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Rafael es un joven estudiante de


derecho. Vive solo en su
departamento, y su existencia se
ha convertido en un desesperado
intento por encontrar alguna
razón poderosa que lo mantenga
vivo. Sueña convertirse en
escritor y demostrarle a su
familia que puede ser un hombre
© del autor

conspicuo, a pesar de la
adversidad y la oscuridad que
opacan sus días.

Así se resume la historia de Rafael, un joven quien es


dueño de una extraña sensibilidad y unos alborotados
deseos por amar y ser feliz, así como lograr olvidarse
de su pasado, el cual lo atormenta.
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NECESITO UN ABRAZO O UN BALAZO


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Howard Varas Arteaga


(Trujillo, 1988)

Actualmente estudia derecho en la Universidad Los


Ángeles de Chimbote. (ULADECH).
En agosto del 2008, fue finalista de un concurso de
micro-relatos en España.
Necesito un abrazo o un balazo, es su primera novela
que, según el autor cuenta, intentó escribirla por vez
primera a los 17 años; pero no obstante, el proyecto
quedó en el aire. Luego de varios años, y con el porfiado
propósito de la escritura, nos muestra el resultado: la
novela con la cual se da a conocer en el espacio literario
contemporáneo.

Para contactos con el escritor:


howard15_3@hotmail.com
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Howard Varas Arteaga


NECESITO UN ABRAZO
O UN BALAZO
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Primera Edición: Enero – 2009

© Howard Varas Arteaga


Necesito un abrazo o un balazo
Trujillo 2009

Imagen de portada: Hernan Darío [dariochumpi@hotmail.com]


Diseño y cuidado de la edición: Oscar Ramirez

Queda terminantemente prohibida, sin la


autorización escrita del editor y/o el
autor, bajo las sanciones establecidas en
las leyes, la reproducción parcial o total
de esta obra por cualquier medio o
procedimiento electrónico.

EDITORIAL ALTERNATIVA
Contactos para edición y publicación:
Móvil: 044 – 94 9366060
E-mail : edicionesorem@hotmail.com

Impreso en Perú
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PRÓLOGO

Si bien toda creación artística parte del hecho mismo de la


catarsis, muy pocas veces esta fuerza emotiva que produce
un ente creador se convierte en el objeto tangible,
observable, llamado arte.
La explosión de emociones, o la misma intención de la
expresión, puede descubrir aquella tan ansiada evolución
que generará con el devenir del esfuerzo y dedicación,
mucho más allá de la tan nombrada y mal vista inspiración, el
progreso creativo del artista.
La literatura, no exenta de mayores paradigmas
artísticos, ha ido demarcando los aspectos primordiales en
la formación colectiva de las generaciones que sobreponen
sus ideas con el correr de las obras. Desde los clásicos, los
decimonónicos, los vanguardistas, hasta los
contemporáneos, este quehacer ha generado diversas
motivaciones y dilemas sobre qué, cómo y por qué escribir.
He de centrarme en un espacio literario.
La generación de los noventa, asimilando los criterios
nihilistas y aburguesados de las décadas anteriores, ha
venido describiendo la sociedad sin el decoro artístico de lo
barroco. Fueron poco a poco eliminando la pulcritud del
verbo, o la marginación de las imágenes, para solventarnos
una realidad tan sorprendente como precaria. Desde el sexo
cotidiano y sin tapujos, hasta el uso desmedido de sustancias
alucinógenas que hacen de los protagonistas entes absurdos
y magníficos de un mundo tan irreal como cercano.
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Libros como los de Andrés Caicedo, Jaime Bayly,


Alberto Fuguet, Sergio Galarza, Mario Santiago Papasquiaro,
Pedro Lemebel, y el genial Roberto Bolaño, dejaron de lado
el esteticismo clásico y delicado, para inmiscuirse en el
universo de lo mordaz y descriptivo, de la crítica acérrima y
de la violencia cotidiana, de los homosexuales y las
prostitutas, dejándose envolver sin medida y con pasión por
el amalgamiento vital de la poesía. La realidad se convirtió,
no en un medio de cuasi-transformación, sino en la
necesidad misma de expresar el mundo tal y como lo
estamos viviendo, con angustias y virtudes, depresiones y
ambigüedades. Necesito un abrazo o un balazo puede ubicarse
en esta línea estructural.
Sin mayores artificios que el de la escritura como una
expresión de lo cotidiano, el autor nos recrea episodios
comunes, simples, carentes de una fantasía ejemplar; los
personajes desfilan en medio de rincones ubicables en una
sociedad tan dispar llamada Trujillo, que la lectura nos
remite a un viaje rápido y sin escapes de rigor metódico.
Considerando que es el primer trabajo narrativo de su
autor, podremos sacar conclusiones de índole negativas,
como también resaltar aquellas virtudes propias de la
disposición que genera el escribir en una sociedad tan
áspera como la nuestra. La constancia y perseverancia harán
un mayor trabajo en manos de este joven autor que abrirá
nuevos rumbos en su estilo y voz, la cual se despierta fresca,
sin artilugios ni fantásticas acciones, pero con una dirección
situacional estática.
Que Necesito un abrazo o un balazo sirva como una
catarsis, como el impulso necesario de la libertad, como un
principio en el cual descubramos (tal vez) el origen de un
futuro escritor.

Oscar Ramirez
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A Karlita Quiroz Neira, porque aún, a pesar de la


distancia, te siento cerca; por el amor que profesabas por mí
en la tierra; por haberme hecho feliz con tan solo mostrarme
tu sonrisa invencible; porque aún, si hay algo más allá de la
muerte, me estás esperando, impaciente, por volvernos a
encontrar, para estar juntos por siempre, como alguna vez lo
soñamos cuando nos amábamos con tanta fuerza.
A todas las personas que me ayudan a encontrar el sentido a
mi vida cuando se me pierde en algún lugar.
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I
OJALÁ YA FUÉRAMOS GRANDES MI AMOR
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El colegio se llamaba San Pedro y era mixto. Asistían


chicos y chicas. Quedaba en la calle Grau, atrás del
centro comercial “El Virrey”. Por las mañanas, los
alumnos ingresaban con los uniformes bien planchados
e impecables. Por las tardes, muchos salían inmundos.
Las chicas iban con el cabello recogido por una cinta
celeste y los chicos con el cabello cortito con raya al
costado. La formación era un alboroto: una profesora
viejita les daba la bienvenida, les ordenaba mantenerse
en posición de firmes, luego de descanso, y cuando ya
los mantenía en silencio, obligaba a los alumnos a cantar
fuertemente el himno nacional del Perú. Casi todos
cantaban eufóricos. Otros hasta gritaban vociferando
“somos libres, seámoslo siempre, seámoslo siempre”.
Los alumnos pequeños iban al inicio de las filas. Rafael
se paraba al medio. No era el más alto, pero tampoco el
más bajo. Era una vergüenza ser el más chato y formar
adelante. Había dos filas por cada sección: una de
hombres y otra de mujeres.
Rafael estaba en cuarto grado de primaria y tenía 9
años. Él y sus amigos se sentían superiores a los de
tercero. Se burlaban de ellos, les decían mariquitas y
molestaban a sus amigas.
El recreo duraba media hora. La campana sonaba a
las 11: 15, entonces el patio se convertía en tierra de
nadie. Las canchitas de fútbol las ocupaban los grandes,
los de sexto y quinto grado, eso era indiscutible. Pero el
patio, que era realmente colosal, la disputaban los
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enanos de primero con los chicos de segundo, y a veces


se metían los de tercero y los de cuarto.
El profesor de educación física, cuando estaba de
buen humor, prestaba una pelota con la condición de
devolvérsela cinco minutos antes de que terminara el
recreo, cosa que nadie cumplía. Cuando estaba
malhumorado, mezquinamente les negaba una bola, y
los chicos le decían “panzón de mierda, atorrante” entre
dientes y se resignaban a jugar con una botella de
plástico, pero nunca dejaban de jugar sus pichanguitas de
todos los días.
Un día, la profesora Lili Gonzáles, súbitamente,
tomó examen de matemáticas. Todos protestaron
porque no había avisado, pero ella no hizo caso a nadie.
Empezó repartir a cada uno una hojita blanca llena de
preguntas por resolver y cobraba veinte céntimos por
ella.
— Profesora, no avisó que iba a tomar examen
—dijo un chico desde atrás.
— No es necesario que les avise jovencitos, ustedes
deben de estar preparados para todo —respondió Lili
Gonzáles.
El examen fue un fiasco para Rafael. No se
acordaba cómo era que se sumaba y restaba fracciones.
Tampoco sabía qué son los números naturales y sus
propiedades. Algunos, los más pendejitos, se copiaban
de sus cuadernos, pero Rafael no podía porque se
sentaba adelante, frente a la profesora Lili Gonzáles.
La profesora Lili Gonzáles era una viejita amargada
y seria. Mientras resolvía los exámenes, los alumnos
jugaban, peleaban, se tiraban bolas de papel, masticaban
chicle, y hacían bulla, mucha bulla.
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— ¡Silencio alumnos! ¡Basta de barullo! —dijo Lili


Gonzáles, y al instante le obedecieron.
Cuando resolvió y entregó los exámenes, casi todos
estaban confiados en aprobar, porque la mayoría había
copiado e hicieron fichas. Rafael estaba severamente
preocupado.
— Luis Rodríguez —llamó Lili Gonzáles.
— Presente —respondió Luis, era un jovencito
pequeño y travieso.
— Su examen.
Luis dejó su carpeta del fondo, se puso de pie y fue
al escritorio de la profesora Lili Gonzáles. Lo recibió, y
al ver su nota sonrió.
— ¿Cuánto? —le preguntó Rafael cuando Luis
pasó por su lado.
— Veinte.
— Buena —le respondió Rafael.
Sin duda, había copiado.
El noventa por ciento de alumnos aprobó el
examen porque copiaron. Las chicas no se quedaron
atrás. Poco a poco iban dejando de jactarse de ser
honestas. Cuando la profesora Lili Gonzáles llamó a
Rafael, este se puso nervioso. Lo recibió y se tapó los
ojos.
— Ya me jodí, carajo —dijo como si estuviera
hablando solo; nadie lo escuchó.
Esa tarde, a la hora de salida, ninguno estaba tan
temeroso y asustado como Rafael. Sus compañeros de
clase estaban hilarantes comprando helados Donofrio de
Joselito, el heladero fiel de los chicos.
— ¿Qué tienes? —le preguntó Ricardito Pérez, un
chico tranquilo, pero picarón con las chicas— ¿No
tienes para el helado? Joselito te fía, pídele.
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— No, no es eso. Me saqué cero cinco.


— Chucha, eres el único, porque todos se
copiaron.
— Si pues, mi viejo me va a sacar la mierda.
— Lo siento chochera.
Rafael llegó a su casa sudando. Al entrar a la sala, se
dio cuenta que estaba temblando de miedo. Pensó que lo
mejor sería romper el examen y tirarlo por el inodoro,
pero apartó esa idea de la cabeza, como quien aparta una
mosca de la cara, porque su mamá le dijo una vez que
cuando alguien miente o esconde algo importante, Dios
se enoja y manda un castigo severo y cruel. Se cruzó con
su mamá, la señora Rosa, en la cocina y no supo que
hacer.
— Hola mami —saludó, parado en el umbral de la
puerta con las manos en la espalda.
— Hola hijito —le respondió Rosa— siéntate en la
mesa, ahorita te sirvo tu almuerzo.
— Gracias mami —dijo Rafael, arrugando el
oscuro examen a sus espaldas.
— ¿Te pasa algo, hijito? —preguntó Rosa de
pronto, algo escéptica.
— Nada, nada, nada… —respondió Rafael y se fue
corriendo, y se encerró en su cuarto.
Le daba pena mentirle a su mamá. Rosa lo quería.
Con enorme paciencia le había enseñado a leer y a
escribir. En vacaciones estudiaba geografía con su
mamá. Rafael era el único de su clase que sabía las
capitales de los países americanos.
— ¿Capital de Chile? —le preguntaba Rosa
pacientemente en vacaciones.
— Santiago —respondía Rafael al instante.
— ¿Brasil?
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— Brasilia, mami.
— ¿Argentina?
— Buenos Aires, mami.
Rafael estaba llorando, escondido debajo de su
cama, recordando lo amorosa que era su mamá. Miraba
una vez más la hoja arrugada del examen: cero cinco.
Vio su nombre escrito con letras azules. Sentía que había
decepcionado a su mamá, que no merecía ser su hijo.
— Rafael, ven a comer —escuchó que lo llamaba
Rosa.
Él no quería comer, quería que su mamá lo
perdonara por no saber matemáticas. Era el único curso
con el que tenía problemas. En historia, lengua, y
ciencias sociales era espléndido, sólo con las
matemáticas tenía problemas. Sentía aversión por ese
curso. Lo odiaba. A Lili Gonzáles también.
— Rafael… a comer —volvió a llamar Rosa.
Él no contestó. Siguió pensando deliberadamente
por qué era tan bruto en matemáticas. Quería irse de su
casa. Ir al puerto de Salaverry, subir al muelle,
contemplar el mar, como cuando fue con su papá el año
pasado, respirar hondo, zambullirse, y ser devorado por
las olas marinas para dejar de sentir tanta culpa.
— Rafael… ¿dónde estas?
Era Rosa que había entrado a su habitación. No lo
encontró. Pensó que tal vez estaría en el baño.
Rafael miraba las piernas de Rosa echado en el piso,
debajo de su cama.
— Ya voy mami.
— ¿Qué haces allí? Sal inmediatamente.
Rafael salió lentamente y corrió a abrazar a Rosa
por las piernas.
— ¿Qué te pasa hijito? ¿Por qué lloras?
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Rafael balbuceaba y se apretaba los dientes para no


seguir chillando. Le dio el examen a su mamá. Rosa lo
desdobló. Vio la nota y lo miró malamente, como
diciendo eres un vago, un haragán muchachito.
— Espera a que se entere tu papá en la noche —
dijo Rosa con un mohín de disgusto—, ven a comer:
hoy no tendrás postre.
— Gracias mami, pero no tengo hambre —dijo
Rafael, haciéndose el machito.
— ¡He dicho que vayas a comer! —gritó Rosa con
vehemencia y llevó a Rafael al comedor de una oreja.
— Au, mami, suéltame, suéltame —se quejaba
Rafael llorando.
Esa noche, Pedro, el padre de Rafael, le propinó
veinte correazos en el poto. Se le quedó rojo y con un
ardor demencial. A parte, le hizo lavar los platos, trapear
el baño y dejarlo reluciente, y recoger las cacas de
mística, la perra que cuidaba la casa en la azotea. Cuando
terminó de hacer sus castigos encomendados, se sintió el
niño más pingajo del mundo. Estaba apestoso, hecho un
adefesio. Luego, sin que nadie le ordenase, se dio un
merecido baño en agua caliente.
Más tarde, cuando todos en la casa dormían, Rafael
estaba parado en la ventana de su habitación: miraba los
carros que aún circulaban por la Av. España, una señora
que vendía tamales en una esquina, un policía que
vigilaba una farmacia de los ladrones, fumándose un
cigarrillo y mirándole el trasero a una mujer que pasaba
por la vereda, y un perro callejero que aullaba porque
tenia hambre y frío. No podía dormir. Mañana tendría
que ir al colegio temprano, a las siete de la mañana.
Sintió sed y fue a la cocina en busca de un jugo de
naranja con hielo. En el camino se encontró con
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Anthony, su hermano mayor que acababa de salir del


baño.
— Oye, ¿qué haces despierto? Anda duerme,
huevón, mañana tienes que ir al colegio.
— Voy a la cocina, tengo sed.
Cuando regresó a su habitación, cerró la ventana y
la puerta; se acostó en su cama, sobre sus sábanas de
superman, apagó la luz, y en medio de la oscuridad cerró
los ojos y pensó: Diosito, ayúdame a ser el hijo que mis
papás quieren que yo sea.
Y se quedó dormido.

