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- Anselm Grün-
Deseo
Es el puente
Entre tu y yo.
Silencio
Es el sonido,
Que tu oído percibe.
Amor
Es la fuente
De la que bebemos.
Unidad
Es la raíz,
Que nos sostiene.
Recuerdo
Es el secreto
De nuestra vida cotidiana.
A menudo muchas personas, se quejan lisa y llanamente de que no pueden sentir
a Dios . Dios se ha recluido; quieren tener una relación profunda con Él , pero se les
presenta como algo lejano. Yo les infundo valor para que concreten su deseo .
Ayudados por este afán de deseo, pueden llegar a percibir señales de Dios en su
corazón y, algún, día esas señales los pueden guiar nuevamente hacia la experiencia de
Dios . Un camino para entrar en contacto con nuestro propio deseo, podría consistir
en colocar la mano sobre nuestro corazón . Se podrá percibir qué sucede en el
corazón con los deseos. Se trata de un deseo de relación, de amor, que el corazón
impulsa ; un deseo de sentir a Dios, que es el que da sosiego al corazón . Si a pesar de
esto no sienten a Dios, al menos pueden presentir el deseo de experimentar el amor
de Dios . En el momento en que se entra en contacto con el deseo, se presiente la
presencia de Dios en el corazón . El deseo es el ansia que Dios ha puesto en el alma
para poder asirse; es la puerta abierta a través de la cual Dios puede entrar en
nosotros.
Mucha de la gente que está en la búsqueda siente que la sociedad moderna, que
exige eficiencia, no es capaz de satisfacer el deseo. Pero también experimentan que
la Iglesia quizá no es el lugar donde su deseo pueda encontrar una respuesta . La
Iglesia está tan ocupada consigo misma “que no percibe más el llamado del deseo de la
gente” (Ibíd. . 57). En la historia de la Iglesia existieron dos grandes teólogos que
supieron auscultar los deseos humanos y que abordaron el tema en sus escritos : San
Agustín y San Bernardo de Claraval . San Agustín logró ahondar sobre el deseo
humano y lo investigó con desvelo . Descubrió que el origen del deseo se encuentra en
la insatisfacción que, tanto ahora como antaño, representa una característica humana
. Y San Agustín nunca se cansó de demostrar a los hombres cuál era la verdadera
meta del deseo; “A ti, alma, sólo te basta con Aquel que te ha creado . Todo lo otro a
lo que te vuelques te será miserable, porque a ti sólo te alcanza con Aquel que te ha
creado según su imagen” (Ibíd. . 99). Todo aquello a lo que pretendamos aferrarnos y
que no se corresponda con la voluntad de Dios se transformará en algo sin sentir.
Nuestro corazón no se calmará hasta que encuentre paz en Dios .
Bernardo de Claraval observó detenidamente a la gente de su época . Al igual
que San Agustín, San Bernardo descubrió en el afán de deseo la incesante búsqueda
de Dios: Cada ser que dispone de entendimiento tiende afanosamente por naturaleza a
querer más de aquello que considere valioso o necesario. No logra saciarse con nada,
pues siempre descubre algo que le resulte superior e imprescindible... puedes ver
personas colmadas de bienes y posesiones y, a pesar de ello, siguen sumando día a día
un trozo más de tierra a sus bienes en incontenible codicia que no encuentra freno
alguno . También puedes ver personas que moran en regias mansiones y amplios
palacios y, sin embargo, continúan construyendo casas sin cesar, para luego demolerlas
y remplazar una residencia cuadrada por una redonda o una redonda por una
cuadrada” (Ibíd. 101). Las observaciones que realiza San Bernardo se pueden aplicar
hoy a muchas personas que siempre están a la búsqueda de algo más y que nunca se
sienten satisfechas . Esta situación también se da en forma incontenible en aquellos
que persiguen un desmesurado afán de reputación y que siempre pretenden obtener
posiciones cada vez más prestigiosas que, en vez de producirles satisfacción,
terminan agotándolos con tanto ajetreo . Los seres humanos nunca podremos calmar
nuestro deseos, pues siempre iremos tras nuevas sensaciones . Por ello debemos
intentar contemplar nuestros deseos a través del Espíritu . Es necesario que dejemos
de pensar en nuestro deseos, para así poder reconocer que Dios es la meta de todos
nuestros anhelos . De esta manera, nuestro espíritu atribulado llega a encontrar paz .
