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Justificación política y deliberación*

Javier Gallardo

La política es, entre otras cosas, una actividad consistente en la práctica de dar y
pedir razones. Y una buena razón política es una razón justificativa del empleo legítimo
del poder político en una determinada dirección. Ahora bien, ¿podemos discernir de
alguna manera cuál es una buena razón para adoptar una decisión política, de efectos
vinculantes o coercitivos para todos los miembros de la sociedad? Sólo podemos
saberlo, y este es el argumento central de este texto, mediante una deliberación demo-
política, centrada en el intercambio y el contraste público de argumentos, testimonios e
informaciones desde iguales posiciones de habla. Para ser más exactos, a falta de una
fuente acreditadora de la corrección epistémica y normativa de las razones políticas
justificativas de un determinado curso de acción común, independiente de las prácticas
históricas de las comunidades políticas y de lo que estas validan, de hecho o de derecho,
como justificaciones públicamente aceptables, la deliberación vendría a funcionar como
la instancia crítica y evaluativa de las razones predominantes o abiertamente disputadas
en el seno de cada comunidad política.

Ciertamente, por política y por democrática, esto es, por estar abierta a los más
disímiles pareceres públicos y no desfavorecer a ninguna de las alternativas en juego, la
deliberación no tiene por objetivo establecer la verdad de un estado del mundo, ni
tampoco consagrar razones inobjetables para todas las partes, caras aspiraciones, como
es sabido, de las teorías políticas fundacionistas, por un lado, y de la tradición
contractualista o de las éticas universalistas, por otro, sin olvidar las corrientes
constitucionalistas, tendientes a exigir costosas erogaciones justificativas o consensuales
a las demandas de un uso mayoritario del poder político en una determinada dirección.
Con todo, la deliberación política puede contribuir al buen discernimiento público de las
mejores razones para decidir en conjunto, evitando de esta manera el extremo opuesto
de las estrategias de justificación decisionistas, tendientes a librar las actuaciones
colectivas al terreno de una indecibilidad normativa o a contingentes luchas de poder.

Así pues, aun cuando en el mundo político no sea posible manejarse con certezas
absolutas, ni con razones induvitativas para todas las partes, algo inalcanzable, por

1
* Presentado en las Primeras Jornadas Debates Actuales de la Teoría Política Contemporánea. 2010.
cierto, para cualquier sistema de justificación, incluso en los dominios epistémicos o
científicos, de todas formas, se pueden dar algunas creencias y valoraciones por
razonablemente justificadas para adoptar una decisión colectiva, tras una apropiada
deliberación. Téngase en cuenta que los ciudadanos y sus agentes, puestos a adoptar
decisiones comunes, no buscan certidumbres inobjetables, ni un saber seguro,
independiente de su contexto de acción y de sus dilemas prácticos, sino una razonable
seguridad en la justificación de sus posiciones y elecciones públicas. 1 Incluso, pese a
que la actividad política reposa, de una manera o de otra, en presupuestos ontológicos,
siendo indisociable de alguna lectura empírica o causal de las realidades comunes,
tiende a desarrollar su racionalidad justificativa, su acciones y experimentaciones
públicas en una realidad instituida o instituyente, por lo que, para decirlo en un léxico
pragmatista, en el mundo político la verdad se hace más que se encuentra (Lynch 2005),
sin tener que justificarse, necesariamente, en base a un lenguaje proposicional,
asertórico o apodíctico.2

