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El panteón inhabitado

José Ramón San Juan


José Ramón San Juan (Santander, 25-XII-1946) es periodista, poeta y
cantautor. También, desde finales de los 90, participa activamente en Internet
como webmaster y blogger.

Casi la totalidad de su vida laboral se ha desarrollado en „El Diario Montañes‟,


donde ejerció como redactor jefe desde 1974. Entre 1981 y 1984 compatibilizó
ese trabajo con la dirección de „Hoja del Lunes‟, editada por la Asociación de la
Prensa de Cantabria.

Como poeta, actividad largamente abandonada a la que ahora retorna, figura


en la antología „Poetas de Cantabria hoy‟ y varias entregas de sus poemas
fueron publicados en la revista „Peña Labra‟, editada por la Institución Cultural
de Cantabria.

Como cantautor, formó parte en los últimos años 60 del colectivo „Canción del
Pueblo‟ y participó en la génesis de „Cantera‟ en los 90. Editó el disco „Tierra de
Nadie‟ en 1998 y trabaja en la preparación de otro bajo el título „Nación
Humana‟.

Su participación en las redes telemáticas es previa a la introducción de Internet


en España. Desde los 80 intervino en el área española de Fidonet, sistema
basado en nodos y BBS mediante comunicación telefónica. En la actualidad
mantiene en Internet una web personal y cuatro blogs y participa en „Myspace‟
y „Youtube‟.
Este relato se articula en dos niveles, uno que
podríamos llamar histórico, sobre hechos casi
siempre ciertos, y otro ficticio. Para la elaboración
del primero han sido de especial utilidad la obra de
Matilde Camus „Historia del lugar de Cueto‟ y el blog
que publica María Rosa Rodríguez Jackson
http://josejacksonveyan.blogspot.com

Con mi agradecimiento.
El mar hermoso, bajo los luceros,
y el hombre solo, bajo los planetas,
su muerte inútil, sin morir, rechazan
contra la roca ciega del futuro

José Luis Hidalgo

He de admitir que no sufro en absoluto. Ni siquiera me aburro en este


lugar que fue escenario de mi muerte prematura. Tampoco me pregunto
ya constantemente por qué estoy ligado a este paisaje, inhóspito y vacío
durante la mayor parte del año. Las inclemencias meteorológicas me son
indiferentes y carezco de la consciencia permanente del paso del tiempo
que es propia de los vivos, pero no soy del todo ajeno a la melancolía de
este paisaje. He dado en suponer que paso mucho tiempo durmiendo,
pero ni siquiera de eso estoy seguro. En cualquier caso no me considero
un condenado. No soy un alma en pena ni un fantasma que arrastra sus
cadenas entre lamentos.

Lo más frustrante de mi singular estado es el hecho de carecer de


entidad física. Y no sólo porque ocasionalmente siento la lógica
necesidad de comunicarme con alguien. No, también porque aquí, en
estos acantilados, he sido testigo impotente de suicidios y accidentes
que seguramente habría podido evitar si no fuera inmaterial.

Nadie puede imaginar el desasosiego que me invade cuando veo


aproximarse a este lugar de la costa a personas en cuya mirada ausente
o atormentada he aprendido a leer una desesperada determinación. Y
luego están esos jóvenes inconscientes, empeñados en ensayar la
escalada sobre estas rocas de solidez engañosa con el mar saltando
bajo sus pies como un ansioso perro guardián. Y esos pescadores
codiciosos, que arriesgan estúpidamente sus vidas entre olas y
peñascos por un insignificante trofeo.

Si yo al menos dispusiera de una voz tonante para desaconsejarles su


imprudencia…

Había mar de fondo el día en que William Rowland Hill murió con su caballo al
borde del alto farallón sobre el océano, cerca del Puente del Diablo. Era
septiembre de 1889, día que registró una de las mayores pleamares del año, y
soplaba un frío, aunque no muy fuerte, viento del norte. El faro de Cabo Mayor,
que domina la zona, llevaba entonces medio siglo en servicio y el semáforo de
señales de Cueto -inmediato al lugar de la tragedia- se había convertido años
atrás en un centro de telegrafía bajo la dirección del gaditano José Jackson
Veyán, amigo de la infancia de la víctima.

