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Resumen: Rey y Patria en el Mundo Hispánico (J. H.

Elliott)

El mundo hispánico entre los siglos XVI y XVIII era un mundo de múltiples lealtades. Lazos de parentesco y de
obligación ligaban al individuo y su familia inmediata a la familia extensa. Estas redes familiares se entrelazaban
y se esperaba que la lealtad fuera recompensada con favores y «mercedes».
La lealtad al patrón, real o supuesto, coexistía con la lealtad a las asociaciones corporativas a las que el
individuo pudiera estar afiliado (gremios y cofradías, instituciones civiles y eclesiásticas) en una sociedad
estructurada en un conglomerado de corporaciones, todas con sus propios estatutos y privilegios. Existía,
además de las lealtades corporativas, la lealtad a la comunidad. Sin embargo, la lealtad suprema era la que
regulaba todo: la lealtad debida por los súbditos a su monarca, guardián y garante del orden en una sociedad
jerárquica. El rey era presentado constantemente como «una semejanza de Dios, que administra y gobierna
todas las cosas».La Monarquía, de corte paternalista, presentaba al soberano como padre severo pero que vela
por sus pueblos, los gobierna y administra imparcialmente justicia, a imitación del Padre divino que rige el cielo
y la tierra.
En toda sociedad monárquica de la Europa moderna existía siempre un delicado equilibrio que mantener entre
la necesidad de afirmar la autoridad regia y los peligros de adoptar medidas que pudieran alienar el afecto de
los súbditos hacia sus gobernantes. El Gobernante era un funámbulo que andaba sobre una cuerda floja en un
ejercicio de equilibrio entre «rigor» y «blandura».
Existia un dilema especialmente agudo en la monarquía española: la distancia entre el centro y los reinos más
distantes. Durante tres siglos los dirigentes de la monarquía española se vieron obligados a encontrar un
camino para rodear o atajar tales problemas logísticos, que inevitablemente obstaculizaban la ejecución eficaz
de la política regia.
Existen varias explicaciones a esta capacidad de la monarquía española de evitar la fragmentación y superar
tantos desafíos internos y externos. A pesar de sus limitaciones, la fuerza coercitiva desempeñó su papel,
aunque el poderío militar español, por muy impresionante que pareciera a los ojos contemporáneos, siguió
siendo pequeño con relación a la vastedad de la monarquía. La conciencia de que, tarde o temprano, el rey
podía ejercer un poder arrollador servía como obvia disuasión contra el estallido de revueltas.
El hecho de que durante gran parte de los siglos XVI y XVII el Rey de España dispusiera de mayores recursos
fiscales y militares que cualquier otro soberano ofrecía un aliciente a las unidades menores de la monarquía
para permanecer detrás de su amplio escudo protector.
Con todo, la amenaza, y en algunos casos la esperanza, de la intervención de las fuerzas armadas era sólo uno
de los muchos elementos que contribuían a mantener unida esta dispersa monarquía en contra de los desafíos
del tiempo y el espacio. Si tuviese que proponer una única explicación global de la supervivencia de la
monarquía española, diría que se derivó del paulatino desarrollo de una comunidad de intereses
culturales y económicos, ideológicos y sectoriales) que mantenían unido el núcleo de la monarquía y
sus partes componentes. La formación de tal comunidad de intereses se produjo a pesar de, y a causa de,
una estructura constitutiva que, al menos superficialmente, parece la fórmula perfecta para la fragmentación
política.
Monarquía compuesta: principio que inspiraba el gobierno de la monarquía española, conocida fórmula
enunciada por Juan de Solórzano y Pereira en su Política indiana (1647): «los Reynos se han de regir y
governar como si el Rey que los tiene juntos, lo fuera solamente de cada uno de ellos».La mayor parte de los
reinos y provincias constituyentes de la monarquía se habían integrado en ella por medio de una unión dinástica
bajo la cual tenían el derecho de conservar sus leyes, fueros y privilegios tradicionales. Cada uno de ellos llegó
en la práctica a disfrutar de una forma de tratamiento diferenciada, determinada en mayor o menor grado por las
circunstancias locales. La monarquía había llegado a ser gobernada a ambos lados del Atlántico «como si el
Rey que los tiene juntos, lo fuera solamente de cada uno de ellos».
