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El Renacimiento

La gran peste del siglo XIV había devastado toda Europa y había golpeado de forma especialmente dura a
Florencia en el año 1348, interrumpiendo un proceso previo de crecimiento y desarrollo. Los jóvenes inventados por
Bocaccio, que han huido de la peste florentina, se entretienen contando historias de una gran vitalidad y optimismo,
de clara exaltación de la vida y la naturaleza, en cierto sentido impropios en esa situación. Por el contrario, Petrarca
vive con más desconsuelo la muerte de su amada Laura. Si ya la había amado idealmente en vida, pues era una
mujer casada, mucho más sublimó su amor una vez muerta en bellísimos versos que habían buscado un modelo en
los poetas antiguos. Las difíciles circunstancias sociales, telón de fondo de su indiscutible éxito personal, lo llevan a
buscar en los clásicos no ya lecciones morales cuanto modelos de belleza formal en los que poder expresar sus
propios sentimientos. Cultivar las humanidades formará parte de un programa de educación con un sentido diferente
al que antes tuviera. El objetivo para Petrarca es conocerse a sí mismo y realizar una meditación de corte platónico
sobre la muerte. Mucho más al norte, en tierras de los Países Bajos, otro hombre busca igualmente caminos para
orientar a los seres humanos en momentos difíciles. Gerard Groóte, siguiendo en parte tradiciones místicas
medievales, propone la Devotio moderna, una renovación cristiana profunda, regida por la meditación y la vida en
común bajo una regla, pero no ya al estilo de los monjes anteriores. Los hermanos de La Vida Común rechazan
precisamente toda la formación escolástica, buscan la meditación personal y vuelven a la lectura de los clásicos para
extraer ejemplos morales y espirituales.
En todos estos casos, la sensación de ruptura con lo anterior es clara y va a ser explícitamente manifiesta, hasta
convertirse de hecho en una seña de identidad. Especialmente en Italia se da un esfuerzo por volver a la grandeza de
Roma, de la que pueden encontrar numerosas huellas por todas partes, renunciando al inmediato pasado bárbaro, el
pasado de los godos (el período gótico), que con sus invasiones habían arruinado el Imperio romano y sumido
Europa, y especialmente Italia, en una Edad de Tinieblas. Parecen olvidar por completo lo realizado durante los más
de trescientos años anteriores, los enormes esfuerzos de renovación y crecimiento que habían producido frutos
bastante maduros en diversas partes de Europa. Parecen no ser conscientes tampoco de que toda su innovación no
consistía más que en ir explorando y profundizando alguna de las ideas fundamentales que habían cuajado en esos
siglos inmediatamente anteriores.
Florencia, después de la gran peste, vivió una época de conflictos internos que amenazaron seriamente la
organización republicana bastante democrática que habían conseguido tras las luchas de güelfos y gibelinos. Las
revueltas populares de finales del siglo lograron recuperar la fuerza democrática y aumentar la participación de la
población en los asuntos de la ciudad, enfrentándose a la alianza que se estaba fraguando entre la aristocracia y las
grandes familias de comerciantes y mercaderes. El triunfo democrático fue, no obstante, breve y a comienzos del
siglo XV triunfa la alianza de estos últimos con Cosme de Medid, una de las familias cuyo nombre va
indisolublemente unido al de Renacimiento. Cosme no llegó nunca a figurar en primera línea, raramente ostentó un
cargo público, pero fue quien realmente mantuvo el poder durante un largo período de tiempo. Florencia no fue,
desde luego, un régimen democrático, pero gozó de la suficiente estabilidad y riqueza como para favorecer un
importante desarrollo en todos los sentidos y el florecimiento de una nueva visión del mundo.
Prueba de esa nueva visión la proporciona la finalización de la catedral, encargada a Brunelleschi, el único que
parecía capaz de resolver el problema de cubrir un espacio que era demasiado grande para las clásicas cubiertas
abovedadas del gótico. Brunelleschi, que había perdido el concurso para esculpir las puertas del baptisterio, tuvo la
genial idea de construir una doble cúpula dotada de un profundo equilibrio y proporción. Esa bóveda, la primera
construida en Occidente, junto con la solución global que dio a ese edificio y a otros que construyó supusieron una
auténtica conmoción. Brunelleschi recuperaba el sistema de proporciones matemáticas trazado por Vitruvio,
proporciones que se basaban en el cuerpo humano, recuperando al mismo tiempo la ida de que el ser humano es la
medida de todas las cosas. La cúpula dotaba a la catedral de una imagen completamente distinta a la de las
catedrales góticas, sin perder con ello nada de su grandeza. Al mismo tiempo, la inclusión de motivos decorativos
como los órdenes clásicos, o la sabia articulación de círculos y cuadrados, contribuía a reforzar completamente esa
imagen que marcaría no sólo su propia época, sino un largo período de la arquitectura.
Como todos los artistas de su época, Brunelleschi poseía una formación bastante amplia y bastante sólida, parte
recibida en la práctica directa de los talleres y parte fruto de su propio estudio. Sus conocimientos de la matemática
le ayudaron, sin duda, en la solución del problema de la construcción de la cúpula, pero más le ayudaron todavía en
otro descubrimiento trascendental, el de la perspectiva aérea que iba a revolucionar la pintura. Por primera vez se
resolvía de forma eficaz el problema de representar las tres dimensiones del espacio en las dos dimensiones de un
cuadro. Se avanzaba así considerablemente en el camino -iniciado ya hacía mucho tiempo- de una mejor
representación de la naturaleza. Los trabajos de Masaccio, Uccello y Piero de la Francesca, todos ellos también con
buena formación matemática, consiguieron explorar ese camino abierto por Brunelleschi y llevarlo prácticamente a
la perfección hasta convertirlo en patrimonio de todos los pintores posteriores. Dufay, el músico más grande de la
época, quedará asombrado por la cúpula de la catedral y unos planteamientos similares le ayudarán a desarrollar el
contrapunto que modificará profundamente la música europea.
Esa misma vuelta a lo natural, ese esfuerzo por lograr un arte más realista se está dando en el norte, en los Países
Bajos, que en esos años gozan de una vida artística y cultural que causa admiración en toda Europa. Es Van der
Weyden el primero en mostrar un notable realismo en sus cuadros religiosos, en los que además hay una
preocupación notable por apelar directamente a las emociones del espectador. En la misma línea, pero con un
tratamiento todavía más realista del espacio y del paisaje está Van Eyck, uno de los pintores que gozó de mayor
prestigio en el siglo XV. No obstante el naturalismo de un cuadro como el que aparece en el Matrimonio Arnolffini
tiene un sentido distinto al que tiene en Italia, mostrándose ya desde un principio el sesgo diferente del
Renacimiento en el norte, en el que las preocupaciones religiosas eran dominantes y en el que no existía una visión
tan optimista del ser humano.
Pero hay algo más todavía en las innovaciones introducidas por Brunelleschi en la línea de lo que ya vienen
haciendo los humanistas, en particular un hombre como Leonardo Bruñí, canciller en Florencia precisamente
durante los años en que se construye la cúpula, o el mismo Alberti, autor polifacético como muchos otros del
Renacimiento. Al buscar la proporción humana como guía para la elaboración del edificio, estamos situándonos en
ese papel central del ser humano que va a determinar el giro individualista y antropocéntrico que se va dando poco a
poco en estos años. Se parte de una visión sumamente optimista del ser humano, y además se ve en él que es capaz
de hacer cosas nuevas, de innovar, algo que lo diferencia completamente del resto de los seres vivos. Alberti es
sumamente expresivo: «el ser humano no nació para marchitarse yaciendo, sino para estar de pie haciendo»; se trata
de esforzarse en hacer cosas magníficas y grandes, en vencer a la fortuna que sólo somete a quien se deja someter. Y
para los Ruccellai, comerciantes que han sabido vencer a la fortuna y convertirse en una de las familias más ricas de
Florencia, construye Alberti un palacio que será modelo para los posteriores palacios renacentistas: recuperación de lo
clásico, orden y proporción, puestos al servicio de unos nuevos aires.
