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Lo negativo en el estado actual de la cultura

colombiana
Por: Cayetano Betancur Campuzano
–publicado en Revista de las Indias, No. 4, 1939, pp. 593-606–

Es en extremo complejo explicar el estancamiento sufrido por


España al nacer la época moderna. Parece que en ello tenga
buena parte el descubrimiento de América, pues le creó
problemas que no estaba en capacidad de resolver o que, por su
gran número, fueron superiores a sus fuerzas.
Lo cierto es que España, que durante la Edad Media
marchó, no sólo a tono sino muchos pasos más adelante que el
resto de Europa, llega a su siglo de oro y padece la congelación
de su misma gloria.
El Renacimiento español fue tan peculiar a España que
en muy poco resulta comparable con el italiano. Su época
barroca se asemeja apenas al barroco alemán. Su filosofía revela
inquietudes y problemas que Europa empezaba vagamente a
conocer. Las instituciones jurídicas y políticas, la idea de la
soberanía popular, el municipalismo, apenas se corresponden
con la época conservadora del resto de Europa, con el
feudalismo, con la supremacía de los valores objetivos sobre los
personales, con la tendencia centralista, etc., de más allá de los
Pirineos. Las ciencias españolas de ese entonces revelan un
sentido que se advierte al punto cuando se leen los escritos que
hizo en u defensa el señor Menéndez Pelayo; notamos que este
gran español está en lo cierto cuando defiende la existencia de
esa ciencia española, en mucho anterior a la que después
despunta en Alemania y Francia. Pero comprendemos que no lo
está más, cuando se empeña en creer que esa ciencia que
defiende, es en un todo igual a la que caracteriza la edad
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moderna, olvidando ese sentido y dirección, por así decir,


místico, tan propio ciertamente del tono español de la vida.
Hacia el siglo XVIII, España recibe una influencia francesa
que no alcanzará a asimilar nunca definitivamente y siempre
será un cuerpo extraño en su cultura, ciertamente estancada,
pero genuina y auténtica.
En los últimos días del siglo XIX, y en todo lo que va
corriendo de esta centuria, España es en Europa la gran caja de
resonancia del pensamiento alemán, el cual influye de un modo
decisivo en sus hombres y el que, por su idealismo, pariente
cercano del misticismo español, un tanto alógico y oscuro,
encuentra mejor acomodo en la mentalidad íbera que el claro y
simétrico conceptualismo francés.
Por así decir, a grandes saltos, España llega en estos días
de la revolución, desde el siglo XVI hasta la plenitud del siglo XX,
en un pie de igualdad con lo más avanzado de Europa en
problemática filosófica, política, jurídica, artística, etc.
No negamos que para lo que venga en lo futuro de su
historia, semejante salto habrá de hacerse sentir duramente por
lo que implica de inmadurez y falta de ponderada gestación.
Pero es lo cierto que hay allí un auténtico proceso social, un
fenómeno colectivo sin artificios, cuando ha logrado dividir al
pueblo español en forma tan honda y por motivos, de ambos
lados, tan en vigencia en los tiempos modernos.
Porque, queremos expresarlo ahora, no debe olvidarse
que ninguno de los partidos que hoy luchan en la península, son
reaccionarios. No lo es el que está al lado del gobierno, pues
toda la ideología de izquierdas del siglo XX palpita vivamente en
él. Ni lo es el que encamina Franco, en el que igualmente alienta
toda la temática de derechas de los últimos días. Franco no es la
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contrarrevolución en el sentido de José De Maistre, esto es, “lo


contrario de una revolución”, sino hondamente, “la revolución
en contra” de la que venían instaurando las izquierdas.

En muy buena parte es cierta la afirmación de que sólo partiendo


de España se puede explicar América como fenómeno cultural.
Siguiendo aquélla en su tono y forma de desarrollo y estudiando
la manera como resuenan en América sus grandes problemas,
podremos comprender su retardado vivir en la época moderna.
Sólo esto nos daría cuenta de algunas cosas que diremos
enseguida y las cuales, quizás para ninguna nación de América
como para Colombia, quepa aplicar más adecuadamente.
Y es porque Colombia es el conjunto cultural americano
más definido y, por lo mismo, el más retrasado. Por más
definido está más cerca de la España que lo engendró y también
de la época en que esto ocurriera.
Grupos hay en América que son informes, y en los cuales
se preparan apenas las bases de un surgimiento cultural. Otros
existen seguramente adelantados, pero en los que se mezclan sin
forma y sin profunda conciencia social, los más recientes temas
e inquietudes con las maneras envejecidas hace muchos años en
latitudes europeas.
Colombia, en cambio, es un grupo con forma
perfectamente delineada y estructurada: no obstante las
diferencias, desde otro aspecto hondas, que separan a Nariño de
Cundinamarca y a ésta de Antioquia, Colombia disfruta de su
unidad cultural, comprobable en la similitud de inquietudes, de
conducta y sentido vitales.
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Pero Colombia no vive en los problemas de hoy. Vive