Tú Dios de la vida
Y de mis relaciones.
Tú Dios de la alegría de vivir
Y Dios de mi anhelo.
Tú, Dios, que me buscas y llamas
Y que vienes a mi encuentro.
Tú, Dios, que estas en mi,
En mi mundo interior.
Tú, protector de la vida, creador de la vida.
Tú, Dios, que estas presente en mi.
Tú, Dios, que me asistes,
Tú, Dios ardiente en tu anhelo.
DESEO Y ORACIÓN
¿De que forma podemos llegar a relacionarnos con nuestros deseos? Uno de los
caminos es contemplar nuestra vida y descubrir qué deseo oculto hay detrás de
nuestras pretensiones, adicciones, pasiones, necesidades, anhelos y esperanzas. En
definitiva, uno de los caminos hacia Dios es dejar de pensar sobre todo aquellos que
experimentamos, para concentrarnos en la esencia de nuestras experiencias. El otro
camino es transitar por la oración. Según San Agustín, la oración tiene como tarea
estimular nuestros deseos. Cuando pedimos en el padrenuestro: “Venga a nosotros tu
Reino”, no significa – según San Agustín – que debamos implorar a Dios que finalmente
el reino se haga presente, sino que estimulemos en nosotros el anhelo por ese Reino.
Para San Agustín, los salmos son cantos del deseo. Mientras los cantamos, crece en
nosotros el deseo por la verdadera morada en Dios. Cuando cantamos los salmos, San
Agustín nos compara con peregrinos que cantan. En la época de San Agustín se
peregrinaba durante la noche para evitar a los ladrones pero a menudo los envidia un
miedo tremendo. Para alejarlo los temores, los peregrinos entonaban canciones
oculares de su tierra natal. Del mismo modo, nosotros, en este mundo terrenal,
alejados de la morada de nuestro Padre, entonamos cánticos de amor sobre aquel
lugar divino para así sobrellevar el miedo a la oscuridad y estimular nuestro deseo de
sentir a Dios. No se trata de cantar cada palabra con devoción, ya que este modo solo
me concentraría en el sentido de las palabras. Mas bien, cada palabra cantada debería
despertar y reforzar en mí el deseo de sentir a Dios. Esto no se circunscribe
solamente a las palabras de deseo de los salmos, como ocurre en el salmo 63: “Dios,
Tu mí Dios, yo te busco, sed de Ti tiene mi alma, en pos de Ti languidecen mi carne,
cual tierra seca, agotada, sin agua” (Sl. 63, 2) o el Salmo 84, que es el canto de un
peregrino en camino hacia el ansiado templo: “¡Que amable es Tu morada, Oh Yahvé
Sebaot! Anhela mi alma y languidece detrás de los atrios de Yahvé” (Sl. 84,2). Toda
palabra debe profundizar nuestro deseo de sentir a Dios. En el Antiguo Testamento,
el hombre piadoso es aquel que anhela a Dios con todo su corazón. Así lo expresa
Isaías: “Con toda mi alma te anhelo en la noche, y con todo mi espíritu por la mañana
te busco” (Is. 26,9).
Imprime tu riza
Y el brillo de tu rostro,
la bondad de tu mirad,
y las estrellas de tus ojos
en mis grietas del corazón,
que anhelantes te esperan.
Para San Agustín, la oración no se limita solo estimular nuestro deseo de sentir
a Dios. El deseo ya es una oración. El monacato de la iglesia primitiva quería cumplir la
consigna del apóstol Pablo en la Epístola a los tesalonicenses: “¡Orar sin cesar!” (Tes.
5,17).
