comestibles que crecen en los
bosques 2: repollo de un leve colorido amarillento, alubias blancas con vinagre, corolas
de loto y de otras plantas acuáticas, bolsones de pastor, tripas de oca, aromáticas
golondrinas viajeras, guisantes y judías verdes, raíces cocidas de caballos azulados,
huellas de perro tostadas, orejas de gato, polvos de viento, brotes de ceniza tiernos,
mangos de cuchillo, delicias de vaquero, tornillos rellenos, arroz partido, flores
comestibles de varias especies, castañas, brotes de juncos y de otras plantas que crecen
en las orillas de los arroyos, sabrosísimas vestimentas de dama de trigo, túnicas rotas,
retoños de bambú, algodón de pajaritos, pisadas de mono fritas con mucho aceite,
diferentes tipos de cereales de grano rugoso, orejas de cabra, diferentes clases de raíces
oleaginosas... Éstas y otras muchas más variedades de hierbas comestibles que crecen
en los bosques ofrecieron el leñador y su madre a los peregrinos en señal de
agradecimiento. No faltó, por supuesto, el arroz con el que acompañaron todas aquellas
delicias silvestres.
En cuanto se hubieron saciado, el maestro y los discípulos se dispusieron a ponerse de
nuevo en camino. El leñador no se atrevió a demorar por más tiempo su marcha y pidió
a la anciana que saliera a despedirlos a la puerta, cosa que ella hizo, inclinándose
repetidamente con musitado respeto. El muchacho tomó, entonces, un bastón hecho con
el tronco de un datilero y se dispuso a acompañar a sus huéspedes. El Bonzo Sha tomó
las riendas del caballo y siguió los pasos de Ba-Chie, que, sin nadie pedírselo, había
cargado con el equipaje. El Peregrino, por su parte, se colocó al lado del maestro, que,
doblando las manos a la altura del pecho, dijo al leñador:
- Abrid, por favor, la marcha. Cuando lleguemos al camino principal, dejadnos solos y
regresad a vuestro hogar.
Bajaron de la montaña, siguiendo el cauce de un torrente y, al ver lo difícil que se
tornaba el descenso, el monje Tang exclamó3:
- Tras despedirme de mi señor e iniciar mi aventura hacia el Oeste, discípulos
amantísimos, he hollado senderos que cada vez me acercan más al fin de esta misión
que parece inalcanzable. En cada montaña y en cada curso de agua me aguarda un
peligro diferente. Es como si mi vida estuviera enteramente a merced de los monstruos.
Pero no ocupa mi mente otro pensamiento que el de alcanzar el Cielo de los Nueve
Pliegues. ¿Cuándo hallaré, por fin, el descanso y podré regresar, cargado de gloria, a la
corte de los Tang?!
- Dejad de lado todos esos temores, maestro - le aconsejó el leñador, al oírlo -. El Reino
de la India, la cuna de la suprema felicidad, se encuentra a menos de dos mil kilómetros
de aquí.
- Me temo que os hemos molestado demasiado - dijo el maestro, bajando del caballo -.
Si ése de ahí es el camino que conduce al Oeste, no tiene ningún sentido que sigáis
acompañándonos. Regresad a vuestra casa y reiterad las gracias a vuestra respetable
madre por el opíparo banquete vegetariano que tuvo a bien ofrecernos. La única forma
que tiene un pobre monje como yo de devolveros tantos favores es recitar textos
sagrados por vos, para que gocéis siempre de paz y alcancéis una vida que supere los
cien años.
El leñador no se atrevió a desobedecerle y regresó a su cabaña, mientras el maestro y los
discípulos continuaban su interminable deambular hacia el Oeste, una vez que,
derrotado el monstruo, hubieron sido compensados con amabilidad todos los
sufrimientos que les hizo pasar la bestia.
No sabemos, de momento, cuántos días les quedaban aún para alcanzar el Paraíso
Occidental. El que desee averiguarlo tendrá que escuchar con atención las explicaciones
que se ofrecen en el capítulo siguiente.
CAPÍTULO LXXXVII
1928
- No es éste lugar para una conversación de ese tipo - contestó Tripitaka, después de
devolverle el saludo -. Si no os importa, nos gustaría que nos condujerais al templo o al
monasterio más cercano. Allí podríamos efectuar con más facilidad lo que se espera de
nosotros.
- ¿Por qué no me acompañáis a mi residencia? - sugirió el prefecto -. En ella reina el
mismo silencio y la misma tranquilidad que en un monasterio.
El maestro y los discípulos cargaron con el equipaje y se dirigieron al palacio del
prefecto. Después de repetir los saludos y las frases de bienvenida, la máxima autoridad
de aquella ciudad ordenó servir el té y una comida vegetariana. La comida no tardó en
aparecer y Ba-Chie se lanzó sobre ella como si fuera un tigre hambriento, sumiendo en
tal temor a los que iban y venían con los platos y las bandejas, que empezaron a temblar
de pies a cabeza. Pero hubieron de reponerse en seguida, porque aquel huésped tan
glotón exigía, una y otra vez, más sopa y más arroz. Afortunadamente, el monje Tang
dio por terminado el banquete al poco rato y, volviéndose hacia el prefecto, le preguntó:
- ¿Cuánto tiempo lleva esta noble comarca aquejada por la sequía?
- Como bien sabéis - contestó el prefecto -, soy la máxima autoridad de esta
demarcación del Fénix Inmortal, perteneciente al Gran Reino de la India. La sequía
lleva tres años abatiéndose sobre nosotros, arruinando las cosechas, secando los pastos y
acabando con todas nuestras reservas. El comercio ha desaparecido casi por completo y
nueve de cada diez familias se encuentran en un estado de total desesperación. No es de
extrañar, ya que dos tercios de la población han perecido de hambre y el tercio que aún
queda se encuentra en una situación tan precaria como una llama expuesta al viento. Eso
me ha movido a hacer público el edicto que ya conocéis, aunque es una suerte para
nosotros que hayan llegado a nuestros dominios monjes tan virtuosos como vosotros.
Sabed que, si sois capaces de hacer caer algo de lluvia, por muy poca que ésta sea,
recibiréis en recompensa mil monedas de oro.
- ¡No habléis de dinero, por favor! - exclamó el Peregrino, soltando la carcajada,
divertido -. Con esas mil monedas de oro no conseguiréis ni una sola gota de lluvia. No
es eso, precisamente, lo que andamos buscando. Lo que a nosotros realmente nos
importa es la virtud. Si estáis dispuesto a abrazarla de corazón, caerá sobre vuestra
cabeza un auténtico aluvión de agua.
Aquel prefecto era una persona recta y digna que sólo pensaba en el bien de su pueblo e
inmediatamente pidió al Peregrino que ocupara el puesto de honor.
- Si estáis dispuesto a mostrar por mi gente toda esa benevolencia de la que habláis -
concluyó, respetuoso -, os prometo que jamás daré la espalda a la virtud.
- Entonces no se hable más - dijo el Peregrino -. Levantaos y cuidad de mi maestro,
mientras hago lo que tengo que hacer.
- ¿Qué es lo que tienes pensado? - preguntó el Bonzo Sha.
- Tú y Ba-Chie venid conmigo - ordenó el Peregrino -. Poneos al pie de las escaleras y
oficiad de ayudantes míos. Voy a llamar al dragón, para que traiga la lluvia,
Ba-Chie y el Bonzo Sha obedecieron sin rechistar. Cuando llegaron al pie de las
escaleras, se detuvieron y el prefecto empezó a quemar varillas de incienso, mientras
Tripitaka recitaba un sutra. El Peregrino recitó, entonces, un conjuro e inmediatamente
se levantó por el este una nube muy oscura, que fue a detenerse justamente encima del
patio de la mansión oficial. Se trataba, ni más ni menos, de Ao - Kuang, el Rey Dragón
del Océano Oriental. Inmediatamente tomó forma humana y, acercándose al Peregrino,
se inclinó respetuosamente ante él y le preguntó:
- ¿De qué forma puede servir un dragón tan insignificante como yo a un inmortal tan
poderoso como vos?
- Levantaos del suelo, por favor - le pidió el Peregrino -. Os he hecho llamar con el
único propósito de pediros que dejéis caer vuestra lluvia sobre esta Prefectura del Fénix
Inmortal y, así, aliviéis la tremenda sequía a la que se ha visto sometida durante estos
últimos años.
- Permitid que os diga que eso no depende exclusivamente de mí - respondió el dragón
-. Aunque dispongo del poder de producir la lluvia, debo seguir escrupulosamente las
órdenes del Cielo. Sin una autorización expresa suya me es imposible cumplir vuestros
deseos.
- Si os he mandado venir - insistió el Peregrino -, ha sido, porque, al pasar por aquí y
ver los sufrimientos que está padeciendo esta gente, me he comprometido a aliviarlos de
la forma más rápida posible. ¿Por qué me vienes ahora con todas esas excusas?
- Jamás me atrevería a tanto - se defendió el dragón -. Siempre que recitáis el conjuro,
acudo a vuestro lado. Pero no puedo hacer llover de inmediato. En primer lugar, no
dispongo de la autorización de lo alto y, en segundo, no he traído conmigo a mis
ayudantes. Lo mejor que puedo hacer, para no dejaros en mal lugar, es ir en busca de
mis tropas, mientras vos acudís al Palacio Celeste a solicitar el permiso imperial.
Bastará con una orden general. De todas formas, es preciso que conozca la cantidad
exacta de lluvia que se me permite arrojar sobre este reino.
Comprendiendo que era inútil seguir discutiendo con el viejo dragón, el Peregrino le
permitió regresar al fondo del mar. Se llegó a continuación a lo alto de las escaleras y
contó a Tripitaka lo que acababa de hablar con el Señor de la Lluvia.
- En ese caso - concluyó el maestro -, haz lo que tienes que hacer. Pero no enredes las
cosas, por favor.
El Peregrino volvió junto a Ba-Chie y el Bonzo Sha y les ordenó:
- Cuidad del maestro, mientras voy al Palacio Celeste - y desapareció de la vista de
todos.
- ¿Adonde ha ido el Honorable Maestro Sun? - preguntó el prefecto, temblando de
miedo.
- A los Cielos, montado en una nube - contestó Ba-Chie, sonriendo.
Eso sumió al prefecto en un respeto mayor e inmediatamente ordenó a sus súbditos,
tanto a los nobles como a los plebeyos, a los militares como a los civiles, que
desplegaran delante de sus casas grades carteles de agradecimiento y bienvenida para el
Rey Dragón. Debían colocar, al mismo tiempo, jarras de agua limpia con una ramita de
sauce dentro delante de cada puerta, junto con varillas encendidas de incienso, por lo
que, de momento, no hablaremos más de ellos. Sí lo haremos, sin embargo, del
Peregrino, que, de un salto, se llegó hasta la Puerta Oeste de los Cielos. El Devaraja
Dhrtarastra le salió al encuentro al frente de un grupo de soldados celestes, que le
preguntaron:
- ¿Habéis dado ya por terminada vuestra empresa de conseguir las escrituras sagradas?
- A punto estoy de darla por concluida - contestó el Peregrino -. Nos encontramos, de
hecho, en el límite oriental del Reino de la India, concretamente en la Prefectura del
Fénix Inmortal, un lugar en el que no ha llovido durante los últimos tres años y la gente
se está muriendo de hambre. Tan desesperada es su situación, que me ofrecí a
proveerles de cuanta lluvia precisen, pero, al llamar a mi presencia al Rey Dragón, me
contestó que no se atrevía a hacerlo sin autorización. Ése es el motivo de que haya
venido a solicitar una entrevista con el Emperador de Jade.
- Según tengo entendido - respondió el devaraja -, lleva tanto tiempo sin llover en esa
zona debido a que el prefecto ha ofendido al Cielo y a la Tierra con su conducta. En
castigo, el Emperador de Jade ha ordenado reunir una montaña de arroz, otra de
tallarines y un candado de oro, haciendo saber que no caerá ni una gota sobre esa
comarca hasta que no hayan desaparecido esas tres cosas.
No sabiendo a qué se refería el devaraja, el Peregrino insistió en entrevistarse con el
Emperador de Jade. Nadie se atrevió a impedírselo y fue conducido directamente al
Salón de la Luz Perfecta, donde fue recibido por los Cuatro Consejeros Celestes, que le
preguntaron:
- ¿Se puede saber a qué se debe el honor de veros por aquí?
- Siguiendo con mi misión de proteger al monje Tang - contestó el Peregrino -, hemos
llegado al extremo oriental del Reino de la India, concretamente a la Prefectura del
Fénix Inmortal, donde no ha llovido durante muchísimo tiempo, a pesar de que el
prefecto ha recurrido a todos los medios posibles para obtener la lluvia. Compadecido
de los sufrimientos de esa gente, hice llamar al rey dragón, que, no obstante, se negó a
dejar caer una sola gota, si antes no obtenía el correspondiente permiso del Emperador
de Jade. Ese es el motivo de que haya acudido a cumplimentar al Señor Celeste.
- Desgraciadamente - explicaron los consejeros al mismo tiempo -, en ese lugar no
puede llover.
- A pesar de todo - replicó el Peregrino, sonriendo -, insisto en ser conducido sin
ninguna demora a su presencia. No es la primera vez que alcanzo su favor.
- Como muy bien afirma el proverbio - dijo el Inmortal Ke -, "no puede ser considerado
un gran favor tapar una red con una bandera".
- Dejémonos de charlas inútiles y hagamos lo que nos pide - sugirió Xü Ching - Yang.
Sin pérdida de tiempo los consejeros Ke, Xü, Chiou Hong - Chr y Chang Tao - Ling
condujeron a tan ilustre visitante al Salón de la Niebla Divina.
- Traemos con nosotros - dijeron con muchísimo respeto - a Sun Wu-Kung, que, en su
largo camino hacia el Monasterio del Trueno, ha llegado a la Prefectura del Fénix
Inmortal, que, como sabéis, pertenece al Reino de la India. Desea que dictéis una orden
para los dragones, con el fin de que pueda llover sobre esa comarca.
- Hace aproximadamente tres años - contestó el Emperador de Jade -, el día vigésimo
quinto del duodécimo mes, realicé un viaje de inspección a través de los Cielos y de
cada uno de los Tres Reinos. Al llegar a esa comarca concreta de la que habláis, tuve la
oportunidad de presenciar el orgullo con el que se comportaba ese tal Shang - Kuang.
Con mis propios ojos vi cómo tomaba el trozo más grande de carne que descansaba
sobre el altar de los Cielos y se lo daba a los perros. No contento con eso, le oí proferir
palabras obscenas contra lo que soy y lo que represento. Ante faltas tan horrendas
ordené preparar las tres cosas que ahora descansan en el Salón del Aroma Envolvente.
Es mi deseo que Sun Wu-Kung sea conducido hasta allí y las vea con sus propios ojos,
con la certeza de que no promulgaré la orden que ha venido a buscar hasta que no hayan
desaparecido totalmente. Mientras llega ese momento, sería de desear que se preocupara
únicamente de sus propios asuntos.
Sin pérdida de tiempo, los Consejeros Celestes condujeron al Peregrino al lugar que les
había sido indicado. Allí se encontraron con una montaña de arroz de aproximadamente
trescientos metros de altura y otra de tallarines, el doble que la anterior. Junto a la de
arroz había un pollito un poco mayor que un puño cerrado picoteando, a un ritmo tan
irregular, que a veces parecía que iba a atragantarse y otras daba la impresión de estar
meramente jugando con el grano. Encima de la de tallarines, por otra parte, se hallaba
una cría de perrito pekinés, que lamía, de vez en cuando, tan gigantesca cantidad de
comida. A la izquierda del salón, colgado de la pared, se veía un enorme candado de
más de metro y medio de longitud, del que sobresalía una llave del grosor de un dedo.
Justamente debajo de ella descansaba una lámpara cuya llama apenas sí lamía el metal
que tenía encima. Desconcertado, el Peregrino se volvió hacia los Consejeros Celestes y
les preguntó:
- ¿Qué significa todo esto?
- El Emperador de Jade ha determinado que no lloverá en esa región hasta que el pollito
no haya terminado con todo el arroz, el perro no se haya comido la montaña de
tallarines y la llama no haya fundido la llave - explicó uno de los consejeros.
1933
CAPÍTULO LXXXVIII
AL LLEGAR A LA FLOR DE JADE, EL ZEN CONVOCA UNA REUNIÓN.
EL MONO DE LA MENTE, LA MADERA Y LA TIERRA ACEPTAN
A UNOS CUANTOS DISCÍPULOS.
Decíamos que el monje Tang, una vez que se hubo despedido del prefecto, continuó
caminando en dirección al Oeste. Durante todo el viaje se mostró muy amable con el
Peregrino, al que dijo al poco tiempo:
- El mérito que has acumulado en esta ocasión supera al que conseguiste cuando
liberaste a los niños del Reino de Bhiksu. Una vez más, todo ha sido producto de tu
único esfuerzo.
- En el Reino de Bhiksu sólo encontraron la salvación mil ciento once críos, mientras
que con la lluvia torrencial que aquí ha producido han logrado escapar a la muerte
cientos de miles de personas - comentó el Bonzo Sha -. Disculpadme, pero creo que no
hay término de comparación entre ambas hazañas. En lo que sí estoy de acuerdo con
vos, maestro, es en la admiración que ambos sentimos por la extraordinaria potencia de
nuestro hermano, que tan pronto sacude los Cielos como mueve la Tierra a compasión.
- ¡Sí! - exclamó Ba-Chie, soltando la carcajada -. ¡Qué misericordia la de nuestro
hermano! ¡Qué virtud! Desgraciadamente, sólo las ejerce con las personas que no
pertenecen a nuestro grupo. Con nosotros sólo muestra malas intenciones. No penséis
que hablo por hablar. Cuando menos lo pienso, me echa la zancadilla, dejándome en
pésimo lugar ante los demás.
- ¿Quieres decirme cuándo he hecho yo semejante cosa? - se defendió el Peregrino.
- ¡Esto es el colmo! - volvió a exclamar Ba-Chie -. ¿Has olvidado ya las veces que has
hecho que me ataran, que me colgaran, que me cocinaran y que me cocieran al vapor?
Por mí te podías haber quedado medio año con todos esos cientos de miles de personas
de la Prefectura del Fénix Inmortal que dicen haberse beneficiado de tu benevolencia.
Por lo menos me habría hartado de comida. Hasta en eso te has portado mal conmigo.
¿Por qué has tenido que obligarnos a ponernos en seguida en camino?
- ¡No hay quien pueda con este Idiota! - explotó el maestro, perdiendo la paciencia -.
¡No piensa más que en comer! ¡Venga, dejemos de hablar y sigamos rápidamente hacia
delante!
Ba-Chie no se atrevió a responder. Arrugó el ceño y lanzó unos cuantos sonidos
ininteligibles, antes de seguir los pasos de sus hermanos, cargado con el equipaje. El
tiempo transcurrió con la misma presteza que la lanzadera de un telar y de nuevo el
otoño tocó a su fin. Los cursos de agua se hicieron cada vez más escasos y las rocas de
la montaña se tornaron progresivamente peladas. Por doquier se veían hojas de un
extraño color rojizo, mientras las escasas flores que aún adornaban las sombrías copas
de los árboles se revestían de amarillo y caían al suelo. La escarcha brillaba como si
fuera una gema y las noches se hacían palpablemente más largas. Por el contrario, la luz
de la luna se había revestido de una blancura tan penetrante, que se confundía con la
nieve que muy pronto vendría a lamer los paneles de papel de arroz que cubrían las
ventanas. En los largos atardeceres el humo salía a raudales por las chimeneas de todas
las casas, al tiempo que las aguas de los lagos emitían una luz fría y parda que
presagiaba ya el invierno. Pese a todo, aún flotaba en el ambiente el aroma de las
plantas silvestres, algunas amarillas, otras rojas, y la fragancia verdosa de los naranjales.
Los sauces llorones ponían una nota de nostalgia en aquel paisaje transido por la
tristeza. Una bandada de patos salvajes se abatió sobre una aldea lejana, haciendo
pensar en una tormenta de nieve agitada por un huracán. En las posadas el canto de los
gallos se mezclaba con el olor de la soja cocida.
Después de caminar durante mucho tiempo, los peregrinos avistaron los muros de una
nueva ciudad. El maestro la señaló en seguida con la punta de su fusta y, volviéndose
hacia Wu-Kung, exclamó:
- ¿Ves aquella ciudad de allí? Me pregunto qué clase de asentamiento será.
- Eso no podremos saberlo hasta que no nos acerquemos un poco más - contestó el
Peregrino -. Sería, además, conveniente que preguntáramos a alguien sobre el tipo de
personas que la habitan.
No había acabado de decirlo, cuando vieron salir a un anciano de entre un grupo de
árboles. Llevaba en las manos un bastón de bambú y sus ropas parecían
extremadamente ligeras, aunque traía ajustada la cintura con un cinturón de cuero.
Caminaba con cierta ligereza, ayudado, quizás, por las sandalias de esparto que calzaba.
Tan repentina fue su aparición, que el monje Tang se bajó a toda prisa del caballo y,
acercándose a él, le saludó con inusitado respeto. Después de devolverle el saludo, el
anciano le preguntó, apoyándose en su bastón:
- ¿De dónde sois, maestro?
- Procedo de la corte de los Tang, en las Tierras del Este - contestó Tripitaka, juntando
las manos a la altura del pecho - y me encuentro de camino hacia el Monasterio del
Trueno, donde espero conseguir las escrituras budistas. Al llegar a esta noble comarca,
me pareció ver un poco más adelante una muralla y, puesto que desconozco el nombre
del lugar del que pueda tratarse, me he tomado la libertad de preguntároslo a vos.
- ¡¿Cómo es posible que no lo sepa un maestro Zen que domina los principios del Tao?!
- exclamó el anciano -. Ésta es una de las prefecturas del Reino de la India, aunque todo
el mundo la conoce por el nombre de Distrito de la Flor de Jade. Como la persona que
rige sus destinos es un miembro de la familia real, ostenta el título de Príncipe de la Flor
de Jade. Puedo aseguraros que se trata de una persona virtuosa en extremo, que se debe
a su pueblo por encima de todo y protege de un modo especial a los budistas y a los
taoístas. Si deseáis entrevistaros con él, no tenéis más que decirlo. Os recibirá con los
brazos abiertos.
Tripitaka le dio las gracias y el anciano prosiguió tranquilamente su paseo por el
bosque. Loco de contento, el maestro contó a sus discípulos lo que acababa de oír y,
ante la insistencia de éstos para que volviera a montar en el caballo, respondió:
- La ciudad no está lejos de aquí. Creo, además, que me vendrá bien caminar un poco.
De esta forma, los cuatro entraron a pie en la cabeza del distrito. En cada casa parecía
haber una tienda, en la que se vendía y se compraba de todo. Las calles estaban
abigarradas de gente, que se dedicaba con empeño a sus negocios. Su forma de hablar y
de vestir eran totalmente distintas a las que se estilaban en China. Eso hizo que
Tripitaka advirtiera a sus discípulos:
- Tened cuidado y procurad mostraros amables con todo el mundo,
Ba-Chie agachó, una vez más, la cabeza y el Bonzo Sha se tapó la cara con una mano.
El Peregrino, por el contrario, no tomó ninguna precaución especial, limitándose a
agarrar al maestro del brazo. Pronto se arremolinó a su alrededor una gran multitud, que
trataba de echarles un vistazo, atraída por lo extraño de su aspecto.
- Entre nosotros - comentaron algunos - tenemos a infinidad de monjes capaces de
dominar dragones y domar tigres, pero jamás habíamos visto a bonzos que pudieran
atrapar cerdos y domesticar monos.
- ¡¿A que no habéis visto al rey de los cazadores de cerdos?! - exclamó Ba-Chie,
perdiendo la paciencia y mostrando su enorme morro.
Al verlo, todos los curiosos se cayeron al suelo, huyendo cada cual por donde
buenamente podía.
- ¡Guarda inmediatamente ese morro! - le urgió el Peregrino, soltando la carcajada -.
No seas tan bruto y mira por dónde pisas. ¿No ves que estamos a punto de cruzar un
puente?
El Idiota agachó la cabeza y, sin dejar de reír, cruzó el desnivel que le separaba de una
de las puertas de la ciudad. Ante ellos se extendía una calle llena de tabernas, de las que
salían canciones y gritos. El negocio no podía ser más boyante. Ésa era, en realidad, la
nota más destacada de aquella capital, que no recordaba en nada las de China. Sobre ella
disponemos de un poema, que afirma:
Era una ciudad de origen real y bien fortificada, rodeada de ríos larguísimos y de colinas
en las que la naturaleza hacía patente su pujante frescor. En los mercados se ofrecían
cientos de mercancías, que traían infinidad de barcos amarrados a la orilla de un
inmenso lago. Las tabernas se contaban a millares y todas lucían a la puerta unos
extraños estandartes. El gentío llenaba por igual las calles del centro que las de las de
las afueras. Se veían mercaderes hasta en los callejones más apartados. Semejante
bullicio traía a la mente la famosa ciudad de Chang - An, en la que, por encima del
griterío humano, destacaban los cantos de los gallos y los ladridos de los perros.
Encantado por tan bulliciosa manifestación de vida, Tripitaka se dijo:
1950
- Había oído hablar de los numerosos pueblos bárbaros que poblaban las Tierras del
Oeste, pero jamás sospeché que fueran así. Cuanto más miro a esta gente, más me
convenzo de que no existen apreciables diferencias entre ellos y los que habitan bajo la
tutela de los gran Tang. ¡Ésta es, ciertamente, la Tierra de la Última Felicidad!
Por si eso fuera poco, oyó decir que una medida colmada del arroz más blanco que
pueda imaginarse costaba unos céntimos de cobre y que por una simple moneda podía
adquirirse una alcuza llena de aceite de soja. Por fuerza las cosechas tenían que ser
abundantes en aquella comarca y la variedad de productos estimable. Eso explicaba que
las calles fueran tan largas. Tras mucho caminar, llegaron finalmente a la mansión del
Príncipe de la Flor de Jade, a cuyos lados se levantaban la morada del Administrador
Real, el Palacio de Justicia, el Salón para las Celebraciones Oficiales y el Palacio para
los Invitados.
- Sin duda alguna - concluyó Tripitaka, maravillado -, ésta debe de ser la residencia del
príncipe. Lo mejor que podemos hacer es entrar a pedirle que nos selle el documento de
viaje.
- ¿Pensáis entrevistaros a solas con él o queréis que os acompañemos nosotros? -
preguntó Ba-Chie.
- No será necesario - contestó Tripitaka -. ¿No veis que en ese cartel de ahí dice
"Palacio para los Invitados"? Descansad un poco y tratad de encontrar algo de heno para
el caballo. Si el príncipe tiene la delicadeza de invitarme a comer, os haré llamar
inmediatamente. No os preocupéis.
- Está bien - concluyó el Peregrino -. Yo me ocuparé de todo.
El Bonzo Sha cargó con el equipaje y siguió a sus hermanos al interior del pabellón de
invitados. Al ver lo feos que eran, los funcionarios que lo atendían no se atrevieron a
preguntarles su procedencia, pero tampoco les exigieron que fueran a buscar una posada
común y corriente. No opusieron, de hecho, obstáculo alguno en que tomaran asiento en
el salón principal, por lo que, de momento, no hablaremos más de ellos. Sí lo haremos,
sin embargo, del maestro, que, después de cambiarse de túnica, tomó el documento de
viaje y se dirigió directamente a la mansión del príncipe. El funcionario encargado de la
etiqueta le salió al encuentro y le preguntó:
- ¿De dónde sois, maestro?
- Soy un enviado del Gran Emperador de los Tang, en las Tierras del Este, y me dirijo
al Monasterio del Trueno en busca de las escrituras del Patriarca Budista - contestó
Tripitaka -. Puesto que, para completar mi misión, es preciso que cruce vuestros nobles
dominios me gustaría solicitar de vuestro muy dignísimo soberano que selle los
documentos de viaje que traigo conmigo. Ése es el motivo de que ahora solicite una
audiencia con él.
El funcionario entró en seguida a anunciar su llegada. El príncipe, que era, en verdad,
una persona recta y muy letrada, ordenó inmediatamente que fuera conducido a su
presencia. Tripitaka le saludó a los pies mismos de las escalinatas del salón del trono,
siendo invitado seguidamente a tomar asiento. Sin pérdida de tiempo sacó el documento
de viaje y se lo entregó a su majestad, que lo llevó con sumo cuidado. Al ver los sellos
de los otros soberanos por cuyos dominios había pasado el monje Tang, hizo traer
también el suyo y lo estampó al lado mismo de su firma. Después de doblar
cuidadosamente el documento, se volvió hacia el maestro y le preguntó:
- Según veo, vuestro viaje os ha conducido a través de infinidad de reinos. ¿Podéis
decirme cuál es la distancia exacta que separa este lugar de la gran corte de los Tang?
- Vuestro humilde servidor no lo recuerda con exactitud - contestó Tripitaka,
respetuoso -. Lo que sí puedo deciros es que, hace años, la Bodhisattva Kwang - Ing se
apareció a nuestro emperador y le manifestó: "La distancia es de doscientos quince mil
kilómetros". Si la memoria no me falla, son ya catorce veranos con sus correspondientes
inviernos los que este indigno monje lleva de camino.
- Eso quiere decir que son catorce los años que habéis empleado en llegar hasta aquí.
Supongo que os habréis topado con muchísimas dificultades.
- Me es imposible relatároslas todas - volvió a contestar Tripitaka -. No os podéis
imaginar la cantidad de monstruos que nos han salido al paso en todo este tiempo. Lo
que he sufrido hasta llegar a vuestras tierras no se puede consignar en menos de diez mil
libros.
Visiblemente complacido por lo ajustado de sus respuestas, el príncipe ordenó preparar
inmediatamente un banquete vegetariano para tan ilustre visitante.
- Si me lo permitís - dijo, entonces, Tripitaka -, ahí fuera tengo esperándome a tres
discípulos y no me atrevo a aceptar vuestra invitación, por temor a retrasar el viaje más
de la cuenta.
- No os preocupéis por eso - respondió el príncipe y, volviéndose a uno de sus
subalternos, añadió -: Id a invitar a esos tres monjes a sentarse a la mesa con su maestro.
El funcionario salió en seguida en su busca, pero no los encontró por ninguna parte. A
cuantos preguntaba le respondían:
- No hemos visto por aquí a ningún monje.
- A lo mejor son esos tres bonzos horribles que están sentados en el Palacio para los
Invitados - comentó, finalmente, un oficial.
- ¿Quiénes son los distinguidos discípulos del monje procedente de la gran corte de los
Tang? - preguntó el subalterno del príncipe, entrando en el Pabellón de los Caminantes -
. Es deseo de nuestro señor que vayan inmediatamente a sentarse con él a la mesa.
Ba-Chie estaba adormilado en el suelo. Al oír hablar de comida, se puso en seguida de
pie y empezó a gritar, animado:
- ¡Somos nosotros! ¿Es que no nos ves?
El subalterno cayó presa del pánico y empezó a gritar, temblando de pies a cabeza:
- ¡Un monstruo, un monstruo!
- ¿Por qué no te comportas de una forma más educada? - le regañó el Peregrino,
tirándole de la ropa -. ¡Recuerda que no estás en una aldea abandonada!
Pero la cosa no dio resultado, porque, al verle, los funcionarios volvieron a gritar, más
sobresaltados todavía:
- ¡Otro monstruo, otro monstruo!
- No os asustéis, por favor - trató de calmarles el Bonzo Sha, juntando las manos a la
altura del pecho e inclinando respetuosamente la cabeza -. Somos, realmente, los
discípulos del monje Tang.
Sin embargo, tampoco eso calmó a los funcionarios, que, con el ánimo en vilo, gritaron
aún más fuerte:
- ¡El dios de la tierra, el dios de la tierra!
Viendo que no conseguían nada, el Peregrino pidió a Ba-Chie que cogiera de las riendas
al caballo y, ordenando al Bonzo Sha que cargara con el equipaje, se dirigieron todos
juntos a las mansión del Príncipe de la Flor de Jade. El subalterno real se había armado,
mientras tanto, de valor y había corrido a informar oportunamente de su llegada. Pero
sus explicaciones no sirvieron de nada, porque, al ver la fealdad de sus rostros, el
príncipe se quedó pálido de temor. Para tranquilizarle, Tripitaka tuvo que juntar, una
vez más, las manos a la altura del pecho y decir con voz serena:
- No tengáis ningún miedo, majestad. Es posible que mis discípulos sean feos en
extremo, pero pocos hay que los aventajen en bondad.
- Este humilde servidor vuestro os presenta sus respetos - dijo Ba-Chie, inclinándose
ante él, pero su voz sonó tan ronca, que, lejos de apaciguarse, el príncipe se puso aún
más nervioso.
- Os suplico que perdonéis la tosquedad de mis discípulos - insistió Tripitaka -. Los
encontré en unos lugares muy apartados de la civilización y me temo que no entienden
mucho de etiqueta.
La calma con la que se expresaba el maestro terminó convenciendo al príncipe de la
bondad de aquellos extraños monjes y ordenó que fueran conducidos de inmediato al
Pabellón de Secado de la Seda, donde habían de servirles la comida prometida. Tras
reiterar las gracias a su majestad, Tripitaka abandonó el salón del trono, junto con sus
discípulos, y se dirigió al lugar señalado para el convite.
- ¿Es que no sabes lo que es la educación? - regañó a Ba-Chie, tan pronto como se
encontraron solos -. Si hubieras mantenido la boca cerrada, todo habría salido mejor.
¡No comprendo cómo puedes ser tan tosco! ¡Con esa forma de hablar que tienes eres
capaz de derribar de un solo grito el mismísimo Monte Tai!
- ¡Menos mal que yo no dije nada! - exclamó, con alivio, el Peregrino -. Por lo menos
he ahorrado un poco de energía.
- ¡Tenía que haber esperado a que todos nos inclináramos! - exclamó el Bonzo Sha,
sumándose a las críticas del maestro -. ¡Es increíble que se adelantara por su cuenta y
riesgo y empezara a sacudir el morro a diestro y siniestro!
- ¡Menudo lío! - se quejó Ba-Chie -. ¿No me dijisteis hace unos días que, cuando me
encontrara con alguien, lo primero que tenía que hacer era inclinarme y saludarle con
respeto? ¿Cómo es que ahora decís que eso no es correcto? Con tanto cambio de idea, la
verdad, yo ya no sé qué hacer.
- Es cierto que te mandé que te inclinaras ante los desconocidos - reconoció Tripitaka -,
pero en ningún momento te sugerí que debías burlarte de los príncipes. Como muy bien
afirma el proverbio, "existen muchos tipos de cosas e incontables clases de gente".
¿Cómo es posible que no sepas distinguir entre un príncipe y una persona ordinaria?
Mientras discutían de ese asunto, los sirvientes reales pusieron las mesas y las sillas y
empezaron a servir la comida. El maestro y los discípulos dieron por terminada la
conversación y se sentaron a comer, por lo que, de momento, no hablaremos más de
ellos. Sí lo haremos, sin embargo, del príncipe, que, después de abandonar el salón del
trono, se dirigió directamente a sus habitaciones privadas. Sus tres hijos se alarmaron
sobremanera, al verle tan pálido y le preguntaron, preocupados:
- ¿Qué os ha sucedido para mostraros tan alterado?
- Acaba de venir a visitarme un monje procedente de la gran corte de los Tang, en las
Tierras del Este, que va de camino hacia los dominios de Buda en busca de escrituras -
respondió el príncipe -. Como para ello debe cruzar nuestros territorios, me ha solicitado
que le firme el documento de viaje que lleva y yo he accedido de buen grado a hacerlo,
porque parecía una persona bastante comedida. Al invitarle a comer, me ha respondido
que tenía a tres discípulos esperándole justamente enfrente de nuestra mansión y he
hecho extensiva mi invitación también a ellos. Pero, lejos de expresarme el respeto
debido, han pasado por alto las normas más elementales de la etiqueta, ofendiendo
gravemente mi dignidad. Se han limitado, simplemente, a inclinarse ante mí y eso me ha
desagradado profundamente. He levantado la cabeza, desconcertado, y he visto que eran
tan feos como demonios. ¿Cómo queréis que no esté pálido? No estoy acostumbrado a
tratar con monstruos.
Los tres hijos del príncipe eran asiduos cultivadores de las artes marciales y, al oír las
quejas de su padre, se arremangaron la túnica y, cerrando agresivamente los puños,
exclamaron:
- ¡Cómo se atreven esos monstruos de la montaña a tomar una apariencia humana!
¡Echemos mano inmediatamente de nuestras armas!
El mayor tomó una barra que le llegaba hasta las cejas; el segundo, un rastrillo de nueve
puntas, y el tercero, un báculo cubierto de una pátina de laca negra. Dando grandes
zancadas, salieron del palacio y gritaron con fuerte voz:
- ¿Dónde están esos monjes que dicen ir en busca de escrituras sagradas?
Los funcionarios encargados del Palacio para los Invitados se postraron en seguida
rostro en tierra y contestaron:
- Se encuentran en el Pabellón de Secado de la Seda, disfrutando de la comida
vegetariana que les ha ofrecido vuestro padre.
1935
Sin pensarlo dos veces, los tres jóvenes se dirigieron hacia el lugar que acababan de
indicarles y volvieron a gritar con ademán arrogante:
- ¿Sois monstruos o personas? ¡Hablad claramente, si queréis que os perdonemos la
vida!
Tripitaka estaba tan asustado, que perdió el color de la tez. Pese a todo, dejó a un lado el
cuenco de arroz que tenía en las manos y contestó, inclinándose con respeto:
- Vuestro humilde servidor es un enviado por la corte de los Tang en busca de
escrituras sagradas y no soy ningún monstruo.
- Eso se ve claramente - concluyó uno de los jóvenes -, cosa que no se puede decir de
esas tres criaturas que tienes a tus espaldas. ¡No pueden negar que son monstruos!
Ba-Chie continuó comiendo, sin prestarles ninguna atención. El Peregrino y el Bonzo
Sha, por su parte, se levantaron de la mesa y dijeron:
- También nosotros somos seres humanos. Es posible que nuestros rasgos sean feos en
extremo, pero en nuestros corazones anida la bondad y, aunque nuestros cuerpos
parezcan deformes, somos de un natural dulce y agradable. ¿De dónde sois y por qué os
mostráis tan agresivos con nosotros?
- Son los hijos de nuestro príncipe - contestó por ellos el cocinero real, que se hallaba
de pie a su lado.
- ¿Se puede saber por qué lleváis esas armas? - preguntó Ba-Chie, dejando a un lado el
cuenco de arroz que estaba comiendo -. ¡No me digáis que es para luchar con nosotros!
Por toda respuesta el hijo segundo del príncipe se llegó hasta donde se encontraba Ba-
Chie y levantó el rastrillo por encima de su cabeza con el ánimo de golpearle.
- Ese rastrillo que blandís - comentó el Idiota, soltando la carcajada - parece el nieto del
mío - y, levantándose la túnica, mostró el arma terrible que llevaba a la cintura.
Una ligera sacudida bastó para que emitiera diez mil rayos de luz cegadora, que se
convirtieron en un aura deslumbrante, cuando lo agitó con más fuerza. El joven sintió
tal pánico al verlo, que las manos dejaron de obedecerle y los tendones se le
entumecieron de tal forma, que no pudo seguir sosteniendo su arma. Casi al mismo
tiempo el Peregrino se percató de que el mayor de los muchachos había cogido una
barra y había empezado a dar vueltas a su alrededor con el ánimo inequívoco de
atacarle. Sonriendo, el Gran Sabio se sacó de la oreja la barra de los extremos de oro y,
sacudiéndola ligeramente, adquirió el grosor de un cuenco de arroz y una largura que
superaba con mucho los treinta metros. No contento con eso, golpeó con ella el suelo y
al punto se hundió en la tierra cerca de un metro.
- Si me lo permitís - dijo el Peregrino, acentuando la curva de su sonrisa -, me gustaría
regalaros esta barra.
El joven arrojó a toda prisa la que tenía en las manos y corrió a coger la nueva, pero,
aunque tiró de ella con todas sus fuerzas, no logró moverla ni un milímetro. Al ver que
no conseguía arrancarla del suelo, trató de apalancaría con el cuerpo, pero todo fue
inútil. Parecía que la barra había echado raíces.
Para no ser menos, el tercero de los jóvenes agitó su báculo de laca negra y se lanzó
contra el Bonzo Sha, que le apartó de su camino con una mano, mientras blandía con la
otra su propio báculo de destrozar monstruos. Lo hizo girar como si fuera una rueda y al
punto empezó a lanzar unas nubecitas luminosas de colores muy intensos. Todos los
funcionarios reales se quedaron mudos de asombro y terror. Los tres jóvenes, por su
parte, se echaron rostro en tierra y suplicaron, humildes:
- Perdonad que no os hayamos reconocido, maestros. Nuestros ojos mortales nos han
impedido ver en vos a seres venidos de lo alto. Compadeceos de nuestra ignorancia y
concedednos el inmerecido honor de aceptarnos como discípulos.
- Este espacio es demasiado reducido - dijo el Peregrino, arrancando la barra del suelo
sin ningún esfuerzo -. Aquí ni siquiera se pueden estirar las manos. Salgamos al aire
libre y te enseñaré a usar una barra como ésta.
Cuando se encontró al aire libre, dio un salto y se elevó por encima de las casas,
produciendo un silbido muy penetrante. Sus pies descansaban en dos nubes luminosas
de cinco colores. Sin ninguna dificultad agarró la barra de hierro y empezó a hacer
fintas y figuras a una altura de unos trescientos pasos por encima del suelo. Fueron
incontables las posturas de lucha que adoptó, pero las que más llamaron la atención
fueron las conocidas como "lanzamiento de flores desde lo alto" ' y "enroscamiento del
dragón amarillo". Incansable, se movió hacia arriba y hacia abajo, dando vueltas sin
cesar a derecha e izquierda. Se mostraba tan compenetrado con la barra, que era como si
según afirma el proverbio, se hubieran añadido flores a los bordados Poco a poco, se fue
desvaneciendo su figura, hasta que todo el cielo quedó lleno de barras que giraban a una
velocidad increíble.
- ¡Fantástico! - gritó Ba-Chie desde abajo, enardecido -. Creo que ha llegado el
momento de que también yo haga un poco de ejercicio - y, montándose en un viento
huracanado, se elevó por los aires agitando el rastrillo.
Con inimitable pericia lanzó tres golpes hacia arriba, cuatro hacia abajo, cinco hacia la
izquierda, seis hacia la derecha, siete hacia delante y ocho hacia atrás. Sus movimientos
eran tan rápidos, que podía oírse una especie de continuo silbido. Cuando sus
evoluciones alcanzaron el punto culminante, el Bonzo Sha se volvió hacia el maestro y,
sin poder aguantarlo más, le dijo, muy excitado:
- Pienso que también yo debería hacer un poco de ejercicio - y, de un salto, se elevó por
los aires, blandiendo amenazante el báculo.
Su arte no tenía nada que envidiar al del luchador más experimentado. Haciendo uso de
sus muchos conocimientos, realizó posturas tan difíciles como "el fénix rojo que mira
de frente al sol" o "el tigre hambriento que salta sobre su presa". A los movimientos
lentos siguieron otros extremadamente vertiginosos, haciendo gala de una maestría que
no desdecía de la mostrada por sus hermanos. La lección de magia y de dominio de las
artes marciales que dieron, suspendidos de lo alto, fue realmente extraordinaria. De esa
forma, dejaron bien patente que la visión del auténtico Zen deja en suspenso los ánimos,
porque el universo entero se halla sujeto a los principios del Tao. El Oro y la Madera
llenan, de hecho, con su poder todo el reino del dharma2. Las armas sagradas están
siempre dispuestas a intervenir en defensa de la virtud, haciendo que los recipientes que
contienen el elixir sean respetados en todo lugar y tiempo. Hasta en la nobilísima India
es preciso mantener bajo control los instintos, pues, como muy bien se vio, los jóvenes
príncipes de la Flor de Jade trataron de poner coto a la expansión de la verdad. No
obstante, al contemplar aquella extraordinaria exhibición de artes marciales, se
postraron rostro en tierra y comenzaron a golpear el suelo con la frente. Otro tanto
hicieron los funcionarios de todo grado y condición que se hallaban presentes en el
Pabellón de Secado de la Seda, el príncipe reinante y todos los habitantes de la ciudad,
que contemplaron, boquiabiertos, semejante prodigio. Sin importar que fueran hombres
o mujeres, soldados o civiles, taoístas o budistas, monjes o gente ordinaria, empezaron a
recitar a coro los nombres de Buda, golpeando respetuosamente el polvo con la cabeza,
mientras lo hacían. En cada casa se encendieron varillas de incienso y se presentaron
ofrendas en el altar familiar. Se vio, así con toda claridad que la imagen remite siempre
a lo real y que los monjes son los encargados de hacer llegar a la humanidad el bienestar
y la paz, prediciendo una época de total prosperidad, en la que se reverenciará a Buda y
se pondrá por obra el Zen.
Después de aquella magnífica exhibición de habilidades marciales los tres monjes
descendieron de las nubes y guardaron sus armas. Antes de volverse a sentar a la mesa,
se llegaron hasta donde estaba el monje Tang e, inclinándose ante él, le dieron las
gracias por aquellos momentos de relajante esparcimiento, por lo que, de momento, no
hablaremos más de ellos. Sí lo haremos, sin embargo, de los tres jóvenes, que
regresaron a toda prisa al lado de su padre y le dijeron, muy excitados:
- Muy grandes, en verdad, deben de ser los méritos que habéis acumulado a lo largo de
vuestra vida, para haberos hecho acreedor a las diez mil bendiciones que acaban de
descender sobre vos. ¿No habéis visto, acaso, esa magnífica exhibición que acaba de
tener lugar en lo alto?
- Sólo he podido contemplar unas nubes luminosas de colores - contestó el príncipe -,
porque vuestra madre empezó a quemar varillas de incienso, junto con todos los
dignatarios que habitan en este palacio. Yo mismo me uní en seguida a sus plegarias,
aunque desconozco el nombre de los inmortales que se han dignado visitar nuestro
palacio.
- No eran inmortales - contestaron los jóvenes -, sino los discípulos de ese monje que
va en busca de escrituras. Uno tenía una barra con los extremos de oro; otro, un rastrillo
de nueve puntas, y el tercero, un báculo, armas que, a decir verdad, no parecían
diferenciarse gran cosa de las que nosotros teníamos. Al pedirles que nos enseñaran a
usarlas, respondieron que el suelo les parecía demasiado pequeño para sus evoluciones
y se elevaron tranquilamente por los aires. El cielo se llenó en seguida de colores, que
giraban y giraban, como si se trataran de neblinas sagradas de buenos augurios. Cuando
se cansaron de hacer maravillas con sus armas, bajaron de lo alto y se sentaron, como si
nada hubiera ocurrido, en el Pabellón de Secado de la Seda. No podemos expresaros la
satisfacción que nos embarga, al haberlos aceptado como maestros. Con lo que
aprendamos seremos capaces de proteger a nuestro reino y, así, nuestra fama se
extenderá por todos los rincones del orbe. ¿Qué opináis de nuestros planes?
El príncipe terminó doblegándose a sus deseos y, sin esperar a que llegara la carroza
real, se dirigió, en compañía de sus hijos, hacia el Pabellón de Secado de la Seda. Los
peregrinos estaban terminando de recoger sus cosas, cuando llegaron. Antes de que los
monjes les dieran las gracias por la comida, se inclinaron con tan inesperado respeto,
que el maestro, desconcertado, les devolvió el saludo doblando cuanto pudo la espalda.
El Peregrino y sus dos hermanos, por el contrario, se hicieron a un lado y sonrieron
ligeramente. El príncipe los invitó, entonces, a tomar asiento en el salón del trono, cosa
a la que ellos accedieron de buen grado.
- Hay algo que quisiera pediros, maestro Tang - dijo el príncipe tan pronto como se
hubieron sentado -. ¿Creéis que vuestros discípulos estarían dispuestos a concedérmelo?
- Tengo la seguridad de que no se negarán a complaceros - contestó Tripitaka -. Podéis
hablar con tranquilidad.
- La primera vez que os vi - explicó el príncipe -, pensé que no erais más que un grupo
de vulgares monjes mendicantes originarios de la lejana corte de los Tang. Mis ojos
mortales me impidieron reconocer vuestra enorme virtud y estoy seguro de que, con
ellos, os he ofendido grandemente. Si no llega a ser por las maravillas que acaban de
realizar los maestros Sun, Chu y Sha, aún seguiría sin ver en vosotros a budas e
inmortales vivientes. No necesito deciros que mis tres indignos hijos desde siempre han
sido muy amantes de las artes marciales y se mueren de ganas por encontrar auténticos
maestros, que los enseñen a perfeccionar tan difíciles prácticas. Suplico, por tanto, a
vuestras venerables personas que los ayuden a abrir sus corazones con la amplitud que
poseen el Cielo y la Tierra y viertan en ellos los misterios que vos poseéis. Si accedéis a
mostrar vuestra benevolencia con mi indigna progenie, tened la seguridad de que
recibiréis toda la riqueza que encierra esta ciudad.
- ¡Cuánta generosidad la vuestra! - exclamó el Peregrino, sin poder contener las
carcajadas -. Los que hemos renunciado a la familia siempre estamos dispuestos a
aceptar discípulos. ¿Qué os hace pensar que vamos a rechazar a vuestros hijos, estando,
como están, dispuestos a seguir la senda de la virtud? En cuanto al pago por nuestras
enseñanzas, no os preocupéis. Nos conformamos con que nos tratéis con la
benevolencia que es en vos habitual.
El príncipe se mostró tan encantado con lo que acababa de decir el Peregrino, que
inmediatamente ordenó preparar un espléndido banquete en el salón principal del
palacio. Sus deseos fueron cumplidos sin pérdida de tiempo. La sala reservada para el
convite era lujosa en extremo. Todos los colores parecían darse cita en ella. Las volutas
de incienso ponían una nota de sobriedad a aquel ambiente lujoso de mesas de oro
cubiertas de manteles de seda brillante. La elegancia de las sillas, lachadas en negro y
llenas de relieves tan vaporosos que parecían encajes, llamaba en seguida la atención de
la vista. Pero, si el mobiliario era espléndido, la comida no lo era menos, con sus
pirámides de frutas frescas y sus fuentes de té aromático. Se sirvieron cuatro o cinco
platos diferentes de pasta, dulces y ligeros como el mismo rocío, y una o dos bandejas
de panecillos y bollos recién hechos. Algunos estaban recubiertos de una fina capa de
miel, que los hacía tan crujientes como las almendras secas. Otros habían sido fritos con
mucho aceite y mostraban por encima una pátina de azúcar fundido. El vino de arroz
poseía una fragancia tan penetrante, que, al ser vertido en las copas, daba la impresión
de ser zumo de jade. Pero el aroma del té de Yang - Shan3 superaba con mucho al de los
demás brebajes que llenaban las mesas. Bastaba con sostener una sola taza en la mano,
para que al punto se desdibujaran los olores de todas aquellas viandas extraordinarias
que entonces se sirvieron. Mientras los comensales daban cuenta de ellas, las cantoras
desgranaban su arte por toda la sala, acompañadas por el dulcísimo sonido de mil
instrumentos invisibles. El maestro y los discípulos disfrutaron un día entero de tantas
delicias, acompañados por el príncipe y sus hijos.
Al caer la noche, se retiraron las mesas y se dispusieron unos cuantos lechos en el
Pabellón de Secado de la Seda, para que los peregrinos pudieran descansar a sus anchas.
A la mañana siguiente los jóvenes habían de levantarse muy temprano y, después de
quemar un poco de incienso, debían comenzar su instrucción con aquellos maestros
llegados de lejos. Cada cuál acató de buen grado los deseos del príncipe, retirándose
todo el mundo a descansar. Antes de hacerlo, los peregrinos disfrutaron de un baño
preparado con plantas aromáticas. Para entonces los pájaros se habían recogido ya en
sus nidos y todo parecía yacer en un quietismo total. Los dignatarios habían abandonado
sus dependencias oficiales y hasta los poetas habían dejado de cantar. En lo alto de los
cielos la Vía Láctea brillaba con un fulgor desconocido en otras tierras. Nadie transitaba
por los caminos, a excepción de las hierbas que mecía suavemente el viento y que,
vistas desde lejos, parecían ser caminantes. En un patio cercano se oía a alguien limpiar
los arreos. El manto de la oscuridad se extendía hasta más allá de las colinas que
separaban al viajero de su hogar. Sólo el canto de los grillos parecía saber interpretar los
sentimientos de los que dormían, atravesando sus sueños con su persistente monotonía.
La noche dejó paso al día y, en cuanto hubo amanecido, los tres hijos del príncipe se
presentaron, como se había acordado, en la habitación de los monjes. El maestro les dio
la bienvenida con el respeto que se debía a los miembros de la familia real, pero ellos se
comportaron como si no fueran más que simples discípulos. Se echaron, de hecho, a los
pies del Peregrino, de Ba-Chie y del Bonzo Sha y, después de golpear repetidamente el
suelo con la frente, suplicaron con encomiable respeto:
- Si no os importa, nos gustaría contemplar, una vez más, las armas que ayer sacasteis.
Ba-Chie cogió el rastrillo y lo tiró al suelo, al tiempo que el Bonzo Sha tomaba el
báculo y lo dejaba apoyado contra la pared. Locos de contento, los dos hijos menores
del príncipe se lanzaron sobre ellos, tratando de cogerlos en sus manos. Todo resultó
inútil. Era como si unas libélulas se hubieran empeñado en levantar del suelo una roca
pesadísima. No consiguieron mover las armas, aunque emplearon tanta fuerza que la
cabeza se les puso roja y el rostro adquirió una alarmante coloración morada. Al verlos
tan congestionados, su hermano mayor les aconsejó:
- Si yo estuviera en vuestro lugar, procuraría ahorrar un poco de energía. ¿A qué viene
malgastarla tan inútilmente? ¿No comprendéis que esas armas son sagradas y que deben
de pesar muchísimo?
- La mía no es muy pesada - dijo Ba-Chie, sonriendo malicioso -. De hecho, no supera
el peso de un simple canon4. Con mango y todo calculo que andará alrededor de los
diez mil ochocientos kilos.
- ¿Cuánto pesa vuestro báculo? - preguntó, a su vez, el menor de los jóvenes,
dirigiéndose al Bonzo Sha.
- Mi hermano menor, las del báculo; éste, las del rastrillo, y yo, las de la barra de hierro
- contestó por los tres el mayor de los jóvenes.
- Eso es fácil - respondió el Peregrino, sonriendo -, pero me temo que carecéis de la
fuerza suficiente para blandir nuestras armas. Debéis tener presente que, si no conseguís
dominarlas con perfección, os parecéis a un tigre que se comporta como un perro. Con
razón afirmaban los antiguos que en las enseñanzas que carecen de método el culpable
es el maestro, mientras que en las que no se alcanzan los objetivos previstos la falta es
de los discípulos. Si de verdad estáis interesados en aprender lo poco que nosotros
sabemos, lo primero que tenéis que hacer es ofrecer un poco de incienso a la Tierra y al
Cielo y ellos os otorgarán toda la fuerza que preciséis. Sólo entonces podremos
enseñaros nuestros conocimientos sobre las artes marciales.
Locos de contento, los tres jóvenes buscaron un altar y, encargándose ellos mismos de
transportarlo, se purificaron las manos y ofrecieron al Cielo el incienso de su buena
disposición. Una vez concluida la ceremonia, regresaron junto a sus maestros y les
pidieron humildemente que empezaran las lecciones. El Peregrino se volvió, a su vez,
hacia Tripitaka y le dijo:
- Desde el momento mismo en que, gracias a vuestra inigualable virtud, alcancé la
libertad en la Montaña de los Dos Reinos y abracé la fe budista, os he seguido sin
desfallecer en vuestro continuo peregrinar hacia el Oeste. Es mucho, en verdad, lo que
debo a vuestra benevolencia, pero eso no resta ningún mérito a la dedicación y al
desinterés con que me he entregado a vuestra causa. A ellos se debe en gran parte que,
por fin, hayamos llegado a la tierra que vio nacer a Buda. En ella hemos tenido la
enorme fortuna de encontrarnos con tres jóvenes de sangre real, que de buena gana nos
han aceptado como maestros, con el fin de que les transmitamos nuestros conocimientos
sobre las artes marciales. Si, de verdad, llegan a convertirse en discípulos nuestros,
también lo serán de vuestra paternidad y os honrarán con el mismo respeto con que lo
hacemos nosotros. Queríamos que lo supierais antes de que comenzáramos nuestra
enseñanza.
Tripitaka se mostró sumamente complacido con esas explicaciones e inmediatamente
dio su visto bueno al proyecto. Al ver cómo reaccionaba el maestro, Ba-Chie y el Bonzo
Sha se echaron, a su vez, rostro en tierra y dijeron:
- Como bien sabéis, somos personas sin ninguna formación, que no saben expresarse
con la corrección que debieran. Os suplicamos, por tanto, que toméis el dignísimo
asiento del dharma y nos permitáis también a nosotros aceptar a esos jóvenes como
discípulos. Ellos se encargarán de mantener vivo el recuerdo de nuestro peregrinaje
hacia el Oeste.
Tripitaka les dio, igualmente, su consentimiento. Después de escoger un lugar apartado
que había detrás del Pabellón de Secado de la Seda, el Peregrino dibujó en el suelo el
diagrama de la Osa Mayor y pidió a los tres jóvenes que se postraran de hinojos en el
interior del trazo que acababa de completar. Cerró a continuación los ojos y se sumió en
una concentración total y absoluta. Colocándose a espaldas de los muchachos, entonó en
su interior una serie de mantras y recitó las palabras de la inmortalidad efectiva, antes de
lanzar sobre ellos un soplo de aire sagrado, que extrajo directamente de sus entrañas.
Los dioses que moraban en el interior de los jóvenes despertaron de su letargo y fueron
a ocupar el lugar que desde siempre les había estado reservado. Acto seguido, les
transmitió oralmente unas cuantas fórmulas y, de esta forma, cada uno de los hijos del
príncipe obtuvo una fuerza superior a la de mil hombres. Después los ayudó a completar
el ciclo del fuego, valiéndose de las mismas técnicas que se usan para abandonar el seno
materno o cambiar totalmente de huesos5. Los jóvenes sólo recobraron la consciencia,
cuando la fuerza vital hubo recorrido todos los circuitos de su cuerpo, un trasunto, en
realidad, de los movimientos exactos que siguen los planetas. Al ponerse de pie y
pasarse la mano por la cara, sintieron que poseían una fuerza que jamás habían
imaginado que llegarían a tener. De hecho, el mayor tomó sin ninguna dificultad la
barra de los extremos de oro, el segundo levantó el rastrillo de las nueve puntas y el
menor blandió, con la misma facilidad, el báculo de derrotar monstruos.
Cuando el príncipe lo vio, se apoderó de él tal satisfacción, que inmediatamente mandó
servir otro banquete vegetariano de acción de gracias. Antes de que éste diera comienzo,
se inició el período de instrucción. El joven empeñado en dominar los misterios de la
barra, se dedicó a ello con empeño, cosa que también hicieron, con notable aplicación,
los otros dos con el báculo y el rastrillo. Pronto aprendieron a hacer fintas y a lanzar
golpes, pero, en medio de todo, eran simples mortales y la fatiga se apoderó en seguida
de sus cuerpos. Su respiración se fue haciendo pesada por momentos y sus brazos se
mostraron incapaces de seguir blandiendo aquellas armas dotadas de poderes
metamórficos, que ellos no lograron dominar, pese a sus continuos avances y retrocesos.
El banquete puso fin a aquel día agotador de ejercicios marciales.
A la mañana siguiente, muy temprano, los tres jóvenes volvieron a presentarse ante sus
maestros y les dijeron:
- Gracias por haber fortalecido nuestros brazos con vuestra propia potencia. Aunque
ahora somos capaces de sostener vuestras armas, encontramos extremadamente difícil
blandirías con la destreza que se espera de un luchador experimentado. Sería de desear,
por consiguiente, que los herreros de nuestro padre hicieran unas copias exactas de las
mismas, aunque un poco más ligeras. De esa forma, podríamos asimilar vuestras
enseñanzas con más rapidez. No sabemos, de todas formas, cuál es vuestra opinión.
- Nos parece muy bien - contestó Ba-Chie -. Es una proposición realmente razonable.
Por una parte, nuestras armas son un poco difíciles de manejar y, por otra, nosotros
mismos las necesitamos para defender la Ley de los demonios que la acechan. Es una
idea excelente que queráis hacer unas copias.
Sin pérdida de tiempo los jóvenes ordenaron a los herreros de palacio que compraran
veinte mil kilos de hierro en bruto. Con el fin de fundirlo, se levantó una especie de
tienda de campaña en la explanada que había justamente en frente de la mansión. La
fragua funcionó con tal efectividad, que en un solo día se convirtió tan ingente cantidad
de hierro en acero de la mejor calidad. Al día siguiente el Peregrino y sus dos hermanos
habían de entregar de sus armas a los herreros, para que hicieran las copias convenidas.
Desgraciadamente, la barra de los extremos de oro, el rastrillo de las nueve puntas y el
báculo de matar monstruos no debían separarse en ningún momento de sus dueños y
empezaron a emitir una luz cegadora, en cuanto las colocaron en la tienda. Era tal su
luminosidad, que el cielo se cubrió de un resplandor superior al del sol y toda la tierra
fue testigo de tan formidable portento. Aquella misma noche, un monstruo que vivía en
la Caverna de las Fauces del Tigre, enclavada en la Montaña de la Cabeza del Leopardo,
a unos ciento cincuenta kilómetros de la ciudad, salió a tomar el fresco y vio el
resplandor. Al percatarse, además, del aura de buenos augurios que la envolvía, decidió
investigar su origen y, montando en una nube, se dirigió hacia la ciudad. Descubrió, así,
que provenía del palacio real. Intrigado, se acercó un poco más y, al ver aquellas tres
armas tan espléndidas, se dijo, movido por el ansia de poseerlas:
- ¡Qué cosa más maravillosa! Me pregunto de quién serán y por qué se encuentran aquí.
De todas formas, ¿qué puede importarme a mí eso? Está visto que hoy es mi día de
suerte. Puesto que se me han revelado con tanta claridad, lo mejor que puedo hacer es
llevármelas - y, valiéndose de un viento huracanado, se hizo con ellas y regresó a su
caverna.
Así quedó comprobado, una vez más, que el Tao no puede abandonarse en ningún
momento, porque lo que es susceptible de ser dejado a un lado no pertenece a él. Sin sus
armas los peregrinos se encontraban totalmente a merced de los monstruos y todos su
esfuerzos por conseguir las escrituras se tornaron, de pronto, vanos.
No sabemos, de momento, si consiguieron recuperarlas o no. El que quiera averiguarlo
tendrá que escuchar con atención las explicaciones que se ofrecen en el capítulo
siguiente.
1967
CAPITULO LXXXIX
EL LEÓN AMARILLO TRATA DE CELEBRAR LA FIESTA DEL RAPTO. EL
ORO,
LA MADERA Y LA TIERRA SUMEN EN LA CONFUSIÓN LA MONTAÑA
DE LA CABEZA DEL LEOPARDO
Decíamos que, después de haber estado trabajando sin cesar día y noche, los herreros
terminaron rindiéndose a la fatiga y durmiendo como sólo pueden hacerlo los que
carecen de preocupaciones. A la mañana siguiente, cuando se disponían a avivar el
fuego y coger los mazos, descubrieron que las tres armas habían desaparecido. Muertos
de miedo, empezaron a buscarlas por todos los sitios, pero no consiguieron dar con
ellas. Cuando más nerviosos estaban, aparecieron los tres jóvenes, que vinieron a
enterarse de cómo iba el trabajo. Los herreros se echaron inmediatamente a sus pies y
confesaron, al tiempo que golpeaban repetidamente el suelo con la frente:
- ¡Han desaparecido las armas de vuestros maestros y no sabemos dónde están!
- A lo mejor las cogieron nuestros preceptores anoche - dijeron los jóvenes,
desconcertados, y corrieron al Pabellón de Secado de la Seda.
El caballo estaba atado a la entrada de uno de los pasillos. Sin poder contener su
impaciencia, gritaron, muy excitados, al verle:
- ¿Aún estáis durmiendo, maestros?
- No, no - respondió el Bonzo Sha, abriendo la puerta -. Llevamos mucho tiempo
despiertos.
- ¿Cogisteis anoche las armas? - volvieron a preguntar los jóvenes, mirando, nerviosos,
a su alrededor.
- ¡Por supuesto que no! - respondió el Peregrino, poniéndose de pie de un salto.
- Nos tememos que han desaparecido durante la noche - confesó uno de los jóvenes,
bajando avergonzado la cabeza.
- ¿También la mía? - exclamó, ansioso, Ba-Chie.
- Al venir para acá - explicó otro de los jóvenes - hemos visto a mucha gente
buscándolas, pero hasta ahora no han podido dar con ellas. Pensábamos que las habíais
traído aquí durante la noche, pero ahora vemos que nos habíamos equivocado.
Esperamos, de todas formas, que no nos hayáis jugado una mala pasada, porque como
esos tesoros crecen y encogen a voluntad y a vosotros os encanta hacer bromas...
- Os juro que nosotros no las hemos cogido - le atajó el Peregrino, preocupado -. Lo
que podemos hacer es ir a buscarlas nosotros también - y se dirigieron al patio en el que
se elevaba la tienda de los herreros, pero tampoco ellos fueron capaces de encontrar el
menor rastro.
- ¡Por fuerza han tenido que robárnoslas esos herreros! - exclamó Ba-Chie,
volviéndose, amenazante, contra ellos -. ¡Devolvédnoslas en seguida, si no queréis que
acabemos ahora mismo con vosotros!
Presa del pánico, los herreros se echaron rostro en tierra y contestaron, llorando a
lágrima viva, al tiempo que golpeaban el suelo con la frente:
- Durante estos últimos días hemos estado trabajando como esclavos y, al final, nos
hemos dejado arrastrar por el sueño. Al despertarnos por la mañana, vimos que las
armas habían desaparecido. ¿Cómo vamos a haberlas robado nosotros, si ni siquiera
podemos moverlas? ¡No nos hagáis ningún daño, por lo que más queráis!
- La culpa es nuestra - musitó el Peregrino, visiblemente contrariado -. Debíamos haber
guardado las armas, tan pronto como las hubieron copiado. No comprendo cómo las
dejamos aquí. Emiten tal cantidad de luz, que, por fuerza, han tenido que llamar la
atención de algún ser perverso, que se ha presentado durante la noche y las ha robado.
- ¿Cómo puedes decir semejante cosa? - le reprendió Ba-Chie, negándose a creerlo -.
Ésta es una comarca sellada por las bendiciones del cielo. Por aquí cerca no hay ni una
sola montaña y la gente parece virtuosa y pacífica. ¿Cómo va a haber seres perversos
por los alrededores? ¡Por fuerza han tenido que ser estos herreros! Sabían que se trataba
de auténticos tesoros y primero las escondieron en el palacio, para entregárselas después
a un grupo de bandidos, que se las han llevado sólo ellos saben dónde, amparados en la
oscuridad de la noche. ¿Por qué no les damos una paliza, de una vez, y les hacemos
desembuchar la verdad?
Los herreros intensificaron el ritmo de los golpes de sus frentes contra el suelo, al
tiempo que repetían, angustiados, sus declaraciones de inocencia. Cuando más tensa
parecía ser la situación, apareció el príncipe. Al enterarse de lo ocurrido, su rostro
cambió de color y, tras un largo momento de concentrado silencio, concluyó:
- Vuestras armas no se parecen en nada a las nuestras. Para moverlas se necesitarían, de
hecho, cientos de personas. Eso sin contar con que mi familia lleva rigiendo los destinos
de esta ciudad durante más de cinco generaciones y siempre ha gozado de una merecida
fama de virtud. Eso ha hecho que todos sus habitantes, tanto civiles como militares,
sientan un respeto especial por las leyes y nunca se atrevan a desobedecerlas. Os
suplico, por tanto, que reconsideréis todo este asunto.