En síntesis, si bien los asentimientos ciudadanos no pueden basarse en


estándares de aceptación externos y concluyentes, independientes de los lenguajes y
formas de vida de cada mundo político-social, apelando a criterios o métodos
susceptibles de conferir o denegar un estatuto de verdad a las proposiciones públicas, ni
están tampoco en condiciones de contar con justificaciones suscritas por todas las
1
En otro texto (Gallardo 2009) sostuve que la intencionalidad política es decisional, práctica y no teórica,
pues si bien el propósito político se confronta con cuestiones de verdad y objetividad, al igual que lo
hacen las prácticas científicas y judiciales (sin que estas tengan que sujetarse, por cierto, a los imperativos
decisionales y englobantes de la política), no se trata de un propósito epistemológico, ya que no se dirige
hacia un objeto o realidad –relativamente− independientes. Por otro lado, el objetivo de la vida política
no es moral, pues ella no privilegia una determinación racional de la relación deseable y posible entre
personas o colectivos sociales en base a alguna visión general del sentimiento humano o la razonabilidad
práctica. Dicho esto, el propósito político, como aspecto determinante de un tipo de conocimiento y
acción de agente, no admite ser juzgado sólo por sus resultados o por sus conveniencias beneficiosas para
los intereses dados de cada parte, con independencia de las cuestiones relativas a la corrección intrínseca
de cada acción y al modo de interactuar de los agentes con el mundo. Vale decir, no porque la política sea
una actividad autónoma, sujeta a sus propios estándares de saber y excelencia práctica, debe aislarse de
las cuestiones epistémicas y morales, ni ser tampoco ajena a las normas de conocimiento y valor que
rigen en otras prácticas o actividades de la vida humana.
2
Tal como lo dice M. Lynch, en política, como así también en moral, “resulta más difícil hallar, o incluso
concebir, objetos independientes de la mente que se correspondan con nuestros pensamientos. Aquí
parece que no podemos simplemente mirar y ver lo que es verdadero o falso, y que nuestros deseos y
prejuicios conceptuales influyen con más claridad en la esencia misma de aquello en lo que pensamos. No
obstante, lo que decimos sobre esta clase de cosas es tan susceptible de verdad y falsedad como lo que
decimos sobre montañas y mangostas”… “en ciertas áreas nuestras creencias pueden ser verdaderas o
falsas, pero su verdad y su falsedad parecen tener poco que ver con el comportamiento de varios objetos
independientes de la mente. En tales casos somos más propensos a pensar que gozamos de mucha más
libertad en nuestras elecciones conceptuales y que el mundo tolera de buen grado diferentes
descripciones. Pensamos que el contexto importa más” (Lynch, 2005, 62 y 63).

2
* Presentado en las Primeras Jornadas Debates Actuales de la Teoría Política Contemporánea. 2010.
partes, capaces de concitar unanimidades de dudosa vocación democrática, no por ello
tienen que librarse a un decisionismo arbitrario o contingente, animado por el choque
inconmensurable de valores e intereses auto-referidos, blindados a las objeciones
recíprocas o al razonamiento común, ni fundarse tampoco en auto-justificaciones
contextualizadas, cerradas a un contraste crítico y normativo, a un “careo adecuado”
entre las justificaciones más acreditadas y las más heterodoxas, con independencia de su
poder numérico o de negociación, de su origen intra o extra muros. Una genuina
deliberación demo-política, esto es, el contraste equitativo y recíprocamente dirigido de
razones y argumentaciones públicas orientadas a una decisión común, igualmente
sensible al habla inclusiva o disruptiva, y a los discursos más disciplinados o selectivos,
vendría a funcionar como una instancia crítica y evaluativa, encargada de cotejar la
validez de los discursos justificativos, sus dotaciones de verdad, de corrección
normativa y pertinencia política, sean estas de proyección universal o dependientes del
contexto, aproximando los lenguajes adversativos o disputativos a razonables niveles de
racionalidad, objetividad y discernimiento práctico, maximizando el control y el juicio
crítico de los afectados por las decisiones de autoridad, habilitando, en suma, el pleno
ejercicio del poder de acción común de los ciudadanos en contextos de pluralismo y
desacuerdo.3

Justificación deliberativa: ¿ilusión anti-política o momento crítico indispensable?

Justificar es dar una buena razón de algo. Y la base de toda justificación racional
consiste en poder dar o pedir razones. Ahora bien, las empresas justificacionistas,
tendientes a testear (o a certificar, podría también decirse), las razones adecuadas sobre
la verdad de una creencia o la validez de una acción, no gozan de gran predicamento en
el terreno político, y más allá de este, habida cuenta de las falencias teóricas y prácticas
exhibidas por la tradición epistemológica y por las grandes corrientes del pensamiento
moral. De hecho, el acto mismo de justificar algo revela un desacuerdo real, hipotético o
3
La idea deliberativa cuenta con una amplia gama de adhesiones doctas, las cuales remontan a muy
diversos linajes del pensamiento político clásico y moderno, constituyendo, hoy en día, un polo de desafío
teórico al paradigma de la democracia competitiva, de fuerte ascendiente en las prácticas investigativas de
la ciencia política contemporánea. Pero las actuales defensas teóricas de la política deliberativa suelen
presentar diversos flancos débiles, debido, en parte, a algunas reminiscencias aristocráticas de su actual
revival conceptual, y en parte también, a que algunos de sus principales cultores dejan traslucir una
desmedida preocupación normativa, evidenciando una mayor preocupación por resolver problemas de
filosofía moral, por reivindicar una acotada razón pública o una racionalidad comunicativa impresa en el
lenguaje humano, que por dar debida cuenta de la naturaleza electiva y experimental de la política
democrática.

