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Como cantautor, formó parte en los últimos años 60 del colectivo „Canción del
Pueblo‟ y participó en la génesis de „Cantera‟ en los 90. Editó el disco „Tierra de
Nadie‟ en 1998 y trabaja en la preparación de otro bajo el título „Nación
Humana‟.
Con mi agradecimiento.
El mar hermoso, bajo los luceros,
y el hombre solo, bajo los planetas,
su muerte inútil, sin morir, rechazan
contra la roca ciega del futuro
Había mar de fondo el día en que William Rowland Hill murió con su caballo al
borde del alto farallón sobre el océano, cerca del Puente del Diablo. Era
septiembre de 1889, día que registró una de las mayores pleamares del año, y
soplaba un frío, aunque no muy fuerte, viento del norte. El faro de Cabo Mayor,
que domina la zona, llevaba entonces medio siglo en servicio y el semáforo de
señales de Cueto -inmediato al lugar de la tragedia- se había convertido años
atrás en un centro de telegrafía bajo la dirección del gaditano José Jackson
Veyán, amigo de la infancia de la víctima.
Cuando hay mar de fondo es frecuente que los navegantes bisoños echen por
la boca todo cuanto han ingerido previamente y se sientan morir. Tal es el
efecto del balanceo que producen las olas largas y altas que caracterizan a ese
estado de la mar, que surge como consecuencia de grandes tormentas y se
manifiesta a notable distancia de donde éstas estallaron. Vistas desde tierra,
las secuelas de la mar de fondo suelen ser espectaculares, en especial cuando
coincide con la pleamar y es apoyada por el viento. Entonces son muchos -
entre cuantos no tienen nada que hacer o pueden aplazar sus labores- los que
se trasladan a la costa para asistir al inefable concierto visual y sonoro que
genera cada ola al estrellarse contra las rocas.
La enorme muralla de agua se rompe con fragor ante la firme resistencia de los
acantilados y salta, blanca ya de furia y espuma, hasta alturas impensables. Es
magnético, casi hipnótico, el espectáculo. Tanto que algunos sucumben a la
tentación de aproximarse cuanto pueden al punto de colisión con inconsciente
riesgo de sucumbir literalmente.
Mi cráneo se rompió como una nuez, pero aún tuve ocasión de ver
precipitarse al mar al pobre animal. Tras el dolor agudísimo que me
produjo el golpe apenas sentí nada. Mi vida se apagó rápidamente
mientras oía a José, desesperado, exclamar “¡Dios mío, Dios mío, está
muerto! ¡Qué desgracia, Dios mío, qué desgracia!”
Los Hill eran una estirpe ilustre, vinculada a los Jackson a través de la amistad
que había unido a Sir Rowland Hill, creador del sello postal y reformador
pedagógico, con Thomas Jackson, abuelo de José que se enamoró de una
andaluza de Medina Sidonia y se afincó en Cádiz para dedicarse al comercio.
El abuelo Jackson había inculcado a su descendencia andaluza la admiración,
el respeto y el cariño por los Hill que él mismo sentía. El propio padre de José,
Eduardo Jackson Cortés, había sido enviado a estudiar al avanzado colegio de
Hazelwood, que regía Sir Rowland.
Sin embargo, poco tenían en común ambas familias más allá de la amistad
entre sus fundadores. Los Hill habían obedecido, generación tras generación,
al principio de cooperación y solidaridad establecido por el patriarca, Thomas
Wright Hill. La práctica totalidad de su progenie, con Sir Rowland Hill a la
cabeza, había contribuido a la iniciativa pedagógica del padre desde temprana
edad. Así, de la relativa modestia del centro de Hazelwood, en Birmingham, se
llega en 1827 a la magnificencia de Bruce Castle, en Tottenham, cerca de
Londres, referencia ineludible para la época de la educación avanzada en toda
Europa.
El mismo sacrificio haría más tarde Pearson, único hijo varón de Sir Rowland y
padre del malhadado William, cuyo sueño era la ingeniería. Durante mucho
tiempo sería la mano derecha de su ilustre padre, su secretario e incluso su
„alter ego‟, en la medida en que la vida de Sir Rowland fue tan dilatada como
achacosa en su último tercio. Finalmente, Pearson lograría también inscribir su
nombre en la historia del correo junto al de su progenitor al crear una máquina
para imprimir matasellos.
Él fue el primer español al que traté. La primera vez que le vi me dio una
impresión de cierta ferocidad. Era bastante corpulento y rotundo para su
edad, estaba despeinado y desaseado y me estrechó la mano con
mucha fuerza pero sin sonreir ni decir palabra, como forzado y
desdeñoso. Todo cambió, sin embargo, cuando los adultos dejaron de
prestarnos atención. Entonces me dio varias contundentes palmadas en
la espalda y, sin dejar de hablar español a gran velocidad, me instó a
seguirle al exterior de la casa.