- No hay nada que reconsiderar - concluyó el Peregrino, sonriendo -. Mirándolo bien,
los herreros no tienen culpa de nada. ¿Existe algún bosque o algún monstruo en los
alrededores de vuestra ciudad?
- Hacia el norte - respondió el príncipe - se levanta la Montaña de la Cabeza del
Leopardo, en la que se halla enclavada la Caverna de las Fauces del Tigre. Algunos
afirman que es la morada de ciertos inmortales, mientras que otros sostienen que, en
realidad, se trata de una guarida de tigres, lobos y otros monstruos semejantes.
Desgraciadamente, hasta la fecha no hemos podido determinar la veracidad de tales
asertos.
- No me digáis más - concluyó el Peregrino -, sonriendo abiertamente -. Por fuerza han
tenido que ser ellos. El resplandor los ha atraído hasta vuestro palacio y se han llevado
nuestras armas, amparados en la oscuridad de la noche. Vosotros dos - añadió,
volviéndose hacia Ba-Chie y el Bonzo Sha - quedaos aquí con el maestro, mientras yo
voy en busca de lo que es nuestro.
Antes de partir, ordenó a los herreros que no apagaran los hornos y terminaran de forjar,
cuanto antes, las armas de los tres jóvenes. Tras despedirse de Tripitaka, desapareció
como por arte de magia, yendo a parar en un abrir y cerrar de ojos a la Montaña de la
Cabeza del Leopardo. Al fin y al cabo, únicamente la separaban de la ciudad sesenta
kilómetros. Le bastó con lanzar una mirada a su alrededor para convencerse de que, en
efecto, se trataba de un habitáculo de monstruos. El pulso magnético 1 que allí se
percibía era casi continuo, en conformidad con la inmensa extensión de la comarca en la
que estaba enclavado. La cumbre terminaba en una aguja tan punzante, que parecía
horadar el cielo. Por las laderas se precipitaban rapidísimos torrentes, encajonados entre
rocas sumamente rugosas. A los píes de la montaña se extendía una alfombra de hierba
tan verde como el jade, que se transformaba en un encaje de flores exóticas en su parte
posterior. Por las empinadas laderas ascendían tupidos bosques de pinos centenarios,
cipreses y bambúes. En el aire se confundían los interminables vuelos de las picazas con
los chillidos desagradables de los cuervos. Los continuos gritos de los simios ponían
una nota de grosería a la blanca elegancia de las garzas. Los ciervos paseaban en parejas
por los bordes de los acantilados, mientras grupos de zorros se movían peligrosamente
cerca de los precipicios. El pulso magnético de la tierra marcaba nueve ritmos idénticos,
como si fuera un dragón que se elevara por los aires para caer, derrotado, contra el
suelo. Costaba trabajo creer que semejante lugar se encontrara enclavado dentro de los
límites de la Prefectura de la Flor de Jade, una zona que llevaba gozando de la
protección de la fortuna durante más de diez mil años.
El Peregrino se encontraba abstraído, contemplando la rugosidad de aquel paisaje,
cuando oyó hablar a alguien al otro lado de la cumbre. Se volvió a toda prisa y vio a dos
monstruos con cabeza de lobo, que se dirigían hacia el noroeste, charlando
amigablemente.
- Por fuerza tiene que tratarse de una patrulla - se dijo el Peregrino -. Lo mejor que
puedo hacer es seguirlos, a ver si logro averiguar de qué van hablando - y, haciendo un
signo mágico con los dedos, se convirtió en una pequeña mariposa, no sin antes recitar
un conjuro y sacudir ligeramente el cuerpo.
Sin ninguna dificultad se elevó por los aires y se puso en seguida a su altura. La
metamorfosis que había experimentado no podía ser más perfecta con sus alas
escamosas y sus dos diminutas antenas, que parecían estar hechas de plata. Su cuerpo
era tan ligero, que lo mismo se lanzaba como una flecha en alas del viento que danzaba
grácilmente en el seno de la brisa. No le costaba, así, ningún trabajo atravesar los cursos
de agua y cruzar por encima de los muros en busca del aroma de las flores, que tanto
placer le proporcionaban. Costaba trabajo creer que criatura tan delicada pudiera hacer
frente a la imponente furia de los vendavales. El Peregrino no tuvo, pues, ningún
problema en posarse sobre la cabeza de uno de los monstruos, que iba diciendo en aquel
preciso momento:
- Hay que reconocer que suerte no le falta a nuestro soberano. No hace ni siquiera un
mes que se apoderó de esa bellísima muchacha, que tantos placeres le ha proporcionado,
y ayer precisamente consiguió esas armas tan extraordinarias, que no existen otras
iguales en el mundo. A ello se debe precisamente que vaya a dar mañana la que ha dado
en llamar "Fiesta del Rapto", a la que estamos invitados todos sus súbditos.
- No puede decirse que nuestra suerte sea mala tampoco - comentó el otro -. Encima
llevamos veinte libras de plata para comprar todos los cerdos y corderos que estimemos
oportuno. En cuanto lleguemos al mercado del noroeste, tenemos que comprar también
unas cuantas botellas de vino. Además, si no te importa, podemos sisarle algunas
monedas y adquirir a buen precio algo de ropa de abrigo para el invierno.
Los dos monstruos estaban tan embebidos en sus planes, que no se dieron cuenta de la
pequeña mariposa que llevaban encima. El Peregrino a punto estuvo de recobrar la
forma que le era habitual, al oír hablar de la Fiesta del Rapto; tal era su alegría. Si
hubiera tenido su arma, los habría matado allí mismo, pero, pensándolo bien, no eran
responsables de las andanzas de su soberano. Remontó, por lo tanto, el vuelo y se
dirigió hacia un recodo que el camino formaba un poco más adelante. Allí recobró su
imagen típica de mono y se quedó completamente quieto, como si fuera un elemento
más del paisaje. Cuando los monstruos llegaron a su altura, les lanzó un escupitajo y
gritó:
- ¡Om Hum Da Li!
El conjuro surtió en seguida su efecto, dejando a los dos monstruos con cabeza de lobo
clavados literalmente en el suelo. Su inmovilidad era tal, que ni siquiera pestañeaban. Se
quedaron, de hecho, con la boca abierta, el cuerpo inclinado hacia delante y las piernas
congeladas en el acto de dar un paso. De esta forma, el Peregrino no tuvo ninguna
dificultad en registrarles cómodamente las ropas. No tardó en encontrar las veinte libras
de plata. Las llevaban en una pequeña bolsa que traían atada a la cintura, de donde
también les colgaba una placa de laca blanca. La de uno decía: "Rápido-y-Extraño". Y
la del otro: "Extraño-y-Rápido". Ni corto ni perezoso, el Peregrino se las arrancó y
regresó tranquilamente a la ciudad con el dinero. Al llegar al palacio, contó al príncipe,
a Tripitaka y a todos los demás cuanto había ocurrido, sin omitir el más mínimo detalle.
- ¡Así que, porque nuestras armas emiten toda esa luz, esos monstruos se van a dar un
banquetazo a base de cerditos y ovejas! - exclamó Ba-Chie -. ¿Quieres decirme cómo
vamos a recobrarlas?
- Creo - contestó el Peregrino - que lo mejor será que vayamos a por ellas nosotros
mismos. El dinero se lo daremos a los herreros como compensación por el mal rato que
les hemos hecho pasar con nuestras dudas. Me figuro que el príncipe no tendrá ningún
inconveniente en entregarnos unos cuantos cerdos y ovejas. Tú, Ba-Chie, te harás pasar
por Rápido-y-Extraño, mientras que yo tomaré la forma de Extraño-y-Rápido. Por lo
que a ti respecta, Bonzo Sha, te disfrazarás de vendedor de cerdos y ovejas, así no nos
costará ningún trabajo entrar en la Caverna de las Fauces del Tigre. A la menor ocasión
que se nos presente robaremos las armas y acabaremos con todas esas bestias. ¿Quién
nos impedirá, entonces, regresar aquí triunfantes?
- ¡Es un plan realmente fantástico! - exclamó el Bonzo Sha, soltando la carcajada -. ¿A
qué estamos esperando para ponerlo en práctica?
El príncipe otorgó su beneplácito a la empresa y ordenó a uno de sus administradores
que les hiciera entrega de siete cerdos y cuatro o cinco ovejas. Después de despedirse
del maestro, los tres hermanos abandonaron la ciudad, dispuestos a ejercitar sus
inigualables poderes mágicos. Pronto empezaron, sin embargo, los problemas. Ba-Chie
se volvió hacia el Peregrino y le preguntó, preocupado:
- ¿Cómo voy a metamorfosearme en Rápido-y-Extraño, si no le he visto jamás?
- No te preocupes por eso - le tranquilizó el Peregrino -. Recuerdo bien cómo era. Tuve
tiempo suficiente para estudiar su cara, porque le inmovilicé con uno de mis conjuros y
no volverá en sí hasta mañana a esta misma hora. Si te quedas un poco quieto, te
enseñaré cómo era - y, pasándole la mano por la cara un par de veces, le convirtió en la
imagen exacta de Rápido-y-Extraño. Para que no faltara nada, le colgó de la cintura la
placa con el nombre, al tiempo que él adoptaba la figura de Extraño-y-Rápido.
Para no ser menos, el Bonzo Sha se convirtió en un tratante de ganado, que se dirigió
hacia el interior de la montaña con su ruidosa mercancía de cerdos y ovejas. En las
primeras estribaciones se toparon, de pronto, con un diablillo de aspecto realmente
feroz. Tenía unos ojos tan brillantes como lámparas, un pelo tan rojizo como el fuego y
una nariz llamativamente carnosa. Su boca dejaba entrever unos dientes tan afilados
como puñales, que hacían juego con sus puntiagudas orejas, sus pobladísimas cejas y el
tinte verdoso de su rostro. Vestía una túnica de color amarillo y calzaba unas sandalias
de esparto. Visto de lejos, parecía un dios de porte robusto y ademanes briosos. Sin
embargo, había en él algo que denotaba a un demonio de la peor y más cruel catadura.
En el brazo izquierdo llevaba una caja lacada llena, presumiblemente, de invitaciones.
Al ver al Peregrino, levantó la voz y le preguntó:
- ¿Cómo has vuelto tan pronto, Extraño-y-Rápido? ¿Habéis comprado muchos
animales?
- Juzga por ti mismo - contestó el Peregrino, enseñándole las ovejas y los cerdos.
- ¿Quién es éste? - volvió a preguntar el diablillo, señalando al Bonzo Sha.
- ¿Es que no lo ves? - respondió el Peregrino -. Un vendedor de animales. Le hemos
dejado a deber unas cuantas libras de plata y ha insistido en venir con nosotros. ¿Se
puede saber adonde vas por aquí?
- A la Montaña del Nudo de Bambú - explicó el diablillo -, a invitar al soberano de allí
a la fiesta de mañana.
- ¿Cuántos van a ser, por fin, los invitados? - inquirió el Peregrino como quien no
quiere la cosa.
- Calculo que en total seremos alrededor de cuarenta, contando a los dos reyes y a los
capitanes de nuestra montaña.
- No perdamos más el tiempo - sugirió Ba-Chie después de un rato de charla -. ¿No veis
que los animales se están marchando cada cual por su parte?
- Recógelos, mientras trato de sacarle a éste una de esas invitaciones - respondió el
Peregrino en voz baja.
El diablillo pensó que era uno de los suyos y no tuvo ningún inconveniente en abrir la
caja y en sacar lo que le pedía. El Peregrino desenrolló el documento y leyó:
He hecho preparar un opíparo banquete, para que disfrutéis con nosotros de la espléndida Fiesta
del Rapto. Es nuestro deseo que la honréis con vuestra presencia y la de todos vuestros
sirvientes. Nos sentiremos sumamente agradecidos, si no rehusáis a presentaros en nuestros
dominios con vuestra carroza. Invitación dirigida al Gran Maestro Sabio de los Nueve Númenes
Originarios. Vuestro indigno discípulo, el León Amarillo, golpea humildemente el suelo ante vos
con la frente.
Después de leerlo, el Peregrino se lo devolvió al diablillo, que lo guardó, una vez más,
en la caja y prosiguió su camino hacia el sudeste.
- ¿Qué decía la invitación? - preguntó el Bonzo Sha, curioso.
- Se trataba de una simple invitación - respondió el Peregrino -. Su estilo era tan
respetuoso, que concluía con estas palabras: "Vuestro indigno discípulo, el León
Amarillo, golpea humildemente ante vos el suelo con la frente", iba dirigida a un tal
Sabio de los Nueve Númenes Originarios.
- ¡Acabaré con él en menos que canta un gallo! - exclamó Ba-Chie, satisfecho, soltando
la carcajada.
- ¿Cómo puedes decir semejante cosa? - objetó el Peregrino.
- ¿Acaso has olvidado lo que afirmaban los antiguos? - replicó Ba-Chie -: "El león de la
melena dorada no tiene mayor enemigo que un cerdo de aspecto desastrado".
Mientras hablaban y se reían a sus anchas, reunieron las ovejas y los cerdos y
prosiguieron su camino. No tardaron en avistar la Caverna de las Fauces del Tigre.
Estaba rodeada por unas montañas, verdes como esmeraldas, que parecían una cadena
inexpugnable. Las enredaderas y las lianas formaban tupidas redes que ocultaban los
fondos oscuros de los barrancos. Por doquier se escuchaban los cantos de los pájaros,
que iban a posarse, delicados, sobre las matas de flores que daban sombra a la entrada
de la cueva. De alguna forma, la belleza del paisaje recordaba la de la Caverna de los
Melocotoneros en Flor, en las que habitaba la comunidad de eremitas 2. Al acercarse,
vieron un grupo de diablillos de todas las edades, charlando tranquilamente a la sombra
de los árboles. Al oír los gritos con los que Ba-Chie trataba de conducir el ganado, se
volvieron hacia los recién llegados y corrieron a darles la bienvenida. Era tal el alboroto
que producían las ovejas y los cerdos, que hasta el monstruo salió a ver lo que pasaba
con su escolta particular de doce diablillos.
- ¿Así que sois vosotros? - preguntó, más tranquilo, al verlos -. ¿Cuántos animales
habéis comprado?
- Quince en total - contestó el Peregrino -: ocho cerdos y siete ovejas. El precio de los
primeros asciende a dieciséis libras de plata y el de los segundos, a nueve. Eso quiere
decir que hemos dejado a deber cinco libras, ya que solamente se nos confiaron veinte.
Como se trata de una cantidad respetable, el hombre que nos los ha vendido ha decidido
venir con nosotros.
- Pagadle en seguida lo que se le adeuda y que se marche cuanto antes - ordenó el
monstruo.
- Lo malo es que no está interesado sólo en su dinero, sino también en ver la fiesta -
respondió el Peregrino.
- ¡Qué bocazas estás hecho! - le regañó el monstruo, enfadado -. Te encargué que
compraras unos animales. ¿Por qué has tenido que mencionar lo de la fiesta?
- ¿Qué hay de malo en dejarle ver los maravillosos tesoros que conseguisteis anoche? -
preguntó Ba-Chie en tono conciliador -. Está claro que no existen otros iguales en el
mundo.
- ¡Eres tan tonto como tu hermano! - replicó, furioso, el monstruo -. ¿No comprendes
que me hice con ellos en la sede de la Prefectura de la Flor de Jade? Si este tratante los
ve, dirá por ahí que se hallan en mi poder y el príncipe puede montar en cólera.
¿Quieres decirme qué vamos a contarle, cuando se presente aquí reclamando lo que es
suyo?
- ¿Cómo va a hacer semejante cosa, si ni siquiera vive en la ciudad? - objetó el
Peregrino -. ¿No comprendéis que pertenece al mercado del noroeste? Además, como
no hemos comido nada durante el camino, tiene un hambre de perros. ¿Por qué no le
dais algo de comida y un poco de vino antes de que se marche?
No había acabado de decirlo, cuando un diablillo puso en sus manos las cinco libras de
plata que faltaban.
- Toma lo que es tuyo - dijo el Peregrino, volviéndose hacia el Bonzo Sha -. Si quieres
comer algo, acompáñanos a la parte de atrás y te daremos un poco de vino.
El Bonzo Sha se mostró cohibido en extremo, pero, al final, siguió a Ba-Chie y al
Peregrino al interior de la caverna. Después de trasponer una segunda puerta, llegaron a
un salón en el que se había levantado un altar sobre el que descansaba, radiante y
luminoso, el rastrillo de las nueve puntas. La barra de los extremos de oro se encontraba
apoyada contra la pared oriental, mientras que el báculo descansaba en la pared opuesta.
El monstruo, que no se había apartado de ellos en ningún momento, se volvió hacia el
falso tratante de ganado y le explicó orgulloso:
- Eso del medio que reluce tanto es el rastrillo. Puedes mirarlo cuanto quieras, pero te
prohíbo que hables con nadie de esto.
El Bonzo Sha movió la cabeza en señal de asentimiento, pero, como suele ocurrir,
cuando alguien ve algo que le pertenece, con toda seguridad va directamente a por ello.
Ba-Chie siempre había sido una persona impetuosa y, al ver su rastrillo, se desentendió
totalmente de la charla y corrió hacia el altar. Loco de contento, tomó su preciada arma
con las dos manos y, recobrando la forma que le era habitual, descargó un golpe terrible
contra la cara del monstruo. El Peregrino y el Bonzo Sha siguieron su ejemplo y, con
una rapidez pasmosa, recobraron lo que era suyo. Envalentonados, empezaron a
descargar golpes a diestro y siniestro. El monstruo se retiró a toda prisa hacia la parte de
atrás de la caverna, donde tomó un arma que recordaba una pala sumamente brillante de
largo mango y afiladísima hoja.
- ¿Quiénes sois vosotros para atreveros a venir a robarme mis tesoros? - preguntó,
saliéndoles valientemente al encuentro.
- ¡Maldita bestia peluda! - exclamó el Peregrino, despectivo -. ¿Es que no nos
reconoces? Somos los discípulos de Tripitaka Tang, un monje virtuoso procedente de
las Tierras del Este. Al llegar a la Prefectura de la Flor de Jade, nos presentamos ante el
príncipe, para que nos sellara los documentos de viaje, pero él insistió en que
transmitiéramos a sus tres hijos los conocimientos militares que poseemos. Incapaces de
negarnos a sus deseos, le entregamos nuestras armas con el fin de que hicieran una
copia exacta de las mismas. Lo que menos esperábamos es que fueran a ser robadas por
un monstruo sin conciencia como tú. ¿Cómo dices que te estamos despojando de lo que
es tuyo? ¡No huyas y prueba el sabor de nuestras tres armas!
El monstruo levantó la pala e hizo frente al ataque de sus tres oponentes con una
valentía realmente digna de encomio, dando, así, comienzo a una espléndida batalla en
el patio mismo de la caverna. La barra silbaba como el viento, el rastrillo caía como la
lluvia y el báculo recordaba la neblina que se eleva hacia el cielo. Parecían tres dioses
retinando el elixir. El brillo que emitían y los colores que los envolvían hubieran sumido
a los dioses y espíritus en un reverente silencio. El Peregrino era el que más potencia
desplegaba contra aquel monstruo que había cometido la insolencia de robar sus
preciadas armas. No le iban a la zaga en fortaleza y fiereza ni Ba-Chie, Mariscal de los
Juncales Celestes, ni el Bonzo Sha, espléndido guerrero. Juntos, desplegaron su
formidable arsenal de conocimientos marciales, sumiendo en el desorden la Caverna de
las Fauces del Tigre, Su adversario poseía, sin embargo, una gran resistencia y, así, el
encuentro resultó de una fiereza inusitada. De todas formas, cuando el sol comenzó a
declinar por el oeste, las fuerzas empezaron a flaquearle al monstruo, que gritó, de
pronto, revolviéndose contra el Bonzo Sha:
- ¡Guárdate de mi golpe!
El Bonzo Sha esquivó el ataque, haciéndose a un lado, momento que aprovechó la
bestia para huir a toda prisa hacia el sudeste, montado en un viento huracanado. Ba-Chie
trató de cortarle la retirada, pero se lo impidió el Peregrino, diciendo:
- Déjale. Como muy bien afirmaba un antiguo proverbio, "no debe perseguirse a los
bandidos desesperados". Lo mejor que podemos hacer es destruir su base de
operaciones.
Ba-Chie dio al punto su consentimiento y, entrando en la caverna, acabaron con todos
los monstruos que la habitaban, sin importarles la edad o condición. En realidad, no
eran más que un grupo heterogéneo de tigres, lobos, leopardos, caballos, ciervos y
cabras montesas. Valiéndose de la magia, el Gran Sabio recogió cuanto de valor había
en la cueva y lo amontonó fuera, junto con las pieles de los diablillos muertos, los
cerdos y las ovejas. El Bonzo Sha, mientras tanto, había logrado reunir una gran
cantidad de madera seca, que esparció oportunamente por la antigua morada de la bestia
y a la que en seguida prendió fuego. Ba-Chie utilizó entonces sus enormes orejas para
avivar las llamas, que, en un abrir y cerrar de ojos, adquirieron unas proporciones
realmente gigantescas. Al poco tiempo, de la caverna no quedaba más que un triste
montón de cenizas. Los monjes tomaron lo que había quedado y se dirigieron a la
ciudad.
Sus habitantes no se habían retirado a descansar y las puertas permanecían abiertas de
par en par. El príncipe y sus hijos se encontraban charlando amigablemente con el
monje Tang en el Pabellón de Secado de la Seda, cuando, de pronto, empezó a caer en
el patio una auténtica lluvia de bestias muertas, cerdos y ovejas vivos y una gran
cantidad de joyas y vestimentas de la mejor calidad. Al mismo tiempo, oyeron una voz,
que decía:
- ¡Ya estamos de vuelta! ¡La suerte nos ha favorecido con una gran victoria!
El monje Tang no cabía en sí de contento. El príncipe se puso inmediatamente de pie,
mientras los tres jóvenes se postraban de hinojos en señal de agradecimiento.
- Aún no es tiempo para eso - dijo el Bonzo Sha, levantándolos del suelo -. Vamos a
ver primero qué es todo esto que traemos.
- ¿De dónde lo habéis sacado? - preguntó el príncipe, sorprendido.
- Todos esos tigres, lobos, leopardos, caballos, ciervos y cabras montesas - explicó el
Peregrino, sonriendo - eran los espíritus que habitaban en la caverna. Tras recobrar
nuestras armas y medirnos con el señor que los mandaba, descubrimos que él mismo no
era más que un león con la melena dorada. A pesar de todo, blandía magistralmente una
especie de pala luminosa, con la que nos hizo frente hasta poco antes de la caída del sol,
cuando huyó, derrotado, hacia el sureste. En vez de perseguirle, optamos por destruir su
inmundo habitáculo, acabando con toda su corte de bestias y trayendo como botín
cuanto contenía de valor.
El príncipe se mostró encantado con la victoria conseguida, pero, al mismo tiempo,
manifestó sus temores por las posibles represalias que podía tomar contra la ciudad que
con tanta dedicación regía.
- No os preocupéis por eso - trató de tranquilizarle el Peregrino -. Tomaremos las
medidas oportunas, para que sus esfuerzos se vean condenados al fracaso. De una cosa
podéis estar seguro: no nos marcharemos hasta no haber quedado zanjado todo este
asunto, ya que, como muy bien habéis previsto, es probable que recurra a la venganza.
De hecho, esta mañana nos topamos con un diablillo con la cara azulada y el pelo rojizo,
que iba a entregar una invitación que decía textualmente: "He hecho preparar un opíparo
banquete, para que disfrutéis con nosotros de la espléndida Fiesta del Rapto. Es nuestro
deseo que la honréis con vuestra presencia y la de todos vuestros sirvientes. Nos
sentiremos sumamente agradecidos, si no rehusáis a presentaros en nuestros dominios
con vuestra carroza. Invitación dirigida al Gran Maestro Sabio de los Nueve Númenes
Originarios. Vuestro indigno discípulo, el León Amarillo, golpea humildemente el suelo
ante vos con la frente". Estoy seguro de que, al huir, ha ido en busca de ese maestro, al
que tanto parece respetar. Mañana mismo se presentará aquí exigiendo venganza, pero
no temáis, porque en ese momento os libraremos para siempre de ellos.
El príncipe le dio anticipadamente las gracias y ordenó servir la cena. En cuanto el
maestro y sus discípulos hubieron dado buena cuenta de ella, se retiraron a descansar,
por lo que, de momento, no hablaremos más de ellos. Sí lo haremos, sin embargo, del
monstruo, que se dirigió, en efecto, hacia la Montaña del Nudo de Bambú, donde se
abría una caverna que respondía al nombre de las Nueve Curvas. Allí habitaba el Sabio
de los Nueve Númenes Originarios, que era, en realidad, el abuelo del monstruo al que
los peregrinos acaban de derrotar. Con las piernas entumecidas de tanto cabalgar a
lomos del viento, consiguió, por fin, llamar a la puerta de la cueva a eso de la quinta
vigilia.
- Anoche llegó Cara Azulada con vuestra invitación - dijo el diablillo que le abrió - y
nuestro soberano le pidió que se quedara hasta mañana, para regresar juntos a vuestra
morada a celebrar la Fiesta del Rapto. ¿Cómo se os ha ocurrido venir a estas horas con
otra invitación?
- No sé cómo explicarlo - contestó el monstruo, muy cansado -. Lo único cierto es que
no va a haber ninguna fiesta.
No había acabado de decirlo, cuando apareció Cara Azulada, que le preguntó,
sorprendido:
- ¿Cuándo habéis venido? El soberano anciano y yo pensábamos volver a la fiesta, tan
pronto como se hubiera despertado.
El monstruo estaba tan abatido, que sólo podía agitar nerviosamente la mano. Al poco
rato se levantó del lecho el demonio anciano y ordenó que fuera conducido a su
presencia el recién llegado. Al verle, el monstruo se dejó caer al suelo y empezó a llorar
desconsoladamente.
- Vamos, vamos - dijo el anciano, sorprendido -. ¿A qué vienen esas lágrimas? Ayer me
hiciste llegar una invitación y ahora, que me disponía a ir a tu mansión, te presentas tú
de improviso. ¿Quieres explicarme qué es lo que ha ocurrido?
- Ayer por la noche - contestó el monstruo, golpeando repetidamente el suelo con la
frente - salí a dar un paseo a la luz de la luna y vi un extraño resplandor que se elevaba
hacia lo alto desde la Prefectura de la Flor de Jade. Al acercarme, vi que se trataba de
tres espléndidas armas que descansaban en el interior de una tienda que se levantaba en
el patio del palacio del príncipe. Una era un rastrillo de nueve puntas, otra, una barra
con los extremos de oro, y la tercera, un báculo magnífico. Valiéndome de la magia, las
trasladé hasta mi mansión y me dispuse en seguida a celebrar una Fiesta del Rapto.
Mientras unos se ocupaban de adquirir ovejas y cerdos, otros partían en busca de frutas
y Cara Azulada venía a entregaros la invitación, pues no quería que vos os quedarais sin
disfrutar de nuestra común alegría. Extraño-y-Rápido no tardó en regresar con un
pequeño rebaño de ovejas y cerdos. Venía con él un tratante, al que, decía, le debíamos
cierta cantidad de dinero y que insistía en ver las armas objeto de nuestra fiesta. Al
principio me negué en redondo a sus deseos, pero después empezó a decir que tenía
mucha hambre y le permití entrar. Rápido-y-Extraño iba también con nosotros. Al pasar
por el lugar en el que estaban colocadas las armas, se abalanzaron sobre ellas y
recobraron la forma que les era habitual. Se trataba de tres monjes a cual más feo. Uno
tenía la cara totalmente cubierta de pelo y parecía la imagen viva de un dios del trueno,
el segundo poseía un morro muy largo y unas orejas grandísimas y el tercero presentaba
un aspecto tan sombrío que hasta yo mismo me asusté. Sin reparar en daños, se pusieron
a gritar y a exigir que me batiera con ellos. No me quedó más remedio que coger mi
pala luminosa y enfrentarme con los tres a la vez, al tiempo que trataba de averiguar
quiénes eran y por qué se habían atrevido a turbar la paz de mi morada. Afirmaron ser
los discípulos de un tal monje Tang, que había sido enviado al Paraíso Occidental por el
emperador de las Tierras del Este. Al pasar por la Prefectura de la Flor de Jade, habían
acudido al príncipe, para que les sellara el documento de viaje, pero sus jóvenes hijos
habían insistido en que les enseñaran las artes marciales y no les quedó más remedio
que prestarles sus armas, para que hicieran unas réplicas exactas de las mismas. Eso
explicaba que estuvieran en la tienda de donde yo las tomé. Desconozco los nombres de
esos tres monjes. Lo que sí puedo afirmar es que se trata de luchadores sumamente
experimentados, a los que no he podido mantener a raya. Me he visto obligado, de
hecho, a acudir a vos, con la esperanza de que me ayudéis a vengar la derrota que acabo
de sufrir de sus manos. No necesito deciros que ésa sería para mí una inconfundible
muestra del cariño que decís profesarme.
- ¡Así que son ellos! - exclamó el anciano después de un largo momento de reflexión -.
Creo que has cometido una grave equivocación enfrentándote a ellos.
- ¿Queréis decir que los conocéis? - preguntó el monstruo, sorprendido.
- El del morro largo y las orejas grandes - respondió el anciano - es Chu Ba-Chie y el
del aspecto siniestro responde al nombre de Bonzo Sha. Son individuos a los que
podríamos derrotar con cierta facilidad, pero no así al de la cara cubierta de vello y la
figura de un dios del trueno. Su poderío mágico es, francamente, inigualable. No te digo
más que hace aproximadamente quinientos años sumió el Palacio Celeste en una
confusión total y hasta los cien mil soldados que lo defienden se mostraron incapaces de
capturarle. Es más, le encanta sembrar la destrucción por donde pasa. No existe
montaña que no haya allanado, ni océano que no haya secado, ni caverna o ciudad que
no haya arrasado. ¿Cómo quieres que me enfrente a él? En fin - añadió con cierta
pesadumbre -, puesto que me lo pides, haré cuanto esté de mi mano para capturarle,
junto con los príncipes de esa malhadada ciudad.
El monstruo intensificó sus golpes contra el suelo en señal de agradecimiento. Sin
pérdida de tiempo el anciano llamó a todos sus nietos y al instante se presentaron ante él
el León con Aspecto Humano 3, el León de las Nieves, el León Poderoso 4, el León
Blanquecino 5, el León de las Montañas y el León Devorador de Elefantes. Guiados por
el León Amarillo, cogieron sus armas y se dirigieron hacia la Montaña de la Cabeza del
Leopardo a lomos de un viento huracanado. Pronto sintieron un fuerte olor a quemado y
oyeron los lamentos desesperados de alguien entregado al duelo. No tardaron en
descubrir que se trataba de Extraño-y-Rápido y de Rápido-y-Extraño, que estaban
llorando la muerte de su señor.
- ¿Sois realmente vosotros? - preguntó el monstruo, acercándose a ellos.
Los dos diablillos se echaron rostro en tierra y empezaron a golpear el suelo con la
frente, al tiempo que decían, llorosos:
- ¿Quiénes otros podíamos ser? Ayer, cuando nos dirigíamos al mercado a comprar los
cerdos y las ovejas, nos encontramos en la ladera occidental de la montaña con un
monje que tenía la cara cubierta de pelo y el aspecto inconfundible de un dios del
trueno. Sin darnos tiempo a reaccionar, nos escupió y al punto nos quedamos totalmente
inmóviles. De esa forma, consiguió quitarnos el dinero y las placas con nuestros
nombres. Hasta hace un rato no hemos podido librarnos de la fuerza de su embrujo. Al
regresar a vuestra mansión, nos encontramos con que todo había desaparecido, víctima
de las llamas, y que lo que antes había sido esplendor ahora había quedado reducido a
un montón de cenizas y a una densa columna de humo. Al no veros por ninguna parte,
pensamos que habíais perecido, junto con todos vuestros capitanes y sirvientes. ¿Qué es,
en definitiva, lo que ha ocurrido aquí?
El monstruo no pudo evitar que las lágrimas corrieran, copiosas, por sus mejillas.
Desesperado, empezó a golpear el suelo con los dos pies, al tiempo que gritaba:
- ¡Malditas bestias! ¿Cómo habéis podido hacer semejante cosa? ¿Por qué habéis tenido
que arrasar mi caverna, quemar viva a mi esposa y arrebatarme todo lo que me
pertenecía? ¿Para qué seguir viviendo? ¡Me habéis metido la muerte en el cuerpo con
vuestra crueldad!
- Cuando las cosas han llegado a este extremo, la locura no conduce a nada - dijo el
León con Aspecto Humano, tratando de mantenerle en pie -. Es preciso que guardemos
todas las energías que podamos para atrapar a esos monjes y arrasar la ciudad que los ha
acogido.
- ¿De qué me sirve la venganza? - gritó el monstruo, negándose a dejar de lamentarse -.
Me llevó muchísimo tiempo levantar esta caverna y ahora está totalmente destruida.
¿Para qué quiero seguir viviendo? - y empezó a dar golpes con la cabeza contra una
roca.
Si no llega a ser por el León de las Nieves y el León con Aspecto Humano, hubiera
logrado su loco propósito. Al poco rato abandonaron la montaña y se dirigieron hacia la
ciudad. Al ver el tremendo huracán que se les venía encima, las gentes de la capital de
la prefectura, tanto los hombres como las mujeres, corrieron a esconderse, sin
preocuparse para nada de sus posesiones. Las puertas se cerraron a cal y canto, mientras
alguien corrió al palacio a informar al príncipe, diciendo:
- ¡Qué desgracia, señor! ¡Qué gran desastre!
El príncipe y sus hijos se encontraban tomando el desayuno en el Pabellón de Secado
de la Seda con el monje Tang, cuando oyeron los gritos y las voces.
- ¡Se está acercando a la ciudad un ejército de monstruos! - dijeron los informadores,
cada vez más alarmados -. Es tal su furia, que vienen arrancando rocas y arrasándolo
todo con el viento que despiden por la boca.
- ¿Qué podemos hacer? - preguntó el príncipe, aterrado.
- Tranquilizaos - respondió el Peregrino, sonriendo -. Por fuerza tiene que tratarse del
monstruo de la Caverna de las Fauces del Tigre, al que derrotamos ayer y huyó hacia el
sudeste. Seguro que ha unido sus fuerzas con las del Sabio de los Nueve Númenes
Originarios y viene en busca de venganza. Lo que podemos hacer es salir a su
encuentro. Ordenad que cierren las cuatro puertas de la ciudad y que todos sus
habitantes se apresten para la lucha.
El príncipe siguió sus consejos y apostó a sus hombres más valientes en lo alto de la
muralla. Él mismo subió al bastión más elevado para dirigir las operaciones en
compañía de sus tres hijos y del monje Tang. Entre el ondear de los estandartes, tantos
que casi llegaban a oscurecer el sol, y el fuego de los cañones, que iluminaban de
continuo los cielos, el Peregrino y sus dos hermanos abandonaron la ciudad, dispuestos
a hacer frente a sus enemigos. El robo de las armas condujo, de esta forma, al desastre
del culpable y al odio de los demonios con los que estaba emparentado.
No sabemos, de momento, cómo se desarrolló la terrible batalla que se avecinaba. El
que quiera averiguarlo tendrá que escuchar con atención las explicaciones que se
ofrecen en el capítulo siguiente.
CAPÍTULO XC
Los tres maestros sólo podían traer buena suerte, aunque sus enseñanzas atrajeron primero a un
monstruo león. Sólo cuando los malvados hubieron sido derrotados, el reino se encontró a salvo
de todos los bárbaros que lo rodeaban. Nueve Númenes había sido un fiel servidor del Tao y por
eso estaba dominado por el yang original. Una mente imbuida de tales principios siempre se
encuentra a salvo de las zozobras y las dudas. ¿Qué hay de extraño en que Flor de Jade gozara
para siempre de paz y prosperidad?
Agradecidos por tan valiosísimas enseñanzas, los tres jóvenes ofrecieron a sus maestros
un espléndido banquete vegetariano. No contentos con eso, les regalaron una magnífica
fuente de oro y plata, que el Peregrino rechazó, diciendo:
- ¿Para qué queremos semejante cosa los que hemos renunciado a la familia? Guardad
esa joya para vosotros. Nosotros no la necesitamos para nada.
- No estamos autorizados a tomar plata u oro - se apresuró a afirmar Ba-Chie -, pero sí
aceptaríamos con muchísimo gusto una túnica nueva, como prueba de vuestra cariñosa
consideración. A mí, por lo menos, me la han destrozado totalmente esos leones.
Sin pérdida de tiempo, los jóvenes hicieron venir a los sastres más renombrados del
reino y les ordenaron confeccionar tres túnicas de seda azul, roja y marrón, los colores
que mejor sentaban a los peregrinos. Se las pusieron, como prueba de reconocimiento,
en el momento mismo de abandonar la ciudad. Para entonces todos sus habitantes los
consideraban arhats y budas vivientes y se lanzaron a las calles con tambores,
instrumentos musicales y estandartes de muchos colores. Delante de cada puerta ardía
un pebetero de incienso, cuyas volutas se enroscaban en las lámparas que adornaban
todos los hogares. Sólo cuando la distancia que le separaba de la ciudad era ya
considerable, decidió tan tumultuoso cortejo regresar a la seguridad de sus casas,
mirando con pena cómo los peregrinos se alejaban cada vez más en dirección oeste.
Habían conseguido un triunfo resonante sobre los leones y habían acumulado, así,
nuevos méritos. No cabía ninguna duda de que, sin preocupaciones que alteraran la paz
de su espíritu, conseguirían, finalmente, llegar al reino de Buda y subir, con el corazón
purificado, al Templo del Trueno.
Desconocemos, de momento, a qué distancia se encontraba todavía la Montaña del
Espíritu. El que desee averiguarlo tendrá que escuchar con atención las explicaciones
que se ofrecen en el capítulo siguiente.
CAPITULO XCI
¿Qué debe hacerse para perseverar en la práctica del Zen? Dominar con firmeza al mono de la
mente y al corcel de la voluntad. Quien sea capaz de lograrlo se verá envuelto en una nube
multicolor de buenos augurios. Un momento de descuido es suficiente para hacer caer por los
suelos al magnífico edificio de los tres caminos. Cuando el elixir se desparrama, el jade se
marchita y las pasiones se apoderan de todo. Quien desee alcanzar la perfección debe renunciar a
todo pensamiento, preocupación, ira o alegría. Sólo la nada es capaz de abrir las puertas del
misterio.
Canciones de loto brotan sin cesar de campos que hacen pensar en brocados. Un río de gente se
ha desbordado sobre esa comarca sellada por el don inapreciable de la paz. En la noche del día
decimoquinto del año se funden los fulgores de las linternas y la luna, propiciando la lluvia y el
soplo de los vientos en el momento oportuno.
Los grupos de curiosos llenaban las calles a rebosar, conscientes de que aquella noche
las patrullas no detenían a los viandantes. Mientras unos bailaban alegremente, otros
caminaban apoyados en bastones. Había algunos tan distinguidos como espíritus y
quienes, incluso, se paseaban montados en elefantes. Resultaba prácticamente imposible
enumerar a todos los personajes extraños que abarrotaban en aquellos momentos las
calles.
Cuando el monje Tang y sus acompañantes decidieron, finalmente, regresar al Puente
de la Linterna Dorada, se toparon con tres espléndidas lámparas, que tenían como base
unos recipientes de aceite tan grandes como depósitos. Representaban dos
construcciones muy altas, de una delicadeza y una elegancia singulares, hechas con
hilos de oro. En su interior podían verse pequeños trocitos de cristal, cuyo resplandor
rivalizaba con el de la luna llena. Por otra parte, al quemarse el aceite, emitía una
fragancia realmente embriagadora. Sorprendido, el monje Tang se volvió hacia sus
acompañantes y les preguntó:
- ¿Qué clase de aceite usan esas lámparas? ¿Cómo es posible que emitan un aroma tan
penetrante?
- Para poder contestar esas preguntas - explicó uno de los monjes -, es preciso que
conozcáis algo más sobre esta prefectura. A ella pertenece un territorio, conocido por el
nombre de Cielo Misericordioso, que tiene una extensión aproximada de quinientos
kilómetros cuadrados. En ellos viven otras tantas familias, a las que se aplica el nombre
"del aceite" y que tienen que pagar unos impuestos realmente onerosísimos, siendo así
que los de otras comarcas son llevaderos en extremo. Cada familia se ve obligada,
consiguientemente, a gastar doscientas libras de plata en este aceite, que, como veis, no
se parece en nada al que se suele usar normalmente. Cada litro cuesta aproximadamente
dos libras de plata, lo cual, teniendo en cuenta la capacidad de estos depósitos, arroja un
total de cuarenta y ocho mil libras, que se convierte en cincuenta mil a nada que surja el
menor imprevisto. Lo más desconcertante, de todas formas, es que estas lámparas sólo
lucen durante tres noches del año.
- ¿Cómo puede consumirse semejante cantidad de aceite en un período tan corto de
tiempo? - objetó el Peregrino.
- Dentro de cada depósito hay alrededor de cuarenta y nueve mechas, hechas con
diferentes tipos de hierbas reforzadas con algodón. Aunque cada una tiene el grosor de
un huevo de gallina, no duran más que una sola noche. Además, después de aparecerse
Buda, el aceite se evapora y las lámparas se terminan apagando por sí mismas.
- ¡No me digáis que Buda se lleva el aceite! - exclamó Ba-Chie, soltando la carcajada.
- Eso es exactamente lo que sucede - confirmó el monje -. Se trata, de hecho, de una
creencia que se ha venido transmitiendo durante siglos de padres a hijos. Puesto que el
Patriarca Budista se lleva todo el aceite de las lámparas, las cosechas serán abundantes
al año siguiente. De lo contrario, se producen terribles sequías, la lluvia cae a destiempo
y el viento termina agostando los pocos granos que llega a producir la tierra. Eso explica
que la gente esté dispuesta a hacer los sacrificios que acabamos de referiros.
No había terminado de hablar, cuando se levantó, de repente, un viento huracanado,
que terminó dispersando a todos cuantos habían salido a gozar de la belleza de las
linternas. Era tan fuerte, que hasta los mismos monjes encontraban serias dificultades en
mantenerse de pie.
- Es mejor que nos refugiemos cuanto antes en el monasterio - dijeron, asustados, al
sorprendido Tripitaka -. Cuando se levanta ese vendaval, quiere decir que Buda se
acerca a contemplar las linternas.
- ¿Cómo podéis estar tan seguros? - inquirió el monje Tang.
- Todos los años pasa lo mismo - respondió uno de los monjes -. Una hora después de
la tercera vigilia se levanta el viento y la gente se refugia en sus casas, porque sabe que
viene Buda.
- Yo - contestó entonces el monje Tang, emocionado - soy una persona que no para de
pensar en Buda, que constantemente recita su nombre y que no deja de rendirle su más
respetuosa consideración. Si es verdad eso que decís de que baja a visitaros todos los
años, no me moveré de aquí hasta que no le haya visto con mis propios ojos.
Simplemente me conformo con eso.
Los monjes le rogaron encarecidamente que se marchara, pero él no les hizo caso. Al
poco rato aparecieron tres figuras de Buda. Venían a lomos del viento y se dirigieron
directamente hacia las lámparas. El monje Tang se quedó tan asombrado, que corrió
hacia el centro del puente y se postró de hinojos. El Peregrino le siguió y trató de
levantarle del suelo, diciendo:
- ¡Esos tipos no se merecen vuestro respeto! ¿No os dais cuenta de que no son más que
unos monstruos?
No había acabado de decirlo, cuando las lámparas se apagaron de repente y el monje
Tang fue arrebatado hacia lo alto, produciendo un desazonante silbido. De momento no
sabemos a qué caverna pertenecían esos monstruos, que habían bajado durante años a la
ciudad a contemplar las lámparas, disfrazados de Buda. Lo único cierto es que Ba-Chie
y el Bonzo Sha buscaron a su maestro por todas partes, pero no consiguieron dar con él.
- No sigáis perdiendo el tiempo - les aconsejó el Peregrino -. Esos monstruos acaban de
secuestrar al maestro, convirtiendo su gozo en una desesperante intranquilidad.
- ¿Cómo podéis afirmar con tanta seguridad que se trataba de unos monstruos vulgares
y que se han llevado tranquilamente a vuestro maestro? - inquirieron algunos de los
monjes.
- Vosotros no sois más que simples mortales, a los que esas bestias han conseguido
mantener engañados durante todos esos años - explicó el Peregrino -. Pensabais que
eran Budas auténticos que gozaban con la luz de vuestras lámparas y linternas. Pero yo
os aseguro que tras esa apariencia beatífica se escondían realmente tres bestias, que no
sólo han secuestrado a mi maestro, el más crédulo de todos los hombres, sino que han
apagado las lámparas y se han llevado el aceite. En parte ha sido culpa mía, porque,
cuando el maestro se lanzó hacia el centro del puente, perdí un tiempo precioso y no
pude impedir que escaparan a toda prisa a lomos del viento.
- ¿Qué podemos hacer ahora? - preguntó el Bonzo Sha, angustiado.
- Vosotros regresad al monasterio con los demás monjes y cuidad del equipaje y del
caballo - respondió el Peregrino -. Mientras tanto, trataré de darles alcance como sea.
En seguida se elevó por los aires y pudo husmear un rastro fétido que se dirigía hacia el
noreste. Con la efectividad que le caracterizaba lo siguió hasta poco antes del amanecer,
cuando el olor se disolvió por completo encima justamente de una montaña enorme, que
presentaba un aspecto realmente siniestro. Sus precipicios eran incontables y por cada
uno de ellos corría un torrente de turbulentas y peligrosísimas aguas. Sus barrancos se
hallaban totalmente cubiertos de lianas y enredaderas, que parecían emular la prestancia
de los cipreses y pinos que coronaban las cumbres. Al amanecer, las garzas crotoraban
al amparo de las neblinas matutinas, mientras que, al atardecer, los gansos llenaban con
sus chillidos el aire de la tarde que reposaba sobre aquellas cumbres con forma de
alabardas. Sus rocas poseían una rugosidad extrema, haciendo que los diez mil metros
de su altura parecieran multiplicarse por lo menos por diez. Los árboles y los zarzales,
sabedores de la llegada de la primavera, aparecían cubiertos de capullos, poniendo un
contrapunto de color a los delicados cantos de los ruiseñores y las oropéndolas. Era tal
su belleza, que por un momento hacían olvidar que aquél era un paraje sumamente
traicionero, plagado de precipicios y alimañas. Quizás por eso no se veía por parte
alguna a ningún hombre. Solamente se oían los estremecedores rugidos de los tigres y
los leopardos, siempre al acecho de los antílopes y los ciervos blancos que vagaban de
un lado para otro, lo mismo que las liebres y los lobos de piel grisácea. A juzgar por el
rumor de las aguas, que golpeaban, una tras otra, las rocas, los torrentes que nacían en
aquella montaña estaban destinados a recorrer más de diez mil kilómetros. El Gran
Sabio estaba absorto en la contemplación de aquella belleza, cuando vio a cuatro
personas con tres cabras bajando por la ladera occidental y comentando, alborozados,
entre sí:
- ¡Se acercan las épocas de bonanza!
El Gran Sabio volvió hacia ellos sus escrutadores pupilas diamantinas y descubrió que
se trataba de los Centinelas del Año, del Mes, del Día y de la Hora disfrazados de
pastores de las montañas. Sin pérdida de tiempo sacó la barra de los extremos de oro,
que, en un abrir y cerrar de ojos, adquirió una longitud de cerca de cinco metros y un
grosor mayor que el de un cuenco de arroz, y se lanzó contra ellos, gritando:
- ¿Adonde creéis que vais, viejos gandules?
Comprendiendo que los disfraces no les habían servido de nada, los Cuatro Centinelas
dejaron escapar las cabras y recobraron inmediatamente las formas que les eran
habituales.
- Perdonadnos, por favor, Gran Sabio - suplicaron en tono respetuoso.
- No penséis que, porque llevo mucho tiempo sin solicitar vuestros servicios, he
renunciado a alguna de las cualidades que me han hecho famoso - replicó el Peregrino,
malhumorado -. Ni una sola vez os habéis presentado ante mí, aunque sabíais que
estabais a mi servicio. ¿Qué tenéis que decir en vuestra defensa? ¿Por qué habéis
abandonado la protección que debíais a mi maestro?
- Parecéis olvidar - respondió uno de los centinelas - que vuestro maestro se ha
apartado un poco de la senda de privaciones que seguía, para abandonarse
despreocupadamente a los placeres en el Templo de la Nube Misericordiosa, que se
halla enclavado en la Prefectura del Oro. De esta forma, ha conseguido desviar su buena
estrella, haciendo que su felicidad se transformara en tristeza. Por eso precisamente ha
caído en poder de esos monstruos. Pero no os preocupéis, porque se encuentran con él
los Protectores del Monasterio. Estábamos enterados, por otra parte, de que habíais
seguido su rastro durante toda la noche y, temiendo que fuerais a perderos en los
impenetrables bosques de esta montaña, decidimos presentarnos ante vos para mostraros
el camino.
- Si es verdad eso - replicó el Peregrino -, ¿para qué os disfrazasteis de pastores y
sacasteis a pasear a esas pobres cabras?
- Para simbolizar lo que afirma el dicho popular: "La prosperidad viene de la mano del
año nuevo" 3 - contestó uno de los Centinelas -. Con ello deseábamos contrarrestar los
influjos de la mala suerte que ahora sufre vuestro maestro.
El Peregrino estaba dispuesto a apalearlos, pero, al enterarse de sus buenas intenciones,
se aplacó y decidió tratarlos con mayor cortesía.
- ¿Cuántos espíritus habitan en esta montaña? - preguntó, poniendo a un lado la barra.
- Ésta - explicó otro de los Centinelas - es la Montaña del Dragón Verde, donde se halla
enclavada la Caverna de la Flor Misteriosa. En ella viven tres monstruos, que responden
a los nombres de Disuasor del Frío, Disuasor del Calor y Disuasor del Polvo. Son ya
más de mil los años que llevan habitando en esta comarca. Siempre les ha encantado
tomar aceite aromático, lo cual explica que, cuando se transformaron en espíritus, se
hicieran pasar por Budas con el fin de obligar a los habitantes de la Prefectura del Oro a
preparar esas espléndidas linternas que vos mismo habéis visto esta noche. Todos los
años se llegan hasta la capital y se aprovisionan del aceite que necesitan. Al ver a
vuestro maestro, supieron en seguida que se trataba de un sabio muy especial y
decidieron traerle a su caverna. Tienen pensado cortarle en pedacitos y comérselo poco
a poco con el aceite, así que, si deseáis salvarle, tenéis que obrar con toda la rapidez
posible.
El Peregrino despidió a toda prisa a los Cuatro Centinelas y empezó a buscar la entrada
de la caverna. Apenas había recorrido unos cuantos kilómetros más, cuando se topó con
una roca enorme, en cuya base se levantaba una casa de piedra con las puertas
entreabiertas. Junto a ellas había una placa en la que podía leerse: "Montaña del Dragón
Verde. Caverna de la Flor Misteriosa". El Peregrino renunció a entrar y, levantando la
voz, dijo:
- ¡Eh, los de ahí dentro! ¡Dejad inmediatamente en libertad a mi maestro!
Las puertas emitieron un lastimoso gemido al abrirse y aparecieron varios espíritus con
cabeza de toro, que preguntaron con una ingenuidad propia de seres con no demasiadas
luces:
- ¿Quién eres tú para atreverte a turbar la paz de esta montaña?
- El mayor de los discípulos del monje Tripitaka, que ha sido enviado por el Gran
Emperador de los Tang en busca de escrituras sagradas - contestó el Peregrino -. Dicha
misión le ha traído directamente hasta la Prefectura del Oro, donde vuestros malditos
señores han tenido la desgraciada ocurrencia de raptarle, mientras contemplaba las
linternas. Si no le ponéis inmediatamente en libertad, arrasaré vuestra guarida y os
reduciré a todos a una masa informe de sangre y pus.
Los monstruos corrieron a informar a sus señores de lo ocurrido, diciendo:
- ¡La desgracia se ha abatido sobre nosotros!
Los tres monstruos habían conducido al monje Tang a la parte posterior de la caverna y
habían ordenado a sus criados que le limpiaran bien con agua del pozo. Tenían la
intención de cortarle en trocitos y tomar su carne con un poco de aceite oloroso. Estaban
relamiéndose de gusto, cuando oyeron los alarmistas informes de los diablillos y
exclamaron, sorprendidos:
- ¡¿A qué viene tanto alboroto?!
- A que acaba de llegar un monje con el cuerpo cubierto de pelos y la cara de un dios
del trueno, que exige la inmediata liberación de su maestro - contestó uno de los
diablillos -. Según dice, le han secuestrado vuestras altezas y está dispuesto a arrasar
nuestra guarida y acabar con todos nosotros.
- ¡Qué tontos hemos sido! - volvieron a exclamar los monstruos, preocupados -. Hemos
atrapado a ese tipo y ni siquiera nos hemos molestado en preguntarle cómo se llama o
de dónde viene. Lo mejor será que le interroguemos antes de que la cosa vaya a
mayores. Id a ponerle las ropas - ordenaron a sus subordinados - y traedle aquí
inmediatamente.
Los diablillos corrieron a desatar al monje Tang y, después de vestirle, le condujeron de
mala manera ante los tronos de las bestias. Al verlas, el maestro se echó rostro en tierra
y, temblando de pies a cabeza, les suplicó en tono lloroso:
- ¡Perdonadme la vida, por favor!
- ¿De dónde eres y por qué no te escondiste, al ver aparecer entre el huracán las
imágenes de Buda? - preguntaron los tres monstruos a la vez -. Es preciso que nos
expliques qué te movió a no apartarte de nuestro camino.
- Este humilde monje - contestó Tripitaka, golpeando repetidamente el suelo con la
frente - es un enviado de la corte de los Tang, en las Tierras del Este, al Monasterio del
Trueno, en el Reino de la India, en busca de escrituras sagradas. Al llegar a la Prefectura
del Oro, entramos en el Templo de la Nube Misericordiosa a pedir algo de comida, pero
los monjes que allí moran insistieron en que nos quedáramos con ellos a celebrar la
Fiesta de las Linternas. Al veros aparecer disfrazados de Buda en el Puente de la
Linterna Dorada, pensé que se trataba de una auténtica epifanía y me eché rostro en
tierra, pues he prometido presentar mis respetos a todas las imágenes budistas con las
que me tope. Por eso, precisamente, me arrojé a vuestros pies.
- Son muchos los kilómetros que separan este lugar de las Tierras del Este - objetaron
los monstruos -. ¿Con cuántos acompañantes cuentas? ¡Dínoslo inmediatamente, si no
quieres perder la vida!
- Mi auténtico nombre es Chen Hsüan-Tsang - confesó el monje Tang - y he morado
desde mi juventud en el Monasterio de la Montaña de Oro. El Emperador Tang me
nombró funcionario del Templo de la Gran Bendición, a consecuencia de una larga
historia, que tuvo su origen en la ejecución del dragón del Río Ching a manos del
primer ministro Wei-Cheng. Eso le costó al emperador una visita a las Regiones
Inferiores, de donde tuvo la suerte de escapar con vida. Impresionado, de todas formas,
por lo que allí vio, determinó celebrar una gran ceremonia por los espíritus de los
muertos, correspondiéndome el honor de presidirla y de exponer el sentido de las
escrituras sagradas. Fue por entonces cuando la Bodhisattva Kwang Shr-Ing tuvo la
delicadeza de revelarme que en el Templo del Trueno del Paraíso Occidental existían
tres cánones distintos de escritos, capaces de obtener la liberación de los difuntos y su
consiguiente ascensión a los cielos. Sin pérdida de tiempo el Emperador Tang decidió
enviarme en busca de tan salutíferas escrituras, cambiándome el nombre y otorgándome
su propio apellido. Eso ha hecho que, a partir de entonces, todo el mundo me conozca
como el monje Tripitaka Tang. Conmigo viajan tres discípulos, el mayor de los cuales
se llama Sun Wu-Kung, el Peregrino, que es, en realidad, el Gran Sabio, Sosia del
Cielo.
- ¿Es el mismo que sumió el Palacio Celeste en un desorden total hace
aproximadamente quinientos años? - preguntaron los monstruos, aterrados.
- Así es - confirmó el monje Tang -. Mi segundo discípulo se apellida Chu y tiene dos
nombres conocidos, Wu-Neng y Ba-Chie, aunque, en realidad, sea la reencarnación del
Mariscal de los Juncales Celestes. Por lo que respecta al tercero, pertenece a la familia
de los Sha y sus nombres son Wu-Ching y Bonzo. Antes de bajar a la tierra, ostentaba el
título de General-encargado-de-levantar-la-cortina.
- Menos mal que aún no nos lo hemos comido - comentaron entre sí los monstruos,
asustados -. Si queremos devorarle, lo primero que tenemos que hacer es capturar a esos
tres discípulos tan peligrosos - y ordenaron devolver al monje Tang a la parte posterior
de la caverna.
Llamaron a continuación a todos sus súbditos, búfalos y carabaos en su gran mayoría, y
ordenándoles que tomaran las armas, salieron a la entrada de la caverna entre el ondear
de banderas y estandartes, el rolar de tambores y el resonar de clarines. Acto seguido,
aparecieron ellos, dispuestos para la batalla y gritando, arrogantes:
- ¿Quién es el osado que se atreve a venir a turbar la paz de nuestra morada?
El Peregrino los estudió con cuidado, escondido detrás de una roca y vio que tenían un
rostro congestionado, unos ojos llamativamente redondos, unos cuernos muy rugosos,
cuatro orejas puntiagudas, una inteligencia por encima de lo común y un cuerpo
decorado con motivos que a veces parecían florales y otras, bordados de gran tamaño.
El primero llevaba cubierta la cabeza con un gorro de piel de zorro y poseía un rostro
velludo y perennemente cubierto de sudor. El segundo vestía una túnica de color rojo y
sus pezuñas daban la impresión de estar hechas de jade. El tercero hacía gala de un
rugido que superaba al bramido del trueno y sus dientes recordaban alfileres de plata. Su
aspecto no podía ser más fiero y valiente, impresión que acentuaba cada una de las
armas que blandían: un hacha de guerra, un chafarote enorme y una caña cubierta
totalmente de nudos. Junto a ellos había una gran multitud de diablillos de todos los
tamaños, edades y constituciones, armados con garrotes y porras. Lo único que los
identificaba eran sus gigantescas cabezas de toro. Sobre ellas ondeaban tres enormes
estandartes en los que podía leerse: Disuasor del Frío, Disuasor del Calor y Disuasor del
Polvo. Tras estudiarlos detenidamente durante un buen rato, el Peregrino dio un paso al
frente y gritó:
- ¿Es que sois incapaces de reconocerme, monstruos sin principios?
- ¿Así que tú eres Sun Wu-Kung, que sumió los Cielos en una total confusión? - replicó
uno de ellos -. Aunque tu fama te precede, cualquier dios se moriría de vergüenza por
poseer una cara como la tuya. ¡Mirándolo bien, no eres más que un vulgar mono!
- ¡Malditos ladrones de aceite con la boca llena de grasa! - exclamó el Peregrino,
furioso -. ¡Dejad de decir tonterías y devolvedme inmediatamente a mi maestro! - y se
lanzó, barra en ristre, contra ellos.
Los tres monstruos le recibieron con sus espléndidas armas, dando, así, comienzo a una
batalla realmente extraordinaria, en la que el hacha, el chafarote y la caña rugosa se
opusieron tenazmente a la barra de los extremos de oro. Ahora que conocían el nombre
del Gran Sabio Sosia del Cielo, Disuasor del Frío, Disuasor del Calor y Disuasor del
Polvo se sentían totalmente envalentonados. Afortunadamente, la barra poseía tal
fiereza que los dioses y los espíritus se echaban a temblar en su presencia. Para no ser
menos, el hacha, el chafarote y la caña rugosa descargaban sin cesar golpes terribles a
derecha e izquierda. Aquél era, en realidad, un enfrentamiento entre la viva imagen del
vacío total y la falsa representación de un Buda encarnado en tres monstruos. Las
bestias, atraídas por el olor del aceite, se habían apoderado del monje enviado por un
soberano lejano para hacerse con los textos sagrados. No le importó al mayor de sus
discípulos recorrer distancias inmensas, con tal de liberarle de aquellos ladrones de las
ofrendas de año nuevo. El ruido de las armas, al entrechocar, era realmente
ensordecedor. A veces atacaban los tres al mismo tiempo, para ser repelidos por el
monje, que con tanta maestría manejaba la barra. La contienda se prolongó de la
mañana a la noche, sin que ninguna de las partes adquiriera una ventaja decisiva.
Fueron, de hecho, más de cincuenta las veces que midieron sus armas, antes de que el
cielo comenzara a llenarse de sombras. Llegado ese momento, el Disuasor del Polvo
hizo una cinta con su caña nudosa y saltó por encima de las líneas, para hacerse cargo
del estandarte que llevaba su nombre. Los diablillos con cabeza de toro avanzaron
entonces sus posiciones y rodearon al Peregrino, tratando de acabar con él sin ningún
miramiento. Comprendiendo que la suerte se estaba poniendo en su contra, el Gran
Sabio se elevó por los aires y huyó, derrotado. En vez de perseguirle, los monstruos
reagruparon sus fuerzas y se retiraron a cenar al interior de la caverna. Uno de los
diablillos ofreció algo de comer al monje Tang, que no había de ser sacrificado hasta
que no fuera capturado el Peregrino. El maestro no probó bocado. Se lo impidió, por
una parte, la dieta vegetariana que siempre había seguido, y, por otra, la profunda pena
que embargaba su espíritu, por lo que, de momento, no hablaremos más de él.
Sí lo haremos, sin embargo, del Peregrino, que regresó a toda prisa al Templo de la
Nube Misericordiosa y gritó en un tono de voz totalmente abatido:
- ¿Dónde os habéis metido, hermanos?
Al oírlo, Ba-Chie y el Bonzo Sha corrieron a su encuentro y le preguntaron:
- ¿Por qué has estado fuera tanto tiempo? ¿Has logrado ver al maestro?
- Seguí su rastro durante toda la noche - contestó el Peregrino, sonriendo -. Lo perdí
totalmente al llegar a una montaña, pero afortunadamente los Cuatro Centinelas me
confiaron que aquel lugar era conocido como Montaña del Dragón Verde y albergaba
una caverna llamada de la Flor Misteriosa, en la que moraban tres monstruos. Sus
nombres no podían ser más extraños, pues se llamaban Disuasor del Frío, Disuasor del
Calor y Disuasor del Polvo. Durante siglos han estado robando el aceite a los habitantes
de esta ciudad, haciéndose pasar por Budas y engañando, así, a todos, desde el prefecto
al más ignorante de sus súbditos. Este año, sin embargo, al ver al maestro,
comprendieron que se trataba de una persona realmente excepcional y decidieron
llevárselo. Eso me bastó para comprender que me encontraba ante tres enemigos
realmente peligrosos. Ordené a los Centinelas que se encargaran de la protección del
maestro y me dirigí a la caverna. Los monstruos respondieron en seguida a mi reto y
aparecieron en la puerta con su inconfundible aspecto de toro. Uno blandía un hacha,
otro, un chafadero, y el tercero, una caña muy rugosa. Les acompañaba un fantástico
ejército de diablillos con cara bovina, que no dejaban de agitar los estandartes ni de
golpear los tambores. Todo el día he estado guerreando contra esas bestias, pero no he
conseguido derrotarlas. Una de ellas ha agitado, entonces, la enseña que llevaba su
nombre y se me han echado encima todos sus subordinados. Como estaba empezando a
oscurecer, he pensado que no iba a resultar nada fácil acabar con ellos y he venido a
toda prisa para acá.
- Debe de tratarse de demonios provenientes de la Ciudad de las Sombras - opinó Ba-
Chie.
- ¿Qué te hace pensar eso? - inquirió el Bonzo Sha.
- El hecho de que todos tengan cabeza de toro - explicó Ba-Chie, sonriendo.
- ¡No, no! - exclamó el Peregrino, sacudiendo las manos -. Son tres rinocerontes.
- En ese caso - concluyó Ba-Chie, muy animado -, lo que tenemos que hacer es
serrarles los cuernos. Según he oído decir, cada uno de ellos vale yo qué sé la de libras
de plata.
Cuando más animados estaban con esa conversación, se presentaron varios monjes del
templo a preguntar al Peregrino si quería comer algo.
- Si lo tenéis preparado - contestó éste -, lo tomaré con mucho gusto. De lo contrario,
puedo pasarme muy bien sin llevarme nada a la boca.
- ¿Cómo es posible que no tengáis hambre, habiéndoos pasado todo el día peleando? -
objetó uno de los monjes.
- Un día sin comer no es gran cosa - respondió el Peregrino -. ¿Qué opinaríais, si os
dijera que me he pasado quinientos años sin llevarme absolutamente nada a la boca?
Los monjes pensaron que estaba bromeando y le trajeron unas cuantas verduras. En
cuanto hubo dado buena cuenta de ellas, dijo a sus dos hermanos:
- Lo mejor que podemos hacer ahora es retirarnos a descansar. Es preciso que
reanudemos mañana la lucha, con el fin de liberar al maestro de las manos de esos
monstruos.
- ¿Cómo puedes decir semejante cosa? - objetó el Bonzo Sha -. ¿Acaso has olvidado
eso de que "un descanso da nuevas fuerzas al vencido", que afirma el proverbio? ¿Qué
podremos hacer, si los monstruos no pueden dormir y deciden divertirse a costa del
maestro? Opino que lo mejor será que vayamos a liberarle ahora mismo. Los pillaremos
desprevenidos y, cuando menos, evitaremos males mayores.
- Tienes razón - exclamó Ba-Chie, animado -. Deberíamos aprovecharnos de la luz de
la luna e ir a humillar cuanto antes a esos monstruos.
El Peregrino se mostró totalmente de acuerdo con ellos y ordenó a los monjes del
templo:
- Cuidad del equipaje y del caballo, hasta que regresemos con los monstruos. Es preciso
que el prefecto y todos sus funcionarios se convenzan, de una vez por todas, de que se
trata de Budas falsos; así se suprimirá el impuesto del aceite y la gente vivirá con más
desahogo que hasta ahora.
Los monjes acogieron, complacidos, sus sugerencias y los tres peregrinos abandonaron
la ciudad, montados en sus nubes. Se vio, de esta forma, con meridiana claridad que la
precipitación y el ofuscamiento conducen a un irremediable desvirtuamiento de la
naturaleza del Zen, y que la mente del Tao se cubre de sombras, cuando los peligros se
abaten sin remisión sobre ella.
No sabemos, de momento, si los tres hermanos salieron victoriosos o no de su
encuentro. El que desee averiguarlo tendrá que escuchar con atención las explicaciones
que se ofrecen en el capítulo siguiente.
CAPÍTULO XCII
Decíamos que el Gran Sabio se dirigió en una nube hacia el noreste, acompañado de
sus hermanos. No tardaron en llegar a la Caverna de la Flor Misteriosa, que, como
queda dicho, se halla enclavada en la Montaña del Dragón Verde. Tan pronto como
hubieron descendido de la nube, Ba-Chie quiso echar abajo las puertas con el rastrillo,
pero se lo impidió el Peregrino, diciendo:
- ¡Espera un momento! Lo mejor será que, antes de que empecemos a luchar, nos
cercioremos de que el maestro sigue vivo.
- ¿Cómo piensas entrar, estando las puertas tan firmemente cerradas? - preguntó el
Bonzo Sha.
- Valiéndome de mis poderes mágicos, por supuesto - contestó el Peregrino y, dejando
a un lado la barra de hierro, hizo un gesto con los dedos y recitó un conjuro -.
¡Transfórmate! - añadió con voz potente.
