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Testimonios de vida
Cuadernos del Consejo
de Desarrollo Social 2
Consejo Ciudadano
Prólogo
Antes de leer
Retablo de Emilia. 17
Emilia Bernal Posadas
Ojalá. 22
María Antonia Estrada Pantoja
¿Qué le platico? 39
Felipa Rangel Torres
Tres mentiras. 42
Ma. Magdalena Mireles Valdez
¡Para eso me pinto sola! 44
María Santos García Carranza
Las lluvias. 52
Agustín García
Carta al padre. 55
Jerónimo Amaya Martínez
La sombra y el fuego. 62
Reynalda Pérez Alonso
Dilemas. 64
Enriqueta Vélez Rodríguez
Lugar fijo. 71
Tomasa Guel Peña
El buen destino. 73
María del Carmen Cerecero Rodríguez
Cotidianas. 77
María de la Luz Durán Martínez
La perseverancia. 79
Guadalupe Ortiz Benavides
Casa de tulipanes. 82
Francisca Ortíz
Lo antiguo y lo moderno. 83
Margarita Arriaga Jaramillo
Trayectoria de Ricarda. 85
Ricarda Escanamé Zamora
De minero a talabartero. 87
Gilberto Martínez Arámbula
Destierro y raíces. 89
María de los Ángeles Balderas Carranza
La buena educación. 91
Francisca Hernández
Melancolía. 95
María Usuna García
Golpes. 97
María del Carmen Juárez
Amor...¿perdido? 100
Leocadio
Las personas se revelan a sí mismas a partir del lenguaje, son geografías que
se abren y posibilitan la mirada de los contornos de la tierra, descubren el lugar
donde nacimos, la lengua que hablamos, lo que somos y sentimos. Las historias
orales ofrecen el conocimiento de lo propio y actúan a manera de espejos,
permitiendo que afloren las identidades, los ritmos suaves y sus armoniosos
encuentros.
Encuentros que son vida y se imponen en cada uno de los relatos de forma única
e irrepetible, construyen culturas, costumbres y tradiciones, y aparecen inmersos
en los testimonios de hombres y mujeres que van tejiendo sus recuerdos, éxitos
y fracasos, con imágenes del devenir de la existencia que asoman como huellas
en sus rostros cansados y sabios.
Este libro registra la diversidad de las emociones, las luchas y carencias de los
adultos mayores y representa un legado para las generaciones futuras, pues
revela los caminos sobre el pasado y el futuro de lo que somos y fuimos,
introduciéndonos en universos plurales de lazos imperceptibles, con voces que
nos invitan a entablar un diálogo sobre lo humano.
El registro de sus voces se hizo por medio de entrevistas con preguntas abiertas
en las que poco a poco, a través de sus respuestas, nos encauzaron para
adentrarnos en un mundo que aunque parece que hace mucho tiempo se esfumó,
aún palpita en sus evocaciones y en sus corazones.
Número suficiente para penetrar en el mágico mundo del recuerdo que atesora
miedos, ilusiones, angustias, esperanzas y un sin fin de afecto que sustenta a
nuestros ancianos y que están dispuestos a compartirnos porque están cansados
de permanecer en el anonimato.
Se muestran un poco nerviosos al recordar su vida en San Luis Potosí: "Era una vida
muy tranquila, muy diferente a la de la ciudad", comenta doña Tere, como le dicen de
cariño sus vecinas. "Aquí vive uno a la carrera, hay mucha presión. Uno sale a la calle
con miedo, con desconfianza".
Testimonios de vida 13
"En el 86 lo perdimos todo", responde don José cuando se le pregunta por qué dejó la
colonia Guerra: "Hubo una inundación. Se lo llevó todo, todas las casas de la colonia.
Se inundó todo, todo se llenó de lodo y agua; entró como un metro de lodazal en la casa,
se echaron a perder todos los muebles...todo se lo llevó el agua y el lodo, no nos quedó
ni una garra buena".
Por su parte, doña Tere afirma: "Gracias a Dios, mi marido ya estaba construyendo una
casa en la Piloto, una casita que un compadre le vendió, pues lo que pasó, ni modo. Nos
cambiamos para acá (para la colonia Unidad Piloto) y, sí, al principio batallamos mucho,
pero ahorita estamos bien". El cambio de domicilio les afectó mucho. En la colonia Guerra
conocían a mucha gente; en la Piloto, en cambio, fue empezar de cero: "No había casi
nada de gente, nada estaba pavimentado, batallamos mucho, no había ni agua ni luz,
nada de nada; usábamos pipas del Municipio para poder tomar agua", platica don José
algo intranquilo. "Había casas de cartón y de lámina, unos cuantos jacales y nada más...
Estaba muy ralo de casas", complementa doña Tere.
A pesar de las dificultades, la casa ya era suya y no tenían que pagar renta; don José
encontró trabajo en Obras Públicas del Municipio de Guadalupe y las cosas mejoraron
poco a poco. "La vida estaba difícil, tenía que trabajar mucho, nada de vacaciones ni
nada de descansos, muchos hijos: tiempo extra...", comenta entre risas don José.
Al principio, no les gustó la colonia ni la ciudad: "Para empezar, no había ningún servicio,
ni transporte ni accesos a las cuadras; además, ahora hay muchos problemas aquí. Me
acuerdo de mi casita en el campo: me gusta mucho el campo y las matas", expresa doña
Tere. A pesar de todo, con el tiempo se fueron adaptando; la colonia creció y su familia
también. Ahora, con 12 años de jubilación, don José menciona orgulloso los nombres
de sus 33 nietos: "A veces, cuando todos se juntan, no caben ni en la casa". La familia
de don José y doña Tere ha sido una familia muy unida, desde que viven en la Piloto no
se han separado. Siempre están en contacto y todos los domingos se reúnen.
"Ahora las cosas parecen estar bien; faltan muchas cosas, pero parece que van a estar
bien. Hemos batallado y sufrido mucho, pero yo estoy agradecida con Dios", comenta
doña Tere cuando se le pregunta lo que espera del futuro. Para ellos la vida en la ciudad
implicó muchas dificultades; no obstante, confían en que sus experiencias sirvieron para
educar a 12 hijos y consolidar una familia que aún lucha y se esfuerza por lograr una
vida mejor.
Testimonios de vida 15
"Los doctores nos decían que era una cosa muy fuerte la que ella sintió. Sintió un
sentimiento muy fuerte porque ella quería nomás ser la única, y ver a otra hija que él
tenía, pues ella sufrió mucho. Y pues luego fueron sus desmayos. Se desmayaba a cada
rato...Iba al panteón. Iba porque cuando se desmayaba y volvía en sí, se acordaba de
su madre y la iba y la veía.
"Y ella dondequiera se caía, se quemaba. Estaba haciendo tortillas y se caía arriba del
comal; se quemaba con los frijoles. Tanto así. Siempre estuvo enferma, sus embarazos
de ella, cuando nos tuvo, fueron muy fuertes porque se desmayaba. Yo tengo un hueso
saltado porque se cayó cuando estaba embarazada de mí. Y dicen que si me duele, y
no me duele, porque -hace pausa y jala el cuello de su blusa para mostrarlo- es el puro
hueso de cuando estaba embarazada de mí".
Resolanas
La forma del techo cambia la intensidad del sol y la luz que sigue iluminando el rostro
de María Graciela cambia de nombre: ahora se llama resolana.
La tarde en que platicamos la luna podía verse antes de que cayera el sol.
Hace 15 años la señora Emilia llegó de Tanque del Alto, Zacatecas. Llegó con siete vacas
y los primeros años vivió de la venta de leche y queso; sin embargo, la enfermedad de
su esposo era tan demandante que dejó de atender aquel negocio. "Me vine porque mi
señor estaba enfermo. Mis hijos le hicieron la lucha y lo trajeron ahí (refiriéndose a la
colonia), pero Dios no los ayudó. Él se fue: murió hace 13 años".
A sus 84 años vive sola en la colonia San Gilberto, de Santa Catarina. Es madre de ocho
hijos y comenta sentirse sola. Dos de sus hijas viven fuera de Monterrey: "Ellas tienen
que atender ante todo a su familia, por eso las llamo mujeres ajenas". De sus cuatro
hijos varones, se queja, ninguno le hace caso: "Ellos se fijan sólo en la caguama".
Con una expresión de nostalgia en sus ojos y una sensación de soledad, recuerda su
boda a los 16 años. Asegura extrañar mucho a su difunto marido: "De mi marido yo no
me quejo, fue muy buen hombre. Hasta que me muera dejaré de acordarme de él". Su
matrimonio lo tiene como lo mejor de su vida; evoca el trabajo en pareja y, una vez más,
se acuerda de aquel negocio en la cría de ganado, donde tantos días trabajaron juntos.
Considera haber sido muy feliz, aunque eso quedó en el pasado. Desde la muerte de su
marido no siente gusto por nada. "Ni por el radio ni por la televisión", y rescata acaso
los viajes que hacían cada año a San Juan de los Lagos.
"Ahora no me siento feliz de ninguna manera. Quisiera que mis hijos fueran hombres
buenos, que no anduvieran nada más de borrachos; borrachos no van a la casa, no
quiero que estén averiguando conmigo.
Testimonios de vida 17
En el presente, su preocupación más fuerte son sus hijos; los vicios que padecen la
angustian, aunque tiene una esperanza: admite que, a pesar de su manera de beber,
nunca la han dejado sola: "Yo no tengo que decir nada de mis hijos; les digo 'mira, hijo,
esto', y ya me dan la mano".
Ha pasado muchas tardes tejiendo y bordando; las telas y prendas que elabora van poco
a poco apilándose en casa, aunque algunas las destina a los nietos. Ella se siente útil
así; la aguja que mueve entre sus dedos parece contrarrestar a la del reloj. Las tardes
en que no teje se reúne con una amiga, la única, por decisión: "Aquí no tengo amigas,
ni en el pueblo tenía; a mí no me gustan mucho esas cosas".
La soledad embarga la casa de la abuela. Dice que, a veces, el agobio no la deja dormir;
luego se harta, y este hartazgo es una resistencia, una manifestación de vida, de querer
estar bien y en paz: "Luego ya me impaciento y me digo, ¿qué estoy haciendo pensando
tanto mugrero?, y me doy vueltas en la cama".
"El 10 de mayo -apunta antes de despedirse- lo pasé yo sola; estaban ellos (sus hijos)
en la creencia de que estaba yo con mi hija la del rancho, y ella pensaba que aquí estaban
ellos...de modo que lo pasé sola".
Entonces menciona que quiere volver a su pueblo, "nomás porque no tengo familiares
allá, si no me iba", que le gustaría mucho volver a vivir otra vez sus primeros años de
vida.
Testimonios de vida 19
Florentino la interrumpe y cita la ocasión en que Galindo encajó una lanza en el
pie de su madre, por aquellos tiempos en los que ella lavaba y planchaba ajeno.
Balvina nació en el año de 1899 en una familia de siete hermanos y, durante su
infancia, vivió la Revolución. Vio a los bandidos robándose mujeres a caballo; vio
matarse entre sí a los hombres sospechando la traición; vio a unos colgar,
victoriosos, el cadáver de los otros bajo la sombra de los árboles.
Tras 1965 vino la segunda vuelta a Veracruz y ésta trajo un segundo esposo para
Balvina, con el que no tuvo hijos. En el plazo de los 10 años siguientes, Florentino
fue vendedor ambulante, empleado en la Comisión del Agua, artesano del barro
y minero. Por iniciativa de un amigo, llegó con su madre a Monterrey en el año
de 1975. Su primer empleo en Nuevo León fue como velador.
Poco más tarde y cerca de ahí, Juan Corpus, hijo de Aniceto Corpus (dueño de la
colonia La Marina, hasta hace poco ejido), trató con ellos el terreno sobre el que
hoy viven. Dicen que nunca se han acostumbrado al frío de Monterrey, que a
veces los despierta y que, otras veces, no los deja dormir el hambre.
La Marina es un lugar desértico y sin relieves donde el viento no encuentra con
qué detenerse. Hace poco la fiebre y la gripe tuvieron en cama a Florentino
durante dos años. No le caía el lugar, confiesa Florentino, "cuando alguien está
muy cerca de Dios, el espíritu le pone a prueba; si no soportas la prueba, Dios
te abandona, o, más bien, tú lo abandonaste a Él. Ésos fueron días de prueba
para mí".
Hace 24 años que Florentino conoció la palabra de Dios a través de los Testigos
de Jehová; Balvina, en cambio, tiene sólo 12 de haberse convertido. Pero no sólo
ha sido Dios el que le ha hecho vivir tanto tiempo.
Testimonios de vida 21
Ojalá
LA ALIANZA, SECTOR Q
La señora María Antonia Estrada Pantoja, mejor conocida como Toñita, vive en
una casa que le compraron sus ocho hijos en el sector Q de la colonia La Alianza,
donde ya lleva dos años. Sin embargo, no es la única casa en la que ha vivido.
Su itinerario habitacional la llevó a recorrer colonias como la Progreso, Pedro
Lozano, Central, Provileón y Mirasol; también vivió un año en la Granja Sanitaria,
como antiguamente se le conocía a la actual Nueva Santa Lucía.
A pesar de las carencias que padeció, aprendió a ser feliz desde su infancia.
Recuerda que su padre sólo la dejaba salir los domingos por la tarde al cine. A
la corta edad de 15 años, comenzó a laborar como empleada doméstica; se pone
seria cuando nos confiesa que todo el sueldo se iba a manos de su padre. La
dureza de la administración paterna la describe Toñita en la siguiente frase: "Él
sabía si me compraba ropa o zapatos, o lo que fuera: pero yo se lo daba todo".
Testimonios de vida 23
Yo no quería venir, pero me convencieron
LA ERMITA
Preguntamos por su edad. Hizo cuentas mentales y dijo tener 89 años. "Pues tal
vez tenga más o menos años, porque en ese entonces no te registraban; por ese
entonces era la Revolución y la guerra...Entonces, pasaba mucho tiempo".
Su historia laboral inició en su natal Nieves. "Me crié como sembrador; después,
en la yunta, cuidaba a los animales". Nos comparte la historia de algunas calles
y de algunas casas en las que, con gran esfuerzo, trabajó. Ofrece una etapa más
de su juventud que, a juzgar por la dureza de sus manos rugosas con las que
lanza ademanes mientras habla, se adivina de largas jornadas: "Allá en el pueblo
se hacían casas de adobe, y también empedrábamos las calles; no como aquí
con mezcla, sino con piedra: en el cerro se dan piedras bonitas".
"Allá no hay en qué llevarlos (a los muertos), a menos que se tope uno con una
camioneta y le den un aventón. Nos tocó cargarlo entre cuatro, pero como había
muerto de algo como cáncer, iba escurriendo algo. Terminando, nos fuimos a la
cantina más próxima y nos echamos unos traguitos para olvidar la sensación y
ponerle punto final a la sed, al cansancio y al sentir...Hasta en la espalda nos
echábamos a los muertos".
La vida sigue. Recién cumplidos los 82 años de su esposa, festejan las bodas
de oro. Está orgulloso, feliz; admira a su compañera de toda la vida, como le
llama: "Mi compañera no para: si ella estuviera aquí, ya andaría barriendo, lavando;
si no fuera por ella, ni plantitas tendríamos. Es mi compañera de toda la vida".
Esta tarde ella no se encuentra, pero él ya quiere que esté aquí.
Testimonios de vida 25
San Ignacio en la memoria, por la mañana
LA ERMITA
Testimonios de vida 27
Para remar río arriba
UNIDAD PILOTO
Fue en el año 1986 cuando llegó a la casa de un tío en la colonia Díaz Ordaz; en
todo momento lo acompañó su hermano Dionisio Rodríguez. A sus 44 años,
casado y padre de nueve hijos, llegó a Monterrey para trabajar en la obra.
En la calle Francisco Sarabia número 4555 de la colonia Unidad Piloto, vive don
Félix; su casa es de un piso, de barandal blanco con fachada de color crema. Por
las tardes acostumbra sentarse en un tronco improvisado como asiento, siempre
con su inseparable perro chihuahueño -apenas alguien se acerca a don Félix, el
perro comienza a ladrar; él lo ve y tranquilamente le frota la cabeza. Don Félix
es una referencia inmediata de la calle Francisco Sarabia; la mayoría de la gente
lo conoce, aunque él mismo dice: "Casi no me gusta salir de la casa, no me gusta
andar compadreando ni andar en la calle", pero quien transita por esa calle lo
saluda. "No tengo ni amigos ni enemigos en la colonia, todo está tranquilo".
Por lo pronto está desempleado, toda su vida trabajó sin Seguro Social y no tiene
pensión; sus hijos le ayudan: El grave problema económico que vivió en su niñez,
fue una de las circunstancias por las cuales tuvo que dejar el tercer grado de
primaria, para después terminar por salirse y jamás regresar; las cosas, como
él comenta, se daban así: "No había oportunidad de estudiar en el ejido, no había
nada; mis papás no tenían dinero, así que yo decidí salirme de la escuela para
trabajar, para ayudarles". Don Félix sabe leer y escribir y quiere que sus nietos
estudien y se preparen para que sean personas que no batallen: "Las cosas se
van a poner cada día más difíciles, hay más gente y más cabezas; antes uno
podía andar muy tranquilo en las calles, ya no: la situación va empeorar con el
tiempo". A pesar de esto, las esperanzas de seguir viviendo con el objetivo de
ver a sus nietos crecer y superarse, alimentan la alegría que transmite al caminar
por la mencionada calle; sabe que la vida es difícil, a él le tocaron muchas
adversidades, pero confía en que su familia conseguirá una vida mejor, lo mismo
que la colonia. Después de todo, él lo sabe,"la gente que se viene a vivir acá a
la Piloto es gente de ejidos que viene para trabajar, para vivir mejor y sacar a su
familia adelante".
Testimonios de vida 29
En casa con doña Coy
LA ALIANZA, SECTOR Q
Recuerda a los animales de carga subir y bajar del cerro arreados por su papá;
recuerda que su mamá se encargaba de que ella y sus hermanos aprendieran a
ayudar. Cursó primero de primaria y rápido aprendió a leer; luego dejó la escuela
para cuidar niños en una casa ajena y poder ayudar en la propia. Ella misma
todavía era una niña.
Por eso, y porque las personas se dan cuenta de esta actitud que caracteriza tan
bien a doña Coy, a su casa asiste mucha gente de la colonia a platicar con ella
o con don Pedro o con cualquiera de sus dos hijos; y a estos vecinos que la ven
con cariño doña Coy los considera también como sus hijos. A sus 73 años, niños
y adultos la llaman mamá.
Testimonios de vida 31
One beer, please Un beisbolista que aprendió a hacer casas
LA ALIANZA
A don Pedro siempre le gustó beber. Tomaba todos los días después del trabajo,
llegaba a consumir hasta 20 cervezas en un día y, a pesar de ello no faltaba a
trabajar al día siguiente. Se le veía tan fresco como si la noche anterior no hubiese
tomado nada. Para este contratista y albañil en activo, fueron 40 los años de
bebida diaria; justo al cumplir los 66, repentinamente, cesó de beber: "Dejé de
tomar porque me hizo mal; estuviera riquísimo si no hubiera tomado
nunca, aunque no dejo de estar contento con lo que Dios me dio".
Doña Coy lo interrumpe y nos aclara que don Pedro ha sido un hombre de carácter
fuerte; recuerda que aunque lo vio ebrio en muchas ocasiones, nunca se peleó
por este motivo ni mucho menos llegó a ser agredida por él, ni con insultos ni
con golpes. En su infancia Pedro fue boxeador, entrenó duro pero eso no lo hizo
peleonero ni tampoco un pugilista profesional, aunque sí comenzó a mostrar las
cualidades deportivas que más tarde aplicaría en el béisbol.
Tercero de 10 hijos, siete hombres y tres mujeres, Pedro fue un niño de campo
cuyo destino inmediato fue trabajar desde temprano en la siembra; era tan
pequeño que no alcanzaba a coger bien el arado, pizcaba maíz y sembraba frijol.
A sus 13 años, provenientes del rancho San Juanito de los Riveras, la familia
emigró a Cedral, San Luis Potosí. Fueron cuatro o cinco años los que se pasó en
esa ciudad trabajando en las labores de riego del tomate, cebolla y chile.