Por su parte Bruni es también claro representante del giro que se está produciendo. Al igual que el arte de
Brunelleschi, o el de Donatello, pretenden dirigir una mirada más realista al mundo exterior. Bruni, y con él toda la
filosofía del humanismo, van a poner el énfasis en la condición histórica concreta del ser humano, en sus específicas
circunstancias exis-tenciales. Están cansados de las grandes especulaciones metafísicas escolásticas y de la finura de
sus disquisiciones. A ellos les preocupa mucho más algo más sencillo, más apegado a la vida cotidiana de los seres
humanos y, por lo tanto, se vuelcan más hacia la ética y la política. Al mismo tiempo Bruni ataca todo intento de
buscar conexiones racionales intemporales entre las cosas; nada existe para siempre, sino que todo va variando según
el contexto y es precisamente esa variación del contexto la que interpela a cada ser humano y estimula su ingenio
para que sea capaz de ofrecer un respuesta adecuada. La persona buena será, según Bruni, la que realice su virtud y así
logrará ser feliz y también sabia, pues sólo quienes alcanzan la bondad acceden a la sabiduría: «Las cosas sólo se
aparecen como son al hombre bueno. Los juicios de los malvados son como el gusto de los enfermos, que no capta el
auténtico sabor.»
En estos primeros años ya está perfectamente definido el ideal del humanista; es más, serán sin duda los
humanistas los que encabezarán toda la renovación que se produce en el Renacimiento. Junto a esa preocupación
por la condición concreta del ser humano y ese rechazo de la formación escolástica, los humanistas proponen un nuevo
plan de estudios basado en los studia humanitatis. Lo importante ahora es el estudio de la literatura, la poesía, la
historia, la retórica, y todo ello para conseguir llegar a ser mejores personas gracias a una mejor comprensión de sí
mismo. La vuelta a los clásicos va a ser un elemento fundamental, pero con un sesgo que los diferencia de los
anteriores, la crítica filológica, el deseo de garantizar la autenticidad y la fidelidad de los textos originales. Eso tuvo
algunas consecuencias importantes, como permitir a Lorenzo Valla demostrar que la Donación de Constantino,
documento básico para la polémica entre el papa y el emperador durante dos siglos, era una falsificación del siglo
VIII, o que la traducción de la Biblia al latín realizada por San Jerónimo estaba plagada de errores. Por último hay en
los humanistas una compleja mezcla de elementos que les confiere una especial riqueza. Por un lado, son
profundamente cristianos en general y no dudan en buscar una sincera renovación religiosa; al mismo tiempo cri-
tican con dureza a la Iglesia oficial y contribuyen a minar su autoridad con sus nuevas ideas. Por último tienen una
clara actitud positiva frente a la vida en este mundo y los valores que la acompañan. En general todo esto se ha
venido llamando el inicio de un largo proceso de secularización, pero posiblemente se trate más bien de un serio
esfuerzo por ofrecer una concepción cristiana de la vida distinta a la que había predominado durante los siglos
anteriores.
Si bien es cierto que el Renacimiento es en sus orígenes un movimiento italiano, más precisamente originado en
Florencia y Venecia, muy pronto se manifiesta de igual modo en otros países de Europa, mostrando que las nuevas
orientaciones estaban encontrando un terreno muy bien preparado. El caso más claro es el de Aragón, cuyo rey
Alfonso V el Magnánimo se instala definitivamente en Nápoles y hace de su reino uno de los lugares centrales del
humanismo y el Renacimiento. Aunque Castilla se encuentra sumida en guerras internas feroces, en las que se está
prefigurando la definitiva disolución del orden feudal, ve surgir entre su nobleza personajes plenamente humanistas,
en los que se combina esa exaltación de los clásicos, ese gusto por una poesía nueva, esa revalorización de esta vida y
de las hazañas gloriosas de los seres humanos. El Marqués de Santillana supo compaginar perfectamente su labor
poética y literaria con la de promotor de las primeras traducciones de Virgilio a una lengua no latina o las luchas
entre Juan II y la nobleza, situándose en un bando u otro según las circunstancias. Y un similar talante muestra su
rival Don Álvaro de Luna, que supo compaginar su servicio a la causa renovadora de la monarquía con la poesía,
y que también encontró un final trágico como otros grandes del Renacimiento. Sus pasos sigue Jorge Manrique,
quien lucha defendiendo la causa real de Isabel I y encuentra la muerte, no sin antes dejar algunos de los versos que
más emotivamente marcan el cambio de mentalidad.
El filósofo más importante de estos primeros años del Renacimiento es Nicolás de Cusa, un alemán con
formación humanista en Padua, que llegó a ser cardenal y que pasó largo tiempo al servicio del papa, viviendo los
últimos años de su vida en Roma. Parte de sus preocupaciones filosóficas proceden del período anterior. Recogiendo
la vía de la teología negativa, va a insistir en la absoluta desproporción que se da entre Dios y los seres humanos, por
lo que el único método que procede es el de la docta ignorantia, que lleva al reconocimiento de que el ser finito
nunca podrá llegar a comprender al ser infinito. La única posibilidad de aproximarse a lo infinito es recurrir a lo que
Nicolás llama la coincidencia de contrarios, sugerencia recogida de las matemáticas. Del mismo modo en que el círcu-
lo y la línea coinciden en el infinito, en el momento en que el radio del círculo es infinito, así podemos entender
que Dios es coincidencia de opuestos. Esto sería sólo accesible al tercer grado del conocimiento humano, el intelecto
en el que se consigue un acto de intuición superior al que nos proporciona la razón.
Esta noción de Dios supone una reelaboración de algo clásico ya en el pensamiento cristiano, el platonismo, o
mejor dicho el neoplatonismo en la línea del Pseudo-Dionisio. A partir de ella, el de Cusa mantiene una concepción
del universo como «explicación» de Dios, como imagen de la absoluta trascendencia divina. Sin llegar a un panteísmo
incompatible con la fe cristiana, sí llega a afirmar que Dios está en todo y todo está en Dios. Cada cosa del universo
tiene en sí misma, contraído, el resto de las cosas del universo y, por tanto, cada cosa está en Dios y Dios en cada
cosa. Desde fuentes distintas, se da aquí una coincidencia con los ideales arquitectónicos de Brunelleschi. De ahí
brota también su profundo sentido optimista, y brota también la inagotable actividad que desplegó intentando
conseguir la unidad cristiana con la Iglesia de Oriente, manifestando así el ideal irenista que animó a todos los
humanistas. Del mismo modo esto le permite afirmar otra idea que será clave para el humanismo, la noción de que
el ser humano es un microcosmos, y lo es en un doble sentido. Primero, porque como cualquier otra cosa del
universo todo está en él; en segundo lugar, porque gracias a su intelecto es capaz de descubrir esa profunda unidad
del universo como imagen de Dios.
El redescubrimiento de Platón va a ser uno de los motivos centrales del Renacimiento. Gracias a la relación
progresiva con intelectuales venidos de Bizancio, relación que se aceleró con la caída de Constantinopla, los filósofos
de Europa occidental tuvieron oportunidad de ponerse en contacto directamente con los diálogos de Platón, algo que
realmente no se había hecho todavía. Si esto les permite recuperar un Platón genuino, y no pasado por el
neoplatonismo o el agustinismo, la recuperación de la filosofía platónica va a ir acompañada durante todos estos
años por un; recuperación, realizada con similar fervor, de los textos herméticos y lo oráculos caldeos, textos
elaborados en los ambientes gnósticos de lo siglos III y IV, pero que los humanistas toman como textos originales
der Hermes Trimegistos y de Zoroastro. Tanta importancia se les dio que s llegó a dedicar una imagen a Hermes en
la catedral de Siena en 1488 poniéndole a la altura de los grandes profetas bíblicos. La influencia d estos textos va a
suponer una fuerte revitalización de la magia y la teúrgia una de las características más notables del período
renacentista que difícilmente se podía reconciliar con la importancia progresiva que se va con cediendo a la razón, la
objetividad, la observación empírica...
Marsilio Ficino es la persona fundamental en el resurgimiento del platonismo, y en la específica configuración que
adopta. Se dedicó a traducir en primer lugar el Corpus hermeticum, los Himnos órficos y los Comentarios a
Zoroastro; posteriormente tradujo los diálogos de Platón para pasar a traducir las Enneadas de Plotino y las obras
del Pseudos-Dionisio y de otros autores neoplatónicos. Fundó igualmente una academia platónica con la ayuda de
Cosme el Viejo de Médici y se dedicó difundir todo un proyecto de filosofía en el que la regeneración de la
humanidad a través del platonismo y de la magia natural constituían el objetivo central. Ficino tiene una personal
concepción de la filosofía, muy en la línea de esas preocupaciones fundamentales de los humanistas que ya hemos
mencionado. La función central de la filosofía es lograr la iluminación que permita al alma humana alcanzar la luz de
la revelación divina y los misterios de lo verdadero. Algo que es posible gracias a la revelación del Logos, pero que
estaba ya anticipado en los escritos anteriores al cristianismo. Religión y filosofía no pueden en absoluto separarse y
eso nos ayuda a entender que, para llegar a completar su función filosofía Marsilio decidiera ordenarse sacerdote.