Cuando hay mar de fondo es frecuente que los navegantes bisoños echen por
la boca todo cuanto han ingerido previamente y se sientan morir. Tal es el
efecto del balanceo que producen las olas largas y altas que caracterizan a ese
estado de la mar, que surge como consecuencia de grandes tormentas y se
manifiesta a notable distancia de donde éstas estallaron. Vistas desde tierra,
las secuelas de la mar de fondo suelen ser espectaculares, en especial cuando
coincide con la pleamar y es apoyada por el viento. Entonces son muchos -
entre cuantos no tienen nada que hacer o pueden aplazar sus labores- los que
se trasladan a la costa para asistir al inefable concierto visual y sonoro que
genera cada ola al estrellarse contra las rocas.

La enorme muralla de agua se rompe con fragor ante la firme resistencia de los
acantilados y salta, blanca ya de furia y espuma, hasta alturas impensables. Es
magnético, casi hipnótico, el espectáculo. Tanto que algunos sucumben a la
tentación de aproximarse cuanto pueden al punto de colisión con inconsciente
riesgo de sucumbir literalmente.

En el Cantábrico las mareas vivas de mayores coeficientes suelen producirse


precisamente en septiembre. En esas fechas el nivel del agua alcanza las
cotas más altas de pleamar, mientras la bajamar, para regocijo de los
mariscadores, desnuda en playas y arrecifes parajes generalmente ocultos.
Fue la conjunción de la mar de fondo con la descomunal pleamar lo que atrajo
a los jinetes William Rowland Hill y José Jackson Veyán, casi extasiados, al
borde del abismo.

Ciertamente si de algo no puedo presumir es de prudencia. Mi muerte


fue consecuencia de una temeridad estúpida, impropia de mi. Lo
comprendí en el mismo momento en que el caballo se alzó de manos.
Yo, el prudente -algunos me consideraban incluso timorato-, había
asumido dos riesgos graves simultáneamente: montar un caballo ajeno,
cuyo carácter no conocía lo bastante, y afrontar, sin meditarlo, la
azarosa violencia de un mar agigantado. En lo alto del acantilado, no
sólo creía estar fuera del alcance de aquella fuerza brutal, sino que
también, estúpidamente, pensaba que la conocía.

A lo largo del recorrido que, excitado por el grandioso espectáculo, había


hecho junto a José por la anfractuosa costa calculé mentalmente la
cadencia del oleaje. Confiado en su aparente regularidad, apenas estalló
la última ola y el lugar me pareció adecuado, opté por salirme del
sendero para acercarme al borde del piélago. El caballo, que seguía
gregariamente al que montaba José, se mostró remiso y cuando al fin
decidió obedecerme lo hizo con lentitud y dificultad a causa de las rocas
que afloraban entre la tierra. Tal vez intuía el peligro que yo había
decidido ignorar.

Acaso por la lentitud de mi cabalgadura o a causa de una imprevisible


anomalía en el ritmo de las olas -más probablemente por ambas
razones-, cuando llegué al borde del abismo una ola de potencia
extraordinaria se estrelló contra las rocas con un estruendo formidable.

¡Ten cuidado, William!, había gritado casi en el mismo momento José.


Demasiado tarde. Un torrente de agua y espuma se precipitó sobre mi
cabeza. El caballo se asustó, pero mi susto seguramente fue mayor. Sin
duda por esa razón tiré con demasiada fuerza de las riendas y mi
montura se encabritó y trastabilló, los cascos traseros resbalaron en los
afloramientos rocosos y caímos ambos juntos, el caballo sobre mi.

Mi cráneo se rompió como una nuez, pero aún tuve ocasión de ver
precipitarse al mar al pobre animal. Tras el dolor agudísimo que me
produjo el golpe apenas sentí nada. Mi vida se apagó rápidamente
mientras oía a José, desesperado, exclamar “¡Dios mío, Dios mío, está
muerto! ¡Qué desgracia, Dios mío, qué desgracia!”