Pero lo verdaderamente duro en aquel año fue la muerte de su padre; no fue fácil
soportar la pérdida: "Yo sufrí mucho de niño; a los 13 años quedé huérfano,
mataron a mi papá porque le tenían envidia en Cedral".
Ante las carencias, lo poco que les pagaban, la escasez de lluvias y la crisis en
el campo, su familia se vio obligada a emigrar por segunda vez, en esta ocasión
a Monterrey: "Todos nos acostábamos juntos en un cuarto de ocho metros
cuadrados; no teníamos nada, vivíamos en la colonia Niño Artillero, pero poco
a poco se fueron casando mis hermanos y la casa se comenzó a vaciar".
Tras vivir en varios lugares, terminaron por asentarse en la colonia Los Altos, allá
por el rumbo entre Cumbres y Cedros, zona precaria para vivir, sin servicios y
repleta de paracaidistas. Este sitio le permitió fincar una buena construcción,
misma que hace 10 años vendió para comprarse dos propiedades: la casa que
ahora habitan en el sector San Rodolfo de la colonia La Alianza, y una casa en
Fomerrey 110 para uno de sus dos hijos, el varón.
A partir de 1946, antes de casarse, don Pedro trabajó de mojado por temporadas
en Estados Unidos. Trabajaba un tiempo en el extranjero y otro tiempo viajaba
a Cedral; en ese entonces, comenzaba a visitar Monterrey. Fueron seis temporadas
largas las que estuvo en la Unión Americana; Pedro vivió y trabajó en el lado este
de Texas, en el oeste en Lubbock, anduvo por Louisiana, Arkansas, Missouri,
Illinois y Georgia. Como muchos migrantes que sólo trabajan y se comunican
entre ellos, Pedro no aprendió inglés; por necesidad, aprendió una sola frase en
aquel idioma: "One beer, please".
En ese país don Pedro trabajó también en el campo, y en sus momentos libres
descubrió su mejor pasatiempo, además de la cerveza. Como jugaba bien al
béisbol, pedía oportunidad en los campos de juego dándose a entender como
podía con los güeros y los negros. Su posición era catcher, tenía un temible tiro
a la segunda base y era raro que le robaran una base. Además, Pedro solía batear
de 3-2, de 4-2 o de 2-1; es decir, su promedio era muy alto, tan alto que fue
preseleccionado en Estados Unidos para las ligas mayores. Buscadores de talento
le dieron opciones para quedarse y esperar a que cuajara para ofrecerle un
contrato. Tal vez porque el trabajo y sus vueltas frecuentes a México no lo dejaron,
tal vez porque la necesidad de sobrevivir no le brindó el respaldo para pensar en
llegar más arriba, la esperanza se disolvió con el tiempo.
El béisbol no le dejó dinero; en cambio, tras hacer una barrida suicida en tercera
base, se dislocó un tobillo que sanó con el tiempo. Pero el deporte le heredó
grandes e imborrables satisfacciones.
Además de beisbolista, en sus vueltas a San Luis y Zacatecas don Pedro practicó
un extraño deporte: jinete de caballos de carreras de apuestas. No corría en
lujosos hipódromos, sino en ranchos alejados de las urbes; estas carreras sí le
dejaban, aparte de grandes emociones y reconocimientos, algunos billetes de
recompensa.
Testimonios de vida 33
En Monterrey, en su época de recién casado, trabajó 13 años de ayudante de
albañil, tiempo en el que alternaba este trabajo con el de machetero. Trabajaba
en los patios del ferrocarril, en el lugar que hoy en día ocupa Soriana Colón.
Parecía poco ganar 60 pesos al día como machetero; irónicamente, y tal vez con
un poco de exageración, nos cuenta que en Monterrey se ganaba en un día lo que
en Cedral ganaba en dos meses. Lo que ganaba en Estados Unidos era, a su vez,
incomparablemente mayor a lo que llegaba a ganar en Monterrey.
Aunque Pedro nunca estuvo en la escuela sí sabe leer y escribir, hacer sumas y
multiplicaciones. "Aprendí en el trabajo a contar y a hacer números, a escribir.
De joven, a los quince años, como ayudante de albañil, me decían: 'Ándele,
muchacho, cuénteme los ladrillos, que ya nos vamos'. Poco a poco fui aprendiendo
a hacer números y no sólo aprendí eso, también aprendí a hacer planos de casas
y construcciones, así fue que me hice contratista. Yo he hecho muchísimas
construcciones, sobre todo cuando trabajé por años para la Constructora Popular".
Don Pedro todavía luce las huellas de una terrible caída de tres metros que sufrió
cuando se encontraba trabajando y que le dejó los dos brazos rotos. Como le
urgía volver al trabajo, y porque no soportaba el calor y la incomodidad del yeso,
a la semana del accidente Pedro tomó un serrucho y liberó sus brazos, sin importar
lo que advirtieran los médicos.
Pedro es un hombre serio, ríe poco y le gusta dormir la siesta de la tarde sobre
el piso de la cocina, sólo con una almohada y una delgada cobija que le sirve de
colchón. A sus 78 años no le falta trabajo de albañil. Aunque ya no lo hace a
diario, hay semanas que las trabaja enteras, ya sea por necesidad o por gusto;
el trabajo sigue siendo parte de su vida.
Mientras termina de pelar sus nopales, doña Coy interviene para despedirse: "A
través de los años la hemos ido pasando ahí pobremente, pero uno debe estar
agradecido con lo que Dios le dio; estar descontento es ofender a Dios, no hay
que pedir más de lo que merecemos. A Dios nunca le repelé la pobreza: Dios le
da a uno lo que merece. Dios nos aprieta pero no nos ahorca".
Viví muchos años en un Fomerrey, pero ahí nunca me gustó vivir porque estaba
muy feo; los niños nunca podían salir en las tardes o en las noches a jugar,
porque está muy peligroso. Buscamos comprar un terreno y conseguimos aquí,
en Cerro de La Silla, y aunque nos defraudaron porque todavía no está regularizado
el terreno, espero que todo se arregle.
Testimonios de vida 35
Mis hijos ya no querían que trabajara y decían que ellos me daban dinero, pero
que ya no fuera para que descansara. Pero mi esposo les dijo que si a mí me
hacía feliz estar ocupada, pues que me dejaran; cuando regresé a trabajar, todos
mis malestares se hicieron menos.
Pero yo creo que también me ayudó que siempre me tomo todo tipo de hierbas
curativas y ahora, con la clase de la maestra Delfina, he tenido mucha mejoría,
ya me siento bien y ligera y con más ánimos; mi esposo también ha tenido muchos
cambios y su salud ha mejorado, la doctora dijo que traía una presión de
quinceañero.
Todos los días hago mucha comida porque ya sé que no falta quién me visite; mi
esposo siempre me dice que si voy a hacer fiesta y, al final del día, nunca queda
nada. Por eso procuro tener siempre comidita en casa, por si alguien viene,
pensando en que si mis hijos están lejos me gustaría que alguien les ofreciera
aunque sea un taquito, porque uno nunca sabe cómo estarán lejos de uno.
Los ojos con que Isabel relata la aventura de su padre todavía guardan orgullo.
Ella estaba en casa mientras él, de pie ante las fauces de la cueva, dio el primer
paso en el interior oscuro. Llegó al fondo de la cueva; tanteó en la sombra el
límite del trecho y descubrió que, empotrada en la humedad rocosa, se abría una
nueva fisura. Una grieta que atravesaba el viento. En la orilla del hueco palpó
una pequeña laja, una piedra incrustada que alcanzaba a hacer vibrar el viento.
El sonido se amplificaba desde ahí hacia todo el corredor; luego, el chillido ponía
a temblar al pueblo. El padre de Isabel desenterró la laja y, desde entonces, "la
bestia" cesó de aullar. Cuando regresó, el pueblo lo miraba con asombro; le
preguntaban ¿qué?, ¿cómo? Él, a carcajadas, relató lo que a otros parecía una
gran hazaña.
Isabel era una niña aún. Hoy tiene 62 años y seis de vivir en la colonia Ampliación
Monte Cristal, en el municipio de Juárez. Hace más de una década que falleció
su padre. La historia de la Cueva del Diablo ocurrió cuando ella vivía aún en La
Chona, al sur del estado. De ahí llegó primero a la colonia San Ángel, en Monterrey,
hace ya muchos años. Cuando su madre murió, Isabel volvía con frecuencia a su
pueblo natal para visitar a su padre; la acompañaban sus hijos. Años después,
su padre enfermó; Isabel y sus hijos lo trajeron con ellos a la capital del estado,
donde finalmente murió.
Testimonios de vida 37
El recuerdo de su padre invade la pequeña tienda que es el precario sustento de
Isabel y donde vive con dos de sus hijos. Uno de ellos trabaja y la apoya un poco
con los gastos; su hija atiende el negocio cuando Isabel sale a hacer las
demostraciones en las que ofrece los productos cosméticos cuya venta añade
un ingreso necesario para sacar el diario.
Doña Isabel deja lucir su alegría tras el recuerdo de tantas anécdotas. Su memoria
nos regala aquella tarde de infancia en que comenzó a llover: "Cuando era niña,
mi tía y yo fuimos a la presa. Cuando veníamos de regreso, comenzó a llover muy
fuerte. Nos metimos debajo de un árbol. Le dije a mi tía que tenía mucha sed.
Vimos pasar un rebaño de cabras. Cuando dejó de llover seguía teniendo sed y
mi tía me dijo que había muchos charcos, que era agua de la lluvia y pues que
tomara. Entonces me agaché y empecé a tomar agua y más agua; de pronto,
sentí un sabor raro y le dije a mi tía. Ella se dio cuenta que no era precisamente
agua lo que había tomado, sino pipí de las cabras que estaban pastando;
enseguida, nos pusimos a reír y reír. No me quedó otra cosa que regresar a mi
casa después de lo que había pasado, recordando y platicando lo que me quitó
la sed aquella tarde".
"Cuando era joven, nosotros vivíamos bien; no éramos ricos, pero no nos faltaba
nada, sino que trabajábamos mucho y eso nos ayudaba a tener lo que
necesitábamos. Yo le ayudaba a papá en la labor; yo le sé sembrar frijol, maíz,
calabaza, garbanzo, y también sé trillar el trigo. Ahorita ya no, porque ya no tengo
fuerzas, pero eso sí lo hacía cuando era joven".
La señora Felipa tenía un hermano mayor, que ya falleció; a él, su padre le insistía
en que también ayudara, "sólo que mi hermano se molestaba mucho y se enojaba
con papá, lo corrían de la casa y él se iba y mamá se asustaba...Luego no se iba,
pero papá ya no le decía nada ni le pedía trabajar".
"Por eso éramos nosotras, yo y mis hermanas, las que teníamos que ayudar a
papá en el campo, y trabajábamos todo el día: desde que salía el sol hasta que
casi se metía. ¡Antes éramos muy unidos! Pero luego uno va creciendo y ya no
es tan unido como antes, por eso papá empezó a tomar, y luego se atenía a que
mamá ganara dinero, porque vendía comida, y ya no daba nada de dinero a la
casa, todo se lo gastaba en el vino. Como siempre se quedaba tirado en la calle,
nosotras teníamos que ir a buscarle y arrimarle unas maderas para hacerle
sombra, ¡es que hacía mucho sol! Yo era la que más hacía eso, a veces también
mis hermanas, pero más yo. Mi madre se molestaba muchísimo, recuerdo que
casi siempre discutíamos por eso...
-Ya déjenlo ahí tirado; si se quiere morir, que se muera. Para eso toma.
-No, mamá: si él ya trabajó, pues hay que dejarlo tomar; de todas maneras, él
trabaja y no hace nada malo.
Testimonios de vida 39
"Porque yo pienso -aclara- que una como mujer debe estar sujeta a su marido,
el marido es la cabeza del hogar, y papá lo era, por eso teníamos que cuidarlo".
"Fíjese, yo me acuerdo que para trabajar en la labor era muy incómodo, y la única
manera de trabajar era vistiéndome de hombre, ¿y qué más podía hacer? Me
acostumbré y andaba con todos los que trabajaban en la labor; yo actuaba como
hombre y éramos como hermanos, ninguno de ellos me gustaba ni actuaba como
eso. Pero cuando cumplí 15 años tenía que vestirme de mujer, y cuando lo hice,
todas las personas que trabajaban conmigo se asustaron muchísimo, porque
ellos llegaron a pensar que era hombre, y que me ven y todos asustados...¡los
hubiera visto!".
"Ahora, las cosas son diferentes; todo mundo quiere ser como los demás y tener
la moda. Mire, antes yo me acuerdo que cuando alguien nos decía algo, aunque
no lo conociéramos, teníamos que hacerle caso; si no, lo regañaban a uno muy
feo en su casa. Mi padre decía siempre: 'Mira, a ustedes las cosas se les hacen
muy fáciles, pero no, mejor hazle caso a los mayores, porque ellos tienen ya más
vida y saben más por lo que han vivido'. Yo me acuerdo de eso, y qué esperanza
que eso sea hoy: eso ya no pasa. Imagínese cómo sería que yo me vistiera de
hombre ahora...
"Además, ahora no les cuidan a los hijos como antes. Mire: antes, cuando íbamos
a traer agua a una acequia, mamá nos esperaba sentada en una sombra y nos
veía desde donde estaba para que nadie nos dijera nada. Pero de todas formas
sabíamos hacerla: cuando queríamos platicar con algún muchacho, nos poníamos
cerca de un nogal muy grande, y el muchacho detrás se ponía a platicarnos cosas.
Sí, sabíamos hacerla: éramos astutas también".
Doña Felipa fue madre soltera a los 26 años; el padre de su hijo se negó a
reconocerlo como propio y la abandonó. Fueron momentos muy difíciles. A los
dos años conoció a Ambrosio, quien sería el padre de sus siguientes 11 hijos.
"Todos muy luchistas, y todos ellos ahora son muchachos de bien, todos trabajan
y no tienen ningún vicio", dice orgullosa.
Pasó el tiempo. Cuando doña Felipa pensó que todo iría mejor, su esposo enfermó:
"A mi marido los pulmones se le destruyeron, y pues se murió. Yo no tenía nada,
y tenía que trabajar. Mi hijo Cacho se fue ocho días a trabajar en la obra, y con
esos ocho días aprendió a trabajar; todos los días anotaba lo que iba viendo y
cada día me enseñaba lo que había hecho ese día. Y, así, en ocho días, aprendí
a hacer castillos, a poner las zapatas, a levantar muros..Mis hijos y yo, juntos,
nos íbamos a trabajar en la obra, así fue como salimos adelante".
Testimonios de vida 41
Tres mentiras
MONTE CRISTAL
Su paso por una fábrica llamada Libretas y Cuadernos, en aquel tiempo ubicada
en la calle Reforma en el centro de la ciudad, forma parte de su currículo laboral.
Aún recuerda la entrevista con el gerente:
No puede durar mucho tiempo de pie porque los años han llenado sus piernas
de dolencias; dice que debido a eso ya no trabaja. Despacha en el mostrador de
la pequeña tienda que tiene en su casa, cuyo ingreso la ayuda un poco. Fuera de
eso, sólo recibe el apoyo económico de su hija y el de su hijo, "el que vive en
Puebla". Con ese dinero le alcanza para consultar, pues con los años se han
manifestado las enfermedades.
Magdalena dice que la doctora del Seguro le aconsejó acudir con una psicóloga.
Comenta que, tras consultarla, la psicóloga concluyó que muchas de sus
enfermedades se derivan de la soledad. La mayor parte del tiempo la pasa sola,
tras el mostrador de la tienda; a veces recibe la visita de dos hermanas de la
religión y, por las tardes, mientras atiende, alcanza a platicar con las vecinas.
Tiene 11 meses de vivir en la colonia y, según parece, comienza a hacerse de
amigas.
Testimonios de vida 43
¡Para eso me pinto sola!
PRADOS DE SANTA ROSA
La mecedora está colocada en la mitad del porche con plantas y flores. Sentada
sobre el mueble, una señora de no más de 65 años, de pelo entrecano y piel
aperlada toma el aire de la tarde. Es de Torreón, así lo muestran los rasgos en
su rostro, el saludo con acento norteño, la actitud; emigró a Nuevo León y hoy
vive en Apodaca; su casa se encuentra en la colonia Prados de Santa Rosa. Ella
se llama Santos.
Acelera el compás de la mecedora tan pronto nos ofrece una silla; enseguida,
descubre algunas memorias que enganchan a quien las escucha. En ese momento,
nada es más claro: basta tan sólo una frase para avivar la curiosidad.
Su voz tranquila poco presagia lo que está por venir. "Mire, cuando yo estaba
chiquita, mi mamá me platicaba que, como a la edad de cinco años, todo el tiempo
vivía enfermita y sentada en una silla".
"Pero ya después que entré a la escuela, salía en los bailables, eventos que me
gustaban y nunca olvidaré. ¿Cómo olvidar el jarabe tapatío? Eso sí, cada vez que
me pedían cantar una cancioncita no me lo repetían dos veces, y nos la echábamos",
relata con una risa que deviene carcajada.
Al platicar acerca de las fiestas a las que asistía, le es más que imposible omitir
que así conoció a su marido, "un hombre mujeriego", como lo llama, con quien
tuvo siete hijos. "En total son ocho: una que tuve cuando me casé, la cual está
viviendo en Corpus Christi". Sin rodeos, cuenta lo que más felicidad le había
dado: el nacimiento de su primera hija, ver que sus hijos crecieron y, ahora que
ellos ya tienen sus propios hijos, el ser abuela.
"Me da mucho gusto cuando vienen mis nietos, pero más gusto me da cuando se
van", dice entre risas que se contagian. "Sí, porque me dejan bien loca de la
cabeza. Ya ve que los nietos nomás se juntan y...¡ay canijo! Haga de cuenta que
pasa una tropelada de conejos, acá brinque y brinque, y corre y corre. Como en
las fiestas de Navidad que todos nos reunimos; hacemos tamalitos, asado de
puerco, piñata y, pues échale". Luego con el típico ademán de la botella en mano,
remata: "Cuando se puede".
Después de algún tiempo, las semillas de frijol y maíz no germinaron más que
desesperación. Por aquellos tiempos, las infidelidades de su marido acabaron
con la paciencia de doña Santos, así que le puso un ultimátum: "O cambias, o
me voy con mi hija mayor", dispuesta a emigrar a Corpus.
Pero finalmente llegó a Nuevo León; en Apodaca construyó una casa firme. "Así
también yo", agrega, con una voz orgullosa de haber superado el reto. "Yo la
levanté a base de sacrificios".
La palabra sacrificio lleva a doña Santos a un tema de su tristeza. Los ojos brillan
antes de las lágrimas, que se adelantan y quebrantan su voz: "Lo más difícil para
mí fue cuando murió un hijo mío chiquito, de tres meses, porque nació enfermito
y estuvo hospitalizado mucho tiempo. De nada me sirvió. Después, cuando murió
mamá y papá...Son cosas que uno no quiere recordar, porque a mí me duele, me
duele mucho; porque, si yo tuviera a mi madre, otra cosa fuera: aquí la tuviera
a mi lado o viniera a verme, de perdido".
Testimonios de vida 45
¿Hasta cuándo aprendemos de nuestra vida?
TIRO AL BLANCO
Cuando era niño mi casa era grande, mis hermanos estaban muy chicos. Seis
hermanas y dos hombres, vivíamos en una casa hecha con rama y con lodo; ahí
viví muchas noches frescas; el techo era de palma. Crecí en la majada, que es
en donde teníamos el ganado, ahí asistíamos casi todo el día; teníamos casitas
chiquitas de palma para cubrirnos del sol.
Me gustaba andar todo el tiempo en caballo para lazar a los animales. Hasta que,
a mis 14 años, tuve que dejar todo para irme a trabajar a la frontera. Anduve por
Matamoros y ahí aprendí a andar en tractor; me juntaba con pura gente grande
porque mi mamá decía que aprendiera de ellos, pero...¡viera cómo aprendí! Llegué
en el mes de febrero y estaba todo seco, hacía un aire helado. Nos dieron chamba
en la siembra de algodón y en la pizca; cuando no había trabajo, nos regresábamos
para mi pueblo. Me gustó mucho la frontera.
Dejé a mi mujer pero nunca le falté porque empecé a trabajar y a mandar dinero.
Para ese entonces mi mujer empezó a comprar cabras del dinero que yo mandaba,
hasta que completó 400; mandó hacer un corral para meter a todas, me vine de
"el otro lado". Yo vivía en Houston y ahí trabajaba en la limpieza de oficinas, pero
extrañaba a mi esposa e hijos, y pues me regresé.