Varios meses después, una mañana a la hora de recreo,


Rafael fue víctima de una broma masomenos agradable
por parte de sus amigos. Estaba él y Luis Rodríguez —le
decían Luisito—, Ricardo Perez —el chan-chan, como le
decían, porque su cara era una ciudad llena de barros
(acné)—, y Edgar —el negro Luján—, parados en la
puerta del salón mirando el partido de todo el colegio en
el patio. En esas condiciones estaban cuando pasa por
delante de ellos Cecilia Orbegozo, una niña de otra
sección, pero de su mismo grado. Cecilia estaba con su
mejor amiga, Ericka, y comían helados. Al negro Luján
no se le ocurrió mejor idea que empujar a Rafael con un
fuerte empellón sobre las chicas. Pero Rafael cayó
solamente encima de Cecilia y de su helado, que
segundos antes había estado comiendo. Ericka se hizo a
un lado. Cecilia se sonrojó. Rafael sintió que sus mejillas
se estaban incendiando. Tenía en el cachete algunas
gotas de helado que salpicaron desde el piso. Se miraron
unos segundos, que parecieron eternos echados en el
suelo.
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— Ten más cuidado, oye imbécil —le dijo Ericka a


Rafael con tono enérgico.
— Perdona, ellos me empujaron —se defendió
Rafael, señalando a sus amigos.
Pero ellos ya no estaban, desaparecieron. La puerta
estaba cerrada, estaban dentro del salón, celebrando su
pequeña canallada. Luego Ericka y Cecilia se fueron sin
sus helados. Rafael siguió mirando a Cecilia hasta que
logró perderla de vista por los baños.
Cecilia era una niña bonita. Tenía el cabello color
castaño oscuro, ojos marrones, y tez blanca. Era alta y
callada. Tenía aires de princesa. Parecía, más bien, un
ángel.
Era la hora de salida. Rafael estaba cruzando el
portón que daba a la calle. Llevaba su mochila en la
espalda, las manos puestas en los bolsillos laterales del
pantalón, y silbando la canción de Rocky.
Inesperadamente escucha una voz de niña que lo llama
desde atrás. Él se detiene.
— Rafael, espera —era Ericka, quien venía a su
encuentro.
Rafael pensó que Ericka venía a gritarle que es un
estúpido, un zoquete, y un tarado.
—Cecilia te manda esto —dijo Ericka y le entregó
una carta escrita en hoja de cuaderno y se fue corriendo.
Confundido, Rafael empezó a desdoblar la carta
mientras salía a la calle. Tuvo curiosidad en saber qué es
lo que decía dentro. Se sentó en una banca en la calle y
empezó a leer. La carta estaba llena de faltas ortográficas
y una caligrafía bastante descuidada. Al terminar, se
sintió sosegado y con una agradable sensación de paz en
el corazón. Mientras guardaba la carta, se dio cuenta que
estaba sonriendo sin saber porqué.
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Al llegar a su casa, entró corriendo a la habitación


de Rosa, su madre, quien estaba viendo el programa de
Gisella en la tele.
— Mamá, mamá, mamá —gritaba.
— ¿Qué ocurre? ¿Por qué estás tan alegre?
— Ya tengo novia —le respondió.
Rosa lo miró con ternura y sonrío.
— Haber, cuéntame, ¿quién es tu novia?
— Se llama Cecilia, mira me dio una carta.
Rosa empezó a leer la carta en voz alta.

Hola Rafael:

Desde que nos chocamos en el recreo no he dejado de pensar


en ti. Eres muy simpático y te confieso que me gustó mucho
haberte sentido cerca. Tienes una sonrisa bonita, y quiero
que sepas que no estoy enojada contigo. Mi amiga Ericka
tampoco. Dice que la perdones porque te dijo imbécil.
Perdónala, ¿ya? Espero que mañana me invites un helado a
la hora de recreo. Estaré impaciente porque así sea. Me
gusta de chocolate y de fresa. Si me compras uno, acepto ser
tu novia. Te mando besitos. Cuídate.

Rosa volvió a sonreír.


— ¿Cómo es Cecilia?
— Muy bonita, mami. Cuando me case con ella la
vas a conocer.
— Ay que romántico eres, mi bebito. Tú siempre
serás mi bebito, hijito.
— Y tú la mejor mamá del mundo —dijo Rafael y
abrazó a Rosa.
— Mañana tienes una cita en el recreo —dijo Rosa
sonriendo y le dio dos soles para los helados.
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— Gracias mami.

Semanas después, Rafael y Cecilia eran amigos y se


habían convencido que se gustaban demasiado. No se lo
decían frente a frente, sólo por cartas escolares, hechas
en hojas de cuaderno.
Un día, Cecilia jugó a la botella borracha con sus
amigas. El juego consistía en formar un círculo de
personas en el piso, poner una botella vacía en el centro,
y hacerla girar. La base de la botella indicaba que
persona ordenaba un castigo a quien el pico señalara
cuando haya quedado estática.
Ericka ordenó un castigo severo a Cecilia: le dijo
que tenía que darle un beso a Rafael en la boca y que
durara veinte segundos. Cecilia sonrío porque para ella
no era un castigo, sino más bien lo haría con todo gusto.
A la hora de recreo, Cecilia buscó a Rafael.
— Necesito que me hagas un favor —le dijo
Cecilia con su voz de querubín—, me han ordenado que
te dé un beso a la hora de salida y quiero pedirte
permiso.
— ¿Quién te lo ordenó?
— Ericka. Jugamos botella borracha. Si no cumplo
me pasara algo malo.
Rafael aceptó hacerle el favor, pero con la
condición de que ella lo busque a la hora de salida.
— Gracias, Rafael —dijo Cecilia y le dio un beso
fugaz en la mejilla y regresó a su salón de clases.
En clase de Rafael, corrían rumores y comidillas del
inminente beso entre ellos.
— Buena Rafo, te vas a chapar a la Cecilia —le
decía el negro Luján.
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— ¿Quién te lo dijo, negrito?


— Ericka nos contó a todos.
— Putamare, esa enana chismosa.
Llegó la hora de salida. Había grandes expectativas.
Los más pendejitos y listos estaban negociando por el
beso.
— Te apuesto dos helados del Joselito que el cabro
de Rafael se va a chupar —decía Luisito a cuanto
apostador se le cruzara en el camino.
Cecilia estaba buscando a Rafael. Mas atrás venía
Erica, tenía que ser el principal testigo del beso. Rafael
estaba leyendo un libro de aventuras sentado en una
banca en el patio del colegio. Cecilia lo vio, y se le
acercó.
— ¿Estás listo?
—Listo —respondió Rafael ecuánime, pero
muriendo de nervios por dentro. Aunque estaba
empezando a sentirse abochornado por la cantidad de
curiosos que lo miraban, sabía que no podía fallarle a
Cecilia.
— Ven, vamos entonces.
Cecilia estaba realmente sobria. No se le notaba
ningún pudor, o al menos así lo parecía. Por eso, grande
fue la sorpresa de Rafael cuando, caminando a lado de
Cecilia, y un montón de chismosos atrás,
inesperadamente ella se detuvo y le dijo:
— Mejor no, Rafael.
— ¿Porqué?
— Tengo miedo que se entere mi papi.
Ericka, quien estaba cerca de ellos, los escuchó y
miró malamente a Cecilia y llamó a dos chicas. Todas
tenían la malsana costumbre de obedecer a Ericka.
— Se quiere echar para atrás. ¡Deténganla!
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Cecilia, nerviosa, empezó a sonreír. Rafael también


lo hizo cuando sintió que lo tomaban de los brazos.
— Métanlos adentro —ordenó Ericka señalando
un salón de clases vacío.
Pasaron. Los encerraron y se miraron sonrojados.
Por las ventanas, desde afuera, un montón de sapos los
azuzaba gritando:
— ¡Beso! ¡Beso! ¡Beso!
Ericka miraba a Cecilia amenazante, como
diciendo: si no lo besas, te va a ir muy mal Ceci.
— ¿Qué hacemos? —le preguntó Rafael.
— No sé —respondió Cecilia sonriendo linda.
Afuera se escuchaba alaridos incitándoles a que se
besen.
— Avión, avión, avión, Rafael es un cabrón —
gritaban los chicos.
— Araña, araña, araña, Cecilia no se baña —
gritaban las chicas.
— ¿Lo hacemos? —preguntó Rafael, motivado y
excitado por los gritos enloquecedores.
— Ya pues —dijo Cecilia y cerró los ojos, y esperó
con su boquita erguida a Rafael.
Rafael se acercó lentamente, cerró los ojos y juntó
sus labios a los de Cecilia. Se quedaron así, petrificados,
pero luego, de una manera espontánea empezaron a
jugar con sus labios vírgenes. Fue su primer beso. Al
abrir los ojos y despegarse, se abrazaron y se dijeron al
unísono: te quiero.
Al ver la cantidad de caras fisgoneándolos, Cecilia
sintió como lentamente la sangre se le subía por el cuello
y cara y se ruborizó.
Afuera del salón, los chicos silbaban y aplaudían
eufóricos. Un beso a esa edad era un acontecimiento
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colosal. Desde ese entonces, Rafael y Cecilia se hicieron


novios. Estaban juntos en cada momento y en todas
partes. Comían helados a la hora de recreo en el kiosco
de la señora Beatriz, iban juntos al paradero a tomar el
micro a la hora de salida, estudiaban juntos en la
biblioteca; y en las clases de educación física, se bañaban
en la piscina.
Los meses pasaron en un abrir y cerrar de ojos.
Llegaron las fiestas navideñas. Eran los últimos días de
clases, los días finales del año. Todos los alumnos
estaban extasiados porque llegaran las merecidas
vacaciones. Una mínima cantidad de chicos estaban
deprimidos porque sabían que probablemente repetirían
de año escolar por sus bajas calificaciones.
Rafael y Cecilia estaban en las canchitas de fútbol,
sentados en el césped y comiendo galletas rellenitas,
mirando a sus compañeros jugar una pichanguita.
— ¿Qué vas hacer en vacaciones? —le preguntó
Cecilia a Rafael.
— No sé. Yo siempre voy a la playa. ¿Y tú?
— A veces viajo. Voy a visitar a mis tíos a Chiclayo.
Los dos sabían que se extrañarían horrores. Las
vacaciones duraban tres meses. Casi cien días. Era una
eternidad. Era imposible tratar de verse a escondidas.
Ninguno de los dos tenía la suficiente osadía de
proponer tímidamente encuentros peligrosos.
— Te voy a extrañar en vacaciones, Cecilia —dijo
Rafael.
— Yo también, amorcito —le respondió Cecilia,
mirándolo a los ojos—, te amo.
Rafael se puso chuncho. Cecilia nunca le había
dicho te amo.
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— Ojalá ya fuéramos grandes, mi amor, y que


nuestros papás nos den permiso de ser novios.
Rafael estaba perplejo. Cecilia imaginó estar
conmigo de grande, pensó.
Rafael y Cecilia se besaban una vez al mes,
masomenos. Los dos tenían vergüenza. Se sentían
ridículos.
Hoy tengo que besarla, pensaba Rafael.
Por favor bésame, pensaba Cecilia.
Luego, de una manera espontánea y súbita, se
dieron un prolongado y esperado beso. Parecían dos
pichoncitos, dos niños traviesos que jugaban a ser
mayores. Era tanta la ternura y el candor que
profesaban, que daba gusto verlos dándose besitos. Eran
muy queridos por todos, porque eran la única pareja de
la primaria.
— Quiero estar siempre contigo Cecilia.
— ¿El otro año también?
— Sí.
— ¿Me vas a esperar?
— Sí.
Esa mañana, Rafael acompañó a Cecilia hasta su
casa. Fueron caminando. No quedaba cerca del colegio,
sin embargo, Rafael estaba complacido y contento de
llevarla. Se sentía todo un hombrecito llevando a Cecilia
de la mano por las calles.
— Cuando llegamos a mi casa, me sueltas la mano,
¿ya? —dijo Cecilia.
— ¿Por qué? —le respondió Rafael.
— Porque mi papi se puede molestar.
Una cuadra antes de llegar, se detuvieron. Cecilia
señaló con su dedo índice cual era su casa.
— La casa azul de dos pisos es la mía.
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Rafael estaba triste, pero no se le notaba. El Chan-


chan Ricardito le había dicho que para que Cecilia no lo
olvide en vacaciones, tiene que besarla bien, con lengua
y todo. El Chan-chan se jactaba de haber besado el año
pasado a su prima con lengua, y decía que él tenía más
experiencia que todos en la clase.
— Nos vemos el otro año —dijo Cecilia y dio
media vuelta para marcharse.
—Espera —la detuvo Rafael y la beso con
vehemencia.
Se había acordado de los consejos del Chan-chan
Ricardito.

El primer día de clases del siguiente año escolar, Rafael


fue temprano e inquietante al colegio por volver a ver a
Cecilia. No se había acordado de olvidarla. Esa mañana,
Cecilia no fue al colegio. La primera semana entera faltó.
El primer mes también. Rafael no sabía que hacer. La
extrañaba mares. El colegio para él ya no era igual.
Una mañana, a la hora de recreo, se cruzó con
Ericka en el kiosco y le preguntó por Cecilia.
— Su papá la cambio de colegio. Está estudiando
en el Sagrado Corazón.
— ¿Estás segura?
— Sí. Pensé que tú ya lo sabías.
— Recién me entero. Gracias.
Rafael se fue corriendo al baño de hombres y se
puso a llorar frente al espejo. No lo podía creer. Lo que
el sol significaba para el mundo, Cecilia significaba para
su vida. Su sola presencia hacía más agradable sus
recreos. Rafael empezó a bajar su rendimiento en los
estudios. Dejó de ser uno de los mejores alumnos de su
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clase. Cayó sumergido en una severa depresión infantil.


Rosa, su madre, advirtió el cambio emocional de su hijo
y lo llevó donde un psicólogo, amigo de la familia.

Algunos años después, Rafael volvió a ver a Cecilia.


Estaba caminando por la Av. América, por la Upao. Fue
a ver a un amigo suyo que estudiaba derecho en esa
universidad. Lo estaba esperando afuera, parado a lado
de una cabina pública de Telefónica. De pronto, advierte
que Cecilia, ya una joven alta y guapa, salía de clases
vestida con un overol, y chupando un chupete rojo, llena
de libros y acompañada de un joven que sin duda era su
novio, puesto que lo tomaba de la mano y le daba besos
en la boca. Pasaron por su lado. Se miraron, pero Cecilia
no lo reconoció.
Está un hembrón, pensó Rafael y siguió esperando
a su amigo a lado del teléfono público de Telefónica
mientras le miraba el trasero a Cecilia.
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II
INMINENTE DESOLACION
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En las vacaciones de aquel verano, Rafael tenía 17 años y


Andrea, su novia, un año menos. Una tarde ella lo llamó
desesperada.
— Hola amor, necesito verte. Mi mamá me ha
llamado y me ha dado una noticia terrible. La odio, no
sabes, siempre me complica la vida, hasta cuando está
ausente. Ya no sé que hacerla, Rafael.
Rafael, quien estaba disfrutando de un chocolate,
viendo un partido por las eliminatorias al mundial de
Alemania 2006 entre Perú y Argentina, no entendió bien
lo que su novia le decía casi sollozando detrás del
teléfono.
— Hola novia, ¿qué dices? No te oigo, está jugando
Perú.
En la TV, Argentina con su jugador estrella,
Riquelme, anotaba el primer gol del partido. Andrea
escuchaba atenta las maldiciones de Rafael y sus gritos
de impotencia. Es un tonto, pensó con ternura.
— Rafael, lo que tengo que decirte es importante.
Estoy destrozada. No se por qué me hacen estas cosas a
mi, que soy un ángel, una bendición del cielo. Yo te amo
mi vida. No lo entiendo…
En la TV, esta vez Perú atacaba amenazante el área
rival. Andrea escuchó la voz vociferante de Rafael
celebrando un gol de su selección.
— ¡Gol! ¡Golazo! —gritó— ole, ole, ole, oleee;
Perú, Perú…
— Rafael, ¿me estás escuchando?
32
.