Concebido el universo desde una perspectiva neoplatónica, para Marsilio se dan diversos grados de ser, desde
Dios, grado máximo, hasta la materia, grado mínimo. El paso de lo uno a lo múltiple y el regreso de lo múltiple a lo
uno es posible porque el alma humana ocupa un lugar en el centro de esos grados, siendo el máximo milagro de la
naturaleza. El alma es la intermediaria de todas las cosas pues puede hacerse todas la cosas. La elevada concepción
del ser humano que posee Ficino lo lleva a denominar al alma «centro de la naturaleza, intermediaria de todas las
cosas, cadena del mundo, el rostro de todo, el nudo y la cúpula del mundo». En su actuación en el mundo, lo más
importante para el alma es elevarse al amor, lo que se logra siempre que a partir de la contemplación de las cosas
bellas que nos rodean seamos capaces de elevarnos hacia lo absoluto, recuperando la capacidad de reintegrarnos a
Dios. «Aquí nos encontramos divididos y truncados, pero entonces, cuando el amor nos una a nuestra idea
volveremos a estar enteros. De este modo se pondrá de manifiesto que primero hemos amado a Dios en las cosas,
para después amar las cosas en él y que honramos las cosas en Dios, para recuperarnos sobre todo a nosotros: y
amando a Dios, nos hemos amado a nosotros mismos.»
Todo este tema del amor platónico, recogido por León Hebreo en sus Diálogos de amor será decisivo en la
idealización del amor humano que asoma en toda la poesía del siglo XVI. Siguiendo a León Hebreo, la belleza
material, al ser reflejo de la belleza divina permite al ser humano acceder al conocimiento y amor de la belleza
absoluta, Dios. La mujer, el arte y la naturaleza son los principales caminos para alcanzar ese fin. Tanto el amor
platónico como la exaltación de la belleza ideal parecen tener un cierto paralelismo en las obras idealizadas de un
Rafael, Leonardo y otros pintores de la época, pero no es exactamente correcto. Mientras que en Ficino la belleza
ideal existe realmente, en el caso de los grandes pintores esa belleza es más bien el resultado de una generalización
idealizada a la que se llega después de numerosas observaciones de seres reales del mundo, en el que casi siempre se
encuentran seres normales y muy pocas veces algunos dotados de esa armonía y proporción que los hace realmente
bellos. Es posible que el resultado final sea el mismo, una belleza idealizada que produce un determinado estado
afectivo en el espectador, pero la génesis de ese modelo ha seguido derroteros distintos. También es cierto que esos
artistas, que no eran neoplatónicos, estaban convencidos de que la naturaleza estaba regida por unas leyes que ellos
intentaban reflejar en sus cuadros, pero esas leyes poco tenían que ver con ideas ejemplares o ideas eternas. Y, como ya
había dicho Alberti, la belleza se encuentra en la armonía racional de todas las partes, en la que nada puede ser
añadido, sustraído o cambiado, siguiendo unas reglas racionales y matemáticas. Por otra parte, no existe todavía una
concepción del arte por el arte y en estos momentos los artistas, con escasa independencia en realidad, pintan por
encargo para cubrir determinadas funciones religiosas, políticas o sociales. Eso no quita para que Rafael, al pintar el
cuadro de la Academia, incluya la figura de Zoroastro en una de las esquinas, pensador a quien Marsilio consideraba
autor de los Oráculos caldeos que tanto admiraba.
Hay algo más en Ficino que le hace ser un hombre típicamente renacentista, su afición a la magia y la teúrgia en
las que observa posibilidades curativas e incluso más que curativas. Ficino, como muchos de sus contemporáneos,
tiene en alta estima la magia, aunque en ningún caso la magia negra, ni la magia de charlatanes y embaucadores.
La magia natural que cultiva Marsilio se fundamenta en su concepción neoplatónica que postula una animación
universal de todas las cosas. Si somos capaces de descubrir el espíritu que todo lo anima, incluidos nosotros
mismos, podremos predisponer a nuestro propio espíritu a que capte el que hay en el resto del mundo, lo que servirá
para proporcionarnos vitalidad y equilibrio. Por eso puede ser sumamente útil el uso de piedras, hierbas y otros
productos naturales, como también la adecuada observación de los astros o la ejecución de piezas musicales que nos
permitan captar los influjos de los planetas. La proliferación de la magia y de las prácticas teúrgicas en el
Renacimiento no obedecen a una mentalidad supersticiosa -aunque siguió habiendo mucha superstición-, sino a
una específica concepción del mundo.
En la misma línea neoplatónica se encuentra otro de los grandes autores del Renacimiento, Pico de la Mirándola,
si bien éste se mostró más receptivo ante Aristóteles. A la tradición hermética añadió otra tradición que se situaba en
las fronteras de la magia y la teúrgia, pero que era sobre todo una mística encaminada a la unión con Dios, la cabala
elaborada por los pensadores judíos españoles del siglo XIII, quienes habían insistido en las posibilidades sagradas de
la lengua hebrea. Pero Pico de la Mirándola es conocido sobre todo por su encendida y apasionada defensa de la dig-
nidad de los seres humanos, retomando su dimensión de hacer cosas, de adaptarse y transformar lo que le rodea y a
sí mismo. El ser humano es una criatura intermedia que se caracteriza sobre todo por no estar predeterminado,
porque su naturaleza no ha quedado fijada en el nacimiento y puede adoptar muy diversas formas. Ha sido colocado
por Dios en medio del mundo para que pueda elegir y conservar el lugar y el aspecto que desee, convirtiéndose en
artífice de sí mismo. Es un auténtico camaleón capaz de adoptar formas muy diversas, unas excelsas, como la de
filósofo, y otras indignas, como la de aquéllos que se dedican a su vientre.
Parece que está haciendo una exaltación de ese hombre universal típicamente renacentista, capaz de brillar en
facetas muy diversas y cuya educación ha tenido en cuenta muchas posibilidades. También los músicos, al conceder
una importancia renovada a la palabra en sus composiciones, van a contribuir a trasmitir ese modelo de ser humano.
Es el Alberti arquitecto y escritor, el Brunelleschi escultor, arquitecto y pintor, pero es sobre todo Leonardo de Vinci,
capaz de destacar en facetas sumamente dispares y en todas ellas con enorme brillantez. Leonardo fue un maestro
indiscutible en la pintura, contribuyendo poderosamente a reforzar esa ilusión de realidad que ya había buscado la
perspectiva aérea con su técnica del esfumato. Pero más todavía fue un gran observador de la naturaleza, observación
en la que buscaba los más mínimos detalles que luego pudiera llevar al cuadro. Y lo que hace que empiece a ser nueva
esa observación experimental es el hecho de que esté guiada por la teoría, pues es ésta la que nos lleva a las leyes que
todo lo rigen y ordenan. Constructor de diques para mejorar el regadío y la producción agrícola de las tierras de
Ludovico, diseña igualmente fortalezas militares y dedica gran parte de su tiempo y habilidad al diseño de nuevos
artefactos encaminados a potenciar las posibilidades de los seres humanos.
Sigue vivo el espíritu optimista, la confianza en la capacidad del ser humano no sólo para hacerse a sí mismo,
sino también para abordar empresas cada vez más arriesgadas. La notable habilidad de los artesanos, y las
necesidades de una expansión creciente, hacen que se incremente la invención de máquinas cada vez más eficaces. En
unas naves mejor construidas, con unos instrumentos náuticos más perfeccionados y contando con cartas de
navegar que se vienen perfeccionando desde el siglo XIII y XIV, los marinos portugueses se lanzan a la búsqueda de una
ruta alternativa que les permita acceder a las especias orientales saltándose el infranqueable Imperio turco. Y van
avanzando cada vez más, llegando más lejos hasta terminar coronando con éxito su empresa. Y a ellos los siguen los
españoles, que se aventuran en esta ocasión en dirección contraria. Colón es un buen ejemplo de ese espíritu
emprendedor, de esa fe en las propias posibilidades y en el propio proyecto. Pero no es, sin duda, el único, pues su
voz encuentra pronto eco tanto entre gente culta de la Universidad de Salamanca, que ya es consciente de que sea
posible circunnavegar la Tierra, cuanto en mercaderes y comerciantes, que son capaces de arriesgar su fortuna a la
espera de futuros beneficios, y marineros que están dispuestos a emprender la aventura. Y tras sus pasos van
posteriormente cientos de descubridores y aventureros, muchos de ellos ejemplos perfectos del hombre del
Renacimiento y su afán de gloria y honor, su capacidad de disfrutar de la vida y de arriesgar para poder dominar la
fortuna, buscando cada uno su utopía particular. Y así se arriesgan a recorrer a pie todo el territorio de Florida, como
Cabeza de Vaca, o descienden a lo largo del Amazonas, como Orellana, y en ocasiones llegan a la completa desmesura
como Lope de Aguirre.
