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Divino Aburrimiento
I

Dios estaba allí, de


hecho llevaba allí toda
una eternidad. Para el
hombre, lo eterno
significa lo perpetuo sin
principio, sucesión ni
fin. Para Dios, significa
lo mismo. Y esa
vorágine dilatada sin
comienzo ni final, en
realidad, carece de
sentido si no se tiene un
objetivo, si no se hace
algo, algo interesante. Y
Dios lo había hecho
todo. Incluso había
creado al hombre y a la
mujer, pero de eso
hacía mucho, demasiada eternidad.
Dios estaba cansado de descansar. Estaba hastiado de ver transcurrir
ante sí el vacío inerte del tiempo inexistente. Dios estaba un poco
harto...
Con su mirada cósmica echó un vistazo hacia el abstracto universo que
se mecía en derredor, y no vio nada que fuera lo suficientemente
agradable como para detener la vista. Soltó un leve suspiro de
aburrimiento que se empotró contra la bóveda celeste, y hubo un
cataclismo en alguna región de la China del Norte. Dios se llevó las
manos a la cabeza y lamentó el despiste, luego logró perdonarse a sí
mismo, y, al rato, se quedó placenteramente dormido.
Cuando despertó sintió un bienestar especial. La vigilia era un
estado perfecto para descansar. Percibía su propia respiración, que se
filtraba por la tupida y blanca barba. Notaba el calor que le
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proporcionaba la túnica y el silencio imperturbable que le rodeaba. Pero,


pronto, salió del trance, para volver a la dura realidad. Retomó la
conciencia y dejó que aflorara de su rostro una sonrisa de abatimiento.
-Me aburro. -dijo Dios.
Era la primera vez que lo reconocía, y que lo decía en voz alta.
Las palabras de Dios tienen la virtud de ser escuchadas por todos los
hijos que le rodean. Por lo que acudieron allá, en manada, cientos de
querubines y serafines, todos los apóstoles y un gran número de santos
que habían ganado la compañía del Padre.
Le rodearon, mirándole con cara de asombro e impaciencia. Tenían sus
bocas abiertas, y sus ojos exclamaban la sorpresa, casi escapando de
las órbitas. Esperaron.
Dios se ruborizó de pronto, bajó la cabeza y perdió la mirada,
extraviándola de izquierda a derecha y de derecha a izquierda.
Nadie dijo nada. Nadie quería decir nada porque a ninguno de ellos se le
ocurría congeniar alguna frase inteligente con que deshacer ese silencio
y esa paz universalmente conocidas.
Dios alzó la vista. Los Santos y lo querubines y los serafines dieron un
paso atrás conteniendo la respiración. Pero Dios bajó, otra vez, la
mirada.
-Me aburro. -repitió.
Entre la concurrencia corrió un breve rumor de voces sordas que se
intercambiaban impresiones.
Dios se levantó del trono y dio una palmada enorme que retumbó con
eco sobre el firmamento. En alguna región caucásica, un terremoto
devastó varias ciudades, y un maremoto arremetió contra la costa del
pacífico.
-Opsss, dijo Dios, En fin...Lo siento.
No se sabe a ciencia cierta si transcurrió mucho o poco tiempo, porque,
como he dicho, el tiempo no existía. Lo que sí se sabe es que de entre la
muchedumbre que rodeaba expectante al Padre, surgió la figura de un
querubín, el más joven de todos ellos, que tuvo la osadía de acercarse a
Dios.
-Ohhhh.- retumbó el cielo.
-¡Qué atrevido!.- dijo San Pedro.
-Nunca aprenderá.- afirmó María Magdalena.
-No tiene ningún respeto.- dijo San Juan.
El querubín avanzó lentamente, abanicando con sus alas la atmósfera
del Reino, por ello, en algún lugar del mediterráneo, la brisa logró
embriagar con dulzura salada el baño solaz de los veraneantes, que
respiraban el fulgor oloroso del mar disfrutando del aroma perfecto.
Le quedaban poco menos de dos metros para llegar. Se mantuvo, por
un instante, suspendido en el aire, agitando sus esponjosas alas
blancas. En su bello rostro, de repente, apareció la duda y la indecisión.
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Miró atrás y los otros querubines le indicaron que siguiera. Ya que había
llegado hasta ahí, no podía, ni debía, retroceder.
El querubín tomó aire y, con aceleración, voló hasta donde estaba Dios.
Posó sus delicados piececillos sobre el suelo transparente e hizo una
reverencia al Señor. Dios cogió del brazo al querubín, para acercarlo a
Él. Se miraron. Uno con recelo, el otro con temor.
-Habla. -dijo Dios.
El querubín se acercó al oído del Señor, y le dijo algo que sólo Él pudo
escuchar.

