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El país | Jueves, 17 de septiembre de 2009

Opinión

Dilemas de un frente político


La posibilidad de construir un espacio que aborde la hoy dispersa “crítica a los
procedimientos energéticos, agrícolas, extractivos y comunicacionales”.

Por Horacio González *

¿Lo sabíamos todo? No, muchos no conocíamos que hay un


ferrocarril que va desde la mina La Alumbrera hasta Puerto San
Lorenzo. Es muy sabido que el trazado ferroviario argentino era
radial, concentrado en el puerto de Buenos Aires y al servicio de
los intereses británicos. Pero ahora que esa red histórica quedó
virtualmente desmantelada, podemos ver cómo surgen itinerarios
nuevos, casi a contramano de los anteriores, pero vinculados con
los nuevos intereses de la economía de extracción minera y
sojera. ¿Cómo asimilar todas las dimensiones del problema? Las
personas que se expresan en estos momentos contra el tipo de
minería que se instaló en el país desde hace varias décadas han
detectado una cuestión que es antigua y nueva al mismo tiempo. Se trata de un tipo de economía lesiva, que
se genera a través de la exaltación de groseras modalidades extractivas, que no distan mucho de la colonial
Potosí, cuyo modo de trabajo ya preocupaba al joven Mariano Moreno.

Todo proviene de un nuevo flujo económico globalizado, difusas tipologías imperiales cuyos procedimientos
desequilibran la vieja dialéctica entre el trabajo y la naturaleza. Emplean desmedidos recursos no renovables
y relativizan de un modo drástico la autonomía de las políticas locales o nacionales. Hace casi veinte años,
la experiencia de Puerto San Martín –vecino al puerto de San Lorenzo, en la provincia de Santa Fe– mostró
que un pequeño núcleo de políticos locales podía poner mínimos frenos impositivos a las compañías
transnacionales que operan en uno de los más grandes puertos argentinos. “Terminal 6”, con su nombre
abstracto, es una impresionante construcción portuaria en medio de la llanura. Las filas de camiones sojeros
pueden seguirse hasta donde alcanza la mirada frente a diques manejados por computadoras. ¿Qué podría
hacer aquella balbuciente clase política, a través de los partidos tradicionales? Quedaría luego integrada a la
lógica de los grandes monopolios, que finalmente podían ceder una parte menuda de su voracidad.
Disponían algunas concesiones impositivas que también entrañaban sutiles condicionamientos.

Desde el pequeño Puerto General San Martín hoy se exporta más de la mitad de la soja que se produce en
el país y la ciudad es un impresionante polo petroquímico y aceitero. Allí están establecidas Cargill, La Plata
Cereal, Bunge, Nidera, Pasa, Dow Chemical y la mencionada Terminal 6, puerto privado de aguas
profundas, con sus espectaculares silos. Esa factoría, condensada ciudad-puerto, es uno de los espejos del
drama argentino. En él podremos mirar la difícil suerte de la democracia argentina. ¿Hay una clase política
en condiciones de crear un bastidor institucional que no sea devorado por las grandes lógicas del
capitalismo comunicacional, extractivo y de sustancias agroquímicas? Ante la drástica reformulación del
concepto productivo del país, ¿existirá una idea política colectiva que impida convertir la nación en una
pobre factoría, como alertaban nuestros grandes ensayistas sociales? El país vive una etapa cuyo peso
mayor recae en el cultivo de la soja como semilla transgénica y nuevas modalidades de siembra con
dramática sustitución de los verdaderos cereales, que dieron nombres a nuestros clásicos paisajes. Basta
con recordar la localidad de Ceres. No es difícil correlacionar esta nueva realidad técnica y social con la
emergencia de nuevas mentalidades de clase. Mixturan indicios facciosos de movilización social con atisbos
de reaccionarismo. Nuevos estilos de gerenciamiento con simbologías arcaicas.