Un panteón de estilo neogótico se alza desde 1892 -tres años después de la


muerte de William Rowland Hill- en el lugar en el que éste cayó en tierra con su
caballo. Los no informados creen o han creído en algún momento que el
Panteón del Inglés, nombre por el que es conocido, acoge los restos del
desgraciado jinete británico, pero no es así. Su propósito es meramente
memorial. Se trata del homenaje personal de José Jackson Veyán a un viejo y
buen amigo, que le visitaba casi todos los veranos y no pocos otoños, y cuyo
cadáver envió tan urgentemente como le fue posible a Inglaterra a instancias
de la desconsolada familia del difunto.

Los Hill eran una estirpe ilustre, vinculada a los Jackson a través de la amistad
que había unido a Sir Rowland Hill, creador del sello postal y reformador
pedagógico, con Thomas Jackson, abuelo de José que se enamoró de una
andaluza de Medina Sidonia y se afincó en Cádiz para dedicarse al comercio.
El abuelo Jackson había inculcado a su descendencia andaluza la admiración,
el respeto y el cariño por los Hill que él mismo sentía. El propio padre de José,
Eduardo Jackson Cortés, había sido enviado a estudiar al avanzado colegio de
Hazelwood, que regía Sir Rowland.
Sin embargo, poco tenían en común ambas familias más allá de la amistad
entre sus fundadores. Los Hill habían obedecido, generación tras generación,
al principio de cooperación y solidaridad establecido por el patriarca, Thomas
Wright Hill. La práctica totalidad de su progenie, con Sir Rowland Hill a la
cabeza, había contribuido a la iniciativa pedagógica del padre desde temprana
edad. Así, de la relativa modestia del centro de Hazelwood, en Birmingham, se
llega en 1827 a la magnificencia de Bruce Castle, en Tottenham, cerca de
Londres, referencia ineludible para la época de la educación avanzada en toda
Europa.

La vocación de Sir Rowland no era la enseñanza, a la que hubo de


consagrarse largamente, sino la función pública. Sin aparente conflicto, no
obstante, se instrumentó al servicio del sueño paterno, engrandeciéndolo
notablemente, hasta que le fue posible desviar algunas energías hacia su
inclinación natural, no sin gran esfuerzo. Fue así como se convirtió en el
creador del sello postal, que abarató, dinamizó y aseguró la comunicación
epistolar hasta un punto entonces revolucionario.

El mismo sacrificio haría más tarde Pearson, único hijo varón de Sir Rowland y
padre del malhadado William, cuyo sueño era la ingeniería. Durante mucho
tiempo sería la mano derecha de su ilustre padre, su secretario e incluso su
„alter ego‟, en la medida en que la vida de Sir Rowland fue tan dilatada como
achacosa en su último tercio. Finalmente, Pearson lograría también inscribir su
nombre en la historia del correo junto al de su progenitor al crear una máquina
para imprimir matasellos.

José Jackson fue, desde que nos conocimos, mi mejor amigo. En mi


primer viaje a España yo era una criatura tímida e introvertida. Al
principio recelaba de aquellos españoles ruidosos y gesticulantes, tan
alejados de la contención y las maneras cortésmente frías que a mí me
habían sido inculcadas. Ya durante el viaje me había sentido algo
intimidado por el modo en que se comunicaban, oscilante entre un
desenfado alegre y cordial, que siempre me pareció un punto excesivo, y
las discusiones a grandes voces y con amenazantes visajes, más
excesivas aún, que me hacían temer una reyerta inminente.

Él fue el primer español al que traté. La primera vez que le vi me dio una
impresión de cierta ferocidad. Era bastante corpulento y rotundo para su
edad, estaba despeinado y desaseado y me estrechó la mano con
mucha fuerza pero sin sonreir ni decir palabra, como forzado y
desdeñoso. Todo cambió, sin embargo, cuando los adultos dejaron de
prestarnos atención. Entonces me dio varias contundentes palmadas en
la espalda y, sin dejar de hablar español a gran velocidad, me instó a
seguirle al exterior de la casa.

Una vez al aire libre, José sacó de un bolsillo una peonza y del otro una
cuerda bastante raída mientras sonreía con los ojos brillantes, como
quien exhibe un tesoro. ¿Sabes jugar?, me dijo en español, ignorando
alegremente mi desconocimiento de su lengua. Hice un gesto de
asentimiento, creyendo que me preguntaba si sabía lo que era una
peonza. Lo cierto es que nunca había jugado antes. Aunque conocía la
existencia del juego no me había sentido atraído por su práctica, ni ésta
era usual entre mis compañeros o amigos. De hecho ignoraba dónde
estaba la gracia del juego, si tenía alguna, cosa que yo dudaba.