Al instante se convirtió en una pequeña luciérnaga, que, tan pronto como batió las alas,
se elevó por los aires, como si fuera una cometa. Solían decir los antiguos que, cuando
la hierba se pudre, se transforma en una luciérnaga. No debe de tomarse a la ligera tan
portentoso cambio, pues a pesar de su aparente fragilidad, posee una naturaleza
sumamente robusta. El Peregrino no tuvo, de hecho, ninguna dificultad en llegarse hasta
la puerta y en meterse por una hendidura que había en ella. Un salto le bastó para
posarse en un patio, en el que la tranquilidad era total y absoluta. De esa forma, pudo
observar con atención las costumbres de los monstruos. Por todas partes había carabaos
tumbados en el suelo y durmiendo a pierna suelta. Hasta los que protegían la sección
central de la caverna se hallaban roncando ruidosamente. No sabiendo dónde se
encontraban descansando los tres monstruos, se dirigió hacia la parte de atrás con la
cola brillando como si fuera una antorcha. Allí oyó llorar a alguien y en seguida se
percató de que se trataba del monje Tang, que estaba encadenado a una columna. El
Peregrino se llegó hasta él y le oyó lamentarse:
- Son diez ya los años que han pasado desde que abandoné Chang-An y me lancé a
escalar montañas y vadear ríos. Con indescriptible alegría alcancé, finalmente, las
Tierras del Oeste, pero durante la celebración de la Fiesta de las Linternas en la
Prefectura del Oro fui incapaz de reconocer a los falsos Budas y de nuevo la desgracia
se abatió sobre mí. Mí vida parece guiada únicamente por las leyes del sufrimiento. Si
mis discípulos han podido seguir mi rastro, ¿a qué esperan para liberarme de este
tormento?
Loco de contento, el Peregrino volvió a batir las alas y se puso a revolotear justamente
delante del maestro.
- En verdad el Oeste es totalmente diferente de nuestra tierra - comentó el monje Tang,
secándose las lágrimas -. Estamos en el primer mes del año y ya hay por aquí
luciérnagas.
- ¡¿Es que no me reconocéis?! - exclamó el Peregrino, sin poderse contener -. ¡Soy yo,
maestro!
- ¡Así que eres tú, Wu-Kung! - gritó el monje Tang, entusiasmado -. Precisamente me
estaba preguntando cómo podía haber luciérnagas, cuando la primavera apenas acaba de
empezar.
- ¿Cómo podéis ser así, maestro? - le reprendió el Peregrino con suavidad -. Por ser
incapaz de distinguir lo auténtico de lo falso, nos hemos visto obligados a retrasar el
viaje y a malgastar yo qué sé la de esfuerzos. Os grité que se trataba de monstruos
vulgares, pero vos os negasteis a escucharme y os inclinasteis respetuosamente ante
ellos. No contentos con apagar las lámparas y robar el aceite, se apoderaron de vos y os
trajeron a su cueva. Inmediatamente ordené a Ba-Chie y al Bonzo Sha que se quedaran
en el monasterio cuidando de nuestras cosas, mientras yo seguía el rastro que ibais
dejando. Por supuesto, desconocía el nombre de esta región, pero los Centinelas
tuvieron la delicadeza de informarme que ésta era la Montaña del Dragón Verde y que
la caverna era conocida por doquier como la Flor Misteriosa. Ayer medí mis fuerzas con
las de esos monstruos hasta que el día comenzó a declinar y decidí poner a mis
hermanos al tanto de lo ocurrido. En vez de dormir, hemos cabalgado a lomos del viento
durante toda la noche, temiendo que os hubiera pasado algo. Precisamente me he
metamorfoseado en una luciérnaga, para cerciorarnos de que aún seguíais con vida - y
recobró la forma que le era habitual.
- ¡¿Así que Ba-Chie y el Bonzo Sha están ahí fuera?! - exclamó el monje Tang,
visiblemente emocionado.
- Así es - confirmó el Peregrino -. Acabo de ver que todos los monstruos están
durmiendo. Lo mejor que puedo hacer es correr el cerrojo y sacaros cuanto antes de
aquí.
El monje Tang sacudió la cabeza en señal de agradecimiento. Valiéndose de la magia
para hacer saltar candados, el Peregrino desencadenó al maestro y le condujo hacia la
puerta. En ese mismo instante se oyó gritar al monstruo desde una de las habitaciones
interiores:
- Cerrad bien las puertas y encended todas las antorchas. ¿Cómo no habéis organizado
ninguna patrulla ni dispuesto las contraseñas?
Los diablillos habían olvidado tales medidas de seguridad, porque se habían pasado
todo el día luchando y se sentían francamente extenuados. Sólo las palabras del
monstruo fueron capaces de arrancarlos de su letargo. Sin pérdida de tiempo cogieron
las armas y, sin dejar de golpear un gong, se dirigieron hacia la parte de atrás, topándose
de narices con el maestro y su discípulo.
- ¿Adonde creéis que vais? - preguntaron, arrogantes -. Es muy posible que hayáis
hecho saltar los candados, pero de aquí no vais a poder escapar.
Sin detenerse a dar explicaciones, el Peregrino sacó la barra de hierro y, sacudiéndola
ligeramente contra el viento, la hizo adquirir el grosor de un cuenco de arroz. De un solo
golpe mató a dos de los diablillos, reduciéndolos a una masa informe de carne
macerada. Si no acabó con más, fue porque el resto se dio la vuelta y, arrojando las
armas, corrieron a informar a sus soberanos de lo ocurrido, gritando:
- ¡La desgracia se ha abatido sobre nosotros! Ese monje con la cara peluda acaba de
liquidar a unos cuantos de los nuestros.
- ¡Apresadle inmediatamente! - ordenaron los tres monstruos, saltando del lecho.
El monje Tang se puso a temblar de tal manera, que las piernas y los brazos se negaban
a obedecerle. Comprendiendo que no podía seguir cuidando del maestro, el Peregrino
agarró con fuerza la barra de hierro y arremetió contra los diablillos que trataban de
detenerle. Derribó a algunos, mató a otros e hizo huir a la gran mayoría, logrando su
objetivo de llegar hasta las puertas, a las que redujo a pequeñas esquirlas de piedra.
- ¿Dónde os habéis metido? - preguntó, tan pronto como se hubo encontrado fuera de
peligro.
- Aquí. ¿Es que no nos ves? - contestaron Ba-Chie y el Bonzo Sha, corriendo a su
encuentro -. ¿Qué tal te han ido las cosas?
El Peregrino les explicó detalladamente todo lo ocurrido después de metamorfosearse:
cómo había conseguido liberar al maestro, cómo les habían cortado la retirada unos
diablillos y cómo había tenido que abandonar al maestro a su suerte, para poder escapar
con vida de aquella encerrona, por lo que, de momento, no hablaremos más de ellos.
Sí lo haremos, sin embargo, de los monstruos, que, una vez que consiguieron atrapar al
monje Tang, le volvieron a encadenar en la parte de atrás. A la luz de las antorchas y
blandiendo con fuerza el hacha, el chafarote y la caña nudosa, le preguntaron,
amenazantes:
- ¿Cómo te las has arreglado para hacer saltar la cerradura? ¿Quién le abrió la puerta a
ese mono? Responde en seguida, si quieres mantenerte vivo. Si te niegas a contestar, ten
la seguridad de que te partiremos por la mitad.
- Mi discípulo Sun Wu-Kung - respondió el monje Tang, temblando de pies a cabeza y
postrándose de hinojos - conoce setenta y dos formas de metamorfosis. Ahora mismo,
sin ir más lejos, se ha hecho pasar por una luciérnaga para venir a liberarme. Lo que
menos nos esperábamos es que fuéramos a toparnos con vuestras majestades. Rodeados
por vuestros dignísimos soldados, no le quedó más remedio que abandonarme a mis
propios medios y huir, matando a unos cuantos.
- Menos mal que nos hemos despertado a tiempo - gritaron los tres monstruos, soltando
la carcajada -. De lo contrario, os habríais escapado - y ordenaron cerrar todas las
puertas de la caverna, sin hacer el menor ruido.
- Eso quiere decir - comentó el Bonzo Sha, al percatarse de su maniobra - que están
decididos a acabar con nuestro maestro. Lo mejor será que ataquemos inmediatamente.
- Tienes razón - afirmó el Peregrino -. Echemos abajo, de una vez, esas puertas.
Deseoso de mostrar sus poderes, el Idiota cogió el rastrillo y descargó sobre ellas un
golpe tan terrible, que las redujo a polvo, al tiempo que gritaba:
- ¡Ladrones de aceite, dejad inmediatamente en libertad a nuestro maestro!
- ¡La suerte se ha vuelto en contra nuestra! - corrieron a informar los diablillos a sus
señores -. Esos monstruos acaban de destrozar las puertas de delante.
- ¡No hay quien pueda con esos tipos! - exclamaron los monstruos con visible fastidio
y, poniéndose la armadura, salieron de su refugio, seguidos de todo su ejército de
diablillos.
Era aproximadamente la hora de la tercera vigilia y la luna brillaba con tal fulgor, que
parecía ser de día. Sin decir una sola palabra, los tres monstruos se lanzaron contra los
monjes, emparejándose el Peregrino con el del hacha, Ba-Chie con el del chafarote y el
Bonzo Sha con el de la caña rugosa. Dio, así, comienzo a una batalla realmente
extraordinaria, en la que tomaron parte tres seguidores de Buda y tres diablos
envalentonados por el secuestro del maestro. La barra y el hacha, el rastrillo y el
chafarote, y el báculo y la caña rugosa chocaban entre sí con tal fuerza, que terminaron
provocando un viento huracanado que levantaba espesas nubes de polvo. Tras los
primeros asaltos la neblina multicolor de los monjes se fundió con la niebla fétida de los
monstruos, resultando sumamente difícil identificar a cada uno de los luchadores. El
rastrillo, la barra y el báculo, armas de las que no existía réplica en todo el mundo, se
movían a tal velocidad que no había ojo humano capaz de seguir sus evoluciones. Los
monstruos, sin embargo, no retrocedieron ni un milímetro, confiando por entero en el
hacha de afilada hoja, la caña de rugosos nudos y el chafarote de cegador brillo. Sus
poderes mágicos igualaban a los de aquellos robustos monjes, a los que el deseo de
liberar a su maestro tornaba tan fieros como alimañas con las garras extendidas. Con la
mente puesta en el monje Tang, el hacha y la barra se esforzaron por alcanzar la
victoria, el rastrillo y el chafadero no cesaron de medir su potencia, y la caña rugosa y el
báculo desplegaron toda la fuerza de que eran capaces. Pero, a pesar de todos sus
esfuerzos, ninguna de las partes obtuvo una diferencia apreciable. Eso movió al
Disuasor del Frío a gritar de repente:
- ¡A nosotros, nuestros fieles guerreros!
Los diablillos se lanzaron inmediatamente a la refriega, consiguiendo que Ba-Chie
perdiera el equilibrio y terminara cayendo al suelo. Al instante se abalanzaron sobre él
varios carabaos que le arrastraron al interior de la caverna, donde le ataron de pies y
manos. Al ver que Ba-Chie había caído en poder de aquella especie de bueyes, el Bonzo
Sha descargó un tímido golpe sobre el Disuasor del Polvo y se dio media vuelta,
tratando de abandonar el campo. Pero, apenas había iniciado ese movimiento, cuando se
le vino encima un auténtico aluvión de diablillos, que, tras una ardorosa pelea,
consiguieron, igualmente, tomarle prisionero. El Peregrino comprendió que no iba a
poder seguir resistiendo mucho más tiempo y, dando uno de sus formidables saltos,
logró escapar en una nube.
- ¡Qué lástima! - exclamó el monje Tang con ojos llorosos, al ver aparecer a Ba-Chie y
al Bonzo Sha -. Jamás imaginé que también vosotros fuerais a caer en manos de estas
bestias. ¿Qué ha sido de Wu-Kung?
- Ha huido, en cuanto ha visto que caíamos prisioneros - contestó el Bonzo Sha.
- Sí, en verdad, ha conseguido escapar - concluyó el monje Tang, más animado -, habrá
ido en busca de refuerzos. Lo que ahora me preocupa es saber cuándo recobraremos la
libertad - y eso les hizo abandonarse a la tristeza, por lo que, de momento, no
hablaremos más de ellos.
Sí lo haremos, sin embargo, del Peregrino, que regresó, montado a lomos del viento, al
Templo de la Nube Misericordiosa. Al verle, los monjes que allí habitaban le
preguntaron, esperanzados:
- ¿Habéis rescatado ya al monje Tang?
- Es mucho más difícil de lo que había imaginario - respondió el Peregrino -. Esos
monstruos poseen unos poderes mágicos realmente extraordinarios. No os digo más que
nos hemos enfrentado a ellos los tres juntos y Ba-Chie y el Bonzo Sha han sido tomados
prisioneros. Ha sido una suerte que haya conseguido escapar.
- Si alguien como vos, que camina sobre las nubes y cabalga a lomos de la niebla, ha
fracasado en su intento - concluyeron los monjes, aterrados -, la suerte del maestro está
irremediablemente perdida.
- No necesariamente - objetó el Peregrino -. Aunque no lo creáis, el maestro goza de la
secreta protección de los Guardianes de los Cinco Puntos Cardinales, los Protectores de
los Monasterios, los Dioses de la Luz y los Dioses de las Tinieblas. Por si eso no fuera
suficiente, en cierta ocasión probó del Fruto del Mercurio Refinado 2 y dudo que alguien
pueda acabar con su vida. Una cosa, de todas formas, es segura: teniendo en cuenta la
potencia de esas bestias, no me queda más remedio que acudir a los Cielos en busca de
ayuda. Si no os importa, os agradecería que en mi ausencia cuidarais del caballo y del
equipaje.
- ¿Sois capaz de llegar hasta el Cielo? - volvieron a preguntarle los monjes, más
asombrados cada vez.
- ¿Cómo que si soy capaz? - replicó el Peregrino, soltando la carcajada -. No os digo
más que hubo un tiempo en el que habitaba en el Palacio Celeste y todo el mundo me
llamaba el Gran Sabio, Sosia del Cielo. Tuve, sin embargo, la insolencia de impedir la
celebración de la Fiesta de los Melocotones Inmortales y Buda me sometió a un terrible
castigo, del que sólo pude librarme bajo la promesa de ayudar al monje Tang a
conseguir las escrituras sagradas. Con el fin de que mis méritos terminen superando a
mis faltas, me he visto obligado a hacer frente al mal a lo largo de todo el viaje. Pese a
todo, mi sino es mucho mejor que el de mi maestro, pues, por algo que sois incapaces de
comprender, se ve sometido, una y otra vez, a pruebas tan terribles como las que ahora
está padeciendo.
Emocionados, los monjes se echaron rostro en tierra y empezaron a golpear el suelo
con la frente. El Peregrino, no obstante, se hizo a un lado y desapareció de su vista,
produciendo un penetrante silbido. En un abrir y cerrar de ojos, llegó a la Puerta Oeste
de los Cielos, donde vio a la Estrella de Oro del Planeta Venus charlando
amigablemente con el Devaraja Virudhaka y los Cuatro Funcionarios Espirituales Yin,
Chou, Tao y Xü. Al verle, le saludaron respetuosamente y le preguntaron:
- ¿Qué os mueve a venir por aquí, Gran Sabio?
- Como protector del monje Tang - contestó el Peregrino -, he conseguido llegar a la
Prefectura del Oro, que se halla ubicada en la porción oriental del Reino de la India. Allí
se levanta el Templo de la Nube Misericordiosa, cuyos monjes tuvieron la delicadeza de
invitar a mi maestro a pasar con ellos la Fiesta de las Linternas. En el Puente de la
Linterna Dorada habían colocado tres realmente bellísimas, que se alimentaban de un
aceite como no hay otro igual en el mundo. Aunque su precio asciende a más de
cincuenta mil libras de plata, las gentes del lugar lo ofrecen con gusto, pues, según ellos,
es uno de los platos preferidos de Buda, que, a cambio, les facilita unas cosechas
francamente abundantes. Cuando estábamos gozando de la belleza de aquellas
lujosísimas linternas, aparecieron, en efecto, tres imágenes de Buda. Sin encomendarse
a nadie, mi maestro corrió hacia el centro del puente y se echó rostro en tierra, sin
prestar ninguna atención a mis llamadas de prudencia. Los falsos Budas no sólo
apagaron las lámparas y robaron el aceite, sino que agarraron a mi preceptor y se lo
llevaron a lomos del viento. Pasé toda la noche siguiendo su rastro. Al amanecer, llegué
a una montaña, que, según me informaron los Cuatro Centinelas, se llama del Dragón
Verde y alberga una caverna conocida como la Flor Misteriosa. En ella habitan tres
monstruos, que responden a los nombres de Disuasor del Frío, Disuasor del Calor y
Disuasor del Polvo. Les exigí la inmediata liberación de mi maestro, pero ellos se
negaron a hacerlo y hube de enfrentarme a los tres a la vez. Desgraciadamente, no pude
doblegarlos y hube de recurrir a la metamorfosis para entrar en su caverna. De esa
forma, pude cerciorarme de que el maestro no había sufrido el menor daño, aunque
estaba encadenado a una columna. Conseguí desatarle, pero fui descubierto por un
grupo de diablillos y hube de abandonarle a su suerte. Ba-Chie y el Bonzo Sha se
aprestaron a unir sus fuerzas conmigo, pero fueron capturados después de una lucha
brutal y eso me ha movido a venir a pedir al Emperador de Jade que me ayude a
desvelar el misterio de sus orígenes. De esa forma, me será mucho más fácil derrotarlos.
- ¿Cómo no sabéis de dónde proceden, después de haber peleado contra ellos? -
preguntó la Estrella de Oro, sonriendo burlonamente.
- Por supuesto que sé que son tres rinocerontes - se defendió el Peregrino -. Pero poseen
unos poderes mágicos realmente extraordinarios y es preciso que acabe cuanto antes con
ellos.
- No os habéis equivocado lo más mínimo - confirmó la Estrella de Oro -. Esos
rinocerontes llevan en sus cuerpos los mismos signos del Cielo. Aparte de eso, se han
dedicado durante muchos años a la práctica de la ascesis y, con ello, han alcanzado un
estado tal de inmortalidad, que son capaces de andar por las nubes y de cabalgar a
lomos de la niebla. Lo que más los caracteriza, de todas formas, es su ansia
desmesurada de limpieza. En cuanto ven reflejada su figura en las aguas, sienten un
auténtico impulso de tomar inmediatamente un baño. Su variedad es, además, muy
grande, pues entre ellos se cuentan los rinocerontes hembra, los rinocerontes macho, los
rinocerontes toro, los rinocerontes estriados, los rinocerontes de cuerno de bárbaro, los
rinocerontes duo-luo 3 y los rinocerontes que portan los signos celestiales. Todos ellos
poseen una nariz sin compartimentar, dos cuernos y un cuerpo coriáceo en el que no se
aprecia ni un solo pelo. Son tan hábiles moviéndose por los ríos y los mares que en
ocasiones llegan a abrir auténticos senderos por las aguas. Por lo que respecta a
Disuasor del Frío, Disuasor del Calor y Disuasor del Polvo, os diré que poseen unos
nombres tan estrafalarios, porque almacenan en sus cuernos ciertas fuerzas vitales
sumamente valiosas. De ahí que se hagan llamar soberanos y grandes señores. Si
deseáis atraparlos, tendréis que solicitar la ayuda de las Cuatro Estrellas de la Madera.
Su sola presencia bastará para que esas bestias abandonen sus equivocados caminos.
- ¿Quiénes son esas Cuatro Estrellas de las que habláis? - preguntó el Peregrino,
inclinándose, respetuoso -. Decídmelo sin ningún rodeo, por favor.
- Están situadas en la zona del universo que se halla a un lado del Palacio de la Osa
Mayor - contestó la Estrella de Oro -. Conoceréis todos los detalles, cuando presentéis
vuestro informe al Emperador de Jade.
El Peregrino le dio las gracias juntando las manos a la altura del pecho y entró en los
Cielos. No tardó en llegar al Salón de la Luz Perfecta, donde fue recibido por los Cuatro
Consejeros Celestes, Ke, Chiou, Chang y Xü, que le preguntaron:
- ¿Adonde vais?
- Acabo de llegar a la Prefectura del Oro - respondió el Peregrino a toda prisa -. Mi
maestro tuvo la mala fortuna de descuidar ligeramente la práctica del Zen y eso le
convirtió en fácil presa de unos monstruos, que le secuestraron, mientras gozaba del
espectáculo de luz que siempre ofrece la Fiesta de las Linternas. Esas bestias poseen
tales recursos mágicos, que no he conseguido doblegarlas hasta ahora y me ha visto en
la necesidad de solicitar la ayuda del Emperador de Jade.
Los Cuatro Consejeros condujeron sin tardanza al Peregrino al Salón de la Niebla
Divina. Después de intercambiar los saludos de rigor y de presentar al Trono Celeste un
informe exhaustivo de lo ocurrido, el Emperador de Jade se dispuso a organizar una
misión guerrera, pero, antes de que firmara la orden, el Peregrino se adelantó y dijo:
- Al pasar por la Puerta Oeste, la Estrella de la Vida Perdurable acaba de informarme
que esos monstruos son, en realidad, tres rinocerontes que han alcanzado cierta
perfección espiritual y que sólo las Cuatro Estrellas de la Madera son capaces de
hacerlos abjurar de su errónea conducta.
El Emperador de Jade se volvió, entonces, hacia el consejero Xü y le ordenó ir al
Palacio de la Osa Mayor con un escrito dirigido a las Cuatro Estrellas, en el que se las
conminaba a acompañar sin dilación al Peregrino a las Regiones Inferiores.
Las Veintiocho Constelaciones salieron a darles la bienvenida a las puertas mismas del
palacio. Tras los saludos protocolarios el Consejero Celeste les informó:
- Soy portador de una orden para las Cuatro Estrellas de la Madera, en la que se les
insta a acompañar al Gran Sabio a las Regiones Inferiores con el fin de atrapar a ciertos
monstruos.
Sin pérdida de tiempo Dragón de Madera, Unicornio de Madera, Lobo de Madera y
Mastín de Madera abandonaron la fila de las constelaciones y preguntaron, poniéndose
a las órdenes del Gran Sabio:
- ¿En qué parte deseáis que atrapemos a esas bestias?
- ¡Así que sois vosotros! - exclamó el Peregrino, soltando la carcajada, al verlos -. No
comprendo cómo la Estrella de Oro se ha portado con tanto secretismo. Si me hubiera
dicho que debía dirigirme a las Cuatro Maderas, habría venido directamente a solicitar
vuestra ayuda. ¡Es desconcertante que me haya hecho ir a molestar al mismísimo
emperador en persona!
- ¿Cómo podéis decir semejante cosa? - replicaron las Cuatro Maderas -. ¿Acaso
olvidáis que, sin una orden imperial, no podemos abandonar jamás nuestros puestos? De
todas formas, es preciso que nos digáis cuanto antes adonde queréis que vayamos. No
estamos autorizadas a perder tanto tiempo.
- Se trata de un lugar que hay hacia el noreste de la Prefectura del Oro - explicó el
Peregrino -, concretamente de la Caverna de la Flor Misteriosa, que se halla enclavada
en la Montaña del Dragón Verde. En ella habitan unos rinocerontes que han alcanzado
cierta perfección espiritual.
- En ese caso - concluyeron Unicornio de Madera, Lobo de Madera y Dragón de
Madera -, nuestra ayuda no puede serviros de mucho. Que os acompañe la Constelación
Mastín de Madera. Le encanta escalar montañas y devorar tigres, o descender al fondo
mismo de los mares y capturar rinocerontes.
- Os aseguro que los animales de los que os hablo no se conforman con pacer hierba -
replicó el Peregrino -. Han cultivado el Tao durante muchísimo tiempo y han alcanzado
una edad que supera los mil años. Es preciso, por tanto, que vengáis los cuatro conmigo;
de lo contrario, me temo que no podremos dominarlos y todo será una pérdida absoluta
de tiempo.
- ¿Cómo podéis negaros a obedecer una orden imperial? - les recriminó severamente el
Consejero Celeste -. El decreto os incumbe a los cuatro, así que no se hable más. Poneos
inmediatamente en camino y presentadme un informe completo a la vuelta - y,
despidiéndose del Peregrino, regresó a toda prisa a palacio.
- No tiene sentido que demoremos más la marcha - concluyeron las Cuatro Maderas -.
En cuanto lleguemos, hacedlos salir de su madriguera y nos abalanzaremos sobre esos
monstruos.
El Peregrino así lo hizo. Nada más posar el pie en las inmediaciones de la Caverna de
la Flor Misteriosa, levantó la voz y dijo:
- ¡Devolvedme, de una vez, a mi maestro, ladrones de aceite!
Aunque Ba-Chie había reducido las puertas a puro polvo, los diablillos habían tapado el
vano que habían dejado con rocas y piedras. Al oír las exigencias del Peregrino,
corrieron, asustados, a informar a sus señores:
- ¡Ahí está otra vez ese tal Sun lanzando improperios!
- ¡Qué cosa más rara! - exclamó Disuasor del Polvo -. Ayer abandonó el campo,
derrotado, y hoy se presenta con las mismas ínfulas que antes de empezar a pelear.
¿Habrá encontrado ayuda en algún sitio?
- ¿Y eso qué puede importarnos? - replicó Disuasor del Frío -. Traednos las armaduras
y procurad que esta vez no se os escape - añadió, dirigiéndose a sus subordinados.
Envalentonados, los diablillos salieron en tropel de la caverna, blandiendo sus espadas
y lanzas y agitando los estandartes entre el ruido ensordecedor de los tambores.
- ¿Cómo te atreves a volver otra vez por aquí? - gritaron, despectivos -. ¿Es que no
tienes miedo a recibir una buena paliza, mono asqueroso?
"Mono" era una palabra que el Peregrino, simplemente, no podía aguantar.
Rechinándole los dientes de furia, agarró la barra de hierro y se lanzó a la refriega. A
una señal de los monstruos, los diablillos avanzaron gritando como locos, dispuestos a
rodearle. En ese mismo instante las Cuatro Estrellas de Madera blandieron con fuerza
sus armas y gritaron:
- ¡No os mováis de donde estáis, bestias malditas!
- ¡La cosa se pone mal! - exclamaron los monstruos, temblorosos, al verlos -. ¡Ese
mono ha ido en busca de los únicos que pueden derrotarnos! ¡Lo mejor que podemos
hacer es escapar cuanto antes!
Lanzando unos bufidos aterradores, los diablillos recobraron las formas que les eran
habituales y produjeron una estampida que hizo temblar toda la montaña. La mayoría de
ellos eran carabaos, búfalos de pelambre dorada y toros de la montaña. Los monstruos
siguieron su ejemplo y se mostraron, igualmente, tal cual eran. Galopando a cuatro
patas, huyeron hacia el noreste, perseguidos muy de cerca por el Gran Sabio, Mastín de
Madera y Dragón de Madera, entre una espesa nube de polvo. Unicornio de Madera y
Lobo de Madera se quedaron en la montaña, pasando por las armas o capturando vivos a
los toros y búfalos que se habían desperdigado por la cumbre, el valle y el lecho de los
torrentes. Una vez concluida su labor, entraron en la Caverna de la Flor Misteriosa y
liberaron al monje Tang, a Ba-Chie y al Bonzo Sha. Al reconocer a las dos Estrellas,
este último se inclinó ante ellas y les preguntó:
- ¿Qué os ha hecho venir a rescatarnos?
- El Gran Sabio presentó un informe al Emperador de Jade, que de inmediato nos
ordenó venir a poneros en libertad - contestaron las dos estrellas al tiempo.
- ¿Cómo es que Wu-Kung no está con vosotros? - inquirió, a su vez, el monje Tang,
vertiendo lágrimas de agradecimiento.
- Esos monstruos no eran más que tres rinocerontes - explicó una de las estrellas -. En
cuanto nos vieron, emprendieron una alocada huida hacia el noreste, perseguidos muy
de cerca por el Gran Sabio, Mastín de Madera y Dragón de Madera. Nosotros decidimos
quedarnos para acabar con esa manada de carabaos y devolveros la libertad.
Agradecido, el monje Tang se echó rostro en tierra y golpeó repetidamente el suelo con
la frente. Acto seguido, se volvió hacia el Cielo y repitió, con más respeto todavía, el
mismo rito.
- Quien mucho abusa de las ceremonias - dijo Ba-Chie, corriendo a levantarle del suelo
- corre el peligro de no parecer sincero. ¿A qué vienen todas esas muestras de respeto?
Las Cuatro Estrellas han hecho, simplemente, lo que el Emperador de Jade y nuestro
hermano les han ordenado hacer. Además, está claro que los diablillos han perecido,
pero todavía no tenemos ninguna garantía de que los monstruos hayan sido derrotados.
Opino que, con el fin de cortarles su base de aprovisionamiento, deberíamos sacar todo
lo que encontremos de valor por aquí y condenar lo demás a las llamas. En cuanto haya
quedado reducido a cenizas, no estaría de más que regresáramos al templo y
esperáramos allí a Wu-Kung.
- Tenéis razón, Mariscal de los Juncales Celestes - opinó Lobo de Madera -. Lo mejor
que podéis hacer vos y el General-encargado-de-levantar-la-cortina es cuidar del
maestro y descansar cuanto podáis. Nosotros nos dirigiremos hacia el noreste a seguir
peleando.
- Me parece muy bien - concluyó Ba-Chie -. Antes de regresar a los Cielos, tenéis que
acabar con todos esos monstruos.
Mientras las dos estrellas se lanzaban en persecución de los huidos, Ba-Chie y el Bonzo
Sha recorrieron la cueva de arriba abajo y sacaron todo cuanto hallaron de valor: coral,
cornalina, perlas, ámbar, gemas de extraordinaria belleza, piedras preciosas, jade de
primerísima calidad y oro. Antes de prender el fuego que había de poner fin a la triste
historia de aquella caverna, pidieron al monje Tang que se sentara en un abrigo de la
montaña. Sólo cuando todo hubo quedado reducido a cenizas, decidieron regresar al
Templo de la Nube Misericordiosa.
Con razón afirmaban los antiguos que el "bien y el mal se tocan" 4. Cuesta trabajo creer
que una vida virtuosa pueda terminar en un patíbulo, pero así ocurre con harta
frecuencia. Simples linternas de temas florales bastaron para sumir en la confusión al
Zen y hacer que la mente se apartara de la senda del Tao. Es preciso guardar con
extremado celo el elixir, pues al menor descuido todo se desmorona y la recompensa se
convierte en castigo. Jamás debe bajarse la guardia o rendirse al cansancio, porque la
indolencia conduce directamente a la desgracia.
De momento, no hablaremos más de los tres que regresaron, sanos y salvos, al templo.
Sí lo haremos, sin embargo, de Unicornio de Madera y Lobo de Madera, que se
dirigieron hacia el noreste en persecución de los monstruos, montados en una nube.
Desde lo alto escrutaron la lejanía, pero no consiguieron ver a nadie. Por fin, volvieron
la vista hacia el Océano Oriental y descubrieron al Gran Sabio revoloteando por encima
del agua.
- ¿Dónde se han metido los monstruos? - preguntaron, abandonando las nubes en las
que habían hecho todo el viaje.
- ¿Por qué renunciasteis a perseguirlos? - replicó el Peregrino, visiblemente enfadado -.
¿A qué vienen, además, esas preguntas inútiles?
- Al ver que Mastín de Madera, Dragón de Madera y vos los habíais hecho huir,
pensamos que no tendríais ningún problema en capturarlos - contestó Unicornio de
Madera -. Por eso nos quedamos a limpiar de diablillos la montaña y a liberar a vuestro
maestro y a vuestros dos hermanos. Ellos se encargaron de saquear la caverna y de
reducirla a cenizas. Una vez terminada esa tarea, decidieron regresar al Templo de la
Nube Misericordiosa. Entonces nosotros, al ver que tardabais tanto en regresar, optamos
por seguir vuestros pasos.
- En ese caso - concluyó el Peregrino, agradecido -, el mérito que habéis alcanzado es
digno de encomio y nunca podré pagaros lo que habéis hecho por los míos. Esas bestias
se han refugiado en el océano y Mastín de Madera y Dragón de Madera se han visto
obligados a lanzarse a las aguas. Yo me he quedado aquí para, en caso de que traten de
escapar, cortarles la retirada. Ahora que podéis ocupar vosotros mi puesto, no hay razón
para que siga sin saber lo que se cuece ahí abajo - y, haciendo un signo mágico con los
dedos, se abrió camino entre las aguas y alcanzó el mismo lecho del océano.
Allí encontró a los tres monstruos enfrascados en una terrible batalla con Mastín de
Madera y Dragón de Madera. Dando un salto tremendo, gritó:
- ¡Apartaos, que aquí viene el Rey de los Monos!
Los tres monstruos se encontraban ya al límite de sus fuerzas. Al oír la voz del
Peregrino, se dieron inmediatamente la vuelta y corrieron a refugiarse en el centro
mismo del océano. Lo hicieron con una facilidad realmente asombrosa, pues los cuernos
que llevaban en el morro les permitían bucear con una limpieza que no poseían ni los
mismos peces. Sólo se oía una especie de zumbido, mientras hendían las ondas,
perseguidos muy de cerca por el Gran Sabio y las dos Estrellas.
Aquel día se encontraban patrullando el Océano Occidental un yaksa y un pescador. Al
ver de lejos a los rinocerontes, al Gran Sabio y a las dos constelaciones celestes, a las
que reconocieron en seguida, corrieron al Palacio de Cristal de Agua e informaron al
Rey Dragón.
- Acabamos de ver a tres rinocerontes perseguidos por el Gran Sabio, Sosia del Cielo, y
dos estrellas.
El dragón Ao-Shun hizo llamar al príncipe Mou-Ang y le ordenó:
- Reúne inmediatamente a todos los guerreros. Por fuerza tiene que tratarse de Disuasor
del Frío, Disuasor del Calor y Disuasor del Polvo, que han ofendido, de alguna manera,
al Peregrino. Puesto que se hallan peleando en nuestro océano, lo mejor que podemos
hacer es prestar nuestra ayuda a Sun Wu-Kung.
Ao Mou-Ang obedeció inmediatamente las órdenes de su padre. En un abrir y cerrar de
ojos abandonaron el Palacio de Cristal de Agua un gran ejército de tortugas, galápagos
marinos, bremas, carpas, gambas y cangrejos, armados con espadas y lanzas y lanzando
gritos estentóreos, al tiempo que trataban de cortar la retirada a los rinocerontes. Los
monstruos se dieron la vuelta, pero se toparon de narices con el Gran Sabio, Mastín de
Madera y Dragón de Madera y se vieron obligados a dispersarse por donde buenamente
pudieron. Disuasor del Polvo no tardó en ser rodeado por las fuerzas del dragón.
- ¡Esperad un momento! - gritó el Gran Sabio -. ¡No le matéis! ¡Un cadáver no nos
sirve de nada!
Mou-Ang derribó al suelo a la bestia y le hizo pasar por el belfo una argolla de hierro.
El dragón ordenó entonces a sus tropas que siguieran a los otros dos monstruos y
prestaran cuanta ayuda precisaran a las estrellas. Pero Mastín de Madera había
recobrado la forma que le era habitual y había inmovilizado a Disuasor del Frío contra
el suelo, lanzándole una terrible dentellada.
- ¡No le devoréis! - gritó Mou-Ang -. ¡El Gran Sabio los quiere vivos a todos! - pero,
aunque lo repitió varias veces, no pudo evitar que el monstruo recibiera un
impresionante mordisco en el cuello.
Mou-Ang ordenó a las gambas y a los cangrejos que cargaran con el rinoceronte
muerto y lo llevaran al Palacio de Cristal de Agua, mientras continuaba la búsqueda del
que quedaba, en compañía de Mastín de Madera y del resto de la tropa. No tardaron en
ver acercarse a Dragón de Madera, corriendo desesperadamente detrás de Disuasor del
Calor. Mou-Ang ordenó desplegarse a las tortugas y a los galápagos y el monstruo
quedó totalmente rodeado. Se sentía tan alterado, que sólo era capaz de decir:
- ¡Perdonadme la vida! ¡Por lo que más queráis, no me matéis!
- No te preocupes - respondió Mastín de Madera, agarrándole por las orejas y
quitándole el chafarote -. No vamos a acabar contigo, Pensamos entregarte al Gran
Sabio, para que sea él quien decida tu suerte.
Triunfantes, regresaron al Palacio de Cristal de Agua, voceando:
- ¡La batalla ha terminado! ¡Los hemos capturado a todos!
El Peregrino vio que uno de los rinocerontes estaba tumbado en el suelo con la cabeza
arrancada del cuerpo. El otro se postró inmediatamente de hinojos, a pesar de que
Mastín de Madera le tenía agarrado por las orejas.
- Éste no ha sido decapitado con un hacha - concluyó el Peregrino, estudiando la herida
con cuidado.
- Si no llego a haber gritado que no lo hiciera - confirmó Mou-Ang, sonriendo -, Mastín
de Madera le habría devorado totalmente.
- Cortadle los cuernos y despellejadle bien - ordenó el Peregrino -. Me llevaré sus
trofeos como prueba. La carne la podéis comer entre vuestro padre y vos.
Dragón de Madera pasó una cuerda por la argolla que Disuasor del Polvo tenía en el
belfo y tiró de él, como si fuera un simple buey. Mastín de Madera hizo otro tanto con
Disuasor del Calor, diciendo:
- Es preciso que los llevemos ante el prefecto del Distrito del Oro, para que averigüe los
motivos por los que se han hecho pasar por Budas y han engañado a las gentes de esa
comarca durante todos estos años. Entonces se decidirá lo que haya de hacerse con
ellos.
Todos se mostraron de acuerdo con esa decisión y, tras despedirse del príncipe y del
dragón, abandonaron el Océano Occidental con los dos rinocerontes. En la orilla se les
unieron Unicornio de Madera y Lobo de Madera, los cuales los felicitaron efusivamente
y abrieron el camino de vuelta a la Prefectura del Oro. Nada más llegar, el Peregrino se
posó en una nube y, levantando la voz, dijo:
- ¡Prestadme atención, habitantes, funcionarios y señor de esta prefectura! Somos un
grupo de monjes enviados por el Gran Emperador de los Tang, en las Tierras del Este,
en busca de escrituras sagradas al Paraíso Occidental. Los seres que se hacían pasar por
Budas, exigiéndoos cada año esas onerosísimas ofrendas de aceite, no eran más que
vulgares rinocerontes. Al pasar por esta dignísima región, nos quedamos a gozar de la
belleza de vuestras linternas, pero estos monstruos robaron el aceite y secuestraron a mi
maestro. Eso me movió a solicitar la ayuda del Cielo, con la que he conseguido arrasar
su caverna y acabar con todos los diablillos que les servían. A partir de ahora vuestra
prefectura está libre de les impuestos de aceite que os veíais obligados a pagar
anualmente con grandes sacrificios por parte de todos.
Ba-Chie y el Bonzo Sha acababan de regresar al Templo de la Nube Misericordiosa con
el monje Tang, cuando oyeron la voz del Peregrino. Inmediatamente abandonaron al
maestro y el equipaje y, montando en un golpe de viento, se elevaron por los aires y
preguntaron a su hermano por lo ocurrido.
- Uno de los monstruos - contestó el Peregrino - murió decapitado por Mastín de
Madera, aunque hemos traído, como prueba, los cuernos y la piel. Los otros dos se
encuentran vivos y se hallan en poder de las Cuatro Estrellas.
- Lo que tenemos que hacer - opinó Ba-Chie - es enseñárselos a los habitantes de esta
ciudad, para que se convenzan de que somos auténticos sabios. Para evitar que puedan
seguir haciendo de las suyas, no estaría de más que nos acompañaran las estrellas hasta
el palacio del prefecto. Ahora que la verdad y la falsedad han quedado definitivamente
separadas, huelga toda discusión.
- ¡Es extraordinario lo entendido que se ha vuelto el Mariscal de los Juncales Celestes
respecto a la ley y a lo que ha de hacerse! - exclamó una de las Cuatro Estrellas.
- De algo me ha servido ser un monje durante todos estos años - replicó Ba-Chie,
satisfecho.
Después de hacer bajar a los rinocerontes de las nubes, se dirigieron hacia el palacio del
prefecto, envueltos en un aura multicolor. Muertos de miedo, los funcionarios y los
demás habitantes de la ciudad se encerraron en sus casas y empezaron a quemar varillas
de incienso, como prueba de reconocimiento hacia las deidades que acababan de
descender de lo alto. Los monjes del Templo de la Nube Misericordiosa, por su parte,
cogieron una silla de mano y transportaron en ella al monje Tang hasta la mansión del
mayor dignatario de la ciudad. Al ver al Peregrino, Tripitaka le agradeció cuanto había
hecho, diciendo:
- Aunque las constelaciones me pusieron en libertad, mi alegría no era total, porque aún
no te había visto. Ahora, sin embargo, que contemplo orgulloso tu triunfo, mi
satisfacción no tiene límites. Te agradecería, de todas formas, que me contaras cómo
habéis conseguido atrapar a esas bestias.
- Tras abandonaros a vuestra suerte hace aproximadamente dos días - comenzó
relatando el Peregrino -, me dirigí a los Cielos con el fin de averiguar algo más sobre
ellas. La Estrella de Oro del Planeta Venus tuvo la amabilidad de manifestarme que se
trataba de rinocerontes y que únicamente las Cuatro Estrellas de la Madera eran capaces
de poner fin a sus fechorías. Inmediatamente me presenté al Emperador de Jade, que
accedió a poner bajo mis órdenes a dichas constelaciones. Con ellas conseguí hacer huir
a los monstruos, a los que perseguí, asistido por Mastín de Madera y Dragón de Madera,
mientras Unicornio de Madera y Lobo de Madera tomaban la dulce responsabilidad de
devolveros la libertad. Su loca carrera nos llevó hasta el Océano Occidental, donde
gozamos de la inapreciable ayuda del dragón, de su hijo y de todo su ejército. Eso ha
hecho posible que los capturáramos vivos y los hayamos traído con nosotros, para que
sean juzgados.
El maestro se sentía tan emocionado, que apenas pudo dar las gracias. En ese mismo
momento vieron aparecer a la máxima autoridad de la prefectura, rodeado de toda su
corte de consejeros y colaboradores, que llevaban en la mano velas encendidas y no
dejaban de inclinarse ante el cielo. Sin poderse contener, Ba-Chie tomó el cuchillo que
se usaba para los sacrificios y, de un solo tajo, cortó la cabeza primero a Disuasor del
Polvo y después a Disuasor del Calor, serrando a continuación diestramente sus
cuernos. El Gran Sabio, por su parte, decidió sin ningún titubeo, dirigiéndose a las
estrellas:
- Coged cuatro cuernos y entregádselos, como muestra de acatamiento, al Emperador
de Jade, cuando le presentéis vuestros informes. De los dos restantes, uno se quedará en
este palacio como prueba para el futuro de que ya no existen los impuestos del aceite, el
otro lo llevaremos con nosotros con el fin de regalárselo a Buda, tan pronto como
alcancemos la Montaña del Espíritu.
Las estrellas mostraron su perfecta conformidad y, despidiéndose del Gran Sabio con
una ligera inclinación de cabeza, montaron en sus nubes multicolores y se elevaron
hacia lo alto. El prefecto se opuso, por su parte, a dejar marchar al maestro y a sus tres
discípulos, organizando un espléndido banquete vegetariano, al que asistieron las
personas más importantes de todo el distrito. Al mismo tiempo, dictó una orden
prohibiendo a todos los ciudadanos de cualquier rango y condición hacer lámparas de
oro durante la celebración de la Fiesta de las Linternas. Determinó, así mismo, que a
partir de aquel momento quedaban abolidos los impuestos del aceite. Entre el regocijo
general, los carniceros descuartizaron a los dos rinocerontes, poniendo a secar sus pieles
al sol para hacer armaduras y repartiendo su carne entre todos los habitantes de la
ciudad. Por si eso no bastara, el dinero recogido para el aceite del año siguiente se
empleó para adquirir tierras para los menos favorecidos. Se erigió a continuación un
templo en memoria de las cuatro estrellas que tanto habían contribuido a la captura de
los monstruos y se reservó un lugar para la construcción de un santuario dedicado al
monje Tang y a sus tres discípulos. En él se colgaron placas conmemorativas, en las que
se alababan sus hazañas y se les expresaba una gratitud eterna.
Como no había manera de reanudar de momento la marcha, se dispusieron a pasar su
estancia en la Prefectura del Oro lo mejor posible. Ocasión no les faltó, porque las
doscientas cuarenta familias encargadas de proveer el aceite se empeñaron en ofrecerles
un banquete vegetariano tras otro. Ba-Chie jamás se había sentido tan satisfecho. Se
había metido entre las mangas unos cuantos tesoros de la caverna de los rinocerontes y
los fue repartiendo generosamente, a manera de propinas, entre todas las casas a las que
fue a comer. De esa forma, pasó un mes. Comprendiendo que la marcha no podía
demorarse por más tiempo, el maestro ordenó a Wu-Kung:
- Coge las piedras preciosas que han sobrado y entrégalas a los monjes del Templo de
la Nube Misericordiosa como prueba de gratitud. No se lo digáis a esa gente, pero es
preciso que reanudemos la marcha, tan pronto como apunte el sol por el horizonte. Si
seguimos con un régimen de vida tan placentero, mucho me temo que el Patriarca
Budista termine mandándonos más calamidades por demorar tanto tiempo nuestra
empresa. Ni que decir tiene, que no deseo en modo alguno que eso ocurra.
El Peregrino cumplió al pie de la letra los deseos del maestro. A eso de la quinta vigilia
del día siguiente se levantó del lecho y pidió a Ba-Chie que preparara el caballo. El
Idiota no había terminado de hacer la digestión de la cena y, desperezándose
placenteramente, preguntó, medio dormido:
- ¿Para qué habría de preparar el caballo tan temprano?
- El maestro desea reanudar cuanto antes la marcha - respondió el Peregrino.
- ¡El maestro debería tener un poco más de consideración! - se quejó el Idiota,
pasándose la mano por la cara -. Todas esas doscientas cuarenta familias nos han
invitado a comer, pero sólo nos hemos sentado a la mesa con unas treinta. ¿Por qué se
empeña siempre en hacerme morir de hambre?
- ¡Deja de decir tonterías y levántate, de una vez, del lecho! - le regañó el maestro,
malhumorado -. Si sigues afirmando esas sandeces, voy a pedir a Wu-Kung que te
propine un golpe en los dientes con la barra de los extremos de oro.
- ¡Cuánto habéis cambiado, maestro! - exclamó el Idiota, visiblemente apenado -. Antes
cuidabais de mí, me amabais y me protegíais de un modo especial, porque sabéis que no
ando muy sobrado de luces. Ha habido momentos, incluso, en los que me habéis librado
de las iras de Wu-Kung. ¿Por qué le instáis ahora a que me pegue?
- ¡Y todavía lo pregunta! - se burló el Peregrino -. ¿No comprendes que el maestro no
puede consentir que nuestra empresa se vea afectada por tu glotonería? Venga. Date
prisa y ensilla el caballo. Si lo preparas todo rápido, te prometo que por esta vez no te
pegaré.
Para entonces el Idiota únicamente pensaba en el castigo. Al oír que iba a librarse de la
paliza, saltó inmediatamente del lecho y empezó a gritar, mientras se vestía:
- Vamos, Bonzo Sha, levántate, si no quieres que te caiga encima una lluvia de palos.
El Bonzo Sha no necesitó que se lo repitieran dos veces. De un salto, se puso de pie y
terminó de preparar el equipaje.
- ¿No podéis meter un poco menos de ruido? - sugirió el maestro, sacudiendo las manos
-. No conviene despertar a los monjes del templo - y montó a toda prisa en el caballo.
Sin pérdida de tiempo salieron al aire libre. Fue como si alguien hubiera abierto la jaula
de jade para dejar escapar al fénix o hecho saltar el candado de oro para permitir la
salida al dragón.
No sabemos, de momento, cómo reaccionaron las familias a la mañana siguiente. Quien
desee averiguarlo tendrá que escuchar con atención las explicaciones que se ofrecen en
el próximo capítulo.
CAPITULO XCIII
Decíamos que, cuando, a la mañana siguiente, los monjes descubrieron que Tripitaka y
sus discípulos habían desaparecido, se dijeron, apenados:
- No hemos sabido retenerlos y por eso se han ido. ¿Cómo hemos podido ser tan
tontos? Hemos tenido ante nosotros a unos bodhisattvas vivientes y los hemos dejado
partir tan tranquilamente.
Cuando más amargas eran sus quejas, se presentaron unos de los cabezas de familia
más pudientes de la zona sur, dispuestos a llevarse a los peregrinos a sus casas. Al
verlos, los monjes empezaron a hacer gestos extraños con las manos y les comunicaron,
entristecidos:
- Anoche nos pillaron desprevenidos y se marcharon, montados en sus nubes.
Los recién llegados se echaron rostro en tierra y empezaron a golpear la frente contra el
suelo en señal de gratitud hacia lo alto. Pronto toda la ciudad estuvo al tanto de lo
ocurrido. Las familias más ricas de la prefectura compraron entonces cinco animales y
los sacrificaron en el santuario que acababan de levantar a los peregrinos, junto con una
gran cantidad de frutas y flores. De momento, no hablaremos más de ellos.
Sí lo haremos, sin embargo, del monje Tang y sus discípulos, que continuaron
caminando durante más de medio mes, comiendo al amparo de los vientos y
descansando junto a los cursos de agua. Un día se toparon, de pronto, con una altísima
montaña y el monje Tang comentó, vivamente preocupado:
- Esa cordillera es realmente impresionante. No estaría de más que extremáramos las
precauciones.
- ¿Se puede saber a qué tenéis miedo? - preguntó el Peregrino, soltando la carcajada -.
Estamos en la tierra de Buda. ¿Cómo va a haber monstruos tan cerca de donde él
habita? Tranquilizaos y seguid adelante.
- No pongo en duda que estemos muy cerca del palacio de Buda - reconoció el monje
Tang -. Pero recuerda lo que nos comentaron el otro día los monjes que nos acogieron a
unos cuatro mil kilómetros de distancia. Me pregunto cuántos habremos recorrido
después de dejarlos.
- ¿Habéis vuelto a olvidar el Sutra del Corazón del Maestro del Nido de Cuervo? -
volvió a preguntar el Peregrino.
- Ese sutra - contestó Tripitaka - se ha convertido para mí en una túnica o en un cuenco
de limosnas que siempre me acompañan. Desde que lo aprendí no he dejado de repetirlo
ni un solo día. Lo recito mentalmente cada hora. ¿Cómo puedo haberlo olvidado, si soy
capaz de salmodiarlo de delante para atrás y de atrás para delante?
- No lo discuto - reconoció el Peregrino -, pero el Maestro que os lo enseñó, si mal no
recuerdo, no os lo explicó.
- ¡Qué cabeza más dura! - protestó Tripitaka -. ¿Qué te hace pensar que no conozco el
significado de todas sus palabras? ¿Acaso lo sabes tú?
- Así es - afirmó el Peregrino con rotundidad y a partir de aquel momento ni él ni
Tripitaka volvieron a hablar más de ello.
Al oírlo, Ba-Chie y el Bonzo Sha tuvieron que hacer grandes esfuerzos para no soltar la
carcajada. Ba-Chie, por fin, no pudo más y exclamó:
- ¡Menuda chulería! ¡Si toda su vida ha sido un monstruo como yo! ¿Desde cuándo se
ha dedicado a memorizar sutras o a recibir enseñanzas sobre la ley? Se las da de
entendido, pero es tan ignorante como nosotros dos juntos. ¡Como si interpretar sutras
fuera lo más fácil del mundo! ¡Eh! - añadió, dirigiéndose al Peregrino -. ¿Se puede saber
por qué vas tan callado? Venga, no te hagas de rogar y explícanos esa escritura de la que
vienes hablando con el maestro.
- ¿De verdad crees que es capaz de hacerlo? - le preguntó el Bonzo Sha aparte -.
Simplemente estaba tratando de picar al maestro en su amor propio, para animarle a
seguir adelante. Lo único que sabe es manejar su barra de hierro. ¿Quieres decirme
dónde ha podido aprender a interpretar sutras?
- ¿Es que no podéis dejar de decir tonterías, de una vez? - les regañó Tripitaka -. La
explicación de Wu-Kung no puede expresarse más que con el silencio, pero, al fin y al
cabo, se trata de una interpretación muy cercana a la realidad.
Hablando de esta forma, dejaron atrás incontables montañas. Pronto se toparon con un
monasterio y Tripitaka dijo a Wu-Kung.
- ¿Has visto ese templo de ahí delante? Aunque no es ni grande ni pequeño, sus tejas
brillan como si estuvieran hechas de tejas verdes. Su edad es indefinida; no obstante, se
ve claramente que no es ni muy viejo ni muy nuevo. Los ladrillos del muro que lo
envuelve poseen un atractivo tinte rojizo y contrastan con el verdor de las copas de los
pinos, que, aunque escasos, tienen cientos o miles de años de existencia. Cuesta trabajo
creer que hayan vivido durante tanto tiempo. ¿No oyes el rumor de las aguas? Se
introducen en el monasterio a través de una apertura abierta en el muro por una dinastía
tan antigua, que su nombre ha caído ya en el olvido. Sobre las puertas puede leerse,
escrito con grandes letras: "Monasterio Dispensador del Oro". Y un poco más allá hay
colgada una placa, que dice: "Ruinas de los Tiempos Pasados".
Tanto el Peregrino como Ba-Chie confirmaron casi al tiempo que, según lo que allí
ponía, se trataba, en efecto, del Monasterio Dispensador del Oro.
- Dispensador del Oro... - repitió para sí Tripitaka, reanudando la marcha -. ¿Es posible
que nos encontremos en el Reino de Svarasti?
- ¡Qué cosa más rara! - exclamó Ba-Chie, dirigiéndose al maestro -. Llevo siguiéndoos
yo qué sé la de años y en todo este tiempo jamás os había visto reconocer ningún lugar
hasta hoy.
- No es eso - le corrigió Tripitaka -. Lo que ocurre es que estoy totalmente
familiarizado con los sutras que relatan la vida de Buda en el Parque de Jetavana de la
ciudad de Svarasti. Según cuentan, se trataba de un espacio abierto que el maestro
Anathapindika quería comprar al príncipe Jeta, para construir un palacio en el que Buda
pudiera enseñar los sutras. El príncipe, sin embargo, se negó, diciendo: "Lo siento
mucho, pero no está en venta. Lo único que me haría cambiar de opinión sería verlo
cubierto totalmente de oro". El maestro Anathapindika no se desanimó. Cogió unas
piezas de oro y cubrió con ellas todo el parque, rompiendo, así, la resistencia del
príncipe y permitiendo al Más Respetable exponer libremente sus principios. Al ver el
nombre de ese monasterio, he pensado que, quizás, se trataba del mismo que mencionan
los textos antiguos.
- ¡Qué suerte! - exclamó Ba-Chie, riéndose -. Si es verdad eso, lo mejor que podemos
hacer es desenterrar unas cuantas de esas piezas que decís y entregárselas a la gente
necesitada - y todos se echaron a reír al tiempo que Tripitaka se bajaba del caballo.
Al entrar, vieron sentados junto a la puerta principal a unos cuantos porteadores.
Algunos llevaban sobre sus hombros las pértigas y las bolsas, mientras que otros se
hallaban descansando o charlando tranquilamente entre ellos. Al ver los finos rasgos del
maestro y el aspecto monstruoso de los discípulos que le seguían, cayeron presa del
pánico y se hicieron a un lado para dejarlos pasar. Temiendo que pudiera surgir algún
problema, Tripitaka aconsejó repetidamente a los suyos:
- Tranquilos. No es éste lugar para refriegas - y los discípulos siguieron al pie de la
letra sus consejos.
Tras cruzar el salón principal, se encontraron con un monje de aspecto sumamente
virtuoso y devoto. Su rostro poseía el fulgor de la luna llena y todo su cuerpo recordaba
el árbol de la sabiduría. Al caminar con sus sandalias por aquel suelo totalmente
empedrado, las mangas se le balanceaban como sacudidas por el viento, enredándosele
en el báculo que llevaba. Nada más verle, Tripitaka le saludó con respeto y él preguntó:
- ¿De dónde sois, maestro?
- Vuestro humilde servidor responde al nombre de Chen Hsüan-Tsang - contestó
Tripitaka - y ha sido enviado por el Gran Emperador de los Tang al Paraíso Occidental
con el fin de conseguir las escrituras budistas. El camino nos ha traído directamente
hasta vuestro muy dignísimo monasterio y nos hemos tomado la libertad de entrar a
pediros cobijo por esta noche. En cuanto haya amanecido, reanudaremos la marcha.
- ¿A qué viene tanta prisa? - replicó el monje -. Este monasterio es visitado por
caminantes de todo el mundo y normalmente se quedan todo el tiempo que desean.
Siendo un maestro de las Tierras del Este, constituirá para nosotros un gran motivo de
honor serviros con el respeto que merecéis.
Después de darle las gracias, Tripitaka hizo un gesto a sus discípulos para que le
siguieran. Antes de llegar a los aposentos del guardián del monasterio, caminaron a lo
largo de un pasillo en el que se amontonaban las cajas llenas de ofrendas. El primero de
entre los monjes los recibió con grandes muestras de cariño y respeto, haciéndolos
sentar en los puestos reservados a los huéspedes de mayor dignidad. Para no desentonar,
tanto el Peregrino como sus dos hermanos tomaron asiento en uno de los lados con las
manos cruzadas en señal de recogimiento. La noticia de su llegada corrió, como un
huracán, por todo el monasterio y al punto acudieron a presentarles sus respetos cuantos
moraban en él, sin importar la edad, el estado o la dignidad que ostentaban. Les
ofrecieron a continuación una taza de té y se iniciaron los preparativos para servirles
una espléndida cena vegetariana.
Antes que el maestro hubiera terminado de dar las gracias, Ba-Chie ya se había
engullido una gran cantidad de bollos, verduras y sopa de fideos. Para entonces los
aposentos del guardián se hallaban totalmente llenos de gente. Los más inteligentes de
entre ellos se dedicaron a admirar la finura de rasgos de Tripitaka, mientras los más
estúpidos alababan, asombrados, la facilidad con la que el Idiota iba despachando un
plato tras otro. El Bonzo Sha se dio cuenta en seguida de lo que estaba ocurriendo y,
bajando la voz, le sugirió:
- ¿Por qué no comes un poco más despacio?
- ¿Por qué habría de hacerlo? - protestó Ba-Chie, perdiendo la paciencia -. ¿Es que no
comprendes que tengo el estómago totalmente vacío?
- Me temo - contestó el Bonzo Sha, tratando de aplacarle - que, aunque haya por ahí
muchas personas distinguidas, en lo tocante a comida, tú y yo somos algo más que
hermanos.
Ba-Chie pareció perder el mal humor, al tiempo que Tripitaka volvía a dar las gracias y
los criados retiraban la mesa. Uno de los monjes hizo algunas preguntas sobre la historia
de las Tierras del Este, a las que el monje Tang respondió de una forma, a la vez,
extensa y amena. Agradecido, el monje explicó, a su vez, por qué aquel lugar era
conocido como el Monasterio Dispensador del Oro.
- Antes - dijo con visible satisfacción - era conocido como el Parque de Jetavana, pero
el maestro Anathapindika, del Reino de Svarasti, cubrió totalmente su suelo con piezas
de oro, para que Buda pudiera explicar aquí los sufras, y se le cambió el nombre por el
que ahora tiene. Como os digo, hasta hace aproximadamente una generación, este lugar
pertenecía al Reino de Svarasti y el maestro Anathapindika lo honraba con su presencia,
por lo que el nombre completo de nuestro monasterio es Distribuidor del Oro y
Benefactor de los Huérfanos y Necesitados. En la parte de atrás aún se conservan los
cimientos del Parque de Jetavana. Debió de tratarse de un lugar extremadamente rico,
pues no hace muchos años una tormenta hizo aparecer una gran cantidad de oro, plata y
perlas. No fueron pocos los que se beneficiaron de tan inesperado hallazgo.
- ¡Así que es verdad lo que se cuenta! - exclamó Tripitaka, visiblemente satisfecho -. Al
entrar hemos visto junto a la puerta, a unos cuantos porteadores y mercaderes con sus
caballos, sus carretas y sus muías. ¿A qué obedece su preferencia por este lugar?
- La montaña en la que está enclavado el monasterio - explicó el monje - recibe el
nombre de los Ciempiés. Hasta no hace mucho ha sido un lugar relativamente seguro,
pero últimamente han empezado a aparecer debido quizás, a cambios meteorológicos,
infinidad de alimañas, que se han cebado despiadadamente sobre los caminantes.
Aunque las heridas que han producido nunca han adquirido el carácter de mortales, la
verdad es que el número de viajeros ha descendido considerablemente. Un poco más
adelante se encuentra el paso del Canto del Gallo, por el que los mercaderes no se
atreven a cruzar hasta que los gallos no hayan cantado. Como ha empezado ya a
oscurecer, las gentes con las que os habéis topado a la puerta no han querido correr
riesgos innecesarios y se han refugiado en nuestro monasterio a la espera de que rompa
el día y la mañana se llene de cantos de gallo.
- En ese caso - concluyó Tripitaka -, también nosotros haremos lo mismo - y
continuaron charlando.
Para hacer más agradable la velada, trajeron unos cuantos platos vegetarianos. De esa
forma, aquella noche Tripitaka y sus discípulos se vieron obligados a cenar dos veces.
Poco después el Peregrino y él salieron a dar un paseo para gozar de la belleza de la
luna, que se hallaba ya en cuarto menguante. Nada más trasponer la puerta, se les acercó
un sirviente, que dijo:
- Sería un honor para nuestro venerable maestro poder charlar con vos.
Tripitaka se dio inmediatamente la vuelta y vio a un monje muy entrado en años, que se
ayudaba para caminar con una caña de bambú. Con inesperado respeto inclinó la cabeza
y le preguntó:
- ¿Sois vos el maestro que acaba de llegar de China?
- No merezco semejante título - contestó Tripitaka, devolviéndole el saludo, que el
anciano aceptó, complacido, para volver a preguntar a renglón seguido:
- ¿Cuántos años tenéis?
- Me temo que, sin haber hecho grandes cosas, son ya cuarenta y cinco los años que
llevo cumplidos - respondió Tripitaka -. ¿Tenéis la amabilidad de decirme cuál es
vuestra edad?
- Os saco más de sesenta años - aseguró el anciano, echándose a reír -, aunque, sin
lugar a dudas, mis obras no pueden compararse con las vuestras.
- Así que tenéis ciento cinco años - dijo el Peregrino -. ¿Seríais capaz de calcular
cuántos tengo yo?
- Se nota que, aunque sois más viejo de lo que aparentáis, vuestro espíritu está siempre
alerta - contestó el anciano -. De todas formas, poseo una vista muy débil y encuentro
cierta dificultad en veros con toda claridad a la luz de la luna.
Hablando de cosas intrascendentes, llegaron a la boca de un pasillo que se antojaba
muy largo y Tripitaka se atrevió a decir:
- Hablando con los otros monjes, han salido a relucir los cimientos del antiguo Parque
de Jetavana. ¿Tenéis la amabilidad de indicarme dónde se encuentran exactamente?
- Detrás de esa puerta - contestó el anciano e inmediatamente ordenó abrirla.
Ante ellos se abrió de repente un espacio totalmente vacío, en el que se veían algunos
montones de tierra procedentes, seguramente, de los antiguos muros. Emocionado, el
maestro juntó las palmas de las manos y, suspirando, dijo:
- Esto me trae a la mente a Sudatta, que repartió todas sus joyas y cuanto poseía para
alivio de los pobres. Por su causa Jetavana será siempre recordado de generación en
generación. No hay arhat con el que podamos compararnos ninguno de nosotros - y
continuaron caminando, gozando de la belleza incomparable de la luna.
Después de trasponer la puerta trasera, llegaron a una pequeña terraza y se sentaron a
descansar. De pronto oyeron llorar a alguien. Tripitaka afinó cuanto pudo el oído y
descubrió que se trataba de una mujer que se quejaba amargamente de que sus padres no
comprendieran la profundidad de su dolor. Movido a compasión, también él terminó
abandonándose al llanto y preguntó, volviéndose hacia los monjes que le acompañaban:
- ¿Quién se queja de una forma tan lastimera?
Al oírlo, el anciano ordenó a los demás que volvieran inmediatamente al interior del
monasterio a preparar el té. En cuanto se hubieron marchado, se inclinó con inesperado
respeto ante el Peregrino y el monje Tang, que se apresuró a levantarle del suelo,
diciendo:
- ¿Puede saberse por qué hacéis esto?
- Dado que tengo más de cien años, poseo cierto conocimiento de los asuntos humanos
- contestó el anciano -. En mis muchas horas de larga meditación he llegado a tener
ciertas visiones, que me han hecho comprender que tanto vos como vuestro discípulo
pertenecéis a una casta muy peculiar. Es por eso por lo que tengo fundadas esperanzas
de que podáis poner fin a cierto espinoso asunto.
- Estamos prestos a escuchar de qué se trata - afirmó el Peregrino.
- Hace exactamente hoy un año - explicó el anciano - me encontraba meditando sobre
la relación existente entre nuestra naturaleza y la luna, cuando una brisa ligera trajo
hasta mis oídos el sonido inconfundible de la tristeza y la protesta. Me levanté en
seguida del lecho y me dirigí a los restos del Parque de Jetavana a echar un vistazo. Allí
me topé con una muchacha hermosísima, a la que pregunté, sorprendido: "¿A qué
familia perteneces y por qué te encuentras aquí?". "Soy la hija del Rey de la India -
contestó ella -. Estaba contemplando la belleza de las flores a la luz de la luna, cuando
se levantó de pronto un viento huracanado, que me ha traído directamente hasta este
lugar." Sin pérdida de tiempo la hice encerrar en una habitación vacía, que tapé
inmediatamente con un muro, como si se tratara de una prisión. Sólo dejé un pequeño
agujero en la parte izquierda de lo que había sido la puerta, por donde le pasaba un
cuenco de arroz. Al día siguiente comuniqué lo ocurrido a los otros monjes, a los que
hice ver que, sin lugar a dudas, se trataba de un monstruo. De todas formas, como
somos personas en las que deben descollar los sentimientos de compasión, les informé
que no iba a matarla, comprometiéndome, por el contrario, a ofrecerle todos los días dos
cuencos de arroz y un poco de té. La muchacha no tardó en dar pruebas de una
inteligencia fuera de lo común. Temiendo que alguno de los monjes pudiera violarla, se
hizo pasar por loca y empezó a dormir y a revolcarse sobre sus propios excrementos.
Durante el día no deja de mascullar palabras ininteligibles, adoptando una actitud lerda
y totalmente ida. Por la noche, por el contrario, se pone a llorar y a añorar a voz en grito
la presencia de sus padres. Varias veces he recorrido la capital de cabo a rabo en busca
de sus progenitores, pero nadie me ha sabido dar razón de ellos. Eso me ha movido a
mantenerla encerrada todo este tiempo, negándome obstinadamente a ponerla en
libertad. Ahora que nos ha cabido la enorme fortuna de conocer a personas de vuestra
categoría, no estaría de más que ejercitarais el poder de vuestro portentoso dharma y
tratarais de arrojar un poco de luz sobre este asunto. No sólo nos aseguraréis con ello un
futuro dedicado por completo a la práctica de la virtud, sino que, de esa forma, pondréis
de manifiesto, ante los que aún dudan de la bondad de vuestra empresa, que la santidad
se mueve al ritmo de vuestros pasos.
El Peregrino y Tripitaka guardaron ese relato en su memoria, pero no pudieron hacer
ninguna pregunta, porque en ese momento se presentaron dos monjes a invitarlos a
tomar el té y tuvieron que regresar al monasterio. Cuando entraron en los aposentos del
guardián, oyeron quejarse a Ba-Chie, comentando maliciosamente con el Bonzo Sha:
- Parece mentira que no sepan que debemos ponernos en camino, tan pronto como
hayan cantado los gallos. ¿Por qué no vendrán, de una vez, a dormir?