Mi esposa estaba muy triste. "No te entristezcas: rézale a Dios para que me alivie
y nos volvemos a hacer vivir", le decía. Entonces mi mujer consiguió a un curandero,
y me curó con una medicina que yo todavía no acabo de creer: en una botellita
como de una inyección traía un líquido, y con el dedo sólo me frotó en la espalda;
cada tercer día iba a curarme, me daba unas pastillas que él me hacía porque ni
los doctores pudieron curarme. Los doctores me sacaron radiografías y no me
encontraron nada y, al último, ese señor vino a aliviarme; gracias a Dios, aún
estoy aquí.
Nomás me alivié, me crucé para "el otro lado" y fui a dar hasta Houston de nuevo.
Llegando había bonanza de trabajo. Primero, en una fábrica de puertas; después,
en una oficina de computadoras. Estuve de barrendero; aguanté una temporada,
me hice de centavos y, a los 11 meses, mi esposa ya tenía un riatazo de animales.
Cada 15 días le mandaba 300 dólares y ella, muy lista, compraba animales para
vivir de la leche, del queso y de la venta. Desde la enfermedad aprendí a guardar,
porque después se enferma uno y más vale perder el ahorro que perderlo todo.
Pero todo es tan incierto; cuando me regresé de Houston de pronto no llovió y
tuvimos que venirnos para Monterrey porque no había cómo seguir con los animales
y la cosecha. Todo se escaseó, por eso dejamos el rancho, pero no la vida.
Uno nunca sabe cuándo pueda morir, así que mejor hay que estar preparados
porque la muerte también cuesta. Cuando era niño mis padres tenían capital,
había 300 cabras, 25 vacas, 29 yeguas y 20 burros. Pero todo se acaba y, cuando
murieron, se acabó. Ahora yo tengo ocho hijos; todavía tengo cabras, hice un
corralito en el cerro: no son muchas pero ahí están. 17 años tengo de vivir en la
colonia CROC: cuando llegué no había nada, sólo monte y un arroyo seco que
bajaba del cerro. Todavía baja, pero las casas lo taparon y, cuando llueve, aún
se ve cómo pasa entre los patios y, a veces, el agua que baja se lleva las paredes.
Testimonios de vida 47
Una de mis mayores preocupaciones en estos momentos de mi vida es mi salud
y la de mi esposa, pero ahí vamos, saliendo adelante. Me preocupan también,
por ejemplo, los servicios de la colonia, la regularización de los terrenos; desde
la calle CROC y México para arriba son irregulares. El Consejo de Desarrollo Social
nos ayudó con manguera, con una parte de la bomba; lo demás fue una cooperación
comunitaria.
No cambiaría nada porque estoy feliz con lo que viví; me gusta vivir, ser activo,
me gusta el perfume de Avon. Me gusta el olor a chiva, a vaca, a tierra mojada;
no me gusta andar sin nada, por eso tengo mi tiendita. No cambiaría nada. Aprendí
a no ilusionarme por nada, por eso me gusta trabajar; me gusta vivir, aunque ya
esté viejo y me falte poco...
Don Panchito perdió a su madre unos momentos después de haber llegado a este
mundo. Lo crió una pareja de tíos que, no teniendo descendencia propia, decidieron
acogerlo. Fue el menor de cuatro hermanos, de los cuales sabe fallecieron dos.
"Nada más me queda uno y no sé si vive o no: tiene más de 15 años que no me
escribe...Está en México".
Testimonios de vida 49
Desde entonces ha sido, sucesivamente, pastor, soldado, minero, chofer, asistente
de un seminario católico (culto que abandonó hace poco), encuestador para la
Secretaría de Hacienda, carpintero, entre otras cosas. Es, además, padre de 22
hijos; a él y a su esposa, doña Sabina Flores, le sobreviven 17 y de éstos, la
menor, María Concepción, ha regresado a vivir con ellos. Aunque, aclara don
Panchito, todos los siguen viendo: "En un domingo vienen unos, y luego, el otro
domingo, vienen otros".
Con los años, con la riqueza vívida de los años, don Panchito incursionó en una
nueva vocación: cuentacuentos. Hace circular el tesoro de su memoria por la
imaginación de quien lo escucha. Es un registro humano del tiempo que ya pasó,
un continuador que evita el olvido de lo que una vez estuvo y el que recuerda las
palabras de antes y de los que ya se fueron. "Tanta cosa que hubo, y pues la
platica uno como una historia de todo eso que pasó".
"Hay veces que regañan a los niños por traviesos, pero ¿quién sabe cómo sería
uno? Nosotros éramos muy traviesos y nos pasó una escena que algunos la creen
y otros no. De noche jugábamos, pues no había teles ni radios ni nada, así es
que se la pasaba uno jugando a escondidas, carreras; en la noche, ya que
acabábamos de trabajar...
"Había una presa grande ahí y las bestias llegaban por la noche a tomar agua.
Pues un día que nos vamos llevando un mecate pa'garrar un caballo, pa' jinetearlo.
Esperábamos que llegara y se le aventaba el lazo; del que le aventaba el lazo,
nos prendíamos todos pa' detener la bestia. Ahí la traíamos y la llevábamos a un
campo que le nombraban 'coladera de la presa' y estaba parejito ahí, jugaban a
la pelota...
"Una vez estuvimos esperando a las bestias a que llegaran; entonces, como
siempre en las manadas hay un burro -el que engendra las mulas y le dicen el
burro manadero- uno de nosotros dice 'n'ombre, no viene nada de bestias, pero
ahí viene el burro...pues éste déjenlo que se arrime a tomar agua y lo agarramos'.
Lo jineteamos, sí. Y ya dice uno 'ya vámonos, vamos a ver si llegan las bestias,
éste ya no quiere respingar ni nada; vámonos arriba de él, lo tiramos, lo soltamos
ahí cerca de la presa'.
"Entonces se montó uno, luego se montó otro; se montó otro más y todavía
sobraba lugar pa'uno; y ahí vamos. Ya cuando íbamos como unos cinco...¡n'ombre,
que nos bajamos! Esa cosa sería el diablo: se iba haciendo largo.
"Platicaba mi abuelito que en Paredón, Coahuila, hay un crucero de vías del tren
que va pa' Piedras Negras y el que salía de aquí: pues que venía Pancho Villa a
tomar Saltillo en el tren de Torreón...
"Como los puentes antes nomás eran de madera, entonces lo quemaron. Villa se
vino y fue con los peones -porque en cada estación había una cuadrilla de peones-
pa' que arreglaran las vías. Como era el general, tenían que obedecer: duraron
dos, tres horas pa'rreglar pa' la pasada. Entonces que llega un general, general
Ángeles, y que le dice: 'Con la novedad, mi general, de que se nos va a quedar
mucha gente: ya no cupieron en el tren; ya acomodaron toda la caballería adentro
y, de a tiro, no caben, ¿qué hacemos?' dice...
"Bueno -le responde Villa-, vaya, todo el que no quepa apeñuscado ahí arriba me
lo manda ahorcar'. No, pues qué carajos...En un dos por tres se acomodaron
todos arriba. ¡Sobró tren!".
Testimonios de vida 51
Las lluvias
EULALIO VILLARREAL
Tras perder todas sus pertenencias, recuerda, fue el propio alcalde de Escobedo
quien les dijo: "Váyanse a vivir al cañón, ahí les voy a dar terrenos. Pero éramos
pocos, éramos sólo siete damnificados. Nos dijo: ahí hagan sus corrales; los que
tengan marranitos, ahí quédense'". Sin embargo, entre aquellos siete damnificados
venía una líder que era la que también los dirigía cuando habitaban en las cercanías
del vado.
"Ahí duramos un rato nomás los siete, pero de repente entró otra líder y se
pusieron de acuerdo las dos lideresas, y empezaron a meter gente y más gente,
y después ya no éramos damnificados sino una colonia. Viendo eso, el alcalde
nos avisa que hay una lista con siete damnificados con los que quería hablar.
Nos dijo: ¿ustedes son los damnificados? Yo a ustedes no los voy a molestar,
nomás que quiero que se salgan porque van a entrar los porros a tumbar las
casas y a prenderles fuego'".
Testimonios de vida 53
La supuesta reubicación se convirtió en una batalla por la tierra entre porros
municipales y paracaidistas. "Le dijimos que estábamos de acuerdo, pero le
preguntamos: ¿dónde nos vamos a meter? Y nos contestó: a orillas del río, ahí
nadie los va a molestar". Así la situación, señala que las siete familias se
reubicaron a orillas de lo que hoy es la zona conocida como "La Isla".
"Los porros llegaron con camiones de volteo a tumbar los tejabanes; yo, siendo
de los reubicados, me dieron un día más. En la noche me moví y con las tarimas
hice otro tejabán, en un carretoncito que tenía echamos las camitas y lo que
pudimos. Llegamos a un caminito cercano a unas nopaleras, había un viborero.
Casi toda la noche trabajé para hacer el nuevo tejabán. De ese modo nos movimos:
ahí duramos como 3 años".
Don Jerónimo relata que su oficio desde los 14 años de edad, y por más de 50,
fue la agricultura y la cría de animales. "Ese fue mi destino ya toda mi vida,
sembrábamos maíz y frijol". Y aunque su padre contaba con algunas cabezas de
ganado, al momento de enlazar su vida a la de Juana de la Cruz, también oriunda
de La Ventana, su camino no iba a cambiar: seguiría en la agricultura y el pastoreo.
Comenta haber llegado a Jardines de San Martín debido a que sus hijas tuvieron
la oportunidad de comprar casa cerca de ahí. "Tengo dos hijas que viven en El
Pedregal, otra que vive aquí a dos cuadras y otra aquí al lado. Tenemos cinco
hijas y un hijo; se llaman Cristino, Juana, Cleta, Eustacia, Ebodia e Inocencia.
Testimonios de vida 55
Llegando aquí todavía anduve trabajando, tendré dos o quizá tres años que dejé
de ver. Trabajé con algunos señores en la obra, yo trabajaba ahí con ellos".
Aunque no recuerda mucho acerca de la política ni de la historia de México, acepta
que a veces había cambios en la política, pues "hasta en el ejido había cambios",
por ejemplo en el Comisariado Ejidal. "Hay que siempre apoyar a quien vea uno
que puede ayudar. La ayuda llega a veces, a veces no, pero como quiera es la
obligación de uno apoyar a los candidatos, sea lo que sea".
"Cuando Lázaro Cárdenas, decían en aquel tiempo que era el que había dejado
los pozos petroleros para aquí, para México. Unas cuantas letrillas que llegué a
ver", dice para inmediatamente aclarar que sabe leer pero ya no ve nada, "ya
perdí la vista", señala. "Uno andaba entre otros ejidos, y se daba cuenta cuando
se encontraba un periódico tirado o cuando le contaban".
"En La Ventana, allá más allá (en el tiempo), había más de mil ejidatarios. Ahorita
tiene un anexo el ejido, ahí hay mucha gente. Es grande La Ventana, es el ejido
más grande de Guadalcázar. Allá no se oía decir de los trabajos que hay por acá;
hasta ahora después, cuando yo me vine para acá, sí empieza ya la gente a
venirse para este lado". Lejos. Tras La Ventana. Allá más allá. En el tiempo.
Testimonios de vida 57
La mercancía que vendía eran joyas, relojes, cadenas y esclavas. "Se vendían
Rolex, Haste, Steelco, Bulova y Contiky, puro fino, puro reloj fino". Además de las
dos primeras, la vida le dio tiempo para laborar en Relojerías Ariel. Pero llegada
la hora se retiró del oficio laborando un par de años en Salinas y Rocha. Instalado
en la ciudad, don Rubén vivió la vida de un nómada. Siendo sincero, dice acordarse
de haber vivido en las colonias Independencia, Sierra Ventana, en el recién creado
Infonavit de Valle Verde segundo sector y, por si fuera poco, también vivió en
Pánuco, Veracruz.
El tiempo que bien medía don Rubén fue suficiente para incursionar laboral y
sentimentalmente en Estados Unidos. Trabajó ocho años en Laredo y dos más
en Amarillo, Texas; sus últimos dos años en la Unión Americana los vivió en Los
Ángeles.
Una de sus pasiones es la música. El género del corrido es para don Rubén un
vehículo insuperable en la expresión de aquello que no puede resumirse con
palabras. Ellas han sido sus musas. Ha compuesto corridos por amores y
desamores a lo largo de su vida. Quereres igualmente nacionales y extranjeros;
todos ellos, dice, bonitos recuerdos. "Fui muy bribón", acorta el diálogo y concluye,
dada la naturaleza del tema.
Precisa que, por más que buscó quién entonara sus versillos, llámese grupo,
conjunto, trío, fara fara o solista, las negativas estaban tan a la orden del día
como las fechorías de aquel presidente. "Fui en una ocasión con Los Coyotes de
Río Bravo para que me la grabaran, me cobraban 2 mil pesos. Luego, un amigo
mío tiene una cantina donde seguido llegan grupos; yo les pedí a los grupos que
cantaran el corrido de Salinas, pero no quisieron, dijeron entonces tener miedo
de algún ofendido".
Aprovechó su mandato
para cometer sus fraudes
dejando a México hundido
con muchas necesidades.
Testimonios de vida 59
A más de 15, luz
GLORIA MENDIOLA
Lo que más recuerdo de mi infancia es que me gustaba ir a sacar cosoles del río;
nadábamos hasta el otro lado y atrapábamos esos animalitos que son como
camarones. Los sacábamos para comerlos. Se los llevábamos a mi mamá y nos
los cocinaba para la comida. Mi mamá se llamaba Estanislava Ángeles y mi
papá Mauro Hernández; somos siete mujeres: tuvo dos niños, pero murieron.
Recuerdo que cuando era niña no había nada, ni tele, ni nada; no había ruido, no
había maldad. Nos bañábamos en el río así, revueltos con niños; no andábamos
abrigados como ahora, que se avientan con short o con corpiño, las niñas. Nos
bañábamos desnudos, como Dios nos puso en el mundo, hasta que sentíamos
que ya teníamos frío y entonces salíamos del agua, nos vestíamos...no había
pena. Allá era muy tranquilo.
Cuando tenía como 15 años, estábamos con mi mamá y éramos muy pobrecitos.
Mi papá no quería trabajar, nomás la pura tomadera, y mi mamá se aplicaba en
lavar ajeno, en vender pan, hacía tamales, hacía gorditas, cosía ropa ajena,
remendaba para poder darnos la vida siempre, darnos de comer. Ella salía a
vender pan, no sabía si hacía frío, calor o si llovía: ella era mujer y hombre. Mi
papá...él nomás estaba adentro esperando a ver qué llegaba; llegábamos y él
nomás estaba borracho, de adorno, nomás era de que nunca quiso trabajar. Mi
mamá nos sacó adelante a todos, sufrimos mucho con ella; batallamos mucho
con mi papá.
Yo estudié sólo hasta segundo año y, eso, a tirones; nomás iba tres días a la
escuela, los demás le ayudaba a mi mamá a lavar ropa ajena. Soy la menor de
nosotros. Me la pasé muy mal con ellos. Le pegaba mucho mi papá a mi mamá.
La arrastraba enfrente de nosotros, nos correteaba con un machete; nomás nos
decían: "corran, porque ahí viene mi papá". Nos aventaba el machete. Nadie
sabe lo que sufrimos en esa casa...nomás nosotros, sufrimos mucho.
En el rancho, a las mujeres las meten en un baño grande y las bañan con una
hierba que se llama mahuite. Se deja un rato y se hace como un kool-aid; cuando
se pone morado, se para a la enferma y se mete en el baño. Los partos son
una fiesta, hacen mole y caldo, y a la partera le dan un pollo entero cocido.
Mi abuelita me enseñó a ser partera, pero mi mamá también era; he visto nacer
a mis nietos. Mire: a éste le corté el ombligo con un carrizo, le hice un nudo...
Después, se hace un pocito y se entierra, se cubre con unas piedras para que
los perros no lo saquen. Todos mis hijos nacieron con una partera: dos por mi
mamá y los demás por otra señora. Es muy bonito eso, a mí me gustó mucho ser
partera; todavía vienen a buscarme las señoras de arriba, las de la Gloria Mendiola,
a que les acomode la criaturita. Se van al hospital, se alivian bien, y así no andan
con que las van a rajar o quién sabe qué.
Yo nomás me vine del rancho por mis hijos, por mi esposo, pero pues mi esposo
ya Dios me lo quitó hace 13 años; él era jardinero en la colonia Del Valle. Un día,
llegó diciendo que le dolía mucho la boca del estómago. Ese día no quiso comer.
Pasaron cuatro días y, el último, se vino aquí a caer: murió de pura borrachera,
también era muy fumador. Cayó y no se levantó jamás; aquí falleció. Aquí mismo
lo velamos. Me quedé con mis hijos; nunca trabajé, nomás les hacía lonche a
ellos.
Lo más importante es ser feliz y todavía vivir otros añitos más, mientras Dios no
me quiera quitar del mundo, me considero muy feliz porque tengo la esperanza
de ver a mis nietitos...Mis hijos me visitan y me traen regalitos como ropa, pero
ahora no me trajeron, porque el domingo que pasó cumplí los 70 años y no me
trajeron porque fuimos al panteón...Pero este domingo dicen que van a venir
todos.
Me siento muy contenta con esto que recordé de mi vida pasada, me hizo sentirme
y recordar lo que hice.
Testimonios de vida 61
La sombra y el fuego
PRADOS DE SANTA ROSA
Por eso doña Reinalda ya no se aleja demasiado de casa, siguiendo los cuidados
de sus hijas que tratan de tenerla a la vista para evitar otro accidente. Doña
Reinalda es conocida por la mayoría de los asistentes al Centro Comunitario
"Prados de Santa Rosa" como La Abuelita. Se le puede ver después del mediodía
aprovechar la sombra que el muro ofrece, mientras el sol pega de frente en su
casa. "Aquí estoy a gusto, porque siquera aquí le da a uno el airecito cuando ya
cae la tarde".
Del aspecto de doña Reinalda puede inferirse que se trata de una anciana de
alrededor de 80 años pues ha perdido los dientes a causa de las caídas que tuvo
cuando repentinamente sufría los ataques. Sin embargo, ella asegura tener 60
años.
Doña Reinalda tiene seis hijos, tres de los cuales viven en Estados Unidos y tres
aquí, en Nuevo León. Habla de vez en cuando con los que están en el otro lado,
pero apunta que no ha tenido contacto con una hija que vive en Houston, Texas,
desde que se fue para allá, porque se fue enojada. Lo mismo pasa con sus hijas
que viven aquí y no la procuran. Al cuestionarle qué ocasionó el enojo de sus
hijas, La Abuelita se encoge de hombros y expresa: "Pos sabe por qué se enojarían".
La anciana no muestra pena visible sobre estos hechos; por el contrario, se le
ve tranquila al hablar del tema, reafirmando la imagen pasiva que se obtiene de
ella en una primera impresión.
Testimonios de vida 63
Dilemas
LAS PALMAS
Cuando eso pasó ella tenía 33 años y cuatro hijos; hoy tiene 76 y es abuela.
"Mi esposo murió de un accidente...No, pos es que empezó de espantado y, como no
tenía quién me apoyara, fue descuido mío, por no tener cómo sacarlo del rancho: es que
como tenía unas chivitas, no lo atendí, y yo tenía mis hijos chiquitos. Él andaba en el
monte y allá pasan cosas, se ven cosas. Ya cuando supimos, estaba espantado y falleció".
Como es normal a su edad, los achaques no están ausentes, padece de los párpados
y del corazón; lo cierto es que se le ve aún sana y con muy buena memoria. "Uno en los
ranchos es muy tonto, ¿verdad? Luego luego piensa uno en el matrimonio, se le figura
a uno que el matrimonio es todo en la vida, y pos no. Allá la vida era más difícil, no es
como ahora, que el hombre se pone a hacer lo que hay que hacer y la mujer pues por
ahí anda. Nos manteníamos de la tallada de palma, que se sigue usando por allá; pues,
bueno, en aquellos años tenía uno que hacerle la cuna al niño, pos no había de otra.
Uno era pobre, aquí no es rico, pero aquí no tallas ni usas la puya; es como siempre:
aquí le tira uno nomás a comer y a lo que hay".