Me pasó la peonza y la cuerda y yo, con cierta desgana, comencé a


enrollarla como había visto hacerlo, aunque muy despacio y torpemente.
Él me interrumpió: “¡Que no es así!”, exclamó. Pero apenas lo dijo cayó
en la cuenta de su error de observación. “Así que eres zocato”, dijo.
“¡Nada, nada, sigue!”

Efectivamente yo era zocato, zurdo, left-handed... Y además irreversible.


Aunque mi familia, coherente con su filosofía pedagógica, no había
intentado corregir mi peculiaridad, yo sí me lo propuse en algún
momento. Pero me fue imposible escribir con la derecha, pese a que
emborronaba las páginas al hacerlo con la izquierda, y a la hora de la
comida o de la cena, aunque utilizaba correctamente la cuchara, tuve
que renunciar al uso del cuchillo con la mano diestra después de varias
bochornosas experiencias en las que proyecté fuera del plato parte de la
carne que intentaba cortar.

Años más tarde, ya adultos, José me presentaba siempre en sociedad


con una fórmula burlona que, con variaciones ocasionales, casi siempre
era: “Es inglés, buena gente, pero muy de izquierdas. Si le invitan a
comer verán que no suelta el cuchillo de la zurda. No lo puede remediar,
así que sean indulgentes”.

Ciertamente en cuanto a sumisión filial o solidaridad de los hijos con los padres
la estirpe de los Jackson no se parecía gran cosa a la de los Hill, auténtico clan
familiar que se prolongó al menos durante tres generaciones. El viejo Thomas
Jackson, comerciante burgués, enérgico defensor de los valores de su clase,
encontró en uno de sus ocho hijos, Eduardo, el padre de José, un hueso duro
de roer. Tal vez, sin embargo, no era Eduardo tan ajeno al carácter del padre
como podría parecer, habida cuenta de que éste había asumido,
tempranamente en su vida, la aventura de mudarse de país y adoptar otra
lengua, aparentemente por amor.

Sin llegar a la mayoría de edad, Eduardo también tomó un día la decisión de


expatriarse, seguramente tras algún encontronazo dialéctico con su progenitor.
El puerto de Cádiz era en aquellos tiempos, pese a la reciente independencia
de las colonias, una puerta abierta a Iberoamérica y allá se fue el vástago
rebelde en busca de su destino. Durante una larga temporada permaneció en
Argentina, donde ejerció como marinero y también como profesor de gimnasia,
disciplina entonces exótica en la que Eduardo Jackson Cortés se había
introducido en el colegio de Hazelwood regido por sir Rowland, el admirado
amigo de su padre.

Los presumibles azares de la aventura americana no mermaron ni un ápice la


determinación y el inconformismo del hijo pródigo. Su regreso a Cádiz supuso
para míster Thomas un nuevo motivo de disgusto. Eduardo había vuelto con el
propósito, inconcebible e intolerable para su progenitor, de convertirse en actor
de teatro y ejercer dicha actividad “villana” en su ciudad natal. Thomas Jackson
puso el grito en el cielo, tanto que su hijo, decidido incondicionalmente a
mantener su propósito, optó por mutilarse su vistoso apellido británico en
forzoso tributo a la honorabilidad familiar.

Mis visitas anuales a España se hicieron costumbre a partir de la


mayoría de edad y mis estancias se prolongaban con frecuencia más de
lo previsto a instancias de José, empeñado en ser mi guía y mostrarme
lo más bello y singular de cuanto él conocía. Tampoco era infrecuente
que, en un momento determinado, tal vez agobiado por las obligaciones
de su doble actividad como autor teatral y funcionario de Telégrafos, me
persuadiera de la conveniencia de viajar solo, durante algunos días, a
algún lugar por él seleccionado. Para ello me proveía de prolijas
indicaciones por escrito y comprometía a sus amistades -innumerables,
por cierto- para que actuasen como anfitriones, lo que hacían casi
siempre con conmovedora dedicación.