realmente en la forma de vida que recibió de España con la
conquista, ligeramente alterada por los movimientos
revolucionarios de la Península. Colombia es el siglo XVI

entrelazado con el siglo XVII; es la mezcla americana del


Renacimiento y del Barroco. En la mezcla está su autonomía
frente a España; pero en los ingredientes es España, y una
España en retardo.
Lo que viene a continuación, más que mostrar lo que
tenemos de épocas antiguas, busca esclarecer lo que le falta a
nuestro país, y a muy buena parte de América, para ser naciones
del siglo XX europeo. Europa tiene que seguir siendo todavía por
muchos años nuestro punto de referencia, hasta tanto que
América tome plena conciencia de su misión, lo que, para
ventura nuestra, creemos está empezando a ocurrir en estos
mismos días que vivimos.

*
Ciertamente en Colombia no ha existido nunca una escuela
filosófica; no poseemos trabajadores consagrados a estas
disciplinas, y lo que ha habido es episódico y circunstancial.
Pero sin que sea necesario compartir un relativismo
filosófico, pues bastaría un relativismo sociológico del saber
filosófico, la filosofía en su historia ha sido siempre la expresión
de una vivencia contemporánea, de un grupo de problemas que
las comunidades culturales poseen en un momento dado y que
los filósofos toman para someterlos a reflexión.
Y en este campo no es menester que vayamos más atrás
de Kant. De este filósofo en adelante podemos empezar a
comparar problemáticas.
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Es un hecho que no sólo en los albores del siglo pasado,


sino que ni en los de este siglo habríamos producido nosotros
algo correspondiente a Kant. Claro está que no me refiero al
hombre que poseyera la genialidad del maestro de Koenigsberg;
esto es una cuestión que no quiero estudiar ahora. Lo que
importa señalar es que no hemos tenido la urgencia de resolver
el problema de Kant, que hemos carecido de una ciencia
positiva, suficientemente robusta y madura, para que
necesitemos buscar los principios a priori que la presiden y la
condicionan.
Si no podemos producir el kantismo con su formalismo
frío y esquemático, menos daremos todos aquellos grandes
pensadores (o mejor, todo ese ilustre pensamiento) que adivinó
posteriormente al filósofo de las Críticas como su gran
contradictor, hasta llegar en estos tiempos a la fenomenología de
Husserl, al intuitivismo de Bergson o de Rauh.
En este último campo podemos ver lo que representan
Bergson y Husserl para nosotros. Extrañamente tienen que
llegarnos los clamores de estos filósofos contra el formalismo,
contra el conceptualismo que pretende tomar la realidad por
esquemas. No alcanzamos muy bien cuál sea el objeto de sus
críticas ni qué cosas combaten con tan grande estilo.
Para participar de Bergson nos sería necesario poseer una
ciencia particular, rígidamente disciplinada, por encima de la
cual fuésemos a buscar ese “élan vital” que aprehende toda la
redondez de la realidad, haciendo caso omiso de las tangenciales
que presenta la ciencia.
Para comprender en todo su vigor a Husserl precisaríamos
haber sufrido toda la fuerza del pensamiento filosófico post-
kantiano, para el cual los conceptos eran “construcciones” a
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priori. Necesitaríamos también del positivismo de gran forma,


con su afán y empeño exclusivista de describir la realidad
sensible. Sólo así comprenderíamos por qué Husserl quiere
hacernos ver la urgencia de retroceder hasta lo vivido espiritual,
mostrarnos cómo es tan descriptible como lo sensible y aun
mejor que él, y señalar cómo el concepto “constructivo” exige
en su base la vivencia de algo a priori, no ya formal sino pleno
de contenido objetivo.