La aceptación de la diversidad inherente de la monarquía reforzó la importancia de los pocos elementos
internos que favorecían su unidad. En el centro estaba el monarca, elevado y fortalecido por una religión que
era también patrimonio común de todos sus numerosos súbditos. A su disposición estaba un complejo aparato
burocrático dotado de ministros y funcionarios, muchos de ellos, letrados con formación universitaria.
Funcionarios como estos contribuían a mantener unida una monarquía fragmentada. Lo mismo hacían muchos
otros súbditos del rey de diferentes esferas de la sociedad: los soldados, miembros de ordenes religiosas,
mercaderes, emigrantes atlánticos (que trataban de permanecer en contacto lo mejor que podían con los
parientes que se habían quedado en Castilla o Extremadura). Estas personas mantenían la monarquía
"entrecosida" por redes de parentesco y contactos personales, las cuales harían surgir grupos con intereses
específicos.
La monarquía, por lo tanto, puede ser vista como un vasto complejo de grupos de presión e intereses, todos en
rivalidad entre sí por la atención y el favor del monarca. Estos intereses tendían a acumularse con el tiempo,
trabando grupos y regiones dispares en lo que era en la realidad un sistema global, capaz de ofrecer beneficios
sustanciales a quienes se encontrasen en posición de sacar partido. Sin embargo, es importante no exagerar la
dicotomía entre el centro y la periferia como falla de desgarramiento en la estructura de la monarquía española.
Si mucho separaba el centro y la periferia, también mucho los unía, y aunque los lazos eran a menudo
invisibles e intangibles, no dejaban de constituir una fuerte atadura.
Estaba implicado más que el mero interés personal o sectorial. En todos los dominios del Rey de España se
hallaba hondamente arraigado el concepto orgánico de realeza: el concepto de que el rey y su pueblo
constituían conjuntamente un cuerpo político, donde cada parte era esencial para su correcto funcionamiento,
pero cuya cabeza era el rey. La lealtad era componente esencial de tal concepto.
Resulta imposible comprender la supervivencia de la monarquía sin tener en cuenta esta lealtad profunda e
instintiva. Que “Obedezco pero no cumplo” fuera el grito universal de los sublevados es prueba de la
persistencia en los dominios del Rey de España de la conveniente ilusión de que los responsables de los actos
de injusticia eran los malos consejeros y los malos ministros, y de que si el rey fuera informado
adecuadamente de lo que sus subordinados estaban haciendo en su nombre intervendría de inmediato
para remediar los agravios.
El supuesto previo de estas fórmulas e ilusiones era que la relación entre el rey y el pueblo no estaba guiada
sólo por los términos de la relación natural entre el padre y sus hijos, sino también, en muchos casos, por los de
un pacto mutuamente acordado. Tal fórmula legitimizaba la resistencia y, como último recurso, la rebelión, y
también cruzó el Atlántico, a pesar de la negativa de Fernando e Isabel a permitir que se establecieran Cortes
en sus reinos de las Indias.
La coincidencia entre la revuelta de los comuneros en Castilla y la conquista de Méjico por Hernán Cortés dio
un impulso adicional, y tal vez decisivo, al traslado de ideas contractualistas del Viejo al Nuevo Mundo. Cortés y
otros conquistadores eminentes estaban familiarizados con las Siete Partidas y los principios políticos que las
inspiraban. De acuerdo con estas premisas el príncipe y los súbditos formaban juntos un corpus
mysticum, concebido para permitir a sus miembros llevar una buena vida dentro de la comunidad en
conformidad con sus respectivas posiciones sociales, bajo la dirección benevolente de un monarca
que, siguiendo los dictados de su conciencia, gobernaba de acuerdo con la ley natural y divina. Se
esperaba que el príncipe no cayera en la tiranía, mientras que por su parte los súbditos debían servirle,
obedecerle y aconsejarle lo mejor que podían.