Como consecuencia, he acabado conociendo España más y mejor de lo


que conocía mi propio país. Tal vez por ello sigo aquí, raramente alejado
del panteón que José dedicó a mi memoria. Mis reservas iniciales sobre
los españoles se han transformado en cariño, comprensión y admiración
por un pueblo que ha sido tradicionalmente rival del mío por razones
ajenas a las motivaciones e intereses de quienes debieron combatir de
uno u otro lado.
La hospitalidad tiene en este país una expresión infrecuente de simpatía
y verosimilitud y no he podido registrar diferencias en su práctica por
razón de clase o educación, aunque sí hay una evidente diversidad de
manifestaciones en función del carácter de las gentes, especialmente
entre el norte y el sur. La geografía, el paisaje y las actividades
productivas que les acompañan modelan a los individuos.

Llegué a alcanzar un dominio notable del castellano y leí todo tipo de


literatura, incluidas las divertidas obras de José, que tan bien reflejan su
carácter y su extraordinario sentido del humor. De manera especial me
ha interesado la accidentada historia de España, que bien podría
denominarse Reino Unido, como mi propio país. Todas esas lecturas
fueron posibles gracias al tiempo de ocio que pasaba esperando la
salida de José del trabajo y la mayor parte de los libros procedían de su
biblioteca.

José Jackson Veyán, hijo único del matrimonio de Eduardo con la actriz
Dolores Veyán, respiró desde su nacimiento el ambiente teatral y padeció sus
no siempre benéficos avatares. Cuando apenas tenía dos años sus padres
decidieron mudarse a Madrid, en busca de ingresos menos magros que los
que, con no poco esfuerzo, lograban allegar en la llamada Tacita de Plata. El
hambre insaciable de vida y la energía que le caracterizarían siempre se
pusieron de manifiesto precozmente en José, como él mismo revela en los
versos de un poemilla autobiográfico, festivo y bienhumorado:

Mamé siete meses... ¡Qué breve lactancia¡


Pero siempre tuve afán vividor:
Me agarré al cocido y sin repugnancia
comía patatas como un cavador.

Llegado el momento, cuando concluyó sus estudios básicos y estuvo en


condiciones de optar por un porvenir de seguridades, José Jackson desoyó los
deseos de su padre como éste se había desentendido de los del abuelo
Thomas. Quería Eduardo que su preciado unigénito fuese boticario, profesión
sólida y estable por excelencia, en la medida en que la enfermedad acosa sin
desmayo a los humanos generación tras generación. Sin embargo, tan
saneado y estable destino no encontró en José otra cosa que desdén. Quería
dedicarse al teatro, Más concretamente, quería escribir obras teatrales.

Difícilmente puede un padre mostrar mayor carencia o debilidad de argumentos


frente a un hijo que cuando se empeña en evitar que adopte su misma
profesión. No ignoraba José las penurias circunstanciales que habían
atravesado sus padres, de modo que holgaba toda insistencia. Por otra parte,
el propio Eduardo había descubierto que podía escribir obras teatrales,
ahorrándose así el pago a los autores que representase y generando
beneficios nada insignificantes y no por casualidad su hijo fue, desde temprana
edad, coautor de algunas. El destino de José estaba escrito.

Sin embargo, en algún punto de la porfía sobre el destino filial debió llegarse a
un compromiso para que José afrontase el futuro provisto de un salvavidas. El
muchacho estudió lo preciso -no demasiado- para dominar el lenguaje de
símbolos utilizado en el tráfico marítimo y en 1871, con 19 años, logró su
primer destino en Santander, más precisamente en el semáforo de Cueto, que
servía para transmitir mensajes y recibirlos de los barcos que se proponían
entrar al puerto. Aquel lenguaje, calificado como telegrafía óptica, no tardaría
en ser sustituido, al menos parcialmente, por la telegrafía eléctrica. Y no es
preciso subrayar que el revolucionario cambio encontró a José al día de la
novedad tecnológica y de su manejo. El adiestramiento de otros sería su
responsabilidad pocos años más tarde.

