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La filosofía política moderna.

Capítulo I.

Thomas Hobbes o la paz contra el clero.


Con anterioridad a la Revolución Francesa ya existía un bosquejo de lo que
seria la clásica tríada política. A la “derecha” pertenecen los defensores de todo lo
relacionado a la idea de monarquía; en el “centro” se situaban quienes
cuestionaban en base a la pequeña y mediana propiedad; y la “izquierda”
representaba la reivindicación radical de los no propietarios.
Se deduce, por tanto, que la orientación de la “izquierda”, contraria a la noción de
derecho divino, aboga por la reducción del poder del clero.

Existieron concepciones, como la de los “mortalistas”, que, profundizando la idea


de laicización, plantearon que el alma, al igual que el cuerpo, es mortal. Se
pretendía eliminar la creencia en un Infierno, suprimiendo la búsqueda del Paraíso
y el temor al castigo eterno. La meta era erradicar el miedo que se le tenia al clero,
los cuales poseían las llaves de acceso al Cielo y al Infierno.

Thomas Hobbes recogió esta lógica con un claro y determinado objetivo: disminuir
el poder del clero anglicano en función de eliminar la principal amenaza del poder
estatal. Hobbes creía que sólo el clero tenia la capacidad de ejercer presión sobre
el Estado.
Basándonos en la idea hobbesiana de estado de naturaleza, la guerra de todos
contra todos es una respuesta a la imperante condición de igualdad que permite
que prime el deseo de tener más que el otro. Así, de la igualdad deriva una
competencia que, ante la ausencia de un poder soberano, se transforma en
guerra.
Hobbes articula un raciocinio que, contradiciendo los principios aristotélicos,
presenta una naturaleza humana que no sólo es antisocial, sino que se relaciona
con la desconfianza (como elemento central) en términos radicales y racionales.
La sociabilización es, entonces, una contradicción a la naturaleza misma del ser
humano.

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Para Hobbes, el papel de la opinión es central, porque es la fuente de las


creencias. Pero, su protagonismo resalta cuando se presenta de forma invisible, o
sea, en el momento en que no es posible saber en qué se cree.

Cuando Hobbes se refiere a la opinión la relaciona inmediatamente con el poder.


El manejo de las conciencias, mediante un determinado tipo de opinión, puede
enfocarse contra el poder legitimo. Existe, según Hobbes, un poder oculto y
opuesto al Estado que utiliza la ignorancia de los súbditos para provocar revueltas
y desobediencia: la casta sacerdotal.

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Lo que Hobbes llama “error”, o sea desobediencia al soberano, es causado por el
clero, en función de la voluntad subversiva de éste.

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La religión que Hobbes plantea se aleja de cualquier intención de controlar


las conciencias, ya que este acto dota de fuerza a la Iglesia. Hobbes teme que
esta fuerza se vuelva contra el Estado.
Lo único necesario, según Hobbes, para lograr la salvación es fe y obediencia,
todo lo demás no es relevante y no afecta, por tanto, la creencia en Dios. Se debe
seguir lo que dicte el Estado, restando atención al orden del templo.

Hobbes plantea, en este sentido, que no importa el contenido de la decisión del


gobernante o religioso, sólo vale por el hecho de ser tal. Al vaciar de significado
gran parte de las doctrinas, Hobbes pretende remitir toda practica, tanto civil como
sacerdotal, a la obediencia al Estado, en búsqueda de instaurar la paz desde éste.
No obstante, se hace explicito que esta idea de obediencia no se basa en el miedo
inculcado en las conciencias por la religión, sino que se fundamenta en el interés
de vivir a salvo del temor de la muerte violenta y la contrato como creador del
poder. Se dejaba claro que el temor que existe frente al “chantaje”
clerical era ilegitimo, mientras que el miedo al soberano es siempre legitimo pues
éste poseía la capacidad real de castigar.
Hobbes visualiza de la misma forma tanto al clero, como institución, y la religión,
como doctrina. Ambos debían estar bajo la primacía de un Estado que
paulatinamente se iría laicalizando.

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Con respecto al contrato, Hobbes establece que los pactos son validos
incluso antes que exista un Estado que vigile el cumplimiento de estos. Los pactos
valederos son aquellos en lo cuales no existe espacio para la desconfianza.

La guerra, por otra parte, es ocasionada por una serie de factores


interrelacionados. Primero, se presenta el deseo de poseer lo de otro. Esto
introduce, y justifica, la desconfianza, la cual es el segundo factor. El no tener es
relacionado con el desear lo que otros tienen, por lo que los poseedores
comienzan a atemorizarse suponiendo que podrían ser atacados por los que no
poseen. Ante esta situación, se justifica que los primeros realicen ataques
preventivos contra estos últimos.
En pocas palabras, existen razones suficientes para que los unos desconfíen de
los otros. En conclusión, podemos decir que mientas hayan razones para
desconfiar, existirá conflicto, por lo que, aún sin la presencia del Estado, si no hay
motivos para sospechar del otro, no habría razón para que éste lo agrediera o
fuera agredido.
Así, cuando en una negociación entre dos partes la primera haga lo tiene que
hacer de inmediato, es decir, en tiempo presente, al firmar el pacto, y la segunda

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tenga un plazo en el futuro para cumplir lo que prometió, desaparece la
desconfianza. No existiría desconfianza porque, por un lado, el primero confía
pues hizo todo lo que debía, mientras que el segundo no tiene razones para
sospechar porque trata con alguien que confió en él. De esta forma, pueden
formarse contratos sin la imperiosa necesidad de que exista un Estado.