A medida que los conquistadores se transformaban en pobladores, no se mostraban más inclinados a
abandonar estos principios. A pesar de la ausencia de asambleas representativas, se desarrolló poco a poco un
conjunto de reglas no escritas que eran bien entendidas por ambas partes del contrato. Sobre la base de la
desgraciada experiencia construyeron juntos por medio de un compromiso mutuo, aunque no reconocido, un
sistema estatal patrimonial para el Imperio español de las Indias, que cumplía su propósito de preservar un
grado razonable de estabilidad social y política a través de enormes distancias y a lo largo de vastos territorios a
miles de kilómetros de Madrid.
En un sistema de gobierno patrimonial el absentismo real presenta un problema perpetuo. El sistema de
consejos y el establecimiento de virreinatos, gobernaciones y audiencias de una parte a otra de la monarquía
contribuían a mantener la ilusión de que el rey en persona estaba presente en cada uno de sus reinos y en
persona se ocupaba de sus problemas y necesidades. En este sentido, el gobierno de las Indias no era
diferente. Fuera de la Corona de Castilla, el gobierno real era un gobierno absentista ejercido a distancia.
El ejercicio de la realeza personal en las Indias estaba descartado desde el principio.
El absentismo real de las Indias estaba contrarrestado por la compleja estructura institucional que la Corona
logró imponer en los virreinatos americanos y el mayor margen de maniobra de que disfrutaba como
consecuencia de la falta de aquellas instituciones representativas que tendían a estorbar la afirmación de su
poder en los territorios europeos. Esto hacía posible, al menos en teoría, que el soberano desplegase en su
gobierno de América aquel «poderío real absoluto» que los juristas de la Corona habían defendido en Castilla
desde el siglo xv28. También podía acudir, por medio del Patronato Real, al apoyo y a los recursos de lo que
era en la práctica una iglesia estatal, sin riesgos de interferencia por parte de los nuncios papales. El valioso
refuerzo del poder real que suministraba una iglesia subordinada se veía acompañado de un despliegue
impresionante de símbolos de majestad.
Las representaciones de majestad públicas y ceremoniosas indican cómo la realeza invisible se había
elevado al rango de arte sublime en la monarquía española. Lo que no resulta del todo claro, y merece ser
investigado, es si existía una correlación entre el esplendor del ceremonial y la distancia con Madrid.
Con todo, ni siquiera el ceremonial más sofisticado podía ocultar por completo las tensiones latentes en la
monarquía compuesta de la Casa de Austria. Este era un sistema sometido a presiones constantes para
cambiar y adaptarse a un mundo en transformación. El principal motor de cambio fue la fiscalidad real.
Mantener los onerosos gastos, defender sus dominios y seguir una serie de directrices cuyos costos no
guardaban relación con los recursos que podían movilizar se solventaron mediante una cadena interminable de
medidas fiscales, además de propiciar La introducción de nuevos impuestos e inventivos expedientes fiscales,
la enajenación de propiedades de la Corona, y la venta de cargos y honores. En términos económicos,
contribuyeron durante el curso de los siglos XVI y XVII al cambio del equilibrio de fuerzas dentro de la
monarquía. En términos sociales, fortalecieron a aquellos grupos de la sociedad que podían sacar partido de las
necesidades de la Corona, a aquellos «enemigos de la patria, los poderosos de los lugares, y los perversos
ministros de V. Majd. inferiores». El resultado fue el afianzamiento de las fuerzas de la oligarquía a ambos lados
del Atlántico durante el siglo XVII. La consolidación de las oligarquías representaría a largo plazo un grave
debilitamiento de la Corona y su autoridad, a corto plazo tuvo el paradójico efecto de fortalecer los lazos que
ligaban las élites provinciales a Madrid.