II

El querubín ya sabía que tenía una misión. Dios le había dado el


visto bueno y le había animado a llevarla a cabo. En realidad, Dios, no
sabía todo con exactitud, por que el querubín sólo le había contado una
parte del plan. La parte que le convenía.
-Iros. -dijo Dios.
El querubín abrió de par en par sus alas y, estirando las plantas de sus
pequeños pies, se dio el impulso necesario para emprender el vuelo. La
congregación observó cómo el querubín avanzaba y se perdía entre las
nubes, cada vez se le divisaba más diminuto, hasta que desapareció y
todos volvieron a sus tareas perpetuas.

El querubín creía recordar bastante bien cómo era el Mundo y


cómo eran los hombres. En cierta ocasión había vivido junto a ellos y
sabía las peculiaridades de sus caracteres. Por esa misma razón, al ver
al Señor Padre aburrido de solemnidad, pensó que en la Tierra tenían
que haber inventado algo que supliera tal carencia. Algo novedoso que
le hiciera la espera más entretenida.
Planeó, con las alas totalmente extendidas, en vuelos rasantes, para
contemplar aquél verde mar espumoso que chocaba contra los
acantilados enormes. Viró en el aire, formando bucles, y se dejó arropar
por el vuelo de las gaviotas que examinaban con atención su depurada
técnica. Luego remontó y salió disparado en dirección a las
embarcaciones que flotaban mansamente sobre el océano. El querubín
se detenía, estudiaba el terreno, y volvía a agitar las alas para
desplazarse con premura y excitación a otro lugar. Algunos pescadores
creyeron ver algo parecido a un ángel, pero no dieron crédito a su
visión, les pareció demasiado bello y, por ende, una alucinación
producto de tantas horas de cansado trabajo bajo el sol.
Por fin, decidió adentrarse y dejar la costa para no impacientar a su
Señor, que desde las alturas le parecía vigilar sin tregua.
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La noche se cernía y el querubín aún no había encontrado nada. Así es


que resolvió abreviar su búsqueda. Llegó a la ciudad y se posó en la
azotea del edificio más alto. Allí, tomó resuello. Se sentó sobre la fría
piedra y miró lo que sucedía en torno a él. Le sobresaltó, de repente, la
enorme velocidad de los extraños vehículos que circulaban por las
calles. Eso no lo había visto antes. “¿Qué eran esos cacharros?” Supuso
que eran cachivaches que utilizaban los hombres para desplazarse
rápidamente.
“Pero, se dijo,
¿rápidamente, para
qué?” El querubín
no entendía,
aunque sí conocía,
lo que significaba
esa palabra: prisa.
“¿Es que es tan
corta la vida de los
hombres?”, se
preguntó. Por un
momento, meditó
sobre la idea de
llevarle a Dios uno
de esos diabólicos
vehículos, pero
desestimó la
intención porque no
se imaginaba a su
Señor derrapando y frenando en seco en medio de la inmensidad
celestial. “Menudo desbarajuste se formaría”, pensó.
“Tengo que buscar más, tengo que encontrar algo mejor”, dijo en voz
baja.
El querubín se dejó caer lentamente y fisgó lo que sucedía dentro de
aquel edificio. En la última planta vio a un hombre y a una mujer.
Estaban uno frente a otro. El pequeño querubín pensó que se trataba de
dos enamorados y una inocente sonrisa que brotaba de su tierno
corazón, iluminó la beldad de su rostro. Continuó observando con la
mano apoyada en la barbilla, pero, de pronto, el hombre, con su puño,
asestó un golpe a la mujer que le hizo derrumbarse de bruces al suelo.
El querubín se asustó mucho, voló hacia la azotea y se acurrucó en el
rincón más oscuro. Mientras una lágrima se deslizaba por su sonrojada
mejilla pensó que no se trataba de dos enamorados.
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III

