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ARYA MARGA

EL CAMINO ARIO – LA SENDA DEL NOBLE


El asceta tomó asiento entre las raíces de aquel árbol de flores amarillas. Cruzando las

piernas mantuvo la espalda erguida, hombros y cuello relajados, en perfecta quietud.

Entonces, asumiendo un compromiso consigo mismo, se dijo:

- No me moveré hasta que sea capaz de percibir la realidad tal como es. No me

levantaré de este lugar hasta que mi mente clara, luminosa y despierta, penetre

en la Verdad.

Y expresado este pensamiento quedó quieto, sereno, manteniendo una decidida y

relajada inmovilidad.

Pronto mil sensaciones invadieron su cuerpo, mil pensamientos inundaron su mente. Al

principio solo fueron incómodos obstáculos que lo distraían, sin embargo, con el

transcurso del tiempo, las molestias se transformaron en feroces y torturadores

enemigos que le exigían dar fin a su férrea determinación. El asceta no dudó. Ya conocía

tales experiencias, era un viejo combatiente en tales lides y sabía, por experiencia

propia, que la tormenta solo empezaba.

Ante las mordidas que el dolor inflingía a su cuerpo, serenaba su espíritu y relajaba sus

miembros, no ofreciendo tensión ni resistencia a las fieras sensaciones. Sabía que eran

pasajeras, en eterno movimiento, ahora desagradables, luego placenteras, pero siempre

cambiantes.

- Todo fluye – pensó -. Todo discurre, como las aguas de un río: el cuerpo, el

pensamiento, todo el universo.

Por eso no se aferraba a nada. Por eso había aprendido a vivir en medio del cambio sin

sufrimiento, libre del apego a los objetos, a las sensaciones, a las emociones y

pensamientos. Libre de opiniones y de toda creencia religiosa.

La comprensión profunda, de la impermanencia de todo lo existente, lo había dotado de

una serena ecuanimidad frente el cambio y ante la insatisfacción que éste genera.

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Atento y ecuánime, entonces, observó sus pensamientos. Eran como un enjambre de

avispas furiosas, alborotadas por la inmovilidad corporal y las sensaciones dolorosas.

El asceta no se dejó alterar, no perdió su centro. Como la estrella polar que permanece

imperturbable e incólume, señalando con su resplandor el corazón del cielo nocturno,

así la mente del asceta se mantuvo inalterable, clara, lúcida y despierta.

Como guerrero espiritual ya estaba acostumbrado a aquellas argucias del Enemigo

Interno. Sabía que si se dejaba arrastrar por aquel torbellino de pensamientos, por aquel

interminable monólogo interior, se distraería y terminaría lejos de su propósito: conocer

la realidad tal cual es.

Como quien parado frente al mar observa su vasta superficie, sin prestar atención a las

olas que lo recorren, así el asceta observaba con atención su mente, sin dejarse llevar

por el oleaje de sus ideas y pensamientos.

Si sentía que estaba a punto de naufragar, por la tempestuosidad de aquel océano

mental, entonces recurría a una vieja estrategia: utilizando su atención como ancla, la

fijaba en la solidez de su realidad corporal.

Sabía que de todo su ser era justamente el cuerpo, por su materialidad, quien se veía

obligado a vivir la realidad del instante presente segundo a segundo, momento a

momento. Ello lo convertía en herramienta preciosa para evitar la distracción y el divagar

mental.

Recordó el consejo de los sabios:

Sin el cuerpo no podemos alcanzar la Verdad,

con el cuerpo no podemos penetrar en ella.

Sonrió para sus adentros. Era asombroso como todo el Camino estaba descrito en

aquellas escuetas palabras.

Su voluntad finalmente se impuso, pero de manera suave y natural, sin represiones, sin

violencias, solo manteniendo su mente ecuánime y alerta.

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Los pensamientos desbocados, las emociones pasajeras, las visiones sobrenaturales,

las sensaciones dolorosas o placenteras; todo fue trascendido, todo fue dejado atrás y

cedió su lugar a un estado de conciencia de profunda serenidad, pero de gran lucidez y

presencia: había alcanzado el centro del ciclón, el corazón del huracán, el ojo de la

tormenta.