Y más que ninguno posiblemente sea un modelo de hombre renacentista Hernán Cortés, no sólo por su deseo de
aventura y de ampliar los horizontes personales, sino también por su formación humanista que le permite al final
redactar unas cartas admirables en las que se sustenta para pedir a la Universidad de Salamanca el título de doctor,
que finalmente no obtiene. Él no es ya el rudo señor feudal que se gana los méritos blandiendo la espada, como
tampoco lo era Garcilaso de la Vega. Durante el Renacimiento se está produciendo un acelerado proceso de
civilización y refinamiento de las costumbres, lo que puede explicar el enorme éxito de Amadís de Gaula, una obra
que se vende por millares en toda Europa. Es un libro de caballerías, pero el caballero es un personaje valiente y al
mismo tiempo refinado, que se parece bastante al cortesano que describe Castiglione y que se convierte en modelo
de comportamiento en todas las cortes europeas. Amadís pasa además por innumerables situaciones en las que lo
mágico y sobrenatural irrumpe constantemente. Y si la magia estaba íntimamente unida a la filosofía y la religión en
la obra de Ficino y en la de muchos otros autores de la época, más admirable todavía es la fusión de lo fantástico y lo
real que Hernán Cortés y sus hombres experimentan cuando contemplan por primera vez desde la lejanía el valle de
Oaxaca con la espléndida capital azteca. En este caso la realidad parecía haber superado las fantasías de los libros de
caballerías.
Hernán Cortés es sobre todo un hombre del Renacimiento por su fina capacidad de estadista que le permite
conquistar un Imperio y construir uno nuevo al servicio del rey de Castilla. Si Colón fue escuchado en España y
no en otros sitios posiblemente se debió a que España en aquellos momentos se encontraba a la cabeza en una de las
construcciones más significativas del período renacentista: el Estado nacional moderno. Isabel y Fernando son los
protagonistas del fortalecimiento de la monarquía frente a una nobleza que durante todo el siglo XV había estado
conspirando para no perder los privilegios que tenía. Con habilidad, ambos monarcas consiguen poco a poco construir
un Estado que debe ser entendido en estos momentos como un artificio, como el resultado de una intervención
consciente, paciente y laboriosa de los seres humanos. No se les escapa ninguna pieza del conjunto. Consiguen la
unificación y terminan la reconquista, pero también emprenden un reforma religiosa y controlan una Inquisición
que les va a servir para garantizar el control del naciente Estado. Tejen una hábil red de lazos matrimoniales y se
arriesgan prudentemente en una amplia empresa de descubrimientos geográficos. Por razones de Estado son incluso
capaces de expulsar a la poderosa y muy valiosa comunidad judía. Y hacen una exhibición de astucia al entrometerse
en las campañas italianas de los franceses.
La empresa de creación de un Estado nacional, algo totalmente nuevo que terminaba rompiendo con los ideales
de unidad política y espiritual de toda la cristiandad que habían animado la época medieval, encontraba un sólido
apoyo en la progresiva consolidación de la actividad comercial y del mercantilismo. La riqueza de una nación se
asociaba a la posesión de oro y plata y al control del comercio. La necesidad de delimitar unas fronteras internas en las
que pudieran circular libremente los bienes protegiendo a la propia industria y la necesidad igualmente de ampliar los
mercados para garantizar un incremento de la riqueza, favoreció la doble empresa de consolidación del estado
interior y de expansión exterior, ambas a sangre y fuego, la primera contra la nobleza que veía perder su poder y no
aceptaba convertirse en nobleza cortesana, y la segunda contra otras naciones que aspiraban igualmente a aumentar
sus mercados. Para pacificar el interior, Fernando e Isabel crean la Santa Hermandad, que termina garantizando la
libre circulación. Para la guerra internacional, introducen la recluta como fórmula innovadora para conseguir un
ejército más estable y, sobre todo, más eficaz que las anteriores mesnadas feudales. Los avances en la técnica militar y
el armamento habían ido aumentando la eficacia destructiva de los ejércitos, pero es la genial aportación de Gonzalo
Fernández de Córdoba la que va a dotar a la monarquía hispánica de una máquina de guerra que no tendrá parangón
en su época y sobre la que se cimentará el vasto Imperio. Los tercios constituyeron una auténtica revolución en el arte
militar y con su perfecta organización fueron capaces de imponer los designios imperiales en los campos de batalla,
primero de Italia y luego de toda Europa.
Tal fue el acierto de Isabel y Fernando que no sólo contribuyeron a financiar la empresa colombina que
modificaría la perspectiva del mundo que entonces poseían los seres humanos, sino que también, en el caso de
Fernando, sirvieron de modelo para otra de las grandes revoluciones que se producen en estos años, la auspiciada
por la reflexión política de Maquiavelo. Cuando escribe El príncipe, cita expresamente a Fernando V de Aragón como
el modelo que debe ser imitado pues él ha sabido conseguir la grandeza y unidad de su reino. Maquiavelo se inserta
plenamente en las preocupaciones del Renacimiento. Intenta, en primer lugar, ofrecer un programa racional y
objetivo de obtención y mantenimiento del poder. Del mismo modo que Leonardo o Rafael habían dejado de
plantearse el problema de la belleza ideal neoplatónica al ejecutar su pintura, él abandona todos los modelos del buen
príncipe o la perfecta república cristiana en los que las consideraciones de tipo moral predominaban. La política es
una cuestión técnica, un ejercicio que exige un riguroso conocimiento del comportamiento de los seres humanos para
saber a qué atenerse. Observar cuidadosamente cómo de hecho se comportan las personas, y no elucubrar sobre cómo
deberían comportarse. La observación no debe ser realizada a ciegas sino, como también dice Leonardo, guiada por la
razón; por eso ya no vale la experiencia acumulada y los expertos van a ir sustituyendo a los hombres de experiencia
en los asuntos de gobierno.
Dado que el problema central es cómo conservar el poder, para así alcanzar la fama y el engrandecimiento del
propio reino, Maquiavelo insiste en despojar la tarea de gobierno de cualquier pretensión moral. El príncipe debe
estar preocupado, sobre todo, de aparentar ser bueno más que de serlo y en ningún momento debe dudar en recurrir,
si así lo exigen las razones de Estado, a acciones que en general se juzgan reprobables. Por otra parte, de hecho es así
como se vienen comportando todos los que actúan en la vida política y más vale, si queremos gobernar bien, llamar a
las cosas por su nombre, saber cómo funcionan e intentar hacer que actúen a nuestro favor. En este sentido,
Maquiavelo no inventa la razón de Estado, como tampoco se puede decir que invente la frase que le ha hecho más
famoso, «el fin justifica los medios»; eso es algo que él se encuentra en el medio en el que vive y sólo pretende
constituir una ciencia política que describa la realidad y no idealice, que se atenga al mundo en el que vivimos y no
esté pendiente de otros mundos que no han de llegar, que se mueva en el reino del ser y no en el más evanescente
ámbito del deber ser Da un paso más en ese proceso de secularización del que ya hemos habla- do y contribuye a
consolidar un modelo de razón analítica y calculadora que ya está cosechando notables éxitos en la economía y el arte
y que muy pronto los va a cosechar, y muy amplios, en el campo de la ciencia.