Su primer día en la Tierra había sido demasiado intenso. Ahora, el


querubín estaba sometido a las leyes naturales del Mundo, y el tiempo
era una de ellas. Por todo lo cual, el pequeño ser etéreo se sentía
bastante fatigado. Habían transcurrido pocas horas, pero eran las
suficientes como para que notara la flaqueza debilitadora en sus
fuerzas; sobre todo, al no estar acostumbrado a esa presión externa.
Cuando despertó, la luz no le permitió ver con claridad. Intentó ordenar
los hechos que le habían conducido hasta allí y pronto recordó el motivo
de su misión.
Se incorporó, abanicó sus alas para desentumecerlas y comenzó a
elevarse por el aire. Una sensación conocida se adueñó de su estómago:
era hambre. ¡Hacía tanto tiempo que no notaba ese pequeño dolor que
casi lo había olvidado!. El olfato también comenzaba a funcionar. Olía. Y,
el rumor invisible que se filtraba lentamente por las aletas de su
naricilla, venía de muy cerca. Guiado por el sentido, voló intentando dar
con el suculento objetivo. En ese instante, una amalgama dispar de
efluvios impresionaron al pequeño ser etéreo, haciéndole variar el
rumbo y llevándole de una dirección a otra, sin saber porqué. Desde el
norte, le llegaba el fino aroma que compone el viento marino; desde el
oeste, le abatía un sutil flujo, esparcido por el ambiente, a pan tostado y
crujiente; desde el este, le embargaron mil sensaciones emanadas por
un rosal y mil jacintos; y, desde el sur, luchó por combatir la irradiación
propagada por algo desconocido y asfixiante que obstruía sus pulmones;
se le antojó compararlo con el humo negro que despide la caldera del
infierno.
El querubín disipó el estado confuso de ánimo y dirigió su vuelo hacia el
oeste, en busca del alimento. Esa era la parte del plan que había
ocultado a Dios: volver a sentir la vida y lo que se desprende al vivirla.
En realidad, no había mentido, sólo había obviado una parte sesgada.
No había mentido, sólo había pedido bajar a la Tierra sin decirle las
consecuencias que ese hecho podía operar en su pequeño cuerpo. Para
él era una mentira piadosa, aunque comenzaba a atenazarle cierto
sentimiento de culpa. “Quizás eso sea parte, también, de llevar algún
tiempo aquí, medio vivo”, pensó.

Dos rebanadas de pan sobresalían de un artilugio metálico que


refulgía a través de la ventana. El querubín las contempló desde el
quicio, asomando la naricilla y aspirando su olor. “Si en el Reino se
comiese, le llevaría ese aparato magnífico”, se dijo. Sin pensarlo
demasiado, el pequeño querubín, trepó y se coló volando en la cocina.
Mientras cogía una de las rebanadas escuchó pasos tras la puerta.
Rápidamente, se escondió detrás de la cortina que ocultaba un chiscón
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con cacerolas y enseres para el guiso. Allí, oculto, mordió un pequeño