- ¿Se puede saber por qué estás siempre diciendo tonterías? - le regañó el Peregrino.
- Déjate de lecciones y túmbate en tu lecho - se defendió Ba-Chie -. ¿Es que no has
visto lo tarde que es?
Tras despedirse del anciano, el monje Tang se retiró a descansar. Era exactamente la
hora en que la luna se esconde en el cielo, las flores comienzan a soñar y se desvanecen
todos los sonidos. Una brisa suave sacudía ligeramente las esteras que cubrían las
ventanas. El reloj de agua fue descendiendo claramente de nivel, mientras la Vía Láctea
brillaba como si fuera una lámpara 1 que alumbrara todos los rincones del cosmos.
Apenas habían logrado conciliar el sueño, cuando se escuchó el primer canto del gallo
mañanero. Los porteadores y mercaderes que habían pasado la noche a las puertas del
monasterio empezaron a cocinar un poco de arroz entre el alboroto de sus
conversaciones y el estallido de sus bostezos. En cuanto vieron que el maestro se había
levantado, Ba-Chie y el Bonzo Sha recogieron el equipaje y ensillaron al caballo. El
Peregrino fue en busca de unas cuantas teas, pero no fue necesario, porque los monjes
se habían levantado mucho antes que ellos para prepararles algo de comer, que estaba
ya servido en la parte de atrás. Sin encomendarse a nadie, Ba-Chie se tragó un plato
entero de bollos. El Bonzo Sha apenas si probó bocado, prestando más atención al
equipaje y al caballo. Tripitaka y el Peregrino, por su parte, fueron a dar las gracias, una
vez más, a los monjes, que con tanta hospitalidad los habían tratado.
- No olvidéis, os lo ruego, el asunto de la muchacha del que os hablé - les recordó el
anciano, al despedirse.
- Estad tranquilo - replicó el Peregrino -. En cuanto lleguemos a la ciudad,
escucharemos con atención cuanto allí se diga y escrutaremos todos los rostros.
Los porteadores y mercaderes, dando voces y riendo ruidosamente, los siguieron a lo
largo del camino principal. A eso de la hora del tigre atravesaron el paso del Canto del
Gallo, pero no atisbaron los bastiones de la ciudad hasta la de la serpiente 2. La capital
brillaba de tal manera, que parecía como si estuviera hecha de hierro o de metal. De
alguna forma, recordaba las islas de los inmortales o alguna de las circunscripciones del
Reino de lo Alto. De lejos parecía un dragón enroscado o un tigre sentado. De las torres
con forma de fénix salía una especie de neblina multicolor, que abrazaba toda la ciudad
y, en especial, el palacio del señor que regía sus destinos. Un grupo de montañas,
colocadas estratégicamente en círculo, protegían aquel maravilloso emplazamiento
humano. La luz del amanecer encendía los estandartes imperiales, transformándolos en
auténticas antorchas de seda. Junto a los puentes resonaba el mágico concierto de la
primavera. Se notaba que aquel país era próspero, porque el señor que lo regía cultivaba
asiduamente la virtud, propiciando, así, la abundancia de las cosechas y evitando que las
gentes pasaran hambre.
Nada más poner el pie en los arrabales de la parte oriental, los porteadores y
mercaderes se despidieron de los peregrinos y se metieron en una posada. Éstos, por el
contrario, continuaron la marcha y entraron en la ciudad, donde no tardaron en toparse
con el Pabellón de los Dignatarios Extranjeros. Al verlos, uno de los funcionarios
encargados de su custodia corrió a informar a su superior inmediato, diciendo:
- Acaban de llegar cuatro monjes con un aspecto realmente monstruoso, que traen de
las riendas un caballo blanco.
Al oír mencionar el caballo, el encargado supo en seguida que se trataba de personajes
en alguna misión oficial y salió a darles la bienvenida al salón en el que reinaba más
lujo. Después de saludarle con el respeto que de él se esperaba, Tripitaka explicó:
- Vuestro humilde servidor es un enviado del Gran Emperador de los Tang, en las
Tierras del Este, al Monasterio del Trueno, en la Montaña del Espíritu, para presentar
sus respetos a Buda y conseguir las escrituras sagradas. Trae consigo un documento de
viaje que desearía fuera sellado personalmente por el señor de estas tierras. Si no os
supone mucha molestia, desearía, igualmente, disfrutar de vuestra hospitalidad, hasta
que hayan concluido dichos trámites. Llegado ese momento, este indigno monje se
pondrá de nuevo en camino.
- No debéis preocuparos por eso - respondió el encargado en el mismo tono -. He
dispuesto ya de todo lo necesario para que gocéis entre nosotros de la estancia más
agradable posible. Pasad, pasad, os lo suplico.
Encantado por semejante recibimiento, Tripitaka se volvió hacia sus discípulos y les
ordenó que entraran a presentar también sus respetos. Al ver aquellos rostros tan
horripilantes, el encargado se puso a temblar de miedo, sin saber exactamente si se
trataba de monstruos o de seres humanos. Pese a todo, sacó fuerzas de flaqueza y
supervisó, con la dedicación que de él se esperaba, el servicio del té y de algo de comer.
Al comprender lo asustado que estaba, Tripitaka le dijo con voz serena:
- No tengáis miedo. Es posible que mis discípulos sean feos en extremo, pero poseen un
natural bondadoso. Como afirma el dicho, "rostros salvajes esconden a veces personas
amables". No hay, pues, nada que temer.
- ¿Dónde se encuentra la corte de los Tang? - preguntó el encargado, tranquilizado por
aquellas palabras.
- En China - respondió Tripitaka -, en el continente austral de Jambudvipa.
- ¿Cuándo iniciasteis vuestro viaje? - volvió a preguntar el encargado.
- El año decimotercero del período Chen-Kwang - contestó, una vez más, Tripitaka -.
Antes de llegar a esta muy digna comarca, me he visto obligado, durante catorce largos
años, a vadear diez mil ríos y a trasponer mil cordilleras.
- ¡En verdad sois un monje virtuoso en extremo! - exclamó el funcionario, admirado.
- ¿Puedo preguntaros - dijo, entonces, Tripitaka - cuántos siglos tiene el muy noble
reino al que tan fielmente servís?
- Como ya sabéis - respondió el encargado -, os encontráis en el Gran Reino de la India.
Han pasado quinientos años desde el momento de su fundación por parte del
incomparable Tai - Chung. El soberano que ahora nos rige siente una predilección
especial por las montañas, las flores, los arroyos y las plantas en general. Se llama I-
Chung y su reino ha recibido el nombre de Ching-Yen. Van a cumplirse veintiocho años
desde que se sentó por primera vez en el trono de sus antepasados.
- Si no os importa - le interrumpió Tripitaka -, me gustaría tener una audiencia con él
para poder sellar los documentos de viaje que llevo conmigo. ¿Sabéis cuándo se reúne
la corte?
- Habéis llegado en el mejor momento - explicó el encargado -. La hija de nuestro
soberano acaba de cumplir veinte años y ha hecho construir en el cruce de las calles más
concurridas una artística torre, desde la que arrojará una pequeña bolita bordada, para
determinar quién es la persona escogida por el Cielo para ser su esposo. Hoy
precisamente es el día fijado para tan magno acontecimiento y supongo que el rey
alargará más de lo habitual el tiempo dedicado a las audiencias públicas. Opino, por
tanto, que, si deseáis que os sellen vuestro documento de viaje, no debéis perder más
tiempo.
Tripitaka se sentía tan excitado, que se hubiera marchado a la corte, sin probar nada de
lo que acababan de servirles, si el funcionario no se lo hubiera pedido expresamente.
Por no desairar a su anfitrión, se sentó a la mesa y tomó unos cuantos bocados en
compañía de sus discípulos. A eso del mediodía no pudo aguantarlo más y, poniéndose
de pie, anunció:
- Creo que ha llegado el momento de marcharme.
- Iré con vos - se apresuró a decir el Peregrino.
- También yo os acompañaré - anunció Ba-Chie con decisión.
- Es mejor que no lo hagas - le aconsejó el Bonzo Sha -. Tienes que reconocer que eres
demasiado feo y puedes asustar a todo el mundo. ¿Qué piensas hacer, cuando llegues a
la corte? ¿Hacerte pasar por un tío gordo? No, no. Lo apropiado es que vaya sólo Wu-
Kung con él.
- Wu-Ching tiene razón - confirmó Tripitaka -. El Idiota posee unos modales
demasiado toscos, mientras que Wu-Kung sabe portarse cortésmente, cuando así lo
desea.
- Quitándoos a vos - se quejó Ba-Chie, alargando el hocico -, todos los demás somos
feos en extremo. ¡No comprendo a qué vienen esas distinciones!
Tripitaka no se dignó contestarle. Se puso la túnica de los bordados y abandonó el
pabellón, seguido del Peregrino, que portaba la bolsa con los documentos. Las calles
estaban plagadas de hombres, desde literatos a iletrados, pasando por labradores,
comerciantes, escritores, artesanos y gentes de estudios, que se decían, muy animados,
unos a otros:
- ¡Vayamos cuanto antes a esa ceremonia de la bola bordada!
- ¡Qué raro! - comentaron entre sí Tripitaka y el Peregrino -. Las gentes de aquí no se
diferencian gran cosa en su manera de vestir, de comportarse y hasta de hablar de las
que habitan en los territorios del Gran Tang. Todo esto me recuerda a mis padres, que
también contrajeron matrimonio por medio de ese sistema de arrojar desde lo alto de
una torre una pequeña bolita llena de bordados. ¡Cuesta trabajo creer que aquí exista
una costumbre como ésa!
- ¿Qué os parece si vamos también nosotros a ver lo que pasa? - sugirió el Peregrino.
- No, no - se negó Tripitaka inmediatamente -. ¿No te das cuenta de que no vamos
vestidos como debiéramos? En ocasiones como ésta la gente se vuelve suspicaz con los
monjes.
- ¿Habéis olvidado la promesa que hicimos al guardián del Monasterio Distribuidor del
Oro y Benefactor de los Huérfanos y Necesitados? - preguntó el Peregrino -. Opino que
deberíamos llegarnos hasta esa torre y tratar de distinguir lo auténtico de lo falso.
Debéis tener presente, por otra parte, que en un día como éste el rey estará más
preocupado del futuro de su hija que de los asuntos de estado. ¿Qué hay de malo en que
vayamos a ese cruce de calles?
Tripitaka comprendió que tenía razón y le siguió hasta el punto escogido para arrojar la
bolita recubierta de bordados. ¡Qué poco sospechaban entonces que iban a convertirse
en víctimas del pescador que arroja a la vez el anzuelo y las redes, para sacarlas llenas
de maldades e intrigas! Hacía exactamente un año que, movido por su amor a las
montañas, a las flores, a los arroyos y a las plantas, el rey de la India había conducido a
su esposa y a su hija al espléndido jardín del palacio para gozar juntos de la luz de la
luna. Sus movimientos despertaron la curiosidad de un monstruo, que secuestró a la
princesa y se hizo pasar por ella. Sabiendo de antemano la hora, el día, el mes y el año
exactos en los que el monje Tang habría de pasar por aquella región, hizo levantar
aquella torre tan espléndida, con el fin de atraerle hacia ella y tomarle por esposo.
Estaba ansiosa por apoderarse de la fuerza vital de su yang y, así, convertirse en una
inmortal superior de la Gran Mónada. Cuando Tripitaka y el Peregrino consiguieron
llegar hasta la torre, abriéndose camino entre la gente allí congregada, habían pasado ya
tres cuartos de la hora del mediodía. En aquel mismo momento la princesa, rodeada de
setenta doncellas vestidas con túnicas de vivísimos colores, levantó en alto las varillas
de incienso reservadas para el Cielo y la Tierra e hizo como si orara respetuosamente en
silencio. A su lado había una sirvienta con la bolita de los bordados. La torre disponía
de ocho ventanas a cual más espléndidas. La princesa miró por una de ellas a la multitud
congregada a sus pies. Al ver acercarse al monje Tang, cogió la bola y se la tiró con
todas sus fuerzas. Los bordados le golpearon con tal ímpetu en la cabeza, que casi se le
cae al suelo el sombrero que llevaba. Desconcertado, el monje Tang trató de coger en
sus manos la bolita, pero lo hizo con tal torpeza, que se le metió por las mangas.
- ¡Ha caído encima de un monje! - gritaron todos cuantos se encontraban al pie de la
torre.
Los mercaderes y comerciantes empezaron a empujar, desesperados, con el fin de
hacerse con la bola de los bordados. Comprendiendo que podían terminar aplastados por
la multitud, el Peregrino lanzó un grito tan fuerte como un trueno, al tiempo que
abombaba el pecho y se convertía en un ser de cerca de diez metros de altura y un rostro
horripilante en extremo. La multitud retrocedió, aterrorizada, dando tumbos. Tan pronto
como se hubieron dispersado, el Peregrino recobró la forma que le era habitual.
Mientras esto ocurría las doncellas y los eunucos del palacio, tanto los jóvenes como los
entrados ya en años, bajaron a toda prisa de la torre y, echándose a los pies del monje
Tang, dijeron con increíble respeto:
- Entrad, por favor, en la corte, para que todos os expresen sus parabienes.
Tripitaka los hizo levantar inmediatamente del suelo y, volviéndose hacia el Peregrino,
le regañó, malhumorado, entre dientes:
- ¡Maldito mono! ¡Otra vez has vuelto a burlarte de mí!
- No es culpa mía que la bolita os pegara en la cabeza y se os metiera después por la
manga - se defendió el Peregrino, sonriendo -. ¿Queréis explicarme qué tengo que ver
yo con eso?
- ¿Qué voy a hacer yo ahora? - suspiró Tripitaka.
- Tranquilizaos e id a tener la primera entrevista con vuestro futuro suegro - sugirió el
Peregrino -. Mientras tanto, volveré al pabellón a informar a Ba-Chie y al Bonzo Sha de
lo ocurrido. Allí esperaremos vuestras noticias. Si la princesa se niega a casarse con vos,
pedid al soberano que os selle el documento de viaje y continuaremos tranquilamente
nuestro camino. Si, por el contrario, insiste en desposarse con vos, decid a su majestad
que deseáis vernos para darnos ciertas instrucciones. En cuanto nos hallemos en el
interior del palacio, trataré por todos los medios de distinguir lo auténtico de lo falso.
Ése es el plan que he trazado para acabar con un monstruo por medio del matrimonio.
Al monje Tang no le quedó más remedio que aceptarlo y, de esa forma, el Peregrino
pudo regresar al Pabellón de los Dignatarios Extranjeros. No se había perdido calle
abajo, cuando las doncellas y los eunucos del palacio imperial condujeron al maestro al
interior de la torre. La princesa le tomó en seguida de la mano y le condujo a la carroza
real. El cortejo se puso inmediatamente en camino hacia la corte. El Guardián de la
Puerta Amarilla corrió a informar al rey de lo ocurrido, diciendo:
- Acaban de llegar la princesa y el monje sobre el que cayó la bolita de los bordados y
esperan vuestras órdenes para entrar a presentaros sus respetos.
Su majestad no se sintió complacido ante tan inesperadas noticias. Le hubiera gustado
despedir inmediatamente a aquel monje libertino, pero como, de momento, desconocía
los sentimientos de la princesa, no tuvo más remedio que hacerlos pasar a su presencia.
Cogidos de la mano, la dama y el monje penetraron en el Salón de los Carillones de
Oro. Era como si el Bien y el Mal hubieran decidido convertirse en marido y mujer y se
hubieran inclinado respetuosamente ante el trono. Una vez concluida la ceremonia de
intercambio de saludos, el rey los invitó a tomar asiento y preguntó a Tripitaka:
- ¿De dónde sois y cómo es que os cayó encima la bola de mi hija?
- Este humilde servidor vuestro - contestó el monje Tang, echándose rostro en tierra -
es un enviado del Gran Emperador de los Tang, en el continente austral de Jambudvipa,
al Monasterio del Trueno, en el Paraíso Occidental, con el fin de presentar sus respetos
a Buda y conseguir las escrituras sagradas. Durante todo el trayecto he traído conmigo
un documento de viaje, que deseaba que vos firmarais para poder atravesar vuestros
muy dignos territorios. Con tal propósito decidí venir a solicitar una audiencia, pero, al
pasar por la torre en la que se encontraba vuestra hija, tuve la extraña fortuna de ser
golpeado por la bolita bordada que ella arrojó. No lo toméis a mal, pero ¿cómo puede
una persona como yo, que ha renunciado a la familia para abrazar las estrictísimas
normas del monacato, convertirse en consorte imperial? Es un privilegio al que jamás he
aspirado. Por eso, os suplico que firméis los documentos que traigo conmigo y me
permitáis partir cuanto antes hacia la Montaña del Espíritu. Os prometo que, en cuanto
me haya entrevistado con Buda y haya regresado a mi tierra con las escrituras que he
venido a buscar, todo el mundo celebrará durante generaciones sin fin vuestra
inabarcable generosidad.
- Si, como afirmáis, sois un sabio de las Tierras del Este - concluyó su majestad -, es
como si hubierais sido conducido hasta aquí por un hilo invisible para contraer
matrimonio. Mi hija acaba de celebrar su vigésimo cumpleaños y aún no se ha acostado
con ningún hombre. Eso la ha movido a determinar el año, el mes, el día y la hora más
propicios para subir a la torre que ella misma ha hecho construir y lanzar desde allí su
bolita cubierta de bordados. Según todos los indicios, vos habéis sido el afortunado. No
debe ocultaros que vuestra buena fortuna no nos satisface en absoluto, pero la decisión
depende totalmente de la princesa.
- ¡Padre! - exclamó la princesa, golpeando repetidamente el suelo con la frente -, existe
un proverbio que afirma: "Quien se desposa con un pollo sigue los pasos de un pollo y
la que lo hace con un perro se convierte en seguidora de un perro". No es un secreto
para nadie que, cuando comencé a tejer esta bola, juré ante el Cielo y la Tierra
desposarme con el hombre al que le cayera encima, porque ésa sería la persona a la que
habría estado destinada desde el principio del tiempo. ¿Qué importa que el elegido sea
un monje? Está claro que nuestro encuentro se debe a una afinidad que ya poseímos en
existencias anteriores. ¿Cómo explicáis, si no, que haya venido desde tan lejos? No
puedo echarme atrás en mi decisión, porque a nadie le está permitido alterar
impunemente los designios del hado.
El rey manifestó entonces su aprobación e hizo llamar al astrónomo imperial con el fin
de que determinara la fecha más propicia para la celebración de la boda. Igualmente,
ordenó la inmediata preparación del ajuar y dictó un bando comunicando a todo el reino
tan fastuosa nueva. Lejos de expresar gratitud, Tripitaka agachó la cabeza y suplicó en
tono lloroso:
- ¡Por lo que más queráis, dejadme partir!
- ¡No hay quien entienda a estos monjes! - exclamó el rey, perplejo -. Pongo a su
disposición todas las riquezas de mi reino, ofreciéndole, incluso, la posibilidad de
convertirse en mi yerno y, en vez de agradecérmelo, insiste en que le permita marchar
en busca de esas escrituras. Está bien. Si persiste en no quererse casar con mi hija, que
los guardias le saquen de aquí y le corten la cabeza.
Temblando de pies a cabeza, el maestro empezó a golpear el suelo con la frente y
exclamó con voz insegura:
- ¡Doy gracias a su majestad por la misericordiosa actitud que muestra hacia este
humilde servidor! Sabed que estoy dispuesto a cumplir todos y cada uno de vuestros
deseos, pero han venido conmigo tres discípulos, a los que desearía entregar mis últimas
recomendaciones como monje. Os suplico, por tanto, que tengáis a bien hacerlos venir a
la corte y selléis sus documentos de viaje, para que puedan proseguir sin dilación su
marcha hacia el Oeste.
- ¿Dónde se encuentran esos discípulos de los que habláis? - preguntó el rey, más
calmado.
- En el Pabellón de los Dignatarios Extranjeros - contestó Tripitaka.
El rey ordenó que fueran conducidos inmediatamente a su presencia, para sellar los
documentos que portaban y permitirles reemprender el viaje hacia el Paraíso Occidental.
El maestro, por su parte, debía permanecer para siempre en el palacio y ser respetado
por todos como yerno imperial. Sobre tan complicada situación disponemos de un
poema que afirma:
Con el fin de no dejar escapar 3 el gran elixir es preciso conservar intactos los tres principios
vitales 4. No se puede construir el palacio de la ascesis sobre una relación marcada por el odio.
El auténtico sabio debe entregarse a las enseñanzas del Tao y a la práctica de la virtud. Sólo
entonces podrá gozar plenamente de las bendiciones del Cielo. Para que la iluminación se
apodere por completo de un ser, es necesario mantener bajo control los seis sentidos 5. El único
camino de alcanzar la perfección es renunciando a los sentimientos y a la mente. Quien desee
alcanzar la trascendencia debe vaciarse de todo cuanto es.
De momento, no hablaremos más del monje Tang. Sí lo haremos, sin embargo, del
Peregrino, que, tras abandonar al maestro a su suerte a los pies mismos de la torre,
regresó al pabellón en el que estaban hospedados, sin poder contener la risa. Al verle tan
contento, Ba-Chie y el Bonzo Sha le preguntaron, sorprendidos:
- ¿Se puede saber qué es lo que te hace reír tanto? ¿Dónde has dejado, además, al
maestro?
- ¿El maestro? - repitió el Peregrino, abandonándose a las carcajadas -. Acaba de
encontrar la felicidad que andaba buscando.
- ¿Dónde, si aún no hemos llegado a nuestro destino ni nos hemos entrevistado con
Buda, para que nos haga entrega de las escrituras? - volvió a preguntar Ba-Chie, cada
vez más sorprendido.
- Cuando nos dirigíamos a palacio - explicó el Peregrino -, llegamos a un cruce en el
que se levantaba una artística torre, desde la que la princesa heredera lanzó una bolita
llena de bordados que fue a caer justamente encima del maestro. Inmediatamente
salieron las doncellas y los eunucos y, tras presentarle a la dama, le llevaron al palacio
imperial, montado en una carroza. Allí será declarado dentro de muy poco príncipe
consorte. Decidme a ver si no es eso una gran felicidad.
- ¡Debería haber sido yo el afortunado! - exclamó Ba-Chie, golpeándose el pecho con
los puños y dando ridículas patadas en el suelo -. ¡Todo es culpa de ese bobo de Wu-
Kung! Si no se hubiera opuesto a que fuera con el maestro, habría pasado por debajo de
la torre y la bolita de la princesa habría caído sobre mí. ¡Hubiera sido, realmente,
fantástico! ¡Qué vida me hubiera pegado yo entonces! ¡Me hubiera comportado como
un auténtico caballero y no hubiera hecho otra cosa que divertirme y comer!
- ¿No te da vergüenza hablar así? - le regañó el Bonzo Sha, dándole un tortazo -.
¡Menuda bocaza la tuya! Compras un burro viejo por tres monedas de cobre y en
seguida te pones a hablar de lo buen jinete que eres. Si te hubiera caído encima esa
bolita de bordados, te hubieran repudiado inmediatamente. ¡Nadie mete dentro de su
casa a la desgracia en persona!
- ¡Un aguafiestas como tú jamás se preocupa por nada! - se defendió Ba-Chie -.
Reconozco que soy un poco feo, pero muy poca gente posee la elegancia que a mí me
sobra. Como muy bien decían los antiguos, "por muy burdo que parezca un cuerpo, su
constitución es fuerte". Vamos, que hay gustos para todos.
- ¡Deja de decir tonterías, de una vez! - le urgió el Peregrino -. Lo mejor que podemos
hacer es recoger, de una vez, nuestras cosas. O mucho me equivoco o el maestro está a
punto de hacernos llevar a la corte, para que le protejamos.
- No estés tan seguro - replicó Ba-Chie -. En cuanto haya dado su conformidad, el
maestro se acostará sin dudar con la hija del rey. ¿Para qué necesita nuestra protección,
si no va a seguir escalando montañas infectadas de monstruos y demonios? A no ser
que, claro está, no sepa a sus años lo que se hace con una mujer en la cama y tengas que
enseñárselo tú.
- ¡Maldito ignorante rijoso! - le insultó el Peregrino, agarrándole de las orejas y
sacudiendo el puño delante de sus narices -. ¿Cómo puedes ser tan poco respetuoso?
Cuando más acalorada parecía ser su discusión, se presentó el encargado del pabellón y
les comunicó:
- Acaba de llegar un enviado de la corte con una invitación para vuestras reverencias.
- ¿Para nosotros? - repitió Ba-Chie.
- Según parece - explicó el encargado -, vuestro maestro tuvo la buena fortuna de ser
golpeado por la bolita de bordados que arrojó la princesa y desea que os reunáis con él
en el palacio imperial.
- ¿Dónde está ese enviado? - inquirió, por su parte, el Peregrino -. Hacedle pasar
inmediatamente.
Aunque el enviado saludó al Peregrino con el respeto que de él se esperaba, no se
atrevió a levantar la vista del suelo, preguntándose, una y otra vez, vivamente
preocupado:
- ¿Quién será este tipo? ¿Un diablillo, un monstruo, un dios del trueno o un yaksa?
- ¿Por qué no decís nada? - le increpó el Peregrino -. ¿Se puede saber en qué estáis
pensando?
Temblando de pies a cabeza, le entregó con las dos manos la orden imperial y
balbuceó, muerto de miedo:
- Mi señora, la princesa, os invita a reuniros cuanto antes con ella en palacio.
- ¿De qué tenéis miedo? - preguntó Ba-Chie, divertido -. No tenemos ningún
instrumento de tortura. Además, no es nuestra intención golpearos. Así que, si no os
importa, hablad todo lo despacio que podáis.
- ¿Qué te hace pensar que son los palos lo que le hace temblar? - exclamó el Peregrino,
soltando la carcajada -. ¡Es tu cara lo que le da miedo! Venga, coge el equipaje, de una
vez, y vayamos cuanto antes a la corte. ¡Ah! y no te olvides del caballo.
En verdad es difícil mantenerse en el justo medio, ya que el camino es sumamente
estrecho y el amor termina convirtiéndose casi siempre en odio.
De momento, no sabemos lo que dijeron, cuando se encontraron en presencia del rey.
El que desee averiguarlo tendrá que escuchar con atención lo que se dice en el capítulo
siguiente.
CAPITULO XCIV
Decíamos que tanto el Peregrino como sus dos hermanos siguieron al funcionario real
hasta los mismos aledaños del palacio. El guardián de la Puerta Amarilla los condujo
inmediatamente a la presencia del rey, pero, en contra de lo que se esperaba de ellos, no
se inclinaron ante el trono.
- ¿Cómo os llamáis? - les preguntó el soberano -. ¿De dónde sois originarios? ¿Por qué
decidisteis haceros monjes y qué clase de escrituras son esas que andáis buscando?
El Peregrino dio un paso al frente e hizo ademán de llegarse hasta donde se hallaba su
majestad, pero se lo impidió la guardia imperial, gritando, autoritaria:
- ¡Deteneos donde estáis! ¡Si deseáis decir algo, hacedlo desde el punto donde os
encontráis!
- Los que hemos renunciado a la familia - dijo el Peregrino, sonriendo - damos un paso,
cuando estamos seguros de que podemos hacerlo.
Aunque no dijeron nada, Ba-Chie y el Bonzo Sha se llegaron hasta donde él estaba.
Temiendo que el rey pudiera sentirse ofendido, el maestro, que se encontraba de pie
junto a su majestad, se acercó a ellos y les dijo:
- ¿Se puede saber por qué no contestáis con corrección?
Lejos de hacerle caso, el Peregrino no pudo soportar ver al maestro de pie junto al trono
y gritó, malhumorado:
- ¿Por qué no invitáis a nuestro preceptor a sentarse? ¿No comprendéis que, al no
respetar debidamente a vuestro yerno, os despreciáis a vos mismo? Todo el mundo
llama venerable al esposo de vuestra hija. ¿Os parece justo mantener de pie a un
venerable?
El miedo hizo palidecer al rey. Sentía deseos de correr a esconderse en el interior del
palacio, sin importarle para nada la etiqueta ni las formas. Pero se repuso en seguida y
ordenó a sus sirvientes traer un cojín cubierto de hermosísimos bordados, para que el
monje Tang pudiera sentarse. Animado por aquel triunfo, el Peregrino continuó
diciendo:
- Yo, señor, soy originario de la Caverna de la Cortina de Agua, que se halla enclavada
en la Montaña de las Flores y Frutos, en el reino de Ao - Lai del continente oriental de
Purvavideha. Mis padres fueron el Cielo y la Tierra, surgiendo directamente de una
piedra que se partió. Pronto dominé los medios de expresión humanos, adquiriendo un
profundo conocimiento de los principios del Tao, que me permitió establecerme con los
míos en la venturosa caverna que fue testigo de mis primeros días. Me sentía tan seguro,
que convertí en deudos a los dragones que pueblan los océanos y capturé a infinidad de
bestias que moraban en las montañas. No contento con eso, borré los nombres de todos
mis súbditos de los registros de la muerte y los incluí en los archivos de la vida sin fin.
Mi fama alcanzó tales límites, que el Emperador de Jade me otorgó el título de Gran
Sabio, Sosia del Cielo, permitiéndome morar en su palacio y hurgar a placer entre los
tesoros celestes. De esa forma, me uní a las legiones de los inmortales y pasé un día tras
otro cantando y gozando de todos los placeres. En aquel mundo de sabios la vida
transcurría de fiesta en fiesta, pero cometí la locura de impedir la celebración de la
Fiesta de los Melocotones y sumí a los Cielos en una confusión como jamás se había
conocido hasta entonces. Sólo Buda fue capaz de poner freno a mis desmanes,
encerrándome en la misma raíz de la Montaña de las Cinco Fases, donde maté el
hambre con trozos de hierro y ahogué la sed con zumo de cobre. Durante quinientos
años no probé ni un grano de arroz ni una gota de té. Afortunadamente, mi maestro
partió de las Tierras del Este en dirección al Paraíso Occidental y la Bodhisattva
Kwang-Ing tuvo a bien liberarme de aquel tormento que el Cielo me había impuesto.
Me convertí, así, en un aprendiz de los principios del Zen y comencé a ser conocido
como el Peregrino, aunque me llamo Wu-Kung.
El rey quedó tan impresionado por aquel relato, que, levantándose del trono del dragón,
corrió a abrazar al maestro y le dijo:
- No me cabe la menor duda de que nuestro encuentro ha sido determinado por el
mismo Cielo.
Sin saber qué camino tomar, Tripitaka le dio las gracias por la confianza que le
mostraba y le pidió que volviera a sentarse en el trono.
- ¿Cómo se llama vuestro segundo discípulo? - volvió a inquirir el rey.
- En mi anterior reencarnación - explicó Ba-Chie, estirando el hocico para dar muestras
de su incuestionable poder - sólo me preocupé de los placeres y de la buena vida,
llevando una existencia desordenada, que terminó sumiéndome en la confusión más
absoluta. Nunca me preocupé por conocer la altura de los Cielos o el grosor de la Tierra,
ni sentí curiosidad por apreciar la respiración benefactora del cosmos. Cuando más
despreocupada y alocada era mi vida, tuve la buena fortuna de encontrarme con un
inmortal, que, con media frase, me arrancó de la red de la retribución y, con dos o tres
palabras, consiguió liberarme de los palacios de la desgracia. Cayendo inmediatamente
en la cuenta del grave error que estaba cometiendo, me convertí en discípulo suyo y me
dediqué con empeño al cultivo de los dos ochos 2 y a la meditación de los hexagramas
del tres veces tres 3. En cuanto logré dominar tan profundos principios, ascendí a los
Cielos, siendo nombrado, por pura liberalidad del Emperador de Jade, Mariscal de los
Juncales Celestes, encargado de las fuerzas navales que recorren sin cesar las aguas de
lo alto. Eso me permitió llegar hasta los lugares más recónditos del cosmos.
Desgraciadamente, durante la celebración de la Fiesta de los Melocotones, tuve la mala
fortuna de emborracharme y cometí la terrible imprudencia de importunar a la
mismísima Chang - Er. Eso me valió la destitución inmediata y el exilio a este mundo
de sombras. Se produjo, sin embargo, un terrible error en la rueda de las
transmigraciones y nací con la forma de un cerdo en el Monte Fu-Ling, donde cometí
toda serie de tropelías, hasta que la Bodhisattva Kwang-Ing me ganó para la causa de la
virtud. Tras abrazar la fe budista, me comprometí a prestar protección al monje Tang en
su largo peregrinar hacia el Paraíso Occidental en busca de las escrituras sagradas.
Aunque mi auténtico nombre es Wu-Neng, soy conocido también como Ba-Chie.
Semejante confesión hizo saltar de su asiento al rey, que no se atrevió a levantar la vista
ni mirar directamente a los ojos a la persona que la había pronunciado. Eso dio nuevos
ánimos al Idiota, que empezó a sacudir la cabeza, a estirar el morro cuanto pudo, a
agitar las orejas y a reír como si fuera un auténtico demente. Temiendo que el rey
pudiera morirse del susto, Tripitaka le ordenó:
- ¡Pórtate como debes, Ba-Chie!
Sólo entonces juntó el Idiota las dos manos y tomó una actitud propia de un caballero.
Más animado, el soberano volvió a preguntar:
- ¿Por qué decidió hacerse monje vuestro tercer discípulo?
- Este humilde servidor vuestro - contestó el Bonzo Sha, juntando las manos - no era
más que un simple mortal. El temor a la rueda del karma me hizo buscar el Tao. Me
entregué a esa empresa con tanta dedicación, que, como las nubes, recorrí hasta el
último rincón de los mares y puse mis inmundos pies en los límites del Cielo. Vestido
de harapos, llevaba siempre conmigo una escudilla para pedir limosnas, aprendiendo a
dominar la mente y a concentrar mis fuerzas espirituales. Debido a la sinceridad con la
que actuaba, se me concedió la compañía de un inmortal, que me ayudó a seguir
adelante por el camino de la perfección, alimentando mi esperma y fortaleciendo mi
corazón 4. Mis méritos alcanzaron entonces una cantidad jamás superada, pudiéndome
dedicar por entero a la armonización de los cuatro órganos vitales 5. Eso me permitió
llegar hasta el centro mismo de los Cielos, donde, tras presentar mis indignos respetos al
Señor que los rige, fui nombrado General-encargado-de-levantar-la-cortina. Como tal,
viajé en la carroza del fénix y el dragón y supervisé las actividades de la guardia
imperial. Desgraciadamente, durante la celebración de la Fiesta de los Melocotones,
dejé caer una copa de cristal y fui exilado al Río de Arena. Allí me transformé en un ser
totalmente distinto del que había sido, devorando a cuantos tuvieron la desgracia de
toparse conmigo y atrayendo sobre mí las iras del Cielo. La Bodhisattva Kwang-Ing me
hizo ver lo erróneo de mi conducta y, tras conseguir mi conversión, me hizo prometerle
que seguiría como discípulo a un monje procedente de la corte de los Tang, que estaba a
punto de pasar por mis dominios. Su destino era el Paraíso Occidental, y su única
ambición, conseguir las escrituras budistas. De esa forma, regresé, una vez más, al
camino de la virtud y me dediqué con empeño a la búsqueda de la definitiva
iluminación. Aunque me llaman Bonzo Sha, mi auténtico nombre es Wu-Ching.
Al escuchar tan inesperada declaración, el rey experimentó una profunda alegría, pero,
al mismo tiempo, su corazón se vio inmerso en un denso mar de pánico. La alegría
provenía del hecho de que su hija fuera a casarse con un Buda viviente; el terror
obedecía a la certeza de que los discípulos de su futuro yerno eran, en realidad, tres
monstruos. Sus preocupaciones se disolvieron, sin embargo, al instante, porque se
presentó el astrónomo imperial y dijo:
- Según nuestros cálculos, la fecha más propicia para la celebración de la boda es la del
doce del presente mes y año. Ese día los cielos vuelcan sus bendiciones sobre todas las
familias, convirtiéndolo en ideal para contraer matrimonio.
- ¿A qué día estamos hoy? - preguntó el rey, entusiasmado.
- A ocho - contestó el astrónomo -. En un día como hoy los monos vienen a ofrecer sus
frutos, siendo muy apropiado, por eso mismo, para recibir a personajes importantes y
fijar fechas para futuros eventos.
Visiblemente complacido, el rey ordenó a sus criados que adecentaran algunas de las
construcciones que se elevaban en el jardín de la parte posterior del palacio, para que
pudieran instalarse cómodamente su futuro yerno y sus tres discípulos. Decidió,
igualmente, iniciar cuanto antes los preparativos de la ceremonia nupcial, dictando al
respecto unas normas que sus súbditos acataron sin rechistar. Se dio, así, por terminada
aquella sesión pública, retirándose de inmediato tanto el rey como todos sus consejeros,
por lo que, de momento, no hablaremos más de ellos.
Sí lo haremos, sin embargo, de Tripitaka y de sus discípulos, que se dirigieron juntos a
los aposentos que se levantaban en la parte de atrás del jardín imperial. Como la hora
era ya muy avanzada, se les sirvió un pequeño banquete vegetariano, que hizo exclamar
a Ba-Chie:
- ¡Ya era hora! ¡Llevamos todo el día sin probar bocado!
Los sirvientes trajeron carretadas de tallarines y arroz y Ba-Chie las fue vaciando en su
boca una tras otra. Cuantas más le traían, más de prisa comía él. No paró de engullir
comida hasta que no se le llenaron todas las tripas y el estómago se negó a aceptar un
solo grano más de arroz. Cuando comprendieron que la cena había concluido, los
criados trajeron antorchas y extendieron los lechos, para que los monjes pudieran
dormir. Al dejarlos solos, el maestro dio rienda suelta a su enojo y regañó al Peregrino,
diciendo:
- ¡Maldito mono, siempre me estás poniendo en situaciones ridículas! Te dije que lo
único que deseaba era que nos firmaran los documentos de viaje, pero tú te empeñaste
en llevarme hasta aquella torre. ¿Se puede saber por qué lo hiciste? Si no te hubiera
prestado atención, ahora no me encontraría con este terrible problema en las manos.
¿Quieres decirme qué camino vamos a seguir para escapar de ésta?
- Si no hubierais dicho que vuestros padres también se conocieron debido a una bolita
cubierta de bordados, jamás os hubiera conducido hasta la torre aquella - contestó el
Peregrino, sonriendo -. Quizás malinterpreté vuestras palabras, pero en aquel momento
me parecieron dictadas por una cierta añoranza del pasado. Estaba, además, el asunto
del anciano guardián del Monasterio Dispensador del Oro y Benefactor de los
Huérfanos y Necesitados y deseaba distinguir con toda claridad lo auténtico de lo falso.
Hace un momento, al estudiar con cuidado al rey, me percaté de que se encontraba
inmerso en un aura oscura y sombría, No he podido, de todas formas, examinar
detenidamente a la princesa.
- ¿Qué harías, si la vieras? - preguntó el maestro, algo más calmado.
- Escrutaría su rostro con mis ojos de fuego y mis pupilas diamantinas - respondió el
Peregrino - y separaría la verdad de la mentira, el bien del mal, la riqueza de la pobreza.
Distinguiría, en una palabra, lo heterodoxo de lo recto.
- ¡¿Desde cuándo has aprendido a leer en los rostros?! - exclamaron Ba-Chie y el
Bonzo Sha al mismo tiempo, soltando una sonora carcajada.
- Desde mucho antes de que nacierais, queridos sietecitos - contestó el Peregrino.
- ¿Por qué no dejáis de decir tonterías, de una vez? - les regañó Tripitaka -. Parece
como si no os importara la suerte que me aguarda. ¿Queréis decirme qué es lo que
vamos a hacer?
- Esperar hasta el día de la boda - respondió el Peregrino -. A lo largo de la ceremonia
la princesa presentará sus respetos a sus padres y eso me permitirá estudiarla con cierto
detenimiento. Si se trata de una mujer auténtica, podéis consideraros afortunado de
convertiros en el yerno imperial.
- ¿Cómo puedes empeñarte a estas alturas en seguir burlándote de mí? - le increpó el
monje Tang, cada vez más furioso -. Según Wu-Neng llevamos recorridos nueve
décimas partes del viaje y no dejas de atormentarme con el veneno de tu lengua. ¿Por
qué no le das un buen descanso, manteniendo cerrada para siempre tu sucia boca? Te
juro que, si sigues provocándome, voy a empezar a recitar ese conjuro que tú y yo
sabemos.
- ¡No lo hagáis, por favor! - suplicó el Peregrino, asustado, postrándose de hinojos -. Si
se trata de una mujer auténtica, esperaríamos a que intercambiarais vuestras promesas
matrimoniales y después provocaríamos un gran alboroto, que nos facilitaría la huida.
Mientras discutían esos planes, se oyeron los gritos de los encargados de señalar las
vigilias nocturnas. El tiempo parecía transcurrir con una lentitud pasmosa aspirando el
fresco aroma de las flores que abrían sus corolas a la suave luz de la luna. Por los vacíos
senderos del jardín no se veía avanzar ni una sola antorcha. Los columpios permanecían
estáticos, como obsesionados por la contemplación de su propia sombra. Dejó de oírse a
lo lejos el sonido de una flauta y todo quedó sumido en un silencio absoluto. La luna
parecía empeñada en prestar su donosura a los capullos dormidos, mientras las estrellas
daban la impresión de brillar con más fuerza en los espacios donde no había ningún
árbol que pudiera dificultar su visión. Se oía cantar al cuclillo, eterno guardián de los
sueños extraños de las mariposas. La Vía Láctea cruzaba de parte a parte el cielo, como
si fuera una enorme nube blanca que recordara a los caminantes el lugar del que
partieron. Aquella era, en efecto, la hora en que los viajeros se rendían a la añoranza,
entristecidos por el murmullo que el viento arrancaba a los sauces llorones.
- ¿No os parece que es un poco tarde para seguir discutiendo de esto? - preguntó Ba-
Chie -. ¿Por qué no vamos a dormir y continuamos mañana esta conversación? - y,
abandonándose al sueño, gozaron del descanso reparador de una noche tranquila.
Los gallos anunciaron la llegada de la aurora y el rey se dirigió al salón del trono a
celebrar su audiencia matinal. Las puertas del palacio se abrían, de hecho, cuando el
fuego del amanecer llamaba a ellas con el milagro de su luz. Parecía como si el
murmullo del viento transportara una música celestial que obligara al soberano a saltar
de su lecho. Era tal la belleza de las nubes a aquella hora, que daban la impresión de ser
meros trasuntos de los estandartes de cola de leopardo que adornaban la carroza
imperial. El sol golpeaba con fuerza las tallas de los dragones que adornaban las
puertas, haciendo tintinear las pequeñas plaquitas de jade. Las verdes copas de todos los
sauces del palacio aparecían difuminadas por una neblina que se antojaba cargada de
embriagadoras fragancias. Ante semejante visión no cabía duda alguna de que aquélla
era una tierra en la que florecía la paz y reinaba la armonía. Tan pronto como el rey se
hubo sentado en su trono, todos los funcionarios, tanto civiles como militares, le
presentaron humildemente sus respetos. Concluida la ceremonia, dictaminó el soberano:
- Que el encargado de las celebraciones imperiales disponga de todo lo necesario para
celebrar con el boato exigido la ceremonia nupcial del día doce. Es mi deseo, no
obstante, que hoy se sirva en los jardines de palacio un poco de vino primaveral en
honor de nuestro muy distinguido yerno.
Ordenó, así mismo, que el responsable de las ceremonias reales acompañara a los tres
monjes al Pabellón de los Dignatarios Extranjeros, donde habría de servírseles un
espléndido banquete vegetariano, amenizado por la orquesta palatina. Ésta habría de
redoblar sus esfuerzos, pues la mitad de sus miembros deberían actuar en los jardines
imperiales, mientras el maestro gozaba de la espléndida visión de la primavera. Al
enterarse de esas disposiciones, Ba-Chie levantó la voz y dijo:
- Desde el momento mismo en que decidimos aceptarle como preceptor, jamás nos
hemos separado de su lado, majestad. Si es vuestro deseo festejarle en los jardines reales
con los manjares más exquisitos y los vinos más olorosos, deberíais invitarnos también
a nosotros a gozar de esas maravillas durante los dos días que aún restan para la
ceremonia. Me temo que, si no accedéis a nuestras justas peticiones, va a resultar un
poco difícil que nuestro maestro se convierta en vuestro yerno.
Hacía tiempo que el rey se había percatado de la extraña apariencia de Ba-Chie y de su
maleducada forma de expresarse. Al verle estirar el morro, agitar sin cesar las orejas y
doblar el cuello de una manera tan ridícula, pensó que se había vuelto loco y, temiendo
que pudiera echar por tierra el proyectado matrimonio, accedió finalmente a sus
peticiones.
- Está bien - contestó el soberano -. Preparad dos mesas en el Salón de la Paz Eterna
entre los Chinos y los Bárbaros para mi yerno y para mí, y otras tres en el Pabellón del
Árbol que puso Coto a la Primavera para mis distinguidos huéspedes. Me temo que en
esta ocasión el maestro y los discípulos no podrán sentarse juntos.
Sólo entonces accedió el Idiota a inclinarse respetuosamente y a decir:
- Gracias, majestad - y al punto se retiraron todos los cortesanos.
Acto seguido, el soberano mandó preparar otro banquete para la reina y las concubinas
de los tres palacios y las seis cámaras, al que también debía asistir la princesa con todos
sus atavíos, para hacerle entrega del ajuar y de las galas que había de lucir en la
ceremonia del día doce.
Era aproximadamente la hora de la serpiente, cuando el rey hizo traer la carroza
imperial e invitó al monje Tang y a sus tres compañeros a recorrer en su compañía el
jardín del palacio. Se trataba de un lugar realmente extraordinario. Todos los senderos
estaban cubiertos de piedras de colores, que resaltaban aún más la extraña belleza de las
flores que crecían a su vera. En algunos puntos se veían barandillas finamente labradas,
que marcaban el límite entre el espacio abierto y el terreno cubierto por una espesísima
vegetación. La viva coloración de los melocotoneros atraía a los martines pescadores,
mientras las oropéndolas venían a posarse sobre el delicado verdor de los sauces. Era
tan denso el aroma que flotaba por doquier, que terminaba impregnando de perfume las
ropas de todos los que se adentraran en aquel mundo de sensual delicadeza. Entre la
vegetación se atisbaban la terraza de un fénix, el estanque de un dragón y un bosquecillo
de bambú protegido por la austera seriedad de unos cuantos pinos centenarios. La
música atraía a los fénix a su lugar preferido de apareamiento 6, mientras los peces del
estanque se convertían con el tiempo en dragones que terminaban emigrando hacia otras
aguas. La delicadeza de aquellos bambúes había inspirado infinidad de poemas y rimas
de delicadísima factura. Los troncos de los pinos, por el contrario, eran, en sí mismos,
una página llena de frases tan hermosas como las perlas y tan duraderas como el jade.
Las rocas artificiales estaban construidas con piedras verdosas, que resaltaban el color
azulado de los arroyos. No faltaba ninguna de las flores que han dado justa fama a los
jardines del oriente. Las peonías y las flores del azafrán crecían con tal profusión, que
parecían formar parte de un enorme y colorista bordado. Los jazmines y los juncales,
matizados poruña neblina apenas perceptible, daban la impresión de estar hechos de
jade. Las malvas de Sechuan mostraban una exuberancia raramente vista en otras
latitudes. El verdor de las peras contrastaba vivamente con el rojo de fuego de los
albaricoques. Las orquídeas, por su parte, parecían querer competir en brillantez con los
lirios, que mostraban, orgullosos, el oro de sus delicadas corolas. ¡Qué frescura la de las
amapolas, las azaleas y las magnolias! Comparadas con la flor del fénix, la del alfiler de
jade y la del crespón rojo, esbeltas y de altísimo tallo, eran como gotas de rocío posadas
sobre un canto rodado. Los frutos de todos los árboles mostraban el dulzor de su
madurez, compitiendo con la densa fragancia de los brocados de flores. La brisa del este
acariciaba con tal delicadeza la piel de los visitantes, que recordaba el tibio calor del sol
del atardecer. Todo el jardín estaba revestido de un encanto que superaba al de los
típicos lugares habitados por los inmortales.
El rey y sus acompañantes estuvieron gozando de tanta belleza hasta mucho después de
que el sol alcanzara su cenit. Llegado ese momento, el responsable de la etiqueta
palaciega invitó al Peregrino y a sus dos hermanos a tomar asiento en el Pabellón del
Árbol que puso Coto a la Primavera, mientras el rey y el monje Tang se dirigieron al
Salón de la Paz Eterna entre los Chinos y los Bárbaros. A ambos grupos se les sirvió
una comida diferente, aunque ambos gozaron de la misma música, de la contemplación
de los mismos grupos de bailarines y hasta de la misma decoración, que fue realmente
extraordinaria. La luz pintaba en el arabesco de las puertas un universo más abigarrado
del que en realidad poseían sus intrincadísimos relieves. El aire propicio que envolvía
las torres del dragón se filtraba a raudales en aquella enorme sala, a la que espléndidos
ramos de flores revestían de los suaves tonos de la primavera. La luz del día en declive
hacía rielar las túnicas de seda de los comensales. La música fluía con tan serena
suavidad, que parecía como si los invitados fueran inmortales y dioses. Las copas de
jade se llenaban, una y otra vez, de olororísimos licores, que alegraban por igual el
corazón del rey y el de todos sus súbditos. Aquel era, en verdad, un mundo, en el que la
paz y la prosperidad caminaban juntas de la mano.
Al ver la altísima consideración en la que el rey le tenía, el maestro no se atrevió a
rechazar ninguna de sus atenciones y participó de buena gana en el regocijo general.
Pese a todo, su espíritu continuaba inmerso en el sombrío piélago de la preocupación.
De las paredes del salón en el que estaban reunidos colgaban cuatro espléndidas
pinturas que representaban a cada una de las estaciones. Su belleza se veía realzada por
otros tantos poemas escritos por destacados literatos del centro de Han-Lin.
El poema de la primavera decía:
La naturaleza ha completado su ciclo y la tierra vuelve otra vez a palpitar. Todo parece
renovarse. Los ciruelos y los melocotoneros parecen competir en belleza con la delicadeza de sus
flores, mientras las golondrinas se posan suavemente sobre vigas cargadas de relieves y polvo.
El viento del sur relaja los cuerpos y resta velocidad al pensamiento, al tiempo que los rayos del
sol golpean con fuerza los granados y las zarzas. Las suaves notas de una flauta de jade
reverberan en el aire cansino. El aroma de los lotos se torna tan intenso, que quien pasa a su lado
se marcha con las ropas impregnadas de su perfume.
Una hoja amarilla flota en las aguas tranquilas aguas de un pozo cubierto de artísticos relieves.
Las noches comienzan a tejer biombos de escarcha y las golondrinas comprenden que ha llegado
la hora de abandonar sus nidos. Los patos salvajes emigraron hacia otras tierras antes de que el
frío empezara a desnudar los arces.
Nubes preñadas de lluvia oscurecen los cielos, esparciendo en ellos semillas de frío. La nieve se
acerca a lomos del viento, dispuesta a cubrir de blancura las cordilleras y las montañas. El fuego
caldea las estancias de los palacios, haciendo posible el milagro de que los ciruelos florezcan,
apoyados en aramboles de jade.
El rey se percató en seguida de la fijeza con la que el maestro leía aquellos poemas y
dijo:
- Si la poesía os atrae con tanta fuerza, es, sin duda, debido a que domináis el
dificilísimo arte de la composición y la rima. ¿Os importaría dar una réplica adecuada a
esos cuatro poemas, haciendo uso de una estructura similar?
El maestro era una persona capaz de dejarse arrastrar por la belleza de cualquier
paisaje, porque su mente era capaz de percibir la presencia de Buda en todo cuanto
existía. Al oír la petición del rey agachó la cabeza, humilde, y balbuceó:
- Al girar la tierra, el sol hace desaparecer, poco a poco, los hielos.
El rey se volvió inmediatamente hacia uno de sus servidores y le ordenó, visiblemente
complacido:
- Trae todo lo necesario para escribir y toma nota de las palabras de mi futuro yerno.
Posee una sensibilidad poética tan exquisita, que sería una lástima perder uno solo de
sus versos.
El maestro no se negó a sus deseos. Al contrario, cuando tuvo delante el papel, el pincel
y la tinta, diluyó él mismo un poco en la piedra y escribió de su puño y letra:
- Respuesta al poema de la primavera:
Al girar la tierra, el sol hace desaparecer, poco a poco, los hielos, el jardín de mi rey vuelve a
llenarse de flores hermosas y las gentes se felicitan por la bonanza del tiempo. ¿Cómo podía ser
de otra forma, si hasta los ríos y los océanos parecen desprenderse de su mundano letargo?
- Respuesta al poema del verano:
La Osa Mayor parece volverse hacia el sur y los días se tornan cada vez más largos. Los
sicómoros y los granados se cubren de fuego, mientras las oropéndolas y las golondrinas
desgranan sus cantos desde lo alto de los sauces. ¡Qué espléndido dúo el de sus gargantas, que
conocen el misterio de las copas de todos los árboles!
Los naranjales, equilibrio del amarillo y el verde, esparcen, por doquier el inmerecido regalo de
su fragancia. El pino y el ciprés parecen presentir la cercanía de los fríos y se aprestan, gozosos,
a dar la bienvenida a las primeras escarchas. El bordado de los crisantemos se halla a medio
abrir, pero nuestras voces no dejan de resonar por ese desierto de nubes grises y tierras
abandonadas.
La nieve ha dejado de caer, pero el frío aún se balancea en el aire. Las rocas de las montañas
aparecen tan desnudas, que, vistas desde lejos, dan la impresión de estar hechas de jade. En los
hogares las brasas, rojas como bestias desconocidas, terminan de calentar la leche. Con las
manos escondidas entre las mangas nos apoyamos sobre las barandas y cantamos lánguidas
canciones de amor.
¡Salid a recibir a una dama tan dulce y atractiva, que ni Mao-Chiang 7 ni las hermanas Chou 8 pueden
compararse con ella! No existe belleza mayor en todo el reino y las flores y el jade se mueren de envidia,
al verla. Su maquillaje es fresco; sus joyas, inigualables; sus modales, suaves como el balanceo de una
orquídea; su carne y su rostro, blancos como el reflejo nacarado del hielo. La finura de sus cejas recuerda
la línea con la que los pintores famosos esbozan las montañas lejanas. ¡Toda ella parece hecha de la
delicadeza de la seda!
La canción del Bienestar decía:
¡Olvidémonos de todo para contemplar a esa doncella celeste, digna de loa y de admiración
eternas! Fragancias exóticas se entremezclan con el aroma de los polvos que cubren su cara y el
carmín que da vida a sus labios. ¿Cómo puede compararse el Tien-Tai bendito con una casa real?
Su forma de hablar y de sonreír es tan dulce, que, al hacerlo, el aire se llena de música y luz. Su
hermosura supera a la de las mil especies de flores y seda que existen. ¡No hay nadie en todo el
mundo comparable con su donosura!
¡Reuníos sin demora, porque la orquídea ha comenzado a emitir su dulcísimo aroma! Los
inmortales han empezado a congregarse y las damas y las doncellas muestran, orgullosas, el
esplendor de su belleza. Con la ayuda de la reina, la princesa aparece más radiante que nunca.
¡Qué espléndido su peinado, alto como un nido de cuervo, qué atractiva su falda de fénix,
multicolor como un arco iris! Delante de ella avanzan los dignatarios en filas, imponentes con
sus vestimentas rojas y púrpura. Ella misma fijó el día de la fecha. Hoy, por fin, se ha cumplido
ese tiempo que determinó para unirse con su amado.
Decíamos que, en cuanto se enteraron de la llegada del rey, salieron a recibirle la reina,
la princesa, las concubinas y todas las doncellas del palacio. Emocionado, su majestad
entró en el Palacio Chao-Yang y tomó asiento. Una vez que las damas le hubieron
mostrado sus respetos, dijo, dirigiéndose a su hija:
- Espero que haya sido de tu total agrado el pretendiente que tú misma escogiste, al
lanzar desde la torre aquella bola recubierta totalmente de bordados. Desde que se
produjo ese evento hasta el momento presente no han transcurrido más de cuatro días,
pero los responsables de los diferentes departamentos han dado por terminados todos los
preparativos para la ceremonia. Es preciso, por tanto, que te apresures a tomar parte en
el banquete nupcial, para que puedas ver cumplidos cuanto antes todos tus deseos de
felicidad.
- Perdonadme cuanto haya podido ofenderos a lo largo de toda mi vida - suplicó la
princesa, postrándose de hinojos y agachando respetuosamente la cabeza -. Existe, de
todas formas, un asunto del que quisiera hablar con vos. Durante estos últimos días he
oído comentar a los funcionarios imperiales que el monje Tang tiene tres discípulos a
cual más feo. Eso me ha hecho temerlos de tal forma, que, de sólo pensar en ellos, me
pongo a temblar. Os pido, por tanto, que los expulséis inmediatamente de la ciudad,
para que no sufra el menor desmayo ni mi felicidad se vea alterada de ninguna manera.
- Si no hubieras hablado de ello - contestó el rey -, jamás habría sacado a relucir ese
tema, porque son, en verdad, poco agraciados y sus modales dejan muchísimo que
desear. Últimamente han residido en el Pabellón del Árbol que puso coto a la
Primavera, pero te prometo que hoy mismo les sellaré el documento de viaje y les
invitaré a que sigan tranquilamente su camino. El banquete no comenzará hasta que no
hayan abandonado la ciudad, como pides.
En prueba de agradecimiento la princesa empezó a golpear repetidamente el suelo con
la frente. Sin esperar a que se levantara, el rey volvió a montar en su carroza y se dirigió
al salón de audiencias, donde dictó una orden convocando al monje y a sus tres
discípulos.
Tripitaka había estado contando con los dedos los días que aún faltaban para el doce.
Al llegar tan fatídica fecha, se levantó apenas hubo amanecido y, despertando a sus
seguidores, les preguntó, muy nervioso:
- ¿Queréis decirme cómo vamos a desenredar todo este embrollo?
- Lo único que puedo aseguraros - contestó el Peregrino - es que el rey tiene alrededor
de su cuerpo un aura bastante sombría, aunque, afortunadamente, no ha penetrado del
todo en su espíritu. Es preciso, por tanto, que vea cuanto antes a la princesa. ¡Si pudiera
hacerla salir de alguna manera! Para desenmascararla me bastaría con una simple
mirada. Pero no os preocupéis. Estoy convencido de que antes de la ceremonia nos
expulsarán de la ciudad. Por muy duro que os parezca, no debéis oponeros a los deseos
del rey. Sabed que en un abrir y cerrar de ojos estaré a vuestro lado para daros toda la
protección que preciséis.
No había acabado de decirlo, cuando se presentaron un emisario imperial y el
responsable de la etiqueta de palacio. Al enterarse de que traían una orden de su
majestad, el Peregrino soltó la carcajada y dijo:
- Venga. Démonos prisa. Es preciso que dejemos al maestro, para que pueda contraer
matrimonio lo antes posible.
- Si quieren que me vaya - protestó Ba-Chie -, tendrán que ofrecerme por lo menos mil
libras de plata u oro. Me bastarán para regresar junto a mi prometida y celebrar allí otra
ceremonia nupcial. ¡Ya veréis qué bien nos lo vamos a pasar!
- ¿Quieres dejar de decir tonterías, de una vez? - le regañó el Bonzo Sha -. Las
decisiones las toma ahora nuestro hermano mayor.
Zanjada la cuestión, cogieron el equipaje y el caballo y siguieron a los funcionarios
hasta las escaleras de color rojo. El rey les pidió que se acercaran y les dijo:
- Entregadme vuestro documento de viaje. Voy a sellarlo con mi propia mano y a
ordenar que os entreguen una considerable cantidad de dinero. Con ello podréis llegar
con más rapidez a la Montaña del Espíritu y, así, veréis cumplidos vuestros deseos de
entrevistaros con Buda. La ayuda se incrementará, cuando regreséis con las escrituras.
No os preocupéis por vuestro antiguo maestro. Se quedará aquí, gozando de todas las
prerrogativas propias de un yerno imperial.
Después de darle las gracias, el Peregrino se volvió hacia el Bonzo Sha y le pidió que
entregara el documento de viaje a su majestad. Antes de estampar su sello y su firma, el
rey lo leyó con sorprendente interés y ordenó que se diera a los caminantes veinte
lingotes de plata y diez de oro en concepto de regalos nupciales. Ba-Chie había sido
desde siempre una persona sumamente avariciosa y se los guardó a toda prisa, mientras
el Peregrino se inclinaba, obsequioso, ante el soberano y decía:
- Muy agradecidos, majestad. Jamás olvidaremos tan alto favor - y, dándose la vuelta,
hizo ademán de proseguir su camino.
La sorpresa dejó mudo a Tripitaka. Poco a poco se fue recobrando y, agarrando al
Peregrino del brazo, le preguntó con voz temblorosa:
- ¿Por qué me abandonáis a mi suerte? ¿Os parece eso justo?
- Tranquilizaos y gozad cuanto podáis de vuestra unión - contestó el Peregrino,
tomándole de la mano y guiñándole significativamente el ojo -. Volveremos a veros tan
pronto como hayamos conseguido las escrituras.
Indeciso, el maestro se negaba a dejarle partir. Afortunadamente, los funcionarios
interpretaron su gesto como un rito más de la despedida. Sin sospechar nada, el rey le
pidió que entrara con él en el salón de audiencias, al tiempo que un nutrido grupo de
principales del reino acompañaba a los peregrinos a las afueras de la ciudad. Al maestro
no le quedó más remedio que desprenderse de aquellos a los que tanto amaba y cumplir
los deseos de su majestad.
- ¿De verdad vamos a dejarle así como así? - preguntó Ba-Chie, tan pronto como
hubieron abandonado el palacio.
Sin decir nada, el Peregrino se dirigió al Pabellón de los Dignatarios Extranjeros, donde
fueron agasajados por el funcionario responsable de su buena marcha. Mientras se
encargaba él mismo de prepararles un poco de arroz y algo de té, el Peregrino bajó la
voz y ordenó a Ba-Chie y al Bonzo Sha:
- Quedaos aquí y no habléis a nadie de nuestros planes. Si os preguntan algo, procurad
responder con evasivas. Por lo que más queráis, no habléis de mí para nada. Voy a ir a
proteger al maestro.
Acto seguido, se arrancó un pelo y exhalando sobre él una bocanada de aire sagrado,
gritó:
- ¡Transfórmate!
- Al instante se convirtió en una copia exacta de sí mismo, que permaneció, callada y
cabizbaja, junto a Ba-Chie y el Bonzo Sha, al tiempo que su auténtico yo se
metamorfoseaba en una abeja de alas doradas, boca dulzona y mortal aguijón. A pesar
de su reducido tamaño, era capaz de hacer frente a los vientos más huracanados y de
robar a las flores el secreto de su perfume. No encerraban para él ningún secreto los
senderos de sombras de las copas de los sauces. Sólo el humo podía hacerle perder su
rumbo, como si se hubiera vuelto ciego. Pese a todo, jamás degustaba el dulzor que con
tanto esmero contribuía a destilar. Eso le había otorgado fama de laborioso y diligente.
Debido a su fuerza de voluntad, consiguió regresar al palacio sin que nadie se percatara
de su presencia. El monje Tang se hallaba sentado sobre un cojín bordado, a la izquierda
del rey, con el gesto abatido y el ceño significativamente fruncido. El Peregrino sintió
lástima de él y, posándose con cuidado cerca del oído, le susurró:
- No os preocupéis, maestro. Estoy aquí, como os prometí.
Lo dijo en un tono tan bajo, que sólo lo pudo oír el monje Tang, que recobró al punto la
compostura. No tardó en presentarse un funcionario imperial que anunció con solemne
voz:
- El banquete nupcial se halla ya dispuesto, majestad, en el Palacio de la Urraca. Tanto
la reina como la princesa aguardan, impacientes, vuestra presencia y la de vuestro
honorable yerno.
El rey no podía mostrarse más satisfecho. Inmediatamente tomó a Tripitaka de la mano
y le condujo al interior de la mansión imperial. Se vio así que, al perder su rumbo, el rey
que amaba las flores se topó con la desgracia, de la misma forma que, al abandonarse al
pensamiento, la mente Zen se zambulló en el mar de la tristeza y la angustia.
No sabemos, de momento, cómo pudo escapar el monje Tang de las asechanzas que se
cernían sobre él en el interior del palacio. El que desee averiguarlo tendrá que escuchar
con atención las explicaciones que se ofrecen en el capítulo siguiente.
CAPÍTULO XCV
ES CAPTURADA LA LIEBRE DE JADE, QUE TOMÓ CON ENGAÑO UNA FORMA QUE
NO LE CORRESPONDÍA. EL YIN RETORNA A LA VERDAD
Y SE ENCUENTRA CON LA FUENTE NUMINOSA 1
Decíamos que el monje Tang siguió sin mucho entusiasmo al rey al interior del palacio,
donde no tardó en escuchar el sonido de la música y los tambores. En el aire flotaban
nubes de aromas, a cual más embriagador, que vomitaban artísticos pebeteros. El
ambiente era tan festivo, que no se atrevía a levantar la vista del suelo. El Peregrino, por
su parte, no podía sentirse más satisfecho. Agarrándose con fuerza al sombrero que
lucía el maestro, echó en seguida mano de sus portentosos poderes mágicos para mirar
con fijeza en todas las direcciones con sus ojos de fuego y sus pupilas de diamante. Dos
filas de doncellas, lujosamente ataviadas, parecían estar esperándolos, realzando de tal
forma el salón con su belleza, que parecía una morada celestial o un palacio habitado
únicamente por flores. Su atractivo superaba con mucho al de los cortinajes de seda
sacudidos por la brisa primaveral. Su gracia resultaba prácticamente insuperable con sus
finos rasgos de jade y su nacarada carne de hielo. Todas superaban en gracia y belleza a
Hsi-Shr y a las doncellas de Chou. Sus altos peinados recordaban las colas de los fénix
y la finísima línea de sus cejas traía a la mente la graciosa curva de las montañas
lejanas. Su sensualidad se veía realzada por el sonido de los caramillos y las flautas, que
no dejaban de tejer sentidísimas tonadas con cada uno de los cinco tonos existentes 2.
¡Qué extraordinarias canciones, qué maravillosos bailes los que allí se contemplaban!
Adondequiera que se dirigiera la vista podían verse arreglos florales y el imponente
resplandor de la seda.
Pese a todo, el maestro no se sentía impresionado ante tan deslumbrante belleza.
- ¡Qué monje más virtuoso! - exclamó para sí el Peregrino -. Se mueve entre la seda y
el satén, pero sus ojos no se dejan seducir; camina por un mundo de riqueza y, sin
embargo, su corazón no se siente tentado por el oro.
Escoltada por la reina y las concubinas, la princesa salió a la puerta del Palacio de la
Urraca a darles la bienvenida, gritando:
- ¡Viva el emperador! ¡Viva su majestad!
Sus voces hicieron perder al maestro la concentración de tal manera, que se puso a
temblar de pies a cabeza. En ese mismo instante el Peregrino descubrió que encima de
la cabeza de la princesa había un halo de maldad, aunque, en honor a la verdad, no
parecía excesivamente repulsivo. Sin pérdida de tiempo se llegó hasta el oído del
maestro y le susurró, muy quedo:
- Podéis estar tranquilo. La princesa no es una mujer.
- ¿Cómo piensas desenmascararla? - preguntó el maestro, más animado.
- Dejándole ver mi cuerpo mágico - respondió el Peregrino -. En cuanto lo haga, caerá
en mi poder.
- No lo hagas - le urgió el maestro -. Eso puede asustar hasta límites increíbles al rey.
Lo mejor es que esperes a que se hayan retirado a sus aposentos.