La principal característica del buen gobernante es la virtud, pero no 1a virtud en el sentido de las famosas siete
grandes virtudes que los tejedores flamencos bordan en sus tapices indicando a Carlos V cuál es el camino por el que
puede acceder al honor y la fama del buen gobierno. La virtud que propone Maquiavelo tiene más que ver con la
propia etimología de la palabra latina, que a su vez traduce la clásica griega de arete. Virtud es fuerza y energía, es
vigor y salud, es sobre todo la capacidad de la volun- tad para imponerse a las adversidades de la fortuna, para saber
sacar en cada circunstancia específica aquello que puede contribuir a cimentar nuestro honor y nuestra fama. En
Maquiavelo hay ya una visión del ser humano bastante más pesimista que la que exaltaba Pico de la Mirándola; el
común de los mortales es mezquino y desleal, traicionero y taimado y carece de fuerza para llevar adelante sus
proyectos. Si queremos, por tanto, preservar la capacidad del ser humano de ser artífice de su destino, de luchar
contra los reveses y caprichos de la fortuna, se impone poseer ese vigor y esa fuerza que nos permita llevar adelante
nuestros proyectos. Un vigor y una fuerza que destila por todos los poros de la vida de otro genial artista del
Renacimiento, Benvenuto Cellini, cuya autobiografía constituye uno de los testimonios más espléndidos de la vida
renacentista.
Conforme el Renacimiento va llegando a sus momentos de máximo esplendor, algunos nubarrones empiezan a
ensombrecer el límpido cielo azul que había dominado durante el siglo anterior. Si bien no se abandona todavía esa
imagen del ser humano como centro del Universo, capaz de emprender grandes acciones, ya se empieza a intuir
algo en el ser humano que quizás no permita alcanzar una situación de plena felicidad, ese país de Jauja en el que
sueña la imaginería popular y que indirectamente recoge Rabelais en Gargantúa y Pantagruel o los cuadros de la
vida sobre la vida campesina de Brueghel, ni tampoco la. utopía o El Dorado. Esa ambivalencia está presente
en las pinturas de-uno de los hombres más imaginativos de la época, el Bosco, en cuyos cuadros se combinan,
cargados de complejas simbologías, visiones paradisíacas con escenas dantescas. Vuelven a aflorar todos los
demonios y temores que habían angustiado a los seres humanos en el otoño de la Edad Media. Y también asoma el
mismo pesimismo en la obra de Miguel Ángel. Si sus primeras obras recogen a la perfección el ideal de proporción
armónica, de plenitud y vigor, aunque con algo más de tensión ya de la que poseían los de su contemporáneo Rafael,
en el fresco del Juicio Final ese pesimismo se refleja con mayor claridad, transmitiendo así las preocupaciones que
eran comunes en su momento y que se comparten en el círculo formado por Vitoria Colonna al que, además de
Miguel Ángel, también acuden Aretino, Ariosto y Castiglione. A Vitoria le dedica unos bellos poemas amorosos
y es dialogando con ella cuando se acentúan sus preocupaciones religiosas.
Razones hay para el pesimismo. Ya hemos comentado que el Estado nacional, fruto granado del Renacimiento, no
se construye dialogando, sino a sangre y fuego. Las guerras van a empezar a proliferar en el siglo XVI, en parte internas
en ese proceso de consolidación nacional, pero sobre todo externas en los enfrentamientos entre los nacientes
Estados para ampliar su zona de influencia y, por tanto, su riqueza propia. Ya no hay un arbitro al que acudir. El
tratado de Tordesillas es quizás una de las últimas intervenciones del papa quien, con su autoridad suprema típica-
mente medieval, resuelve una agria disputa colonizadora. Y al propio emperador apenas se le llega a hacer caso
cuando intenta mediar en los incipientes conflictos religiosos que van a emponzoñar el ambiente europeo durante
muchos, muchos, años. La aparición en escena de las naciones lleva consigo algo que va a ser especialmente
explosivo, el amor a la propia patria, lo que hoy llamaríamos el patriotismo y la consiguiente xenofobia. Al mismo
tiempo, los deseos de profunda renovación religiosa terminaron convirtiéndose en ásperos y crueles enfrentamientos
entre partes que, dada la profundidad de sus convicciones, no hallaban fácilmente un punto de encuentro. Cuando
todo eso se unía, el nacionalismo que desprecia al extranjero, la crítica mordaz a la degeneración eclesiástica, el deseo
de renovación y el afán de riqueza y lucro, se podía llegar a situaciones tan dramáticas como el saco de Roma realizado
por las tropas imperiales de Carlos V bajo el mando del Condestable de Borbón. Las cosas ocurridas en Roma
impresionaron a todos los contemporáneos, pero quizás especialmente a Alfonso de Valdés, secretario del emperador
con el que compartía los sueños erasmistas de una reconciliación pacífica de todos los cristianos.
De todas formas ni el pesimismo era totalmente nuevo, ni todavía se habían agotado las capacidades creativas del
Renacimiento. Ya comentamos que algo de pesimismo estuvo presente en los humanistas alemanes y nórdicos desde
un primer momento, y los versos de Jorge Manrique no dejaban de traslucir un resignado estoicismo ante la
fugacidad de la vida. La lectura de La Celestina deja ese mismo regusto amargo en el que la voluptuosidad va unida a
una aceptación resignada de una fortuna caprichosa que se impone sobre los seres humanos. Una de las figuras
señeras del humanismo renacentista, Erasmo de Rotterdam va a intentar mantener contra viento y marea ese sentido
optimista que empieza a languidecer. Se había educado con la Hermandad de la Vida Común y durante todas su
vida compartió esa profunda necesidad de renovación religiosa que lograra dotar de sentido la vida personal; él
mismo llegó a ordenarse sacerdote. Esta renovación tendría que realizarse en una búsqueda interior, como la que ya
había propuesto Petrarca, y apoyarse directamente en la lectura de los textos originarios del cristianismo, limpiados de
todas las adherencias espúreas que se habían ido acumulando a lo largo de siglos. Su sólida formación humanista y su
relación directa con uno de los impresores más importantes del Renacimiento, Aldo Manutius, le permitió realizar una
edición crítica del Nuevo Testamento a la que añadió un prólogo en el que exponía sus ideas fundamentales sobre la
vida cristiana, ideas que completaría, en su afán pedagógico, en otra obra con un título quizás más significativo, El
manual del soldado cristiano. Editó igualmente textos de los primeros padres de la Iglesia, en su búsqueda de las
fuentes originales.
La recuperación de los clásicos, a la que también se dedicó como buen humanista, estaba guiada en su caso por sus
preocupaciones morales y religiosas. Veía en ellos un hontanar de ejemplos morales que podían enriquecer y
consolidar la comprensión del mensaje cristiano. Por eso editó una gran colección de proverbios tomados de los
autores clásicos, colección que se editó numerosas veces y que contribuyó a difundir la cultura clásica por toda
Europa. Pero la renovación que buscaba iba también acompañada de una dura sátira de todas las costumbres que
habían corrompido a la Iglesia, especialmente a su jerarquía y su clero, quienes más bien daban testimonio de lo que
no debía ser una vida cristiana. El estilo satírico derrochado en Elogio de la locura tuvo bastantes seguidores que
atacaron sin concesiones todo lo que a sus ojos se oponía a una auténtica vida cristiana. La locura nos ayuda a
demoler toda la hojarasca que nos impide acceder a las verdades más profundas y más importantes para la vida de
los seres humanos. En su último grado, la locura no es más que la fe cristiana gracias a la cual podemos acceder a la
felicidad celestial, acceso que en esta vida sólo nos es posible de forma fugaz e incompleta.
Gozó de enorme prestigio en toda Europa, pero de manera especial en España donde se gestó una profunda
corriente de erasmismo que tuvo amplias manifestaciones. El propio cardenal Cisneros, dinamizador de la reforma
religiosa, le invitó a acudir a España, viaje que nunca realizó, y la corte del emperador Carlos estuvo llena de
funcionarios que aceptaban las orientaciones erasmistas de renovación interior y concordia entre todos los
cristianos. Juan Luis Vives, otro de los filósofos humanistas más importantes de la época, fue amigo suyo y realizó
toda su obra en la misma línea que Erasmo. Como él, era un cultivador de las humanidades y, como él, estaba
animado por preocupaciones pedagógicas que le impulsaron a escribir algunas de sus obras más conocidas, en especial
la dedicada a la educación de la mujer cristiana y a la educación de los niños. Se esforzó por elaborar un humanismo
cristiano apoyándose en todas las innovaciones introducidas por el pensamiento renacentista. Compartiendo los
planteamientos que habían guiado a pintores, escultores y literatos, Vives decide que el estudio del ser humano debe
basarse directamente en la observación experimental, renunciando a infecundas especulaciones sobre qué sea el
alma. Más vale fijarse en cómo se comporta, analizar y describir sus pasiones y emociones, incluidas las funciones
vitales y orgánicas en las que la vida del alma racional se sustenta. Es, gracias a estas aportaciones, uno de los
fundadores de la psicología moderna, de la observación empírica rigurosa del comportamiento humano, y su
influencia se dejará sentir en autores decisivos como el propio Descartes.
