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EL BICENTENARIO Y EL PROBLEMA DE LA INDEPENDENCIA EN COLOMBIA

Heraclio Bonilla
Departamento de Historia
Universidad Nacional de Colombia

1810, 1819, 1830 constituyen tres fechas cuya centralidad en la historia moderna y
contemporánea de la actual República de Colombia nadie, sensatamente, puede
desconocer. El problema, no obstante, consiste en el peso ponderado que se le asigne a
cada una de ellas, decisión en la cual, por razones obvias, se combinan tanto razones
académicas como, sobre todo, las valoraciones cambiantes que le otorgan los diversos
actores políticos y sobre las cuales, por lo mismo, será difícil alcanzar un consenso
general. Por otra parte, esas fechas, y con entera prescindencia del significado que se le
otorgue a cada una de ellas, constituyen los años fundantes de la nueva organización
que Colombia adoptó luego del desenlace de su subordinación colonial frente a la
metrópoli española. No obstante, incluso si se reconoce la importancia local de esas
fechas, es no menos importante constatar que lo ocurrido en Colombia entre 1810 y 1830
fue un proceso que hizo parte de un arco mayor de convulsiones sociales y políticas que
agitaron al conjunto del Hemisferio y que configuraron el ingreso de Colombia al
mundo moderno.

Los estudios sobre la independencia de Colombia son, por cierto, abundantes.


Incluso, hasta la década de los 60 del siglo XX, la inmensa mayoría de los estudios
históricos tuvo como agenda “la Independencia”, y, en el lenguaje de la época, la
curiosidad por las causas “externas” e “ïnternas” que la precipitaron, embellecidas con
atosigantes descripciones de los hechos de armas que la acompañaron. Las razones
apologéticas de esa historiografía son harto evidentes, lo que a su vez explica su nula o
escasa trascendencia. La “nueva” Historia, en Colombia, al querer hacer “tabola rasa”
del pasado o, por lo menos, de su registro, echó al “bebé con el agua sucia de la bañera”,
para utilizar la coloquial expresión francesa, en el sentido que prescindió por completo
del análisis de la “independencia” y de la crisis colonial en su agenda de
preocupaciones. El resultado de la trayectoria y de los cambios en la agenda de las
preocupaciones como resultado de esa inflexión introducida por la “nueva” Historia, es
que el conocimiento sobre esta fecha fundante es nula, o casi nula, con las obvias
implicancias que tiene esa ignorancia para una comprensión más adecuada de la
trayectoria seguida por la sociedad colombiana en los siglos XIX y XX.

El juicio anterior merece algunas precisiones para evitar su rápida y superficial


descalificación. No es que no se sepa nada, reitero, sobre el proceso de la independencia,
si por “saber” se entiende la acumulación de informaciones cuyo derrotero y
racionalidad siguen siendo un enigma. Como no es menos cierto que en las dos últimas
décadas, la historiografía colombiana no ha dejado de realizar importantes
contribuciones sobre algunas dimensiones significativas de ese proceso. Pero el balance
de ambos esfuerzos, el antiguo y el nuevo, es decepcionante: lo antiguo porque la
descripción no está acompañada de análisis, y lo nuevo porque es parcial. Y cuando se
intentaron esfuerzos totalizadores, éstos terminaron encerrados en una dicotomía
absurda: que la “independencia” o fue más de lo mismo, o que fue el inicio de un
proceso radicalmente nuevo. Ahora se sabe que no fue ni lo uno ni lo otro, pero que esa
continuidad en el cambio, o ese cambio en la continuidad, más allá de la retórica,
aguarda el diseño de una explicación convincente. Y como ese diseño no puede ser
construido en el vacío, o a través de un proceso de reciclaje de lo poco, o de la nada, que
se conoce, la única forma de elaborar esa explicación radica en la realización de un
conjunto de investigaciones sobre la coyuntura de la independencia en Colombia. Esas
investigaciones, para ser aún más preciso, deben estar orientadas a reemplazar la
ignorancia y el sentido común existentes por conocimiento nuevo sobre aquellos

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procesos y problemas significativos de la coyuntura de la independencia, formulados a
partir de un inventario exhaustivo de lo que se conoce sobre la misma. En otras
palabras, el “Bicentenario” es una fecha oportuna para promover esas investigaciones,
en los términos que se acaba de precisar, y en modo alguno debe ser una coartada para
pensar Colombia en su efemérides, o un espacio para ser cubierto con propuestas que
traducen el delirio y las fantasías de sus autores, y que poco o nada tienen que ver con
los graves y profundos agujeros en el conocimiento del proceso de la independencia
como tal.