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* Presentado en las Primeras Jornadas Debates Actuales de la Teoría Política Contemporánea. 2010.
posible, por lo que las razones sobre la verdad o validez de una creencia o una
valoración están sujetas a una intrínseca indeterminación, a una posible diferenciación y
discrepancia entre sí. De ahí que varios pensadores políticos, distanciados de la
tradición epistemológica y moralizante de la vida política, terminaran preguntándose si
tiene sentido hablar de verdad o de validez en general, y en el plano político en
particular, poniendo en juego el significado de la propiedad de objetividad de la verdad
y validez de los criterios de diferenciación entre las creencias justificadas y las creencias
verdaderas (Rorty 1993, Brandom 2000, Ibáñez 2005).4

El primer problema que se plantea, entonces, a la hora de discutir los


fundamentos de una teoría de la justificación política en un marco deliberativo, es la
posibilidad de pensar una instancia crítica de los discursos políticos justificativos,
tendiente a detectar su racionalidad, sus bondades epistémicas, normativas y políticas,
en vez de asumir el carácter indecidible de estas cuestiones y tratarlas como objetos
contingentes, históricamente explicables o singularmente contextualizados. Puestas las
cosas así, la teoría de la justificación política debería abordar, in limine, la cuestión de
las condiciones de posibilidad de un justificacionismo político normativamente deseable
y articulable como criterio regulador de las discusiones políticas concretas, de modo de
aventar la mera racionalización de una toma de partido previa a esa posibilidad,
evitando asunciones prácticas controvertibles o injustificables. Pero además, una teoría
de la justificación política deliberativa debería responder a otras preguntas

4
El tema nos remite, aunque aquí no vamos a discutir el punto, a un debate clásico entre una tradición de
pensamiento objetivista y fuertemente normativo, tendiente a abordar los problemas de justificación de la
legitimidad política en términos −universales o trascendentes− de aceptación racional, y una vertiente
escéptica o relativista, dispuesta a dejar librada la determinación racional de las decisiones políticas a los
trámites contingentes, históricos o contextuales de cada comunidad política. Así, del acceso imposible a
una objetividad forjada desde un afuera o lugar independiente del entorno familiar al hombre, a su
lenguaje y cultura, el pensamiento escéptico concluye que no existe ninguna verdad objetiva por conocer
o que no podemos juzgar objetivamente quien está en lo cierto y quién en el error, mientras que los
relativistas deducen que la verdad es siempre tributaria de un contexto o una temporalidad. En realidad,
una vez reconocida la imposibilidad de conocer los hechos puros, por fuera de nosotros mismos o desde
afuera de nuestra realidad, y sabiendo que, dentro de esa realidad común, no somos átomos que modelan
aisladamente la experiencia y la observación con nuestra mente (Taylor 1995), lo que nos queda es contar
con mejores o peores razones para creer –justificadamente− que estamos próximos a la verdad,
estableciendo una adecuada y contrastable interacción entre las creencias que comunicamos y los objetos
de nuestro mundo, lo cual no es poca cosa. Pero, en cualquier caso, el punto a destacar es que, mientras
para algunos, dichas inferencias constituyen una mala noticia, pues nos dejarían librados a un “vale todo”
o al siguiente razonamiento desconsolador: si la verdad es relativa a una cultura, entonces lo que importa
es la cultura y no la verdad, para otros, tales asunciones significarían una verdadera liberación, pues el
remplazo de una idea de la verdad como valor que demanda creencias verdaderamente justificadas urbi et
orbi por verdades múltiples que no pueden justificarse como superiores unas a otras vendría a instalarnos
en un fértil magma pluralista, en un bienvenido mundo de tolerancia y de moderación política (Rorty
2001, Lynch 2005)