*
Los problemas lógicos han quedado igualmente al margen de
nosotros. Hemos combatido el silogismo por mero espíritu
práctico o lo hemos defendido por pura afección sentimental. En
general, no hemos padecido la inutilidad del razonamiento
deductivo en nuestras exposiciones y para la demostración de
nuestras tesis. En consecuencia, no nos ha apremiado la
corriente, en otros tiempos reinante, del método inductivo, de las
generalizaciones pacientes tras una larga tarea de hipótesis y
experimentación. Y finalmente, también como corolario, vemos
con sorpresa el movimiento europeo, no sólo en el grupo de los
filósofos, sino en el de los científicos, insatisfechos del
inductivismo del siglo XIX, que regresa a la lógica tradicional,
conscientemente superada en todo lo que ella tenía de virtual
hostilidad al método inductivo.
Y lo dicho sólo se refiere a la vida de las ideas lógicas en
nuestro país. Que en cuanto al estudio teórico mismo, qué raro
es el que ha llegado, no ya a las muy agudas disquisiciones de
Husserl sobre la lógica del sin-sentido y la lógica del contra-
sentido, sino aun a las más ingenuas e inocentes, aunque no
escasas de finura de John Stuart Mill.
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*
No sentimos tampoco la urgencia metafísica. Por desgracia
prepondera el concepto vulgar de que metafísica es todo lo
ignorado, aunque no sea ignorable ni se deba ignorar. Pero en
círculos más elevados, el campo de la metafísica no es tenido
siempre como esa región de lo inexperimentable por principio, y
cuando se habla de metafísica se mezclan informemente en ella
lo naturalístico con lo místico.
Muy poco interesa distinguir entre los que conciben a Dios
como un mero ideal normativo, o los que lo tienen como un
valor de objetividad pero sin más realidad que la del valor, y,
finalmente, los que juzgan que es una existencia supratemporal.
La oposición entre alma y espíritu, tan largamente elaborada
por la filosofía hasta culminar en Luis Clagges, nos tiene sin
cuidado. Y así nos llenaría de admiración el que los filósofos
actuales ocupen largas páginas en mostrar cómo esa distinción
no es tan radical; cómo para muchos, ella no existe realmente...
Pasó sin que la viviéramos, la época en que se buscaba con
afán un fundamento inductivo para la metafísica. Y así apenas
entendemos aquí a los que, tras pregonar el fracaso de este
empeño, tratan de darle a la metafísica su objeto y su método
propios.

*
En igual mezquindad se encuentra nuestra vida ética. Nos hacen
falta los grandes caracteres morales que, en crisis ante la
necesidad de buscar un fundamento a sus prácticas éticas,
empujan la reflexión, ya sea hacia una moral utilitaria y
relativista, ya hacia el absolutismo de una moral formal de tipo
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kantiano, ya hacia el absolutismo apriórico, pleno de contenido,


de los valores éticos.
Por falta de una real vivencia de los problemas morales, las
doctrinas filosóficas en este campo son importadas y nos llegan
con lamentable retraso. Aún no se exponen, si no es
excepcionalmente, en las cátedras de ética, las teorías
axiológicas: el estudiante las mira como algo inaccesible, tal vez
pasajero, mera veleidad de filósofos en ocio; pero, lo que es más
grave, el profesor ni siquiera las desprecia: las ignora.
Así, pues, hemos quedado a un lado de todo ese mundo de
los valores, no sólo en ética, sino en estética, en lógica, en
derecho, valores cuya esencialidad no esté todavía
perfectamente delimitada, pero de los cuales, para todo el que
tenga algún sentido de lo histórico en el pensamiento filosófico,
ha de quedar una huella profunda en la filosofía del porvenir,
dada la intensidad y hondura con que las mejores inteligencias
de estos tiempos se ocupan de los problemas de ese orden.

*
En el campo de las ideas psicológicas fundamentales no vivimos
mejor. Los psicólogos apenas distinguen entre el estudio
metafísico del alma y el experimental de lo psíquico. Y si esta
distinción es consciente, no saben de la profunda crisis sufrida
en nuestros días por esa ciencia con las nuevas doctrinas de la
estructura. En realidad, nuestros psicólogos no se dan cuenta de
que participan radicalmente del asociacionismo o mecanicismo
psicológico, y si en algún caso toman un fenómeno psíquico en
su totalidad y tratan de comprenderlo así, rechazando la idea de
que pueda estar compuesto de elementos simples, lo hacen sin
pensar que en esta forma trastornan todo el método
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asociacionista. Pero esto ocurre cuando se tiene algún método;


que lo ordinario es que no se posea ninguno.
Y es porque tampoco contamos con una psicología
científica, por más particular que ella sea. De tenerla, por fuerza
de una necesidad filosófica inherente al espíritu humano,
habríamos producido ya las grandes hipótesis que en Europa
vienen, en sucesión temporal, disputándose el mundo de lo
psíquico.
Se lee a Freud como la última palabra en el pensamiento
psicoanalítico y se desconoce a Jung y a Adler... Y de ser
estudiados estos últimos, se les involucran sus doctrinas con las
del anciano vienés. O si por azar se advierte su antagonismo, se
juzga que va más allá de lo que puede ser realmente, siendo así
que son momentos dispares de una misma inquietud
fundamental de que todos esos grupos opuestos participan.