Viajar es una de las cosas que más echo en falta en mi estado actual.
No me falta de modo absoluto movilidad pero, por ahora, no sé cómo
controlarla. Puedo visitar únicamente a los lugares que ya conozco.
Aparentemente me basta con evocarlos, pero casi nunca he conseguido
que mi voluntad forme parte del mecanismo que provoca el viaje. Parece
que es precisa una intensidad o un estado de ánimo determinado, de los
que no llego a ser consciente. Por eso lo más frecuente es que me vea
transportado de modo instantáneo a un lugar determinado sin quererlo.

Con frecuencia doy en pensar que esos viajes son en realidad sueños,
pero acabo diciéndome a mí mismo que si así fuera las ensoñaciones,
en todo caso, nacerían dentro de un sueño estructurado y complejo, algo
muy parecido a la vida real. La razón es muy simple: tanto en Santander
como en los otros lugares que he visitado constato que el paso del
tiempo ha aportado novedades singulares en la edificación, las vías, los
vehículos, las vestimentas…

Aunque para mi la dimensión temporal no significa nada, según mis


cálculos, basados en las fechas que figuran en las lápidas de un
cementerio cercano, probablemente hace ya unos 120 años que morí,
pero nada ha cambiado en mi. Tengo los mismos conocimientos y las
mismas ignorancias que formaban el bagaje de aquél torpe y estúpido
jinete al que José dedicó el melancólico panteón ante el que tantos se
detienen preguntándose quién yace. Las realidades externas, sin
embargo, han ido cambiando hasta un punto sorprendente. Por eso
pienso que si mis viajes fueran sueños lo serían dentro de un sueño más
largo y quién sabe si infinito.

Todo indica que, a su llegada a Santander, su primer destino profesional, en


1871, el joven Jackson se integró placenteramente, sin conflicto ni añoranza
alguna, en la vida de la ciudad, que en aquellos tiempos había comenzado a
crecer y a refinarse, aumentando su población constantemente cada año,
desde los 30.000 habitantes que tenía en 1860. La conexión del puerto con
Castilla, la incipiente industrialización y el veraneo Real, con su nutrido séquito
de cortesanos, fueron los motores de un cambio que anunciaba ya el carácter
de la ciudad que hoy conocemos.

José se confiesa “gratamente impresionado ante el bellísimo paisaje que se


tendía ante mis asombrados ojos. Todo eran verdes campiñas, y al fondo, un
mar profundo que ya nunca olvidaré…” Y también por los obvios atractivos que
para un muchacho de 19 años, que estrenaba su independencia, tenían las no
muchas diversiones que Santander ofrecía, entre las que evocará más tarde
los bailes dominicales y las batallas campales en los “Salones de Toca”:

Toca era nido de amores


y galantes acomodos.
Yo en Toca toqué primores;
allí tocábamos todos,
la orquesta y los bailadores.

A lo largo de su vida fueron muchos y diversos sus destinos como telegrafista,


empleo que nunca abandonó pese a sus éxitos teatrales. A Santander, donde
permaneció hasta 1873, fue enviado de nuevo en 1876, pero casi siempre se
las ingenió para vivir en Madrid o sus alrededores y así poder sumergirse en el
sabroso jugo del mundo teatral, en el que se movía como pez en el agua. De
un modo u otro, nunca rompió su vinculación con Santander y su provincia.
Veraneaba con su familia en Castro Urdiales y visitaba esporádicamente la
capital, que le rindió homenaje en 1918, en el teatro Salón Pradera. Con este
motivo se escenificaron dos obras suyas; “Los granujas” y “Los chicos de la
escuela”.

En el trato personal, José era guasón y bonancible, un „bon vivant‟ amistoso


con tendencia a hacerse pasar humorísticamente, entre los que le conocían,
como un personaje violento, todo un criminal. Le gustaba contar, con toda la
truculencia y el detalle de que era capaz, horrendas acciones que se atribuía
como sin darles importancia. No era raro que alguien le preguntase: “¿A
cuántos ha matado usted hoy, don José?” El actor Enrique Chicote, que da fe
de algunas de esas balandronadas, recoge la respuesta de un Jackson
inperturbable:

-Nada más que a un aguador que me ha tropezado con la cuba que llevaba al
hombro. Me he cegado. Ocho puñaladas, ocho.