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* Presentado en las Primeras Jornadas Debates Actuales de la Teoría Política Contemporánea. 2010.
fundamentales, a saber: ¿Cuál es la relación entre verdad y justificación desde el punto
de vista político? ¿Cómo se resuelven los conflictos entre la verdad y otros valores
importantes en el plano político? ¿Existe una brecha razonable entre justificación y
aceptabilidad en la vida política? ¿Los contenidos sustantivos de los discursos
justificativos pueden separarse del lenguaje comunicacional y de los usos performativos
de los actos de habla? ¿Las bases bien fundadas de una justificación política dependen
del procedimiento de aprobación o de la calidad sustantiva de sus contenidos? ¿Qué es
lo que diferencia a una genuina razón justificativa de otras motivaciones políticas? ¿Qué
distingue una buena razón de una mala en una deliberación política, más allá de su
adecuación a normas de intersubjetividad, de comprensión y reciprocidad dialogal?

En este texto nos concentraremos en la primera cuestión, pues las restantes


preguntas, propias de un ambicioso programa de investigación, las hemos abordado, de
manera sumaria y tentativa, por cierto, en otro trabajo (Gallardo 2009). Dicha cuestión
podría formularse, desde nuestro punto de vista indagatorio, de la siguiente manera:
¿Hay algún error en la creencia, por un lado, en la relevancia teórico-práctica de la
justificación política, en su autonomía respecto a las racionalidades calculadoras o
basadas en estrategias de poder, y por otro, en la deliberación como instancia crítica
−epistémica y normativamente depuradora− de las justificaciones políticas? Y bien,
expresada de esta forma, dicha cuestión nos llevaría a reconocer, de alguna manera, la
pertinencia de las teorías que identifican la política con una intrínseca indecibilidad en
cuestiones de verdad y valor, tendientes a reducir sus justificaciones motivadoras o bien
a una ética de responsabilidad, basada en el cálculo racional de consecuencias, à la
Weber, o bien al éxito de las creencias y valoraciones contextualmente aceptadas, lo que
sería lo mismo que decir justificadas, según R. Rorty.

Súmese a esto que, conforme a algunas de las perspectivas teóricas


corrientemente aceptadas en el mundo académico, como así también a nivel del sentido
común, la lucha y el conflicto, la división y la enemistad conforman un rasgo
constitutivo o imperecedero de la vida política, por lo que pretender negarlos llevaría a
pensar en algo distinto a la política o a querer suprimirla, favoreciendo, en realidad, una
política que niega su condición o su naturaleza conflictiva (Espósito 2006). Es más, la
desconfianza en la idea de una justificación deliberativa racional se nutre de otras líneas
de indagación política, orientadas a enfatizar las coacciones disciplinantes del mundo de

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* Presentado en las Primeras Jornadas Debates Actuales de la Teoría Política Contemporánea. 2010.
los discursos (Foulcault 1999), el habla disruptiva (Rancière 2007) o la singularidad del
acontecimiento verbal (Badiou 2009), al punto tal que la distinción verdadero-falso es
asimilada por alguna de estas corrientes teóricas a una “voluntad de poder”, cuando no a
un “orden policial”, mientras que su labor crítica es focalizada en “los sistemas de
desarrollo del discurso” o en la manipulación excluyente del habla pública. Más que
interesarse, entonces, por la validez procesal o sustantiva de un habla justificativa,
racional y comunicativa, estas visiones privilegian el conocimiento genealógico o
trascendente de un poder constitutivo de situaciones de discurso, de sujetos y objetos
sobre los cuales –o a partir de los cuales− se instituye y se ritualiza un habla legítima.

De atenernos, pues, a esta serie de posiciones escépticas con respecto al pasaje


de la voluntad a la razón, la idea de justificación deliberativa llevaría lo político o bien
al terreno de una racionalidad epistémica, autoritaria o desencarnada, o bien a una
ingenua legitimación de una forma de poder, cuya evaluación difícilmente pueda
separarse de su aceptabilidad concreta y de su éxito estratégico. En pocas palabras,
siendo el poder ubicuo o inevitable, no tendría sentido buscar justificaciones dialogales
que legitimen su uso; antes bien, la prioridad deberían tenerla los llamados a la
diferenciación y a la responsabilidad de quienes pretenden representar el conflicto,
instituyendo divisorias competitivas, agonistas o antagonistas, desde las cuales pesar
decisivamente en las orientaciones de poder.