Rafael no entendió ni un carajo lo que le decía su


novia. No le prestaba mucha atención. No creía que fuera
tan grave lo que tenía que saber. Pensaba que era uno más
de sus llantos porque le salió un granito en la cara, o
porque subió de peso.
— ¿Qué ocurre? ¿Qué cosa me tienes que decir
amor? Estoy viendo el partido.
— ¿Tu partido es más importante que yo?
No lo era. Él la adoraba. Secretamente se quería
casar con ella y vivir juntos para siempre. Andrea era la
primera novia de su vida. Había tardado un año en
enamorarla. A menudo le escribía cartas y mensajes de
amor a su correo electrónico. Ella suspiraba. Le parecía
un chico inteligente y simpático. Además, era deportista.
Sabía hacerla reír y restaurar su estado de ánimo cuando
estaba acongojada. Por eso ella lo quería, y porque Rafael
era la única persona en el mundo en quien ella podía
confiar.
— No, claro que no. Sabes que te amo y…
Se detuvo. Celebró otro tanto de Perú con todas sus
fuerzas. Parecía un loco. Cruzó el umbral de la puerta y
salió a la calle, mientras explicaba la jugada de gol por el
celular. Afuera todos sus vecinos y amigos aplaudían con
loas el juego de sus ídolos. Saludó a uno de ellos con un
ademán. No tenía el polo puesto. Lo hacía girar por los
aires. Cuando la vehemencia pasó, se lo volvió a poner.
En el centro decía Te Amo Perú. Siempre que jugaba la
selección lo usaba. Regresó a la sala y se sentó a mirar con
miedo los últimos minutos del partido.
— ¡Maldición! ¡Rafael! ¡Escúchame! Mi mamá me va
a llevar a EE.UU.
De pronto comprendió la gravedad de la situación.
Él no quiso escucharlo. Sacudió la cabeza como en un
33
.

intento de olvido. Su semblante adquirió una expresión de


incredulidad.
— ¿Qué has dicho? —preguntó con pavor.
— Mi mamá me va a llevar a EE.UU.
Rafael sintió como lentamente un nudo en la
garganta empezaba a emerger para luego hacerlo llorar.
Sin embargo se contuvo.
— Dile que no quieres ir. Que eres feliz viviendo
con tus abuelos. Que tienes un novio que te adora. Que
no puedes dejar a tus amigos, tus costumbres, tu tradición.
Qué lindo, pensó Andrea con lágrimas en los ojos.
— No puedo, mi mamá tiene todo listo. Mañana
viajo en la noche.
Apenas dijo eso y Rafael empezaba a realizar grandes
esfuerzos por creer que todo era una broma. Una broma
de pésimo gusto. Sin embargo, lo que luego escucharían
sus oídos lo dejaría totalmente convencido de que no se
trataba de ninguna bufonada. El viaje era cierto,
inminente.
— Te extrañaré cuando me vaya —dijo Andrea con
increíble tristeza. Su voz empezaba a sentirse lejos, como
el horizonte en las mañanas.
Se despidieron apenados, cada uno imaginando el
futuro de manera distinta.
No me quiere, no le importo, por eso se va, pensaba
Rafael.
Con el pasar del tiempo se enamorará, se casará, me
olvidará, pensaba Andrea.
Rafael desdeñó el partido. Dejó a medias un
chocolate sublime abierto y el televisor prendido. Cuando
empezó a caer la noche, él seguía sentado, ensimismado,
con las manos sosteniéndose la cara, los codos sobre las
rodillas, y la mirada perdida en sus zapatos. No cenó.
No tuvo hambre. Dejó que se enfriara el arroz
34
.

chaufa que lo esperaba sobre la mesa y que luego fue


devorado por la perra de la casa.
Habían quedado de acuerdo en encontrarse en el
Parque Azul en la noche. Rafael se puso una chaqueta para
combatir el frío de la calle. Su piel estaba sensible, sin
embargo, mientras caminaba, no sintió el viento gélido
que hacía bailar sus cabellos, sino una mezcla de disgusto
y tristeza. Disgusto con él mismo, con la vida, y con
Andrea, su chica. Al llegar al Parque Azul, advierte que
Andrea estaba sentada en una de las tantas bancas, con las
piernas cruzadas, y el semblante compungido. Rafael la
saludó con un beso.
— ¿Cuándo te vas del país? —dijo Rafael seca y
fríamente.
— Ay, amor, mañana viajo a Lima. Estaré una
semana en casa de mis tíos, en San Miguel.
— ¿Mañana?
— Si, pasaré unos días con ellos, luego viajaré a
EE.UU. Me quiero morir de tristeza, no sabes.
Andrea se puso de pie y lo abrazó fuertemente. Sabía
la gravedad de lo que estaba ocurriendo. Sabia que
probablemente nunca más lo volvería a ver, o quizás
dentro de algunos años. Dentro de algunos años, no
obstante, pueden pasar muchas cosas. Ella lo sabía muy
bien. Por eso lloraba, por la inminente desolación. Rafael
la miraba muy serio, intentando ver algo más allá de sus
ojos y de su llanto. Quería descubrir su alma. Quería saber
por qué diablos lo iban a dejar solo, hecho mierda para
siempre.
— ¿No hay nada que puedas hacer para que te
quedes?
— No —dijo ella con un movimiento de cabeza.
No me quiere como yo a ella, pensó Rafael. Sintió
coraje y que estaba perdiendo el tiempo. Se odió por ser
35
.

tan estúpido y amarla tanto. Esa noche, Rafael estaba


siendo poseído por la oscura furia del cambio brusco de
su estado de ánimo. Me quiere mandar al demonio, quiere
terminar conmigo, pensaba Rafael, sintiendo su alma
haciéndose añicos.
— ¿Te importo un carajo, verdad?
— No digas eso. Yo te amo. Tú eres mi vida. Una
bendición, tú lo sabes —dijo Andrea tomando las manos
de Rafael.
Él estaba escéptico.
— Si en verdad soy todo eso, ¿por qué me dejas?
Andrea no sabía responder esa pregunta. Ella lo
amaba, lo amaba con ese amor que no se parece a nada y
que es casi celestial. Sin embrago, estaba condenada a
dejarlo por razones poderosas. Luego de un prolongado
silencio, respondió tristísima.
— Perdóname Rafael —balbuceó abrazándolo,
mientras empezaba a llorar.
Sollozaba en silencio en el hombro de su novio. Él se
mantenía de pie, petrificado. De pronto, Rafael tuvo
deseos inmensos de llorar, de expulsar todo su dolor, de
comprender por fin que es un papanatas y que estaba
derrotado. En un segundo, recreó en su mente todos los
buenos momentos que vivió con ella. Recordó el día en
que le pidió que fuera su novia en casa de Esther, su
mejor amiga; los paseos sosegados por las playas de
Huanchaco, comiendo los dos un solo helado; sus
primeros besos, y el día en que estuvieron a punto de
consumar el amor y unir sus cuerpos enardecidos y
jóvenes.
— ¿Sabes una cosa?, haz de tu vida lo que quieras, ya
no me importas —dijo Rafael haciendo un mohín y
odiándose. Dio media vuelta y se marchó del lugar.
36
.

Mientras avanzaba, no se arrepintió de haber sido


duro y cruel con Andrea y consigo mismo. Sabía que
sufriría. La tristeza era enorme, y mañana peor. Caminaba
hacia cualquier lugar, menos a su casa. No quería parar
allí. Se sentiría más denigrado. En el trayecto del camino,
volteó para mirar si ya se había ido. Allí estaba, de pie, con
los brazos cruzados y mirándolo. Parecía estar segura de
que él volvería. La dureza de Rafael estaba a punto de
flaquear. Estaba apunto de regresar corriendo para llenarla
de abrazos y besos. Ella deseaba eso. Muy dentro, desde el
fondo de su propia existencia, Rafael también; sin
embargo, recobró todo su aplomo y volteó la última
esquina de la calle.
Andrea se quedó media hora llorando y esperando
que Rafael regresara. Comprendía su fastidio. Días atrás,
se habían prometido estar juntos para siempre y nunca
separarse. Recordó el día en que fue al estadio Mansiche
para verlo jugar un partido de fútbol con la selección de su
colegio. Él era portero. Andrea se sentía orgullosa
viéndolo gritar y ordenar a su defensa. Realizaba acciones
acrobáticas para atajar el balón. Parecía un saltimbanqui.
Era el amo y señor de su área. Parecía un felino. Ella lo
contemplaba desde la tribuna occidente, aplaudiendo cada
intervención de Rafael. Al terminar el partido, ella corrió a
su encuentro para felicitarlo por la victoria. Él estaba
extasiado, la tomó del talle y la alzó dando revoluciones
por el aire. Los dos sonreían. Sus compañeros de equipo
advirtieron el acto y aplaudieron y silbaron pidiendo un
beso. Ellos los complacieron, y se besaron muy despacio
delante de mucha gente. Ahora, en su mente se agitaba la
frase ya no me importas como un fuerte zumbido. No lo
podía creer.
La madre de Andrea vivía en Miami, hacia ya diez
años. Desde muy niña, entonces, ella quedó bajo la tutela
37
.

de sus abuelos. Ahora, ya una joven, alta, guapa y


hermosa, su madre pretendía llevarla con ella para darle
amor y educación de calidad. Andrea deseaba
reencontrarse con su madre y su hermanito menor, a
quien no conocía porque nació en el país norteamericano,
y de paso conocer Disney. Era su sueño. Sin embargo
ahora que el viaje era inminente, se sentía vacía,
apabullada por los embates del tiempo y el frenesí de la
vida.
Rafael fue a parar a las Delicias. Se regodeaba al
escuchar el crujido del mar. Sentado en una roca, e
inundado de un absoluto silencio, se preguntaba una vez
más por qué la vida empezaba a ser cruel con él. Lanzaba
piedras al fondo, como si en ellas expulsara fracciones de
tristeza. No le quedaban lágrimas en los ojos. Se preguntó
como estaría Andrea en esos momentos. Se quedó hasta
altas horas de la noche, aventurándose y desafiando a los
borrachines y delincuentes que deambulaban por allí. En
el vaivén de las olas del mar le pareció ver el rostro de
Andrea sonriéndole y haciéndole adiós con la mano.
Parecía que la desolación lo estaba haciendo delirar. Se
preguntó si su abandono podría considerarlo como una
alevosía, una canallada. Pensó que sí, que era una vil
traición. Por eso de sus ojos brotaban grandes lágrimas de
impotencia, de no poder cambiar el rumbo de su destino
a su manera. Empezó a llorar hasta que se quedó
profundamente dormido en la arena del mar, dejando que
el frío del viento le golpeara el rostro, y el alma.

Al día siguiente, por la noche, Andrea viajaba a Lima


para pasar sus últimos días en el país con sus tíos Gabi y
Lucas. En Trujillo, en su casa, eran sólo arrumacos,
38
.

besos y lloriqueos. Esther, su mejor amiga, la consolaba


y le daba ánimos para seguir. Ella sonreía, triste y linda.
— Vamos Andreita, te vas a Estados Unidos, no a
la luna —le decía Esther, tratando se restaurar su ánimo
y robarle una sonrisa.
La llenaron de recuerdos y regalos. Todos muy
bonitos; sin embargo, Andrea desdeñó cuanto obsequio
llegó a sus manos y los guardó rápidamente en su maleta
sin siquiera tener la curiosidad de mirarlos. En verdad,
ella esperaba algo muy especial, algo que la haría sentir
bien dentro de tanta nostalgia. Y es que no había vuelto
a ver a Rafael, ni siquiera lo había llamado, ni
mensajeado, ni nada. Se sentía vacía, nula, neutra. No iba
a poder soportarlo. Necesitaba encontrarlo en la calle y
tan sólo mirarlo. Después de algunos minutos, llegó el
taxi que tendría que llevarla al terminal terrestre.
Subieron sus maletas y luego se despidió nuevamente de
todos, uno por uno. Su abuela la acompañaría hasta
Lima. Cuando el chofer del taxi encendió el carro, y lo
puso en marcha, Andrea les hizo adiós a todos detrás de
la ventanilla del taxi, y lloró una vez más. Así, con esa
imagen, la recordarían sus familiares y amigos en la calle.

Rafael estaba caminando por la calle fumando un


cigarrillo, hecho mierda por lo que estaba sucediendo.
Luego, después de tanto andar, fue a parar al Parque
Azul. Tomó asiento en la misma banca donde estuvo
con Andrea la última vez, y encendió otro cigarrillo.
Ensimismado, miraba el piso. Nada lograba llamar su
atención, a pesar del barullo que hacían algunos niños
jugando cerca de él. Rafael imaginaba que Andrea ya
estaría en el ómnibus, rumbo a Lima. No nos
39
.

despedimos bonito, pensó. Se sentía realmente mal, solo,


abandonado. Todo le resultaba aburrido. Estaba
desconcertado. Sus sistemas estaban inconexos. Por el
lugar, acababa de pasar un viejo amigo suyo, y advirtió
su presencia. Se acercó a saludarlo.
— Promoción, a los años. ¿Qué tal? ¿Qué ha sido
de tu vida?
— Hola Alonso, ¿qué haces? —saludó Rafael
estrechándole la mano.
— Acá pues, pateando latas… ¿Y tú?
— Yo estoy cagado. Mi enamorada se va a Estados
Unidos hoy y no nos despedimos.
— Carajo, qué jodido debe de ser eso.
— Sí, pues.
Rafael al principio no estaba contento de volver a
ver a Alonso.
— La quieres mucho, ¿verdad?
— Ajá.
— ¿Y por qué no te despediste de ella?
— Porque el día que me contó que viajaría a
Estados Unidos, me enojé y le dije que haga lo que
quisiera con su vida, que ya no me importaba.
— La cagaste pues, ¿a qué hora viaja?
— No sé.
— De repente aún está en su casa.
— De repente, no sé.
— ¿Cómo se llama tu hembrita?
— Andrea, ¿la conoces?
— ¿Dónde vive?
— En la calle Crolungo, atrás de una canchita de
fulbito, a lado de un minimarket.
Alonso no la conocía, pero había oído hablar de
ella a sus amigos.
40
.