El autor se sentía orgulloso de sus ancestros ingleses, pero a la hora de


describir su carácter no dejaba de mencionar el origen aragonés de su madre,
cuyo influjo en su carácter consideraba, al parecer, más poderoso que el
andaluz, aunque éste fuera cuantitativamente superior en sus genes.

Con juicio sereno en inglés discurro


y soy en mis tratos exacto y formal.
Cuando me acaloro, me siento baturro
y rompo de frente como un vendaval...

El mismo Enrique Chicote da cumplida cuenta de cómo podía llegar a ser el


apacible y cortés José Jackson cuando se metía en jotas. En cierta ocasión,
siguiendo su guasona costumbre de hacerse pasar por un personaje terrible,
empezó a alardear en una taberna del centro de Madrid de ser el más valiente
de la ciudad y aseguró estar dispuesto a matar a quien osase siquiera mirarle.
Lo que era motivo habitual de risas entre los parroquianos habituales hizo
sentirse retado a un hombre que desconocía el „estilo‟ del autor y seguramente
no estaba en uno de sus mejores días. Éste se acercó a su mesa y, tras un
breve intercambio de sinrazones, le arrojó a la cara el contenido de su vaso. Al
momento el desgraciado tenía el cuello atenazado entre las manos de Jackson
y tal vez habría perecido de no intervenir los presentes. Su amigo y colaborador
Carlos Arniches, que se hallaba entre ellos, reaccionó con el humor que a
ambos caracterizaba: “Desde hoy, cuando colaboremos, tu parte es la mejor y
la que tiene más gracia. ¡Cualquiera te lleva la contraria!”.

La amistad y la compañía de José me fueron muy útiles para superar mi


habitual envaramiento circunspecto, que, según pude percibir,
inquietaba o disgustaba a los españoles. En toda circunstancia José era
un ejemplo de naturalidad y simpatía campechana a imitar y en cierta
medida, a su lado, yo fui aprendiendo el castellano al mismo tiempo que
la espontaneidad. Cuando volvía a Inglaterra tras las vacaciones tenía
que ocultar con cuidado este progreso personal para evitar la
preocupada atención de familiares y amigos, más inquietos por mi
sonrisa de lo que nunca estuvieron por mi ceño o mi silencio.

Incluso en Inglaterra, sin embargo, no podía evitar el uso de dos


términos que José utilizaba constantemente para expresar satisfacción o
disgusto: “cojonudo” y “mardita la grassia”. Mis interlocutores, perplejos,
me preguntaban “What do you mean?, a lo que yo respondía con un
invariable “Don‟t mind, it‟s spanish”. Por supuesto, mi respuesta no les
satisfacía, pero yo disfrutaba mucho a sabiendas de que nunca
encontrarían respuestas en alguno de sus preciados diccionarios.

“William, echa fuera la flema, que te vas a asfixiar”, me había dicho un


día José tras presentarme a unas damas. Yo no tenía ni idea de lo que
queria decir y llegué a temer que fuera alguna grosería. Entonces,
durante cinco minutos, él me explicó los cuatro temperamentos que
griegos y latinos distinguían en función de los humores corporales,
deteniéndose con especial detalle en el flemático. Estuve a punto de
enfadarme tras pasar sucesivamente por la confusión, el rubor y el
desacuerdo, pero decidí poner fin a su lección afectando inalterabilidad:
“Yo no tengo flemas”, le dije. Luego sonreí y le expliqué que había
comprendido y que tenía razón: “No te preocupes. Los ingleses fingimos
mejor que nadie. A partir de hoy seré simpático.”

Al principio de mis visitas a España me pareció evidente que no gozaba


de las simpatías de la mayor parte de los amigos de José. “Oye –le dijo
uno en una ocasión-, el „pichinglis‟ este no me gusta nada. Parece un
soberbio, aunque probablemente es más tonto que otra cosa”. José, sin
inmutarse, le respondió: “Tu sí que eres tonto. William sabe que la
ignorancia se cura viajando y viaja, mientras que tu lo más lejos que has
ido es a Segovia y con mucha precaución.” Yo, que llegué a comprender
aquel diálogo, me sentí secretamente agradecido a José y orgulloso de
que fuera mi amigo.