Los constantes esfuerzos de la Corona por movilizar con mayor eficacia los recursos financieros y humanos de
sus dominios introdujeron inevitablemente tensiones en su relación. Si el monarca faltaba a sus obligaciones
contractuales y se comportaba no como rey, sino como tirano, aquellos reinos y provincias cuyos convenios
constitucionales estaban basados en nociones de contrato podían declararlo cancelado en casos extremos.
Esto suponía un foco de lealtad alternativo, que sería representado en el concepto de “Patria”. En propiedad,
naturalmente, la «patria» era una entidad constituida por el rey y el pueblo unidos, con el rey como caput
communitatis. En estos términos también tendía a pensar todavía la mayoría del pueblo.
En principio no se consideraba que la lealtad al rey estuviera en juego, pero a partir de 1647 se comenzó a
concebir la idea de una patria sin rey.
Las presiones ejercidas por Madrid contribuyeron a reforzar y ahondar la noción de «patria» como comunidad
territorial e histórica, cuyos intereses fundamentales no eran necesariamente compatibles con aquellos del
aparato estatal que pretendía estar llevando a cabo los deseos del monarca.
La «patria» era una comunidad tan imaginada como idealizada. Para empezar local: el lugar donde uno había
nacido o vivido siempre. Incluía la comunidad más amplia de aquellos nacidos y educados en el territorio, que
compartían una misma dedicación a las leyes y libertades ganadas durante siglos de lucha contra opresores
autóctonos y enemigos extranjeros. El concepto de nacionalidad, si bien no estaba claramente definido, tenía
un fuerte basamento en el sentimiento de identidad colectiva.
La amarga división social no anulaba por sí misma todo el sentido de una comunidad ideal, ni siquiera entre los
menos privilegiados y los desposeídos. En las sociedades del Viejo Mundo la idea de la «patria», alimentada
por los ideales de la antigüedad clásica transmitidos por los humanistas, había tenido largo tiempo para
arraigar. En las sociedades del Nuevo Mundo, la noción de patria se desarrollo rápidamente. Una nueva patria
comenzó a ser tanto inventada como imaginada. Esta comunidad imaginada iba a ser construida sobre los
agravios de los conquistadores y sus descendientes, quienes creían que no habían recibido las mercedes a las
que sus propios servicios y los de sus antepasados les hacían acreedores. La «patria» en el Nuevo Mundo iba
así a adquirir una firme base constitucional, en este caso las leyes y derechos de que disfrutaban los súbditos
castellanos del rey. El orgullo del lugar -un lugar bendecido por Dios como ningún otro- iba a ser la piedra
angular el edificio cada vez más complejo del patriotismo criollo.
Las municipalidades, y poco a poco también las áreas jurisdiccionales más amplias de audiencias y
gobernaciones, llegaron a proporcionarles un marco territorial.
Más problemático fue dotar a los nuevos territorios de una dimensión histórica. Para los criollos que se
enorgullecían de ser españoles, los orígenes y la inferioridad natural de los indios constituía una barrera
insuperable para su inclusión dentro de la patria. Por consiguiente, en su determinación de guardar las
distancias con sus poblaciones indígenas, los criollos se vieron obligados a desarrollar su propia forma distintiva
de patriotismo, más jerárquica y más exclusivista que su equivalente en la España metropolitana. Su ansiosa
búsqueda de una identidad colectiva iba a acarrearles diversas contorsiones intelectuales para modelar una
imagen conveniente de sí mismos. A medida que se desarrollaban las nuevas sociedades coloniales y
aumentaba el elemento mestizo de la población, se hacía menos fácil establecer quién era español y quién no.
La creciente obsesión con la denominación y la diferenciación de «castas» era en sí misma un intento fútil y
desesperado por preservar distinciones que ya se estaban haciendo borrosas.
El resultado del constante desprecio por parte de los españoles metropolitanos iba a reforzar no sólo la
insistencia de los criollos en su abolengo español, sino también su deseo de identificación con el mundo
americano que habían hecho propio.