Lo cierto es que no sabemos si se “podía haber evitado” el enfrentamiento con el “campo”. Las
neotecnologías de siembra y los nuevos surtidores rentísticos tarde o temprano iban a generar una nueva
peculiaridad social, inadvertida en su significado retrógrado aun para los entusiastas chacareros que vivían
del vetusto mito movilizador de las épocas realmente cerealeras. Pero muchos de los que cuestionan la

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forma que adquirió la “episteme sojera” aceptan encuadramientos escasamente críticos para las
modalidades de la explotación minera. A la inversa, quienes ven con preocupación la modalidad minera así
como el avance de la frontera sojizada que ocurre en todo el mundo, en especial en el Amazonas, no
consideran con sensibilidad aguzada las propuestas críticas sobre la actual urdimbre comunicacional del
país.

El reparo de muchos sectores políticamente dinámicos ante la importancia que tendría la aprobación de esa
ley los lleva a desestimar sus verdaderos aspectos desmonopolizadores y rechazar con criterios timoratos el
desafío de una modernización, que sin duda es siempre problemática. Ofrece su posibilidad emancipadora
junto al peligro (desde ya, ¿cuándo no fue así?) de una nueva uniformización de símbolos y dominios. Pero
las naciones viven del debate sobre repentinos hechos nuevos que sólo las luchas comunes pueden
redefinir. El interior de todo acto humano es ambiguo y se despliega potencialmente en términos de
sometimiento o de liberación. ¿No es mejor reconocer el exigente follaje de la situación antes que atacar
“por izquierda” la estructura misma, realmente renovadora, de este fundamental debate comunicacional?

No ignoramos problemas ni deficiencias. No avalamos estulticias ni escorias. Pero es un preocupante


ejemplo de pensamiento reductor y apocalíptico afirmar que hay una nueva clase gubernativa que saquea
impunemente a las poblaciones o que se ofrece como marioneta de las grandes redes multimediales, sin
percibir que ese pregón corre el riesgo de ser la membrana antiimperialista de un gigantesco retroceso
colectivo.

Opinar de ese modo implica menos una reflexión sobre la historia que un despunte de profetismo basado en
la ilusión de un sujeto reparador originario, que es fundamental pero abstracto. En verdad, la acción política
es reparadora especialmente cuando sopesa todos los antagonismos y resuelve tensiones desde su interior
traumático, no desde el sermón del catequista. Un activismo fundado en el realismo crítico exige siempre
verdaderas novedades. No se obtienen si se esquiva una definición más contundente sobre la madeja que
conforman la neoantropología sojera y las nuevas “commodities” comunicacionales.

Del interior de esta querella surgirán las nuevas conciencias públicas. ¿Exageramos? Aparentemente no
habría relación entre sofisticación técnica comunicacional y siembra directa de cultivos transgénicos. Pero
en verdad obedecen ambas al mismo giro deshistorizado de la acción colectiva. Al mismo patrón de
conquista de mercados, alimentarios y de imágenes. Juntas, la movilización agraria y la semiología
monopólica televisiva conformaron la leyenda pseudopatriótica de una nueva clase mesiánica. Se muestra
telúrica en tiempos de miedo social. Es conquistadora, promesante y rudimentaria en tiempos en que se
desmantelan naciones. Anuncia los términos de una “sociedad del conocimiento” cientificista, pero
bloqueada para el verdadero conocimiento histórico. Recostada sobre señoríos rústicos, su modernidad
tecnológica convive con imágenes moralizantes y republicanismos de derecha.

Ese bloque cultural emergente hará de la Argentina una extensa plataforma de exportaciones primarias y del
Estado, el simulacro de un “pool de siembra”. Esto necesariamente ha implicado una formidable alianza de
nuevos estratos sociales feudalizados con el poder mediático central, absorbiendo grandes porciones de
población urbanas y suburbanas. Alianza que tiene muchas explicaciones, pero no queremos privarnos de
mencionar una de ellas: el ciego estallido sojero expresado en un lenguaje raso que presupone una geórgica
sin Estado. Esta homogénea planicie moral, sin nada de Virgilio y con mucho de Biolcati, totalmente yerma
de singularidad histórica, es justamente la especialidad de las retóricas comunicacionales concentradas. Son
un Estado imaginario, enemigo del Estado democrático real. Los partidos tradicionales terminaron de
reventar frente a esta situación. Sus pellejos mustios podrán evocar ahora añorados emblemas. Pero son
vasijas huecas destinadas a recoger la irrupción involutiva de esta nueva sociedad que sería fácilmente
anexada a las pastorales de la globalización.