José Jackson Veyán tuvo una buena y larga vida, forjada a la medida de su
exuberancia y de su optimismo natural. Entre su trabajo como funcionario de
Telégrafos y los ingresos que generaban sus obras teatrales logró vivir casi
siempre con holgura, cosa muy conveniente, dado su carácter pródigo. Sin
embargo, tampoco estuvieron ausentes las tristezas, que afrontó con
resignación y buen ánimo. Doce de los veintidós hijos que tuvo con sus dos
esposas sucesivas no sobrevivieron, pese a lo cual la carga de sacar adelante
a los diez supervivientes no fue fácil. Él mismo describió su vida como un
ejercicio de “salvación continua de obstáculos”.

En épocas de falta de liquidez se vio forzado a ceder la propiedad de algunas


de sus obras. Así ocurrió, entre otras, con „A gusto de los papas‟, „La llave del
destino‟ y „Una limosna, por Dios‟, que pasaron a manos del editor Enrique
Larrumbe a cambio de 500 pesetas de la época, que no eran pocas pero
tampoco eran suficientes. Algunos „promotores culturales‟ de aquellos tiempos
practicaban esta forma de „usura artística‟, lucrándose sin escrúpulos a costa
de los apuros de algunos autores. Jackson siempre se dolió de la pérdida de
parte de sus obras a beneficio de esas aves rapaces. Fueron estos y otros
abusos los que dieron lugar al nacimiento de la Sociedad General de Autores,
que, tras sumarse a ella los editores, engendró las conocidas y hoy denostadas
siglas SGAE.

Aunque su inclinación inicial le llevaba hacia los temas dramáticos, no tardó en


descubrir que ese no era el camino a seguir. A ello contribuyó algún pequeño y
precoz fracaso (su primera obra la escribió a los dieciocho años), pero, más
que cualquier otra cosa, fue el instinto de supervivencia lo que le condujo hacia
los temas cómicos y ligeros. La mayor parte de sus obras fueron libretos para
piezas del género chico, sainetes y lo que se denominaba juguetes cómicos,
que gozaban en su tiempo de una extraordinaria popularidad.

En ese terreno colaboró literariamente con Arniches, que ha quedado en la


historia como figura estelar del sainete, y sus libretos fueron musicados por
Chapí, Chueca, Fernández Caballero, Bretón, Vives, Jiménez, Lleó… José era
ingenioso, tenía un gran sentido del humor y era un versificador fácil y ameno.
Sus textos, en definitiva, tenían las características que se esperan de un buen
libretista de zarzuela y autor teatral capaz de hacer olvidar sus penas a una
audiencia popular incluso abordando los temas que le atribulan cotidianamente.

Mi vida -si así puede denominarse este estado- apenas genera ya


recuerdos. En esta especie de limbo no sucede casi nada y lo poco que
ocurre -suicidios y accidentes, en su mayoría- es desalentador. Cuanto
más se prolonga esta existencia, reducida a una pasiva contemplación,
más se apodera de mi la melancolía.

Es la memoria de lo que hemos hecho y de lo que nos ha pasado lo que


define la identidad humana más que cualquier otra cosa. Yo he evocado
mi corta e insignificante vida tantas veces que puedo decir que vivo en el
recuerdo e incluso que soy el recuerdo de lo que fui. Sé del gran dolor
que sufrieron mis padres al conocer mi muerte. Yo era el cuarto Hill en
una dinastía ilustre; la esperanza de mi padre, que siempre estuvo a la
sombra del suyo y pretendía prolongar en mi esa tradición.

Es irónico que yo, que no hice nada digno de mención en mi corta vida,
comparta una singular circunstancia funeraria con el más relevante de
mis predecesores, mi abuelo Sir Rowland Hill. Sus restos yacen en la
abadía de Westminster, junto a tantos grandes hombres de mi país, y su
nombre es evocado por un memorial en el panteón familiar. Mi memorial
es un solitario panteón inhabitado que da la espalda al norte, de donde
vine, en la costa de Cantabria. Mis restos reposan en Inglaterra, junto a
los míos. Lamentablemente, mi espíritu no ha hallado aún descanso
alguno y vago a merced de la memoria y sus azares. Todo es vanidad,
un combate inútil contra el olvido.

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