Ahora bien, dejando de lado el hecho de que el desdén escéptico al ideal de


justificación deliberativa, nutrido de una fuerte acentuación del lado adversativo,
contingente y decisionista de la política, constituye, en el fondo, una ortodoxia inversa a
la idea filosófica tradicional de una política transparente y normativamente
racionalizada, hay tres descargos que pueden hacerse ante los referidos embates anti-
deliberativos y en favor de una racionalidad política justificacionista. Empecemos por
recordar, en primer lugar, que, si bien el principio de justificación deliberativa ha estado
en manos de teóricos que, en lugar de favorecer el componente democrático y
experimental de la vida cívica, se han mostrado más interesados en fundar consensos
racionales contra la doxa mayoritaria o en acreditar criterios universales de legalidad
epistémica y moral contra el poder removedor de la política, no por ello debe
descartarse el papel fundamental −constitutivo o regulativo− de dicho principio en las
prácticas políticas (si no desde el punto de vista de quienes pretenden insularizar la

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* Presentado en las Primeras Jornadas Debates Actuales de la Teoría Política Contemporánea. 2010.
política de las cuestiones de verdad y moralidad, al menos desde la perspectiva de sus
participantes, quienes atribuyen, de hecho o de derecho, un fuerte valor motivacional a
sus creencias y valoraciones propias o públicamente inducidas).5 Pero además, tampoco
debe desconsiderarse o pasarse por alto, en nombre de otros aspectos significativos del
accionar político, el papel relevante de los discursos justificativos y la deliberación
política, si no como parte sustancial de una práctica política que no se limite a operar
técnicamente sobre realidades históricamente dadas o contingentes, en todo caso como
dispositivos esclarecedores de los consensos y disensos públicos, de las razones que
verdaderamente nos unen o nos dividen en cada comunidad política.

En segundo lugar, la apelación a la justificación dialógica, por oposición a la


justificación monológica que un agente se da a sí mismo, conforme a sus fines
predeterminados y a sus cálculos estratégicos, no conduce a un afuera negador de la
política, ni implica caer en una ingenua asunción de una determinada política, ilustrada
o academicista, pensada desde arriba de los escenarios políticos corrientes, pues el
principio de justificación forma parte constitutiva de la razón motivadora del conflicto,
de la existencia causal del poder y de su ejercicio. En efecto, como ya lo sabía
Aristóteles (1998), la justificación y la deliberación son consustanciales al disenso y a
los dilemas de la razón práctica, por lo que no tienden a instituir, como también lo
adelantó el filósofo de la polis, un mundo apodíctico o asertórico, constituido por
verdades demostradas o necesarias. Dicho en los términos de J. Rancière (2007), la
deliberación, en tanto igualdad de hablantes, pone en entredicho el concepto de
ubicuidad del poder, constituyendo una “disputa por la palabra misma”, pues ella
“inscribe la verificación de la igualdad en la institución del litigio… en un encuentro de
los heterogéneos”. De modo que la justificación o explicación que los hablantes se

5
Adviértase que el reemplazo de la verdad por las creencias útiles o más intencionalmente convenientes,
de acuerdo a algo que se quiere o es del caso creer, reduce las justificaciones políticas a cuestiones de
responsabilidad o propias de una moralidad recortada de los compromisos o valores más arraigados de los
individuos, estableciendo un oneroso corte entre la razón pública y privada de los ciudadanos,
sobreestimando determinados objetivos o lo que sirve a su realización, asimilando la verdad, en suma, a
un valor instrumental. Del mismo modo, la valorización de la verdad como una certidumbre revelada o
respaldada por evidencias superiores elimina alternativas y dilemas electivos, obligando a una lealtad
absoluta a lo que se tiene por irrefutablemente cierto. En todo caso, importa tener presente que, al hacer
algo no sólo es relevante el propósito, ya que también cuenta la conexión de lo que hacemos con la
realidad. De manera que no sólo debe interesarnos el costado pragmático de nuestro lenguaje y sus
efectos performativos, sino también su lado semántico, su carácter veritativo y su validez normativa. En
una palabra, el valor práctico de nuestras creencias depende de nuestros propósitos, y también de cómo
estos sintonizan con cómo es el mundo, mediado o no por nuestra cultura y nuestros actos de habla.