— No la conozco, pero creo saber quién es. ¿Por


qué no la llamas? Talvez quiere verte.
A Rafael no se le cruzó nunca esa idea por la
cabeza. Pensaba que Andrea estaba furiosa con él por el
último incidente, por ser tan bellaco con ella.
— Me da roche. Fui malo con ella, no pude
comprenderla.
— No seas huevón, pues Rafaelito. Llámala, si no
la vez hoy, no la vez nunca.
Alonso tenía razón. Si no la veía hoy, no la volvería
a ver dentro de muchos años. Quién sabe cuánto tiempo
tendría que estar Andrea en Estados Unidos. Quizás se
iba a vivir perpetuamente a lado de su madre, su esposo,
y su hermanito menor. Sería terrible, horrendo. De
todos modos, Rafael, a estas alturas, estaba dispuesto a
realizar cualquier cosa por verla, cualquier cosa.
Rafael y Alonso fueron a una cabina pública de
Telefónica y llamaron a casa de Andrea. Le dijeron que
no hace mucho había ido al terminal terrestre de la
empresa Línea para viajar a Lima. Aun podía verla por
última vez si se daban prisa y tenían un poco de suerte.
Rápidamente subieron a un taxi, y a toda velocidad,
fueron al terminal. En el camino, Rafael estaba nervioso.
Tenía la enorme confianza de que la encontraría. No
podría soportar aquel terrible sin sabor si no llegaba a
verla. Alonso lo acompañaba a lado suyo, encantado. Al
llegar a su destino, Rafael le pagó al taxista con cinco
soles. Se asombró, y maldijo mentalmente al contemplar
tanta muchedumbre. Sería más difícil encontrarla. Las
personas que viajaban, venían con sus familiares y
amigos para despedirse antes de partir. Rafael deseaba
solamente abrazarla, sentirla, y desearla suerte y éxitos.
No obstante, luego de preguntar a cuanto vendedor
41
.

ambulante se le cruzara en el camino por Andrea,


mostrando su foto y explicando brevemente la urgencia
de volver a verla, no la encontró. Empezaba a llover, y
mientras más avanzaba la noche, más crecía en él la
desesperanza y sus mancillados deseos de verla por un
solo instante. Con mucha osadía, Rafael y Alonso subían
a los ómnibus que estaban por salir de la ciudad,
fisgoneando cada asiento, porfiando para no darse por
vencido en contra de lo que parecía evidente: Andrea ya
no se encontraba en Trujillo.
— Al menos lo intentaste, brother —dijo Alonso,
después de un rato, sentados en la calle.
— Sí pues, pero yo quería verla —dijo Rafael
compungido.
— Anímate Rafael. Mejor vamos a tomar unas
cervezas para levantar tu ánimo, ¿qué dices?
— Gracias, pero no me provoca. Quisiera estar
solo.
Rafael se sentía miserablemente mal por el fiasco de
no haber encontrado a Andrea.
— Carajo, no te puedo dejar solo. Confía en mí. Te
va a hacer bien.
Rafael lo miró.
— En verdad, gracias por todo, pero no me
provoca tomar ahora.
— Putamare, no jodas pues Rafael. Te vas a
deprimir horrible si te quedas solo. No seas huevón…
—dijo Alonso dándole una palmada en el hombro
derecho.
Alonso convenció a Rafael. En tiempos del colegio
fueron grandes amigos y siempre se juntaban a la hora
del recreo para conversar, molestar chicas, y pasarse las
respuestas de los exámenes bimestrales. Rafael estaba en
42
.

la sección “A” y Alonso en la sección “B”. Se


conocieron jugando fulbito en la canchita del colegio.
Desde que se graduaron en la secundaria, el año pasado,
no se habían vuelto a ver. Por unanimidad fueron al
Coloquios, un bar tranquilo y acogedor; allí se quedaron
un largo rato, bebiendo cervezas y fumando, tanto que
los dos ya estaban medio borrachos, y hablaban
gritándose y diciéndose lisonjas no merecidas.
— ¿Y Andrea también te ama? —preguntó Alonso
con los ojos brillando porque la luz del foco eléctrico le
impactaba.
— Sí, claro.
Alonso miró a Rafael fijamente. Luego de unos
segundos dijo sonriendo:
— Entonces vamos a Lima a buscarla.
— ¿Estás loco? ¿Cómo la vamos a encontrar si no
sé dónde viven sus tíos?
— Claro, ella debe estar como tú, triste. Puedo
jurar que también se muere por verte. Además, si la
encuentras, sabrá lo mucho que la quieres. ¿Sabes en que
distrito viven sus tíos?
— En San Miguel —dijo Rafael, no muy
emocionado.
Rafael lo estaba pensando deliberadamente.
Imaginaba como sería encontrarla en una ciudad que no
era la suya; la abrazaría con todas sus fuerzas y le
suplicaría que por favor no se vaya del país. Andrea lo
entendería. Estaría conmovida por el amor inmenso que
Rafael estaba profesando por ella. Harían el amor por
primera vez en Lima. Sería sublime y tierno. Andrea
había demostrado que también amaba a Rafael, por eso,
no podía entender por qué diablos su madre decide
llevarla ahora, en tiempos en que ella esta siendo
43
.

inmensamente feliz, a lado de sus abuelos, sus amigos, y


Rafael, su novio. Después de pensar y saber que posee
una conciencia racional de lo que iba a hacer, puesto que
ni él, ni Alonso, tenían DNI, y además sería muy
riesgoso y aventurado viajar a Lima, una ciudad
gigantesca comparada con Trujillo, podría resultar una
gran odisea. Pero qué más podía hacer, si Rafael sentía
que su alma abandonaba su cuerpo al sentir lejos a
Andrea. Necesitaba recuperarla y despedirse bonito.
Alonso acababa de beber un trago más de cerveza
Pilsen Trujillo y eructó. Luego dio una pitada a su
cigarro que estaba languideciendo y expulsó el humo por
la nariz.
— Está bien, Alonso, acompáñame: nos vamos a
Lima —dijo Rafael.
Alonso quien aun seguía con el vaso en la mano, se
sobresaltó al oír a Rafael.
— ¡Buena Rafael! Ya verás que todo saldrá bien.
— Eso espero, eso espero —respondió Rafael
llevándose un trago a la boca.
Brindaron por su inminente aventura y sonrieron.
Estaban chupando como demonios. Rafael hacía
bromas, Alonso las celebraba con palmas y carcajadas,
tenía el espíritu jacarandoso. Cada cuchufleta, él las
celebraba con loas y palmaditas en el hombro de Rafael.
Por fuera, Rafael estaba risueño, pero por dentro aún
estaba melancólico. No podía evitar sentirse así, a pesar
de todo lo que había bebido. Al contrario, según la
música que escuchaba, se iba hundiendo y sumergiendo
en una añoranza de recuerdos indescriptibles.
A cientos de kilómetros del bar Coloquios, un
ómnibus viajaba a gran velocidad por la carretera
Panamericana, hacia el sur. Andrea viajaba a lado de su
44
.

abuela, mirando a través de las ventanillas del asiento el


desierto y los montes de arena que pasaban al ritmo de la
velocidad que usaba el conductor del ómnibus. El reflejo
del rostro lúgubre de Andrea se marcaba en la ventanilla
de vidrio donde se posaba su mirada triste y linda. Su
abuela, Luisa, advirtió que Andrea estaba sollozando,
mientras todos los pasajeros viajaban durmiendo. La
comprendió. Era natural que estuviese triste en aquellas
condiciones en que estaba siendo colocada por la vida.
Luisa lo entendía en su totalidad. Pasó una mano por sus
cabellos en un gesto de protección y ternura. Andrea se
acomodó en sus brazos y, bajo los mimos de su abuela,
empezó a llorar en silencio. Esa noche, mientras viajaba
a Lima, Andrea lloró en vez de dormir.

Al día siguiente, por la noche, Rafael y Alonso, estaban


sentados tomando Coca Cola helada en el ómnibus que
los llevaría a Lima. Cada uno llevó algo de ropa, cepillos,
jabones y perfumes en sus respectivas mochilas de viaje.
Alonso pidió permiso a sus padres para viajar con unos
amigos a Lima, con el fin de relajarse y pasar algunos
días fuera de Trujillo. Rafael sabía que su familia no lo
entendería si contaba cual era la verdadera razón por la
que viajaba. No sabía cómo conseguir dinero. Pensó en
confesarle a su padre, quizás él pueda ayudarlo. Luego lo
pensó mejor y se dio cuenta que no era una buena idea
contar con él, puesto que siempre había sido arisco
cuando él trataba de acercársele. Por eso, cogió el dinero
que su mamá guardaba debajo del colchón, dinero que
estaba destinado para su matrícula en la universidad. Iba
a estudiar derecho en cuanto empiece el semestre
académico; sin embargo, a Rafael le importó más el afán
45
.

de volver a ver a Andrea que desafiar el disgusto de sus


padres. Pensaba que tal vez no podrían perdonar la
barrabasada que iba a cometer, y que podría echar a
perder sus estudios en la universidad y finalmente
terminar trabajando como taxista en el auto de su padre.
Por eso, mientras esperaba impaciente, lleno de nervios
y hormigueos y miedos, que el ómnibus se pusiera en
marcha a lado de Alonso, tuvo que hacer aplomo de
todas sus agallas para no deshonrar el amor genuino que
sentía por Andrea. Cerró los ojos y se prometió así
mismo hacer todo el esfuerzo posible por encontrarla,
pedirle perdón por la canallada perpetrada, abrazarla, y
amarla en la capital.
— ¿Cuántos días estaremos en Lima, Rafael? —
preguntó Alonso.
— No sé, algunos días nomás.
— Hasta que encontremos a Andrea.
— Sí.
— Ojalá que nos alcance el dinero.
— Sí, de eso no te preocupes.
— ¿Seguro?
— Seguro.
El ómnibus empezaba a ponerse en movimiento.
Rafael y Alonso destaparon dos Coca Colas más
mientras viajaban. Hacía calor. Fueron conversando
hasta las vísperas de la entrada a Chimbote, por un túnel,
donde según decían habitaban murciélagos. Luego
fueron derrotados por el cansancio y el sopor, y cayeron
sumergidos en un merecido sueño.
Ya en Lima, se habían hospedado en un hotel
tranquilo y acogedor, en el centro de la ciudad. El hotel
se llamaba Flamingo. Llegaron rumores a sus oídos que
el dueño del recinto era un brasileño gay millonario.
46
.

Rafael había llamado varias veces al celular de Andrea,


pero sólo contestaba la operadora y decía: “por favor, deje
su mensaje después de la señal…” Aprovechando las cabinas
de internet que ofrecía el hotel, escribía todas las noches,
después de cenar con Alonso, mensajes al correo
electrónico de Andrea, con la esperanza de encontrar
una respuesta al día siguiente. En ellos le contaba como
se sentía, que la extrañaba mares, que había tenido el
coraje de viajar a Lima sólo para verla y decirle cuánto la
amaba.
Esa tarde, Rafael y Alonso, después de tomar
lonche, fueron a abrir sus correos electrónicos con la
ilusión de encontrar alguna respuesta de Andrea.
Efectivamente, había un mensaje nuevo en la bandeja de
entrada de Rafael. Era de Andrea. El mensaje decía que
también lo extrañaba, que aún estaba triste por lo que
pasó, y que no podía creer que Rafael haya sido capaz de
venir a Lima por ella. Rafael se emocionó, se sintió
holgado y tuvo sensaciones de tranquilidad. Al menos
ahora sabía que ella también estaba abatida y que lo
extrañaba. Alonso sonrió y se alegró al leer el mensaje.
Después de unos instantes, Andrea abrió su correo
electrónico y se puso en conexión, <lavi1415@hotmail.com>.
Rafael se puso eufórico. Empezaron a chatear. Se veían
por web cam. Se sonreían y se mandaban besos volados.
Andrea estaba incrédula, no podía creerlo: Rafael estaba
en Lima y había venido sólo por ella. Alonso leía
atentamente la conversación detrás de Rafael, y sintió
melancolía, puesto que él no tenía una chica a quien
amar. Más tarde, Rafael y Alonso estaban tomando café
en el salón de té “Hello”, en plaza San Miguel. Rafael
estaba impaciente y ansioso por verla entrar. Andrea le
había prometido estar allí a las ocho y quince minutos
47
.

cuando chatearon. Sin embargo, ya eran las ocho y


media y Rafael estaba preocupadísimo porque Andrea
no daba señales de su presencia, y temía que se haya
olvidado de venir, y que lo deje plantado, más triste que
nunca. Cuando Rafael empezaba a hacer esfuerzos por
no llorar, Alonso advirtió su rostro compungido y le dio
ánimos.
— Calma, Rafael. No tarda en venir, ya verás.
Rafael se sacudió de su ensimismamiento. Cuando
ya estaba por darse por vencido y regresar al hotel, por la
puerta acababa de ingresar una joven de pelo
ensortijado, cansada y linda. Era Andrea. Buscaba a
Rafael con la mirada por todas las mesas con personas y
no lo encontraba. Pensó que él estaría solo. De pronto
divisó a lo lejos la cabellera negra y espesa de Rafael
llevándose un sorbo de café a la boca y corrió a
saludarlo. Algunas personas voltearon a mirarla. Rafael la
vio y corrió a su encuentro y no supo si decirle hola o
lanzarse sobre su boca. Se lanzó sobre su boca. Alonso
aplaudió. Algunos curiosos lo siguieron. Andrea se puso
roja como un tomate y besó a Rafael en medio de la
gente.
— Fue estúpido, perdóname —fue lo primero que
dijo Rafael—, me quería morir.
Andrea sonreía. Estaba felicísima. No lo podía
creer. Rafael la adoraba. Le presentó a Alonso y se
saludaron.
— Mucho gusto —le dijo Andrea sonriendo.
Le contó que Alonso lo había acompañado en el
viaje y que habían sido buenos amigos en tiempos del
colegio, y que luego de varios meses después se habían
vuelto a ver, en el Parque Azul. Caminaron de regreso al
hotel Flamingo. Eran sólo arrumacos y besos. Alonso
48
.

avanzaba al ritmo de los pasos de Rafael y Andrea. Al


llegar a la puerta del hotel, Alonso pensó: los buenos
amigos saben cuándo dar un paso al costado y dejar solo
al otro.
— Bueno muchachos, yo me voy a dar una vuelta
por ahí, mientras ustedes conversan.
Antes de marcharse, mientras Andrea estaba
distraída, Alonso guiñó un ojo a Rafael, y este sonrió.
Subieron a la habitación 305, en el cuarto piso. Entraron.
Andrea dejó su cartera en la cama y se fue al baño.
Rafael prendió la tele y puso un canal de música. Hacía
calor. Prendió el aire acondicionado y se sintió fresco y
holgado. Luego, se dio cuenta que Andrea estaba
tardando demasiado en el baño. Tocó la puerta. Andrea
respondió en un grito con eco.
— Ya salgo amor. Me estoy bañando, tengo calor.
Rafael sonrió. Andrea era un amor. Siempre andaba
distraída. Sus actitudes eran impredecibles. Se aburrió de
la música desordenada que hacía apología a la
promiscuidad, cogió el control remoto y empezó a ver
cualquier cosa que llamara su atención. Lo que llamó su
atención fue una película, Titanic, donde actuaba
Leonardo Di Caprio. Era la película favorita de Andrea.
Ella se ponía sensible al escuchar esa canción
sentimental que caracterizaba a Titanic. En la tele, un
gran barco se hundía en el mar y la gente
desesperadamente luchaba por rescatar sus propias
vidas. Jack y Rouse, los protagonistas, se prometían
amor eterno, pasara lo que pasara, en medio del barullo,
del gentío y el frío de las aguas oceánicas. Rafael quiso
avisar a Andrea que estaban pasando Titanic en
Cineplex. Cuando estaba apunto de golpear la puerta
con su puño, ésta se abrió, y apareció Andrea en el
49
.

umbral del baño, envuelta en una toalla blanca. Se le


notaba sus hombros vírgenes. Estaba radiante,
guapísima. Se acercó lentamente a Rafael y lo besó
abrazándolo por el cuello. Sorprendido, Rafael tomó su
cintura y cayó al suelo la toalla blanca, y Andrea quedó
desnuda.
— Hazme el amor —le dijo en un susurro.
Rafael obedeció. Los dos sentían como sus
corazones alcanzaban el ritmo de los tambores. Rafael la
besaba muy despacio, disfrutando cada rincón de su
cuerpo. Fue recorriendo sigilosamente son sus labios su
cuello y hombros. Acarició amorosamente sus senos y
Andrea expulsaba gemidos de placer. Se puso de pie,
encima de la cama, se sacó el calzoncillo y quedó
desnudo. Andrea contemplaba su humanidad de joven
deportista y se mordió el labio inferior. Echada, acaricio
el sexo erguido de Rafael y tuvo deseos de besarlo. Se
amaron. Se hicieron el amor por primera vez. En la tele,
aparecían unas letras ascendentes anunciando el final de
la película. Rafael apagó la televisión con el control
remoto. Echado desde la cama, a lado de Andrea,
acariciaba su pelo y la miraba con amor.
— Te amo —le dijo amorosamente
— Yo también, mi chiquito —le respondió.
Luego, más enamorados que nunca, tomaron Coca
Cola helada, en botella de vidrio y con cañita, y se dieron
cuenta que estaban envueltos en una atmósfera de
felicidad y melancolía al mismo tiempo. Rafael recordó
súbitamente el viaje de Andrea a Miami. Quería llorar,
amarrarla junto a la cama para que nunca se valla;
deseaba secuestrarla y llevársela lejos, a una isla desierta
para los dos. Era una utopía, una fantasía. Rafael lo sabía
muy bien.
50
.