San Agustín opina que no podríamos orar sin pausa con nuestra boca, ni
podemos tampoco doblar nuestras rodillas constantemente. El único camino para orar
sin cesar es orar con el deseo. Así escribe Agustín sobre los versos del salmo delante
de Ti están mis deseos: “Tu deseo es tu oración. Si es un deseo persistente, también
es una oración persistente... si no quieres interrumpir tu oración, no interrumpas el
deseo. Tu deseo ininterrumpido es tu voz, (orante) ininterrumpida”. Orar significa
entrar en contacto con el deseo interior que se encuentra en nuestro corazón, es el
deseo que ya en este mundo terrenal se une a Dios. Para San Agustín, este deseo se
encuentra en el amor. Por ello: “Te callas, cuando dejas de amar... el enfriamiento del
amor es el enmudecimiento del corazón. La fogosidad del amor es el llamado del
corazón”. Anhelar a Dios significa también amar a Dios, significa también llegar a Dios
a través del amor. Orar es la expresión de ese amor, y orar pretende al mismo tiempo
profundizar en mi este amor.
Para mi, orar significa entrar constantemente en contacto con mi mas profundo
deseo, en lo mas hondo de mi corazón. Para ello, cruzar mis manos sobre el pecho me
ayuda a menudo a orar. Esto me provoca una sensación de calidez interior. De este
modo presiento que hay en mi un deseo que, ante todo, me hace sentir persona; es el
deseo de sentir a Dios, el deseo del amor divino que no es vulnerable como el amor
humano. Contactarme con este tipo de amor me hace sentir libre y torna relativo todo
lo otro. Siento en mi corazón que estoy por encima de este mundo, anclado allí donde
se encuentra el gozo verdadero, tal como lo expresa la oración de la misa. Orar no
significa ante todo desperdiciar palabras, sino que las palabras de mi oración me
hacen recordar que aquí no me encuentro en casa, que mi morada está en el Cielo, tal
como lo expresa san Pablo en la Epístola a los Filipenses.
Una hermosa narración, “La estrella perdida”, de Ernst Wiechert, relata la
historia de un soldado alemán que pudo por fin regresar a su casa luego de su presidio
en Rusia. Él se alegra de estar nuevamente en su hogar. Pero luego de unas semanas,
descubre que ya no se siente más como en casa. Habla de eso con su abuela y
descubren que la estrella de la casa se ha perdido y que el misterio no habita más
entre ellos. Se ha estado viviendo superficialmente. Se planea, se construye, se hacen
mejoras, se preocupan para que la vida funcione, pero lo esencial se ha perdido. La
estrella del deseo ha desaparecido.
Allí donde esta estrella se ha caído de nuestros corazones, no podremos
sentirnos más como en casa. Estar en casa es estar donde mora el misterio. Esto vale
tanto para la familia como para la comunidad de un monasterio. La morada no se puede
recrear a través de la repetición de viejos rituales, sino escudriñando el misterio y a
Dios que moran entre nosotros.
Esto vale también para nosotros. Según los místicos, hay en nosotros un espacio
en el cual Dios mora : un lugar de silencio adonde sólo Dios tiene acceso. Este lugar
está libre de todo tipo de pensamiento bullicioso y también de las aspiraciones y
deseos de los que nos rodean. Este lugar también se encuentra libre de nuestros
reproches, desvalorizaciones y culpabilidades. Este espacio, en el que también el
mismo Dios mora en nosotros, nos permite librarnos del dominio de otras personas y
nos resguarda de todo daño. Allí estamos a salvo. Allí somos nosotros mismos. Allí
donde el misterio habita en nosotros nos sentimos como en casa. Quien se siente
consigo mismo como en casa, podrá experimentar la morada de Dios en cualquier lugar.
Pero si en este silencio nos tropezamos con nosotros mismos, con nuestros problemas,
nuestro defectos, nuestra represiones, con la complejidad de nuestra psique,
deberíamos en algún momento alejarnos de esta situación. Nadie puede soportar
confrontarse consigo mismo constantemente. Pero cuando sé que, en medio de todas
estas represiones y vulnerabilidades, Dios mismo habita en mí, puedo soportarlas, ya
que experimento en mi interior un lugar en el cual me siento como en casa : el misterio
habita en mí.