"Enviudé a los 33 años, ya después me vine a seguir a mis hijos para acá; como le digo,
ahora ya me dan de comer, aunque otra parte me la da el gobierno", comenta doña Queta,
sin dejar de rematar la mayoría de sus frases no sólo con sonrisas, sino con
carcajadas que describen una alegría que no escatima en mostrar ni en compartir.
La mirada le cambia recordando a su único gran amor, y lo describe con gusto: "Mi esposo
era bonito para mí, lo conocí en un baile, andábamos de fiesta. En aquellos tiempos era
música de cuerdas la que nos gustaba oír y bailar: de guitarra, violín, contrabajo,
acordeón...depende. Allá en el rancho sí sabíamos bailar, no como ahora, que lo que
hace la gente es nomás dar de brincos. Pos sí, así eran aquellos momentos de antes;
usted se fija en una persona y, por fea que esté, se le hace bonita, ¿verdad? Él era bueno,
era agricultor. La madre de uno no era una alcahueta, uno tenía su novio por medio de
carta amorosa. Si la miraban a una platicando le pegaban; todo con cuidado. Ahora no:
'tráete al novio a comer', 'no, pos que pase'. Cuando alguien estaba embarazada, ya se
sabía, pero no decían; ahora no, dicen 'pos mira que ya me falta tanto', 'pos fíjate'.
"Cuando uno vino a Las Palmas, vino a batallar; a estar ahí debajo de unas láminas,
porque aquí estábamos, como quien dice, en la orilla del monte, sin ver a nadie. Mire,
nosotros vinimos a vivir aquí pobremente, debajo de un tejabán; sí, porque, pues la
madera, pues está bien cara ¿verdad? Y para destrozarla, como que está difícil. Y la
lámina, mire: pos ahí la tengo -señala a su techo-; la quitaba de un lado y la ponía en
otro. Nos acarreaban el agua las pipas; ahorita no se batalla, pero antes sí. En la colonia,
al inicio, había como unas 10 familias, pero no todas juntas; unas aquí, otras allá y otras
más allá (señala de lado a lado las cuadras de la colonia). Estaban los terrenos medidos,
pero había que venir a trabajar, a escarbar para la zapata", explica doña Enriqueta desde
la colonia que nunca piensa dejar.
David Flores, El Indio, fue el que los ayudó a gestionar los terrenitos. Para ellos, él fue
una buena persona, porque hay algunos otros, dice, que les quitan el dinero, se van y
ya no vuelven. Anduvieron trabajando, porque había que andar pidiendo el terreno, ya
fuera para el oriente o para el centro de la ciudad; si allá los esperaban, allá iban, con
la pala cargada o el talache, o la cobijita para irse a quedar afuera de Fomerrey. Se
llevaban el talache porque decían que les iban a entregar y había que llegar trabajando
a su nuevo predio. "Pues ni modo, andaban las granaderas cuidando que no
nos atropellaran los camiones, allá por el centro, allá por el palacio, todo eso...
Testimonios de vida 65
"Cuando llegué a Monterrey, trabajaba en los mercados, yo le ayudaba a una señora a
hacer de comer, a hacer tortillas, como ella vendía comidas..., de hecho, todavía vende,
ahí por el ferrocarril de San Bernabé, pero nomás que ya de aquí está muy lejos, como
me cambié para acá, y pos no: ya no pude. Antes de estar aquí vivía en la colonia Talleres,
allá agarra uno sólo un camión, y aquí no, está retirado. La comida en el rancho es
temprano, la gente va a comer temprano porque hay que ir al molino, y pues aquí no, no
se puede. Ir a comer allá es muy distinto que aquí, y trabajar también lo es; pero, trabajar,
yo ya no", exclamó entre risas doña Enriqueta.
Yo de muchacha de 33 años, sin marido y con hijos, tenía que lavar, hacer tortillas, que
tallar. Tenía un hijo allá en el rancho que tenía como 14 años, y yo sola; lo mandaba con
otra persona a traerme lechuguilla y yo tallaba de noche, pues lo que me dieran pa'
comer, fuera frijol, blanquillos o maíz...Mi ganancia: la comida de mis hijos", concluye.
Don Pedro se queja de su aún esposa, misma que hace tres años lo corrió de su casa
y le hizo mudarse al sector Villas de San Bernabé de la colonia La Alianza. "Veinte años
la aguanté, se gastaba todo mi dinero, no me lavaba ni me planchaba, pocas veces me
hacía de comer...A pesar de eso, yo la seguiré queriendo, como dicen, 'hasta que la
muerte nos separe'. La veo como cada dos semanas, le llevo lo que puedo de mandado
a ella y a mi nieta; ella no me dice ni una palabra, casi ni me dirige la mirada, y si le saco
plática nomás es para pelear. Yo no sé por qué actúa así, si yo nunca le pegué".
Pedro Fraire vive de una pequeña pensión vitalicia que le da el Gobierno por haberse
accidentado en uno de sus trabajos anteriores; aunque la caída de seis metros que
sufrió no lo dejó inválido, sí lo tuvo inconsciente en el hospital tres días. Hoy se le ve a
veces triste, a veces de buenas. Le duelen los riñones, sufre de la próstata, usa un
parche diario para el corazón; la espalda, hay veces que no la aguanta, tiene pulmones
de ex fumador de cuatro cajetillas diarias; dice tener un hígado fatigado y que también
le da dolores...Pero a pesar de tantos achaques, la vista no le duele: "Yo veo bien de
lejos, puedo ver hasta aquel cerro; alcanzo a ver esas letras de allá: no necesito lentes".
Quedó huérfano de padre a los ocho años, y su madre apenas hace siete años que murió;
tuvo seis hermanos y fue padre de 14 hijos, uno de los cuales lo amagó y amenazó con
matarlo a cuchilladas. Ese hijo se encuentra ahora en la cárcel por haber atacado a unas
muchachas, aunque no sabe exactamente lo que les hizo.
"Visito de vez en cuando las casas de mis hijos, unos no me reciben y otros lo hacen de
mala gana. Llego diciéndoles que si no tienen una limosnita para este pobre viejo".
Testimonios de vida 67
Del padre que lo dejó siendo apenas un niño, don Pedro aprendió a dar los primeros
pasos en el trabajo. Sembrar fue su primera labor apenas a los siete años, los animales
le echaban tierra con las pezuñas y le hacían chorrear el maíz, no echarlo en el surco
como se debía; a lo que su padre le solía gritar con enfado: "¡Pendejo! No tires el maíz,
nunca aprenderás a sembrar". En los pocos años que tuvo padre, don Pedro vio y sintió
los golpes; el chirrión fue la mejor herramienta para golpearlo por el motivo que fuera.
Para su madre también hubo muchos dolores: "Mi padre era muy enérgico, por celos
golpeó mucho a mi mamá. Es que esos hombres no las valoran, aunque sí las quieren.
A mí fue al que golpearon más, trabajaba de niño y ni así los tenía contentos. Mi mamá
no tenía objeto para golpearme, lo hacía con lo que tuviera a la mano o con sus manos;
los dientes de leche me duraron poco, mi madre me los tumbó todos a golpes".
Esos padres que bien o mal lo educaron se volvieron indefensos cuando el destino los
alcanzó. "Mi padre murió de fiebre tifoidea. En 1942, en Zacatecas, se murió mucha
gente de eso: se morían tres o cuatro al día. Ya muerto mi padre, lo velaron sobre una
cama de tablas; aún tenía restos de la sangre que les salía a los que fallecían de eso,
sangre negra y hedionda. Yo lloraba diciendo: ¡papito, papito, no te mueras!. Pero no
sólo estaba ya fallecido, sino que mis familiares me impedían acercarme a él, no por
verlo ahí tirado, sino por el riesgo de que me pegara la enfermedad. Hasta que, mordiendo
las piernas de unos señores, pude verlo de cerca aunque sea un ratito". A su madre, ya
de viejita, don Pedro tuvo que bañarla, cortarle las uñas, de la misma forma en que nunca
dejó de entregarle gran parte de la raya. Como a su ex mujer, Pedro nunca dejó de querer
a su madre; de la raya que le daba a ella, él estaba contento con lo que fuera que le
regresara, así fueran 5 pesos o aunque no le diera nada él estaba contento. "Las mamás
siempre tienen la razón: 'yo hago lo que tú digas, mamita'. Yo fui el que más estuvo al
pendiente de ella; la curé cuando le salieron unos raros gusanos blancos de sus piernas,
en el Seguro le dieron dos o tres días de vida, pero me la llevé a mi casa y, gracias a
Dios, me duró otros 7 años".
A los 20 años de vida y recién casado, don Pedro llegó a Monterrey porque en Zacatecas
ya no llovió y la siembra se vino abajo. Un señor, conocido como don Juanito, tuvo a bien
rentarle un tejabán para él y su esposa en la colonia Talleres; una casa sin servicios,
con cama de cartón y cobijas de periódico.
Fueron 14 años, los que trabajó en Mosaicos El Gallo; otro tiempo estuvo en Hojalata
y Lámina, luego en Fundidores Nacionales, haciendo válvulas para el agua; además,
laboró para Celulosa y para Muebles La Malinche.
Pero hubo un trabajo que nunca lo dejó y a final de cuentas le dio más dividendos: la
albañilería. Se volvió uno de esos albañiles que cobran barato y hacen muy buenos
trabajos, aunque recuerda que este oficio fue el que casi le quita la vida por la caída que
sufrió, así como lamenta no haber sabido contar ni hacer sumas o multiplicaciones,
porque advierte:
No es común que una persona de 70 años sea el alumno de más edad del primero de
primaria del INEA, ni tampoco lo es que en estos días le haya salido otra chambita de
albañil, después de siete años de no trabajar: "Ahorita vengo del Centro Comunitario
grande de La Alianza; fui a recoger unas medicinas que nos dan. Al salir, un vecino me
pidió que si podía poner unos blocks; ahorita voy derecho a mi casa a ponerme ropa de
trabajo y me regreso. No sé si vaya a poder, pero el intento le voy a hacer, ya no soy el
de antes". Ese día, nos encontramos a don Pedro en la calle después de haber ido
a buscarlo a su casa, y andaba de buenas, como nunca lo habíamos visto.
Pedro Fraire es un vecino muy bien identificado por los habitantes de las zonas de La
Alianza que suele frecuentar, es conocido en los Centros Comunitarios; los jueves procura
no faltar a las reuniones para adultos mayores en el Centro Comunitario grande de La
Alianza, y los miércoles es raro no verlo por la mañana junto a sus compañeros estudiantes
de primaria del INEA en el Sector Q. No se sabe si es porque hace mucho sol o porque
evita mostrar su calva, pero don Pedro siempre usa una gorra verde o un sombrero de
paja.
De inicio, al conocer a don Pedro parece ser de esa clase de adultos mayores que
demandan mucha atención, pero no es así. Pedro es tan bueno para entablar una
conversación ágil, interactiva y entretenida como pocos adultos de su edad; don Pedro
es un individuo que vive solo, pero que aún intenta hacer amigos y gusta de frecuentar
conocidos.
El señor que le contrató para poner los blocks de su último trabajo, es fecha que no le
ha pagado ni un quinto; la vecina que organizó una tanda de mil pesos hace más de un
año, tampoco le ha pagado, aunque él decidió ya no reclamarle su dinero. Lo bueno es
que estas penurias parecen no angustiarle de más y todo se lo deja a Dios; a don Pedro
se le ve más interesado en otras cosas, como la escuela:
"A los maestros les da gusto que esté en primero de primaria, me ponen de ejemplo con
otros muchachos que están nuevos; a mí me da mucho gusto que me entiendan y que
me enseñen a leer. Entré a la escuela porque quiero ser alguien en la vida, de perdido
si Dios me deja tres o cuatro días más de vida, aprovecharlos y hacer algo, quiero
aprender a leer, a hacer cuentas"
Testimonios de vida 69
Mis ladrillos no se van a caer
LA UNIDAD
No hubo fiesta, viajes o luna de miel, pero a ella en realidad eso no le importaba: estaba
ilusionada. Vivían en casa de sus suegros quienes también la maltrataban; ella soportaba
sola esperando el momento en que su marido llegara, creía que con el paso del tiempo
todo se acomodaría mejor y que, por fin, encontraría la felicidad. Se equivocó. Su marido
empezó a golpearla y nunca más dejaría de hacerlo. Nuevamente se encontró frente a
una vida frustrada y desesperanzadora. "Todo fue un fracaso".
Ángela no podía seguir así, aunque no era apoyada por nadie; sentía la necesidad de un
respaldo. El momento llegó: "Me reponía en el hospital de una golpiza dada por mi marido,
cuando una amiga me vio y me dijo: 'Tú no puedes aguantar tanto; si no por ti, por los
niños...ponte a trabajar y saca a tus niños adelante, sola'. Así que me di valor y me fui
un día sin decir nada. Las pocas cosas que tenía las dejé y sólo me llevé lo valioso que
tenía: mis hijos."
Anduvo por los Estados Unidos viviendo múltiples experiencias, tenía que sacar para
mantener a sus hijos. Trabajó de zanahoria, limpiaba calles y plazas; también fue obrera
y ayudante de albañilería. Cuando comenzaron las obras de la primera línea del metro,
trabajó ahí. Sabe hacer de todo: una zapata, anillar las varillas para hacer columnas,
etcétera. El endurecimiento de sus manos registra la experiencia de su vida. Regresó
a limpiar las calles cuando se concluyó el trabajo de la línea del Metro, hasta que un
accidente la marcó. Era un día común de trabajo, Ángela llegó y tomó la escoba,
preparándose para iniciar la jornada; de repente, un carro la arrolló. Le lastimó la columna
y la ató a una cama por mucho tiempo; de entonces a la fecha, la han operado 13 veces.
Ya no trabaja, vive de una pensión. Y, aún así, Ángela se siente muy feliz por su vida,
por el esfuerzo que hizo, por sacar adelante a sus hijos: "Yo digo que mis hijos son como
unos ladrillos, porque son muy unidos".
Doña Tomy tuvo una vida muy feliz hasta que apareció en su vida Moisés, el que sería
su esposo. Tuvieron 10 hijos: Mario, Lupe, Martín, Roberto, Nelly, Nena, Jorge, La Mily,
La Güera y El Güero. Hoy es una abuelita que ha hecho de todo por la vida.
Vivían en un terreno de la colonia Los Altos que pagaban en abonos con mucho sacrificio.
Se atrasaron en unos pagos y los intereses fueron aumentando hasta volver la deuda
inalcanzable. Pedían mucho dinero, era para ellos imposible y, aunque lograron pagar,
fueron defraudados. Se produjo el desalojo bajo una lluvia de amenazas. Buscaron
rápidamente un terreno o un lugar cualquiera para vivir, se fueron al municipio de Juárez
donde vivían a orillas de un río en condiciones insalubres; no tenían luz, agua, ni mucho
menos baño.
Aunque estaba desesperada, ella decidió quedarse ahí -no tenían muchas opciones- e
hicieron dos cuartos con madera y cartón. Poco después, ella enfermó. Le detectaron
tuberculosis. Comenzó el tratamiento y logró curarse. Pensó que sus penas habían
pasado, pero, cuando empezaba a sentirse recuperada, llegó a ella la noticia de que una
de sus hijas, a su vez madre de cinco niños, padecía la misma enfermedad. Era su hija
menor.
Una tarde, inesperadamente, al estar platicando con ella, su hija fue arrebatada por una
tos imparable; comenzó a escupir sangre y "en esa tarde, a las cuatro, se la lleva Dios".
Tomasa pedía desesperada una ambulancia y que la llevaran a un lugar para atenderla...
Los paramédicos sentenciaron que ya no había nada por hacer. Murió en su casa, sentada
en un sillón, con la mirada que parecía perderse en la nada. Pero no era así: a lo lejos,
por la misma puerta que atravesaban sus ojos vacíos, se veían venir sus hijos. Fue un
dolor muy grande para Doña Tomasa, quien se hizo cargo de los cinco nietos.
Luego de sepultar a su hija, y al intentar volver a su vida cotidiana, se dio cuenta que
no podía seguir en ese lugar. Las cosas se habían complicado, los miembros del hogar
se incrementaron. Abuela y nietos huérfanos se mudaron a vivir con uno de los hijos
mayores de doña Tomy, aunque nunca se sintieron a gusto. De nuevo, depender de
alguien empezó a volverse insoportable. Decidieron irse a vivir a un terreno que les
prestaron en la colonia Agropecuaria, donde tampoco tenían servicios; para conseguir
agua tenían que caminar mucho en pleno sol. Al ver que batallaban demasiado, volvieron
a mudarse. Consiguieron una casa en Fomerrey 113 y, al llegar ahí, ya fue diferente; los
niños comenzaron a asistir a la escuela, los tres mayores empezaron a cursar el primer
año. Todo parecía ir bien, pero las cosas no siguieron así. Al estar ya estabilizados, sin
esperarlo, les pidieron devolver la casa.
Testimonios de vida 71
Comenzaron a buscar nuevamente, pero nadie les quería rentar por tener demasiados
niños. Al verse tan apurada, una de sus hijas, quien actualmente vive en el otro lado,
compró un terreno en la colonia La Unidad donde actualmente viven. Los niños pudieron
continuar en la escuela.
Actualmente se siente muy orgullosa de sus nietos; los tres mayores están por salir de
la secundaria. Ahora sólo le preocupan sus dos nietos más chicos, espera salgan de la
secundaria y sean personas de bien. Ella está consciente que donde actualmente viven
no es lugar suyo. Ha intentado comprar un terreno para poderles dejar algo seguro a
esos niños que ha criado como sus hijos, pero, por su edad, ya no le dan oportunidad
en ningún lado. Y vive siempre con el temor de que, cualquier día, otra vez, vuelvan a
quedarse sin un lugar fijo, propio.
Testimonios de vida 73
Lo conoció a los 16 años y él tenía 15; duraron ocho años de novios antes de casarse.
"Mi papá me regañaba mucho, no lo quería nada, ¡hacía unos corajes cuando lo veía! Me
pegaba. Iba yo a la acequia a lavar y, cuando se enteraba de que iba él conmigo, na'más
nos miraba y me daba mis buenos".
Bernabé es para ella el amor de su vida; el día de su boda lo recuerda como el más feliz.
"Nunca nos hemos separado, ya vamos para 40 años de casados; aunque mi viejo tiene
su defectito, le gusta fumar y tomar. Pero, gracias a Dios, él nunca me ha golpeado, es
muy cariñoso, muy buena gente". De su matrimonio tuvo siete hijos, cinco mujeres y dos
hombres, de los cuales viven con ella dos, uno "dejado" y un soltero a punto de casarse.
"Se casaba este mes, pero la pospuso; me apura qué pensarán los papás de su novia,
ahora se casará en noviembre, pero sí se casa".
Rememora que, cuando contrajo matrimonio, se fueron a vivir a casa de su suegra, donde
duraron 20 años. No vivían en las mejores condiciones: "Cuando el Gilberto, me acuerdo
que esa noche que llovió el agua entraba y salía por la casa, hasta parecía que estábamos
afuera, porque goteaba bastante". Luego del huracán, le comentaron que estaban dando
terrenos a los damnificados en un lugar que, a la postre, sería la colonia San Gilberto.
"Yo pensé: 'ay, qué bueno; ya vamos a tener nuestro terreno'. Ese día que me lo dieron,
estaba una piedra allí, y me senté en esa piedra y de ahí ya no me moví...y esa piedra
está aquí, debajo de la construcción".
El canto sigue gustándole mucho a doña Carmelita, pero ahora sólo lo ejecuta en el coro
de su iglesia. Antes, fue a concursar al popular programa "Aficionados" de Rómulo Lozano.
"Gané el primer lugar una vez y, en otra, el segundo; cuando gané el primero me dieron
un uniforme de premio y, en el segundo, una sobrecama y unos secadores".
Nunca ha perdido contacto con su hermana gemela: "Si no nos vemos, hablamos por
teléfono; ella se llama Martha". Con sus hermanos adoptivos, en cambio, ya no se ve;
explica que cada quien hizo su vida y que ya es muy difícil verse.
A sus hijos le gustaría verlos más, pero mantiene contacto con ellos por medio del
teléfono. Tiene muchas amigas. "Mi viejito ni quiere salir conmigo porque dice que conozco
a todo el mundo; cuando vamos a Soriana, saludo a todos, me dice". No tiene enemistad
con nadie, comenta que el pleito no le gusta, y concluye: "La vida es muy bonita, es muy
amable".