Sólo una nueva idea de la democracia argentina (democracia como ensamble de controversias) podrá
resolver estos nuevos acertijos y desacoples en el seno común de los que nos sentimos comprometidos
contra este aplastado destino nacional. Por eso, los que se afincan en la crítica al corazón de un tema –el
neoagrarismo reaccionario– no deben debilitar su mirada frente a las búsquedas de alternativas para una
política extractiva de metales más racional y respetuosa del patrimonio planetario. A ese patrimonio las
naciones históricas lo custodian como depositarias indirectas. Si sólo enraizamos nuestra preocupación en
las infraestructuras económicas de la soberanía pública tal como existían al promediar el siglo XX; si sólo,
aunque con razón, cuestionamos la acción malversadora sobre la naturaleza, haríamos pasar a segundo
plano el alma más severa del conflicto. Cual es la necesidad social de trascender los monopolios mediáticos
de la palabra, con sus nuevas hegemonías económico-simbólicas. Ellos significan muchas cosas, pero son
también los pasteurizadores de textos, los generadores de imágenes premasticadas y los difusores de
arquetipos reblandecidos de opinión. Ocultan la raíz creadora del trabajo social, ni más ni menos.

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Rebajar la relevancia de esta cuestión suele identificarse con una percepción que considera como
imposturas los actos del Gobierno, aunque incluyan estas grandes y demoradas discusiones. Buena parte
de la crítica a los regímenes económicos extractivos no enfatiza la esencialidad de la ley de medios y su
implicancia en la vitalización del corpus democrático de la sociedad nacional. Esto impide la formación de un
necesario frente social-político que trate imaginativamente lo que vemos emerger a diario, las piruetas de
neoderechas que entrelazan a la vista sus novedosas pelambres. Estos movimientos no pueden ser
consentidos incautamente por quienes encabezan las críticas más sensibles a la degradación de las
poblaciones y al desperdicio de recursos energéticos y naturales. Si saben lo que implica el notorio vilipendio
al vivir común, deben saber que la palabra política debe trascender los deseos políticos inmediatos o de
capilla para ser verdaderamente política.

El frente que podemos imaginar, me permito suponerlo, debe encontrar el modo de conceptualizar esta
dispersión temática. Tendrá que escalonar problemas con la lógica del interés desinteresado, del beneficio
magnánimo. Los heterogéneos bolsones argumentales existentes –crítica a la pérdida de sustentos vitales
de la población, al monopolio de medios, a la alienación de las infraestucturas productivas, etc.— deberán
abrirse a la espesura de un decir común, apelando a la gran metáfora transformadora de todos los tiempos:
la crítica como trabajo colectivo, el trabajo como crítica colectiva. Porque este frente interesa
primigeniamente a los trabajadores, sujetos oficiantes de la lucidez máxima de una época. Bajo esta
caución, la crítica a los procedimientos comunicacionales, energéticos, extractivos y agrícolas se
armonizaría y jerarquizaría en un “árbol del conocimiento” que pueda tratarlos en común. Pero también con
las necesarias ponderaciones del caso. Las distintas ecuaciones temporales que laten en cada tema
obligaría a empalmarlos a la manera de un “Aleph” del trabajo humano y de la vida política autónoma. Es
decir, vistos en simultáneo pero asimismo con sentido de la antelación, dentro de un régimen sensible de
prioridades interrelacionadas y creando nuevas series temáticas a cada momento. Cada singularidad exigiría
su propio acervo crítico, su “tempo”. Por un lado, está la primigenia cuestión comunicacional (vista como la
creación de alternativas de subjetividad y nuevas economías del lenguaje) y luego las no menos importantes
cuestiones del medio ambiente, los nuevos conocimientos científicos sin lastres del amo y la vislumbre de
emprendimientos autónomos en el terreno de la infraestructura nacional. Creo poder imaginar, creo intuir
con preocupación, que el Gobierno no podría resistir las embestidas sin ampliarse hacia un pensamiento
activo en torno de estos múltiples bagajes, relacionados con la historia misma del trabajo y las culturas
emancipatorias. Pero tampoco los nuevos agrupamientos críticos podrían después jactarse, al no haber
percibido la gravedad del momento, de haberse mantenido mezquinamente incontaminados en sus propios
“parques temáticos”.

* Sociólogo, director de la Biblioteca Nacional.

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