Cuando se firma el contrato definitivo, es decir aquel que origina el Estado, se


suprimen todas las razones para desconfiar del otro, ya que se cede el derecho a
todas las cosas que anteriormente se disfrutaban libremente. Como cada uno
cede de inmediato, retira cualquier motivo para crear sospechas, o sea todos los
individuos son al mismo tiempo quienes desconfían y sobre quienes recae la
desconfianza. De esta manera se termina con las causas intrínsecas de la guerra.

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Hobbes aclara que los pactos, en relación a lo explicado anteriormente,


deben ser envestidos para que sean validos. Pueden reforzarse con el poder del
Estado, es decir, confiar su cumplimiento a la fuerza pública asegurándose que
ésta convierta la palabra dada al acto. La segunda opción es relacionar el pacto
con la confianza.

El clero, según Hobbes, conquista un poder mayor al que es capaz de entregar el


Estado utilizando sólo palabras.

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Según Hobbes, el hombre puede vivir en dos condiciones “monstruosas”: la


paz bajo el gobierno absoluto, y la guerra generalizada. La monstruosidad de la
guerra se da por sentada, mientras que en situación de paz esta condición se
expresa en el poder pleno que se confiere a la persona del soberano.
Sin embargo, el monstruo que plantea Hobbes no se caracteriza por imponer su
soberanía en base estrictamente al miedo, sino que prima el respeto y la
reverencia en función de un temor que tiene su razón de ser.

A pesar de que el gobernante es absoluto, el clero es en si mismo un limite. Al


pretender un acceso propio al ámbito espiritual, el clero impone una frontera clara
y decisiva a la autoridad del soberano. Aún cuando el poder de este último es
fuerte, si no unifica en si mismo el poder temporal y espiritual, sólo logrará una
potestad únicamente racional. La situación puede decantar incluso en una
amenaza para la paz del gobernante.

Hobbes estuvo conciente de que el poder civil, el de la “espada visible” que es


capaz de infligir la muerte física, es más débil que la fe y la religión, ya que estas
últimas pueden castigar con la “muerte eterna”, o sea, con la negación del
Paraíso. Ante esta situación, Hobbes plantea que lo mejor es que el gobernante
detente tanto el poder civil como el religioso. Así, con un poder unificado, se
evitaría la división de la autoridad, lo que engendra una contradicción interna.

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Hobbes culpa al clero incluso de ser los culpables de la presencia de los
conflictos. El desorden, en este sentido, se debe a la existencia de un “partido al
interior de un Estado”, por lo que la disputa no surge en respuesta al quiebre del
Estado, sino que emerge a consecuencia de la acción de un contrapoder díscolo e
invisible: el clero.

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La principal amenaza para la paz impuesta por el gobernante absoluto es,


según Hobbes, la ambición clerical. Para el autor sólo es valido el orden claro y
explícito que se expresa únicamente a través de mecanismos visibles. Por lo
tanto, rechaza la capacidad que posee el clero de mandar en medio del desorden,
pues éste esconde sus verdaderas intenciones bajo esta idea de desconcierto.

Es imperiosamente necesario, entonces, que el soberano represente al mismo


tiempo el poder temporal y espiritual; tal como el Leviatán presenta al rey
sosteniendo en una mano la espada y en la otra el báculo.
Hobbes no descarta atacar frontalmente al clero en función de mantener la paz
que se ha alcanzado mediante el contrato.

***

El punto central en los postulados de Hobbes es, de acuerdo a todo lo antes


expuesto, poner termino a la tutela de los profesionales de la religión sobre los
gobernantes y los ciudadanos.
Para alcanzar esta meta es menester atacar al clero visible: el presbiteriano*, es
decir el causante inmediato del desorden. Además, como intención de fondo,
Hobbes planteó responsabilizar a la Iglesia Romana por todos las disputas que
existen entre el poder temporal y el espiritual. Su argumentación se basó en
acusar a la Iglesia de haber establecido un discurso independiente del poder legal,
instaurando una alternativa (por supuesto ilegitima) al poder soberano.
Así, según Hobbes, Roma suministró el modelo y el presbiterio efectuó su
aplicación escocesa e inglesa.

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En definitiva, la noción de poder en las directrices hobbesianas es central.


Pero jamás la presencia de éste se explica en función de lo divino, sino que es
una construcción teleológica orientada a la preservación de la vida de los
ciudadanos. La finalidad es, entonces, terrenal, excluyendo predeterminadamente
la obediencia a un misterioso mandato de Dios.

Si bien Hobbes, de cierta manera, reverencia al derecho divino, lo hace sólo con la
intención de perpetuar la paz en términos de equilibrio en función del contrato.

*
Se dice del protestante ortodoxo en Inglaterra, Escocia y América que no reconoce la autoridad episcopal
sobre los presbíteros. Diccionario de la Real Academia Española, 2004.

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Para Hobbes, el poder no adquiere significado, es decir, no se legitima, por el
pasado o por su origen. Esta atribución vale sólo por sus efectos: producir el orden
y la paz. Todo lo demás, incluido el supuesto origen de la vida en la voluntad de
Dios, o el derecho al trono por herencia, no es trascendental.

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