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* Presentado en las Primeras Jornadas Debates Actuales de la Teoría Política Contemporánea. 2010.
ofrecen mutuamente supone una condición de igualdad entre ellos, instituyendo una
comunicación que iguala a las partes en el plano de la voz y el entendimiento común.
De ahí que la deliberación no haya sido sólo justificada en virtud de sus beneficios en el
plano de la ilustración política, sino en base también a un principio de no dominación,
siendo valorizada o bien como el derecho de los más vulnerables o dependientes a
exigir razones ante los actos de autoridad (Shapiro 2005), o bien como una dinámica de
irrupción de subjetividades inéditas, tendiente a reordenar la relación entre la palabra y
un sujeto meramente fónico (con voz pero sin palabra), susceptible de crear, en
definitiva, en cada punto litigioso, una nueva representación del campo de la
experiencia (Rancière 2007).

En tercer lugar, la justificación deliberativa le suministra a la política un


componente crítico y normativo, de alguna manera ignorado o desdeñado por las teorías
focalizadas en las disrupciones de los regímenes de discurso o en la irrupción pública de
una pluralidad de protagonismos políticos. Más precisamente, el principio de la política
no se agota en el “escándalo” de la democracia, entendido como una permanente puesta
en entredicho de las desigualdades y órdenes sociales jerárquicos, pues no se trata, ni
única ni fundamentalmente, como lo piensa Rancière (2006), de que gobiernen quienes
no tienen más titulo para gobernar que para ser gobernados, anteponiendo su condición
política a todo orden natural, jerárquico o de filiación. Ciertamente, el principio procesal
igualitario y la igualación de condiciones conforman, como lo anunciara Tocqueville,
un pilar esencial de la política y la sociedad democráticas, pero importan también los
fundamentos y los resultados de tales igualaciones, en particular, el autocontrol racional
de cada destino personal en el marco de una convivencia humana emancipada del azar y
la fuerza (ideal acaso más republicano, dicho sea al pasar, que democrático). En
cualquier caso, que la condición de un gobierno político sea la ausencia de un título para
gobernar no significa que no existan acumulaciones y acervos específicos que mejoren
los desempeños gubernativos, que permitan hacer juicios comparativos y transitar
experiencias evolutivas. De ahí que la política deliberativa, sin duda consustancial a la
política “militante” de la que habla Badiou (2009), no se limite a “crear un escenario
donde se pone en juego la igualdad o la desigualdad de los interlocutores del conflicto
como seres parlantes”, sino que venga a funcionar también como instancia crítica de una
disputa referida “a la cuestión prejudicial”.

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* Presentado en las Primeras Jornadas Debates Actuales de la Teoría Política Contemporánea. 2010.
Llegados a este punto, es imposible soslayar la particular relevancia de la
cuestión de la calidad sustantiva −epistémica, normativa y política− de las bases
justificativas de un esquema o accionar común, pues se trata de que los gestos y los
acontecimientos verbales que acompañan los procesos de politización de un conflicto
sean traducibles al lenguaje de una justificación o argumentación deliberativa,
estableciendo una demanda justificable en los términos de una igualdad o libertad
distorsionadas, trayendo a consideración asimetrías injustificables, revelando o
evidenciando, desde múltiples perspectivas y experiencias sociales, ventajas o cargas
injustas, desconocimientos o marginamientos arbitrarios. Tal como lo señala el propio
Rancière, aunque no llega a abundar sobre el punto, la cuestión litigiosa sobre qué
asuntos entran en la esfera de lo público y lo visible, acerca de los principios comunes
que definen una esfera de comunidad y de publicidad no puede concebirse fuera de una
discusión pública entre sujetos específicos que crean “escenarios de argumentación”,
junto a actos y gestualizaciones que evidencian las razones válidas de una causa, de un
derecho o una reivindicación.