1810, 1819, 1830 son fechas, es decir, acontecimientos. Pero como los
acontecimientos no hablan por sí mismos, las investigaciones deben estar orientadas al
análisis de la fuerzas que los provocaron, en el corto y en el largo plazo, así como las
consecuencias de esos acontecimientos, igualmente, en el corto y en el largo plazo.
Además, esas fuerzas no fueron sólo internas, sino que se dieron en el contexto de una
transformación radical que provocó el nacimiento del mundo moderno, de la misma
manera que ellas no fueron episodios aislados, sino que hicieron parte de una
concatenación, de tal modo que la inteligencia del proceso implica el establecimiento de
lazos significativos entre el antes y el después.

En ese contexto, las premisas que informan la convocatoria a este programa de


investigaciones son las siguientes. En primer lugar, la coyuntura de la “independencia”
fue el resultado de las transformaciones que la dinastía de los Borbones implementó en
la península y en sus colonias con el fin de alcanzar la modernización de su sociedad y
de su economía, y que si bien fueron efectivas en el corto plazo para España, terminaron
produciendo como contraparte el desarreglo de la configuración delicada de las piezas
del “pacto colonial” elaborado por los Austrias, y cuya expresión más significativa fue lo
ocurrido en el Socorro en 1781. En segundo lugar, nuevamente en España, el denso y
complejo proceso que va desde 1808 hasta 1824, pasando por la organización de las

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Juntas, la convocatoria a las Cortes, la promulgación de la Constitución Liberal de 1812,
el retorno de Fernado VII en 1814 luego de 6 años de cautiverio, la revocación de la
Constitución en 1814, la rebelión de Riego en 1820, la instauración del absolutismo en
1824 y la persecución de los liberales, fueron otra serie de acontecimientos que
terminaron con el descoyuntamiento del Príncipe, es decir la figura central que según la
filosofía política dominante en ese momento, era la encargada de mantener la cohesión
de ese frágil sistema. Una divertida versión contemporánea de la historiografía española
se ha encargado de trasmitir el mensaje que esos acontecimientos fueron la razón
esencial para que estos “reinos” ultramarinos buscaran su “autonomía”, y que esa
coyuntura fue igualmente decisiva para que la modernidad política se instaurara en
estos pagos, afirmación que implica cancelar de un plumazo la dimensión colonial de la
realidad americana y del peso decisivo de las armas, del ejército, y de la destrucción.
España, entonces, cuenta, pero a su vez lo ocurrido en España en esa coyuntura decisiva
no fue sino la condensación de un proceso europeo y norteamericano, donde las
revoluciones americana y francesa fueron sus acontecimientos emblemáticos.

En Hispanoamérica, por otra parte, es decir en las colonias que España tuvo en
esta parte del mundo, y más allá de aquella retórica que las alude como “reinos”, la
alusión al “bicentenario” puede llevar a pensar a mentes no educadas que la cancelación
de la condición colonial de la actual Colombia se produjo en 1810, y no antes como
tampoco después. Esa ilusión debe, por cierto, ser disipada y en su reemplazo deben ser
propuestas las coordenadas para la inteligencia de 1810, o de cualquier otra fecha
análoga. Colocar esas coordenadas no significa otra cosa que situar el acontecimiento
dentro de una estructura significativa, para evitar confundir las burbujas del jabón con
la profunda y enigmática realidad que la trasciende, como el viejo Braudel en sus años
de entusiasmo proponía.