Como a todos sus contemporáneos humanistas, le preocupa especialmente orientar la existencia concreta de los
seres humanos, distanciándose claramente de los planteamientos estrictamente especulativos de los escolásticos.
Prueba evidente de esas preocupaciones vitales es su dedicación preferente a la pedagogía o su contribución a los
graves problemas de miseria económica y social en la que viven sumidos los tejedores, y en general, todos los
trabajadores de su época. Para resolver esos problemas propone algunas soluciones que no se reducen a la caridad
cristiana, aunque la tengan en cuenta, y se basan más bien en utilizar a los desempleados en obras de interés público.
Pero donde más se dejan ver sus graves preocupaciones es en la polémica religiosa y política que empieza a enfrentar a
los monarcas europeos. Vives sigue defendiendo una unidad cristiana que no se deje fragmentar por interpretaciones
divergentes de la fe, sino que se base en la práctica sincera del mensaje evangélico. E igualmente sigue defendiendo
una unidad política, considerando muy negativa la actitud de los monarcas cristianos quienes, ansiosos por consolidar
y ampliar la unidad nacional y territorial de los nacientes Estados, no dudan en enfrentarse unos a otros en terribles
guerras. Vives había sufrido en su propio padre los rigores de la intolerancia religiosa y había visto caer la cabeza de su
amigo Moro, por lo que se esfuerza con mayor denuedo en hablar de la discordia y la concordia, de la necesaria
pacificación, aunque los hechos no parecen ir a favor de sus deseos.
Otro fruto indirecto del erasmismo español se produce precisamente como respuesta a la barbarie que se estaba
practicando al socaire del proyecto colonizador. Bartolomé de las Casas se levanta encendido de ira contra los
excesos injustificables de encomenderos sin escrúpulos que están acabando con la vida de los indios. Por primera
vez, y también por última, un Estado colonizador acepta un riguroso debate interior sobre la justificación moral de su
labor de conquista de unos pueblos que vivían ajenos completamente a la cultura occidental europea y que se ven
acosados por el vigor y la codicia de los hombres barbudos del este. Auspiciadas por el propio emperador, se inician
unas discusiones en la Universidad de Salamanca que van a tener como protagonista cualificado a un dominico, el
padre Vitoria, en el que se conjuga algo poco frecuente en aquellos momentos: una sólida formación escolástica, en
el más riguroso tomismo, y una completa familiaridad con los planteamientos humanistas y erasmistas. La
Universidad de Salamanca, una de las más importantes universidades europeas en el siglo XVI, ve florecer en sus aulas
una nueva escolástica que, aceptando los retos del humanismo renacentista, sabe renovarse los suficiente como para
hacer propuestas innovadoras en unos tiempos conflictivos, del mismo modo que se renuevan sus fachadas pla-
terescas sin romper con el arte anterior.
Vitoria se erige en el defensor implacable del derecho de los indios, que en ningún caso pueden ser sometidos
al poder arbitrario de los españoles, pues ellos constituyen un Estado perfecto, con plena soberanía. A lo más que
puede llegar el rey español es a difundir entre ellos el evangelio, nunca a imponerlo, y ofrecerles las ventajas de
una cultura más adelantada como la europea, pero sólo porque ambas medidas tienden a aumentar el bienestar
de los pueblos indios, único fundamento de legitimación del poder político. Lejos del realismo de Maquiavelo,
Vitoria recupera la noción de derecho natural, oponiéndose así al voluntarismo jurídico que va a caracterizar las
incipientes monarquías absolutas. Y teniendo en cuenta ese bienestar de los pueblos es como se debe enfocar el
problema que los nuevos Estados nacionales han provocado. Si cada Estado es soberano de sí mismo y a ninguna
otra autoridad política está sometido, se hace necesario ir sentando las bases que permitan elaborar una legislación
que regule las relaciones entre las naciones. Vitoria dedica especial atención al instrumento que los monarcas
europeos están utilizando para defender sus reivindicaciones, la guerra, y, ateniéndose a principios del derecho
natural, elabora unos criterios de guerra justa que, seguidos rigurosamente, terminan haciendo prácticamente
imposible el uso de la guerra. Una vez más, el sueño utópico de una persona ilustrada construye una teoría que, si
bien nunca se abandonará, muy pocas veces tendrá consecuencias prácticas. Las grandes leyes de Indias no
impidieron el expolio de los pueblos americanos, aunque posiblemente lo suavizaron, y las condiciones para la
guerra justa tampoco impidieron el incremento imparable de los conflictos en Europa, aunque todos las utilizaron
para justificar su propia posición en los conflictos.
Comenzaban tiempos algo más duros que, si bien no impedían la continuación de la obra de Vitoria por otros
teólogos y filósofos de indiscutible mérito, tampoco se extrañaban cuando veían meter en prisión al arzobispo
Carranza, o al propio Luis de León, uno de los últimos ejemplos perfectos de lo más positivo que el humanismo
renacentista llevaba consigo. Parecía ser perfectamente válido lo que Vives contaba en una carta a Erasmo una vez
conocido el arresto de su común amigo Tomás Moro: «vivimos tiempos difíciles en los que no podemos hablar ni
callar sin peligro». Porque el silencio fue lo que terminó llevando al cadalso al otro gran representante del
humanismo, Tomás Moro. No se manifestó públicamente contra el divorcio de Enrique VIII -otro perfecto
ejemplo de monarca renacentista a la altura de Francisco I o de Carlos V- pero tampoco quiso dar su aprobación.
Prefirió guardar silencio, aunque sabía que hay silencios que claman al cielo. Metido directamente en la política, no
tuvo la oportunidad que tuvieron Vives y Erasrno de mantenerse al margen, de sostener la calculada ambigüedad del
segundo o el irenismo teórico del primero; tampoco pudo refugiarse en la solidez de una cátedra universitaria como
Vitoria. Tuvo que definirse y supo dar la cara, manteniéndose firme en sus convicciones hasta el último momento.
Moro había mantenido los mismos principios humanistas que buscaban la renovación cristiana con una vuelta a
las fuentes imbuidos de un insobornable optimismo. Inspirado en el descubrimiento de América y más en concreto
en los viajes de Américo Vespucio, Tomás Moro traza el cuadro de una sociedad perfecta en la que los seres humanos
viven en paz y son felices. Recoge así un tema que ya estaba presente en La república de Platón y que igualmente se
podía entrever en la ciudad de Dios de San Agustín o en las numerosas propuestas milenaristas que habían reaparecido
sin cesar desde la aparición del cristianismo. El gran acierto de Moro es haber dotado de un nombre específico a esa
aspiración humana a la perfecta felicidad, la utopía, isla en la que, desaparecida la propiedad privada y el ansia de
riqueza, puestas las cosas en común, abolida la división del trabajo e incrementado el tiempo dedicado a las diversiones
y a las actividades no productivas, los seres humanos por fin son felices. Se trata de una dura crítica a la sociedad de
su tiempo en dos de sus manifestaciones más negativas: el afán desmesurado de riqueza y la intolerancia religiosa. En
la isla de Moro nadie poseerá nada ni tendrá poder, y todos podrán adorar a Dios según su recta conciencia se lo
indique.
Pero ya hemos visto que Moro pagó con su cabeza el tributo debido a unos tiempos duros. Es más, el término
utopía que él mismo acuñó, pasó a designar algo más propio de ilusos que de ilusionados, algo quimérico totalmente
irrealizable en este mundo. Posiblemente eran tiempos para acciones más enérgicas y así lo entendió Lutero.
También él participaba de los mismos deseos de reforma religiosa que todos sus contemporáneos. Sentía el mismo
disgusto ante los abusos del clero y la jerarquía eclesiástica, que debían ser especialmente notables en Alemania. Y
participaba igualmente del naciente sentido nacional que sentía como un yugo cualquier imposición externa. La gota
que derramó el vaso fue algo puramente renacentista. El papa Julio II, un Médici ejerciendo de mecenas de las artes y
plenamente consciente de la importancia del fasto para engrandecer el poder del príncipe, decidió acometer una
fastuosa remodelación de la Iglesia de San Pedro, encargada primero a Bramante y más tarde a Miguel Ángel. Como
las arcas de Roma estaban exhaustas, recurrió a un sencillo expediente, vender indulgencias. Aquello era ya
demasiado y mostraba que la degeneración y la pérdida de los valores cristianos en la misma Roma había alcanzado
niveles inaceptables. Roma sólo podía ser comparada con Babilonia, corrompida ciudad en la que el cristianismo
yacía cautivo.