El Peregrino, sin embargo, poseía un natural muy impulsivo y no le prestó ninguna
atención. Lanzando un terrible rugido, recobró la forma que le era habitual y exclamó,
al tiempo que agarraba con fuerza a la princesa:
- ¡Maldita bestia! ¿Cómo te atreves a hacerte pasar por quien no eres? ¿No te parece
demasiado el tiempo que llevas gozando en este palacio de favores que no te
corresponden? ¿Por qué te has empeñado en arruinar el yang de mi maestro con el único
propósito de satisfacer tu sucia lujuria?
El rey se quedó mudo de asombro y la reina y las concubinas se llevaron tal sobresalto,
que inmediatamente se cayeron al suelo, como si fueran muñecos. Las dos filas de
atractivas muchachas y doncellas se dispersaron, buscando cada cual refugio donde
buenamente podía. Era como si una brisa primaveral hubiera cruzado un jardín o un
bosque y todas las flores se hubieran sacudido al mismo tiempo; o como si un fuerte
viento de otoño se hubiera cebado en las copas de los árboles y todas sus hojas se
hubieran caído. Las peonías yacían tronchadas junto a las cercas, los hibiscos se
agitaban como si quisieran desprenderse del suelo, los crisantemos se amontonaban por
el suelo, las hortensias parecían quererse esconder en el polvo y las rosas, fragantes aún,
se arrastraban por el fango, como si tuvieran vida propia. El viento primaveral había
roto los tallos de los lotos y las nieves del invierno habían acabado con los tiernos
capullos de los ciruelos. Por el este y el oeste del palacio corrían, alocados, torbellinos
que sólo arrastraban pétalos de granados, mientras las ramitas de los sauces recorrían de
norte a sur la mansión imperial a lomos del huracán. Era como si en tan solo una noche
se hubiera levantado una terrible tormenta de lluvia y viento y todo el paisaje se hubiera
visto teñido de un rojo color de sangre. Tan asustado como los demás, Tripitaka se
abrazó al rey y empezó a gritar:
- ¡No tengáis miedo, majestad! ¡Por lo que más queráis, no os asustéis! Todo esto es
obra del mayor de mis discípulos, que se ha visto obligado a echar mano de sus
portentosos poderes mágicos para distinguir lo auténtico de lo falso.
Al ver que las cosas se estaban volviendo en su contra, el monstruo se desembarazó de
sus ropas, de sus brazaletes y de todas sus joyas y, lanzándose sobre el pequeño
monasterio dedicado al espíritu protector del reino que había en el jardín, agarró una
porra con la que trató de hacer frente al Peregrino. Seguro de la victoria, Wu-Kung la
atacó con la barra de hierro. Los dos se elevaron hacia lo alto, lanzando gritos e
improperios y dando comienzo a una batalla en la que cada cual utilizó los mejores
recursos de que disponía. Aunque la barra de los extremos de oro gozaba de un
renombre merecidamente ganado, la porra era un arma de la que no podía fiarse ningún
contendiente. A aquel lugar habían llegado los monjes con el ánimo de continuar su
viaje hacia el Reino del Espíritu, pero trató de impedírselo la monstruo con sus falsos
atractivos. Sabiendo de antemano que había de pasar por allí el monje Tang, forjó un
plan para unirse a él y hacerse con el tesoro de su esperma originario. Para ello hubo de
secuestrar un año antes a la auténtica princesa, tomando forma humana y haciéndose
pasar por el ser al que el rey más quería. Afortunadamente, el Gran Sabio se percató en
seguida del aura de maldad que la envolvía y se enfrentó a ella, dispuesto, no a matarla,
sino hacerle comprender la verdad. Pero la porra se batía con una fiereza tal, que de no
tener enfrente la barra de hierro, hubiera terminado en un abrir y cerrar de ojos con su
adversario. El continuo desplazamiento de los dos luchadores por los aires levantó tal
cantidad de neblina y nubes, que no pasó mucho tiempo antes de que el sol se
oscureciera. Todos los habitantes de la ciudad temblaban de espanto, mientras los
funcionarios y los servidores imperiales buscaban refugio en el interior del palacio
donde el maestro no dejaba de animar al rey, diciendo:
- Recobrad el ánimo y decid a la reina y a las demás concubinas que no se abandonen a
la desesperación. Esa a la que teníais por hija no es más que una monstruo vulgar, que
ha tomado la forma de la princesa. Os daréis cuenta de la diferencia, cuando mi
discípulo la haya atrapado.
Algunas de las sirvientas más valientes del palacio recogieron las ropas y las joyas de la
falsa princesa y, entregándoselas a la reina, dijeron:
- Todo esto lo llevaba encima vuestra hija. En un abrir y cerrar de ojos se ha
desprendido de ello y ha empezado a luchar con ese monstruo, totalmente desnuda.
Mucho nos tememos que sea realmente una monstruo.
Para entonces el rey, la reina y todas las concubinas habían empezado a recobrar la
calma y, picados por la curiosidad, miraban con atención hacia lo alto, por lo que, de
momento, no hablaremos más de ellos. Sí lo haremos, sin embargo, de la monstruo, que
estuvo luchando contra el Gran Sabio durante más de medio día sin que ninguno de los
dos adquiriera una ventaja apreciable. El Peregrino lanzó hacia lo alto la barra de hierro
y gritó:
- ¡Transfórmate!
Al instante se multiplicó, primero, por diez, para convertirse después en cientos y
metamorfosearse, finalmente, en miles. Como si fueran serpientes o dragones brillantes,
se volvieron contra la monstruo y empezaron a descargar golpes sobre ella con una saña
propia de animales salvajes. Comprendiendo que tenía perdida la batalla, se transformó
en una brisa, que se lanzó a una velocidad increíble hacia las regiones superiores. El
Peregrino recitó entonces un conjuro y, tras recobrar la barra de hierro, saltó sobre una
nube y salió en persecución de la monstruo. Al acercarse a la Puerta Oeste de los Cielos,
vio el flamear de los estandartes y gritó:
- ¡Cerrad el camino a esa bestia y no la dejéis escapar!
Sin pérdida de tiempo el devaraja Dhrtarastra y los Grandes Mariscales Pang, Liu, Kou
y Pi cogieron sus armas y cortaron el camino a la monstruo, que se vio obligada a darse
la vuelta y hacer frente, una vez más, al Peregrino con su porra. Antes de entrar en
combate, el Gran Sabio se percató de que tan peculiar arma poseía un extremo muy fino
y el otro llamativamente grueso, que recordaba uno de esos instrumentos que usan los
campesinos en ciertas regiones para aventar la paja.
- ¿Cómo te atreves a hacerme frente con un arma tan tosca como ésa? - bramó el Gran
Sabio -. ¡Ríndete, si no quieres que te parta el cráneo en dos con mi barra!
- ¡Así que no te produce ningún respeto la porra que blando!, ¿eh? - contestó la
monstruo, rechinándole los dientes -. Pues escucha bien lo que voy a contarte sobre ella:
aunque tiene la forma de una raíz, está hecha de jade y ha sido labrada y pulida a lo
largo de muchos años de incalculable esfuerzo. Antes de que el mundo existiera y fuera
puesto en orden el caos, formaba ya parte de mis posesiones. Por sus orígenes celestes
no hay nada que pueda compararse con ella. Hasta su estructura externa guarda relación
con los Cuatro Signos 3, los Tres Elementos Originales 4 y las Cinco Fases. Conmigo ha
residido desde tiempo inmemorial en el Palacio del Sapo 5 y me ha acompañado en mis
correrías por el espléndido Salón de Casia. Si decidí descender a la Tierra, haciéndome
pasar por una muchacha del Reino de la India, fue guiada por mi amor a las flores. Gocé
de la hospitalidad imperial, movida, no por mis ansias de despreocupaciones y lujo, sino
por mi deseo de unirme con el monje Tang. ¿Por qué tuviste que echarlo a perder,
abalanzándote sobre mí y obligándome a luchar contigo? Has de saber que la fama de
mi arma supera con mucho a la de tu maravillosa barra de los extremos de oro. Con ella
he segado en más de una ocasión las hierbas del Palacio del Frío Inmenso y soy capaz
de enviar a quien sea a beber de las aguas del Arroyo Amarillo.
- ¡Maldita bestia! - exclamó el Peregrino, soltando una carcajada de desprecio -. Si,
como dices, has habitado en el Palacio del Sapo, deberías estar al tanto de mis andanzas.
¿Qué te ha movido a hacerme frente, exponiéndote a perder la vida en el intento? Si
quieres seguir viviendo, manifiéstate tal cual eres y ríndete sin condiciones.
- Sé que eres el Caballerizo Celeste, que sumió en una confusión total los Cielos hace
aproximadamente quinientos años - reconoció la monstruo -. Supongo que debería
postrarme a tus pies y rendirte pleitesía, pero tienes que reconocer que estropear la boda
de alguien es más digno de venganza que acabar con la vida de sus padres. ¡Nada me
hará desistir de mi empeño! Por eso estoy dispuesta a acabar contigo, aunque hayas
derrotado al mismísimo ejército celeste, Caballerizo.
No había nombre que más excitara al Gran Sabio. Al oírlo, se puso tan furioso, que
levantó la barra de hierro y dejó caer sobre su rostro un golpe tremendo, que la
monstruo desvió con inesperada destreza con su porra. De esta forma, dio comienzo un
encuentro terrible delante mismo de la Puerta Oeste de los Cielos. No podía ser de otra
forma, ya que tanto la barra de los extremos de oro como la porra de jade poseían el
mismo origen celeste. Por si eso no bastara, uno de los combatientes había descendido a
la Tierra con el ánimo de desposarse, mientras que el otro se había propuesto proteger
en todo momento al monje Tang. Por su excesivo amor a las plantas, el rey echó en
olvido sus obligaciones con el pueblo y terminó adoptando a una monstruo. Eso marcó
el comienzo de una lucha cruel, a la que los dos bandos se lanzaron con un odio brutal.
Sus ataques y retrocesos estaban dirigidos por un ansia incontenible de victoria, como
demostraban los insultos que intercambiaban con cada uno de los golpes. Incomparable
era la fuerza desplegada por la porra, pero la de la barra de hierro no le iba a la zaga.
Los rayos de luz que producían al entrechocar iluminaban las puertas celestes,
sembrando la Tierra de una neblina dorada.
Más de diez veces midieron sus armas el Peregrino y la bestia, pero ninguno de ellos
obtuvo una ventaja apreciable. Finalmente, la monstruo sintió que le flaqueaban las
fuerzas y empezó a perder terreno. El estilo de la barra era, francamente, impecable y
comprendió que no iba a poder resistir por más tiempo. Así fue. Después de descargar
un último golpe, sacudió ligeramente el cuerpo y, convirtiéndose en mil rayos de luz
dorada, huyó desesperadamente hacia el sur. El Gran Sabio salió inmediatamente en su
persecución. No tardaron en toparse con una enorme montaña, en la que se abría una
caverna que sirvió de refugio a la monstruo. Temiendo que pudiera regresar en
cualquier momento a la capital del reino a tratar de apoderarse del monje Tang, el
Peregrino tomó buena nota tanto de la forma como de la situación de la montaña y
regresó a toda prisa al lugar del que había partido. Cuando llegó a su destino, era
aproximadamente la hora del mono. El rey se encontraba en tal estado, que no dejaba de
repetir, agarrado nerviosamente al maestro:
- ¡Por lo que más queráis, salvadme de esta maldición que ha caído sobre mí!
La reina y las concubinas parecían estar más tranquilas, pero, al ver descender al Gran
Sabio de lo alto, se echaron a temblar más aún que el soberano.
- ¡Ya estoy de vuelta, maestro! - exclamó el Peregrino, nada más poner el pie en el
suelo.
- No te muevas de donde estás, si no quieres que el rey se lleve un susto de muerte - le
urgió Tripitaka -. ¿Qué ha sido de la princesa?
- Como había supuesto - respondió el Peregrino desde la puerta del Palacio de la Urraca
con las manos cruzadas respetuosamente sobre el pecho -, la muchacha no era más que
una simple monstruo. Luché con ella durante casi medio día, pero, al comprender que
no podía resistir mis golpes, se convirtió en una brisa y huyó hacia los Cielos. Cayendo
en la cuenta de que estaba a punto de escaparse, grité a los soldados celestes que le
cortaran el paso. Se volvió entonces, furiosa, contra mí, y medimos nuestras fuerzas
durante más de diez asaltos. Cuando más desesperada parecía su situación, se
metamorfoseó en un rayo de luz y se dirigió a una velocidad increíble hacia el sur. Traté
de darle alcance, pero buscó refugio en una montaña altísima y decidí venir a
protegeros, temiendo que pudiera regresar a haceros todo el mal de que es capaz.
- Si lo que acaba de relatar vuestro discípulo es verdad - preguntó el rey, agarrándose
con más fuerza todavía al monje Tang -, ¿podéis decirme dónde se encuentra la
auténtica princesa?
- En cuanto haya capturado a la falsa - respondió el Peregrino -, la auténtica regresará
por sí sola a vuestro lado.
Al oírlo, tanto la reina como las concubinas respiraron aliviadas. A renglón seguido se
echaron rostro en tierra y suplicaron:
- Tened la bondad de devolvernos a la princesa. Podéis estar seguro de que, si lo hacéis,
seréis recompensado con generosidad.
- Éste no es lugar para hablar de esas cosas - respondió el Peregrino -. Que su majestad
y mi maestro regresen a palacio, mientras la reina y las concubinas se encierran en sus
respectivas habitaciones.
Ba-Chie y el Bonzo Sha se encargarán de protegeros durante todo el tiempo que esté
fuera tratando de atrapar a la monstruo. De esa forma, continuará respetándose la
etiqueta y nos veremos libres de preocupaciones innecesarias. Es preciso obrar en todo
momento con cordura y no malgastar energías inútiles.
El rey aceptó, complacido, su sugerencia y regresó al salón del trono cogido de la mano
del monje Tang, al tiempo que la reina y las demás damas volvían a sus propias
mansiones. Sin pérdida de tiempo el soberano ordenó preparar un espléndido banquete
vegetariano y envió a buscar a Ba-Chie y al Bonzo Sha, que no tardaron en presentarse.
El Peregrino les dio cuenta de lo que había ocurrido y les encargó que cuidaran con
dedicación del maestro. Cumplidas esas disposiciones, dio un salto tremendo y se elevó
por los aires. Al verlo, todos los funcionarios se echaron rostro en tierra y empezaron a
golpear el suelo con la frente, por lo que, de momento, no hablaremos más de ellos. Sí
lo haremos, sin embargo, del Gran Sabio, que se dirigió a toda prisa a la montaña que se
alzaba al sur del reino y empezó a buscar a la monstruo. Tras experimentar la hiel de la
derrota a las puertas mismas de los cielos, la bestia se había refugiado en su agujero y lo
había tapado cuidadosamente con piedras. Eso dificultó terriblemente la labor del
Peregrino, que fue incapaz de detectar desde el aire el menor movimiento. Sintiendo que
el tiempo se le iba de las manos, hizo un gesto mágico con los dedos y, después de
recitar el correspondiente conjuro, hizo venir a su presencia al dios de la montaña y al
espíritu protector de aquel lugar.
- ¡Perdonadnos, gran señor, por no haber acudido antes a daros la bienvenida! -
suplicaron las dos deidades, echándose, respetuosas, rostro en tierra -. Si hubiéramos
sabido que ibais a honrarnos con vuestra dignísima presencia, habríamos salido a
vuestro encuentro con todos los honores de los que sois merecedor.
- Está bien - concluyó el Peregrino con gesto adusto -. Por esta vez no os castigaré.
¿Cómo se llama esta montaña y cuántos monstruos habitan en ella? Si me dais una
respuesta veraz, os perdonaré la vida; de lo contrario, ya sabéis lo que os aguarda.
- Este lugar, Gran Sabio - contestaron los dos dioses a coro -, se llama el Monte del
Cepillo para el Pelo y dispone de tres madrigueras de liebre. Desde el principio del
tiempo hasta el momento actual no ha habitado en él monstruo alguno, ya que se trata
de una tierra sagrada. Si deseáis atrapar algún monstruo, lo mejor que podéis hacer es
seguir de principio a fin el camino que conduce al Paraíso Occidental.
- Al llegar al Reino de la India - explicó el Peregrino -, descubrí que la hija del señor
que rige sus destinos había sido secuestrada por una monstruo y abandonada en un lugar
muy apartado de la capital. No contento con eso, tomó la forma de la muchacha y
convenció al rey para que erigiera una artística torre, para lanzar desde ella una bolita
cubierta de bordados y, así, seleccionar a su futuro marido. Dio la casualidad de que
pasamos por allí el monje Tang y yo, y la bolita en cuestión fue a parar a las mangas de
mi maestro. En realidad, no hubo nada extraño en ello, pues la monstruo estaba ansiosa
por copular con él y hacerse así con su yang originario. Afortunadamente, logré
desenmascararla antes de que se produjera la unión. Ella se despojó entonces de sus
alhajas y sus joyas y luchó contra mí durante más de medio día, valiéndose de una porra
muy peculiar. Al comprender que no tenía nada que hacer, se convirtió en una brisa y
huyó hacia las puertas del cielo, donde volvimos a medir nuestras armas durante más de
diez asaltos. De nuevo sintió la cercanía de la derrota y, convirtiéndose en un rayo de
luz, buscó refugio en esta montaña. Me extraña, por tanto, que digáis que no habita en
ella ningún monstruo. Si eso es así, ¿queréis indicarme dónde ha podido esconderse?
Los dos dioses tomaron al Peregrino de la mano y empezaron a registrar todas las
madrigueras de liebre que había en la montaña. Empezaron por la base, pero allí sólo
encontraron las de unos cuantos conejos, que huyeron despavoridos, al verlos. Cerca de
la cumbre, no obstante, descubrieron una madriguera tan especial, que su entrada estaba
tapada con dos pesadas lascas de piedra. Eso hizo decir inmediatamente al espíritu
protector de aquel lugar:
- Aquí tiene que ser donde se ha escondido esa monstruo de la que habláis. Seguro que
se ha encerrado ahí dentro para escapar de vuestras garras.
La monstruo había buscado, en efecto, cobijo en aquel agujero. Al ver que el Peregrino
apartaba las piedras con la barra de hierro, dio un salto tremendo, cayendo sobre él con
su porra. Afortunadamente, el Gran Sabio desvió el golpe, pero el ruido que produjeron
las dos armas al entrechocar fue tan intenso, que el dios protector de aquel lugar se hizo
a un lado y el de la montaña huyó despavorido.
- ¿Quién os mandaría a vosotros traerle hasta aquí? - los regañó la monstruo, furiosa.
Con las fuerzas al límite trató de hacer frente a la barra de hierro pero no pudo resistir
mucho tiempo y se elevó hacia lo alto en busca de un lugar en el que esconderse. El día
estaba cayendo y, como el sol, su energía iba también en declive. Eso dio nuevos
ánimos al Peregrino, que buscó el medio de asestarle el golpe definitivo. Cuando se
hallaba a punto de conseguirlo, oyó una voz procedente del Noveno Cielo, que dijo,
muy alterada:
- ¡No lo hagas, Gran Sabio! ¡Por lo que más quieras, no descargues sobre esa miserable
toda la fuerza de tu brazo!
El Peregrino se dio media vuelta y vio descender de lo alto, envueltos en una nube
sonrosada, a la Estrella del Yin Supremo, a Chang-Er y a todas las demás diosas que
habitan en la luna. Tan desconcertado quedó el Peregrino ante semejante visión, que
bajó al punto la barra de hierro e, inclinándose respetuosamente ante los recién llegados,
dijo:
- ¿Hacia dónde os dirigís, Yin Supremo? Perdonadme por no haberme hecho a un lado
y dejaros, así, expedito el camino.
- Esa monstruo a la que te has enfrentado tantas veces es la liebre de jade de mi Palacio
del Frío Inmenso - explicó el Yin Supremo -. Ya sabes a cuál me refiero: a esa que me
ayuda a machacar la droga inmortal de la escarcha misteriosa. Por su cuenta y riesgo,
descorrió el pestillo de oro y abrió la cerradura de jade, ausentándose del palacio
durante algo más de un año. Sin saber por qué, tuve la impresión de que se hallaba en un
gran peligro y he salido, preocupado, a buscarla. Ahora veo que no andaba equivocado.
¡Por lo que más queráis, Gran Sabio, perdonadle la vida!
- ¡De acuerdo! - concluyó el Peregrino -. ¿Cómo voy a osar oponerme a vuestros
deseos? ¡Así que es esa condenada liebre de jade!, ¿eh? ¡No me extraña que maneje tan
bien esa porra! De todas formas, es mi deber preguntaros, Yin Supremo, si estabais al
tanto de que había secuestrado a la princesa del Reino de la India y de que se había
hecho pasar por ella con el único propósito de estropear el yang original de mi maestro.
Su conducta ha sido realmente reprochable y merece un castigo ejemplar. Si no se lo
dais vos, se lo daré yo.
- Se nota que no estáis al tanto de lo ocurrido - comentó el Yin Supremo -, porque la
princesa de la que habláis no es una muchacha ordinaria, sino la Dama Blanca 6 del
Palacio del Sapo. Hace aproximadamente dieciocho años propinó un sopapo a la liebre
de jade y se dejó arrastrar por los falsos atractivos de este Mundo de Sombras. Su
espíritu encontró libre el seno de la reina y fue a nacer en el centro mismo del palacio
imperial. Pero la liebre de jade no olvidó la afrenta que había recibido y huyó de mi
palacio, como acabo de deciros, hace ahora un año para hacer sufrir un poco a la Dama
Blanca. No debería haber tratado de desposarse con el monje Tang, porque ése es, en
efecto, un crimen imperdonable. Afortunadamente, vos poseéis el suficiente
discernimiento para poder distinguir lo auténtico de lo falso y no habéis permitido que
se consumara la deshonra de vuestro maestro. Os suplico, pese a todo, que, por el peso
de mis años, le perdonéis la vida para que pueda llevármela al palacio del que nunca
debió haber salido.
- Sabéis que soy incapaz de oponerme a vuestros deseos - respondió el Peregrino,
sonriendo -. Me temo, de todas formas, que, si os lleváis a la liebre de jade, el rey se
negará a creerme y castigará a mi maestro. Espero, pues, que tanto vos como vuestras
dignísimas hermanas tengáis la amabilidad de regresar conmigo al Reino de la India a
ratificar con vuestra presencia todas y cada una de mis palabras. De esa forma, no sólo
se reconocerá mi hazaña, sino que quedará explicada la suerte de la Dama Blanca y el
rey determinará el castigo que haya de imponérsele.
- ¡Maldita bestia! - regañó el Yin Supremo a la monstruo, después de haber dado su
consentimiento al plan del Peregrino -. ¿Cuándo vas a decidirte a volver al buen
camino?
Sin pérdida de tiempo, la libre de jade se dejó caer al suelo y se mostró tal cual era: un
animal de dientes afilados, labios partidos, pelo ralo y orejas largas y puntiagudas. Pese
a todo, su cuerpo poseía la finura del jade y era capaz de volar por encima de las
montañas con sus patas extendidas. Su hocico, siempre húmedo, brillaba de tal manera,
que parecía estar cubierto de maquillaje o de escarcha. Sus ojos, vivos como el mismo
fuego, parecían dos bolas de nieve moteadas de rojo. Con el lomo estirado se movía
entre los matorrales como si fuera una flecha o una brizna de seda arrastrada por el
viento. Su pelaje poseía el tono grisáceo de la plata. Al amanecer, bebía el rocío que el
cielo depositaba por la noche en el aire y había aprendido junto a los inmortales a
machacar la inapreciable droga de la vida sin fin. Al ver la metamorfosis que había
experimentado la falsa princesa, el Gran Sabio saltó encima de una nube y se dirigió al
Reino de la India, seguido de la Estrella del Yin Supremo, de Chang-Er, de las otras
diosas que habitaban en la luna y de la propia liebre de jade. Era aproximadamente la
hora del crepúsculo, cuando llegaron a su destino, y la luna había empezado a
desplazarse por el cielo. Desde muy lejos oyeron el batir de los tambores y los gritos de
los encargados de contar las vigilias. Pese a todo, el rey y el monje Tang se hallaban
reunidos todavía en el salón del trono, mientras Ba-Chie y el Bonzo Sha se hallaban
sentados en los escalones de la corte, discutiendo con los funcionarios imperiales de los
asuntos del gobierno. No tardaron en ver aproximarse desde el sur unas nubes tan
luminosas, que parecía como si, de pronto, se hubiera vuelto a hacer de día.
Asombrados, miraron hacia lo alto y oyeron gritar al Gran Sabio con potente voz:
- ¡Haced salir a vuestras esposas y concubinas, Señor de la India, para que sean también
ellas testigos de este portento! Estos dioses que me acompañan son la Estrella del Yin
Supremo, Chang-Er y las inmortales que habitan en la luna. Esa liebre de jade que
contempláis a su lado no es otra que la falsa princesa que se hizo pasar por vuestra hija
y que ahora ha recobrado la forma que le es habitual.
Inmediatamente el rey hizo llamar a la reina, a las concubinas y a las damas del palacio,
que acudieron en tropel a su presencia, vestidas con sus mejores galas, y se arrodillaron,
respetuosas, ante el cielo. Su majestad y el monje Tang las imitaron, postrándose de
hinojos y expresando, de esta forma, su respeto. En todas las casas de la capital se
encendieron varillas de incienso y se recitó, sin cesar, el nombre de Buda. Sólo Chu Ba-
Chie se sintió arrastrado por la lujuria a la vista de tan extraordinario espectáculo y, sin
poder contenerse, dio un salto y trató de agarrar la falda multicolor de Chang-Er,
gritando:
- ¿Por qué no nos divertimos tú y yo un rato? Al fin y al cabo, somos conocidos de toda
la vida.
- ¡Maldito Idiota! - le respondió el Peregrino, propinándole un par de bofetadas -.
¿Dónde te crees que estás, para dar rienda suelta a tus instintos?
- Sólo estoy tratando de remediar el aburrimiento que me consume - se defendió Ba-
Chie -. ¿Quieres decirme qué hay de malo en ello?
Para evitar males mayores, el Yin Supremo ordenó a sus acompañantes que regresaran
con él al Palacio de la Luna y las diosas y la liebre le siguieron, mientras el Peregrino y
Ba-Chie se posaban suavemente sobre el suelo. El rey corrió, ansioso, hacia ellos y les
preguntó:
- ¿Se puede saber dónde se encuentra la auténtica princesa, ahora que la falsa ha sido
desenmascarada, gracias a la fuerza de vuestro inmenso poder?
- Vuestra hija - respondió el Peregrino - tampoco posee un origen mortal. Se trata, de
hecho, de la Dama Blanca, que tiene fijada su morada en el mismísimo Palacio de la
Luna. Hace aproximadamente quince años cometió la imprudencia de abofetear a la
liebre de jade y descendió a este Mundo de Sombras, atraída por sus seducciones. La
liebre no la perdonó y, tras enterarse el pasado año que se había introducido en el seno
de vuestra esposa, rompió el pestillo de oro y el candado de jade y bajó a vuestro reino
con el fin de vengarse. Después de llevarla secuestrada a un lugar apartado, tomó su
personalidad y os engañó a todos. Tan complicado proceso kármico me ha sido expli-
cado no hace mucho por el mismo Yin Supremo en persona. Hoy hemos conseguido
desenmascarar a la falsa princesa, pero os prometo que mañana encontraremos a la
verdadera.
Incapaz de contener las lágrimas, el rey exclamó:
- ¿Dónde iré a buscarte, hija mía, si desde el momento de mi coronación no he vuelto a
salir jamás de esta ciudad?
- No os preocupéis por eso - trató de tranquilizarle el Peregrino -. Vuestra hija se
encuentra en el Monasterio Dispensador del Oro y Benefactor de los Huérfanos y
Necesitados, haciéndose pasar por loca. Opino que lo mejor será que nos retiremos a
descansar. En cuanto haya amanecido, prometo que iré en su busca y os la traeré sana y
salva.
- No os preocupéis más, señor - aconsejaron al soberano los funcionarios imperiales,
echándose rostro en tierra -. Está claro que estos monjes son budas vivientes, capaces de
volar por los aires y cabalgar a lomos de las nubes. No nos cabe la menor duda de que
para ellos ni el pasado ni el futuro encierran el menor misterio y que mañana mismo
darán por terminado todo este asunto. ¿A qué viene tanta prisa?
El rey se mostró de acuerdo con su punto de vista e invitó a los peregrinos a retirarse al
Pabellón del Árbol que puso Coto a la Primavera para reponer las fuerzas y descansar
un poco. Para entonces era ya la hora de la segunda vigilia. Ráfagas de viento agitaban
los carillones dorados, mientras la luna multiplicaba su resplandor y se escuchaban los
golpes metálicos de los encargados de marcar el paso del tiempo. La primavera parecía
haberse disipado de pronto y los cuclillos lloraban su repentina desaparición. En la
profundidad de la noche todos los caminos daban la impresión de estar cubiertos de
pétalos. En el jardín imperial se alargaban las tristes sombras de los columpios
abandonados a aquellas horas a su suerte. Por encima de ellos un torrente de rayos de
plata se adentraba con fuerza en el mar de jade azulado de la noche. Los mercados y las
calles se hallaban totalmente vacíos; nadie los visitaba a aquella hora en la que todo
parecía vibrar con el lejano titilar de las estrellas. Los peregrinos se reponían de sus
muchas fatigas, por lo que, de momento, no hablaremos más de ellos.
Sí lo haremos, sin embargo, del rey, que, a medida que iban pasando las horas, iba
recobrando su antigua energía como consecuencia de la desaparición del aura de maldad
que hasta entonces había envuelto su figura. Para desconcierto de todos los cortesanos,
celebró la primera audiencia de aquel día un cuarto de hora antes de la quinta vigilia,
ordenando que fueran a buscar inmediatamente al monje Tang y a sus tres discípulos,
para tratar con ellos del asunto de hallar cuanto antes a la princesa. El maestro, el Gran
Sabio y sus dos hermanos acudieron, presurosos, a su llamada, saludándole con el
respeto que se esperaba de ellos.
- Ayer - dijo su majestad, después de devolverles los saludos - mencionasteis que
estabais dispuestos a ir en busca de la princesa. ¿Sería mucho pediros que iniciarais ya
su búsqueda?
- Dos días antes de que llegáramos a esta capital - explicó, entonces, el maestro - la
caída de la noche nos sorprendió a las mismas puertas del Monasterio Dispensador del
Oro y Benefactor de los Huérfanos y Necesitados. Los monjes nos recibieron con los
brazos abiertos, ofreciéndonos en seguida el calor de su hospitalidad. Después de cenar,
salimos a dar un paseo por lo que había sido el Parque de Jetavana y pudimos oír con
toda claridad el lamento de una muchacha. Al preguntar por su origen, el monje que nos
acompañaba, un anciano de más de cien años de edad, despidió a todos sus sirvientes y
nos contó la siguiente historia: «El año pasado por estas mismas fechas me hallaba
reflexionando sobre la relación existente entre la luna y nuestra naturaleza, cuando la
brisa trajo hasta mis oídos el sonido inconfundible de un lamento. Me levanté en
seguida del lecho y corrí hacia el antiguo Parque de Jetavana para ver lo que ocurría y
me encontré con una muchacha, que me explicó que era la hija del rey de la India y que
había sido llevada hasta allí por un viento huracanado, que la arrebató hacia lo alto,
mientras contemplaba la belleza de las flores a la luz de la luna». Aquel monje, gran
conocedor de la naturaleza humana, la encerró en un lugar apartado, haciendo creer a
los demás que se trataba de un espíritu, con el fin de evitar que alguien pudiera abusar
de ella. Ese juego no pasó desapercibido a la muchacha, que al instante empezó a
mascullar estupideces y a no tomar más alimento que arroz y un poco de té. Pero si de
día se hace pasar por loca, de noche no deja de añorar a sus padres y de lamentar su
mala fortuna. Varias veces ha venido el anciano a la ciudad para tratar de esclarecer tan
desconcertante asunto, pero siempre se ha encontrado con que la princesa vivía, feliz y
contenta, en vuestro palacio. Al enterarse, no obstante, de que mi discípulo poseía
ciertos poderes mágicos, nos pidió encarecidamente que hiciéramos cuantas
averiguaciones nos fuera posible, con el fin de arrojar alguna luz sobre ese misterio. Lo
que menos sospechábamos entonces era que la liebre de jade del Palacio del Sapo se
hubiera convertido en una monstruo y hubiera tomado la forma de vuestra hija. Para
entonces su interés estribaba en apoderarse de mi yang primigenio, pero,
afortunadamente, mi discípulo la desenmascaró, valiéndose de sus profundos
conocimientos mágicos. Ahora, que la liebre ha regresado a la luna con la Estrella del
Yin Supremo, vuestra hija puede muy bien dejar de hacerse pasar por loca y abandonar
para siempre el Monasterio Dispensador del Oro.
- ¿A qué distancia de aquí se encuentra ese monasterio? - preguntó el rey.
- A unos ciento veinte kilómetros - contestó Tripitaka.
- En ese caso - concluyó su majestad -, que se encarguen de los asuntos de la corte mis
esposas de los Palacios Oriental y Occidental y que el Gran Consejero asuma las
responsabilidades de gobierno. Es mi deseo que la reina, los funcionarios imperiales de
mayor rango y los cuatro budas vivientes me acompañen hasta ese monasterio y, juntos,
traigamos a la princesa a este palacio, del que jamás debió salir.
No había acabado de decirlo, cuando las carrozas estaban ya dispuestas a las mismas
puertas de la corte. Apenas se hubieron puesto en marcha, el Peregrino se elevó por los
aires y con un ligero movimiento del cuerpo se presentó en el patio del monasterio. Los
monjes se postraron en seguida de hinojos y le preguntaron, sorprendidos:
- ¿Cómo es que regresáis por los aires, habiendo partido por tierra con el resto de
vuestros hermanos?
- ¿Dónde está el anciano que vive con vosotros? - preguntó, a su vez, el Peregrino,
sonriendo -. Decidle que salga inmediatamente y que prepare unas cuantas mesas con
incienso, pues están a punto de llegar el rey y la reina de la India con todos sus
dignatarios y mi maestro.
A pesar de que los monjes no comprendían de qué podía estar hablando, hicieron salir
al anciano, que se inclinó, respetuoso, ante el Peregrino y le preguntó:
- ¿Habéis descubierto algo sobre la princesa?
El Peregrino contó, entonces, cómo la impostora había arrojado una bolita de bordados
sobre la cabeza del monje Tang, cómo había tratado de desposarse con él, cómo había
luchado repetidamente contra ella y cómo la Estrella del Yin Supremo le había
suplicado que no le diera muerte, revelándole que era la liebre de jade de su palacio.
Emocionado, el anciano se echó rostro en tierra y empezó a golpear el suelo con la
frente en señal de gratitud.
- ¡Levantaos, por favor! - le urgió el Peregrino, ayudándole a incorporarse -. Es preciso
preparar el recibimiento del rey y su séquito.
Muchos de los monjes se enteraron, entonces, de que en una de las habitaciones
posteriores había encerrada una muchacha. Sin dar crédito a tantas revelaciones,
dispusieron unas cuantas mesas con incienso a las puertas del monasterio, mientras los
de más edad vestían sus magníficas túnicas y los jóvenes hacían sonar las campanas y
los tambores. No tardó en aparecer el cortejo imperial. Al poner su majestad el pie en
los dominios de aquel templo tan apartado, el cielo se llenó de una neblina aromática de
buenos auspicios. Parecía como si un arco iris sin tiempo hubiera limpiado los océanos
y los mares o como si la primavera de prosperidad se hubiera posado para siempre en
los dominios de aquel rey tan virtuoso. El cortejo superaba en belleza al espléndido
paisaje por el que avanzaba, llenando el ambiente de un penetrante olor a flores. Debido
a las precauciones tomadas por un monje anciano, el monasterio se ve ahora honrado
por la presencia de un gobernante sabio. Nada más poner en él su pie, los bonzos
salieron en filas a darle la bienvenida, para postrarse a renglón seguido sobre el polvo.
- ¿Cómo habéis llegado tan pronto? - preguntó el rey, admirado, al ver al Peregrino.
- Muy fácilmente - respondió el Peregrino, sonriendo -. Me ha bastado con un simple
movimiento del cuerpo. ¿Y, vos, cómo habéis empleado casi medio día en cubrir una
distancia tan corta?
Antes de que contestara, llegaron el monje Tang y los demás. Con el maestro a la
cabeza se dirigieron a la parte de atrás del monasterio, donde encontraron a la princesa
babeando y diciendo insensateces. El anciano señaló la puerta tras la que se hallaba
encerrada y, postrándose de hinojos, dijo:
- Ahí está la dama que llegó el año pasado a lomos del viento.
El rey mandó derribar la puerta y al punto le arrancaron la cerradura y el cerrojo. En
cuanto vieron a la loca, el monarca y su esposa reconocieron en ella a la princesa y, sin
importarles para nada la suciedad en la que yacía, corrieron a abrazarla, gritando,
emocionados:
- ¡Pobre hija nuestra! ¿Qué amarga suerte te ha conducido a un estado tan lamentable?
No existe, en verdad, nada comparable con el reencuentro de un hijo con sus padres.
Los tres se abrazaban como si hubieran perdido el juicio y, a juzgar por los gritos que
lanzaban, no se sabía si lloraban o reían. Después de repetirse, una y otra vez, lo mucho
que se habían echado de menos, el rey ordenó traer agua de rosas, para que la princesa
pudiera lavarse y cambiarse de ropas. En cuanto hubo recobrado su aspecto original,
montó en la carroza con sus regios progenitores y regresaron todos a la ciudad. Antes de
hacerlo, sin embargo, el Peregrino se inclinó con respeto ante el rey y le dijo:
- Existe otro asunto, del que quisiera hablar con vos.
- ¿De qué se trata? - preguntó el rey, complaciente -. Sabed que podéis contar con mi
ayuda para lo que deseéis.
- Se nos ha informado - explicó el Peregrino - que en una de vuestras montañas, en
concreto en la conocida por el nombre de los Ciempiés, un grupo de estos insectos se ha
convertido en espíritus y ha empezado a atacar a los caminantes durante la noche. Eso
ha hecho que tanto los viajeros como los comerciantes pierdan un tiempo realmente
precioso, al cruzar vuestros muy dignos territorios. Puesto que los gallos y ese tipo de
sabandijas son enemigos irreconciliables, me gustaría escoger a los mil pollos más
robustos de vuestros corrales y dejarlos sueltos por estos contornos, para que acaben, de
una vez por todas, con esas criaturas tan venenosas. Cuando hayan concluido su tarea,
no estaría de más que cambiarais de nombre a esa montaña y que construyerais una
nueva ala en este monasterio, en prueba de gratitud por haber cuidado a la princesa
durante todo este tiempo.
El rey aceptó, complacido, ambas sugerencias y ordenó a varios funcionarios que se
fueran por delante a la ciudad y escogieran los gallos más sanos y fuertes. El nombre de
la montaña fue cambiado por el de Flor Preciosa. Por su parte, el departamento
encargado de las construcciones imperiales se puso en seguida manos a la obra para
agrandar de un modo considerable aquel templo, que empezó a ser conocido como Real
Monasterio Dispensador del Oro y Benefactor de los Huérfanos y Necesitados de la
Montaña de la Flor Preciosa. Su guardián recibió el título de Defensor de la Patria y se
le asignó un salario de treinta y seis piedras preciosas. Agradecidos, los monjes
acompañaron al cortejo imperial hasta la misma corte, donde la princesa saludó,
emocionada, a todos los suyos. Para celebrar su regreso, se ofrecieron espléndidos
banquetes, en los que tanto el rey como sus súbditos rivalizaron en alegría y regocijo. Al
día siguiente su majestad ordenó pintar los retratos de los cuatro peregrinos y los hizo
colgar en el Salón de la Paz Eterna entre los Chinos y los Bárbaros. La princesa,
maquillada y elegantemente vestida, fue personalmente a dar las gracias al monje Tang
y a sus discípulos por haberle devuelto la libertad.
El maestro quiso ponerse inmediatamente en camino, pero, como era de esperarse, el
rey se opuso a dejarle partir. Las celebraciones se prolongaron durante cinco o seis días,
en los que el Idiota no hizo otra cosa que hartarse. Su majestad terminó comprendiendo,
finalmente, que los peregrinos se morían de ganas por presentar sus respetos a Buda y
no se atrevió a demorar por más tiempo su marcha. En prueba de su profundo
agradecimiento quiso regalarles doscientos lingotes de plata y oro, junto con un cofre
lleno de auténticos tesoros, pero ellos no aceptaron ni una sola moneda de cobre.
Vivamente admirado, hizo venir su carroza y pidió al maestro que se sentara a su lado,
mientras todos los cortesanos se aprestaban a acompañarle durante un largo trecho del
camino. La reina, la princesa, las concubinas y las restantes damas del palacio se
echaron rostro en tierra y golpearon repetidamente el suelo con la frente en señal de
profundo agradecimiento. Cuando estaban a punto de abandonar la ciudad, se
presentaron los monjes del monasterio, decididos a no dejarlos partir. Comprendiendo
que la situación podía tornarse un tanto complicada, el Peregrino no tuvo más remedio
que hacer un signo mágico con los dedos y soplar hacia el sudoeste una bocanada de
aliento mágico. Al momento se levantó un viento huracanado que dispersó a todos los
presentes. Sólo entonces pudieron los caminantes proseguir su viaje. Purificados por las
aguas de la gracia, regresaron a la causa primera 7 y, abandonando el mar de las
pasiones, sumieron su espíritu en la auténtica nada.
No sabemos, de momento, cómo era el camino que aún les quedaba por recorrer. El que
quiera averiguarlo tendrá que escuchar con atención las explicaciones que se ofrecen en
el capítulo siguiente.
CAPITULO XCVI
Decíamos que el mayor de los discípulos del monje Tang se valió de sus poderes
mágicos para poner freno al entusiasmo de los monjes del Monasterio Dispensador del
Oro. Cuando el huracán amainó, no había ni rastro del maestro ni de sus seguidores y
todos se convencieron de que habían sido testigos de la marcha de unos budas vivientes.
Presa de un respetuoso temor, se echaron rostro en tierra y empezaron a golpear el suelo
con la frente, antes de regresar definitivamente a su monasterio, por lo que, de
momento, no hablaremos más de ellos.
Sí lo haremos, sin embargo, de los peregrinos, que siguieron caminando, incansables,
hacia el Oeste. De nuevo la primavera tocó a su fin y volvió a hacerse presente el
verano. El tiempo comenzó a ser cada vez más caluroso y la luz pareció apoderarse de
todo. Los estanques aparecían cubiertos de lotos, las ciruelas maduraban a ojos vista
como consecuencia de las últimas lluvias y el grano que llenaba los campos se mecía en
los brazos del viento a alturas progresivamente mayores. Las golondrinas seguían con
sus vuelos los cursos de los arroyos, mientras los faisanes lanzaban gritos de amor, al
tiempo que trataban de alimentar a sus polluelos. Los días se alargaban con cada
anochecer que pasaba y todo parecía revestirse de una fuerza desconocida hasta
entonces. Muchas fueron las veces que los caminantes descansaron a la luz de las
estrellas y se sentaron a comer, al despuntar la primera luz del día. Resultaban
incontables los cursos de agua que vadearon y las colinas que traspusieron. Durante más
de medio mes viajaron en dirección oeste sin toparse con una sola persona. Por fin, un
día vieron una ciudad y Tripitaka preguntó esperanzado:
- ¿Sabéis qué lugar es ése de ahí delante?
- No - respondió el Peregrino.
- ¿Cómo puedes decir eso? - le regañó Ba-Chie, sonriendo, malicioso -. ¿No decías que
habías pasado antes por aquí? Cuando te niegas a responder al maestro, debe de ser
porque esa ciudad encierra algo raro; si no, no me explico a qué viene tanta ignorancia.
- ¡Qué poco razonable eres! - se quejó el Peregrino -. Tienes que pensar que aunque, en
efecto, he recorrido este camino varias veces, siempre lo he hecho desde el aire y nunca
me he detenido en ningún sitio. ¿Para qué me iba a preocupar de lo que no me
concernía? Te aseguro que es la verdad. No sé qué es lo que pueden encerrar esas
murallas.
No tardaron en llegar a los aledaños de la ciudad y Tripitaka bajó del caballo, antes de
enfilar el puente levadizo que conducía directamente a una de las puertas fortificadas. A
un lado de una calle llamativamente larga vio a dos ancianos charlando amigablemente
y, volviéndose a sus discípulos, les ordenó:
- Quedaos ahí y agachad la cabeza todo lo que podáis. Voy a preguntar a esos hombres
cómo se llama este lugar.
El Peregrino y los demás no se movieron del sitio. Comportándose con una corrección
desacostumbrada en ellos, vieron cómo el maestro se acercaba a los ancianos y cómo
juntaba respetuosamente las manos, antes de decirles:
- Recibid los saludos de este indigno servidor vuestro.
Al principio los dos hombres no se dieron cuenta de su presencia, concentrados, como
estaban, en una larga discusión sobre el auge, caída, logros y fracasos de las pasadas
dinastías, sobre las cualidades necesarias para tomar a alguien por sabio y digno del
mayor respeto, y sobre el hecho, triste e incuestionable, de que quien se lanza a em-
presas heroicas tarde o temprano termina cayendo en el olvido. Cuando se percataron de
su presencia, levantaron, sorprendidos, la cabeza y, después de devolverle el saludo, le
preguntaron:
- ¿Qué es lo que deseáis?
- Vuestro humilde servidor - contestó Tripitaka - ha recorrido un camino muy largo con
el único propósito de presentar sus respetos a Buda. Puesto que desconozco el nombre
de esta dignísima comarca, me he tomado la libertad de acercarme a preguntároslo y a
pediros, si es que lo sabéis, que me indiquéis el nombre de alguna familia dispuesta a
hacer obras de caridad, pues, como podéis suponer, me encuentro al límite de mis
fuerzas.
- Ésta - explicó uno de los ancianos - es la Prefectura de la Terraza del Bronce,
perteneciente al Distrito de la Tierra de la Luz. Si deseáis comer algo, no tenéis ninguna
necesidad de mendigar. Pasad aquel arco de allí y os encontraréis con una calle que va
de norte a sur. Seguidla y no tardaréis en toparos con una torre orientada hacia el este
con varias esculturas de leones sentados a la puerta. No tiene pérdida. Es la casa del
noble Kou. La reconoceréis, además, porque encima de la puerta hay una inscripción
que dice: «No se prohibirá la entrada a diez mil monjes». Allí gozaréis de todas las
comodidades a las que puede aspirar alguien llegado desde tan lejos como vos. Ahora, si
no os importa, nos gustaría continuar con nuestra charla.
Después de darles las gracias, Tripitaka se volvió hacia el Peregrino y le dijo:
- Este lugar es la Prefectura de la Terraza del Bronce, perteneciente al Distrito de la
Tierra de la Luz. Según esos ancianos, detrás de aquel arco hay una calle que recorre la
ciudad en dirección norte-sur con una torre orientada hacia el este, que tiene a la puerta
varias esculturas de leones sentados. Parece ser la mansión de un noble apellidado Kou,
que no ha encontrado mejor lema para su hogar que una inscripción que dice: «No se
prohibirá la entrada a diez mil monjes». Allí siempre hay comida disponible para gente
como nosotros.
- Ésta - comentó el Bonzo Sha, entusiasmado - es la tierra de Buda y no me extraña lo
más mínimo que haya gente dispuesta a dar de comer a todos los monjes con los que se
tope. Opino, por otra parte, que, al tratarse de una simple prefectura, no es necesario que
vayamos a sellar nuestro documento de viaje. Así que, cuanto antes repongamos las
fuerzas, antes reanudaremos la marcha.
El maestro siguió la dirección que acababan de indicarle los ancianos, pero el extraño
aspecto de sus discípulos no tardó en despertar la curiosidad y el sobresalto entre la
gente que llenaba los mercados. Pronto se arremolinó a su alrededor una gran multitud,
que no dejaba de mirarlos, entre divertida y alarmada, a la cara. Los tres hermanos no
respondieron a sus comentarios, debido, quizás, a que el maestro no dejaba de repetirles:
- Recordad que debéis comportaros como lo que sois.
Ni siquiera Ba-Chie osó desobedecerle, y agacharon la cabeza cuanto pudieron,
clavando fijamente la vista en el suelo. Al torcer la esquina desembocaron en una calle
grande que iba, en efecto de norte a sur. No tardaron en descubrir la torre con los leones
a la entrada y la inscripción que decía: «No se prohibirá la entrada a diez mil monjes».
- En verdad - comentó el maestro, admirado -, en esta tierra sagrada del Oeste no hay
lugar para el engaño. Ahora estoy convencido de que en el país de Buda tanto los sabios
como los tontos reniegan de la mentira. He de confesaros que tenía mis dudas respecto a
lo que acababan de contarme esos ancianos.
Maleducado e impulsivo como siempre, Ba-Chie trató de entrar el primero, pero se lo
impidió el Peregrino, diciendo:
- ¿Por qué no esperas a que salga alguien a darnos la bienvenida? ¿No comprendes que
no podemos pasar hasta que no nos inviten a hacerlo?
- Wu-Kung tiene razón - opinó el Bonzo Sha -. Si no nos ajustamos escrupulosamente a
las normas dictadas por la etiqueta, el señor de la casa puede sentirse ofendido y negarse
a dejarnos pasar.
Sin más, agarraron de las riendas al caballo y posaron el equipaje en el suelo. No tardó
en aparecer un criado con una cesta y una balanza, que se llevó tal susto al verlos que,
tirándolo todo, corrió a informar a su señor de lo ocurrido.
- Ahí fuera - dijo, muy excitado - hay cuatro monjes con una pinta muy rara.
El noble se encontraba en el jardín dando un paseo y recitando sin cesar el nombre de
Buda. Al oír al criado, tiró a un lado el bastón que llevaba en las manos y corrió a dar la
bienvenida a tan inesperados visitantes. A pesar de su extremada fealdad, no los
encontró, en modo alguno, repulsivos y los invitó a entrar en su mansión, diciendo:
- ¡Pasad, pasad! ¡Bienvenidos a esta humilde morada!
Tripitaka y sus discípulos así lo hicieron, sin atreverse a levantar la vista del suelo. Tras
atravesar un pequeño pasillo, el noble los condujo hasta un espléndido edificio y les
anunció:
- Ahí dentro se encuentra la sala dedicada a Buda, el salón de los sutras y el comedor.
Podéis quedaros a vivir todo el tiempo que deseéis. Yo vivo en ese otro edificio de la
izquierda con mi familia.
Conmovido ante tantas atenciones, Tripitaka se puso la túnica que había traído desde
Chang-An y entró en el templo a presentar sus respetos a Buda. Por doquier se veía el
tímido latir de las velas entre una nube de volutas aromáticas de incienso. Las flores y la
seda llenaban hasta el último rincón de aquella espléndida sala, cuyas paredes aparecían
cubiertas totalmente de oro. De ese mismo metal era una campana que colgaba de lo
alto. Muy cerca de ella había dos tambores de laca multicolor. Los estandartes, bordados
todos ellos con piedras preciosas, ondeaban sin cesar, como si quisieran cantar las
glorias de los mil Budas de oro 2 que adornaban las paredes laterales. Encima de una
mesa lacada y llena de artísticos relieves descansaban una caja con los mismos motivos,
un pebetero de bronce y un florero del mismo material. Del pebetero fluían sin cesar
volutas de humo aromático, que se mezclaban con la fragancia que despedían los lotos
de varios colores que contenía el jarrón. El incienso difuminaba los contornos de la
mesa, haciendo que los montoncitos de pétalos que llenaban la caja labrada parecieran
gemas traídas de remotos lugares. Un poco más allá se veía un precioso recipiente de
cristal con el agua sagrada, una lámpara de vidrio con el aceite perfumado y una
campanita de oro para marcar los ritmos de la salmodia. Ni una sola mota de polvo
mancillaba aquella sala dedicada a Buda, cuya riqueza y lujo de detalles superaba al de
no pocos templos. Una vez purificadas sus manos, el maestro tomó un poco de incienso
y lo quemó, inclinándose hasta tocar el suelo con la frente. Se volvió a continuación
hacia el noble con el fin de saludarle con el respeto requerido, pero éste se lo impidió,
diciendo:
- Dejad eso para después. Antes es preciso que visitéis el salón de los sutras.
Lo que allí vieron los llenó de asombro. Incontables volúmenes de sufras ocupaban
hileras enteras de cajas cuadradas de jade y oro. En algunas de ellas se apilaban las
notas y los escritos a mano. Sobre una mesa de laca roja podían verse una piedra para
diluir tinta, un rollo de papel, un pincel y una especie de sello de color negro, todo ello
de un gusto y de una elegancia inigualables. De esas cualidades participaban,
igualmente, los libros, las pinturas, los atriles y los tableros de ajedrez, que se hallaban
protegidos por un biombo de color verdoso. Lugar destacado ocupaba una campana de
jade con incrustaciones de oro, protegida de los embates del viento por una humilde
estera de esparto. El aire que allí se respiraba poseía tal pureza, que la tristeza se
dispersaba y las penas se desvanecían. Se apreciaba que en aquel reducto de sabiduría la
mente se liberaba de todas sus preocupaciones para seguir las inmaculadas sendas del
Tao. El maestro se dispuso a felicitar a su dueño por la posesión de tan inestimables
tesoros, pero el noble se negó a aceptar cualquier prueba de reconocimiento, diciendo:
- Antes debéis despojaros de vuestra espléndida túnica de maestro.
Tripitaka así lo hizo y presentó, finalmente, sus respetos al dueño de aquella formidable
mansión, que no sólo los recibió con inesperada unción, sino que los hizo extensivos al
Peregrino y sus dos hermanos. Acto seguido, ordenó a los criados que dieran de comer
al caballo y que metieran el equipaje en el pasillo. Sólo entonces se atrevió a pre-
guntarles de dónde procedían y cuál era el propósito de su viaje.
- Vuestro humilde servidor - contestó Tripitaka - es un enviado del Gran Emperador de
los Tang, en las Tierras del Este, que se halla de camino hacia la Montaña del Espíritu
con el fin de obtener las escrituras budistas. Si hemos osado llamar a vuestra puerta, ha
sido porque nos han informado de que sois una persona muy caritativa y el hambre ha
minado últimamente nuestras fuerzas. Podéis estar seguro de que, en cuanto hayamos
tomado lo que vuestra generosidad tenga a bien ofrecernos, nos pondremos de nuevo en
camino.
- Como quizás ya sepáis - contestó el noble, sonriendo visiblemente complacido -,
pertenezco a la familia Kou y mi nombre completo es Hung Da-Kuang. Aunque acabo
de cumplir sesenta y cuatro años, al poco de cumplir los cuarenta prometí dar de comer
exactamente a diez mil monjes. A lo largo de estos veinticuatro años he llevado cuenta
de todos los que se han sentado a mi mesa y puedo aseguraros que ascienden
exactamente a nueve mil novecientos noventa y seis. Para completar la cifra que me
propuse, restan únicamente cuatro y estoy convencido de que el Cielo os ha traído hoy
hasta mi puerta para que pueda dar cumplimiento a la promesa que hice en su día. Eso
me llena de un gozo tan grande, que podéis quedaros a mi lado un mes entero, si así lo
deseáis. Me gustaría que fuerais testigos de la ceremonia con la que quiero poner punto
final a mi voto. Entonces me sentiré libre del todo y podré acompañaros durante el resto
del viaje con caballos y carrozas. Mirándolo bien, la Montaña del Espíritu no se halla
tan lejos de aquí. Son, en efecto, mil seiscientos los kilómetros que nos separan de ese
lugar de bendiciones.
Tripitaka no cabía en sí de contento y dio en seguida su conformidad, por lo que, de
momento, no hablaremos más de ellos. Sí lo haremos, sin embargo, de los sirvientes,
que, sin pérdida de tiempo, encendieron el fuego, sacaron agua del pozo y dispusieron
del arroz, los tallarines y las verduras necesarios para preparar un pequeño convite
vegetariano. Al ver la animación que reinaba en la casa, les preguntó la anciana esposa
del noble:
- ¿De dónde son esos monjes, para que se les trate con tanta consideración?
- Según hemos oído decir a uno de ellos - contestaron los criados -, son unos enviados
del Gran Emperador de los Tang con el encargo de presentar sus respetos al Patriarca
Budista en la Montaña del Espíritu. La distancia que han recorrido para llegar hasta aquí
es tanta, que al señor se le ha metido en la cabeza que se trata de unos mensajeros de lo
alto y ha decidido ofrecerles un auténtico banquete.
- Prepárame mis mejores ropas - ordenó la anciana, emocionada, volviéndose hacia una
sirvienta -. Deseo salir a saludarlos.
- Os aconsejo que tengáis cuidado con ellos - dijo uno de los criados -, porque, aunque
el que los manda es bastante agraciado, los otros tres tienen una cara que asusta.
- ¡Qué poca inteligencia la vuestra! - los regañó la anciana -. ¿Qué importan la fealdad
y la belleza, cuando se trata de seres celestes que han decidido visitar este mundo de
sombras? Id a comunicar mis deseos al señor, por favor.
Los criados corrieron al salón de los sutras e informaron al noble:
- Vuestra esposa se encuentra ahí fuera. Dice que le gustaría presentar sus respetos a los
nobilísimos maestros llegados de las Tierras del Este.
Al verla entrar, Tripitaka se puso inmediatamente de pie. La anciana le estudió con
detenimiento y comprobó que poseía unos rasgos atractivos y un porte digno en
extremo. Lo mismo hizo con el Peregrino y sus dos hermanos, pero aunque estaba
convencida de que eran seres llegados directamente del cielo, no pudo por menos de
sentir cierta aprensión, al arrodillarse ante ellos e inclinarse hasta tocar el suelo con la
frente.
- Creo que nos tratáis con más respeto del que merecemos - dijo Tripitaka,
respondiendo de la misma forma a su saludo.
- ¿Cómo es que no se sientan todos juntos? - preguntó la anciana al noble en tono de
reproche.
- Nosotros no somos más que simples discípulos - contestó Ba-Chie, estirando
cómicamente el hocico.
Aquello produjo el mismo efecto que el rugido de un tigre en el corazón de una
montaña. La anciana se echó a temblar, aunque tuvo la delicadeza de no hacer ningún
comentario inoportuno. Afortunadamente, en ese mismo momento se presentó otro de
los criados y anunció:
- Acaban de llegar los dos señoritos.
Tripitaka se dio la vuelta a toda prisa y vio acercarse a dos jóvenes estudiantes 3, que se
inclinaron con respeto, antes de tomar la dirección del salón de los sutras. Tripitaka les
devolvió inmediatamente el saludo.
- Éstos - explicó el noble, agarrándolos de la túnica - son mis hijos Kou-Liang y Kou-
Dung, que acaban de volver del centro de estudios. Se han enterado de vuestra llegada y
han venido a saludaros antes de sentarse a la mesa.
- ¡Qué extraordinaria delicadeza la suya! - exclamó el maestro, complacido -. Se nota
que en vuestra casa es la norma la práctica del bien. Quien desee tener hijos honrados
no debe renunciar, en efecto, a enviarlos a los centros de estudios.
- ¿De dónde es este maestro? - preguntaron los dos jóvenes a su padre.
- De un lugar muy lejano - contestó el noble, sonriendo -. Se trata, de hecho, de un
enviado del Gran Emperador de los Tang, en las Tierras del Este, que, como sabéis, se
hallan enclavadas en el continente austral de Jambudvipa. Su deseo es llegar a la
Montaña del Espíritu para entrevistarse con el Patriarca Budista.
- Recuerdo haber leído en la obra A través de los bosques de los asuntos 4 - comentó
uno de los jóvenes - que el mundo se halla dividido en cuatro continentes y que el
nuestro, el occidental, recibe el nombre de Aparagodaniya, en oposición al oriental, que
se llama Purvavideha. Me gustaría saber cuántos años ha invertido el maestro para
recorrer la distancia que separa esta prefectura del continente austral de Jambudvipa.
- Me temo que a lo largo de este viaje he pasado más días en poder de algún monstruo
que de camino - respondió Tripitaka, sonriendo -. Han sido incontables las pruebas que
he tenido que superar. Sin la ayuda de mis tres discípulos jamás habría logrado escapar
de las garras de tanto demonio y de tanta bestia como me ha secuestrado. De todas
formas, puedo asegurarte que han sido catorce veranos con sus correspondientes
inviernos los que he pasado en los caminos, antes de llegar hasta aquí.
- ¡Por fuerza tenéis que ser un elegido del Cielo! - exclamaron, admirados, los dos
estudiantes.
No habían acabado de decirlo, cuando se presentó otro criado y anunció:
- La comida está ya dispuesta. Cuando quieran, pueden los maestros sentarse a la mesa.
El noble se volvió, entonces, hacia su esposa y le pidió que se retirara con sus hijos a su
mansión particular, mientras él se encargaba de hacer los honores a los cuatro
peregrinos. El convite parecía haber sido dispuesto en el palacio de un príncipe. Los
tableros de las mesas estaban lacados y poseían ribetes dorados, lo mismo que las sillas,
de impresionantes respaldos de laca negra. La comida estaba, igualmente, dispuesta de
un modo impecable. En primera línea había dulces de cinco o seis colores distribuidos
de una forma propia de artistas. Los seguían otros tantos platos de tamaño un poco
mayor. A continuación se veían delicias de frutas y, por último, unos aperitivos tan
grandes como las fuentes que contenían las viandas principales. Tanto las empanadas
como las sopas y los bollos estaban en su punto y, de sólo verlos, se hacía la boca agua.
A pesar del reducido número de los comensales, seis o siete muchachos se encargaban
de servir la mesa, mientras cuatro o cinco cocineros reponían los platos que iban
desapareciendo. Lo hacían a tal velocidad, que parecían cuerpos celestes persiguiendo a
la luna. Chu Ba-Chie engullía una fuente tras otra con la rapidez con que el viento
dispersa las nubes, obligando a los criados a acelerar el ritmo de sus continuas idas y
venidas en busca de sopa y arroz. El ambiente era, por otra parte, tan distendido, que
hasta el maestro parecía disfrutar de la comida. Una vez que los peregrinos hubieron
saciado el hambre, se pusieron de pie y se aprestaron a continuar la marcha, pero el
noble se lo impidió, diciendo:
- ¿Por qué no os quedáis unos cuantos días más? Como muy bien afirma el proverbio,
«al principio nada cansa, pero al final se torna sumamente pesado». ¿No deseáis ser
testigos de la ceremonia que ha de poner punto final a mi promesa? Como os he dicho,
entonces me encontraré libre de mis responsabilidades y podré acompañaros a través de
las montañas.
Al ver la sinceridad con la que hablaba, Tripitaka no tuvo más remedio que acceder a
sus deseos. Pero pasaron seis o siete días antes de que, por fin, se decidiera a hacer venir
a su mansión a los veinticuatro monjes más virtuosos de la comarca, para que pusieran
el sello final al voto que había emitido hacía tantos años. Los religiosos emplearon tres
o cuatro días más para disponer de todo lo necesario y, tras fijar una fecha propicia,
dieron comienzo a la ceremonia. Como era de esperarse, su forma de actuar no se
diferenció mucho de la empleada en los dominios del gran señor de los Tang. Después
de desenrollar los estandartes y de colocar en su sitio las imágenes doradas, encendieron
las velas y empezaron a quemar varillas de incienso entre el bramar de los tambores y el
tintinear de los címbalos. Mientras unos tocaban las flautas y las gaitas de larguísima
caña, otros hacían sonar los gongs, siguiendo escrupulosamente las notaciones
musicales transmitidas desde tiempos inmemoriales 5. Antes de comenzar el recitado de
los sutras, tocaron los instrumentos con la unción que se esperaba de ellos. Aplacaron
primero a los espíritus de aquella comarca, para pasar a continuación a invocar a los
guerreros celestes. Después quemaron los documentos para los dioses y se inclinaron,
respetuosos, antes las imágenes de Buda. Eso marcó el inicio del recitado del Sutra del
Pavo Real, que tiene el poder de alejar a los enemigos. La luz cegadora de la lámpara de
Bhaisajya llenó, entonces, la estancia y el Agua de la Penitencia se encargó de disolver
las enemistades y las culpas. A eso mismo contribuyó el solemne recitado del Sutra de
las Guirnaldas. Las normas dictadas por las escuelas de los Tres Medios no persiguen
fin más alto que alcanzar la purificación total del hombre.
Tan impresionantes ceremonias duraron tres días con sus correspondientes noches. Eso
hizo añorar aún más a Tripitaka el Monasterio del Trueno y comunicó a su anfitrión sus
deseos de reemprender cuanto antes la marcha.
- ¡Qué ansia la vuestra por partir! - exclamó el noble, apenado -. O mucho me equivoco
o mi total dedicación durante estos últimos días a la ceremonia os ha ofendido de alguna
manera. Sólo así se explica que queráis partir tan pronto.
- ¿Cómo voy a osar quejarme del trato que aquí he recibido, cuando he sido yo el que
ha traído el desorden a vuestra dignísima mansión? - replicó Tripitaka -. En el momento
de la despedida mi señor me preguntó que cuándo estaría de vuelta y yo le contesté, sin
saber en realidad lo que decía, que al cabo de tres años. ¿Cómo podía sospechar yo
entonces que habría de pasar catorce años en los caminos? Lo malo es que aún no he
conseguido las escrituras y el camino de vuelta me llevará probablemente otros doce o
trece años más. ¿No supondrá eso desobedecer las órdenes de mi señor y hacerme, así,
acreedor a un castigo ejemplar? Os suplico, pues, que comprendáis mi situación y me
permitáis partir cuanto antes. Os prometo que, cuando haya conseguido las escrituras,
vendré a vuestra mansión y me quedaré en ella todo el tiempo que deseéis.
- ¡Qué pocas muestras de sensibilidad dais, maestro! - exclamó Ba-Chie, sin poderse
contener -. ¿Es que para vos no significan nada los sentimientos? Sólo una persona
extremadamente rica es capaz de hacer una promesa como la que profirió este noble.
¿Qué hay de malo en que nos quedemos a su lado un año o dos, ahora que ya la ha
cumplido? ¿A qué viene tanta prisa en regresar a esos caminos, en los que nos vemos
obligados de continuo a mendigar nuestro propio sustento? ¿Es que, acaso, creéis que
todos son tan generosos como este caballero?
- ¡Maldito tragón! - gritó el maestro, perdiendo la paciencia -. Por lo que veo, jamás te
has dejado llevar por el deseo de regresar a tus orígenes, sino por el ansia reprobable de
llenar tu sucio estómago. No eres más que una bestia que se muere de ganas por comer,
en cuanto siente el menor hormigueo en las tripas. Puesto que estás dispuesto a dejarlo
todo por una buena mesa, mañana mismo me pondré yo solo en camino.
- ¡Qué idiota estás hecho! - exclamó el Peregrino, empezando a dar puñetazos a Ba-
Chie, al ver el cambio experimentado por el maestro -. ¿Ves lo que has conseguido? Por
tu culpa a punto hemos estado de separarnos.
- ¡Eso es! - le animó el Bonzo Sha -. ¡Pártele la cara, de una vez, a ver si aprende a no
meterse donde no le llaman!
El Idiota bajó los brazos y no se atrevió a replicar. Al ver el deterioro que parecían
haber sufrido las relaciones del maestro y los discípulos, el noble trató de hacer las
paces entre ellos y dijo, sonriendo:
- Tranquilizaos, maestro. Me conformaré con que os quedéis a mi lado un día más.
Mañana mismo pediré a mis deudos y conocidos que salgan a despediros a las afueras
de la ciudad con sus estandartes y sus tambores.
No había terminado de decirlo, cuando se presentó la anciana dueña de la casa y
preguntó:
- ¿A qué viene tanta prisa, maestro? ¿Cuántos son, en definitiva, los días que lleváis
honrándonos con vuestra presencia?
- Llevo aquí ya cerca de medio mes - contestó Tripitaka.