*
En sociología apenas hemos llegado al material. El tránsito de
una sociología de contenido y causalista a una sociología formal
y descriptiva; el paso de Durkheim y Levy-Brüll a Simmel y von
Wiessen y de allí a la gran síntesis de Max Weber, se ignora
entre nosotros con la más jubilosa de las inconsciencias.
Sociólogos hay que hacen mera historia, en el sentido de
conocimiento de lo valioso concreto del pasado. Historiadores
existen que pretenden que sólo hay historia cuando se logran
encontrar las leyes abstractas del devenir, devenir que
desaparece justamente en lo abstracto de sus leyes.
Nuestro marxismo se encuentra en la etapa primitiva en que
se creía que toda la doctrina del autor del Capital se sintetizaba
en esta simpleza: que el fenómeno económico causa y determina
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todos los restantes fenómenos culturales. Y por ventura esto se


sabe ahora, pues nuestros intelectuales de principios de siglo
suponían que Marx era un terrorista de baja ley.
Desde allí a las explicaciones prácticas, el marxismo
considerará ingenuamente nuestro momento social como a igual
altitud de los países de gran industria, o a lo sumo, como de una
estructura y desarrollo combinados. Olvidando que aun en el
mismo Marx se encuentran las posibilidades de interpretar
nuestra vida dentro de un concepto mucho más amplio que el
que le dan los adocenados vulgarizadores del filósofo de
Tréveris.

*
Y si de aquí pasamos al derecho, a nuestra vida jurídica, nos
sorprende cómo en esto, en lo que debiéramos poseer una
actividad más intensa, estemos en semejante estancamiento.
En primer término, nuestra interpretación del derecho
positivo es sencilla e ingenua. Nuestro positivismo jurídico, si
existe, es informe y sin estilo: no pasa de ser esa idea
sonambúlica consistente en sostener que ser positivista en
derecho es no admitir más norma jurídica que la que está
materialmente en la ley.
La distinción de Gény entre lo construído y lo dado en el
derecho, carece de vigencia entre nosotros por una razón
primordial: porque carecemos de escuelas jurídicas de gran
conciencia que hayan hecho sobre el derecho positivo grandes
hipótesis de trabajo, grandes construcciones jurídicas. En estas
condiciones, por falta justamente de un gran conceptualismo
jurídico, tendremos que vivir en forma muy mediocre las
recientes tendencias europeas con las que se busca retornar a la
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vivencia del derecho, perdida en el esquema, por medio de una


fenomenología jurídica que recibirá distintos nombres, pero que
en Gény, en Harriou, en Levy, en Gurvitch, en Petrasizky, en
Reinach, tiene una misma base fundamental sociológica, cual es
el exceso de sistematización jurídica.
La prueba está en que ha dejado de regir un código penal
entre nosotros y nadie recuerda una gran teoría fabricada para
entrelazar sus disposiciones. Y ya vamos sintiendo la necesidad
de reformar nuestro código civil, desgraciadamente no por
incapacidad comprobada de que el código vigente dé todo lo que
exigen los nuevos tiempos, sino por ineptitud en nuestros
juzgadores para ver en él lo que la reforma pretende implantar.
Esto explica también por qué nosotrs no haríamos nunca la
distinción stammleriana de concepto e idea del derecho. Porqué
también no reaccionaríamos hondamente contra ella en la forma
de Radbruch, ni menos aún en la de los fenomenólogos.
El hermetismo del derecho positivo a la manera de Kelsen
nos deja sin ninguna inquietud. Y si algo sabemos de él,
buscamos conciliarlo con la teoría de los móviles del derecho de
Ihering y la escuela francesa, como si Kelsen no hubiera sido ya
vigorosamente consciente de la imposibilidad interna de esta
conciliación en ese admirable estudio que él hace de la voluntad
jurídica como algo radicalmente distinto, en orden lógico-
jurídico, de la voluntad psicológica. Y como si esa conciliación
no llevase también a una conciliación con los datos biológicos o
físicos, en los casos en que la ley dice que se tomen ciertos
hechos como indicadores de otros; consultar a la física o a la
biología en estos casos, sería romper el orden jurídico, que
Kelsen estatuye como punto de partida para todo su
razonamiento. En el fondo de todas estas pretendidas
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conciliaciones se ha perdido de vista el problema fundamental