Desde ahí podía saltar hacia el claro abismo, sumergirse en lo luminoso desconocido,

aquello para lo cual no existen palabras que puedan describirlo ni metáforas que puedan

insinuar su poder y vastedad. Allí es donde los sabios callan, pues solo el silencio es

señal de su conocimiento.

Pero el asceta detuvo su viaje a las profundidades más sutiles de la conciencia.

Volviendo sobre sí, su penetrante atención, observó los aspectos más burdos de su

mente y de su cuerpo, en completo silencio interior. Su intención, su voluntad, era

conocer el secreto de este microuniverso.

En un instante, o quizá en una eternidad, el Conocimiento Silencioso llenó el vacío

pletórico de conciencia que la ausencia de pensamientos había criado en su interior.

Entonces, súbito como el fulgor del rayo y poderoso como el bramido de un trueno,

supo. Entonces comprendió y conoció:

Nada existe, salvo la Mente.

Todo es ilusión, solo la Mente es Real.

Tener esta certeza lo hizo libre, libre de las ataduras conceptuales con las que él mismo

se había amarrado en vida.

Respiró suave y profundamente, con grata plenitud, sintiendo que su pecho era capaz de

absorber y contener al universo entero.

Abriendo los ojos, por un momento, contempló en el horizonte al lucero de la mañana: el

Imperio del Sol pronto reinaría sobre la tierra.

No lejos de donde el asceta se encontraba sentado, a unos veintisiete pasos de

distancia, un vagabundo se había acostado a dormir durante la noche, totalmente

ignorante de la presencia del hombre santo.

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Quisieron las fuerzas del destino que el vagabundo, despertado por la fresca brisa del

amanecer, contemplara una extraña visión : Ahí, frente a él, ante sus propios ojos, sobre

una pequeña elevación del terreno, un dios meditaba. Su torso, erguido, se elevaba con

la firmeza de una montaña. Su rostro reflejaba una serenidad profunda e imperturbable,

carente de emociones humanas. De lo alto de su cabeza emergía el delgado tronco de un

árbol que, ramificándose en armonioso equilibrio, se adornaba con hermosas flores

amarillas, muchas de las cuales alfombraban el suelo con su dorado colorido. Una gran

burbuja de luz, suave y pálida, parecía envolver la cabeza, hombros y pecho del dios.

Absorto en aquella contemplación el vagabundo permaneció inmóvil, temeroso que

cualquier gesto de su parte hiciera desaparecer la extraordinaria visión.

Sin embargo, con el paso del tiempo, el aumento de la claridad matinal le permitió definir

mejor las formas. Finalmente su mente pudo rehacer el mundo y devolverlo a su habitual

conformidad. El momento de magia había pasado, ahora todo volvía a ser como antes :

lógico y normal.

Enderezándose de su improvisado lecho observó con mayor precisión.

Aquel no era un dios, sino un simple anacoreta meditabundo. El árbol no emergía de su

cabeza, sino que estaba a sus espaldas, cubierto el tronco por el cuerpo del propio

asceta.

¿Y la burbuja de luz? Pues nada menos que la luna llena que, en su inexorable y lento

caminar, descendía sobre el horizonte occidental y que, por extraña coincidencia, lo

hacia en la misma línea visual en que se encontraban vagabundo, árbol y asceta.

Todo había sido una ilusión, una interpretación errónea de la realidad. ¿O había sido una

visión momentánea de la realidad en medio de esta ilusión continua que llamamos

mundo?

El vagabundo jugó con esta idea por unos minutos, luego, decidió juntar algunos frutos

del bosque y ofrecérselos al solitario meditador como ofrenda y desayuno. Recolectado

el frugal alimento esperó a que el hombre santo saliera de su serena absorción.

Transcurría la mitad de la mañana cuando el asceta abrió los ojos. Frente a él, sobre

unas hojas de plátano como improvisado plato, yacían algunos frutos silvestres. Un

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hombre de mediana edad, sonriente y de apariencia descuidada, lo observaba con

curiosidad :

- Son para ti asceta – repuso el vagabundo -. Para que repongas las fuerzas

empeñadas en tu ardua meditación. Porque, ¿has estado toda la noche en atenta

disciplina, no es cierto?

El asceta asintió :

- Cuando me senté ayer, bajo este árbol, todavía el sol estaba en lo alto y mi mente

aún estaba oscurecida por la ignorancia de la Realidad.