Está separada desde hace algún tiempo, no recuerda exactamente cuánto: "Tuve un
matrimonio muy duro, mi viejo es muy malhumorado, que por el azúcar, pero, ¿qué culpa
tengo yo?". Su suegra se lo advirtió antes de casarse, que tendría una vida difícil al lado
de ese hombre, ya que era muy impulsivo y corajudo.
Su infancia la recuerda como feliz; no sabe leer ni escribir, aunque sí fue a la escuela:
"Yo me acuerdo que sí me mandaban, pero yo me quedaba en las casas de las orillas
con otras chiquillas. Me aburría mucho. Yo creo que la escuela no me gustaba nada, y
pues nunca aprendí".
Se casó muy chica y el maltrato empezó también temprano. "Yo ahora hasta me arrepiento,
creo que a una por eso la tratan así; a una le decían cualquier cosa y, ¿pues qué le podía
decir? Si yo no sabía nada, yo me dejaba toda". Lo que más le ha marcado la vida han
sido los tantos años de sufrimiento en su matrimonio: "Una vez me golpeó hasta que
me quebró las costillas; si tenía ganas de pelear, ya malo".
Su esposo la corrió varias veces de casa, pero ella se defendía. Peleó por el terreno y
sufrió por vivir ahí y hacerse de sus cosas, por lo cual nunca permitió que la sacara. "Un
día me dijo que yo era una tal por cual y que no servía para nada, que me fuera yendo,
pero yo le dije: 'Óyeme, no; yo de aquí no me voy...¡Si esta casa es mía!". Decidieron
separarse y el terreno y la casa fueron divididos en dos por madera y blocks. Aunque
esto suponía el término de su sufrimiento, el acoso no ha parado. "Nada más me está
espiando a ver qué hago, si salgo o no; lo malo es que él tiene el teléfono allá, en su
lado, y no me pasa las llamadas. Si barro y me paso un poco de la banqueta, me empieza
a gritar que no lo moleste".
Testimonios de vida 75
Una de las tantas veces en que la corrió, doña Enriqueta decidió ir a una dependencia
del Municipio cercana a su casa. "Fui al CAVIDE, aunque no me resolvieron nada. Me
mandaban por un acta de matrimonio y a hacer no sé qué tantas cosas; y yo dije: 'pues
no, mejor así lo dejamos'".
Hoy se siente una mujer liberada y feliz: "Yo, después de este hombre, ya me salgo, ya
tengo amigas; antes no podía hacer nada, no me dejaba ni ir con mi hermana aquí abajo".
Ahora pertenece a varios grupos de adultos mayores y convive con muchas personas;
está en un grupo de baile y ha perdido muchas inhibiciones. "Yo ya estuve mucho tiempo
callada y con miedo, ahora ya me toca conocer y saber; yo ya ahora quiero hablar y que
me escuchen".
Una de tantas tardes visitamos a la señora María de la Luz Durán Martínez. Con ella
viven su esposo, uno de sus hijos y su nieta de cinco años. En la casa no hay agua,
esporádicamente una pipa les da el servicio. Originaria de Guanajuato, doña María nos
cuenta cómo recuerda a sus hermanos que viven allá y a los que emigraron a la ciudad
de México. Cuando hay dinero, dice, viaja para revivir el pasado junto a sus hermanos.
Al llegar a su casa, nos atiende de una forma tan cotidiana que pareciera conocernos
desde hace mucho. Recibe visitas con frecuencia en su casa. La vez en que nos recibió
lo hizo con una gran sonrisa; fuimos descubriendo la impresionante confianza y familiaridad
que invade el hogar.
Sus cuatro hijos vienen a verla seguido y una de sus hijas la visita a diario; se lamenta
un poco cuando nos confiesa: "Ayer no vino, quién sabe por qué", y se queda pensando.
Su esposo siempre le dice: "¿Por qué no vas a visitarla tú? ¡Siempre quieres que venga,
nomás andas en la iglesia!". María de la Luz explica que acude a la iglesia para enseñar
a su nieta a rezar, de lo que nos platica: "A mi chiquilla le gusta; me dice: 'buela, yo voy
a rezar contigo', y se me pega mi nieta de cinco años".
De su infancia, recuerda que jugaba a las muñecas: "De niña, jugaba con las monas; ya
de grande, las hacía para las otras niñas y jugábamos juntas". Dentro de esta etapa de
su infancia, su madre cayó enferma. Doña María tuvo que cuidar a sus hermanas
pequeñas; para cuando pudo contraer matrimonio, su madre ya había muerto. Conoció
a su esposo en Guanajuato, lugar en que ambos vivieron. Vuelve a su niñez cuando evoca
las visitas con su padre a la iglesia y a las fiestas de la plaza: "No como las de aquí, que
son de cumpleaños, sino fiestas en la plaza del pueblo, con conjunto musical para festejar
a los santos patronos y agradecer a las vírgenes".
Testimonios de vida 77
En un principio dijo no recordar nada de su juventud; más tarde reveló que, cuando
muchacha, trabajó muy duro, tras la enfermedad de su madre tuvo que hacerse cargo
del hogar: "De joven, ya no me acuerdo; mi mamá estaba enferma y pos ¿qué más? No
había trabajos como ahora". Antes, los empleos comunes para la mujer se reducían a
las labores del hogar: "Nomás lavando, haciendo comida...Nomás en la cocina, haciendo
el quehacer, el lonche pa' los hombres".
El asistir a misa ha sido, desde hace tiempo, una de sus costumbres más arraigadas;
ello le hace rememorar a su madre: "Mi mamá nos llevaba a la iglesia. Me gusta mucho
ir a la iglesia; después, cuando ella falleció, nos llevaba una prima".
Al momento de entrevistarla, la huella de algunos golpes sobre su rostro era evidente;
al respecto, en tono gracioso y entre risas, nos explicó que éstos se debían a la caída
que sufrió recientemente mientras leía La Biblia, en su casa. Da gracias a Dios que el
incidente no fuera para más. Sabe leer muy poco, no sabe escribir y no disfruta de ver
la televisión porque menciona que le quitaría tiempo para las labores domésticas: "Si
me gustara, pos no haría el quehacer", comenta, y vuelve a reír.
La vida es para ella cada día más costosa; con desilusión y un poco de impotencia,
describe: "Viviendo una de pobre...pensando en que no tenemos pa'la luz, pa'l gas y
pa'todo, eso es lo que nos preocupa en veces: ya no alcanza uno pa'nada de tan caro
que está todo". Sin embargo, está en un programa de apoyo que le ayuda a aliviar un
poco la situación en la que se encuentra: "Me dan ayuda de la tercera edad, en Soriana
me dan despensa".
"Mi niñez fue muy difícil. Nací en Villa de Juárez, ahí viví hasta los ocho años; yo era de
las mayores. Recuerdo que mi mamá tenía gallinas, chivas, marranos, y éramos muy
pobres, pero nunca faltaba para comer; recuerdo que mi abuelita no me quería, siempre
vivió diciéndome: 'Te pareces a tu padre, te pareces a tu maldito padre'. Es que mi papá
era 25 años mayor que mi mamá, él la crió, pero para él...
"A los ocho años, que nos vinimos a vivir a San Nicolás, recuerdo que me levantaba
a las tres de la mañana para mandar a mi papá al trabajo; el lonche lo hacía en la
noche, porque mi mamá estaba operada y, de ahí, todo el tiempo fue trabajar...
"Mi papá me pegaba mucho; era la mayor, tenía 12 años cuando me decía: 'Tú eres la
mayor, tú tienes que recoger, tienes que hacer el quehacer'. Mi mamá nada más hacía
las tortillas y hacía la comida. Nosotros recogíamos la casa, lavábamos las vasijas,
barríamos el patio, que era muy grande: era un solar. A mí me golpeaba cuando mi
hermana no lo hacía, y yo recibía los golpes. A mi mamá siempre le dolía el estómago y
por eso no podía arrimarse a nada; en ese tiempo, yo no pensaba nada. Mi vida ha sido
muy traficada, yo decía que mi papá no me quería, pero él decía: 'Cómo no te voy a
querer, si tú eres la consentida; te pego porque te quiero, para que no se vayan por el
mal camino, para que no sean groseros, que no digan malas palabras'. A mí no me gusta
decir malas palabras, pero enojada soy muy maldicienta".
Testimonios de vida 79
En su juventud, Guadalupe aprendió a bailar y a divertirse un poco con algunas de sus
amigas, y en ocasiones con su madre, pero no fue fácil debido a la actitud dominante y
celosa de su padre: "Casi no jugué. A mi papá no le gustaba que tuviera amigas, menos
amigos; él pensaba que cuando me iba a trabajar, me iba de prostituta...Él era así, no
quería que trabajáramos. Cuando era joven no había tanta maldad; donde yo vivía, en
Las Puentes, atravesaba todo el primer sector a las cinco de la mañana, era monte y
nunca me pasó nada".
"Yo dejé a mi marido el primer año, a los dos meses de casada; no me parecía que se
saliera y anduviera con otro amigo en un carro con mujeres. Cuando se dio cuenta que
estaba embarazada, él me empezó a buscar y le dije que había abortado. Después, la
casualidad, el destino, y quién sabe qué más, pero él me vio con bata de maternidad y
me fue a buscar otra vez: 'Perdóname y perdóname, mira que el niño me va a necesitar'.
¡Para nada! Él ni lo necesitó, más bien peor. Mamá era la que más me aconsejaba: 'Mira
hijita, una de mujer comoquiera necesita un hombre, y mira que los niños necesitan a
su papá'. Y le hice caso, me volví a juntar con mi marido. Al niño lo quiso mucho, pero
nunca le dio un consejo; lo recriminaba, le decía palabrotas: 'Tienes que estudiar, cabeza
de perro'. No era el modo. Le aguanté 30 años".
Nos cuenta de sus sueños y, sobre todo, de sus logros: el haber terminado la secundaria,
el estudiar corte y el querer seguir aprendiendo más y más. "Yo terminé la primaria y la
secundaria, hace dos o tres años; siempre quise estudiar la primaria. Cuando estaba
con mi marido, como a los 38 años, ya me faltaba un libro de Ciencias, pero mi marido
se enojó y me tiró los libros porque quería la cena a las seis y yo llegaba a las siete.
Un día, cuando llegué, me agarró los libros y me los tiró a los rieles...Yo me desanimé,
pero estudié corte por correspondencia".
Del presente, doña Guadalupe nos comparte qué es lo que quiere y espera:
"Ya uno de grande no espera nada; tener tranquilidad, estar en paz, que la dejen vivir,
hacer lo que a uno le guste; la misma pobreza no deja hacer lo que a uno le gusta". Y,
sin embargo, como la vida de Guadalupe nos lo describe, el esfuerzo se sobrepone a la
circunstancia y, a veces, hace muchas cosas posibles. La voluntad de esta mujer es
heroica.
Testimonios de vida 81
Casa de tulipanes
FERNANDO AMILPA
Doña Francisca refleja en su rostro una gran tristeza; con ojos llorosos y voz entrecortada,
recuerda que su mamá y su papá la abandonaron muy pequeña: "Ansinita", señala con
sus manos la estatura que tenía cuando los perdió.
Recuerda que su padre trabajaba en el campo: "Yo iba a dejarle tortillas a la labor". De
pronto, su rostro cambia; otras muertes vienen a su memoria: las de sus hermanos.
Trasmite una gran soledad al darse cuenta que, de todos, solamente ella queda con
vida; enseguida, un largo silencio fue tranquilizando su estado de ánimo.
Su casa carece de luz y de piso: "Cuando llueve, todo se moja". Ella fue la que compró
el terreno y sólo se sostiene con una pequeña ayuda que recibe por parte del Gobierno;
por tal motivo, le falta dinero para comprar las escrituras. Son cinco hijos y cinco hijas
las que tiene; desgraciadamente, dice, van muy poco a visitarla y ni siquiera el día de
las madres la recuerdan. Ella piensa que porque tal vez no se portó bien.
Nos comparte sus gustos antes de despedirse, los cuales reflejan parte de su esencia
personal, aunque a sus años se sienta muy sola:
"Me gusta nomás lavar y estar en mi casa; a veces voy con mis hijas...¡hasta donde
viven! Luego m'ija me pregunta qué hago tan lejos y sola, es que estando en la casa me
dan ganas de salir, para no tullirme. Vivo solita, nomás con un nieto que tiene poco, pero
me salgo, me acompaña el perro de mi vecina, que ni recuerdo su nombre, porque luego
los niños me agarran a pedradas. También me gustan mucho mis flores, aquí todo el
año florecen los tulipanes".
Recordar su natal San Isidro Fernández llena de luz el rostro de Margarita Arriaga Jaramillo,
de 88 años. La sonrisa adquiere solemnidad cuando, haciendo memoria, se topa lo
mismo con lo bueno que con lo malo, lo difícil. Así, sabemos que su infancia, más que
de juegos, se trató de trabajo. Nos la imaginamos sembrando la jornada entera por los
campos, en las inmediaciones de solares calientes que curtieron su piel e hicieron llegar
dureza a sus manos, esas manos que desquelitaban y hacían de los viejos árboles leña:
"Ayudábamos a nuestros padres a juntar leña pa'la lumbre y cuanta cosa. Recuerdo que
molíamos 25 kilos de nixtamal en la piedra. Dígame, ¿ahora quién lo hace? Ni siquiera
un kilo. Era puro trabajar y trabajar muy duro...y no le preguntaban a uno su parecer".
Mientras vivió con sus padres, madrugó. Tenía que levantarse muy temprano para quebrar
la masa, hacer tortillas. Así, enseguida nos mostró lo que para ella es su admiración:
un comal, un comal que representa todos sus años, del que ella nos platica: "Esto es
en lo que nosotros torteábamos: teníamos las manos livianas...pero ahora ya no servimos
ni pa'eso, ya estamos todas tullidas".
Doña Margarita continúa la historia sin soltar el comal de barro. Evoca cómo comenzaba
un día de trabajo en el sol de la labor sembrando maíz, calabacita y frijol; recolectaba
tomate, calabaza y flor de calabaza para la comida. Ella trabajaba mucho, sí, pero reconoce
que no estaba sola. Nos comparte que, aunque su padre era ya viejo, él doraba tortillas
para el desayuno y, en ocasiones, cuando se marchaban a la sierra para tallar lechuguilla,
les llevaba un costal lleno de gorditas redondas retacadas de chile. La comida era un
gusto y, del recuerdo de este gusto, siguen más. Doña Margarita se alegra cuando nos
habla de sus diversiones:
"La vida del rancho eran bailes y bailes; aunque andábamos con la pata rajada, ¿pa'qué
le decimos que andábamos muy curras? No es más que la verdad". En cuanto a la
diversión de los hombres en su pueblo, complementa, ésta se reducía a la tomada. Pero
no es de oquis que lo comente: ella está orgullosa de jamás haber visto a su esposo
alcoholizado.
Testimonios de vida 83
Al emigrar a Monterrey continuó trabajando demasiado; hoy agradece por no tener ninguna
molestia en su espalda. Todavía se muestra con ánimos de salir a vender, nos muestra
el carrito en el que lo hacía, aunque ahora le falta dinero para seguir con el negocio:
"Agarré el negocio de vender; mi esposo me surtía del mercado, él vendía para pagar los
gastos de la casa, y yo pa'lo que yo quería...Me estoy perjudicando, estoy acostumbrada
a trabajar, siempre trabajar, vendiendo quesos, camotes, elotes, calabaza, tuna y cuanto
más, ¿cómo creen que estoy a gusto?".
Las cosas han cambiado. Doña Margarita lo resume en una forma muy sencilla: los
tiempos de antes y los tiempos de ahora, y lo expresa en dos contrarios: lo antiguo y
lo moderno. A mucha honra, se asume antigua; dice que los modernos carecen de
aquellos valores que hicieron de su esfuerzo una vida digna. "Ojalá que la juventud
agarrara un poquito de lo de antes; se compondrían las cosas un poco. Pero si uno les
dice algo, dicen: 'Esa viejilla es antigua'".
Testimonios de vida 85
A los 14 años se casó con el joven Eduardo Samaniego, de 25, y las cosas cambiaron.
Con los años la seca trajo a su esposo e hijas grandes al municipio de Guadalupe. Ellos
empezaron rentando en la colonia Villa Olímpica y a ella no le quedó más remedio que
sumarse a esta decisión de salir de la Hacienda Guadalupe, Coahuila, donde se criara.
A su edad, la señora Ricarda es una persona lúcida, alegre y agradable; sin embargo,
al abordar el tema de su relación de pareja, su rostro se torna sombrío y la invade una
gran tristeza. Ella poco desea hablar del tema, sólo nos da a entender que ella sufrió
mucho con él y hace 20 años que se separaron porque era "un desobligado", según
afirma. Nos comenta que su esposo tomaba mucho y la violentaba, hasta que una vecina
la animó a denunciarlo y a separarse. De ser una mujer sumisa que trabajaba dentro y
fuera de su casa (lavaba ajeno, hacía tortillas, se metía al monte por leña), lo enfrentó
y no dudó en sostener su decisión de alejarse de él.
"Se llenó de gente cuando pusieron el agua", esa es la expresión de la señora Ricarda,
quien fue una de las fundadoras de la colonia Unidad Piloto. Ella recuerda que cuando
rentaba en la Villa Olímpica vendía leña junto a su esposo y subían al cerro para conseguirla.
Así es como ellos vieron que andaban limpiando terrenos y decidieron comprar uno en
el año 1975, en la calle Francisco Sarabia. Cuenta que la líder llamada Guadalupe Chávez
se los ofreció, aún sin saber que en doña Rica encontraría un gran apoyo. Cuando se
separó de su esposo, la lideresa le dijo: "La casa es suya; si se pone pesado el señor,
nomás me dice, ni la ha pagado él, la casa es de la mamá y los hijos".
Ella recuerda que vivían en un jacalito de láminas negras y palos que se trajo del cerro.
Dice que en aquel tiempo sólo había unas seis casas, pero estaban salteadas, muy
salteadas. Reconoce que su ex esposo ayudó a numerar los lotes de la Unidad Piloto y
que se encargaba de "echar el agua". También menciona que mandaron hacer un pozo
para abastecerse de agua, y que luego de muchos años pusieron la red colectiva de agua
y "se llenó de gente".
Luego de lidiar en repetidas ocasiones con la muerte, doña Ricarda asegura no tenerle
miedo, ya que desde su ideología religiosa eso es algo natural. Sin embargo, a las
personas adultas mayores, como ella, les preocupa más el sentirse solas: "No tengo
miedo a morirme, pero como quiera uno se siente sola". Sus hijos vienen cada domingo,
y en ocasiones su casa no se da abasto para albergar a los hijos, nietos y bisnietos.
Además, ella es una persona activa que participa de las actividades de la comunidad,
como juntas, loterías y talleres. Y, por si fuera poco, todavía sube al cerro en busca de
leña o tierra para las matas, junta botes de aluminio y le ayuda a vecinas a lavar trastes.
Doña Rica considera que los padres y madres podrían empezar por educar a sus hijos
e hijas para tener una mejor vida en la Unidad Piloto: "Hacer un esfuerzo con nuestra
familia; con los vecinos que se portan mal, pues hablar". Porque ella cree firmemente
que las mejoras en la colonia "sirven para nuestros hijos" y que la única manera de cuidar
este patrimonio de la colonia es haciéndolo todos juntos, como vecinos y vecinas.
"De mentiritas, tengo 80, y de veras tengo 78", dice entre risas el señor Gilberto Martínez
Arámbula. Recuerda que siendo un adolescente en su natal Parral, Chihuahua, tuvo que
aumentarse la edad para empezar a trabajar en la minería. Así es como empezó el juego
de sus años.
Los años también jugaron con su vida, su madre María Luisa Arámbula y su padre Hilario
Martínez tuvieron 11 hijos, siete mujeres y cuatro hombres. Sus hijos, al igual que el
padre, se dedicaron a la minería; pero fue hasta 1961 que, trabajando en la mina, sufrió
un accidente: se rebanó la yema de dos dedos, uno en cada mano. Después de trabajar
en la mina se vino al municipio de Guadalupe a buscar cómo sobrevivir. Sin embargo,
no llegó solo: lo acompañaban su esposa, Trinidad Colación Chávez, y sus siete hijos.