bocado que le supo a gloria; justo el lugar de donde venía y donde no
encontraba cosas como ésas. A la vez que masticaba, intentando hacer
el menor ruido posible, entreabrió el visillo. Vio a una mujer de melena
rubia y figura esbelta que fregaba unos cacharros. Entonces, entró un
hombre y el querubín, instintivamente, se ocultó de nuevo.
“Pero, cariño, ¿sólo has puesto una tostada de desayuno?”, dijo el
hombre. “No”, respondió ella. “En fin, replicó él, tengo mucha prisa y ya
llego tarde al trabajo”.
El querubín volvió a asomarse y percibió un pitido que parecía salir de la
cintura del hombre. Era un ruido continuo que se apagaba y volvía a
sonar, siempre regular y con una sincronía uniforme. El hombre se echó
mano de la cintura y extrajo, de algo parecido a una funda de cuero
marrón, un aparato que era el emisor de ese particular y tintineante
sonido.
“Sí, dígame”, dijo el hombre. “Por supuesto, prosiguió, estoy de
acuerdo. Si... Si”. El querubín volvió a abrir el visillo para mirar lo que
sucedía. El hombre paseaba de un lado a otro, con el aparato pegado a
la oreja. “Ja, ja, ja”, rió el hombre. “Ja, ja, ja”, volvió a reír. No paraba.
Parecía que le iba a dar un ataque. “Eres genial, ja, ja, ja. Te tengo que
dejar, ja, ja...”
“¿Qué sería eso? ¿Qué tendría ese artefacto que tanto hacía reír al
hombre?, se preguntó el querubín.
El hombre dejó el aparato que le provocaba la risa sobre la mesa. Cogió
la rebanada de pan y la hincó el diente. La mujer salió y, al poco, entró
portando un maletín negro con los cierres dorados. “Vas a llegar tarde”,
dijo ella. Él miró su muñeca y dijo: “Si, es tardísimo...¡Dios mío!...” El
querubín se acordó, de repente, de su Señor; el hombre se lo había
recordado.
Los vivaces ojillos del pequeño ángel no se apartaban del artefacto.
Utilizó su pensamiento, se concentró, y dijo mascullando las palabras:
“Se te va a olvidar llevarlo contigo”. Así fue. El hombre salió con su
maletín, seguido de su mujer, en dirección a la puerta de la calle.
El querubín introdujo en su boca el último trozo de pan, salió de su
escondrijo, cogió el artilugio que provocaba la risa y saltó por la
ventana, volando hacia las nubes. Cada vez se hacía más diminuto
porque volaba a gran velocidad, ya que había repuesto energías. Cada
vez se hacía más diminuto porque deseaba llegar hasta el Padre y darle
ese aparato que provocaría su risa.
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IV

Dios continuaba sentado en el trono. Estaba hundido, haciendo


que todo su peso fuera soportado por el pétreo mármol; era la misma
postura que ocupaba antes de que el querubín descendiera a la Tierra.
Al presentir, desde la lejanía, la presencia del pequeño, giró con avidez
la cabeza y siguió su vuelo sin pestañear. Parecía que no iba a llegar
nunca, aunque “nunca” es una palabra que en el cielo no se suele
manejar usualmente.
Por fin, llegó.
El querubín hizo la reverencia acostumbrada a los pies del Señor. Dios
tocó con suavidad los cabellos rizados del ser etéreo y dijo: “Te estaba
esperando”. El querubín asintió con la cabeza y ofreció al Padre el
extraño aparato.
“¿Qué es esto?, preguntó Dios con curiosidad. El querubín titubeó: “No
estoy seguro del todo, pero creo que os gustará...”
Dios observó el artilugio y lo volteó una y otra vez. Había teclas donde
se podían leer números y signos sin un sentido claro y legible. Tenía,
asimismo, una especie de pantalla color verde opaca y, en uno de los
extremos superiores, una barrita que subía y bajaba si se estiraba.
Dios torció la boca y dirigió su mirada al pequeño querubín. “¿Me
quieres tomar el pelo?”, preguntó. “No, mi Señor”, dijo, rápidamente, el
ser etéreo. “No, de veras que no, mi Señor”. “Pues, explícate”, dijo, con
gravedad, Dios. “Verá, después de divagar de aquí para allá, sin rumbo,
pero anhelante por encontrar algo que os sacara de la abulia, vi a un
hombre que con ese aparato, aplicado correctamente en su oído, no
paraba de reír. Y reía, reía tanto que parecía alcanzar un estado de
gracia que desesperaba en alborozo y alegría. Créame, mi Señor, no
estoy fabulando, lo que le digo es cierto como la vida misma...” En ese
momento, el querubín, saboreó sus palabras: “...como la vida
misma...”, y recordó el sabor del pan contra su paladar. Llegó a la
conclusión de que el mejor regalo hubiera sido decirle que bajara a la
Tierra e intentara disfrutar del goce que supone comer algo sabroso, o
aspirar con intensidad los mil aromas que las cosas bellas pueden
desprender, aunque había olido algo que no le había gustado nada, esa
cosa negra que enturbiaba el paisaje con su calima espesa y maloliente.
Pero, por lo demás, allí abajo, y lo sabía el querubín a ciencia cierta,
había tantas cosas con las que disfrutar que el tiempo se consumía con
demasiada facilidad. “Claro, pensó el pequeño querubín, por eso han
inventado esos vehículos que se desplazan tan estrepitosamente
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rápidos, porque no pueden esperar a que se les escape un olor, un