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Para nuestra agenda, lo anterior significa, además de las premisas que se
mencionaron antes, el reconocimiento que acontecimientos dramáticos como los de la
independencia no hicieron sino revelar las crispaciones de la estructura subyacente del
conjunto colonial, y el cual obviamente no se reduce al Nuevo Reino de Granada. Y que
esas crispaciones, además, se produjeron desde mucho antes de 1810, y que además
tuvieron variaciones regionales significativas por la sencilla razón que ese Nuevo Reino
era un compuesto profundamente diverso y heterogéneo, carente de las matrices
económicas y políticas que en otros contextos coloniales, en la misma América,
aseguraron una precaria cohesión y estabilidad. Por lo tanto, la explicación de 1810
encierra por lo menos una doble dimensión que la contextualiza: una temporal y otra
espacial. La primera señala a todas las crisis políticas y sociales antes de 1810 en el
Nuevo Reino; la segunda a esas mismas crisis, pero que estallaron en espacios que van
desde Nueva España (México) hasta Charcas (Bolivia). Si algún incrédulo quisiera
refutar este argumento, sería deseable sugerirle que leyera las cartas y las proclamas de
los actores de 1810, para no mencionar la monumental obra de Bolívar quien sí sabía lo
que estaba haciendo, a diferencia de muchos ilustrados historiadores contemporáneos.

Pero, a su vez, 1810 en Colombia hace parte de un complejo proceso y cuyos


extremos temporales, para referirme sólo al corto plazo, fueron la rebelión de los
comuneros en el Socorro (1781), por una parte, y la fragmentación de la Gran Colombia
(1830), por otra. Y en el medio, regístrese la trascendencia de estos otros
acontecimientos, escrita en clave de la añeja historiografía: las Juntas de Santafé y el
incidente del “Florero”, la diversidad de Constituciones, la patria “boba”, las
innumerables guerras entre leales y disidentes, las marchas y contramarchas de Bolívar
y de Nariño, la “reconquista” de Pablo Morillo, Haití, Boyacá, Pichincha, Junín,
Ayacucho…No se trata, otra vez, de reescribir de nuevo el relato de estos episodios, por
importantes que sean en sí mismos, sino de reconocer que cada uno de ellos impuso
modulaciones contradictorias en un proceso que estuvo lejos de ser lineal. Como

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también que fue diversa y opuesta, en estos varios momentos, la acción de clases,
estamentos, grupos, instituciones, actores.

El desenlace de 1810, por otra parte, debe ser pensado en el corto y en el largo
plazo. En el corto plazo la experiencia de la Patria “Boba” y el descalabro de la Gran
Colombia en 1830, dicen con elocuencia los malentendidos que abrigaba la idea del
nuevo orden social y político que tuvieron quienes promovieron el cambio. En el largo
plazo, desde la transición al orden republicano en la primera mitad del siglo XIX y toda
la trayectoria entera del proceso colombiano en los siglos XIX y XX, constituyen un
espacio privilegiado para calibrar las tensiones derivadas del encuentro entre una
matriz colonial perdurable y las promesas que portaban en vilo los acontecimientos del
20 de julio de 1810. Entender el melancólico desencanto con ese proceso supone evaluar
las múltiples inflexiones que la historia registra desde 1810 hasta el presente como,
también, los heterogéneos relatos, nacionales y locales, que intentaron dar sentido y
racionalidad a la memoria colectiva en construcción.

Lo descrito anteriormente no son sino unos cuantos hitos significativos en el


complejo proceso de la independencia. Lo que se trata ahora, por consiguiente, es
construir una agenda que contenga los problemas significativos que encierran cada una
de estas fases y en cuya formulación, la de los problemas, sería deseable que se mostrara
el encadenamiento de múltiples variables, las de corto y largo plazo; las institucionales,
desde el cabildo hasta el ejército y la iglesia: las étnicas, de género y de clase; los sueños
y los imaginarios de los actores; las adscripciones territoriales de región y de pueblo; las
económicas, con los costos de la dimensión colonial y la destrucción de la guerra; las
motivaciones intencionales y no intencionales, a corto y a largo plazo de sus actores; la
importancia central del Rey y de la Religión en la vida y en el imaginario de sus
vasallos. Preguntas, además, que aludan a los vacíos en el conocimiento, y que
abandonen esa secular obsesión que todo este proceso tuvo como único referente a la

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España imperial. Si Cartageneros y Samarios se enfrentaron con la virulencia que lo
hicieron, después de todo, sería un triste consuelo explicarlo por una pedestre
afirmación que querían ser más fieles al Rey que los otros y, a fortiori, que si los negros
del Patía y los indios de Pasto pelearon con el encarnizamiento que se conoce, fue
porque veneraban a don Fernando VII……La indagación cuidadosa de la historia local
de esos conflictos encierran las claves de una visión más inteligente y comprensiva.

Junio 10 de 2007.

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