- ¿Y ahora? – inquirió el vagabundo.

- Ahora conozco el secreto – dijo lacónico el asceta.

Comieron en silencio. Uno, viviendo momento a momento el simple proceso de

alimentarse; el otro, cavilando sobre su vida y las palabras recientemente vertidas en

sus oídos.

Cuando el asceta había terminado de comer y bebía un sorbo de agua, la pregunta brotó

espontánea de labios del vagabundo :

- ¿Y cuál es el secreto?

Dejando sobre el suelo la vasija, de la cual bebía, el asceta miró con detenimiento a los

ojos del vagabundo. Luego, llevando ambas manos abiertas, las colocó sobre su propio

pecho diciendo :

- En este cuerpo y en esta mente se halla contenido el universo. Cualquier

partícula material o fuerza espiritual que exista, en el vasto universo infinito, lo

encuentras en este cosmos finito. Lo que no se halla aquí, no lo encontrarás en

parte alguna.

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Un extraño escalofrío recorrió la espalda del vagabundo. De alguna manera aquellas

palabras no le eran desconocidas. Le parecieron el eco de una verdad ya sabida, de un

pensamiento olvidado. Con ellas un sentimiento de gran libertad, de espacio, de

independencia e inmensidad llenó su alma.

Siempre con sus ojos fijos en los del vagabundo, el asceta continuó :

- Todo cuanto se busca en el mundo con tanto esfuerzo, ansia y desesperación, se

encuentra en nosotros mismos. Pues, aunque parezca increíble, el mundo es

una proyección de nuestras propias mentes.

Apartando la mirada, el asceta tomó nuevamente la vasija con agua y bebió lentamente

del fresco líquido. Un largo y profundo silencio se hizo entre ambos hombres.

Finalmente el vagabundo habló :

- Sé mi maestro asceta. Enséñame a entender lo que sabes, a poseer la paz, la

serenidad que posees. Ayúdame a entender la vida.

- No soy maestro de nadie, salvo de mí mismo – contestó con suave y distanciado

desapego el hombre de los bosques -. Y si quieres un buen consejo, te

recomiendo lo mismo. No busques maestros fuera de ti mismo. Corta desde el

principio cualquier dependencia, cualquier límite a tu libertad y autonomía. Nadie

enseña a otros, cada uno aprende por sí mismo, pues la comprensión surge del

interior de cada uno, no nos llega desde afuera. Asume tu responsabilidad.

- Pero si he de aprender por mí mismo, ¿cómo he de actuar?- dijo incisivo el

vagabundo.

- Primero cultiva la serenidad en tu interior — repuso el asceta con autoridad —.

Luego, desarrolla sobre ti una atenta observación. Así como un cazador examina

y sigue a su presa, hasta que aprende a conocer todos sus hábitos y secretos,

así debes observar y acecharte a ti mismo. Tú serás tu propia presa, tú serás

quien se cace a sí mismo. El conocimiento llegará por añadidura. Serenidad y

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autobservación, atención y ecuanimidad, esa es mi enseñanza. Ahora sigue tu

propio camino, se fiel a tu esencia de caminante. Permanece siempre en

movimiento, siempre fluyendo, sin aferrarte al mundo y sus cosas, adaptándote a

los cambios y a la impermanencia que existe detrás de todo, incluso de ti mismo.

Cuando hubo terminado de hablar, el asceta tornó a su relajada inmovilidad cerrando los

ojos. Sin embargo el vagabundo lo interrumpió:

- ¿Eso es todo lo que vas a decirme? ¿ No hay nada más que puedas enseñarme?

- Todo lo que poseo de valor, te lo he enseñado – dijo el asceta, mientras mantenía

los párpados cerrados, como si hablase consigo mismo -. La vastedad de mi

conocimiento radica en su profundidad, no en su extensión. Bucea en las

profundidades, caminante, abandona la superficie de las apariencias. Haz tu

hogar en lo profundo de ti mismo, de lo contrario siempre serás un extranjero en

tierra extraña.

El silencio fue señal suficiente para que el vagabundo se levantara y alejara del lugar.

Con paso lento, pensativo, sopesó las palabras oídas. A cierta distancia volteó sobre sus

pasos y observando al solitario meditador dijo en voz baja :

- Gracias asceta. Gracias por compartir tu verdad conmigo, con un desconocido.