— No me dejes solo, no viajes a Miami, por favor.


— No puedo corazón, perdóname.
Andrea se llevó una mano al bolsillo derecho del
pantalón y extrajo una medallita de oro.
— Te regalo esta medallita… cuando me extrañes,
búscame en ella, es una prueba del gran amor que siento
por ti. Cuídala mucho, es muy especial para mí. Te la
mereces.
— Gracias, te amo —respondió Rafael.
Se abrazaron. Se repitieron cuán grande era su
amor. Se hicieron promesas y se besaron con lágrimas en
los ojos, y en el corazón.
El día en que Andrea viajó a Miami, Rafael sintió
que el mundo se le venía encima, que el sol había
desaparecido, que viviría en su eterna oscuridad. Junto a
Alonso, fue a despedirla secretamente al aeropuerto
Jorge Chávez. Con mucha suerte pudieron ver cuando
Andrea subía y sus tíos Lucas y Gabi la deseaban suerte.
Cuando el avión despegó, desde el rincón donde
estaban, Rafael le hizo adiós con la mano, y las lágrimas
se desbordaban automáticamente a borbotones.
— ¡Hasta siempre a través de mis sueños mi
amor!— gritó Rafael agitando los brazos como si
Andrea lo estuviese escuchando.
Alonso se le acercó, lo abrazó.
— No te preocupes, hoy ha sido un buen día —le
dijo.
Pero Rafael no le hizo caso y cayó de rodillas,
derrotado, en medio del asombro de la muchedumbre
presente.
51
.

III
NO TODO ES LO QUE PARECE
52
.
53
.

Tres años después, Rafael estaba estudiando derecho en


la César Vallejo y estaba en quinto ciclo. Eran días
finales de semestre. Todos los estudiantes porfiaban por
aprobar los cursos respectivos: algunos sobornaban
tímidamente a los profesores, sobre todo a Miguel
Quijano, El Cocodrilo, como le decían graciosamente
por su enorme parecido al reptil. Dictaba el curso de
derecho laboral y tenía fama de ser putañero y
borrachín. ¿Doctor, le provoca unos wiskachos el fin de
semana?, ¿Doc, nos vemos el sábado en el Estribo?, ¿Un
par de chelas, doctor Quijano?, eran las ya conocidas
gentilezas sobonas de los alumnos. Por supuesto, era
mitad broma, y mitad verdad. El Cocodrilo, respondía
con una sonrisa picara, como diciendo: sigan insistiendo
muchachos, que están a punto de convencerme.
Una tarde, en clase de derecho comercial, el
profesor Gonzalo Vargas, el más jodido y exigente para
los alumnos vagos y flojos, estaba criticando y
permitiéndose zaherir indirectamente a muchos en el
salón presente, por la falta de lectura que azota al país.
— No es posible que en Chile, los rotos cabrones,
lean al mes veinte libros, mientras que aquí, los peruanos
se limitan a leer a duras penas uno o dos, y son
poquísimos, contados, señores.
Hablaba así, enérgico e impetuoso. Hacía sentir su
voz de abogado exitoso. De lejos, era uno de los mejores
docentes de la Universidad Cesar Vallejo.
54
.

— Sólo con la lectura es posible vencer a esta


terrible amenaza que representa la barbarie.
Rafael era conocido en clase por ser un asiduo
lector de novelas. Cuando alguna clase se tornaba
aburrida, sacaba una novela y se ponía a leer ignorando
al profesor que hablaba como parlanchín cosas
incoherentes al frente, en la pizarra del salón. Por eso,
cuando Gonzalo Vargas, seguía criticando a los alumnos,
todos sabían que Rafael era el único que se salvaba de
los dardos invisibles de desprecio que expulsaba Vargas.
— A ver muchachos, ¿alguien me puede decir qué
es la empresa?
Silencio. Todos sabían que esa respuesta tenía
importancia para Vargas. Nadie osaba murmurar algo
siquiera, puesto que a éste no le gustaban las
intervenciones erróneas, y, por el contrario, les clavaba
un cinco en su registro.
— La empresa es una organización formada por
personas, las cuales aportan recursos financieros,
económicos, y humanos, para generar un producto —
dijo Rafael, rompiendo el silencio.
— ¿Para qué sirve el producto? —inquirió Vargas,
quien no siempre se conformaba con una respuesta
simple.
— Para llevarlas al mercado y obtener riquezas y
lucro —respondió Rafael.
Vargas hizo una reverencia.
— Muy bien, alumno.
Cuando terminó la clase, algunos salían
maldiciendo y mentando la madre a Gonzalo Vargas por
ser tan desalmado a la hora de sacar los promedios.
Rafael estaba con sus cuadernos en la mano y fumando
un cigarrillo Hamilton. Estaba en el cafetín de la
55
.

universidad, junto a María Gracia y Héctor, famoso este


último por seguir a cuanta chica guapa se le cruce en el
camino y ser choteado. María Gracia y Héctor
estudiaban administración, y eran enamorados.
— ¿Y Rafaelito?, ¿qué planes para más tarde? —
dijo Héctor masticando chicle.
— Nada, tranquilo, leer echado en mi cama.
María Gracia y Héctor se rieron.
— ¿Los chicos de derecho no van a salir?
— Creo que se van al Mecano.
— ¿Por qué no vienes con nosotros? Voy ha hacer
un tonazo en mi casa —dijo Héctor.
— Claro, por qué no vienes con nosotros —añadió
María Gracia.
Rafael lo pensó deliberadamente unos segundos.
Era el último día de clases del año. Se animó. Merecía
relajarse un rato.
— Okey muchachos, gracias.
— Bien dicho Rafael, lo vamos a pasar de
putamadre —dijo Héctor y besó a María Gracia en la
boca.
Luego se pusieron de pie, se despidieron, y
quedaron en verse en la noche en casa de Héctor.
— ¡Si quieres, invitas a tu enamorada! —gritó
Héctor antes de marcharse.
— Bestial —dijo Rafael y sintió melancolía porque
no tenía enamorada.
Hacía varios meses que no sabía nada de Andrea.
Seguía viviendo en Miami y estudiaba medicina. Había
escuchado comidillas y rumores a sus amigos diciendo
que Andrea estaba con un chico argentino de su
universidad. El tiempo no había sido muy generoso con
Rafael. Ciertas noches, cuando la extrañaba demasiado,
56
.

pasaba varias horas desvelándose, mirando la única foto


que tenía de ella, donde aparecía sentada, cruzada de
piernas en Huanchaco, a la hora del crepúsculo.
Rafael llegó a casa de Héctor en taxi, porque carro
no tenía, pero algún día se compraría uno bonito y
confortable. Iba vestido con un terno negro, el que
mejor le quedaba. Apenas bajó del taxi, se percató de la
música que provenía de la sala de Héctor. Adentro
bebían y estaban acompañados del mejor rock argentino,
Persiana Americana, de Soda Stereo. Rafael saludó a
Héctor, y éste les presentó a sus amigos.
— Mi compadre Rafael, muchachos.
María Gracia estaba en un rincón con un trago en
la mano junto a sus amigas. Vio a Rafael y lo llamó con
un ademán. Rafael se acercó lentamente.
— Rafael, te presento a Lola.
— Mucho gusto —respondió Lola.
— Ella es Verónica.
— Un placer —respondió Verónica.
— Ella es Paola, mi prima.
— Hola, qué tal —respondió Paola esbozando una
sonrisita.
La sonrisa de Paola llamó la atención a Rafael.
Mientras conversaba un par de cosas sin importancia
con María Gracia, Rafael advirtió que Paola lo estaba
mirando desde atrás seriamente. Después de un rato,
Rafael la miró de soslayo y Paola se sonrojó.
— ¿Qué miras? —le preguntó María Gracia.
—Nada —respondió Rafael con un ligero rubor.
Todos bailaban y gozaban al ritmo de la música.
Celebraron hasta tarde, tan tarde que ya empezaba a ser
temprano. Rafael estaba sentado en un sofá junto a
Paola.
57
.

— ¿Cuantos años tienes? —le preguntó Rafael.


— 24
Rafael se sorprendió. Había podido jurar que
podría tener 19 o 20 años. Paola tenía un rostro pueril y
practicaba como nadie en la cuchipanda la gallarda
elegancia de expresar melancolía en la mirada.
— ¿Y tú?
— 20
Lola, Verónica, María Gracia y Héctor bailaban una
salsa que estaba de moda. Todos los chicos bailaban
eufóricos, llenos de éxtasis.
— ¿Tienes novia? —preguntó de pronto Paola.
— No.
— ¿En serio? ¿Por qué?
—No sé, por ahora nadie me quiere.
Paola sonrió.
— Ay, no digas eso, seguro no tienes novia porque
tú no quieres.
— Hace algunos años tenía una novia.
— ¿Y qué paso?
— Viajó a Miami y no volví a saber nada de ella.
— Sorry, Rafael.
— No importa, fue hace mucho —dijo Rafael y
comprendió que ya no era doloroso hablar de Andrea.
— La querías mucho, verdad.
— ¿Cómo lo sabes?
— Intuición, intuición femenina.
Se rieron.
— Ven, vamos a bailar, esa canción me encanta —
dijo Paola y se llevó a Rafael a bailar.
Desde ese momento, Rafael sólo conversaba y
bailaba únicamente con Paola. Estaba con varios tragos
encima, sin embargo se mantenía ecuánime y comedido.
58
.

— Buena, Rafael —le gritó Héctor haciendo


vueltitas picaronas a María Gracia mientras bailaba.
— No le hagas caso, Héctor es un tarado —dijo
Paola mirándolo con ternura.
Esa noche, Rafael descubrió nuevamente la ilusión
del amor. Las miradas de Paola escondían secretas
intenciones de romance. Su amistad de hizo
prometedora. Todos los días, Rafael la llamaba por
teléfono y conversaban largos ratos. Salían juntos por las
tardes salían a tomar lonche, iban de compras, iban al
cine. Se sentían bien juntos. Se gustaban.

Eran días de vacaciones. Hacía un calor sofocante. Una


tarde, Rafael llamó a Paola.
— Hola Paola, soy Rafael, ¿qué estas haciendo?
— Nada, ¿por?
— ¿Vamos a la playa? Hace calor, ya no aguanto.
— Uhmm...Ya pues, vienes a verme.
Rafael fue a verla. Hoy me la tengo que caer,
pensaba. Tenía decidido declararse esa tarde. Él sabía
que Paola lo aceptaría. Estaba confiadísimo, seguro de sí
mismo.
Al llegar, tocó la puerta, y al instante salió Paola
con un short y un polo blanco cortito, muy bonita.
Luego tomaron un taxi.
— A Huanchaco, por favor —le dijo Rafael al
taxista.
Al llegar, Rafael pagó la carrera. Luego fueron a una
bodega y compraron un six pack de cerveza Pilsen
Trujillo helada, cigarros, caramelos y dos helados sin
parar. Luego regresaron al mar y se sentaron en un lugar
desierto, donde no pudieran espiarlos. Era ya la hora del
59
.

crepúsculo, sin embargo hacía un calor maldito. Rafael


se sacó el polo, lo puso sobre sus sandalias de cuero, y
fue corriendo hacia el mar. Paola se asustó.
— ¡Qué haces! —le gritó.
Rafael siguió a mil por hora y se zambulló. Luego
sacó su cabeza del mar, salió peinado, y escupió agua
salada. Paola lo miró y sonrió.
— ¿Qué tal el chapuzón? —le preguntó.
— Riquísimo, me siento fresco, relajado.
Rafael se sentó a su lado. Abrió una cerveza y le dio
un sorbo. Paola comía su helado sin parar. Mas allá, un
grupo de chicos y chicas jugaban voleibol y hacían bulla.
— ¿Te acuerdas de tu primer beso? —preguntó
súbitamente Rafael mientras miraba ensimismado el mar.
Paola parpadeó varias veces los ojos.
— Fue con mi primer enamorado. Yo estaba en el
colegio. Él me gustaba. Era tímido, pero un día, no sé
cómo, se acercó a mí a la hora de recreo y me besó.
Luego me pidió que fuera su enamorada. Esa noche no
dormí, Rafael. Me quedé pensando en él hasta tardísimo
—dijo Paola y se quedó callada como viajando a través
de sus recuerdos.
Paola tenía un rostro cándido. Era delgada y tenía el
pelo ensortijado. Muy guapa. Cuando estaba triste, se
veía encantadora. Era una de esas chicas que cuando se
enojan o lloran se ven más bonitas.
— ¿Y el tuyo?, ¿cómo fue? —preguntó luego.
— También con mi primera enamorada. También
estaba en el colegio. Tenía 9 años. La besé porque una
vez, mis amigos me encerraron en el salón junto con
ella. Animado por ellos, porque sabía que si les fallaba se
enfadarían conmigo, intenté darle un besito, pero no
pude. Entonces escuché y vi que ellos nos contemplaban
60
.

por las ventanas y con miradas me decían chápatela,


chápatela, y yo ya no pude aguantarme más, porque
también ella me suplicaba con sus ojitos que yo la
besara, y entonces la arrinconé detrás de la puerta y me
la besé rico. Y me sorprendí de mí mismo, porque yo era
recontra tímido.
Paola sonrió.
— Qué bandido. ¿Cómo se llamaba tu enamorada?
— Cecilia.
— ¿Y son amigos?
— Para nada. No se nada de ella, ni siquiera su
número.
Paola bajó la mirada como recordando algo triste.
Rafael siguió tomando más cerveza.
— ¿Qué haces en tus ratos libres? —le preguntó
Rafael.
Paola había abandonado la universidad. Había
estado estudiando turismo en la Upao. Por razones
poderosas tuvo que retirarse.
— Te conté que estaba trabajando, ¿te acuerdas?
— Es verdad, claro.
— ¿Y tú?, ¿qué haces aparte de estudiar derecho?
— Estoy escribiendo una novela, me dedico a eso.
Quiero ser escritor.
— ¿Escritor?
— Sí, ¿por qué?
— Me parece excelente —dijo Paola asombrada.
La noche empezaba a caer y el calor no se iba.
Estaban medio borrachos. Quedaba poca gente en la
playa. A lo lejos, un perro ladraba y un heladero tocaba
su corneta. Siguieron tomando cervezas. Luego, para
asombro de Paola, Rafael fue a recoger desde los
arbustos hojas y palitos secos para usarlos como leña y
61
.

armar una fogata. La llama ardía entre los dos, brotando


chispas, haciendo diminutas revoluciones y explosiones
por el aire. El fuego les daba calor, y se sentían
calientitos y abrigados. Estaban sentados, frente a frente,
acariciándose con miradas en un idilio invisible. Se
escuchaba el silencio mezclándose con el vaivén de las
olas del mar. Ninguno de los dos osaba romper aquel
momento lleno de esplendor y magia. Rafael se le acercó
y, sin decir una sola palabra, la besó dulcemente. Paola
se hizo para atrás, abrazándolo por el cuello, y cayeron
echados en la arena húmeda, haciéndose el amor, bajo la
luna que asomaba por el cielo oscuro de la noche.
— Te quiero —le dijo Rafael, casi en un susurro.
— Yo también —le respondió Paola.