El señor Gilberto recuerda cómo llegó a vivir en la calle Pájaro Azul 5012-A, de la colonia
Nueva Almaguer. Nos platicaba que le gustaba mucho venir para estos rumbos cuando
vivía en Guadalupe, pero que nunca buscó un terreno para vivir. Fue en 1985 cuando a
un hijo le ofrecieron un traspaso aquí y él gustoso aceptó. Por aquel entonces, se acuerda,
subía al Cerro de la Silla. "No había casas o servicios. Subía por trenecitos de leña; a
mí me gustaba andar allá arriba".
Testimonios de vida 87
Detalla que hace 15 años había coyotes en donde ahora hay casas habitación. Hoy en
día, don Gilberto ya no gusta de ir "arriba", considera que el paisaje no es el mismo. Las
diferencias que lo hacen sentir esto las ejemplifica con un gusto que hoy le sería imposible
repetir, no le dan ganas: cuando niño, subía el cerro de su tierra natal, llevaba unos
dulces y se sentaba a disfrutar de las golosinas y del panorama. Y el panorama, reitera,
ya no es el mismo.
Recuerda con nostalgia que estuvo casado por 48 años con su esposa, quien ya falleció.
Ahora vive en la casa de Nueva Almaguer, acompañado de algunos de sus hijos, nietos
y bisnietos que se reúnen cada sábado para convivir con él. Y así, como fue heredado
el oficio de minero en su familia, ahora don Gilberto heredó a uno de sus hijos, Rubén,
el oficio de talabartero; y es con él con quien hasta hace algunos años trabajaba de
manera activa en un taller que tiene detrás de la casa.
El señor Gilberto y su hijo Rubén nos ofrecieron un recorrido por el taller. Se han
especializado en las monturas para caballo. Las monturas están cubiertas por telas,
esperando a ser usadas. Han realizado su trabajo de talabartería de todos tamaños y
precios, incluso elaboraron una montura de 10 mil pesos que lleva aplicaciones de
alpaca. No pierden la esperanza de continuar forjando su oficio y extender su mercado
a Estados Unidos.
Testimonios de vida 89
Al ver la situación, Angelita buscó la manera de sacar adelante a sus hijos. Así fue como
llegó a Monterrey. Vino a asistir a un familiar (lavar, planchar, hacer de comer) y se enteró
de un traspaso en la Unidad Piloto, y lo tomó. Han pasado 24 años desde que llegó a
esta colonia y ahora vive en la calle Francisco Sarabia 4530. La líder Guadalupe Chávez
era quien repartía los terrenos. Recuerda: "Esto era puro pedregal, eran como 10 casas,
era puro monte". Incluso ella está sorprendida de la cantidad de gente que ahora
habita en las faldas del Cerro de la Silla: "¿Quién iba a pensar que iban a fincar en el
peñascadero?".
Angelita reconoce que sacar a sus hijos adelante no fue una tarea fácil. Lloraba de
desesperación, y se sentía muy sola: en Monterrey no tenía más que un familiar. Aunado
a esto, cuando llegó a la Unidad Piloto no había luz ni agua; su vivienda era muy pequeña.
Sin embargo, hoy puede decir con orgullo: "Tanto que he sufrido y aquí ando". Sus pasos
son lentos, la edad y un pie lastimado marcan su andar. Se para de su silla y sigue
platicando mientras acomoda y acaricia sus plantas. Tiene más de 30 plantas en su
jardín...quizás la intención sea echar raíces.
Angelita vive con su esposo Guadalupe y su hijo el soltero, quien es el que da sustento
al hogar. Las condiciones físicas de la colonia y su casa han mejorado, pero Angelita
sigue en busca de esas raíces.
Pero no todo en la infancia de la señora Francisca tiene un tono alegre: el trabajo fue
desde muy temprano una constante: "Siempre trabajé, desde los 8 años trabajé; no
tuvimos infancia y la escuela sólo fue un año de primaria. Mis papás trabajaban...puro
trabajar y trabajar. Sí sé leer y escribir; a mí me hubiera gustado estudiar enfermería;
aquí (en el Centro Comunitario) debería de haber primeros auxilios. Yo me inyecto sola,
pero con los vecinos no me comprometo...
La música le recuerda una de sus mejores etapas; llenaron su juventud cantantes como
Vianey Valdez, Los Toppers, Enrique Guzmán y Angélica María, lo que sonaba en aquellos
tiempos; ahora, en su adultez, prefiere oír a Vicente Fernández.
La cocina es "su lugar"; aún sigue la tradición de su infancia: juntar leña. Su nuera, que
vive en la misma casa, continúa con este ritual de familia: "Todavía cocino en leña, los
frijoles los coso afuera. Antes, vivíamos en Constitución, por el Parque España. Eso antes
era un barranco y ahí estaba nuestra casa: juntábamos leña de los basureros o de los
mezquites, los cortábamos con un machete. Todavía aquí, en la colonia, no me da
vergüenza; corto leña y pongo los frijoles, o cajas de tomate; mi nuera ya se hizo igual
que yo, no le da pena".
Testimonios de vida 91
Se siente orgullosa de ser madre soltera, más de haber sacado adelante a sus dos hijos,
de 28 y 22 años, respectivamente: "Mis hijos han salido muy buenos, no toman, no
fuman ni nada; me dicen que son los más guapos de la cuadra. Yo nunca les pegué,
mejor les hablaba. Mi papá nos pegaba con una vara de nogal; una vez, que me dejó la
mano hinchada, perdí el año en la escuela". El trato que les dio su papá, le sirvió a
ella como una enseñanza para no hacer lo mismo con sus hijos; todo lo contrario.
De sus hijos, lo más importante en su vida, le preocupa que estén bien y que tengan un
buen trabajo. Entre sus ambiciones nos comenta que le gustaría aprender y conocer
más de cocina y, ahora, de nutrición. A manera de consejo, la señora Francisca recomienda:
"No maltraten a los niños. A mis niños no los maltraté, me decían que se iban a
hacer maricones". Y, en eso, nos vuelve a comentar lo orgullosa que está de sus hijos.
Testimonios de vida 93
Luego me casé a los 21 años y tuve a mis hijos, tres hombres y cuatro mujeres; ya tengo
15 años de viuda, ya todos mis muchachos se casaron y actualmente vivo con una hija
y su niña. Tres de mis hijos viven cerca de aquí y los otros más lejos, pero aquí mismo,
en Monterrey. Ellos vienen a visitarme cada semana; mis hijos son muy tranquilos, pero
uno de ellos es tremendo desde siempre y todavía. Les comparto que para mí en este
momento lo más importante es mi hija, la que está aquí, y quisiera verla sin tantos
problemas. Uno siempre busca las preocupaciones, dice la doctora, a pesar de que estén
casados.
En esta colonia tengo 30 años viviendo. Antes vivía en la orilla del río; también fue puro
sufrir: acarreábamos el agua, por las noches, de una llave que nos pusieron. Para lavar
nos íbamos al río, había unos ojitos de agua, y antes estaba limpio; el agua estaba clarita,
ahora hasta huele mal. Ha habido muchos buenos cambios en la colonia: antes no
teníamos luz. En aquellos años la teníamos colgada, batallamos para que la pusieran
colectiva, pero llegó a está colonia y nos la pusieron. Con el agua batallamos más y aún
nos falta mucho por mejorar: la pavimentación, por ejemplo; aunque hay muchas calles
pavimentadas, todavía faltan otras. Antes nos juntábamos los vecinos, ahora ya no; los
que nos conocíamos de años, se han ido regando, y ahora es más difícil juntarnos. Todos
trabajan, nunca están en sus casas.
Yo era puro quehacer; apenas ahora, que estoy yendo al Centro Comunitario, desde que
empezó, hace un año. El Centro está bien bonito.
¿Saben? Me hubiera gustado mucho saber leer. Leo el periódico o alguna revista; pero,
que yo me exprese en voz alta, ¡pues no! Y saber escribir también quiero, ¡eso me hubiera
gustado! Yo me enseñé sola. Pobre de mi madre, yo le echo a ella la culpa; como ahora
las mamás mandan a sus hijos a la escuela... Por eso, creo que a los jóvenes debe
ofrecérseles el estudio, pedirles que sean buenos hijos y buenos hermanos, para
que sean una familia unida y tengan mucha comunicación con papá y mamá.
Doña Mary, como le llaman sus vecinos, es una mujer que refleja en su rostro el sufrimiento
por lo dura que ha sido su vida. Una mujer como muchas, madre de siete hijos, por cuyo
bienestar siempre ha luchado, a pesar de la diabetes que padece y su corazón enfermo.
Es valiente, tiene ímpetu y voluntad. Su historia merece ser escuchada:
"Éramos siete hermanos, yo era la más chica; me acuerdo que mi papá en aquel tiempo
trabajaba de ferrocarrilero y ganaba realmente muy poco, apenas y alcanzaba para comer.
Nunca tuve oportunidad de convivir mucho con mi mamá, porque ella murió cuando yo
tenía cinco años, a causa de una enfermedad. Tal vez eso fue la causa de la desintegración
total de mi familia. Tiempo después, mis hermanos deciden irse a los Estados Unidos.
Estando allá, ellos le mandaron hablar a mi papá y tomó la dura decisión de irse a
trabajar para allá, por la gran necesidad, y me dejó al cuidado de una tía...
"Tal vez esos fueron los años más difíciles; sin mi mamá, sin mis hermanos y sin mi
papá, yo me sentía desamparada. Me acuerdo que lloraba mucho todos los días y también
recuerdo que todas las tardes siempre estaba en la ventana de la casa asomándome,
esperando que regresara mi papá. Por lo mismo, yo me enfermaba mucho. Después de
cinco o seis años, tuve comunicación con mis hermanos y con mi papá, y fui a visitarlos
allá; pero sería la primera y última vez que volvería a saber de ellos. Cuando regresé de
allá, conocí al que sería el papá de mis críos. Me casé a los 17 años y ya nunca más
volví a saber de ellos. Quisiera saber cómo están, si aún viven o ya murieron todos".
Testimonios de vida 95
Al principio todo es felicidad, pero con el tiempo empiezan los problemas. El caso es que
me separé. Fueron los momentos más difíciles de mi vida, porque yo me hice cargo de
mis 10 hijos al darles estudios, vestirlos y de comer; nunca quise aceptar ayuda de él...
"Darles de comer fue muy difícil, porque en aquel tiempo no tenía trabajo donde me
pagaran lo suficiente para mantener a 10 hijos. Todavía tengo presente esos momentos:
no tenía qué darles de comer, muchas veces yo me quedaba sin comer para que mis
hijos comieran algo, aunque fuera frijoles todos los días. A veces se iban sin comer a
la escuela; cuando tenía que comprarles ropa escolar les tenía que comprar de uno en
uno, cuando agarraba dinerito...
"Mi primer trabajo fue de sirvienta en una casa: aseando, lavando, planchando; era muy
poco lo que me pagaban. Más tarde conseguí trabajo en Fomerrey, donde trabajé durante
30 años. Ahí me jubilaron y me dieron este terrenito (en La Reforma), lo cual me fue de
mucha ayuda, pues aquí llevo viviendo desde hace cinco años".
Doña Mary no puede contener más sus emociones. A la par del llanto, confiesa: "Me
duele no haberles podido dar estudios a mis hijos, pero le doy gracias a Dios que me
dio oportunidad de verlos crecer y de criarlos a todos".
A la fecha, vive con su esposo de 62 años de edad y con una pequeña niña de ocho años
que quedó bajo su cuidado. La verdadera madre de la niña cayó en una depresión; los
doctores diagnosticaron que no podía hacerse cargo de ella. A pesar de todo, la niña es
el motivo de existir para doña Mary: no tiene a nadie más. Esta mujer describe así parte
de la historia de su vida:
"Nací en Galeana, tengo 63 años; hace cuatro que me cambié pa'cá, por causa de mi
enfermedad; antes, cuando yo me enfermaba, me tenía que venir desde Galeana hasta
aquí. Como mis hijos, cuando estaban solteros, vivían aquí, ellos me llevaban con el
doctor y también pagaban mis medicamentos. Me enfermo mucho porque tengo defensas
bajas, según dice el doctor...
"Tengo muy malos recuerdos de cuando yo era una niña; mi papá nos abandonó cuando
todavía éramos muy chiquitos. Yo tenía más o menos cinco o seis años. Además, éramos
una familia muy grande, pues en total fuimos 16 hermanos los que vivimos. Tres de mis
hermanos eran mayores que yo; los tres murieron en una mina. Así que en un principio
fuimos 19 hermanos. Después que mi papá nos abandonó, la vida fue un poco dura. Al
principio batallamos por comida, pero a mi mamá le ayudaban sus hermanos con
despensas y también con sus hijos...
"Cuatro años más tarde, mi mamá se volvió a casar con un ganadero, un hombre muy
bueno, pues nos quería como si fuéramos sus hijos; pero la mamá de él era muy mala.
Ella hizo sufrir mucho a mi mamá y, a mí...Ah, sí, realmente era muy mala esa señora.
Ella golpeaba a mi mamá cuando no hacía lo que ella quería, como ella lo quería, no le
importaba cómo. De mí, ni se diga, pareciera que me quería matar a golpes, pues siempre
me golpeaba con lo que agarrara. Yo nunca entendía por qué...y a mis hermanitos también
los golpeaba...
Testimonios de vida 97
"Por culpa de ella nunca aprendí a leer ni a escribir, pues iba y me sacaba de la escuela.
Ella decía que una mujer no tenía por qué ir a la escuela, decía: 'Una mujer nació pa'
trabajar y criar a los hijos'. Que la escuela no servía para nada. Por lo mismo, mi mamá
mandó a mis hermanos con mis abuelos. Bueno, unos con mis abuelos por parte de mi
mamá y otros con los hermanos de mi mamá; los otros cinco nos quedamos con mi
mamá...
"Cuatro años más tarde mi mamá tomó una decisión: 'Creo que ya no aguanto más de
ver cómo esa señora nos golpea', me dijo muy triste: 'Quiero que te vayas a Saltillo con
tu tío, tú no tienes por qué sufrir así, aquí conmigo'. Me dolió mucho. Tuve que dejar a
mis hermanos desamparados, porque yo era la que los cuidaba. Mi hermana mayor ya
no quiso seguir con mi mamá y se fue a la ciudad de México, no sé con quién...yo me
fui a Saltillo. Allí trabajé en casa de una señora ayudándole con los quehaceres de su
casa, ya que mi tío también era muy enojón y muy trabajador en el campo. Me dijo que
no me quería de huevona en su casa...
"Poco después de estar con él, se cumplió lo que me dijo mi mamá: me empezó a golpear,
se emborrachaba mucho y creo que era mujeriego, porque andaba de chiflado con una
prima mía. A veces no llegaba a dormir, se iba y no regresaba sino hasta un día o dos
después. Cuando me embaracé del primer hijo, a los siete meses de embarazo, él me
mandó pa'cá, a Nuevo León, con mi mamá, para aliviarme; no quiso que me aliviara allá.
Nunca se preocupó ni siquiera de hablarme, de preguntar cómo estaba yo o si el niño
nació bien; al contrario, me puso una demanda de abandono ocho meses después de
haberme aliviado. Nunca supe por qué ni quise saber. Me mandó decir que si quería
regresar con él o no, que a él no le importaba pagar el divorcio. Pero mi mamá no tenía
con qué pagar ni quién cuidara de mí y de mi hijo... por eso mi mamá me aconsejó que
regresara con él. Ella, mi mamá, no sabía que él me golpeaba, porque yo nunca se lo
quise decir para no hacerla sufrir. Así que volví con él...
"En ese tiempo me propuse sacar adelante a la familia. Yo era muy trabajadora, pues
le ayudaba en el campo a sembrar frijoles, maíz y trigo; mi esposo con la yunta y yo
poniendo los granos en los surcos. También teníamos ganadito de borregos, chivas y
gallinas. En las mañanas me levantaba a las cuatro de la mañana pa' ir al molino, luego
hacer de comer y luego a trabajar; por las noches tejía y bordaba ajeno, y así salimos
adelante. Aún no entiendo por qué mi esposo nunca cambió su comportamiento conmigo,
nunca me valorizó, nunca me quiso un poco y, todavía, hasta ahora, me sigue maltratando...
"Mis hijos me dijeron que yo me tenía que estar con él, porque ellos ya no se iban a
hacer cargo de mí. No tengo con quién ir, por eso he pensado irme a un asilo; pero, mi
niña, ¿con quién la dejo?".
La historia de doña María del Carmen es quizá una de las más crudas que este libro
presenta; abunda en detalles dolorosos. Tras entrevistarla, se le hizo saber que estaba
en todo el derecho de negar la publicación de la historia, como respeto a su sufrimiento
y a su privacidad. Por el contrario, doña María insistió en que ésta debía publicarse tal
como ahora la leen. Ella dice que, por un lado, quiere ser un consuelo para las mujeres
que se encuentren en la misma situación; y, por otro, el más importante: una precaución
ejemplar, una advertencia para que, a partir de su caso, ninguna mujer se vea envuelta
en la misma experiencia. Confía en que cualquier mujer que reflexione lo suficiente en
su historia, no permitirá que hagan con ella lo mismo.
Testimonios de vida 99
Amor...¿perdido?
LA REFORMA
Don Leocadio es un hombre solitario. No acostumbra a hacer amigos, pero siempre está
dispuesto a ayudar en su comunidad. Con 76 años de edad, mantiene todavía el recuerdo
del primer amor de su juventud, un amor que nunca pudo ser.
Leocadio era muy pobre y no tenía para un doctor ni con qué satisfacer las necesidades
del embarazo de su mujer. Nunca volvió a casarse.
"Yo nací en un ranchito llamado Amaro, del municipio de Doctor Arroyo; siempre fui muy
pobre, toda mi familia. De chico, siempre trabajé en el campo, en la siembra, sembrábamos
maicito, frijoles, trigo y calabaza; también cuidando los animalitos de mi papá. Teníamos
muchos cabritos, llegamos a tener 60 o 70 cabritos, pero de nada servía: en aquel tiempo
nadie compraba nada, todos estaban en la misma situación, bien pobres todos...
"En un tiempo, se dio muy bien la cosecha de trigo. ¡N'ombre! Lo veías de lejos. Cuando
lo movía el aire, parecía agua. Cinco hectáreas, nomás...Pero poco me duró el gusto
porque se vino un aguacero, duró ocho días la lluvia; no, pos se nos echó a perder
toda la cosecha. Nomás cinco hectáreas, ¿cómo ve? Eso fue algo triste...
"Luego, en aquel tiempo de juventud, cuando yo ya tenía unos 17 o 19 años, fue cuando
anduve de enamorado de una muchacha llamada Carmelita. Ella era maestra de una
escuela de ahí; yo la conocí cuando mi tía me mandaba a recoger a mi sobrino en esa
escuela.
"Ella me metía al salón y sacaba a todos los niños; les decía que yo estaba castigado y
me encerraba adentro del salón con ella ahí dentro...Pos ahí se me lanzó encima y me
besó. Poco después nos hicimos novios. ¡N'ombre, estábamos bien enamorados! Tanto,
que hasta la soñaba. A veces ni dormía por pensar en ella, esperando que amaneciera
pronto para ir a verla, ya ni me iba a trabajar en la siembra ni a cuidar los cabritos. Mi
papá me regañaba, él me decía que qué me pasaba o si andaba en malos pasos; pero
eso a mí ya no me importaba, pos yo estaba enamorado. Ella me decía que me fuera a
vivir con ella. Yo tenía miedo. Pensaba que a lo mejor ni se iba a casar conmigo, porque
como ella era maestra, y yo que no sé ni leer ni escribir; además, porque andábamos
de novios a escondidas, pos mi tía era muy corajuda y no dejaba que nadie anduviera
de volado en la familia...
"No duramos mucho. Cuando mi tía nos descubrió, pos fue a sacarme del salón y, de
paso, todavía le dijo a Carmelita que la iba a meter en la cárcel porque ella era mayor
que yo y, además, era maestra. Carmelita no dijo nada, nomás se quedó callada y
temblorosa. Por ello dejamos de vernos. Creo que un mes o dos meses. Cuando quise
ir a buscarla, ya no estaba ahí trabajando; me dijeron que se casó con otro. ¡N'ombre!