Una vez al aire libre, José sacó de un bolsillo una peonza y del otro una
cuerda bastante raída mientras sonreía con los ojos brillantes, como
quien exhibe un tesoro. ¿Sabes jugar?, me dijo en español, ignorando
alegremente mi desconocimiento de su lengua. Hice un gesto de
asentimiento, creyendo que me preguntaba si sabía lo que era una
peonza. Lo cierto es que nunca había jugado antes. Aunque conocía la
existencia del juego no me había sentido atraído por su práctica, ni ésta
era usual entre mis compañeros o amigos. De hecho ignoraba dónde
estaba la gracia del juego, si tenía alguna, cosa que yo dudaba.
Ciertamente en cuanto a sumisión filial o solidaridad de los hijos con los padres
la estirpe de los Jackson no se parecía gran cosa a la de los Hill, auténtico clan
familiar que se prolongó al menos durante tres generaciones. El viejo Thomas
Jackson, comerciante burgués, enérgico defensor de los valores de su clase,
encontró en uno de sus ocho hijos, Eduardo, el padre de José, un hueso duro
de roer. Tal vez, sin embargo, no era Eduardo tan ajeno al carácter del padre
como podría parecer, habida cuenta de que éste había asumido,
tempranamente en su vida, la aventura de mudarse de país y adoptar otra
lengua, aparentemente por amor.
José Jackson Veyán, hijo único del matrimonio de Eduardo con la actriz
Dolores Veyán, respiró desde su nacimiento el ambiente teatral y padeció sus
no siempre benéficos avatares. Cuando apenas tenía dos años sus padres
decidieron mudarse a Madrid, en busca de ingresos menos magros que los
que, con no poco esfuerzo, lograban allegar en la llamada Tacita de Plata. El
hambre insaciable de vida y la energía que le caracterizarían siempre se
pusieron de manifiesto precozmente en José, como él mismo revela en los
versos de un poemilla autobiográfico, festivo y bienhumorado:
Sin embargo, en algún punto de la porfía sobre el destino filial debió llegarse a
un compromiso para que José afrontase el futuro provisto de un salvavidas. El
muchacho estudió lo preciso -no demasiado- para dominar el lenguaje de
símbolos utilizado en el tráfico marítimo y en 1871, con 19 años, logró su
primer destino en Santander, más precisamente en el semáforo de Cueto, que
servía para transmitir mensajes y recibirlos de los barcos que se proponían
entrar al puerto. Aquel lenguaje, calificado como telegrafía óptica, no tardaría
en ser sustituido, al menos parcialmente, por la telegrafía eléctrica. Y no es
preciso subrayar que el revolucionario cambio encontró a José al día de la
novedad tecnológica y de su manejo. El adiestramiento de otros sería su
responsabilidad pocos años más tarde.
Viajar es una de las cosas que más echo en falta en mi estado actual.
No me falta de modo absoluto movilidad pero, por ahora, no sé cómo
controlarla. Puedo visitar únicamente a los lugares que ya conozco.
Aparentemente me basta con evocarlos, pero casi nunca he conseguido
que mi voluntad forme parte del mecanismo que provoca el viaje. Parece
que es precisa una intensidad o un estado de ánimo determinado, de los
que no llego a ser consciente. Por eso lo más frecuente es que me vea
transportado de modo instantáneo a un lugar determinado sin quererlo.
Con frecuencia doy en pensar que esos viajes son en realidad sueños,
pero acabo diciéndome a mí mismo que si así fuera las ensoñaciones,
en todo caso, nacerían dentro de un sueño estructurado y complejo, algo
muy parecido a la vida real. La razón es muy simple: tanto en Santander
como en los otros lugares que he visitado constato que el paso del
tiempo ha aportado novedades singulares en la edificación, las vías, los
vehículos, las vestimentas…
-Nada más que a un aguador que me ha tropezado con la cuba que llevaba al
hombro. Me he cegado. Ocho puñaladas, ocho.
José Jackson Veyán tuvo una buena y larga vida, forjada a la medida de su
exuberancia y de su optimismo natural. Entre su trabajo como funcionario de
Telégrafos y los ingresos que generaban sus obras teatrales logró vivir casi
siempre con holgura, cosa muy conveniente, dado su carácter pródigo. Sin
embargo, tampoco estuvieron ausentes las tristezas, que afrontó con
resignación y buen ánimo. Doce de los veintidós hijos que tuvo con sus dos
esposas sucesivas no sobrevivieron, pese a lo cual la carga de sacar adelante
a los diez supervivientes no fue fácil. Él mismo describió su vida como un
ejercicio de “salvación continua de obstáculos”.
Es irónico que yo, que no hice nada digno de mención en mi corta vida,
comparta una singular circunstancia funeraria con el más relevante de
mis predecesores, mi abuelo Sir Rowland Hill. Sus restos yacen en la
abadía de Westminster, junto a tantos grandes hombres de mi país, y su
nombre es evocado por un memorial en el panteón familiar. Mi memorial
es un solitario panteón inhabitado que da la espalda al norte, de donde
vine, en la costa de Cantabria. Mis restos reposan en Inglaterra, junto a
los míos. Lamentablemente, mi espíritu no ha hallado aún descanso
alguno y vago a merced de la memoria y sus azares. Todo es vanidad,
un combate inútil contra el olvido.