Lutero lleva hasta el final alguno de los principios básicos del humanismo cristiano, guiado, eso sí, por una
visión más pesimista del ser humano, pesimismo que siempre se había mantenido en los autores del norte de
Europa y que, en su caso, tenía unas profundas raíces en la filosofía de San Agustín que él conocía muy bien como
monje agustino. Ese pesimismo se manifestó especialmente en la polémica que mantuvo con Erasmo sobre la
predestinación y el libre albedrío, polémica que animaría el pensamiento europeo durante decenios. Para Lutero,
volver a las fuentes significa recuperar la lectura directa del evangelio y las Sagradas Escrituras, lo que se conseguirá
completamente sólo si la lectura va acompañada de una total ruptura con las interpretaciones acumuladas por la
tradición. Buscar en uno mismo la renovación cristiana significa no admitir en ningún caso la función jerárquica del
clero y los obispos, su pretendida superioridad en la interpretación de la Biblia, dejando que sea cada persona
cristiana la que libremente en su conciencia se enfrente a esos textos y saque de ellos las conclusiones que considere
necesarias. Y sacudirse el yugo de Roma reafirmando la propia identidad nacional implica que la Biblia debe ser
traducida al alemán para que sea leída por más gente y en su propia lengua vernácula. Para romper la opresiva
unidad de la cristiandad romana, hay que acabar con la lengua que sustenta y propaga esa unidad.
Cuando se llega hasta el final, la revolución devora a sus propios hijos. Si queremos pureza, eso implica abandonar las
veleidades que el humanismo había tenido con los pensadores paganos, por lo que Lutero se manifiesta en contra del
humanismo filosófico. Y la pureza religiosa justificará el que Calvino lleve a Miguel Servet a la hoguera por valiosas
que hayan podido ser sus contribuciones al conocimiento del ser humano. Si se trata de acabar con las adherencias
nocivas de cultos semipaganos que alejan el espíritu de la atenta lectura de la Biblia, mejor acabar con las imágenes
religiosas, aunque eso implique que la pintura va a languidecer durante mucho tiempo en tierras de la Reforma. Sólo
la música conservará cierta vitalidad, pero tan sólo en la medida en que se pone al servicio del culto religioso,
estimulando la piedad popular con melodías más asequibles. Y claro está, habrá que acabar también con los excesos de
aquéllos que como Tomás Münzer pretenden ir muy lejos en su radicalismo cristiano. La reforma religiosa no debe
implicar ninguna reforma social de fondo y los príncipes alemanes pueden descansar tranquilos. Es cierto que hay
que emprender una seria reforma educativa, y a eso se dedicará Melanchton con esfuerzo sentando las bases de una
educación universal y obligatoria, pero ya es una educación con un sentido muy diferente al que habían propuesto los
primeros humanistas.
Otro contemporáneo de Lutero, sin renunciar a los ideales renacentistas, considera que hay que pasar también a
la acción. Tras una profunda crisis espiritual, Ignacio de Loyola, hombre más de armas que de letras, decide iniciar una
enorme tarea al servicio de la renovación cristiana que está haciendo falta en todas partes. Pocos hombres creerán
tanto como él en esa capacidad de hacerse a sí mismo de la que había hablado Pico de la Mirándola. Toda la ascética
ignaciana supone un enorme esfuerzo de la voluntad, una dura y constante práctica, para que el ser humano se haga
merecedor de la gracia divina y alcance la perfección cristiana. El dominio de sí mismo, la autodisciplina, el esfuerzo
por la propia perfección, se convertirá en uno de los legados de los jesuítas a Europa. Al mismo tiempo, los ejercicios
espirituales se convierten en otra pieza clave en ese proceso de autocreación. Será la introspección, el análisis de la propia
conciencia, apelando además a todos los recursos de la imaginación, lo que permita modelarse a sí mismo. Si en todo
el Renacimiento asistimos a una profundización del individualismo, la práctica de los ejercicios espirituales ignacianos
se convertirá en un motor innegable de ese proceso del descubrimiento del propio yo.
Ignacio ya no se plantea el problema de la renovación cristiana en los términos irenistas de Erasmo, Vitoria, Moro
o Vives. Cuando funda la Compañía de Jesús a mitad del siglo, pocas esperanzas quedan de una concordia. Se trata
ahora de entablar una lucha, de ponerse firmemente al servicio del papa y de recuperar para la interpretación romana
de la reforma religiosa a los países que se habían dejado captar por las palabras de Lutero y Calvino. Ignacio no
recurre en absoluto a la violencia de las armas, sino que vuelve a recoger otro de los frutos granados del humanismo,
la educación. Los jesuítas son soldados de Cristo que libran su propia batalla en los centros de enseñanza, aportando
unos avances pedagógicos que serán imitados durante muchos años sobre todo en lo que se refiere a la educación
secundaria, los colegios destinados a las élites políticas e intelectuales de Europa, intuyendo aquello del cuius regís, eius
religio. Pero también se preocupan por la educación universitaria y logran revitalizar muchas universidades, aparte de
crear algunas propias en las que se puede aprender las teorías más avanzadas de la época. Y en ese dinamismo
expansivo que marcó todo el período renacentista, ellos volverán a ser pioneros alcanzando con su celo misionero
tierras tan lejanas como Japón, China y el Paraguay, en donde muestran una gran capacidad de respetar las culturas
indígenas que desgraciadamente no tendrá aceptación. Sin embargo, todo este aire renacentista de Ignacio de Loyola
está puesto al servicio de unos ideales que ya no son los del Renacimiento, por lo que su obra puede ser entendida
más bien como el preludio del período que vendrá después.
En los últimos decenios del Renacimiento todavía podemos asistir a algunas de sus producciones más notables.
Por un lado, los profundos y sinceros deseos de renovación espiritual que habían inspirado todo el período
renacentista, llegan a su plenitud. Teresa de Jesús logra combinar la capacidad de acción de una persona modélica
del Renacimiento y la actitud mística para llegar a la morada más principal «que es a donde pasan las cosas de mucho
secreto entre Dios y el alma». Más todavía se consigue esa aspiración a la unión con Dios, en la que el alma puede
gozar del más alto estado de perfección, en la mística de San Juan de la Cruz. Superadas las innumerables dificultades
de la noche oscura, es posible decir «quédeme, y olvídeme, el rostro recliné sobre el Amado, cesó todo, y déjeme,
dejando mi cuidado, entre azucenas olvidado». Si tenía razón Platón cuando afirmaba que el destino del alma es la
contemplación del Bien; si también estaba en lo cierto Aristóteles cuando proponía como actividad más elevada para
el ser humano la teoría en la que se accede a los primeros principios; si estaba en lo cierto San Agustín cuando ponía
como eje de la sabiduría humana la iluminación divina; o si no se equivocaba Marsilio Ficino cuando buscaba
incansablemente el equilibrio espiritual, no es muy aventurado decir que con San Juan de la Cruz el pensamiento
europeo alcanza uno de sus momentos más intensos y brillantes, expresado además en una poesía de una fuerza
expresiva difícilmente superable.
El otro gran fruto del Renacimiento lo va a aportar la revolución copernicana con la que se sientan las bases de
la ciencia moderna. Rompiendo completamente con lo que venía manteniendo la tradición anterior, Copérnico
considera que es imprescindible proponer una nueva imagen del universo en la que el Sol pasa a ser el centro y la
Tierra es uno más de los planetas. Aunque en ningún momento renunció a realizar observaciones experimentales en
el campo de la astronomía, no fueron las observaciones las que motivaron ese cambio; Tycho Brahe criticó precisa-
mente al polaco por la falta de rigor y meticulosidad en la observación experimental. Lo que motiva
fundamentalmente el giro copernicano es una convicción de tipo neoplatónico y neopitagórico, aunque en un sen-
tido bastante diferente al que había planteado Marsilio Ficino en su escuela. Los astrónomos anteriores,
especialmente los aristotélicos, se habían visto obligados a complicar en exceso el sistema del universo. Por eso no
«lograron descubrir o deducir lo más importante: la forma del universo y la inmutable simetría de sus partes. Les
ocurrió lo mismo que le ocurriría a un pintor que tome manos, pies, cabeza y demás miembros de modelos distintos,
y que los dibuje a. la perfección, pero no en función de un único cuerpo. Dado que todas estas partes para nada se
armonizan entre sí, conforman un ser monstruoso y no un hombre. Así, a lo largo de la demostración que llaman
método, se descubre que han omitido algo indispensable o bien que han introducido elementos extraños o
irrelevantes. Cosa que no habría ocurrido, por cierto, si se hubiese ajustado a principios seguros. En efecto, si las
hipótesis emitidas por ellos no estuviesen equivocadas, todo lo que de ellas se sigue hallaría una confirmación
indudable».