sabor, una esencia...”
Dios se acercó el aparato a su oído. “Aquí, no pasa nada”, dijo. “¿No?,
bueno, habrá que esperar”, apuntó el querubín.
Y esperaron, pero nada sucedió.
Dios movió el aparato, lo agitó, lo cambió de oído y hasta le propinó
varios golpecitos para comprobar si así podría funcionar.
“Anda, márchate, que en el Coro te echarán de menos”, dijo Dios. El
querubín sintió pena e incomprensión. No se le ocurría qué podría hacer
para que su Señor le creyera y confiara en la verdad de sus palabras. Se
puso en pie y cuando iba a extender las alas para emprender el vuelo,
de repente, el aparato emitió un pitido chirriante. Se detuvo. Y, de
nuevo, irrumpió el pitido. Ambos se miraron estupefactos. “Es verdad,
Señor, antes de que el hombre riera, ésa cosa, sonó, como está
sonando ahora mismo”. Los sonidos eran igual de regulares y se
extendían por la atmósfera celestial ocupando el mismo espacio
repetitivo. Dios, entonces, acercó el aparato a su oído derecho, pero
siguió sonando. Se percató de que sobre la verde pantalla habían
surgido, de manera imperceptible, unos números en hilera.
“Apriete algún botón, Señor, apriételo”, invitó el querubín. Dios comenzó
a apretar todos los botones y, después de oprimir uno que se distinguía
del resto por el color, el aparato enmudeció. Desde dentro parecía salir
una voz que se filtraba por unas ranuras abiertas en la base.
“Acérqueselo al oído, ¡ahora, Señor!”. Con lentitud y alguna que otra
reserva por la incertidumbre, Dios, se acercó aquella cosa e intentó
escuchar con atención.
El querubín no podía esperar, quería preguntar, quería saber, quería
salir de dudas, y, sobre todo, quería ver disfrutar a su Señor.
“Si”, dijo Dios. “Si”, repitió. Dios hizo una mueca con su boca, apretando
los labios. “He oído algo, pero de pronto se ha cortado y ahora se oye
un pitido que no me hace reír”. Le ofreció el aparato al querubín y, éste,
lo dispuso contra su oreja, escuchando justamente lo que le decía Dios.
“No sé Señor, esto tiene que tener una explicación razonable”.
El querubín volvió a observar con detenimiento el aparato. Pulsó la tecla
que se diferenciaba por su color. Lo acercó a su oído y comprobó que el
sonido había cambiado, ahora era el mismo tono, pero sostenido sin
alteraciones. Apretó, al azar, otro botón, y aparecieron sobre la pantalla
filas de números dispuestas por un orden. Así que, apretó otra tecla y
desaparecieron todos las hileras de números, excepto una fila. El tono
cambió y se hizo intermitente y prolongado. Le ofreció el aparato a su
Señor y dijo: “Pruebe ahora”.
Dios estiró la mano, agarrándolo y acercándolo al oído. De pronto, su
gesto se tornó. El querubín respiraba con ansiedad descontrolada, cada
vez estaba más impaciente y más absorto ante la espera.
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Dios escuchó una voz que, cargada de sensualidad, le ofrecía hacerle