- Si accedéis a quedaros otro medio más, acrecentaréis de un modo increíble los méritos
de mi esposo - replicó la anciana -. Yo misma tengo ahorrado cierto dinerillo y me haría
mucha ilusión poder emplearlo en el cuidado de vuestra persona durante otro medio
mes.
Como si se hubieran puesto de acuerdo, nada más terminar de decirlo, se presentaron
Kou-Dung y su hermano y suplicaron a los monjes:
- Escuchadnos con atención, maestros. Aunque nuestro padre ha estado dando de comer
a los monjes durante más de veinticuatro años, jamás se había topado con personas de
un natural tan bueno como ustedes. Es más, a ustedes se debe que haya completado el
número que prometió, haciendo posible, como quien dice, que el resplandor se haya
posado sobre una humilde cabaña. Aunque somos demasiado jóvenes para comprender
todos los secretos del karma, conocemos el proverbio que afirma: «Quien siembra siega
y no cosecha quien nunca lo hace». Con ello queremos daros a entender que, si nuestros
padres desean tan ardientemente que os quedéis por más tiempo a su lado, es con el fin
de obtener una recompensa kármica mayor. ¿Por qué os negáis tan obstinadamente a
satisfacer sus deseos? Aunque no somos más que meros estudiantes, hemos conseguido
ahorrar un poco de dinero, que emplearemos, gustosos, en vuestras personas durante
medio mes más.
- Si no me he atrevido a aceptar las pruebas de cariño que me expresaba vuestra madre
- contestó el maestro -, ¿cómo esperáis que tome en consideración las vuestras?
Disculpad mi firmeza, pero es preciso que hoy mismo me ponga en camino. Si
accediera a vuestros deseos, dejaría de cumplir el encargo imperial y me haría acreedor
a un castigo, que ni la muerte sería capaz de borrar.
Al oír esas razones, la anciana y los monjes terminaron perdiendo la paciencia y
dijeron, enfadados:
- ¡Está bien! ¡Si se quiere marchar, que se vaya! ¿A qué viene perder más tiempo en
charlas inútiles?
- ¿No os parece que os habéis pasado un poco? - preguntó, a su vez, Ba-Chie,
aprovechando la ocasión -. Como muy bien afirma el proverbio, «quedarse es lo
adecuado, la marcha entristece a las dos partes». ¿Qué nos cuesta permanecer aquí
durante un mes más? De esa forma, nadie se sentiría ofendido.
- Así que es eso lo que opinas, ¿eh? - replicó el maestro, volviéndose hacia él, y,
propinándole un par de bofetadas, añadió -: ¡Cierra la boca, de una vez, y no vuelvas a
decir nada!
El Peregrino y el Bonzo Sha soltaron, entonces, la carcajada.
- ¿Se puede saber de qué te ríes? - preguntó el monje Tang al Peregrino, dispuesto a
recitar el conjuro que tanto dolor le producía. El Peregrino comprendió en seguida sus
intenciones y, echándose rostro en tierra, exclamó, muy alarmado:
- ¡No me estaba riendo! ¡Por lo que más queráis, maestro, no recitéis ese conjuro!
El noble se dio cuenta en seguida de que su insistencia estaba sembrando la discordia
entre el maestro y sus discípulos y no se atrevió a repetir su ruego.
- No discutáis, por favor - dijo, cabizbajo -. Os prometo que mañana os acompañaré
con un séquito de familiares y amigos - y, dirigiéndose al salón de los sutras, ordenó a
uno de sus escribientes que enviara cien invitaciones a sus deudos más allegados,
pidiéndoles que se reunieran a las afueras de la ciudad para despedir al monje Tang.
Acto seguido, encargó a sus cocineros que prepararan un banquete de despedida. Por si
eso no bastara, pidió al primero de sus sirvientes que dispusiera veinte pares de
estandartes de colores y contratara una banda de tambores y músicos. Se enviaron,
igualmente, invitaciones al Monasterio Austral de la Venida y al Templo de la Montaña
Oriental, con el fin de que tanto los monjes como los inmortales taoístas pudieran tomar
parte en el convite del día siguiente. Había empezado a anochecer, cuando los criados
dieron por terminados sus encargos. Después de la cena todo el mundo se retiró a
descansar. A pesar de lo avanzado de la hora, una bandada de cuervos regresaba a la
ciudad, mientras se escuchaba el lejano tañir de las campanas y el rítmico batir de los
tambores de las torretas de los vigías. Las calles y los mercados se hallaban vacíos. La
actividad se había retirado al interior de las casas, vivamente iluminadas con el
resplandor de las antorchas y el fuego de los hogares. La brisa sacudía los capullos
cerrados de las flores, cuya sombra dibujaban en el suelo los rayos lunares. Algunas
estrellas pugnaban por destacarse, sin conseguirlo, en el arroyo de luz de la Vía Láctea.
A medida que la noche iba avanzando, se iba haciendo más intenso el llanto de los
cuclillos, los cielos se iban poblando de silencio y la tierra se iba sumiendo en las
profundidades del sueño.
Entre la tercera y la cuarta vigilia los criados abandonaron sus lechos y empezaron a
realizar las tareas que les habían sido encomendadas. Los encargados de la preparación
del banquete se lanzaron al interior de la cocina, mientras los responsables de
confeccionar los estandartes se reunían en uno de los salones y se ponían manos a la
obra. Los que habían recibido el encargo de atender a los inmortales y a los monjes
corrieron hacia sus respectivos monasterios y templos, seguidos muy de cerca por los
que habían de ir en busca de los tamborileros y los músicos. Pero su velocidad no podía
compararse con la de los que llevaban las invitaciones de una casa a otra. Montados en
carros o, simplemente, a lomos de fogocísimos corceles, se lanzaron como flechas hacia
el este y el oeste, emitiendo gritos que resonaban como insultos en el silencio de la
noche. Tan alborotadora hiperactividad duró hasta poco antes del amanecer. A eso de la
hora de la serpiente habían concluido todos los preparativos y, con ellos, el dinero que
durante tantos años había estado acumulando el noble.
Aquella mañana el monje Tang y sus discípulos se levantaron más pronto que de
costumbre. Inmediatamente el maestro ordenó ensillar al caballo y recoger todas sus
cosas. Cuando comprendió que nada iba a hacerle a Tripitaka desistir de su propósito de
ponerse cuanto antes en camino, el Idiota se puso a regruñir por lo bajo, pero no le
quedó más remedio que meter en la bolsa la túnica y la escudilla de las limosnas y
cargar a regañadientes con la pértiga. El Bonzo Sha, por su parte, cepilló
cuidadosamente al caballo y después lo ensilló. Para no ser menos, el Peregrino entregó
al maestro el báculo de los nueve nudos y se colgó del pecho la bolsa que contenía el
documento de viaje. Cuando se disponían a ponerse en marcha, se presentó el noble y
les pidió que tomaran asiento en el espléndido salón que había en la parte posterior de la
mansión, donde había sido dispuesto el banquete. Jamás habían visto reunido tanto lujo.
Por doquier se veían espléndidos biombos, que parecían el reflejo de los extraordinarios
cortinajes que revestían las paredes. Del centro colgaba una pintura con una montaña
rocosa que se miraba en el mar, mientras que en cada uno de los muros se veían escenas
de la primavera, el verano, el otoño y el invierno. De unos pebeteros que descansaban
sobre trípodes que representaban dragones, surgían volutas de incienso que se
mezclaban con los aromas que emitían unos recipientes con forma de tortuga. Los
recipientes que contenían las viandas lucían unos coloristas motivos florales hechos a
base de piedras preciosas. Las mesas laterales poseían unos rebordes dorados que
pugnaban inútilmente por restar protagonismo a los dulces con forma de león que
descansaban sobre ellas. Al compás de los tambores y la música se desarrollaban unas
danzas delicadas en extremo, aunque la vista se sentía más atraída por la distribución de
las frutas y la comida, delicada como un bordado. ¡Qué fragancia la del vino y el té, qué
finura la de las sopas y el arroz! No tenía que envidiar tanto lujo a ninguna de las
mansiones de la corte. Las exclamaciones de asombro y alegría eran tan frecuentes, que
el Cielo y la Tierra se asomaron a aquel humilde salón a ver de qué se trataba. El
maestro se volvió hacia el noble para felicitarle, cuando se presentó un criado y dijo:
- Los invitados acaban de llegar, señor.
Se trataba de los vecinos más cercanos del piadoso noble, de sus cuñados, tanto por
parte de su esposa como de sus hermanas, y de una incontable legión de primos. Todos
ellos eran ardientes seguidores de los principios budistas y seguían a rajatabla una dieta
vegetariana. No es extraño, pues, que, antes de tomar sus asientos, se inclinaran
respetuosamente ante el maestro. Tan pronto como entraron en la sala, empezaron a
sonar los instrumentos y dio comienzo el convite. Ba-Chie no perdía detalle y,
volviéndose hacia el Bonzo Sha, le dijo:
- Come todo lo que puedas, porque, en cuanto abandonemos esta mansión, no
volveremos a disfrutar de tanto lujo.
- ¿Cómo puedes decir semejante cosa? - le regañó el Bonzo Sha, sonriendo -. Como
muy bien afirma el proverbio, «las cosas más sabrosas pierden su sabor, en cuanto uno
ha saciado el hambre». Y ese otro que dice: « ¿de qué te sirve ahorrar, si tu estómago no
puede con todo?».
- Me parece que eres demasiado refinado - replicó Ba-Chie -. Por mi parte, soy capaz
de acumular en la barriga el alimento necesario para tres días de marcha.
- Ten cuidado, no explotes - se burló el Peregrino -. Ya sabes lo duro que es el camino.
Hablando de unas cosas y de otras, llegó la hora del mediodía. En ese momento, el
maestro, que ocupaba el sitio de honor, dejó los palillos sobre la mesa y recitó el sutra
para el final de la comida. Ba-Chie cogió en seguida cinco o seis tazones de arroz y, de
un bocado, se los metió entre pecho y espalda. No contento con eso, tomó todos los
platos de bollos, rollitos, empanadillas y dulces que pudo encontrar y, sin importarle que
fueran salados o picantes, se los metió a toda prisa por las mangas. Sólo entonces
accedió a levantarse de la mesa y a seguir los pasos de su maestro. Después de dar las
gracias al noble y al resto de los invitados, el monje Tang salió del salón. En la puerta se
topó con los estandartes, los tamborileros, los músicos y los grupos de monjes taoístas y
budistas, que acababan de llegar. Sonriendo, el noble se dirigió hacia ellos y les dijo:
- Me temo que habéis llegado un poco tarde. El maestro está ansioso por reemprender
la marcha y no queda tiempo para que os sentéis a la mesa. Pero estad tranquilos. Os
recompensaré a la vuelta.
Los encargados de los carros y de los caballos se hicieron a un lado para dejarlos pasar.
En cuanto se hubieron acomodado, se inició la marcha entre el batir de los tambores y el
vibrar de los instrumentos musicales. El bosque de los estandartes y las banderas
ondeaba con tal fuerza, que el sol pareció perder parte de su fuerza. Las calles estaban
llenas a rebosar de caballos, carretas y gentes que se empujaban unas a otras para ver al
noble Kou y a su espléndido séquito. Era tal el lujo del que hacían gala, que parecían
seres de jade, de madreperla y de seda. En cuanto los budistas concluían su salmodia,
los taoístas comenzaban a desgranar sus ruidosas melodías, siguiendo a los peregrinos,
que, poco a poco, iban abandonando la capital de la prefectura. Cuando llevaban
recorridos cerca de veinte kilómetros, el cortejo hizo un alto y de nuevo volvieron a
servirse bebidas y unos cuantos platos. Comprendiendo que había llegado el momento
de la despedida definitiva, el noble se volvió hacia el maestro y le dijo con ojos llorosos:
- Cuando regreséis con las escrituras, no os olvidéis de honrar mi humilde mansión con
vuestra presencia, No necesito deciros que eso colmará todas las aspiraciones del viejo
Kou-Hung.
- Si consigo llegar a la Montaña del Espíritu y entrevistarme personalmente con Buda -
contestó Tripitaka, emocionado -, tened la seguridad de que le hablaré de vuestra
piedad. ¿Cómo no voy a detenerme en vuestra casa a la vuelta, después de las
atenciones que habéis tenido estos días conmigo?
De esta forma, recorrieron cuatro o cinco kilómetros más. Varias veces pidió el maestro
al noble que regresara a la ciudad, pero éste se opuso, una y otra vez, a hacerlo.
Comprendiendo, finalmente, que no podía seguirle todo el camino, se dio media vuelta
y volvió a la prefectura, llorando a voz en grito. Al dar de comer a tantos monjes, había
adquirido un profundo conocimiento de la verdad, pero, como no estaba predestinado a
entrevistarse con Tathagata, se vio obligado a regresar a su hogar, por lo que, de
momento, no hablaremos más de él. Sí lo haremos, sin embargo, del maestro y sus tres
discípulos, que recorrieron ochenta o noventa kilómetros antes de que empezara a os-
curecer.
- Se está haciendo tarde - comentó, entonces, el maestro -. ¿Dónde creéis que
podríamos encontrar un techo para pasar la noche?
- ¡Sois de lo que no hay! - se quejó Ba-Chie con el ceño fruncido -. Tenéis el arroz al
alcance de la mano y os negáis a llevároslo a la boca. Disponéis de un cobijo cómodo y
elegante y os empeñáis en salir a recorrer los caminos, como si fuerais un espíritu recién
enterrado. ¿Queréis decirme lo que pensáis hacer, si se pone a llover?
- ¡Maldita bestia! - le regañó el monje Tang, enfadado -. ¿Es que no puedes dejar de
quejarte, de una vez? Como muy bien afirma el proverbio, «por muy buen lugar que sea
Chang-An, el corazón sólo descansa en el sitio donde ha nacido». ¿Por qué no esperas a
entrevistarte con Buda y a conseguir las escrituras, para exigir la recompensa a la que te
has hecho acreedor? Ten la seguridad de que, cuando el Emperador de los Tang tenga
conocimiento de lo que has aportado al éxito de esta empresa, ordenará a los cocineros
imperiales que preparen unos cuantos peroles de arroz y comerás a placer durante el
resto de tu vida. ¡Espero que mueras de una indigestión y que te conviertas en un
espíritu hambriento!
El Idiota agachó la cabeza y no se atrevió a decir nada más. El Peregrino escudriñó, por
su parte, la distancia con sus ojos diamantinos y descubrió un grupo de edificios al lado
mismo del camino que seguían. Volviéndose hacia el maestro, le informó,
entusiasmado:
- ¡Allí pasaremos la noche!
Al acercarse, el maestro comprobó que se trataba de un santuario que se había hundido.
Encima de las ruinas había una losa de piedra en la que, a pesar del polvo y la suciedad,
aún podía leerse: «Palacio Temporal de la Luminosidad Perfecta».
- El Bodhisattva de la Luminosidad Perfecta - explicó el maestro desmontando del
caballo - fue discípulo del Buda de las Llamas y las Cinco Luces. A raíz de su campaña
contra el Demonio del Fuego Venenoso fue depuesto de su cargo y convertido en el
Espíritu de las Cinco Manifestaciones. Por aquí cerca tiene que estar el encargado de
este santuario.
Al entrar, vieron que todo yacía en un estado francamente lastimoso. Tanto los pasillos
como las habitaciones amenazaban con caerse al suelo de un momento a otro y no se
veía ninguna señal de presencia humana. Ellos mismos hubieran abandonado a toda
prisa aquel lugar tan desolado, de no ser por que en aquel mismo momento empezó a
caer una lluvia torrencial. El aguacero los obligó a buscar refugio bajo aquellos techos
que amenazaban con derrumbarse de un momento a otro. No se atrevieron a comentar
nada, por temor a que pudieran enterarse de su presencia los monstruos que, por fuerza,
debían de habitar en aquel sitio. Pasaron en vela toda la noche, haciendo verdad el dicho
de que la extrema riqueza engendra la ruina y el dolor se esconde en el centro mismo
del placer.
De momento, desconocemos lo que les acaeció a la mañana siguiente. El que desee
averiguarlo tendrá que escuchar con atención las explicaciones que se ofrecen en el
capítulo siguiente.
CAPITULO XCVII
No hablaremos, de momento, del monje Tang y sus tres discípulos, que pasaron una
noche de continuos sobresaltos en el ruinoso santuario de la Luminosidad Perfecta,
obligados por la inesperada fuerza de la lluvia. Sí lo haremos, sin embargo, de un grupo
de hombres malvados que habitaban en la Prefectura de la Terraza del Bronce, que,
como queda ya dicho, formaba parte del Distrito de la Tierra de la Luz. Todos ellos
habían dilapidado en muy pocos meses sus, en otro tiempo, envidiables fortunas,
acostándose con prostitutas y entregándose con ardor a la bebida y al juego. Cuando se
encontraron con las bolsas vacías, no se les ocurrió mejor manera de subsistir que crear
una banda de malhechores. Buscando fondos para sus interminables francachelas, se
sentaron un día a deliberar cuáles eran las dos familias más ricas que habitaban en la
ciudad y uno de ellos dijo:
- No hay necesidad de perder el tiempo en averiguaciones. No existe en toda la
prefectura un hombre con más dinero que el noble Kou. ¿No habéis visto, acaso, la
fortuna que ha dilapidado para despedir a ese monje procedente de la corte de los Tang?
La lluvia que está cayendo es tan intensa, que esta noche ni los soldados se atreverán a
salir a patrullar las calles. ¿Qué os parece si vamos a hacerle una visita y, con lo que
consigamos, nos pasamos después por el lupanar y las salas de juego?
Todos los bandidos se mostraron encantados con el plan. Tomaron a toda prisa sus
cuchillos, sus mazas, sus palos, sus cuerdas y sus antorchas y, sin importarles para nada
la lluvia, echaron abajo las puertas de los Kou. Al oír sus gritos, todos cuantos moraban
en la mansión sin importar ni el sexo ni la edad, se dieron a la fuga. La esposa del noble
se escondió debajo de la cama, mientras que él buscó refugio detrás de una puerta,
viendo, apenado, cómo Kou-Liang, Kou-Dung y los demás familiares huían,
despavoridos, por donde buenamente podían. Los ladrones destrozaron las alacenas y
los cofres, arramplando con todo el oro, la plata, las joyas y demás objetos de valor que
pudieron encontrar. Angustiado ante semejante despojo, el noble abandonó su escondite
y, poniendo en claro peligro su vida, suplicó a los bandidos:
- Llevaos lo que deseéis, pero, por lo que más queráis, en consideración a mis muchos
años no os llevéis mis ropas. Mirándolo bien, no os van a servir de ningún provecho.
Los bandidos no estaban, por supuesto, dispuestos a perder el tiempo en conversaciones
inútiles y le propinaron una tremenda patada en la ingle, que le hizo rodar por el suelo
como un muñeco. El golpe fue, de hecho, tan fuerte, que sus tres espíritus 2 iniciaron de
inmediato el viaje a las Regiones Inferiores y sus siete almas abandonaron lentamente el
mundo de los vivos. Una vez cumplidos sus propósitos, los bandidos abandonaron la
mansión de los Kou y escaparon de la ciudad, valiéndose de unas cuerdas que
descolgaron diestramente de sus muros. Amparados por la impiedad de la lluvia, pudie-
ron escapar, sin ser molestados, en dirección oeste. Al ver que los bandidos habían
huido, los deudos y criados de los Kou se fueron acercando poco a poco a la mansión.
No tardaron en descubrir el cadáver del anciano y, echándose encima de él, empezaron a
llorarle, gritando a voz en grito:
- ¡El maestro ha sido asesinado! ¿Por qué el cielo se muestra siempre tan cruel con los
más débiles?
A eso de la cuarta vigilia la anciana empezó a pensar con desprecio del monje Tang,
creyendo que todo cuanto había ocurrido era culpa suya, por negarse a aceptar la
hospitalidad que tan generosamente se le ofrecía. Pronto su ira se transformó en odio y
comenzó a maquinar la forma de vengarse de los peregrinos. Guiada por tan loco
impulso, se volvió hacia Kou-Liang y le dijo:
- ¿A qué viene tanto llorar? Tu padre se pasó la vida dando de comer a los monjes,
creyendo que, de esa forma, alcanzaría la perfección, pero lo único que consiguió fue
perder la vida a manos de esos cuatro desagradecidos.
- ¿Qué queréis decir con eso? - preguntó uno de los jóvenes, intrigado.
- Cuando esos asesinos entraron en nuestros aposentos - contestó la mujer -, me metí
debajo de la cama. Aunque el miedo me hacía temblar como una hoja de bambú
sacudida por el viento y el aire agitaba con fuerza las llamas de las antorchas, pude ver
claramente sus rostros. ¿Queréis saber quiénes eran? El monje Tang sostenía la tea, Chu
Ba-Chie llevaba un cuchillo en las manos y el Bonzo Sha arrastraba el saco con la plata
y el oro. El que acabó con vuestro padre fue ese al que llamaban Peregrino.
- No hay que darle más vueltas a la cabeza - concluyeron los dos jóvenes, creyendo a
pie juntillas en las palabras de su madre -. ¡Esos monjes son los asesinos! Después de
pasar más de medio mes con nosotros, conocían perfectamente la casa, sus entradas, sus
habitaciones, sus pasillos..., en fin, todo. No cabe duda que no existe nada más goloso
que la riqueza. Eso explica que se hayan aprovechado de la oscuridad de una noche de
tormenta como ésta para privarnos no sólo de nuestras posesiones, sino hasta de nuestro
propio padre. ¿Cómo es posible que puedan ser tan malvados? En cuanto amanezca,
iremos al palacio del prefecto y presentaremos una acusación en toda regla.
- ¿Qué vamos a decir en ella? - preguntó Kou-Dung.
- Exactamente lo que acaba de decirnos nuestra madre - contestó Kou-Liang y escribió
de su puño y letra -: «Mientras el monje Tang sostenía la antorcha, Ba-Chie incitaba al
crimen, el Bonzo Sha cargaba con el oro y la plata y el Peregrino consumaba el
asesinato».
Toda la familia se hallaba en un estado de agitación. En cuanto hubo amanecido,
pidieron a los parientes más cercanos que se encargaran de la preparación del funeral y
de la compra del ataúd. Kou-Liang y su hermano se dirigieron, por su parte, al palacio
del prefecto y presentaron los cargos. El magistrado era una persona justa que se había
dedicado toda su vida a la práctica del bien. Durante su juventud no había hecho otra
cosa que estudiar y, así, había conseguido aprobar con cierta facilidad los exámenes
celebrados en el Salón de los Carillones de Oro. Aunque pronto había dado pruebas de
su inquebrantable amor a los principios legales, su comprensión y su misericordia eran
proverbiales en toda la comarca. Nadie dudaba de que su fama habría de durar más de
mil años, como si se tratara de un nuevo Kung o Huang 3. Su nombre, como el de los
virtuosos magistrados Che y Lu4, estaba destinado a resonar para siempre en los salones
dedicados a la práctica de la justicia. Una vez atendidos los asuntos ordinarios, ordenó
mostrar públicamente la placa que daba a entender su disponibilidad para solucionar
otros casos más privados. Después de colgarse la placa en el pecho, los hermanos Kou
entraron en la sala de audiencias y, postrándose de hinojos, anunciaron:
- Estos humildes servidores vuestros desean someter a vuestra consideración un
gravísimo caso de robo y asesinato.
La acusación pasó inmediatamente a manos del magistrado, que, una vez que la hubo
leído, dijo:
- Habíamos oído comentar que vuestra familia había concluido, por fin, su promesa de
alimentar monjes. Había llegado, igualmente, hasta nuestros oídos que ayer mismo
habíais despedido, con un extraordinario despliegue de tamborileros y músicos que
terminaron atascando todas las calles, a los cuatro últimos, que eran, en realidad, unos
arhats procedentes de la corte de los Tang. ¿Cómo es posible que por la noche se cebara
la desgracia en vosotros con tal saña?
- Como todo el mundo sabe - respondieron los dos hermanos, golpeando el suelo con la
frente -, Kou-Hung, nuestro padre, pasó veinticuatro años de su vida alimentando
monjes. Precisamente esos cuatro que acabáis de mencionar completaron el número de
diez mil que se había fijado y, por eso mismo, se les pidió que se quedaran con nosotros
medio mes y fueran testigos de la ceremonia que había de poner fin a la promesa.
Desgraciadamente, durante todo ese tiempo se familiarizaron con la distribución de las
habitaciones y los salones de nuestra mansión y ayer mismo, amparados en la oscuridad
de la noche y en la inclemencia de la lluvia, volvieron a ella con antorchas y armas. No
les resultó difícil arramplar con todo el oro, la plata y las cosas de valor que contenía,
asesinando a nuestro padre y dejándole abandonado, como a un animal, en el suelo. Su
falta es tan horrenda, que exigimos una inmediata reparación.
Sin pérdida de tiempo, el magistrado organizó un pequeño ejército de ciento cincuenta
hombres, entre caballeros e infantes, reforzado con voluntarios y otras gentes de armas.
Bien pertrechados, abandonaron la ciudad por la puerta occidental y salieron en
persecución del monje Tang y sus tres compañeros, por lo que, de momento, no
hablaremos más de ellos. Sí lo haremos, sin embargo, de los peregrinos, que esperaron
pacientemente la llegada de la aurora en el ruinoso Palacio Temporal de la Luminosidad
Perfecta, para proseguir su marcha hacia el oeste. Los bandidos que habían acabado con
la vida y la fortuna del viejo Kou se lanzaron, igualmente, por ese camino, una vez que
hubieron abandonado la ciudad. Cuando amaneció, buscaron refugio en un valle que
había cuarenta kilómetros más allá del santuario medio derruido. Allí repartieron el
botín, pero su avaricia era tanta, que ninguno de ellos se sintió satisfecho con lo que
había obtenido. En esto, vieron acercarse por el camino al monje Tang y a sus tres
discípulos y se preguntaron, esperanzados:
- ¿No son ésos los tipos a los que despidieron ayer con tanta fanfarria? ¡Bienvenidos
sean! Mirándolo bien, en nuestra profesión no hay lugar para los distingos. Esos monjes
vienen desde muy lejos y han pasado en la mansión de los Kou yo qué sé la de tiempo.
Seguro que van cargados de riquezas. Seríamos tontos si no les saliéramos al paso y no
les quitáramos el caballo y todo lo que llevan encima. Eso aumentaría nuestra parte y
dejaríamos de discutir entre nosotros como tontos.
Blandiendo sus armas, los bandidos formaron una fila a lo ancho del camino y gritaron
en tono amenazador:
- ¡No huyáis y entregadnos todo lo que lleváis! Si lo hacéis, os perdonaremos la vida.
De lo contrario, acabaremos con vosotros en un abrir y cerrar de ojos.
El monje Tang se llevó tal susto, al verlos, que por poco no se cae del caballo. Ba-Chie
y el Bonzo Sha, por su parte, temblaban como si fueran hojas de árbol.
- ¿Qué podemos hacer? - preguntaron, volviéndose hacia el Peregrino -. En verdad, la
desgracia siempre llama dos veces a la misma puerta. Después de la nochecita de lluvia
que hemos pasado nos encontramos con estos malhechores.
- Tranquilizaos y no tengáis miedo - dijo el Peregrino -. Voy a hacerles unas cuantas
preguntas a ver si logro averiguar algo más sobre ellos - y, ajustándose la piel de tigre y
la camisa de seda, se llegó hasta los ladrones y les preguntó con los brazos cruzados -:
¿Qué es lo que deseáis, en definitiva?
- ¡Está visto que este tipo no entiende nada! - exclamó uno de los bandidos -. ¿Es que
no tienes ojos para ver que os estamos asaltando? Entregadnos todo el dinero que lleváis
y os dejaremos seguir adelante.
- ¡Así que sois salteadores de caminos! - concluyó el Peregrino haciéndose el tonto.
- ¿A qué esperamos para matar a este imbécil? - gritaron algunos de los bandidos.
- ¡No lo hagáis, por favor! - suplicó el Peregrino, simulando estar muerto de miedo -.
No soy más que un monje ignorante que no sabe hablar con el respeto exigido.
Perdonadme, si os he ofendido Respecto al dinero, os diré que yo soy el encargado de la
bolsa; esos tres ni siquiera conocen cuántas libras de plata llevamos encima. Todo lo
que sacamos de las limosnas, los servicios religiosos y la salmodia de los sutras lo llevo
yo en esta bolsa. Mis compañeros son demasiado tontos para ocuparse de las entradas y
los gastos. El del caballo, sin ir más lejos, se hace pasar por maestro sólo porque recita
los sutras de una forma admirable. En lo tocante a mujeres o a oro, no tiene ni idea. El
del rostro negruzco es una especie de esclavo que contraté en el camino, para que se
hiciera cargo del caballo. Lo mismo me pasó con ese otro del morro saliente. Alguno
tenía que cargar con el equipaje, ¿no os parece? Si los dejáis proseguir la marcha, os
prometo entregaros hasta la túnica de los oficios y el cuenco de pedir limosnas.
- ¡Vaya! Se nota que eres más comprensivo de lo que habíamos pensado - concluyeron
los bandidos, complacidos -. Di a esos que tiren todo al suelo y sigan andando.
El Peregrino se volvió en seguida hacia sus hermanos y les guiñó el ojo. Sin pérdida de
tiempo el Bonzo Sha se deshizo del equipaje y, agarrando de las riendas al caballo, se
dirigió hacia el oeste, en compañía de Ba-Chie y del maestro. El Peregrino se acercó a
las bolsas y se agachó para desatarlas, pero, en vez de hacerlo, cogió un puñado de
polvo, lo lanzó hacia arriba y recitó el conjuro de la inmovilización total, al tiempo que
gritaba:
- ¡Deteneos!
Los treinta y tantos bandidos que componían la banda se quedaron quietos en el sitio,
como si fueran estatuas, con los dientes apretados, los ojos bien abiertos y las manos
sosteniendo sus armas.
- ¡Eh, maestro! - gritó el Peregrino, cuando se percató de que ni hablaban ni se movían
para nada -. ¡Volved aquí inmediatamente!
- ¡Las cosas se están poniendo mal! - exclamó Ba-Chie, al oírlo • Ese mono ha decidido
sacrificarnos a todos para seguir con vida.
Como no tiene dinero encima, quiere entregarles el caballo y hasta las ropas que
llevamos puestas.
- ¿Por qué no dejas de decir tonterías, de una vez? - le regañó el Bonzo Sha -. ¿Crees
que, después de haber aniquilado todo tipo de bestias y monstruos a nuestro hermano le
meten miedo esos bandidos de pacotilla? Cuando quiere que volvamos, por algo será.
Venga. Vamos a ver de qué se trata.
El maestro se mostró del mismo parecer y, dando la vuelta al caballo, se llegó hasta
donde estaba Wu-Kung y le preguntó:
- ¿Se puede saber para qué nos has hecho volver?
- Para que oigáis la confesión de estos bandidos - respondió el Peregrino.
- ¡Eh, tú! - dijo Ba-Chie, acercándose a uno y dándole un empujón -. ¿Por qué estás tan
quieto? ¿Es que no te sabes mover? ¡Debe de haberse vuelto estúpido! - concluyó, al ver
que no decía nada.
- ¡Qué va! - explicó el Peregrino, soltando la carcajada -. Lo que ocurre es que los he
inmovilizado a todos con mi magia.
- Me parece muy bien que no se puedan mover - reconoció Ba-Chie -. Pero ¿por qué no
pueden hablar?
- Bajad del caballo y sentaos ahí, maestro - dijo el Peregrino, volviéndose hacia
Tripitaka -. Como muy bien afirma el proverbio, «se puede equivocar uno a la hora de
detener a alguien, pero no cuando se decide ponerle en libertad». Empujad hacia allá a
todos estos bandidos y atadlos bien. No tardaremos en averiguar si son aprendices o
ladrones experimentados.
- ¿Cómo quieres que los atemos, si no tenemos cuerdas? - se quejó Ba-Chie.
El Peregrino se arrancó unos cuantos pelos y, después de insuflarles su aliento inmortal,
se convirtieron en tantas sogas como ladrones había. De esta forma, no les resultó difícil
atarlos a todos. El Peregrino recitó, entonces, otro conjuro y los bandidos fueron
recobrando, poco a poco, el conocimiento. Pidió a continuación al monje Tang que to-
mara asiento en un lugar destacado, como si se tratara de un juez, y, blandiendo
amenazador su espléndida barra, preguntó:
- ¿Cuántos sois en total y cuánto tiempo lleváis dedicados a esto? ¿Habéis obtenido
buenos botines o habéis matado alguna vez a alguien? ¿Es ésta la primera vez que
actuáis juntos o lo habéis hecho en otras ocasiones más?
- ¡Perdonadnos la vida, por lo que más queráis! - suplicaron los ladrones en grupo.
- ¡Dejad de lamentaros como plañideras y decid la verdad! - exigió, enérgico, el
Peregrino.
- Aunque os cueste trabajo creerlo - contestaron los bandidos -, no estamos muy duchos
en esto de asaltar a los viandantes, ya que todos pertenecemos a familias honradas. Lo
malo es que nos hemos ido dejando arrastrar por las prostitutas, la bebida y el juego y en
muy poco tiempo hemos acabado con todas nuestras propiedades y herencias. Al no
disponer de otro medio de subsistencia que la fuerza bruta, decidimos asaltar ayer por la
noche, amparados por la oscuridad y la lluvia torrencial que caía, el hogar del noble
Kou. A decir verdad, no nos costó mucho hacernos con todo su oro, su plata, sus ropajes
y sus joyas. Precisamente estábamos repartiendo el botín, cuando os vimos venir por el
camino. Alguien dijo que erais los monjes a los que el viejo Kou acababa de despedir de
una forma tan espléndida y eso nos hizo creer que traeríais grandes riquezas con
vosotros. No teníamos más que mirar lo abultado de vuestros fardos y la alegría con la
que trotaba vuestro caballo blanco. Jamás supusimos que pudierais poseer unos poderes
mágicos tan extraordinarios. ¡Mostraos compasivos con nuestros errores! Quedaos con
todo lo que hemos robado, pero, por lo que más queráis, perdonadnos la vida.
Al oír que la familia Kou había sido su víctima principal, Tripitaka se puso
inmediatamente de pie y, dirigiéndose a Wu-Kung, preguntó:
- ¿Cómo ha podido caer semejante desgracia sobre un hombre tan bueno y virtuoso
como ése?
- Todo obedece a su afán por despedirnos de la forma como lo hizo - contestó el
Peregrino -. Los estandartes, los tambores y la música atrajeron la atención de gente
como ésta, que siempre trae de la mano la calamidad. En medio de todo, ha sido una
suerte que nos topáramos con ellos. Así podremos restituir a su auténtico dueño todo
este oro, esta plata, esas ropas y esas joyas.
- Me parece una idea excelente - contestó Tripitaka, entusiasmado -. Hemos gozado de
la hospitalidad de los Kou durante más de medio mes y no hemos respondido con nada a
tanta magnanimidad. Justo es que ahora le devolvamos lo que es suyo.
Sin pérdida de tiempo Ba-Chie y el Bonzo Sha se dirigieron al pequeño valle en el que
los bandidos habían dejado el botín y lo cargaron sobre el caballo. Como la cantidad de
plata y oro sustraída era enorme, Ba-Chie se vio obligado a buscar una pértiga y a
cargársela al hombro. El Peregrino hubiera querido acabar con todos aquellos bandidos
de un solo golpe de su barra de hierro, pero temió que el monje Tang pudiera acusarle
de ser poco respetuoso con la vida humana y desistió de su empeño. Sacudió
ligeramente el cuerpo y recuperó todos los pelos que se habían convertido en sogas. En
cuanto sintieron las manos y los pies libres, los ladrones se pusieron de pie y huyeron
por donde buenamente pudieron. Aliviado, el monje Tang ordenó a sus discípulos dar la
vuelta y devolver al noble todo lo que había perdido, sin percatarse de que aquella
decisión era como una polilla que se lanza contra la llama, algo que conducía
directamente a la desgracia más vergonzosa. Sobre todo esto disponemos de un poema,
que afirma:
No es frecuente que la bondad encuentre un eco de buenas intenciones. Lo más corriente es que
se convierta en puro odio. Cuando te encuentres con alguien que se está ahogando, piénsatelo
tres veces antes de actuar, pues es posible que estés poniendo en juego toda tu felicidad futura.
CAPITULO XCVIII
SÓLO CUANDO HAYAN SIDO DOMADOS EL MONO Y EL CABALLO, PODRÁN
ALCANZAR LA PERFECCIÓN. UNA VEZ CONCLUIDAS TODAS SUS PENALIDADES,
CONSIGUEN ENTREVISTARSE CON EL AUTÉNTICO
Decíamos que, una vez recuperada la vida, el noble Kou salió a despedir a los
peregrinos con estandartes, banderas y bandas de música, acompañado de todos sus
deudos y familiares, así como un nutrido número de monjes tanto budistas como
taoístas. No volveremos a hablar más de ellos, centrándonos exclusivamente en el
monje Tang y en sus tres discípulos, que continuaron pacientemente su camino. No
tardaron en descubrir que la tierra de Buda, en el Oeste, era totalmente distinta de la de
otras regiones. Allí las flores simulaban gemas, los matorrales parecían estar hechos de
jaspe y los cipreses y los pinos poseían una rugosidad que no se veía en ninguna otra
comarca. Por todos los pueblos y ciudades que pasaron las gentes se dedicaban a la
práctica de la virtud y a dar de comer a los monjes. En las montañas y en los bosques se
toparon con un gran número de personas entregadas a la meditación y al recitado de los
sutras. Seis o siete días llevaban descansando por la noche y poniéndose en camino tan
pronto como amanecía, cuando avistaron una hilera de edificaciones sumamente altas y
de impresionante aspecto. Cada una de ellas debía de medir más de mil metros y todas
se adentraban con seguridad en el seno de las nubes. Desde ellas podía verse poner el
sol y alcanzar el tímido parpadeo de las estrellas. Sus ventanales eran tan amplios, que
parecían contener todo el universo, y sus columnas daban la impresión de ser el sostén
de todas las nubes que navegan por el cielo. Bandadas de garzas amarillentas y fénix
azulados llevaban de un lugar a otro las cartas de los inmortales 1 con la elegancia que
poseen los árboles centenarios y la rapidez de la brisa vespertina. No cabía ninguna
duda de que aquellos arcos maravillosos, aquellos salones luminosos como perlas y
aquellos edificios más encantadores que las piedras preciosas formaban parte de un
palacio del espíritu, un lugar inmortal donde se predicaba el Tao y se enseñaban los
sutras. En la primavera las matas se llenaban de capullos y se intensificaba el verdor de
las copas de los pinos después de la lluvia. Por el contrario, el agárico y las frutas
celestes se mantenían frescas y vivas durante todo el año. Adonde quiera que se
dirigiera la vista podían verse bandadas de fénix revoloteando.
- ¿Has visto qué lugar más encantador? - exclamó Tripitaka, volviéndose a Wu-Kung y
señalando a la distancia con su fusta.
- ¡No hay quien os entienda, maestro! - contestó el Peregrino -. En más de una ocasión
os habéis inclinado ante Budas falsos. Hoy que, por fin, habéis llegado a una tierra de
Budas auténticos os mantenéis obstinadamente sentado en vuestra silla de montar. ¿Se
puede saber por qué no os bajáis del caballo?
Tripitaka se sintió tan confundido ante esas palabras, que, de un salto, puso el pie en el
suelo. No tardaron en llegar a la puerta de aquellas construcciones tan maravillosas.
Guardándola había un joven taoísta, que les preguntó, nada más verlos:
- ¿Sois los buscadores de escrituras procedentes de las Tierras del Este?
El maestro se ajustó a toda prisa la túnica y, levantando la cabeza, vio que su
interlocutor vestía una túnica de seda, dispuesto en todo momento a tomar parte en los
convites que se celebraban junto a los estanques de jaspe, y sostenía en las manos un
plumero de jade y rabo de yak, con el que quitaba el polvo de las mansiones celestes.
Llevaba en la muñeca una placa sagrada y calzaba unas sandalias realmente
espléndidas. Su manera de moverse y de hablar manifestaba a las claras que se trataba
de un inmortal 2, que había abandonado este mundo de sombras para gozar de una vida
sin límites en un lugar tan extraordinario como aquél. El maestro supo en seguida que se
trataba de un morador de la Montaña del Espíritu, pues no era otro que el Inmortal de la
Cabeza de Oro. El Gran Sabio le reconoció al instante y, volviéndose hacia el maestro,
dijo:
- Es el Gran Inmortal de la Cabeza de Oro, que habita en el templo taoísta de Yü-Chen,
que se halla situado al pie mismo de la Montaña del Espíritu.
Sólo entonces se dio cuenta Tripitaka del lugar en el que se hallaba y se inclinó
respetuosamente ante el inmortal, que exclamó, soltando la carcajada:
- ¡Así que, por fin, habéis conseguido llegar! Creo que la Bodhisattva Kwang-Ing me
engañó aposta. Cuando, hace aproximadamente diez años, recibió el encargo de Buda
de encontrar en las Tierras del Este un buscador de escrituras, me dijo que tardaría en
llegar dos o tres años. Desde entonces he estado esperándole con impaciencia. Lo que
menos me imaginaba es que, por fin, fuera a conoceros hoy.
- ¡Jamás podré agradeceros tanta amabilidad! - dijo Tripitaka, juntando las manos a la
altura del pecho.
Después de saludar al inmortal, los cuatro peregrinos entraron en el templo con el
caballo y el equipaje. Inmediatamente se les sirvió té y una comida vegetariana. No
contento con eso, el inmortal pidió a sus sirvientes que prepararan al maestro un baño
aromático, para que pudiera presentarse dignamente ante Buda. No existe, en efecto,
cosa mejor que un baño, cuando se han acumulado méritos y todas las pasiones se
encuentran bajo control. Todas las fatigas han concluido y la ley guía hasta el más nimio
de sus actos. Una vez derrotados sus enemigos, los peregrinos alcanzaron, por fin, las
tierras de Buda, pero, antes de presentarse ante el Único, era preciso que se
desprendieran de toda inmundicia y de toda suciedad. No en balde, su cuerpo había de
revestirse de la inmortalidad del diamante 3.
La noche cayó, en cuanto hubieron terminado de bañarse, y decidieron quedarse a
descansar en el Templo de Yü-Chen. A la mañana siguiente el monje Tang se puso su
espléndida túnica de los bordados y su sombrero Vairocana y, tomando su báculo, fue a
despedirse del inmortal, que le dijo, riendo:
- Ayer parecíais un guiñapo humano. Hoy, por el contrario, se os ve fresco y vigoroso y
vuestra figura es la de un auténtico hijo de Buda.
Tripitaka hizo ademán de ponerse inmediatamente en camino y el inmortal añadió:
- Esperad un momento. Si no os importa, me gustaría acompañaros.
- No tenéis por qué molestaros - contestó el Peregrino -. Conozco bien el camino.
- Es distinto recorrerlo desde las nubes que a ras de suelo - replicó el inmortal -. O
mucho me equivoco o vuestro maestro aún no está capacitado para volar.
- Tenéis razón - reconoció el Peregrino -. Aunque he estado muchas veces en este lugar,
siempre me he movido por el aire y no he hollado jamás el suelo. Para no perdernos,
debemos abusar de vuestra confianza y pediros que nos acompañéis. Debéis recordar
que mi maestro se muere de ganas por presentar sus respetos a Buda.
Sin dejar de sonreír, el inmortal tomó de la mano al monje Tang y le condujo a la otra
parte de las puertas de la Ley. El camino que habían de seguir pasaba por el salón
central del templo y por la puerta trasera del mismo, donde precisamente daba comienzo
la Montaña del Espíritu.
- ¿Veis ahí arriba ese punto envuelto en un halo de luz de cinco colores y esa neblina de
buenos auspicios? - preguntó el inmortal al maestro, señalando hacia arriba con la mano
-. Es el Pico del Buitre, donde tiene establecida su morada el Patriarca Budista.
El monje Tang se inclinó inmediatamente, respetuoso, pero el Peregrino le aconsejó,
sonriendo:
- No es aquí donde debéis mostrar vuestros respetos, sino ahí arriba. Como muy bien
afirma el proverbio, «no puede agotarse un caballo con sólo ver una montaña». Aún
estamos un poco lejos para tanta ceremonia. Si empezáis a tocar ahora el suelo con la
frente, cuando lleguéis a la cumbre, no os quedarán fuerzas para hacerlo.
- Ahora que, por fin, habéis puesto el pie en la tierra bendita de la Montaña del Espíritu
- dijo, entonces, el inmortal -, podéis proseguir el camino en compañía del Gran Sabio,
el Mariscal de los Juncales Celestes y el Encargado-de-levantar-la-cortina.
Después de darle las gracias, Tripitaka se despidió de él con una inclinación de cabeza e
iniciaron la lenta ascensión de la montaña. Cuando llevaban recorridos diez o doce
kilómetros, se toparon con un torrente de agua que tenía una anchura superior a los
dieciséis o diecisiete kilómetros. No se veía rastro alguno de presencia humana y
Tripitaka exclamó, asustado:
- ¡Estoy seguro de que por aquí no se sube! Aunque, mirándolo bien, un inmortal no
puede equivocarse así como así. ¡Pero este torrente es inmenso y sumamente caudaloso!
¿Quieres decirme, Wu-Kung, cómo vamos a atravesarlo, si no disponemos de un bote
adecuado?
- ¡Por supuesto que el inmortal no se ha equivocado! - confirmó el Peregrino, sonriendo
-. ¿No veis allí un puente? Es preciso que lo crucéis antes de conseguir la perfección
absoluta.
El maestro se acercó y vio que a uno de sus lados había una inscripción que rezaba:
«Corriente de Más Allá de las Nubes». También comprobó, sorprendido, que el puente
era, en realidad, un tronco. Desde lejos parecía una viga de jade suspendida del cielo,
aunque de cerca no era más que un madero medio seco que salvaba aquel torrente de
aguas impetuosas. Estaba claro que cruzarlo iba a resultar más difícil que recorrer en un
solo día todos los océanos. Nadie en su sano juicio podía atreverse a poner el pie sobre
un tronco suspendido a tres mil metros de altura y envuelto en un arco iris y en una
masa de nubes tan espesa, que parecía seda blanca. Por si eso no bastara, era sumamente
resbaladizo y apto únicamente para esos seres afortunados que saben andar por las
nubes. Al darse cuenta de las dificultades que entrañaba cruzar el torrente, dijo
Tripitaka, estremeciéndose:
- Este puente no puede cruzarlo ningún ser humano. ¿Por qué no buscamos otro
camino?
- No podemos - respondió el Peregrino, soltando la carcajada -. Este es el único que
existe.
- En ese caso - insistió Ba-Chie, aterrado -, ¿cómo vamos a cruzarlo? La corriente es
demasiado ancha y sólo la cruza un madero estrecho y resbaladizo en extremo. Sólo de
pensarlo, se me ponen a temblar las piernas.
- Quedaos aquí, mientras intento cruzarlo - dijo el Peregrino.
No había acabado de decirlo, cuando se encaramó al madero y lo atravesó a grandes
zancadas. El puente se bamboleaba como si fuera un columpio, pero consiguió llegar a
la otra orilla más pronto de lo que él mismo había previsto.
- ¿Habéis visto qué fácil? - gritó, satisfecho -. Venga. ¡No tengáis miedo!
Al ver que nadie se atrevía a seguir su ejemplo, el Peregrino regresó al punto donde se
encontraban sus hermanos y, agarrando a Ba-Chie, dijo:
- Vamos, Idiota, sígueme.
- ¡No puedo! - contestó Ba-Chie, dejándose caer al suelo temblando de miedo -. Es
demasiado resbaladizo para mí. ¡Déjame, por favor! Creo que lo mejor será que cruce el
torrente a lomos del viento.
- En un lugar como éste no se puede recurrir a la magia - le regañó el Peregrino,
empujándole sin ninguna consideración -. Si no cruzas este puente, jamás podrás
convertirte en un Buda.
- Me da igual - respondió Ba-Chie -. Lo único que sé es que por ahí yo no paso - y
empezaron a tirar el uno del otro.
A fuerza de buenas razones, el Bonzo Sha consiguió separarlos, pero en ese mismo
momento Tripitaka volvió la cabeza y vio a un hombre que venía corriente arriba con
una pequeña barquichuela. Loco de contento, el maestro exclamó, mezclando sus gritos
con los del barquero:
- ¡Dejad de discutir, de una vez! ¡Ahí viene una barca, que va a ayudarnos a cruzar el
torrente!
Ansiosos, los tres se acercaron a la orilla y clavaron sus ojos en el pequeño bote.
Cuando lo tuvieron lo suficientemente cerca para percibir con claridad todos sus
detalles, se percataron, horrorizados, de que no tenía suelo. El Peregrino escrutó al
barquero con sus pupilas diamantinas y sus ojos de fuego y descubrió que se trataba del
Buda Guía, conocido también como Luz de Ratnadhvaja. Sin dar a entender en ningún
momento que le había reconocido, el Peregrino gritó, agitando la mano:
- ¡Eh! ¡Aquí!
Sin pérdida de tiempo, el barquero se llegó hasta la orilla, chillando al compás de sus
golpes:
- ¡Ajoííí!
- ¿Cómo es posible que vuestra barca no tenga suelo? - preguntó Tripitaka, temblando
de espanto.
- No ha existido embarcación más famosa que ésta desde el principio del tiempo y,
afortunadamente, yo siempre he sido su dueño - contestó el Patriarca Budista -. Por muy
fuertes que sean, el viento y las olas jamás la hacen zozobrar. Al carecer de principio o
de fin, su seguridad está plenamente garantizada. Lo más asombroso, de todas formas,
es que, aunque surque diez mil kalpas con envidiable serenidad, es capaz de regresar al
Único libre de toda inmundicia. Si bien es cierto que las embarcaciones sin fondo no
pueden cruzar los mares, ésta conduce a los espíritus por los meandros de la eternidad.
- Os agradezco que hayáis venido a dar la bienvenida a mi maestro - dijo entonces el
Gran Sabio, juntando, respetuoso, las palmas de las manos. Se volvió después hacia
Tripitaka y añadió -: Subid a esa barca. Aunque no tenga suelo, es, como acabáis de
escuchar, sumamente segura y ni el viento ni las olas son capaces de hacerla zozobrar.
El maestro se negó a obedecerle, pero el Peregrino le agarró de los hombros y le dio un
pequeño empujón. Como era de esperarse, cayó de cabeza al agua, pero el barquero le
sacó a toda prisa de la corriente. Aunque no dijo nada, mientras se sacudía las ropas, se
notaba que estaba muy enfadado con el Peregrino. Sin hacerle el menor caso, éste ayudó
al Bonzo Sha y a Ba-Chie a montar en la barca y a acomodar en ella el equipaje y al
caballo. El Patriarca Budista hundió su pértiga en el agua y la embarcación se separó de
la orilla. Al poco rato apareció flotando corriente arriba un cadáver y, al verlo, el
maestro se puso a gritar.
- No os asustéis - le aconsejó el Peregrino, riendo - ¿No os dais cuenta de que sois vos?
- ¡Así es! - ratificó Ba-Chie -. ¡Sois vos!
- ¡Vos mismo! - confirmó el Bonzo Sha, aplaudiendo, entusiasmado.
- ¡Ese cadáver es el vuestro! - exclamó, a su vez, el barquero, uniéndose al entusiasmo
de los discípulos -. ¡Enhorabuena, maestro!
Mientras la barca hendía las aguas con sorprendente facilidad, los viajeros repitieron,
una y otra vez, la misma cantinela. No tardaron en llegar, de esa forma, sanos y salvos, a
la otra orilla de la Corriente de Más Allá de las Nubes. Apenas hubieron puesto el pie en
ella, Tripitaka se tornó tan ligero como la brisa y cruzó el torrente por su propio pie. De
todo ello disponemos de un poema, que afirma:
Una vez liberado de su cuerpo mortal, brotó en él con toda su fuerza el espíritu originario del
amor mutuo. Concluidas sus penalidades, se convirtieron en Budas, libres para siempre de la
tiranía de los seis sentidos 4.
Esto es lo que quiere expresarse, cuando se dice que la profunda sabiduría del Dharma
es capaz de conducirnos a la otra orilla. En cuanto los cuatro peregrinos hubieron tocado
la otra vertiente, desaparecieron de su vista la barca y el hombre que la conducía. El
Peregrino reveló, entonces, que se trataba del Buda Guía y en ese mismo instante
Tripitaka despertó a la verdad. Emocionado, se volvió hacia sus discípulos y les dio las
gracias, pero el Peregrino replicó:
- No debemos agradecernos nada unos a otros, porque la ayuda que nos hemos
proporcionado ha sido mutua. A vos debemos haber obtenido la libertad, que supuso
para nosotros poder iniciar una vida de perfeccionamiento y de méritos. Vos, por
vuestra parte, habéis tenido que depender de nosotros para manteneros seguro en el
camino de la fe y conseguir, así, la total liberación de vuestro cuerpo mortal. Mirad a
vuestro alrededor y contemplad este incomparable paisaje lleno de flores, hierbas
exóticas, pinos, bambúes, fénix, garzas y ciervos. ¿No lo encontráis más hermoso que
todos esos lugares habitados por monstruos por los que hemos pasado? ¿No percibís
aquí la presencia del bien, mientras que en esos otros sitios únicamente se sentía el mal?
Tripitaka repitió, una vez más, sus frases de agradecimiento y los cuatro iniciaron la
ascensión de la Montaña del Espíritu con una ligereza que hasta entonces ninguno de
ellos había conocido. No tardó en aparecer ante su vista el impresionante Monasterio del
Trueno, cuya parte más alta penetraba en el firmamento, mientras que sus cimientos se
hundían en las mismas raíces del Monte Sumeru. El paisaje en el que se hallaba
enclavado no podía ser más espléndido, rodeado de picos altísimos, cuyas rocas
mostraban una rugosidad desacostumbrada. En todos los acantilados se veían hierbas de
jade y flores de jaspe, cuya belleza no tenía nada que envidiar al agárico y a las
orquídeas que desgranaban su aroma a lo largo de todos los senderos. Los grupos de
monos que se entretenían recogiendo fruta subidos a los melocotoneros parecían estar
bañados en oro. Por su parte, las garzas blancas que se hallaban posadas en las ramas de
los pinos daban la impresión de ser nubes purísimas atrapadas por unos brazos de jade.
Parejas de fénix machos miraban de frente el sol, exigiéndole que llenara el mundo de
sus bendiciones. Más difíciles de ver resultaban los fénix hembra, que se movían por el
aire, siguiendo los vaivenes de la brisa. Los patos mandarín mostraban, orgullosos, el
esplendor de sus plumajes, que hacían pensar en una mezcla imposible de oro y
cornalina. En el este y en el oeste se levantaban espléndidos palacios de ventanales que
recordaban la pureza de las perlas, mientras que en el norte y en el sur se alzaban
impresionantes torres cargadas de nobleza. Las mansiones de los Devarajas se hallaban
envueltas en una neblina multicolor, cuya serenidad contrastaba con las llamas rojizas
que parecían rodear las residencias de los Protectores del Dharma. La silueta de la torre
principal no podía ser más perfecta y su elegancia se veía resaltada por la fragancia de la
Utpala. Se trataba, en verdad, de un lugar tan parecido a los Cielos, que las nubes se
desplazaban por él con una lentitud asombrosa para hacer más largos sus días. En aquel
paraíso no existían las causas y la impureza no se conocía. No en balde, se trataba del
mismísimo Palacio del Dharma, del que las kalpas estaban totalmente excluidas.
Con una rapidez asombrosa, el maestro y sus discípulos se llegaron hasta la cumbre de
la Montaña del Espíritu, donde vieron un grupo de upasikas sentados bajo el verdor de
las copas de los pinos y una fila interminable de devotos que seguían la línea que les
marcaban los cipreses. El maestro se inclinó con respeto ante ellos, sorprendiendo vi-
vamente a los upasakas, a los upasikas y a los monjes y monjas allí reunidos, que le
dijeron:
- No somos dignos de semejante reconocimiento. Guardad vuestros respetos para
Sakyamuni, cuando tengáis oportunidad de entrevistaros con él.
- No sé lo que le pasa, pero el caso es que siempre se precipita - comentó el Peregrino,
echándose a reír -. En fin, vayamos a inclinarnos ante ésos de ahí arriba.
Sin poder contener los brazos ni las piernas a causa de la excitación que le embargaba,
el maestro siguió al Peregrino, que se dirigió directamente hacia la puerta del
Monasterio del Trueno, donde fueron saludados por los Cuatro Grandes Vajra, que les
preguntaron:
- ¿Ha llegado, por fin, el maestro?
- Así es - respondió Tripitaka, inclinándose -. Vuestro humilde discípulo Hsüan-Tsang
tiene el honor de comunicaros su llegada - e hizo ademán de querer entrar a toda prisa,
cosa que le impidieron los Cuatro Vajra, diciendo:
- No seáis tan impetuoso, maestro. Es preciso que anunciemos vuestra grata presencia.
Uno de ellos corrió, en efecto, a dar cuenta de su llegada a los Cuatro Grandes Vajra
que protegían la segunda puerta, los cuales, a su vez, informaron oportunamente a los
guardianes de la tercera, que eran los que se hallaban en contacto con el Único. Sin
pérdida de tiempo, entraron en el Salón del Gran Héroe y anunciaron a Tathagata, el
Honorabilísimo, también conocido como Buda Sakyamuni:
- Acaba de llegar a este dignísimo monasterio el monje procedente de la corte de los
Tang, que ha venido en busca de las escrituras.
Visiblemente complacido, Buda pidió a los Ocho Bodhisattvas, a los Cuatro
Guardianes Vajra, a los Quinientos Arhats, a los Tres Mil Protectores, a los Once
Grandes Dirigentes y a los Dieciocho Protectores de los Monasterios que se pusieran en
fila y se dispusieran a dar la bienvenida a tan esperado visitante. Cuando todos hubieron
ocupado sus puestos, ordenó que el monje Tang fuera conducido inmediatamente a su
presencia. La orden corrió de puerta en puerta hasta que, finalmente, los peregrinos
pudieron escuchar con claridad:
- ¡Qué entre el maestro!
Siguiendo escrupulosamente las normas del ceremonial, el monje Tang traspuso las
puertas del monasterio, seguido de Wu-Kung, Wu-Neng y Wu-Ching, que aún
continuaba cargado con el equipaje y tirando de las riendas del caballo. Tal fue la
conclusión del viaje que inició ante los mismísimos escalones de jade en aquel lejano
año en el que obtuvo la confianza del emperador. Por llevar a término tan alta misión,
escaló cordilleras cubiertas de rocío mañanero y descansó sobre la roca viva, al ponerse
el sol. Su fe le movió a vadear tres mil cursos diferentes de agua y a hollar incontables
senderos sin otro apoyo que el de su báculo de nudos. A lo largo de tan interminables
fatigas sólo halló consuelo en la esperanza de llegar a entrevistarse algún día con Buda
y alcanzar el fruto de los perfectos.
Nada más poner el pie en el Salón del Gran Héroe, los cuatro peregrinos se echaron
rostro en tierra y, de esa forma, presentaron sus respetos a Tathagata. A continuación se
inclinaron ante todos los Budas que llenaban tan espléndido salón, arrodillándose tres
veces seguidas ante el Patriarca Budista, cuando decidieron hacerle entrega del
documento de viaje que traían consigo. Después de leerlo con inesperado cuidado,
Tathagata se lo devolvió a Tripitaka, que, clavando la frente en el suelo, dijo:
- Por orden expresa del Gran Emperador de los Tang, en las Tierras del Este, vuestro
indigno discípulo Hsüan-Tsang se ha atrevido a poner el pie en este sacratísimo
monasterio, con el fin de implorar de vuestra misericordia la entrega de las escrituras
sagradas que lleven la salvación a todos mis conciudadanos. Es una inmerecida gracia
que espero alcanzar del Patriarca Budista, para que pueda regresar cuanto antes con
ellas al país del que partí.
Para dar a conocer la tierna compasión que anidaba en su corazón, Tathagata abrió sus
labios de misericordia y dijo, dirigiéndose a Tripitaka:
- Las Tierras del Este pertenecen al continente austral de Jambudvipa. Por su tamaño, la
fertilidad de sus tierras, su increíble prosperidad y el elevado número de sus habitantes,
se producen en ella gran cantidad de crímenes, adulterios, mentiras, engaños y otras
manifestaciones de opresión y avaricia. Sus gentes no sólo no aceptan las enseñanzas de
Buda ni se dedican a la práctica de la virtud, sino que tampoco siguen las enseñanzas de
las tres escuelas ni muestran ningún respeto por los cinco granos. Son desconfiados,
poco dados a la piedad filial, despectivos con todo lo bueno, groseros, seres sin
escrúpulos e inclinados al engaño. Abandonándose a la injusticia y al desprecio por la
vida, han cometido infinidad de actos reprobables. Su maldad ha enviado directamente a
los infiernos a muchos de ellos, que se han visto sometidos a penas horribles en aquel
mundo de sombras eternas antes de reencarnarse en bestias. Algunos se han convertido
en criaturas con cuernos, pagando, de esta forma, el mal que cometieron y
contribuyendo con su carne al sustento del género humano. Ésas son las razones que
han conducido a su eterna condenación. Aunque Confucio trató de inculcar con sus
enseñanzas la bondad, la rectitud, el respeto a las normas y la práctica del bien, actitudes
que se empeñaron en reforzar los diferentes reyes y emperadores, imponiendo a sus
detractores penas tales como la deportación, la horca o las mil y una formas del
ajusticiamiento, poco caso hicieron los malvados de semejantes principios e
instituciones. Conmigo dispongo de tres cestos diferentes de escrituras capaces de
liberar al hombre de sus sufrimientos y alejarle de la desgracia. Uno de ellos está
compuesto por «vinayas», que tratan de los Cielos, otro por «sastras», que versan sobre
la Tierra, y otro por «sutras», que tienen el poder suficiente para salvar a los condenados
de sus tormentos. Componen un total de treinta y cinco obras diferentes distribuidas en
quince mil ciento cuarenta y cuatro rollos, en los que se encierran todas las enseñanzas
para alcanzar la inmortalidad y seguir la senda de la suprema virtud. Al mismo tiempo,
se contiene en ellos una gran cantidad de conocimientos de astronomía, geografía, flora,
fauna, artes, vidas de personajes ilustres y otros muchos asuntos humanos que tienen
lugar en los cuatro grandes continentes de este mundo. Puesto que, para llegar hasta
aquí, os habéis visto obligados a recorrer una distancia enorme, me gustaría poner a
vuestra disposición todos esos escritos. Me temo, sin embargo, que los habitantes de
vuestro país, débiles de mente y duros de corazón, acabarán burlándose de las verdades
en ellos contenidas y se negarán a aceptar el profundo sentido de nuestras enseñanzas de
Sramana.
Se volvió a continuación hacia Ananda y Kasyapa y añadió:
- Llevad a los peregrinos al salón que hay al pie de la torre y dadles algo de comer. En
cuanto hayan recobrado las fuerzas, abridles el tesoro de nuestros escritos, para que
escojan unos cuantos rollos de cada una de las treinta y cinco divisiones de los tres
cánones y regresen con ellos a las Tierras del Este, como muestra de mi magnanimidad
hacia sus habitantes.
Sin pérdida de tiempo, los dos Respetables condujeron a los recién llegados al salón
que había justamente al pie de la torre y pusieron a su disposición una increíble cantidad
de platos, a cual más exóticos y sabrosos, que se hallaban expuestos con tanto cuidado
como si estuvieran a la venta. Los encargados de los sacrificios y ofrendas les sirvieron
té, frutas y comida de un sabor totalmente diferente de los del mundo de los mortales.
Después de dar las gracias a los Budas que los acompañaban, el maestro y los discípulos
se entregaron al disfrute de aquellas maravillas que tenían delante de los ojos. El lujo
del salón, de vigas de oro y paredes tan relucientes que parecían estar ardiendo, realzaba
el aroma embriagador de las viandas. Hasta el aire poseía una tonalidad dorada, que
hacía aún más pura la música inmortal que deleitaba los oídos. Los arreglos florales que
adornaban las mesas eran de tal naturaleza, que jamás había visto ojo humano cosa
igual. No en balde aquellos platos y aquel té tan aromático poseían la virtud de alargar
indefinidamente la vida. ¿Qué mejor recompensa para quienes habían padecido toda
suerte de sufrimientos y pruebas para alcanzar la perfección inmarchitable del Tao? Ba-
Chie y el Bonzo Sha fueron los que más provecho sacaron de aquel extraordinario
banquete, pues el Patriarca Budista había dispuesto que les fueran servidos únicamente
viandas capaces de otorgarles la longevidad y de ayudarlos a convertir en inmortal el
cuerpo perecedero que entonces poseían.
En cuanto hubieron recuperado las fuerzas, los dos Respetables, que en ningún
momento se habían separado de su lado, los condujeron al lugar donde se guardaban las
preciadas escrituras. Nada más abrir sus puertas, el aire se llenó de un resplandor de
buenos augurios y rayos mágicos, que pugnaban por horadar las neblinas multicolores y
las nubes de santidad que flotaban en la atmósfera de aquel paraíso.
En cada una de las cajas y casillas que contenían los sutras había pegadas unas
etiquetas de color rojo con sus títulos respectivos. La relación de obras contenidas es la
siguiente 5:
1. Sutra del Nirvana, una obra: 748 rollos.
2. Sutra del Akasagarbha-bodhisattva-dharmi, una obra: 400 rollos.
3. Colección de Sutras de la Voluntad Graciosa, una obra: 50 rollos.
4. Sutra del Prajnaparamita-samkaya gatha, una obra: 45 rollos.
5. Sutra en Honor de Bhutatathata, una obra: 90 rollos.
6. Sutra del Anaksara-granthaka-rocana-garbha, una obra: 300 rollos.
7. Sutra del Vimalakirti-nirdesa, una obra: 170 rollos.
8. Sutra del Vajracchedika-prajnaparamita, una obra: 100 rollos.
9. Sutra del Budha-carita-kavya, una obra: 800 rollos.
10. Sutra del Bodhisattva-pitaka, una obra: 100 rollos.
11. Sutra del Surangama-samadhi, una obra: 110 rollos.
12. Sutra del Arthaviniscaya-dharmaparyaya, una obra: 140 rollos.
13. Sutra del Avatamsaka, una obra: 500 rollos
14. Sutra del Mahaprajna-paramita, una obra: 916 rollos.
15. Sutra del Abhuta-dharma, una obra: 1.110 rollos.
16. Sutra del Segundo Madhyamika, una obra: 270 rollos.
17. Sutra del Kasyapa-parivarta, una obra: 120 rollos.
18. Sutra del Panca-naga, una obra: 32 rollos.
19. Sutra del Bodhisattva-carya-nirdesa, una obra: 116 rollos.
20. Sutra del Magadha, una obra: 350 rollos.
21. Sutra del Maya-dalamahatantra mahayana-gambhira naya-guhya-parasi, una obra:
100 rollos.
22. Sastra del Paraíso Occidental, una obra: 130 rollos.
23. Sutra del Buddha-ksetra, una obra: 1.950 rollos.
24. Sastra del Mahaprajnaparamita, una obra: 1.080 rollos.
25. Sutra del Honor Primigenio, una obra: 850 rollos.
26. Sutra del Mahamayuri-vidyarajni, una obra: 220 rollos.
27. Sastra del Abhidharma-kosa, una obra: 200 rollos.
28. Sutra del Mahasamghata, una obra: 130 rollos.
29. Sutra del Saddharma-pundarika, una obra: 100 rollos.
30. Sutra de la Preciosa Permanencia, una obra: 220 rollos.
31. Sutra del Sanghika-vinaya, una obra: 157 rollos.
32. Sastra del Mahayana-sraddhotpada, una obra: 1.000 rollos.
33. Sutra de la Preciosa Autoridad, una obra: 1.280 rollos.
34. Sutra del Mandamiento Perfecto, una obra: 200 rollos.
35. Sastra del Vidya-matra-siddhi, una obra: 100 rollos.
Después de mostrarle todas esas obras, Ananda y Kasyapa dijeron al monje Tang:
- ¿Nos habéis traído algún regalo de las lejanas Tierras del Este, de las que procedéis?