Me sentí muy triste. Ya no tuve ganas de vivir. Dejé de comer, me emborrachaba; parecía
yo un palo de escoba de lo flaco que estaba. Luego, por desquitarme, le dije a mi papá
que pidiera la mano de una muchacha que vivía cerca de la casa; yo, pensando que la
familia de esa muchacha no me iba dar la mano de su hija, por eso dije a lo menso...
pero, al último, sí aceptaron. La verdad es que me casé sin estar enamorado de mi mujer,
y creo que nunca me enamoré de ella, porque, la verdad, siempre quise a Carmelita, y
aún tengo ese recuerdo conmigo...
"El caso es que me casé con Delfina, mi mujer; ella no era muy bonita, pero muy trabajadora
la condenada; trabajábamos juntos en la siembra y ella trabajaba también en tallar la
lechuguilla. Por eso le fui agarrando cariño; aparte que ella era muy cariñosa y tranquila,
porque a veces yo la regañaba y no me contestaba nada. Me casé a los 20 años de
edad; con mi mujer tuve 10 hijos, cinco hombres y cinco mujeres; duramos más de 30
años de casados.
Ella una vez, por el hambre que tenía, se hizo un atole caliente para calmar el hambre,
se lo tomó y le hizo daño; le dio mucho dolor en el estómago y, según dijeron los doctores,
por eso le dio la enfermedad del apéndice que se le reventó. Y aparte porque tuvo muchos
hijos, ella murió a causa de eso: murió cuando yo ya tenía 51 años de edad...
"¿Cuántos años tengo, oye?", pregunta a su esposo y empiezan a hacer cuentas. "Nací
en 1926, tengo muchos". A sus 80 años es una mujer activa, que gusta de viajar y estar
acompañada de sus hijos e hijas.
Se dice que por aquellos lados hay mucho dinero escondido. "En la época de la Revolución,
dicen que la gente enterraba el dinero porque no había bancos. En las minas abandonadas
de por allá, la gente encontró muchas cosas; una vez nos tocó que nos siguiera una
yegua, y mi tía nos dijo: Sonsas, ahí había dinero'".
Se casó en 1944 en su pueblo natal, donde conoció a su esposo. Fue pedida después
de una semana de que se conocieron, y a los dos meses y medio ya se andaban casando.
"Cuando nos conocimos yo ya estaba comprometida, pero a mí ese muchacho no me
gustaba, y le dije que no". Como todos los matrimonios, el suyo ha tenido altibajos;
recuerda que su papá le dijo que era importante la decisión que estaba a punto de tomar
y, que si ella decidía casarse, debía estar con su marido en las buenas y en las malas.
"Y así lo he hecho, hay que aguantarse".
Tuvo 12 hijos. "Fueron 12, pero se me fueron dos; yo como quiera los cuento: no me
gusta decir que sólo 10, no me hago a la idea". Murieron con sólo un año de diferencia
entre ellos; primero, su hija, "ella murió de cáncer, pero nunca nos dijo; sabíamos que
estaba enfermita, pero no que era eso...Ella no me dijo, pero me dijo el doctor que tenía
azúcar y cáncer". Al morir su hija, ella no estuvo presente. "Me vine a Monterrey porque
me tocaba cita con el doctor; antes de venir, le dije: 'Me esperas', ella dijo 'Sí'. Llegando
aquí me hablaron, que ya estaba muerta, tenía un tumor muy grande que le agarró
el páncreas y otras cosas". Al año siguiente, en noviembre, murió también su hijo.
En contraste, recuerda con alegría su visita hace cinco años a Disneylandia; visitaron
la playa, quedaron maravillados con el parque. Sus nietas de California planearon todo
un recorrido: "Fuimos a la playa unos días, unas playas bonitas y, de ahí, a Disneylandia;
nos subimos a todos los juegos". Orgullosa, ve las fotos y recuerda los momentos felices
vividos allá.
Le gustan mucho las plantas, son su afición, del mismo modo que fueron la pasión de
su mamá, ahora difunta. Ella disfruta de tener el patio lleno de flores y hojas; tejer
también es otra de sus aficiones, que aprendió desde niña. "Ahorita me da pendiente
mi hijo que vive en Ciudad Juárez, se desbalaga mucho y hasta un tiempo estuvo dejado;
a nosotros no nos dicen nada, pero ya la señora hasta se fue".
A pesar de todo, ella es feliz disfrutando de la vida, con sus plantas, sus quehaceres y
sus actividades del diario.
"Luego de ahí, pues, empecé a crecer, vaya. Salí de sexto año y, estuve atendiendo un
restaurantito que teníamos ahí, como una fondita, para vender comidas. Y luego, ahí
empecé a juntar dinero y compré un bajo sexto y me enseñé a tocar la música. Ya
cumpliendo como 16 o 17 años empecé a trabajar en las cantinas con el bajo sexto.
Tocaba y cantaba, luego, ya por buena o por mala suerte, pos cumplí los 18 años y me
fui para el rancho, y pues allá encontré una señora, una muchacha que, pues, nos hicimos
de familia...
"Después, entré a trabajar por aquí para hacerme de un terreno, pero pues con puro
sacrificio paré la casa, hice la casa, y...Como les dije: pues no, no pudimos hacer buena
vida yo y la señora y, pues, automáticamente, me separé de ella. Digo, estamos casados,
pero pues no, porque he sido gay siempre, desde mi infancia. Nomás que, pues ella supo
cuando yo tenía con ella un año y feria de casado. Entonces, convino estar conmigo
después. Pero ahora que ya creció m'ija, entonces que ya me miran en mi casa acá, cómo
me visto, cómo ando, cómo me muevo, cómo soy, pues ya dijeron que 'mejor ahí están
las puertas abiertas' y que 'no queremos aquí que andes dando mal aspecto'. Entonces,
me voy...
"Tengo tres muchachas y dos muchachos, que esos viven por allá en San Bernabé, y otro
vive aquí en la colonia, que ahí está en la casa. Pero yo no, ya no pude estar viviendo con
ellos, ya le digo, porque pus me sentía muy amarrado, me sentía muy estresado o a veces
quería yo, pos irme de este mundo ya, de un jalonazo. Y, como tengo diabetes, yo quería
echarme todas las pastillas de diabetes para que me parara mi corazón, y ya estar ahí.
Pero empecé a hablar con mi doctor del Seguro y ya me dijo esto y esto otro, y que no
debía hacer eso. Y ya, me empecé a deshacer de eso, y empecé a tener amistades y
amigos, y todo eso. Platicaba con mis amigas y amigos como yo, y pues nos dimos mucho
la mano, y me han dado la mano a mí. Y ya cuando me vine para acá, mi amiga que vive
cercas de mí, se llama Josefina, me invitó a que agarrara un terreno ahí, atrás de su
terreno, y así lo hice. Ahí tengo mi cuartito. Para mí es una fortuna tener un cuartito
aparte...
"Mis hermanos viven muy lejos, uno vive en la colonia Hidalgo, otro vive en San Bernabé.
La otra vive en el rancho y uno ya falleció. Ellos sí me aceptan muy bien y me miran, me
hablan y los visito yo. Me voy vestida para allá y hablo con ellos, me aceptan muy bien.
Querían que me fuera con ellos, nomás que no me pude estar con ellos, porque, no sé...
Como que yo solo, o sola, me siento mejor...
"De que vivíamos juntos yo y la señora, tenemos ya muchos años, tenemos ya casi los
veintitantos años. En la misma casa, pero yo en un cuarto de arriba, porque tengo un
cuarto yo arriba. Y ahorita ya tengo tres meses que no lo abro porque pos no me subo.
Haz de cuenta que no me nace. Voy porque tengo mi camioneta parada ahí, pero de que
me suba al cuarto a ver cómo está o a darle una sacudida, nada, nada. No me llama la
atención, no me nace...
"Para la gente que vive como yo es un mensaje. Y para la gente que está viviendo en
esta comunidad en la que estamos, pues serían ya dos mensajes. El mensaje para las
personas que viven como yo, de ser gay, pues yo diría, mejor que nunca se casaran con
una mujer porque sufren mucho. Yo sufrí cuarenta y tantos años con mi esposa, que pus
que para mí es...Pues no es triste, digo, porque yo me salí de ahí, ya me siento más
realizado. Vivo mucho más contento y más desestresado, sin compromisos de nada...
"Tengo compromisos ante ella, digo, porque no estamos divorciados ni nada. Pero, pues
sí siento que a la mejor está sufriendo ella, pero yo la miro como una amiga, cómo te
quiero decir... Pues sí: como una persona, pero no como algo que me nazca querer, como
una mujer a un hombre, no. De extrañarla, pues casi no la extraño...
"El mensaje, el otro, para las gentes que viven aquí: Que ser uno así, humilde o ser de
gente de bajos recursos o lo que sea, está uno más a gusto o más rico que el rico.
Porque así valoriza uno todo lo que tiene, o lo que gana, lo valoriza uno mejor. Y, sobre
todo, se da mucho más la mano la gente que vive aquí que la gente que está a otros
niveles. Digo, porque la experiencia con las gentes ricas las tuve mucho tiempo, pero,
con ellos, digo, saqué infinidad de comparaciones que, si hablara, pues no...
"Para mí, en adelante, pues tener un pedazo de tierra, digo, de terreno, para hacer mi
cuarto y vivir en paz. Juntar un dinero quizá en el banco para poder pasar mi vida o irme
por ahí para otra parte, donde pueda trabajar en otra forma. Porque yo con mis hermanos
o mis hermanas no les quiero dar problemas en esto, problemas de que vayan a ver por
mí el día que yo esté enfermo. Ya sea que tenga yo mi dinero guardado, ya sea que me
meta en una casa para ancianos, y ya..."
Es que su madre era alcohólica, y por eso ella tenía que hacerse cargo del hogar; por
eso no pudo estudiar; y, por eso, el escaparse aquella semana a la escuela, le significó
tanto.
"Tuve mala suerte", expresa, y en su rostro parecen cargarse, de un golpe, todos los
años. Su esposo solía maltratarla. Con él procreó ocho hijos de los cuales ya han muerto
dos. Su esposo tuvo un problema en el pueblo de Zapata, San Luis Potosí, de donde ella
es originaria y donde solían vivir; emigraron a Monterrey por un problema que su esposo
tuvo allá.
"Al llegar, fuimos a rentar a la colonia Independencia y vivimos ahí durante ocho años.
Después, rentamos en una colonia de San Pedro por cinco años. Enseguida, llegamos
a Fomerrey 22; la colonia era nueva y era puro monte y pura piedra...Fue muy difícil, las
condiciones eran muy adversas".
"Me desespero, me siento mal por no darme cuenta qué dicen los papeles y no saber
que están mal; los papeles de mis hijos están todos mal, en algunos mi nombre no está
completo y la edad y apellidos no son. Esto sucedió por no saber leer; nos los dan y nos
dicen que los chequemos; pero, como no sabemos leer, así se quedaron, pensando que
estaban bien. Por eso, mi expectativa más próxima es aprender a leer y a escribir",
enseguida doña María Atanasia Martínez Zapata abraza a su nieta, con quien está
sonriendo para la fotografía.
El agua la traíamos de los pozos o de esas alquibercas que tenían, nos traían y nos
vendían agua. Cuando sembrábanos ya, pero ya muy al último, nos llevaban las semillas
de zanahoria.
Yo nomás llegué como a segundo o tercero (de primaria). Aparte había trabajo pa' los
niños. No, yo me acuerdo (que los maestros) no eran como los de hoy. Yo me acuerdo
que mi maestro se llamaba Pascual, pero casi no venía. Si teníamos un cuarto grande
pero no, casi no duraban. No nos alcanzaba pa'l lonche, porque nos daban leche, lechita.
Los libros sí nos los daban. Íbamos con huarachitos o con la camisita negra.
En el rancho mío, mío, mío, duré 16 años. Dicen que ahora hay plaza, pero ya no he
regresado. Dicen que hay una iglesia, donde les dan de comer a los ancianos, cuidan
niños. Pero yo no he ido, porque no había ni luz. Dicen que ahora sí hay luz.
Después de los 16 años me fui pa' otro rancho más abajo, como un kilómetro más abajo:
Santa Teresa de Jesús, pero 'tá muy chiquito. Es como llano, como que ahí sí había
pozos, pero de agua salada...Cada que escarban sale agua, pero sale salada. Para
tomarla íbamos para otro rancho; como en el rancho de nosotros, que es el Tanque de
López, ahí había unas presas grandotas, y ahí se juntaba el agua que llovía.
Pero tocó la mala suerte que, cuando tenía poquito de estar aquí, mi mamá falleció. Y
ya vinieron y me ayudaron, pero ya estábamos solos. Y anduvimos sufriendo con las tías,
con mi abuelito. Por poquito ya nomás volvía al cerro, pa'llá. Pero ya al cabo me salí yo
y dejé a mi papá con una tía, y después ya me hice yo de irme. Me casé y seguí con mi
papá, y hasta la fecha estuve yo con mi papá, hasta hace tres años... Pero sí sufrimos
un ratito.
Y ya entonces me junté con mis hijos. Primero estuve rentando en San Pedro; y, luego,
de San Pedro, pues ya, ya me vine cuando era un monte aquí ya. Aquí tenemos 20 años.
Pos yo no regresé porque... es que quedamos huérfanos desde chiquitos, y yo acarreé
a mi papá, y luego ya nos fuimos para otro rancho, y pos, ¿a qué iba? Si aquí tengo a
todos mis hijos. Ya no tenía ni mamá; tenía aquí a mi papá y, pues ya no tengo que
regresar ahí. Me imagino que yo no tengo nada que extrañar de ahí, yo lo que quería era
a mi mamá; pero, de sufrimiento, pos no. Ya de casada sufrí un buen rato porque tenía
que moler, tenía que hacer tortillas, tenía que lavar ajeno, hacer morelianas, hacer leche
quemada para mantener a mis hijos.
Y ya después estuve otro buen rato, y un concuño me dijo que viniera a vender quesos,
y vine a vender quesos. Mucho tiempo anduve acá por la Unidad Modelo vendiendo. Ya
después me quedé y me acarreé mis hijos, y ya después empezaron a trabajar. Y aquí
hice mi vida, aquí vivieron todos mis hijos.
Cae el sol de las cuatro de la tarde de junio sobre la colonia Eulalio Villarreal, en Escobedo.
Todavía hace mucho calor. Pesa subir la cuesta de la actual calle de Villa de Santiago;
era más pesado antes cuando sólo era parte de las faldas del cerro del Topo Chico.
"¿Aquí? Uh, n'ombre, ¡éramos pero pobres! Batallamos mucho, demasiado, junto con el
señor Juan Diego Casanova. Anduvimos todos aquí, todos; no había casas, no había
nada más que un tejabancito allá, otro atrás y el que nos vendieron a nosotros, pero
puro monte", recuerda y nombra a alguno de los compañeros vecinos con los que
compartió esta lucha por hacer de su terruño una colonia digna.
Conoció el trabajo por primera vez como empleada en la casa de los señores Jorge Kuri
y Marina Áncer, a la edad de nueve años, empleo en el que se mantuvo durante otros
nueve, cuando los Kuri Áncer le ofrecieron un mejor sueldo en la fábrica de ropa Hilton.
Doña Victoria lee y sabe escribir; el mayor logro, y para ella una bendición, fue cómo un
día se dio cuenta de que podía. Sucede que doña Victoria jamás cursó grado escolar
alguno: "No estudié, nunca tuve estudios... pero, será como Diosito me acompaña, yo
puedo hacerte una carta, te puedo contestar una pregunta, ¿verdad? Yo sé". Es una
autodidacta nata; el mismo paso del tiempo, la pura experiencia, generó en ella el
conocimiento.
"Papá no quería que trabajáramos, él quería que estudiáramos; pero, como muchas de
las veces sí hace falta el trabajo, para comprar ropa o equis", agrega con una jerga que
sorprende en las personas de su edad, pero que demuestra su capacidad para incorporar
las usanzas de hoy. Es el testimonio de su contacto directo con el presente, con el día
a día: el registro vivo de su actualidad.
De la Calzada Victoria, doña Vicky y don Luis emigraron a la colonia Ferrocarrilera, donde
vivieron por 25 años. "Pero luego, de ahí, ya ve que rentando en cualquier momento le
piden a uno las cosas, las casas, y yo vendía duritos, tostadas... de todo le vendía
en aquel entonces, y anduvimos buscando el terreno, y aquí (en Eulalio Villarreal)
lo encontramos: tengo ahorita casi desde que empezó la colonia, casi 20 años".
Con un dejo de nostalgia que permite entrever la satisfacción de los logros que pueden
apreciarse en la colonia, doña Vicky nos comparte que, en aquel entonces, todo era
colectivo. Poco a poco, relata, consiguieron la entrada de las rutas 207, 208, 55, 220.
La colonia comenzaba a tener circulación. Desde aquellos años, por las virtudes que la
caracterizan, la señora Victoria ya había sido nombrada jefa de manzana, puesto que
sigue desempeñando en la actualidad con gran eficacia. "Me tocó buena suerte que aquí,
la poca gente que había, pues gracias a Dios que anduve con ellos y nos ayudamos",
agradece, antes de continuar:
"Pa' donde quiera andábamos: nos cortaban la luz del Pedregal, y ahí van todos con
el señor Juan Diego, pa'rreglar la luz, pa'volvernos a conectar. Nos daban las dos, tres
de la mañana trayendo la pileta pa'que hubiera agua pa'la gente, pa'l otro día...
"Mucha gente esperaba los servicios y, muchos, unos que otros, se vinieron a un
tejabancito. Y, la mayoría, hasta que ya vieron todos los servicios de agua y luz se
vinieron". En eso, sonríe porque alguien la saluda desde la calle.
Al fondo de la casa, uno de sus hijos parece no perderla de vista, tenerla siempre cerca:
la cuida. Los retratos de su esposo y de sus nietos lucen en la entrada de su hogar. Las
imágenes guadalupanas tapizan con devoción el muro que la respalda; en la sombra,
por sus tonos color oro, se distinguen las estatuas de los santos.
"Dios me ha tirado a esto que estoy ahorita, de jefa de manzana". Considera que, a pesar
del esfuerzo, si tuviese la oportunidad de volver a nacer, su vocación sería una vez más
el servicio social, las labores por la comunidad. Es lo que a ella más le gusta y lo que
la hace muy feliz.
A la fecha, doña Vicky tiene más de 15 nietos, el mayor de 20 años, y "ya se me anda
casando el sinvergüenza, ahora en septiembre", dice con humor vivaz la orgullosa abuela.
1.
Tiene también dos figuras de porcelana que ella aprecia mucho, regalo de uno de sus
nietos; se trata de dos abuelitos que están sentados tranquilamente en una mecedora,
el abuelo está leyendo un libro y la abuelita está tejiendo. A ella le dan mucha risa estas
figuras, porque dice que así los ha de mirar su nieto.
Hubo un momento en que salió el esposo y ella le preguntó: "¿Verdad, viejo, que estabas
bien guapo?". El señor sólo rió y dijo: "¡Ah, mujer!". De rato, el señor sacó una foto de
su cartera; la foto era en blanco y negro, de cuando él tenía 20 años. Nos dijo Rosalío:
"Pos sí, a lo mejor sí era galán", y fue cuando los tres (Alejandrina, su esposo y el nieto)
soltaron la carcajada.
2.
Recuerdo una infancia triste, nací en el estado de San Luis Potosí, fuimos ocho hermanos;
a mis cuatro años de edad, todo era un caos. Mis padres tenían numerosos problemas,
peleaban a diario; mi padre golpeaba a mi madre en la cabeza...Obviamente, mi madre
jamás se defendió, lo que propiciaba más violencia. Recuerdo que me daba tristeza ver
cómo mi mamá estaba llena de cicatrices...
Un día, unos tíos nos trajeron a vivir a Monterrey, lejos de mi padre; no obstante, él
regresó. Mi madre lo aceptó porque lo quería mucho y nos llevó a vivir a otra casa, donde
siguieron los maltratos. Mi madre siempre fue sumisa y no pudo desprenderse nunca
de él, lo que nos provocaba a todos como niños mucha tristeza y, en el caso de mis
hermanos, un rencor que hasta le fecha no han podido olvidar...
Lo bonito de mi infancia sucedió en la escuela. Tenía dos amigas a las cuales quería
mucho, jugábamos juntas al voleibol. Nuestro equipo se llamaba Las Azucenas y yo era
la capitana, esa fue una etapa hermosa de mi vida que siempre recordaré con mucho
cariño...