compañía pasando un rato agradable. “¿Cuáles son tus deseos?”, dijo la
voz. Dios dijo: “La verdad, últimamente, no me siento satisfecho”. “Eso
es normal, dijo la voz, por eso has marcado este número, ¿no?”. “La
cuestión es complicada”, apuntó Dios. “Ya lo supongo, ya”, dijo la voz.
“Lo que ocurre es que me aburro”, concluyó el Señor.
Hubo una pausa.
“Bien, ¿cuáles son tus preferencias, querido?”. Dios retiró unos
centímetros el aparato de sí, y volvió a acercarlo. “No entiendo la
pregunta”, aseveró sin dudar. “Si, me refiero si prefieres más a los
hombres o a las mujeres”, dijo la voz. “En realidad corre el rumor de
que antes fue el hombre, pero eso no es cierto, fueron los dos a la vez”.
“Entonces, te da igual”. “Por supuesto, dijo Dios, para mi lo que
desencadena el valor intrínseco no se refiere a distingos tan simplistas”.
“Está bien, está bien, apuntó la voz sensual, dime, ¿quieres hablar con
Gloria o con Toni?. “La Gloria ya la tengo muy vista, lo otro lo
desconozco”, dijo Dios. “Te paso a Toni... que disfrutes...”, dijo la voz.
El querubín continuaba contemplando la escena. No quería interrumpir
el hilo conductor que se estaba creando entre su Señor y ese aparato,
pero no pudo reprimirse: “¿Qué ocurre, mi Dios?”, preguntó
comedidamente. “La verdad, respondió Dios, no estoy muy seguro, esto
es bastante extraño”.
Al poco, y levantando la palma de su mano, indicó que algo hablaba a
través de las ranuras... Los ojos del Señor comenzaron a abrirse y
abrirse como platos, dejando al descubierto el blanco humor cristalino.
La semblanza de paz de su rostro se convirtió en desazón. Dios arrojó el
aparato al suelo transparente, el querubín se encogió del susto y la
tranquilidad celestial se apagó de súbito.
“Qué elemento de escándalo es éste?, ¿Qué significa esto, un hombre
seduciendo abyectamente a través del aire?” Mientras Dios pronunciaba
tales palabras, el querubín corrió y se agazapó detrás del trono.
“¿Dónde estás, pequeño ser etéreo?, sal ahora mismo”. Despacio, muy
despacio, el querubín asomó su cabecilla. “Tráeme ese artefacto”, dijo el
Señor.
El querubín, con más miedo que vergüenza, se aproximó hasta el
aparato, lo cogió y se lo ofreció a Dios. Un leve gruñido salió de su
garganta, luego hizo un remanso de meditación sin apartar la mirada de
cada vértice del aparato, de sus peculiares botones de goma impresos,
de su ergonómica forma simétrica... ¿Esto es lo que has conseguido del
Mundo?”, preguntó en voz alta. El querubín trató de contestar,
justificándose: “El Mundo tiene cosas que desbordan la imaginación; es
un constante cambio sin final lógico; cada árbol, cada flor, cada ser,
cada pensamiento que allí vive es un sentimiento que puede deslumbrar
los sentidos, por que la belleza está donde hay vida”, aunque, mientras
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decía estas palabras, el querubín, recordó lo que había contemplado tras