Cinco meses después, Rafael y Paola ya no eran felices


precisamente. Su relación, que había sido tan bonita y
prometedora, se fue a la mierda un día gris, como rata,
cuando Paola encontró impredeciblemente a Rafael
caminando con Flor, una amiga de la universidad, por la
Av. Larco, saliendo del Bohemios, un legendario bar,
que en su mayoría siempre estaba desierto de señores
adultos, pero totalmente habitado por estudiantes
universitarios, especialmente de la Vallejo.
— Maricón, por eso no quieres verme, porque sales
con tus amiguitas que se te regalan, ¿no cabrón? —le
dijo aquella vez Paola en la calle.
Rafael la miró de pies a cabeza. Le dio risa y
disgusto ver a Paola molesta.
— ¿Qué te pasa Paola? ¿Por qué me hablas así?
— Rata, pendejo, ¿quién es ella?
62
.

— Una amiga. ¿Qué te pasa, carajo?, ¿por qué me


hablas así?
— Te odio canalla, asqueroso, me das asco.
— No jodas Paola, cálmate, luego hablamos si
quieres, ¿okey?
Cuando Rafael dio media vuelta para marcharse,
Paola lo detuvo.
— De mí no te vas a burlar huevón —dijo Paola y
lo empujó a empellones: le dio una cachetada, botó sus
libros, y lo aventó fuertemente para atrás, tanto que
Rafael cayó de culo en la vereda.
Algunas personas, estudiantes sobre todo, soltaron
carcajadas mofándose de él. Avergonzadísimo, y rojo
como un camarón, Rafael recogió sus libros y sacudió el
polvo de su ropa.
— Vete a la mierda —le dijo Rafael con un gesto
de desprecio, con una mirada repulsiva, como cuando se
mira a un insecto antes de pisotearlo.
La gente que pasaba los miraba estupefactos y
hablando entre murmullos, llevándose una mano a la
boca. No era infrecuente escaramuzas de este tipo entre
los dos: de pronto Paola dejó de ser el ángel que parecía
ser y se convirtió en una chica manipuladora, posesiva y
de mezquinos sentimientos. Rafael se enojaba con ella
por ser tan perversa y la castigaba con sus silencios: no la
llamaba, se hacía el distraído, el ocupado, el estudioso. Y
al parecer eran inútiles los esfuerzos que realizaba por
alejarse de Paola y tratar de esfumar la rabia que tenía
empozada en el pecho.
Paola trabajaba en las mañanas como profesora de
inglés, luego preparaba su clase del día siguiente en una
hora, y más tarde iba ella misma a la Vallejo y esperaba a
Rafael a la hora de entrada y le armaba una conspiración,
63
.

un chongo del carajo para denigrarlo delante de sus


amigos. Esa era su venganza, su revancha, y todo porque
Rafael simplemente no quería verla, cosa que era
comprensible y natural, por lo mierda que lo hacía sentir
casi a diario, aunque el fingía estar bien, que poco o nada
le afectaban sus insultos y maltratos. Porque realmente
Paola, no era sólo un dolor de cabeza, sino más bien un
dolor de huevos.
A veces, cuando sostenían un pugilato en la calle,
cosa que ya era el pan de cada día, mientras Paola se
desquiciaba por razones absurdas y estúpidas, cansada ya
de insultar y gritar, iniciaba un nuevo modo de joder:
rasguñar. Tenía unas uñas realmente largas y poderosas.
Paola sin duda era guapa y tenía cara de niña bonita,
hasta parecía tener un alma noble e inmaculada, pero no
era más que una errata, un fiasco. Parecía una loca
energúmena. Rafael estaba totalmente decepcionado de
ella. Y de él mismo. No todo es lo que parece, pensaba.
Se odió. Se sentía estúpido por ser tan frívolo y dejarse
llevar por las apariencias y los prejuicios.
Rafael se deprimió. Se sentía desolado y
confundido. Eran increíbles tantos sinsabores. No lo
merecía. Después de todo, lo que más le dolía era saber
que él la quiso de verdad. Deseaba, tal vez, si el destino
así lo decidiera, construir su futuro a su lado. Cuando se
enteró que Paola le era infiel con su ex y que se veían
secretamente, lloró mares, a solas, en las penumbras de
su habitación, sin ningún puto amigo que le diera aliento
y palabras de esperanza. La odió más que nunca. Se odió
más que nunca. No quería volver a verla en su vida. Sin
embargo, seguía luchando con él mismo. No abandonó
la universidad. Siguió asistiendo a clases. Héctor y María
64
.

Gracia se burlaban de él. Rafael dejó de considerarlos


sus amigos.

Semanas después, una tarde, en el cafetín de la


universidad, María Gracia le dio una noticia a Rafael. Le
dijo que su prima Paola estaba embarazada, que había
regresado con su ex novio llamado Santiago, que estaban
viviendo juntos en Lima.
— Sorry Rafael. Tenía que decírtelo.
— No te preocupes, gracias —dijo Rafael y dejó en
la mesa el pan con pollo y el jugo de naranja que había
pedido, y salió caminando apresurado, y dejó hablando
sola a María Gracia.
No fue a la universidad una semana entera. Se
había perdido. Nadie sabía nada de él. Sus padres lo
botaron de su casa por andar todo el día malhumorado.
Nunca en su vida se había sentido tan sabandija, una
cosa de poca importancia, un mentecato de porquería.
65
.

IV
UNA INESPERADA VISITA
66
.
67
.

Rafael estaba peleado con sus padres. Lo mandaron a la


mierda. Lo corrieron porque desaprobó varios cursos en
la universidad y porque sospechaban que estaba metido
en drogas. Eso era lo que más le dolía, era como si un
dardo de fuego le atravesara el corazón lentamente. Los
desprecios y el escarnio de su padre los toleraba, puesto
que desde niño había sabido convivir con ciertas mofas
llenas de desdén, pero que lo acusen de fumón, era muy
bajo, sobre todo para él, quien, aunque nadie lo haya
advertido, tenía una extraña sensibilidad.
Estaba viviendo en un departamento, cerca de la
Vallejo. Era pequeño, pero bastante acogedor. Al menos
se ahorraba el pasaje y los gritos enloquecedores de sus
hermanas menores y los arrebatos de cólera de su mamá,
la señora Rosa. Tenía pocos muebles: un viejo sofá, una
silla, un televisor, una radio a pilas, una cama, una mesa
y un cuadro de sus padres cuando se casaron jóvenes. El
desayuno y el almuerzo los llevaba una señora, buena
gente, que vendía menú en la calle. La cena la consumía
por ahí, a la hora que culminaba sus clases de todos los
días. Sus papás le pagaban la universidad, él sólo
trabajaba para sus gastos personales y tratar de subsistir
en su departamento. En las mañanas, trabajaba como
camarero en un restaurante que quedaba en la Av. Larco.
Ganaba poco, pero al menos tenía un trabajo estable. En
las tardes estudiaba y por las noches, antes de dormir,
escribía secretamente una novela que pensaba publicar
pronto y convertirse en un escritor de verdad, y
68
.

demostrarle a su familia, y a él mismo, que aún, a


sabiendas que ellos no le dieron el cariño que él siempre
buscaba, y que se le catalogaba como un bribón, un
huevón de mierda, él iba a salir adelante cueste lo que
cueste, y que de todas maneras sería un hombre
conspicuo, y que al final se cobraría una revancha con su
pasado maldito. Lo tenía bien claro: quería ser escritor y
abogado. Sólo así le taparía la boca a su papá, para que
deje de zaherirlo. Sólo así le iba a gritar al mundo cuan
grande era su fortaleza interior.
Tenía veintidós años de edad. No tenía novia hace
muchos meses. Le gustaba una amiga, se llamaba Flor.
Estudiaba odontología, también en la Vallejo. Raras
veces se veían, pero cuando se encontraban, se
quedaban conversando largos ratos. A veces se
comunicaban por medio de internet. Chateaban horas,
se veían por web cam, y se divertían horrores.

Una noche, después de clases, Rafael y sus amigos


estaban tomando ron con Coca-Cola en un parque.
Animado por los tragos que tenía encima, Rafael llamó a
Flor.
— Hola Flor, soy Rafael. ¿Estás ocupada? Yo estoy
en el parque los filósofos con unos amigos de la
universidad. ¿Por qué no vienes? Luego vamos a salir.
Ya pues, te espero. Tomas taxi. Un beso.
Flor llegó dentro de diez minutos. Estaba con un
pantalón blue jeans, un polo blanco y una casaca negra de
cuero, guapísima, como siempre. Flor tenía las manos
suaves, como algodón. Su pelo era ensortijado y rubio,
ojos claros y cara bonita, como de ángel. Rafael les
69
.

presentó a sus amigos y al instante Flor se acopló a la


cuchipanda universitaria.
— ¿Todos estudian derecho? —preguntó Flor.
— Todos, menos Brady. Él estudia literatura —
corrigió Rafael.
De vez en cuando, Flor se animaba a tomar un
trago. Ya casi todos estaban medio borrachos. Brady
tenía una radio, la prendió y se puso a bailar al centro.
— Baila conmigo —le dijo Brady a Flor.
Flor le preguntó a Rafael con una mirada, como
diciendo ¿qué hago? Ya estaban con varios tragos y mil
cigarros encima. Bailaron muy coquetos. Los otros
chicos, Marco, Iván, y Jonatan, se reían a carcajadas.
Rafael los miraba seriamente. Parecía estar un poco
ofuscado. Realmente fue víctima de unos celos
inenarrables. Brady y Flor estaban bailando abrazados.
— Ya no te pases, oye Brady, ¡suéltala!
— No te me cabrees pues Rafael —le respondió
Brady con una sonrisa sosa.
— Conchatumare, suelta cabrón —respondió
Rafael y saltó como un tigre sobre él, y le dio dos
puñetazos en la cara.
— Putamare, suave Rafael —se defendía apenas
Brady, desde el piso—, no te hagas paltas, somos
amigos.
— ¡Suéltalo Rafael! ¡Por favor! ¡Suéltalo! —gritaba
Flor, asustada.
Marco, Iván, y Jonatan, lograron separarlos. Brady
tenía el labio superior roto y estaba sangrando.
— ¿Por qué le pegaste Rafael? —le preguntó Flor,
después, a un lado.
— No sé, me dio coraje.
70
.

El resto de chicos seguían tomando ron con Coca-


Cola más allá.
— Yo mejor me voy, ¿vienes conmigo? —le dijo
Rafael a Flor.
— Sí, pues, he venido por ti, ¿no? —le respondió
Flor—. Chau chicos, nosotros nos vamos —dijo Flor al
resto.
Rafael no se despidió de nadie. Tomaron un taxi y
se dirigieron a su departamento. Al llegar, Rafael pagó la
carrera con tres soles.
— Gracias, mister —le dijo al taxista.
En el trayecto del viaje, Rafael pidió disculpas a
Flor por haber sido un energúmeno con Brady. Ella se
hacía la difícil. Entraron al departamento. La cama
estaba desordenada. Sobre la mesa había bolsas vacías de
galletas Club Social. Por el piso estaban tirados unos
cuantos libros y algunos calzoncillos de Rafael. Era un
mamarracho el ambiente. Flor se sentó en el viejo sofá y
se quedó ensimismada. Rafael se echó en su cama, con
las manos debajo de la cabeza y con el control remoto
prendió la tele. Estaba dando “El chavo del ocho”. Le
encantaba ese programa hilarante y jacarandoso. Se
divertía a montones viendo las ocurrencias de aquel
niño, quien era tan popular como el ceviche.
— Tengo un vino en la refrigeradora, ¿te provoca?
—dijo Rafael cuando dieron comerciales en la televisión.
— Ya, pero sólo un poquito.
Rafael se puso de pie de un salto. Fue a la
refrigeradora y sacó el único vino que tenía. Luego sirvió
una copita para Flor y otra para él. Se bebieron media
botella. A Flor, los tragos se le subieron rápidamente a la
cabeza. Se sentía mareada y risueña. Pusieron música. En
71
.

la radio escuchaban canciones de Los Beatles. A Flor le


encantaba los Beatles.
— Ay, Rafael, pon Blackbird —dijo Flor con voz
suplicante.
Rafael obedeció. Flor se puso a Cantar. Su inglés
era pésimo:
<< Blackbird singig in the dead of night
Take these broken wing and learn to fly
All your life
Yo were only waiting for this moment to be free>>
— Ay, me encanta esa canción.
Rafael prendió un cigarrillo Lucky Stryke y dio una
pitada. Estaban sentados en la cama, sin zapatos,
mirándose frente a frente. Rafael apagó la luz y quedaron
en penumbras. Las luces de la calle se filtraban por las
ventanas. Se aburrieron de Los Beatles y Rafael puso a
Alejandro Sanz. Tenía varios discos, muchos de ellos
piratas, comprados en la Av. España, por Mi Mercado.
— Me gusta tu pelo —le dijo Rafael, mientras
Alejandro Sanz empezaba a cantar en el equipo de
sonido.
Flor se abochornó.
— A mí también me gusta mi pelo.
— ¿Puedo tocarlo?
Flor miró el techo, como buscando una respuesta.
— Sí.
Rafael se acercó lentamente y empezó a acariciarle
el cabello. Era suave y olía a shampoo. Luego, le acarició
la cara y cuello. Tocó con sus dedos su nariz y sus labios.
Flor estaba laxa, respiraba más rápido y suspiraba.
— Me encantas, Flor.
— Tú también, bésame.
72
.

Se besaron. Fue un beso largo y apasionado. No


hablaban, sólo se besaban y acariciaban.
— Mejor no, Rafael —dijo Flor de pronto, y se
separó de Rafael bruscamente.
— ¿Qué pasa?
— No puedo, Rafael, tengo que irme —le
respondió Flor y avanzó dirigiéndose hacia la puerta—.
Perdóname— le dijo antes de salir, y le hizo adiós con
un ademán.
— ¡Ándate a la mierda! —le gritó Rafael y Flor
salió avergonzadísima.
Alejandro Sanz seguía cantando “Siempre es de
Noche”, en el equipo de sonido. Rafael le subió el
volumen con el control remoto. Luego prendió otro
cigarrillo, se echó en su cama y se quedó pensando hasta
que se sintió un gilipollas porque tenía ganas de llorar. Se
sintió solo, abandonado. De pronto, recordó como fue
la primera vez que se quedó solo en casa, no estaba
seguro si fue real o si solamente lo soñó alguna vez
cuando era pequeño, pero era un recuerdo que lo
perseguía siempre. Rafael era un niño, había estado
jugando con sus juguetes en la sala de sus padres, andaba
de un lado hacia otro haciendo correr sus carritos, hasta
que rompió un cuadro de la virgen de la puerta. Su
mamá advirtió la travesura y le pegó con un zapato en el
culo. Siempre le pegaban con zapatazos o correazos en
el culo. Esa tarde, su familia entera fue a visitar a la tía
Susana y a sus primos mellizos Ethel y Bryan. A Rafael
lo dejaron solo en casa. Tenía miedo. Empezó a llorar
cuando vio que su papá encendía el carro en la calle.
Rafael los miraba desde la ventana. Les pedía que los
llevasen con ellos, pero ellos no lo escuchaban. Luego
quiso salir, y subir al carro, pero la puerta estaba con
73
.

llave. Cuando se fueron, Rafael cayó derrotado en el


piso, llorando, y gritando de miedo, y también porque,
inconscientemente, sentía que sus padres y hermanos no
lo querían.