Es una apuesta decidida por la simplicidad estética y no es superfluo el hecho de que Copérnico cite
directamente a los pintores, pues fueron ellos los primeros en defender esa concepción del orden y armonía de las
partes como el modelo que debía ser seguido si se querían alcanzar las leyes que regían la naturaleza. Copérnico no
está en ningún momento intentado salvar las apariencias observadas y mejorando la capacidad de determinar la posición
de las estrellas y de la Tierra, algo de suma importancia en una época en la que los viajes oceánicos exigen aumentar la
precisión en la fijación de la posición de barcos y tierras y en unos momentos en los que se está planteando una
reforma en profundidad del calendario. Copérnico está ofreciendo una hipótesis realista: de hecho es la Tierra la que
gira en torno al Sol, por más que las apariencias inmediatas no lo muestren. Y es así porque ése es un modelo mucho
más sencillo y armónico (algo que ya había intuido el propio Alfonso X el Sabio al sugerir que Dios le debía haber
pedido consejo para hacer un universo algo menos complicado), y porque el mundo es en el fondo matemático.
Pero también hace bien en citar a los pintores porque a ellos debe la ciencia moderna algo más que la apuesta por un
orden matemático y sencillo. Brunelleschi, Alberti, Leonardo, Miguel Ángel no sólo se esforzaron seriamente por
observar la naturaleza y descubrir sus leyes. Luchaban también por mejorar el estatus social de los artistas,
considerados hasta entonces como meros artesanos en un mundo en el que seguían rigiendo los ideales aristotélicos
que consideraban todo trabajo manual como algo indigno y de segundo orden. Al mezclar su práctica con una sólida
formación teórica, querían hacer valer la dignidad de su trabajo y abrieron la puerta a que otras personas de la misma
talla intelectual no se asustaran posteriormente cuando se trataba de mezclarse con aparatos que exigían una pericia
manual más propia de artesanos. La técnica, en constante crecimiento en esas décadas, pasaba a ser algo más que
simple habilidad artesana. Por otra parte, los grandes avances en las matemáticas realizados por Tartaglia al resolver la
ecuación de tercer grado, o por Neper, al inventar la notación logarítmica, iban a facilitar considerablemente el que
esa matematización del universo no se quedara en pura especulación vacía.
Junto a la astronomía de Copérnico, va a ser posiblemente la medicina el otro pilar sobre el que se asienten los
cimientos de la revolución científica. En este caso el tema tiene interés en la medida en que nos hace ver la lenta y
laboriosa tarea de separación de la ciencia y la magia y alquimia. La primera se esforzará en basarse en una observación
rigurosa guiada por hipótesis, en una objetividad que se preocupa estrictamente de averiguar cómo funcionan las
cosas y, lo que es más importante, en la publicidad de los resultados obtenidos que pasan a ser discutidos por los que
participan en la misma empresa científica. Esos principios rigen la labor de Vesalio, quien publica su obra sobre el
cuerpo humano en 1543, el mismo año en que Copérnico publica su obra más famosa, el De revolutionibus, dando
un vuelco completo a la medicina y anatomía que hasta entonces imperaba en las universidades. Es el carácter
esotérico de su doctrina lo que más aleja a Cornelio Agripa de lo que entendemos por ciencia moderna, mientras que
en Paracelso se pueden ver perfectamente los pasos dados desde la magia a la ciencia. Si no dudaba en la necesidad de
conocer magia y teología para poder curar y se empeñaba en buscar los arcana de cada cuerpo y la quinta esencia,
fue capaz de innovar seriamente la medicina al suponer que era un agente externo específico el que ocasionaba cada
enfermedad. Buscando además remedios igualmente específicos para las enfermedades, desarrolló procedimientos
nuevos para separar y diferenciar sustancias químicas, en lo que podemos ver un claro precedente de la química
moderna y una ruptura con la alquimia.
El Renacimiento se va agotando y nadie mejor que Felipe II para poder orquestar sus momentos finales. Sin
lugar a dudas es un modelo de príncipe educado según los más depurados principios del ideal cortesano. Nadie como
él hace avanzar la concepción del Estado moderno, basada en una sólida burocracia, regida por principios objetivos e
impersonales y apoyada en una buena información. Por eso ayuda a Herrera a fundar la academia de matemáticas y
por eso también encarga la primera encuesta sociológica de un Estado moderno, o apoya las investigaciones
científicas que le van a permitir elaborar una cartografía más correcta de sus amplios dominios, o crea el primer
servicio estable de correos. Pocos pueden igualarle en su capacidad de mecenazgo de las artes y las ciencias,
acumulando una colección de cuadros y otros objetos muy notable. Tiene muy clara la importancia de la mostración
en la cimentación de la gloria del príncipe, y el monasterio de El Escorial es una perfecta ejemplificación de los
ideales que rigen su gobierno político. Su afición a los libros lo llevan a crear la biblioteca más importante del mundo
en códices griegos y latinos, sólo superada por el Vaticano, y a poner en manos de un buen humanista como Arias
Montano su gestión. También es él el que dirige personalmente la construcción de un edificio regido como pocos por
los ideales matemáticos de proporción y medida.
Sin embargo, ya no va a ser lo mismo. Accede al poder porque su padre el emperador se ha cansado, ha visto
imposible llevar a la práctica los ideales algo medievales de unidad cristiana y prefiere retirarse en la cima de su
poder a un modesto convento extremeño. Cuando sube al trono, las dificultades empiezan a ser evidentes en toda
Europa. Francia ha entrado en una larga guerra civil en la que los conflictos religiosos juegan un papel decisivo y que
llegará a una violencia inusitada en las tristes noches de San Bartolomé. Inglaterra no puede presumir tampoco de una
excesiva estabilidad. En cierto sentido, España, a pesar de las dificultades, puede ser considerada un paraíso, sólo
perturbado por la propia magnitud del Imperio y por las luchas que amenazan constantemente los territorios
europeos que buscan ansiosos su independencia. En esos momentos, los partidarios de la mano dura logran inclinar
al rey de su parte y es mano dura lo que va a aplicar para garantizar la paz. Muy poco después del comienzo de su
reinado, publica una pragmática que ordena volver a España a todos los estudiantes que cursan estudios en el
extranjero, estando obligados al volver a España a someter a censura los libros que hubieran traído consigo. La
biblioteca será grande, pero casi nadie tendrá acceso a ella. El monasterio será un dechado de orden y medida, pero la
tensión contenida en sus piedras está a punto de romper ese precario equilibrio por los cuatro costados. La eficaz
burocracia logra llevar adelante la formidable empresa de la Armada Invencible, pero no puede vencer la inclemencia
del tiempo y el arrojo de los barcos ingleses.
Corre entonces el año 1588, el año en el que se emprende la reforma del calendario gregoriano. Apenas es
perceptible la voz de un Huarte de San Juan, quien sigue profundizando en el comportamiento de los seres humanos
y mantiene los ideales educativos renacentistas, pero considera que la educación debe sobre todo preservar a los niños
de los nocivos prejuicios que recibe en el seno de su familia. Más desencantado parece Francisco Sánchez cuya obra
declara de entrada que nada se sabe. Por su parte, Montaigne mantiene una activa vida política, pero prefiere
refugiarse en la soledad de su palacio para escribir unos ensayos en los que el optimismo humanista, la confianza en la
capacidad de la razón humana para alcanzar la verdad, son cuestionados hasta la raíz. Su amigo Etienne de la Boétie
se pregunta asombrado cómo es posible que la mayoría se someta voluntariamente al poder omnímodo del monarca
absoluto; el pueblo ha renunciado a la libertad y, acosado por el miedo, prefiere entregarse a las arbitrariedades de los
favores y los privilegios que el poder absoluto dispensa entre los que le sirven. Ya no hay lugar para los héroes que,
como Amadís, son capaces de luchar y triunfar ante las adversidades, animados por nobles ideales. Sólo queda
espacio para los picaros que, como el Lazarillo de Tormes, sobreviven a duras penas en una sociedad hostil y
aprenden a disimular y a tener fuertes las espaldas para soportar los muchos golpes que la fortuna les depara.

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