Si es así, entregádnoslo y pondremos a vuestra disposición todas las escrituras que
deseéis.
- Este humilde discípulo vuestro - respondió Tripitaka, un tanto corrido de vergüenza -
no ha podido traeros nada, debido precisamente a la grandísima distancia que se ha visto
obligado a recorrer.
- ¡Qué bonito! - exclamaron los dos Respetables al mismo tiempo -. Si os confiáramos
estas escrituras sin nada a cambio, nuestros descendientes se morirían de hambre. ¿Os
parece atractiva semejante perspectiva?
Al ver la incomprensible actitud de los dos Respetables, que se negaban a ofrecer gratis
las escrituras sagradas, el Peregrino perdió la paciencia y exclamó, malhumorado:
- No discutáis más, maestro. Lo que tenemos que hacer es informar cuanto antes a
Tathagata de esto. Que venga él a entregarnos lo que hemos anhelado durante todo el
camino.
- ¿Por qué no dejas de gritar, de una vez? - le reprendió Ananda -. ¿Dónde te crees que
estás? ¡Acércate y coge todas las escrituras que quieras!
A duras penas Ba-Chie y el Bonzo Sha consiguieron dominar al Peregrino, que los
ayudó de buena gana a envolver cada uno de los rollos y a meterlos en las alforjas que
llevaba el caballo. Como resultaron insuficientes, prepararon unas cuantas bolsas más,
que Ba-Chie y el Bonzo Sha se encargaron de cargar al hombro con ayuda de una
pértiga. Una vez concluida su labor, regresaron al salón en el que se hallaba sentado
Tathagata y se arrodillaron ante él en señal de gratitud. Se sentían tan contentos, que, al
salir del monasterio, se inclinaron dos veces seguidas ante cualquier Patriarca o
Bodhisattva con el que tuvieron la fortuna de cruzarse. Cuando llegaron a la puerta prin-
cipal, se despidieron de la misma forma de los upasakas, upasikas, monjes y monjas que
allí había reunidos y emprendieron, satisfechos, el descenso de la montaña, por lo que,
de momento, no hablaremos más de ellos.
Sí lo haremos, sin embargo, del anciano Dipamkara, conocido también como el Buda
del Pasado, que oyó cuanto había sucedido y cayó en seguida en la cuenta de que
Ananda y Kasyapa habían entregado a los peregrinos unos rollos de escrituras
totalmente en blanco. Eso le hizo exclamar, divertido:
- ¡Esos monjes de las Tierras del Este están mal de la cabeza! ¿Cómo no se habrán dado
cuenta de que esos rollos no tienen nada escrito? De todas formas, es una auténtica pena
que hayan hecho un viaje tan largo para nada.
Levantó a continuación la voz y preguntó:
- ¿Quién está hoy a mi servicio?
El Respetable Héroe Blanquecino dio un paso al frente y, sin pérdida de tiempo, el
anciano Buda le ordenó:
- Es preciso que alcances cuanto antes al monje Tang y le quites esas escrituras en
blanco que le han entregado. No dudes en valerte de tus poderes mágicos para hacerle
regresar a por rollos de los buenos.
El Respetable Héroe Blanquecino se montó en la brisa y abandonó a toda velocidad el
Monasterio del Trueno. El viento en el que cabalgaba no podía ser más fuerte, pues el
poder de un fiel servidor de Buda supera al de cualquier otro dios. De la misma forma,
los gritos de un inmortal son mucho más penetrantes que el sonido de esos silbatos que
llevan las muchachas jóvenes. La fuerza de aquel huracán, en efecto, agitó de tal manera
los mares y ríos, que los peces y los dragones que habitaban en ellos perdieron la mayor
parte de sus escamas. Pero no fueron ellos los únicos perjudicados, porque los grandes
simios negros no pudieron seguir recogiendo sus frutos, las garzas de plumaje dorado se
vieron obligadas a buscar la protección de sus nidos y los fénix olvidaron las melodías
de sus cantos, mientras los faisanes gritaban, desesperados. Muchas ramas de los pinos
se troncharon y los capullos de los lotos quedaron desgajados de sus plantas. Una a una
fueron cayendo al suelo las cañas de los bosquecillos de bambúes, al tiempo que
muchas flores perdían su belleza pétalo a pétalo. Las campanas parecían haberse vuelto
locas y su tañer llegó a oírse desde una distancia de seis mil kilómetros. La continua
salmodia de las escrituras, por el contrario, se perdió por los desfiladeros y las cárcavas.
Todas las flores exóticas que crecían en los acantilados fenecieron, lo mismo que las
hierbas de jade que adornaban cada uno de los senderos. Los fénix se mostraban
incapaces de batir sus alas y los ciervos de piel blanca buscaron refugio en el fondo de
los despeñaderos. La fragancia que llenaba la atmósfera de aquel paraíso se extendió por
todo el mundo y hasta los mismos Cielos se vieron invadidos por una brisa pura y
fresca.
Al percatarse del aroma de aquel viento, el monje Tang pensó que se trataba de algún
portento con el que quería obsequiarle el Patriarca Budista y no tomó ninguna
precaución. Cuando más distraído estaba, se oyó en lo alto una especie de chasquido y
apareció una mano que arrebató los rollos de escrituras que llevaba el caballo. Tripitaka
se quedó mudo de espanto y empezó a golpearse el pecho con el puño, mientras Ba-
Chie corría a ras de suelo en persecución de tan inesperado ladrón y el Bonzo Sha se
quedaba quieto en el sitio sin saber qué hacer. El Peregrino, por su parte, se elevó por
los aires y salió disparado detrás de aquella mano misteriosa. El Respetable Héroe
Blanquecino comprendió que no iba a tardar en darle alcance y, temiendo que fuera a
golpearle con su terrible barra de los extremos de oro, rasgó la bolsa de las escrituras y
las sembró por el suelo. Al verlo, el Peregrino renunció a atraparle y cambió la
dirección de la nube en la que volaba, tratando de recuperar las obras perdidas. De esa
forma, pudo el Respetable Héroe Blanquecino poner fin a la tormenta de viento e ir a
informar al Buda del Pasado de todo cuanto había ocurrido. Ba-Chie se sorprendió de
ver caerle encima semejante lluvia de libros y detuvo su loca carrera. Pronto se llegó
hasta él el Peregrino y entre los dos consiguieron reunir todos los rollos que habían
quedado desperdigados por el suelo. Al regresar junto al maestro, vieron que tenía los
ojos anegados en lágrimas.
- ¿Cómo es posible que hasta en la tierra de la suprema felicidad nos veamos asaltados
por monstruos?
El Bonzo Sha desenrolló distraídamente uno de los rollos de escrituras y se quedó
mudo de asombro, al comprobar que en la pureza nívea del papel no había escrita ni
media palabra. A toda prisa se lo enseñó a Tripitaka, diciendo:
- ¡Este rollo está totalmente en blanco!
El Peregrino desenrolló otro a toda prisa y vio que le ocurría lo mismo, igual que al que
tenía Ba-Chie en las manos.
- ¡Desenrolladlos todos! - ordenó Tripitaka. ¡No había uno que no estuviera en blanco!
-. ¡Qué mala suerte la de las gentes que habitan en las Tierras del Este! - se quejó con
amargura, al verlo -. ¿De que valen unas escrituras que no contienen ni una sola
palabra? Si llego a presentarme con esto al Emperador de los Tang, seguro que me hace
ajusticiar, pues no existe crimen más grande que tratar de engañar a su propio príncipe.
- No es necesario que sigáis lamentándoos - le aconsejó el Peregrino, cayendo en la
cuenta de lo que realmente había ocurrido -. Todo esto tiene que ser obra de esos
Ananda y Kasyapa, por no haberles entregado los regalos que nos exigieron. ¿Qué otra
explicación puede darse a unos textos vacíos? Opino que lo mejor será que vayamos a
ver a Tathagata y los acusemos de fraude y de intento de soborno.
- ¡Me parece muy bien! - exclamó Ba-Chie, furioso -. ¡Que no se queden sin castigo
esos malandrines!
Los cuatro peregrinos se dieron la vuelta e iniciaron de nuevo el ascenso a la Montaña
del Espíritu. Les costó mucho trabajo esta vez subir los escalones que conducían
directamente a la entrada del Monasterio del Trueno. Allí fueron recibidos por los
guardianes, que les preguntaron con las manos metidas por las mangas:
- ¿Habéis regresado a cambiar las escrituras?
Tripitaka movió la cabeza afirmativamente y los Vajra le permitieron la entrada sin
ningún requisito más. Nada más poner el pie en el Salón del Gran Héroe, el Peregrino
gritó, ofendido:
- Tanto el maestro como nosotros hemos sufrido incontables penalidades y el asalto de
no menos de diez mil monstruos desde que abandonamos las Tierras del Este con el
propósito de venir a presentaros nuestros respetos, Tathagata. Pero esos Ananda y
Kasyapa trataron de arrancarnos un soborno después de que vos mismo les ordenarais
que nos entregaran las escrituras. Al ver que no conseguían nada, trataron de
engañarnos, confiándonos unos textos totalmente en blanco. ¿De qué nos habrían
servido tantas penalidades, si no nos hubiéramos dado cuenta a tiempo de su engaño?
Disculpad el tono de mis palabras, Tathagata, pero es preciso que encontréis cuanto
antes una solución para tan enojoso asunto.
- ¿Por qué no dejas de gritar, de una vez? - le reprendió el Patriarca Budista, sonriendo
-. No desconocía que esos dos fueran a pediros algo a cambio. Después de todo, las
escrituras no han de darse a la ligera ni recibirse sin ningún tipo de compensación. De
hecho, hace cierto tiempo algunos de nuestros monjes bajaron la montaña y fueron a
recitar los textos sagrados a la mansión del respetable Chao, en el reino de Sravasti, para
que los muertos de la familia encontraran el descanso definitivo y los vivos se vieran
libres de todo mal. A cambio de tan meritorios servicios sólo le pidieron tres monedas
de cobre y tres medidas de arroz. Yo les dije que habían sacado muy poco y que, a causa
de su generosidad, sus descendientes se iban a ver en grandes aprietos económicos. Se
nota que aprendieron bien la lección, porque, al presentaros vosotros con las manos
vacías, os hicieron entrega de unos textos en blanco. Pero, aunque os cueste creerlo,
esas escrituras son tan perfectas como las que contienen palabras. Soy consciente, de
todas formas, de que los habitantes de las Tierras del Este carecen de la adecuada
iluminación y que precisarán, por tanto, de textos normales y corrientes.
Se volvió a continuación hacia Ananda y Kasyapa y les ordenó:
- Haced entrega a estos monjes de unos cuantos rollos de escrituras con palabras y
regresad a informarme del número total que les habéis confiado.
Los dos Respetables volvieron a conducir a los peregrinos al salón donde se guardaban
los escritos y de nuevo les exigieron la entrega de un regalo. Como el monje Tang no
tenía nada que ofrecerles, pidió al Bonzo Sha que sacara el cuenco de pedir limosnas,
que era de oro, y se lo entregó con las dos manos a los Respetables, diciendo:
- Debido a la gran distancia que me he visto obligado a recorrer y a la misma pobreza
en la que vivo, no he podido traer conmigo ningún regalo. Este cuenco me fue
entregado por el Emperador de los Tang en persona, para que mendigara con él el
sustento durante el viaje. Os ruego que lo aceptéis como prueba de mi humilde
reconocimiento. Cuando regrese a la tierra de la que partí, informaré de vuestra
generosidad al señor Tang, que, a no dudar, os hará llegar un generoso presente. Lo
único que os pido es que me entreguéis unas escrituras que se puedan leer, para que la
buena voluntad del emperador no se vea defraudada y no se demore por más tiempo
nuestro viaje de vuelta.
Ananda tomó, sonriendo, el cuenco de las limosnas y se lo guardó. Los encargados de
la protección de las torres, los responsables de las ofrendas y el incienso y los
Respetables que desempeñaban sus funciones en aquel lugar de recogimiento
empezaron a darse golpecitos en la cara y en la espalda, mientras comentaban,
escandalizados:
- ¡Qué vergüenza! ¡Cómo se habrán atrevido a pedir un regalo al monje peregrino!
Los dos Respetables se sintieron tremendamente cohibidos, aunque Ananda no dio
muestras en ningún momento de querer soltar el cuenco. Carraspeando, Kasyapa abrió
las casillas de las escrituras y se las fue pasando, rollo a rollo, a Tripitaka, que aconsejó
a sus discípulos:
- Miradlas bien, para que no nos pase lo de la otra vez.
Los discípulos las examinaron una a una con sumo cuidado y se aseguraron de que
todas estuvieran escritas. En total recibieron cinco mil cuarenta y ocho rollos, número
que constituía exactamente un canon. Después de envolverlas, las metieron en las
alforjas del caballo, mientras Ba-Chie se hacía cargo de las restantes y el Bonzo Sha
recogía el equipaje. El Peregrino, por su parte, tomó de las riendas al caballo y el monje
Tang agarró con fuerza su báculo nudoso, dispuesto a ir cuanto antes a dar las gracias a
Tathagata. De todo ello disponemos de un poema, que afirma:
Dulce es el sabor de la Gran Pitaka, el producto más refinado salido de la mente de Tathagata.
Por ella el fiel Hsüan-Tsang no dudó en sacrificar largos años de su vida, escalando montañas y
sufriendo todo tipo de calamidades. ¡Qué lástima que Ananda se dejara llevar por el simple afán
de lucro! Afortunadamente, el Buda del Pasado les quitó la venda de la ceguera y pudieron
regresar, gozosos, con las escrituras a las Tierras del Este, donde la fiesta estaba ya preparada.
CAPÍTULO XCIX
En cumplimiento de vuestras órdenes, los protectores registraron con cuidado las desgracias que
se abatieron sobre el monje Tang a lo largo del viaje y que, en concreto, son las siguientes: la
primera, ser despojado de su título y posesión de Cigarra de Oro. Estar a punto de morir, al
nacer, la segunda. Ser arrojado al río cuando apenas contaba un mes de edad, la tercera. La
búsqueda de sus padres y su consiguiente venganza, la cuarta. Toparse con el tigre, nada más
abandonar la ciudad, la quinta. Caer en un pozo y perder a sus seguidores, la sexta. El dilema que
se le presentó en la Cordillera de la Doble Bifurcación, la séptima. Toparse con la Montaña de
los Dos Reinos, la octava. Cambiar de caballo en el Torrente del Águila Afligida, la novena. Ser
quemado vivo por la noche, la décima. La pérdida de su túnica, la undécima. Conseguir dominar
a Ba-Chie, la duodécima. Ser obstaculizado por el Monstruo del Viento Amarillo, la
decimotercera. Buscar la ayuda de Ling-Chi, la decimocuarta. Las dificultades que encontró a la
hora de cruzar el Río de Arena, la decimoquinta. La aceptación del Bonzo Sha como discípulo,
la decimosexta. La aparición de los Cuatro Sabios, la decimoséptima. El Templo de las Cinco
Villas, la decimoctava. Los problemas que tuvo con el ginseng, la decimonovena. La expulsión
del Mono de la Mente, la vigésima. Su pérdida en el Bosque del Pino Negro, la vigésima
primera. El envío de la carta al Reino del Elefante Sagrado, la vigésima segunda. La
metamorfosis en tigre que experimentó en el Palacio de los Carillones de Oro, la vigésima
tercera. Su encuentro con los monstruos de la Montaña Altísima, la vigésima cuarta. Ser colgado
de una viga en la Caverna de la Flor de Loto, la vigésima quinta. Salvar al señor del Reino del
Gallo Negro, la vigésima sexta, Toparse con un monstruo con el cuerpo metamorfoseado, la
vigésima séptima. Encontrarse con un monstruo en la Montaña Rugiente, la vigésima octava. Ser
arrebatado por el huracán, la vigésima novena. Contemplar cómo el Mono de la Mente era
herido, la trigésima. Pedir al sabio que dominara a los monstruos, la vigésima primera. Hundirse
en el Río Negro, la trigésima segunda. Los padecimientos del Reino de la Carreta Lenta, la
trigésima tercera. La lucha de poder a poder, la trigésima cuarta. Expulsar a los taoístas en
beneficio de los budistas, la trigésima quinta. Encontrarse con el camino cubierto de agua, la
trigésima sexta. Caer en el Río-que-llega-hasta-el-cielo, la trigésima séptima. Ver el cuerpo de
Cesta de Pescado, la trigésima octava. Toparse con un monstruo en la Montaña del Yelmo de
Oro, la trigésima novena. Las dificultades en alcanzar los cielos, la cuadragésima. La petición a
Buda de las fuentes, la cuadragésima primera. El envenenamiento que sufrió después de beber el
agua, la cuadragésima segunda. Su detención matrimonial en el Reino del Liang Occidental, la
cuadragésima tercera. Los sufrimientos padecidos en la Caverna del Laúd, la cuadragésima
cuarta. La segunda expulsión del Mono de la Mente, la cuadragésima quinta. Las dificultades en
distinguir al mono falso del verdadero, la cuadragésima sexta. El retraso que hubo de padecer en
la Montana de Fuego, la cuadragésima séptima. La búsqueda del abanico de palma, la
cuadragésima octava. La detención del demonio, la cuadragésima novena. Barrer la pagoda del
Reino del Sacrificio, la quincuagésima. La recuperación del tesoro para salvar a los monjes, la
quincuagésima primera. El recitado de versos en el Santuario de los Inmortales del Bosque, la
quincuagésima segunda. Las desgracias que le sobrevinieron en el Pequeño Monasterio del
Trueno, la quincuagésima tercera. El aprisionamiento de los espíritus celestes, la quincuagésima
cuarta. El alto que sufrió en el Desfiladero de la Pulpa de la Morera, la quincuagésima quinta. El
remedio medicinal del Reino Morado, la quincuagésima sexta. Recuperarse del cansancio y de la
enfermedad, la quincuagésima séptima. Derrotar al monstruo para liberar a la reina, la quin-
cuagésima octava. El engaño de las siete pasiones, la quincuagésima novena. Ser herido por
Muchas Pupilas, la sexagésima. La detención que sufrió en el Reino del Camello-León, la
sexagésima primera. Los monstruos de los tres colores, la sexagésima segunda. Las desgracias
que le acaecieron en la ciudad, la sexagésima tercera. La petición de ayuda a Buda para dominar
a los demonios, la sexagésima cuarta. La liberación de los niños en Bhiksu, la sexagésima
quinta. La distinción entre lo auténtico y lo falso, la sexagésima sexta. Salvar a un monstruo en
el bosque de pinos, la sexagésima séptima. Enfermar en los aposentos del guardián del
monasterio, la sexagésima octava. Caer prisionero en la Caverna sin Fondo, la sexagésima
novena. Los problemas encontrados para abandonar el Reino Destructor del Dharma, la
septuagésima. El encuentro de los monstruos de la Montaña Escondida por en la Niebla, la
septuagésima primera. La petición de lluvia en la Prefectura del Fénix Inmortal, la septuagésima
segunda. La pérdida de las armas, la septuagésima tercera. La fiesta del rastrillo, la septuagésima
cuarta. La desgracia que le acaeció en la Montaña del Nudo de Bambú, la septuagésima quinta.
Los sufrimientos a los que se vio sometido en la Caverna de la Flor Misteriosa, la septuagésima
sexta. La captura de los rinocerontes, la septuagésima séptima. La presión para que se casara en
el Reino de la India, la septuagésima octava. El encarcelamiento que sufrió en la Prefectura de la
Terraza del Bronce, la septuagésima novena. La liberación de su cuerpo mortal en la Corriente
de Más Allá de las Nubes, la octogésima. Doscientos quince mil kilómetros de longitud ha
tenido un viaje que encerraba para el monje Tang todas las penalidades que aquí se han
consignado.
Después de leer detenidamente el informe, la Bodhisattva comentó:
- Nueve veces nueve es para nosotros, los budistas, una cifra de capital importancia,
pues supone ni más ni menos que la consecución de la inmortalidad. La pena es que el
maestro sólo ha sufrido ochenta pruebas, o sea, que le falta una para alcanzar la
perfección absoluta.
Tras estudiar detenidamente el problema, se volvió hacia uno de los Protectores y le
ordenó:
- Alcanza a los Guardianes Vajra y preparad entre todos una prueba más. Es la única
solución.
El Protector se lanzó en seguida en dirección este a lomos de una nube. Al cabo de un
día con su correspondiente noche de vuelo logró dar alcance a los Vajra y les dijo al
oído:
- Es preciso que cumpláis cuanto antes las órdenes de la Bodhisattva y que pongáis por
obra lo que voy a deciros.
Los Ocho Vajra se sintieron tan sorprendidos por su repentina aparición, que, sin darse
cuenta, retiraron el viento que mantenía a flote a los cuatro peregrinos, haciéndolos caer
de bruces contra el suelo con caballo y todo. En verdad, no resultaba nada fácil
solventar ese asunto de la inmortalidad del nueve veces nueve. La firmeza de la
voluntad supone siempre una gran ayuda, pero no existe otra forma de dominar a los
monstruos que someterse al sufrimiento y entregarse a la meditación. No debe pensarse
que las escrituras son fáciles de desentrañar. ¡A cuántas penalidades se hubo de rendir el
monje sabio, sólo para hacerse con ellas! No deben olvidarse, en este sentido, las
enseñanzas de los antiguos, particularmente las que se contienen en La simpatía de los
Tres 2: «Para lograr el flujo del elixir, hay que liberarse hasta de la impureza más
ínfima».
En cuanto Tripitaka tocó el suelo, se puso a temblar de miedo. Ba-Chie, por el
contrario, soltó la carcajada y exclamó, divertido:
- ¡Vaya fracaso! Esto es lo que se llama darse prisa para llegar más tarde.
- ¡Bueno! - comentó el Bonzo Sha en el mismo tono -. Nos llevaban a tanta velocidad,
que seguro que han decidido darnos un respiro.
- No hay por qué preocuparse - dijo, por su parte, el Gran Sabio -. Como muy bien
afirma el proverbio, «siéntate diez días en la playa y verás cómo nueve te parecen sólo
uno».
- ¿Es que no podéis dejar de decir tonterías? - les regañó Tripitaka -. En vez de tanta
sandez, lo primero que tenemos que averiguar es en qué lugar nos hallamos.
- ¡Yo conozco bien este sitio! - exclamó el Bonzo Sha, mirando a su alrededor -. ¡Claro
que sí! ¿No oís el murmullo del agua?
- Me figuro que el agua siempre te trae a la mente el recuerdo del lugar en el que
pasaste la mayor parte de tu vida - dijo el Peregrino.
- Que no es otro que el Río de Arena - concluyó Ba-Chie.
- ¡No, no! - negó el Bonzo Sha a toda prisa -. Éste es el Río-que-llega-hasta-el-cielo.
- ¿Sabéis de qué parte del río nos encontramos? - preguntó, cada vez más nervioso,
Tripitaka.
El Peregrino dio un salto acrobático y, haciéndose pantalla con los ojos, miró
rápidamente a su alrededor, antes de bajar a informar al maestro:
- Estamos exactamente en la orilla occidental.
- Recuerdo que en la oriental se encontraba la aldea de los Chen - dijo Tripitaka -. Al
pasar por aquí, salvamos al hijo y a la hija de uno de sus moradores y, en
agradecimiento, quisieron hacernos una barca, para que cruzáramos la corriente. Vanos
esfuerzos, porque, al final, lo hicimos a lomos de una tortuga blanca. Si no me falla la
memoria, también recuerdo que en la orilla occidental no había ningún tipo de
asentamiento humano. ¿Qué podemos hacer?
- Yo creía que el engaño se practicaba entre gente común y corriente - comentó Ba-
Chie, un tanto irritado -. Ahora sé que no son inmunes a él ni los Guardianes Vajra, que
se pasan todo el día contemplando el rostro de Buda. ¿Cómo nos habrán abandonado a
mitad de camino, cuando se les ordenó expresamente que nos llevaran hasta el este? ¡En
buen lío nos han metido! ¿Cómo vamos a pasar al otro lado?
- Deja de quejarte, por favor - le pidió el Bonzo Sha -. El maestro ha alcanzado ya la
perfección del Tao, pues se ha visto liberado de sus ataduras mortales en la Corriente de
Más Allá de las Nubes. Estoy seguro de que esta vez no se hundirá en las aguas. Por si
acaso, hagamos entre todos uso de la magia del desplazamiento y llevemos al maestro a
la otra orilla.
- No podemos hacerlo - objetó el Peregrino.
¿Por qué dijo semejante cosa, si él solo era capaz de hacer atravesar volando al maestro
y a sus hermanos, no un río, sino diez mil? Estaba al tanto de que el maestro no había
completado el ciclo sagrado de pruebas y que se precisaba de una más para alcanzar el
nueve veces nueve. Por eso precisamente se había visto tan bruscamente detenido el
viaje en aquel lugar.
Al acercarse a la orilla, oyeron gritar a alguien:
- ¡Eh, maestro Tang! ¡Por aquí!
Sorprendidos, los cuatro peregrinos miraron a su alrededor, pero no vieron a nadie.
Volvieron, entonces, los ojos hacia las aguas y en la misma orilla descubrieron una
enorme tortuga blanca, que repitió con el cuello totalmente estirado:
- ¡Aquí, maestro! ¡Menos mal que, por fin, habéis llegado! Llevo esperándoos yo qué
sé la de años. ¿Cómo habéis tardado tanto?
- En cierta ocasión abusamos ya de vuestra confianza y ahora os prestáis de nuevo a
ofrecernos vuestros servicios - contestó el Peregrino, sonriendo -. ¿Cómo vamos a
agradeceros tantos favores?
Tripitaka, Ba-Chie y el Bonzo Sha a punto estaban de ponerse a saltar de alegría. Eso
hizo que el Peregrino añadiera:
- En fin. Puesto que os empeñáis en ayudarnos, acercaos a la orilla.
Así lo hizo la tortuga y los cuatro peregrinos y el caballo saltaron sobre su concha.
Como su espacio era un tanto reducido, colocaron en el centro al animal, Ba-Chie se
puso detrás de él y Tripitaka y el Bonzo Sha ocuparon, respectivamente, las porciones
izquierda y derecha del caparazón. Más magro de carnes, el Peregrino posó los pies
sobre el robusto cuello de la tortuga, al tiempo que le decía:
- Por lo que más queráis, no os agitéis mucho.
Moviendo rítmicamente sus cuatro patas, la tortuga se deslizó por las aguas con la
misma seguridad que si estuviera caminando por tierra firme. Era como si el maestro,
los tres discípulos y el caballo no pesaran absolutamente nada. De tan extraordinario
momento disponemos de un poema que afirma:
El dharma perfecto se da a conocer a los Cielos y a la Tierra a las puertas mismas del
palacio del Indivisible 3, sumiendo en la confusión a los monstruos y demonios. En
cuanto lo contemplaron con sus ojos mortales, sus cuerpos se llenaron de la luz de la
inmortalidad. ¡Con qué libertad se movieron, cuando asimilaron los principios de las
Tres Enseñanzas y el elixir completó sus nueve vueltas! No tuvieron, entonces, que
cargar más con el equipaje ni servirse de cayados para caminar, porque iban flotando,
gozosos, a lomos de una tortuga.
Con los peregrinos a las espaldas, la tortuga hendió las ondas durante más de medio
día. Al caer la tarde, avistaron, finalmente, la orilla oriental y el animal preguntó al
maestro:
- Cuando la otra vez os llevé sobre mis lomos, os pedí que preguntaráis a Tathagata
cuándo iba a alcanzar la perfección y cuántos años me quedaban todavía de vida.
¿Habéis cumplido la promesa que entonces me hicisteis?
Desde su llegada al Paraíso Occidental, el maestro había estado demasiado ocupado
bañándose en el Templo de Yü-Chen, renovándose totalmente en la Corriente de Más
Allá de las Nubes y presentando sus respetos a todos los sabios, Bodhisattvas y Buddhas
con los que se encontró. Después, cuando por fin ascendió a la Montaña del Espíritu, se
concentró de tal manera en la adoración a Buda y en la consecución de las escrituras,
que se olvidó completamente de todo lo demás, incluido el encargo de la tortuga. No se
atrevió, de todas formas, a decirle una mentira y permaneció callado durante mucho
tiempo. Al darse cuenta de que Tripitaka no había preguntado nada a Tathagata, la
tortuga sacudió enérgicamente el cuerpo y se hundió a toda prisa en el agua. Los cuatro
peregrinos y el caballo se zambulleron en la corriente con escrituras y todo. Fue una
suerte que el monje Tang se hubiera desprendido de su cuerpo mortal, alcanzando, así,
la perfección del Tao; de lo contrario, hubiera ido a parar al fondo. Ni el caballo blanco,
que en realidad era un dragón, ni Ba-Chie ni el Bonzo Sha, que se encontraban en el
agua más a gusto que un pez, tuvieron tampoco el menor problema. Al darse cuenta de
que no corrían peligro alguno, el Peregrino sonrió tranquilo y, haciendo uso de sus
portentosos poderes, hizo llegar, sano y salvo, al monje Tang a la orilla oriental.
Desgraciadamente, las escrituras, las ropas y la silla de montar quedaron totalmente
empapadas.
Tan pronto como pusieron el pie en la orilla, se levantó un viento tan violento, que el
cielo se cubrió inmediatamente de sombras y se desató una terrible tormenta, que
destrozaba las rocas y hacía saltar por doquier sus esquirlas. El mundo tembló ante
semejante huracán, al tiempo que los torrentes y las montañas se estremecían ante el
bramido de los truenos. Con cada rayo se llenaban de llamas las masas de nubes, tan
oscuras, que parecía como si una niebla eterna se hubiera apoderado de la tierra. Todos
los seres vivientes se sentían aterrados ante el ulular del viento, el rolar del trueno y los
latigazos de luz de los rayos. El resplandor de la luna y las estrellas se había
desvanecido totalmente del cielo. El polvo y la suciedad que arrastraba el huracán
cegaba todos los ojos, mientras los tigres y los leopardos buscaban refugio contra los
truenos en sus guaridas y las aves se tapaban la cabeza con sus alas, para no ver los
rayos. La oscuridad se hizo tan intensa, que los bosques desaparecieron de la vista,
como si, de pronto, hubieran perdido todos sus árboles. El Río-que-llega-hasta-el-cielo
se encrespó de tal manera, que sus olas tocaron el cielo y el resplandor de los
relámpagos iluminó su cenagoso fondo. Los dragones y los peces que habitaban en él se
estremecieron de espanto, al escuchar el bramido de los truenos y al ver las espesísimas
sombras que se iban apoderando de las dos orillas. ¡Qué extraordinaria fuerza la del
viento, que hacía tambalearse a las montañas y derribaba sin compasión bambúes y
pinos! ¡Qué impresionante el retumbar de los truenos, que ahuyentaba a los insectos y
sumía a los hombres en un reverente temor! ¡Qué maravillosos los latigazos del rayo,
que iluminaban por igual la tierra y el cielo, como si fueran serpientes de luz! ¡Qué
espeso el manto de la oscuridad, que surgió del aire para cerrar el camino que conducía
directamente al Cielo de los Nueve Pliegues!
También los peregrinos cayeron presa del pánico. Siguiendo el ejemplo del Bonzo Sha,
que se había lanzado encima de la pértiga que llevaba al hombro, Tripitaka protegió lo
mejor que pudo la bolsa de las escrituras. Mientras Ba-Chie se aferraba con fuerza al
caballo, el Peregrino blandía la barra de hierro con las dos manos, protegiendo
eficazmente a los suyos. Aquella tremenda tormenta de viento, truenos y rayos había
sido producida por un grupo de demonios invisibles, que pretendían arrebatarles las
escrituras que con tanto esfuerzo habían conseguido. No es extraño, por tanto, que su
fuerza se mantuviera intacta durante toda la noche, amainando sustancialmente al llegar
la mañana. Empapado de la cabeza a los pies, el maestro preguntó al Peregrino:
- ¿De dónde habrá surgido una tormenta tan terrible?
- No parecéis comprender - contestó el Peregrino, respirando fatigosamente - que, al
hacernos con estas escrituras, hemos desprovisto al Cielo y a la Tierra de parte de sus
poderes. De hecho, el éxito obtenido nos garantiza la consecución de la misma edad que
el universo. Como la luz de la luna y el sol, podemos gozar de una vida sempiterna,
puesto que ahora poseemos un cuerpo incorruptible. Eso ha provocado no sólo la
envidia del Cielo y de la Tierra, sino también la de todos los dioses y demonios, que se
han propuesto arrebatarnos las escrituras como sea. Si no lo han conseguido, ha sido
porque los textos sagrados están totalmente mojados y han gozado en todo momento de
la protección de vuestro dharma, contra el que los truenos, los rayos y la oscuridad no
pueden absolutamente nada. Aparte de eso, no he dejado en ningún momento de agitar
la barra de hierro, para hacer presentes las fuerzas del yang y brindaros toda la
protección que precisarais. Ahora que ha amanecido esas mismas fuerzas se hallan en el
cenit de su poder y los demonios no pueden prevalecer contra vos.
Sólo entonces se dieron cuenta Tripitaka, Ba-Chie y el Bonzo Sha del peligro que
habían corrido y dieron efusivamente las gracias al Peregrino. No tardó en aparecer el
sol. Locos de contento, llevaron las escrituras a un lugar más elevado y las pusieron a
secar. Todavía se conservan las rocas sobre las que las extendieron. Junto a ellas
extendieron, igualmente, sus zapatos y sus ropas, mientras uno se sentaba, otro
permanecía de pie y el último se dedicaba a dar paseos por los alrededores. Todos ellos
eran conscientes de que la pureza de su yang corporal había emitido tal cantidad de luz,
que los demonios y monstruos invisibles se habían visto obligados a iniciar una alocada
huida. La serenidad con la que habían hecho frente a la tormenta les garantizó el poder
seguir adelante hacia la tierra de bendición de la que habían partido. Ya nada les
impedía regresar a ella con paso seguro. Aunque las escrituras miraban de frente al sol,
extendidas sobre las rocas, ningún monstruo se atrevió a acercarse a ellas. Mientras se
secaban, los peregrinos las estudiaron con cuidado rollo a rollo. Cuando más
concentrados estaban en esa tarea, llegó a la orilla un grupo de pescadores. Uno de ellos
los reconoció en seguida y les preguntó, loco de alegría:
- ¿No sois los maestros que cruzaron hace años este mismo río camino del Paraíso
Occidental?
- Así es - admitió Ba-Chie -. ¿De dónde sois, para que nos hayáis reconocido con tanta
facilidad?
- De la aldea de los Chen - contestó el pescador.
- ¿A qué distancia se halla el pueblo de aquí? - volvió a preguntar Ba-Chie.
- A unos cuarenta kilómetros hacia el sur - respondió el pescador.
- ¿Por qué no llevamos las escrituras a la aldea de los Chen y las secamos allí? - sugirió
Ba-Chie, volviéndose hacia el maestro -. Estas buenas gentes disponen del sitio y de la
comida suficiente para atendernos con el respeto que merecemos. Es posible, incluso,
que se ofrezcan a lavarnos y almidonarnos la ropa. ¿No os resulta eso más atractivo que
quedarnos aquí?
- Opino que no deberíamos perder ni un minuto - dijo Tripitaka -. Tan pronto como las
escrituras se hayan secado, debemos recogerlas y reemprender la marcha sin dilación.
Pese a todo, los pescadores corrieron hacia la aldea y dijeron a Chen-Cheng, gritando,
alborozados:
- ¡Acaban de regresar los maestros que se ofrecieron en sacrificio por nuestros hijos
hace ya varios años!
- ¡Dónde los habéis visto! - exclamó Chen-Cheng, muy excitado.
- En unas rocas que hay por allí - contestó uno de los pescadores, señalando el lugar en
el que los habían dejado -. Están secando al sol los rollos de escrituras.
Sin pérdida de tiempo, Chen-Cheng tomó a varios de sus jornaleros y corrió en la
dirección que acababan de indicarle. Al ver a los peregrinos, se postró de hinojos y les
preguntó, visiblemente emocionado:
- ¿Cómo no habéis ido a mi casa ahora que, según veo, habéis cumplido vuestra misión
de haceros con las escrituras? ¡Resulta difícil de creer que prefiráis este lugar a mi
cabaña! ¿Por qué no venís conmigo a descansar un poco?
- De acuerdo - contestó el Peregrino -. Lo haremos, en cuanto se hayan secado estos
rollos.
- ¿Por qué está tan empapado de agua todo lo que lleváis? - volvió a preguntar Chen-
Cheng.
- En nuestra anterior visita a estas tierras - explicó Tripitaka - alcanzamos la orilla
occidental gracias a una tortuga blanca, que se ofreció a llevarnos sobre su caparazón.
Esta vez se ofreció a llevarnos hasta la vertiente oriental, pero un poco antes de llegar a
ella me preguntó que si había comentado con Buda el número de años que aún le
quedaban para reencarnarse en un hombre y, al comprender que no lo había hecho, nos
abandonó a nuestra suerte. Eso explica que estemos chorreando agua.
Tripitaka continuó relatándole cuanto había ocurrido desde la última vez que se vieron
y, echándose rostro en tierra, Chen-Cheng insistió en que le acompañaran hasta su casa.
Tripitaka hubo de aceptar a regañadientes su invitación y empezaron a recoger las
escrituras. Desgraciadamente varios rollos del Sutra del Buddha-carita-kavya se habían
quedado pegados en la roca y se perdieron parte de los versículos finales. Eso explica
que hasta el día de hoy el texto permanezca incompleto y que la roca en la que fue
puesto a secar aún conserve restos de escritura. Al verlo, Tripitaka exclamó, apenado:
- ¡Cómo hemos podido ser tan descuidados! De ahora en adelante debemos extremar
todas las precauciones.
- Haremos lo que se pueda - respondió el Peregrino, sonriendo -. Mirándolo bien, ni el
Cielo ni la Tierra son perfectos. Es posible que este sutra lo haya sido, pero, como parte
de él se ha perdido, ahora ha entrado de lleno en el misterio de la perfección imperfecta.
Lo que ha sucedido es algo que nadie podía anticipar y a lo que nadie puede ya dar
solución.
Nada más terminar de recoger las escrituras, tanto el maestro como los discípulos se
dirigieron hacia la aldea en compañía de Chen-Cheng. La noticia de su llegada corrió de
boca en boca hasta que, finalmente, salieron a recibirlos, sin importarles ni la condición
ni la edad. Al enterarse Chen-Ching, levantó un altar a la misma puerta de su casa e hizo
llamar a un grupo de tamborileros y músicos. Nada más poner el pie en su casa, el viejo
Chen hizo salir a todos los miembros de su familia y, echándose rostro en tierra,
golpearon repetidamente el suelo con la frente, en agradecimiento por haber salvado a
los niños de la muerte en su anterior visita. Concluida la ceremonia, ordenó que les
sirvieran té y algo de comer. Después de haber probado las viandas inmortales que le
había ofrecido el Patriarca Budista y después de haberse convertido él mismo en Buda,
Tripitaka no sentía ningún deseo de probar comida común y corriente. Los ancianos le
suplicaron encarecidamente que comiera y, sólo por no desairarlos, se llevó a la boca un
pequeño trocito. El Gran Sabio, que no se había distinguido nunca por su gran apetito,
tomó exactamente la misma cantidad que su maestro y concluyó:
- Con esto tengo más que de sobra.
De la misma opinión se mostró el Bonzo Sha, que no dio muestras tampoco de mucho
apetito. El más desconocido, de todas formas, fue Ba-Chie, que, en contra de la gula que
siempre le había caracterizado, apenas sí tocó su tazón de arroz. Eso hizo que el
Peregrino le preguntara, asombrado:
- ¿Es que no piensas comer más?
- No se a qué será debido - respondió Ba-Chie -. El caso es que siento como si el
estómago hubiera perdido toda su fuerza.
Los ancianos ordenaron recoger la mesa y preguntaron a sus huéspedes qué tal les
había ido el asunto de las escrituras. Tripitaka les contó, emocionado, cómo se habían
bañado en el Templo de Yü-Chen, cómo sus cuerpos se habían tornado veloces y
livianos al pasar por la Corriente de Más Allá de las Nubes, cómo habían presentado sus
respetos a Tathagata en el Templo del Trueno y cómo, antes de recibir las escrituras,
habían participado de los manjares celestes en el salón de una de las torres de la
residencia budista. Después pasó a relatarles cómo los dos Respetables les entregaron
unas escrituras en blanco, por negarse a darles un regalo, cómo hubieron de entrevis-
tarse por segunda vez con Buda, que les confió un canon completo de textos, cómo la
tortuga blanca los había arrojado de cabeza a las aguas y cómo los demonios y los
monstruos invisibles habían tratado de arrebatarles su preciado cargamento de sutras.
Una vez concluida tan detallada relación, el maestro se dispuso a partir de inmediato,
cosa a la que se opusieron los dos ancianos y sus familias, diciendo:
- Sólo hemos encontrado una forma de pagaros la gran misericordia de la que hicisteis
gala, al salvar las vidas de nuestros hijos: construir un templo en recuerdo vuestro. Lo
hemos llamado el Monasterio Salvador de la Vida y en él se ofrecen de continuo
sacrificios y se queman varillas de incienso.
A continuación hicieron salir a Chen Kwan-Bao y a Carga de Oro, los dos niños por los
que se hicieron pasar Ba-Chie y el Peregrino cuando el asunto de los sacrificios, y les
pidieron que dieran las gracias a sus benefactores, echándose rostro en tierra y
golpeando el suelo con la frente. Una vez concluida tan sencilla ceremonia, invitaron a
los peregrinos a ir a ver el monasterio. Tripitaka dejó las bolsas de las escrituras en el
salón principal de la casa y salmodió un rollo del Sutra de la Preciosa Permanencia por
la salud y la prosperidad de aquella piadosa familia. Al llegar al monasterio, vieron que
los Chen habían preparado allí otro convite, que empezó a servirse tan pronto como
hubieron tomado asiento. Pero no fue eso lo peor, porque, apenas habían cogido los
palillos, cuando llegaron las viandas enviadas por otra familia, a las que siguieron otras,
y después otras, hasta que aquello se convirtió en una auténtica riada de gentes y platos.
No queriendo rechazar tantas muestras de sincera hospitalidad, Tripitaka probó un poco
de todos los cuencos de comida que tenía delante. Estaba francamente emocionado por
la belleza del monasterio. Sus puertas estaban pintadas de un color rojo intenso, que
denotaba el generoso interés de sus constructores. Por si eso no bastara, poseía dos
pórticos, desde los que podían verse espléndidos biombos, artísticas ventanas y siete
salones maravillosos. El humo del incienso se fundía con el vapor de las nubes, dotando
a la atmósfera de una pureza desconocida en otros lugares. En el jardín crecían unos
cuantos cipreses jóvenes y un bosquecillo de pinos que aún no habían alcanzado su es-
pléndida madurez. Por él fluía, igualmente, un arroyuelo que iba a verter sus aguas a la
embravecida corriente del Río-que-llega-hasta-el-cielo. Como telón de fondo, se veía la
altísima cordillera por la que fluyen los latidos de la tierra. Después de admirar el
exterior del monasterio, Tripitaka subió a una de sus torres y se topó, gratamente sor-
prendido, con su estatua y la de sus tres discípulos. Al verlas, Ba-Chie tiró de la manga
al Peregrino y le dijo:
- Te han sacado igualito que como eres.
- Tú tampoco has salido muy desfavorecido - comentó el Bonzo Sha -. El maestro, por
el contrario, parece todavía más guapo de lo que es.
- ¡Bueno, ya está bien! - exclamó Tripitaka y bajaron de la torre.
En el salón principal y en el pasillo de la parte de atrás habían servido más comida
vegetariana y, acercándose a los Chen, les preguntó el Peregrino:
- ¿Qué fue del santuario del Gran Rey?
- Aquel mismo año lo derribamos - contestaron a la vez los dos ancianos -. Nos ha ido
mejor con el vuestro, porque, después de su construcción todas las cosechas han sido
excelentes, señal inequívoca de que gozamos de vuestras bendiciones.
- Nosotros no tenemos nada que ver con eso - contestó el Peregrino, sonriendo -. Todo
es obra de los Cielos. De todas formas, cuando esta vez nos hayamos ido, os
procuraremos toda la protección que podamos, para que todas las familias de la aldea
disfruten de prosperidad, las seis bestias den sin problemas a luz y el viento y la lluvia
hagan su presencia en sazón.
Agradecidos, los habitantes de aquel lugar se echaron rostro en tierra y empezaron a
golpear el suelo con la frente en señal de gratitud. Tanto delante como detrás del
monasterio se había congregado una tremenda multitud, ansiosa de ofrecer a sus
benefactores una gran cantidad de frutas y comida.
- ¡Esta sí que es mala suerte! - exclamó Ba-Chie, echándose a reír -. Cuando podía
comer, no había nadie que me invitara a zampar diez veces seguidas. Ahora, que he
perdido el apetito, todo el mundo se muere de ganas por hacerme sentar a su mesa.
A pesar de sentirse lleno, levantó ligeramente las manos y, de un solo bocado, engulló
ocho o nueve platos de comida vegetariana. Aunque repetía, una y otra vez, que su
estómago había perdido toda su antigua fuerza, en un abrir y cerrar de ojos hizo
desaparecer veinte o treinta bollos. Los demás comieron, igualmente, hasta no poder
más, pero la corriente de gentes que venían a invitarlos no parecía tener fin.
- ¿Qué es lo que, en definitiva, hemos hecho unos humildes monjes, como nosotros,
para merecer semejantes muestras de cariño? - protestó Tripitaka, para añadir a renglón
seguido -: ¿Por qué no seguimos con esto de las ofrendas mañana por la mañana? Con
mucho gusto aceptaremos entonces todo lo que tengáis a bien darnos.
Para entonces era ya noche cerrada. Tripitaka no se atrevió a separarse de las escrituras
y se quedó meditando a los pies de la torre. A eso de la tercera vigilia dijo en voz muy
baja a Wu-Kung:
- Las gentes de por aquí se han dado cuenta de que hemos dado por terminada nuestra
misión y que, con ello, hemos alcanzado la perfección del Tao. Como muy bien decían
los antiguos, «el virtuoso no pregona sus obras; el que lo hace no es realmente una
persona de virtud». Me temo, de todas formas, que, si nos quedamos aquí mucho
tiempo, es posible que lo echemos todo a perder.
- Tenéis razón - reconoció el Peregrino -. Lo mejor que podemos hacer es marcharnos
ahora que todo el mundo está descansando y la oscuridad es total.
Ba-Chie se había convertido en una persona muy observadora y el Bonzo Sha había
adquirido un fino sentido de la realidad. Hasta el caballo blanco parecía capaz de
conocer los pensamientos de sus amos antes de que los expresaran. Todos se levantaron
con cuidado y, sin hacer el menor ruido, cargaron sus cosas, ensillaron al caballo y si-
guieron el largo pasillo que conducía al exterior. Al llegar a las puertas del monasterio,
las encontraron cerradas y el Peregrino hubo de valerse de la magia para hacer saltar los
candados. No tardaron en encontrar el camino que conducía hacia el este, pero en ese
mismo momento oyeron una voz de lo alto, que decía:
- ¡Eh, vosotros, los que estáis tratando de escapar! ¡Seguidnos!
El aire se llenó de un aroma muy penetrante que los arrebató hacia las alturas. El elixir
se había formado, por fin, en el interior del maestro y eso le había proporcionado una
iluminación tan perfecta, que su cuerpo, libre de toda atadura, voló a presentar sus
respetos a su antiguo señor.
No sabemos, de momento, si consiguieron entrevistarse finalmente con el Emperador
Tang. El que desee averiguarlo tendrá que escuchar con atención las explicaciones que
se ofrecen en el capítulo siguiente.
CAPÍTULO C
Hemos oído decir que las Dos Fuerzas Primarias, representadas por el Cielo y la Tierra en el acto
de la producción de la vida, pueden expresarse por medio de imágenes, mientras que los poderes
invisibles de las cuatro estaciones llevan a cabo la transformación de cuanto existe a través de la
acción invisible del frío y el calor. Con un poco de reflexión hasta los más ignorantes pueden
llegar al conocimiento de las leyes más primarias que rigen el Cielo y la Tierra. A pesar de todo,
la total comprensión del yin y el yang no ha permitido a los más sabios y entendidos llegar al
conocimiento pleno de sus últimos principios. Dado su carácter de imágenes, no resulta difícil
percibir que el Cielo y la Tierra contienen, en efecto, porciones de yin y yang. No resulta tan
fácil, por el contrario, comprender de qué forma el yin y el yang se integran en el entramado del
Cielo y la Tierra, puesto que dichas fuerzas son invisibles. Eso explica que los ignorantes no se
sientan abrumados por el peso de la imagen, mientras que los entendidos no se pongan de
acuerdo sobre la naturaleza de lo invisible. Teniendo esto en cuenta, se comprenden las grandes
dificultades que se presentan a la hora de captar las verdades budistas, pues enfatizan la nada, se
valen de lo oscuro y recurren al silencio para penetrar en el misterio de los innumerables seres
vivientes que existen y, así, llegar a la perfecta intelección del universo. No existe autoridad
espiritual más alta que la suya ni fuerza moral alguna que la iguale. Su luz se extiende hasta el
último rincón del cosmos; no existe lugar, por muy pequeño que sea, al que no llegue el fulgor
de su verdad. Carece de principio y fin y no cambia, a pesar de estar sometida ella misma a mil
kalpas. Oscura y meridianamente clara a la vez, llena de bendiciones a todos cuantos tienen la
suerte de acercarse a ella. Es, al mismo tiempo, tan misteriosa, que cuantos la siguen no pueden
comprenderla jamás. Es como una corriente profunda y silenciosa, cuyos orígenes pasan
desapercibidos hasta para el observador más experimentado. ¿Qué hay de extraño en que
nosotros, mortales ordinarios, nos sintamos desorientados ante la profundidad inalcanzable de su
fondo? Tan extraordinaria doctrina surgió en las Tierras del Oeste, siendo aceptada en la corte de
los Han después del sueño que tuvo uno de sus emperadores 4. En él su luz misericordiosa crecía
de tal manera, que llegaba a abarcar todo el Territorio Oriental. Antiguamente, cuando aún no
existía una distinción clara entre forma y abstracción, las palabras de Buda ejercieron una
influencia francamente beneficiosa antes, incluso, de que fueran conocidas por doquier. En la
época de su predicación y de su renuncia al mundo, la gente se daba cuenta de su extraordinaria
virtud y le prodigó una estima que muy pocos habían conocido hasta entonces. No obstante,
cuando hubo alcanzado el Nirvana y el tiempo fue inexorablemente pasando, el resplandor de las
imágenes fue escondiendo, poco a poco, su auténtica naturaleza hasta que su luz dejó de brillar
con la fuerza que hasta entonces había tenido. Los extraordinarios retratos que de él se hicieron,
aunque artísticamente valiosos, desfiguraron su doctrina en beneficio de los treinta y dos lunares
que decían que contenía su cuerpo 5. A pesar de todo, sus enseñanzas continuaron
expandiéndose por doquier, liberando tanto a los hombres como a los animales de los tres
senderos conducentes a la infelicidad. Sus puntos de vista recibieron una aceptación hasta
entonces desconocida, haciendo que todas las criaturas recorrieran, poco a poco, los diez estadios
que conducen a la perfección definitiva. Por si eso no bastara, el mismo Buda se encargó de
confeccionar una serie de escrituras, que se dividieron en el Gran y en el Pequeño Medio, así
como una serie de Leyes conducentes a evitar los desvíos y errores. Hsüan-Tsang, nuestro
dignísimo Maestro de la Ley, es una auténtica autoridad en budismo. Dotado de una inteligencia
y de una devoción fuera de lo común, consiguió dominar a una edad muy temprana las tres
formas de inmaterialidad. A medida que fue creciendo, fue ahondando en el conocimiento de los
principios espirituales, incluidas las cuatro formas de paciencia 6. No pueden compararse con la
pureza que le adorna ni las ramas de pinos mecidas por el viento ni el resplandor de la luna
reflejado en el agua. Es más, ni siquiera el rocío de los cielos o el brillo de las piedras preciosas
son capaces de superar el refinamiento natural que rodea a su persona. Su inteligencia posee la
capacidad de encontrar relaciones entre elementos que aparentemente no las tienen y su espíritu
está dotado para la percepción de formas que pasan desapercibidas a los demás. Nadie puede
compararse con el enorme tamaño que ha alcanzado su figura, pues, no en balde, ha conseguido
dominar las irresistibles tentaciones de los seis sentidos. Dedicado por completo a la meditación
de las verdades del espíritu, ha lamentado profundamente la mutilación que han sufrido las
doctrinas auténticas y los errores que se han infiltrado en los tratados aparentemente más
profundos y serios. En un principio pensó revisar todas esas enseñanzas y revitalizarlas con
nuevos argumentos, para que alcanzaran una aceptación más amplia. De esa forma, no sólo
pondría freno a los errores, sino que brindaría a los estudiantes nuevos medios de comprensión.
Poco a poco, fue abriéndose, sin embargo, en su mente el deseo de visitar la Tierra de los Puros e
iniciar un largo peregrinaje, que había de llevarle hasta los Territorios Occidentales. Haciendo
caso omiso de los posibles peligros, se lanzó a los caminos sin más compañía y ayuda que la de
su cayado. No le importaron ni el blanco manto de la nieve que cubría los senderos, ni las
tormentas de arena que desdibujaban el horizonte, ni los veinte mil kilómetros de montañas y
ríos que hubo de cruzar, ni los cambios brutales de temperatura, ni la niebla, ni el humo, ni la
escarcha, ni la lluvia. ¡Nada fue capaz de detener su avance! Todo le parecía poco con tal de
alcanzar su objetivo, pues era un celo realmente extraordinario el que guiaba sus pasos. Durante
catorce años recorrió el Mundo Occidental, cruzando pueblos extraños sin otro acicate que la
consecución de las escrituras. Por eso mismo, llevó una vida de total ascetismo bajo los mismos
árboles que usó Buda para predicar y junto a los ocho grandes ríos de la India 7. Tuvo visiones
extrañas en el Parque del Ciervo y en el Pico del Buitre, instruyéndose en las verdades supremas
con maestros dignos y sabios, llegando a comprender los misterios más profundos y las
enseñanzas más abstrusas. Su dedicación fue tal, que llegó a aprender de memoria los Seis Man-
damientos y el Triyana, siendo capaz de recitar, sin equivocarse una sola vez, todos los textos
que componen el canon. Aunque fueron, realmente, innumerables las naciones que visitó, el
número de escritos del Mahayana que obtuvo es muy preciso. Fueron, en concreto, treinta y
cinco las obras que consiguió, distribuidas en un total de cinco mil cuarenta y ocho rollos.
Cuando hayan sido traducidos y enseñados hasta en los lugares más apartados de China, todo el
mundo comprenderá la inigualable bondad del budismo, haciendo posible que la nube de
misericordia procedente del Oeste descargue su lluvia de dharma sobre la zona oriental. Las
doctrinas sagradas, antaño explicadas de una forma incompleta y fragmentaria, brillarán con todo
su esplendor y las gentes, cargadas de egoísmos e imperfecciones, gozarán de las bendiciones de
lo alto. Como los esforzados que apagan el fuego de una casa, el budismo contribuye
eficazmente a la salvación del hombre, perdido por caminos de injusticia. Como la luz que brilla
en la oscuridad de las aguas conduce sin ningún peligro a los navegantes hasta la orilla.
Sabemos, de esta forma, que el malvado hallará en sus culpas su propia perdición, mientras que
el virtuoso será elevado a un estado de felicidad y bendiciones. La causa de tan desigual sino hay
que buscarla en el propio hombre. Pensad, si no, en el azafrán que crece en las montañas o en los
lotos que adornan la verde superficie de los estanques. Las flores de aquél se alimentan de las
nubes y la neblina, de la misma forma que las hojas de éste están siempre limpias y libres de toda
mota de polvo. Esto es así, no porque el loto posea una naturaleza limpia o el azafrán sea casto,
sino porque éste depende de lo alto para subsistir y no se deja arrastrar por vanalidades y aquél
confía en lo puro y no permite que la suciedad se acerque a él. Si el mundo vegetal, que carece
de capacidad de juicio, comprende las excelencias que se derivan de un ambiente adecuado,
¿cómo es posible que el hombre, que posee la capacidad de establecer relaciones entre lo
existente, no busque el bien abandonándose a la bondad? Que estas escrituras se conserven para
siempre bajo el sol y las estrellas y que sus beneficios se dejen sentir hasta en el último rincón
del cosmos.
La realidad caída en el fango se unió a los Cuatro Signos y se revistió nuevamente de perfección.
En la esfera de las Cinco Fases sólo existen el vacío y el silencio. Es preciso, por tanto, evitar
pronunciar los nombres falsos de los cien monstruos. Por haberlo logrado, Candana goza ahora
de la envidiable condición de Buda. Sus hermanos han sido, igualmente, capaces de trocar en
gloria su antigua condena. Cuando la luz de las escrituras se extendió por todo el mundo, los
cinco sabios ascendieron a las alturas de Advaya.
Nada más ocupar el puesto que les correspondía, acudieron a presentarles sus respetos
todos los Patriarcas Budistas, Bodhisattvas, sabios, arhats, protectores bhiksus, upasakas
y upasikas, inmortales de las diferentes montañas y cavernas, Dioses de la Luz y de las
Tinieblas, Centinelas, Protectores de los Monasterios y todo tipo de inmortales y
maestros que habían alcanzado la perfección del Tao. Una neblina multicolor envolvía
el Pico del Buitre, mientras una masa de nubes de santidad se arremolinaba en aquel
mundo de felicidad absoluta. Los dragones de oro dormían tranquilos, los tigres de jade
descansaban en paz, las liebres de pelaje negro se movían de un lugar a otro sin ser
molestadas, las serpientes y las tortugas se arrastraban libremente por donde querían, los
fénix de espléndido plumaje azulado y rojizo revoloteaban a sus anchas y los ciervos y
simios jugueteaban entre el follaje, sin que nadie se metiera con ellos. No faltaban en
aquel paisaje maravilloso ninguna flor de los ocho períodos ni ningún fruto de las cuatro
estaciones. En ningún otro lugar poseían tanta frondosidad los retorcidos pinos, los
centenarios enebros, los cipreses de jade o los inmortales bambúes. Allí los ciruelos de
cinco colores florecían y daban fruto varias veces al año, lo mismo que los melocotones
milenarios, que se mantenían siempre frescos y en sazón. Bajo aquel cielo cargado de
buenos augurios rivalizaban en belleza y atractivo una infinita variedad de flores y
frutos exóticos. Juntando las palmas de las manos, como muestra de sumisión y
acatamiento, los allí reunidos entonaron a coro:
Notas
Capítulo I
1 Según la mitología china, Pan-Ku fue el primer ser humano. Surgido de la conjunción
del yin y el yang, le cupo el honor de ser testigo de la formación del universo.
2 En otras ediciones, en vez de esta obra, se cita la Crónica de la Liberación durante el
Peregrinaje al Oeste. Se trata probablemente de una versión reducida de las andanzas
de Tripitaka compilada por Chou Ding-Chen y publicada en Fujian durante el reinado
de Wan-Li.
3 Las denominaciones de estas épocas corresponden, en realidad, a las de las doce
divisiones horarias, de las que se habla en la nota 7 del capítulo V. Con ello se establece
una cierta unidad entre la parte y el todo, muy del gusto taoísta, escuela para la que las
divisiones carecen totalmente de sentido.
4 También conocido por el nombre de Shao-Yung, fue un literato de la dinastía Sung,
muy versado en el I Ching.
5 Los Cinco Emperadores y los Tres Reyes fueron los primeros gobernantes de China.
Envueltos en un aura de leyenda, no hay acuerdo entre los estudiosos sobre su auténtica
personalidad, ya que a lo largo de los siglos se han propuesto diferentes combinaciones
de nombres.
6 Las Tres Islas y los Diez Islotes son la morada de los inmortales.
7 Debido a la tendencia a identificar la parte con el todo, las veinticuatro horas hacen
también referencia a los veinticuatro períodos solares, que son las divisiones a las que se
sometió el año a partir de la dinastía Han. Se trata en concreto de «el principio de la
primavera», «el agua de lluvia», «el revivir de los insectos», «el cenit primaveral»,
«claridad y luminosidad», «lluvia del grano», «el principio del verano», «la madurez de
los granos», «el grano en el interior de la oreja», «el solsticio de verano», «el calor
ligero», «el calor fuerte», «el comienzo del otoño», «el final del calor», «el rocío
blanco», «el cenit del otoño», «el rocío frío», «la aparición de la escarcha», «el
comienzo del invierno», «las suaves nevadas», «las grandes nevadas», «el solsticio del
invierno», «el frío ligero» y «el frío fuerte». Como puede apreciarse, en dicha
clasificación se seguía una pauta estacional.
8 En el original se habla de «esperma amarillo», que es una planta cuyas raíces poseen
propiedades curativas, siendo, por ello, muy apreciada en toda China. Dado el sentido
general de las actividades de los monos que aquí se describen, hemos optado por
traducirlo simplemente como «raíces».
9 Según los chinos antiguos, los seres vivos se dividen en cinco grupos: los que poseen
alas, los que poseen pelo, los que poseen una cubierta dura, los que poseen escamas y
los que no poseen nada. El hombre cae precisamente dentro de esta última categoría.
10 Los lechíes son una fruta de cubierta coriácea y pulpa muy dulce, similar a la de las
uvas, que crece en las regiones tropicales de China.
11 Referencia al Inmortal del Mango del Hacha Podrida, que había fijado su morada en
una de las montañas de Zhejiang. Según la leyenda, durante la dinastía Tsin un leñador
llamado Wang-Chi se adentró en ella a cortar leña. No tardó en toparse con dos jóvenes
que estaban jugando al ajedrez y que tuvieron la delicadeza de ofrecerle una fruta
parecida a una pepita de dátil. Resultó tan nutritiva que el leñador no volvió a sentir
hambre mientras observaba con atención el desarrollo de la partida. Cuando ésta
concluyó, uno de los jóvenes exclamó, divertido: « ¡Se te ha podrido el mango del ha-
cha!». Sorprendido, el leñador regresó a su aldea, descubriendo que habían transcurrido
más de cien años desde el momento de su partida.
12 La Corte amarilla es uno de los textos canónicos del taoísmo clásico.
13 En ocasiones era conocido como «el doble de tres», ya que abarca los tres temas
centrales de la meditación budista: el vacío, que ayuda a la mente a liberarse de todas
las ideas; la ausencia de forma, que la desconecta de cualquier fenómeno externo; la
negación del deseo, que la libra de las posibles sujeciones internas. Existe un segundo
nivel de meditación, en el que cada uno de los temas aparece duplicado. De ahí que se le
asigne un carácter doble.
Capítulo II
1 Bodhi, o Subodhi, fue uno de los míticos maestros de la meditación del vacío o la
nada.
2 Para el budismo «Mará» es el tentador, el destructor y el malvado por excelencia.
3 «La doctrina de los tres medios», o «triyana», se refiere a los medios de los que se
valen los mortales para llegar al «nirvana». Distribuidos en tres categorías, a veces
designan, como en este caso, todo el pensamiento budista.
4 Los grandes maestros de la antigüedad se servían a menudo de un plumero de cerdas
de ciervo o de yak para espantar las moscas o limpiar, simplemente, el polvo. De ahí
pasó a adquirir un sentido ceremonial y simbólico, al ser usado por los maestros taoístas
y budistas como expresión de su pureza y desapego de las realidades mundanas.
5 Las tres escuelas son el confucionismo, el taoísmo y el budismo.
6 Tanto la menstruación de una doncella como el orín de un muchacho virgen eran
usados en la elaboración de ciertos productos alquimistas, recibiendo a veces el
calificativo de «mercurio rojo» y «piedra otoñal».
7 La hora «dhzu» abarcaba desde las once de la noche a la una de la madrugada.
8 El elixir de oro es la auténtica medicina de la inmortalidad. Dado que su última etapa
de refinamiento tenía lugar en el interior mismo de la persona que lo tomaba, recibía
también el nombre de elixir interno.
9 Aparte de ser un símbolo de perfección, la luna hace referencia al corazón de los
procesos de la alquimia interna.
10 Para los taoístas la serpiente y la tortuga representan lo contrario, de ahí que pasaran
pronto a simbolizar el yin y el yang.
11 Según los estudiosos de la alquimia interna, dentro del cuerpo humano existen cinco
fuerzas que se corresponden con las Cinco Fases, o elementos básicos: la naturaleza,
que se halla emparentada con el agua; el espíritu, con el fuego; el espíritu vital, con la
madera; la energía, con el metal; y la voluntad, con la tierra. Si se permite seguir a estas
fuerzas su curso natural, terminan convirtiéndose en sangre y vertiéndose al exterior por
medio del esperma o los fluidos vaginales. Lo que persiguen las prácticas alquimistas
es, precisamente, retenerlas dentro del cuerpo.
12 La hora «wu» abarca desde las once de la mañana a la una de la tarde.
13 Las nueve aperturas del cuerpo son: los dos ojos, los dos orificios nasales, los dos
oídos, la boca, la uretra y el ano.
14 Las ocho épocas son los primeros días de la primavera, el verano, el otoño y el
invierno, junto con los solsticios y los equinoccios.
15 Para el budismo el universo se halla dividido en tres zonas diferentes: la del deseo,
la de la forma y la del espíritu. El término «tres regiones» servía, por tanto, para
designar todo el cosmos.
16 Las Cinco Fases, o elementos básicos, estaban constituidos por el metal, la madera,
el agua, el fuego y la tierra.
17 Esta explicación no concuerda con lo expresado en el capítulo I. Se trata de una
inconsistencia del texto original debida, probablemente, a la difícil armonización de
diferentes versiones anteriores.
Capítulo III
1 Las diez especies están constituidas por las cinco clases de seres (religiosos, laicos,
humanos, celestes e infernales) y por los cinco grupos de seres vivos (los que poseen
alas, los que poseen pelo, los que poseen una cubierta dura, los que poseen escamas y
los que no poseen nada).
2 Los taoístas otorgan a un infierno el nombre de Infierno de la Oscuridad de los Nueve
Pliegues.
3 El Río Celeste hace referencia a la Vía Láctea.
4 El emperador Yü, uno de los legendarios gobernantes de los primeros tiempos, es
famoso por haber hecho frente a inundaciones y haber fundado la dinastía Hsia.
5 «Dominar dragones y amaestrar tigres» es una forma de referirse a los procesos
propios de la alquimia.
Capítulo IV
1 El Paraíso de Indra está constituido por treinta y tres cumbres, en las que están
instalados lo Seis Cielos del Deseo. Indra habita con sus treinta y dos «devas» en el
primero, que se encuentra a media altura del Monte Sumeru.
2 Los Tres Jueces del Reino Inferior formaban un grupo muy especial dentro de los de
su especie, por eso vestían túnicas de color rojo, azul y verde.
3 El cuervo de oro y el conejo de lapislázuli son metáforas taoístas para designar el sol
y la luna.
4 Según una creencia popular china, el mono tiene el poder de librar a los caballos de
sus dolencias.
5 Todos éstos son caballos que pertenecieron a los emperadores Zhou Mu-Huang
(1001-942 a.C), Shr Huang-Di (221-209 a. C.) y Han Wen-Di. Todos ellos fueron
animales muy celebrados por su fogosidad y bravura.
6 Región de la que, se afirmaba, provenían los mejores caballos.
7 En conexión con la nota 4 de este mismo capítulo, el título «pi-ma-wen» significa «el
que libera (pi) a los caballos (ma) de sus dolencias (wen)».
8 El Maestro Chang no es otro que Chang Tao-Ling, el primer patriarca del taoísmo
popular.
9 Li es uno de los veinte «devarajas», o reyes celestes, que ha sido identificado con
Vaisravana o Dhanada.