Puestas las cosas así, la deliberación no sólo sería un momento receptivo de la


estructura adversativa y disruptiva de la democracia, cara a la perspectiva agonista de la
política, encabezada por Hannah Arendt, pues también vendría a funcionar como una
instancia crítica de la calidad sustantiva de los enunciados públicos y las proposiciones
políticas, de suyo añorada y a la vez denostada, dicho de paso, por un anti-
justificacionismo acaso de vuelta del autoritarismo epistemológico, pero tendiente a
oscilar entre una melancólica superación de un punto de vista omnicomprensivo en
cuestiones de verdad y moralidad, y una agnóstica aceptación de lo históricamente dado
en cada contexto, como si entre uno y otro extremo no hubiera sitio para una modesta
discriminación entre las mejores y peores razones para actuar en conjunto y seleccionar
determinadas normas comunes y no otras.6

6
El propio Rorty (1998) adujo, contra los alegatos de Ernesto Laclau en favor de “una teoría de la
decisión tomada en un contexto indecidible”, que el hecho de no contar con un argumento definitivo a
favor de una decisión, no implica que ella tenga que situarse fuera de toda racionalidad. Incluso dicha
posición volvería a reflotar, según Rorty, la vieja distinción entre razón y voluntad, entre algoritmo y
arbitrario, pues la decisión no “interrumpe” la deliberación, al decir de Laclau, sino que, según explica
aquél, es “el resultado de la deliberación, aún cuando nos demos cuenta de que una igual deliberación
racional puede habernos llevado a una decisión diferente”. Y la conclusión de Rorty no es menos
contundente: “Desemberazarse del falogocentrismo, de la metafísica y de todo eso es un admirable
objetivo cultural de largo plazo, pero todavía hay una diferencia entre esos objetivos y los objetivos de
relativo corto plazo llevados a cabo a través de la deliberación y de la decisión política” (Rorty 1998, 94)

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* Presentado en las Primeras Jornadas Debates Actuales de la Teoría Política Contemporánea. 2010.
Conclusión

En este texto hemos intentado esquivar las tentaciones criteriológicas o el culto a


las legalidades metodológicas de las empresas justificacionistas monológicas o
atomistas, inscriptas en los diversos ramales, filosóficos o científicos, de la tradición
epistemológica, con vistas a reivindicar un justificacionismo deliberativo, adecuado al
mundo intencional y relacional de la política. Nuestro propósito ha sido destacar no
sólo el potencial democrático −anti-dominación o igualizador−, del habla argumental,
sino subrayar también sus cualidades críticas y normativas. De ahí que nuestra defensa
del lado deliberativo de la política busque trascender la reivindicación de un estatuto
igualitario de los hablantes públicos, para concentrarse en su racionalidad justificativa,
en su contribución, mejor dicho, al contraste público de los objetos que los
interlocutores describen, de las experiencias que revelan, de las demandas, en fin, de
justicia o reconocimiento mutuo que plantean. Nuestra defensa de la deliberación es,
por tanto, un llamado a una política justificativa y de exigentes fundamentos
sustantivos.

Desde luego, el mundo referencial de los interlocutores políticos, idéntico o


común a todos, así como sus pretensiones argumentales, se constituyen a partir de
demandas inclusivas o excluyentes de cada parte, en función de sus específicos
reconocimientos de una “situación en litigio” o de sus interpretaciones de “un caso de
universalidad que obliga”. Pero el insumo adversativo del debate político, sin duda
valioso para la economía de una genuina información acerca de los verdaderos disensos
y alternativas electivas, no alcanza a cubrir las exigencias normativas de una política
procedimentalmente íntegra y socialmente relevante. Precisamente, la deliberación
demo-política vendría a responder a dicho requerimiento, contrastando y evaluando los
rendimientos epistémicos y valorativos de los discursos orientados a motivar el ejercicio
del poder común de los ciudadanos, poniendo en juego la calidad objetivante de las
creencias que sustentan las propuestas políticas y la racionalidad −principista o sensible
al juicio− de las pretensiones esgrimidas, así como su capacidad de diferenciación no
meramente disputativa y de asimilación de las objeciones recíprocas, separando la
discusión racional de las fonías contingentes, corrigiendo, en fin, mediante el ejercicio

10
* Presentado en las Primeras Jornadas Debates Actuales de la Teoría Política Contemporánea. 2010.
plural de la razón discursiva y argumental, la mirada de topo apegada a la experiencia,
al decir de Kant.

Bibliografía citada

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11
* Presentado en las Primeras Jornadas Debates Actuales de la Teoría Política Contemporánea. 2010.
12
* Presentado en las Primeras Jornadas Debates Actuales de la Teoría Política Contemporánea. 2010.

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