la primera ventana: una cara de odio que maltrataba a otra cara de
espanto y miedo. Entonces, no estuvo del todo seguro, y calló.
“Te equivocas, pequeño, dijo Dios, para que exista el bien y la belleza,
tiene que existir el mal y la aversión; para que haya paz, se debe
conocer la guerra”. El querubín volvió a sentirse triste, y eso que su
estado ya había mudado por completo porque ya no estaba sometido a
las leyes de la naturaleza mundana.
Se hizo un silencio entre los dos, un silencio cargado de preguntas sin
vocación de respuesta.
El aparato, que seguía entre las manos del padre, volvió a sonar. Dios,
dudó. No supo si haría bien apretando el botón que abría las puertas del
Mundo. Lo hizo. Con parsimonia, acercó a su oído el bienintencionado
regalo del querubín.
Esta vez se trataba de la voz de una mujer: “No digas nada, mi vida, lo
tengo todo listo y dispuesto. Tu mujer se va a llevar una gran sorpresa.
La pobre tonta no tiene la más remota idea. ¡Ahhhh!, suspiró con
dulzura, tú y yo, a solas, en una playa de arena blanca. Ya te veo con el
bañador apretadito, pidiéndome guerra...¡Ahhhh!, volvió a suspirar, sólo
tenemos que recoger los billetes, hice la reserva esta mañana. No digas
nada, sólo mándame un beso...¿eh?, ¿me
escuchas?...¿cariño?...¡Hazlo!...
Dios lanzó un beso.
“Así me gusta, dijo ella, hasta la tarde, amor...” Y colgó.
“Mentiras”, dijo Dios. El querubín no comprendía.
El aparato, casi sin descansar, volvió a sonar. Ahora hablaba un
hombre, decía que quedaba poco para que el supervisor jefe la palmara,
y que el ascenso estaba casi asegurado: “Sólo es cuestión de esperar,
como te decía esta mañana, por suerte la medicina no ha avanzado
tanto como para salvar a esa comadreja, ja, ja, ja...”
“Ambición inútil”, dijo Dios. El querubín, aunque lo intentaba, seguía sin
comprender.
Aquél aparato era insaciable, volvía a sonar. El Señor se armó de
paciencia y contestó sin demasiadas ganas. “Soy tu madre, dijo una voz
distinta, no hace falta que hables, supongo que estarás muy ocupado y
que ahora no tendrás tiempo para atender a una vieja que no tiene
ninguna obligación, y que molesta. Pero te llamo porque papá ha
recaído. Estoy en el hospital. No es necesario que vengas, ¡pero, qué
digo!, si la otra vez no pudiste venir, no creo que ahora puedas hacerlo.
No entiendo que hayan podido cambiar las cosas. En fin, te llamo,
porque soy tu madre y tenía la necesidad de hacerlo...” En ese
momento la mujer inició un llanto que se quebró cuando la línea quedó
interrumpida.
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“El Mundo”, dijo Dios entristecido. Y el querubín, casi no tenía ganas de


comprender nada, porque creyó que podría adivinarlo sin intentarlo.
Dios apretó el botón que desconectaba el aparato. Echó una mirada al
horizonte y reparó en la esfera azul que, incomprensiblemente, se
mantenía firme sobre el espacio negro y vacío. Se sostenía ajena a la
profundidad de los abismáticos desengaños que surtían los días, las
horas, los minutos; todo el tiempo que vivían aquellas ancianas
creaciones. La esfera se aferraba al firmamento, sin asumir los hechos
consecuencia de un libre albedrío incomprendido. Allí estaba, libre de
cuidado, distante y desprevenida a su propia suerte.
¿Sabes algo?, dijo Dios. “No”, respondió el querubín. “Me has hecho un
favor enorme, has cumplido perfectamente la misión”. “Ah, ¿si?, dijo el
querubín sin convencimiento, bueno, claro, ya sé, si, si, perfectamente.
No lo sabía”. “Si, querido ser etéreo, la solución a los problemas suele
estar más cerca de lo que queremos creer. Ahora, vuela, y únete al
Coro, y canta para que yo pueda escucharte”.
El querubín abrió sus alas y levitó gravitando alrededor de su Señor.
Tenía tantas dudas que apenas salía del asombro. No entendía qué era
lo que trataba de decirle Dios. Cuando ya se había elevado, giró la
cabeza y vio que Dios le sonreía.
Dios volvió la mirada al Mundo y supo que en esa esfera azul, de algún
modo, de alguna manera, le estaban esperando. Tenía mucho trabajo
pendiente, tanto como para no aburrirse...

© De los textos: Carlos Belane


© De las ilustraciones: Marcos Santos

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