10 Todas estas estrellas espirituales son divinidades taoístas, que estaban organizadas
según el modelo de la propia administración imperial.
11 El trono de los personajes de gran dignidad estaba orientado hacia el norte, de ahí
que los funcionarios encargados de presentar sus informes se vieran precisados a
postrarse en tierra mirando hacia el sur. Con el tiempo la expresión pasó a significar una
actitud respetuosa y sumisa.
Capítulo V
1 Los Tres Puros son las supremas deidades del taoísmo popular. Sus nombres eran: el
Honorable Puro Divino de Jade de los Orígenes, el Glorioso Puro Divino de los Tesoros
Espirituales y el Exaltado Puro Divino de la Virtud Moral. Este último ha sido
identificado con Lao-Tse.
2 Según la creencia popular, existían Cuatro Emperadores Celestes, a los que se
asignaba un color y un punto cardinal. Así, al Emperador Verde le correspondía el este,
al Blanco, el oeste, al Rojo, el sur, y al Negro, el norte. Posteriormente se añadió el
Amarillo, que se ocupaba del centro, haciendo coincidir, de esta forma, su número con
el de los principales Reyes Deva.
3 Los Nueve Planetas eran: Aditya (personificación del sol), Soma (personificación de
la luna), Angaraka (personificación de Marte, asociado con el fuego), Buda
(personificación de Mercurio, asociado con el agua), Brhas-pati (personificación de
Júpiter, asociado con la madera), Sanaiscara (personificación de Saturno, asociado con
la tierra), Sukra (personificación de Venus, asociado con el metal, particularmente con
el oro), Rahu (el espíritu encargado de producir los eclipses) y Ketu (un cometa).
4 Los Generales de los Cinco Puntos Cardinales eran unos «bodhisattvas» encargados
de la protección del centro y de las cuatro direcciones espaciales. Por su labor protectora
eran conocidos también como los Guardianes de los Cinco Puntos Cardinales.
5 Las constelaciones estaban agrupadas en cuatro mansiones de siete miembros cada
una, que se correspondían con las estaciones y los puntos cardinales primavera-este,
verano-sur, otoño-oeste e invierno-norte.
6 Los Cuatro Devarajas, eternos defensores del mundo contra los ataques de los
espíritus malignos, habitaban con Indra en cada una de las laderas del Monte Sumeru.
Sus nombres eran: Dhrtarastra, Protector del Reino; Virudhaka, Señor del Crecimiento;
Virupaksa, Rey Deva de los Ojos Saltones; Vaisravana, Señor de la Suprema Doctrina.
En ocasiones se les asocia Kuvera, Señor de la Riqueza.
7 Las doce divisiones horarias, asociadas con los animales zodiacales, son: «dhzu», el
Ratón, que abarca de las once de la noche a la una de la madrugada; «chou», el Buey, de
la una a las tres de la madrugada: «yin», el Tigre, de las tres a las cinco de la mañana;
«mao», el Conejo, de las cinco a las siete de la mañana; «wu», el Caballo, de las once de
la mañana a la una de la tarde; «wei», la Oveja, de la una a las tres de la tarde; «shen»,
el Mono, de las tres a las cinco de la tarde; «hsü», el Perro, de las siete a las nueve de la
noche; «hai», el Cerdo, de las nueve a las once de la noche.
8 Los Ancianos de las Cinco Regiones son divinidades taoístas, personificaciones de
los cinco elementos básicos.
9 La Reina Madre, conocida también como Wang-Mu-Niang-Niang, o Reina Madre del
Oeste, es la suprema deidad femenina del taoísmo popular. Como tal, habita en el
Palacio del Estanque de Jaspe, que se halla enclavado en el Monte Kun-Lun.
10 El Inmortal de los Pies Descalzos fue el nombre que se dio al emperador Ren-Chung
en su juventud, por su costumbre de quitarse los zapatos y los calcetines cuando le venía
en gana. Hay quien opina, no obstante, que ésa era otra manera de designar a Lao-Tse.
11 El Elixir de Oro de los Nueve Cambios, el más efectivo de cuantos existían, era
capaz, según el alquimista Ke-Hung, de convertir en inmortal a un hombre en menos de
tres días.
12 Los Cuatro Guardianes del Tiempo se encargaban, respectivamente, de la custodia
del año, el mes, el día y la hora.
13 Las Cinco Montañas eran: el Monte Tai, en el este; el Monte Hua, en el oeste; el
Monte Heng, en el sur; el Monte Hang, en el norte, y el Monte Sung, en el centro.
14 Los Cuatro Ríos son: el Yangtse, el Río Amarillo, el Huai y el Chi.
15 Las Cinco Plagas hacen referencia a los azotes a los que se vio sometida la
población de Vaisali en tiempos de Buda y que consistieron en hemorragias oculares,
hemorragias nasales, supuraciones auriculares, contracturas mandibulares y alteración
del gusto de los alimentos.
16 El budismo prohíbe expresamente matar, robar, mentir, no cumplir la palabra dada,
el engaño, el lenguaje obsceno, la avaricia, la ira y los malos pensamientos.
Capítulo VI
Capítulo VII
1 «Samadhi» es el fuego místico que devora el cuerpo de Buda a partir del instante en
el que alcanza el estado nirvánico. De ahí pasó a significar, en los relatos budistas de
corte popular, el fuego que domina a los guerreros que han conseguido la inmortalidad.
Es tan poderoso que a veces les sirve incluso de arma protectora.
2 El taoísmo otorga a los números una fuerte carga simbólica. El número cuarenta y
nueve, en particular, poseía un marcado sentido de destrucción, al ser el resultado de la
multiplicación por sí mismo del siete, número sagrado.
3 Los tres refugios, o «trisarana», hacen referencia a las tres realidades a las que deben
someterse los fieles budistas: a Buda como maestro, a la ley, o «dharma», como
remedio, y a la comunidad de monjes, o «sangha», como amigos.
4 Los cinco mandamientos prohibían matar, robar, fornicar, mentir y preparar bebidas
ponzoñosas.
5 Los dos árboles idénticos se refieren a los dos arbustos que crecían a la entrada de la
cueva en la que Buda alcanzó el estado nirvánico.
6 Tathagata es el más glorioso de los nombres de Buda, ya que significa «el que
renunció por completo a la conexión entre la causa y el efecto», alcanzando, de esa
forma, la sabiduría absoluta.
7 Probable alusión a la perla «mani», de la que se afirmaba que era tan brillante que
podía devolver la vista a los ciegos.
8 «Kalpas» son las pruebas a las que debe someterse quien, una vez alcanzada la
iluminación, desee conseguir el estado búdico.
9 Durante la dinastía Han se eligió a seis mujeres para que se encargaran, con la
categoría de funcionarías, del mantenimiento del palacio, de los asuntos de protocolo,
de las vestimentas de la corte, de las medicinas, de la celebración de banquetes y de las
legiones de artistas y cortesanos que pululaban por la corte.
10 El Arroyo de Wu-Ling, provincia de Hunan, es famoso por haber sido cantado por
poetas tan renombrados como Tao-Chien (365-427) y Wang-Wei (655-729). Su
mención posee, pues, fuertes resonancias literarias.
11 Hace referencia al «triyana», o medios de transporte tirados, respectivamente, por
una cabra, un ciervo y un buey, que conducen a los seres vivos hasta el nirvana,
librándoles, así, de la rueda de la reencarnación y la muerte.
12 La escuela San-Lung propugnaba la doctrina del vacío y de la ausencia de forma.
13 «Om mani padme hum» es un ensalmo atribuido a Padmapani, cuyas sílabas, según
se creía, poseían por separado un extraordinario poder salvífico.
Capítulo VIII
1 Chang-An, conocida más tarde como Xi-An, fue la capital del imperio durante la
dinastía Tang (618-906).
2 Para los budistas no existe nada más pequeño que la semilla de mostaza ni más
grande que el Monte Sumeru, donde se encuentra el paraíso de Indra. Se ejemplifica,
así, la aseveración filosófico-mística de que lo menor contiene lo mayor.
3 El Dhuta Dorado de Mahakasyapa, uno de los principales discípulos de Buda, que
pasa por ser el primer compilador del canon budista. Se le atribuye, igualmente, la
creación del Zen, método de meditación que le transmitió el propio Sakyamuni en
persona, al coger una flor.
4 El budismo divide los seres vivos en cuatro categorías, atendiendo a su distinta
manera de llegar a este mundo: los que nacen del vientre de su madre, los que salen de
huevos, los que surgen de la humedad y los que llegan a la existencia por medio de un
proceso metamórfico.
5 Existen seis posibilidades diferentes de reencarnación: como seres infernales, como
espíritus hambrientos, como espíritus malvados, como animales, como hombres y como
seres celestes.
6 Tzao-Chr es el nombre de un río de la provincia de Kwantung, a cuyas orillas
impartió sus doctrinas, durante la dinastía Tang, Huei-Nang, sexto patriarca del Zen.
7 Chiou-Ling, o Pico del Buitre, es el lugar en el que Buda dio a conocer el «Sutra del
loto».
8 Los tres tesoros hacen referencia al «trisarana», o las tres realidades que el budismo
considera más valiosas: Buda, la ley y la comunidad de monjes.
9 Se refiere a la luz «sari», que envuelve, a manera de halo, el cuerpo de Buda,
tornándolo más luminoso que el mismo sol.
10 Antiguamente la India era conocida entre los chinos por el nombre de Tien-Chu.
11 La tierra o parque de Jetavana, situado en las proximidades de Sravasti, fue uno de
los lugares predilectos del Buda histórico, donde expuso muchas de sus doctrinas.
12 El «Más Venerable» es uno de los muchos epítetos que se aplicaban a Buda.
13 Las cinco «skandhas» son las capacidades de las que están dotados los seres
inteligentes: forma, percepción, pensamiento, acción y conocimiento.
14 Tanto los «vinaya» como los «sastra» son dos tipos diferentes de escritos budistas,
en los que se mezclan principios filosóficos, religiosos y culturales.
15 Mientras para los confucianos las cuatro virtudes esenciales estaban constituidas por
la piedad filial, el respeto fraterno, la lealtad y la honradez, para los budistas estaban
integradas por la permanencia, el gozo, la identidad y la pureza.
16 Instrumento hecho con una variedad de sándalo que crece en el sur de la India y que
es conocido por ese mismo nombre.
17 El Río de la Corriente de Arena es el nombre que se da a la cuenca del Chou-Shuei,
en la provincia del Kansu.
18 Literalmente el nombre de Sha Wu-Ching significa «la arena que abre los ojos a la
pureza».
19 Según el taoísmo popular, el Mariscal de los Juncales Celestes es uno de los cuatro
inmortales que sirven de consejeros al Emperador de Jade.
20 Chang-Er, la Diosa de la Luna, fue esposa de Hou-I, el arquero que derribó con sus
flechas nueve de los diez soles que entonces brillaban en el firmamento. Tras robar a su
esposo el elixir que le había regalado Wang-Mu-Niang-Niang, se convirtió en inmortal
y buscó refugio en la luna.
21 El nombre Chu Wu-Neng significa «el cerdo que abre los ojos al poder».
22 Las cinco comidas prohibidas pueden referirse bien a la carne de caballo, perro,
novillo, ganso y paloma, bien a verduras tan fuertes como los puerros, el ajo, la cebolla,
la cebolleta y los cebollinos.
23 El taoísmo, por su parte, consideraba como impuras las carnes de los patos
silvestres, el perro y los pescados negruzcos.
24 Era una constante de la literatura popular que los santos se disfrazaran de monjes
mendicantes aquejados de enfermedades repulsivas.
Capítulo IX
Capítulo X
1 Solía asociarse la vida de los pescadores y leñadores con una existencia plácida,
apartada por completo de las preocupaciones mundanas y volcada sobre la meditación.
Son, pues, muchas las resonancias literarias que evocan los diálogos entre miembros de
tan idílicas profesiones, ya que constituyeron algo común para poetas y filósofos de las
dinastías Sung y Tang.
2 La poesía «tsu» surgió a principios del siglo X, coincidiendo con los años finales de
la dinastía Tang, como una evolución de las canciones que se cantaban en los burdeles y
que mostraban una clara influencia de los modos musicales de Asia Central. Aunque
tonalmente recuerdan el tono poético «lü-shr», su ritmo es más irregular, siguiendo las
evoluciones de ciertas melodías, de las que el texto cita algunos ejemplos.
3 Se trata de la Cedrela odorata.
4 Esta planta es conocida en el estudio científico como Melia japónica.
5 Varios de los poemas que mencionan tanto el leñador como el pescador son
adaptaciones, más o menos fieles, de versos salidos de la mano de poetas de la dinastía
Sung, como Lin He-Ching (967-1028) o Ching Kwang (1049-1100).
6 Lung-Men, lugar de la provincia de Shanshi, es famoso porque en él inician las
carpas su ascensión anual por los rápidos del Río Amarillo.
7 «La aparición de la escarcha» es uno de los veinticuatro períodos solares, que tiene
lugar en los últimos días del mes de octubre.
8 Desde los tiempos de la dinastía Chou los grandes ministros fueron: el «Tai-Shr», o
Gran Maestro, el «Tai-Fu», o Gran Consejero, el «Tai-Pao», o Gran Protector.
9 El ReyWen, a quien se atribuye la fundación de la dinastía Chou (1111-256 a.C), fue
considerado por Confiado el inspirador de sus enseñanzas por su sabiduría, su gran
virtud y la solicitud que siempre mostraba hacia sus súbditos.
10 Kwei Gu-Tse, uno de los antiguos maestros taoístas, de quien se afirma que tuvo
más de cien discípulos.
11 Tuan-Chr es un río de la provincia de Kwangtung, famoso por la excelente calidad
de sus cantos rodados para la fabricación de piedras para diluir la tinta.
12 Kuo-Pu fue un famoso poeta de la dinastía Chin (265-419), que se dedicó con
idéntico éxito a la práctica de las artes ocultas.
13 Por lo que respecta a las horas del dragón, la serpiente, el caballo, la oveja, el mono
y el ratón, ver la nota 7 del capítulo V.
14 Referencia al capítulo segundo de los escritos de Chuang-Tse, donde el autor
describe un sueño en el que se metamorfoseó en mariposa.
15 Yao y Shuen fueron dos emperadores de la antigüedad, famosos por su virtud y
dedicación al pueblo:
16 Ching-De es el nombre que se daba en los relatos populares a Yü Chr-Kung, famoso
guerrero de la dinastía Tang, que, junto con Chin Shu-Pao, terminó convirtiéndose en
espíritu protector del hogar. Por ese motivo se representaban sus efigies en las jambas
de las puertas de las casas.
17 Shen-Shu y Yü-Lü fueron otros dos espíritus protectores del hogar con idénticas
prerrogativas que los anteriores.
18 Al morir, el emperador Liou-Pei confió los asuntos de estado a Chu Ke-Liang,
encargándole que se hiciera cargo del poder si su heredero se mostraba indigno de las
responsabilidades del gobierno.
Capítulo XI
1 Hace referencia a un cuento escrito por Li Kung-Tse durante la dinastía Tang, que se
convirtió, con el paso del tiempo, en paradigma de la vanidad de todo lo humano: un
hombre se quedó dormido en su jardín y soñó que viajaba a tierras lejanas, donde
permaneció diez años, casándose, incluso, con la hija del hombre que las regía. Al
despertarse, comprobó que había junto a él una termita enorme, que representaba
simbólicamente todos los lugares que había visitado. Eso le hizo caer en la cuenta de la
fugacidad de las empresas humanas, abrazando posteriormente el taoísmo.
2 Antes de convertirse en emperador, Tang Tai-Chung, o Li Shr-Min, como también es
conocido, hubo de dar muerte a sus hermanos.
3 Pebeteros de bronce de tres patas y gran tamaño, llamados «ting», se usaron en las
ceremonias de corte religioso durante las primeras dinastías, particularmente la Shang.
Por su cercanía a los orígenes, estaban dotados de una fuerte carga mística.
4 El monte Shu se levanta en la provincia de Szechuan, famosa en la literatura china
por lo abrupto de su terreno. Por lo que respecta al monte Lu, es una de las elevaciones
más conocidas de Kiang-Si.
5 Los espíritus hambrientos, o «pretas», ocupaban la última posición dentro del mundo
de los espíritus, estando sometidos a terribles tormentos, cuyo número oscilaba, según
los diferentes autores, entre nueve y treinta y seis.
6 El Infierno Avici era el último y más horroroso de los ocho que propugnaba el
budismo.
7 El «puente-sin-retorno» salvaba las dos orillas del Nei-He, en la provincia de
Shangdung. Antiguamente se creía que dicho río tenía su nacimiento en el propio
infierno, arrastrando sus aguas la sangre de los demonios y condenados.
8 El origen de una ceremonia por los difuntos, en la que el agua jugaba un papel muy
importante, se atribuye al emperador Wu-Di, de la dinastía Liang, que favoreció el
budismo durante los últimos años de su reinado.
9 Tratándose de un poema de alabanza, no puede mantenerse el número cuatrocientos
mencionado con anterioridad, ya que el cuatro y todos sus múltiplos poseen un sentido
peyorativo, al ser su pronunciación igual que la de la palabra muerte: «sz».
Capítulo XII
Capítulo XIII
1 La Rueda de la Ley, o «dharmacakra» (la verdad de Buda), disipa el mal rodando sin
cesar de hombre a hombre y de edad en edad.
2 Hwang-Kung, personaje de la dinastía Han, provenía de Dunghai, provincia de
Kiangsu, y tenía fama de ser un gran cazador de tigres.
3 Tradicionalmente los sueños de osos han sido interpretados en China como anuncio
del nacimiento de un varón.
Capítulo XIV
1 Los seis sentidos, o «cauras», privan al cuerpo de la iluminación, de ahí que sean
personificados en este capítulo como un grupo de vulgares bandidos.
2 Wang-Mang (45 a.C-23 d.C.) fue un ministro de la dinastía Han que derrocó a Ping-
Di, convirtiéndose en un auténtico reformador.
3 Al período del calendario lunar al que se refiere el texto se le conoce precisamente
por el nombre de «Pequeña Primavera».
4 Chang-Liang fue, junto con Hsiao-He y Han-Hsin, uno de los tres estrategas que
ayudaron a Liou-Pang a establecer la dinastía Han.
5 Originariamente una alabanza que Liou-Pang dirigió a Chang-Liang, pasó
posteriormente a significar los logros inigualables de un estratega victorioso.
6 Semilla del Pino Rojo fue un legendario inmortal de la antigüedad, a quien se
identificó con un dios de la lluvia en tiempos de Shen-Nung.
Capítulo XV
Capítulo XVI
1 Sui-Ren es el Prometeo chino, de quien se afirma que descubrió el fuego al frotar dos
trozos de madera.
2 La campaña del Acantilado Rojo hace referencia a la derrota sufrida por Tsao-Tsao a
manos de Chu Ke-Liang y Chou-Yü, que se sirvieron de embarcaciones en llamas para
romper sus defensas.
3 E1 Palacio de O-Pang fue construido por Shr Hwang-Di (221-209 a.C.) en Hsien-
Yang, Shensi, que fue la capital del imperio durante la dinastía Chin. Tras ser saqueado
por Hsiang-Yü, sufrió un incendio tan voraz que pasaron cerca de tres meses antes de
que se extinguiera del todo, como relata Du-Mu en su O-Pang Kung Fu.
4 Aunque en el original se dice Peking, hemos traducido Chang-An, por ser ésta, y no
aquélla, la capital del imperio en tiempos de los Tang.
Capítulo XVII
Capítulo XVIII
Capítulo XIX
1 Las «ocho pruebas» son situaciones en las que resulta prácticamente imposible la
contemplación de Buda y el consiguiente sometimiento a sus leyes. En tan lamentable
estado se encuentran los moradores de los infiernos, los espíritus hambrientos, los
animales, los habitantes del continente septentrional de Uttarakuru, donde no existen las
desgracias, los que viven en el Paraíso de la Vida Longeva, los sordomudos y ciegos,
los entendidos en asuntos humanos y los que tienen la mala fortuna de vivir entre la
desaparición de un buda y la aparición del siguiente.
2 Las «tres penas» hacen referencia a los castigos del fuego en los infiernos, de la
sangre en una existencia animal, y de la espada de los espíritus hambrientos que se ven
sometidos a dicho tormento.
3 La Mansión de Barro hace referencia a un punto que hay justamente en el centro del
cráneo.
4 Como ocurre con la acupuntura, el alquimismo taoísta señalaba en el cuerpo humano
una red de puntos íntimamente relacionados entre sí. Como se desprende de la misma
lectura del texto, los Productores de Primavera se hallaban situados justamente en el
centro de la planta del pie.
5 El «Estanque de Flores» se refiere a un punto que se halla debajo de la lengua, por el
que fluye la saliva. Al estar relacionado con el elemento agua, depende, de alguna
manera, de la energía liberada por los riñones.
6 E1 «Campo de Mercurio» hace referencia a la parte inferior del abdomen.
7 El plomo está relacionado con el corazón y el sol, mientras que el mercurio lo está
con los riñones y la luna. Entre ambos debe existir un equilibrio esencial.
8 De la misma forma, «la tortuga espiritual» y «el gallo de oro» guardan relación con
los riñones y el corazón, dando a entender la unión del yin y el yang por la absorción,
por parte del primero, de la energía del segundo.
9 Las «tres flores» se refieren a la conjunción, en el punto más alto de la cabeza, de la
esencia, o «ching», la energía visceral, o «chi», y el espíritu, o «shen», para producir un
elixir imprescindible para la culminación de los procesos alquimistas internos. Para ello,
es preciso que la energía de los cinco órganos - el corazón, el hígado, el bazo, los
pulmones y los riñones - se encuentre en un equilibrio perfecto.
10 Se refiere a Wang Ling-Kwan, del que ya se habló en el capítulo vil. El título de
Inspector General que aquí se le da obedece a su función de primer protector de la fe de
los monasterios taoístas.
11 En no pocas ocasiones los diagramas y hexagramas que aparecen en el I Ching son
tratados como si fueran personas concretas.
12 En este poema aparece por primera vez en toda la obra la relación de los
protagonistas con las Cinco Fases, o elementos esenciales, que, a su vez, se
corresponden con cada uno de los períodos que componen los años, los meses y los
días. En el poema se enfatiza, asimismo, la necesidad de su unidad esencial, ya que,
cuando se quiebra el equilibrio entre el yin y el yang, desaparece la fuerza creativa.
13 Por regla general, en los procesos alquimistas el plomo es considerado el anfitrión y
el mercurio el huésped, aunque en algunas obras se invierte tal relación.
14 Los estudiosos del yin-yang afirman que nada puede ser creado sin la unión perfecta
del yin, el yang y el Cielo. A esto responde la expresión «san-jiao san-he».
15 Los ocho mandamientos budistas prohíben matar, robar, adulterar, mentir, el uso de
cosméticos y de lujos innecesarios, el abuso en la bebida, la música y el baile, y comer
fuera de hora.
16 La Montaña de la Pagoda, «Fou-tu», puede significar también la Montaña de Buda.
17 Mará es el espíritu tentador, personificación del mal.
18 Las «tres edades» se refieren a los tres momentos del tiempo, ya que abarcan el
presente, el pasado y el futuro.
Capítulo XX
1 A veces se denomina a Buda el «señor de los toros», por considerar que su nombre,
Gautama, proviene de la misma raíz que bóvido: «gaus».
2 Se trata, en realidad, de un «gatha», canto rimado de reducidas proporciones que
persigue la instrucción religiosa y moral de los oyentes.
3 Los «preta» son espíritus hambrientos.
4 El monte Hua se alza en la provincia de Shensi. Formaba parte del grupo de montañas
sagradas y ejercía su influencia protectora entre el área occidental.
Capítulo XXI
Capítulo XXII
Capítulo XXIII
Capítulo XXIV
Capítulo XXV
Capítulo XXVI
Capítulo XXVII
Capítulo XXVIII
1Las flechas de diente de lobo fueron usadas por primera vez durante el reinado de
Shen-Chung (1067-1085), de la dinastía Sung. Como su nombre indica, las puntas de las
mismas recordaban los colmillos de dichos animales.
2 El uso de la pólvora en campañas militares se inició durante la dinastía Sung, época
en la que se emplearon armas de fuego tanto en las batallas terrestres como en las
marítimas.
3 Se trata de una alusión al poema «Bebiendo a la luz de la luna», de Li-Bai (701-762),
el más celebrado de los poetas de la dinastía Tang.
Capítulo XXIX
1 Alusión al poema «Canción triste junto al río» del poeta Du-Fu (712-770) de la
dinastía Tang.
2 La Academia Han-Lin era el centro de estudios literarios de la capital. Como tal,
asesoraba a la corte en materia de letras, redactaba y corregía los documentos
imperiales, seleccionaba el material histórico, explicaba al emperador el contenido de
los clásicos y participaba activamente en las ceremonias oficiales.
3 Puede sorprender que este monstruo se halle envuelto en un halo de luz propicia y
viaje a lomos de un viento aromático, cuando lo corriente es justamente lo contrario. La
razón estriba en sus orígenes celestes, como se apreciará en el capítulo xxxi.
4 Los vigías se servían de unas piezas de madera llamadas «pang» para marcar el paso
de las vigilias o como señales de alarma o notificación del final de una batalla. Eso
explica que Ba-Chie mantuviera fuera una oreja, a pesar de su vergonzosa cobardía.
Capítulo XXX
1 El Bonzo Sha es el tercer discípulo del monte Tang. Aquí el monstruo le asigna el
segundo lugar porque todavía desconoce la existencia de Sun Wu-Kung.
2 Tsao-Chr fue el tercer hijo de Tsao-Tsao y pronto adquirió fama de buen escritor y
poeta. Estaba tan bien dotado para las letras que, según la leyenda, era capaz de
componer un poema antes de dar siete pasos.
3 Tan-An, o Pan-Yüe, era un joven de la dinastía Chin tan atractivo y agraciado que las
mujeres se arremolinaban a su paso, arrojándole flores y frutas.
4 Según la creencia popular, el Anciano de la Luna ataba con cintas de color rojo los
pies de los que estaban destinados a convertirse en esposos.
5 El pipa es un instrumento musical de cuatro cuerdas que, de alguna manera, recuerda
al laúd.
6 Denominación aplicada a Sun Wu-Kung y Chu Wu-Neng, por considerárseles
personificaciones de las Cinco Fases.
Capítulo XXXI
1 Las enseñanzas de Buda eran consideradas como una puerta abierta a las iluminación,
«dharma-paryaya». Todo cuanto existe, por otra parte, es uno, a pesar de su aparente
disparidad.
2 El Sendero de las Bifurcaciones hace referencia a las seis posibilidades
reencarnatorias, como ya explicamos en la nota 5 del capítulo VIII.
3 Hasta el siglo VI se consideró como los cinco grandes castigos las marcas hechas en
el rostro, la amputación de la nariz, de los dos pies, la castración y la pena de muerte. A
partir de ese momento se consideró como tales el apaleamiento, los azotes, la esclavitud,
el exilio y la pena de muerte. Más recientemente se ha designado así a las multas de
cierta consideración, los trabajos forzados, la esclavitud, la cadena perpetua y la pena de
muerte.
4 Los actos contra la piedad filial aparecen clasificados en el clásico del mismo
nombre, una obra atribuida a Cheng-Shen, discípulo de Confucio.
5 Alusión a un poema del Libro de las Odas.
6 Las cenizas resultantes de la cremación de un santón o un buda reciben el nombre de
«sarira» y están dotadas de un gran poder protector contra todo tipo de peligros.
7 Según las divisiones estelares efectuadas por los chinos, a la constelación número
XV, denominada «kwei», le corresponden el elemento madera y el animal lobo. De ahí
que sea llamada de esa forma.
Capítulo XXXII
Capítulo XXXIII
1 «El Taoísta del Búfalo Verde» se refiere a un tal Feng Chün-Da que, según Las Vidas
de los Santos inmortales, consiguió la inmortalidad gracias al mercurio y siempre
cabalgaba a lomos de un animal de ese color.
2 Clásico taoísta que versa sobre los diferentes modos de alcanzar la inmortalidad.
3 El O-Mei es una de las montañas sagradas de la provincia de Szechuan.
4 Con estas palabras se cerraban los conjuros y demás fórmulas taoístas encaminadas a
obtener la salud de un enfermo o la liberación de un espíritu.
5 Los bonzos solían usar una especie de carraca de bambú en forma de pez para
acompañar el recitado de sus letanías y otros textos sagrados.
6 El maestro Lü es, en realidad, Lü Dung-Ping, uno de los Ocho Inmortales, a quien el
taoísmo popular honra como patriarca.
7 Los chinos, y los orientales en general, valoran más el oro con una coloración rojiza
que con una amarillenta. Para ellos el oro occidental, mucho más claro, es una pura
baratija.
Capítulo XXXIV
Capítulo XXXV
1 Nü-Gua fue la hermana y sucesora del legendario emperador Fu-Hsi. De ella se decía
que poseía cuerpo de serpiente y cabeza de mujer. Se le atribuyen hazañas como la de
haber remendado los cielos con cinco piedras de colores que ella misma formó, la de
haber cortado las patas a la tortuga primigenia, dotando así de estabilidad a los cuatro
puntos cardinales, y la de haber ayudado a poner fin a la gran inundación con la barrera
de cenizas de junco.
2 La Dama de la Flor de Melocotón es el título de una obra teatral de la dinastía Yüan.
En ella una mujer del mismo nombre pone en evidencia a un adivino llamado maestro
Chou.
3 Kwei Ku-Tse fue uno de los antiguos maestros taoístas, famoso por el elevado
número de discípulos que le seguían.
Capítulo XXXVI
1 Los «nidanas» son las doces causas que atan al hombre a la existencia y de cuya
esclavitud trata de liberarle el budismo. En concreto, son los siguientes: «avidya», que
produce la ignorancia; «samskara», que da origen a lo compuesto; «vijnana», a quien se
debe la consciencia; «namarupa», principio de los nombres y las formas; «sadayatana»,
del que manan los fenómenos de los seis sentidos; «sparsa», que provoca todo lo
relacionado con el tacto; «vedana», causa de lo sensible; «trasna», que provoca el deseo;
«upadana», que guarda relación con el acto de agarrar; «bhava», que produce los fenó-
menos ligados al principio de la existencia; «jati», que atañe al nacimiento, y
«jaramarana», del que dependen la vejez y la muerte y que, por eso mismo, supone un
nuevo retorno a la ignorancia.
2 En todos los templos budistas existen una especie de torres cónicas en las que figuran
infinidad de estatuillas de budas. Como en otras muchas ocasiones, el número diez mil
encierra un sentido de totalidad.
3 A veces se aplicaba a Buda el título de «Gran Héroe», ya que, gracias a su poder y
sabiduría, era capaz de hacer frente a los demonios más feroces y peligrosos.
4 Flores silvestres de penetrante olor tomadas por el budismo como símbolo de la
sencillez y la meditación.
5 Eufemísticamente a los burdeles solía llamárseles Torres de Chin.
6 Yü-Liang (289-340) y Yüan-Hung (328-376) fueron dos renombrados poetas y
funcionarios de la dinastía Tsin.
7 El instrumento que aquí se menciona era parecido a un pipa y fue regalado al
emperador Hsüan-Chung, de la dinastía Tang, por un tal Bai Hsiu-Chen. Originario de
la región de Sinkiang, poseía un sonido tan peculiar que se afirmaba que sus cuerdas
estaban hechas con la seda que producían unos gusanos de hielo.
8 Aunque a lo largo de toda la obra la expresión «nueve veces nueve» es sinónimo de
perfección, para el budismo el número ochenta y uno designa las clases de pensamientos
perversos que brotan del mundo del deseo. Éste está constituido, en efecto, por nueve
niveles, a los que corresponden otros tantos tipos de pensamientos.
Capítulo XXXVII
1 Se refiere a la esposa del emperador Liang Wu-Di (502-549), que, habiendo sido en
vida una mujer malvada y envidiosa en extremo, se apareció después de muerta a su
esposo en forma de una serpiente de enorme tamaño. Alarmado, el emperador ofreció
por ella una letanía de más de diez rollos y, de esta forma, consiguió hacerla entrar en el
cielo.
2 El rey Wen-Chang, conocido también como Tse-Chung, es la deidad protectora del
departamento encargado de la redacción de los documentos imperiales. Dada su
indiscutible importancia, tenía establecida su morada en la osa mayor.
3 La Secta de la Verdad Absoluta, fundada al principio de la dinastía Chin por Wang-
Che (1112-1170), propugnaba la igualdad de las tres religiones, poniendo particular
énfasis, habida cuenta de su afán sincretista, en la piedad filial del confucionismo, los
mandamientos y normas del budismo, y la filosofía hermética del taoísmo.
4 Se trata claramente de un error de cálculo, ya que desde el comienzo de la sequía
habían transcurrido, en realidad, ocho años.
5 El carácter sagrado del Monte Tai alcanzó su momento de esplendor durante la
dinastía Tang, concediéndose a su espíritu el título de «Sosia del Cielo» el año
decimotercero del período Kai-Yüan (726).
6 En las manifestaciones de gratitud se tenían siempre presentes dos ejemplos clásicos.
El primero tuvo como protagonista a un tal Wei-Ke, en la época de la primavera y el
otoño, a quien su padre pidió que, una vez muerto, concediera la libertad a su concubina
favorita. Cuando llegó el momento, no obstante, el anciano se empeñó en que fuera
enterrada con él, cosa a la que se negó el hijo por considerar que se trataba de un
debilitamiento de su mente. En agradecimiento, el espíritu del progenitor de la
concubina le salvó de una muerte cierta cuando se hallaba guerreando, enredando las
patas de su caballo en una cuerda musgosa. El segundo lo protagonizó un tal Yang-Pao,
al salvar a un pájaro amarillo de las garras de un halcón. Cuando después de tres meses
volvió a dejarlo en libertad, vio en sueños a un joven vestido de ese mismo color, que le
regaló cuatro brazaletes de jade blanco. 'Referencia a un pequeño poema escrito por Li-
She, de la dinastía Tang.
Capítulo XXXVIII
1 Ru-Lai designa a Buda como Tathagata, o «el que viene a transformar en budas a
todos los hombres».
2 Como expresión de respeto y reconocimiento, los chinos practicaban la ceremonia del
«ke-tou», consistente en arrojarse tres veces seguidas rostro en tierra y golpear
repetidamente el suelo con la frente.
3 Yu-Li es un lugar cercano a Tang-Ying, Henan, donde Wen, Señor de Chou, fue
hecho prisionero.
4 Hsiao-He fue primer ministro del primer emperador Han, a quien ayudó eficazmente
a mantener unido el reino. Se le atribuye una rica actividad legisladora.
5 Dado que Ba-Chie suena igual que «ocho mandamientos», aquí se usa Chiou-Chie en
un sentido jocoso, ya que, en realidad, significa «nueve mandamientos».
Capítulo XXXIX
1 A partir de la dinastía Han se aplicaron a los salones del palacio imperial nombres
que se repitieron en las construcciones del mismo tipo de épocas posteriores. Al
suponerse que eran idénticos a los del Palacio Celeste, lo que en realidad se enfatizaba
era la conexión entre el Cielo y el emperador.
2 Clarísima alusión al Sutra del Corazón, que precisamente comienza con la célebre
frase: «La forma es vacío, y el vacío es forma».
3 El monte Wu-Tai, que se alza en el extremo nororiental de la provincia de Shansi, es
la morada de Manjusri.
Capítulo XL
1 Aunque el texto dice «la madre original», por el contexto y el tono general de la obra
hemos optado por mantener la expresión «Madre Madera».
2 El cardinal diez mil tiene aquí, como en otras muchas ocasiones, el sentido de
infinitud. Se significa, por tanto, la extremada longitud de la montaña, así como el
elevado número de dioses y espíritus que cuidan de ella.
Capítulo XLI
Capítulo XLII
1 Dentro de la cultura tradicional china el cómputo de los días se efectuaba
combinando las diez secciones celestes, «tian-gan», con las doce divisiones terrestres,
«di-chr», estableciéndose, de esa forma, un sistema cíclico de sesenta días cada uno.
2 Chang Tao-Lin fue un alquimista de mediados del siglo II, que logró establecer un
pequeño estado teocrático entre las actuales provincias de Sze-chuan y Shensi.
3 Los datos correspondientes al nacimiento de una persona son esenciales a la hora de
determinar el futuro de quien recurre a un especialista en técnicas adivinatorias. De ahí
la sorpresa del monstruo.
4 Chang-Yüan, o Chang Yüan-Chung, fue un funcionario de la dinastía Sung muy
versado en el I Ching y en los cálculos del tiempo.
5 Tanto Fu-Shr, uno de los Cinco Emperadores legendarios, como el rey Wen pasan
por ser grandes adivinos. Al primero se le atribuye, de hecho, el descubrimiento de los
ocho trigramas a partir del estudio del caparazón de una tortuga, debiéndose al segundo
su desarrollo como técnica adivinatoria.
6 El «dharmakaya del Zen», o de la meditación, es una de las cinco características del
cuerpo espiritual o «panca-dharmakaya», de Tathagata, que enfatiza su quietismo y su
superación de las falsas ideas.
Capítulo XLIII
1 Tan elevado número de votos concuerda con el de los maestros que, según el
Avatamsaka, visitó Sudhana con el fin de alcanzar la Iluminación, una vez que se hubo
convertido al budismo gracias a las palabras de Manjusri.
2 Los Seis Bandidos son, en realidad, los seis sentidos que esclavizan el ser y lo privan
del vacío absoluto que hace posible la Iluminación.
3 En ocasiones a los atunes de gran tamaño se les atribuían poderes maravillosos,
llegando a afirmarse de ellos que estaban dotados de cuernos y podían volar.
Capítulo XLIV
1 En el original se dice «triple yang», pero hemos optado por traducirlo como «año
nuevo», ya que al principio del año lunar solía aplicársele este nombre. La razón de tal
denominación estriba en su asociación con el trigrama «chien» del I Ching, que estaba
constituido por tres líneas paralelas, símbolo, cada una de ellas, del yang.
Capítulo XLV
1 Las Lü-Liang son dos cascadas gemelas que se hallan en Dung-Shan, provincia de
Kiangsu.
2 Alusión clara al tercero de los veinticuatro períodos solares, «el revivir de los
insectos», que solía coincidir con la primera quincena de marzo.
3 Teng es el apellido del Dios del Trueno.
Capítulo XLVI
1 Los taoístas gustaban de vestir ropajes con forma de animales, normalmente aves, que
decoraban con las pieles y plumas correspondientes.
2 Para los budistas no existe nada más valioso que el estado búdico, la ley o «dharma»,
y la comunidad de monjes o «sangha». De ahí que sean calificados como joyas.
3 En Kiangsu hay tres montañas con ese nombre. Según la leyenda, durante la dinastía
Han un tal Mao-Ying se retiró a una de ellas y alcanzó la inmortalidad. Al enterarse de
lo ocurrido, sus dos hermanos siguieron su ejemplo, convirtiéndose también al poco
tiempo en inmortales.
Capítulo XLVIII
1 Según el Shr-Chi, antes de acceder al funcionariado, Dung-Kwo era tan pobre que
siempre iba vestido de harapos y calzaba unos zapatos que carecían de suelo.
2 Yüan-An fue un hombre de la dinastía Han Oriental famoso por su rectitud. De él se
cuenta que, habiendo caído sobre Lo-Yang una nevada tan tremenda que la vida se
paralizó, él prefirió morirse de hambre antes que salir a mendigar por las calles.
3 De Sun-Kang, un literato de la dinastía Tsin, se contaba que era tan pobre que por la
noche se veía obligado a leer a la luz que reflejaba la nieve.
4 De Wang Tse-Yu, hijo del famoso calígrafo Wang Hsi-Chr, se decía que poseía un
carácter tan variable que en una noche de ventisca decidió ir a visitar en barco a un
amigo, pero, en cuanto llegó a su casa, cambió de opinión y se volvió sin verle.
5 Wang-Kung, un funcionario de la dinastía Tsin, era un hombre tan atractivo que en
cierta ocasión salió a pasear por la nieve con un abrigo de plumas de garza y un amigo
le tomó por un inmortal.
6 Sz-Wu, un mensajero imperial del siglo II a.C, vivió diecinueve años entre los hunos
en unas condiciones tan extremas que, para no morir de hambre, se vio obligado a
comerse la manta con la que se abrigaba y a alimentarse solamente con nieve derretida.
7 «Los siete inmortales atravesando un desfiladero» es uno de los temas recurrentes de
la pintura china. Aunque su identidad sigue siendo objeto de controversia, se les suele
identificar con «Los Siete Sabios del Bosquecillo de Bambú».
8 Peng-Hu es otro de los nombres dados a la isla de Peng-Lai, lugar en el que habitaban
los inmortales.
9 Wang-Hsiang es uno de los protagonistas de Veinticuatro ejemplos de piedad filial.
De él se cuenta que, al ser su madre muy amante de las carpas, se tumbó a pecho
descubierto sobre un estanque helado hasta que, finalmente, saltaron dos fuera del agua.
10 De Kwang-Wu, primer emperador de la dinastía Han, se cuenta que en una de sus
muchas expediciones se topó con un río que cruzó sobre los enormes bloques de hielo
que arrastraban las aguas, al carecer de embarcaciones adecuadas para ello.
Capítulo XLIX
1No debe pasarse por alto el carácter simbólico de este incidente. La tortuga era tenida,
en efecto, como un animal tan longevo que casi rozaba la inmortalidad. Por si esto no
bastara, el legendario Fu-Hsi diseñó sus ocho símbolos adivinatorios después de
estudiar cuidadosamente el caparazón de una tortuga.
2 Resulta significativo el olvido en el que Tripitaka sume posteriormente esa promesa.
Eso le dará, no obstante, la oportunidad de completar el número exacto de pruebas que
le habían sido asignadas.
Capítulo L
Capítulo LI
Capítulo LII
Capítulo LIII
Capítulo LIV
1 «Hojas rojas» hace alusión a una historia romántica que tuvo lugar en tiempos del
emperador Hsi-Chung (874-889), de la dinastía Tang. Una de sus concubinas,
apellidada Han, escribió un poema en una hoja de color rojo y la arrojó al foso del
palacio. De allí la recogió un literato llamado Yü-Yu, quien, a su vez, escribió otra
poesía en una hoja idéntica, que abandonó en el mismo foso. La suerte quiso que fuera
recogida por la propia muchacha, que al cabo de los años, cuando el emperador
concedió la libertad a tres mil de sus concubinas, se desposó con el literato Yü.
2 Según la creencia popular, los matrimonios los acuerdan los Cielos, correspondiendo
al Anciano-que-habita-en-la-luna la tarea de atar con cintas rojas los pies de los futuros
esposos. El determinismo que tal práctica impone ha dado lugar a infinidad de
narraciones en las que el Destino siempre sale triunfante.
3 El término usado en el original chino designa a quienes, desde el mismo momento de
la ceremonia nupcial, entraban a formar parte de la familia de la esposa, adoptando su
apellido y considerando como miembros de su clan a sus futuros hijos. Por esto último
precisamente eran consideradas personas muy poco de fiar y totalmente carentes de
sentimientos filiales. Semejante acusación solía lanzarse también contra los monjes, por
lo que en este capítulo no llama tanto la atención que Tripitaka se convierta en esposo
de la soberana.
4 Chao-Jüng fue otro de los nombres de Wang-Chiang, una belleza de la dinastía Han,
que hubo de desposarse con un reyezuelo bárbaro por negarse a sobornar al pintor de la
corte, que la retrató tan hermosa como en realidad era.
5 Hsi-Shr fue otra famosa belleza de la época de la primavera y el otoño. Tras ser
derrotado por el señor de Wu, el rey de Yüe se la ofreció como botín. Sus recursos
amatorios eran tan extraordinarios que su nuevo dueño se dedicó por completo a ella,
trayendo la ruina sobre su reino.
6 El Salón Oriental fue erigido durante la dinastía Han por el primer ministro Kung
Sun-Hung como lugar de residencia de los consejeros imperiales. Durante la dinastía
Ming pasó a ser la sede de una de las seis secretarías dependientes de la Academia
Hanlin.
7 «She Hsiang Kwo» puede designar tanto al «Reino de la Imagen Sagrada» como al
«Reino del Elefante Sagrado». En el primer caso se referiría al «Reino de Buda» y
aludiría a una especie de reino de Dios en la tierra. Dadas las imperfecciones que lo
asisten, hemos optado por traducirlo como «Reino del Elefante Sagrado».
Capítulo LV
1 Liou Tsuei-Tsuei fue una famosa cortesana de Hangzhou durante la dinastía Sung del
Sur.
2 La Estrella de Orion es una de las veintiocho constelaciones o moradas celestes,
«hsiou».
Capítulo LVI
1 Para comprender las implicaciones morales del presente capítulo hay que tener en
cuenta, como ya dijimos en la nota 1 del capítulo XIV, que para el budismo los sentidos
son auténticos ladrones de la virtud.
2 Los Tres Vehículos, «san-chang», transportan los seres vivos a través de los ciclos
reencarnatorios hasta alcanzar el estado nirvánico. Su identificación varía según las
diferentes escuelas budistas.
3 Con motivo de la festividad del Doble Cinco, «duan-wu jie», se toman una especie de
pirámides de arroz envueltas en hojas de bambú o de loto, llamadas «chung-tse», en
memoria del poeta Chü-Yüan, que se suicidó a mediados del siglo III a.C. en las aguas
del río Mi-Le como protesta por las medidas adoptadas por el nuevo emperador. Como
recuerdo de tan triste ocasión se celebran, igualmente, las famosas regatas del dragón.
4 Los Cinco Grandes Dioses son divinidades muy estimadas por el pueblo llano por
tratarse de celebrados dispensadores de riquezas, como se desprende claramente de sus
nombres: Chao Hsüan-Tan, Chao-Tsai, Chao-Bao, Li-Shr y Nan-Chen.
5 Los Cinco Ministros de los Tres Reinos son personificaciones de los elementos
básicos, por lo que su imperio se extiende por todo el universo.
6 Por su carácter de vectores espaciales, los chinos consideran «arriba» y «abajo» como
puntos cardinales. De las combinaciones de todos ellos se obtiene un total de diez,
aunque el taoísmo popular suele personificar únicamente a los cinco más importantes:
norte, sur, este, oeste y centro.
Capítulo LVII
1 Las Tres Flores hacen referencia al proceso por el que el «ching» («la esencia», el
«chi» («energía vital») y el «shen» («espíritu») confluyen en la parte superior de la
cabeza, produciendo un elixir sumamente efectivo.
2 Para el taoísmo los Cuatro Grandes, o «sz-da», son el Tao, el Cielo, la Tierra y el
Gobernante, aunque en un sentido más social se admiten como tales los grandes
méritos, el reconocimiento universal, las virtudes fuera de lo común y el poder sin
límites. Para el budismo, sin embargo, son los elementos tierra, agua, fuego y viento, o
«tanmatra», los que componen el cuerpo humano. La enfermedad, por tanto, no es más
que una manifestación de la pérdida de su equilibrio esencial.
3 A nuestro entender, este poema es de capital importancia, ya que no sólo enfatiza la
identificación de cada uno de los protagonistas con las Cinco Fases, sino que explicita la
enorme tensión que existe entre ellos. Ésta, lejos de basarse de lógicas diferencias de
carácter, tiene, en realidad, un origen cósmico.
4 Se supone que esta parte ha sido añadida por la soberana del País de las Mujeres (cfr.
capítulo LFV), por lo que su tono y estilo cambian substancial-mente en relación con
los del resto del documento.
5 Alusión a Chuang-Tse, que al comienzo de sus escritos narra cómo el pez Kuen es
capaz de metamorfosearse en el ave Peng, ambos de proporciones francamente
extraordinarias.
Capítulo LVIII
1 Para una mejor comprensión de lo que aquí dice Ba-Chie, véanse los capítulos XXX
y XXXI.
2 La literatura alquimista llamaba «embrión sagrado» o «niño recién nacido» al último
estadio de la consecución de la inmortalidad. En él se recupera la respiración fetal y el
cuerpo alcanza un estado de continua regeneración.
3 Como se desprende de la explicación que sigue, «el macaco con seis oídos» no se
refiere a una especie desconocida de simios, sino a individuos dotados de una capacidad
auditiva tan extraordinaria que para ellos no existían los condicionamientos del tiempo y
el espacio.
Capítulo LIX
Capítulo LX
Capítulo LXI
Capítulo LXII
Capítulo LXIII
Capítulo LXIV
Capítulo LXV
1 Referencia a la afirmación del I Ching de que cuando la Osa Mayor se halla orientada
hacia el este, la posición tradicional del yin, es el comienzo de la primavera.
2 Wang-Wei (701-761), pintor y poeta de la dinastía Tang, famoso por el fuerte acento
bucólico de sus obras.
3 Chi-Tse fue un estratega del período de los Estados Guerreros.
4 «Chien» es el primer hexagrama del I Ching, y las palabras que lo siguen, los cuatro
caracteres iniciales del «Tuan-tse», porción del texto que ha sido tradicionalmente
atribuida al rey Wen, de la dinastía Chou.
5 El Dragón de Oro es una de las veintiocho constelaciones o moradas lunares.
6 El monte Wu-Tang, una de las montañas sagradas del taoísmo. Situada en la
provincia de Hebei, gozó de su mejor momento en tiempos del emperador Cheng-Tse
(1402-1424), por creer que Chen-Wu había encontrado la inmortalidad en sus laderas.
7 Chen-Wu es un inmortal que a veces se manifiesta en forma de una tortuga blanca,
otras de una serpiente de enormes proporciones, otras de un pie gigantesco, y otras,
finalmente, de un ser de extraordinaria estatura, pelo alborotado y vestimenta negra.
Capítulo LXVI
1 En China existen varios lugares a los que se aplica el nombre de «nueve cursos de
agua», pero por el contexto se deduce que aquí se hace referencia a las cuencas de los
principales ríos del sur.
2 En conexión con la nota anterior, Ching y Yang designan las Prefecturas de
Chingzhou y Yangzhou.
3 Chu-Hsi (1139-1192) y Lu Chiou-Yüan fueron dos famosos pensadores de corte
neoconfuciano que vivieron en tiempos de la dinastía Sung.
4 Shuen y Yü fueron dos legendarios emperadores de los primeros tiempos, famosos,
respectivamente, por su piedad filial y la hazaña de haber hecho frente a la gran
inundación.
5 A Chen-Wu solía representársele de pie encima de una serpiente y una tortuga,
animales a los que, según la leyenda, convirtió en discípulos suyos tras derrotarlos en el
campo de batalla.
6 Los montes Tai, Lung, Hang y Hua son cuatro de las nueve montañas sagradas de
China.
Capítulo LXVII
Capítulo LXVIII
Capítulo LXIX
Capítulo LXX
1 Los taoístas creen firmemente en la posibilidad de desplazarse por el espacio sin más
ayuda que la perfección derivada de la práctica de su arte.
2 En la literatura alquimista las cuatro estaciones se refieren a los diferentes tipos de
energía («chi») que circulan por el cuerpo.
3 Los dos tipos de respiración, «er-chi», hacen referencia a las dos fuerzas primarias
del yin y el yang, aunque en el modo de hablar alquimista designan, igualmente, a la
respiración embrionaria y a la norma. Puesto que el «huang-tao», o «sendero amarillo»,
es un punto situado entre el corazón y los riñones, lo que aquí se implica es la necesidad
del retorno a los modos respiratorios del embrión.
4 Las tres mansiones hacen referencia a la esencia («ching»), la energía («chi») y el
espíritu («shen»).
5 El monte Tai-Hang es, en realidad, una cordillera que se extiende por las provincias
de Henan y Hebei.
6 «El Arroyo-que-supera-a-las-nubes» («ling-yün-tu») es una masa de agua que, según
se dice, se encuentra a los pies de la Montaña del Espíritu, la morada de Buda.
Capítulo LXXI
Capítulo LXXII
Capítulo LXXIII
1 Según una narración popular, Liu Chen y Yüan Huang-Chao se extraviaron en el
Monte Tian-Tai. Cuando estaban a punto de morir de hambre, en una de sus múltiples
cuevas fueron auxiliados por un grupo de bellísimas inmortales.
2 Tanto la nieve blanca como las plantas amarillentas designan los elementos usados
por los alquimistas en su búsqueda del elixir de la inmortalidad.
3 Según el Mahabharata, Pralamba fue un «asura», o demonio, liquidado por Krsna,
aunque aquí se le atribuye un carácter benefactor.
4 Otro tanto hay que decir de este personaje, del que ya se habló en el capítulo XXIII y
que fue considerado en los tiempos antiguos como un espíritu acuático.
5 Las Cuatro grandes Verdades se refieren aquí a los temas centrales del budismo: el
sufrimiento, sus causas, su sentido y su eliminación. Por lo que respecta a los Tres
Vehículos, o Medios, cfr. la nota 3 del capítulo II.
Capítulo LXXIV
1 Aunque era corriente encontrarse con monjes que no habían traspuesto los ámbitos de
la niñez, no han de tomarse estas afirmaciones al pie de la letra. Solamente tratan de
resaltar, en un tono burlón, la extremada juventud del supuesto mendicante.
2 «Las canciones de Zhu» hacen referencia al episodio del Shr-Chi en el que Liou-Pang
se puso a cantar las melodías de esa región, siendo consciente de que la mayor parte de
los soldados de Hsiang-Yü eran nativos de ella. Al oírlas, les entró tal nostalgia de su
hogar que abandonaron las armas y regresaron a toda prisa al lugar en el que habían
nacido.
Capítulo LXXV
1 Esta descripción recuerda al extraño ser, ave y pez al mismo tiempo, del que habla
Chuang-Tse al principio de sus escritos.
2 Referencia a lo narrado en el capítulo XV.
3 Las palabras del Peregrino entrañan una terrible amenaza, ya que para nadie era un
secreto que el elixir de las nueve vueltas era capaz de transformar a un hombre en
inmortal en muy pocas horas.
4 «Tsa-suei» es el típico «chop-suey» de la cocina cantonesa, consistente
originariamente en trocitos fritos de hígado y mollejas de pollo o pato.
Capítulo LXXVI
1 Claridad Luminosa: el quinto período solar, que viene a coincidir con los primeros
días del mes de abril. Es la época para limpiar las tumbas, hacer ofrendas a los
antepasados, tomar comidas frías y practicar el vuelo de las cometas, actividades, todas
ellas, al aire libre, no tanto por la bonanza del tiempo como por el hecho de que las
tumbas se encuentran en lugares apartados y elevados.
2 Las monedas tradicionales chinas eran el «liang» (una onza de plata), el «chien» (la
décima parte de la anterior) y el «fen» (un céntimo de la onza). A media onza le
corresponderían, por tanto, cinco «chien».
3 Literalmente se dice que «no es un día de arena roja». La arena roja («hung-sha») era
el componente esencial de todos los días desfavorables, «chi», particularmente de los
contraindicados para las celebraciones matrimoniales.
Capítulo LXXVII
Capítulo LXXVIII
Capítulo LXXIX
Capítulo LXXX
1 Sacrificios ofrecidos a los diferentes espíritus locales al principio del otoño y la
primavera con el fin de obtener una cosecha abundante. Su ritual ha variado muy poco a
lo largo de los siglos.
2 Aunque en la primera parte de la obra se afirma que el comienzo del viaje tuvo lugar
el día duodécimo del año, aquí se da un sentido festivo a dicho acontecimiento, al
hacerlo coincidir con la fiesta de las linternas, que tiene lugar, efectivamente, el día 15
del primer mes del año lunar.
3 En el original se dice «da-chung», expresión que hace referencia a un animal dañino
de gran alzada. Por el contexto se deduce que, en este caso, se trata de un tigre y por tal
lo hemos traducido.
4 Referencia a lo acaecido a los peregrinos en el capítulo XXIII.
5 «Tirar del caballo» o «tirar de las riendas» son expresiones usadas en el lenguaje
popular para designar la labor de las casamenteras.
Capítulo LXXXI
Capítulo LXXXII
1 Especie de cuajada hecha con legumbres, particularmente soja, muy apreciada por los
orientales por su alto contenido proteínico.
2 Según el tratado de las peonías escrito por Ou Yang-Hsiou, existen treinta y seis
variedades de dicha flor. Los nombres que se les aplican dependen tanto del lugar donde
crecen como de las familias que las cultivan.
3 El Nan-Ching afirma que el corazón tiene en el centro siete agujeros y tres pelos.
4 Referencia a una leyenda, según la cual un literato del reino de Wei concertó con su
amada una cita debajo de un puente. La muchacha no se presentó, pero él no se movió
del sitio y pereció ahogado cuando la marea subió.
5 Alusión al hecho de que Tsuei Ying-Ying, personaje del Romance de la cámara
occidental, conociera a su amante en un tiempo budista.
Capítulo LXXXIII
1 En esta descripción aparece con claridad el sentido de las épicas luchas que jalonan
toda la obra: la consecución de la inmortalidad mediante una completa transformación
interna que haga posible la recuperación del estado embrionario.
2 En los capítulos XXXIV de La investidura de los dioses (Feng-shen yen-i), se habla
del nacimiento de Nata y de su relación con sus padres.
Capítulo LXXXIV
1 El término usado en el original hace referencia a los que siguen al pie de la letra una
regla religiosa, de ahí que lo hayamos traducido por monjes.
2 El ideograma que representa el número diez es una cruz, por lo que se aplica con
frecuencia a las intersecciones de calles.
3 Los Ocho Dragones son ocho famosos caballos, cuya existencia estuvo ligada a otros
tantos emperadores, como ya se advirtió en la nota 5 del capítulo IV.
4 Se-Hsiang es precisamente uno de esos animales.
Capítulo LXXXV
1 Por su carácter generador, cada una de las Cinco Fases recibe el nombre de «madre»,
resaltando así la gran dependencia que existe entre ellos.
2 Alusión a un comentario de Chu-Hsi sobre las Analectas de Confucio.
3 Este fragmento, así como otras muchas confesiones realizadas por los protagonistas,
aparece en el original de forma rimada, lo cual denota un origen teatral que el autor ha
mantenido para resaltar la importancia del momento.
Capítulo LXXXVI
Capítulo LXXXVII
1 La Cumbre del Buitre es el lugar exacto de la Montaña del Espíritu donde tiene
establecida Buda su morada. Entre los muchos tesoros que alberga se encuentran varias
perlas de una luminosidad tal que pueden devolver la vista a los ciegos y hacer disipar
las tinieblas del error.
2 «Shang-Kuang» significa «funcionario de grado superior», de ahí la sorpresa del
Peregrino, pues no suele usarse como apellido.
3 Puede llamar la atención el cambio de tratamiento por parte del Peregrino, pero ha de
tenerse en cuenta que en su intervención anterior actúa como enviado del Cielo,
mientras que en ésta lo hace como un simple mortal, que debe respeto a cualquier
autoridad.
Capítulo LXXXVIII
1 Todos éstos son nombres de posturas adoptadas en la práctica de las artes marciales.
Lo mismo ocurre con las que, un poco más abajo, describen las evoluciones del Bonzo
Sha por los aires.
2 El «Reino de Dharma» designa, en realidad, a todo el universo, ya que, en su
conjunto, está sujeto a las leyes búdicas.
3 El té de «Yang-Shan» es una de las variedades más apreciadas por los buenos
catadores de ese brebaje.
4 Ba-Chie usa aquí la palabra «i-tsang». Según la creencia popular, el de Kai-Yüan
estaba compuesto por cinco mil cuarenta y ocho «chüan», o rollos de escrituras
budistas. De ahí el peso que el personaje asigna a su arma.
5 Estas expresiones hacen referencia al proceso completo de la alquimia interna, ya que
implica un cambio tan total de la persona que es considerado como un nuevo
nacimiento. El manejo de las armas no es, por tanto, más que una simple manifestación
de ese estado recién adquirido.
Capítulo LXXXIX
1 El original dice «pulso de dragón», pero al tratarse de las corrientes de tipo magnético
que los practicantes de la geomancia atribuyen a ciertos lugares, hemos optado por
traducirlo por el nombre general de pulso magnético.
2 Alusión al poema El arroyo de los melocotoneros en flor, de Tao-Chien (367-427).
En él se narra cómo un pescador encontró, a la orilla de un río cubierta de
melocotoneros, una comunidad de eremitas de varios siglos de existencia.
3 Extraña criatura, mezcla, en realidad, de simio de pelo largo («nao») y león («shr»).
Por su modo de actuar, más humano que simiesco, hemos preferido traducirlo como
«León con Aspecto Humano».
4 Se trata del «shuan-i», otro tipo de león o bestia mitológica, capaz de devorar tigres y
leopardos, y de correr más de quinientos «li» en un solo día.
5 Ésta es una nueva clase de león fabuloso llamado «bai-tse», mejor conocida que las
anteriores, porque los altos funcionarios de la dinastía Ming llevaban bordada su efigie
tanto en la parte anterior como en la posterior de sus túnicas.
Capítulo XC
Capítulo XCI
1 Alusión al Jardín del Valle del Oro, un famoso lugar de esparcimiento construido por
Shr-Chung durante la dinastía Tsin.
2 Referencia al Wang-chen du, célebre obra paisajística pintada por Wang-Wei (699-
759), de la dinastía Tang.
3 La expresión hace referencia al hexagrama «tai» del I Ching, en el que tres líneas
continuas, yang, sirven de base a otras tres discontinuas, yin. Dado que dicho
hexagrama guarda una estrecha relación con el primer mes del año, la frase expresa
poco menos que una felicitación.
Capítulo XCII
Capítulo XCIII
Capítulo XCIV
1 Tanto este parlamento como los de Ba-Chie y el Bonzo Sha que aparecen a
continuación del mismo se presentan en forma rimada en el original, lo cual atestigua un
origen teatral.
2 Los dos ochos se refieren a ciertos procesos de la alquimia externa, ya que, según
muchos comentaristas, expresan la proporción de elementos que entraban en una
fórmula determinada.
3 Tres veces tres, o «san-san», expresa la relación existente entre los hexagramas del I
Ching y las fases lunares, particularmente el «tai», asociado a la luna creciente, y el
«pi», asociado a la luna menguante. Al ser éstos, a su vez, combinaciones simbólicas del
yin y el yang, se deduce la importancia que posee esta doctrina para los procesos de la
alquimia interna.
4 Alusión a prácticas de la alquimia interna, que propugnaba la conservación de las
energías corporales, incluido el esperma, sin que ello implique una renuncia a las
relaciones sexuales.
5 Aunque existen diferencias entre las distintas escuelas, en un sentido budista el
término «sz-hsiang» hace referencia a los cuatro estadios de lo fenoménico: nacimiento,
madurez, decaimiento y muerte. Para las artes adivinatorias, «shu», por el contrario,
designa ciertos días de cada una de las estaciones («ping-ding», «mao-chi», «chen-kuei»
y «chia-i»), sumamente propicios para el inicio de todo tipo de actividades. Para los
practicantes de la alquimia interna, sentido en el que precisamente lo usa el Bonzo Sha,
se refiere al equilibrio esencial existente entre los elementos básicos y cada una de las
cuatro grandes vísceras.
6 Alusión a lo narrado en el Shang-Su.
7 Mao-Ching, famosa beldad del siglo V a.C, fue amante del señor de Yüe.
8 Las mujeres del reino de Chou tenían fama de ser extremadamente hermosas. Para
resaltar aún más la belleza de la novia, aquí se las considera como si formaran parte de
una sola familia.
Capítulo XCV
Capítulo XCVI
1 Alusión a los escritos de Chuang-Tse, que recurre repetidamente al símil del sueño
para demostrar la irrealidad de lo existente. En realidad, todo el párrafo alude a su modo
de pensar, ya que expone la identidad del «ser» y el «no-ser», la inutilidad de lo valioso
y el quietismo del auténtico sabio.
2 Como en otras muchas ocasiones, el número mil encierra un sentido de totalidad. Eso
es, por otra parte, lo que persiguen la mayoría de los templos budistas, al llenar sus
paredes laterales de incontables estatuillas de budas. Por si eso no bastara, en las
cabeceras colocan columnas giratorias de forma cónica llenas de pequeñas hornacinas
con imágenes de iluminados del pasado.
3 Se trata, en realidad, de dos «hsiou-tsai», candidatos que han aprobado el examen de
acceso al funcionariado, aunque sus estudios no han concluido todavía.
4 Obra enciclopédica de la dinastía Sung, cuya publicación tuvo lugar en 1325, aunque
su compilación se extendió del año 1100 al 1250.
5 Se refiere, en efecto, al «kung-che», una forma de notación musical muy popular en
el largo período que va del siglo XIII al XX, momento en el que se adoptaron los modos
musicales de Occidente.
Capítulo XCVII
Capítulo XCVIII
1 Era creencia popular que los inmortales se comunicaban entre sí por medio de
animales dotados de poderes mágicos, tales como las garzas de plumaje amarillo y los
fénix de color azulado.
2 En el original se emplea el término «yu-shr» («ser cubierto de plumas»),
denominación que desde tiempos inmemoriales se aplicaba a los inmortales. Con el
paso de los tiempos los maestros taoístas se fueron apropiando de ella, produciéndose
una identificación de término tan dispar como maestro e inmortal.
3 El diamante es tan duro e inalterable que sus cualidades se atribuían al propio cuerpo
de Buda para expresar la inmutabilidad de quien por excelencia ha alcanzado el estado
de Iluminado.
4 En el texto se emplea la forma reduplicativa «liou-liou-chen» para referirse no tanto a
los sentidos como a las cualidades, sumamente perniciosas, que éstos perciben: las
formas y colores, los sonidos, los olores, los sabores, el tacto y las ideas y pensamientos.
5 Tratándose de obras clásicas budistas, hemos mantenido, en la medida de lo posible,
su denominación sánscrita.
Capítulo XCIV
1 El término «san-san» («tres doble» o «tres veces tres») hace referencia a los temas
centrales de la meditación budista: el «kung», por el que la mente se ve libre de todo
pensamiento; el «wu-hsiang», por el que se desconecta de cualquier fenómeno externo;
el «wu-yüan», por el que se libera de las ataduras del deseo. Su forma reduplicativa
alude a un nivel superior de meditación. En un sentido taoísta, no obstante, se refiere al
proceso completo de la alquimia interna, al relacionar los sesenta y ocho hexagramas
del I Ching con los diferentes momentos de las fases lunares.
2 Tsan Tung-Chi es la primera obra de teoría alquimista, escrita en el siglo II por Wei
Bai-Yang.
3 «Indivisible» («pu-er») se refiere al propio Buda, ya que la naturaleza del auténtico
Iluminado no conoce la multiplicidad ni las divisiones.
Capítulo C
1 Los chinos acostumbran comer las raíces tiernas de un gran número de helechos, así
como el polvo resultante de la molición de una elevada cantidad de rizomas.
2 Con algunas variantes este texto fue, en realidad, escrito por el emperador Tang
Taichung en el año 648 en agradecimiento a Tripitaka por haber concluido la traducción
del Yogacarya-bhumi Sastra.
3 La expresión «Dos Fuerzas Primarias», «er-i», puede referirse bien a las energías
primarias que dieron origen al yin y al yang, bien al Cielo y a la Tierra, o bien a los
propios yin y yang.
4 Referencia al sueño tenido por el emperador Ming (58-75), de la dinastía Han, que,
según la leyenda, favoreció la introducción del budismo en China.
5 De Buda, en efecto, se afirma que poseía en su cuerpo treinta y dos lunares o marcas
especiales conocidas como «laksanas».
6 «Las cuatro formas de paciencia» («sz-ren») hacen referencia a las distintas clases de
aguante que hay que tener para hacer frente a la vergüenza, el odio, el sufrimiento físico
y la búsqueda de la perfección.
7 Los ocho grandes ríos de la India son: el Ganges, el Jumna, el Sarasvati, el
Hiranyavati, el Mahi, el Indo, el Oxo y el Sita.
8 Los ocho seres sobrenaturales comprenden a los «deva», los «naga», los «yaksa», los
«gandharva», los «asura», los «garuda», los «kinnara» y los «mahoraga».