Varios días después, Rafael estaba en la clase que más


odiaba: estadística. No era bueno con los números. Le
dolía la cabeza ver al viejito Humberto García, dictando
su clases que le producían sueño y migraña. Humberto
García tenía en la mira a Rafael. Cuando resolvían
prácticas y exámenes, Rafael sufría tremendamente. Casi
siempre, cuando no podía copiar, entregaba en blanco
sus exámenes. Su mejor amigo era Tito, un joven alto,
crespo y ojeroso.
— ¿Hiciste la tarea? —le preguntó Rafael a Tito.
— No, estuve chupando ayer.
— Ya nos jodimos.
— Me llega al pincho esta clase.
— ¿Vamos afuera?
— Qué chucha, vamos.
Salieron del salón. Humberto García les dijo que
estaban inhabilitados.
— Jódete viejo conchatumare —murmuro Tito al
salir.
Siguieron avanzando y salieron a la calle. Se
sentaron en un bar frente a la universidad a tomar unas
cervezas.
— ¿Cómo vas con Flor? —le preguntó Tito,
llevándose un trago a la boca.
— Ya se pudrió todo, la semana pasada estuvimos
en mi depa besándonos, pero luego me dijo que mejor
no y se fue.
74
.

Tito soltó una carcajada.


— Huevón, no debiste dejarla ir. Está buena la
Flor.
— Si pues, la cagué.
— ¿Y qué vas a hacer?, ¿la vas a buscar?
— ¿Estás loco? ¡Qué se joda!
Se tomaron cinco cervezas y ya estaban medio
mareados. Rafael iba a cada rato al baño a orinar. Luego
de un par de horas, se despidieron y se marcharon cada
uno a sus casas.
Rafael llegó a su departamento y se sintió otra vez
solo. Pensó en su mamá, hacía varios meses que no la
veía. Prendió la tele y se puso a mirar Pataclaun. Se puso
a beber vino, lo que quedó de la noche anterior cuando
estuvo con Flor. Pensó en ella, en lo suaves que eran sus
besos. Estaba triste. Apagó la tele y puso música.
Escuchaba canciones tristes, que hablaban de su vida.
Luego de algunos tragos, se dio cuenta que estaba
llorando. Sentía que le importaba un bledo a su familia.
Luego cogió su celular y llamó a Flor. Lo tenía apagado.
Flor de mierda, pensó, ¿dónde chucha estás? Luego,
después de tanto llorar, se quedó dormido y se despertó
al día siguiente con los ojos hinchados. Rafael sufría de
insomnio. Se acostaba temprano, pero no obstante, se
quedaba dormido a las dos de la madrugada. Y más tarde
tenía que hacer un esfuerzo inhumano para levantarse
temprano e ir a trabajar. Se metía a la cama a las nueve o
diez de la noche, escuchaba música o miraba televisión;
luego porfiaba por escribir. Cuando estaba en la
secundaria, descubrió que le gustaba escribir, creaba
cuentos y poemas, pero luego de redactarlos y releerlos,
los encontraba insulsos y los rompía. Desde pequeño le
encantaban las historias. Su mamá, la señora Rosa, le
75
.

contaba todas las noches un cuento antes de dormir:


“Los tres chanchitos”, “La caperucita roja”, “El ratón de
la ciudad y el ratón del campo”, “La guerra de las
hormigas”... Luego, cuando aprendió a leer, quedó
fascinado con las fábulas de Esopo, que le regalaron sus
padrinos Mercedes y George. Ahora, ya un joven, a
punto de terminar sus estudios de abogacía, soñaba con
ser escritor. Por eso se quedaba hasta altas horas de la
madrugada escribiendo, tratando de crear, por fin, su
primera novela.

Una noche, mientras Rafael se desvelaba escribiendo las


últimas líneas del cuarto capítulo de su novela, recibió
una inesperada llamada. El celular timbró tres veces.
Rafael no lo sintió, porque lo tenía en vibrador, pero
luego, cuando se percató de la llamada entrante, contestó
inmediatamente.
— Aló, buenas noches.
Nadie le respondió. Pensó que sería algún amigo
pendejo que estaba jodiendo.
— Hola, ¿quién habla? —volvió a insistir Rafael.
No contestó. Se escuchaba una música tenue y la
voz de un niño gritando. Sin duda llamaban desde un
teléfono de casa.
— ¿Quién mierda es, carajo? —gritó Rafael, pero
ya habían colgado.
Rafael maldijo mentalmente y siguió escribiendo en
un cuaderno viejo
Luego de unos minutos el celular volvió a timbrar.
Nuevamente era una llamada privada.
— ¿Aló?
76
.

Silencio. Luego se escuchó una garganta


aclarándose.
— Hola, ¿Rafael?
— Si, él habla, ¿quién es?
— ¿No me reconoces?
— No, ¿quién eres?
— Soy Andrea, ¿cómo has estado?
¿Andrea?, pensó Rafael. Luego se sorprendió
porque tenía la sospecha de que se trataba de su ex, la
que viajó a Miami hace algunos años.
— ¿Andrea Castillo?
— Sí pues, tontin, ¿cómo estás, eh?
— Bien, gracias, ¿dónde estas?
— En mi casa, en Trujillo.
Rafael no supo nada de Andrea desde que se fue
hace cinco años.
— Pensé que ya no te acordabas de mí.
— Todo este tiempo pensé en ti. Me gustaría verte,
¿Sabes?
— A mí también.
— Puedes venir a mi casa mañana en la noche.
Rafael se sintió triste porque el deseaba verla en ese
mismo instante. Era increíble. Le parecía un sueño estar
conversando con Andrea después de muchos años.
— Claro, encantado.
— Entonces nos vemos mañana. Buenas noches.
Al fin Rafael pudo dormir plácidamente. El solo
hecho de saber que Andrea estaba en Trujillo, y que
mañana la iba a volver a ver, su corazón se sentía
alborozado. Y el felicísimo.
Al día siguiente, por la noche, Rafael se puso su
mejor traje. Se echó perfume, y salió a la calle en busca
de un taxi que lo llevaría a casa de Andrea. Al llegar,
77
.

tocó la puerta y entró. Andrea la esperaba en su sala


viendo una película en Sony.
— Hola Andrea.
Andrea lo vio y se lanzó sobre él dándole un
abrazo.
— Rafael, ¡que alegría!
— Estás guapísima…
Andrea había crecido. Su cuerpo se había
desarrollado y había adquirido unas curvas de ensueño.
Seguía teniendo su misma cara bonita. Luego tomaron
asiento.
— ¿Cómo has estado? ¿Qué tal te ha ido en estos
años? —le preguntó Andrea.
— Regular. Me fui de mi casa. Vivo en un depa y
estudio derecho en la Vallejo.
— Caramba, qué bien. Me da mucho gusto que
ahora seas independiente.
— Gracias.
Siguieron conversando de sus planes, de sus sueños
cumplidos hasta ese entonces, de sus aventuras
amorosas, y de la vida. Andrea le mostró todas las fotos
que se había tomado en Disney, en las playas de Miami,
en Florida y Orlando. Le confesó que se había sentido
sola todos esos años, que extrañaba horrores el Perú. No
había podido dejar de pensar en un buen ceviche, como
los que venden en el Mar Picante. Extrañaba a sus
abuelitos, a sus amigos, y también a Rafael.
— ¿Por qué no tienes novia?
— No sé, por ahora nadie me quiere.
— Ay, no digas eso, sigues siendo encantador.
Rafael esbozó una sonrisa, como burlándose de si
mismo. Por decisión unánime, Rafael y Andrea fueron a
la tienda de la esquina a comprar un vino. Ya era media
78
.

noche, sin embargo la tienda aún estaba abierta. Cuando


ya se habían tomado media botella, se estaban besando.
— Parece un sueño estar besándote otra vez —dijo
Rafael, mientras la abrazaba, sentados en el sofá.
— Mi chiquito, tú siempre serás mi chiquito lindo
—le respondió Andrea y se volvieron a besar.
Esa noche, se hicieron el amor por segunda vez.
Comprendieron que sus cuerpos aún se deseaban, que su
cariño y simpatía sería perpetuo. Descubrieron que si
fueran del mismo sexo, serían los mejores amigos del
mundo, dos almas gemelas, dos gotas de agua. Rafael le
contó cuánto la había llorado cuando ella se fue, cómo
eran las batallas constantes con su papá y sus hermanos.
Le explicó con lujo de detalles como fue criado en una
atmósfera de hostilidad y en un ambiente lleno de
contradicciones. Mientras hablaba, la voz le falseaba y
lloraba lágrimas vivas. Andrea también sollozó con él, la
tristeza de Rafael era también la suya. Le confesó que
alguna vez pensó seriamente en suicidarse. Andrea lloró
con mayor virulencia. No vuelvas a decir eso nunca más,
tonto, le dijo. Se abrazaron, se abrazaron fuertemente y
se besaron llorando.
— No me abandones otra vez, por favor —le dijo
Rafael, tomándole la cara y mirándose en sus ojos.
— Perdóname… —respondió apenas Andrea.
Algunos días después, Andrea regresó a Miami.
Había venido a Perú, repentinamente, sin avisar a nadie,
ni siquiera a sus abuelos. Quería darles una sorpresa a
todos, aparecerse así, como si nada, como si nunca
hubiese viajado. Tenía que regresar a continuar sus
estudios de medicina. Andrea fue a despedirse de Rafael
una noche a su departamento. Rafael pensó que la vida
era muy mezquina con él. Que solamente recibía de ella
79
.

momentos de felicidad muy efímeros; gozosos y


dolorosos al mismo tiempo. Esa noche se despidieron
bonito. Se desearon los mejores éxitos y toda la suerte
del mundo. Se abrazaron con todas sus fuerzas,
sintiendo los dos que sus almas deseaban entrelazarse y
no desprenderse jamás. Rafael buscó dentro de un cajón
con llave una medallita de oro, la encontró y se la dio a
Andrea. Andrea lloró, al recordar tantas cosas en un
segundo. Luego se fue, y salió del departamento. Rafael
al verla por la ventana, corrió a su cama, y mordió las
sábanas para no llorar.
80
.
81
.

SOL
82
.
83
.

Una noche, Rafael estaba cenando un cuarto de pollo


a la brasa en Rocky’s de la Av. Larco. Había salido solo
a la calle, como siempre, como a él le gustaba cenar.
Cuando hubo terminado su pequeño banquete, sintió
que sus dedos estaban grasosos y se los limpió con una
servilleta de papel. Luego llamó a un mozo y le pidió
una Inka Kola. Se la bebió despacio, viendo los restos
del pellejo de pollo que quedó en su plato. También
quedaron algunas papitas. Luego lo pensó
deliberadamente y cogió una de ellas para luego
retirarse, no sin antes pagar la cuenta. En la calle
observó el tráfico, y sintió una ligera llovizna que
empezaba a caer. No sabía a donde ir. Avanzó
caminando, lentamente, hacia cualquier sitio. Más allá
vio a una pareja de enamorados, los dos colegiales,
besándose, sin pudor alguno, y sonrió despertando
algún recuerdo dormido de su estragada memoria.
Regresó caminando a su departamento, fumando
un cigarrillo y chupando un caramelo de limón. En una
esquina, antes de llegar, un niño con su uniforme de
colegio público se le acercó y le pidió dinero.
— Señor, se me ha caído mi pasaje y no tengo
como ir a mi casa.
Rafael sonrió. Era la primera vez en su vida que le
decían “señor”.
— Cincuenta céntimos… —dijo el niño
extendiendo la mano.
84
.

Rafal recordó inmediatamente una escena escolar.


Él y su hermana menor iban al colegio en micro. Su
mamá le daba todos los días dinero para el pasaje y
para comprar helados a la hora de salida. Rafael, a
pesar de que aún estaba en la primaria, era el único y
verdadero responsable de traer y llevar a su hermana
Ximena desde la casa al colegio. Pero un día sucedió
un infausto incidente: Rafael, a la hora de recreo, se
puso a jugar fulbito, y todo el tiempo se la pasó
corriendo, saltando y gritando, olvidando que en su
bolsillo se encontraban los dos soles, que servirían
únicamente para ser gastados en los pasajes y los
helados a la hora de salida. A la hora de salida, no
obstante, buscó como un demente en sus bolsillos los
dos soles y no los encontró. Se le había caído en la
pichanguita de la hora de recreo. No sabía qué hacer.
Tenía miedo. Era muy pusilánime como para pedirle
dinero a un extraño en la calle. Se hizo tarde y todos
los alumnos de disiparon. Rafael y Ximena se quedaron
solos, llorando, pensando que se quedarían en la calle
para siempre y pensando que pronto vendría el loco y
se los llevaría con él. Rafael perdió su pasaje y se
desesperó llorando. Pero luego apareció una viejita
filántropa, quien se apiadó de ellos y les regaló sesenta
céntimos para sus pasajes, para que finalmente
pudieran regresar a sus casas, pero más tarde de lo
normal.
Rafael se sacudió de su estado de sopor y extrajo de
su billetera cinco soles y se los dio al niño. El niño le dio
las gracias y se alejó silbando una canción.
— Cuídate, amigo —le dijo Rafael, pero el niño no
le hizo caso y se fue sin escucharlo.
85
.