Hacia el siglo XVIII, por lo tanto, las patrias criollas de Nueva España y el Perú habían adquirido pasados
idealizados o legendarios que les otorgaban una respetabilidad comparable, al menos a sus propios ojos, a la
de las patrias de los dominios europeos del Rey de España. Las divisiones étnicas podían hacer estas patrias
todavía más frágiles que las de los territorios europeos, donde las agudas divisiones sociales subvertían a
menudo el ideal de comunidad, pero las sociedades que se estaban formando en la América española habían
alcanzado un sentimiento de identidad colectiva suficiente para proporcionar un foco potencial de lealtad
alternativa en momentos en que se hacía tirante la elación entre el rey y los súbditos.
El advenimiento de los Borbones y la imposición de los decretos de Nueva Planta en la Corona de Aragón
marcaron con contundencia, tanto en la teoría como en la práctica, el fin en la península ibérica de la monarquía
compuesta que la nueva dinastía había heredado de la Casa de Austria. La nueva España metropolitana, una
«España vertical», iba a ser, al menos tal era el propósito, un estado uniforme y centralizado, donde no hubiera
barreras institucionales, legales o eclesiásticas para el ejercicio de la voluntad soberana del rey y donde la
lealtad a las patrias individuales iba a estar encajada dentro de la lealtad inclusiva a España como estado-
nación. Es señal de su cambio de actitud que los ministros comenzaran a usar bajo Carlos III, al menos entre
ellos mismos, la palabra «colonias» para lo que hasta entonces había sido conocido como los «reinos» de
Indias58. La misma terminología indica en qué medida la burocracia de Madrid había vuelto sus espaldas a las
formas de pensar asociadas con la monarquía compuesta de los Austrias. Con la rápida escalada de los gastos
de defensa de los territorios ultramarinos los argumentos en favor de una reforma fiscal radical en los virreinatos
americanos se estaban haciendo abrumadores. Sin embargo, era difícil ver cómo una reforma profunda podría
ser introducida eficazmente en sociedades que en la práctica habían caído en manos de las élites criollas. El
resultado de su acuerdo tácito era que los funcionarios reales, en lugar de ser agentes y ejecutores eficaces del
gobierno central, tendían a adoptar el papel de intermediarios entre las élites y Madrid. Los acontecimientos de
1808 y la crisis constitucional que provocaron lo que rompió fatalmente el delicado equilibrio entre rey y patria.
En ausencia de un rey, el poder volvió al pueblo y las juntas formadas en el Nuevo Mundo se vieron a sí
mismas como a una con la «nación» española en su lucha contra los franceses. Los diputados americanos en
las Cortes de Cádiz no llegaron a la península con aspiraciones de independencia, sino con esperanzas en la
restauración de una monarquía compuesta en que los reinos de las Indias fueran miembros plenos e iguales.
Sus esperanzas, claro está, se vieron amargamente defraudadas.
En tales circunstancias, no es extraño que las élites de las Indias se volvieran hacia el republicanismo, un
republicanismo que yuxtaponía en una combinación incómoda el patriotismo criollo que se había desarrollado
en el curso de los tres siglos precedentes y el republicanismo virtuoso y clasicista de la Francia y las colonias
británicas de América de finales del siglo XVIII, con su rechazo de los derechos históricos en nombre de la
libertad y los derechos naturales del hombre. Entre 1810 y 1830 el republicanismo iba a triunfar sobre la
monarquía, y la nación-estado iba a tomar paulatinamente el lugar de la patria criolla. Los habitantes del Nuevo
Mundo dejaron de ser «americanos españoles». En su lugar, eran ya «americanos», pero eran también
«mexicanos», «peruanos», «venezolanos» y «chilenos ». En cuanto «monarquía universal», la monarquía
española había expirado finalmente, víctima de los ataques combinados del racionalismo, el liberalismo y el
nacionalismo de nuevo cuño.

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