Recuerdo también cuando mis papás se enteraron de que tenía novio; me quisieron
separar de él, no querían que lo siguiera viendo, pensaban que era una tontería eso de
tener novio. Un día me dijeron que íbamos a ver una casa, cerca del penal del estado,
porque nos queríamos cambiar de hogar; me pidieron que les acompañara y ya estando
allá que se les ocurre dejarme encerrada, con llave, y me exigieron que no lo viera nunca
más, y que me enojo y rompí a llorar. En verdad me hicieron enojar mucho. ¿Cómo es
posible que tuvieran esa mentalidad? Como si yo fuera a olvidar a Rosalío sólo porque
me estaban encerrando. Me negué a comer y a hablar con mis papás, me encapriché:
no me hacían entrar en razón. De verdad en ese momento me sentí triste, enojada, con
rabia y desilusión. No pensé que mis padres fueran a tratarme de esa manera. Pero me
salí con la mía...
Para una madre cada momento es especial al lado de sus hijos. Podría estar todo el
tiempo hablando sin parar de cada una de mis "coronitas", así les llamó yo porque para
mí los hijos son las coronas que Dios le da a cada una de las madres. Cada nacimiento
de mis hijos lo recuerdo con mucho cariño. Tuve seis hijos en total: tres hombres, dos
mujeres y un hijo muerto...
Tengo unos hijos buenos: mis hijas son de carácter tranquilo y preocuponas, y mis
hijos siempre andan de muy buen humor, son buenos padres de familia. Tengo un hijo
que no vive en Monterrey, está en Houston, él siempre fue el hijo rebelde...
A mi hijo "El Aguerrido", así le decimos en la familia, le dio por ser luchador; era cuando
él estudiaba en la prepa. A diario llegaba a la una de la mañana, todo golpeado y lastimado;
así me lo traían los muchachos que andaban con él. Pero mi hijo era muy terco y le
gustaba mucho andar en las luchas; por eso yo no podía hacer que desistiera de dedicarse
a las luchas, porque decía que eso era lo suyo. Claro que después se le quitaron las
ganas de dedicarse a las luchas y un día decidió irse a los Estados Unidos; desde
entonces sigue viviendo allá. Claro que a esta edad ya sentó cabeza y es un buen padre
de familia...Al menos allá no sé de las locuras que hace y eso de cierta manera me hace
estar más tranquila...
4.
La operación se tuvo que hacer por la nariz. Fueron momentos muy difíciles; al tener que
respirar por la boca, tenía que estar abierta: a cada rato tenía la boca seca, siempre
tenía una sed terrible: nunca había tenido una sensación similar. Además, me advirtieron
que iba a ser una operación muy riesgosa, pues por la nariz operaron y tenían que tener
mucho cuidado para no tocar y lastimar algún nervio de la cabeza; si tocaban un nervio
importante, podía quedar en estado vegetativo.
Aunque en estos momentos comienzo a perder la vista otra vez, vuelven a hacer los
mismos estudios de hace años y nos preguntamos si el tumor volvió a aparecer; me
encuentro a ratos triste y con ganas de llorar...Sé que tengo que ser muy fuerte y
mostrarme optimista: nadie quiere ver a Alejandrina derrotada. Mi familia está apoyándome
como en aquel momento y no les agradaría saber que me estoy deprimiendo...
En este rato, al recordar, me doy cuenta que sí he vivido mi vida y la he sabido disfrutar
con sus buenos y tristes momentos. Estos recuerdos que ahora cuento han sido la pizca
que le da sabor a mi vida.
"¿Así que quiere que le platique de mi vida?", comenta don Juan mientras se rasca la
cabeza. "La vida no era como ahora, antes se vivía diferente: antes nos enseñaban a
respetar; ahora, le dice uno algo a los muchachos y luego luego se le echan a uno encima,
le dicen de cosas".
Don Juan nació en la comunidad de San Ignacio de Loyola, en el municipio de San Pedro,
en Coahuila. Su padre le enseñó el valor del trabajo, pero no con consejos, sino con el
ejemplo. Al quedar huérfano de madre a sus ocho años, don Juan entendió que, ante la
ausencia de su padre por el trabajo, su vida dependería de él.
"Yo no estudié porque no quise, pero también porque era muy ignorante: yo no sabía
qué era eso ni para qué servía, y mi papá también era muy ignorante. Él no me decía
nada. Yo me acuerdo que me levantaba tarde y me quedaba solo en la casa, mis amigos
iban a la escuela y yo me pasaba toda la mañana solo, esperando que ellos llegaran a
casa para salir a jugar fútbol. Antes las pelotas eran de garra y el espacio que usábamos
eran las calles: allí jugábamos y todos nos llevábamos bien".
El no asistir a la escuela no era una decisión propia, a la edad de seis años su madre
le dijo que tenía que contribuir en la casa. Todos los días lo levantaba a las seis de la
mañana para que llevara el almuerzo a su padre.
"Pero es que, mire: primero, mi padre trabajó cuando los dueños de todo eran los
españoles, ellos tenían todo y nosotros no teníamos nada. Entonces, mi padre se
levantaba a las cinco de la mañana, antes de que saliera el sol, para irse a trabajar.
Terminaba de trabajar en la noche, ya cuando el sol se estaba metiendo, ¿cómo quería
que uno estudiara? La gente tenía que trabajar para los españoles; si uno no trabajaba,
lo corrían. Como ellos le daban de comer y le prestaban un cuartito para dormirse, pues
uno no decía nada, tenía uno que aguantarse...
"Mi papá me llevaba a trabajar con él, nos íbamos juntos a la presa de El Palomito, y allá
nos encargábamos de hacer los canales que habían de llevar el agua a la labor...desde
entonces trabajo. Todavía yo le trabajo en la labor, cuando me dicen que hay que ir a
pizcar, pues uno no tiene dinero y se ayuda. A veces me hablan y nos vamos a pizcar:
50 pesos al día".
Don Juan parece un poco parco al hablar sobre su pasado; sin embargo, ante la pregunta:
¿Qué con las muchachas, cómo se relacionaba con ellas?, su expresión cambió.
"A las muchachas de antes se les respetaba, era diferente, no como ahora: las muchachitas
de ahora se les deja hacer lo que ellas quieran, y antes no. Antes las estaban vigilando
siempre...Antes las muchachas llevaban la falda hasta acá, y uno no podía hablar con
ellas porque las mamás las regañaban y les daban sus guantadas, pero luego uno las
veía a escondidas". Es entonces cuando don Juan sonríe y agrega: "Primero les
mandábamos una carta, se la mandábamos con un güerco y le dábamos 10 centavos,
es lo que costaba un pan, y con eso le llevaba una carta.
¿Y para qué era la carta? "Pos para poder andar, es que uno no podía verla y como la
única manera de decirle era la carta, le mandábamos la carta con el güerco; luego ella
nos respondía con una carta, diciéndonos que sí o diciéndonos que no, y ya. De ahí, uno
sabía...
"Ya después uno se las ingeniaba para verla, como en los bailes: uno iba y las sacaba
a bailar. Pero uno sólo podía bailar con ellas, una o dos tandas...y nada más. Por eso
uno tenía que bailar con una y con otra, como las llevaban las mamás, pues no podía
bailar uno mucho. También cuando estaban ellas en la cocina de la casa, y salían a tirar
el agua, pues uno las esperaba allá afuera y les daba uno un beso: por eso se tardaban
mucho para tirar el agua. O a veces salían mucho para tirar el agua...uno se las arregla
siempre".
"Ya después los bailes fueron cambiando. Antes las muchachas salían a los bailes con
sus mamás; después, el muchacho que organizaba el baile iba y le pedía permiso a las
mamás para sacarlas a los bailes, y ése mismo tenía que regresarlas a todas, y no podía
dejar que otra persona lo acompañara, porque luego no las dejaban salir a bailar...
"Una vez, estaba en Michoacán con unos amigos y los invité a ir a un baile, y luego otro
muchacho me gritó: 'Así debías ser de bueno para pizcar', y uno que estaba a mi lado
le dijo: ´Cállate, que es muy diablo para pizcar'". Y añade don Juan con la sonrisa: "Es
que era muy bueno para pizcar".
Entre otras cosas, platica don Juan, regresó a la comunidad de San Ignacio de Loyola
para buscar una mujer y juntarse. De esta mujer no mencionó el nombre, y es que
seguramente su recuerdo será doloroso. Ella decidió partir y dejarle solo con dos de sus
cuatro hijos; las razones, don Juan no las refiere.
A pesar de mostrarse alegre y saludar a las personas, su rostro no sólo muestra fatiga,
sino decepción. Su vida, los juegos en la calle con sus amigos y el mandar cartas a las
muchachas más guapas del pueblo por sólo 10 centavos, no son tan grandes como para
olvidar que las jornadas de trabajo eran de sol a sol y que cada peso que le han dado
pareciera costarle muchísimo más. Aunque está rodeado de su familia, dice sentirse un
poco solo, porque la vida así es. "Porque a veces no nos dan a escoger".
Doña Bertha comenta que, por más que pasaba el tiempo, el pueblo parecía no progresar.
La situación seguía siendo la misma como si los años no pasaran ni provocaran un
cambio. Después se casó y tuvo a sus hijos; ellos también tuvieron que pasar por las
mismas dificultades: "Tenía los niños chiquitos y batallé mucho con ellos, porque también
les tocó acarrear agua de muy lejos de un arroyo; cargaban tinas en la mañana y, llegando,
me ayudaban a poner el nixtamal, molerlo y otras cosas más".
Por lo difícil que era vivir en aquel lugar, decidió venirse para Monterrey, para ofrecerles
a sus hijos mayores oportunidades y estudios. Al venirse de su pueblo, vivió por un
tiempo en la Fomerrey 33, pero después se cambiaron a la colonia Prados de Santa
Rosa, donde tiene alrededor de seis años viviendo: "Llegué desde que inició la colonia".
Enseguida lo duda un poco, pero comienza a hacer cuentas diciendo: "Sí, porque la
niña de mi nuera tenía como el año, y ahora ya va en tercero de primaria".
Cuando llegaron a la colonia también batallaron por un tiempo, pero las cosas fueron
cambiando en menos de lo que imaginó. "Cuando llegamos aquí no teníamos agua,
había muchos moscos y zancudos, no había luz, todos los cables estaban por el suelo,
hasta nos daban toques por doquier porque estaba el atascadero; lo mismo pasaba
cuando llovía: como las calles no estaban pavimentadas, se hacia un lodazal".
Cuenta también que los primeros años que vivió en la colonia eran parecidos a su vida
en el pueblo, sobre todo por no tener agua. "Cuando llegamos a la colonia teníamos que
acarrear agua de un ojito, iban a traer agua en un triciclo y ya después empezó a venir
la pipa. Si no, pues me traían agua de un garrafón, los que iban".
Vivió en un internado de los cinco a los 12 años de edad, cuando los Madero, dueños
del viñedo donde trabajara su padre, se hicieron cargo de su educación: "A los cinco
años mataron a papá: cuando un tío mío que le decían 'El Güero Agustín' se estaba
peleando y le dieron un balazo, papá escuchó y gritó que quién le había hecho eso, y
le contestan: 'También para ti tenemos'. Y, en eso, le dieron un balazo y se murió.
A los 14 años se fue a vivir a Monterrey, en donde trabajó en una de las casas de los
Madero, y ahí estuvo poco tiempo; fue un episodio en que andaba de un lado para otro
hasta que, a los dieciséis años, ocurrió un evento trascendental en su vida: contrajo
nupcias con Mario: "No era como ahora, las personas en aquel entonces cuando andaban
de novios, andaban a escondidas, luego ya se robaban a la muchacha, se la llevaban
con el juez, y del juez directo a la casa de la novia, y los papás del novio irían a la casa
de ella".
Una de sus hijas llegó de Puebla con su hija Graciela, quien tenía apenas un año y medio
de edad. La niña no hablaba, no se relacionaba con nadie; un doctor de Puebla les había
dicho que tenía una enfermedad en la columna vertebral, y que la iban a llevar a operar
allá. Mario y Teresa no lo permitieron, le dijeron a su hija que no iban a dejar que se la
llevara a Puebla, que ellos la atenderían, y que la iban a curar. "¿Y qué le digo a Raúl?",
preguntaba la mujer consternada al no saber qué explicación le daría al padre cuando
la viera llegar sin la niña: "Dile que es suya, y que no se la vamos a quitar, solamente
la vamos a cuidar hasta que esté bien". Lo cierto es que no volvería por ella en mucho
tiempo.
Cuando llegó, Graciela lo único que hacía eran movimientos giratorios con la cabeza.
"Era todo, y esto puso a pensar a todos en la familia". Tenían la certeza de que no era
nada de la columna, sino algo de la cabeza.
Incansable, Teresa recorrió muchos lugares buscando ayuda y, cuando finalmente llegó
al DIF para que le hicieran los estudios, entró con la trabajadora social quien le dijo:
"Usted hágale los estudios, ya veremos cómo hacerle para ayudarle, véngase mañana
y déle de comer a la niña".
"Tempranito, como desde las cinco de la mañana, ya estábamos listos para irnos. Cuando
llegamos le hicieron los estudios; en eso, entro con la trabajadora social y que me dice:
'mire, pudimos arreglar algo, usted sólo va a pagar 500 pesos' ".
Los resultados de los estudios indicaron que Graciela había tenido un golpe en la cabeza,
encima del oído, el cual le generaba intensos dolores y que, por la ubicación, era
complicado operar, así que no lo harían. La gran cantidad de medicamento que le daban
le provocó serios trastornos de salud, al grado tal que no sólo le daban los dolores de
cabeza sino que también convulsiones severas: "como cada veinte segundos, a mi hija
le daban esos ataques y nosotros pos tratábanos de que no se golpeara".
Finalmente, mejoró su estado de salud; una vez controladas las convulsiones, una de
las hermanas de Teresa le comentó que sería bueno que la llevaran al kínder para que
estuviera con otros niños, "porque no hablaba ni se juntaba con nadie, andaba nomás
con la cabeza agachada; era muy risueña, pero nomás".
Ahí en el kínder se encontró con una psicóloga, quien se asumió como encargada de la
situación de la niña que, a la edad de 6 años, todavía no sabía hablar. El tratamiento
sería cada tercer día. Al ver que no era suficiente, empezó a atenderla diariamente,
fungiendo así no sólo como su terapista, sino como su mentora.
Un día que llegó a recoger a Graciela, Teresa notó un semblante misterioso en la psicóloga
que le dijo: "No quiero que se vaya a poner triste". "¿Por qué?, contestó Teresa, "¿pasó
algo malo?". La psicóloga le contestó: "Tiene que ver esto". A la edad de ocho años,
Graciela decía sus primeras palabras: "Mami, te quiero mucho".
"Bendito sea Dios que todavía vive Felisa conmigo. Y que no me la vaya a quitar, porque
yo me voy tras ella", expresa.
Oriundo de Parral, Chihuahua, pero criado en Torreón hasta los 15 años, don Beto no
repara en insistir que la vida es como el mismo circo, pues "a veces nos toca reír, a
veces llorar, pero al fin las cosas salen". Y es que las ganancias de uno de sus primeros
empleos, la vendimia de algodones de azúcar, fueron suficientes para educar a sus doce
hijos hasta preparatoria y "haberlos logrado como hombres de bien".
"Mis hijos no toman ni fuman, ni han usado pantalones de esos que traen ahora el
encuarte hasta acá hasta abajo. De mis hijos hay unos que andan hasta encorbataditos",
subraya.
1.
Su acercamiento con el circo se dio, según comenta, cuando se dedicó por completo a
operar juegos en las ferias barriales y a fabricar figuritas de yeso que sirvieran como
premios, además de iniciarse en el espectáculo como fakir de tragafuegos.
"Yo empecé comiendo lumbre, desde entonces me llamó mucho la atención el circo, me
subía a los trapecios y, aunque me caía, no me dolían los golpes. Le hice a las maromas
aunque nunca fui una estrella -reconoce. Como si hubiese sucedido ayer, recuerda a
detalle aquella tarde donde, luego de algunas insistencias por parte de los entonces
propietarios del Circo Atayde Hermanos y ante la incapacidad de Tintín (el payaso principal),
dio vida a su personaje: el payaso Memorio.
A diferencia de otros payasos de la época, expone que la ventaja de Memorio fue que
él siempre improvisaba al vuelo ya que no usaba libreto y a la gente así le gustaba. "Pero
a mí me llamaban más la atención los trapecios. Sí, como quiera payaseaba, pero cuando
se ofrecía", advierte.
Sin duda uno de sus números más emocionantes y ovacionados por varias ciudades de
la república, fue aquel donde luchaban mano a mano Máscara Negra vs. El Oso, como
fielmente rezaban los carteles del momento. "Yo la hacía de Máscara Negra, luchaba
contra un oso que estaba amaestrado desde pequeño. Nos dábamos nuestros agarrones
en una especie de ring que montaban en medio de la pista", detalla don Beto. Recuerda
que el oso medía casi dos metros de altura cuando se encontraba erguido y que, después
del clásico intercambio de cachetadas y manazos en el pecho, Máscara Negra y el oso
se trenzaban en el piso como cualquier pelea de perros. Ante lo desproporcionado que
lucía aquella gresca en el papel, y en la realidad, Máscara Negra no escatimó en revelar
el secreto que hacía lucir pareja la pelea. "Comoquiera el osito era muy bueno, ya sabía
hasta donde. Él doblaba sus brazos para respaldarse en sus coditos y no caerme encima.
Si no imagínese, me mata", detalla en voz baja.
Viajando con el circo dice haber conocido varias partes de la república como la Huasteca,
Veracruz, Chiapas, Cancún y Acapulco. "En uno de esos viajes conocí a mi esposa",
describe orgulloso. "Ella es de Aguascalientes, yo le pregunté que si quería vivir conmigo
aquí en el circo, al principio decía que no, al último ya venía con su veliz en un costal, y
pues... vente".
Destacó que en su matrimonio no están casados por ninguna ley y que así han vivido
muy felices. "Le digo a veces a mi esposa que yo ni con el pensamiento he pensado
separarme de ella. Y ahora ya menos, pues ya tengo hijas de sesenta años, pos ¿cuándo?".
En el ambiente feriero, como él mismo lo denomina, además de La Nutria, dice tener el
apodo de Maestro. Ganado a pulso por sus más de 50 años en el oficio, además de
saber manejar y reparar todos los juegos mecánicos. "Es más, aquí en el circo que está
a la vuelta, si usted va a preguntar por La Nutria le dan razón. Me dicen Maestro porque
dicen que de la feria conozco mucho", relata.
2.
Sin embargo, el mundo en el circo no todo fue serpentinas y risas, pues con el paso de
los años, los hijos de don Beto percibieron como una amenaza que su padre continuara
trabajando en la industria de la diversión. "El más chico de mis hijos me sacó de lo de
la feria quesque porque ya no quería que sufriera tanto. Nos compró un terrenito aquí
en la 18 de Octubre y nos vinimos para acá, y desde entonces me dedico a poner un
brincolín y ahí ando de arriba pa´bajo tratando de sacar pa´l cabrito en bola, pero hay
veces en que ni para eso sale".
3.
En el plano político, don Beto manifiesta reservarse un par de demandas hacia los
dirigentes que le rodean.
"Tengo ganas de subirme al estrado, pa' sinceramente dar unas quejas de cómo vivemos
nosotros aquí. Yo les digo a muchos que la 18 de Octubre ya no es una colonia, ya es
una majada, es un corral de chivas. No hay nada, tenemos que irnos caminando por en
medio de las calles, no hay luz, no hay nada, nomás llueve y pues es un trochil de
marranos." La 18 de Octubre, según explica, fue la primera colonia del sector pues aún
no existían ni la Santa Martha, la Concordia, Nueva Esperanza. Puras promesas.
"Los patrones son muy buenos para las promesas, a mí se me tiraron las promesas de
las bolsas. Mire, yo fui payaso, fui tragafuegos, fui trapecista, fui soldador, fui mecánico,
fui empastador de cables de acero, de todo, ¡y mira!...Se me tiraron las promesas, ¿Usted
cree que es de justicia manejar más de cuarenta años la rueda de la fortuna? Y mire
dónde ando, acá todavía. Y aún así he podido sacar a mis hijos adelante a base de...que
me ha sudado la frente. Yo le estoy diciendo la pura verdad porque yo lo pasé. Que ya
no nos hagan más promesas. Promesas, nomás promesas...de promesas, pues no
vivimos".