Al llegar a su departamento, se entregó a su cama y


extrajo de un cajón con llave un cuaderno viejo. Se puso
a leer su novela inédita, que con tanta pasión había
escrito. Ahora quería publicarla, pero no contaba con los
medios necesarios. Pronto terminaría sus estudios de
derecho, y ya tendría las armas necesarias para
enfrentarse a la vida. Lo venía haciendo bien hace
algunos años. Se sorprendió de él mismo al comprender
cuán tenaz era su fortaleza interior. Ahora necesitaba el
coraje y las agallas necesarias para abrir los ojos y darle la
cara al destino. A menudo se preguntaba si realmente el
mundo funciona bajo la tutela de un Dios supremo o si
solamente es una superstición creada por los hombres.
¿Qué es amistad?, ¿qué es el amor?, ¿qué es la vida?, eran
algunos enigmas que lo mantenían con el estado de
ánimo perplejo y sombrío.
Esa noche, Rafael durmió como un bebé. Sentía un
sosiego extraño, por eso no le hizo falta tomar pastillas
para conciliar el sueño. Al fin tuvo una noche plácida,
libre de interrupciones bruscas a media noche.
Al día siguiente se despertó temprano. Estaba con
buen humor. Hizo trescientos abdominales y levantó
algunas pesas. Luego se duchó, desayunó huevos fritos
con avena y se sentó en su cama, con el control remoto
en la mano, cambiando de canal constantemente la
televisión. Estaba en el último ciclo de derecho. En la
tarde tenía una importante exposición sobre
criminología. Se aburrió de la tele y la apagó. Cogió unas
copias que estaban sobre su escritorio y empezó a leer la
sicopatología de los criminales.
Le fue bien en su exposición. Sacó un quince. No le
parecía una mala nota, sin embargo pensó que pudo
haber hecho algo mejor. Hace varios meses que no se
86
.

comunicaba con ningún miembro de su familia. Sólo el


día de su cumpleaños, en noviembre del año pasado,
recibió una llamada de parte de sus hermanos y padres, y
una torta que le fue enviada inesperadamente. Era ya
casi medio año que no escuchaba la voz de su madre. La
extrañaba. A su papá también. Desde que lo corrieron de
su casa, por rebelde, cinco o seis veces le habían pedido
que regrese, pero Rafael declinaba amablemente esa
invitación por razones de índole de orgullo y honor.
Sabía que era incorrecto, pero lo habían herido
demasiado y era comprensible que Rafael sintiera un
poco de resentimiento. Además, él quería demostrar que
puede salir adelante, a pesar de los obstáculos y los
embates que se le vallan presentando en el camino.
Sentado en el viejo sofá de su departamento, cogió
el teléfono y llamó a la casa de sus padres. Después de
una larga espera, nadie le contestó. Entonces colgó, y
maldijo mentalmente. Quiso llorar, gritar, sacarle la
mugre a algún cabrón en la calle.
— ¡Váyanse todos a la mierda! —gritó con lágrimas
en los ojos.
Ya más tranquilo, fue a la refrigeradora y se sirvió
un vaso de limonada helada y se lo bebió de un trago.
Luego tomó asiento en el viejo sofá y jugó sudoku en su
celular. Pero no aguantó más, tenía tanta mierda
empozada en el pecho, que terminó estrellando el celular
en la pared. Luego cogió su casaca negra y salió a la calle.
La tarde era fría, y empezaba a caer la noche. Una
fuerte lluvia cubría el cielo de Trujillo, lo cual produjo
una melancolía indescriptible en Rafael. Caminaba a
paso lento, sintiendo los hombros pesados. Mil
recuerdos tristes atravesaban su mente en un instante.
Fue a parar a un parque de aspecto misterioso y
87
.

sombrío, por los grandes árboles que tenía y sus ramas


que agitaban al ritmo del viento. Tomó asiento en una
banca, la más solitaria del parque. Se puso a mirar a las
personas que pasaban con prisa. De pronto, una chica
masomenos de su misma edad, se sentó a su lado. Tenía
la cara húmeda y se cubría los ojos con las manos. Al
parecer, había estado llorando. Rafael no la miró. Ella a
él tampoco.
— Hola —le dijo Rafael de pronto.
La joven lo miró escéptica.
— ¿Qué tal? —insistió Rafael.
— Mal, ¿y tú? —respondió la joven apenas.
— También.
Luego los dos se miraron, como si sus miradas
expresaran alguna promesa de amistad.
— ¿Cómo te llamas? —preguntó Rafael.
— Sol.
— Bonito nombre.
— ¿Y tú?
— Rafael.
Se esbozaron una sonrisita triste. Conversaron un
rato, sentados los dos en la misma banca. Hablaron de la
universidad, de sus planes, de la familia, del amor. Luego
Rafael invitó a Sol a tomar un té en su departamento. Sol
aceptó. Tomaron un taxi y se marcharon.
Ya en el departamento de Rafael, Sol tomó asiento
en el viejo sofá y cruzó las piernas. Sol estudiaba
economía en la Universidad Nacional de Trujillo y
estaba en quinto ciclo. Tenía una mirada triste y
misteriosa, de estatura mediana y muy guapa. Rafael
prendió la radio y puso Ritmo Romántica. Le gustaba
esa radio porque era la única donde pasaban canciones
tristes y que hablaban de alguna escena de su vida.
88
.

— Tengo un vino en la refrigeradora, ¿te provoca?


—dijo Rafael.
— Bueno.
Rafael fue a la cocina y regresó con un vino y dos
copas en la mano. Luego se sentó a lado de Sol.
— ¡Salud! —dijo Rafael.
— ¡Salud! —respondió Sol.
Hicieron colisionar sus copas.
— ¿Vives solo? —preguntó Sol.
— Si, mis papás me botaron
— ¿Por qué?
— Porque les daba problemas, y porque también,
ya nos los aguantaba. Si seguía con ellos me iba a volver
loco.
Sol sonrió. Luego tomó otro sorbo de vino.
— ¿Y no te sientes solo?
— Sí, a veces, pero ya me acostumbré.
— ¿No tienes enamorada?
— No.
— ¿Por qué un chico tan lindo como tú no tiene
enamorada?
Rafael pensó mentalmente que la última frase de
Sol, lo dijo debido a su debilidad por el vino.
— No sé, a veces siento que no sirvo para amar.
— Te comprendo.
— ¿Y tú?, ¿tienes enamorado?
— No, ayer terminamos.
Rafael comprendió entonces porque Sol había
estado llorando en el parque.
— Lo siento mucho.
— No te preocupes. Es un tonto. Qué se joda.
— ¡Salud por eso!
— ¡Salud! —respondió Sol.
89
.

El ambiente se tornó con bastante hermetismo.


Rafael sintió de una manera vertiginosa un cariño
especial por Sol. Tenía la sensación de haberla conocido
en otro mundo y en otra época muy pretérita. Le
inspiraba sosiego tenerla en frente suyo, viéndola hablar
y sonreír. Sol pensaba que Rafael era un chico
interesante. Le atraía su franqueza y la naturalidad con la
que llevaba el ritmo de su vida. Cuando se terminó la
botella de vino, los dos se miraron un largo rato, como
intentando ver algo más que una simple mirada
superficial.
— ¿Debo darte las gracias por haberte conocido?
—preguntó Rafael.
Sol esbozó una sonrisa cómplice.
— Para nada. Yo debería agradecerte a ti, me has
hecho sentir muy bien.
Rafael se sintió halagado. Eres bonita Sol, pensó
Rafael.
Cuando se despidieron, Rafael acompañó a Sol a
tomar el taxi en la calle. Hacía frío. Rafael le prestó una
casaca para protegerse un poco de la humedad gélida del
viento. Si dieron sus números telefónicos y se
prometieron volver a salir pronto.
Esa noche, Rafael no pudo despejar el recuerdo de
la cara bonita de Sol. Se le había impregnado esa imagen
como estigmas en la piel.

Semanas después, Rafael y Sol sostenían una amistad


prometedora. Coqueteaban sutilmente, pero ninguna
osaba finalmente hablar de amor, sin embargo los dos se
soñaban mutuamente, se gustaban, se querían, no había
duda. Quizás de distintas maneras, pero existía entre los
90
.

dos un genuino e inmaculado sentimiento. Rafael tenía la


firme convicción de que al fin había encontrado a la
persona que lo rescataría de la oscuridad y la confusión.
Pensaba que Sol se convertiría en aquel sendero
luminoso que debería seguir. Después de todo, la vida
aún ha sido benevolente conmigo, pensaba todas las
noches antes de dormir, cuando evocaba el nombre y la
figura de Sol.
Una noche, Rafael y Sol fueron a bailar al Bizarro.
Sentados en la barra, tomaban cerveza, mientras decenas
de cuerpos humanos se agitaban al ritmo de la música en
la pista de baile. Rafael deliberaba consigo mismo si sería
oportuno declararse esa noche. Se respondió
mentalmente que sí.
— Ven, vamos bailar —dijo Sol—, adoro esa
canción.
Era una canción de Pedro Suárez Vertiz, “Cuando
pienses en volver”. Sol llevó de la mano a Rafael y
empezaron a bailar. Sol tenía una manera exquisita de
bailar. Seducía suavemente mientras sonreía. Rafael
bailaba torpemente, parecía un robot. Pero entre trago y
trago, se iba poniendo mas pillo y bailaba con picardía.
Hasta se animó a dar algunas vueltitas sensualonas.
Parecía disfrutar de ese trance, porque bailaba con los
ojos cerrados y una olímpica sonrisa.
— Me encantas Sol —le dijo Rafael, mientras
bailaban.
Sol sonrió. Rafael estaba con varios tragos encima
y se puso muy risueño. Siguieron tomando más cerveza
en la barra. Mientras hablaban de dos o tres cosas
triviales, Rafael observaba de soslayo a algunas parejas
besándose.
91
.

— Sol, quiero aprovechar esta noche para decirte


algo importante —con los ojos brillantes y pesados. Aún
estaba en estado ecuánime, pero muy parlanchín.
— Sí, dime…
— Quiero decirte que… eres… la mujer más dulce,
guapa y con más talento que he conocido en mi vida.
Y… ¿Quieres ser mi enamorada?
— Ay, Rafael, sorry, yo te quiero mucho, pero
como amigo. Tú eres mi mejor amigo… no puedo creer
que tú…
Luego de unos segundos, de una manera extraña y
vertiginosa, Rafael se fue hundiendo en una severa
depresión. Otra vez sintió lastima y compasión por él
mismo. Soy un gran huevón, pensó. Sol es un amor, ¿y
yo? Yo soy una mierda, un pelele.
— ¿Estás bien? —le preguntó Sol de repente.
Rafael sintió ganas de llorar. Comprendió en su
totalidad que tiene que aprender a vivir solo. Después de
todo, siempre tuvo ese presentimiento. Se sintió
estúpido, porque otra vez confundió la amistad con el
romance.
— Voy al baño —dijo.
Cuando regresó nuevamente a la barra, estaba serio,
hasta parecía molesto.
— ¿Te ocurre algo, Rafael?
— Es tarde, me tengo que ir. ¿Vienes conmigo?
— Claro, contigo he venido, ¿no?
Rafael pagó la cuenta y salió del bizarro. Al frente,
en el hotel las Terrazas, estaban paradas dos señoras que
vendían cigarrillos. Rafael llamó a una de ellas y compró
un par; prendió uno, y le dio una pitada.
— Rafael, perdóname, no quise hacerte sentir mal.
— Ya lo sé, no te preocupes.
92
.

Rafael hizo parar un taxi. Le pidió al taxista que lo


llevara a su departamento, atrás de la Vallejo.
— Sube —le dijo a Sol— por ahí te jalo.
— Mejor me voy sola —le respondió Sol.
— Como quieras, chau — respondió Rafael y el
taxista aceleró.
Estúpido de mierda, pensó Sol cuando el taxi se
marchó.
Al llegar a su departamento, Rafael se desnudó y se
metió a la ducha. Eran las tres y pico de la madrugada.
Olía a humo y decidió someterse a un merecido baño
con agua caliente. Mientras se enjabonaba el cuerpo y
sentía el chorro de agua tibia que caía sobre su cabeza,
advirtió que estaba sollozando. Afuera, en la calle, se
escuchaba el camión de la basura que pasaba recogiendo
los desperdicios de la ciudad. Rafael necesitaba
desesperadamente un abrazo y palabras de aliento para
restaurar su estado de autoestima. Sin embargo estaba
solo, en medio de las penumbras y la nostalgia de su
departamento. Salió de la ducha desnudo, y sus pies
húmedos dejaban huellas en la alfombra por cada tramo
recorrido. Quería dormir, descansar, y olvidarse del
idiota que sigue siendo, pero no pudo. Tenía insomnio.
Otra vez el maldito insomnio esperaba verlo intentando
dormir.
Se sentó frente a su computadora y abrió su correo
electrónico. Ninguno de sus contactos estaba en línea.
Rafael solamente quería escribir una carta a su madre, a
quien hacía mucho tiempo no veía, ni tampoco se
dignaba en llamarla. Abrió su bandeja de entrada y le dio
clic en nuevo mensaje. Tomó el teclado y empezó a
escribir:
93
.

Hola mamá:

Hace varios meses que no te he vuelto a ver, ni tampoco a papá ni


a mis hermanos. Espero que todos ustedes estén bien, aunque yo
esté pasando por momentos muy duros, pero de eso hablaremos más
adelante. Te cuento que en la universidad no me esta yendo mal,
pero tampoco bien. Te confieso que hubo algunas semanas en las
que solamente iba a la universidad con el único propósito de
bajarme dos o tres de los deliciosos tamalitos que preparan en el
cafetín. Pero ahora estoy bastante mejorado con lo que respecta a
mis estudios.
¿Cómo está el hijo de Liz? Debe de de estar grande Samir. La
última vez que lo vi, apenas balbuceaba ma-mi, ma-mi y daba sus
primeros pasos en el patio de la casa. Mándale besos a mi querido
sobrino. Hay días en los que me siento muy desolado y no me da
ganas de salir a la calle. He tenido varios fracasos amorosos, y en
verdad parece que mi destino es aprender a vivir solo. Ya sé que me
vas a decir que aún soy muy joven, que me espera un futuro
prometedor y que no debería preocuparme, pero no es tan fácil,
mamá. Seguramente estos embates de la vida hubiesen sido más
fáciles para mí, si ustedes me hubieran regalado un poco de su
cariño cuando yo era apenas un niño. Pero no importa, dejaré que
el destino, a su traviesa manera, haga de mí lo que se le antoje. No
pienses que te estoy reclamando, no, nada de eso, al contrario, te
doy gracias, a ti y a papá, porque fue por el amor de ustedes que
yo nací, un doce de noviembre de 1988. Quisiera que por lo menos
intentaran rescatar algunas virtudes mías, y que dejen de verme
como a un ser que tiene la capacidad mental de una mosca
retardada. Yo soy inteligente, mamá, y prueba de ello son las
diplomas que obtuve en el colegio. Me duele en el alma recordar
que ustedes me corrieran de la casa hacía algunos años. No sé si he
logrado superarlo ya, o si aún quedan secuelas de resentimiento en
94
.

mí. En todo caso, creo que hicieron lo correcto, porque les estaba
dando muchos problemas y dolores de cabeza. Perdón por eso.
Son las 3:45 de la madrugada. No puedo dormir, por eso me senté
a escribirte. Tú eres la única mujer de mi vida, y eso no cambiará
nunca. ¿Te acuerdas de nuestro paseo familiar a Simbal? Fue el
primer día más feliz de mi vida. Era mi cumpleaños número 10.
Todos comimos ceviche, bailamos y nos bañamos en la piscina. Mi
papá me cargó en sus hombros y me paseaba por los árboles y me
decía que yo era como Tarzán. Quería que me aventara una
cabecita a la piscina. Todos me miraban con expectativa, pero
cuando me arrojé caí de panza, y todos soltaron una carcajada
general, pero luego mi papá me dijo que no importa, que yo era un
campeón, y que me quería. Si la memoria no me falla, fue la
primera y única vez que me dijo te quiero. Son momentos
hermosos, los llevaré por siempre en el corazón a donde quiera que
vaya. Quiero decirte a ti, y a toda mi familia, que los amo, aunque
ustedes sigan teniendo un concepto mezquino de mí. Pero estoy
seguro, me lo dice una fuerza extraña, que eso cambiará con el
pasar del tiempo, cuando luego de batallar incesantemente con la
vida, me toque cosechar triunfos y victorias. Pero les pido tiempo.
Mañana, a primera hora, viajaré a Lima; tengo un amigo que es
dueño de una cadena de negocios y me ha prometido darme trabajo
y con un sueldo nada desdeñable. Además quiero publicar un libro
allá. Estaré un año fuera de Trujillo, luego regresaré, y terminaré
mis estudios de derecho para finalmente darle la cara a mi destino.
No podré ir a despedirme de ustedes. Espero que cuando leas esta
carta, me mandes muchas bendiciones en esta nueva aventura a la
que me voy a someter. Cuídate y saludos a todos. Los amo… nos
vemos pronto.

Rafael
95
.

Rafael puso el punto final y suspiró. Se sentía relajado.


Mandó la carta al correo de su mamá, y apagó la
computadora. Luego fue a la cocina por un vaso de
agua, y tomó un par de pastillas para dormir Se metió a
la cama y pensó que mañana el alba traería un nuevo día
de esperanza. Luego cerró los ojos, y se quedó
profundamente dormido.
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ÍNDICE

7 / prólogo

11 / I
ojalá ya fuéramos grandes mi amor

29 / II
inminente desolación

51 / III
no todo es lo que parece

65 / IV
una inesperada visita

81 / V
sol
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