que Kelsen se plantea.
Los más fervientes partidarios de la doctrina de la soberanía
del Estado no ha sentido la urgencia de adoptar la doctrina del
reenvío o apropiación por el Estado de todas las normas del
derecho internacional. No les preocupa para nada la cuestión de
la primacía de un orden jurídico sobre otro, con lo cual es claro
que fundamentarían mejor sus opiniones y mostrarían tener
conciencia de ellas. Lo mismo podría afirmarse de los
internacionalistas.
Hemos defendido la teoría del abuso de los derechos y
pretendemos ingenuamente consagrarla en nuestra legislación.
Olvidando que con ello se destruye la esencia misma de esa
doctrina, que no puede ser otra cosa que un criterio
jurisprudencial, tan pronto destruído en cuanto se le estatuya
como ley.
En política no se corresponden nuestros partidos. No se
distingue entre régimen de libertad y régimen democrático, entre
el gobierno fuerte y el gobierno arbitrario. No vemos posible la
síntesis que se está operando ahora, o que se operará más tarde,
al pasar la crisis de estos días, entre las libertades individuales
privadas, el concepto de un orden público amplio y la estricta
responsabilidad de unos pocos en el poder. Tampoco
concebimos que lo arbitrario sea la falta de consecuencia entre el
antecedente y el consecuente de las normas jurídicas, y así
creemos que ella es imposible en un régimen popular y sólo
ocurre en un régimen fuerte, es decir, responsable.
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Otra ocasión tuvimos para mostrar∗ cómo en nuestro país no


ha habido realmente democracia; por una razón decisiva: porque
no hemos tenido una época de “ilustración”, de racionalismo
filosófico. Lo que hemos llamado democracia no es sino nuestro
laudable empeño en mantener el régimen jurídico, es decir,
nuestra aversión siempre firme y constante a la arbitrariedad.

*
Otros estudiarán e paralelismo de estos conceptos en la literatura, el
arte, las ciencias matemáticas, físicas y biológicas, campos en los
cuales no estamos a mayor altura de los que dejamos descritos.
Sí debemos insistir en que nuestras tesis sólo son válidas para los
grandes números, esto es, en el campo de los meros fenómenos
sociológicos culturales. No desconocemos, lo que sería insensato, que
existen entre nosotros quienes vivan en perenne sintonía de lo que
acontece en grupos culturales de mayor altitud. Pero ésos gozan de
una insularidad de dioses: no se les oye, ni tienen resonancia en las
grandes masas cultas.
Sería inepto y de una frescura que vendría a comprobar en mucho
lo que dejamos dicho, objetarnos en el sentido de que somos pueblos
jóvenes que no podemos poseer las grandes figuras que sólo producen
lo estados superiores de cultura milenaria. Aparte la necesidad de
distinguir en el concepto de juventud de los pueblos, quiero exresar
una vez más que no echo de menos al gran pensador, al gran político,
al jurista y al sociólogo geniales, sino al material humano con todas
sus inquietudes y problemas, que hacen posible el surgimiento de
aquellos hombres superiores, aunque de hecho muchas veces no
aparezcan.

Cf. C. Betancur, “Más allá de la realidad”, en: La Tradición, febrero de 1936, pp. 6-9. En este artículo,
preocupado también por la historia y el estado de la cultura colombiana, pero en su dimensión
política, el autor muestra cómo tanto la democracia moderna, como los gobiernos fuertes, son hijos
del racionalismo, y cómo en Colombia, no habiendo padecido nunca períodos racionalistas, y
sordos al ideal bolivariano de un gobierno fuerte, “tuvimos que rodar con nuestra democracia que
por no ser racionalista (...) es demagogia” (p. 8) [N. del E.].
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Tal vez la causa de todo esto sea entre nosotros la falta de honda
meditación filosófica. Porque, como se desprende de lo dicho, todo
aquello de que adolecemos, pertenece al campo de los primeros
principios en los órdenes del saber y de la acción.
En suma, lo que nos falta son las grandes crisis. Este concepto de
“crisis” como fundamental en la explicación de todos los grandes
acontecimientos de la historia, apenas ahora empieza a revelársenos.
Pero ya lo tenía escrito Nietzsche: “donde no hay caos no puede surgir
ninguna estrella”.

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