Como si hubiese escuchado, aquellas palabras, el hombre del bosque abrió los ojos y le

dirigió una mirada. Entonces, alzando la voz para ser escuchado con claridad, dijo :

- ¿Todavía aquí caminante? ¿Todavía aferrándote a las palabras y al momento ya

pasado? ¿Tan difícil te es alejarte de este asceta flaco y mendigo?

- Solo trataba de grabar tu imagen en mi memoria – repuso el vagabundo mientras

se encogía de hombros -, así te reconoceré si nos volvemos a encontrar.

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- ¡Ah, vagabundo loco! – exclamó sonriendo el asceta - ¿Aún no comprendes que

la separación es imposible? Todos estamos unidos por la Verdad que trasciende

distancia, tiempo y muerte. No sufras, no te aferres, no te engañes y vive desde

el fondo de ti mismo.

Y, con una apacible sonrisa, se sumergió dentro de sí, como un gran pez lo hace en las

profundas aguas.

Comentario del autor :

El Camino Noble, “Arya Marga” (sánscrito), en lengua pali, “Ariya Magga”, es el


Camino Sagrado del Hombre Superior. Era la senda supramundana, valiente e
individual que el auténtico buscador de la Verdad emprendía en solitario.

La sabiduría de los bosques, los Aranyaka y Upanishads, surgieron de la mente de


hombres que transitaban por este sendero. El príncipe guerrero Gotama forjó su
doctrina original siguiendo las huellas de este linaje. El paso del tiempo y la
superstición enturbiaron la pureza de su enseñanza, sin embargo, la esencia de la misma
aún puede ser percibida debajo del dogma y el ritual de las diferentes escuelas budistas.

Esta sabiduría radica, principalmente, en el desarrollo de la conciencia a través de la


autobservación atenta y ecuánime. Se eliminaba la dependencia en cualquier dios o
panteón divino, pues se reconocía la existencia del Espíritu Universal en el propio Ser.
La ignorancia, es decir, la inconciencia de esta Verdad era concebida como la causa de
todo sufrimiento humano.

Por ello, la búsqueda suprema consistía en la experiencia viva y directa de esta


Realidad, más allá del dogma, del rito, de las palabras y del pensamiento.
Trascendiendo las normas morales, dejando a un lado las costumbres y tradiciones,
olvidando lo aprendido como mera creencia, el Buscador de la Verdad se quedaba solo
consigo mismo, frente a frente con su propia realidad, sabedor que la misma Fuerza que
animaba al universo latía en su corazón, respiraba en sus pulmones, sentía y pensaba en
su cerebro.

Para evitar el conflicto social y no entrar en pugna con la “tradición muerta” de las
instituciones religiosas imperantes, estos sabios se convirtieron en anacoretas, en

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ermitaños que habitaron áreas alejadas de las cortes y ciudades. Total, el compromiso
de su búsqueda solo les concernía a ellos y se bastaban a sí mismos para alcanzar la
meta.

Cuando Siddhattha Gotama alcanzó la Iluminación, el Despertar definitivo, lo hizo


siguiendo este Camino. Abandonándolo todo, desde sus riquezas hasta las enseñanzas
de sus maestros, se enfrentó a la búsqueda de su Propia Verdad. La honestidad consigo
mismo, su perseverancia y firme determinación, lo colmaron de luz y gloria: tal es el
destino del infatigable Caminante de la Senda de la Verdad.

Es solo la cobardía espiritual la que no nos permite ser nosotros mismos. Preferimos
dejar de pensar y ser pensados por las costumbres y creencias de la sociedad reinante.
La aceptación de la horda, de la tribu, ser parte de la masa, de la sociedad, nos brinda la
falsa seguridad de que estamos en lo correcto. La mayoría debe estar en la razón, se nos
enseña a pensar :

¡Comamos excrementos! Diez mil billones de moscas y


parásitos no pueden estar equivocados.

Sin embargo, para el Hombre Noble, para el Hombre Superior, su Camino es el de la


INDIVIDUACIÓN. No tiene otra alternativa más que apartarse de la masa y alcanzar el
máximo logro al que puede acceder un ser humano: SER ÉL MISMO.

Friedrich von Licht


Marzo 2002.

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