El Castillo negro en el desierto
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Reviews for El Castillo negro en el desierto
1 rating1 review
- Rating: 4 out of 5 stars4/5Buena idea, un poco inconexa al principio por la nula claridad de la procedencia de los niños, pero un buen relato de misterio para adolescentes...
Book preview
El Castillo negro en el desierto - Ana María Güiraldes
e-I.S.B.N.: 978-956-12-2717-0
1ª edición: abril de 2014.
Gerente editorial: José Manuel Zañartu Bezanilla.
Editora: Alejandra Schmidt Urzúa.
Asistente editorial: Camila Domínguez Ureta.
Director de arte: Juan Manuel Neira.
Diseñadora: Mirela Tomicic Petric.
© 1992 por Ana María Güiraldes Camerati.
Inscripción Nº 83.629. Santiago de Chile.
© 2014 para la presente edición por
Empresa Editora Zig-Zag, S.A. Santiago de Chile.
Editado por Empresa Editora Zig-Zag, S.A.
Los Conquistadores 1700. Piso 10. Providencia.
Teléfono 56 2 28107400. Fax 56 2 28107455.
www.zigzag.cl / E-mail: zigzag@zigzag.cl
Santiago de Chile.
El presente libro no puede ser reproducido ni en todo
ni en parte, ni archivado ni transmitido por ningún medio
mecánico, ni electrónico, de grabación, CD-Rom, fotocopia,
microfilmación u otra forma de reproducción,
sin la autorización escrita de su editor.
Índice de contenido
La arena cae de noche
Un piano y una silla frente a la luz
Vestido de seda y guantes de encajes
Una silla para abarcarlo todo
Cuando el viento no mueve los árboles
Una risa sonó como llovizna
En el castillo habrá un concierto
Clara está triste
Nadie cree en lo que teme
Un sótano para vencer el miedo
Hay que imaginar la luz
La luna tiene los ojos negros
Con los ojos cerrados no se escucha
Melisa en el claroscuro
Brillo de bronce, brillo de cirio
Luces en el vuelo de seda
Y el viento dejó caer su llovizna
A Rubén, José Ignacio, Ernesto y Sofía.
1
La arena cae de noche
El viento de medianoche se levantó desde el océano sin hacer ruido, cruzó la línea negra de los cerros, comenzó a sobrevolar el desierto, barrió las dunas, las transformó en remolinos y las dejó caer sobre el poblado en una llovizna seca.
Las luces de las ventanas se apagaron.
Los animales se refugiaron en los patios.
Cuando no se escuchó más que el sonido de la arena al caer sobre los tejados planos, cuatro niños salieron de sus casas y se juntaron en la calle. Caminaron silenciosos en la oscuridad hasta llegar a la esquina; miraron hacia atrás y se perdieron, veloces, en las sombras.
Uno de ellos llevaba de la mano a una niña, cuya trenza se movía de un lado a otro por la velocidad y hacía oscilar una bolsa que colgaba de su hombro; la animaban con frases entrecortadas y ella daba más velocidad a sus piernas.
Siguieron así hasta llegar al final de la calle. Las sombras se hicieron aún más espesas cuando se detuvieron frente al caserón abandonado.
A pesar de la altísima empalizada, se podían divisar muy al fondo los contornos empinados, los muros oscurecidos por el tiempo, las ventanas ojivales cubiertas de vidrios sucios y el techo formado por numerosos pináculos que simulaban torreones y torrecillas de distintos tamaños. Estaba al centro de un jardín tan extenso, verde y boscoso, que era un verdadero oasis en medio del pueblo.
Esa noche se veía más solitario, grande y oscuro que nunca.
Ramiro murmuró con voz solemne:
–Llegamos al Castillo Negro. ¿Alguien quiere volver atrás?
–Yo no, jefe –respondió Luis.
–Yo tampoco –siguió Tomás.
–Yo menos –murmuró la pequeña Clara.
–Está bien. Entonces tú, Luis, saca la tabla.
Luis, alto, delgado y nervioso, se adelantó hasta la empalizada, desprendió de su lugar la tabla marcada previamente por ellos mismos con un X negra, y la dejó caer hacia el jardín.
–Pasa tú primero –ordenó el jefe a Tomás.
El muchacho fornido y de ojos brillantes no dudó ni un segundo y metió su cuerpo entre las dos tablas. Había que deslizarse de lado, hundir el pecho, soportar la tensión sin respirar y pasar con un movimiento brusco.
Ramiro observó los esfuerzos de su amigo con impaciencia. Tomás apretó los dientes al sentir la presión de las tablas en su cuerpo y, sin hacer caso del dolor, pasó con un violento quejido.
–Ahora tú –ordenó.
El cuerpo de Luis pasó entre las tablas como si estuviera enjabonado y, al segundo, el niño envió una gran sonrisa a sus amigos desde el otro lado de la reja. Entonces, Ramiro, sin dejar de vigilar la calle, soltó la mano de su hermanita, que no se dejaba dominar por el entusiasmo, y ella se deslizó con la agilidad de un gato.
Finalmente lo hizo él. También era fornido y de hombros anchos; sintió el rasguño de las orillas de las tablas en su pecho, pero empujó con toda su alma y atravesó sin mover un músculo de su cara. De inmediato colocó la tabla en su lugar, la hundió en la tierra con fuerza, y miró a sus amigos.
–Yo iré adelante –dijo con voz firme–. Ustedes síganme sin hacer ruido.
–Sí, jefe –murmuró Clara.
–Sí, jefe –siguió Luis.
Tomás calló.
–¿Escuchaste? –preguntó Ramiro, mirándolo de frente.
–Sí –respondió el muchacho. Sus ojos tenían destellos de excitación.
Comenzaron a caminar el largo trecho que los separaba de la puerta de entrada.
Lo hacían en silencio, evitando casi respirar. La quietud los envolvía de tal modo, que el ruido de sus pisadas al tocar la hierba les parecía un sacrilegio; los movimientos pausados de los árboles eran dedos largos y oscuros que les advertían volver atrás. El viento dejaba caer arena sobre sus cabezas y ellos, por primera vez, la sentían. Pero lo que había sido un juramento solemne no podía ser estropeado por el miedo.
Caminaban con los ojos levantados hacia las formas puntiagudas del techo; recorrían con la mirada las ventanas, que no deban reflejos; movían las pupilas de lado a lado, para apropiarse de esa extensión oscura a la que se iban acercando. Y cuando llegaron a la puerta, ancha como la de la iglesia, atravesada en lo alto por un cristal roto, con tallados opacos de pájaros y flores, olvidaron todo lo que dejaban atrás.
El jefe hizo un gesto, y todos comenzaron a empujar la gran madera. Lo hacían con suavidad, para no romperla ni hacer ruido. Usaban uno de sus hombros, al mismo tiempo, con golpes rítmicos. La puerta vibraba.
Parecía que iba a ceder, pero se sujetaba más a sus goznes. Y cuando Ramiro empujó con más fuerza, pensando que no habría más remedio que romper por completo el vidrio superior y subir a Clara para que les abriera desde adentro, algo cayó y sonó en el suelo. Era una llave de bronce. Seguramente estaba colgada y escondida en alguna moldura de la madera. No se detuvieron a pensar demasiado: