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UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO


DIFUSIÓN CULTURAL / LITERATURA

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Primera edición, 2009

DR © Universidad Nacional Autónoma de México


Ciudad Universitaria, 04510 México, D. F.
Coordinación de Difusión Cultural
Dirección de Literatura

Diseño: Mónica Zacarías

Impreso y hecho en México


ISBN 978-607-2-00218-0

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Prólogo

Por qué publicar una antología de cuentos en lengua española. De


cuentos excepcionales de autores vivos, de distintas tendencias,
edades, intereses temáticos y estilísticos cuya única vinculación es
la lengua en que escriben. Por qué idear un proyecto —estético,
editorial— que reúna a escritores, antólogos, críticos literarios,
diseñadores y por qué concebir un espacio que albergue año con
año a especimenes diversos en ese laboratorio de formas que es
una antología de cuento. Las razones para no hacerlo son muchas.
Las de algunas editoriales parten de la convicción de que en un
país de no lectores la sofisticación de una forma literaria que re­
quiere de cierta competencia y de la rara disposición a escuchar
una voz distinta a la homogénea voz que promueve el mercado
está destinada a la muerte súbita. Los intentos de asfixiar un género
que en nuestra lengua ha gozado y goza de momentos privilegia­
dos no son pocos. Las revistas literarias tienden a desaparecer, lo
mismo que los suplementos culturales y mientras esto ocurre, la
sección cultural de los diarios, que padece de anorexia inocultable,
pasa a formar parte del rubro “espectáculos”. La desertización*
del espacio que fue terreno propicio a la publicación del cuento es
un problema ecológico mayor si se piensa en que los grandes
cuentistas de otras lenguas no habrían podido existir sin estas
Prólogo / v

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ediciones. Aún revistas de modas dedicadas a “señoras” (Harper’s)
o a “señores” (Playboy) o “de interés general” (New Yorker) hicie­
ron posible que en Estados Unidos autores de excepción fueran
leídos por un público amplio y heterogéneo. El caso de John
Cheever es paradigmático. No obstante, aun en ese país, la lucha
desaforada a la que tuvieron que someterse sus criaturas a fin de
sobrevivir ante especies dominantes como la novela se verifica en
el hecho de que Cheever recibiera el Pulitzer muchos años des­
pués de la continua publicación de sus cuentos y lo recibiera “por
el conjunto de su obra”. El cuento es una especie que en nuestra
lengua simula estar en riesgo de extinción. No porque se hayan
dejado de escribir cuentos extraordinarios, sino porque por mo­
mentos, estos parecen no hallar cobijo para su publicación en li­
bros. Por supuesto, hay esfuerzos encomiables por hacer antologías
de cuento y abrir colecciones destinadas a este género en lengua
española. El hecho de que sea una labor meritoria habla de que
son la excepción. Muchas de estas colecciones (algunas bilingües)
reúnen con frecuencia a autores consagrados… y muertos. La
idea de Sólo cuento es publicar los mejores relatos de autores que
están en plena producción. De modo que el interés de editar una
antología anual de cuentos memorables en español no se limita a
una labor de rescate. Además del interés de preservar una especie
en peligro está el de tomar el pulso a quienes hoy exploran nuevas
formas de narrar una experiencia en ese género. La decisión de
albergar a autores de distintas generaciones aumenta la fascina­
ción de la pesquisa. Qué se relata en ese breve tránsito por una
experiencia memorable y de algún modo elocuente de un frag­
mento de realidad contenido en la estructura peculiar que hemos
dado en llamar cuento. Y cómo. La historia podría tener un final
feliz. Convertirse en el observatorio de la mutación de estas cria­
turas: diversas, extravagantes o domésticas, cada una con una voz
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y una respiración particular, y en el hábitat natural de los nuevos
organismos. Por qué no. La idea prosperó en otras literaturas. La
lengua inglesa puede preciarse de tener una de las tradiciones
cuentísticas más vivas y de contar con un número creciente de
lectores del género. La apuesta de Edward O´Brien, poeta y dra­
maturgo, quien en 1915 propuso a la Boston House of Smal*,
Maynard & Co. hacer una antología de los mejores cuentos nor­
teamericanos, dio como resultado mucho más que el número
considerable de cuentos compilados a lo largo de noventa y cuatro
años en volúmenes que hoy edita la Houghton Mifflin Company,
en EU. Configuró una maquinaria de productores y consumidores
de un tipo de artefacto que hoy se catalogaría entre los bienes in­
tangibles de la humanidad: apresar la imaginación en algo que
llamamos cuento. La antología de Los mejores cuentos del siglo, a
cargo del recientemente fallecido John Updike, no sólo tuvo varias
ediciones sino que es un bestseller nacional. (1) /En el prólogo a
Los mejores… me refiero al problema inverso de los lectores de
cuento en lengua inglesa: mientras aquí faltan espacios para pu­
blicar a los cuentistas, allá faltan ojos y tiempo para leerlos.
Es de desear que en los cuentos escritos en nuestra lengua
pueda ocurrir algo así. Claro que puede haber objeciones en la
selección de la muestra incluida en esta primera entrega y que se
lamentarán algunas ausencias. Sin contar con el criterio conven­
cional, ese monstruo que devora el futuro apenas se asoma por la
puerta: la idea generalizada de lo que es un cuento. Esa especifi­
cidad que hace que siga distinguiéndose de otros géneros. Elijo
sortear el vendaval de esta discusión diciendo que los mejores
cuentistas hace tiempo que han obviado algunas de las caracterís­
ticas que se consideraban intrínsecas: la estructura en paradoja
(Alice Munro, Lorrie Moore) y el final sorpresivo (Carver, Thom
Jones) por la simple razón de considerar lo imprevisto como un
Prólogo / vii

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recurso demasiado previsible. El cuento ha cambiado de disfraz y
de rumbo y no es difícil prever que cambiará aún más, pero ello
no implica que no podamos seguir leyendo ciertas estructuras
como cuentos. (2) Ya me he referido a este asunto en el prólogo
que escribí a los mejores cuentos editados por Planeta, 1995?
Lo primero que observo en esta muestra al leerla como un
todo es la virtud de su diversidad. Contra la idea generalizada de
que la literatura en lengua española es o ha sido una o que se ali­
menta de una sola tradición, este conjunto exhibe las varias ver­
tientes de las que abreva. Por supuesto, las técnicas de los grandes
cuentistas son legibles detrás de muchos de estos autores, lo mismo
que una inclinación por los métodos periodísticos —el reportaje,
la crónica— pero también un gusto por mantener una tensión entre lo
realista y lo fantástico típica de algunas tradiciones centroeuropeas
y de la propia Latinoamérica. Más que un conjunto de historias,
esta antología es un museo de recursos expresivos, una lección que
compendia los distintos modos de presentar una trama en la que no
pocas veces la vivencia se transmite a través de la confusión, la
elipsis, el humor y la parodia. Todos los cuentos tienen en común
el propósito de ir más allá del horizonte conocido sin sacrificar la
emoción y sin abandonar del todo las reglas del juego.
Aunque toda clasificación es arbitraria, además de las obvias
conexiones entre temas y tratamientos, en la presente antología
hemos subdividido los cuentos por atmósferas: aquellos que impli­
can la escritura sobre lo literario, interviniéndolo, a la manera de la
instalación en las artes plásticas, son los que abren esta edición.
Una primera muestra del desbordamiento de la propia estructura
está representada en el cuento de Sergio Pitol y de quienes siguien­
do una tendencia rizomática eluden toda certeza posible y llegan a
un final sólo a condición de haberse detenido en el extravío. En un
trabajo anterior me he referido a este cuento, a medias entre la auto­
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biografía y la ficción, donde más que acudir a un final sorpresivo el
autor utiliza el propio absurdo de la vida para construir una trama
donde “se conoce el principio pero no el final”, como él mismo ha
dicho. (3) Ibid, página *. Desquiciado e hilarante, el cuento de Pitol
que abre esta antología parte de un hecho casual —un encuentro en
Asjabad con Vila Matas— que se torna experiencia inverosímil y
alcanza en lo absurdo el nivel de la epopeya. La recuperación de
una entrada en su diario, la pasión “enfermiza, pegajosa y oscura”
por Gógol, de la que se contagia la narrativa, y un modo de narrar
(¿o de vivir?) que transforma la realidad en una sucesión de hechos
pasmosos, como los contados por los grandes viajeros a tierras
ignotas son los elementos que hacen de un recuerdo escrito por Pitol
algo portentoso. En su cuento, escrito como confesión, crónica de
viaje y ensayo sobre la lectura de una abstrusa biografía de Gógol
el entramado y el tono son la clave para mantener al lector en la
linde entre lo real y lo posible.
A este grupo se suman, con variantes, autores que se distin­
guen por una literatura juguetona, libérrima. El cuento de Leñero
sobrepone el plano de la crudeza de lo real con el comentario
metaficcional. La lección del cuentista norteamericano O’Henry
—cuyo verdadero nombre era William Sydney Porter— de pre­
servar cierto uso del decoro y el buen gusto aunque se hable de la
vulgaridad y la miseria parece estar peleada con la verdad literaria
que se narra. En el último párrafo, la lección moral de los perso­
najes de O’Henry contrasta con el mundo bestial de los personajes
de la clase obrera que tan bien ha retratado Leñero y exhibe las
limitaciones de un código de escritura, el de principios del siglo xx
en EU, que se fascinó con la idea de asomarse al horror de la con­
dición humana de soslayo y sólo con la garantía de no verlo.
La tendencia al absurdo y la veneración por autores y mo­
mentos explosivos en nuestra lengua (Quevedo, Cervantes, Valle
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Inclán) y por ciertas tradiciones (de la sátira menipea a la picaresca)
en Iwasaki son un feliz refugio al tsunami de la solemnidad rea­
lista. Iwasaki retoma el motivo de las cofradías y tertulias literarias
donde El Autor transita como un tenebrario ambulante alrededor
del cual mariposean los últimos reductos de la bohemia. La paro­
dia de Gerardo Sifuentes sobre nuestra “incomprensión” a Michael
Jackson, el autonombrado “Rey del pop” y nuevo mesías global,
cuyo mensaje y sacrificio redentor no supimos interpretar es un
ejercicio de encubrimiento para mostrar otra forma de ceguera: la
que los medios organizan a fin de no dejarnos ver el ascenso del
verdadero emperador del nuevo Orden Mundial, China. El cuento
adquiere una importancia particular hoy, tras la reciente muerte
del cantante.
A medio camino entre ambas tendencias, están los cuentos
de aquellos autores que dentro de un registro realista se concen­
tran en la creación de espacios o atmósferas. Las tramas, inquie­
tantes por su fusión de planos, confieren una clara tensión a las
acciones que se narran y las contrastan con las intenciones de los
personajes que nos obligan a repensar los hechos, ambivalentes,
en una segunda lectura. Dos suizos van a casa de una pareja de
esposos que contrata sus servicios para una “terapia” natatoria. A
través de una extraña situación, Fabio Morábito construye una
metáfora del juego en dos niveles. Su ojo invariablemente escapa
a las situaciones convencionales y con una prosa libre de adornos
o concesiones retóricas aborda explora un tema en que es experto:
el juego del poder en las situaciones cotidianas.
El cuento de Luis Felipe Lomelí guarda resabios de la expe­
riencia narrada por Villoro. El enrarecimiento del mundo cuando
se cruza el umbral y se abren nuevas puertas a la percepción reco­
ge la angustia de ese etapa entre la juventud y la vida adulta, pero
en Lomelí, la voz cínica y distanciada de los protagonistas los
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salva de sucumbir a un estado de ánimo acorde con las situaciones
trágicas que presentan. “Me comentó de la hermana de una amiga
de él que se había sentido Alfonsina y, después de emperifollarse,
caminó por la arena hasta terminar ahogada entre el petróleo y el
agua salada de Tampico. Luego nos preguntamos sobre si aún
existía alguna manera de suicidarse que fuera original”.
A diferencia de los viajes por las nuevas geografías de la
globalización, Ignacio Solares ofrece un viaje metafísico, alegoría
del viaje hacia el destino propio, donde no hay instructivo ni ex­
periencia que valgan. La honda reflexión sobre uno de los motivos
más acordes con el acto de escribir y de vivir (el viaje) nos obliga
a leer entre líneas, “en ausencia”, el conjunto de relatos escritos
sobre este tema. Un cuento epifánico en el sentido joyceano, he­
cho de una materia prima densa y simple, como un hoyo negro.
Por su parte, el manejo excepcional de la voz y el punto de vista
sirven a Ana María Shua para disociar el doble drama de este
cuento profundamente conmovedor. La pesca, narrada con la
alegre despreocupación de un pasatiempo y el tema de fondo, que
yace en las profundidades donde anida la relación entre padre e
hija. Otro viaje iniciático es el que oculta la trama de “A Ron­
champ”. A través de una serie de aparentes desencuentros, la su­
tilísima prosa de Hernán Lara Zavala lleva a una joven a descubrir
algo que cambiará su vida y que se halla suspendido entre la de­
solación de un domingo a solas, en una ciudad extranjera, al
tiempo que declara la filiación del autor por la tradición anglófona
que reescribe desde nuestra lengua.
Un rasgo intrínseco a todo viaje es el exilio, interno o exter­
no. Con ironía maestra, Serna desmonta el artefacto del reconoci­
miento entre pares: un caldo de cultivo donde germinan la envidia,
la crueldad y la mala fe. Convertirse en escritor, una forma extrema
de exilio, exige un rito de paso y una figura tutelar que consagre
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las noches de desvelo. El final prodigioso, más cerca de Chéjov
que de Machado D’Assis, descubre el sentido de ese afán maso­
quista que consiste en destinar la vida a ponerla en negro sobre
blanco y a distanciarla de uno mismo a fin de reconocerse en ella.
En contraste con la soledad que se desprende del cuento de Serna,
“True Friendship”, de Jorge F. Hernández, tiene como tema la
rara —y quizá la mejor— forma de amistad: la del amigo imagina­
rio, ese depósito fiel de nuestras omisiones; aquél con quien pode­
mos huir en caso de necesidad y a quien podríamos cuestionarle
todo menos la falta que nos hace en un mundo poblado por seres
incompletos. Clara Obligado es una reconocida divulgadora del
cuento, además de una autora de relatos excepcionales donde el
humor o la melancolía, muchas veces juntos pero no siempre, son
el espacio en que aterrizan sus personajes, exiliados, sobre todo,
de sí mismos. En su cuento desmitifica la idea del exilio dorado,
reconstruye la identidad y centra su dependencia en la idea del
contexto: “Visto el tema desde otro ángulo, podría decir también
que nadie conocía a nadie que, fuera de contexto, todos nos había­
mos convertido en otro”.
Dos categorías se presentan con inusual frecuencia en la
narrativa posmoderna: la tendencia a lo fantástico y las manifes­
taciones del cuerpo (enfermedad, fragmentación) como motivos
recurrentes. Situados en la primera, los cuentos de Gonzalo Sol­
tero, Daniel Rodríguez Barrón, de León, transforman antiguos
temas del gótico y nos obligan a hacer una revisión de lo real en
la que es necesario sobreponer planos espaciales y temporales.
Por su parte, el cuento de Ana García, sin ser fantástico, produce
una sensación de distanciamiento ante la extrañeza del tema. Los
secretos, vicios y argucias de las pequeñas cofradías se desarrollan
de manera sutil y deliciosa, como sugiere uno de los protagonis­
tas, y encuentran su sentido actual en cada uno de los detalles con
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que la aguda mirada de Ana García desnuda la esencia atemporal
de la condición humana.
El cuerpo como depositario de fantasías, de enfermedades y
aflicciones es la materia central de los cuentos de Cristina Rivera
Garza, Antonio Ortuño y Mayra Santos Febres. En “El rehén”, la
rara inquietud que provoca ver a un hombre llorar, la impertinen­
cia del consuelo y la sensación de estar violando un espacio ínti­
mo, virgen, al involucrarse en el dolor del otro (los hombres no
lloran) se combina con el impulso irrefrenable de compenetrarse
y más aun, de penetrar ese espacio cargado de urgencia de parte
de la mujer que escucha el llanto masculino. La contraposición de
planos, de tiempos en que dos hombres lloran, aumenta la sensación
de desasosiego del lector que se vuelve cómplice de una situación,
quizá el verdadero rehén de la historia. En “Pseudoefedrina”, las
historias paralelas entre el deseo y el pánico, la muerte inminente
o la vida inminente se suceden con la misma vertiginosidad y la
tensa euforia de los tiempos que corren. Por último, a través de
“Goodbye, Miss Mundo, Farewell”, un cuento aspiracional en
más de un sentido, Mayra Santo Febres logra captar a través del
mito varios tiempos y atmósferas en una misma historia de vida:
la de la trágica heroína que en sus dones tiene inscrito el sacrificio.
Por último, “Tríptico de alcoba”, de Ana Lydia Vega, incorpora lo
fantástico y lo corpóreo para establecer los parámetros de un
ajuste de cuentas al acomodo tradicional de los oponentes en el
combate cuerpo a cuerpo.
La vertiente vindicada por Borges como género de géneros,
produce una cada día más vasta elaboración de lo policíaco. En un
sentido riguroso, no hay relato que no tenga implícita una estruc­
tura policíaca. No obstante, a diferencia de lo que ocurría con la
literatura de hace apenas una década, hoy el thriller, el cuento ne­
gro, y el cuento de detectives cuentan con una producción que
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prácticamente domina el paisaje tanto en América Latina como en
España. Aunque muchos de los cuentos de esta antología tienen
elementos del género policíaco en distinta medida, esta tendencia
está representada por los cuentos de José Abdón Flores (quien
combina el método científico con el policíaco), Mario Mendoza
(para quien la estética de lo grotesco y la representación hiperrea­
lista se corresponden con el mundo degradado en que vivimos),
Alejandro Toledo (quien aborda la frágil línea que separa al asesino
del asesinado) y Santiago Rongagliolo. A medias entre una road
movie y una película de Kusturika, el cuento de Santiago Ronca­
gliolo le permite acercarse a la violencia y el terror, temas recu­
rrentes en la literatura latinoamericana, desde una óptica hilarante.
La historia del ascenso y la caída de El Chino Pajares (psicópata y
perdedor) es un golpe bajo al “proyecto anticorrupción” del sistema
de justicia peruano pero también un antídoto contra el tremendismo
y la literatura de denuncia. “A lo largo de mi trabajo creativo, me
han obsesionado dos figuras: los psicópatas y los perdedores. Los
psicópatas están dispuestos a ignorar cualquier norma de convi­
vencia para satisfacer sus apetitos. Los perdedores, de tanto respetar
las normas, no satisfacen ni siquiera sus necesidades emocionales
básicas”. El relato de Roncagliolo parece sugerir que sicópata y
perdedor son sinónimos de una enfermedad social que va siempre
de la mano. En los márgenes del género detectivesco, el cuento de
José Joaquín Blanco es una crítica mordaz a la sabiduría provin­
ciana, esta vez del cine y el teatro a manos de escritores. ¿Es verdad
que en México no hay ningún thriller de consideración? ¿Que la
literatura mexicana carece de tramas policíacas debido a la incapa­
cidad de sus escritores y guionistas? El diálogo de cantina entre
amigos responde a estas preguntas y descubre el antecedente a la
antigua leyenda de Don Juan Manuel a la vez que confirma el inte­
rés del autor de fundir historia y literatura.
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La originalidad de viejos temas ahora revisitados (el aban­
dono, la soledad, la imposibilidad amorosa) es palpable en varios
de los cuentos. En el de Jorge Franco, la variación consiste en el
manejo del punto de vista: un hombre que desde una fotografía
que ve a su amante (Eva) debatirse por su ausencia sin poder
responderle, mientras que Pedro Juan Gutiérrez un ex convicto
santero es amante de Oggún y de una mujer al mismo tiempo. Por
último, las imágenes arriesgadas de Rafa Saavedra resitúan algu­
nas problemáticas de pareja desde el mundo de las nuevas tecno­
logías: “oprimimos el botón de STOP antes que el dolor real
llegue sin explicación”.
Treinta cuentos como treinta modelos para armar el puzzle
de las formas y recorridos actuales del cuento contemporáneo en
nuestra lengua.

Rosa Beltrán

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Intervenciones

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Sergio Pitol

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Sergio Pitol (Puebla 1933). Sus novelas son ejercicios de estilo que,
mediante un humor refinado y mordaz, ofrecen una mirada desencantada
de la realidad y se alejan de las tendencias literarias predominantes en
las letras hispanoamericanas de su generación, ya que destacan por su
carácter erudito e irónico. Merece mencionarse su Trilogía del carnaval,
formada por El desfile del amor (1984), Domar a la divina garza (1988)
y La vida conyugal (1991). Su estilo personal se expresa sobre todo en
El arte de la fuga (1996). De sus volúmenes de cuentos destaca Noctur­
no de Bujara (1982) con el cual obtuvo el premio Xavier Villaurrutia. Ha
traducido al español a autores ingleses, checos, alemanes y rusos. Sus
cuentos y novelas, influidos por Henry James en los recursos estructurales
y puntos de vista narrativos, son ambiguos, muchas veces misteriosos, con
tramas que se enlazan unas a otras y crean una atmósfera peculiar. Le
han otorgado los premios: Xavier Villaurrutia, Herralde, Juan Rulfo y en
2005 el Premio Cervantes.

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De cuando Enrique conquistó Asjabad
y cómo la perdió

Enrique y yo hemos coincidido en muchos lugares: congresos,


simposios o simposia como dicen los doctos, conferencias, pre­
sentaciones de libros o de autores, mesas redondas, asambleas,
celebraciones de una cosa u otra, y para mí siempre ha sido una
fuente de estímulo y regocijos. En esos lugares encontramos a
amigos comunes y hacemos otros nuevos. Somos expertos en
esquivar a aquellos personajes que aparecen en esos lugares para
declamar la verdad, toda la verdad, que van enunciando siempre.
Enrique ha enumerado en varios artículos casi todas las ciudades
donde nos hemos encontrado, digo “casi” porque nunca menciona
los días de Asjabad, la capital de Turkmenia; es más, no recuerdo
que hayamos aclarado lo que sucedió allí.
Advertí apenas esa omisión hace unas dos o tres semanas
hurgando en unos baúles mis diarios de Moscú, buscando detalles
que pudieran ayudarme a escribir una novela policiaca cuyo pro­
tagonista será Gogol. Sí, señores, el auténtico Nikolai Vasilievich
Gogol, el ruso. No tengo aún determinado si aquel escritor de
vida ultramisteriosa sería la víctima, el investigador de un asesi­
nato o el criminal. Mis diarios, por lo general, recogen resonancias
de las lecturas, no de todas, claro, sino sólo las que verdadera­
mente me interesan. Gogol es uno de mis gigantes, lo leo y releo
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con fruición. Soy consciente de que Tolstoi y Chéjov son más
grandes que él, no los cambiaría por nadie, he encontrado en ellos
caminos de salvación; en cambio, la pasión por Gogol tiene otra
tesitura, un tanto enfermiza, más pegajosa y oscura; un excéntrico
y genial escritor que en un momento determinado, a saber por qué y
cuándo, se volvió o fingió loco. Muchas veces durante mi estancia
en Moscú me convertí en un obseso de Gogol, esa figurita maltrecha
tan parecida a sus personajes, leí su obra con intensidad, frecuen­
té los teatros donde se presentaba El inspector general, saliendo
siempre maravillado de la comedia, la dirección, y, sobre todo, de
la actuación de los diferentes jóvenes que en algunos momentos
llegaban a la genialidad.
En fin, no intento aquí describir mi relación con aquel escri­
tor y su contorno, ni mi proyecto de novela donde él será uno de
los principales personajes, ni las notas que hago sobre su obra, la
de los biógrafos y los estudiosos literarios. La búsqueda de mis
notas sobre Gogol me remitió a mi vida moscovita; en todas las
páginas sentí ampliamente los ecos de mi existencia en esa ciudad,
volví a las grandes avenidas por donde paseaba, las conversacio­
nes con mis amigos en el bar del hotel Metropol, recordé lo que
compraba con algunos anticuarios, los conciertos que oía, las
fiestas, las horas muertas en la Embajada, el larguísimo recorrido
de mi oficina al primer departamento a las orillas de la ciudad, de
manera que he dedicado los fines de semana sumido en reminis­
cencias de la capital soviética y cómo me acomodaba a ella. ¡Qué
inmensidad de vida había olvidado! Encontraba nombres ficticios
y apodos para que quienes leyeran subrepticiamente mis cuadernos
no pudieran descubrir quiénes eran mis amigos; algunos nombres
se reiteraban con frecuencia, al principio ni yo sabía quiénes eran,
iban conmigo en la calle, estábamos en algunos restaurantes y
bares, en casas absolutamente geniales cuyas paredes mostraban
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soberbios iconos, espléndidas muestras de la pintura del final del
xix, y aun, entre los más sofisticados, algunos de Goncharova,
Malevich y del joven Chagall, pero también en departamentos
diminutos, descuidados y sucios, llenos de libros, donde vivían
jóvenes artistas. Yo era agregado cultural con la categoría de
consejero, de manera que visitaba a las grandes figuras del teatro
y del cine, los virtuosos de la música, los académicos, para tratar
proyectos de algunos festivales, o conciertos y exposiciones en la
ciudad de México, becas, etcétera, relaciones casi naturales que
les era imposible mantener aun a los embajadores. Al leer mis
diarios advertí un constante aire de vida futura. Vislumbraba entre
nieblas que aquella arcaica gerontocracia en que se había conver­
tido la cúpula de un poder inmenso se resquebrajaba por todas
partes, a pesar de que aún los cambios profundos no serían dema­
siado inmediatos. Por eso, cuando surgió la Perestroika no me
asombró del todo; los sectores más cultivados, los científicos, los
escritores y artistas, los profesionistas, los estudiantes, casi todos
estaban preparados para ello.
Leo una entrada de mi diario, la del día 23 de abril de 1979.
Allí aparece Enrique, no en persona sino en voz. Tenía años de no
haberlo visto; sabía vagamente por amigos comunes que había
dejado París y vuelto a Barcelona. Bueno, ese 23 de abril sonó el
teléfono, lo tomé y al instante reconocí su voz. Nada más saludarme
me espetó que estaba en Uzbekistán, de veras, la república de
Uzbekistán, en el Asia central soviética, y lo dijo con tal naturali­
dad como si yo estuviera en Barcelona y él en Sitges o Cadaqués.
Había sido invitado con un grupo de periodistas, críticos de cine
para ser exactos, a Tashkent a un festival de cine; en ese momen­
to estaba en Samarcanda; había valido la pena, sí, claro, un viaje
fatigoso pero absolutamente inimaginable. Añadió que estaba
seguro de que Cecil B. de Mille debió haber conocido esa ciudad,
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¡la maravillosa capital de Tamerlán! Continuó de corrido: “Mañana
volaremos a Tashkent, ¿se dice así?, porque en la noche se inaugu­
rará el festival. ¿No puedes escaparte unos días para allá? Veremos
algo del festival, conversaremos y hasta podríamos hacer algu­
nos viajes por estos rumbos. Mañana te buscaré en tu casa o tu
oficina, tengo tus teléfonos. Tenemos que vernos”. Y colgó. No
estaba seguro si aún dormía o estaba despierto. Murmuré: Cecil
B. de Mille, Tamerlán, Tashkent, un festival y, nada menos, la voz
de Enrique Vila-Matas.
Seguiré las entradas del diario y las complementaré con la
memoria hasta donde pueda lograrlo. En mis dos años de agregado
cultural en Moscú visité varias ciudades soviéticas, algunas muy
bellas, otras sólo interesantes, otras espantosas, a veces como tu­
rista, pero por lo general dictando conferencias sobre literatura,
arte e historia de México en las universidades o institutos donde
se enseñaba el castellano o la literatura hispanoamericana. Vilnius
en Lituania, Lvov y Yalta en Ucrania, Tbilisi en Georgia, Irkutsk en
Siberia, Bakú en Azerbaiján, Bujara y Samarcanda en Uzbekistán, y
Leningrado, como se llamaba entonces San Petersburgo, en Rusia.
Viéndolo bien, el número era mínimo, pero significativo. El día
en que me llamó Enrique desde Samarcanda preparaba una con­
ferencia para la Universidad de Turkmenia sobre El Periquillo
Sarniento, de José Joaquín Fernández de Lizardi, la primera novela
mexicana, ya se sabe, y cuando comentaba eso con los estudiosos
de la cultura hispanoamericana no hubo ninguno que no sonriera
burlonamente o me hiciera una broma; cuando lo hice con mis
jóvenes amigos, se carcajearon. No hubo nadie que no comentara
que Turkmenia era la república soviética más atrasada de todas,
y que seguramente Asjabad sería una aldea. Hablarles a los turk­
menos o a los kirguisios de literatura mexicana era un absoluto
desperdicio de tiempo, me insistían. Pero cuando les preguntaba
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si conocían el lugar, todos me respondían que no y que jamás
irían a ese espantoso culo del mundo, a menos que los enviaran
como castigo.
Días antes de la llamada telefónica de Enrique tuve una cita
en el Instituto de Relaciones Culturales con Latinoamérica donde
tenía buena acogida, era la institución que me invitaba a dar con­
ferencias en Moscú y en las otras ciudades de la urss. La directora
me recibió de inmediato; le llevaba unos contratos de varios músi­
cos rusos incorporados en una orquesta de México, y, de paso, le
hablé de la próxima conferencia que leería en Asjabad; me intere­
saba sobre todo saber el nivel de conocimientos de español que
tenían los alumnos que me escucharían, lo preguntaba porque algu­
nos hispanoamericanistas rusos me habían comentado que la Fa­
cultad de letras o de lenguas de allá era muy reciente. ¿Tendría yo
que hacer un texto muy sencillo para que los alumnos me enten­
dieran? La directora hizo una pausa, luego respondió que desde
luego los académicos moscovitas eran los mejores de la urss; por
la antigua tradición de hispanismo en Rusia, esos maestros tenían
más posibilidades de viajar y de hacer contactos con España y
América Latina, todo eso es cierto, pero también los hace dema­
siado orgullosos y ciegos a todo lo que no está en su entorno; hizo
otra pausa, pidió a una empleada café, vodka y varias clases de
dulces, y unos papeles con los que prosiguió a educarme: Asjabad
era una pequeña ciudad establecida hacía quinientos años en un
oasis perdido de uno de los desiertos más extensos del Turquestán.
Los pobladores vivían de los textiles, los mejores tapetes de la
Unión Soviética habían salido de allí. Bujara se lo arroga todo,
pero en Asjabad siguen haciendo textiles, de los mejores del
mundo; volvió después a los papeles y siguió pedagógicamente
que apenas hacía cincuenta años la república de Turkmenia, capital
Asjabad, contaba con un noventa y nueve por ciento de analfabetas
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y hoy contaba con una biblioteca de un millón trescientos volúme­
nes, una academia de ciencia, uno de los tres institutos más impor­
tantes del desierto en el mundo y varias universidades. Un salto
extraordinario. Todavía después de la guerra patria, unos treinta
años apenas, las mujeres existían para tejer y parir, ahora en cambio
en todos los hospitales y laboratorios los médicos y químicos son en
su mayoría mujeres. Turkmenia se ha vuelto inmensamente rica.
Hace pocos años se descubrió petróleo en el desierto y ahora es un
emporio. Han canalizado el agua del mar de Aral, que como usted
sabrá es de agua dulce, y gran parte del territorio es un jardín. Vaya
usted, vaya a ver nuestros milagros y prepare una conferencia como
si fuera a leerla en Moscú o Leningrado. Para cuando usted esté en
Asjabad celebrarán los veinticinco años de una ópera, la primera
en turkmeno. Un barítono de gran prestigio llegará de Australia
para cantarla allí. Y no deje de adquirir en el bazar a las afueras de
la ciudad algunas alfombras, no se arrepentirá, ya lo verá.
Salí del Instituto bastante incrédulo, pero con enorme cu­
riosidad.
El primer telefonazo de Enrique lo hizo en la mañana de un
jueves. El viernes no salí de mi apartamento, cortaba de tajo cada
llamada, aludiendo que esperaba una noticia importante de Méxi­
co. A la Embajada le comuniqué que se había roto un tubo en el
baño y esperaba al fontanero, para poder estar todo el tiempo en
mi departamento. Hasta el caer la noche, nada. Me reprochaba no
haberle preguntado a Enrique en qué hotel se hospedaría en Tash­
kent, pero quizás tampoco él lo sabría. Podía haberse quedado en
Samarcanda otra noche para salir de mediodía y estar en la inau­
guración del festival de cine de Tashkent. Mucho después, a las
tres de la mañana sonó el aparato; mi amigo me saludó con rego­
cijo, como de día festivo; lo que primero me preguntó fue si me
había despertado de nuevo o estaba ya desayunando.
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Le contesté que eran las tres de la mañana, no había tenido
en cuenta que había siete horas de diferencia entre Tashkent y
Moscú. Tuvimos una conversación de algo así como una hora.
Comenzamos a hacer proyectos para vernos. El festival cinema­
tográfico duraría dos semanas. Entonces lo encontraría en un lugar
llamado Asjabad donde yo tenía un compromiso universitario,
estaba a un paso en avión de Tashkent. Lo esperaría allí y luego
visitaríamos en camellos esos rumbos extraños, rudos y poquísimo
conocidos, como los que le encantaban a Bruce Chatwin. Hablá­
bamos cada día por teléfono. Logramos precisar el día, la hora, el
número de vuelo, las habitaciones de hotel, el día de mi conferen­
cia, la intérprete y guía que nos acompañaría. Mi avión saldría de
uno de los aeropuertos de Moscú un jueves a las cinco de la ma­
ñana y llegaría a las cuatro de la tarde debido al cambio de horario,
y él aterrizaría un poco más temprano, porque había pocos vuelos
entre las dos ciudades.
Llegué al hotel una tarde lluviosa, muy cansado y con algo
de esas jaquecas que me aturden cuando despierto a horas tan
tempranas. Llamé a Enrique a su habitación para decirle que en
una media hora estaría en el vestíbulo del hotel. Me di un rápido
baño y me cambié de ropa. Fuimos todos a tomar algo al café del
hotel. Todos, éramos Sonia, mi intérprete, Oleg, el de Enrique, un
maestro y una maestra muy jóvenes de la universidad de Asjabad,
y nosotros, Enrique y yo. Me sentí muy a gusto por el exotismo
del lugar. Sonia nos informó que una empresa sueca había cons­
truido el hotel. Los espacios, cierto ascetismo casi alegre y los
muebles nórdicos marcaban un radical antagonismo con la arqui­
tectura estalinista, en especial de la hotelera. Al principio los
maestros estaban intimidados, luego, después de un poco de vod­
ka, todos hablábamos sin parar y al mismo tiempo. Le pregunté a
Enrique si había visto ya algo de la ciudad, y contestó que después
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de llegar al hotel había hecho un paseo con Oleg, pero muy breve
porque no tardó en caer una llovizna. Le recordó algo árabe, como
Ceuta, donde hizo su servicio militar, pero más limpia, con espacios
más abiertos y más vegetación. Señaló las grandes ventanas desde
donde se veían las palmeras del hotel. “Ese jardín, dijo, jamás lo
hubiera podido ver allá.” Y de pronto se deshizo la reunión. Los
maestros se pusieron a nuestras órdenes, los intérpretes tenían que
presentarse a sus superiores en una oficina, y yo y Enrique subimos
a nuestras habitaciones a descansar un rato.
Al anochecer la lluvia había acabado. Las calles estaban
iluminadas, daban ganas de hacer un paseo por la ciudad. Lena y
Oleg se despidieron porque no habían acabado su trabajo en una
oficina del hotel. Oleg se despidió porque en la madrugada volaría
a Tashkent, donde trabajaba en una oficina turística. Sonia iba a
ser la traductora y guía para ambos. Nos aconsejaron pasear por
el centro, alrededor del hotel, donde tendrían una mesa reservada,
después de una media hora, para cenar.
Salimos a una amplia avenida. El aire era tibio. Comenza­
mos a caminar al azar. No tengo idea de qué hablamos, si de los
amigos comunes en Barcelona, de la estancia de Enrique en París,
inquilino de Marguerite Duras, de mi vida diplomática, de litera­
tura o de la escuela cinematográfica de Barcelona donde él estaba
muy integrado, del festival del tercer mundo en Tashkent, de su
asombro frente a Samarcanda. En mi entrada del 27 de abril escribí:
“En la noche salimos a pasear y la delicia de ese oasis comenzó a
envolverme. La vegetación, el aire perfumado que respiraba, los
discretos toques orientales en la nueva arquitectura, la hermosura
de ciertos rostros y ciertos cuerpos que pasaban ante nosotros.
Llegó un momento en que caminaba en un estado de éxtasis. La
exuberancia y rareza de las flores dentro de un espacio urbano
me recordó una llegada a Nankín o a La Habana de hace más de
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cincuenta años, únicas comparables a Asjabad. A eso de las diez
de la noche preguntamos a un soldado en la calle por un buen
restaurante. Nos dio las indicaciones para llegar al mejor. Nos
recibieron como príncipes. Había una boda y habían cerrado al
público. Tal vez unos jóvenes nos consideraron invitados. Comi­
mos, bebimos, fuimos agasajados por todos. Durante dos horas
sentí lo que aún puede proporcionar la fraternidad. No hubo exce­
sos ni de admiración al extranjero ni de simpatía servil, sólo calor
humano y, sobre todo, alegría. Fue un placer ver bailar a una ju­
ventud que celebraba con sus cuerpos la auténtica consagración
de la primavera. A las doce más o menos me retiré de la fiesta y
leí unas cuantas páginas de The road to Oxiana de Robert Byron,
una excursión a Afganistán en los años 30: “el más hermoso e
inteligente libro de viajes, hay que considerar a The road to Oxiana
como la obra de un genio” según Bruce Chatwin.
A partir de entonces tengo muy pocas notas en mi diario, y
las que hay no sirven para nada: “llovió esta tarde y me empapé
los zapatos”, o “hace tantos grados de calor para dormir con pija­
ma”, o “conté las vigas del techo del cuarto y son veinte”. En el
diario de Turkmenia registré sólo algunos detalles interesantes
sobre la función de la ópera Aína en donde estuvimos al día si­
guiente y que tenía totalmente olvidada. Pero no quiero adelantar­
me. Al encontrar a Sonia en el desayuno lo primero con lo que me
salió era que Enrique al final de la fiesta se quitó la máscara,
aunque no del todo; me quedé petrificado, ¿habría revelado algún
vicio o crimen? “¿Qué me dices?, ¿de qué máscara me hablas?”
Me contó que Oleg había bebido en demasía y que antes de des­
pedirse hizo un brindis por los novios, como todos los invitados
hacen en las bodas, pero se le pasaron las copas y la lengua, dijo
que Enrique, a pesar de su grandeza, no quiso regresar a su país
sin conocer esta república convertida de un desierto en un jardín
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de Alá; desde que lo conoció en Tashkent lo único que le preocu­
paba era visitar Asjabad y conocer a sus pobladores. En el Festival
de Cine del Tercer Mundo fue uno de los invitados de honor, no
un invitado cualquiera. Oleg siguió explicándole a los novios, a
sus padres, a todos los invitados algo de la carrera de Enrique, sus
premios internacionales, sus coronas de laurel de oro, su gloria en
fin. Cuando terminó el festival pidió a todos que respetaran su
anonimato absoluto, exigía ser un ciudadano común para así co­
nocer con ojos limpios la ciudad. El aplauso fue estruendoso, todos
se pusieron de pie algunos minutos. Enrique no sabía por qué le
aplaudían, abrazaban y besaban, porque yo no podía traducirle lo
que decía Oleg. Si quiere sostener su anonimato se lo respetamos.
Le dije únicamente que en nuestro corazón estará para siempre.
El prefecto de la ciudad, tío de la novia, dijo unas palabras de
bienvenida a los invitados, los de cerca y los que habían llegado
de lejos, y reconvino a Oleg porque ningún jardín de allí le perte­
nece a Alá sino a los obreros y campesinos de Turkmenia. Al final
todos querían brindar con Enrique, la gente hacía cola para abra­
zarlo, algunos con lágrimas en los ojos. Yo me emocioné en esos
momentos, pero ahora, en frío, me parece que Oleg hizo mal, fue
una falta de honestidad, casi una canallada. “Si alguien quiere
venir anónimo hay que respetarlo, no es un delito. Por detalles
que parecen minúsculos se han creado equivocaciones muy desa­
gradables, ¿no cree?”
En ese momento se acercó Enrique a nuestra mesa con
enormes ojeras y rostro marchito.
—¿Te dijeron cómo me trajeron anoche? Creía que me
moría. Dime Sonia, ¿es cierto o un sueño etílico que una muche­
dumbre me trajo cantando en hombros?
En el restaurante lo saludaron cálidamente, un fotógrafo me
ordenó que no estuviera junto a él, quería fotografiarlo solo. Luego
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un funcionario del Ministerio de Cultura nos recogió para llevar­
nos a ese bazar que me recomendó la directora en Moscú, que se
organiza sólo en un día de la semana. Una hora después bajo un
cielo insuperable se extendía una inmensa planicie que en la leja­
nía parecía algo como una nube de fuego. Al acercarnos más vimos
que era la vibración del sol sobre los colores de las alfombras
tendidas en el desierto, miles y miles y miles de alfombras desde
diminutas hasta algunas inmensas; seguimos al lado de largas filas
de camellos con quienes los tejedores del interior transportan sus
productos y de lleno nos internamos; los mercaderes, hombres y
mujeres, vestían todos los trajes regionales, una composición
árabe y mongólica, que casi nunca vimos en Asjabad. ¡La Turk­
menia profunda! Las mujeres caminaban entre el laberinto de
alfombras, mostrando sus alhajas, de las que sólo recuerdo piezas
de plata con un aspecto arcaico, docenas de largos collares en el
cuello y anchas pulseras desde la muñeca hasta los codos, se
movían con pasos de danza, arqueando los brazos y cantando las
virtudes y los precios de su mercancía. Los hombres, en cambio,
paseaban hablando con voz muy baja, como si oraran, o hablasen
consigo mismos, de repente algún viejo emitía un grito como de
lobo, como un chacal. Había quienes vendían cántaros de leche
de camella, otros circulaban con cacerolas de carnero un poco
repugnante a la vista y al olfato. Los camellos estaban en línea al
lado de depósitos de agua. Todos hablaban, gritaban, cantaban,
desde los niños hasta los ancianos más deteriorados. Algunos
clientes compraban al mayoreo, cargando por docenas de todos
los tamaños en grandes camiones de carga. Yo detesto el xuido, las
muchedumbres en los almacenes, los malos olores y sin embargo
estaba extasiado. El mundo de la caverna y el del refinamiento se
potenciaban en una energía y una armonía con la naturaleza que
pocas veces había contemplado.
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Con la ayuda de Sonia, adquirí tres alfombras, una grande y
dos medianas y las tengo aún en mi casa de Xalapa, las veo ahora
que escribo, conservadas tan perfectas como cuando salieron de los
telares de Turkmenia. El funcionario del Ministerio de Cultura le
preguntó a Enrique qué tipo de alfombras le habían gustado más, y
él le dijo que era incapaz de elegir ninguna entre tantas maravillas,
y entonces Sonia comenzó a darles la vuelta para averiguar qué
tantos nudos tenían y la calidad de los hilos con que estaban cosidos,
luego eligió dos medianas espectaculares. El chofer las recogió
con las mías y las llevó a nuestro vehículo. El funcionario le dijo a
Enri­que que esas minucias eran un regalo del pueblo de Turkmenia,
para que cuando estuviera lejos se acordara de nosotros, los turk­
menos, que hemos tenido el honor de haberlo recibido aquí.
Regresamos por otro camino a la ciudad y nos detuvimos en
un oasis donde nos invitaron a comer. En la terraza de un restau­
rante, al lado de un riachuelo y cercado de arbustos cargados de
orquídeas, que no supimos de dónde salieron, había tres o cuatro
amplias mesas redondas. Tan pronto nos sentamos apareció un
enjambre de invitados, por lo visto artistas, funcionarios y acadé­
micos. A mis lados se sentó la pareja de maestros de literatura
hispanoamericana; Enrique quedó sentado entre dos mujeres de
aspecto inconcebible. Eran las dos divas más importantes de la
ópera turkmena. No tenían edad, su maquillaje formaba una más­
cara, unas preciosas muñecas de porcelana vestidas con los trajes
nacionales de sedas sumamente lujosas. Cuando hablaban, y ha­
blaban mucho, parecía que cantaran, como si cada palabra fuera
un solo monosílabo; parecían pájaros y creaban un estrafalario
contrapunto de ruiseñores y grajos. Mis anfitriones, los profesores,
me pusieron al tanto de quiénes eran algunos de los invitados. Las
cantantes de ópera tenían una categoría de emperatrices, capri­
chosas y poderosas, y a pesar de que la ópera turkmena tenía poco
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público en relación a la ópera rusa, ellas tenían más importancia
social, política y cultural por cuestiones de nacionalismo. En estos
momentos, continuaron, están furiosas porque al día siguiente se
celebran los veinticinco años de una ópera nacional, Aína, la pri­
mera cantada en turkmeno. Va a ser un magno acontecimiento, y
esperaban a un cantante australiano o italiano muy famoso, era el
invitado de lujo. Tenía que cantar las arias que lo habían hecho
famoso. Se inquietan porque hoy debería ya de estar en Asjabad
para ensayar con la orquesta de la ópera nacional.
Poco después llegó un grupo de fotógrafos con un equipo
de televisión muy aparatoso, encabezado por un joven turkmeno
sonriente vestido a la italiana a quien todos saludaron muy cor­
dialmente y le hicieron cupo en la mesa. Es un director de cine, el
mejor de esta república, me dijeron. La comida se convirtió como
en un set cinematográfico. Por todas partes actuaban las cámaras,
y eso paradójicamente hizo más natural y feliz el banquete; todos
sonreían, ponían sus mejores posturas y ademanes y las divas es­
tuvieron soberbias de gestos, señas y movimientos. Terminado el
té, subieron a un pequeño estrado adornado de guirnaldas y can­
taron un dueto que me recordó a los de la ópera de Pekín, y al
terminar un escalofriante trino todo el mundo se puso de pie, se
despidió sin dar la mano y cada quien se subió en sus vehículos.
Me dirigí hacia Enrique que había estado en la parte opuesta de la
mesa, pero no lo pude alcanzar, el director de cine lo tomó por un
brazo y con el otro a Sonia y los subió en su coche. Llegué al
hotel a eso de las cinco de la tarde, le escribí en una tarjeta que iría
a descansar un poco, pero estaría en el bar hacia las nueve para
salir a dar una vuelta y cenar en algún otro lado. Me tomé un café
aborrecible como todos los que había bebido en el hotel, lo esperé
y a las once, al ver que no llegaba, le dejé otra tarjeta en la recep­
ción para señalarle que estaría en mi cuarto, que me echara un
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telefonazo tan pronto como llegara. Comencé a leer un libro in­
quietante sobre Gogol: The Sexual Labyrinth of Nikolai Gogol,
de Simón Karlinski, e hice notas para la novela policiaca donde
ese escritor ruso debía ser imprescindible; a las dos de la mañana
decidí dormir; pensé que no le habían dado mi tarjeta a Enrique,
o que llegó muy tarde para comunicarse conmigo. Me dormí en
un instante, y no sé qué hora era cuando sonó el teléfono y una
voz, la de Enrique, pero bastante maltratada, balbuceó que se
sentía muy fatigado, que mejor nos veríamos mañana.
Al día siguiente, cuando llegué al desayuno no encontré a
Sonia. Pregunté por ella en la recepción y un empleado me infor­
mó que acababa de salir con el ciudadano Vlamata (sic), que lle­
garía al mediodía. Hice un paseo por la ciudad, volví al hotel, leí
el libro de Karlinski, donde la conducta de Gogol me resultaba
inconcebible, todo podría ser cierto, aunque las fuentes me pare­
cían endebles. Los que conocieron a Gogol sabían, o al menos
intuían, que su sexualidad no era regular, unos pensaban que era
impotente, por nacimiento o por efectos de una enfermedad vené­
rea en su adolescencia; otros, que masoquista, que homosexual,
que comía excremento en exceso y sólo de hombres y mujeres de
vientres voluminosos, y en los últimos años de vida, cuando era
sólo un esqueleto cubierto de una piel espantosa, sus amigos, ya
tan escasos, se habían hecho a la idea de que sus vicios lo estaban
encaminando rápidamente a la muerte, pero de eso nadie podía
hablarle, pues quienes lo trataron de hacer perdieron inmediata­
mente su amistad. El libro de Simón Karlinski destruyó tales
conjeturas, maledicencias y vulgaridades. Después de una minu­
ciosa investigación, Karlinski se convenció de que la enfermedad
final, la que lo llevó a la muerte, era la misma que determinan
todos los biógrafos cuando tocan ese punto, murió paulatinamen­
te y con dolores extremos por mandato de un sacerdote, Matvei
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Konstantinovski, su confesor, su padre espiritual, quien cuando lo
tuvo en las manos se entregó a purificar la conciencia del pecador
y prepararlo a una muerte cristiana y honorable. En una primera
fase le exigió que repudiara a Pushkin y abjurara de él: “¡Convén­
cete de que él era un pecador y un pagano!” El enfermo se resistía
a manchar a aquella figura a quien desde su juventud adoraba
como un Dios. Pushkin fue uno de sus primeros lectores, el pri­
mero que advirtió la grandeza futura de Gogol desde los cuentos
juveniles, le dio la trama para El inspector general, El capote y,
¡nada menos!, Las almas muertas. La pobre criatura débil y ate­
rrorizada fue vencida y abjuró de su ídolo; la segunda exigencia
del inquisidor fue que maldijera a Pushkin, lo hizo; lo demás ya
fue facilísimo, se sometió a penitencias extremas, no alimentar su
cuerpo sino con agua para limpiarse de todas sus tenebras, azotar­
se tres veces por lo menos todos los días con un fuete con clavos
en los extremos. Las perversidades que le colgaba la gente no
existían; él era otra cosa que se llama necrófilo, un maniático
sexual que ama a los cadáveres. Karlinski nos incita a pensar en su
estudio que esa manía no era radical en él. Gogol jamás buscaría
cadáveres en los hospitales, ni pagaría a esos siniestros personajes
que desenterraban los ataúdes de los cementerios para que unos
jóvenes oficiales y cortesanos hicieran orgías fúnebres con eso
durante toda una noche, no, la necrofilia de Gogol era sumamente
mitigada, espiritual, hasta piadosa, se enamoró en Roma de algu­
nos jóvenes, un pintor ruso que lo pintó desnudo, unos príncipes
rusos enfermos, algunos jóvenes moribundos, algunas veces los
besaría, pero el mundo entero sabe que los rusos besan a todos sus
amigos y aun a los desconocidos, les haría suaves caricias como a
hermanos menores, y en medio de la lectura de Karlinski advertí
que era la hora de comer y bajé a la planta baja, pregunté por
Enrique y Sonia, y me respondieron lo mismo, no habían llegado.
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Me fui fastidiado al restaurante. No había nunca hablado en ese
viaje con Enrique, mi traductora me había abandonado, me pare­
cía que era una descortesía, una grosería, una canallada. Posible­
mente tenían un affaire, pero para eso eran las noches, y traté de
descubrir algún rasgo antiguo de egoísmo en mi amigo, pero nada
encontraba, y eso me ponía de peor humor. De pronto vi a Sonia,
con algunos periódicos bajo el brazo, dirigiéndose a mi mesa,
acompañada de alguien que podría ser un príncipe asiático o un
joven sheik de Hollywood: un alto joven con una camisola de una
elegancia y un brillo resplandecientes, un tejido finísimo de rojos,
morados, azules, solferinos y dorados, unos pantalones de cuero,
y botines y un gorro de color de camello. Al acercarse me quedé
perplejo, era y no era Enrique, por la voz y la sonrisa creí recono­
cerlo, pero de inmediato lo desconocí porque los ojos no eran de
él. “¡Qué tal!”, me dijo, se dio vuelta a la mesa y caminó de un
lado a otro con paso de húsar, hasta que se sentó y lanzó una car­
cajada inmensa. “Soy Ornar Tarabuk, a quien amasó con sus
propias manos el mismo Alá, soy Mohamed Seijim, el que adoró
a la hija menor del rabino de Cartago, soy Tahir, el nieto loco del
califa de Córdoba. ¿Estás tonto, no me reconoces?” Y entonces
apenas me sentí seguro de que aquel rostro era el de Enrique,
maquillado espléndidamente, con ojos rasgados asiáticos y la piel
de un moreno claro como los hombres del desierto. Sonia no co­
mería con nosotros, tenía un trabajo inmenso en la oficina, como
siempre decía. Al quedarnos solos, Enrique comenzó a hablar,
estaba sorprendido de esa acogida, “mira nada más qué ropa, estos
tejidos salieron de las manos de la madre de todas las madres de
las tejedoras de Asjabad, una mujer seguramente centenaria, me
llevaron a su taller, la vi, una anciana muda, rodeada de una doce­
na de mujeres de todas las edades, todo es hilo de camello, tócalo.
¡No sé quién creen que soy yo! Ayer estuve con los cineastas en
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los estudios, bebimos a morir, llegaron actores, bailarines folkló­
ricos, cantantes y unas muchachas rusas. El director, el que estuvo
ayer en el banquete, me dijo que al verme le pareció que yo era
Delon en Rocco, pero mejorado, lo descubrió en ese mismo ins­
tante, y añadió que él tenía una gran intuición: Todos querían que
hablara del cine español, de mi carrera, y les dije lo que pude,
sobre todo, la vertiente fílmica catalana y la mínima participación
que he tenido en ella. Les expliqué a grandes rasgos lo que es
Cataluña y su relación con España. Me parece que entendieron
que era como la de ellos y su sumisión a los rusos. Les encanta­
ría hacer convenios fílmicos entre Cataluña y Turkmenia, es más,
hacer algunas películas en común, creen que podría no ser muy
difícil porque tienen petróleo y eso da bastante dinero. Bueno, te
diré, algunas veces me aburro, yo no soy para esto. Hoy en la
mañana me vinieron a despertar antes de las siete, ¡imagínate!,
entraron con Sonia a mi cuarto, me sacaron de la cama, me vistie­
ron, me afeitaron y maquillaron. Para ellos tiene uno que estar
todo el tiempo maquillado. Del hotel me llevaron al Ministerio de
Cultura para saludarlo”. Me mostró los periódicos del día, uno en
ruso y otro en turkmeno, y me enseñó sus fotografías, las que sa­
caron en la comida de ayer, luego siguió: “Mañana toda la prensa
estará llena de fotos con mi nueva vestimenta, nunca me he sentido
mejor que con esta ropa. ¿Te gusta? Hoy hay un festejo nacional,
¿te han dicho?, estamos invitados a una ópera turkmena, yo estoy
rendido, pero es imposible no ir; hay que dormir un poco, ¿no?,
antes de salir me volverán a maquillar”. Estaba radiante, nunca ni
después lo he visto así. Se movía como Rodolfo Valentino en El
hijo del sheik. Cuando nos dirigimos a los ascensores sacó de una
bolsa una tarjeta: “¿Conoces a este cantante? De ópera no conoz­
co a nadie, salvo a Caballé y Contreras”, y me pasó el papel: Ítalo
Cavalazzari. “No, no lo conozco, le respondí, debe ser italiano;
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yo conozco a casi todos los buenos, pero quizás sea uno nuevo,
alguien que haya surgido en los últimos tiempos y todavía no
tiene nombre fuera de su país.” “No ha llegado, sabes, hasta el
presidente de la república está preocupado por su grosería. Pero
no debe ser joven, hizo su carrera en Australia, donde ha vivido
largamente, al menos eso es lo que me dijeron, en los últimos años
se estableció en Alemania. ¡Qué cosas! Si a mí que no soy nadie me
han acogido tan soberbiamente, cómo agasajarán a ese barítono.”
Fuimos a pie a la ópera, a dos cuadras del hotel. La gente en
la calle se paraba a admirar a Enrique vestido de turkmeno de lujo,
seguramente creerían que sería uno de los artistas vestido de
antemano. El edificio de la ópera y ballet de Asjabad era amplio y
bastante destartalado como algunos viejos cines de mi infancia en
las ciudades tropicales de México. Al entrar nos llevaron a la
primera fila, un enjambre de jóvenes rodearon a Enrique pidién­
dole un autógrafo en sus programas. La ópera se llamaba Aína
como su protagonista. Era la primera ópera en turkmeno, después
de la Segunda Guerra. La historia estaba en la línea más ortodoxa del
realismo socialista. La trama era simple, pero me entretuvo mu­
cho; una ingenuidad y un formalismo poético como en la ópera de
Pekín, diluían el mensaje político. En mi diario escribí sobre Aína.
Se trata de una tejedora, tiene un novio proletario, se aman y están
por casarse, el director de la fábrica (que viste a lo occidental) son
los tres protagonistas. El director de la fábrica más importante de
la región es el archivillano de la pieza, está a sueldo de los capi­
talistas del extranjero y cada vez que puede bloquea los trabajos
de la fábrica, incendia la producción, destruye piezas de las má­
quinas, roba el dinero de los sueldos, etcétera, y acusa a los mejo­
res obreros y más fieles. En uno de esos boicots el director acusa
al novio de Aína, lo juzgan y están por condenarlo. Aína está deses­
perada, sus cuitas las canta bajo una monumental estatua de Lenin,
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se logra desenmascarar al traidor y el final es feliz con un gran
coro de toda la compañía.
En los entreactos, Enrique se quedaba sentado para memo­
rizar unas notas, mientras Sonia y yo salíamos a fumar a la calle.
“Me han pedido que diga unas palabras de agradecimiento y lo
voy a hacer con verdadero gusto”, hacía una pausa y añadía: “Pero
lo malo es que no sé hablar en público, y puedo quedar en ridículo”.
Sonia nos había dicho que al final de la ópera hablaría el ministro de
Cultura, el director de la ópera y algunos invitados, todo sería rá­
pido, los invitados, como él, tendrían nada más dos o tres minutos.
Yo había dejado de ver a Enrique varios años, creo que lo
dije. Cuando lo trataba era casi siempre con amigos cercanos, él
hablaba poco, era muy introvertido, pero muy educado y agrada­
ble, eso sí. Yo había leído su primer libro, Mujer en el espejo
contemplando el espejo, un ejercicio de estilo como le dijo Héctor
Bianciotti. Estaba entonces muy lejano de sus magníficas y excén­
tricas novelas ejemplares que vinieron después: Historia abreviada
de la literatura portátil, Hijos sin hijos, Bartleby, una obra maestra,
El mal de Montano. El Vila-Matas de Asjabad me asombraba cada
momento. Cuando subió al estrado y saludó a los funcionarios
importantes, a los cantantes y al público estaba imponente, trajea­
do con las prendas turkmenas, el rostro aún más asiático, sobre
todo por el rasgado más horizontal de sus ojos producido por un
juego de líneas negras que corrían hacia las sienes. Más que la
elegancia me sorprendió la precisión de su elocución. Se puso de
pie, dio las gracias a las autoridades y a los nuevos amigos hechos
en Asjabad. Deseaba antes que nada deshacer una comedia de
equivocaciones que sembró un periódico matutino; aparecieron
unas declaraciones que él no había hecho; jamás dijo que quería
actuar próximamente en un film en Turkmenia. Sobre todo porque
él no era un actor. Se sentía muy cercano del cine, por eso mismo
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viajó al festival cinematográfico en Tashkent, y allí aparecieron
por casualidad unas fotos de él en unas películas hechas por ami­
gos. Su trato con el cine había sido como crítico. Lo que declaró a
la prensa era una promesa de hacer todo lo posible para que las
conversaciones con la gente del cine de Asjabad se convirtieran en
realidad, e hizo elogios de mucho de lo que había visto en tan pocos
días y se iba agradecido y cosas así. El aplauso fue largo y estruen­
doso, pero advertí que nuestros vecinos de la primera fila, los invi­
tados importantes, no aplaudían sino que ponían cara de palo y en
los palcos donde estaban el gobernador, el ministro de Cultura y los
funcionarios poderosos parecía que les hubiera caído un chubasco
de agua helada, no sé si por lo que había dicho Enrique o la envidia
de la recepción delirante del público.
De repente, en la gran puerta de la sala se oyeron ruidos y
gritos bastante destemplados. Aparecieron los guardianes de uni­
formes y se movieron rápidamente por todo el teatro. De momen­
to se abrió un poco la puerta y entró corriendo una mujer de media
edad, despeinada, vestida estridentemente, con un zapato en el pie
y otro en la mano golpeando a un policía que la detuvo, mientras
que detrás de la puerta semiabierta se oían unos aullidos que pa­
recían aquella vieja canción napolitana Torna a Sorrento. Sonia
nos contó después que el escándalo lo habían suscitado el barítono
Ítalo Cavalazzari y su mujer porque a fuerza querían entrar a la
sala de ópera en un estado de ebriedad imposible y por eso no les
permitieron el acceso. Le preguntamos a nuestra traductora si no
iba a haber un festejo para celebrar el aniversario de Aína. “Aquí
la gente duerme muy temprano, tiene que trabajar desde la ma­
drugada”, respondió, y no quisimos recordarle la fiesta de boda
que terminó hasta la madrugada y la de la noche que pasó Enrique
con los cineastas. Enrique se desprendió de los periodistas y fotó­
grafos y de firmar autógrafos con cara radiante. “Voy a presentarte
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pasado mañana en la universidad, me invitaron los maestros”, me
dijo al terminar la cena en el hotel.
Del día siguiente no recuerdo nada. En mi diario no hay más
que unos cuantos renglones poco entendibles: “hay algo tenso en
el ambiente”, o “nos han hecho un círculo de hielo”. “Enrique dice
que me estoy poniendo paranoico.” “En un periódico hay una
buena foto de Enrique, pero no se reprodujeron las palabras dichas
en el teatro.” Sonia nos había abandonado casi todo el día; cuando
le pedimos que nos tradujera las líneas debajo de la fotografía,
leyó: “un sujeto español ha llegado a Asjabad para presentar al
agregado cultural de la Embajada de México en la Universidad de
Turkmenia”... Esa noche vimos a Oleg en el hotel, nos saludó
como esquivándonos, decía lo mismo: tener mucho trabajo.
—Es indispensable que estemos en el restaurante a las
nueve de la mañana. Es urgente. Ten tus maletas dispuestas para
ir al aeropuerto —fueron sus últimas palabras.
Creíamos que era una broma.
—Será mañana, porque daré una conferencia en la Univer­
sidad y a Enrique lo invitaron para presentarme —le expliqué,
creyendo aún que era una broma.
Ni siquiera me tomó en cuenta. Sólo dijo que volaría con él
hasta Kiev; seguiría después hasta Frankfurt, donde tomaría la
conexión con Lufthansa para Barcelona.
—Enrique es mi invitado y pasará todavía algunos días en
Moscú.
—Imposible. Vean el visado, allí está la fecha de salida.
Tendrá que salir del hotel dentro de tres horas.
No pudimos hacer nada. Subí con Enrique a su habitación
para hacer las maletas, y al bajar al vestíbulo oímos unos gritos es­
pantosos que trataban de convertirse en canto, era nada menos
Torna a Sorrento:
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Vedi il mare di Sorrento
che tesori ha nel fondo...

Era un hombre viejo y gordo con la ropa sucia y descuidada,


lle­vado por dos guardianes del hotel hacia la puerta. Sonia me
explicó: “desde hace horas, cuando abrió el restaurante, ha venido
a molestar. Es el cantante que hizo el escándalo en la ópera. Es
un majadero, lo esperábamos con una gran ilusión, dicen que es un
barítono extraordinario, y mire cómo nos ha tratado. A él y a su
mujer, todo el tiempo borrachos, los colocaron en un hotel de más
categoría. Si se burló de la celebración de la ópera no tienen por
qué instalarlo en un hotel mejor.
Tres horas después salimos los cuatro al aeropuerto. Todos
estábamos consternados. Casi no había hablado con Enrique, ni
qué hace ahora en Barcelona, ni qué se propone hacer. Seguirá
escribiendo, espero. En el aeropuerto nos acercamos a una venta­
nilla, la de salida a Kiev. Oleg arregló todo, el equipaje que era
enorme, le dio a la empleada el pasaporte y el boleto aéreo. La
empleada, con mal humor, le devolvió los documentos y gritó:
“Está usted equivocado, compañero, ésta no es la ventanilla
adecuada, el pasajero viaja a Moscú y no hoy sino mañana a las
catorce horas. ¿No sabe usted leer? Yo entendí todo el ruso. Oleg
sacó de su chaqueta otro pasaje y se guardó el que le dio la em­
pleada. Insistí en ruso que mi amigo iría conmigo el día siguiente,
le mostré mi tarjeta de diplomático. Llegaron varios funcionarios
del aeropuerto. Sonia, muy tensa, me alejó un poco y me insinuó
que le podría ir peor a Enrique, y que yo no podría hacer nada.
Oleg hablaba con la empleada y Enrique. Cuando regresamos a la
ventanilla, Enrique había consentido en partir, se excusó por el lío
en que me había metido y en ese momento, cuando nos dábamos
un abrazo de despedida oímos la misma voz tenebrosa:
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Vedi il mare di Sorrento
che tesori ha nel fondo
chi ha girato tutto il mondo
non l’ha visto come que...

¡El gran Cavalazzari! Viajaba en el mismo vuelo en el que volaría


Enrique.
En la noche, al llegar a la Universidad me quedé sorpren­
dido. Me esperaba la rectora y un amplio grupo de maestros en
torno de ella, la mayoría mujeres, y además una infinidad de estu­
diantes, la mayoría rusos, también casi mujeres. Nunca había yo
visto tanto público en mi vida, me sentía una figura de rock-and-
roll frente a una multitud de jóvenes; con gestos, ademanes, risas
y codazos. Me entró angustia. Estaba seguro de que a esas muche­
dumbres no les diría nada El Periquillo Sarniento, ni tampoco
Fernández de Lizardi. ¿Cómo concebirían los últimos años de la
Nueva España, los problemas, la tensión que tenían los criollos
que ya percibían los aires de la Independencia? Sí, estaba más que
seguro que sería un fracaso total.
Pasamos al anfiteatro de la Universidad. Uno de los profe­
sores me acompañó, hizo una breve presentación al público de mi
obra y la de Fernández de Lizardi, y al comenzar mi conferencia
oí un grito salvaje: ¡Vlamata! ¡Vlamata!, al instante era ya un
rugido. El maestro trató de acallar a la multilud. Le fue imposible.
Durante diez minutos fue una revolución, tiraron los asientos,
lanzaron tinteros en las paredes, a mí me dieron en la cara con una
fruta madura del tamaño de una papaya, que me supo a pulque. Al
poco llegó la policía. Sólo catorce personas se quedaron a oírme,
me salté casi la mitad de páginas, cuando llegué al final nadie
aplaudió, ni hizo una pregunta, ni emitió una palabra. Salí solo al
hotel. Por fortuna a la madrugada salí al aeropuerto y a la media
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mañana estuve en mi departamento de Moscú. Dos semanas des­
pués recibí una carta de Enrique: Calificaba ese viaje como un
espejismo, sólo sabía que había algo de cierto cuando se ponía las
prendas regaladas por la madre de las madres de los telares de
Asjabad. “El viaje fue pésimo, me sentaron en compañía de esos
monstruos, el barítono de marras y su horrenda frau. De Asjabad
a Kiev me hablaron todo el tiempo en alemán, que no entiendo. De
Kiev a Frankfurt ella masculló un papiamento atroz entre italiano
y francés; lo poco que entendí es que el gran barítono cantaba
algunas pocas veces en un restaurante de un pueblo, cuyo nombre
no entendí, cerca de Frankfurt. Pero lo peor fue que al cambiar de
aviones los maravillosos tapetes que me regalaron en el bazar
del desierto se quedaron en el aeropuerto de Frankfurt porque el
exceso de peso costaba un dineral que yo no tenía.”
También yo lo recuerdo como espejismo. No sé qué infor­
mes enviaron de Asjabad al Instituto de Colaboración Cultural
Soviético-Latinoamericano, porque jamás volvieron a invitarme
para presentarme en ninguna universidad soviética.

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Vicente Leñero

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Vicente Leñero (Guadalajara, 1933). Es uno de los mejores escritores
mexicanos en activo, con casi medio siglo de labor literaria. Y suele
permitirse la rara costumbre de la modestia: “Yo quiero ser honrado
conmigo mismo [...] Mi imaginación no ha sido mi fuerte como escritor.
No se me ocurren muchas historias como a otros escritores”, confesó
hace poco al recibir la Medalla Salvador Toscano Al Mérito Cinema­
tográfico. La voz adolorida, Estudio Q, Los periodistas, Los albañiles
(Premio Biblioteca Breve 1963), La gota de agua y La vida que se va
son algunas de sus novelas. También es un destacado dramaturgo: Pueblo
rechazado, El evangelio según Lucas Gavilán, La mudanza, Alicia tal vez
o Nadie sabe nada, son obras que plantean originales formas escénicas.
Su tarea como guionista ha sido fundamental para el cine mexicano: Los
de abajo, Cadena perpetua, La ley de Herodes, El crimen del padre Amaro
y Fuera del cielo, son algunas de las películas que han surgido de su
pluma. Además de su incansable labor periodística (es autor de reportajes
como Asesinato. El doble crimen de los Flores Muñoz, Talacha periodís­
tica o Los pasos de Jorge, itinerario teatral de Jorge Ibargüengoitia),
también ha escrito cuentos. Su más reciente volumen al respecto, Gente
así, del que ofrecemos “A la manera de O’Henry” en esta antología, es
una inmejorable muestra de su maestría en el género. Y habrá que hacerle
justicia: aunque él opine lo contrario, posee una imaginación prodigiosa
y sin igual, capaz de separar la realidad en sus múltiples pliegues para
darle forma de novela, cuento, crónica o teatro.

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A la manera de O’Henry

Valentín Patiño era un albañil pendenciero y cabrón que trabajaba


como fierrero en las obras del segundo piso del Periférico.

Nunca, nunca, comience un cuento de este modo, querido escritor


—diría O’Henry—. Difícilmente puede concebirse un principio
peor.
Además del empleo de la palabrota cabrón —intolerable,
según O’Henry—, la voz narrativa comete el error de condenar de
entrada al supuesto protagonista de la historia. Debe usted dejar
que sea el lector quien emita su propio juicio después de conocer
las acciones que realiza Valentín Patiño. Son únicamente las ac­
ciones y los dichos los elementos por los cuales se puede decidir
si el personaje es o no un mal tipo.
Empezaré entonces de otra manera. Vamos a ver.

Valentín Patiño llegó a su casa bamboleándose. Vivía en una hu­


milde construcción de tabiques prefabricados y láminas de cartón
como techo, levantada por él mismo y ayudado por su compadre
Gabito en una colonia de paracaidistas, allá por las barrancas de
Mixcoac. Empujó la puerta de fierro —que se atoraba a cada rato
por culpa de las bisagras mal soldadas—, y luego de entrar y cerrar
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escupió un viscoso gargajo. Sacudió la cabeza. Se frotó con el
dorso de la mano las babas que le escurrían de la boca.

Tal vez O’Henry vería mal los excesos de esta descripción. Basta
con dos o tres datos significativos para situar el lugar de la acción
—escribió alguna vez—. El amontonamiento de detalles abruma
y distrae al lector.
A reserva de corregir el párrafo, prosigo:

Aniceta volvió apenas la cabeza cuando entró su marido.


En realidad, Valentín no era su marido. Se había arrejuntado
con él luego de que se le murió de tifoidea su mocoso de dos años
y de que enseguida la abandonó Gabito el cacarizo: ése sí, marido
por el civil y por la Iglesia.
Los dos hombres, Gabito y Valentín Patiño, eran amigos,
compadres y albañiles de oficio, fierreros ambos. Pero en el mo­
mento de abandonar a Aniceta, Gabito renunció a su chamba de
tantos años y dejó las obras del segundo piso del Periférico para
tratar de cruzar la frontera como indocumentado, por Mexicali. Si
Gabito logró cruzar o no cruzó es cosa que ni Aniceta ni Valentín
sabían. Nada sabían ya del paradero de Gabito, ni siquiera hablaban
de él por el incidente ocurrido en el pasado, cuando el mocoso de
Aniceta y Gabito vivía sano y feliz.
El incidente en cuestión —para contarlo de una vez— con­
sistió en que una noche en que Gabito se vio obligado a trabajar
turno doble en el tramo Las Flores Altavista, Aniceta se empezó a
calentar y a calentar en su casa con las palabras engañosas que le
decía su compadre Valentín, con una botella de aguardiente de
por medio. Y en menos de que se suelda un perno a una vigueta
de sostén, el perno del canijo Valentín se hundió en la entrepierna de
Aniceta con la contundencia de una llamarada de soplete.
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No sé que pensaría O’Henry ni qué pensarás tú, generoso lector,
después de estas parrafadas de antecedentes. Se me ocurrieron,
como toda la historia, en el momento mismo de escribir.
Y eso está mal porque antes de sentarse a la máquina —ha
dicho O’Henry—, uno debe conocer de principio a fin la historia
por contar. Por eso, porque no estoy muy seguro de haberme dado
a entender, puntualizo.
Estábamos en que Aniceta fue mujer legítima de Gabito, en
que Gabito abandonó a Aniceta, y en que luego de abandonada,
Aniceta se arrejuntó con Valentín Patiño, quien es el protagonista
del cuento.
Por lo que hace a la acción presente, estábamos en el mo­
mento en que Valentín llegó bamboleándose a su casa, en que
escupió un viscoso gargajo y en que se limpió la boca babeante
con el dorso de la mano.

Aniceta volvió apenas la cabeza cuando entró el hombre con quien


vivía arrejuntada. La mujer se hallaba frente al fogón, calentando
los tlacoyos que bajaba a vender en el lindero donde la colonia de
paracaidistas se avecindaba con el barrio de Ameyulco. Cuando no
vendía todos los tlacoyos, recalentaba los sobrantes y los daba
de cenar a Valentín —también a Gabito, antes—. Si había tenido
suerte de agotar su mercancía, entonces le preparaba quesadillas de
huitlacoche o tacos de frijoles refritos y chiles cuaresmeños.
Valentín comía poco, la verdad; prefería llegarle a las chelas
que guardaba celoso en una heladera o al aguardiente a pico de
botella. Bebía mucho, mucho, Valentín Patiño. Antes no. Antes, a
la hora en que él y Gabito regresaban del trabajo, Gabito lo invi­
taba a su casa de Ameyulco —donde nació el chamaco, donde se
gestó la traición de Valentín y Aniceta— y el compadre del alma,
es decir, Valentín, aceptaba a lo mejor un solo trago de aguardien­
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te, se comía un par de tlacoyos y temeroso de que se le fueran los
ojos tras las nalgas de Aniceta, se despedía rapidito. Rumiando
malos pensamientos sobre la mujer de su amigo, Valentín trepaba
luego la vereda hasta donde empezaba a construir entonces su
casita de tabiques prefabricados y láminas de cartón: ésta, donde
ahora se encuentra Aniceta recalentando los tlacoyos para la cena
de Valentín Patiño.
Apenas volvió la cabeza Aniceta cuando entró Valentín
bamboleándose y se dejó caer sobre la silla de madera y bejuco.
De sopetón asentó el hombre su trasero como si regresara agotado
del trabajo, más bien del largo trayecto hasta su casa: dos horas en
lo que caminó a la parada de peseros, en lo que esperó al maldito
camión atiborrado, en lo que sufrió el interminable recorrido entre
empujones, en lo que batalló a codazos para salir, bajar de un
brinco y agarrar camino a pie hasta las barrancas de Mixcoac sin
detenerse, o deteniéndose, ya ni modo, en el tendajón de don Po­
lito para echarse un aguardiente con los cuates de siempre. Ahí se
daba la conversa, el chisme, el albureo cuando no las preguntas
insidiosas: el qué has sabido de Gabito, ¿ya cruzó pa California?,
o también las pullas maledicientes que lo hicieron esa noche le­
vantarse porque El Mocos algo dijo, el muy cabrón, sobre Anice­
ta y su tenderete de tlacoyos: risa y risa la canija Aniceta con su
prima la Rosario y un tal Paco, la otra tarde, cuando a ti te enjare­
taron turno doble —¿si te acuerdas, Valentín?— y ya ni modo que
llegaras a dormir.
Mucho coraje le dio a Aniceta ver que su hombre llegaba
otra vez cayéndose de borracho. No se fue Valentín a tirar directo
al catre, como casi siempre, a babear y a dormir la peda. Se quedó
ahí cerquita sentadote y mudo hasta que un eructo, como gemido de
toro, tronó contra las láminas de cartón y rebotó en la piel chinita
de Aniceta.
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—¡Pinche trabajo! —rugió Valentín.
—¿Quieres cenar? —preguntó Aniceta.

O’Henry aplaudiría sin duda: ya estamos en la acción. Pero antes


de aceptar el aplauso necesito ofrecerte una disculpa, atento lector,
porque tal vez sepas nada o muy poco de este O’Henry al que me
he venido refiriendo desde el principio del cuento. Si lo conoces,
si lo has leído, puedes ahorrarte los siguientes párrafos.
O’Henry nació en California del Norte, Estados Unidos, en
1862, y murió de cirrosis —era un alcohólico irredento— en Nueva
York, en 1910, a los cuarenta y ocho años. Antes de convertirse en
“uno de los grandes maestros del cuento corto” —como lo califica
su antologador, el español Juan Ignacio Alonso— trabajó como
peón de rancho, como dependiente de una drugstore, y finalmen­
te como cajero del First National Bank de Austin.
Su sed alcohólica o su cotidiano contacto con los billetes
verdes impulsaron un día a O’Henry a extraer, para su propio
provecho, una considerable cantidad de dólares. El banco detectó
el robo y a él le entró pánico. Sin avisarle a su esposa, la sufrida
Athol Estes Roach —con quien tenía dos hijos—, O’Henry huyó
a Nueva Orleans y de allí se embarcó a Honduras. Anduvo dos
años prófugo hasta que se enteró de que su esposa estaba agoni­
zando. Regresó a verla morir y lo agarraron. Lo sentenciaron a
cinco años de cárcel.
Aunque ya había escrito cuentos humorísticos para The
Rolling Stone —un semanario que fundó él mismo en Austin y
resultó un fracaso—, fue en la cárcel donde el norteamericano
empezó a escribir en serio. No quería firmar sus cuentos con su
nombre, William Sydney Porter, porque se sentía un proscrito. En
busca de un seudónimo se acordó del gato de su casa, un animal
travieso de cuyas diabluras se quejaba a cada rato la familia: ¡Oh,
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Henry!, ¡Oh, Henry!, decían. Y William Sydney Porter se convir­
tió en el escritor O’Henry.

—¿Quieres cenar? —preguntó Aniceta.


Valentín negó con la cabeza. Volvió a escupir sus gargajos
y a limpiarse la boca con el dorso de la mano. Miraba a Aniceta
como si quisiera trepanarla la nuca.
—¡Eres una puta! —gritó.
No era la primera vez que el fierrero la insultaba con la
misma palabrota, así que Aniceta permaneció de espaldas, vuelta
y vuelta a los tlacoyos en el comal.
—¡Puta!
Aniceta giró en redondo y lo miró por fin. Valentín se man­
tenía de pie, balanceándose como un muñeco de cuerda y tratando
de conservar la vertical. Los ojos inyectados. Las babas, que en
sus arrebatos de beodo emplastaban los cachetes y el cuello de su
vieja cuando trataba de besarla, le escurrían ahora por las comisu­
ras de sus belfos.
—¡Te metiste con el Ojitos!
—¡No es cierto, cabrón!
—Y con el pendejo de Paco. ¡No mientas, puta, me lo aca­
ban de contar!
En ese momento, Aniceta se dio cuenta de que ocurriría lo
de siempre, lo inevitable.

O’Henry sostiene que el escritor no debe adelantar nunca lo que va


a ocurrir en una historia. Y habría que hacerle caso. Lo mismo a su
recelo contra el abuso de las palabrotas, ya lo dije. Los cuentos que
hicieron famoso a O’Henry son pulcros, delicados. Aunque sus
personajes sean de condición humilde, derrochan decencia, y si el
escritor se ve obligado a utilizar a un vago o a un miserable como
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protagonista, lo hará hablar correctamente, incluyendo si acaso,
por supuesto, un par de términos coloquiales del argot popular.
Por buena conducta —no hacía más que escribir—, a O’Henry
le conmutaron la pena. Salió de la cárcel después de tres años y
se fue a vivir a Nueva York, donde el New York World le encargó
escribir un cuento a la semana para la edición dominical. Esos
cuentos, que redactaba puntualmente, con una botella de whisky
al lado, le hicieron ganar más dinero, mucho más, que el ganado
por sus antecesores: Poe, Mark Twain, Saroyan, Jack London. En
calidad literaria no está a la altura de ellos ni de los grandes que
vinieron después —Hemingway, Salinger, Carver—, pero lo sor­
presivo de sus tramas, el factor azaroso, la habilidad para atornillar
las vueltas de tuerca, todo dentro de una narrativa muy apetecible
al gran público lector, le dieron una fama universal que compartió
—según los críticos— con su contemporáneo inglés: Somerset
Maugham. Ambos, no en balde, incluidos frecuentemente en Se­
lecciones del Reader’s Digest.

El primer trancazo fue lanzado con el revés de la mano izquierda,


pero Aniceta logró girar a tiempo la cabeza y el golpe de Valentín
sólo alcanzó a escocerle el maxilar. Luego vino el empellón.
Como un toro, Valentín embistió su cuerpo contra la mujer
y ella recibió el encontronazo frontalmente, sobre su vientre em­
barazado. Cayó hacia la derecha, encima del fogón, arrastrando
consigo el comal de los tlacoyos y derrumbándose luego en el
piso de tierra.
Allí empezaron las patadas, una tras otra, una tras otra, con
las puntas de los tenis convertidas en punzones de un taladro que
magullaba sus pechos, su cuello, la cara que Aniceta trataba de
proteger con las manos. Jadeante, siempre fúrico, Valentín contu­
vo las patadas y con ambas manos levantó a Aniceta de un envión;
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la prensó de la ropa con la izquierda, mientras extendía hacia atrás
el brazo derecho obligando a su codo a servir de gozne. Desde
ahí, igual que si estuviera en un ring, soltó con el puño cerrado un
recto brutal contra el pómulo de la mujer. Aniceta cayó como
un costal, sangraba.
Una guacareada apestosa brotó de las fauces de Valentín.
Tuvo que detenerse por instantes de la pared, cerca de los jarros y
los trastes que rodeaban el fogón. Luego retrocedió de espaldas,
tambaleante, hasta dejarse caer bocarriba sobre el catre. Era Va­
lentín el que parecía el noqueado, inconsciente en la lona de una
arena de box.

Una fotografía tomada en los tiempos de gloria de O’Henry


—fueron diez años los que lo hicieron sentirse el mejor escritor
de Estados Unidos— lo muestran posando ante la cámara cual un
dandy del continente americano. Se parece un poco al Hemingway
de 1937 o a un Anthony Hopkins cuarentón. Sus ojos hundidos de
importancia; el cabello en ondas peinado con raya en medio y la
cabeza apoyada apenas sobre los dedos encogidos de su mano
derecha. Presume un saco oscuro de amplias solapas. Un cuello
postizo, de blancura almidonada, se abre apenas para exhibir el
nudo de una corbata en cuyo vértice brilla un fistol redondo. La
corbata se pierde un poco más abajo detrás del chaleco. El bigote
de O’Henry se antoja delineado por un peluquero experto: espeso
bajo las aletas de la nariz y con las puntas levantadas para formar
dos arcos simétricos, impecables. Se sabía guapo el exitoso
O’Henry.
Tanta era la cercanía de O’Henry con su público invisible,
que en algunos de sus cuentos se permite dirigirse familiarmente a
sus lectores. Utilizando el querido lector, el le ruego al lector que
tenga en cuenta, el comprenderá el atento lector, suele interrumpir
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el discurso narrativo para deslizar, a veces, cápsulas didácticas
sobre sus teorías literarias. Todo como un juego.

Aturdida, sangrante de la nariz y de la boca, Aniceta se irguió con


dificultad. Le punzaba la quijada como si estuviera rota y la pier­
na derecha parecía incapaz de sostenerla. Nunca antes había reci­
bido una tranquiza de tamaña brutalidad. Nunca antes había
sentido, brotándole desde los adentros, esa rabia que se le atoraba
en el cogote, ese sentimiento de humillación y de rebeldía, ese
odio contra el hijo de su rechingada madre.
Ahí estaba Valentín, perdido de la mente en el catre, ahoga­
do por la borrachera.
Aniceta lo miró largo rato mientras los lagrimones le escu­
rrían por los pómulos: se llenaban de sangre, de mocos, de tierra.
Sobre el piso del cuartucho redondo se esparcían los tlaco­
yos, y las manchas de salsa eran una herida más en el suelo.
Desde las barrancas llegaba como un aliento alegre la música de
una canción ranchera emitida por un radio en despiste. Ladraban
los perros de todas las noches.
Cojeando, bufando, Aniceta avanzó hasta el rincón donde
Valentín amontonaba sus triques de trabajo: una caja de herra­
mientas, un soplete en desuso, un martillo, un rollo de alambre.
Algunos trozos de varilla corrugada, residuos de las que sirvieron
para levantar los castillos de aquella construcción, se erguían en
una esquina apoyados contra la pared.
Aniceta tomó una de las varillas. Caminó hasta el catre.
Empuñó el trozo de fierro como si fuera una lanza y lo encajó de
punta, con todas sus fuerzas, henchida por el dolor y la ira, en el
vientre de Valentín.
El cuerpo del hombre se sacudió como un sapo, acompaña­
do en el espasmo por un alarido horrísono. Los ojos brincaron.
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Valentín despertó, y despierto, sofocado entre el dolor y el pánico
y la pesadilla, recibió el segundo estoconazo, el tercero, el cuar­
to… todos los que logró descargar Aniceta hundiendo y extrayen­
do el trozo de varilla corrugada sin detenerse a pensar lo que
hacía, sin dar tiempo a que Valentín se defendiera y luchara contra
la muerte que le llegó en forma de vómito y lo entiesó para siem­
pre luego de las convulsiones y el reguero de sangre y los ruidos
agónicos de la panza y los quejidos que se revolvieron con ese
ronco estallido del final.
Aniceta soltó el fierro. Retrocedió. Se apoyo contra la pared.
Su espalda fue resbalando poco a poco hasta dejar a la mujer de
nalgas, llorando.

En su prólogo a los Cuentos de Nueva York, el español Alonso


dice algo muy bonito de su antologado:
“En los cuentos de O’Henry prevalece una visión positiva
del ser humano, inmerso en una realidad diaria muchas veces
alienante y gris, pero en la que siempre existe un resquicio para el
amor, la amistad, la ventura o la esperanza.”

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Hoguera de las vanidades

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Enrique Serna

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Enrique Serna (ciudad de México, 1959). Aunque sus novelas han sido
premiadas y suelen gozar de gran éxito de ventas, los cuentos de Enrique
Serna, de factura perfecta, no han tenido la atención que se merecen:
Amores de segunda mano y El orgasmógrafo. En ellos el autor concen­
tra sus mejores armas narrativas. Al comenzar el siglo xxi, se encargó
de seleccionar una muestra de cuentos mexicanos, en cuyo prólogo
apuntó: “Mientras la novela comercial es una alberca de agua tibia
donde la mente puede nadar de muertito, los libros de cuentos exigen
renovar el esfuerzo imaginativo al inicio de cada historia […] Si no hay
recetas para escribir un buen cuento, tampoco existen argumentos só­
lidos para sostener que el relato de vanguardia es superior al cuento
tradicional o viceversa. En realidad, el cuento es uno de los géneros li­
terarios más reacios a dejarse contaminar por las modas…” Es autor de
las novelas Uno soñaba que era rey, Señorita México, El miedo a los
animales, El seductor de la patria (Premio Mazatlán de Literatura
2000), Ángeles del abismo (Premio Nacional de Narrativa Colima para
Obra Publicada 2004) y Fruta verde, y de las crónicas Giros negros.

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La vanagloria

A Rosa Beltrán

Recibí la mejor noticia de mi vida en un momento de ofuscación y


rabia contra el mundo. Había regresado a casa con mi gruesa mo­
chila al hombro, la camisa anegada en sudor, tan vapuleado por la
dura jornada en el instituto, que apenas tuve fuerzas para levantar
en vilo a mi hijita Natalia, y mientras le daba vueltas en el aire, con
un júbilo artificial de padre modelo, me sentí un poco fuera de lugar
en esa escena de felicidad hogareña, como un actor suplente a
quien le toca representar un papel aprendido de oídas. No soy un
misántropo ni un enemigo de la familia. Adoro a mi hija y por ella
me parto el alma dando seis horas diarias de clase. También amo
a Toña, mi mujer, que estaba lavando trastes en la cocina y vino a
besarme con las manos chorreando jabón. Alegre, coqueta, apasio­
nada, su calidez afectiva es el contrapeso ideal para mi neurosis y
en cinco años de matrimonio, jamás hemos tenido un pleito que no
pueda resolverse en la cama. Pero qué le vamos a hacer: a veces el
amor asfixia y no pude evitar una sensación de ahogo cuando mis
dos tiranas se me colgaron del cuello, como si quisieran apretarme
el nudo corredizo del cautiverio. Más vueltas, papi, quiero más,
pidió Natalia y aunque nada me costaba complacerla, esta vez le
dije que papi venía muerto de cansancio.

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Echado en el sofá con una cerveza en la mano, procuré anali­
zar en frío mi pugna laboral con el padre Dávalos, el subdirector de
secundaria, un severo capataz de la enseñanza que me había cogido
tirria desde mi llegada al instituto, y ahora, por sus lindos huevos,
quería obligarme a fungir como prefecto en mis horas libres, el
único momento de la jornada en que tengo un respiro para leer. Por
haber defendido mi tiempo libre, esa mañana nos habíamos enzar­
zado en una discusión áspera: ya te lo echaste de enemigo, pensé,
ojo con los retardos, de aquí en adelante empieza la guerra de golpes
bajos. Y si te corre en mitad del año escolar, ¿dónde vas a conseguir
chamba? Pinches padres lasallistas, muy hermanos de la caridad,
pero cómo le chupaban la sangre a su personal. Miré con rencor la
montaña de exámenes pendientes de revisión apilados en la mesita
central de la sala. Qué humillante esclavitud, carajo. Yo no había
nacido para esto, yo había venido al mundo para escuchar el ulular
del viento en los acantilados más altos. Hasta me dieron ganas de
salir a emborracharme solo en una cantina. Necesitaba fugarme de la
realidad, sacudirme la herrumbre de los hábitos inmutables, cual­
quier cosa menos mirar de frente la mediocridad de mi vida.
—Te llegó una carta de México —dijo Toña, secándose con
el mandil.
—¿Carta de México? —me levanté intrigado, pues tengo pocos
amigos en la capital y no recordaba haberle escrito a ninguno.
Sobre la mesita del teléfono había un pequeño sobre de color
sepia. Por poco me voy de espaldas al ver el nombre del remitente:
¡una carta de Octavio Paz! ¡Y yo que había perdido la fe en los
milagros! Seis meses atrás, animado por mi amigo Daniel Juárez,
un editor de Durango que me dio la dirección del maestro, le había
enviado por correo mi último cuaderno de poemas, Disparo en la
oscuridad, con la remota esperanza de que se dignara leerlo. Dudé
mucho antes de enviárselo, pues me parecía imposible que un escri­
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tor de su talla condescendiera a leer a un joven poeta de provincia.
¿Cuántos libros de prospectos como yo crees que reciba don Octa­
vio todos los días? le dije a Daniel, escéptico. Veinte o treinta, bajita
la mano. De hecho, en la tertulia del café Leg-Mu se comentaba que
la sirvienta de Paz sacaba del basurero muchas de las obras dedi­
cadas a su patrón y las vendía por kilo en las librerías de viejo.
Pero Daniel me recordó que Paz era muy generoso con los jóvenes
poetas, siempre y cuando lo fueran de verdad, y cuando alguno le
gustaba, no vacilaba en darle su espaldarazo, como había ocurrido
con dos batos norteños, Samuel Noyola y Roberto Vallarino.
Mándale tu libro, hombre, total no pierdes nada y a lo mejor te
sacas el premio gordo. Al parecer el sobre que tenía en la mano le
daba la razón a Daniel. ¿Me habría leído don Octavio? Imposible.
Quizá la carta fuera tan sólo un tardío acuse de recibo firmado por
su secretaria. No quería hacerme ilusiones y sin embargo despegué
el sobre al borde de la taquicardia.

Apreciado Juan Pablo:


La lectura de su cuaderno, una plegaria blasfema con ecos de
música lunar, me confirma que la provincia mexicana sigue
siendo un semillero de buenos poetas. Su disparo fecunda lo que
hiere, como los venablos de Eros, porque tiene la fuerza de una
verdad seminal. Usted todavía está buscando una voz, pero en
sus tanteos descubre de pronto filones de oro que en pocos años,
si se exige más precisión y abandona el versículo bíblico, dema­
siado farragoso, lo llevarán a los poemas de arte mayor. Antes de
tomar la pluma, espere la germinación del silencio. Verá que así
llega más lejos, sin saber a dónde va. Y recuerde que el don de la
palabra es un compromiso para toda la vida.
Su amigo,
Octavio Paz

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Las grandes alegrías perturban la química del cerebro. Desdoblado
en dos personalidades, contemplé desde las alturas a mi viejo yo,
al miserable profesor de secundaria, y la súbita elevación me
cortó el aliento, como si tuviera mal de montaña. Toña, mi mujer,
que había leído la carta por encima de mi hombro, me abrazó
llorando de alegría.
—¿Ya ves, mi vida? Siempre te lo dije, eres un gran poeta.
Destapó dos cervezas para festejar y me bebí la mía en si­
lencio, tratando de unir las mitades separadas de mi alma. Los
elogios del maestro significaban un gran honor, pero también una
tremenda responsabilidad. Desde mis primeros balbuceos poéticos,
los versos de amor a mi prima Lidia, escritos a los 14 años, había
creído escuchar el murmullo caricioso de una fuente secreta, que
me marcaba una pauta de ritmos y cesuras. Yo no era el creador,
sino el ejecutante de esa partitura compuesta por un numen ajeno
a mi voluntad. Y desde entonces, toda mi lucha por dominar el
lenguaje había consistido en cargar de significación esa música a
la vez íntima y remota, como el niño que colorea un cuaderno
para iluminar. Dicho en palabras de Rubén Darío, creía tener
“algo divino aquí dentro”, pero dudaba de mi capacidad para tra­
ducir ese impulso en imágenes. La carta de Paz había disipado
mis dudas: si él me armaba caballero en el altar de la palabra,
debía responderle con una entrega total a mi vocación. Releí la
carta seis o siete veces, como un niño goloso que se chupa los
dedos untados de cajeta. Don Octavio me trataba como a un her­
mano, menor sin duda, pero hermano al fin. Y ni siquiera tenía la
suerte de conocerlo en persona: mi libro lo había cautivado por
sus propios méritos, sin necesidad de recomendación alguna. En
la pleamar del orgullo, Toña y yo hicimos el amor hasta quedar
exhaustos, pero esa noche la agitación mental me privó del sueño,
y al día siguiente, atarantado por el desvelo, me las vi negras para
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explicar el uso de los verbos pronominales a mis alumnos de Se­
cundaria, una recua de patanes idiotizados por los videojuegos.
Por la tarde, después de revisar tareas, me fui a la tertulia
del café Leg-Mu, el centro de la vida intelectual de Torreón, o
mejor dicho, del cotilleo literario que la suplanta. En la mesa del
fondo, Jaime Lastra, Enrique Dueñas y Mayra Velarde, los poetas
más renombrados de la comarca lagunera, ganadores recurrentes
de premios y becas, tomaban café orgánico chiapaneco entre una
espesa humareda de cigarro. Los saludé de lejitos porque nunca
me ha gustado hacer roncha con ellos. Jaime es un mal imitador
de Eliot, a quien sólo ha leído en traducciones, Enrique confunde
el hermetismo con la vacuidad y Mayra, la mejor del grupo, ahoga
en una retórica insulsa los raros destellos de sus poemas eróticos.
Difícilmente podrán salir del estancamiento, porque están hundi­
dos en la autocomplacencia y ya rebasaron la cuarentena. Pero
eso sí: para la grilla política son unos genios y su club de elogios
mutuos les ha permitido acaparar, desde hace quince años, los
botines más codiciados de la subvención pública a las bellas letras.
Preferí sentarme a prudente distancia, en la mesa de la terraza que
ocupaban dos amigos de mi generación: el pintor Lauro Gómez
y el cuentista Néstor Cabañas. Ambos pertenecen, como yo, al
círculo de los artistas rechazados o marginales de la ciudad. Lauro
tuvo que montar su primera exposición en un tugurio de la zona
roja, porque la mafia local de las artes plásticas le cerró las puertas
de todas las galerías, Néstor esconde sus cuentos en revistas estu­
diantiles, y yo me tuve que ir a Durango para editar mi Disparo en la
oscuridad, porque aquí en Torreón, el Instituto de Cultura me tuvo
tres años y medio en lista de espera, dándome largas por supuestas
carencias presupuestales. Mentira: para publicar a los consentidos
de la directora no les faltaba dinero. Sé muy bien que detrás de
esa postergación eterna estaba la mano negra de Enrique Dueñas,
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el consejero del instituto, que me cogió mala voluntad cuando
abandoné su taller de poesía, cansado de oírlo pontificar sandeces.
Después de los saludos de rigor, Lauro nos puso al corriente
de su última conquista, una señora de sociedad a quien se había tira­
do en su taller, cuando fue a posar para hacerle un retrato. Delgado
como una anguila, con arracada en la oreja y el pelo recogido en una
cola de caballo, Lauro siempre ha tenido mucho pegue con las mu­
jeres. Néstor se bebía sus palabras con la fruición del pobre diablo
resignado a gozar vicariamente de las mujeres ajenas. A pesar de su
prognatismo, el pobre no es del todo feo. Algunas morras hasta
guapo lo ven, pero su patológica timidez lo ha condenado a una
vejez prematura. Cuando la mesera vino a traer mi café, la charla
derivó hacia el pantano de la política mexicana y una vez agotados
todos los tópicos de interés general —cine, libros, futbol— aprove­
ché un silencio para soltarles la noticia que me ardía en la garganta.
—¿Se acuerdan que hace tiempo le mandé mi libro a Octa­
vio Paz?
Ambos me miraron con estupor y guardaron un silencio
expectante.
—¿A poco te leyó? —dijo Lauro.
—No sólo eso: me escribió una carta muy elogiosa.
—¿Te cae de madre? —exclamó Néstor, incrédulo—. ¿Neta
neta?
—La pura neta. Yo me quedé igual de asombrado que tú.
—¿Y traes la carta?
—La tengo en mi casa, pero voy a hacer una pachanga el
viernes, y cuando vengan se las enseño.
Convencido al fin, Néstor se levantó a darme un abrazo.
—Caramba, hermano, qué chingón amigo tengo.
—Felicidades, carnal, ya te fugaste del pelotón —dijo Lauro—.
¿Ahora quién te va a soportar?
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Con el rabillo del ojo eché un vistazo a la mesa de los poetas
mafiosos, que observaban las felicitaciones con una curiosidad
hostil. Pobres chantres de aldea, pensé, cómo les va a arder el culo
cuando sepan que tengo la bendición papal. Bastó con darle la
noticia a mis dos amigos, para que en menos de tres días se difun­
diera por todos los mentideros culturales de la ciudad. Varios
amigos ocasionales del medio literario, a quienes había dejado de
ver años atrás, me felicitaron por teléfono y se autoinvitaron a la
fiesta, entre ellos, Mayra Velarde y Jaime Lastra, que ahora, obli­
gados por las circunstancias, condescendieron a darme sus para­
bienes. Sólo Enrique Dueñas, mi único enemigo declarado, tuvo
la franqueza de guardar un hosco silencio. El viernes por la tarde
fui al súper a comprar las bebidas y los refrescos, mientras Toña
esperaba en casa las sillas plegables que alquilamos para la fiesta.
Llegué a casa como a las seis y media, ayudé un rato a mi esposa
a preparar los bocadillos, luego me di una ducha, y al salir del
baño, la toalla enrollada en la cintura, me quedé fulminado al ver
una escena atroz: mi hija Natalia, trepada en el escritorio, estaba
rayoneando la carta de Octavio Paz con un grueso marcador ne­
gro. Se lo arrebaté de un zarpazo, pero ya era tarde para impedir
la catástrofe: llevaba un buen rato pintarrajeando la carta, enci­
mando tachones sobre tachones, y del manuscrito no quedaba una
sola palabra legible.
—¡Maldita enana! ¡Ya te dije que no juegues con mis
papeles!
Reprimí con dificultad mis ganas de golpearla, pero no pude
evitar darle una zarandeada.
—Suelta a la niña —Toña vino en auxilio de su hija—.
¿Estás loco o qué te pasa?
—Mira lo que hizo tu nena consentida —le mostré el papel
garabateado—. ¿Por qué chingados la dejas meterse al cuarto?
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—Estoy preparando los sándwiches —se defendió Toña,
apretando a la niña llorosa contra su pecho—. No puedo ser coci­
nera y niñera al mismo tiempo.
Examiné detenidamente la carta, con la vana ilusión de en­
mendar los borrones. Imposible: esos marcadores eran indelebles
y Natalia había trazado un jeroglífico tan intrincado, que ni si­
quiera se alcanzaba a distinguir la firma del maestro. Desplomado
en la cama, me sentí como un cisne trasladado de golpe a un in­
mundo charco. Al verme pasar del enojo a la tristeza, Toña dejó
de consolar a Natalia para compadecerme a mí.
—Tranquilo, mi amor, fue un accidente, no te lo tomes a la
tremenda —me acarició el cabello.
—Quería usar la carta para pedir la beca Guggenheim —la­
menté con voz de réquiem.
—Pero si Paz quedó tan encantado con tu libro, no creo que
te negara una carta de recomendación. Llámalo por teléfono y
explícale lo que pasó.
El sensato consejo de Toña no cerró del todo la herida, pero
al menos contuvo la hemorragia. Ciertamente, el desaguisado te­
nía remedio, si contaba con la ayuda de don Octavio. Mañana
mismo llamaría a Nuño Saldívar, un amigo periodista de La Jor­
nada, para pedirle el teléfono del maestro. Pero con la fiesta a
punto de comenzar, el percance me colocaba en un grave predica­
mento social. Lauro y Néstor fueron los primeros en llegar. Venían
de una comida etílica que se había prolongado toda la tarde y por
fortuna, los dos parecían haber olvidado el motivo del festejo,
porque hablaron largo rato de todo y de nada, sin mostrar el menor
interés en mi epístola consagratoria. Entre íntimos hubiera podido
contar abiertamente lo sucedido, pero a partir de las diez y media
comenzó a llegar gente que me inspiraba menos confianza —ami­
gas de Toña, periodistas culturales, profesores del instituto— y
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sus calurosas felicitaciones me causaron más recelo que orgullo. Para
eludir molestos interrogatorios subí el volumen de la música.
Pero mientras iba y venía de la cocina a la sala sirviendo tragos a las
visitas, creí advertir que a pesar del ruido, la gente cuchicheaba a
mis espaldas. ¿Advertían acaso que les estaba escamoteando
algo? Los primeros tequilas de la noche me ayudaron a sobrellevar
la situación, pero mi aplomo se desvaneció cuando llegaron los
invitados más temibles, Jaime Lastra y Mayra Velarde, acompa­
ñados de sus respectivas parejas. Alta, huesuda, con una cara
equina de institutriz inglesa, Mayra llevaba un conjunto negro de
blusa y pantalón que realzaba la palidez de su rostro. Reprobó de un
vistazo la pobre decoración de mi hogar y frunció el ceño cuando le
ofrecí de tomar ron y tequila. ¿Nada de vino? No, discúlpame, aquí
somos muy borrachotes. Entonces dame por favor una agüita mi­ne­
­ral. Se comportaba como una intelectual del círculo de Bloomsbury
asistiendo a la fiesta de un camionero. Jaime, un cuarentón re­
choncho de pelo entrecano, con el bigote amarillento de nicotina,
esquivó a los bailarines de salsa con un mohín de disgusto. ¿Qué espe­
raba el mamón? ¿Música clásica? ¿No era de buen gusto escu­char
esos ritmos en una reunión de intelectuales? Con su actitud defe­
rente, ambos daban a entender que esperaban de mí una gratitud
eterna por haberme conferido el honor de su visita. Los atendí con
esmero, pues si bien los desprecio como poetas, no quería darles
la impresión de haberme ensoberbecido por el reconocimiento de
Paz. En el rincón de la sala más apartado del ruido, formamos un
pequeño corrillo para hablar de literatura. Mayra acababa de leer
mi Disparo en la oscuridad (con un año de retraso, claro) y reco­
noció su valía:
—Me atrapó desde el comienzo la riqueza de tu lenguaje
—dijo—. Ahora dosificas mejor las imágenes en vez de lanzarlas
a borbotones y encuentras la palabra justa sin dar palos de ciego.
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En opinión de Jaime Lastra, mi gran acierto era haber elegi­
do como forma el versículo bíblico, justamente lo que Paz había
considerado un defecto.
—Lo mejor de tu libro es que no le pones diques al canto:
al contrario, dejas respirar al poema, como si pronunciaras un
oráculo en duermevela.
Fingí sentirme halagado por sus comentarios, pero ¿quién
podía tomar en serio la opinión de ese par de ojetes, que meses atrás
no daban un quinto por mí? ¿Era un sapo convertido en príncipe por
la varita mágica de don Octavio? Engañado por su falso compañe­
rismo, no pude sospechar que ambos habían venido a mi casa en
calidad de inspectores. Lo descubrí demasiado tarde, cuando Mayra
aprovechó un silencio del tocadiscos para preguntarme en voz alta:
—¿Se puede saber a qué ahora nos vas a enseñar la carta?
—Sí, queremos verla —la secundó Jaime.
—De veras, ya enseña la carta, no te hagas rosca —exigió
mi amigo Néstor desde la otra esquina de la sala.
Por contagio borreguil, media docena de invitados ebrios
clamaron a coro: ¡Que la enseñe, que la enseñe!, golpeando sus
vasos con los tenedores, como si exigieran el pastel de una boda.
Imploré con la mirada el auxilio de Toña, que estaba tan perpleja
como yo. Hubiera querido correrlos a todos, pero no tuve más
remedio que afrontar la situación.
—Me encantaría enseñarles la carta, pero esta tarde tuve un
accidente —confesé abochornado—. Mientras me daba una du­
cha, mi hija la rayoneó.
—Pero se podrá leer algo —insistió Mayra.
—Ni una línea –dije contrito —miren nomás cómo la dejó
—y me saqué de la chaqueta el cuerpo del delito.
—Qué barbaridad —se demudó Mayra—. De grande tu
hijita va a ser terrorista.
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Le entregué la carta y ella se la pasó a Jaime Lastra, que se aco­
modó los lentes bifocales para examinarla como un perito judicial.
—Qué saña para borronear —dijo Lastra—. Parece una pin­
tura de Pollock. Pero te debes acordar de lo que decía, ¿no?
—Más o menos —dije acorralado.
—Pues cuéntanos, ándale —rogó Mayra.
Los hijos de puta me estaban aplicando el detector de men­
tiras. Era ridículo y pretencioso referir los elogios de Paz, pero me
vi forzado a incurrir en esa inmodestia, porque tenía clavados en
mí los ojos de toda la concurrencia.
—Decía que mi libro es una plegaria blasfema, que mis
versos tienen la fuerza de una verdad seminal, que la provincia
mexicana sigue siendo un semillero de buenos poetas y me reco­
mendaba esperar la germinación del silencio.
—Qué maravilla —Mayra me palmeó la espalda—. Has de
sentirte muy orgulloso, ¿no?
En mi vida me había sentido más humillado. Por falta de un
aval manuscrito, en mi boca las alabanzas del maestro sonaban
huecas. Peor aún: parecían autoelogios. Y el escéptico silencio de
los invitados indicaba a las claras que nadie me había creído. Toña
debe de haber tenido la misma impresión, pues quiso respaldarme
con una prueba documental.
—No se puede leer la carta, pero el sobre está intacto, miren
—y cometió la tarugada de mostrarlo a la concurrencia, como si
el nombre del remitente bastara para cubrirme de gloria.
No me defiendas, comadre, pensé avergonzado, mientras el
sobre circulaba de mano en mano. Con la aclaración no pedida de
Toña, los incrédulos tendrían más motivos para abrigar suspica­
cias. Me apresuré a cambiar de tema, pusimos una tanda de discos
de los 70, alguien sacó un churro de mota, Néstor tocó la guitarra,
cantamos a coro las clásicas de Bob Dylan y el jolgorio general
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pareció desvanecer el clima de sospecha. Pero horas después, cuan­
do se fue el último de los invitados y empecé a recoger los ceniceros
repletos de colillas, una sensación de vulnerabilidad extrema, acom­
pañada de zumbidos en los oídos, me confirmó que la fiesta había
sido un desastre.
No había pasado ni una semana cuando salieron a relucir
los cuchillos. En su columna semanal de El Sol de Torreón, Enri­
que Dueñas, el gran ausente de mi fiesta, me dedicó un colofón
escrito con jugos biliares:

Receta para buscadores de prestigio

Primero: deje correr el rumor de que una gran figura de las letras
lo ha colmado de elogios. Segundo: haga una fiesta para cele­
brarlo. Tercero: tenga listo un papel garabateado por una mano
infantil. Cuarto: exhíbalo cuando las visitas le pidan ver la carta
del figurón y diga que su nenita la tachoneó. Quinto: finja repetir
de memoria el contenido de la carta, sin escatimarse las alaban­
zas. Sexto: Exija que desde ahora se le considere el mejor poeta
del estado.
Suena ridículo, ¿verdad? Pues así quieren darse impor­
tancia algunos poetastros hambrientos de notoriedad y reconoci­
miento, que a falta de verdadero prestigio, necesitan falsificarlo
con tretas pueriles.

El calumnioso ataque reflejaba, sin duda, la opinión de los miem­


bros del establishment literario que habían asistido a mi fiesta.
Después de haber elogiado mi libro por compromiso, Mayra y
Jaime no podían retractarse, pero le habían encomendado el tra­
bajo sucio al golpeador del grupo. Y como Dueñas ni siquiera me
llamaba por mi nombre, para añadir a la calumnia un toque de
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menosprecio, no podía rebatirlo en público sin ponerme un saco
que sólo redundaría en mi descrédito. Dios mío, hasta dónde podía
llegar la vileza humana. Dueñas ni siquiera se molestaba en fun­
damentar su crítica con argumentos literarios. ¿Para qué, si mi
obra se había devaluado automáticamente al quedar en entredicho
la autenticidad de la carta? Más claro ni el agua: para ese hijo de
puta, el argumento de autoridad estaba por encima de cualquier
valor literario, como si la altura poética dependiera de un sello
notarial. Un rasero crítico diametralmente opuesto al de Paz, que no
se dejaba engañar por los relumbrones y en cambio, sabía recono­
cer la verdadera poesía cuando la encontraba desnuda de oropeles
en una modesta plaquette provinciana. Pero aunque Dueñas fuera
un cretino, sabía pegar debajo del cinturón. Era triste pero nece­
sario admitirlo: de momento, la vox populi de Torreón me consi­
deraba un fantoche. Si quería limpiar mi buen nombre, o cuando
menos, quitarme la fama de mentiroso, necesitaba demostrar con
pruebas fehacientes que Paz me había ungido como poeta.
Después de varios intentos fallidos, por fin encontré a mi
amigo Nuño Saldívar en la redacción de La Jornada y le pedí el
número telefónico del maestro. Tardé más de una hora en armarme
de valor para marcarlo, pues temía que mi ruego lo importunara.
Un hombre tan ocupado como él no podía desperdiciar su valioso
tiempo en ridículas tareas de salvamento. Ya bastante había hecho
con escribirme una carta, para encima tener que venir a sacarme
las castañas del fuego. Pero llevaba tres días encerrado en casa
por temor al repudio social, y preferí abusar de su generosidad
que seguir en el ostracismo. Me contestó la secretaria del maestro,
una mujer de voz pausada y fría, que me intimidó con su elegante
dicción.
—Don Octavio no está en México. Se fue a dar una confe­
rencia a Nueva York. ¿Quién le llama?
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Le di mi nombre y me apresuré a aclarar que llamaba al
maestro para agradecerle una carta.
—¿Quiere dejarle algún recado?
Contarle mis apuros a la secretaria me pareció una falta de
tacto y un riesgo innecesario, pues corría el peligro de que tergi­
versara mi historia al referírsela a Paz.
—No, gracias, yo lo buscaré la próxima semana.
Harto de esconderme como un leproso, esa misma noche me
atreví a dar la cara en la tertulia del café Leg-Mu. Quizá estuviera
viendo moros con tranchete, pero cuando entré me pareció escuchar
un murmullo reprobatorio y advertí que algunos parroquianos se ta­
paban la cara con el menú para reírse a hurtadillas. Los ignoré con la
frente en alto y me dirigí a la mesa donde Néstor y Lauro jugaban al
ajedrez. Necesitaba su voto de confianza para capotear esa crisis, pero
estaban tan concentrados en el juego que sólo pudimos hablar de te­
mas inocuos. ¿O fingían estar embebidos en el tablero para no tener
que hablar de mi crucifixión periodística? Cuando terminaron la
partida, Lauro se marchó de prisa, alegando que tenía una cita con su
amante de turno, la burguesa del retrato. Nunca lo había visto tan serio
y sospeché que me había cogido mala voluntad. Por fortuna, Néstor
no pudo encontrar una excusa para negarme su compañía, tal vez
porque los perdedores tienden a identificarse con el fracaso ajeno.
—¿Leíste la nota de Enrique Dueñas? —me abrí de capa en
busca de apoyo moral.
Néstor asintió con aire compungido.
—¿Y qué te pareció?
—Una patada en los huevos —frunció el ceño en sentido
condenatorio—. Ese ojete sólo estaba esperando un pretexto para
joderte. Pero tú te pusiste de a pechito con el rollo de la carta.
—Fue un accidente —me defendí—. ¿Cómo podía saber
que mi hija la iba a rayonear?
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—Mira, Juan Pablo, conmigo no tienes que hacerle al cuento
—Néstor sonrió con un aire cómplice—. Soy tu amigo y puedes
hablarme al chile. ¿Cómo se te ocurrió inventar esa mamada?
—¿Tampoco tú me crees? —di un puñetazo en la mesa—.
¡Paz me escribió de verdad, te lo juro por mi madre!
Mi tono de voz y la volcadura del cenicero provocaron
murmullos en las mesas vecinas. Lo que me faltaba: otro papelón
en público. Néstor aspiró con serenidad el humo de su cigarro,
como un psiquiatra acostumbrado a lidiar con mitómanos.
—Mira, Samuel, yo no pongo en duda tu talento —dijo en
tono conciliador—. Para mí siempre serás un buen poeta, tengas
o no la aprobación de Paz. ¿Pero qué necesidad tenías de armar
tanta faramalla?
Me levanté de la mesa inflamado de cólera.
—No te parto la madre porque somos amigos —lo tomé por
el cuello de la camisa—. Eres un envidioso, como todos los escri­
tores de este pinche pueblo. ¡Pero les voy a demostrar quién es
quién y se van a arrepentir de tratarme así!
Salí del café lanzando miradas de reto a la clientela, como
un bravucón de película mexicana. Subí a mi viejo Tsuru y el pi­
loto automático de la ira me condujo a La Resaca, un decadente
bar para oficinistas, con sillas derrengadas y meseras gordas en
minifalda, donde pedí un tequila doble. Urgido de un desahogo,
saqué mi libreta de apuntes y pedí una pluma al cantinero. Quería
desollar vivos a los mediocres literatos de la comarca, en una sátira
rimada en tercetos, con insultos vitriólicos al estilo de Quevedo.
¡Cuánto les dolía mi superioridad! ¡Con cuánta saña se confabu­
laban para hundirme! Pergeñé algunos endecasílabos torpes, logré
hilvanar algunas rimas fáciles, pero por falta de una línea melódi­
ca, de una cadencia íntima, mis palabras nacían tullidas o muertas.
Al parecer, el enojo había resecado el venero profundo de mi
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canto. Un mal poema sólo le daría armas al enemigo, pensé y
arrojé mi fallida venganza a una escupidera. Di un largo rodeo en
el coche para no llegar tan pronto a casa. Hubiera preferido dormir
esa noche fuera, o no regresar nunca, porque me parecía humi­
llante sufrir con testigos. Pero al cabo de un largo recorrido sin
rumbo, la escasez de gasolina me obligó a recalar en mi triste
cubil. Ya eran más de las once cuando metí el coche en el garage.
Como de costumbre, Natalia se había quedado dormida junto a su
madre en la cama matrimonial. Una escena enternecedora, que
sin embargo enconó mi resentimiento. Ellas descansando tan
quitadas de la pena, mientras la chusma literaria pateaba mi cabe­
za por las calles. Estaba solo con mi desgracia, más solo que una
rata ahogada en una letrina.
Como era de temerse, mi rabieta en el café Leg-Mu me valió
nuevos ataques en la prensa local, más frontales y sañudos, pues
ahora los francotiradores no se tentaban el corazón para denostar­
me con nombre y apellido. Hubiera querido devolverles golpe por
golpe, pero no podía ejercer mi derecho de réplica por falta de
pruebas para rebatirlos y mi obligado silencio se malinterpretaba
como una admisión de culpabilidad. Pasados diez días de mi pri­
mera llamada, volví a tratar de comunicarme con Paz. Su secreta­
ria me informó que ya estaba en México pero había salido a grabar
un programa de televisión: “Llámelo mañana a mediodía”, me
aconsejó, y por su tono amistoso deduje que el maestro le había
hablado bien de mí. Pasé todo el día en ascuas, tronándome los
dedos como un convicto en espera de absolución. Con un poco de
suerte y otro poco de habilidad diplomática, el trueno de Júpiter
acallaría para siempre la risa de las hienas. Pero esa misma noche,
cuando volvía a casa con Toña después de ir al cine, las noticias
del radio troncharon mis ilusiones: un incendio provocado por un
cortocircuito había causado graves destrozos en el departamento
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de Octavio Paz, dijo el locutor, y aunque el poeta y su esposa es­
taban ilesos, las llamas habían consumido buena parte de su bi­
blioteca. Mientras durara la reparación de los daños, la presidencia
de la República se encargaría de brindarle un digno alojamiento
al poeta. En esas circunstancias habría sido una falta de tacto
empecinarme en buscarlo. Y aunque tuviera esa cara dura, ¿cómo
localizarlo ahora, si había perdido sus señas? El hado maléfico
que había movido la mano de mi hija seguía actuando desde las
sombras. No tenía más remedio que resignarme a la deshonra
pública por tiempo indefinido y aguantar las bofetadas como un
payaso impotente.
Antes de obtener el reconocimiento de Paz, cuando era un
don nadie con la dignidad intacta, había pedido una de las becas
para jóvenes poetas que otorga el Instituto Estatal de Cultura. Una
semana después de haber escuchado la noticia del incendio, la
lista de ganadores salió publicada en todos los diarios de Torreón.
Yo no figuraba en ella, por supuesto. Era un insulto previsible, y
sin embargo me sentí como un héroe de guerra despojado de sus
galones por una corte marcial inicua. Para empezar, ninguno de
los jurados del instituto tenía en su currículo un logro como el
mío. En todo caso, era yo quien debía calificarlos a ellos. ¿Cómo
se atrevían a poner en duda mi calidad literaria, avalada nada
menos que por un premio Nobel? Pero claro, a los ojos del mundo
yo era un vil estafador, un arribista de la peor calaña. Después de
padecer tantas humillaciones, ni un santo hubiera logrado mantener
la ecuanimidad. Huraño, susceptible, predispuesto al odio, impartía
clases con un ánimo belicoso que se revertía en mi contra. Impo­
ner la disciplina en clase me costaba cada vez más trabajo, y por
recurrir en exceso a los castigos severos, los alumnos me estaban
perdiendo el respeto. No ponga tantos reportes, me regañaba el
padre Dávalos, tiene que imponer su autoridad sin recurrir todo
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el tiempo a las medidas represivas. Tenía razón, pero después de
mi rápido ascenso y mi estrepitosa caída, no podía volver a ser el
profesor alivianado de antaño, porque ahora me sentía un príncipe
reducido a la servidumbre.
No sólo le cobré ojeriza a los niños del instituto, sino a mi
pequeña pintora de brocha gorda. Es doloroso admitirlo, pero las
cabriolas, las carantoñas y los dislates verbales de Natalia dejaron
de hacerme gracia. Respondía con frialdad a sus arrumacos, el día de
su festival de danza hawaiana preferí quedarme a ver el futbol en
casa, olvidé poner dinero bajo su almohada cuando se le cayó un
diente, y Toña tuvo que decirle que el ratón estaba de viaje. No
era tan ciego ni tan idiota para creer que una niña de tres años
tuviera la maligna intención de arruinar mi carrera literaria. Más
culpa tenía yo por haber dejado la carta a su merced. Pero mi negli­
gencia no era un hecho aislado: era el último eslabón de una larga
cadena de errores que había empezado a cometer mucho tiempo
atrás, desde que me casé con Toña a los 24 años, sin estar prepa­
rado para el matrimonio. Qué caro estaba pagando mi debilidad
de carácter. Me había propuesto no tener hijos hasta después de los
30, pero Toña olvidó tomar los anticonceptivos y en vez de exigirle
con firmeza el aborto, caí en su burdo chantaje sentimental. No quise
envenenar nuestra relación con reproches, pero he sospechado
siempre que su aparente error con las píldoras fue un acto preme­
ditado. Desde el incidente de la carta, mi rencor había elevado esa
sospecha al rango de certidumbre. Molesta por mi ale­jamiento de
la niña, Toña me acusaba de ser un padre irresponsable, un egoís­
ta desalmado que sólo pensaba en su maldita reputación. Soy un
poeta, no una niñera, le reviraba yo con mala leche y me largaba de
la casa dando un portazo. Por las noches ella se desquitaba hacién­
dome huelgas de piernas cerradas que podían durar más de una
semana. El semen retenido me atizaba la misoginia: si desde el
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noviazgo supe que Toña era una provinciana estrecha de miras,
pensaba, ¿por qué diablos me había casado con ella? Enamorada
de la normalidad, es decir, de la mediocridad, se había apresurado
a formar una linda familia de novela rosa, valiéndole madres mi
vocación, cuando lo que yo necesitaba era libertad para crear. A la
edad en que otros poetas viajan por el mundo, aprenden idiomas,
aman sin ataduras a mujeres refinadas de espíritu iconoclasta, yo
era un paterfamilias obligado a checar tarjeta en un puto colegio
lasallista. La poesía no era sólo un género literario, era un ideal de
vida al que yo había dado la espalda. Tal vez por eso, el destino
me negaba las recompensas que mi talento merecía. En un hogar
anodino de clase media, con un sofá lleno de lamparones y una
mujer vulgar cocinando en chancletas, la carta de Paz era como
una perla en un muladar.
No había cejado en mi empeño de localizar al maestro,
claro está. Sabía por la prensa que el gobierno le había dado asilo
en una casa colonial de Coyoacán, pero los periodistas ya no te­
nían acceso a su nuevo número telefónico. Al parecer, tras el ruido
mediático provocado por el incendio, don Octavio quería escapar
de los reflectores. Cuando conseguí su nueva dirección, tres meses
después del percance, intenté reanudar nuestra correspondencia
con una respetuosa carta donde le exponía mis dificultades econó­
micas para dedicarme a la escritura y le solicitaba una nueva re­
comendación con el fin de obtener becas dentro o fuera del país.
Omití mencionar lo sucedido con su carta anterior, para no entrar en
chismes de vecindario. Soy agnóstico, pero como dijo Paz, creo
que allá arriba “alguien me deletrea”, y al depositar la carta en el
correo imploré el auxilio de la virgen de Guadalupe. Fueron pa­
sando las semanas, todas las tardes al regresar de la escuela hurgaba
con ansiedad el buzón, y sólo encontraba el repugnante correo co­
mercial de siempre. ¿Se habría olvidado de mí? ¿No tenía tiempo
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de revisar el correo o su mamona secretaria había traspapelado mi
carta? Comenzaba a sentir un amargo despecho de hijo relegado,
cuando los periódicos anunciaron que don Octavio estaba enfermo
de cáncer y había sido internado en un hospital, donde recibiría
un tratamiento de quimioterapia. Con razón ya no contestaba
cartas, el pobre se estaba muriendo. Por lo visto, el incendio de su
biblioteca había sido un presagio de la pira funeraria: la ceniza le
estaba tejiendo un sudario al mago de la palabra.

Conmocionado por la noticia, pero más aún, por la cadena de suce­


sos trágicos que trazaban un paralelismo entre su vida y la mía,
quise delinear la convergencia de nuestros destinos en un poema
titulado “Lenguas de fuego”, donde la materia incombustible del
verbo, nuestro empeño compartido de perfeccionar el idioma,
triunfarían sobre la erosión del tiempo y la mezquindad humana.
Pero sólo atiné a pergeñar un engendro ripioso, tal vez porque la
necesidad de recuperar mi prestigio me obsesionaba hasta la impo­
tencia. El nervio motor de la creación literaria necesita estar libre
de coacciones y yo había atrofiado el mío al imponerle una obliga­
ción contraria a su naturaleza. Durante la enfermedad de Paz tam­
bién yo agonicé, mirando crecer indefenso los tumores de mi
orgullo martirizado. Cambié la lectura por el tequila, las ilumi­
naciones por las crudas, me hinché como un cerdo por falta de
ejercicio, entraba a las funciones de cine menos concurridas para
evitar encuentros desagradables con mis ex amigos, y no podía se­
guir el hilo de las tramas, porque mi dolor de campeón sin corona
ulce­raba la cinta de celuloide. Cuando todos a tu alrededor te tratan
como un apestado, empiezas a creer que de veras hiedes. Seguía
haciendo lo que los cursis llaman “vida de hogar”, pero en calidad
de fantasma, como si representara una pantomima. Como mi este­
rilidad poética se había vuelto crónica, ya no contaba siquiera con
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el alivio de una escapatoria creativa. La noche del grito de indepen­
dencia por poco me arrolla una camioneta de redilas al salir borracho
de un tugurio. Sólo me alcanzó a dar un empellón, pero eso bastó
para provocar una tragedia doméstica. Alarmada por mi deterioro
físico y emocional, Toña me recomendó acudir a un psicoanalista.
Me negué furioso, porque no necesitaba tenderme en un diván para
encontrar el motivo profundo de mi derrumbe. Me habían robado la
honra, el don de la palabra, el cariño de mis amigos. ¿Qué esperaba
de mí la muy idiota? ¿Una sonrisa de oreja a oreja?

Se acercaban las fiestas decembrinas y yo no estaba muy seguro


de querer llegar vivo a la Nochebuena. Cuando empezaba a hablar
solo de tanto acumular rencores, tropecé con un desplegado de
prensa esperanzador: al día siguiente, en la ciudad de México,
Octavio Paz asistiría al nacimiento de una fundación cultural que
llevaba su nombre, acompañado por el presidente Zedillo y el
novelista Fernando del Paso. Quizá fuera mi última oportunidad
para conocerlo en persona, para robarle un minuto de tiempo y
pedirle que me salvara de la ignominia. Guardé una muda de ropa
en una mochila, escribí una nota para Toña, que había llevado a la
niña al dentista, explicándole el motivo de mi viaje, y tomé un
taxi a la terminal camionera. Me arriesgaba a perder el empleo
por faltar sin causa justificada, como un jugador que lo apuesta
todo a su última carta. Pero basta de cobardías, pensé cuando el
autobús tomó la carretera federal, basta de anteponer siempre la
seguridad al riesgo. ¿Acaso me había redituado algo la vida orde­
nada? Por fortuna, las soporíferas películas de acción que pasaron
en la tele del autobús me aplacaron los nervios y logré dormir
cinco horas de corrido durante el trayecto nocturno.
Llegué al Distrito Federal al amanecer, en las horas negras
de la inversión térmica, cuando los edificios más altos de la ciudad
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tenían en los hombros una estola de hollín. Me froté las manos de
frío, y entré a tomar café en un Sanborns, donde me di una peina­
da. Según mi recorte de prensa, el acto inaugural comenzaría a la
1 de la tarde, en la casa habilitada como residencia temporal del
poeta. Para hacer tiempo me fui a recorrer librerías de viejo por
las calles del centro, intentando en vano aligerar la tensión de la
espera, pues temía que a la hora de la verdad me faltaran huevos
para acercarme a Paz. Cualquiera hubiera creído que en vez de
querer pedirle un favor estaba planeando un atentado. Después
de comer flautas de barbacoa en una fonda de la plaza Santa Ve­
racruz, entré un rato a ver las antigüedades coloniales del museo
Franz Mayer. En el baño de la cafetería me cambié la camisa su­
dada y a la salida cogí el metro en la estación Hidalgo, con direc­
ción al barrio de Coyoacán. Cuando me bajé en Miguel Ángel de
Quevedo, la tensión nerviosa y el calor del vagón ya me habían
bañado de nuevo en sudor. No tardé en llegar a la señorial calle
Francisco Sosa, ni tuve dificultad para encontrar la residencia,
porque había dos camionetas de Televisa estacionadas en el em­
pedrado y un pequeño tumulto en el portón. Al acercarme descubrí
con horror que la gente llevaba invitaciones y una edecán escolta­
da por un militar del estado mayor presidencial controlaba el ac­
ceso a la ceremonia. Para colmo, la mayoría de los invitados eran
gente de alta sociedad, intelectuales distinguidos con sacos de
tweed, mujeres de talle esbelto y cuello de garza que parecían
sacadas de una revista de modas. ¿Cómo entrar de colado si mi
apariencia de naco me traicionaba? Pasaron angustiosamente los
minutos, los carrazos se detenían frente a la puerta, bajaban em­
presarios con sus refulgentes esposas y yo en la banqueta parali­
zado de miedo, entre una jauría de guaruras torvos. Estaba a
punto de renunciar a mi empeño, cuando descubrí a mi amigo
Nuño Saldívar, el reportero de La Jornada, abriéndose camino
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hacia la puerta en compañía de un fotógrafo. Corrí a buscarlo y le
expliqué mi problema.
—No te preocupes, carnal —me tranquilizó—. Yo le digo al
de la entrada que vienes conmigo.
Pese a la intervención de Nuño, el cancerbero del Estado
Mayor examinó con lupa mi credencial para votar y sólo me dejó
pasar a regañadientes, cuando mi amigo amenazó con llamar por
teléfono a la directora del periódico. El patio de la casona colonial
ya estaba abarrotado, y aunque Nuño y el fotógrafo se colaron
hasta las primeras filas, reservadas a los periodistas, por falta de
gafete yo me tuve que quedar parado en gayola, detrás de unos
macetones que me obstruían la visibilidad. Desde ahí observé, o
mejor dicho, escuché la ceremonia, porque entre los hombros de
los camarógrafos y las ramas de un naranjo apenas veía a lo lejos
la mesa de honor, donde Paz, al centro, con una barba blanca de
patriarca bíblico, escuchaba las palabras del presidente Zedillo
con una expresión ausente y lejana, como si oyera piar a los pájaros
desde el país de las nieves eternas. Al parecer los honores munda­
nos habían empezado a pesarle, o quizá estuviera medio aletargado
por el efecto de los fármacos. Cuando Zedillo declaró inaugurada
la fundación cultural, tomó la palabra Fernando del Paso. No re­
cuerdo una palabra de su vibrante discurso, porque a esas alturas
ya tenía los nervios erizados de ansiedad. Preocupado por mi pési­
ma ubicación en el patio, un obstáculo grave para llegar al maestro,
procuré acercarme a la mesa de honor empujando a la gente amon­
tonada en el corredor lateral, que mascullaba improperios y me
clavaba los codos en las costillas. A duras penas logré avanzar tres
metros, pero aún estaba muy lejos de mi objetivo cuando Del Paso
cedió la palabra a don Octavio y hubo un estallido de aplausos.
Aunque tuviera la voz cascada y articulara con dificultad, la
arquitectura de su lenguaje seguía siendo un prodigio, como una
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catedral suspendida en el aire. No llevaba un texto preparado, ni
falta que le hacía, pues organizaba las ideas con un rigor infalible,
incluso cuando pensaba en voz alta. Habló del divorcio entre la
poesía y el mercado, de la importancia de estimular la creación
literaria, de la necesidad de apoyar a los jóvenes creadores: “Los
jóvenes son la luz de México, y siendo la luz, son también la oscu­
ridad —dijo—. Son la promesa de algo que todavía no se realiza,
pero se va a realizar pronto”. Escuché con embeleso esa frase que
parecía dedicada a mí, sin cejar en mi esfuerzo por ganar terreno.
A fuerza de riñones llegué a colocarme en las primeras filas del
patio, junto al enjambre de periodistas, en una posición algo es­
quinada, pero bastante buena para intentar el asalto del templete.
Estaba tan cerca de Paz, que ahora notaba con más claridad en su
rostro azulenco los estragos de la enfermedad, pero aún estaba
más cerca de él en espíritu, al grado de sentir en carne propia
cómo se le escapaba la vida. Hubiera querido abrazarlo, jugar con
sus barbas de abuelo venerable. Pobres de nosotros, pensé, qué
desamparados nos dejas. Cuando el poeta concluyó augurando un
futuro luminoso para México, prorrumpí en aplausos con los ojos
cuajados de llanto. No era el momento de caer en efusiones senti­
mentales, tenía que abalanzarme a la mesa de honor. Di un salto
adelante con la firme resolución de subir al templete, pero una
mano de hierro me sujetó por el cuello: era un guardia presidencial
vestido de traje, a quien yo había creído parte del público.
—No puede pasar, espere aquí
—Tengo que hablar con don Octavio, suélteme.
Intenté zafarme de sus tenazas, pero él me torció la muñeca.
—Está prohibido acercarse a la mesa del presidente.
—Yo no quiero ver a Zedillo —alegué—. Quiero hablar con
Paz.
—No insista, son órdenes del Estado Mayor.
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El poeta ya se había levantado de la mesa y comenzó a bajar
del templete del brazo de su esposa. Desesperado, le solté un co­
dazo al guardia, que me respondió con un gancho al hígado, dis­
creto pero contundente. Desfondado por el madrazo, ni siquiera
tuve aire para reclamar mis derechos cuando me sacó del patio
con ayuda de otro gorila. Mi amigo periodista se había esfumado
entre la muchedumbre y no tenía ningún valedor.
—Esto es una arbitrariedad —protesté afuera de la casa—.
Los voy a denunciar en los periódicos. Denme sus nombres.
El guardia a quien le solté el codazo me calló de una patada
en los huevos.
—¿Te crees muy gallito? —me cogió por la solapa—. ¡Lár­
gate de aquí, pendejo! —y de un tremendo empellón me tiró de
bruces en un arriate.
Rengueando como un mendigo, el labio sangrante y los
huevos machacados, caminé hasta una cervecería de la plaza
Santa Catarina. Para acabarla de joder, la cerveza estaba tibia. Me
la bebí con serenidad, a sorbos lentos, invadido por una dulce re­
signación. Debía agradecerle a ese sardo que me hubiera impedi­
do llegar al templete, pensé, donde sólo habría hecho el ridículo.
Jamás tendría un lugar en el gran mundo de las letras. Mi destino
era ser un maestrito de pueblo aficionado a la poesía, no un poeta
laureado y reconocido. La ventaja de capitular ante la adversidad
es que te permite hacer borrón y cuenta nueva, recomenzar tu
vida a partir de cero. Sosegado por la derrota, esa misma tarde
volví a Torreón con una urgente necesidad de afecto. Y aunque
suene cursi debo admitir que al entrar a casa, cuando mi hija Na­
talia se me colgó del cuello, eufórica por el estreno de su nueva
falda de hawiana, le pedí perdón entre sollozos, como un apóstata
arrepentrido de haber negado la luz. Toña me besó con ardor, el
pecho agitado por una intensa emoción.
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—Mira lo que llegó —dijo, y me tendió un sobre.
Con un pie en la tumba Paz me había respondido. Su carta
de recomendación era escueta, de apenas cinco líneas, pero dejaba
muy en claro que conocía mi obra y creía en mi talento. Toña me
pidió que la leyera en voz alta. Más que leer, declamé cada palabra
como si rezara el Credo.
—Hay que mandarla a todos los periódicos —exclamó Toña
en son de triunfo—, para callarle el hocico a esos hijos de puta.
Entreví por un momento la posibilidad de pisotear a las sa­
bandijas del parnaso local con una venganza demoledora. Los
jueces que me negaron la beca para jóvenes poetas ahora tendrían
que tragarse sus palabras. ¿No que no, culeros? Casi podía sabo­
rear sus comedidas disculpas. De rodillas, cabrones, hagan fila
para lamerme la suela de los zapatos. Reparado mi honor, me
colocaría de golpe en la cima del mundillo literario de la provincia
y cuando viniera el cambio de sexenio, nadie tendría más mereci­
mientos que yo para dirigir el Instituto Estatal de Cultura. Por si
fuera poco, la palabra del Sumo Pontífice me investiría de autori­
dad para ungir a otros poetas. A partir de ahora, cualquier literato
de la región con deseos de ser alguien tendría que tocar a mi
puerta. Y con cada favor hecho a los demás, mi poder cultural iría
creciendo como la espuma. Honores, premios, cargos públicos
bien pagados, estatuas de bronce, homenajes, calles con mi nom­
bre: toda una vida ordeñando el prestigio que Paz me transmitía
por cédula regia.
—No te quedes ahí parado —me apuró Toña—. Vamos co­
rriendo a sacarle copias.
Guardé un largo silencio porque al vislumbrar ese irresisti­
ble ascenso, me invadió una sensación de vértigo con espasmos de
náusea. No podía recaer impunemente en la vanagloria. Si daba
otro paso en falso, ponía en riesgo mi mayor tesoro: la satisfacción
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íntima de haber merecido un elogio de Paz. La poesía era un reino
espiritual, no una corte con reyes y chambelanes. Darle un mal uso
a esa carta equivalía a escupir en un cáliz, a ponerme del lado de
Enrique Dueñas, a reverenciar el argumento de autoridad y some­
terme a un orden jerárquico repugnante, el orden del Estado Mayor
Presidencial, que había querido expulsarme de un templo sitiado.
—No, mi amor, no vamos a ningún periódico.
—¿Estás loco? ¿No quieres poner en su lugar a esa gente?
—No mi amor, ya se me quitó la rabia.
—¿Te vas a quedar cruzado de brazos?
—Ya no quiero pleitos de lavadero.
—Pues allá tú, pero la verdad no te entiendo.
—Prométeme una cosa, mi vida —tomé a mi esposa de los
hombros—. Quiero que esta carta sea un secreto entre los dos. Ni
una palabra a nadie, ¿de acuerdo?
Dos noches después, cuando apenas había colocado la cabeza
en la almohada, una rompiente de olas me anunció la germinación
del silencio.

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José Joaquín Blanco

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José Joaquín Blanco (ciudad de México, 1951). Heredero de la mejor
tradición crítica de humanistas mexicanos como Alfonso Reyes y José
Vasconcelos, parece que no hay tema que resulte ajeno a la mirada de
José Joaquín Blanco. Especialista en el México novohispano y el siglo
xix, es un cronista deslumbrante que suele escribir cuentos de humor
desternillante y factura precisa. En 1971 obtuvo el primer lugar en el
concurso de la revista Punto de Partida. Sus crónicas y ensayos han
merecido otras distinciones y han aparecido en varios medios. También
escribió un guión que ganó un Ariel en 1985: Frida, naturaleza viva,
que compartió con su realizador, Paul Leduc. De entre su abundante
obra destacan los libros de cuentos El castigador y otros relatos y Las
rosas eran de otro modo; las crónicas de Función de medianoche, Em­
pezaba el siglo en la ciudad de México, Cuando todas las chamacas se
pusieron medias nylon y Un chavo bien helado; la biografía Se llamaba
Vasconcelos y los ensayos Mariano Azuela: una crítica de la Revolución
Mexicana; Crónica de la poesía mexicana y Pastor y ninfa, ensayos de
literatura moderna.

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El reportero del diablo

Deambulaba por los bares y fondas de la calle Michoacán, en la


Colonia Condesa, un fantasmal reportero de policiales a quien
todo mundo despreciaba.
Su delito era que detestaba el cine, y no existe al parecer
mayor crimen en el siglo veinte que odiar las películas. Equivale
a un criollo novohispano que aborreciera las misas.
Ahí se pasaba sus ratos libres, entibiando sus whiskies en el
Bar Nuevo León, hasta que aparecían sus amigos (amigos es un
decir: ¿cómo hacer amistad con quien nunca va al cine?, ¿entonces
de qué diablos se platica?), después de haber asistido a alguno de
sus cotidianos portentos cinematográficos. Y sin más trámite se
sentaban a su mesa a comentar en sus narices, minuciosamente,
todas las joyas de la pantalla.
El fantasmal reportero los escuchaba con la paciencia de un
reacio al futbol que asistiera a la enumeración de todas las bíblicas
alineaciones del Atlante a través de los siglos.
Un martes de noviembre del 2000 (todavía era el siglo
veinte), el sabihondo cinéfilo Godínez, de la fuente de economía,
se quejó con una mueca de asco digna de Robert de Niro, de la
incapacidad mexicana para las tramas policiacas:

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—No hay ningún thriller mexicano. ¡Sencillamente tampo­
co servimos para eso!
—Por ahí hablan de Distinto amanecer, de Julio Bracho,
protagonizada por Pedro Armendáriz, Andrea Palma, Alberto Galán
y el niño Narciso Busquets; argumento de Max Aub con diálogos
de Xavier Villaurrutia —arguyó lenta, parsimoniosamente el re­
portero de policiales, nomás para fastidiar.
—No mames —increpó El Chiquilín Martínez, de la fuente
de Presidencia, famoso por la diminuta cabeza con que exornaba
sus flacos dos metros de estatura—; eso no es cine, sino literatura
filmada. Los diálogos suenan estiradísimos, in-ve-ro-sí-mi-les.
La fotografia de Figueroa, peor.
El reportero fantasmal se había quedado varado en la sección
de policiales de un periódico desde hacía tres años. Sus primeros
colegas ya habían ascendido a las direcciones de Comunicación
Social de diversas dependencias burocráticas. Pero él seguía ahí,
fiel al lado del crimen, para no traicionar su vocación de poeta
abstracto.
Soñaba con un libro de poemas “antilogocentristas, molecula­
rizados y átonos”. Por eso se negaba a colaborar en la sección y en el
suplemento culturales, porque ahí “se contamina uno de literatura”.
Y quería despojar sus versos de todo lastre literario a fin de
lograr “el accidente grafístico puro, el grafismo esencial, como
una muesca en acrílico o una arruga de trapo de los abstraccionis­
tas catalanes”.
“Detrás de todo poeta abstraccionista declarado, hay un ver­
gonzante recitador de ‘El brindis del bohemio’”, solía apotegma­
tizar el odiado crítico Andueza, en el suplemento dominical del
mismo periódico.
Se trataba de la historia de un rencor: Andueza había sido
compañero de Preparatoria del periodista fantasmal, y en aquellos
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años habían competido en un concurso de declamación, en el cual
había triunfado el futuro reportero de policiales con “El brindis del
bohemio”, mientras que al futuro crítico literario se le había olvidado
“La raza de bronce” a las primeras estrofas, y tuvo que abandonar
el estrado todo confuso y en medio del abucheo estudiantil.
En efecto, antes de odiar la literatura (ya para entonces
evitaba el cine), el futuro “poeta abstraccionista” había tenido sus
barruntes de erudición policiaca. Y salió a relucir esa tarde:
—Si quieres un thriller, ahí está El privado del virrey...
—¿Que qué? —exclamó Godínez, amenazante como Jack
Nicholson.
—No es una película, sino una obra de teatro de Rodríguez
Galván, pero también se lee; digo, porque los cinéfilos monolingües
mexicanos van a leer las películas. Puros subtítulos y subtítulos.
Y los “espectadores” hechos la mocha: lee y lee subtítulos. Para
ese caso, que mejor lean los guiones en su casa... debidamente
traducidos.
—¿Vaaaas al teaaaatro? —insistió Godínez, escandalizado
como Sylvester Stallone ante un ballet clásico.
—Te digo que la leí en la prepa. Me tocó hacer una mono­
grafía sobre la Calle de Don Juan Manuel... Para los ignorantes:
estoy hablando de la actual Calle de República del Uruguay, el
tramo entre 5 de Febrero y Pino Suárez. Antes del thriller se lla­
maba simplemente Calle Nueva.
El fantasmal reportero de policiales consignó que Ignacio
Rodríguez Galván había escrito El privado del virrey hacía más
de siglo y medio; y que ya para entonces se consideraba viejísimo
el argumento, de mediados del siglo diecisiete...
Y que lo habían retomado como veinte autores: el Conde de
la Cortina, Manuel Payno, Irineo Paz, Vicente Riva Palacio, Juan
de Dios Peza, Luis González Obregón, Artemio de Valle Arizpe;
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que incluso había aparecido en historietas y radionovelas sobre
“tradiciones y leyendas de la Colonia” durante los años sesenta.
El odiado crítico Andueza permaneció impasible frente a tal
sabiduría; durante esa semana sólo se dignaba conocer de autores
sudafricanos.
El reportero de policiales contó la historia de un gachupín
acaudalado, originario de Burgos, que se hizo íntimo del virrey
marqués de Cadereyta.
Lo nombraban don Juan Manuel de Solórzano. En México le
llovieron favores oficiales, incluso puestos en la Real Hacienda y
gestiones sobre los productos que llegaban de España en las flotas,
así como la cerrada envidia pública, promovida especialmente por
parte de la Audiencia y de los mayores comerciantes de la ciudad.
Resultó breve su privanza (1636) y largas las intrigas de los
malquerientes, hasta que fue a dar a la cárcel (1640), acusado de
malversación y fraude con el dinero del gobierno.
—¿Y a eso lo llamas un thriller? —reclamó Godínez, impa­
sible como Michael Douglas.
—Bueno, es que don Juan Manuel conocía muy bien a su
bella esposa: doña Mariana de Laguna, más rica incluso que él,
heredera de minas en Zacatecas. Don Juan Manuel sabía que doña
Mariana no podía estar muchas horas sin hombre...
—Mejora la trama...
—Sobornó entonces a las autoridades, para que le permitie­
ran visitas conyugales, que desde luego no eran toleradas en esos
tiempos. Pero sólo le concedieron una vez por semana, y doña
Mariana era mujer de programa triple todos los días...
—Tres sin sacar —intervino misteriosa y embozadamente
Gil Gamés.
—Además se notaba tan sosegada en sus parcas y rápidas
visitas semanales que a don Juan Manuel empezaron a rondarlo
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unos celos feroces. Alguien andaba tranquilizando a su esposa.
Sospechaba sobre todo de las mismas autoridades que lo tenían
en la cárcel, especialmente del Alcalde del Crimen...
—Ya, al grano —exigió Godínez, esgrimiendo su cuba
como un revólver.
—No era tan fácil —explicó el reportero de policiales—: las
versiones variaban. Había quien afirmaba que don Juan Manuel
sobornó al carcelero para que lo dejara salir, como murciélago en
la oscuridad nocturna, a espiar el balcón de su propia casa. Pero
no sonaba lógico: lo mismo habría podido pagarle al cancerbero
para que le permitiera cumplir por triplicado con su esposa todas
las noches...
Según otros autores le había vendido su alma al diablo, a
cambio de escaparse a medianoche y espiar su balcón desde el
zaguán de enfrente. Aunque la objeción sería la misma: igual
pudo habérsela vendido para disfrutar cómoda y triplemente a
doña Mariana, y hasta cenar a gusto en casa, evitándose los fríos
callejeros...
—Total —resumía el reportero de policiales—: don Juan
Manuel pintaba con carbón una especie de puerta en el muro de
su celda, la abría con una llave que también dibujaba, y ya estaba
afuera.
—No mames: eso es La mulata de Córdoba. ¡La acabo de ver
en la tele! —gritó El Chiquilín Martínez, con una vocecita aflautada
desde la exornada y módica cumbre de su roperote huesudo.
—La mulata pintaba un barco...
—O Bugs Bunny —intervino, muy camp, Andueza, olvidán­
­dose por un momento de su exclusividad semanal con los autores
sudafricanos.
—Al grano, maestro —apremió Godínez expeliendo la ca­
vernosa voz de Marlon Brando en El Padrino.
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Había pasado lo de siempre, señaló el reportero de policiales
con desprecio profesional ante la nota roja de cada día: don Juan
Manuel llegó a su calle, miró su balcón y descubrió las sombras
de doña Mariana y un galán, agasajándose.
—¡Y se equivocó de ventana, y nos estás hablando de un
rocanrol de Johnny Laboriel!: “¡Oh qué confusión, el número
equivoquéeee. Siluetas, siluetas, siluetas soooon!” —cantó el
aborrecido crítico Andueza, ya sin idea (en caso de haberla tenido
alguna vez) de dónde quedaba Sudáfrica.
—No se equivocó de ventana. Esperó a que saliera el galán
y lo apuñaló.
El galán venía embozado en su capa, como si la densa oscu­
ridad de la noche no lo cubriera bastante. Hay que recordar que no
existía entonces ningún tipo de alumbrado público en la ciudad:
ni fogatas, ni lámparas, ni faroles.
Entonces don Juan Manuel le preguntó a bocajarro: “Perdo­
ne su merced, ¿qué horas son?” El embozado contestó sin descu­
brirse: “Las once”. (Seguramente acababa de echarle un vistazo
al reloj en casa de doña Mariana.) “¡Dichoso su merced, dijo don
Juan Manuel, pues sabe la hora en que muere!”
—¿Y dónde está el thriller? —increpó Godínez, retomando
su mejor perfil de Michael Douglas.
En que don Juan Manuel regresó a la noche siguiente, pro­
siguió cansinamente el reportero de policiales; y vio y preguntó y
escuchó y exclamó lo mismo, y volvió a matar al galán. Así todas
las noches durante muchos meses.
Todas las madrugadas la ronda levantaba un asesinadito en
la Calle Nueva. Don Juan Manuel nunca supo si siempre mataba
al mismo o a galanes diferentes. Si realmente salía todas las no­
ches o nomás lo soñaba.

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Finalmente la justicia, el soborno o el diablo lo pusieron en
libertad. Entonces apuñaló expedita, antidramáticamente a doña
Mariana.
—¿Y por qué no la mató desde antes? —preguntó Godínez,
práctico como Harrison Ford.
—A lo mejor creía que iba a tener que estarla asesinando
todos los días... —rió a chillidos El Chiquilín Martínez.
El caso era, según el reportero de policiales, que ya en libertad,
don Juan Manuel comprobó que no se había tratado de alucinación
alguna, ni de una trampa del diablo.
Averiguó los nombres de docenas de galanes que habían
sido misteriosamente asesinados, noche tras noche, frente a su
puerta, a pesar de la estricta vigilancia de guardias y alguaciles.
Entre ellos figuraban nada menos que el propio Alcalde del
Crimen, un tal Vélez de Pereyra; un escribano, dos oidores, varios
frailes y canónigos, y hasta el pariente más querido de don Juan
Manuel, su sobrino y heredero, pues no tenía hijos.
Arrojó el cadáver de su esposa por la ventana, dispuesto a
todo, y se sentó a esperar al alguacil... quien nunca llegó.
La ronda se había acostumbrado al cadáver diario, aunque
ahora se tratara de una mujer. Ya desde entonces las costumbres
andaban a ratos al revés. Y don Juan Manuel tenía la coartada de
haber estado preso todos los meses en que habían ocurrido los
otros asesinatos.
—¿Y entonces? —preguntó El Chiquilín Martínez, desde la
cabeza de alfiler que exornaba sus dos metros de estatura.
—Ahí tienen su thriller: resuélvanlo.
—Pues don Juan Manuel se quedó sentadito, close up y
créditos finales —especuló Andueza, decidido a dejarse de tonte­
rías y retirarse a redactar otra enjundiosa reseña de media cuartilla
sobre todos los autores sudafricanos a la vez.
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—Claro que no. Es drama de época. Corrió a confesarse con
el cura. ¡Había matado a docenas de hombres!, aunque no estuviera
seguro si soñaba o de veras lo hacía; si salía de la cárcel con su
puerta y su llave de carbón o se alucinaba de celos dentro de ella...
—Eso ya es Arturo de Córdova... —apuntó, erudito, Godí­
nez, como si dijera: “No tiene la menor importaaancia”.
El cura, según el reportero de policiales, no supo resolver el
thriller. ¿El multiasesino había sido don Juan Manuel o un fantasma
urdido por el diablo? ¿A quién condenar? Tuvo que invocar a los
detectives celestiales, que como es sabido se toman su tiempo.
Mientras tanto mandó a don Juan Manuel que rezara tres
noches seguidas el rosario a la medianoche, al pie de la horca.
La primera ocasión escuchó, con el rosario en la mano, una
voz de ultratumba: “¡Rezad un padrenuestro por el alma de don
Juan Manuel!”; la segunda: “¡Rezad un avemaría por el alma de
don Juan Manuel!”...
—¡No mames: eso es la Llorona! —protestó, maullando, El
Chiquilín Martínez, ofendido en sus más entrañables tradiciones.
—Y al tercer día amaneció colgado en la horca.
Volvieron a variar las versiones, en opinión del reportero de
policiales. La leyenda popular rumoraba que los propios ángeles,
escandalizados, bajaron del cielo y lo colgaron.
O las docenas de difuntos galanes rencorosos, capaces
también de vender su alma al diablo, incluso en el cielo, con tal de
bajar un rato y vengarse.
O la insaciable doña Mariana.
—El caso es que alguna vez hubo thrillers en México y
amén —cerró el fantasmal reportero de policiales, y se puso a
mascar un hielo.
—Qué bueno que en policiales se limitan a transcribir puros
chismes. Como reportero no tienes nada que hacer —le espetó
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su­mariamente Godínez, y se retiró del Bar Nuevo León con un
reposado andar stanislavskiano, digno de Al Pacino.
Pero gracias a la leyenda de don Juan Manuel, o al miedo de
que “el reportero del diablo” —como se le empezó a llamar con sar­
casmo por la Calle Michoacán de la Colonia Condesa— volviera
a contarles algo semejante, sus amigos (amigos es un decir: ¿cómo
hacer amistad con quien nunca va al cine?, ¿entonces de qué rayos
se platica?) dejaron de hablar tanto de películas en su presencia.
Se le puede ver dos o tres tardes por semana, entibiando sus
whiskies, con la mirada perdida, ensoñando con esa poesía “anti­
logocentrista, molecularizada y atonal” que ni vendiéndole el
alma al diablo le asoma por la mente.
El odiado crítico Andueza (esta semana especializado en los
aforistas de Tahití) murmura que “el reportero del diablo” no anhela
tanto una poesía que exprese el “accidente grafístico puro, o el grafis­
mo esencial, subrepticiamente rizomático, como una muesca en
acrílico o una arruga de trapo de los abstraccionistas catalanes”,
sino esos “vulgares premios y becas gubernamentales” que, sin tanto
andarse por las ramas, el eficaz y aborrecido crítico Andueza recibe
varias veces al año por sus reseñas semanales de media cuartilla.
Lo que yo puedo contarles es que cuando ingresé como re­
dactor emergente al suplemento cultural no tenía la menor idea de
todo este asunto. Y una noche se me ocurrió hablar en el Bar
Nuevo León, taqueando chistorra con setas al ajillo, de cierta pe­
lícula de Billy Wilder.
Entonces el “reportero del diablo” se me quedó mirando con
una sonrisa torva y oscura como callejón del crimen, y me preguntó:
—Oye, hueso —en esto del generoso y solidario oficio del
periodismo nos llaman “huesos” a los novatos, y nos ocupan sobre
todo para mandarnos por tortas y refrescos a la esquina—; oye,
hueso, ¿sabes qué horas son?
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Fernando Iwasaki

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Fernando Iwasaki (Lima, Perú, 1961). Humorista de aguda mirada que
gusta de los géneros híbridos, Fernando Iwasaki es historiador de for­
mación. Helarte de amar, Neguijón, Ajuar funerario, Un milagro in­
formal, Libro de mal amor, La caja de pan duro, Inquisiciones peruanas
y El sentimiento trágico de la liga son algunos de sus más importantes
títulos. Desde 1989 vive en Sevilla, España, donde es director de la re­
vista literaria Renacimiento y de la Fundación Cristina Heeren de Arte
Flamenco. En alguna ocasión, declaró a Barcelona Review: “Me interesa
mezclar géneros como la ficción, la memoria y el ensayo. Lo hice así en
mi libro El descubrimiento de España (Oviedo, 1996) y todavía me
siento muy satisfecho del resultado. Por otro lado, terminar Ajuar fune­
rario me llevó más de cinco años de escritura, pero por razones estric­
tamente operativas, ya que los microrrelatos hay que escribirlos una vez
a las quinientas”. Recientemente obtuvo el VI Premio Algaba de Bio­
grafía e Investigaciones Históricas con la obra Cuando dejamos de ser
realistas, un ensayo sobre las relaciones entre América y España durante
los dos últimos siglos.

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El Derby de los penúltimos

Un novel auténtico, como ese Félix del


Valle. El literato joven, anónimo y pobre,
para el que un premio así es algo maravi­
lloso, como el regalo de un hada...
Rafael Cansinos Assens

En una librería de viejo de Montevideo que saldaba los retales de


la biblioteca de Xavier Abril de Vivero, adquirí un baúl desportillado
donde sesteaban postales antiguas, retratos dedicados, servilletas
manuscritas y todos esos cachivaches inverosímiles que atesoran
los náufragos y los desterrados. Allí encontré los cuadernos de
Froilán Miranda —peruano peregrino, escritor apócrifo y vice­
versa— quien apuró una vida borrascosa y galante. Las prosas
que siguen las he espigado de aquellos diarios, como austero
desagravio a su memoria.

Lima y Mayo de 1916

La pileta de las nazarenas convocaba el prestigio canalla de los


bajos fondos y las rancias cremosidades del Club Nacional. Todas
las tardes, después de barnizar de melancolía a las muñecas de
porcelana que salían de Klein para subirse inalcanzables a los
carruajes del Portal de Botoneros, plumillas y bohemios empren­
díamos desde Broggi o del Palais Concert el camino a los Barrios
Altos en busca del consuelo del yinquén.
Los de Broggi teníamos muy poco en común con los petardos
del Palais Concert: ellos veneraban a Verlaine y nosotros a Valle
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Inclán; París era su tierra prometida y la nuestra más bien Madrid;
unos eran discípulos de González Prada y otros lo éramos de don
Ricardo Palma. Sólo la mágica resina nos conjuraba en torno a la
misma lumbre, aunque los desvaríos del opio volvieran a enemis­
tarnos fraguando enconados sueños. Aquella ténebre noche de
otoño, calados por la garúa y sorbiendo entre todos de una mulita
de pisco, marchábamos rampantes por Lescano Juan Gallagher,
José María de la Jara y Ureta, Carlos Zavala, Luis Astete, Octavio
Espinoza, Luis Fernán Cisneros y yo. “No se arrugue, joven —me
guapeaba Luis Fernán—. Ya verá cómo a Valdelomar no le queda
un hueso sano por meterse con Pepe Gálvez.”
Valdelomar y sus amigos publicaban una revista pretenciosa
donde uno de sus colaboradores había vilipendiado al poeta José
Gálvez, tan sólo por haber recibido elogios de Ventura García Cal­
derón. A nosotros nos tenía sin cuidado lo que dijeran de los García
Calderón, pero no estábamos dispuestos a consentir un ataque así
contra uno de los nuestros.
El fumadero quedaba en el principal de una casona sucia y
destartalada que según los clientes gozaba de la protección del
Señor de los Milagros, santo patrón del vecindario. Subimos la
empinada escalera golpeando los peldaños con nuestros bastones,
aunque procurando esquivar las vomitonas y salivazos que florecían
como repollos negros. Las fragancias del sándalo y la belladona nos
exoneraron de la catinga que reblandecía el mercado de la Aurora,
endulzando de paso nuestra vehemencia.
El propio chino Kookin se apresuró a recibirnos, y prodi­
gando sonrisas y reverencias nos arrastró hasta la sala del juego,
donde dos negros desplumaban sin compasión a Cipriano Laos
y Alejandro Ureta. “¡Primo! —exclamó al ver a De la Jara— ¿me
prestas una libra?” Juan Gallagher puso tres soles de plata en la
casilla de Suerte y clavando los dados como si fueran dos banderillas
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sacó quina y sena. Los negros sonrieron, Ureta convidó puros y
Carlos Zavala machacó: “Ahora le toca a Valdelomar”.
Sin dejar de martillear nuestros bastones contra el suelo nos di­
rigimos al salón de la lámpara, y entre la niebla azafranada vimos
cómo el de “las poses múltiples” se escondía detrás de Antonio
Garland y Alfredo González Prada. De pronto un zambo enorme
bloqueó la entrada y con prosodia chúcara nos dijo que los caba­
lleros estaban celebrando el último triunfo de “Febo”, que en el
mismísimo hipódromo de Santiago “los había hecho chichirimico
a los demás caballos chilenos”. Con grandes aspavientos nos in­
dicó que el joven José Carlos nos invitaba una cachimba, y que si
había trompeadera tendría que echarnos a la calle.
A través de una humareda que podía cortarse en gruesas
rodajas reconocí al sobrino del preparador Foción Mariátegui,
carcomido por la polio y sonriendo con gesto preocupado. A su
izquierda y envuelto en una capa, Federico More intentaba en
vano pasar desapercibido. Y a la derecha, sosteniendo la quebra­
diza humanidad de José Carlos estaba Félix del Valle, con la
misma expresión demudada que le conocí en casa de don Nicolás
de Piérola.
Yo tendría dieciséis años y todavía recuerdo los cañones
incrustados en los adoquines de la calle del Milagro, aquel recibi­
dor de combate con jarrones macizos de perdigones y ese bocio
cruel que la coquetería del caudillo cubría con una barba que le
nevaba el pecho como una servilleta de encaje. Ahí estuvo Félix
del Valle, como un montonero más, jurando que escribiría un libro
que preservaría la gloria de don Nicolás. Pero tres años después
todavía no había cumplido su palabra, tal vez para no malquistarse
con sus nuevos amigos del Palais Concert.
—¡El autor del artículo es More! —trompeteaba la voz
aflautada de Valdelomar—. ¡Y no acepto pleitos ajenos!
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—¡Tú eres el inductor, miserable! —gritaba más fuerte De
la Jara, que también había sido insultado en Colónida—. ¿Por qué
no firmas lo que dictas, cobarde? ¡Reconoce que te revienta el
ninguneo de los García Calderón!, ¡reconoce que fuiste un man­
tenido de Riva Agüero en Roma!, ¡reconoce que a José Gálvez no
le llegas ni a los botines!
—¡No reconozco y no reconozco! —gemía Valdelomar—. Los
García Calderón me importan un pepino, contra Joselito no tengo
nada y la poesía de Gálvez es Villaespesa pasado por Amarilis.
A la voz de Luis Fernán erizamos nuestros bastones y se
armó una pelotera que no distinguió ni ricos de pobres ni negros
de blancos ni modorros de ilustrados, porque en los yinquenes li­
meños todos alucinábamos que éramos iguales. Cuando los sere­
nos llegaron con la policía, yo ya me había descolgado por una
ventana y corría por la calle del Huevo hacia Malambito, barrun­
tando golpes y molido a versos.
Las pupilas de Etelvina “La Camaneja” prometían un cuer­
po a cuerpo diferente, adobado con música y banquete criollo. No
existía “casa de tolerancia” de mejor categoría en Lima, y en el
jardín trasero —bajo las parras y los pacaes— se desperezaban
jacarandosas Filiberta, Sara, Rosa y Adriana.
—¿Y Berta? —le pregunté a “La Camaneja”.
—Atendiendo a dos señores —respondió Etelvina—, pero
la Sara está limpiecita y también pregunta por usted, joven.
Berta era francesa y sofisticada; mas Sara era rubia y de una
belleza turbia como su propia historia. Un chirlo le surcaba el
rostro y una araña tatuada anidaba entre sus pechos blanquísimos
como dos palomas. Estuvimos juntos hasta que el bordoneo de las
guitarras nos indicó que comenzaba la jarana. Una voz mineral
desgranaba en el patio la copla de una resbalosa:

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Las negras huelen a ruda
y las cholas a quesillo,
las viejas huelen a orines
y tú hueles a membrillo.
Zambita sí, zambita no,
todas las gentes me dicen
que tu olor es el mejor.

Punteaba las cuerdas un faite lampiño y aniñado que se entendía


con una dama de la calle Boza mientras el marido visitaba sus
minas en Cerro de Pasco. Las educandas de “La Camaneja” le
llamaban “Karamanduca”, en razón de cierta alhaja de su cuerpo
que era pequeña pero crujiente. Entre los jaranistas llegué a salu­
dar al mayor Augusto Paz, a Luis Aurelio Loaiza y al salitrero don
Casto Bermúdez, quien no se quitaba la levita ni para emborricar.
En un rellano y muy entretenidos, Félix del Valle y José Carlos
seguían magreando a la francesita.
Valle parecía poseído por un demonio artístico y sensual
que nada tenía que ver con las refinadas quimeras parisinas de sus
correligionarios. Su reino estaba junto a esas musas chuscas y
sucias; y en medio de aquellas orgías vulgares irradiaba una dig­
nidad que hacía más ridícula la lujuria y la ebriedad de cuantos le
rodeaban. Sólo el viejo Escobar, negro antiguo y que había sobre­
vivido a la metralla de un pelotón de fusilamiento chileno en la
Huerta Perdida, competía en majestad con Valle y le ofrecía pisco
en su propio vaso. Ni Verlaine ni Baudelaire habrían resistido los
insomnios líricos que irisaban su mirada.
Cuando la profana liturgia de la juerga derrotó en la comu­
nión de las sobras, el mayor Augusto Paz enderezó su bamboleante
corpulencia hacia aquel descansillo donde José Carlos madrigaliza­
ba a las desmadejadas fulanas. Paz era un veterano de la campaña
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de la Breña y todavía le perforaban el cuerpo las medallas del plomo
enemigo, gangrenándole el alma y las entrañas. Como a tantos que
después de ganar una batalla terminaron perdiendo la guerra. Como
a tantos a quienes Cáceres colmó de unos honores que fueron arre­
batados tras la revolución de Piérola. Cuando llegó al escalón donde
Valle se acurrucaba le escupió todo ese rencor supurado: “Piero­
lista de mierda, ¡levántate si eres hombre!”.
—Usted me confunde, señor... —tartamudeó Valle sobre­
cogido—. Soy ácrata, librepensador, anarquista... ¡Nunca he sido
del partido de la Perinola!
Entonces aquel héroe borracho y deshonrado blasfemó una
obscenidad mientras desenvainaba su sable, y Valle habría sido
tronchado en dos pedazos de no ser por “Karamanduca”, quien de
una trompada derribó al mayor Paz. La pelea entre el faite y el
soldado me anegó de una repugnancia triste y dolorosa, pero la
cobardía de Valle y su vergonzante fuga me desolaron del todo.
La voz nasal y melancólica de José Carlos me llegó afelpada
como una confidencia: “Froilán, si Vallecito fuera pierolista yo
sería civilista”.

Madrid y Diciembre de 1939

En la estación de atocha los falangistas exigían su documentación a


los ateridos transeúntes. El frío, la guerra y el hambre nos habían
clavado sus heladas bayonetas y España era una corte de milagros
donde a cambio de un mendrugo cualquiera podía ser denunciado y
vendido a los arrogantes nacionales. Mi pobre pasaporte diplomático
era un viático laico en busca de condenados que quisieran aceptar
una mundana salvación en aquellos días sin Dios. En algún lugar de
Madrid se ocultaban todavía Félix del Valle y César Falcón, y mi
obsesión era encontrarles antes que los soplones y los verdugos.
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Desde la sublevación de Marruecos el gobierno peruano
tomó partido por el general Franco, y las puertas de nuestro con­
sulado se abrieron para todos los que huían de los milicianos re­
publicanos. Una dama arequipeña cedió a la legación peruana su
casa palacio de Fortuny con Marqués de Riscal, y en ella se refu­
giaron paisanos varios como el dramaturgo Sassone, la pianista
Mercedes Pedrosa y el novillero Alejandro Montani. Por entonces
yo colaboraba en El Sol con artículos trufados de soflamas de
Bakunin y versículos de Nietzsche, hasta que don Jorge Bailey,
consejero de nuestra legación, me prohibió que siguiera escribien­
do si no quería ser entregado a los sicarios de Falange. Cuando las
tropas de Franco tomaron Madrid, las puertas de nuestro consula­
do permanecieron cerradas para los peruanos que habían militado
en el bando perdedor.
Una de mis compañeras de legación —Rosa Arciniega, que
había publicado algunas novelas en la editorial republicana Cénit—
me ayudó en el discreto cometido de rescatar a nuestros compa­
triotas amenazados por los juicios sumarios, las ejecuciones y los
trabajos forzados. Juntos cumplimos la última voluntad de un
poeta y brigadista punense a quien llevamos a las cumbres del
Guadarrama, donde murió devorado por la tuberculosis; y entre
los dos embarcamos a Lisboa en un pestilente vagón de mercan­
cías a los hermanos Abril de Vivero. Sin embargo, quienes corrían
verdaderos peligros eran Falcón y Félix del Valle.
Falcón estaba en la clandestinidad porque había fundado
incontables revistas y editoriales que siempre desaparecían, y que
una y otra vez renacían con otros nombres y nuevos catálogos
que anunciaban inminentes títulos de los mismos autores rusos e
hispanoamericanos. De Valle sabíamos que tenía un tenue pres­
tigio literario y que era uno de los articulistas de La Libertad, pero
los falangistas habían saqueado la redacción y encarcelado a cuantos
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sorprendieron trasladando sus archivos. Los nombres de ambos
estaban troquelados en los revólveres de los fachas.
Supuse que Valle frecuentaría las tertulias que todavía tras­
humaban por Madrid, y decidí buscar a Cansinos Assens para
sonsacarle alguna información. De todas las figuras literarias que
iluminaron las tertulias madrileñas —Ramón en Pombo, Bena­
vente en El Gato Negro, Jardiel en El Europeo— tan sólo Cansinos
seguía titilando como un tenebrario ambulante alrededor del cual
mariposeaban las últimas liendres de la bohemia.
Así, tras la cofradía de Cansinos me precipité a las entume­
cidas madrugadas de Madrid, peregrinando por tascas y garitos
esperpénticos y solanescos. A veces me despertaba la fresca en el
café de Platerías en la calle Mayor; otras en el de las Salesas en
la calle Doña Bárbara de Braganza, y en más de una ocasión en un
hórrido antro de Atocha, cerca de la Facultad de Medicina. Al
parecer, Cansinos nunca celebraba sus oficios líricos en el mismo
sitio y los catecúmenos elegían el siguiente emplazamiento del
cenáculo en la reunión anterior. Pero como el dinero en tiempos
de posguerra espabila más que nunca, un camarero del Colonial
me chivó que Cansinos y su tribu se habían citado en el Varela de
Preciados, junto a Santo Domingo.
En la alta noche del Madrid de 1939, sólo la golfemia y la
morralla paseaban su andrajosa etiqueta por esas calles cacarañadas
de zambombazos. Los acólitos de Cansinos se iban apelotonando en
torno a los braseros del café, algunos envueltos en mantas color
polvo, otros en pellejos deshilachados y los menos en gabanes irre­
conocibles después de tantos remiendos y costurones. No recuerdo
si eran las tres o las cuatro de la madrugada, cuando el maestro y su
grotesco séquito de perros expósitos irrumpieron en el Varela.
Cansinos era de una altura tan grande como su tristeza, una
mezcla de rabino y enterrador. Su expresión de caballo místico se
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desdibujaba cuando los dientes de piano brotaban enormes bajo el
bigote entrecano y desflecado. Era sabido que traducía más de
quince idiomas y las malas lenguas decían que vivía amancebado
con una hermana a quien dedicaba sonetos incestuosos y desga­
rrados. Aquellos poetastros mugrientos le alcanzaban al maestro
gurruños de papel emborronados de poemas que yo imaginaba
perpetrados con la caligrafía sucia de las uñas negras. Pero Cansi­
nos los leía con teológica solemnidad y luego les propinaba algún
elogio conmiserativo, encadenando parrafadas largas, melódicas
y preñadas de metáforas que los poetas del arroyo agradecían
como un sucedáneo alimenticio. Yo recordé nostálgico las oloro­
sas tazas de chocolate en Broggi, los pastelitos de carne del Palais
Concert y las crocantes galletas de Klein, y comprendí que aquel
aquelarre sí era una auténtica conjuración literaria.
Entonces Cansinos me clavó sus ojos abisales y sonriendo
en compota me preguntó si no deseaba leer un poema, si había
bebido de los ajenjos líricos y si el veneno de la literatura también
me había convertido —como a ellos— en un poeta febril y anoche­
cido. Mis primeros balbuceos delataron mi procedencia america­
na, y cuando el maestro supo que era peruano prorrumpió en un
monólogo amarrido como una letanía.
—Los peruanos que he conocido, como todos los noveles
de ultramar, creyeron que en Madrid les sería muy fácil seguir la
estela de Darío —sentenció Cansinos—. Pero cuando Rubén vino
a Madrid ya había arrasado de lágrimas París con su responso pa­
gano a Verlaine. Por eso nadie llegó a ser como él. Ni siquiera
Huidobro, con todo el incienso de su vanidad. Pero Huidobro era
chileno y ya sé que a vosotros no os gusta que se hable de Chile.
Al menos eso aprendí de Chocano, que se marchaba de los cafés
en cuanto llegaba Edwards Bello y nos dejaba hasta las narices de
pumas, trompetas, lianas, clarines y cataratas. Chocano era fuerte,
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pero no era tan ágil como sus caballos. Aquí montó un mitote de
cuidado y terminó en los tribunales, como aquel otro paisano suyo
de apellido Guillén. ¡Una sabandija! Ése sí que merecía la muerte de
Chocano...
—¿Y Félix del Valle? —le interrumpí—. ¿Conoce a Félix
del Valle?
Cansinos intercambió una muda inquietud con sus discípu­
los, y frunciendo un ceño alborotado de cejas como crines me
contestó que ninguno de ellos era chivato. Apacigüé su descon­
fianza revelándole mi verdadero propósito de ayudar a Valle a
huir de Madrid, y hasta puse en sus manos huesudas mis propios
ejemplares de Las voces múltiples, Prosas poemáticas y El cami­
no hacia mí mismo, todos anotados y subrayados con la tinta
simpática del respeto y la admiración. Entonces Cansinos leyó en
tono salmódico algunos poemas de Las voces múltiples y conclu­
yó que sólo una persona de nobles entrañas podía conservar un
libro así durante más de veinte años, sin ganarle unos céntimos en
cualquier baratillo.
Según Cansinos, Valle casi había abjurado de la literatura
para consagrarse a los cantes y bailes andaluces, sobre los cuales
teorizaba y discutía como si hubiera nacido en Triana, Utrera o
Jerez. Una noche desertó de la hermandad de bohemios y poetas­
tros para remontar las madrugadas en cafés cantantes, colmados
flamencos y corrales gitanos; pero el curso de la guerra civil le
persuadió de la necesidad urgente de abandonar España. Valle
planeaba embarcarse hacia Buenos Aires y Cansinos ya le había
escrito generosas cartas de presentación para sus discípulos argen­
tinos del Ultra.
En el cielo apenas se insinuaban las venas rosadas del alba
cuando salí del Varela rumbo a un colmado andaluz del pasadizo
de la Visitación. Después de tantos años, otra vez me encontraría
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con Valle entre guitarras y matachines, en el crepúsculo de una
jarana, en otra encrucijada fragante donde se mezclarían los olores
artificiales del vino y los perfumes naturales de las mujeres.
Las fiestas criollas de las huertas limeñas tenían un algo en
común con los tablados flamencos. A saber, la juerga desmesura­
da, los dialectos secretos, la sugestión musical y un recogimiento
hermético, a caballo entre logia masónica y casa de putas. Afuera
la rasca helaba a los indigentes, adentro un calor carnal caldeaba las
entrepiernas; afuera la escasez y la penuria devastaban Madrid,
adentro el estraperlo y la mangantería surtían la buena mesa; afuera
España se despenaba en dos bandos irreconciliables y adentro
esas discordias se dirimían a través de la lenta querella de una
soleá. Acurrucado junto a una estufa y destilando lagrimones de
salmuera por sus ojos de aceituna, descubrí a Félix del Valle rene­
grido y arrobado como un ángel caído.
En realidad todos lloraban en aquel garito pestilente y tras­
nochante. Sollozaban los soldados y las busconas, los pedigüeños
y los señoritos, los vencedores y los vencidos. España entera se
dolía en los quejidos de esa voz rota que arrastraba una pena de
siglos, que vomitaba notas de sangre y coplas desconsoladas que
maldecían sin saber a quién. Todavía tenía la piel de gallina cuan­
do el respetable estalló en ovaciones, cumplidos y oles. “Prudencio
—le abracé, llamándole cariñoso como lo hacían sus amigos del
Palais Concert—. Soy Froilán Miranda de la legación peruana.
Déjeme ayudarle, por favor”.
—Después de oír a la Niña de los Peines me da igual lo que
haga —me respondió traspuesto; y en su sonrisa reverberó el terror
glacial de los condenados.
Procuré tranquilizarle ordenándole un plato de cocido que
Valle rebañó hasta dejarlo reluciente. Aquel hombre llevaba cerca
de un año en la miseria más absoluta, durmiendo con indigentes y
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pordioseros bajo los soportales de la Plaza Mayor; malcomiendo
torrijas recalentadas en figones baratos, sopa bodria en los con­
ventos o las castañas que asaba al relente en compañía de otros
mandrias y desharrapados que se arrebujaban junto a la candela.
Un tabernero de la calle del Príncipe le cuidaba el cofre andariego
de sus menudencias y la única felicidad que se permitía era escu­
char a los cantaores, quienes repartían la calderilla entre los que
más jaleaban y aplaudían. Así, a punta de hojanas, limosnas y
sablazos, Valle pensaba que algún día podría reunir lo suficiente
para embarcarse hacia la Argentina.
Le hablé de mi plan de sacarles de Madrid —a él y a César
Falcón— y despacharles para Gibraltar, donde un vapor inglés les
aguardaría. Valle me contó entonces que Falcón había huido a
Barcelona en compañía de una actriz, abandonando incluso a su
familia. Le confesé que nuestra legación no pensaba hacer oficial­
mente nada por los peruanos de las brigadas internacionales, pero
que oficiosamente nuestro cónsul —Alberto Ureta— estaba com­
pinchado conmigo en su asunto. “¿Alberto es hermano de Alejan­
dro?”, me preguntó emocionado. Y lloró como un niño cuando le
dije que sí; cuando sintió la caricia remota de esos amigos que
creía perdidos.
Los mendigos se buscaban los piojos a la luz de los primeros
rayos del sol cuando cruzamos la Plaza Mayor en dirección a la
estación de Atocha. Al vernos cargando un baúl de viaje, aquellas
escorias nos fueron rodeando: “¿Se lo llevan de palmero, Félix?”,
preguntaba uno; “¿Pasará usted por Málaga?”, quería saber otro;
“¡Guárdese de los gitanos! —chilló uno de aquellos mamarrachos—
No son gente decente como nosotros”. Para mi desesperación
Valle se entretuvo demasiado en prodigar adioses y abrazos, y en
pregonar la buena vida que le aguardaba en Buenos Aires, una
metrópoli resplandeciente como París. En esas chulerías estaba
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cuando una voz arenosa por el cazalla y la tuberculosis nos clavó
una alcayata de hielo en el corazón: “Félix, amigo, ¿y lo calentito que
comeríamos aquí en Madrid si le entregásemos a los de Falange?”.
En un santiamén fuimos cercados por una tropa de esos
miserables, que al grito de “¡rojos, rojos!” llamó la atención de
vecinos y comerciantes. Calculé que los soplones y la guardia
civil no tardarían en aparecer, y me arrojé al pescuezo del cabeci­
lla de aquel zafarrancho. Sin embargo, Valle me contuvo y para mi
estupor empezó a largar contra la República, los rusos, las chekas
y los comunistas que sólo querían pisotear nuestra civilización
occidental y cristiana. La chusma hervía vociferante cuando lle­
garon los carabineros, y Valle les recibió brazo en alto y cantando
himnos falangistas. Al disolverse la turba quedamos de nuevo
encarados con el truhán que provocó el desbarajuste, quien nos
miró desafiante; como sabiendo que nuestra mugre siempre sería
peor que la suya. Un salivazo rubricó su desprecio en los adoqui­
nes de la Plaza Mayor.
Todo aquel simulacro se me antojó innecesario y vergonzo­
so; de una sangrante cobardía. Y así se lo reproché más tarde a
Félix del Valle en un andén arrasado por los llantos de los tullidos,
de las mujeres enlutadas y de los huérfanos que aún no sabían que
lo eran:
—Félix, aquéllo era lo último que esperaba de usted.
—Froilán, de mí debe esperar siempre lo último.

Buenos Aires y Noviembre de 1944

La Garçonière de Raymonde quedaba saliendo de Córdoba hacia


Viamonte, delante del moderno edificio de las Aguas Corrientes.
En Buenos Aires había estupendas “casas amuebladas”, pero sólo
Raymonde tenía chicas italianas, polacas, españolas y criollas que
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se dejaban hacer un completo por cinco pesos, y por sólo dos pe­
sos un “francés” sin derramar. La hermosa Raymonde, envuelta
en un gran robe de soir de terciopelo negro, me despeinó con sus
dedos enjoyados y besándome ambas mejillas me ronroneó al
oído: “Tu amigo está en el salón amarillo”. Y se alejó ahumando
promesas de pasión entre las nubes del Kedhive.
Tendido en un diván, Félix del Valle acariciaba muy quedo
la melena roja de una cocotte, mientras fumaba egipcios y con­
templaba impasible los vulgares escarceos de la concurrencia. Los
años habían desbastado su figura y una noble calvicie le tonsuraba el
cráneo, como a los estancieros porteños y los poetas latinos. En medio
de aquella sala constelada de espejos y sensualidad, Valle parecía
un cardenal renacentista maleado en intrigas y mundanidades.
Nos abrazamos como viejos camaradas y pronto nos pusi­
mos al día de nuestras circunstancias. Yo había dejado el cuerpo
diplomático y recalado en Argentina al igual que muchos fugitivos
de España. Con tales antecedentes no era posible tener expectativas
halagüeñas en Lima, y como Buenos Aires era la ciudad de las
oportunidades, a los pocos meses había conseguido un puesto de
corrector en La Nación y las recensiones de cine —¡una especiali­
dad novedosa!— en el semanario Caras y caretas. A Valle tampo­
co le había ido nada mal: los discípulos de Cansinos le colocaron
en Noticias gráficas, donde sus artículos reunidos se habían con­
vertido en tres nuevos libros muy elogiados por la prensa argentina,
y hasta tenía tertulia propia en el café Armonía de la avenida de
Mayo. Su cabeza chisporroteaba ideas y ya planeaba nuevos títulos
sobre la guerra civil española, Sevilla y la impronta de Piérola en
la historia peruana. ¡Valle pensaba cumplir su antigua promesa!
Aquella noche cenamos en el Pedemonte y recibimos la
madrugada en el Tortoni, como correspondía a dos transterrados
sin país y sin familia. Ambos tuvimos una patria y los dos la per­
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dimos. Ambos quisimos un país que dejó de existir. Sólo nos
pertenecían la noche y la memoria, hasta que la hora más oscura
nos olvidara del todo. Valle decía que nuestras vidas eran como el
“derby de los penúltimos”, una carrera de perdedores donde sólo
el caballo ganador esquivaba el desolladero.
A mediodía Valle telefoneó para citarme a las diez en un
colmado andaluz que animaba la esquina de Mitre y Buen Orden.
Quería celebrar nuestro reencuentro presentándome a sus amigos
y mentores argentinos, aquellos romeros del Ultra que fueron
hasta el viaducto madrileño en busca de la palabra del maestro.
Estos ultraístas argentinos, sin embargo, tenían muy poco
en común con los sucios mendrugos del cenáculo trashumante
de Cansinos. Me parecieron —más bien— personas exquisitas y
refinadas que no terminaban de sentirse a gusto en ese ambiente
corralero y ordinario que les infligía un rancho de grasientas pi­
tanzas, y menos todavía con la excesiva familiaridad que les
propinaba Valle, quien me los presentó como la Vicky, la Chivi, el
Fito y Cocolucho.
La Vicky y la Chivi eran hermanas y entre ellas hablaban
en francés. Fito y la Chivi estaban casados, aunque al Fito se le
iban los ojos tras las pantorrillas vertiginosas de las bailaoras.
Cocolucho era un tipo sonriente y empollón, de una blancura
enfermiza como la leche vomitada. Los cuatro presumían de
una revista “verdaderamente imponente”, aseguraba la Vicky; “a
la altura de las mejores de Europa”, insistía Fito; “nada que ver
con lo que se hace por estos países”, remachaba la Chivi. Y yo
entonces comprendí por qué no habían compartido esa ambrosía
literaria con Valle: porque le habían embriagado con el aguar­
diente del periodismo.
—¡Un brindis por el maestro Cansinos! —tronaba campecha­
no Valle. Y todos, menos Félix, bebíamos mirándonos de reojo.
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Cocolucho resultó un conversador de lo más entretenido,
aunque caótico en la enumeración de sus preferencias literarias:
le gustaban los clásicos ingleses, las novelas policiales, Las mil y
una noches y la poesía gauchesca. Mientras me hablaba me cogía
del brazo como si no me viera o para verme mejor, y esa ambi­
güedad me ponía nervioso. De pronto el tocaor desmenuzó una
melodía trágica entre sus cuerdas, y en la densidad del silencio
restalló el sollozo de la seguiriya. Un gitano antiguo y arrugado
como una pasa nos escudriñaba silencioso desde un rincón sin
tiempo. Un tiempo que arrastraba esa misma pena de siglos que
ya me había conmovido la madrugada que hallé a Félix del Valle
en Madrid:

El carro de los muertos


pasó por aquí,
como llevaba la manita fuera
yo la conocí.

—¿Qué canta ese hombre que no le entiendo? —me preguntó


Cocolucho con las carnes temblorosas como flanes.
—Yo tampoco le entiendo muy bien —respondí—. Pero es
como la pena negra de Lorca. Son los sonidos negros de Andalu­
cía. La voz doliente del sur, encharcada de sangre...
Mientras el público aplaudía y se enjugaba unas lágrimas,
dos individuos agitanados se aproximaron a nuestra mesa para
exigir que “o se callaban las gachises o a la puta calle”. Al parecer,
la Vicky y la Chivi habían estado hablando durante el cante, y los
flamencos más contumaces deseaban vengar semejante sacrilegio.
Poco a poco se fue formando un tumulto: la Chivi quería saber
qué era una gachí, Fito aseguraba que en su país nunca le echarían
unos gallegos y la Vicky insultaba a la flamenquería en una curiosa
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mezcla de lunfardo y francés. A medida que subía el tono de las
invectivas, Cocolucho se aferraba más fuerte a mi brazo y los gi­
tanos parecían más fieros. En eso uno de ellos empujó a Valle y lo
retó a pelear a navajazo limpio.
—Déjelo, Félix —intercedí, tal vez porque sabía que me
haría caso.
—¿Usté no es Félix del Valle, el payo que va de entendío?
—gritó el gitano con recochineo—. ¡Y una mierda!
Interrogué a Valle con la mirada. Recordé los bochornosos
episodios de la calle Malambito y de la Plaza Mayor, y nunca como
entonces le demandé otra huida, otro gesto de vileza. ¿Qué piensa
un hombre que entrevé su muerte, que de golpe descubre cómo puede
morir? El pánico anegaba los ojos de Valle, pero aún así alcanzó a
rasgar la atmósfera silente con una hebra de voz: “Ha dicho mi nom­
bre, Froilán. La cosa es conmigo, y si no acepto mañana lo sabrá
todo el mundo. Tantas veces he salido corriendo que ya no tengo
adónde ir. Ésta es una carrera de dos y sólo tengo que llegar penúl­
timo”. En ese momento los acontecimientos se precipitaron.
Aquel gitano antiguo y arrugado se incorporó muy despacio,
y arrojó a los pies de Valle un puñal que brilló como un pitón de
plata o como un relámpago negro. Valle cogió el arma y al acari­
ciarla dejó de temblar, porque un hombre acosado por sus cobardías
ha soñado mil veces cómo empuñar un cuchillo; porque un hombre
deshonrado ha previsto minuciosamente cómo recuperar la honra
perdida; porque un hombre indefenso es impredecible cuando
acomete mortal. Valle trazó un escorzo afilado y fulminante que
dejó en el vientre de su enemigo un recado tajante y visceral.
Fito quiso llamar a la policía o al equipo quirúrgico, y los
flamencos se lo impidieron argumentando que así no se hacían
las cosas en los caseríos andaluces del sur. Ya ellos se encargarían del
herido y de limpiar los rastros de la pelea, pero entretanto deseaban
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homenajear por bulerías a ese hombre que tenía “lo que hay que
tener”. Cuando las palmas marcaron los doce tiempos del palo, la
Vicky y la Chivi sintieron fatigas y Fito salió aprisa en busca de
un taxi. Cocolucho estaba vidrioso de la impresión y todavía se
llevaba las manos a la barriga, como queriendo evitar que los in­
testinos se le desparramaran también sobre la solería. Y ya que la
noche comenzaba propicia para un radiante Félix del Valle que
había vuelto a nacer, decidí despedirme y acompañar a Cocolucho
hasta su casa.
Caminamos en silencio bajo los neones desmayados de
Mitre, y ya cerca de la plaza de San Martín Cocolucho empezó a
deplorar su cobardía, sus quimeras heroicas, su aprensión al peli­
gro. Apretándome el brazo me confesó que lo habría dado todo
por haberse batido esa noche en el tablado. Y ni siquiera para
vencer como Félix del Valle, sino para perder como aquel gitano
abierto en canal, que seguro en ese instante agonizaba consumido
por fiebres y hemorragias. Hubiera querido consolarle revelándo­
le que Valle en realidad no era un valiente, pero en sus delirios
Cocolucho había convertido esa chusca trifulca en un desafío
épico junto a los muros de Troya, en una batalla vikinga en las
costas de Irlanda y en el duelo infinito de dos navajas embrujadas.
¿Quién era yo para abolir sus ensoñaciones?
Ante un relamido edificio de la calle Maipú, Cocolucho me
aseguró que “la gesta de Valle nunca consentirá el olvido”. Y
mientras me aturdía entreverando gitanos y compadritos, pensé
melancólico que si Valle no había cumplido con Piérola, aquel
bibliotecario parlanchín tampoco cumpliría con Valle. Una ancia­
na nos dio la voz desde un balcón y le urgí a despedirnos:
—Buenas noches, Cocolucho.
—Si no le importa, Jorge Luis —y se fue visteando al aire,
como si tuviera un cuchillo.
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Gerardo Sifuentes

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Gerardo Sifuentes (Tampico, México, 1974). Ingeniero industrial. Sus
cuentos se encuentran desperdigados en varias antologías de ciencia
ficción, género que le ha valido premios como el Kalpa (1998), Philip
K. Dick (1998), y el Vid/MECyF (2001). Autor de los libros de cuentos
Perro de luz y Pilotos infernales. Sobre este último, Xavier Riesco Ri­
quelme apuntó: “Un libro posmoderno y alucinógeno. Una visión del
mundo a medio camino entre el ciberpunk y la demencia (¿no serán lo
mismo?). Cinco narraciones que son otras tantas visiones al mundo de
ahora mismo. Es un libro de pequeñas revelaciones, una detrás de otra.
Sobre nada importante pero sí muy esclarecedor. De hecho, sobre cosas
que sabemos pero tendemos a olvidar hasta que nos las presentan otra
vez […] Desdeñando la evolución del subgénero hacia narrativas he­
roicas y juegos de ordenador de consumo masivo, Sifuentes hace un
bonito corte de mangas lingüístico y formal”.

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Miki nos odia

Miki nos odia porque sacrificó a su propio hijo para asegurar la


salvación de los hombres. Me refiero a Miki, el cantante conocido
como “El Emperador” de la música pop y del mundo entero. En
los tiempos difíciles Miki tuvo muchos enemigos, pero éstos se
tragaron sus palabras cuando los chinos ganaron la guerra.
Miki nos odia, pero no por meternos en su vida privada o
criticar sus excentricidades; toda celebridad está expuesta a ello
después de todo. Nos odia porque nos atrevimos a juzgarlo, y un
enviado divino no puede ser juzgado por las leyes humanas. Su
talento se reflejó desde que era niño, y la gente supo que llegaría
muy lejos. El Ministerio de Información también lo sabía, por eso
desde su primer hit estuvo monitoreado.
“Mis mascotas me ayudan a limpiar la casa”, dijo una vez
refiriéndose a los cinco chimpancés que le hacían compañía en su
fastuosa mansión ubicada en el rancho llamado Neverland. Miki
era tan conocido en el mundo que podía darse ese lujo.
Miki nos odia porque su último disco no se vendió bien.
Justo cuando iba a dejar su carrera musical por la actuación tuvo
aquel momento de iluminación, cortesía del Ministerio de Infor­
mación. En el televisor, una caricatura de dinosaurios se salió de
control; los dibujos le hablaron y le dieron consejos sobre cómo
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cambiar al mundo a su voluntad e imagen: una visión utópica,
ingenua, y sin embargo la clase de proyecto que sólo una persona
de su talla podía llevar a cabo. Si hubo actores y deportistas que
entraban en la política, ¿quién dijo que un cantante pop no podía
convertirse en el redentor universal? En pantalla las criaturas ex­
tintas hablaron, mientras Miki a su vez aprendía una nueva mane­
ra de tocar el corazón de los suyos.
“Bubbles jala la cadena del baño, come en la mesa, usa los
cubiertos, es un chimpancé muy educado”, dijo con orgullo. Bubbles
era el nombre de su chimpancé favorito. Nadie se atrevía a decirle
algo al entonces aspirante a gobernador del mundo. A excepción
de los miembros del Ministerio de Información, nadie sabía que
Bubbles comprendía lo delicado de la situación.
Miki nos odia porque en su momento no supimos compren­
derlo. Todos hablaban de sus operaciones faciales, de la supuesta
enfermedad que le blanqueaba la piel, de sus divorcios, de su
manía de dormir con niños, de lo malas que eran sus últimas
canciones y coreografías. Un artista hizo un cuadro en el que Miki
aparece desnudo, con una sábana blanca cubriéndole sus partes
nobles, rodeado de hermosos querubines. El autor de aquella obra
era también agente del Ministerio de Información.
“Bubbles sabe matemáticas y a veces habla en inglés”, dijo.
Para asombro del mundo aquello resultó ser cierto. Dichas activi­
dades no le resultaron difíciles al simio entrenado por el Ministerio
de Información, aun teniendo en cuenta los años de diferencia en la
evolución de las especies; pronto Bubbles quiso ser tomado en
serio, y pasaba las noches en vela deseando comunicarse con Miki
para advertirle que pronto todo terminaría.
Miki nos odia porque el mensaje de año nuevo que dirigió
al mundo vía satélite fue malinterpretado. Al terminar se activó la
maquinaria de guerra china. Todos en el planeta subestimaron al
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país en el que se construían los juguetes y chips del planeta. Subes­
timaron también el poder Miki.
Miki nos odia porque le queremos robar su versión de Never­
land. “Neverland es un planeta entre Saturno y Neptuno que le
compré al gobierno norteamericano”, dijo en su última entrevista
pública, “ahí es donde vamos a parar después de muertos”. Bubbles
entendía la misión que Miki tenía encima, y desobedeciendo las
órdenes del Ministerio se obstinó en convencer al cantante para
que desistiera. Pero el chimpancé no contaba con el ego del artista.
Miki nos odia porque nos causaban gracia sus escándalos y
declaraciones; era divertido cada vez que los noticieros daban
cuenta de él; en los bares, centros comerciales, en las escuelas y
en todos lados no parábamos de hablar de su persona. Nuestras
obsesiones se disolvieron en él sin darnos cuenta; estaba aquí para
sanear nuestra mente. Fueron pocos los que se percataron de sus
verdaderas intenciones, pero ya era demasiado tarde. Mientras el
mundo se hundía en la depresión económica y moral, el Ministerio
de Propaganda lanzó la primera ofensiva para probar la eficacia de
su método.
“Bubbles soñó que un ángel tocaba mi cabeza”, dijo. Y
Bubbles sonreía cada vez que Miki lo mencionaba en sus confe­
rencias de prensa.
Miki nos odia porque perdimos nuestra capacidad de creer
en milagros. Miki resucitó a un niño y curó a otros víctimas del
cáncer. Miki cayó del cielo en una avioneta derribada por un
MiG25 y resurgió intacto de entre los metales retorcidos. El mundo
que alguna vez lo había despreciado le rindió tributo. Las ventas
de discos se dispararon nuevamente, gozando de un renacimiento
impresionante. Los discos eran manufacturados cuidadosamente
en la Chin Poon Company de Beijing. Chin Poon significa águila
gigante. Entonces Miki se convirtió en el León Alado, el personaje
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faraónico que representaría durante su nueva gira. Y el Ministerio
de Información decidió que Asia sería la primera en caer bajo el
paso del nuevo gran conquistador.
“Bubbles escribió mi última canción”, dijo. El chimpancé
ayudaba a Miki porque en secreto alimentaba la ilusión de verse
convertido en hombre, aunque le avergonzaba admitirlo delante
de sus compañeros primates.
Miki nos odia, pero eso no quiere decir que no sintiera amor
y pasión por algo o por alguien. Amaba a su familia: llamaba
blanket, cobija, a uno de sus hijos; carbón, coal, a uno de sus lobos
y turtle, tortuga, a su maquillista. Eso era amor. Amaba la revolu­
ción también, estaba convencido de ella, por eso dejó la banalidad
pop y sentándose junto al piano compuso las más bellas canciones
de protesta de que se tenga memoria. La gira mundial que seguía
era la definitiva. La televisión comenzó a darle espacio al renaci­
miento del Emperador y todos querían verlo; lo que los chinos
hicieran o dejaran de hacer ya no importaba.
Miki nos odia como el día en que Bubbles le enseñó los
dientes y se golpeó el pecho durante una comida. Por entonces altos
funcionarios del Ministerio de Información realizaron viajes encu­
biertos a distintos puntos del mundo, arreglando aquellos lugares
donde el mensaje del León Alado no fuera lo bastante claro.
“Bubbles es mi consejero, cualquier duda la consulto con
él”, dijo.
“Miki nos ama”, decía la frase publicitaria. Las calles se vieron
inundadas con la consigna. Pronto en calcomanías y camisetas,
pintas y carteles, el ojo negro en medio de una estrella roja de cinco
puntas comenzó a observarnos. Los chinos entraban a la casa.
“Bubbles sabe lo que es mejor para mí”, dijo.
Miki nos odia con la misma intensidad con la que clavó el
puñal en el pecho de su único hijo de sangre. El juicio duró tres
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semanas, y durante el mismo Miki culpó a su manager, a Bubbles
y la presión de los medios. Salió absuelto de todos los cargos.
Una multitud lo esperaba fuera del tribunal entre porras y confeti.
Pronto la gasolina se encareció, aunque China tenía más de la
mitad de las reservas mundiales sin que a nadie le extrañara; no
hubo reacciones, todo sucedió con relativa calma. Las bolsas de
valores del mundo comenzaron un descenso continuo, pero a na­
die parecía interesarle, porque Miki, el León Alado, estaba de
vuelta y esta vez era lo que el mundo esperaba. Bubbles se encerró
en su cuarto por varias semanas.
“Bubbles está sufriendo de cambios hormonales”, dijo. El
Ministerio de Información hizo una visita a Bubbles quien se
mostró poco cooperativo; había un problema con la administra­
ción del poder en aquella relación.
Miki nos odia porque debe equilibrar el infinito amor que le
tenemos: se encontraba en Washington D.C. cuando Bubbles lo
atacó por primera vez en un arrebato de furia ciega. Ése fue el
principio del fin. El animal sólo quería respeto, pero también re­
cibir su parte del pastel. El presidente de los Estados Unidos
prefirió no intervenir.
Miki nos odia, por eso culminó su gira en la plaza Tianan­
men y prometió un nuevo orden mundial. Bubbles observaba a
Miki mientras este dormía, y le susurraba las canciones que a la
mañana siguiente habría de componer.
Miki nos odia con la misma furia con la que se defendió de
otro ataque de Bubbles, justo al decretar la apertura de fronteras
en el mundo y comenzar la Larga Marcha a la cabeza de su nuevo
ejército particular; a su paso la gente lo aclamaba, entregaban sus
posesiones al Estado y pedían ser sanados de todos los males. El
chimpancé no pudo hacer nada para evitar el destino del mundo,
y se arrepintió el resto de sus días por ello.
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Miki nos odia porque nos culpa de la locura de Bubbles. El
chimpancé dormía mucho y en sus delirios nocturnos lanzaba
alaridos desgarradores. Miki se aisló en Neverland después de la
gira más exitosa del siglo, siendo custodiado por tanquetas, heli­
cópteros y un comando especial que le cumplía todos sus capri­
chos. La revolución había triunfado. La gente formaba largas filas
para poder observar al Emperador en su casa, y si la suerte estaba
con ellos podían compartir la mesa con él: Miki, el León Alado,
salvador del mundo, quien había vencido a la tiranía con sus
propias armas. Se erigieron monumentos y cada ciudad del mundo
tuvo anuncios espectaculares con la imagen del nuevo Emperador.
Ahora La Estrella nos observaba a todos, siempre pendiente de
nuestros actos impuros, flaquezas y necesidades. Miki estuvo
consciente de su papel y junto con los nuevos amigos del Minis­
terio de Información supo que todo marcharía bien, como debía
ser. El Ministerio de Información era el único que acallaba las
voces que atormentaban al cantante.
“¿Bubbles, qué te han hecho?”, dijo Miki entre lágrimas. A
pesar de todo, las predicciones de Los Astros (y estimaciones del
Ministerio de Información) indicaban que gobernaría durante
cincuenta años con sabiduría y justicia.
Miki nos odia por culpa de un crimen. Un día paseaba por
Neverland cuando el chimpancé se levantó erguido frente a él y le
dijo algo al oído. Aunque nunca se sabrá con certeza cuáles fueron
las palabras del chimpancé, el efecto fue evidente: Miki mató a
Bubbles dejándole caer una enorme piedra, no sin antes haber
perdido una oreja que el simio tuvo a bien arrancarle con los
dientes. Del rostro del mono sólo quedó una masa de pulpa violácea.
Miki vomitó bilis tras darse cuenta de lo que había hecho y lloró
por un año entero. El Ejército del Pueblo dispuso para Bubbles el
entierro digno de un alto funcionario del partido, donde miles de
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niños ondearon banderitas rojas durante la larga y emotiva procesión.
Gracias a los consejos de Bubbles el mundo había sido liberado
de su yugo.
“Perdóname Bubbles”, murmura Miki.
Miki, el León Alado, nos odia desde su trono de sangre,
añorando su mejor época. No ha salido en los últimos años, se
tiene prohibido tomarle fotos. La leyenda urbana dice que recorre
Neverland hablando con el fantasma de Bubbles. Es un dios con­
fundido, sin saber que su esfuerzo y entrega le han asegurado un
lugar en el imaginario colectivo y en la historia de la humanidad,
junto con el Ministerio de Información.
Seamos felices: Miki nos odia con amor revolucionario.

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Clara Obligado

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Clara Obligado (Buenos Aires, Argentina, 1950). Madrileña por adop­
ción desde 1976, es una constante divulgadora del cuento corto. Muestra
de ello es la antología de microficciones Sea breve por favor. Licencia­
da en Literatura y tallerista de Escritura Creativa, es autora del libro de
relatos Las otras vidas y Una mujer en la cama y otros cuentos; de las
novelas La hija de Marx (Premio Femenino Lumen 1996), No le digas
que lo quieres, Salsa y Si un hombre vivo te hace llorar, así como de los
ensayos Qué me pongo y Mujeres a contracorriente. Javier Goñi dijo de
sus cuentos que “tienen algo de dulce y emotiva cantata, están llenos
de gente que toma aviones, de gente que va y viene, de gente que elige
o le eligen, aviones que te llevan a... o te arrancan de... Pone en pie
Clara Obligado en sus relatos, hechos con muchos bultos de dolores y
pesares, como una maleta apresurada, historias que rasgan la piel del
lector como el borde de un folio irritado de tanta melancolía, de tanto
recordar…”

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Exilio

A Juan Ignacio Isaguirre

El 5 de diciembre de 1976 llegué a Madrid, procedente de Argen­


tina. Lo hice en un avión de Iberia, que tomé en Montevideo, por
el temor que me producían las constantes desapariciones en la
frontera. Salí vestida de verano, como si fuera una turista que se
dirige a las playas del Uruguay y, dos o tres días más tarde, me subí
al avión que me llevaría a España, donde era invierno. Me despi­
dieron mi padre y mi hermana. Tardé seis años —los que duró la
dictadura— en poder regresar al país.

El 5 de diciembre de 1976 llegué a Madrid aterida de frío. Venía


del verano y la tristeza y la falta de sol fueron el primer impacto.
Tenía una prima aquí, que había venido hacía unos meses con una
beca. No acudió a buscarme al aeropuerto, más tarde dejó de re­
cibirme en su casa porque me consideraba peligrosa. Yo pensé
que una persona que teme sólo por sí misma aun a miles de kiló­
metros del peligro es alguien con quien no vale la pena mantener
ninguna relación.

Llegué a Madrid y, como no conocía a nadie, el taxista me reco­


mendó el hotel Mónaco, un hotel en el que descargaba —probable­
mente— a todas las latinoamericanas con aspecto de despistadas
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como yo, y que —según él— lo único que necesitaban era un
hombre mayor que las mantuviera. El hotel tenía un Cupido de
escayola en la entrada, luces verdosas y una habitación en suite,
separada con cortinas de raso. Madrid era una ciudad triste en la
que los serenos controlaban la entrada de las casas, donde los
colores eran oscuros. A pesar de la muerte de Franco, el franquis­
mo estaba vivo; todavía no se habían celebrado las primeras
elecciones generales. No recuerdo qué soñé esa noche, al día si­
guiente conocí a un señor en el bar que me dio trabajo en su em­
presa inmobiliaria. El señor vestía traje azul un poco antiguo y
tenía unos bigotes finos que dejaban al descubierto unos labios
carnosos algo húmedos. Vendía unos apartamentos que me pare­
cieron feos, con papeles saturados de colores y muebles de mal
gusto. Todo en Madrid me parecía detenido en el tiempo. A causa
del exilio, siempre he tenido miedo a cambiar de vida así que,
como profetizaba el taxista, me hice amante del señor de la inmo­
biliaria, que resultó ser una buena persona y, muchos años más
tarde, me regaló un piso. Y aquí estoy, trabajando en su oficina, a
la espera de jubilarme.

Llegué a Madrid en un avión de Iberia. En el asiento contiguo


había un señor de unos sesenta años que parecía muy nervioso así
que nos pusimos a conversar. Era gallego, había dejado su país y
ahora, cuarenta y cinco años más tarde, decidía regresar a la aldea
para ver a su madre.
—¿Le avisó que llegaría?
—No —me dijo el hombre—, quiero darle una sorpresa.
—Más que una sorpresa le va a dar un infarto.

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Tomé el avión de Iberia en Montevideo, recuerdo que mi herma­
na puso su mano en el cristal traslúcido que nos separaba y yo
también apoyé mi mano contra la suya, esta vez con la V de la
victoria, para mostrarle que ya había superado el control de pasa­
portes. Subí al avión, y una voz anunció la próxima escala en
Ezeiza, Buenos Aires. Creo que me bajó la tensión, otra vez esta­
ba dentro del país, jamás se me hubiera ocurrido que un avión que
se dirigía a España volara hacia atrás. En Ezeiza me hicieron bajar
y vi que el aeropuerto estaba rodeado por militares. Fui la única
que se quedó en tierra. Mientras me llevaban con el rostro dentro
de una bolsa intuí una última imagen del avión rasgando el cielo.
Volví a subir en un avión cuando me lanzaron, ya casi muerta,
contra las aguas del río.

Llegué a España como si fuera una turista, con ropa de verano,


pero estábamos en pleno invierno y los primeros días fueron la
desolada certeza de que no conocía a nadie. Luego apareció mu­
cha gente que estaba en mi misma situación, también los jerarcas
de la política, de las organizaciones en las que habíamos militado,
que consiguieron sumar un punto más a mi escepticismo. Los
exilados argentinos no teníamos tanta suerte como los chilenos.
Ellos eran comunistas o socialistas, algo que aquí se entendía, en
cambio muchos de nosotros nos habíamos adherido a ese fenóme­
no que se llamó Perón. ¿Perón?, nos decían los españoles, ah, sí,
gran presidente, muy buen amigo de Franco. Así la confusión era
total. O no tanto.
Una de las personas que conocí en esos días raros me pro­
puso llevar una radio en Tanzania. Yo hablo bien inglés, y me
daba igual vivir en Madrid, en Tanzania o en la China. Madrid era
entonces una ciudad bastante aburrida, una capital de provincia
en la que te metían preso si te besabas en un parque. Entonces
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acepté la propuesta, cualquier cosa antes de terminar trabajando,
por ejemplo, en una inmobiliaria.

Llegué a Madrid. Tres días más tarde dejé el hotel Mónaco y tomé
un tren hacia Barcelona para comunicar a una amiga la desapari­
ción de su hermano. No quise hacerlo por teléfono. Barcelona era
una ciudad más abierta, había muchos exilados. Primero llegaron
los uruguayos, luego los chilenos, por fin nosotros. La gente que
conocí era mayor que yo, muchos de ellos intelectuales o escrito­
res y habían tejido lazos con los catalanes. Había también gente
que se decía del exilio, pero que había llegado años antes. Como
si aquello les diera prestigio.
Cuando le di la noticia, mi amiga no lloró sino que me dio
la espalda y se quedó mirando largamente por la ventana. Luego
me ofreció su casa. Aquí, insistió, encontrarás algo. Ella conocía
a gente importante, pero me daba igual. Yo acababa de terminar la
carrera y no estaba preocupada por mi futuro, mi único futuro
posible se concentraba en la idea de volver. Volver. Y volví a Ma­
drid, sin ser consciente de que estaba retornando a ninguna parte.

Sólo llevaba en la valija ropa de verano, nueve kilos de equipaje


apenas, para despistar si me revisaban en la frontera. El plan era
quedarme dos o tres días en un hotel en Uruguay y tomar luego el
avión de Iberia a Madrid. La primera noche la pasé tranquila. Me
acosté temprano, apunté las cosas que podía hacer en cuanto llegara
a España, luego me dormí. La segunda noche, en cambio, estaba
muy nerviosa, así que bajé al bar del hotel. Soy casi abstemia,
pero la ocasión pedía a gritos una copa así que, a eso de las doce,
estaba bastante alegre. Pusieron música y un hombre joven, más
o menos de mi edad, me sacó a bailar. Por qué no, me dije, no me
va a pasar nada peor de lo que me está pasando, y me dejé abrazar
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por él. A eso de las dos estábamos juntos en la cama. Yo no sé si
fue la mezcla del miedo con el placer, pero nunca practiqué el
sexo con tal vehemencia. A mi amigo también le pasó algo así,
porque a la mañana me propuso que siguiera con él de viaje.
También se estaba escapando de lo que pasaba en Argentina, me
dijo, pero prefería perderse por el continente. Pensé que tenía ra­
zón, así que le dije a mi padre y a mi hermana que había decidido
cambiar de planes. Ellos se pusieron furiosos, y con razón, porque
semejante lío para salirme con esto, con el pasaje comprado, pero
a mí el deseo y el miedo no me dejan pensar, así que agarré mi
valija con la ropa de verano y me subí a un ómnibus que nos llevó
a Brasil. Aunque menos que Buenos Aires, Brasil y Uruguay eran,
entonces, países peligrosos. Hubo un plan entre los militares de
los países vecinos que se llamó el Plan Cóndor y que consistía en
ayudarse a atrapar o a asesinar lo que ellos llamaban subversivos.
Así que en Brasil no estaba tranquila, y Alejandro —él se llamaba
Alejandro— tampoco, porque en esos años y en esos países ser
joven y de izquierda podía costarte la cabeza. Alejandro era de
izquierda, igual que yo, estudiaba arqueología y además portába­
mos la aventura en la sangre, por todo esto nos llevábamos bien.
Y claro, el sexo. Así que seguimos juntos hacia el norte. Yo con
mi ropa de verano, porque nada más pude comprar en esos meses,
apenas comida y una pensión donde bañarnos cada tanto mientras
trabajábamos en lo que podíamos y practicábamos el idioma.

En Tanzania pasé dos años, y no me arrepentí. Lo de la radio me


daba poco trabajo, se vivía con nada y la gente me gustaba mucho,
era la más guapa que hubiese visto jamás. Aprendí a vivir de otra
manera en esa sociedad pobre, una de las más pobres del mundo.
Sólo percibimos lo que estamos preparados para ver, me decía
mientras paseaba por el litoral arenoso, mientras recorría el valle
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del Rift. ¿Hubiera pensado unos meses atrás que existían lugares
como éste? En muchos momentos era la única blanca, y los tan­
zanos me miraban como si fuese marciana. No se nace con el es­
tatuto de extranjero, se va adhiriendo a nuestra piel como un
abrigo desagradable y compacto.
Me afinqué en Dar es Salaam, llevé un programa matinal
en la radio y comprendí que nunca establecería lazos reales con
ese país si no aprendía swahili. Me gustan los idiomas, sé inglés,
francés y alemán pero, francamente, lo del swahili me parecía
demasiado.

Llegué a Madrid, era el 5 de diciembre de 1976 y hacía un frío


tremendo. Esperaba que una prima que residía allí me fuese a
buscar, pero no había nadie. Es muy duro llegar sola a un lugar y
comenzar una nueva vida, pero el primer día estaba como aneste­
siada. Un taxista me llevó hasta la puerta de un hotel, me acuerdo
de que se llamaba Mónaco, pero no me gustó su aspecto, parecía
un lugar de citas, incluso creo que tenía un Cupido en la recepción
y luces verdes, así que preferí no entrar. Arrastré mi maleta una
calle más abajo y entré en una pensión. La pensión era sucia, pero
muy barata, tenía un largo pasillo, habitaciones deprimentes, una
cocina pringosa y una dueña que sólo se ocupaba de los huéspedes
hombres. Yo no entendía demasiado lo que me decían, quiero
decir que no entendía el castellano peninsular, y no me gustaban
en absoluto los modales bruscos de la gente. Nadie te hacía caso,
actuaban como si fueras traslúcida. Los madrileños dicen que son
hospitalarios, pero no es verdad. Tal vez no conocí a las personas
adecuadas, pero lo cierto es que durante diez años nadie me invi­
tó a su casa.
Encontré trabajo en un bar, sirviendo copas hasta el amane­
cer, y los parroquianos me parecían tan extraños como si hubiesen
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nacido, por ejemplo, en Tanzania. Había elegido Madrid como
lugar de exilio porque la reciente democracia daba un aire moder­
no al país, pero lo que encontraba no tenía nada que ver con mis
expectativas. En la pensión conocí a un colombiano, Jorge, que
era, como yo, licenciado en Letras. Me parecía un tipo especial,
llevaba un anillo con una enorme piedra roja y camisetas caladas
de colores chillones. Jorge era hijo de una prostituta de Barran­
quilla, se había criado trabajando en un prostíbulo y eligió esta
carrera porque era la única que compaginaba con su horario. A mí
me gustaba, pero era imposible enamorarme de él. Tenía, eso sí,
dos grandes virtudes: escribía maravillosamente y me adoraba.
Jorge admiraba mi pasado político, le causaba respeto el exilio y
quería convertirme en Rosa Luxemburgo, o algo así, por lo que se
dedicaba a leerme libros de teoría económica y me mataban de
sopor. Un día me dijo que había conseguido una beca para hacer
el doctorado en Londres, y me propuso ir con él. Le dije que sí,
que bueno, Madrid era una ciudad un poco deprimente, además la
ultraderecha había asesinado a tiros a varios abogados laboralistas
y la situación no era estable. Me daba lo mismo vivir aquí que en
Tanzania o en la China y engancharme en un viaje me alejaría, tal
vez, de las penas del exilio. Me escribía con mi familia y mi única
mejora laboral había consistido en dejar el bar y dedicarme a
limpiar casas. Nos fuimos juntos a Londres, que era, a finales de
los setenta, una ciudad llena de energía. Con Jorge conseguimos
un alquiler barato, un sótano con varias habitaciones que compar­
tíamos con otros colombianos. Él quería ser escritor, así que se
pasaba el día enfrascado en su novela y por las noches me leía
algunas páginas. Yo no sabía ni siquiera quién era, así que mala­
mente podía entusiasmarme con algo.
Viviendo entre colombianos me convertí en doblemente ex­
tranjera. No sé si los argentinos nos parecemos más a los ingleses
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que a los colombianos, pero me sentía despistada. Me cansaba el
desorden, las borracheras permanentes, los gritos en mitad de la
noche. Soy abstemia, tengo un límite con el alcohol ajeno. Ade­
más, no teníamos casi para pagar la calefacción y pasábamos un
frío espantoso. Jorge más que yo, porque los colombianos, lejos
de su tierra, tiritan todo el día. Como llovía tanto, un fin de sema­
na nos quedamos en la cama y Jorge me leyó en voz alta todo El
otoño del patriarca. Es uno de mis mejores recuerdos de aquellos
días, su voz suave y mi cabeza apoyada contra su pecho.
Un día me cansé de todo eso, hice mi mochila y le dejé a
Jorge una carta en la que no le daba demasiadas explicaciones; las
que le daba eran tan pobres que ni a mí misma me parecían con­
vincentes. No me porté bien. Él, en cambio, sí. Lejos de enojarse,
me respondió con una hermosa carta de despedida. En mi carta le
decía que no aguantaba todo aquello, que quería regresar a casa.
A casa, pero, ¿dónde estaba mi casa?

Sé que lo llamaban el exilio dorado porque estábamos en Europa,


y en Argentina se piensa que en Europa se vive siempre bien. No
era así. Conocí a gente que festejaba la Navidad en la hora de su
país, conocí a exilados que se aprovechaban de los que estaban en
peores condiciones. Conocí a gente que ya conocía, y que ahora
parecía veinte años más vieja, conocí a intelectuales importantes
que se habían quedado sin identidad. Conocí a gente que se des­
pertaba gritando, a personas que habían perdido a toda su familia.
Conocí a una muchacha que había concebido un hijo después de
ser violada en la cárcel y cuyo novio, también víctima de la tortu­
ra, mató al niño a patadas.
Visto el tema desde otro ángulo, podría decir también que
nadie conocía a nadie, que fuera de contexto, todos nos habíamos
convertido en otro. No sé para quién fue dorado este exilio, no lo sé.
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Cuando uno llega a un país en el que no conoce a nadie su vida
puede cambiar según doble una esquina. Llegué a Madrid un 5 de
diciembre y hacía mucho frío. Los árboles estaban iluminados
con unas lucecitas tímidas que preparaban la Navidad y que toda­
vía me deprimen. El taxista que me acercó al centro opinaba que
las latinoamericanas teníamos que buscar un señor que nos prote­
giera, y me dejó en un hotel con aspecto de casa de citas. Se lla­
maba Mónaco, creo. Casi caigo en la tentación de entrar, pero
luego pensé que sería caro y yo tenía poco dinero para mantener­
me, así que arrastré la maleta hasta una esquina y me quedé pen­
sando qué hacer. Entré en un bar, llamé al único teléfono que me
habían dado en Buenos Aires y me atendió una mujer muy amable.
Cuando le conté que no sabía a dónde ir me dijo que fuera a su
casa. La mujer se llamaba Carmen, tenía muchos amigos que se
vestían con trajes antiguos. Uno de ellos, con un bigote finito y
labios muy carnosos un poco húmedos me propuso trabajar en su
inmobiliaria. No sé muy bien por qué le dije que no, posiblemen­
te porque me miraba como si yo fuese un pollo a la brasa, la cosa
es que esto disgustó a Carmen, que deseaba ejercer toda su caridad
sobre mi cabeza y opinaba que en mis condiciones debía aceptar
cualquier cosa que me ofrecieran. La caridad compulsiva de
Carmen se basaba en considerarme un poco inferior.
Lo cierto es que yo prefería pasar hambre antes que trabajar
con ese tipo de labios húmedos así que se estropeó la convivencia
y me tuve que ir. Para entonces ya había conocido a algunos ar­
gentinos y nos pusimos a hacer encuestas. Luego vendimos arte­
sanía en el Rastro, también conseguí una beca para hacer el
doctorado. En la facultad había una capilla católica y horarios
para oír misa; en la clase, una mascarilla mortuoria de Rubén
Darío dentro de una urna de cristal.

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En el curso conocí a un sandinista que se dormía durante la
exposición y a un colombiano, Jorge, con el que salí un par de
veces. Jorge me gustaba, pero para entonces yo tenía mucho
miedo a las relaciones sentimentales, todo un país me había des­
aparecido y no estaba demasiado dispuesta a comprometer el co­
razón. Así que cuando Jorge me propuso ir con él a Londres le
dije que mejor no y me quedé aquí, donde, al fin y al cabo ya es­
taba conociendo gente. En esos años comenzó el destape y apare­
cieron tetas por todas partes: en televisión, en las revistas. Incluso
llegué a ver una versión de Fuenteovejuna en la que se mostraban
tetas sobre el escenario. Mientras en Argentina la vida parecía
haber entrado en un túnel, en España se salía de él. Había mani­
festaciones por todos lados y de pronto en la ciudad se empezó a
arremolinarse un aire de fiesta. Con un grupo de gente de la uni­
versidad alquilamos un piso y convivimos durante varios años.
Uno de ellos me presentó al director de este periódico donde tra­
bajo desde entonces. No tengo pareja, pero no me importa. Recibo
un buen sueldo, me gusta lo que hago. Aunque claro, los extran­
jeros tenemos un techo de cristal.

Cuando mi padre y mi hermana me dejaron en el avión de Iberia


intentaron regresar a Buenos Aires, pero en el control de pasapor­
te un policía uruguayo los detuvo. Mi padre es abogado, así que
al principio protestó enérgicamente pero luego vio que la cosa se
estaba poniendo fea y optó por callar. Dos días más tarde los en­
tregaron a los servicios argentinos. A mi hermana la golpearon
delante de mi padre, luego los dejaron libres a los dos. A ella le
dijeron: —Vos, piba, no sos más que una boluda, pero tené cuida­
do, la próxima vez no la contás—.
Mi hermana salió del país y pidió asilo en Suecia. Se llevó
a sus hijos, que eran todavía bastante pequeños, y que hoy casi no
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hablan castellano. Me enteré en Madrid de todo lo que había pa­
sado, pero no podía regresar. En cuanto a ir a Suecia para reunirme
con ellos, ni se me pasó por la cabeza. Los que llegamos a España
nos habituamos a ser tratados con indiferencia en un país en el
que no había ni siquiera refugio político, aceptamos nuestro pre­
cario destino y nos buscamos la vida.
Cuando voy a verlos, mis sobrinos me miran como si fuese
parte de un pasado remotísimo, una curiosidad de la que habla su
madre. El varón es mi ahijado, pero pareciera que casi no me co­
noce; yo lo siento, porque no tengo hijos, y me hubiese encantado
que estudiara literatura. Mi hermana recibió apoyo del gobierno
sueco, le dieron casa, trabajo y escuela para los niños, pero nunca
se acostumbró.

Alejandro y yo dejamos Brasil y nos afincamos en México. Había­


mos recorrido casi toda América Latina de las formas más diversas,
en cualquier medio de locomoción, de Argentina a Uruguay, de
Uruguay a Brasil, luego América Central, Guatemala, Belice, por
fin México. Allí el exilio era muy activo y resultó bastante más fácil
encontrar trabajo. Habían pasado casi dos años desde que deja­
mos el país, veníamos cansados y hambrientos. El día en que lle­
gamos nos invitaron a la despedida de un chileno que estaba
rifando toda su casa y sus enseres porque había decidido irse a
Europa. Te vendía un número, y tanto te podía tocar un par de
calzoncillos como la mesa del comedor. A nosotros nos tocó el
colchón, y lo pusimos en el cuarto que nos habían prestado. Ale­
jandro consiguió trabajo y volvió a la Facultad; a él cuyo hallazgo
arqueológico más apasionante había sido el alfajor de dulce de
leche que hacía su abuela en Córdoba, México le resultaba mági­
co. Yo comencé a cursar mi doctorado y a organizar un taller de
escritura. Nos separamos pronto porque nuestra pareja, que había
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aguantado tantos momentos difíciles, no resistía la cotidianeidad.
Alejandro me engañó, yo engañé a Alejandro, ambos buscamos
con tesón todas las formas posibles de hacernos daño, metimos el
estilete donde la carne estaba más viva. Cuando se fue me quedé
con el colchón, y lloré abrazada a lo único que era mío.

Cuando mi padre y mi hermana cruzaron la frontera un amigo que


los esperaba en el puerto les dijo que tenían que esconderse. En­
tonces mi hermana conoció la terrible noticia: habían entrado en
su casa, su marido y su hijo habían sido secuestrados. Su hijo era
mi ahijado, y todavía no había cumplido un año. Mi hermana no
quiso dejar el país, como todos le recomendaban, sino que se
dedicó a buscarlos. A veces llevaba a su otra hijita de la mano, a
veces iba sola, como loca. A veces, me cuentan, se encerraba en
su casa y aullaba de dolor con una voz que no era humana. Reco­
rrió todas las oficinas y se encontró con otras mujeres a las que les
había pasado lo mismo. Como no conseguían nada, como nadie
les daba explicaciones, empezaron a dar vueltas, todos los jueves,
en torno a la pirámide de Plaza de Mayo, frente a la casa de go­
bierno. Algunas se ponían pañuelos blancos en la cabeza, otras se
sumaban simplemente para acompañar. Poco a poco se convirtie­
ron en una multitud. Mi sobrino no apareció, sigo pensando mucho
en él; ahora tendría casi treinta años, alguna familia ligada a los
militares debe de haberlo criado. Si nos cruzáramos en la calle, no
nos reconoceríamos.

Siempre me he preguntado si la madre gallega del pasajero que


viajaba a mi lado en el avión de Iberia que me trajo a Madrid, allá
por 1976, habría reconocido a su hijo. ¿Qué se siente si alguien al
que se da por desaparecido regresa al cabo de tantos años? ¿Re­
cordaría el hombre la aldea de la que partió? ¿La rutina del campo,
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el aroma del fuego, el color del cielo a través de los árboles?
¿Tendría la madre alguna posibilidad de comprender la vida del
emigrante? ¿Sabrían acaso formular las preguntas que podrían
acercarlos? ¿Qué sintieron al abrazarse?

Volví a encontrarme con Jorge muchos años más tarde en la zona


de pasajeros en tránsito de un aeropuerto.
—¿Dónde te habías metido? —me preguntó—. Te busqué
durante mucho tiempo. Ah, cuánto tiempo ha pasado. ¿A qué te
dedicas?
—Dejé la política —le dije—. Soy escritora —le dije también.
Me miró con un poco de asombro:
—Ah, escritora. Yo me dedico a los negocios…
No había cambiado mucho. La gente alta y delgada se man­
tiene bien, y además él tenía esa piel morena que no pierde viveza
con los años. Ya no llevaba el anillo con la piedra roja sino una
alianza, vestía con sobriedad. Vio que miraba su mano y se puso
un poco nervioso.
—No me casé —le dije, y escruté su rostro. Él me sostuvo
la mirada y debió de interpretar mi frase como un reproche. Con
ese narcisismo en fase de reconstrucción propio de los que han
sido abandonados, probablemente imaginara que nadie me había
hecho tan feliz como él. De pronto me empujó tras una columna
y me besó. No quise sacarlo de su error, en realidad le debía una
reparación, lo había dejado en Londres solo y él, en cambio, me
había acompañado en tiempos muy difíciles.
—Nunca te pude olvidar —le dije. Y subrayé—: nunca.
—Luego pensé que con esa mentira mi deuda estaba saldada.
Jorge volvió a besarme y luego se alejó hacia una mujer alta
y rubia, con cara simpática, probablemente inglesa.

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Pude regresar a Buenos Aires seis años más tarde, cuando los
militares estaban a punto de caer pero, como me había casado con
un español que conocí en el periódico y tenemos una hija, era
imposible fijar nuestra residencia aquí. Me fueron a buscar al ae­
ropuerto mi padre y mi hermana. Sus hijos han crecido mucho, en
particular el varón, que es mi ahijado. Cuando estoy con él repite
que cuando sea grande va a ser escritor. Me alegro, le dije, porque te
vas a convertir en lo que yo deseaba, en lo que nunca llegué a ser.
Desde aquel primer viaje vuelvo todos los inviernos. Me
gusta Madrid, tengo amigos y me siento incorporada. Aunque no
puedo resolver de dónde soy, a estas alturas, me digo, no tiene
importancia.
Alejandro está afincado en México y me escribo con él.
Hemos llegado a ser buenos amigos y, en algún sentido, él es el
único que me entiende. “Añoro nuestra vida en Brasil”, repite,
“esos años, los añoro a pesar de los peligros”. Y luego dice: “el
exilio no se termina nunca. Nunca. Ni siquiera si se regresa al
país. Siempre tengo la sensación de estar encerrado fuera”.
Ambos fantaseamos con volver algún día a Buenos Aires, con
encontrarnos, con vivir todas esas vidas que no fueron posibles.
Luego recordamos que nunca estuvimos juntos en esta ciudad.
Por fin llega un momento en el que dejamos de imaginar y nos
quedamos serios.
En realidad, me digo, le digo, somos de cualquier lugar del
mundo. O de ninguno.

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Ignacio Solares

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Ignacio Solares (Ciudad Juárez, 1945). Además de novelas históricas
como Madero, el otro, La noche de Ángeles, Colombus y El sitio, y del
reportaje Delirium tremens, Ignacio Solares posee una obra cuentística
deslumbrante. En dicho género, el autor suele retratar escenas mundanas
para llevar al lector a una atmósfera extraña y espiritual, casi mística.
Los libros El hombre habitado y Muérete y verás son muestra de ello.
En 2007 publicó La instrucción y otros cuentos, de donde rescatamos
la pieza que titula dicho libro. Solares también ha estado al frente de la
redacción de La Cultura en México, Plural y la Revista de la Universidad
de México, trabajos que propiciaron la entrega del Premio Nacional de
Periodismo Fernando Benítez 2008. Entre sus obras teatrales destacan:
El jefe máximo, Desenlace, El problema es otro, Infidencias, Tríptico,
La flor amenazada, Los mochos, La vida empieza mañana y Si buscas la
paz, prepárate para la guerra. Ha obtenido los premios Magda Donato,
Internacional Diana/Novedades, José Fuentes Mares, Xavier Villaurrutia,
Sor Juana Inés de la Cruz y Juan Ruiz de Alarcón.

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La instrucción

Para José Emilio Pacheco

Si tenemos capitán, ¿importan las prohibiciones?


Julio Cortázar, Los premios

En el puente de mando, atrás de la ventanilla de grueso cristal


violáceo, el capitán contempla un mar repentinamente calmo, de
un azul metálico que parece casi negro en los bordes de las olas,
los mástiles de vanguardia, el compacto grupo de pasajeros en la
cubierta de proa, la curva tajante que abre las efímeras espumas.
“Mis pasajeros”, piensa el capitán.
Apenas un instante antes —algo así como en un parpadeo—
dejaron atrás el puerto, que se les perdió de vista como un lejano
incendio.
El barco cabecea dos o tres veces, con suavidad.
—Yo, la verdad, capitán, cada vez que salgo a alta mar
siento la misma emoción de la primera vez —le comenta el contra­
maestre, un hombre de pequeña estatura, sonriente y de modales
resbaladizos—. ¿Cómo dice el poema de Baudelaire? “Hombre
libre, tú siempre añorarás el mar.” Pues yo lo añoro hasta en sue­
ños. El puro aire salino y yodado me cambia la visión del mundo.
Como si fuera una gaviota suspendida en lo alto del mástil, y
desde ahí mirara el horizonte. Temo que un día esta emoción se
me agote, usted me entiende. El paso del entusiasmo a la rutina es
una de las mejores armas de la muerte, lo sabemos.

Hacia lo ignoto / 135

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El capitán realiza su primer viaje en tan importante cargo,
algo que esperó con ansiedad creciente desde el instante mismo
en que decidió hacerse marinero.
Con actitud ceremoniosa levanta la cabeza, mete la mano al
bolsillo interior del saco de hilo blanco (que apenas estrena) y
toma la instrucción lacrada que, se le advirtió, sólo debería abrir
ya en alta mar.
Desde hace días el corazón se le desboca con facilidad. Y hoy
por fin llega al momento que, supone, pondrá fin a su incertidumbre
sobre el rumbo a seguir, la clase de travesía que deberá realizar,
cómo y con qué medios resolverá los problemas que enfrente.
Rompe los sellos como si rasgara su propia piel, abre el
sobre y, para su sorpresa y desconsuelo, se encuentra con un texto
fragmentado y casi invisible.
—¡Otra vez esta maldita broma! —dice el contramaestre
chasqueando la lengua al descubrir el instructivo por encima del
hombro del capitán—. Siempre la hacen a quienes ocupan el
cargo de capitán por primera vez. Dizque para probar sus habili­
dades y capacidad de improvisación.
—Pues me parece una broma de lo más pesada. Y absurda,
porque ahora no sabremos a dónde dirigirnos.
—De eso se trata, he oído decir que dicen. Precisamente,
que en éste su primer viaje como capitán usted mismo decida a
dónde ir, qué escalas hacer, cómo enfrentar los problemas que se
le presenten. Incluso, cómo explicar y convencer a los pasajeros
de la ruta que decida seguir y el porqué.
—Algunas palabras se leen aquí con cierta claridad —dice
el capitán entrecerrando los ojos para afocar el amarillento trozo
de papel.
—Y si le ponemos un poco de agua quizá puedan leerse
algunas más.
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Con la punta del índice, como con un suave pincel, el con­
tramaestre le pasa un poco de agua al papel.
—¡Mire, se han aclarado otras palabras!
—No demasiadas.
—Quizá sean suficientes. Por lo pronto, nos aclaran el Sur
en vez del Norte y, lo más importante, que el nuestro no debe ser
un viaje de recreo sino más bien formal y ceremonioso. Mire,
aquí se lee muy clara la palabra “ceremonioso” y creo que la si­
guiente palabra es “ritual”.
—Ya me imagino explicándoles yo a los pasajeros que éste
será un viaje “ritual”.
—Pues por lo menos tiene usted una pista de lo que debe
decirles. He visto instructivos en que la única palabra que aparece
es “convencerlos”, pero no se sabe de qué ni por qué. Además,
usted por lo menos tiene muy clara la palabra “Sur”. Es mucho
peor cuando le aparece “rumbo desconocido”, porque entonces
toda la responsabilidad recaería sobre usted. Supe de un capitán
que malinterpretó las instrucciones que se le daban… —y una
chispita de ironía brilla en los ojos del contramaestre—. Bueno,
no exactamente que se le dieran las instrucciones, sino que él
debía adivinarlas en un papel como éste. Las malinterpretó y zo­
zobró a los pocos días de haber zarpado. Otro más se desesperó
tanto ante la confusión de las instrucciones que lanzó el trozo de
papel por la borda. Lo único que consiguió fue que pocas horas
después se pararan las máquinas del barco y no pudiéramos vol­
verlas a echar a andar por más intentos que hicimos —las aletas
de la nariz se le dilatan y respira profundamente—. O, en fin, me
contaron de un caso aún más grave, porque la irresponsable y
manifiesta desesperación del capitán provocó enseguida que una
enfermedad infecciosa de lo más rara se declarara a bordo.

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—Pero, ¿quién puede asumir unas instrucciones que no se le
dan con suficiente claridad? —pregunta el capitán al tiempo que se
le marcan las comisuras de los labios, en un gesto casi de asco.
—Creo que éste es el punto más delicado que enfrentará usted,
por lo que me ha tocado ver. Hay capitanes que con muchas menos
palabras en su instructivo toman una actitud tan decidida que así se
lo hacen sentir a la tripulación y a los pasajeros. La respuesta por lo
general es de lo más positiva. En cambio he visto a otros que al titu­
bear provocan un verdadero motín a bordo y no ha faltado la tripula­
ción que se subleva y toma el mando de una manera violenta, con
todas las implicaciones que ello significa para el resto del viaje.
—¿Y los pasajeros?
—Con los pasajeros más le vale tener un cuidado supremo.
Porque si no están de acuerdo con sus decisiones, una queja por
escrito a nuestras altas autoridades puede costarle a usted el pues­
to, lo cual significaría que éste fue su debut y despedida como
capitán de un barco. Pueden hasta fincarle responsabilidades y
demandarlo. Supe de un capitán que tardó años en pagar la de­
manda que le pusieron los pasajeros por daños y perjuicios.
—Dios Santo.
—Empezarán por cuestionarle el rumbo que tome. Si va
usted al Sur, le dirán que ellos pagaron su boleto por ir al Norte. Le
van a blandir frente a la cara sus boletos, prepárese. Pero si decide
cambiar de rumbo e ir al Norte, será peor porque no faltarán los
que, en efecto, prefieran ir al Sur, y lo mismo, van a amenazarlo
con quién sabe cuántas demandas. Otro tanto le sucederá con las
escalas que realice. Nunca conseguirá dejarlos satisfechos a todos,
y más le vale tomar sus decisiones sin consultarlos demasiado.
Simplemente anúncielas como un hecho dado, y punto. O sea,
partir de que los pasajeros nunca saben lo que en realidad quieren
y tomar las decisiones por encima de ellos, por decirlo así.
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—¿Y si definitivamente no están de acuerdo con esas deci­
siones?
—Rece usted porque no le suceda algo así. Estuve en un
barco en el que los pasajeros se negaron a aceptar el rumbo que
decidió tomar el capitán y exigieron que les bajaran las lanchas
salvavidas para regresar al puerto del que acababan de zarpar.
El capitán sostuvo el trozo de papel con dos dedos como
pinzas y lo volvió para uno y otro lado. Suspiró.
—Si por lo menos lograra poner en orden las palabras que aquí
aparecen. Pero son demasiados los espacios en blanco entre ellas.
—Consuélese. Recuerdo que un capitán cayó de rodillas
apenas abrió el sobre sellado y se puso a orar por, según él, la
gracia concedida de contar con unas cuantas palabras para guiarse
en su viaje. Luego me decía: “Me complace pensar que los funda­
dores de religiones, los profetas, los santos o los videntes, han
sido capaces de leer muchas más palabras que nosotros en estos
textos casi invisibles, tras de lo cual seguramente los han exage­
rado, adornado o dramatizado, pero la verdad es que nos dejaron
un testimonio invaluable para cada uno de nuestros viajes”.
—Prefiero atenerme a mis limitadas capacidades. ¿Y si le
ponemos un poco más de agua?
—Inténtelo. Aunque si lo moja demasiado corre el riesgo de
borrar alguna palabra. Lo mismo con la saliva, he comprobado que
puede dar pésimos resultados. Quizá sea preferible conformarse
con lo que tiene a la mano y no ambicionar más. Concéntrese en
algunas de las palabras que se le dieron, léalas una y otra vez,
búsqueles su sentido más profundo. Ahí tiene una, por ejemplo,
que si la sabe apreciar, debería estremecerlo hasta la médula.
—¿Cuál?
—“Constelación”. ¿Le parece poco? Nomás calcule todas
las implicaciones que puede encontrarle. Experiméntelo esta
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misma noche. ¿O no ha percibido usted el acorde, el ritmo que
une a las estrellas de una constelación? ¿O tampoco ha notado
que las estrellas sueltas, las pobres que no alcanzan a integrarse
en una constelación, parecen insignificantes al lado de esa escri­
tura indescifrable?
—¡No me hable más de escritura indescifrable, por favor!
—dijo el capitán con un gesto de dolor.
El contramaestre no pareció escucharlo y miró fijamente
hacia el cielo azul, como si sus palabras vehementes consiguieran
ya empezar a oscurecerlo.
—El hombre debe de haber sentido desde el principio de la
historia que cada constelación era como un clan, una sociedad,
una raza. Algunas noches yo he vivido la guerra de las estrellas,
su juego insoportable de tensiones, y si quiere un buen consejo
espérese a la noche para contemplar el cielo antes de tomar cual­
quier decisión.
El barco tiembla, crece en velas y gavias, en aparejos des­
usados, como si un viento contrario lo arrastrara por un instante a
un rumbo imprevisto.
Aquella noche, en efecto, el capitán ni siquiera intenta
dormir (quizá tampoco lo intente las siguientes noches) y furtiva­
mente sale de su camarote a pasear por la cubierta de proa. El
cielo incandescente, el aire húmedo en la cara, lo exaltan y le
atemperan la angustia que lo invade. El espectáculo sube brusca­
mente de color, empieza a quemarle los párpados. Los astros giran
levemente.
“Ahí tiene una palabra que si supiera leerla lo estremecería
hasta la médula”, recuerda que le dijo el contramaestre.
Contempla el trazo lechoso de la Vía Láctea cortado por
oscuras grietas, el suave tejido de araña de la nebulosa de Orión, el
brillo límpido de Venus, el resplandor contrastante de las estrellas
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azules y de las estrellas rojas. ¿Quién advierte la muerte de una
estrella cuando todas ellas viven quemándose a cada instante? La
luz que vemos es quizá tan sólo el espectro de un astro que murió
hace millones de años, y sólo existe porque la contemplan nuestros
pobres ojos. ¿Existe sólo por eso? ¿Existe sólo para eso?
El palo mayor del barco deja de acariciar a Perseo, oscila
hacia Andrómeda, la pincha y la hostiga hasta alejarla.
El capitán quiere establecer y ahincar un contacto con su
nave y para eso ha esperado el sueño que iguala a sus tripulantes,
se ha impuesto la vigilia celosa que ha de comunicarlo con la
sustancia fluida de la noche. ¿Será posible tomar hoy mismo una
decisión?
Recuerda algunas de las otras palabras sueltas del instructi­
vo, algún sustantivo redondo y pesado. Baja la cabeza y reconoce
su incapacidad para descifrar el jeroglífico. Ya casi no entiende
que no ha entendido nada. Siente que la fatalidad trepa como
una mancha por las solapas de su saco nuevo. ¿Renunciar de una
buena vez, aceptar que le finquen responsabilidades, pagar las
demandas de los pasajeros? ¿O seguir, resistir un poco más, trepar
los primeros escalones de la escalera de la iniciación?
Visiones culposas de barcos fantasmas, sin timonel, cruzan
ante sus ojos.
Pero le basta levantar la cabeza y mirar los racimos res­
plandecientes en el cielo para que regrese el fervor. Entorna los
labios y osa pronunciar otra palabra del instructivo, luego otra y
otra más, sosteniéndolas con un aliento que le revienta los pul­
mones. ¿Qué otra cosa somos sino verbo encarnado?, piensa. De
tanta fragmentaria proeza sobreviven fulgores instantáneos. La
fragorosa batalla del sí y del no parece amainar, escampa el gri­
terío que le punza en las sienes. Sus dedos se hunden en el hierro
de la borda.
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Se vuelve y mira hacia el puente de mando. El arco del radar
gira perezoso. El capitán tiembla y se estremece cuando una si­
lueta se recorta, inmóvil, de pie, contra el cristal violáceo. “Soy
yo mismo”, supone. “Tenemos capitán”. Y es como si en su sangre
helada se coagulara la intuición de una ruta futura, por más que se
trate de una ruta inexorable.

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Aeropuertos
{viajes/encuentros y desencuentros}

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Cristina Rivera Garza

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Cristina Rivera Garza (Matamoros, México, 1964). Autora de los li­
bros de cuentos La guerra no importa (Premio Nacional de Cuento San
Luis Potosí 1987) y Ningún reloj cuenta eso (Premio Nacional Juan
Vicente Melo 2001), y de las novelas Nadie me verá llorar (premios
Nacional de Novela José Rubén Romero 1997; e impac-conarte-itesm
1999, e Iberoamericano Sor Juana Inés de la Cruz 2001), La cresta de
Ilión, Lo anterior y La muerte me da. Es una de las voces más originales
de la literatura mexicana actual. Por su obra en general obtuvo el Premio
Internacional Anna Seghers 2005. Sobre Nadie me verá llorar, Jorge
Ruffinelli señaló: “No pretende que sus personajes simbolicen realida­
des amplias y abstractas. Ella respeta la circunstancia por ser circuns­
tancia, lo esencial por ser esencial. Sigue trabajando en lo pequeño (la
lección de Walter Benjamin), porque de esas pequeñas partes se compo­
ne el total de la historia. Ahí se demuestra un riesgo, un desafío, una
sabiduría narrativa, un lúcido manejo simultáneo de dimensiones dife­
rentes de lo circunstancial y lo trascendente”.

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El rehén

Me llamó la atención el anillo que llevaba en el dedo anular de la


mano derecha: una gruesa argolla de oro salpicada de pequeños
diamantes. Era ostentosa y femenina y, en la mano del hombre que
se sentaba en la fila de enfrente, no muy lejos de mí, parecía fuera
de lugar. Los mocasines afables. La perfecta raya en el pantalón de
lana. El saco de corduroy. El cuello. El mentón bien rasurado. Sólo
desvié la vista cuando me percaté de que lloraba. El sobrecogi­
miento cuando eso sucede: ver a un hombre llorar. Recargaba la
frente sobre los dedos de la mano izquierda, tratando sin duda de
cubrirse el rostro, pero eso no impedía que se notara la humedad
alrededor de los ojos, el recorrido vertical de las lágri­mas. Fingí ver
hacia la gran ventana con el hastío de quien espera un vuelo retra­
sado y, cuando eso no funcionó, abrí un libro. Me pregunté muchas
veces mientras intentaba leer una de sus páginas sin conseguirlo si
había puesto el libro en la maleta de mano para eso, para fingir que
no veía a un hombre llorar en un aeropuerto casi vacío al filo de la
madrugada. En realidad no podía ver otra cosa. Me incorporé con
la intención de caminar por los pasillos alumbrados y solos y, por
eso, me sorprendí cuando, en lugar de avanzar hacia la derecha, di
un par de pasos a la izquierda y le rocé el hombro.
—¿Necesita agua? —le pregunté.
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El hombre elevó la cabeza y guardó silencio. Me veía, es
cierto, pero no me veía. Sus ojos irritados parecían recapacitar
sobre alguna situación complicada y oscura. Pasaron minutos así.
Pasó mucho tiempo. Al final, cuando tuvo que aceptar que había,
en efecto, alguien enfrente ofreciéndole agua, sólo asintió con un
leve movimiento de cabeza.
Imaginé que conseguir el líquido sería fácil, pero no fue así.
Entre más caminaba sobre mosaicos resbalosos y frente a expen­
dios cerrados, sobre cuyos aparadores sólo podía ver mi propio
reflejo, más me convencía de lo absurdo que había sido mi ofreci­
miento. No sólo lo había interrumpido mientras llevaba a cabo un
acto íntimo y a todas luces doloroso, sino que también lo había
obligado a descubrir sus ojos irritados y rotos frente a mí. Me re­
criminé mi conducta y, derrotada, regresé a la sala de espera. Tenía
ganas de ofrecerle o una disculpa o una explicación, pero dejé
de pensar en ello tan pronto como lo vi otra vez. El hombre no se
había movido. Ahí estaba su frente, apenas apoyada sobre los
dedos de la mano izquierda, y la argolla dorada en el dedo anular
de la mano que yacía sobre su regazo.
A unos pasos de él, inmóvil también, sufrí un espasmo. El
agua que no conseguí cayó sobre mis zapatos, formando un pe­
queño charco en la alfombra gastada.

—¿Necesitas agua? —murmuraba y, ante la respuesta apenas


audible, me subía a un pequeño banco de madera, extendía el brazo
por sobre mi cabeza y colocaba un vaso de plástico sobre la base
de una ventana pequeña y alta que comunicaba el último cuarto de
una casa con el patio trasero de otra. Una mano pequeña y huesuda
tomaba el vaso a toda prisa entonces, como si temiera ser descu­
bierto y, segundos después, se podía oír cómo bebía el líquido
trago a trago hasta calmarse.
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—¿Quieres que haga algo? —le preguntaba entonces, toda­
vía en voz baja. Al inicio solía responder que no, que no quería
que yo hiciera algo en especial, pero a medida que pasaban los
días y los golpes no cesaban empezó a comunicarse a través de
una extraña forma de balbuceo. Preguntaba cosas absurdas. Tenía
curiosidad sobre cosas que a mí solían pasarme desapercibidas.
Quería que le describiera mi cuarto, los juegos de mesa que me
entretenían de tarde, la música que escuchaba por la radio. A su­
surros, tratando de evitar que se percataran de que alguien lo
consolaba del otro lado de la pared, respondía a sus preguntas en
todo detalle. Le contaba más.

Hubo una vez un hombre que lloraba en un aeropuerto, le decía.

Lo oía llorar por lo menos una vez a la semana. Como en un ritual


primitivo, la ceremonia de su llanto solía dar inicio con un grito:
un estertor femenino que se abría paso con suma lentitud desde un
lugar oscuro y cerrado. Pensaba, en esos momentos, en una cueva.
Pensaba en los esqueletos cubiertos de musgo que se ocultaban, con
toda seguridad, bajo un puñado de hojas muertas  y podridas.
Pen­saba en la palabra origen. Luego dejaba de pensar y escucha­
ba, uno a uno, los golpes. Mano contra espalda, cuero contra
muslo, cuerda contra mejilla. Algo duro y firme contra la man­
sedumbre de la piel. Algo sólido y puntiagudo contra la blandura
de la carne. Algo contra él. El ruido siempre me paralizaba. Estu­
viera donde estuviera dentro de la casa, cuando ese ruido me
alcanzaba detenía el juego o la plática o el proceso de digestión.
Abría los ojos, des­mesurados. Apretaba los dientes. Cruzaba los
brazos sobre el estómago súbitamente vacío. Luego iba a la coci­
na para servir el vaso de agua al que se iba acostumbrando poco
a poco.
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—Cuéntame de tu cuarto —pedía, con gran timidez, des­
pués de cinco o seis tragos. Y yo, con una voz muy baja, una voz
con vocación de venda o ungüento, le contaba.

Tenía un cuarto amplio, donde cabían dos camas gemelas y un


escritorio y una tienda de campaña. Había una ventana que abría
con frecuencia para ver las estrellas o para dejar salir a las pa­
lomillas nocturnas que a veces se colaban en la casa entre los
pliegues de la ropa seca. Había, entre las almohadas de tamaño
normal, una redonda, de color amarillo, con una gran línea curva
en forma de sonrisa, que no era en realidad una almohada sino
una bolsa donde se guardaban las pijamas. Había una radio que
encendía de noche, invariablemente. El croar de las ranas, le
describía eso.
—¿Hay una rana en tu cuarto? —me preguntaba con asom­
bro mientras se sonaba la nariz.
—¡Cómo crees! —le contestaba, irónica, olvidándome por
un momento que debía hablar en voz muy baja.

En una feria, alguna vez, una vidente me había anunciado muchas


lágrimas. Lágrimas masculinas. Había dicho: tu vida está llena
de lágrimas que no son de mujer. Recordé eso frente al hombre del
aeropuerto. Lo recordé cuando me senté a su lado y le ofrecí en
silencio el vaso de agua que no recordaba haber encontrado pero
que llevaba, de manera inexplicable, entre las manos.
El hombre del aeropuerto se volvió a verme con gran difi­
cultad. Dijo:
—No te preocupes. Ni siquiera sé si quiero agua —yo enco­
gí los hombros y volví a sacar el libro de mi equipaje de mano,
disponiéndome a hojear sus páginas a sabiendas de que no sería
capaz de leerlas. Vi las manecillas en mi reloj de pulsera: las 2:30
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de la mañana. Moví las rodillas de arriba abajo a gran velocidad
hasta que me di cuenta de lo que hacía. Entonces me detuve. Me
mordí las uñas con mucho cuidado y, cuando terminé, limé los
bordes maltrechos una y otra vez contra la tela del pantalón de
mezclilla. Cuando ya no pude más pensé en esa casa. Era, sin
duda alguna, una construcción extraña. De fuera parecía normal:
un jardín de buenas dimensiones, al que coronaba un ciprés de
muchos años, antecedía la aparición del porche. Y en el porche
estaba la banca de hierro y las macetas de colores que embonaban
perfectamente con el vecindario de avenidas amplias y construc­
ciones sólidas. Esa impresión cambiaba cuando se abría la puerta
de entrada. Detrás de ella, imperial y sinuoso, daba inicio el pasi­
llo. Para alguien pequeño, sin embargo, aquello no podía ser un
pasillo sino un túnel: algo estrecho y largo que parecía no terminar
nunca y que ocasionaba, por lo mismo, zozobra. En aquel enton­
ces no conocía la palabra pero sí la sensación. El pasillo era tam­
bién un eje a cuyos costados se abrían o cerraban puertas: hacia la
izquierda, la del comedor; hacia la derecha, la de la sala. Sobre el
lado izquierdo y de manera consecutiva: la cocina; luego, un patio
interior. Luego mi recámara. El baño. Sobre el lado derecho y de
manera consecutiva: otra recámara, otro baño. Al final de todo se
encontraba el último cuarto: una habitación húmeda, de grandes
mosaicos cuadrados de color gris, que sólo tenía una pequeña
ventana a la que le habían puesto un vidrio blancuzco que dejaba
pasar algo de luz pero no permitía ver del otro lado. La ventana,
además, no se abría. No, al menos, en un sentido estricto. Yo
empujaba la parte inferior y entonces se hacía una pequeña aper­
tura triangular, un ángulo de 45 grados o menos, por donde iba y
venía el vaso de agua. Iban y venían las palabras. El llanto.
—Mi infancia —murmuré de la nada, sin aviso alguno,
sorprendiéndome sobre todo a mí misma—. Mi infancia estuvo
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marcada por unos corazones que aparecían sobre el pavimento,
justo frente a la puerta del jardín de mi casa.
El hombre sacó un pañuelo de su bolsillo izquierdo y, des­
pués de sonarse la nariz, se volvió a verme una vez más. Parecía
haberse dado cuenta apenas de que alguien a su lado había pro­
nunciado un puñado de palabras. Parecía que el haber entendido
esas palabras lo llenaba de un gusto eufórico y extraño.
—Debió haber sido halagador —dijo, abriendo la posibili­
dad de la conversación.
Le contesté que no.
—Era vergonzoso en realidad —el libro abierto sobre mi
regazo, la mirada sobre el ventanal—. Todo eso lo era. Los cora­
zones de tiza. Mi nombre. El nombre de un desconocido. La flecha
entre los dos. Las gotas de sangre o de qué supurando por una de
sus orillas hasta caer al suelo.
El hombre sacó una libreta del bolsillo derecho de su saco.
Luego, sacó una pluma del bolsillo interior del mismo e, inclinado
sobre su propio regazo, con el trazo titubeante, dibujó algo en una
de las hojas cuadriculadas.
—¿Así? —preguntó, mostrándome un corazón dentro del
cual se encerraban dos nombres inverosímiles: Hnjkö y Jsartv.
Una flecha entre los dos.
Lo vi de reojo. El ruido cada vez más cercano de la aspira­
dora me distrajo. No muy lejos de ahí, un hombre de overol azul
pasaba un trapo húmedo sobre los asientos vacíos de la sala de
espera. El olor a amoniaco.
—Deben venir de muy lejos —dije por toda respuesta—.
De otro planeta —añadí mientras tragaba saliva.
El hombre sonrió: una leve inflexión del labio superior, una
sutil inclinación de cabeza. Me miró. El aterrizaje de un avión nos
despabiló.
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—¿Cómo lo sabes? —preguntó, extrañado, cuando se vol­
vió a verme. Iba a decirle que no lo sabía, por supuesto, que nadie
podría saberlo, pero en lugar de hacer eso le relaté, con una faci­
lidad que me tomó por sorpresa, aquella tarde fresca, una tarde de
jueves si mal no recordaba, en que los había conocido. Estábamos
en un río. Yo seguía de cerca a mi padre, saltando de piedra en
piedra hasta encontrarme casi en el centro de la corriente, y ellos, pa­
ralizados en la orilla, me veían avanzar. Más tarde, cuando mi padre
me mostraba la manera exacta de lanzar piedrecillas lisas y planas
para que rozaran apenas la superficie del agua y siguieran, sin
embargo, avanzando, se aproximaron. Algo les había ganado: sus
ganas de saber.
—Hnjkö y Jsartv —murmuró el hombre, viéndome a mí y
al techo del aeropuerto al mismo tiempo, viendo también el río
y las piedras y el reflejo de la luz sobre nuestras huellas: todo el
cielo azul sobre su cara—. Siempre me los imaginé así —añadió.
Sospeché. Lo observé con cuidado: las bolsas bajo los ojos.
Los labios rosas. El nacimiento de la barba. Dudé, ciertamente.
Me volví a ver las caras ajadas de los pasajeros que aparecían, en
lo más hondo de la madrugada, por la estrecha puerta de arribo.
—Fueron ellos los que descubrieron todo ese asunto de los
corazones —le informé, aprovechando que también se había dis­
traído con la llegada de los pasajeros. Hay ojos que se alumbran
de inmediato, cegadores, y otros que, como el caracol sobre la
pared húmeda, se toman su tiempo. Los del hombre que lloraba
eran de los segundos. Su transformación fue pausada pero notoria.
Poco a poco, la mirada se deslizó hasta posarse, ávida, sobre el
pavimento desigual de una calle sobre cuyo pavimento desigual
aparecía, cada mañana, un corazón pintado con tiza blanca.
—Lo vieron una madrugada —le dije—. Justo antes del
amanecer.
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Algo muy cercano al gozo me invadió cuando comprobé
que el hombre del aeropuerto mantenía ese silencio palpitante que
invita a la continuación de los relatos.

Me preguntaba cómo resistía todo aquello. Cuando oía el estertor


que marcaba el inicio de la golpiza, podía ver sus brazos sobre la
cabeza, tratando de protegerse de lo inevitable, su cuerpo arrin­
conado en un esquina del patio trasero de su casa. Podía aspirar
el aroma de su miedo. Y ver sus lágrimas, eso podía hacer desde el
otro lado de la pared, mientras me quedaba inmóvil, conteniendo la
respiración. Sobrecoger significa horrorizar, en efecto, pero lo que
sucedía en esos momentos no era un contacto con el horror sino un
proceso más íntimo y callado. Algo me avasallaba y me obligaba a
cruzar los brazos sobre el estómago en actitud de abrazo o defensa.
Un movimiento inmemorial. Algo me sobrecogía y me dejaba a un
lado de la pared, inútil y espantada, el hombro y la cabeza recarga­
dos contra su superficie plana. El dedo que se desliza, sin conciencia,
por la mirada. Luego: el agua. Luego: las palabras.

La noticia apareció en las páginas interiores del periódico, le de­


cía. Un hombre llorando, efectivamente, en la sala vacía de un
aeropuerto. Una madrugada.
—¿Y él por qué llora? —me preguntaba a susurros, tragán­
dose los mocos y colocando el vaso ya sin agua en el borde oxi­
dado de la pequeña ventana.
—Supongo que por lo mismo que tú —le contestaba des­
pués de un rato, dubitativa—. Porque alguien le está pegando.
—Pero la sala está vacía, eso dijiste.
Guardé silencio. Un silencio avergonzado.
—No te preocupes —balbuceó con una voz apenada, con­
trita, después de un rato—. Yo nunca he viajado en avión.
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Las paredes estaban pintadas de blanco: un color iridiscente. Eso
le contaba. Había cucarachas que volaban de una esquina a otra de
mi cuarto, especialmente en el verano. Esperaba impresionarlo con
ese tipo de información, sobre todo con el tono frío y científico
con que lo contaba. Había hormigas: largas hileras. Los mosaicos
del piso eran de color verde: un verde difícil de describir. Eso le
decía. Un verde de mayólica. Ahí caían, ruidosas, las canicas.
Sobre ellos bailaba al compás del tocadiscos con zapatos de ga­
musa. Bebía limonadas en grandes vasos de plástico. Los pájaros
hacían muchos nidos en las ramas del ciprés. Cuando uno pasaba
bajo su fronda vertical podía darse cuenta de que esos pájaros no
cantaban, sino que emitían gritos punzantes, chillidos en realidad.
El eco de una sirena lejana. Como si sus patas estuvieran pegadas
a los troncos, abrían los picos más para quejarse o para pedir
auxilio, que para entretener al viento. Soñaba con salir de ahí:
soñaba con convertirme en la hormiga que por fin se pierde dentro
de la grieta correcta o el pájaro que logra, por casualidad o con­
vicción, zafar la pata del pegamento.
—¿Y para qué querrías desaparecer? —me preguntaba a
susurros del lado de su pared. Eso me ponía pensativa. Encontrar
una respuesta a esa pregunta se convirtió en una obsesión de la
infancia. Una hormiga. Una hilera. Un pájaro. Una desaparición.
¿Para qué querría uno una cosa así?

El último cuarto de la casa era, sobre todo, un suplicio. Eso le


contaba también. Aunque estaba planeado para los invitados, los
pocos que nos visitaban preferían dormir en el mío, en la pequeña
cama gemela que no ocupaba nadie, a pasar una noche en esa ha­
bitación húmeda y oscura. Todos lo evitábamos en realidad. Pen­
saba que con esto lo impresionaría. Ahí se guardaba la ropa de
invierno o los viejos juguetes de mesa o los adornos de Navidad.
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No sabía por qué, siendo la más pequeña, era usualmente yo quien
tenía que ir hasta el final del pasillo para buscar un par de botas o
bolas de unicel. Cuando iba, cuando no tenía otro remedio más
que ir al último cuarto, avanzaba con cuidado, deslizando el dedo
sobre la pared del pasillo como si no quisiera perder contacto con
algo que dejaba atrás. Una vez adentro, me detenía, paralizada. El
olor era distinto ahí. Musgo. Naftalina. Polvo. El sol, que ilumina­
ba el resto de la casa, no entraba en esa habitación. Era otro mundo.
Ahí era siempre de noche. Siempre hacía frío en ese planeta. No
había ningún ruido. Ahí, del otro lado, alguien lloraba. Eso le
contaba. Un niño. Alguien que pedía agua. Nadie hablaba de él,
aunque sus gritos y gimoteos entraban en la casa por la ventanita
y, luego, se escurrían, como el agua que tomaba para calmarse, por
el pasillo, por el túnel que era el pasillo, hasta encontrar la puerta de
entrada, nadie hablaba de él. Eso le decía. Mis padres se miraban
de reojo cuando todo aquello empezaba y guardaban un silencio
bien educado, un silencio compasivo y pétreo que me producía
más que alivio, miedo. Yo me abrazaba a mí misma y me inclinaba.
El llanto del niño, el llanto que venía de la otra casa, se detenía
sólo un segundo bajo el ciprés del jardín y, ahí, se confundía con
los gritos de los pájaros enloquecidos. Luego todo volvía a empezar.
No sabíamos en qué momento se volvería a desgajar la atmósfera
de la casa, pero sí teníamos la certeza de que pasaría otra vez. Una y
otra vez. Una más. Un vaso de agua.

—Hnjkö tenía los ojos azules —le expliqué al hombre—, y Jsartv,


que siempre estaba a su lado, también. Parecían gemelos —titu­
beé—. Creo que lo eran.
—Apuesto a que les gustaba jugar con eso —dijo—. Con su
parecido. Confundir a la gente, ya sabes. Las bromas.
—Sí.
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—Pero Jsartv tenía los ojos cafés —añadió luego de un
rato—. Ojos cafés como los tuyos —dijo, mirándome de frente y,
cuando no vio ninguna reacción, tomándome el rostro entre sus
dos manos con una violencia apenas contenida—. No trates de
engañarme.
Me sonreí en silencio. Bajé la vista. Hay un hombre que
llora en un aeropuerto, le contaba yo a alguien a quien nunca vi.
El hombre lleva una daga dentro.
—¿Dentro de qué? —me preguntaba la voz infantil.
—Dentro de su cuerpo —le decía—. Naturalmente, sí.

La representante de la aerolínea que se acercó a darnos informes


sobre el estado del vuelo retrasado llevaba el rimel corrido y, cada
que abría la boca para ofrecer una nueva explicación, nos bañaba
con el aliento viciado de alguien que no ha comido en días.
—Parece que terminaremos pasando toda una vida aquí
—dijo el hombre, ensayando un humor triste, a medias derrotado.
—Es el clima —repitió la encargada una vez más, apenas
compungida—. Causas fuera de nuestro control.
Desde el último cuarto del que no podía salir, me pregunté si
existían otras causas. Otro tipo de causas. Si existía algo que en
realidad estaba o pudiera estar bajo nuestro control. El clima. Los
corazones que aparecen sobre el pavimento. El llanto. Una parvada
de pájaros que graznan, enloquecidos. Hnjkö. Jsartv. El amor.
—Toda una vida juntos aquí —repitió el hombre cuando la
encargada hubo partido. Suspiró. En ese momento el silencio en
el aeropuerto vacío fue total. La luz, esa luz. El reflejo. Abrí la
ventana. La oscuridad. Luego regresó el eco de la aspiradora, el
rumor de algunos pasos.
—Llevamos toda una vida juntos —susurró—. Toda una
vida juntos, aquí —se señaló las venas en la parte posterior de las
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muñecas. Luego volvió a colocar las yemas de los dedos de la
mano izquierda sobre su frente y, una vez más, fue incapaz de
ocultar lo que hacía: algo íntimo e impostergable y vergonzoso.
Algo roto a la mitad.

Nunca le pregunté cómo había llegado ahí. Tampoco le pregunté


su nombre o su edad. Durante todo ese tiempo, me limité a hacer
lo que me pedía: describirle mi cuarto, hablarle de la casa, contarle
historias que acontecían en lugares muy lejanos y raros. Un aero­
puerto. Un río. Una playa. Cuando terminaba, cuando todo volvía
al silencio inicial, regresaba a través del pasillo al mundo real. Me
colocaba bajo las ramas del ciprés hasta que el graznido de los
pájaros me obligaba a correr. A veces corría alrededor de la cuadra,
buscando su casa. Tratando de identificarla. Todas me parecían
igual: eran construcciones sólidas en cuyos jardines de buenas
dimensiones crecían rosales y geranios. Casi todas tenían un árbol
de tronco grueso en cuyas frondas vivían, pegadas las patas a sus
ramas, los mismos pájaros. A veces sólo corría por correr. Corría
para escapar sin saber, en realidad, por qué querría hacer algo así.
Corría hasta que el aire explotaba dentro del cuerpo y los pies se
volvían ligeros y, en lugar de correr, levitaba. Eres real, quería
decirle. Para eso lo buscaba, para decirle que había un mundo
fuera del último cuarto de la casa. Que el río y el aeropuerto y la
playa eran reales. Que yo lo era.

Hay un hombre que llora en un aeropuerto, le repetía. Trataba de


consolarlo mencionando que incluso alguien mayor, un hombre
adulto y de traje que, además, se trasportaba en avión, podía hacer
aquello que él estaba haciendo: llorar. Pensaba que su debilidad o
su terror, así, podrían adquirir dimensiones humanas. Algo con­
mensurable.
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—¿Pero por qué llora él? —insistía en su pregunta como si
cada causa provocara un llanto distinto.
—Por lo mismo que tú —replicaba con el latido del corazón
zumbándome en los oídos—. Siempre es por lo mismo, ¿no lo
entiendes?
No lo entendía así: eso me transmitía su silencio. Había
causas ajenas y causas bajo control y causas fuera de control. El
clima. El amor. La zozobra. No las hubiera podido llamar así en
esos años: carecía del vocabulario. Eso lo fui comprendiendo o
imaginando sólo después, con el tiempo. Sólo aquí.

—Los corazones los pintaba él —le dije—. Lo hacía de madrugada,


como ahora —recapacité—. El día en que lo descubrieron sentí
un malestar tremendo. Sentí vergüenza.
El hombre que lloraba en un aeropuerto guardó silencio.
Trataba de contener la respiración, no había duda. No retiró la
mano de su cara ni cambió de posición. Su único cambio era invi­
sible: el resuello. Un resuello largo y suave, como de tarde gris.
—Lo agarraron in fraganti —continué—. Cuando elevó la
vista bajo el círculo de luz que formaba la linterna todo quedó al
descubierto: un hombrecillo pequeño y flaco, de gruesas gafas
verdes, con el pedazo de tiza en la mano. Eso era. Un niño viejo. Una
criatura pálida y temblorosa. La saliva acumulada en las comisu­
ras de su boca. Un par de adultos lo jalaron del brazo y, cuando ya
se lo llevaban, les gritó con una voz gangosa y aguda, una voz que
nunca había escuchado antes y que me llenó de terror, que no
podía ir con ellos. Que pronto saldría su avión. Que se le hacía
tarde para llegar al aeropuerto.
Me volví a ver al hombre de junto y comprobé que nada
había cambiado. La mano izquierda sobre el rostro, la derecha
sobre el regazo. El llanto.
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—Su llanto, como siempre, me dobló en dos —continué—.
Esa vez vomité —susurré, la voz cada vez más baja, cada vez más
ajena—. Por la vergüenza —afirmé—. Por la vergüenza que me dio
verlo ahí, sobre la calle, dibujando corazones.
El hombre de junto se descubrió el rostro. Las dos manos
ahora sobre su regazo.
—Y entonces salió Jsvart y se sentó bajo el ciprés y trató de
despegar el pájaro de la rama y, al no lograrlo, lo despedazó. ¿No
es cierto?
Le contesté que sí. No lo dije, en efecto, pero moví la cabeza
de arriba abajo, asintiendo. Un movimiento inmemorial. La mano
que toma el ave y jala, una a una, las plumas de sus alas. La mano que
rompe, horada, mutila. La mano que entierra, sentimental. No le
pregunté cómo sabía eso pero, con sumo cuidado, cerré la ventana.
Cuando ya iba rumbo al avión, me descubrí deslizando el dedo
índice sobre las paredes del estrecho pasillo que nos llevaría
hasta la puerta de entrada. Lo vi a lo lejos: los hombros caídos, los
pasos lentos, el saco de corduroy. Iba delante de mí, deslizándose
sobre el suelo más que caminando. Pensé que el amor nunca ha
dejado de darme vergüenza. Miedo. Y pensé, con alivio, que
pronto estaría en el último cuarto.

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Luis Felipe Lomelí

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Luis Felipe Lomelí (Guadalajara, México, 1975). Ingeniero físico,
ecólogo y filósofo. Autor de Todos santos de California (Premio Nacio­
nal de Cuento San Luis Potosí 2001), La flauta mágica, Ella sigue de
viaje y Cuaderno de flores. “El cielo de Nequén” obtuvo el Premio
Latinoamericano de Cuento Edmundo Valadés 2005. Tiene el honor de
haber escrito un cuento comparado con “El dinosaurio”, de Augusto
Monterroso, merced a su brevedad y eficacia, que se titula “El emigran­
te”, y dice así: “—¿Olvida usted algo? —Ojalá”. Sobre Ella sigue de
viaje, Lomelí opinó: “Todas esas cosas que se desarrollan afuera, en lo
público, entran en lo privado, en el amor, y así seleccioné sólo lo que
tenía que ver con el amor, con la idea de la pareja y cómo es afectada
por los viajes…”

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Gente sencilla del campo

Tenía que estudiar antes de irme al concierto con Alicia. Pero en


lugar de hacer eso estaba, bajo treinta y cinco grados y frente al
ventilador, escribiendo por doscientos pesos un ensayo sobre el
racismo para que un amigo arquitecto aprobara su materia de va­
lores socioculturales. Tarea fácil, de eso sacaba para las cheves y
algo más. Total, quién habría de sospechar de un estudiante de
ingeniería. Así que estaba yo explayándome acerca del porcentaje
de morenos y blancos en el área metropolitana de Monterrey, di­
vidida previamente en zonas según los datos del inegi sobre el
ingreso económico, cuando oí que desde la calle gritaba Roberto.
—¿Lobo estás ahí?
—Nooooooo, me estoy bañando.
—Jugaremos en el bosque/ mientras el lobo no está/ porque
si el lobo aparece/ a todos nos comerá. ¿Lobo estás ahí?
—Nooooo, estoy haciendo fraude académico con un ensayo
sobre el racismo en Monterrey.
—Ji ji ji ji ji. ¡Ya ábreme cabrón!
Roberto siempre encontraba alguna estupidez nueva para
gritarme, yo era menos imaginativo pero me latía seguirle la co­
rriente. Una vez el cabrón gritó: ¿no estoy yo aquí que soy tu madre?
Y terminamos con la cabeza gacha escuchando la perorata de una
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ñora, de ésas que nunca se quitan el delantal, que por casualidad
barría la banqueta en esos momentos: sí, señora, usted disculpe,
no lo volveremos a hacer. Por lo menos al Beto sí le caía el veinte
de cuándo tenía que dejarse de mamadas para no meterme en
broncas, a diferencia del Ruso que era especialista en cagarles los
ovarios a las meseras del Vips al grado que estuvimos a punto de
que no nos volvieran a dejar entrar.
Le aventé las llaves por el hoyito del mosquitero y el enrejado
de la ventana de mi apartamento. Volví a mi Olivetti con ganas de
terminar el ensayo con algo así como: sí, la sociedad regiomontana
es una mierda. El problema es que mi cuate el arquitecto había naci­
do en Monterrey. Bueh, lo podría terminar más tarde, a fin de cuentas
él tenía que entregarlo después de la comida y aún quedaba harta
noche y harta madrugada para darle y luego estudiar para el estúpido
examen de Electrónica I. Eso pensé, aunque lo más seguro es que
no fuera a estudiar —como en efecto pasó— pues me parecía una
pendejada la dichosa materia, una estupidez que nos hicieran armar
circuitos con chips obsoletos que sólo se vendían con fines pedagó­
gicos en las repúblicas bananeras como México, prefería que nos
pusieran a reparar hornos de microondas o algo más práctico que
armar interfases análogo-digitales: lamentablemente, las preferencias
de un estudiante no son exactamente las preferencias de los maestros.
—¿Qué onda, wey? Traje a una amiga —dijo Roberto sa­
cando una caguama de la bolsa de su pantalón.
—¡Chingón, my friend! ¿Y qué pedo, te la robaste como los
cabrones de la película de Kids?
—A huevo, wey.
—¿Te cae?
—Nel, wey, eso quería pero los vatos del Super 7 de acá están
bien a las vivas, como que han de ser una bola de ratas los estu­
diantes de por aquí.
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La destapamos. Me comentó de la hermana de una amiga
de él que se había sentido Alfonsina y, después de emperifollarse,
caminó por la arena hasta terminar ahogada entre el petróleo y el
agua salada de Tampico. Luego nos preguntamos sobre si aún
existía alguna manera de suicidarse que fuera original. No encon­
tramos ninguna. Le platiqué sobre la mona que escribió que ma­
ñana me llenarán la boca de flores, sobre el tío chef que decidió
asesinar a mi tía con ligeras dosis de cianuro, sobre otro tío que
—en su camino al seminario— durmió en Roma entre las ruinas
de la Segunda Guerra y al despertarse entre ratas y a lado de una
calavera sintió hartas ganas de desayunarse unos chilaquiles.
—No mames, wey, hay que dejar de leer.
—¿Por qué?
—Pues porque, wey, es de la mierda ver que hay un chingo
de banda a la que sí le ocurren cosas interesantes, mientras que
nosotros lo más cabrón que le podemos contar a nuestros nietos es
que pasamos algunas borracheras y ¡putas! sí, podemos aderezar
un chingo la anécdota, pero a fin de cuentas nomás nos damos
atole con el dedo y siempre nos queda el desasosiego de saber que
nuestra vida es de lo más pinche aburrida del mundo, wey, que nun­
ca  nos ha pasado nada que valga la pena y hacernos chaquetas
mentales sobre por qué Livingstone se quedó a vivir entre los
pinches africanos cuando bien pudo haberse regresado a coger a
cuanta londinense pudiera engatusar con sus historias del conti­
nente negro. Por eso estamos solos y por eso hay que chingarnos
esta guama.
Prendimos un par de Alitas. Nadie usa palabras como desa­
sosiego más que Pessoa y los que hemos perdido el tiempo leyéndolo.
Así que hablamos sobre el portugués mientras nos terminábamos la
cheve y yo miraba de cuando en cuando hacia mi libro de electró­
nica, hacia mi máquina cuya hoja mostraba el ensayo inconcluso.
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Por qué no ser como Pessoa quiso que fuera Álvaro de Campos. Por
qué leer a Pessoa cuando a uno se lo carga la mierda, por qué no
esperarse a estar tan feliz como para sentirse parte de los árboles
y de los cables de acero que atan a los postes de teléfono. Pero de
Pessoa pasamos a hablar del Tajo y de los ríos, a contar anécdotas
de la infancia que tuvieran ríos y piedras de río, de cuando quise
atrapar chacales para que una señora me hiciera una sopa de lan­
gostino y terminé con los dedos hinchados por las quelas.
—¡Ah qué pendejo estás, wey!
—Ya te quiero ver, cabrón, atrapando langostinos. No es
fácil, pendejo.
—Oh, chingá, wey, no te esponjes. ¿Qué vas a hacer hoy?
—preguntó antes de empinarse de filo lo que quedaba de cerveza.
Siempre ha tomado más rápido que yo el cabrón y, por tanto,
siempre me toca menos.
—A las nueve y media me quedé de ver con Alicia para ir al
concierto de Milanés.
—¿Y te la vas a coger, mi rey?
—No sé. Sólo si ella hace algo. Ya ves que soy bien pendejo.
—Bueno, wey, pues en ese caso: vámonos al desierto. ¿A
poco no estás hasta la madre de la ciudad?
Estira y afloje. Le dije que no la podía dejar plantada porque
ya lo había hecho las dos veces anteriores y además ella me había
regalado el boleto. Que sí tenía un chingo de ganas de largarme de
la paradisiaca ciudad de Monterrey pero que teníamos que llegar
a tiempo de vuelta, que no fuera a salir con mamadas de que había
que pasar la noche a la intemperie ni pendejadas de ésas.
Guardé los Alitas en la bolsa de la camisa. Tomé la botella de
whisky que recién había comprado (sabor no tan pinche y borra­
chera garantizada con la mítica promesa de que el escocés no genera
cruda). Roberto dijo que por eso me quería y preguntó si no tenía
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algunas tortillas o lo que fuera por si nos daba hambre. Tomé una
bolsa de papas fritas de Sebastián, mi compañero de depa, y baja­
mos del edificio hablando de Lawrence de Arabia y demás estupi­
deces desérticas que dieron para seguir la conversación hasta que
quité el bastón de seguridad, el coche se calentó después de un
cronometrado cigarro, y tomamos por Avenida Garza Sada y luego
por Avenida Constitución. Las manos me brincaban de tanto en
tanto, ya quería llegar a la carretera para poder tomar sin miramien­
tos de la botella, para que por fin dejaran de desfilar los edificios a
cien kilómetros por hora y nos encontráramos en otro desierto, en
uno que no hirviera en desesperanza de adolescentes que rondan
por la Macroplaza en busca de algo más que algodones de azúcar.
Sintonizamos el estéreo en Radio Nuevo León para ponernos
a identificar las rolas de música clásica con comerciales de la tele.
Entramos al municipio de Santa Catarina entre las fábricas
y los arrabales que penden del Cerro de las Mitras hasta el lecho
del río, a lado de los tráilers y las filas de gente en las paradas de
los camiones urbanos, en esta zona en donde la ciudad se siente
más percudida que de costumbre: un pinche mugrero, como dije­
ran los regios. Ciudad embadurnada con hollín y grasa, ceniza de
crematorio. Tráilers y filas de gente.
—No mames, wey, ha de ser bien cabrón ser trailero ¿no?
—Se me ocurren varias razones, pero suelta primero tu idea.
—Pues porque te la pasas todo el tiempo solo. Y lo culero
no es la soledad en sí, lo culero es tener tanto tiempo para pensar
en ti mismo, wey, para aventarte tus terapiadas hasta recordar por
qué fue que una vez te masturbaste con aguacate o cualquier
pendejada: por qué te da miedo ser tú el de la iniciativa con las
viejas o hasta por qué no te gustan los garbanzos.
—Eso sería lo de menos, ca’on. Supón que tienes un pedo
porque crees que tu vieja coje con tu carnal y te toca la corrida de
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Ciudad Juárez a Ciudad de México. No mames, sería como el
chiste del wey que va a pedir un gato para cambiar su llanta: de
tanto pensar en el asunto terminas convenciéndote del peor caso y
llegas a tu casa, cruceta en mano, y en cuanto tu vieja sale a recibir­
te le sorrajas de putazos con el fierro gritándole que es una puta.
—A huevo, wey. Puede que eso sea divertido ¿no?
—Igual.
—Neta, cómo se sentirá darle de putazos a alguien con un tubo.
—¿A poco nunca lo has hecho?
Nos detuvimos en el último Super 7 que hay en la carretera
de Monterrey a Saltillo. Dimos vueltas por el establecimiento.
Tomamos una bolsa de cacahuates japoneses, unas botellas de
agua. Compramos otras dos cajetillas de Alitas. A la salida, mien­
tras yo checaba el aire de las llantas, Roberto se puso a platicar
con un ruco que boleaba zapatos. Me acerqué a ellos. Roberto
tenía en las manos Muerte en Venecia y, nada más y nada menos
que, ¡Absalón, Absalón! Eran del boleador y nos dijo que los
mostraba a trueque porque ya los había leído, que nos recomen­
daba el de Faulkner. Corrí a la cajuela del coche, donde a veces
dejaba olvidados los libros que no habían sido de mi agrado, para
ver si encontraba algo con qué hacer el negocio: carajo, recién
había limpiado el auto después de un buen. Le preguntamos al ñor
si siempre se ponía ahí, dijo que ey, que la mayoría de las veces,
y quedamos en volver para catafixiarle unos librucos.
Los agradables treinta y cinco grados iban descendiendo de
a poquito mientras salíamos del estacionamiento tragando caca­
huates japoneses y hablando de una película en donde el boleador
de zapatos era el vato más cabrón de todos, el más culto, el que
tenía la información más choncha, al que iban a visitar detectives
y astrólogos, y que de seguro el ruco con el que nos acabábamos
de topar tenía doctorado pero requería pasar de incógnito porque
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era un perseguido político o que, a lo mejor, el compa se había
encontrado los libros tirados y nomás decía que los tenía a trueque
para ver qué cara ponía la banda. Ideamos varias historias, todas
igual de malas o igual de clichés: el sesentayochero que se perdió
en las drogas, el escritorcito que nunca quiso venderse al sistema
y demás pendejadas.
Por fin la ciudad se fue quedando atrás y sólo rebotaban
contra los cristales del auto los trozos de concreto desperdigados
que salpican el desierto, como semillas de la ciudad que será
después: las vulcanizadoras que se recorrerán varios kilómetros
con los años, los chatarrales. Le di un trago largo a la botella de
whisky antes de tomar la desviación a Villa de García. Desierto.
En lontananza las dos fábricas que resguardan la carretera como
monumentos de algo que fue o que será. Roberto sacó la cabeza
por la ventana, como los perritos. Luego la metió y me preguntó
si había visto lo cabrón que se veían las fábricas al atardecer, así
como sacadas de una película futurista de los años treinta.
—Pues sí, cabrón, veníamos juntos cuando las vimos.
—¿Te cae?
Pero aún faltaban dos horas para el atardecer, a lo mejor de
regreso nos tocaba revivir la panorámica. Por lo pronto nos podía­
mos contar historias sobre fantasmas con olor a herrumbre. Todo
sería cuestión de parar y contársela al velador para que en corto se
convirtiera en verdad a voces: pues dicen que por acá, en las no­
ches en las que se le forma el halo ése a la luna, el como circulito,
en el cuarto de las calderas... Así habíamos hecho cuando se nos
ocurrió la historia de un Ruta 1 fantasma que se lo había llevado
la corriente del Santa Catarina cuando el Gilberto y desde entonces
aparecía y desaparecía en las tardes de tormenta: fuimos y se la
contamos a dos o tres choferes de la misma ruta y, un año después,
platicando con otro chofer del Tec-San Nicolás, él me reseñó
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nuestra historia con harto aderezo. Fue un buen paliativo: si de nues­
tras vidas no había nada interesante que contar, por lo menos po­
dríamos crear leyendas urbanas.
—Oye, wey, ¿dijiste que ibas a ir con Raquel al concierto?
—Nope, con Alicia.
—Mal pedo, ¿la vieja se sigue dando su taco?
—¿No quieres mejor que hablemos de la taxonomía de los
invertebrados endémicos en Madagascar?
—‘Ta bueno, wey, no te enojes.
El oasis de Villa de García a la vista. Justo antes de entrar a la
parte de la carretera con camellón bajé la velocidad para que no me
fueran a chingar los tránsitos del pueblo. Por suerte sólo había trán­
sitos por aquí y no judiciales ni sorchos como en Real de Catorce,
así que siempre era una mejor opción venir para acá por peyote.
—¿Y tú qué pedo con Lucía?
—Pus ahí va, wey, aún se coge rico.
Pasamos Villa de García para enfilarnos hacia Icamole y
luego agarrar hacia Las Azufrosas. Le comenté que a lo mejor
conseguía que nos dieran un espacio en la radio para que hiciéra­
mos un programita, dijo que estaría chingón, que siempre es a toda
madre saber que la banda escucha tus pendejadas. Y fue lo último
que se dijo de ahí hasta Icamole: un recorrido de cigarros sin filtro
y tragos de whisky, de gobernadoras a treinta grados y Brahms en
tres movimientos. Luego silencio de motor de auto, apagar el esté­
reo. Silencio que no necesita de nada para estar a gusto.
En el falso pueblo fantasma de Icamole estuve a punto de
atropellar a un morrillo y a Roberto le dio tristeza un viejo que
fumaba solo sobre una piedra. Vimos algunas gallinas, un burro.
—¿Leíste Platero y yo, wey?
—Simón.
—¿Y te latió?
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—Nel, pinche vato maricón y cursi empelotado por su puto
burrito.
—Órale, wey, a mí sí me latió. Cuando viví en Oaxaca de
niño tenía un burrito y era pocamadre dormirse arriba de él. Están
bien acolchonados los cabrones.
—Pus chido, ca’on. Pero igual se me hace recursi y ridículo
el libro.
—Lero lero, tú no tuviste burrito, tú no tuviste burrito.
—Pus no, ca’on. ¿Qué no te has fijado que es medio cabrón
tener burros en un edificio de departamentos?
—Tú no tuviste burrito, tú no tuviste burrito.
—Pero tú no tuviste pecesitos.
—Sí tuve.
—¿Y conejos?
—También.
—¿Y tortugas?
—A huevo, mi rey.
—Pues chinga a tu madre, cabrón.
Una vez en la brecha rumbo a Las Azufrosas acomodé el
bastón de seguridad en el acelerador para sacar el cuerpo y sentarme
en el filo de la ventana del carro. Roberto también se sentó en el filo
de su ventana, así que quedamos con el techo de por medio, sintien­
do el aire tibio pasar entre las axilas. Con la mano izquierda hacía
como que controlaba el volante y dos o tres veces tuve que volver
al asiento para acomodar otra vez el bastón puesto que el auto
quedaba o acelerado de más o de menos. Alrededor sólo yucas,
gobernadoras, viznagas, algún huizache perdido y chaparro y tierra,
mucha tierra, tan vasta y tan inútil como la meta de cualquiera.
—Neta que esto es bien instintivo, ca’on.
—A huevo, wey. Imagínate a un león sacando la cabeza por
la ventana. Se ha de sentir bien chingón el aire en la melena ¿no?
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Seguimos así, hablando de cualquier tontería, acabándonos
los cigarros, rolando la botella y yo, de cuando en cuando, bajan­
do hasta el volante para sortear los hoyos de la brecha. Un rato
después nos detuvimos para echar una miada, como dice Sabina,
haciendo circulitos. Del lado izquierdo del automóvil quedaba un
cerro un tanto empinado, pelón, y nada ni nadie más en la cañada
de cerros alzados en farallones.
—Qué pedo, ca’on, unas carreritas a ver quién llega prime­
ro a la punta del cerro.
—No mames, wey, yo me quería tirar en la arena.
—Luego te tiras, no seas huevón.
Después del consabido “en sus marcas” retamos a nuestros
pulmones y a nuestro hígado para que nos llevaran hasta la cima.
Roberto cogió la delantera, al llegar a las faldas del cerro se alerdó
y conseguí rebasarlo. Iba asombrado de que mis bronquios no se
me hubieran salido por la boca mientras alcanzaba tres cuartas
partes del cerro cuando volteé a ver a Roberto justo en el instante
en que se tropezaba con una piedra y se iba de bruces.
—Qué pedo, ca’on, ¿te caes de hambre?
—Vete a la verga, wey: ya ganaste.
Nos quedamos sentados un rato, cada quien en su lugar del
cerro. No alcanzaba a verse ningún vestigio de civilización y los
caminos se difuminaban entre la tierra árida. Me quité la camisa.
Y bien me daban ganas de encuerarme pero me daba más hueva
volverme a vestir, así que nomás me bajé los pantalones para
sentir el aire entre los testículos. Harto refrescante el asunto en
una tarde que menguaba después del calor de inicios del supuesto
otoño regiomontano.
Luego regresamos al carro corriendo, dando vueltas por la
ladera del cerro (aunque, claro, ya con los pantalones puestos). En
un resbalón me llené la mano derecha de aguates de una biznaguita
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que me hizo mentar de madres y anhelar que, si hubiera sido peyo­
te, en lugar de dolor me habría dispuesto a contemplar todo con
colores más bonitos. Pero no, nomás un pinche whisky que por más
tragos que le daba se empeñaba en no causarme ningún efecto.
—No mames, ca’on. Un día de estos deberíamos de traernos
dos viejas para cogérnoslas aquí.
—Ay sí, wey, y qué tal si en una de ésas volteo y te veo tus
pinches nalgas albinas: ¡me vas a cortar toda la puta inspiración!
—Y qué pedo: ¿tú crees que me excita verte tus pinches
tatuajes?
—Ah, ¿a poco no te late el de mi cuate el Quetza?
—Bueno, cabrón, te aviento por aquí y yo me voy a coger
un kilómetro más pa’llá.
Volvimos a andar en el auto y unos minutos más adelante
nos encontramos con un páramo de pura tierra.
—¿Unos trompitos, wey?
Aceleré el coche. Di el volantazo. El pinche carro ni siquie­
ra se coleó. Volví a acelerar, a dar el volantazo metiendo el freno
de mano (como previamente me había dicho Roberto cagado de
risa). Ahora sí que dimos vueltas y quedamos estacionados, to­
siendo a mitad de una inmensa nube de tierra.
—Va de nuez, ¿no? Pero ahora sí le subimos al vidrio.
Uno y otro más. Y otro. Y otro. Sentía que el pinche coche
en una de ésas se iba a dar el volteón. Un trago de whisky, una
calada al cigarro y otra vez a dar vueltas, a sentirnos partícipes de
la Baja 1000 o de la París-Dakar. Roberto puso un caset de Korn,
subió el volumen y yo salí del páramo para meterme a la brecha a
lo más que podía acelerar. El auto rebotaba en los hoyos y contra
las piedras. Otros tragos de whisky y justo pasar la botella para
rectificar el volante y no terminar contra el tronco de un mezquite.
Las bocinas sonaban a todo. Hacer mierda los amortiguadores.
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Hacernos mierda contra una roca. Más whisky. Otro cigarro. Ro­
berto se dio un putazo en la cabeza contra el techo del carro, y yo
ya no podía mantener las manos en el volante cuando nos encon­
tramos frente a una encrucijada.
—¡Trompito, trompito!
Paramos apenas antes de darle en la madre al letrero de
madera que dice “Las Azufrosas”.
—¿Para dónde, ca’on?
—Para allá.
Y le dimos para allá, sin acelerarle tanto para poder bajar los
cristales. Roberto bajó el volumen del estéreo y comenzó a hablar
sobre el pedo de los caníbales rusos, que ahora que había terminado
el comunismo —donde les enseñaban tanto a querer a sus prójimos,
siempre y cuando no tuvieran ojos chales o rasgos árabes— algunos
vatos querían terminar de terminar el comunismo comiéndose a
unos cuantos conciudadanos para demostrar que eso de la cofradía
y El Nuevo Hombre Soviético eran pura mamada.
—Y arribar al capitalismo con sus quince minutos de fama.
—Para eternizar a Warhol.
—A huevo.
Comentamos que deberíamos de hacer algo así para darle
un poco de emoción a los días, para encender la chispa de la vida.
Tal vez no comer banda pero ¿qué tal ir a asaltar camiones vesti­
ditos de traje y corbata como en la Ciudad de México? ¿O asaltar
bancos? ¿O navajear indigentes? Saltaban las ideas y al mismo
tiempo las íbamos desechando por ser, a fin de cuentas, copias de
lo que habían hecho otros vatos: así como la pendeja que se creyó
Alfonsina. Pero igual llegaban otras ideas entre tragos de whisky
y ya habríamos de encontrar algo: niños bomba, coches bomba,
camellos bomba, perros callejeros bomba, gatos bomba. Terroris­
mo en el campo con vacas bomba.
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—¿Y si mejor nomás nos bajamos a buscar peyote, wey?,
porque esta pendejada no me ha hecho efecto.
—Va.
Y estacioné el auto y bajamos a buscar el peyote aunque en
realidad el único que buscaba de veras era Roberto pues a mí ya
se me hacía que era hora de agarrar viada de vuelta a Monterrey
para estar a tiempo del concierto con Alicia. Caminamos separa­
dos para abarcar más superficie. Al inicio hacía como que me fijaba
bajo las gobernadoras, después ya nomás caminaba por caminar:
mirando hacia ningún lado, al cielo. Empecé ¡por fin! a sentir la
tranquilidad del whisky. Busqué el sol, ya se había metido y lo
mejor del caso es que jamás me di cuenta de cuándo había sido el
atardecer. Sólo pardeaba. La temperatura era ya agradable, tal vez
unos veintiocho grados. Caminar y caminar. Hacer el Camino de
Santiago. Volverse matachín. Tal vez ése podría ser todo el asunto,
eso pensé: de qué sirven las grandes anécdotas, ¿es sólo que el
camino es diferente? ¿o que las grandes anécdotas son de aquellos
pendejos que se fueron por la vereda más pinche? Caminar. Se
hacía tarde, se hacía noche la noche y alcé la cara para ubicar
a Roberto. Nada a la redonda. Un par de gritos, la voz lejana. Y
síguele gritando para ir en la dirección correcta.
—¿Algo de peyote?
—Ja ja ja ja. Nada, este lado del desierto vale para pura
chingada. Ja ja ja.
—Je je je. Ni pedo. Oye, mejor ya vámonos porque sí quie­
ro llegar con Alicia. Je je je. No mames, si no la pinche vieja sí se
va a encabronar, je je, y yo voy a seguir en ayuno.
Nomás que cuando quisimos ubicar el coche, el coche ya no
estaba. Sólo desierto al entorno y el mareo del whisky, ahí sí, co­
menzando a trepar cual montones de hormigas arrieras desde los
pies hasta la columna, por los muslos, por los brazos. La pregunta
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entre risas del no mames, wey, pa dónde está el coche. Y la risa
que siguió después de que cada quien señalara una dirección dife­
rente. Atisbo de miedo. Pero la risa y la moda del consenso nos
llevaron a tomar la dirección que quedaba en medio de los vecto­
res de las manos.
—No mames, wey, como que ya se me subió el pinche
whisquito.
—Chingón, ¿no? A ver si llegando pedo, ahora sí me animo
a tirarle sus cantadas a la Alicia.
Seguimos andando pero de mi cochecito ni la sombra. Cada
vez era más complicado distinguir los objetos a distancia. En el
cielo iban apareciendo las estrellas y se mudaba del azul al negro.
Tampoco se miraba luz alguna a la redonda, sólo desierto.
—Chale, ca’on, creo que ya estoy pedo. Tú nomás aguado
para que en cuanto veas una mancha blanca, ahí nos vamos tendi­
dos. ¡Coche! ¿’On’ ‘tás, cabrón?
—Pinche coche culero que no responde, ¿edá?
—Ei.
Y siguió sin responder mientras la luna era eructada por un
cerro y no te separes, wey, que ahora sí no se ve casi ni madres.
Detrás del horizonte el reflejo de la olla de luz regiomontana. En
lugar de llegar a la brecha donde estaba estacionado el auto, nos
encontramos contra un lienzo de alambre de púas. Tomamos otra
dirección. Volver a caminar. Se obscurecía. Se hizo obscuro.
La luna a un cuarto hacía posible ver a dos metros de distancia. Ni
una veredita, nada. Pero con el alcohol la vida es más sabrosa y
nos reíamos. Cada quien contaba de alguna otra ocasión en que se
hubiera perdido, casi siempre era en ciudades, entre edificios,
salvo una vez en que Roberto se perdió en una milpa y otra en que
yo me perdí por los bosques de Tapalpa y terminé empachándome
con zarzamoras para matar el hambre.
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Pasé de la preocupación por dejar plantada a Alicia a reírme
porque no me iba a creer que me había perdido en el desierto y allí
iba a terminar el pedo, adiós a la posibilidad de cogérmela como
conejitos. El ensayo del racismo no me tenía con pendiente pues
aún faltaban muchas horas y el examen de electrónica me impor­
taba tanto como el consumo de proteínas en Lituania. Luego en­
contramos una vereda y nos fuimos por ella bajo el supuesto de
que todos los caminos llevan a Roma, a la brecha principal.
—Se ven chidas las estrellas, ¿no?
—Simón, aunque se verían mejor si no hubiera luna.
—Ei. ¿Por qué crees que a la banda le da por pensar en Dios
cuando ve las estrellas?
—Tal vez porque se sienten chiquitos y como siempre les
han enseñado que lo pueden todo, al toparse con algo tan grande,
tienen que suponer que debe de haber alguien más que pueda con
ello, que sea su autor.
—Qué cagado, ¿no?
Íbamos tranquilos, confiados en que la vereda nos llevaría a
la brecha. Pero la vereda nomás llegó a un páramo pelón donde no
continuaba a lugar alguno.
—No mames, wey, ahora sí que estamos bien perdidos. Ja
ja ja ja.
—Je je je, a huevo. Ahora para dónde.
—Pos pa’ donde chingados sea. ¿Tú tienes alguna idea de
dónde está el coche?
—Nel. Je je je.
—Ja ja ja. Ni yo tampoco, wey, ya valimos verga.
Y otra vez a caminar entre las gobernadoras, a decirnos de
cosas hasta que se nos acabó la plática y nada más quedaba cami­
nar, darles vuelta a los asuntos propios del silencio. La euforia del
whisky se pasaba y nos iba cercando el vacío. Entonces escuchamos
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un ladrido de perro y, como un perro siempre es señal de civiliza­
ción cercana, nos dirigimos al lugar de donde provenía. Ladraba
el perro, caminábamos. Comencé a sentir sed pero no dije nada al
respecto para no empezar con la desesperación. Ladraba el perro.
En un momento de entusiasmo repentino decidimos correr pero la
poca visibilidad y los arañazos nos hicieron desistir. Lo malo del
asunto es que, no obstante los ladridos, no se veía bombilla eléc­
trica alguna.
La sed siguió in crescendo y las piernas comenzaban a dar
de sí. Cómo será morir en el desierto, esperar entre desmayos a
que lleguen los zopilotes, las hormigas, las ratas. Dear Heming­
way, I was thinking about your snows of Kilimanjaro cuando me
dieron ganas de rascarme un huevo. En eso, oh sí, una lucesita.
Ahí, derecho. Ha de ser de una casa, ya la hicimos. A huevo. Y las
platicas que llegaron con la alegría de volver a Monterrey y cenar
unos tacos de barbacoa, decidir entre las taquerías posibles: cuán­
tos vas a querer.
Conforme nos íbamos acercando comenzamos a escuchar
voces. Mejor aún, así no tendríamos que despertar a nadie. Tal vez
hasta nos invitaban a cenar y acariciábamos al perro salvador. Pero
no nos invitaron ni un carajo. De hecho, cuando llegamos, las se­
ñoras se metieron a la casa con los niños y un par de rancherotes
muy amables nos preguntaron que qué chingados queríamos. Y ahí
estuvimos de sumisos: buenas noches, cómo llegamos al camino.
—Cuál camino, pela’os.
—Bueno, a Las Azufrosas.
—Denle para allá. Y rapidito, pela’os, porque se ve que
ustedes no son de por aquí y como que no me agrada verlos.
—Es que andamos perdidos.
—Eso dicen todos.
—Gracias, con permiso.
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—Y mucho cuidado que si me entero que hacen alguna
tontera, aquí los ajusticiamos y los dejamos en pelotas amarrados
de un tronco.
—Con permiso, gracias.
Nos alejamos en chinga, “para allá”, en silencio, después de
despedirnos de los tres perros. Ya que estábamos un tanto retirados
nos pusimos a mentarle de madres al pinche rancherote culero y a
su compadre. Pues qué pedo, a poco nos vemos tan gañanes o qué
chingados. Pero otra vez estábamos contentos a pesar de que la
sed crecía y la borrachera se comenzaba a convertir en cruda y los
pies amagaban con una huelga próxima: llegaríamos a Azufrosas,
nos darían de beber, yo traía veinte dólares y con eso podríamos
pagar una habitación y hasta mañana, o de Azufrosas a la encru­
cijada y al auto y a Monterrey con sus tacos y algo qué contar para
el día siguiente. Lo que no sabíamos es que habría de sucedernos
como al personaje de Norman Mailer que tiene que reconstruir
toda la noche anterior a causa de un tatuaje y al olvido causado
por el whisky. No sabíamos que los cabrones de Azufrosas no
habrían de aceptar dólares, que todos los demás rancheros serían
tan cándidos como los dos anteriores, que la sed nos iría rasgando
la garganta al grado de tomar con gusto el agua que nos dio un
vato de Azufrosas en un bote de pintura Comex, y olía a mierda,
pero estaba fresca, y sentíamos que unas cosas suavecitas se resba­
laban por la garganta y la lengua, pero estaba fresca y no teníamos
la más mínima intención de mirarla, de comprobar que esas cosas
suavecitas eran lama o algo más. Y nos dolían las piernas y mentá­
bamos de madres por la hospitalidad de la gente mientras la cruda
nos propinaba un dolor de cabeza tremendo y llegamos a la encruci­
jada del letrero de madera pero no sabíamos hacia dónde habíamos
tomado, Roberto ni siquiera recordaba la encrucijada. Entonces sí
a reconstruir el pasado con jirones de recuerdo, a contarnos a
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nosotros mismos lo que ya dije: identificar el lugar donde hicimos
los trompitos sin saber si eso había sido antes o después de la
encrucijada, mientras tanto la sed volvía a rebanar las ganas y las
piernas gritaban que ya, carajo, y el dolor de cabeza y caer en
cuenta de que había dejado las llaves pegadas en el auto.
Cuánto tiempo pasó. Sólo hasta que llegamos al cerro de las
carreritas, la memoria fue clara en que todo eso había sido antes
de dar vuelta. Así que regresamos por el mismo camino, en la
encrucijada tomamos por la derecha y seguimos, ahora con frío,
quién sabe cuántos grados, y menor visibilidad pues el cielo se
llenaba de nubes. Pensar en que lo único que nos faltaba era un
aguacero y luego rectificar porque, claro, podían pasar cosas
peores: qué tal si alguien se había robado el coche que bien podía
ser esa mancha, allá: en frente. Bien podía ser pero mejor no decir
nada para no causar júbilo a lo pendejo. Mancha que aparece y se
va y vuelve a aparecer. ¿Será? ¿Habrá sido así? Y nos volteamos
a ver varias veces. Silencio. Otra vez. Mancha que se hace más
grande pero no se distingue.
—¿Tú qué crees, wey?
—Pus igual, ¿no?
—¿Te cae?
—A correr.
Sí fue. Sí era y no eran exageraciones todas esas lecturas
sobre náufragos y perdidos en el desierto. Corrimos como imbé­
ciles. Corrimos. Cada quien tomó una de las botellas de agua que
habíamos dejado en el carro. Y a la cabeza para calmar el dolor, a
la boca: de corrido, traguiteada, haciendo buches.
A las cuatro y media de la mañana llegamos a Monterrey y
tuvimos que esperar a que fueran las cinco para zamparnos unos
tacos mañaneros (previa parada en el cajero automático). Aventé
a Roberto en su casa y quedamos en volver donde el boleador
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para intercambiar librucos. Terminé el ensayo sobre el racismo
agregándole algo sobre la desconfianza de los norteños. Presenté
mi examen de electrónica cabeceando sobre la butaca. Luego
volví al departamento para dormir sin rienda. Después le hablaría
a Alicia confiado en que jamás habría de salir con ella de nuevo.
Nadie sospecha de un estudiante de ingeniería, carajo, y pensé
que tal vez estaría bien hacer eso que dijimos luego de hablar de
los caníbales rusos.

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Hernán Lara Zavala

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Hernán Lara Zavala (ciudad de México, 1946). Editor, narrador y
académico. Autor de los libros de cuentos De Zitilchén, El mismo cielo
(Premio Latinoamericano de Narrativa Colima 1987), Flor de noche­
buena y otros cuentos, Después del amor y otros cuentos (Premio Na­
cional de Literatura José Fuentes Mares 1995), Rumbo a la historia y
Muñecas rotas, y de las novelas Charras y Península, península. Exper­
to en literatura en lengua inglesa, Lara Zavala ha sido divulgador y
editor de cuento. Sobre El mismo cielo, Rocío Aceves escribió: “Se
nutre de la memoria (¿qué libro no?), ya no de la infancia, sino la del
autor maduro, cosmopolita, con una visión muy clara del global village
y un mismo cielo como techo de las mismas pasiones del hombre. Sólo
cambian los paisajes de exóticas flores y humedades eternas a paisajes
urbanos y neblinosos […] En la alquimia de la escritura con la realidad
de los personajes, los títulos se mezclan para decirle al lector que las
palabras en las historias y no la conciencia del lector pueden seguir
otros derroteros totalmente ajenos a los que enuncian”.

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A Ronchamp

Para Constanze en su
cumpleaños 21

Con su mochila al hombro Paloma desciende del tren en el pequeño


pueblo de Ronchamp, que ni siquiera tiene una estación propia­
mente dicha sino simplemente un andén, imaginando que tan
pronto pise la calle la capilla se le revelará como una aparición.
Dispone de muy poco tiempo y se siente tan tensa que no se explica
por qué no la alcanza a ver.
Salió desde París, en un arranque de decepción y rabia,
aprovechando que su rail pass le permitía viajar sin costo.
A las seis de la mañana ya se encontraba en Dijon. De
acuerdo con sus horarios el tren a Belfort no saldría sino hasta las
nueve así que aún disponía de tiempo para vagar por ahí. En la
estación se compró una botellita de jugo de naranja y un sándwich,
bueno lo que los franceses llaman un sándwich: una baguette, una
película de mantequilla y una rebanada casi transparente de jamón
que apenas y se siente entre las dos gruesas tapas de pan y salió a
recorrer la ciudad. Qué trabajo abrir tan desmesuradamente la
boca para comerse un triste sándwich. A cada mordida se veía en
la necesidad de beber un poco de jugo para poderse tragar el bo­
cado seco y pastoso. Era domingo y a esas horas había poquísima
gente en la calle. Tres horas son mucho tiempo para perderlo en
una ciudad en donde todo está cerrado. Así que con muchísima
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calma se dedicó a mirar las vitrinas de las epiceries donde vendían
la famosa mostaza del lugar y las pequeñas librerías y papelerías
—su perdición— así como las tiendas de ropa, las vinaterías, las
tiendas de antigüedades y las de regalos y curiosidades. Mientras
hacía su recorrido se acordaba constantemente de que su viaje ha­
bía obedecido a dos cometidos principales: el primero huir de lo
odioso que pueden resultar los domingos en París cuando se está
deprimida; el segundo conocer aquella capilla de la que mucho le
habían hablado y que tanta ilusión le causaba. Se entretuvo pro­
positivamente durante más de dos horas hasta que se metió a la
catedral donde estaban oficiando misa, matando literalmente el
tiempo para no tener que esperar en la estación y quedarse pen­
sando en lo que le había ocurrido. Trató de seguir la misa recor­
dando sus viejas oraciones pero a menudo se distraía y volvía a
pensar en él, así él, porque no quería pronunciar ni mentalmente
su nombre. Tan pronto terminó la misa decidió regresar. Volvió a
la estación del tren de Dijon, se quitó la mochila para descansar y
sacó su libro, El manantial, para leer mientras esperaba. ¡Cómo
pesaba su mochila! Y es que claro, como había salido en un arran­
que de desesperación sin saber muy bien ni a dónde iría ni cuánto
tiempo tardaría allí metió todo cuanto se le ocurrió: desde sus
mudas de ropa y camisetas hasta la secadora de pelo, un vestido
formal, unos zapatos de noche —por aquello de las cochinas dudas—
además de sus cuadernos, sus acuarelas, la cámara, el despertador
y la famosa novela que pesaba un demonio pues era de pasta dura y
de casi mil páginas. En París, la señorita de la estación le había
elaborado un cuidadoso itinerario señalándole dónde bajarse, qué
cambios hacer y qué dirección tomar para llegar a su anhelado
destino. “Pero me temo —le había advertido— que si quieres
volver el mismo domingo no tendrás mucho tiempo pues llegarás
como a las cuatro y sólo existe un tren de regreso que sale de
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Ronchamp a las seis de la tarde”. Pero a ella no le importó. Tenía
tantas ganas de huir y de conocer aquella iglesia que decidió hacer
ese viaje relámpago sin importarle cuánto esfuerzo tuviera que
invertir. Durante sus clases en la facultad de arquitectura en la
Sorbonne había admirado el proyecto de Le Corbusier en los
planos, en los libros, en el salón de clase donde le habían relatado
su historia, donde se analizaron los muros curvos, el juego de lu­
ces, las ventanas, las torres, la tradición religiosa y sobre todo lo
que constituía la losa superior de la capilla, concebida a partir de
una concha de jaiba encontrada en Nueva York en 1946. ¡Hacía
ya más de cincuenta años! De ninguna manera se la podía perder.
No sabía si era por su estado de ánimo pero hoy más que nunca
deseaba sentir aquello que el propio Le Courbusier había definido
como “arquitectura totalmente libre”.
Tal y como estaba anunciado en los horarios llegó el esperado
tren que la conduciría a Belfort que se encontraba a tres horas de
camino. Durante el trayecto se dedicó a leer con cierta angustia
sobre Howard Roark y Peter Keating y sobre la rebelión en la
arquitectura y cómo los modelos clásicos habían sido totalmente
superados gracias al talento y a la imaginación de un arquitecto
pobre, romántico y rebelde, que en muchos sentidos evocaba a
Frank Lloyd Wright, así como sobre la impredecible Dominique
Françon, mujer indómita y enigmática que más que fascinarla la
confundía y la impacientaba.
Llegó a Belfort poco después del mediodía pero, para su
decepción, le informaron que Ronchamp se encontraba todavía
como a treinta kilómetros de allí.
—¿A qué horas pasa el tren?
Y tal como le habían indicado le respondieron que a las
3:30 de la tarde. Eran apenas las doce pasadas así que preguntó
que si no había otra manera de ir. Le contestaron que los camiones
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no pasaban sino hasta el día siguiente y la única manera era o bien
el tren, que salía hasta las 3:30 de la tarde, o bien en coche. Un
taxista que andaba por allí se ofreció a llevarla por ciento ochenta
francos. Cuando vio que Paloma no se interesó le dijo:
—Por aquí andaba un estudiante chino que también quería
que lo llevara. Búsquelo y tal vez puedan compartir la tarifa.
Paloma revisó su bolso: tenía tan sólo doscientos francos
así que no podía darse el lujo de ir por su cuenta. Recorrió la pe­
queña estación en busca del chino pero no encontró a nadie. Salió
un rato a la plaza y preguntó:
—¿Perdone, no ha visto usted a un estudiante chino, un tu­
rista, que quería ir a Ronchamp?
—Mais no —le contestaron sonrientes, como si su pregunta
fuera parte de una broma.
Ni modo. Seguramente el chino ya se había largado. Se le
ocurrió que tal vez podría irse caminando pero al pensarlo bien se
dio cuenta de que treinta kilómetros eran demasiado como para
hacerlos a pie y que, además del cansancio, le llevaría horas. Hizo
un cálculo rápido y decidió volver a la estación y esperar allí
aprovechando la ventaja de su rail pass. Trató de leer pero su
concentración había disminuido considerablemente y él le venía
una y otra vez a la mente así que en lugar de continuar con la
novela se puso a escribir una carta a una de sus mejores amigas.
Querida Nayos:
Perdona que no te hubiera escrito antes pero figúrate que
me he estado sintiendo de la fregada pues terminé con Esteban (ni
modo a ella no podía ocultarle el nombre a riesgo de confundirla).
¿Lo podrás creer? Estuvo aquí, en París, conmigo, en mi pequeño
estudio durante casi un mes. Antes de que llegara le dije a Miche­
linne que si no pedía alojamiento con alguna amiga durante ese
tiempo pues el estudio es tan pequeño que le haríamos la vida
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imposible y la verdad sería muy incómodo para nosotros tener
que compartirlo entre los tres. Michelinne se portó muy bien y se
fue a vivir con Paulette, otra amiga, mientras él (ahora sí ya sabría
quién) estuviera aquí a condición de que en su oportunidad yo
haría lo mismo por ella. Al principio la pasamos divinamente.
Durante las mañanas yo me iba a la universidad y él (carajo) se
iba a recorrer la ciudad por su lado. Cuando yo llegaba a mediodía
él ya tenía algo preparado para almorzar y por las tardes me ayu­
daba en mis planos y mis maquetas. Todas las noches salíamos a
cenar a los pequeños restaurantes del Quartier Latin o de la rue
Mouffetard, siempre con una botella de vino, y luego nos íbamos
al cine, a un concierto o simplemente a caminar por la ciudad.
Pasamos unos días maravillosos pero imagínate un poco antes de
irse me comentó que me quería mucho pero que necesitaba su
espacio, que él volvería a México y que creía que lo mejor sería
que termináramos para que cada quien se sintiera en libertad de
hacer lo que le viniera en gana, ¿lo puedes creer? Libertad, esa
palabra que tanto hemos amado tú y yo, me cayó como un balde
de agua fría. Le dije que yo estaba dispuesta a darle toda la liber­
tad que él necesitara pero por más que platicamos y discutimos no
lo pude convencer. Esa noche me salí del estudio y anduve vagan­
do por toda la ciudad pues no quería volverlo a ver. Cuando regre­
sé y abrí las puertas del estudio ¡oh oh!: ya se había ido dejándome
una notita. A partir de entonces no he querido saber nada de él.
Como los domingos me han resultado insoportables ayer decidí
hacer un viaje que siempre tuve ganas. ¿Te acuerdas que te plati­
qué que el papá de mi amigo Carlos, el arquitecto, había construido
una iglesia muy bella y muy original llamada La Esperanza que está
en el anillo Periférico frente a Perisur? Pues imagínate que cuando
él y su papá hicieron un viaje juntos a Francia lo llevó a conocer la
capilla que le había servido de inspiración y quedó verdaderamente
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fascinado y yo ahora, en este preciso momento, estoy a punto de
tomar el tren que me llevará a conocerla, ¿no te parece increíble?
Espero que este viaje me ayude a superar mi depresión pues la
verdad pienso que él se portó como una verdadera mierda... etc.
Sigue escribiendo y cuando se dio cuenta el tren hizo su
arribo. Se levantó del piso del andén donde se encontraba sentada,
metió sus cosas, recogió su mochila y se trepó en uno de los vago­
nes. Después de tanta espera el camino le pareció cortísimo, no más
de veinte minutos. Ni siquiera se sentó sino que prefirió quedarse
en uno de los pasillos asomando la cabeza por la ventana para
apreciar el paisaje y con la esperanza de ver a lo lejos la capilla.
Y ahora, después de tanto lío sucede que ni siquiera existe
una estación en Ronchamp. Es un andén con una banca techada y
un teléfono de información junto a la vía. Mira a su alrededor.
Nada. Cruza la calle y tampoco, por más que busca con la vista no
encuentra indicios de la famosa capilla. Qué raro. Decide pregun­
tar y le informan que no se encuentra dentro del pueblo sino en
una de las montañas, a dos kilómetros de distancia. Merde! Palo­
ma consulta su reloj y calcula el tiempo. Son poco antes de las
cuatro y tiene que estar de vuelta a las seis para no perder el tren
si acaso quiere volver ese mismo día. Decide no desanimarse. Se
pone sus gafas de sol y emprende a pie su marcha a Ronchamp.
Camina deprisa, sintiendo el peso y el retumbar de la mochi­
la sobre su espalda, por una carretera estrecha y ascendente, rodea­
da de olorosos árboles, con rumbo a una pequeña colina boscosa.
Con sus guaraches y sus jeans y una breve camiseta que le deja
parte del estómago al descubierto, el cabello negro y rizado y un
suéter amarrado a la cintura Paloma avanza presurosa. No sabe
cómo pero tiene que llegar. Mientras camina escucha el motor de
un coche. Se vuelve y observa un vehículo que se aproxima. Inten­
ta pedir aventón pero el automóvil pasa de largo sin reparar en ella.
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Continúa su trayecto a paso rápido sintiéndo el calor del sol sobre
la espalda. Por un momento logra olvidarse de él.

Una caseta le indica que ha llegado a su destino. Tres autos se


encuentran estacionados frente a la entrada y, para colmo, ahí está
el coche al que le pidió aventón. Mamones. Compra su boleto,
saca su cámara y le pregunta a la señorita de la ventanilla si se le
puede encargar la mochila. Ella acepta de buena gana y Paloma,
cámara en mano, tiene finalmente ante sí la iglesia de Ronchamp
totalmente blanca tal y como se la había imaginado, un todo cohe­
rente con la montaña sobre la que se hallaba montada. Lo primero
que le ocurre pensar al verla es que era como un pensamiento
hecho realidad. Una capilla construida en la cima de una montaña
aprovechando las ruinas de otra pequeña iglesia destruida durante
la guerra con un caparazón de jaiba como techo. ¡Qué emoción!
Y luego se fija en el techo curvo que remata en una torre con un
crucifijo en lo alto y en la parte baja con otra torre más pequeña.
Una curva detenida por dos rectas. La capilla parece un extraño
animal, un escarabajo, un molusco. A pesar de que tiene el tiempo
tan limitado se acerca lentamente a la entrada principal. Algunas
personas pasean por los alrededores sin ponerle mucha atención.
Seguro los dueños del coche.
Qué poca. Cuando pasa al interior de la capilla, también
blanco, se siente naturalmente envuelta por la concavidad del
techo y por el aire sagrado que se percibe al respirar dentro de
ella. Una sensación de paz y quietud la invade. Sólo hasta enton­
ces se da cuenta de que hay otra persona con ella dentro de la
iglesia: el chino que no pudo encontrar en la estación. El hombre
se encuentra sentado en una de las bancas mirando hacia el altar
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como si estuviera orando. Cual buen oriental Paloma no alcanza
a imaginar qué edad tendrá pero duda que se trate de un estudian­
te. Parece más bien un hombre rico vestido para un fin de semana,
tal vez un golfista: pantalones amarillos de gabardina bien plan­
chados, mocasines color vino con flecos y una chamarra de color
verde olivo. Usa unos lentes de aro redondo y el cabello negro
impecablemente peinado hacia atrás. Ça va? dice Paloma al pasar
junto a él. El oriental contesta con un breve movimiento de cabe­
za entornando los ojos tras los cristales y esbozando un ligera
sonrisa. Ella no tiene ánimo para entablar una conversación y
decirle que pudieron haber subido juntos. Recorre la iglesia con
calma tratando de me­morizar todos los detalles, las ventanas
cuadradas, la cruz sobre el tabernáculo, la otra cruz en forma de
árbol como un testigo que presencia el milagro de la transubstan­
ciación y el cuadro de la virgen María, la madre. Las paredes
curvas le daban la sensación de envolverla, de une ronde-bosse.
Mira el reloj: ¡las 5:20! Sale apresurada hasta la caseta de la en­
trada a recoger su mochila.
—Si te esperas a que cerremos yo te llevo en mi auto a la
estación— le dice la chica encargada de la ventanilla.
Pero ella le explica que no puede esperar. Tiene examen al
día siguiente. Antes de salir ve un librito con el título Le Corbusier.
A pesar de que tiene poco dinero, no lo piensa dos veces y decide
comprarlo aunque no coma en todo el día; levanta su mochila y
emprende su camino cuesta abajo casi corriendo. Llega a la estación
de Ronchamp, sudando a mares, un poco antes de las seis. ¡Fiu!
Se quita la mochila y se sienta en la banca de la estación. Para
entretenerse, mientras espera, se dedica a hojear el librito que
acaba de comprar. Cuando se da cuenta ya son las 6:20 y el tren
no aparece. Qué raro. Decide esperar un rato más considerando
que tal vez venga retrasado pero cuando se da cuenta ya son las
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6:40 de la tarde y ella es la única pasajera en el desértico y triste
andén. Se dirige al teléfono de emergencia.
—¿Disculpe, me podría informar qué pasó con el tren que
va de Ronchamp a París?
—El domingo no pasa ningún tren por Ronchamp. El próxi­
mo tren pasará hasta el lunes a las siete de la mañana.
—Es que en la estación me informaron... —dice ella.
—Desolé madmoiselle pero le informaron mal...
Casi siete de la noche, sin un centavo, sin haber comido y
sin saber qué hacer. Sale un momento de la estación y ve un hotel.
Pregunta cuánto cuesta un cuarto sencillo por una noche. El re­
cepcionista la mira de arriba abajo y sin dejar de hacer lo que está
haciendo le contesta:
—Doscientos cincuenta francos, madmoiselle.
Sale del hotel y se dice: ¡ni loca! ni modo, tendré que que­
darme a dormir en la banca de la estación. Mañana será otro día.
Se encamina otra vez rumbo a la estación cuando escucha que
alguien le toca la bocina de un coche. Se vuelve para averiguar de
qué se trata cuando se da cuenta de que es el chino que se había
encontrado en la capilla.
—¿La puedo ayudar?
—Acabo de perder el tren para volver a París.
—Mmmm... —dijo él—. Lo siento pero yo todavía me voy
a quedar por aquí un par de días y por eso decidí rentar un coche.
Pero... ¿hay alguna otra cosa que pueda hacer por usted?
—Sí— dijo ella casi sin pensarlo—. ¿Me podría llevar otra
vez a Ronchamp?
—¿A Ronchamp? Pero ya está cerrado. Acabo de volver de
ahí.
—Ya sé pero no importa. ¿Me puede llevar?
—Sí claro, si eso quiere, avec plaisir.
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Ella se quita la mochila, la coloca en el asiento de atrás y
con brío inusitado se sube en el asiento delantero.
—¿Es usted estudiante? —pregunta Paloma.
—¿Eso parezco? —contesta él.
—No, pero eso me dijeron.
—Bueno pues no se equivocaron —dice sonriendo—. Soy
arquitecto pero claro sigo estudiando y por eso estoy aquí.
—¿De dónde es?
—De Hong Kong.
—Eso me habían dicho.
—¿Quién?
—La gente —contesta ella.
—¿No llevo aquí ni un día y ya saben quién soy?
—No somos muchos los que venimos a Ronchamp, ¿o si?
Ambos rieron y llegaron en un instante. Él le dijo:
—¿Ya ve? Está cerrado. Además no se ve ningún movi­
miento y dudo que se pueda entrar. ¿Está segura de que quiere
quedarse aquí? Yo no se lo aconsejo.
—Segura —responde ella y abre la puerta. Saca su mochila
y dice adiós ondeando efusivamente la mano.
El hombre se queda impasible, con las manos en el volante,
hasta que la ve llegar a la caseta que, efectivamente, está cerrada.
Ella repite el adiós con la mano. Paloma escucha el motor del
coche descender por la montaña. Afortunadamente todavía hay
luz así que busca por la barda, cerca de la caseta de entrada, hasta
que da con un timbre. “Conserje” dice un letrerito. Toca tres,
cuatro, muchas veces para que la escuchen. Espera un momento.
Nadie. Vuelve a tocar ahora sin dejar de oprimir el timbre y nada.
Definitivamente no había nadie.
—¡Aló! —grita—. ¿Hay alguien ahí?

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Como nadie le responde rodea el muro y al convencerse de
que no existe ningún otro acceso decide saltarse la barda que
afortunadamente no es muy alta así que se pone a estudiar por
dónde trepar y cuando finalmente elige el sitio empieza a escalar
con la mochila a sus espaldas aprovechando los huequitos en la
piedra y ayudándose con las manos. Toca el borde superior del
muro. Se ayuda para afianzarse con las dos manos y ça y est! ya
está del otro lado: todo Ronchamp para ella sola. Ahora podrá ver
lo que le hubiera gustado de no haber tenido tanta prisa para coger
el tren. Y de repente se da cuenta de que ya hace muchas horas
que no piensa en él. A veces la acción resulta el mejor antídoto
contra la soledad, se dice.

Ya dentro del atrio pero todavía afuera de la capilla saca sus bár­
tulos y empieza a dibujar, a lápiz, la fachada de la entrada princi­
pal cuando se da cuenta de que ha empezado a llover. Se guarece
bajo un árbol, saca sus acuarelas y hace un apunte a color aprove­
chando el agua que se deposita en las hojas para humedecer sus
pinturas. Pero a medida que se va ocultando el sol empieza a hacer
cada vez más fresco. Paloma se desamarra el suéter que lleva a la
cintura y se lo pone. Pero como el frío se intensifica saca de su
mochila unas camisetas y se las mete, una sobre otra, como una
cebolla, para rematar otra vez con el pullover. De súbito observa
que en el cielo se ha formado un arco iris, como si Dios le estuviera
enviando un mensaje. Entonces se acuerda de que Le Corbusier
había bautizado aquella capilla en la cima de la montaña como
“Nuestra Señora de la Altura”. Entonces tal vez no era Dios sino la
Virgen ¿O era Le Corbusier que se le estaba manifestando? ¿Qué
mensaje le quería enviar? Observa durante un rato: una parte del
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cielo perfectamente clara, la otra, oscura por los nubarrones que
parecen perderse hacia la noche. El arco iris en la frontera.
Trabaja sobre la tercera fachada, la que parece una pirámide,
cuando empieza a oscurecer. Se dirige hacia la capilla e intenta
entrar pero encuentra cerradas las puertas así que tiene la necesidad
de refugiarse en un pequeño nicho en alto, una especie de púlpito
protegido por un techo afortunadamente iluminado. Ése podría
ser un buen lugar para dormir puesto que tiene piso y la protección
de las propias paredes curvas de la capilla. Saca de la mochila
la secadora de pelo, el vestido y los zapatos de noche y se pone la
pijama encima de toda aquella ropa con la que se ha cubierto.
Improvisa una pequeña almohada y se cubre los pies con la bolsa
de plástico con la que protegía sus cuadernos y pinturas. Abre El
manantial y empieza a leerlo sin la angustia que había sentido en
la mañana y con la intención de avanzar hasta que la venza el
sueño pues a pesar de casi no probar bocado en todo el día y de
haber perdido el tren siente paz. No había leído más que unas
cuantas páginas cuando se va la luz. Le da miedo. ¿Quién la habrá
desconectado? Afortundamente no se había desnudado sino al
revés: sin proponérselo se había ido vistiendo más y más hasta
quedar totalmente recubierta, sobreprotegida. Nadie la había visto
entrar, nadie sabía que ella, Paloma, se encontraba allí, completa­
mente sola y en la más absoluta oscuridad. La noche crepitaba
con sus diversos sonidos, insectos, viento, hojas, aire, se hallaba
en las faldas de la cordillera de Vosges, indefensa, totalmente libre
y atrapada entre los muros, sin que nadie pudiera imaginar dónde
diablos se encontraba pues se había salido sin avisarle ni siquiera
a Michelinne que cuando le preguntó cómo le había ido con él
ella le respondió falsamente Uh-la-lah. La única persona que po­
dría suponer que ella se encontraba adentro de aquella capilla era el
chino, arquitecto, estudiante, o lo que fuera, cuya edad indefinida
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le creaba cierta desconfianza. Ahí estaba ella, Paloma, acurrucada
sobre el piso de una iglesia prácticamente desconocida para la
gran mayoría a pesar de su importancia. Un poco como ella misma
esta noche, en este preciso momento en el que se halla totalmente
fuera del mundo como un polizón trepado en ese crustáceo inau­
dito y maravilloso que navega sobre las montañas de Vosges y las
llanuras de Saone. Recapacita y se tranquiliza: no, no tengo por qué
tener miedo seguramente se trata de un interruptor automático
que apaga la luz a una hora fija. Al menos se había podido acomo­
dar para dormir. Saca su despertador y lo pone para que suene a
las cinco de la mañana. No quería que la encontraran allí cuando
la capilla abriera, además de que tenía que coger el tren de las
siete en la estación. Y mientras intenta dormir ve de pronto al
chino de pie, junto a ella. Él le tiende la mano y con voz suave y
cadenciosa le dice: “Ven, ponte tu vestido y tus zapatos y vamos
a bailar, aquí, ahora que no hay nadie más que tú y yo”.
Se despierta un momento antes de que suene el despertador.
Había dormido de un tirón sin acordarse de sus miedos y con un
vago placer por lo que soñó. Admira una vez más la capilla en
plena oscuridad. Se había negado a tomar fotos pues quería guar­
dar el recuerdo en su memoria y en los dibujos de la tarde anterior.
Recoge sus cosas y antes de salir se topa con una fuente en la que
no había reparado. Se le ocurre que si desea volver allí tendrá
que echar una moneda. Busca en su cartera y no encuentra más que
un peso mexicano olvidado en el fondo de su monedero. Lo arroja
a la fuente pensando en sí misma y en sus compañeros, él incluido
qué caray. Ay Esteban, piensa, pobre de ti.
Con su mochila al hombro salta de nuevo la barda y camina
entre la neblina del amanecer. El descenso le parece como el re­
greso de un prolongado viaje. Contra lo que le había sucedido al
llegar ahora va contenta y relajada, aliviada de un gran peso.
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Llega al andén pero ahora le parece más insignificante aún
esperar el tren que la devolverá a París. No duerme en el trayecto,
no lee su novela, no le escribe a sus amigos. Al llegar se va direc­
tamente a su estudio en el metro, se da una ducha y se dispone a
comer un buen desayuno antes de partir a la Universidad.

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Juan Villoro

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Juan Villoro (ciudad de México, 1956). Periodista y escritor. Autor de
los libros de cuentos El mariscal de campo, La noche navegable, Alber­
cas, Las golosinas secretas, La casa pierde (Premio Xavier Villaurrutia
1999) y Los culpables (Premio de Narrativa Antonin Artaud 2007); de
las novelas El disparo de argón, Materia dispuesta y El testigo (Premio
Herralde de novela 2004); y de las crónicas Tiempo transcurrido, Pal­
meras de la brisa rápida, un viaje a Yucatán, Los once de la tribu y
Safari accidental. Si bien el autor pretende “reparar una realidad imper­
fecta a través de la crónica”, con los cuentos el escritor se enfrenta a un
reto diferente: “Los cuentos se escriben de atrás hacia delante. Dominas
el final, sabes a dónde van a ir tus personajes y todo está confluyendo
hacia ese fin. Y cualquier cosa que se dispare o se separe de esa veta, es
una distracción innecesaria. En cambio la novela te ofrece una tensión
distinta, que es la de avanzar sin rumbo fijo. El novelista avanza como
un sonámbulo, y en cambio el cuentista es un insomne”. El presente
cuento forma parte de La casa pierde.

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Coyote

El amigo de Hilda había tomado el tren bala pero habló maravillas de


la lentitud: atravesarían el desierto poco a poco, al cabo de las horas
el horizonte ya no estaría en las ventanas sino en sus rostros, enroje­
cidos reflejos de la tierra donde crecía el peyote. A Pedro le pareció un
cretino; por desgracia, sólo se convenció después de hacerle caso.
Cambiaron de tren en una aldea donde los rieles se perdían
hasta el fin del mundo. Un vagón de madera con demasiados pá­
jaros vivos. Predominó el olor a inmundicias animales hasta que
alguien se orinó allá al fondo. Las bancas iban llenas de mujeres
de una juventud castigada por el polvo, ojos neutros que ya no
esperaban nada. Se diría que habían recogido a una generación del
desierto para llevarla a un impreciso exterminio. Un soldado dor­
mitaba sobre su carabina. Julieta quiso rescatar algo de esa miseria
y habló de realismo mágico. Pedro se preguntó en qué momento
aquella imbécil se había convertido en una gran amiga.
La verdad, el viaje empezó a oler raro desde que Hilda pre­
sentó a Alfredo. Las personas que se visten enteramente de negro
suelen retraerse al borde de la monomanía o exhibirse sin recato.
Alfredo contradecía ambos extremos. Todo en él escapaba a las
definiciones rápidas: usaba cola de caballo, era abogado —asuntos
internacionales: narcotráfico—, consumía drogas naturales.
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Con él se completó el grupo de seis: Clara y Pedro, Julieta
y Sergio, Hilda y Alfredo. Cenaron en un lugar donde las crepas
parecían hechas de tela. Sergio criticó mucho la harina; era capaz
de hablar con pericia de esas cosas. Avisó que no tomaría peyote;
después de una década de psicotrópicos —que incluía a un amigo
arrojándose de la pirámide de Tepoztlán y cuatro meses en un
hospital de San Diego—, estaba curado de paraísos provisionales:
—Los acompaño pero no me meto nada.
Nadie mejor que él para vigilarlos. Sergio era de quienes le
encuentran utilidad hasta a las cosas que desconocen y preparan
guisos exquisitos con legumbres impresentables.
Julieta, su mujer, escribía obras de teatro que, según Pedro,
tenían un éxito inmoderado: había despreciado cada uno de sus
dramas hasta enterarse de que cumplía 300 representaciones.
Alfredo dejó la mesa un momento (a pagar la cuenta, con su
manera silenciosa de decidir por todos) y Clara se acercó a Hilda,
le dijo algo al oído, rieron mucho.
Pedro vio a Clara, contenta de ir al valle con su mejor amiga,
y sintió la emoción intensa y triste de estar ante algo bueno que ya no
tenía remedio: los ojos encendidos de Clara no lo incluían, probar
algo de esa dicha se convertía en una forma de hacerse daño. Un
recuerdo lo hirió con su felicidad remota: Clara en el desborde del
primer encuentro, abierta al futuro y sus promesas, con su vida
todavía intacta.
Durante semanas que parecieron meses Pedro había despo­
tricado contra el regreso. ¿No era una contradicción repetir un rito
iniciático?, ¿tenía sentido buscar la magia que habían arruinado
con dos años de convivencia? Una vez, en otro siglo, se amaron
en el alto desierto, ¿adónde se fugó la energía que compartieron, la
desnuda plenitud de esas horas, acaso las únicas en que existieron
sin consecuencias, sin otros lazos que ellos mismos? Esa tarde, en
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una ciudad de calles numerosas, habían peleado por un paraguas
roto. ¡En un tiempo sin lluvias! ¿Qué tenían que ver sus quejas,
el departamento insuficiente, los aparatos descompuestos con el
despojado paraíso del desierto? No, no había segundos viajes. Sin
embargo, ante la sonrisa de Clara y sus ojos de niña hechizada por
el mundo, supo que volvería; pocas veces la había deseado tanto,
aunque en ese momento nada fuera tan difícil como estar con ella:
Clara se encontraba en otro sitio, más allá de sí misma, en el viaje
que, a su manera, ya había empezado.
La idea de tomar un tren lento se impuso sin trabas: los pe­
regrinos escogían la ruta más ardua. Sin embargo, después de
medio día de canícula, la elección pareció fatal. Fue entonces que
Alfredo habló del tren bala. La mirada de Pedro lo redujo al silen­
cio. Hilda se mordió las uñas hasta hacerse sangre.
—Cálmate, mensa —le dijo Clara.
En el siguiente pueblo Alfredo bajó a comprar jugos: seis
bolsas de hule llenas de un agua blancuzca que sin embargo todos
bebieron.
La tierra, a veces amarilla, casi siempre roja, se deslizaba por
las ventanas. En la tarde vieron un borde fracturado, los riscos que
anunciaban la entrada al valle. Avanzaron tan despacio que fue una
tortura adicional tener el punto de llegada detenido a lo lejos.
El tren paró junto a un tendajón de lámina en medio de la nada.
Dos hombres subieron a bordo. Llevaban rifles de alto calibre.
Después de media hora —algo que en la dilatación del viaje
equivalía a un instante— lograron esquivar a los cuerpos sentados
en el pasillo y ubicarse junto a ellos.
Julieta había administrado su jugo; la bolsa fofa se calenta­
ba entre sus manos. Uno de los hombres señaló el líquido, pero al
hablar se dirigió a Sergio:
—¿No prefiere un fuerte, compa?
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La cantimplora circuló de boca en boca. Un mezcal ardiente.
—¿Van a cazar venado? —preguntó Sergio.
—Todo lo que se mueva —y señaló la tierra donde nada,
absolutamente nada se movía.
El sol había trabajado los rostros de los cazadores de un
modo extraño, como si los quemara en parches: mejillas encendi­
das por una circulación que no se comunicaba al resto de la cara,
cuellos violáceos. No tenían casi nada que decir pero parecían
muy deseosos de decirlo; se atropellaron para hablar con Sergio
de caza menor, pre­guntaron si iban “de campamento”, desviando
la vista a las mujeres.
Bastaba ver los lentes oscuros de Hilda para saber que iban
por peyote.
—Los huicholes no viajan en tren. Caminan desde la costa
—un filo de agresividad apare­ció en la voz del cazador.
Pedro no fue el único en ver el walk-man de Hilda. ¿Había
algo más ridículo que esos seis turistas espirituales? Seguramente
sacarían la peor parte de ese encuentro en el tren; sin embargo,
como en tantas ocasiones improbables, Julieta salvó la situación.
Se apartó el fleco con un soplido y quiso saber algo acerca de los
gambusinos. Uno de los cazadores se quitó su gorra de beisbolis­
ta y se rascó el pelo.
—La gente que lava la arena en los ríos, en busca de oro
—explicó Julieta.
—Aquí no hay ríos —dijo el hombre.
El diálogo siguió, igual de absurdo. Julieta tramaba una
escena para su siguiente obra.
Los cazadores iban a un cañón que se llamaba o le decían
“Sal si puedes”.
—Ahí nomás —señalaron, la palma en vertical, los cinco
dedos apuntando a un sitio indescifrable.
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—Miren —les tendieron la mira telescópica de un rifle: rocas
muy lejanas, el aire vibrando en el círculo ranurado.
—¿Todavía quedan berrendos? —preguntó Sergio.
—Casi no.
—¿Pumas?
—¡Qué va!
¿Qué animales justificaban el esfuerzo de llegar al cañón?
Un par de liebres, acaso una codorniz.
Se despidieron cuando empezaba a oscurecer.
—Tenga, por si las moscas.
Pedro no había abierto la boca. Se sorprendió tanto de ser el
escogido para el regalo que no pudo rechazarlo. Un cuchillo de
monte, con una inscripción en la hoja: Soy de mi dueño.
El crepúsculo compensó las fatigas. Un cielo de un azul
intenso que se condensó en una última línea roja.
El tren se detuvo en una oquedad rodeada de noche. Alfredo
reconoció la parada.
En aquel sitio no había ni un techo de zinc. Descendieron,
sintiendo el doloroso alivio de estirar las piernas. Una lámpara de
kerosene se balanceó en la locomotora en señal de despedida.
La noche era tan cerrada que los rieles se perdían a tres
metros de distancia. Sin embargo, se demoraron en encender las
linternas: ruidos de insectos, el reclamo de una lechuza. El paisa­
je inerte, contemplado durante un día abrasador, revivía de un
modo minucioso. A lo lejos, unas chispas que podían ser luciérna­
gas. No había luna, un cielo de arena brillante, finita. Después de
todo habían hecho bien; llegaban por la puerta exacta.
Encendieron las luces. Alfredo los guió a una rinconada
donde hallaron cenizas de fogatas.
—Aquí el viento pega menos.

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Sólo entonces Pedro sintió el aire insidioso que empujaba
arbustos redondos.
—Se llaman brujas —explicó Sergio; luego se dedicó a juntar
piedras y ramas. Encendió una hoguera formidable que a Pedro le
hubiera llevado horas.
Clara propuso que buscaran constelaciones, sabiendo que
sólo darían con el cinto de Orión. Pedro la besó; su lengua fresca,
húmeda, conservaba el regusto quemante del mezcal. Se tendieron
en el suelo áspero y él creyó ver una estrella fugaz.
—¿Te fijaste?
Clara se había dormido en su hombro. Le acarició el cuello
y al contacto con la piel suave se dio cuenta de que tenía arena en
los dedos.
Despertó muy temprano, sintiendo la nuca de piedra. Los
restos de la fogata despedían un agradable olor a leña. Un cielo
azul claro, todavía sin sol.
Un poco después los seis bebían café, lo único que tomarían
en el día. Pedro vio los rostros contentos, aunque algo degradados
por las molestias del viaje, la noche helada y dura, el muro de
nopales donde iban a orinar y defecar. Hilda parecía no haber
dormido en eras. Mostró dos aspirinas y las tragó con su café.
—El pinche mezcal —dijo.
Alfredo enrolló la cobija con su bota y se la echó al hombro, un
movimiento arquetípico, de comercial donde intervienen vaqueros.
Pedro pensó en los cazadores. ¿Qué buscaban en aquel pá­
ramo? Alfredo pareció adivinarle el pensamiento porque habló de
animales enjaulados rumbo a los zoológicos del extranjero:
—Se llevan hasta los correcaminos —se cepilló el pelo con
furia, se anudó la cola de caballo, señaló una cactácea imponen­
te—: los japoneses las arrancan de raíz y vamonos, al otro lado
del Pacífico.
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Tenía demandas al respecto en su escritorio. ¿Demandas de
quién, del dueño del desierto, de los imposibles vigilantes de esa
foresta sin agua?
Pedro empezó a caminar. El beso de Clara se le secó de in­
mediato; una sensación borrosa en la boca. Respiró un aire limpio,
caluroso, insoportable. Cada quien tenía que encontrar su propio
peyote, los rosetones verde pálido que se ocultan para los indig­
nos. La idea del desierto saqueado le daba vueltas en la mente.
Se adentró en un terreno de mezquites y huizaches; al fondo,
una colina le servía de orientación. “El aire del desierto es tan
puro que las cosas parecen más cercanas.” ¿Quién le advirtió eso?
Avanzó sin acercarse a la colina. Se fijó una meta más próxima:
un árbol que parecía partido por un rayo. Los cactus impedían
caminar en línea recta; esquivó un sinfín de plantas antes de llegar
al tronco muerto, lleno de hormigas rojas. Se quitó el sombrero
de palma, como si el árbol aún arrojara sombra. Tenía el pelo em­
papado. A una distancia próxima, aunque incalculable, se alzaba
la colina; sus flancos vibraban en un tono azulenco. Sacó su can­
timplora, hizo un buche, escupió.
Siguió caminando, y al cabo de un rato percibió el efecto
benéfico del sol: cocerse así, infinitamente, hasta quedar sin pen­
samientos, sin palabras en la cabeza. Un zopilote detenido en el
cielo, tunas como coágulos de sangre. La colina no era otra cosa
que una extensión que pasaba del azul al verde al marrón.
Sentía más calor que cansancio y subió sin gran esfuerzo,
chorreando sudor. En la cima vio sus tobillos mojados, los cal­
cetines le recordaron transmisiones de tenis donde los cronistas
hablaban de deshidratación. Se tendió en un claro sin espinas. Su
cuerpo despedía un olor agrio, intenso, sexual. Por un momento
recordó un cuarto de hotel, un trópico pobrísimo donde había
copulado con una mujer sin nombre. El mismo olor a sábana
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húmeda, a cuerpos ajenos, inencontrables, a la cama donde una
mujer lo recibía con violencia y se fundía en un incendio que le
borraba el rostro.
¿En qué rincón del desierto estaría sudando Clara? No tuvo
energías para seguir pensando. Se incorporó. El valle se extendía,
rayado de sombras. Una ardua inmensidad de plantas lastimadas.
Las nubes flotaban, densas, afiladas, en una formación rígida, casi
pétrea. No tapaban el sol, sólo arrojaban manchas aceitosas en el
alto desierto. Muy a lo lejos vio puntos en movimiento. Podían
ser hombres. Huicholes siguiendo a su maracame, tal vez. Estaba
en la región de los cinco altares azules resguardados por el venado
fabuloso. De noche celebrarían el rito del fuego donde se queman
las palabras. ¿Cuál era el sentido de estar ahí, tan lejos de la cere­
monia? Dos años antes, en la hacienda de un amigo, habían bebi­
do licuados de peyote con una fruición de novatos. Después del
purgatorio de náuseas (“¡una droga para mexicanos!”, se quejó
Clara) exudaron un aroma espeso, vegetal. Luego, cuando se
convencían de que aquello no era sino sufrimiento y vómito, vi­
nieron unas horas prodigiosas: una prístina electricidad cerebral:
asteriscos, espirales, estrellas rosadas, amarillas, celestes. Pedro
salió a orinar y contempló el pueblito solitario a la distancia, con
sus paredes fluorescentes. Las estrellas eran líquidas y los árboles
palpitaban. Rompió una rama entre sus manos y se sintió dueño
de un poder preciso. Clara lo esperaba adentro y por primera vez
supo que la protegía, de un modo físico, contra el frío y la tierra
inacabable; la vida adquiría una proximidad sanguínea, el campo
despedía un olor fresco, arrebatado, la lumbre se reflejaba en los
ojos de una muchacha.
¿Tenía algo que ver con esas noches de su vida: el cuerpo
ardiendo entre sus manos en un puerto casi olvidado, los ojos de
Clara ante la chimenea? Y al mismo tiempo, ¿tenía algo que ver
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con la ciudad que los venció minuciosamente con sus cargas, sus
horarios fracturados, sus botones inservibles? Clara sólo conocía
una solución para el descontento: volver al valle. Ahora estaban
ahí, rodeados de tierra, los ánimos un tanto vencidos por el can­
sancio, el sol que a ratos lograba arrebatarle pensamientos.
La procesión avanzaba a lo lejos, seguida de una cortina de
polvo.
Pedro se volvió al otro lado; a una distancia casi inconcebible
vio unas manchitas de colores que debían ser sus amigos. Decidió
seguir adelante; la colina le serviría de orientación, regresaría al
cabo de unas horas a compartir el viaje con los demás. Por el
momento, sin embargo, podía disfrutar de esa vastedad sin rutas,
poblada de cactus y minerales, abierta al viento, a las nubes que
nunca acabarían de cubrirla.
Descendió la colina y se internó en un bosque de huizaches.
De golpe perdió la perspectiva. Un acercamiento total: pájaros
pequeños saltaban de nopal en nopal; tunas moradas, amarillas.
Imaginó el sitio por el que avanzaban los huicholes, imaginó una
ruta directa, que pasaba sobre las plantas, y trató de corregir sus
pasos quebrados. Tan absorbente era la tarea de esquivar mague­
yes que casi se olvidó del peyote; en algún momento tocó la bolsa
de hule que llevaba al cinto, un jirón ardiente, molesto.
Llegó a una zona donde el suelo cobraba una consistencia
arenosa; los cactus se abrían, formando un claro presidido por una
gran roca. Un bloque hexagonal, pulido por el viento. Pedro se
aproximó: la roca le daba al pecho. Curioso no encontrar cenizas,
migajas, pintura vegetal, muestras de que otros ya habían experimen­
tado la atracción de la piedra. Se raspó los antebrazos al subir. Ob­
servó la superficie con detenimien­to. No sabía nada de minerales
pero sintió que ahí se consumaba una suerte de ideal, de perfec­
ción abstracta. De algún modo, el bloque establecía un orden en
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la dispersión de cactus, como si ahí cristalizara otra lógica, llana,
inextricable. Nada más lejano a un refugio que esos cantos afila­
dos: la roca no servía de nada, pero en su bruta simplicidad fasci­
naba como un símbolo de los usos que tal vez llegaría a cumplir:
una mesa, un altar, un cenotafio.
Se tendió en el hexágono de piedra. El sol había subido
mucho. Sintió la mente endurecida, casi inerte. Aun con el som­
brero sobre el rostro y los ojos cerrados, vio una vibrante película
amarilla. Tuvo miedo de insolarse y se incorporó: los huizaches
tenían círculos tornasolados. Miró en todas direcciones. Sólo en­
tonces supo que la colina había desaparecido.
¿En qué momento el terreno lo llevó a esa meseta? Pedro no
pudo reconocer el costado por el que subió a la roca. Buscó huellas
de sus zapatos tenis. Nada. Tampoco encontró, a la distancia, un
brote de polvo que atestiguara la caminata de los peregrinos. El
corazón le latía con fuerza. Se había perdido, en la deriva inmóvil
de esa balsa de piedra. Sintió el vértigo de bajar, de hundirse en
cualquiera de los flancos de plantas verdosas. Buscó una seña,
algo que revelara su paso a la roca. Un punto grisáceo, artificial,
le devolvió la cordura. ¡Ahí abajo había un botón! Se le había
desprendido de la camisa al subir. Saltó y recogió el círculo de
plástico, agradable al tacto. Después de horas en el desierto, no
disponía de otro hallazgo que aquel trozo de su ropa. Al menos
sabía por dónde había llegado. Caminó, resuelto, hacia el hori­
zonte irregular, espinoso, que significaba el regreso.
De nuevo procuró seguir una recta imaginaria pero se vio obli­
gado a dar rodeos. La vegetación se fue cerrando; debía haber una
humedad soterrada en esa región; los órganos se alzaban muy por
encima de su cabeza, un caos que se abría y luego se juntaba. Avanzó
con pasos laterales, agachándose ante los brazos de las biznagas, sin
desprender la vista de los cactus pequeños dispersos en el suelo.
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Se desvió de su ruta: en el camino de ida no había pasado por
ese enredijo de hojas endurecidas. Sólo pensaba en salir, en llegar a
un paraíso donde los cactus fueran menos, cuando resbaló y fue a
dar contra una planta redonda, con espinas dispuestas en doble fila,
que de un modo exacto, absurdo, le recordó la magnificación de un
virus de gripe que vio en un museo. Las espinas se ensartaron en
sus manos. Espinas gordas, que pudo extraer con facilidad. Se
limpió la sangre en los muslos. ¿Qué carajos tenía que hacer ahí, él,
que ante una planta innombrable pensaba en un virus de vinilo?
Pasó un buen rato buscando una mata de sábila. Cuando fi­
nalmente la halló, la sangre se le había secado. Aun así, extrajo el
cuchillo de monte, cortó una penca y sintió el beneficio de la baba
en sus heridas.
En algún momento se dio cuenta de que no había orinado en
todo el día. Le costó trabajo expulsar unas gotas; la transpiración
lo secaba por dentro. Se detuvo a cortar tunas. Una de las pocas
cosas que sabía del desierto era que la cáscara tiene espinas invi­
sibles. Partió las tunas con el cuchillo y comió golosamente. Sólo
entonces advirtió que se moría de sed y hambre.
De cuando en cuando eructaba el aroma perfumado de las
tunas. Lo único agradable en esa soledad sin fin. Los cactus lo
forzaban a dar pasos que acaso trazaran una sola curva impercep­
tible. La idea de recorrer un círculo infinito lo hizo gritar, sabiendo
que nadie lo escucharía.
Cuando el sol bajó, vio el salto de una liebre, correrías de co­
dornices, animales rápidos que habían evitado el calor. Distinguió
un breñal a unos metros y tuvo deseos de tumbarse entre los terrones
arenosos; sólo un demente se atrevía a perturbar las horas que equi­
valían a la verdadera noche del desierto, a su incendiado reposo.
Entonces pateó un guijarro, luego otro; la tierra se volvió
más seca, un rumor áspero bajo sus zapatos. Pudo caminar unos me­
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tros sin esquivar plantas, una zona que en aquel mundo elemental
equivalía a una salida. Se arrodilló, exhausto, con una alegría que
de algún modo humillado, primario, tenía que ver con los nopales
que se apartaban más y más.
Cuando volvió a caminar el sol se perdía a la distancia. Una
franja verde apareció ante sus ojos. Una ilusión de su mente cal­
cinada, de seguro. Supuso que se disolvería de un paso a otro. La
franja siguió ahí. Una empalizada de nopales, una hilera definida,
un sembradío, una cerca. Corrió para ver lo que había del otro
lado: un desierto idéntico al que se extendía, inacabable, a sus
espaldas. La muralla parecía separar una imagen de su reflejo. Se
sentó en una piedra. Volvió a ver el otro desierto, con el resignado
asombro de quien contempla una maravilla inservible.
Cerró los ojos. La sombra de un pájaro acarició su cuerpo.
Lloró, durante largo rato, sorprendido de que su cuerpo aún pu­
diera soltar esa humedad.
Cuando abrió los ojos el cielo adquiría un tono profundo.
Una estrella acuosa brillaba a lo lejos.
Entonces oyó un disparo.
Saber que alguien, por ahí cerca, mataba algo, le provocó
un gozo inesperado, animal. Gritó, o mejor dicho, quiso gritar: un
rugido afónico, como si tuviera la garganta llena de polvo.
Otro disparo. Luego un silencio desafiante. Se arrastró hacia
el sitio de donde venían los tiros: la dicha de encontrar a alguien
empezaba a mezclarse con el temor de convertirse en su blanco. Tal
vez no perseguía un disparo sino su eco fugado en el desierto. ¿Podía
confiar en alguno de sus sentidos? Aun así, siguió reptando, ras­
pándose las rodillas y los antebrazos, temiendo caer en una em­
boscada o, peor aún, llegar demasiado tarde, cuando sólo quedara
un rastro de sangre.
Pedro se encontró en un sitio de arbustos bajos, silencioso.
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Se incorporó apenas: a una distancia que parecía próxima
distinguió un círculo de aves negras. Volvió a caminar erguido.
Pasó a una zona de aridez extrema, un mar de piedra caliza
y fósiles; de cuando en cuando, un abrojo alzaba un muñón exan­
güe. El círculo de pájaros se disolvió en un cielo donde ya era
difícil distinguir otra cosa que las estrellas.
Su situación era tan absurda que cualquier cambio la mejo­
raba; le dio tanto gusto ver las sombras de unos huizaches como
antes le había dado salir del laberinto de plantas.
Se dirigió a la cortina de sombras y en la oscuridad menos­
preció las pencas dispersas en el suelo. Una hoja de nopal se le
clavó como una segunda suela. La desprendió con el cuchillo, los
ojos anegados en lágrimas.
Al cabo de un rato le sorprendió su facilidad para caminar
con un pie herido; el cansancio replegaba sus sensaciones. Alcanzó
las ramas erizadas de los huizaches y no tuvo tiempo de recuperar la
respiración. Del otro lado, en una hondonada, había lámparas,
fogatas, una intensa actividad. Pensó en los huicholes y su rito del
fuego; por obra de un complejo azar había alcanzado a los pere­
grinos. En eso, una sombra inmensa inquietó el desierto. Se oyó
un rechinido ácido. Pedro descubrió la grúa, las poleas tensas que
alzaba una configuración monstruosa, una planta llena de extre­
midades que en la noche lucían como tentáculos desaforados. Los
hombres de allá abajo arrancaban un órgano de raíz. No se estre­
meció; en el caos de ese día era un desorden menor confundir a
los huicholes con saqueadores de plantas. Se resignó a bajar hacia la
excavación. Entonces sonó un disparo. Hubo gritos en el campa­
mento, el cactus se balanceó en el aire, los hombres patearon tierra
sobre las fogatas, hubo sombras desquiciadas por todas partes.
Pedro se lanzó al suelo, sobre una consistencia vegetal, pestí­
fera. Otro disparo lo congeló en esa podredumbre. El campamento
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respondía el fuego. De algún reducto de su mente le llegó la expre­
sión “fuego cruzado”, ahí estaba él, en la línea donde los atacantes
se confunden con los defensores. Rezó en ese médano de sombra,
sabiendo que al terminar la balacera no podría arriesgarse hacia
ninguno de los dos bandos.
Después, cuando volvía a caminar hacia un punto incierto,
se preguntó si realmente se alejaba de las balas o si volvería a caer
en otra sorda refriega.
Se tendió en el suelo pero no cerró los ojos, los párpados
detenidos por un tenso agotamiento; además se dio cuenta, con
una tristeza infinita, que cerrar los ojos era ya su única opción de
regresar: no quería imaginar las manos suaves de Clara ni la
lumbre donde sus amigos hablaban de él; no podía ceder a esa
locura donde el regreso se convertía en una precisa imaginación.
Se había acostumbrado a la oscuridad; sin embargo, más que
ver, percibió una proximidad extraña. Un cuerpo caliente había in­
gresado a la penumbra. Se volvió, muy despacio, tratando de dosi­
ficar su asombro, el cuello casi descoyuntado, la sangre vibrando
en su garganta.
Nada lo hubiera preparado para el encuentro: un coyote con
tres patas miraba a Pedro, los colmillos trabados en el hocico del
que salía un rugido parejo, casi un ronroneo. El animal sangraba
visiblemente. Pedro no pudo apartar la vista del muñón descarna­
do, movió la mano para tomar su cuchillo y el coyote saltó sobre
él. Las fauces se trabaron en sus dedos; logró protegerse con la
mano izquierda mientras la derecha luchaba entre un pataleo inso­
portable hasta encajar el cuchillo con fuerza y abrir al animal de
tres patas. Sintió el pecho bañado de sangre, los colmillos aflojaron
la mordida. El último contacto: un lengüetazo suave en el cuello.
Una energía singular se apoderó de sus miembros: había
sobre­vivido, cuerpo a cuerpo. Limpió la hoja del cuchillo y des­
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garró la camisa para cubrirse las heridas. El animal yacía, enorme,
sobre una mancha negra. Trató de cargarlo pero era muy pesado.
Se arrodilló, le extrajo las vísceras calientes y sintió un indecible
alivio al sumir sus manos dolidas en esa consistencia suave y
húmeda. Si con el coyote luchó segundos, con el cadáver luchó
horas. Finalmente logró desprender la piel. No podía estar muy
seguro de su resultado pero se la echó a la espalda, orgulloso, y
volvió a andar.
La exultación no repite su momento; Pedro no podía descri­
bir sus sensaciones; avanzaba, aún lleno de ese instante, el cuerpo
avivado, respirando el viento ácido, hecho de metales finísimos.
Vio el cielo estrellado. En otra parte, Clara también estaría
mirando el cielo que desconocían.
De cuando en cuando se golpeaba con ramas que quizá tu­
vieran espinas. Estaba al borde de su capacidad física. Algo se le
clavó en el muslo, lo desprendió sin detenerse. En algún momen­
to advirtió que llevaba el cuchillo desenvainado: un resplandor
insensato vaciló en la hoja. Le costó mucho trabajo devolverlo a
la funda; perdía el control de sus actos más nimios. Cayó al suelo.
Antes o después de dormirse vio la bóveda estrellada, una arena
radiante.
Despertó con la piel del coyote pegada a la espalda, envuelto
en un olor acre. Amanecía. Sintió un regusto salino en la boca. Escu­
chó un zumbido cercanísimo; se incorporó, rodeado de moscar­
dones. El desierto vibraba como una extensión difusa. Le costó
trabajo enfocar el promontorio a la distancia y quizá esto mitigó su
felicidad: había vuelto a la colina.
Alcanzó la ladera al mediodía. El sol caía en una vertical
quemante, las sienes le latían, afiebradas; aun así, al llegar a la
cima, pudo ver un paisaje nítido: el otro valle y dos columnas de
humo. El campamento.
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Enfiló hacia la distancia en la que estaban sus amigos, a un ritmo
que le pareció veloz y seguramente fue lentísimo. Llegó al atardecer.
Después de extraviarse en una tierra donde sólo el verde
sucedía al café, sintió una alegría incomunicable al ver las cami­
setas coloridas. Gritó, o más bien trató de hacerlo. Un vahído seco
hizo que Julieta se volviera y lanzara un auténtico alarido.
Se quedó quieto hasta que escuchó pasos que se acercaban
con una energía inaudita: Sergio, el protector, con un aspecto de
molesta lucidez, una mirada de intenso reproche, y Clara, el rostro
exangüe, desvelado de tanto esperarlo.
Sergio se detuvo a unos metros, tal vez para que Clara fuera
la primera en abrazarlo. Pedro cerró los ojos, anticipando las
manos que lo rodearían. Cuando los abrió, Clara seguía ahí, a tres
pasos lejanísimos.
—¿Qué hiciste? —preguntó ella, en un tono de asombro ya
cansado, muy parecido al asco.
Pedro tragó una saliva densa.
—¿Qué mierda es esa? —Clara señaló la piel en su espalda.
Recordó el combate nocturno y trató de comunicar su oscu­
ra victoria: ¡se había salvado, traía un trofeo! Sin embargo, sólo
logró hacer un ademán confuso.
—¿Dónde estuviste? —Sergio se acercó un paso.
¿Dónde? ¿Dónde? ¿Dónde? La pregunta rebotó en su cabe­
za. ¿Dónde estaban los demás, en qué rinconada alucinaban esa
escena? Pedro cayó de rodillas.
—¡Puta, qué asquerosidad! ¿Por qué? —la voz de Clara
adquiría un timbre corrosivo.
—Dame la cantimplora —ordenó Sergio.
Recibió un frío chisguetazo y bebió el líquido que le escurría
por la cara, un regusto ácido, en el que se mezclaban su sangre y
la del animal.
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—Vamos a quitarle esa chingadera —propuso una voz obse­
siva, capaz de decir “chingadera” con una calma infinita.
Sintió que le desprendían una costra. La piel cayó junto a
sus rodillas.
—¡Qué peste, carajo!
Se hizo un silencio lento. Clara se arrodilló junto a él, sin
tocarlo; lo vio desde una distancia indefinible.
Sergio regresó al poco rato, con una pala:
—Entiérralo, mano —y le palmeó la nuca, el primer con­
tacto después de la lucha con el coyote, un roce de una suavidad
electrizante—. Hay que dejarlo solo.
Se alejaron.
Oscurecía. Palpó el pellejo con el que había recorrido el
desierto. Sonrió y un dolor agudo le cruzó los pómulos, cualquier
gesto inútil se convertía en una forma de derrochar su vida. Alzó
la vista. El cielo volvía a llenarse de estrellas desconocidas. Em­
pezó a cavar.
Tiró el amasijo en el agujero y aplanó la tierra con cuidado,
formando una capa muelle con sus manos llagadas. Apoyó la nuca
en la arena. Un poco antes de entrar al sueño escuchó un gemido
pero ya no quiso abrir los ojos. Había regresado. Podía dormir.
Aquí. Ahora.

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Urbes fantásticas

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Gonzalo Soltero

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Gonzalo Soltero (ciudad de México, 1973). Autor de los libros de
cuentos Crónicas de neón y asfalto e Invasión, y de la novela Sus ojos
son fuego. Ha obtenido el Premio Nacional de Novela Jorge Ibargüen­
goitia 2003, Premio Punto de Partida 1996, y Premio Banamex a la
Evolución en Internet. Actualmente vive en Graz, Austria, donde cursa
un doctorado. “Maduro” forma parte de su segundo libro de cuentos,
que así definen sus editores: “¿Cuántas clases de invasión existen?
Mental, física, espacial, incluso intelectual. Una invasión va acompa­
ñada de crueldad, ironía, sarcasmo y un exquisito humor negro. Una
invasión comienza por la mirada, continúa en el olfato y culmina con
el tacto. Una invasión psicológica conduce a un final deliciosamente
inesperado. Quien se adentre en los cuentos de Soltero, se sentirá inva­
dido por los personajes que en ellos habitan y, al mismo tiempo, será un
invasor más de esa realidad en la que transcurren”.

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Maduro

Melquíades sólo iba por salsa de soya. No es que fuera mucho


mejor ni más barata de la que podía comprar en cualquier super­
mercado, pero adentrarse en el Barrio Chino, sobre todo en la tienda
de Zong, que siempre tenía algo nuevo, le entusiasmaba. Cuando
agotaba su provisión dedicaba una tarde de sábado a remplazarla.
Los dependientes se habían acostumbrado a sus visitas espa­
ciadas pero idénticas. El volumen de Melquíades lo hacía incon­
fundible; cada vez que entraba lo veían con resignación, sabiendo
que pasaría por lo menos un par de horas obstaculizando los pasi­
llos estrechos con su obesidad sudorosa. Revisaba cada anaquel
y las etiquetas llenas de símbolos diminutos e indescifrables, antes
de salir con la botella más pequeña de soya.
Siempre había alguna cosa nueva que lo hacía detenerse
varios minutos a observarla con sus ojillos oscuros, tratando de
reconocer, en sus formas o en los caracteres que salpicaban el
celofán del envoltorio, alguna secuencia lógica que le descubriera
su procedencia y características.
A veces, no sin reticencia, Melquíades se animaba a tomar
alguno de los productos y darle vueltas entre los dedos, haciendo
crujir la envoltura hasta que el contenido mismo parecía cansarse de
sus manoseos; le provocaba una reacción que lo hacía aventarlo
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de nuevo a los estantes y buscar presuroso al empleado más cer­
cano para increparlo por la nueva ubicación de la salsa de soya.
No fue ésta, sin embargo, como las demás ocasiones. Al
principio deambuló con su acostumbrada lentitud por los pasillos,
resistiendo con indiferencia bovina los codeos con que los demás
clientes intentaban inútilmente hacerse paso a su lado, mientras él
seguía con la mirada parsimoniosa entre las repisas, como si fue­
ran un plato de sopa de letras en el que quisiera comprobar la
presencia de cada letra del alfabeto.
A pesar de lo lento que avanzaba, al descubrirlo se detuvo
tan en seco que estuvo a punto de perder el equilibrio. Lo contem­
pló absorto, como si en el alfabeto que recorriera en vez de la
próxima letra se hubiera topado con su nombre deletreado, o con
un espejo cuya reflexión lo miraba inquisitivo. Puede que fuera
una fruta.
Sobre el montón de li-chis que resistían dentro de sus pe­
queños capullos, amoratados por el esfuerzo, se erigía algo más.
Era enorme. Por lo menos en comparación. La versión militar de
una papaya que acechaba desde su coraza verde erizada de espinas
afiladas.
Melquíades se aproximó con cautela. Si hubiera habido algún
dependiente cercano le habría señalado con inconformidad esa
cosa espinada, exigido una explicación de qué era eso y qué hacía
ahí, tan fuera de lugar. Cuando se dio cuenta ya estiraba la mano
hacia su corteza hirsuta, prehistórica. Le pareció que aquello es­
taba tibio, al punto de la palpitación, pero ante el contacto suprimía
el siguiente latido, contenía el aliento
En la caja lo envolvieron con destreza, casi con respeto.
Primero lo colocaron sobre una tabla de madera bofa. Luego lo
cubrieron con hoja tras hoja de un periódico chino impreso en
papel rosa de mala calidad. Finalmente lo metieron en una bolsa
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de plástico negro resistente y luego en otra más. La tabla quedó
marcada con muescas profundas. Cuando le dijeron el precio no
le sorprendió, aunque prácticamente le vació la cartera.
Tan pronto transcurrieron dos estaciones en el metro sus
dedos comenzaron a resentir la presión del plástico. El peso del
fruto y la punción de las espinas habían perforado ya el periódico
y se marcaban contra la bolsa, como si pujara por salir. Aun así,
no quiso apoyarlo en el suelo. A la siguiente estación se percató
de que la gente lo miraba. Prestó mayor atención. ¿Cómo no había
notado antes que olía tan mal? El hedor se esparcía con la densidad
de un gas lento y untuoso. Le picaba la nariz, incluso le dificulta­
ba respirar. Tuvo la impresión de que más que las espinas, era la
peste lo que rompía el envoltorio.
Vivía en el segundo piso de una casa de dos plantas, ubicada
en un callejón amplio, de poca profundidad, e iluminado durante
el día. A un lado de la puerta principal había una banca, en la cual
los oficinistas de la importadora que ocupaba la planta baja solían
fumar y tomar el sol en sus descansos. Tenían un pacto tácito de
no molestarse. De hecho, casi no compartían el inmueble, salvo
en algunas ocasiones cuando Melquíades regresaba temprano del
trabajo, o cuando ellos necesitaban quedarse más tarde por las
zonas horarias desde donde importaban.
Oscurecía y el único farol encendió su luz amarillenta y
pobre. Depositó con suavidad su carga en un extremo de la banca
y luego se sentó a un lado, contemplándolo. Se frotó las manos
pues la bolsa le había dejado la parte interior de los dedos mar­
cados y tan rosas como el periódico, que había resistido mal
la presión de las espinas. Fue entonces que entre maldiciones se
preguntó por qué carajos lo había comprado. Al descubrirlo le
había parecido obvio. Pero ahora, ¿qué iba a hacer con él? Caro,
pesado, incómodo y apestoso. Tirarlo no podía, sencillamente no
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podía. Para empezar le había costado demasiado dinero y ahora
trabajo. Decidió dejar el bulto ahí, ya lo abriría mañana, con tiempo.
Abrió la puerta, pero cuando se descubrió al pie de sus esca­
leras con las manos vacías, una furia ciega lo hizo volverse y patear
la puerta de la importadora. Había olvidado comprar la salsa de
soya.

Desde que despertó se sintió incómodo. Y extenuado. No estaba


seguro si lo imaginaba, o si la fetidez dulzona del fruto se había
filtrado a sus sueños. En la cocina sacó todos los ingredientes del
desayuno que despachaba cada domingo. Tan pronto el fuego
comenzó a calentar el aceite en el sartén, perdió el apetito. Casi
con náusea devolvió cada cosa a su lugar. Decidió ir por el perió­
dico. Dio un portazo al salir y caminó aprisa, sin volver la cabeza
hacia la banca.
Regresó al anochecer, sin el periódico y después de ver
cuatro películas seguidas. A media cuadra de distancia pudo
olerlo. El vaho aumentó conforme se acercaba. Sin querer admi­
tirlo,  esperaba que hubiera desaparecido. Ahí seguía, sobre la
banca, esperándolo.
Al día siguiente sería lunes. Pensó en los empleados de la
importadora. No podía dejar el fruto donde estaba. Si lo dejaba en
medio de una calle más transitada los coches lo arrollarían hasta
desaparecerlo. Decidió inspeccionarlo una vez más antes de aban­
donarlo a su suerte sobre el asfalto.
Quitó las dos bolsas y luego retiró el periódico, hecho jiro­
nes por las espinas de abajo. Tomó el fruto entre sus manos con
reticencia y notó algo nuevo bajo la mortecina luz del farol. En la
coraza asomaba una cuarteadura finísima. Acercó el rostro para
inspeccionarla mejor con sus ojillos ansiosos. Le pareció que el olor
se transformaba, tal vez por la maduración del fruto. Aminoraba
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un poco lo pesado del aroma; era todavía empalagoso, pero más
dulce, casi agradable.
Entre lo que le había costado en dinero y molestias, ¿qué más
daba esperar otro poco? Lo subió y colocó en la cocina, sobre la
tabla de picar, a un lado del lavabo. Decidió observarlo un momen­
to para verificar que no se fuera a rodar. Al darse cuenta había pasado
media hora, por lo que lanzó un último vistazo y se fue a dormir.
Melquíades no supo si fue el olor o el brillo con que se le
aparecía entre sueños, pero tuvo la certeza de que el fruto lo vela­
ba y ahora lo había despertado. Miró su reloj, tenía el tiempo
justo. Si salía inmediatamente podía alejarse antes de que llegara
la recepcionista de la importadora, y se ahorraría las explicacio­
nes. Sin bañarse, se cambió de ropa y corrió a la estación.
Cuando se cerraron las puertas experimentó en el interior
del vagón la esencia pegajosa. No podía definir si se le había
adherido al interior de la nariz o a su ropa, incluso a su piel. Sen­
tía que la mayoría de los pasajeros procuraba evitar cualquier
contacto corporal y visual con él, salvo un hombre con sombrero
de palma y mirada áspera.
Fue el primero en llegar a su oficina y pasó directamente
al baño. Se arremangó la camisa y se talló con jabón la cara, el
cuello y los antebrazos. Por el resto del día se aisló todo lo que
pudo en su escritorio, que para su fortuna quedaba junto a una
ventana. Era tan huraño que nadie percibió su ansiedad ni que be­
biera más café del que podía metabolizar. El día se le pasó entre
sudores, escalofríos e idas al baño. Se tranquilizó un poco cuando
el edificio comenzó a vaciarse, pero entonces se enfrentó al regre­
so a casa. Imaginó que ahora el olor debía detectarse a varias
cuadras de distancia. Trató de matar el tiempo jugando solitario en
la computadora de manera obsesiva, encadenando una partida con la
otra. A la segunda ronda del guardia decidió que era mejor irse.
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Caminó hasta su casa, evitando más la llegada que los callejo­
nes oscuros y desiertos. Tal vez hubiera agradecido un asalto. Tocó a
su propia puerta, sin tener claro por qué. Ahí estaba, esperándolo.
Un vaho tibio se le vino encima como una ola de mantequilla; el
olor, otra vez distinto. Probablemente mutaba con la oscuridad o
con la fotosíntesis que aún parecía hacer. El foco rojo de la con­
testadora pestañeaba indicando que tenía dos mensajes. Los borró
sin escucharlos y siguió a la cocina.
Melquíades no había prendido la luz, pero no hacía falta. El
farol estaba a la altura de su departamento y su resplandor entraba
por la ventana de la cocina. El fruto se veía más grande que en la
mañana. Alcanzó a distinguir nuevas cuarteaduras que se habían
sumado a la primera, cada vez más gruesa. Pudo ver, por ahí, la
pulpa.
Asomaba por la grieta con un blanco ligeramente turbio.
Reflejaba la luz que se filtraba por la ventana, o emitía la suya
propia, muy tenue, irradiada desde el núcleo de su semilla y filtra­
da apenas a través de su carne blancuzca. Estaba agotado, pero no
quería alejarse demasiado. Se tendió sobre la alfombra del pasillo,
donde cayó dormido de inmediato.
Lo despertaron los toquidos en la puerta, la aporreaban
como si quisieran tirarla. Con el rabillo del ojo comprobó que si­
guiera sobre la tabla. El sol caía a plomo sobre el fruto, como
sobre su rostro. Se puso de pie lentamente, casi al compás de los
golpes sobre la plancha de madera.
Le dirigió una mirada a la contestadora. El foco anunciaba una
docena de mensajes. Una vez que abrió la puerta, se tardó varios se­
gundos en reconocer a sus vecinos. Ellos lo miraban expectantes.
—Creímos que le había pasado algo.
—Por la peste.
—Tratamos de llamarlo desde ayer.
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—Y como no lo vimos ayer ni tampoco salir hoy a trabajar,
estábamos a punto de llamar a la policía —agregó una secretaria.
Melquíades salió, cerró la puerta tras de sí con suavidad y
encaró las escaleras. Comenzó a bajar. Los de la importadora se
hacían a un lado conforme se acercaba. Tan pronto pisó la banque­
ta echó a correr rumbo al metro, a pesar de que ya fuera mediodía.
Sólo se detuvo cuando alcanzó el andén. A pesar de que el
metro se encontraba frente a él, con las puertas abiertas como
esperándolo, no lo abordó. De haber entrado, tal vez jamás habría
vuelto. Conforme el vagón cerró sus puertas y echó a andar, la
certeza lo envolvió con la misma fuerza del olor que la fruta
exudaba. Tenía que volver.
Al subir las escaleras de la estación, advirtió que sudaba
una sustancia pegajosa. Cuando entró en su callejón, por primera
vez desde que vivía ahí, notó las cortinas de la importadora abier­
tas. En vez de ellas, se descorrían los párpados de todos los traba­
jadores. ¿Qué pensarían que tenía allá arriba? ¿Qué diablos tenía
allá arriba?
La puerta de la oficina, que daba a las escaleras, estaba
también abierta. Sintió el conjunto de miradas que le colgaban de
la espalda como un racimo de plomo. Abrió su puerta. A la vez
que segregaba ese sudor pesado y lento tenía cada poro convertido
en una narina, en una terminal olfativa preparada para inhalar ese
olor. Una fragancia vegetal, la savia podrida de cien selvas, lo
rodeó para tragárselo. Vio al fruto de frente. Tuvo la impresión de
que le sostenía la mirada en sus púas rígidas y enhiestas.
En el primer cajón guardaba los cuchillos. Se aproximó
lentamente, lo abrió y sintió su mano acoplarse al mango frío y
macizo de un cebollero. Avanzó entonces en dirección a la tabla
de madera y lo que sobre ella aguardaba expectante, tan tenso
como Melquíades.
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Descartó el tajo directo. Si estallaba, de la explosión de ese
magma vegetal podía esperarse cualquier cosa. Acercó el cuchillo
lentamente, con cuidado y con la muñeca rígida. Al colocar la
hoja sobre la corteza la sintió seca, casi crujiente. La abrió hacien­
do palanca con la punta en la grieta mayor, que atravesaba la
fruta de un lado a otro, procurando no arañar la pulpa. La corteza
no cedía fácilmente, como si el fruto opusiera un último acto de
resistencia o pudor, hasta que al fin un ligero cric la abrió en dos
mitades. En el interior la carne fibrosa resplandecía tinta en un
barniz nacarado que variaba sus iridiscencias en reacción al alien­
to de Melquíades, quien la observaba en silencio.
Cada una de las mitades se dividía en válvulas y circunvo­
luciones perfectamente definidas, de tono perlino, que brillaban
untuosas a la luz exudando secreciones aceitadas. Tuvo la impresión
de que no sólo estaba vivo, sino también lúcido. No sin temor, su­
mergió un dedo en esa materia turbia y mucilaginosa. Le pareció
que el fruto se contraía. Restregó la sustancia viscosa con el pulgar
y se la acercó a la nariz.
Tenía un olor penetrante, pesado, más denso que nunca;
pero no era de la fruta de donde provenía, sino de él. Se llevó
entonces el dedo a los labios y su saliva se disolvió al entrar en
contacto con la pulpa. El fruto comenzó a vibrar ligeramente:
Melquíades estaba en su punto.

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Daniel Rodríguez Barrón

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Daniel Rodríguez Barrón (ciudad de México, 1970). Se ha desempe­
ñado como crítico literario y de artes plásticas y como periodista cultu­
ral en medios impresos y televisivos. En 2002 ganó el Premio Nacional
de Dramaturgia Joven Gerardo Mancebo del Castillo con la obra La
luna vista por los muertos, editada por Tierra Adentro en la antología
Teatro de la Gruta II, misma que se estrenó en 2007 bajo la dirección de
Zaide Silvia Gutiérrez, que en su momento llamó la atención gracias a
que “el drama está cargado de metáforas sobre la llamada generación X,
o del Game Boy […] Se llama a la reflexión sobre una realidad contem­
poránea, pero sin indicar o forzar el sentido, una obra con una fuerza
dramática que cimbrará al espectador por la crudeza de las escenas, y
que lo hará reflexionar, o al menos lo dejará pensando.”

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En casa

Se dice que el estado de sitio ha terminado, pero nadie está seguro.


El toque de queda sigue cumpliéndose. De vez en cuando suena la
alarma, aunque no he vuelto a escuchar ninguna explosión desde
hace casi un año.
En el trabajo nadie comenta nada. Yo no pregunto. No sé por
qué me levanto tan temprano. El trabajo escasea, el dinero escasea
y no hay nada en qué gastar. ¿Para qué quiero un televisor si cortan
la luz a las ocho, apenas unas horas después de salir de la fábrica?
¿Para qué quiero comprar alimentos si el gas se termina pronto y
no lo surten sino hasta haber realizado varios trámites?
De mi casa al trabajo sólo hay doce cuadras, pero puedo
acortar el camino atravesando los escombros de edificios derrum­
bados. Llego tarde, pero nadie reclama, quizás porque nadie nota
que he llegado. Comienzo el trabajo sin pensar en él, pero tengo
cuidado de no cortarme los dedos en pedazos. Alguien habla.
“Oye, tú, amigo, ¿vives solo?” La pregunta me extraña, pero
digo sí. “¿Tu casa es grande?” Vuelvo a decir sí, sólo que en voz más
baja. “¿Te gustaría gastar un poco de dinero?” Encojo los hombros.
“Tengo un amigo que se interesa en rentar un cuarto”. Rentar un
cuarto. No había pensado en eso. Debe ser molesto. “Es un amigo
que se quedó sin casa durante el último saqueo”. Realmente no
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quiero vivir con nadie, pero adelanto ¿cuánto tiempo crees que tu
amigo se quede en mi casa? “Sólo el suficiente para que arregle su
pasaporte y se vaya del país”. Sé que eso puede llevar mucho tiem­
po, pero no lo digo. ¿Cuándo iría a ver el cuarto? “Eso no importa,
mira, te voy a dar este dinero como pago para unas tres semanas. Mi
amigo llegará en uno de estos días”. Me alarga un fajo de billetes.
Los tomo y los meto en mi bolsillo sin contarlos.

En casa. Siento hambre. La costumbre. Parto con las manos un


pedazo de pan duro. Lo meto en un recipiente con agua para
ablandarlo un poco. Mientras como, recuerdo el dinero que llevo
en el pantalón. Lo saco y lo cuento. Es tanto que me veré obligado
a cederle la recámara grande. Cambio mis cosas. Limpio la recá­
mara vacía hasta cansarme. Parece un lugar digno de rentarse.
El trabajo. El tipo de ayer me mira ansioso. Seguro quiere
su dinero de vuelta. No se lo daré. Luego de un rato se acerca.
“Oye, necesito un duplicado de tus llaves para que mi amigo
pueda entrar”. Aún no lo conozco. “Somos compañeros de trabajo,
¿desconfías de mí?” Prefiero conocerlo antes. “El problema es
que está buscando trabajo del otro lado de la ciudad y llegará muy
noche, le daré la dirección y las llaves; tú lo conocerás más tarde,
por la mañana”.
Ceno. Estoy dispuesto a esperar a mi inquilino. Voy a sor­
prenderme cuando entre por la puerta con el duplicado de mis
llaves. Voy a sorprenderme de su voz, tal vez de su idioma, del
color de sus ojos y del tono de su piel. Estoy harto de todos los
que han padecido el sitio conmigo. Harto de sus rostros de trapo,
de su voz seca, de su piel blanca.

El inquilino no llegó en toda la noche. Me fui a dormir. Amanecí


con hambre. Planeo pasar por el mercado para comprar un pescado
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fresco. En el trabajo el tipo me mira todo el tiempo sin decirme
nada. Cuando me vuelvo a mirarlo, él desvía la vista y finge estar
concentrado en su trabajo.
En la plaza. El dueño del puesto me mira con asombro
porque elijo un pescado grande. Pide mucho dinero, pero no im­
porta. Entro a la casa y lo noto. La puerta de la recámara grande
está cerrada. No sé qué hacer. Quizás debería abrirla y ya, pero el
inquilino podría molestarse. Me acerco y toco. Me gustaría pre­
guntar, ¿hay alguien ahí? Toco más fuerte. No contestan. Tomo el
picaporte con la mano derecha y lo hago girar. No abre. Trato de
distraerme preparando la cena. Mantengo el oído atento a cual­
quier sonido que venga de la recámara grande. Nada. Quizá el
olor del pescado asado lo atraiga. Nada. Hago sonar los platos.
Nada. Como en silencio mirando la delgada línea de luz bajo la
puerta. Oiga, digo en voz alta, salga, he comprado un whisky, es
mentira pero lo digo, ¿no quiere un trago? Como única respuesta
se apaga la luz.

Llego al trabajo con la intención de hablar con el tipo. No está en


su lugar. Le pregunto al siguiente en la fila. ¿Dónde está el tipo de
aquí?, y señalo el sitio preciso donde debería estar. ¿Quién sabe?
Tal vez lo mataron. No se alarme, así es la ciudad, me dice el
nuevo como si nos conociéramos. Vuelvo preocupado a mi lugar.
Desde hace tiempo no escucho ni un sólo disparo, ni un petardo.
No comprendo por qué seguimos comportándonos como si aún
estuviéramos en estado de sitio. Abandono el trabajo y salgo a dar
un paseo.
En la calle no hay gente. Los edificios que siguen en pie
parecen deshabitados. Sólo la fábrica continúa trabajando. Veo un
perro husmeando entre los escombros. Y caigo en la cuenta. Se­
guro me han robado.
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Todo está en su lugar. Ni un trasto, ni un libro fuera. Me
acerco a la puerta de la recámara grande. No escucho nada. Oiga,
su amigo ha desaparecido. Nada. ¿No va a buscarlo?, en la fábrica
creen que lo han matado, usted sabe, cosas de la ciudad, ¿me oye?
Nada. Cocino la mitad del pescado que dejé ayer.

Despierto con la sensación de haber escuchado a mi inquilino


buscar algo en su recámara. No voy a trabajar. Como estoy ner­
vioso me entrego al aseo total de la casa. Levanto polvo. Llega la
hora de la comida, pero estoy muy cansado para cocinar. Tomo
una siesta. Me despierta el sonido de algo que cae al piso y se
rompe. El inquilino abre la ventana de su habitación y pide ayuda.
Me levanto de un salto mientras golpean a mi puerta. Alguien me
grita: “no puedo soportarlo más, salga de una buena vez”. Con­
fundido, abro la puerta lentamente. El hombre me mira por un
segundo y luego me abre el estómago con un cuchillo.

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Fernando de León

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Fernando de León (Guadalajara, México, 1971). Editor de la revista
Luvina. Autor de La estatua sensible, La obscuridad terrenal, Cárceles
de invención, La sana teoría y Apuntes para una novísima arquitectura.
Ha obtenido los premios de Cuento de los XX Juegos Florales de San
Román, Campeche, y Nacional de Cuento Agustín Yáñez 2004. Es uno
de los más interesantes cultivadores de cuento fantástico en México.
Sus historias suelen darle la vuelta a las recetas canónicas al uso sin
olvidar los rudimentos de la ortodoxia. Algunos de sus primeros cuentos
se encuentran compilados en la serie de antologías Los mejores cuentos
mexicanos (Joaquín Mortiz).

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Manual del comportamiento fantástico

A bordo de su Moldum amarillo modelo 2111, el taxista Grisóstomo


pensó que aquel debía ser el clima del infierno. Su vida también po­
día ser considerada un pavimentado círculo del infierno, un lento
remolino de calor y angustia. Conducir le proporcionaba un enor­
me placer. Antes. Ya no. La impaciencia le había invadido el ánimo:
ahora quería que las jornadas terminaran cuando apenas las había
comenzado. La pasajera, en el asiento trasero, parecía advertir su
viscosa desazón.
Grisóstomo recordó que antes platicaba con sus pasajeros,
y que incluso conseguía, sin proponérselo, saber mucho de ellos,
de su forma de ver la vida; solía ver cada trayecto como una
aventura y casi pedía adivinar la dirección. Incluso disfrutaba
perderse en el trayecto porque platicar siempre lo distraía y en el
fondo prefería conversar más con sus pasajeros: no lo hacía para
ganar más, de hecho nunca cobraba más que la tarifa pactada al
comienzo del viaje, pero ahora se había convertido en un conductor
silencioso, como cochero de carroza funeraria.
Pero, últimamente, incluso llegaba a molestarse con los
clientes que no sabían con exactitud dónde quedaba el sitio al que
deseaban llegar. Lo amargaba el calor del mediodía y el silencio,
o lo que era peor, el ruido de las calles de la ciudad G. Se había
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convertido en un Sísifo del volante que cada día repetía una jor­
nada similar a la anterior, y que no trascendía en absoluto. Ni
siquiera estaba haciendo fortuna. Sus ahorros eran una nimiedad.
Casi vivía al día. Tenía 44 años, era soltero y cada noche lo aterra­
ban las figuras que tomaban las manchas de humedad en el techo de
su habitación.
Esa calurosa mañana trasladaba a una señora enferma de
marre, o mal del retrato, la enfermedad apenas descubierta, oca­
sionada por las cámaras gammagráficas que se usaron tanto y tan
irresponsablemente hasta entonces, por las cuales las personas que
se tomaron demasiados retratos con ellas y estuvieron expuestas
a rayos gamma se fueron quedando paralizadas paulatinamente,
hasta el día en que quedaban completamente inmóviles, práctica­
mente como gammagrafias, y sufrían el colapso nervioso final. La
señora que había abordado el taxi con insufrible lentitud le había
recordado al propio Grisóstomo los miles de autorretratos que se
había hecho con su cámara gammagráfica. Debería visitar pronto
a un médico y averiguar si tenía marre. Precisamente entonces
dirigía su taxi a un hospital que había en el sector O, pero no se
veía manera de escapar al embotellamiento que ya los había tenido
atrapados durante más de veinte minutos.
Fue entonces que su mirada impaciente reparó en una pare­
ja que peleaba en el vehículo delantero. Levemente escuchó el
último de los insultos que ella profirió mientras se bajaba y se
perdía entre el estático mar de capotes metálicos. El abandonado
se quedó atónito ante el acto de su compañera y tardó en reaccio­
nar. Cuando por fin pareció que se había resuelto a ir tras ella,
sucedió algo más inesperado: un ave gigantesca tomó entre sus
garras el techo del Bostitch bermellón y se lo llevó al vuelo con
todo y conductor, dejando en su sitio sólo un tramo de asfalto y el
asombro de Grisóstomo.
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Nadie más vio aquello.
Contra su acostumbrada parquedad, Grisóstomo preguntó a
su pasajera si había visto lo mismo que él. Ella, lentamente, pre­
guntó a qué se refería. El taxista se bajó de su auto para interrogar
a los otros conductores si lo habían visto. Todos le cerraron la ven­
tanilla temerosos, creyéndolo un loco peligroso a punto de perder
la calma.
Grisóstomo no podía creer que nadie hubiera visto al pájaro
gigante. Y no era que su existencia fuera imposible: corría el año
2121 y ya entonces la genética podía realizar eso y mucho más.
De hecho, después de la extinción masiva de 2077, los genetistas
se propusieron volver a crear las especies desaparecidas. Ya ha­
bían superado las limitaciones que imponía, y la nueva ingeniería
permitió dar vida a cualquier tipo de ser; pero como en el 2077 no
hubo un inventario como la bíblica lista de Noé, que fuera fiel y
completo, los genetistas recurrieron a los libros, a todos los libros:
los de historia natural y los tratados de seres mitológicos por
igual. Empezaron a crear tortugas, sirenas, gatos, dragones, búhos,
unicornios, ranas, catoblepas, caballos, krakens, serpientes mari­
nas, perros, grifos… En fin, ahora todo existía y una gigantesca
ave Roc no tenía nada de asombroso. El punto, el verdadero punto,
era que nadie antes la había visto, pues lo que existe y lo que se
deja ver no es necesariamente lo mismo. Quizá por eso fue que
desde entonces y más que nunca el hombre sólo dio crédito a
aquello que le tocaba ver y a Grisóstomo le había tocado verla.
Aunque él empezó a desear algo más que eso; empezó a querer
ser arrastrado con todo y taxi por los cielos entre las gigantescas
garras de un ave Roc. ¿Hacia dónde se llevaría sus presas? ¿Ter­
minarían ante el pico de sus polluelos? Grisóstomo averiguó en un
antiquísimo manuscrito medieval que obtuvo en uno de los miles
de expendios de antiquísimos manuscritos que tras el surgimiento
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de la nueva fauna abundaron en cada esquina de la ciudad: en el
Manual del comportamiento fantástico decía que el ave Roc actúa
solamente durante un parpadeo y por eso nadie podía ver su fugaz
paso. Entonces ¿por qué él no había parpadeado? ¿Por qué había
conseguido mirar algo así? También ahí, en la página 765, obtuvo
la respuesta: “El ave Roc sólo permite que lo vea la última de sus
presas”. ¡La última de sus presas! Eso era una especie de garantía
de que sería arrebatado por los aires entre las garras de la gigan­
tesca ave, tarde o temprano.
Se preparó entonces. Imaginó muchos escenarios, situaciones
y destinos posibles que pudieran suscitarse al volar entre las patas
del ave Roc. Lo primero que hizo fue comprar un paracaídas, pero
cuando lo iba a colocar en la cajuela pensó en lo inútil que era
tenerlo ahí dado el momento de emergencia en que podría necesi­
tarlo, así que acondicionó su asiento para siempre traerlo puesto.
Implementó en el techo de su transporte un amplio quemacocos
para salir con soltura dado el caso.
Sabedor de que en las alturas escasea el oxígeno equipó su
tablero de control con una mascarilla y un tanque que cada maña­
na revisaba que estuviera lleno. En sus pantalones cosió una funda
para traer una discreta daga que lo ayudara si llegaba a ser ali­
mento para críos de un pájaro gigante. Cincuenta metros de soga
se le enredaban en los pies, pues los traía como tapete, para des­
colgarse si la situación lo ameritaba. Un chaleco de tela blindada
protegía cada día su pecho, pues temía que una poderosa garra del
ave lo ensartara matándolo desde el principio del vuelo.
Así, equipado hasta un grado neurótico, su taxi comenzó a
perder el aspecto amable de un taxi y parecer más la guarida de un
cazador: de hecho apenas y quedaba espacio para que una persona
pudiera ser trasladada y la mayoría rechazaba tomarlo. Pero eso a
Grisóstomo le importaba muy poco. Si alguna vez un despistado
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pasajero entraba en su taxi lo prevenía argumentando que lo lle­
varía a su destino siempre y cuando no tocara que lo arrebatara
por los cielos el ave Roc.
Es claro que comenzó a quedarse sin clientela y sin ingresos.
Pero él aportó sus magros ahorros para el costo del combustible a
fin de seguir patrullando, acechando las garras del enorme paja­
rraco. Volvió una y otra vez al sitio donde vio al ave pero nada
pasó. Sin embargo su ansiedad se calmaba cuando recordaba que
la había visto una vez y eso lo autorizaba a saberse el último. ¿Y si
el Manual del comportamiento fantástico se equivocaba? Tal vez,
si otro más hubiera visto el suceso, pues era imposible que hubiera
dos últimas presas. Siempre hay sólo un último. Y ése era él.
Pasados catorce meses Grisóstomo tenía la impresión de que
el mundo o su entorno transcurría con creciente velocidad, pero
no era así; era que Grisóstomo se estaba volviendo lento. Reac­
cionaba lento, manejaba lento, respiraba lento. Un médico le había
detectado los síntomas de marre y oficialmente se estaba convir­
tiendo en estatua. Una nueva cuita para su colección, sumada al
hecho de que en todo ese tiempo no lo había atacado el ave Roc.
Suspiró y mientras miraba con infantil envidia por el retro­
visor un flamante Adanada color uva, se percató de que de repente
ya no estaba. Por el quemacocos —él, y sólo él— vio pasar el
negro chasís apresado por una garra imponente. La sombra que
proyectó tardó en pasar dando prueba de lo grande que era el
cuerpo que la generaba. Pero, definitivamente, no podía ser más
grande que la frustración que sentía.
Condujo lo más rápido que pudo tras lo que pensó que sería
la ruta del ave sonando su bocina y maldiciendo que no le hubiera
tocado todavía su turno. Era como si la estúpida ave se equivocara
de presa y tomara ora uno por delante, ora uno por atrás. Otra posi­
bilidad podía ser que el pajarraco se hubiera propuesto enloquecerlo
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y sus raptos ante Grisóstomo eran puro sarcasmo avícola. ¿Qué
esperaba que no iba por él? ¿Desde qué alturas lo acechaba?
A partir de ese día Grisóstomo pensó que debía convertirse
en una presa más fácil y transitar por caminos despejados, lejos de
la zona metropolitana. De hecho, se instaló a vivir en su vehículo
estacionado en lo alto de una loma. Tenía víveres, mantas y una
fuente de energía para cocinar y no morir de frío. Su propio taxi
parecía compartir su enfermedad, pues se había quedado inmóvil.
Él mismo se movía con muchos trabajos.
Comenzaba a temer que moriría sin haber sido presa del ave
Roc, cuando una fuerza terrible lo estremeció y el vértigo se ins­
taló en su estómago. Vio alejarse el suelo, sintió el azote del
viento tasajeándole el brazo que tenía en la ventana, el sol se de­
rramó por el parabrisas como una ola de luz y, lentamente, giró su
cabeza hacia arriba: por el quemacocos vio la escamosa piel de la
pata del ave. Lleno de una extraña alegría la tocó. Luego sintió
que ya nunca más podría tocar nada: su cuerpo se había quedado
paralizado por completo. Vio alejarse la urbe y rozar cumbres
nevadas. Sintió que se congelaba cuando enfrentó el mar y su
calidez lo reconfortó. Al paso de las horas el verde marino se
volvió arena de un desierto desconocido para Grisóstomo.
Lo que pasó en los siguientes días no lo consigna ningún
Manual del comportamiento fantástico: el ave lo depositó en la
cumbre de una montaña donde reinaba el estruendo del viento.
Ahí tenía su nido el ave Roc.
El inmóvil Grisóstomo esperaba su propia muerte pero lo
que presenció fue el derrumbamiento de la portentosa ave. La
notó cansada, milenaria y moribunda. Algo tenían de impresio­
nantes y de lastimeras sus enormes y opacas plumas. Observó que
sus ojos no eran de bestia pero tampoco tenía el brillo de los ojos
humanos. El ave lo miraba como podría mirar un volcán o un
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tsunami: sin necesitar de ojos que finalmente cerró. Su muerte
tenía sentido: él era la última de las presas que capturaría y eso lo
convertía en su testigo, en el único que la vio actuar y ahora la
estaba viendo morir. ¿Por qué el ave Roc no lo había despedazado
a la primera oportunidad? Cuando Grisóstomo descubrió el gran
huevo negro que asomaba del nido lo comprendió. Inmóvil, como
estaba, recordó la daga en su pantalón, la soga entre sus pies y
todo lo que ahora le era inútil. El huevo se agrietó con un sonoro
crujido y el taxista, rendido a su destino, sintió el secreto placer
de saberse alimento de una nueva maravilla.

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Hospital

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Antonio Ortuño

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Antonio Ortuño (Guadalajara, 1976). Escritor y periodista. Finalista
del Premio Herralde de Novela 2007 por Recursos humanos. Es autor del
libro de cuentos El jardín japonés, y de la novela El buscador de cabe­
zas, de la que Rafael Lemus apuntó: “Es una novela arrojada y vene­
nosa. Tanta violencia se agradece, sobre todo en una literatura como la
nuestra, desprovista de rabia y atestada de autores iracundos en la plaza
y escasos en sus obras. Se agradece, también, otra virtud: la habilidad del
autor para cons­truir una novela política cuando el resto de su generación
desconoce cómo conjugar la narrativa con la cosa pública. Ortuño
compone una fina fábula política y, al hacerlo, desmiente los temores de
sus coetáneos”.

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Pseudoefedrina

La primera en enfermar fue Miranda, la mayor. Nos contrariamos


porque significaba no ir al cine el viernes, único día que mi suegro
podía cuidar a las niñas. Pese a los estornudos Dina, mi mujer,
insistió en que asistiéramos a la posada del kinder. “Es el último
día de clases. Le cuidamos la gripa el fin de semana y el lunes nos
vamos al mar.” Habíamos decidido pasar las vacaciones navide­
ñas en la playa para no enfrentar otro año la polémica de con qué
familia cenar, la suya o la mía.
En la posada había más padres que alumnos y más tostadas
de cueritos y vasos de licor que caramelos y refrescos. “Muchos
niños están enfermándose de gripa”, justificó la directora. “Pero
como los papás tenían los boletos comprados, pues vinieron.”
“Miranda también está enfermándose”, confesamos. “Por eso trae­
mos tan envuelta a la bebé.” Marta, de apenas siete meses, asomaba
parte de la nariz y un cachete por el enredijo de mantas de lana.
Descubrí al formarme en la fila de la comida que algunas
madres conservaban las tetas y nalgas en buen estado. Y descubrí
que un padre había notado, a su vez, que las de mi esposa tampoco
estaban mal. Platicaba con ella aprovechando mi lejanía. Los dos
sonreían. El sujeto era bajito, gestos afeminados y ricitos negros.
Entablé conversación con la madre de Ronaldo, mujer de unos
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treinta años y gesto de contenida amargura que mi esposa solía
calificar de “cara de mal cogida”. Claudia se llamaba, una de esas
flacas engañosas que debajo de un cuello quebradizo y por sobre
unas pantorrillas esmirriadas exhiben pechos y trasero más volu­
minosos de lo esperado. Se había puesto una arracada en la nariz
y pintado los pelos del copete de color lila desde nuestro último
encuentro. Como no se le conocía novio o marido, las madres del
kinder vigilaban sus movimientos y más de una miró con inquie­
tud cómo le ofrecía fuego para su cigarro y cómo ella me reía todo
el repertorio de chistes con que suelo acercarme a las mujeres.
Regresamos a casa de mal humor. Miranda comenzó a llorar:
tenía 39 de fiebre. Llamamos por teléfono al pediatra, que reco­
mendó administrarle un gotero de paracetamol y dejarla dormir.
También avisó que aquel viernes era su último día hábil: se iría a
pasar la navidad al mar. “Como nosotros”, le dije. “Bueno, pero si
le sigue la fiebre a Miranda no deberían viajar”, deslizó antes de
colgar. “Déjame un recado en el buzón si se pone mal y procuraré
llamarlos”. No le referí a Dina el comentario porque no quería
tentar su histeria.
Medicada e inapetente, Miranda pasó la noche en nuestra
cama mirando la televisión. Marta, quien dormía en su propia
habitación desde los tres meses, fue minuciosamente envuelta en
cuatro cobijas. Bajé el calentador eléctrico de lo alto de un arma­
rio y lo conecté junto a su puerta. La presencia de Miranda en
nuestra cama evitó que Dina y yo hiciéramos el amor o lo inten­
táramos siquiera. De cualquier modo, el menor estornudo de las
niñas le espantaba el apetito venéreo a mi mujer. Me dormí pen­
sando en la nariz de Claudia y sus mechones color lila.
Se suponía que dedicaríamos la mañana del sábado a comprar
ropa de playa y pagar facturas para viajar sin preocupaciones, pero
Miranda despertó con 39.2 a pesar del paracetamol. Maquinalmente
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llamé al número del pediatra. Respondió el buzón. “Hola, soy
el doctor Pardo. Si tienes una urgencia comunícate al número del
hospital. Si no, deja tu recado.” Dejé mi recado.
Acordamos que mi esposa cuidaría a las niñas y yo saldría
a liquidar las facturas y comprar juguetes de playa para Miranda,
un bronceador de bebé para Marta, unas chancletas para Dina y
una gorra de béisbol para mí. Había pensado convencer a Dina de
comprarse un bikini pero preferí no mencionar el asunto. Lo com­
praría y se lo daría en la playa. Antes de salir me pareció escuchar
ruidos en la recámara de Marta. Me asomé. Era un horno gracias
al calentador eléctrico. Lo apagué. Marta estornudaba. Le retiré
una de las mantas y abrí la ventana. Me fui sin avisarle a Dina. No
quería tentar su histeria.
En el supermercado no había gente apenas. Desayuné molle­
tes en la cafetería y pagué mis facturas en menos de diez minutos.
Tomé un carrito y me dirigí a la sección de ropa. Por el camino
obtuve la bolsa de juguetes de playa para Miranda y el bronceador
de bebé. También un antigripal, una caja enorme y colorida que
incluí en mi lista para que los enfermos no acabáramos por ser mi
esposa y yo. Elegí luego una gorra y una playera blanca, lisa, para
mí. Para Dina, unas chancletas cerradas como las que yo acostum­
bro y que ella dice detestar pero siempre termina robando.
Recordé el plan del bikini. Morosamente, me acerqué a la
sección de damas. Dina tenía un cuerpo ligeramente inarmónico.
Como muchas mujeres que han tenido hijos pero no los han ama­
mantado, sus caderas y trasero eran redondos pero sus senos seguían
siendo pequeños, de adolescente. Así que me encontré desvalijando
dos bikinis distintos para armarle uno a la medida.
“¿Compras ropa de mujer muy a menudo?” Claudia apareció
junto a mi carrito, sonriente, las manos llenas de lencería atigrada.
“En realidad no.” “Eso es muy cortito para Dina. No va a querer
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usarlo.” Era cierto pero me limité a sonreír como para darle a en­
tender que mi esposa acostumbraba utilizar arreos sadomasoquis­tas
y juguetes de goma cada viernes. La acompañé a los probadores
para cuidar su carrito. No iba a probarse la lencería —cosa prohi­
bida por el reglamento de higiene del supermercado— sino unos
jeans. Fingí estar muy interesado en la etiqueta del antigripal
mientras esperaba que saliera. El antigripal era un compuesto a
base de pseudoefedrina y advertía que podía provocar lo mismo
nauseas que mareos, resequedad de boca o babeo incontenible,
somnolencia o insomnio, reacciones alérgicas notables y, en caso
extremo, la muerte. Me di por satisfecho. “¿Cómo me ves?” Había
salido para que le admirara el culo metido en los jeans. Se le veían
bien, como toda la ropa demasiado pegada a las mujeres excesi­
vamente dotadas de nalgas. Claudia había sonreído otra vez. Ya
no tenía cara de mal cogida.
En las cajas nos topamos con la directora del kinder. Nos
saludó muy amablemente hasta que su cerebelo avisó que Padre de
carrito uno no emparejaba con Madre de carrito dos. Se despidió
con una simple inclinación de cabeza. Mientras esperábamos pagar
Claudia se puso a hojear una revista femenina y yo volví a explorar
los misterios de la etiqueta del antigripal. Pseudoefedrina de la
buena. “Aquí dice que a las mujeres en África les arrancan el clíto­
ris”, comentó sin levantar la mirada. “Y que el sexo anal es común
allá y por eso el sida es incontrolable.” Levanté las cejas y ella
lanzó una carcajada que contuvo con la mano. “Mejor que no oigan
que hablamos de clítoris y sexo anal o el chisme va a ser peor.”
Como de hecho el chisme ya no podría ser peor le cargué
las bolsas al automóvil y la ayudé a subirlas. Ella parecía dispuesta
a conversar más pero me escurrí pretextando la gripa de Miranda.
“También Ronaldito está malo.” “¿Dónde lo llevas al pediatra? El
nuestro se fue de vacaciones y no responde las llamadas.” Ella se
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puso las manos en la cadera. “No lo llevo al médico. Yo sé de
homeopatía. Si quieres puedo darte medicina para tu niña.” No
acepté pero ella insistió en colocarme en el bolsillo una tarjetita
con su teléfono. “Llámame a cualquier hora si necesitas.”
Había un automóvil en mi lugar de la cochera, junto al de
Dina. Entré con las bolsas en una mano y las llaves en la otra. No
se escuchaba ruido, salvo los esporádicos estornudos de Marta.
Miranda dormía, aparentemente sin fiebre. Imaginé que la direc­
tora había manejado a cien por hora a su casa para llamar a Dina
y contarle que yo estaba en las cajas del supermercado hablando
de clítoris y rectos africanos con Claudia. Imaginé a Dina armada
con un cuchillo, esperando mi paso para degollarme.
En realidad estaba en la cocina tomando café con el tipo de
los ricitos que la había admirado en la posada. Suyo era el auto­
móvil usurpador. “No te oí llegar.” “Algún imbécil se estacionó
en mi lugar.” El tipo me miró con resentimiento. “No es un imbécil:
es Walter, el papá de Igor, el compañerito de Miranda. Es homeó­
pata y lo llamé para que viera a las niñas porque el pediatra no
contesta.” Walter se puso de pie y me extendió la mano. La estre­
ché con jovialidad hipócrita. “Walter cree que Miranda no tiene
gripa, sino cansancio, y que a Marta le están saliendo los dientes.”
El homeópata hizo un par de inclinaciones de cabeza, respaldando
el diagnóstico.
No suelo ser un tipo desconfiado, pero noté el rubor en el
rostro de mi mujer. Y su olor. Olía como cuando accedía a hacer
el amor a mi modo, menos neurótico que el suyo. La bragueta de
Walter estaba abierta, lo que podía no querer decir nada. O sí.
Miré al homeópata, abrí el bote de la pseudoefedrina, me serví un
vaso de agua y me pasé dos pastillas. “Yo no creo en la homeopa­
tía, Walter.” Él volvió a mirarme bélicamente. Dina torció la boca.
“Y por favor quita tu automóvil de mi lugar. No me gusta dejar el
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automóvil en la calle. Por eso rento una casa con cochera.” Walter
se despidió de Dina con un beso en el dorso de la mano y salió en
silencio, sacudiendo sus ricitos. Salí de la cocina antes de que se
desataran las represalias.
En el comedor había una nota escrita a mano, con letras
esmeradas que no eran las de mi mujer. La receta de la homeopa­
tía. Memoricé los compuestos y las dosis. Marqué el número de
Claudia, sosteniendo su tarjeta frente a mis ojos. Su letra era des­
garbada, como ella. “¿Sí?” “Hola. Qué rápida. Estabas esperando
que llamara.” Su risa clara en la bocina me puso de buen humor.
Escuchó con escepticismo las recetas de Walter y bufó. “Una
gripa es una gripa. Nadie estornuda porque le salga un diente o
por estar cansado. Mira, lo que vas a hacer es comprar lo que te
voy a decir y engañar a tu esposa para que piense que les das sus
medicinas.” “¿Me estás pidiendo que engañe a mi mujer?” La risa
como campana de Claudia llenó mis oídos.
“¿Con quién hablabas?” “Con el pediatra.” “¿Y qué dice?”
“Nada. No responde. Le dejé recado en el buzón.” Dina estaba
cruzada de brazos en el pasillo. Tenía cara de mal cogida. “Te
portaste como un patán con Walter.” Acepté con la cabeza gacha.
Mi táctica consistía en darle la razón y pretextar mis nervios por
la enfermedad de las niñas. Dina me miraba con una intensidad
que presagiaba o un pleito o un apareo corto y violento cuando
Miranda se puso a llorar. Tenía 39.4 de fiebre. La metimos a la
tina y le dimos paracetamol.
Dina no cocinó ni tuvimos ánimos de pedir comida por te­
léfono, así que cada quien asaltó el refrigerador a la hora que tuvo
hambre. Yo me serví un plato de cereal con leche y me hice un
bocadillo de mayonesa, como cuando tenía once años y mi madre
no aparecía a comer por la casa. Al beber un largo trago de leche
sentí cómo mi garganta se derretía. Tosí. Dina asomó por la puer­
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ta y me miró con horror. Otra tos respondió en la lejanía. Era
Marta. Tenía 38.6. Dos escalofríos me recorrieron los omóplatos
y los deltoides. No sabíamos cuánto paracetamol darle a la bebé.
El pediatra no respondió. Dina corrió a llamar a Walter. Yo me
escondí y llamé a Claudia desde el celular. “Mis hijas tienen fie­
bre.” “¿Ya les comenzaste a dar las medicinas?” “No.” “Pues sería
bueno que empezaras.” “¿No sabes cuánto paracetamol hay que
darle a un niño?” “Yo no les doy paracetamol. Tiene efectos se­
cundarios horrendos. Nacen con dos cabezas.” “Mis hijas ya na­
cieron, me temo.”
Dina salió de casa dando un portazo. Regresó a la media hora
con una bolsa llena de medicamentos homeopáticos y un refresco
de dieta. “¿Tomas refresco de dieta?” “A veces.” “A Walter no le
gustan las gordas, seguro.” Aproveché su desconcierto para salir
a la calle. No sabía dónde encontrar una farmacia homeopática,
así que volví a llamar a Claudia. “Yo tengo lo que necesitas en la
casa. Ven.” Lo que yo necesitaba era dejar a las niñas dormidas en
sus cunas y meterme con Dina al yacuzi de un hotel en el mar y
quitarle el bikini que le había comprado. Tardé en dar con la di­
rección. Abrió ella, despeinada y sin maquillar, con un suéter y
gafas. Tenía a la mano ya una bolsa con frasquitos y un listado de
dosis y horarios. Le pregunté por Ronaldo. “Está arriba, viendo la
tele.” La casa era enorme y fea, como todas las heredadas. “Mi
padre quería vivir cerca de la estación de bomberos. Lo obsesio­
naban los incendios. Por eso vivimos acá.” Mi carisma dependía
de mis chistes y no tenía cabeza para decir ninguno en ese mo­
mento. Hice una mueca y me marché aparentando nerviosismo.
Eso halaga más que un chiste.
Dina lloraba. Miranda tenía 39.6 y Marta, 39.1. No lloraba
por eso. “Llamó la directora.” Supuse una conversación lánguida,
llena de sobreentendidos. “¿Qué hacías en el supermercado con la
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puta de Claudia.” “Lo mismo que tú con el querido Walter: buscar
consejo médico.” “¿Esa puta es doctora?” “Homeópata”, dije,
levantando la bolsita llena de frascos.
Hice un intento final por marcar el número del pediatra antes
de administrar las primeras dosis de homeopatía. Respondió su
buzón. Murmuré una obscenidad y corté. Jugamos a suertes el
primer turno. Perdí. Me ardía la garganta y la espalda murmuraba
su lista de reclamos. Dina forcejeaba con Marta para darle las
gotas. Tuve un acceso de tos. Dina amenazaba a Miranda para que
tragara sus grageas. Opté por tirarme a dormitar en un sofá de la
sala. Pensé en lo mal que se veía Claudia con gafas, en lo mal que
Walter llenaba los pantalones, en Dina con ropa y sin ella. Des­
perté aterido. La casa estaba oscura y silenciosa. Me puse de pie,
asaltado por un deseo intenso de orinar. Apenas saciado, la nausea
me dominó. Maldije el bocadillo de mayonesa de la comida. Luego
Dina daba de gritos y marcaba el teléfono. Miranda lloraba. Ten­
dría fiebre. Marta estornudaba con la persistencia de un motor.
Hacía calor, el sudor me escurría hasta las comisuras de la boca.
Me arrastré fuera del baño. Pedí agua con voz desvaneciente. Fui
atendido. Bebí. Alcancé una alfombra. Me dejé caer.
Lo siguiente era Walter, sus manos largas en mis sienes. “Te
desmayaste. Estás enfermo. ¿Tomaste alguna medicina?” “Pseu­
doefedrina, Walter, de la mejor.” “Seguro eres alérgico.” Tras los
ricitos del homeópata, Dina asomaba la cara. Quizá esperaba mi
muerte. Quizá no. Quizá Walter la había hecho suya veloz e incó­
modamente frente a mis cerrados párpados. Tragué la solución
que me fue ofrecida en un vasito minúsculo de homeópata profe­
sional. Sabía a brandy o apenas menos mal. Logré incorporarme
y caminar hasta la cama. Las nauseas regresaron, acompañadas
de temblores y frío. No quería que Walter se fuera de mi lado,
deseaba incluso acariciarle los ricitos con tal de que se quedara.
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Pero Miranda tenía 39.7 y Marta 39.4, así que se largó a atender­
las. Cerró la puerta de mi recámara tras él y Dina lo siguió, sin
acercárseme siquiera. La hembra opta por el macho más fuerte
para asegurar una buena descendencia. Pero nuestras hijas ya
habían nacido.
Marqué el número de Claudia. Por la ventana se veía un
cielo oscuro que podría ser el de cualquier hora. Tardó en respon­
der, dos, tres timbrazos. Ahora tenía tanto calor que si cerraba
los ojos saldrían disparados de las cuencas para estrellarse contra
la pared. “¿Sí?” “Me desmayé. Parece que soy alérgico a la pseu­
doefedrina.” Un largo silencio. “¿Quieres que vaya? ¿Estás solo?”
“Está Dina. Con Walter. No quiero molestarlos.” “¿Walter?” Otro
largo silencio. “Ven mañana a las tres. Me aseguraré de estar solo.”
“Bueno. Llevaré medicina.” “Ven tú, nada más.” “Como quieras.”
No lloraba desde los once años, cuando mi madre no apare­
cía en casa alguna noche. Lo hice quedamente, en la almohada. A
las 2:24 de la madrugada me despertaron los números rojos del
reloj digital y los gritos de Miranda. La niña tenía pesadillas o se
había roto un brazo: la mera fiebre no justificaba aquel escándalo.
39.6. Dina había olvidado darle el paracetamol o Walter había
ordenado interrumpir su administración. Pero Walter no era el
padre de la familia. Le di a Miranda la medicina, que tomó con
admirable resignación, y la dormí acunada en brazos, pese a sus
casi cinco años, susurrándole tonterías sobre gatos y conejos. Me
levanté, mareado perpetuo. Pseudoefedrina. Me sentía sudoroso,
acalorado, el corazón latía en los pies, el estómago, los dientes.
Visité la recámara de Marta. 38.7. Tampoco le habían dado para­
cetamol. Interrumpí su sueño para hacerlo y la besé en la cabeza
y las orejas hasta que sonrió. La dejé suavemente en la cuna.
Dina estaba dormida en la sala, agotada, con la falda medio
subida en los muslos húmedos de sudor o cosas peores. Junto a su
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mano descansaba uno de esos prácticos vasitos de homeópata
profesional. Olfateé su contenido. Sería alguna clase de supremo
sedante. Comencé a acariciarle las piernas. No reaccionó. Le
deslicé un dedo bajo los calzones y por las nalgas. Pasó saliva.
Podría haberla montado todo un grupo versátil de veinte instru­
mentistas antes de despertarla. Seguro Walter le había dado
aquello para apresurar el proceso de adulterio. Hija de puta. Lo
peor es que había provocado que olvidara dar el paracetamol a las
niñas o incluso le había prohibido hacerlo, nuevo amo ante una
esclava demasiado tímida para desobedecer. Me asomé por la
cortina. Su automóvil ya no estaba. Hijo de puta.
Subí, la boca terregosa, el corazón latiendo en los dedos, las
pestañas, un tobillo. Las niñas respiraban pausadamente. Eran las
5:02. Me tiré en la cama y quizá dormí una hora, el cielo era negro
aún cuando abrí los ojos. Hacía calor. Me estiré y supe que deseaba
a Dina. Miranda dormía con los dedos dentro de la boca. 37.3. Marta
roncaba ligeramente. 37.1. Tuve que quitarme la camiseta al salir
al pasillo. Demasiado calor. Pseudoefedrina o antídoto de Walter.
Una dosis ligeramente más alta me habría impulsado a bajar por
un cuchillo a la cocina pero lo que quería era desnudar a Dina, mor­
derla, arañarla. Apenas se movió cuando me deslicé en el sillón.
Pensaba: cuando el tribunal me juzgue diré que fue la pseudoefe­
drina o culparé a Walter por darme un afrodisiaco incontrastable. Le
levanté las faldas y suspiró. A tirones, me deshice de su ropa. Su
cuerpo. 39.8. Le separé las piernas y comencé a besarla obstinada­
mente. Yo aullaba y gruñía, aunque parte del cerebro procuraba
asordinar mis efusiones para no despertar a las niñas. Dina abrió
unos ojos ebrios y comenzó a decir obscenidades. 40.3. Aullába­
mos y nos insultábamos, yo le decía que el culo de Claudia lucía
guango incluso dentro de unos jeans apretados como piel de em­
butido y ella bordaba sobre la muy posible impotencia de Walter.
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Yo le mordía los pechos y ella me arañaba desastrosamente la es­
palda. Nos despertó un estruendo y una risa malvada. Era Miranda,
en pie ya, había conseguido derribar la pila de revistas de su madre.
Sin mirarnos Dina y yo nos alistamos y subimos. Miranda brinco­
teaba sobre mi libro ilustrado de las Cruzadas. La perseguí hasta
su recámara y la mandé a hacer la maleta. Me miré en el espejo del
pasillo. No sudaba y mi aspecto era el de costumbre, apenas des­
peinado. Fui por agua y sentí una punzada de hambre. Dina bajó
con Marta en brazos. La bebé mordía el cuello de una jirafa de
trapo con alegría de vampiro. “Se terminó el biberón”, informó mi
esposa con perplejidad. Desayunamos huevos con tortilla y bebí el
primer café del día. Claudia estaba citada a las tres. Dina confesó
que Walter pasaría a las dos y media. Decidimos precipitar la sali­
da al mar. El hotel aceptó adelantar la reservación y cambiar los
boletos de avión llevó cinco minutos.
Dina miraba la mesa. “¿Nos vamos, entonces?” Lo decía con
decepción y esperanza. En el aeropuerto confesé la compra del bikini
y se lo entregué. “Es muy pequeño para mí, me voy a ver gordísima.”
Pasé el vuelo leyendo una revista médica. Tenía un artículo sobre
la pseudoefedrina pero preferí omitirlo y concentrarme en uno
sobre el cercenamiento de clítoris de las africanas y los métodos
reconstructivos existentes. Dina y nuestras hijas cantaban.
En la playa pedimos sombrillas e instalamos a las niñas a
salvo del sol. Marta untada de bronceador de bebé y Miranda toca­
da con un sombrerito de paja. No había turistas, apenas dos ancianos
paseando a caballo, alejándose hacia el sur. El cielo era claro y
espléndido. Escuché mi teléfono y acerqué una mano perezosa,
dejándola pasear antes por el trasero de Dina, que se endureció ante
el homenaje.
Era el pediatra.
Dejé que respondiera el buzón.
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Ana María Shua

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Ana María Shua (Buenos Aires, 1951). Narradora y poeta. Autora de
los libros de cuentos Los días de pesca, Viajando se conoce gente, Como
una buena madre e Historias verdaderas. Con “Miedo en el sur” obtuvo
el Premio Municipal Ciudad de Buenos Aires. Ha cultivado el cuento
brevísimo: La sueñera, Casa de geishas, Botánica del caos y Tempora­
da de fantasmas, y la novela: Soy paciente, Los amores de Laurita y La
muerte como efecto secundario. Sobre su primer libro de cuentos, los
editores avisan: “Aventuras de todo tipo: realistas, fantásticas, sexuales.
Personajes de todo tipo: buenos, malos, más o menos. Puntos de vista
de todo tipo: sensatos, insensatos, delirantes, desaforados. Diversidad
temática y coherencia estilística: las enseñanzas diarias y los reconoci­
mientos súbitos, los intentos de acorralar al azar, los extraños desenlaces
de la magia y la predestinación, el cuerpo y los cuerpos en los límites
que imponen realidad y ficción, las ventajas y las desventajas de la di­
ferencia, la terrible seriedad de los juegos de los niños […] Los cuentos
de Ana María Shua nos conducen al paraíso terrenal de la lectura; el
pecado original consiste en despreciar alguno de los frutos que su ima­
ginación nos convida”.

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Los días de pesca

Cuando yo era chica, en verano, iba siempre a pescar con mi papá.


La caja de pesca era de madera y estaba pintada de verde. Adentro
había anzuelos de distintos tamaños: los más chicos eran para
pejerreyes y los más grandes para tiburo­nes. También había plo­
madas. Las plomadas, en general, tenían forma de pirámide. Eran
muy pesadas. Tenían esa forma para evitar los enganches en las
rocas. Ibamos a pescar al muelle o al Pozo de las Burriquetas y
siempre se nos engan­chaba la plomada porque había muchas ro­
cas. Yo digo “nos” pero el único que pescaba era mi papá. Es decir,
el único que manejaba la caña porque en Miramar había muy poco
pique. Yo tenía una cañita pero nunca la llevaba; no me gusta­ba
usarla. Lo que me gustaba era estar parada al lado de Papá. En el
muelle ya nos conocían y también nosotros cono­cíamos a los que
iban más seguido. Al Flaco, por ejemplo, que tenía el pelo rubio y
las cejas completamente negras, y a un se­ñor mayor (mayor que
mi papá) que se lla­maba Ibarra. Yo me sentía muy orgu­llosa de
los conocimientos que iba adqui­riendo y tra­taba de demostrarlos
cada vez que podía. Sa­bía, por ejemplo, que los meros, aunque
son chicos, tiran mucho y que a veces, por la for­ma en que se dobla
la caña, uno puede con­fundirlos con un pez mucho más grande.
Cuan­do alguno de los pescadores venía trayendo la línea con
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esfuer­zo y la caña se curvaba y vi­braba, yo me acercaba y le decía:
“Por ahí es un mero, nomás”. Sabía también reconocer a los gatu­
zos, que son como tiburones chiquiti­tos; los que tenían manchas
oscuras se llama­ban “overos”. A los gatuzos les sacaban el an­
zuelo y los tiraban otra vez al agua. Algu­nas veces sacábamos un
chucho. A los chuchos, me decía Papá, hay que aflojarles la estre­
lla por­que pegan la disparada y si uno no les da línea la pueden
cortar. Después se pegan al piso, ha­ciendo ventosa. Una vez Papá
fue a pescar solo y cuando volvió contó que había tenido un pi­que
increíble. Que tenía floja la estrella del ril y de repente algo (nunca
se supo qué) mordió el anzuelo y pegó tal disparada que el hilo de
nailon, por el roce, le quemó el pulgar. Me acuerdo perfectamente
de la línea blanca de la quemadura en el pulgar de Papá. Y sin
embargo, mi papá se murió. ¿No es increíble?

El primer tirón lo sintió en el espinazo, a la altura de la cintura, la


noche después de la caída. Nunca más volvió a sentir un dolor tan
fuerte. Esa mañana, en la pieza de ellos, había sábanas en el suelo
y yo no sabía por qué. “Tu­vo que dormir en el suelo toda la no­
che”, me dijo Mamá. “En la cama no podía ni darse vuel­ta.” A la
noche volvió cansado pero menos do­lorido. “Levantarme del
suelo me dio un tra­bajo bárbaro”, me dijo. Había ido al médico
esa tarde. “Hernia de disco”, le diagnosticaron. “Tómese unos
calmantes.”

En la caja verde había también magrú, que usábamos de carna­da.


A veces papá me dejaba cortar el magrú, pero siem­pre lo encarna­
ba él porque tenía miedo de que me lastimara con los anzuelos.
(Papá siempre tenía miedo de que yo me lastimara. Por esa época
había in­ventado un protector de alambre que se ponía en la hoja
del cuchillo para que yo aprendiera a pelar naranjas sin cortarme).
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El magrú tiene un olor fuerte y Mamá se enojaba cuando veía la
caja de pesca dentro de la casa. La guardá­bamos en el baúl del
auto. En ocasiones muy especiales papá compraba calamaretes y
los ponía en el congelador: carnada de lujo. En el muelle había
siempre mucho viento. Yo me ponía un pulóver muy gordo de
color amarillo mostaza que me había tejido Mamá y jugaba a ha­
cerme canasta. El juego consistía en po­nerme en cuclillas y estirar
el pulóver, que me quedaba grande, hasta que me tapaba comple­
tamente las piernas, enganchado en el borde de los zapatos. Otra
manera de protegerme del viento era poner­me contra una de las
paredes de la casilla que había en la punta del muelle. Cambiaba
de pared según cambiaba la direc­ción del viento.
Con los mediomundos me entretenía tra­tando de adivinar,
cada vez que los levantaban, cuántos cornalitos traían. Ge­neral­
mente no traían ninguno. Había apren­dido a agarrar los cornalitos,
que me dejaban en la mano las esca­mas bri­llosas, y los ponía en
la lata del pescador. Me gustaba el olor de la mezcla que los me­
diomunderos tira­ban cada tanto al agua para atraer a los corna­litos.
En el muelle lo único que sacábamos eran gatuzos.
En el Pozo de las Burriquetas tenía­mos más suerte. Había
que bajar una especie de escalerita natural que tenía el acanti­lado.
A mí me parecía muy peli­groso y divertido. Papá bajaba primero
y me vigilaba desde ahí. El Pozo era una playita angosta y bastan­
te lar­ga. Papá aprovechaba para practicar tiros con la caña y medir
hasta dónde llegaba la ploma­da. Tomaba la medida con los pasos:
cada paso era un metro. Yo deseaba que los tiros fueran muy largos
pero nunca pasaban de los setenta me­tros. Me acuerdo clarito de
la distancia que había entre las huellas de Papá, setenta metros
más o menos a lo largo de la playa. Y sin em­bargo, mi papá se
murió. ¿No es increíble?

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Los tirones los empezó a sentir después en la pierna dere­
cha. Primero en el pie. Después en la pantorrilla. La columna no
le dolía más. En ese momento había problemas financieros en la
fábrica y tenía que andar mucho por el centro, de banco en banco.
“Dejáte de jorobar y andá a un médico como la gente”, le decía
Mamá, que no es amiga de médicos. “Ése de la mutual no sabe
nada.” La verdad es que Papá ya rengueaba bastante y el fin de
semana de Reyes no había posición que le viniera bien. Mamá
estaba en Mar del Plata con los abue­los y yo me sentía responsable
de que Papá estuviera lo más cómodo posible. El tirón lo sentía
ahora en el muslo; comía medio recos­tado en el sillón del living.

Donde sí pescábamos de verdad era en lo que Papá llamaba “El


Pozo Pestilente”. Íbamos poco porque estaba lejos. Es el lugar
donde desagua la cloaca de Mar del Plata, y donde van a tirar los
desechos las fábricas de pesca­do. Para ir al Pozo Pestilente había
que levan­tarse temprano. El día ante­rior Mamá nos pre­paraba los
sándwiches y las bebidas. Se pescaba desde arriba del acantilado.
El suelo es­taba cubier­to de huesitos de pescado y toda clase de
porquerías. Había unas moscas verdes brillantes, o azules y pega­
josas que zumbaban fuerte y volaban despacio. Moscas zonzas, les
decía Papá, por lo pesadas. Allí pescábamos bagres, unos bagres
gordos, bigotudos y con feo olor. Papá les cortaba enseguida los
bigo­tes, donde tienen un aguijón. Después, a la no­che, ­protestando
mucho, mamá preparaba los bagres en una mayone­sa de pescado.
Mientras estábamos pescando no hablá­bamos casi. Ha­bía
que estar callados para no espantar a los peces. Papá tenía la caña
agarrada con las dos manos y entre el índice y el pulgar de la
mano de arriba sostenía el nailon de la línea para sentir el pique.
Cuando me dejaba tener la caña un ratito, a mí siempre me parecía
que había pique y le hacía levantar enseguida. Te­níamos dos pro­
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blemas: los enganches y las ga­lletas. Cuando había un enganche
papá dejaba la caña en el suelo y agarraba el nailon. Lo estiraba lo
más que podía y después lo sol­taba de golpe. Si no se desengan­
chaba, se cor­taba la línea; pero daba mucho trabajo que pasara
cualquiera de las dos cosas. Las galletas eran lo peor. Y a veces
venían junto con los enganches. El hilo del ril se engalletaba de
tal manera que teníamos que guardar todo y vol­ver a casa para
desenredarlo con paciencia. Una galleta brava podía llegar a sus­
pendernos la pesca por toda la semana.
Lo que más me gustaba era la parte de operar a los pescados.
Papá los abría en canal con el cuchillo que guar­daba en la caja
verde y que también ser­vía para cortarle los bigotes a los bagres y la
cola a los chuchos. Les sacaba las tripas. Les abríamos los intesti­
nos para ver qué habían co­mido. Mientras lo estábamos haciendo
yo me imaginaba que iban a aparecer allí toda clase de maravillas,
como anillos mágicos o pedacitos de vidrio. Sin embargo, nunca
me decep­cionaba porque Papá, examinando el picadillo, me daba
una larga explicación sobre lo que habían co­mido los pescados.
Además a veces encontrá­bamos caracoles o cangrejitos. Una vez
pesca­mos una corvina negra con las huevas hincha­das de huevi­
tos. Como era muy grande, Papá se sacó una foto con la corvina
todavía engan­chada en el anzuelo. La foto la tengo. Y sin embar­
go, mi papá se murió. ¿No es increíble?

Tuvo que volver Mamá de Mar del Plata para que la opera­ción se
decidiera. Primero lo vio un traumatólogo, después un neurólogo.
“Si no se opera, pierde el pie”, le dijeron. Porque Papá y Mamá no
querían. “Está pinzado el ner­vio ciático. ¿Le gustaría arrastrar el
pie muer­to?”, le dijeron. Porque sabían que no le gustaría. “No
hay alternativa”, le dijeron. “Hay que operarse.” Porque querían
ver lo que tenía adentro.
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Dos veces hubo pique en Miramar. Una vez fue el día del cardu­
men. Era un día de lluvia y estábamos aprovechando para arreglar
las lí­neas. Me gustaban los nuditos de nailon en los anzuelos. De
repente tocan el timbre y era el Flaco. “Un cardumen en el mue­
lle”, dice, y se va corriendo.
El muelle estaba lleno de gente, erizado de cañas. Había
olas altas. Papá tenía miedo de que me pegaran con una plomada
en la cabeza y no me dejaba que me separara de al lado de él. No
teníamos la caña. Estaban los de siempre y muchos más. Era un
cardu­men de pescadilla seguido por un cardumen de an­choas.
Ibarra había sacado cincuenta y un pescadillas y media: la otra
mitad se la había comido una anchoa cuando la estaba trayendo.
Las anchoas tenían los dientes filosos y pare­cían bravas. Las
pescadillas eran más tranqui­las. El cardumen ya casi había pasado
y no valía la pena ir a buscar la caña.
La otra vez que hubo pique tampo­co pudimos sacar nada.
Fue en el concurso de pesca del tiburón en el Pozo Univer­sal. El
Pozo Universal es una playa inmensa, a la entrada de Miramar.
Papá no había llevado la caña, pero en cambio tenía la cámara
filmadora y filmaba lo que pescaban los demás. En la pelí­cula yo
ya no soy tan chica. Tengo un pulóver azul que me queda grande
pero que no alcanza a disimular lo que me está pasando. Tengo un
flequillo que me queda muy feo. Se ven muchos tiburones, casi
todos hembras, preñadas. En una escena un chico morocho pisa la
panza de una tiburona y salen seis o siete tiburoncitos todavía
mo­viéndose. Él no aparece en ninguna toma, pero uno sabe todo
el tiempo que está ahí nomás, del otro lado de la cámara. Y sin
embargo, mi papá se murió. ¿No es increíble?

El día anterior, en el sanatorio, nos pidió que lo filmára­mos. Ha­


bían pasado tres días desde la operación. A Papá le gustaba llevar
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el registro filmado de todos los aconteci­mientos importantes: el
coche volcado, el asalto a la fábrica, mi varicela. Yo no tenía
muchas ganas de filmar­lo. Estaba acostado boca arriba, sin poder
moverse. Tenía una aguja clavada en el brazo. La aguja estaba
conectada a un cañito de nailon que salía de una bolsa llena de
lí­quido, sostenida por un soporte alto y vertical. Pero Papá se
sentía mejor y me pidió que le trajera mazapán.

A los pescados el anzuelo no siempre se les clavaba en la boca. A


veces se lo tragaban y sacárselo era una carnice­ría, porque había
que operarlos vivos. Otras veces estaba enganchado en una aleta,
o en el cuerpo. En ese caso Papá decía que el pescado era “roba­
do”. Cuan­do íbamos al Pozo Pestilente llevábamos siem­pre el
robador, que es un gancho grande, como un anzuelo gigante de
cuatro puntas (o como cuatro anzuelos gigantes pegados). El ro­
bador sirve para levantar los pescados más pesados sin que se
corte la línea. Cuando parecía que había picado algo grande Papá
me pedía, mientras recogía la línea, que fuera preparan­do el roba­
dor. Las burriquetas, cuando las sa­caban del agua, hacían un ruido
raro y con­tinuado, como un ronquido. Por eso las llama­ban tam­
bién roncadoras. Los que aguantaban más en el aire eran los tibu­
rones. Los chuchos también eran aguantado­res, y eso que cuando
papá les cortaba la cola con el pin­che, les salía bastante sangre.
Nunca se me ocurrió pregun­tarle a Papá por qué se morían
los pescados fuera del agua. Como no tenían nariz, me parecía
natural que no pudieran respirar. A Papá le gustaba mucho expli­
carme cosas y mien­tras estábamos pescando yo trataba de inventar
preguntas difíciles para que él me las pudiera contestar. Y sin
embar­go, mi papá se murió ¿No es increí­ble?

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“Me ahogo”, me dijo Mamá llorando que Papá le dijo. Y cuando ella
levantó la vista, le vio los ojos desesperados, desorbitados. Con el
oxígeno no pudieron hacer nada, ni con los masajes al corazón. Ni
con la coramina. No volvió a respirar. “Hicimos todo lo que pudi­
mos”, me dijo Mamá llo­rando. “Fue una em­bolia. Los pulmones.”

Cuando yo era chica, en verano, iba siem­pre a pescar con mi papá.


Y sin embargo, mi papá se murió. ¿No es increíble? Lo pescaron.

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Alejandro Toledo

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Alejandro Toledo (ciudad de México, 1963). Periodista, antólogo y
narrador. Es uno de los principales divulgadores de la obra de autores
como Francisco Tario, Efrén Hernández, Fernando del Paso y Antonio
Porchia. Autor de los libros de cuentos Atardecer con lluvia, Corpus:
ficciones sobre ficciones y Tres cuentos del mar; de la crónica deportiva
Chávez-De la Hoya: viaje mágico y misterioso, y el reportaje La batalla
de Gutiérrez Vivó. El acoso foxista a la libertad de expresión; así como de
los ensayos El fantasma en el espejo, Dujardin y el monólogo interior y
Lectario de narrativa mexicana. También tiene una antología donde ha
profundizado sobre una de sus obsesiones, los escritores raros: El hilo
del minotauro. Cuentistas mexicanos inclasificables (fce). Al respecto,
el autor apunta en su blog: “Todo escritor de culto es, también, un escri­
tor oculto. Su camino no ocurre a la luz del día o a la vista de todos, sino
que se desarrolla en la oscuridad aparente, como si no estuviera en el
mapa, pero construyendo, a la vez, alguno de los edificios centrales de
una literatura”.

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Y de pronto anochece

Hacía ya varios meses que fantaseaba con la idea de asesinar a su


mujer. No era un impulso del todo sombrío, más bien tenía curio­
sidad por saber qué ocurriría después del crimen con la casa que
habitaban, a dónde irían a parar los muebles y los objetos reunidos
en tantos años de convivencia, qué pasaría con sus gatos, con sus
colecciones de películas, con sus videojuegos, con su ropa, con
los cuadros, con el jardín, con el automóvil, en caso de que... En
su imaginación se saltaba el homicidio en sí, que no debía ser
estrepitoso ni sangriento. Acaso sólo la ahogaría con la almohada
o la estrangularía. La sangre le provocaba nauseas por lo que
desde un principio desechó usar cuchillo o pistola.
En tal caso, el cómo hacerlo no importaba. Lo substancial
era el resto, lo que seguiría: el silencio posterior, la espera... Él,
claro, aguardaría en casa. No pensaba huir. Esperaría, sí. ¿Qué o
a quién? Esto según las circunstancias en que el asesinato se hu­
biera dado. Al amanecer, por ejemplo. Despertaba temprano, antes
que ella. Aprovecharía esos momentos de calma. Luego se daría
un baño, escogería no lo mejor de su guardarropa sino lo más
común, lo de todos los días. La dejaría encerrada en la recámara
y se dedicaría a cambiar compulsivamente de canal de televisión
hasta hallar algo de su interés o quedar un poco adormecido.
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Aquí se detenía, dejaba congelada la imagen. No acertaba a
saber cuál sería exactamente su reacción, cómo se sentiría enton­
ces, luego de haber asesinado a su mujer. Tampoco podía precisar
si temía a la muerte, a la presencia de la muerte, pues sus expe­
riencias al respecto no eran muchas. Nadie había agonizado entre
sus brazos y nunca había tenido que identificar el cuerpo de un
pariente o un amigo, o ir a recuperar un cadáver al hospital. Los
fallecimientos cercanos sucedieron en momentos en que él estaba
en otra cosa, lejos, y las circunstancias no se prestaron para que
tuviera un papel protagónico. Llegaba a la funeraria cuando todo
había ocurrido, y no era tampoco de los que se acercan al féretro
para mirar el rostro de quien se ha ido o se está yendo.
Ella, sin vida en la recámara; él, en el estudio o cuarto de
televisión, que nunca se definió si era una cosa o la otra...
Estaba en esto cuando escuchó las cerraduras. La llave larga
hay que forzarla un poco, la llave corta es más dócil. ¿Estaba, pues,
encerrado? Quizá su mujer se confundió al salir a la oficina por la
mañana, y puso doble chapa. La puerta se abrió, escuchó pasos y un
“Buenos días” con el que identificó a Rebeca, la mujer del aseo. Él
estaba en el estudio, dedicado a construir su fantasía mortuoria.
—Buenos días, don Alfredo.
—Buenos días.
—¿No está la señora?
—No, salió, viene a la hora de la comida... Por ahí debe
tener usted sus instrucciones, en el pizarrón de la alacena, como
siempre, vi que ella las estaba escribiendo.
Con esta presencia resolvió el siguiente paso de la ficción que
estaba urdiendo: luego del crimen, esperaría la llegada de la señora
Rebeca, lo que solía pasar lunes, miércoles y viernes alrededor
del mediodía. Ella lo encontraría exactamente como lo encontró
ahora, sentado frente a la televisión.
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—Buenos días, don Alfredo —le diría.
—Buenos días.
—¿La señora está en la oficina?
—No, está en la recámara, no se siente bien. No la moleste,
por favor.
Pero ahí llegaba otra vez a un callejón sin salida. ¿Dónde
comenzaría el verdadero drama? Tendría que haber una escena en
la que el cuerpo fuera descubierto, acaso por la inquietud de los
gatos o por un olor raro que viniera de la recámara, y enseguida
gritos y llamadas telefónicas y policías y gente en la casa... Ahí,
seguramente, lo que conformaba el matrimonio estaría ya perdido,
y empezaría la desbandada de los objetos queridos. En la confu­
sión, al convertirse la casa en zona franca, un extraño tomaría este
detalle, otro se quedaría, al pasar, con esta cosa, ya como parte de
un universo en descomposición. El entorno se volvería neutro
porque no habría quién lo valorara, uno de los dos iría a la cárcel
y el otro a la morgue. Para los vecinos, la casa se convertiría en el
lugar del crimen, la mirarían con respeto e incredulidad.
Detuvo el ocio porque Rebeca andaba rondando ya por el
estudio, que debía limpiar. En el cuarto de baño Alfredo se entre­
tuvo quitándose, con una pinza, pelitos que le salían en las orejas
y que él consideraba poco estéticos. Al mirarse en el espejo pensó
que era un buen día para visitar a la peluquera. No tenía compro­
misos inmediatos pues estaba de vacaciones en la universidad,
dos semanas libres por las fiestas de fin de año, a las que por otro
lado no era muy afecto.
—Regreso en una hora —avisó a Rebeca, lo que acompañó
con una de sus bromas acostumbradas—: Si me hablan, diga que
no estoy.
Salió ligero, con ropa deportiva. Optó por no usar el automóvil.
La peluquería estaba a sólo cuatro o cinco cuadras. En el camino
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siguió meditando sobre lo que sucedería si alguna vez asesinara a
su esposa. Móvil, por supuesto, no había. La relación con ella no
era mala. Era el segundo matrimonio de Alfredo e intentó no come­
ter en éste los errores que había cometido en el anterior. Para él, lo
hermoso del asunto es que no tendría razón alguna para matarla.
Sería un crimen alimentado por la pura curiosidad, para estudiar los
efectos posteriores, la repentina diáspora de un hogar. En los días
siguientes al homicidio, la correspondencia tendría que seguir lle­
gando. ¿Quién pagaría las cuentas del banco o la mensualidad de la
casa?, ¿cuáles son los derechos y obligaciones de un hombre preso?,
¿presentaría desde la cárcel su declaración de impuestos? ¿Y qué
pasaría con los gatos?, ¿quién se haría responsable de ellos?
Esos detalles lo divertían por absurdos, pero creía que era
necesario pensar en ellos, pues un asesino no suele detenerse en
las consecuencias prácticas de sus actos, en lo que pasará después.
Las sirenas de la ciudad, de ambulancias o patrullas policiacas,
alimentaron su fantasía, ejercicio o juego mental recurrente en él las
últimas semanas. Alguien, en alguna parte, estaba siendo apresado
en ese momento. Además, alguien acababa de morir.
Llegó, al fin, a la peluquería, que frecuentaba mes a mes
desde hacía varios años atrás, desde que se mudó a vivir a ese
barrio, cuando compraron la casa. Le gustó ir porque había pelu­
quera, con ella se sentía cómodo. Apenas y hablaban, él daba las
instrucciones básicas y ella hacía su labor calladamente. Alfredo
cerraba los ojos y se dedicaba a sentir los olores a jabón y lavanda.
Hacia el final del corte (cabello, barba y bigote), ella pasaba por
su torso una suerte de vibrador a modo de masaje, que lo dejaba
en verdad muy relajado.
Salió feliz y lleno de optimismo. Calculó que a esa hora ya
estaría su mujer de regreso. Antes de entrar en la casa, desde lejos
alguien lo saludó, él respondió sin saber de quién se trataba.
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Le avisó Rebeca que la señora —entiéndase su mujer— no
vendría a comer. Y regresaría tarde porque debía quedarse al
brindis de fin de año.
Comió con Rebeca. Conversaron de trivialidades. Ella se
fue, y Alfredo se metió a bañar. Estaba en la regadera cuando es­
cuchó el timbre de la casa. Esperó a ver si insistían, y decidió no
hacer caso.
Cuando caminó del cuarto de baño a la recámara sintió una
presencia. Supuso que era su esposa, que había aprovechado al­
guna pausa de la oficina para cambiarse e ir luego a la fiesta. En­
contró, no obstante, al hombre con el que se topó horas antes
frente a su casa, y que debió seguirlo desde la peluquería, dedujo.
¿De ahí se conocían? ¿Por qué ese rostro frenético le era tan fami­
liar? Antes de que pudiera gritar, el hombre se abalanzó hacia él
con un cuchillo y le arañó la garganta. Vio escurrir mucha sangre,
que a Alfredo le provocó un leve mareo. Como si acribillaran a
una sandía, escuchaba los golpes que el otro le daba. Los gatos
maullaban, espantados. Era el tipo de asesinato que él habría
querido evitar.
Lo último que pensó fue qué pasaría cuando llegara su
mujer, por la noche, y lo encontrara inerte en la recámara, y qué
sucedería después, cuando el cadáver ya no estuviera en casa,
qué haría ella con sus discos, sus películas, sus juegos de video...
Aunque también entendió que el asesino era un ladrón, y se lleva­
ría gran parte de sus pertenencias. Y se dijo entonces que, al fin y
al cabo, después de muerto ya nada le iba a importar.

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Mayra Santos-Febres

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Mayra Santos-Febres (Carolina, Puerto Rico, 1966). Académica y
poeta, es autora de los libros de cuentos Pez de vidrio (Premio Letras de
Oro 1994) y El cuerpo correcto; “Oso blanco” obtuvo el Premio Juan
Rulfo 1996. También ha escrito novelas: Sirena Selena vestida de pena
(Finalista del Premio Rómulo Gallegos de Novela 2001), Cualquier
miércoles soy tuya y Nuestra señora de la noche (finalista del Premio
Primavera Espasa Calpe 2006). De su obra poética destacan El orden
escapado, Tercer mundo y Anamú y Manigua. “Me obsesiona cómo se
vive en las ciudades del Caribe, ese pegote de infraestructura primer­
mundista, visión alterada por los sueños ‘civilizados’ de las naciones que
nos colonizaron, y la experiencia de un sol, una temperatura emocional,
cultural y física diferentes. También me interesa desarrollar un lenguaje
musical que intenta reproducir el tono, la cadencia conceptual y sonora
que se planta frente a lo caribeño como experiencia profunda (es decir,
no vista desde la óptica de lo ‘exótico’ o lo ‘turístico’, sino desde una
experiencia compleja e integrada)”, declaró a Barcelona Review.

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Goodbye, Miss Mundo, Farewell

Do not, as some ungracious pastors do,


Show me the steep and thorny way to heaven,
Whiles, like a puff’d and reckless libertine,
Himself the primrose path of dalliance treads.
Ophelia, scene iii

Cuadro 1

Hay una línea muy blanca. Aspira. Una línea blanca. Aspira. Esa
línea es el camino a seguir.

Cuadro 2

Llegó antes que yo. Yo era muy niña entonces. Tenía dieciséis
años. Una doncella apenas. Él me dijo “tú vas a ser la reina del
universo”. Mi padre le creyó. Mi madre le creyó. Yo le creí. Iba a
ser la reina del Universo. Miss Universe. Porque era escultural.
Porque tenía los ojos verdes. Porque mi carne era blanca, como
blancas eran las líneas a seguir.

Yo seguí esas líneas. Aspiré.


Mi padre recibió la llamada. Estaba con unos amigos cuan­
do la recibió. (Aspiró.) Con unos amigos del Club Deportivo,
unos amigos de carrera, unos amigos de la capital cuando llamó y
le pidió que lo comunicaran conmigo. Que me quería felicitar por
mi éxito rotundo. Yo salí de la piscina, caminando por entre las
miradas en blanco de los amigos de mi padre. Tomé el celular. “Es
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para mí un honor saludar a la Reina”, me dijo. “¿Reconoce mi
voz?, es el Señor Presidente”.
Quedé muda. El llegó primero que nadie al coro de felicitaciones.
Entré al concurso porque quería ser modelo internacional,
quería ser estrella de talk-show, quería hacerme los pómulos para
lograr una mayor definición en mis facciones. Entré porque heredé
la boca de mi abuela, que era española, pero una española carnosa
de labios y de ojos verdes; esos también los heredé. Heredé sus ojos
y una biblioteca inmensa que no sé para qué la querría. Pero los li­
bros se veían ahí, tan desvalidos y elegantes, con sus lomos duros y
sus letras pequeñas. Letras para ojos de águila. Por aquel entonces
en que me llamó el Señor Presidente yo miraba los libros, les aca­
riciaba el lomo. Y practicaba a sonreír para las cámaras.
Polonio movió los hilos. Mentí en lo de la edad y nadie pregun­
tó. Conseguí las mejores masajistas, los mejores peluqueros, diseña­
dores de Miami. Mi padre me aconsejaba, “Be thou familiar, but by
no means vulgar. (Aspira)”. Yo quería lucirme ante los ojos del mun­
do, ante el spotlight central. Quería que vieran el espectáculo que
puedo ser en tan buena tarima. Que la patria es algo más que cocaleros
(aspira), que inditas vestidas con largas faldas que encubren un cuer­
po distendido por el hambre y por los hijos. Yo también tenía hambre…
Pero él me llamó primero, antes de que yo aprendiera a tragar.
Él me llamó. “Vas a ser la reina del Universo”. Envió su avión
particular a recogerme. Mis padres me dejaron ir con unas amigas.
Yo dudaba, dudaba. Pero él llegó antes que la fuerza de mi duda.
Aspiré.

Cuadro 3

Sin embargo, me gustaba el otro. “O! what a rogue and peasant


slave am I!”
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Me gustaba el otro. “The play’s the thing, Wherein I’ll catch
the conscience of the king.” Me gustaba por su lomo fuerte y su
letra chiquita. Por sus ojos de águila. Era paisano, era joven, era
el escriba. También soñaba con la gran platea del universo. Qui­
zás, con tiempo, con esfuerzo, sin masajistas...…

Le tocó ser alto. Le tocó ser blanco como blancos son los caminos
a los que tenemos que aspirar. No parecerse a los inditos alcoho­
lizados que duermen en los pajares bajo el cielo desprovisto de
rutas. A él le tocó conocer los nombres de la biblioteca de la
abuela; la que ella me heredó con sus ojos verdes. Yo lo invité a
entrar. Mi padre celebraba un asado con sus amigos de la empresa,
“Give every man thy ear, but few thy voice”, con sus amigos in­
dustriales, “Neither a borrower nor a lender be”, con sus amigos
de colegio. El padre del escriba era un amigo, abogado respetado,
tomaba whisky. Aspiraba. Yo le abrí la puerta a él, a su familia,
pero todos nos fueron dejando solos, hasta que lo invité a la bi­
blioteca de la abuela. Le puse los dedos sobre el lomo.
Horacio me miró y quiso que yo hiciera más. Abrió un libro,
me lo enseñó. Yo leí.

Claudius: “How is it that the clouds still hang on you?”


Hamlet: “Not so my lord; I am too much in the sun”.

Cuadro 4

No debió hacerlo. Abrir el libro aquel entre mis manos. Yo era


Gertrudis. Yo era Laertes y Ofelia. Yo era el príncipe vengador.

Hasta ese entonces a mí me bastaba con tocar los lomos de esos


libros. Me bastaba con tocarlo (al escriba) sobre los hombros.
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Hasta que llamara el Señor Presidente. Siempre (Oh Claudius!) al
otro lo traté de Señor.

Cuadro 5

Éste por las palabras. El otro por el poder de su mirada blanca. Mi


carne, nívea, pero impura, se distendía sobre los manteles de la
patria, sobre las mesas presidenciales, en los cocteles de la socie­
dad industrial. Mi carne, sonriente, posaba para los sociales de
“La Razón”, de “Vanidades”, de “Los Tiempos”. Yo sonreía pero
dudaba. ¿Qué ruta debían seguir mis aspiraciones? ¿Cuál era el
camino que elegirían mis pies? Podría ser otra cosa que los canjes.

“Nymph, in thy orisons/Be all my sins remembered.”

Un 14 de febrero, Día de San Valentín, el escriba me dijo que es­


taba enamorándose de mí. El amor es una aspiración. Tendría que
ver cuánto aire aguantaba éste que se decía ser el amado. Cuánto
me podían aspirar sus pulmones.

Cuadro 6

Bajo sus narices:


Con el Señor Presidente
Con su amigo la esperanza del Club Wilsterman
(El escriba aceptó estudiar en Estados Unidos pues al fin se
había “ganado” una beca presidencial.)
Con el del Club Universitario
Con su primo. Con mi primo.
(Me instalaron unos pómulos perfectos. Otra llamada del
Señor Presidente.)
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Con un amigo del apoderado de los Tigres
Con el ingeniero de Bobinas Indistriales
(Partí a Sidney a concursar. El amado partió a California a
estudiar.)
Un trío con dos broadcasters franceses
Con un ancla de noticias de Aust-tv Internacional
(Ensayos, ensayos, ensayos. Llamada del Señor Presidente.
Pasé a las últimas 5 finalistas. Gané el premio de Miss Simpatía.
No seré la Reina del Universo. Nunca seré la Reina del
Universo.)
De vuelta a la patria, recibimientos. Con el DJ de Forum
Con el DJ de Diesel
Con varios amigos del escriba
Con el Señor Presidente
Recibimientos, fotos, banquetes. (Aspiré.)
¿Podré algún día descansar?

Cuadro 7

Me casé con un gobernador de provincias y no volví a ver al escri­ba.


A veces recibía llamada telefónica del Señor. A veces pasaban me­
ses en que no. El gobernador me llamaba por mi nombre (¿Ofelia?
¿Daniela?). A veces, a son de broma, también me llamaba Miss
Simpatía. Odié el título por primera vez. Por primera vez me
avergoncé de la ruta aspirada, del spotlight.
Durante su campaña de reelección me le escapé a mi marido
y en Disco Tavoe me topé con un amigo del escriba. Aspiré. Fue
él quien me dijo que estaba de vuelta, de vacaciones. Que a algu­
no le había preguntado por mí. Mis dedos de repente sintieron
nostalgia de su lomo fuerte. De sus párpados; ojos de águila. Lo
quise tocar. Sólo eso.
Hospital / 287

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Cuadro 8

En sus narices, con él, con él, con él. En su cuartito de adolescente
hasta que su madre le llamó la atención. En un auto prestado, esta­
cionado, detrás de “Secret”. En el baño de “Tantra”, hasta tenerlo
enganchado. Hasta tenerlo detrás de mis líneas, de mis aromas,
detrás de mi paso delirante por ese río que es la cuidad.

Luego huí.

Cuadro 9

El escriba me siguió hasta casa de mi marido. Yo lo dejé entrar. A


puertas cerradas, hice todo lo que se me ocurrió para que lo sor­
prendiera la madrugada entre mis sábanas. Quería verlo salir del
exclusivo complejo de condominios donde vivo con el goberna­
dor. Quería contemplarlo, pálido, ojeroso, cruzar las cuatro calles
hasta la puerta donde el guardia deja entrar y salir a todo visitante.
Quizás verlo retorcerse de manos y marcharse. Aspira. Verlo
mentir. “To thine own self be true.”

“¿Usted acaba de salir de la suite del Señor Gobernador?”

“No señor, de la de al lado”.

Arreglarse la camisa de algodón ahora arrugado, ahora, corrupto,


fuera de la línea que traza las rutas que nos tocan aspirar. “Soy un
primo de la vecina, un amigo de infancia. Soy...” Y no tener nom­
bre, cruzar la frontera sin títulos como pretendía que yo la cruzara.
Como pretendía cruzarla él, armado tan sólo de su tinta, como si
se pudiera ser “more matter/less art”. Como si alguien pudiera ser
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materia aquí, en este descampado, en la línea de las rutas de la
carne que se abre para no dejar pasar.

Se fue de mañana. Eran las seis. Lástima que no lo arrestaron.


Lástima que logró mentir tan bien. Lástima que el escriba fuera
franqueado y lograra trasponer la puerta. Llamar a un taxi, esca­
par. Hubiese querido verlo flotar rodeado de magnolias en un to­
rrente de líquidos. Me hubiese gustado verlo quieto, siendo uno
de mis personajes, el más adolorido. Quizás así hubiese podido
creer en su amor. Quizás entonces se hubiese enterado del mío.

Mi amor blanco y que arrastra. ¿Puede ser de otra manera?

Cuadro 10

El Señor Presidente ya no me llama más. Ahora vivo en Miami.


Un judío gordo, socio de mi padre logró sacarme del país. Logró
salvarme del escándalo. De un juicio de lavado de dinero contra
mi marido, el gobernador. Él mismo me divorció y me sacó de la
patria.
He comprado ropa de diseñadores. Toda la que quiero. He
engordado algo, todo lo que quiero. Luego me hago succionar.
Me hago aspirar. Trago. Aspiro.
Mientras el judío sale a trabajar a su oficina, yo me pierdo
por las calles de Miami. Me pierdo por Rodeo Drive. Me pierdo por
Coconut Grove. Me pierdo por Dade County. Voy a Downtown.
Ruinoso. Celebran una feria de libros. Éstos no son como los de
mi abuela. ¿O sí?
Oigo, por la radio que el escriba se presenta por su propio
nombre. Estaciono, pago entrada, deambulo por los estantes. Ante
mis ojos se repiten los lomos duros, rugosos, de esos libros que
Sólo cuento / 289

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resisten los embates de ojos más verdes que los míos, más verdes
que los de mi abuela, los ojos del mundo entero. Lomos que resis­
ten los dedos garfios que hoy exhibo y que no heredé de nadie.

El escriba se presenta en la Sala Tres.

Habla del paisito, de discursos de presidentes. Termina. Una larga


fila de lectores se le planta al frente con un libro suyo entre la
mano. Sobre una mesa de fondo, una muchacha vende varios de
sus títulos más recientes. Yo agarro uno, cualquiera. Busco un
lugar en la larga línea de lectores. Sigo la ruta, espero. Él abre la
tapa, busca espacio en blanco entre las páginas de su libro y me
mira. Lomo fuerte, ojos de águila.

“¿Tu nombre?”

“ Ofelia”, le contesto.
(Ofelia es quien soy.)

Él escribe una cita de Hamlet, un arabesco con su nombre y me


sonríe. Otro ocupa mi lugar, una chica rubia, incorrupta, a quien
él le escribe algo en inglés. “And from her fair and unpolluted
flesh
May violets spring!” Y luego otra dedicatoria. Y otra, otra.

Yo me aparto. Me voy. Aspiro a hacerme polvo entre los libros.

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Negros

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José Abdón Flores

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José Abdón Flores (San Luis Potosí, 1967). Estudió ingeniería bioquí­
mica. En 1994 obtuvo el primer lugar del Concurso de Cuento Carmen
Báez (Morelia, Michoacán). En 1990 fue incluido en dos antologías de
cuentos de ciencia ficción, editadas por el Instituto Politécnico Nacio­
nal. “Los isómeros”, un cuento que retoma el tema del doble, ganó el
Concurso de Cuento José Agustín 2002. Autor de Escenas de la tierra
en fiesta y de la mar en calma y El juego de los indicios (Premio Na­
cional de Cuento Joven Julio Torri 2001). Es un asiduo traductor de
literatura en lengua inglesa y francesa.

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La floración

Mayo 8 9:05
(El capullo está por abrir. Hace diez días que comenzó todo, diez u
once según el director del jardín botánico. A partir de mañana, la
planta será llevada a un pabellón descubierto. Ahí podrá ser vista
por el público. El ciclo será de veinte días aproximadamente, desde
que el espádice sea visible y hasta que la inflorescencia decaiga.)
Altura (H): 47.8 cm
Diámetro máximo (D): 18.1 cm
Temperatura ambiental (T): 21.2 oC (media). Máxima: 29.2 oC
Humedad (M): no disponible (posterior consulta con el meteoro­
lógico).
Observaciones: Ninguna.
—Al margen:
El peor vuelo de mi vida, sobre todo la última hora. Mucha turbu­
lencia y un capitán nervioso, me parece. Bajé del avión mareada
y con dolor de oídos. La reservación que me había hecho el Insti­
tuto no era válida. Alguien se confundió. Por fortuna había una
habitación en el hotel.
Apenas acomodé mis cosas fui en taxi al jardín botánico.
Error, no era demasiado lejos ni tanta la urgencia; la Amorphopha­
llus titanum aún es un tallo parecido a un elote gigante. Sabía que
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tanta premura era exagerada. Sólo pérdida de tiempo. Si hubiese
llegado dentro de diez días, en nada habría cambiado el estudio
mismo que, sigo pensando, es irrelevante. Sólo cumplo despropó­
sitos, como buen aprendiz de posgrado…

Mayo 9 9:03
(El capullo ha abierto. Son visibles dos centímetros de espádice.
La planta ha sido colocada en el centro de una rotonda, en torno a
la cual ya se despliega cierta actividad. Permiso para el estudio
entregado hoy por el fitólogo jefe del jardín.)
H: 49.9 cm
D: 18.5 cm
T: 21.2 oC (media). Máx.: 29.2 oC
M: no disponible (posterior consulta con el meteorológico).
Observaciones: El color del espádice es parduzco, semejante a
madera reseca.
—Al margen:
El sujeto encargado de la investigación en el jardín es pesadísimo.
Cuando me presenté dijo con cierta tonadilla: “Ah, la chica ento­
móloga”, como si yo le pareciera poca cosa por ser entomóloga.
Pero sobre todo me disgustó lo de “chica”, seguro piensa que soy
inexperta del todo, una aficionada. No me cae bien; creo que ya se
dio cuenta.
Lo que era un mero trámite —recoger el permiso para el
estudio entomológico de polinización—, se convirtió en algo así
como un interrogatorio con este sujeto. Empezó por preguntarme
nombre y experiencia —parecía que hubiese ido a pedirle trabajo—
y terminó por cuestionar seriamente el valor del estudio. En eso
estaba de acuerdo, y se lo habría dicho pero no quise darle la razón:
me he empecinado en llevarle la contraria. Tomé el documento con
una sonrisa, y salí de su despacho prácticamente silbando.
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Acabo de cancelar mis planes para salir esta noche. Llueve
a cántaros. Bajaré al bar del hotel a tomar algo. Aunque no parece
muy animado.

Mayo 10 9:06
(El crecimiento se ha acentuado. Al parecer también la tempera­
tura de la Amorphophallus. Han instalado un censor en su base, el
exterior de lo que será la espata una vez que el espádice esté por
completo expuesto.)
H: 55.0 cm
D: 19.1 cm
T: 22.6 oC (promedio). Máx.: 30.8 oC
T A. titanum: 38 oC !!!
M: no disponible (posterior consulta con el meteorológico).
Observaciones: La temperatura de la planta parece excesiva,
quizá sea una medición errónea del termopar. A medida que T
aumente, se esperan tazas de crecimiento mayores. En floraciones
previas se han visto velocidades de hasta 20 cm/día.
—Al margen:
Le llegó la calentura a la Amorphophallus… algo así habría dicho
A. Se viene la parte obscena del asunto: cuando el falo deforme
crece alocadamente, como cualquier miembro masculino en vías
de erección. ¡Puagh! Y cada vez irá más público al jardín para ver
el espectáculo. Porque eso es para la gente, un espectáculo más.
La decadencia…
En el bar del hotel se podría escuchar con claridad cuando
el pasto crece: no hay nadie. Hoy no está lloviendo, así es que no
bien me bañe, salgo. Un botones me ha dicho dónde está la zona
de bares. Luego de horas en el jardín viendo crecer un miserable
palo, merezco distracción.

Negros / 297

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Mayo 11 11:10
(Fase intensa de crecimiento próxima. A. titanum proyecta los tres
metros de mantener esta velocidad, según fitólogo jefe del jardín.)
H: 65.8 cm
D: 20.0 cm
T: 22.9 oC (promedio). Máx.: 31.5 oC
T A. titanum: 38.5 oC
M: no disponible (posterior consulta con el meteorológico).
Observaciones: temperatura de A. titanum correcta según termo­
par instalado. Color del espádice, grisáceo; superficie y aspecto
semejante al de un nabo. Ningún insecto observado en su entorno.
—Al margen:
Llegué tardísimo al jardín. El fitólogo jefe —¡ese engreído!— me
miró casi con desprecio. En eso nos parecemos: siento lo mismo
por él. Hice mis lecturas en cosa de cinco minutos, esto también
lo indigna, le irrita que nada más haga eso y me vaya.
La salida de anoche no estuvo mal del todo. Por supuesto,
faltó lo principal. En fin, llegué de madrugada al hotel, rendida, y
un poco tomada. Incluso me equivoqué de cuarto, pero se debió a
la oscuridad del pasillo.
Hoy en la mañana, luego de media hora en el jardín botáni­
co, estaba por irme cuando nos invitaron a una conferencia de
prensa. Supuse que habría bocadillos y bebidas, y, como no había
desayunado, decidí asistir.
Mientras tomaba café y galletas me enteré de lo que se tra­
taba: la emisión de un timbre postal conmemorando la floración
de la Amorphophallus. (¡Qué romántico!) La cancelación tendrá
lugar cuando abra lo que confunden con la flor. Por más folletos
informativos que ha distribuido el Jardín, los medios —¡ah, los
medios!— y por tanto la gente, siguen creyendo que la flor es esa
forma gigante que, para confundirlos más, parece flor. Sin embar­
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go, son miles de micro flores, y entre todas conforman el espádice,
ese falo que crece y crece. Si los dejaran acercarse lo verían. Pero eso
no ocurrirá, sería decepcionarlos, ya no habría más flor gigante y
carnívora, el verdadero espectáculo.
Los afortunados que estuvimos en la conferencia de prensa
tuvimos el privilegio de recibir el aludido timbre. No está mal.
Por lo regular todos los timbres son bonitos, por eso los coleccio­
nan. Sinceramente, yo dejé de usarlos hace mucho. Pero éste lo
voy a pegar aquí como recuerdo. Quizá vaya a la cancelación.

Mayo 12 9:05
(Fase intensa de crecimiento tentativamente establecida. A. tita­
num desarrolla 1 cm/90 minutos. Estimación del equipo de estu­
dio: 1 cm/70 min en el clímax de fase intensa.)
H: 77.9 cm
D: 21.5 cm
T: 23.2 oC (promedio). Máx.: 33.0 oC
T A. titanum: 38.7 oC
M: no disponible (posterior consulta con el meteorológico).
Observaciones: aspecto sin mayores cambios salvo los dimen­
sionales.
—Al margen:
Estoy resfriada. Dolores en hombros y articulaciones; también la
cabeza. Debe ser la desvelada de anteanoche. Sólo estuve una
hora en el jardín. No me sentía bien. A. tiene un remedio para los
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resfriados: dormir 12 horas consecutivas a como dé lugar, previa
ingesta de aspirina y té. Pero sobre todo el descanso de 12 horas.
Son las cuatro de la tarde, espero poder dormir de corrido hasta
que amanezca. No usaré somníferos. A. les tiene desconfianza.

Mayo 13 8:30
(Lecturas de humedad descartadas.)
H: 90.0 cm
D: 22.0 cm
T: 23.6 oC (promedio). Máx.: 33.2 oC
T A. titanum: 38.7 oC
Observaciones: Aspecto sin mayores cambios salvo los dimen­
sionales.
—Al margen:
Ninguna mejoría; aún me duele el cuerpo. El remedio de A.
fue interrumpido por la misma A. quien llamó ayer alrededor de
las 22:00. Se disculpó muy preocupada —¡gran ayuda!— y me
dio el nombre de algunos antihistamínicos. Conversamos unos cinco
minutos. Antes de colgar dijo que llamaría en una semana. Me
gusta hablar por teléfono con A., sobre todo cuando hay mucha
distancia de por medio. No sé, me tranquiliza.
No pude reconciliar el sueño. Luego de pensar un poco en
A., en lo que estaría haciendo a esas horas, recapacité en lo tedio­
so que resultaba el estudio, pérdida de tiempo y presupuesto. Ello
me llevó a confrontar con disgusto los encuentros con el fitólogo
jefe. Si hubiese determinado echarme, no me habría opuesto, se­
guro después el Instituto conseguiría los datos. Así pasaron un par
de horas; hacia la medianoche me dormí. No lo suficiente, a las
seis ya estaba despierta, con un ligero dolor de cabeza.
Llegué al jardín muy temprano. Problemas en la entrada.
Mostré el permiso. A esa hora la fenomenal planta era toda mía,
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casi nadie había llegado. Iré más temprano a partir de mañana, así
evitaré ver caras desagradables.
Pedí en recepción que no me pasen llamadas, así podré dormir
bien.

Mayo 14 8:15
(Crecimiento constante en el orden de los 10 ± 2 cm/día. Proyec­
ción final de 2.6 m aprox.)
H: 102.0 cm
D: 23.3 cm
T: 23.8 oC (media). Máx.: 33.6 oC
T A. titanum: 38.6 oC
Observaciones: Aspecto sin mayores cambios salvo los dimensio­
nales.
—Al margen:
Bastante recuperada aunque aún hay molestias, sobre todo muscu­
lares. Definitivamente, llegar temprano al jardín representa un mejor
día en todos los aspectos. La temprana fase en la que está la planta
me deja espacio para trabajar en la redacción de informes para el
trabajo pendiente sobre Bombus terrestris, por ejemplo, y también
para escribir esta bitácora; aunque hoy prefiero descansar.

Mayo 15 8:20
H: 112.5 cm
D: 25.0 cm
T: 23.1 oC (media). Máx.: 33.0 oC
T A. titanum: 38.2 oC
Observaciones: Ninguna.
—Al margen:
Como nueva gracias al método de A. Las horas de sueño me han
sentado bien. Saldría a festejar esta noche pero me he propuesto
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no hacerlo, en parte por A., en parte porque temo una recaída.
Aún así, ganas no me faltan.
Hoy empezaron a llegar más investigadores extranjeros
para estudiar la planta. Un grupo de Holanda con bastante y sofis­
ticado equipo. Cinco ingleses, cuatro hombres y una mujer que no
paran de discutir entre ellos. También llegó Stephanenko, el céle­
bre biólogo. Llegó sólo, cavilando, con su inmensa barba que lo
hace idéntico a Alexander Ivanovich Oparin. Cuando arribó, los
cinco ingleses se callaron y fueron a su encuentro para saludarlo.
Me parece que Stephanenko vive en Londres. Es un dios para
ellos, también para el fitólogo jefe; se deshacía en halagos cuando
estaba con él, sólo le faltó besarle la mano.
Anduve merodeando entre los botanistas durante un convi­
vio que tuvieron al mediodía, justo como un abejorro en un campo
de flores. Es verdad que nadie me invitó, pero como de algún
modo también pertenezco al gremio… Congenié más con los
holandeses; harán un estudio interesante: tomarán muestras de la
fétida esencia que despide la bien llamada flor cadáver para atraer
polinizadores. Identificarán sus componentes mediante espectro­
grafía de masas y cromatografía. Un buen estudio, ése es un buen
estudio.
Los ingleses sencillamente me ignoraron, en especial la
mujer, ¿acaso percibí celos de su parte? Los vi hablar con el fitó­
logo jefe; quizás, gracias a él no seré popular. Con Stephanenko
es imposible interactuar. Está ya muy viejo. Pasa el tiempo asin­
tiendo con la cabeza mientras mastica una y otra vez el mismo
bocado. Vive de lo hecho en el pasado, Stephanenko.
Puesto que el clima era realmente bueno, abandoné el con­
vivio para dar una vuelta por el jardín. Hay un arboretum muy
bien cuidado, con algo de diseño de paisajes en su concepción.
Cerca de ahí descubrí algo que me fascinó, el nombre científico del
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plátano: Musa paradisiaca. Y en la sección de hierbas medicinales
encontré por azar una mantis religiosa parda que estaba comién­
dose una mariposa, o lo que quedaba de ésta. No llevaba frascos
ni red para atraparla. Mala cazadora, a diferencia de A.

Mayo 16 8:50
H: 124.0 cm
D: 27.0 cm
T: 22.8 oC (media). Máx.: 31.8 oC
T A. titanum: 38.5 oC
Observaciones: La espata comienza a tener forma, la parte inferior
de la Amorphophallus se ensancha.
—Al margen:
Más foráneos en el jardín. Hoy llegó un italiano, al parecer des­
cendiente de Odoardo Beccari, el naturalista que descubrió la
flor cadáver en los bosques de Sumatra el siglo pasado. Es alpi­
nista y tiene aire de gigoló. No creo que se quede mucho tiempo.
Le tomaron fotos al lado del elote gigante, que es lo que parece
por el momento la planta, y después estuvo platicando con los
otros extranjeros, sobre todo con la inglesa. Una pena para mi
colega, después llegó una mujer y el italiano se marchó con ella.
Era una mujer bellísima, una musa paradisíaca en todo el sentido
del término.
También llegaron algunos estudiantes de la universidad de
Wisconsin en Madison. Escandalosos, así me lo parecieron. Día
tras día hay más revuelo en el jardín. Se aproxima el circo. Con
tanta gente será difícil realizar las mediciones. Hoy debí esperar
media hora a que los súbditos de su Majestad terminaran de hacer
lo que hacían para poder medir parámetros. Tendré que madrugar
los días siguientes.

Negros / 303

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Mayo 17 9:50
(Cambio de unidad para medir altura.)
H: 1.40 m
D: 29.0 cm
T: 23.0 oC (media). Máx.: 32.1 oC
T A. titanum: 38.5 oC
Observaciones: El mayor crecimiento registrado por la Titán arum
para un solo día. De mantener esta taza, los 3 m proyectados son
factibles.
—Al margen:
Odio a los hombres, en especial al fitólogo jefe. El gran misera­
ble ha hecho un horario de estudios para que no haya desorden
en torno a la planta. “El stress ambiental podría molestarla”,
alegó sarcástico cuando fui a verlo. ¡Al diablo con eso! Soy la
última en el maldito itinerario. Hoy llegué antes de las ocho y
tuve que esperar bastante para medir parámetros. De nuevo los
inglesitos acapararon todo. Después Stephanenko pasó cerca de
veinte minutos frente a la planta sin pestañear siquiera. Por un
momento también él parecía estar sembrado ahí, creciendo. Y el
desfile siguió: los estudiantes de Wisconsin, el grupo holandés
—no más de diez minutos—, un genetista sueco (éste es nuevo)
con un parche de pirata en un ojo; y cuando finalmente me dis­
ponía de mala gana a realizar mis lecturas, llegó el tataranieto
de Beccari sin su musa y se repitió la sesión fotográfica del día
anterior. Casi a las diez llegó mi tu turno; dos horas y media de
espera.
Fui a hablar con el responsable, pero el gran miserable me escu­
chó menos de un minuto, dijo que no tenía tiempo, que era un hombre
muy ocupado. Pensé en llamar al Instituto para reclamar apoyo, más
presencia, que no me dejaran sola, pero lo que vi cuando regresé a la
rotonda donde está la planta hizo que me olvidara del asunto.
304 / Sólo cuento

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La musa del italiano había vuelto, pero no sola. Con ella
venían algo así como veinte mujeres, una floración anticipada en el
jardín. Los científicos cuchicheaban entre sí, recelosos del grupo
de alta belleza que se había congregado. El tataranieto de Beccari
y su musa, tomados de la mano, estaban al centro del grupo escu­
chando la explicación que les daba una mujer con aire de guía de
turistas. Datos llamativos, básicamente: les dijo que una vez abierta
la flor olía a carroña, de ahí el nombre de flor cadáver. También
mencionó lo del falo deforme —algo evidente—, y que la natura­
leza carnívora de la especie no era tal, tampoco que los elefantes
la polinizaban.
Stephanenko estaba junto al grupo, impávido como siempre.
Cuando la guía concluyó, el italiano se aproximó al biólogo y le
presentó a algunas de las mujeres. Por primera vez las facciones
del ruso se alteraron. Me habría gustado que se quedaran más, todo
el día. Pero el italiano partió con su séquito de bellezas. Después
me enteré de que eran modelos; no pude averiguar nada más. A.
fue modelo alguna vez; me habría gustado verla entonces. Si el
italiano aparece de nuevo, le preguntaré dónde se hospedan.

Mayo 18 11:05
H: 1.52 cm
D: 31.0 cm
T: 23.2 oC (media). Máx.: 32.5 oC
T A. titanum: 38.1 oC
Observaciones: Bajó la velocidad de crecimiento. Presumiblemen­
te por baja en la temperatura. A 10 ± 2 cm/día, se tendrán ≈ 2.6 m.
—Al margen:
Un instante en el paraíso, hoy estuve un instante en el paraíso.
Llegué al jardín a la hora que me dio la gana, sobre todo
para asegurarme de que no tendría que esperar para tomar pará­
Negros / 305

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metros. La planta estaba libre, por fortuna. Tuve que abrirme paso
entre las oblicuas miradas de los investigadores. No me importó. Al
terminar, estaba por ir a la cafetería del jardín cuando el genetista
sueco de ojo parchado se paró a mi lado y empezó a hablar conmigo.
Primero elogió al Instituto y a sus miembros, dijo que seguramente
estaba bien representado con mi presencia, y otras cantilenas. No
le creí. Insistió en acompañarme y a partir del momento que dije
bueno, dio inicio al soliloquio más aburrido que recuerde. En
general, hablaba sobre el genoma de los seres vivos y de cuestio­
nes de ética también; en algún momento mezcló a Dios en su
discurso.
Llevaba media hora hablando cuando pasamos cerca del
arboretum. El genetista sueco abrió ambas manos como si sujeta­
ra una gran esfera, y concentró su monofocal mirada en algo más
allá de mi entendimiento. Ahora hablaba del mundo, y yo me
acordé del paraíso pues justo frente a Musa paradisiaca había una
musa terrenal. Dejé a mi necio acompañante y me acerqué a
donde estaba la mujer. El genetista siguió solo por el sendero
dando rienda suelta a sus ideas.
Era una joven bellísima, desertora del grupo de modelos
que vino ayer. Estaba ahí porque le había gustado el Jardín y quería
verlo completo; había llegado a las nueve y para entonces, casi
mediodía, ya había terminado su paseo.
Simpatizamos, estoy segura. Le dije que en el Jardín uno
se podía relajar. Ella deseaba más bien meditar; le aseguré que
las plantas promueven tal estado —le habría dicho incluso que las
plantas hablan con tal de que regresara otro día. La acompañé a la
salida, se había extraviado buscándola, tantos senderos, no entendía
bien el idioma… Antes de que partiera le dije que tenía los ojos
azules más verdes que yo había visto. La hice reír; me dijo luego
que también yo tenía bonitos ojos.
306 / Sólo cuento

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Nos despedimos con un beso. Ése fue el instante en el pa­
raíso. Creo haberla escuchado decir que volvería, pero estaba
muy emocionada para entender lo que dijo. No le pregunté cuál
era su hotel ni cuándo se iba de la ciudad. Sí, no llevaba frascos ni
redes tampoco. Mala cazadora, a diferencia de A. Sólo sé su
nombre: Galia.

Mayo 19 10:00
H: 1.63 m
D: 32.0 cm
T: 23.0 oC (media). Máx.: 32.0 oC
T A. titanum: 38.2 oC
Observaciones: Taza de crecimiento establecida.
—Al margen:
Llegué a las nueve en punto, cuando estaban por abrir el Jardín.
Estuve atenta hasta las doce, pero no hubo señales de Galia; por
la entrada no pasó. Tampoco vino el italiano a sacarse fotos con la
planta. Quizá ya no vuelvan. Es una lástima. Traté de indagar
pero todos están atrapados en sus estudios o teorizando por ahí
como el genetista sueco a quien sorprendí hablando solo frente a
un cedro libanés.
Los holandeses me invitaron a ver cómo corrían un proto­
colo de prueba con flores de camelia. Tienen buen equipo, pero
muy aparatoso y complicado de instalar. Estuve con ellos durante
una hora; luego les dije que tenía que hacer algunas lecturas con
la Titán, y me fui. Di una vuelta más por el Jardín pero no vi a
Galia. Entonces regresé al hotel para trabajar en el informe de
Bombus terrestris.
Un instante en el paraíso es muy poco.

Negros / 307

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Mayo 20 10:06
H: 1.75 m
D: 34.0 cm
T: 23.7 oC (media). Máx.: 33.5 oC
T A. titanum: 39.0 oC
Observaciones: La temperatura ambiental ha aumentado. Posible
causa de que la planta haya incrementado la propia. La espata está
próxima a diferenciarse.
—Al margen:
Misma rutina de ayer. Nueve de la mañana. Control visual del
acceso. Vueltas por el arboretum. Galia por ningún lado. Dijo que
volvería. Eso creo. Luego de darme el beso.
Permanecí hasta bien entrada la tarde en el jardín botánico,
esperando un milagro. No sucedió. Estuve tentada a preguntarle
al fitólogo jefe si el descendiente de Beccari regresaría; pero
ahora sí está ocupado el hombre. Además, dudo que me hubiera
ayudado.
Los estudiantes de Wisconsin dieron una charla sobre la
Amorphophallus a un grupo de niños, por supuesto, más escanda­
losos que ellos. Los intimidaron con el cuento de que la planta es
carnívora, con predilección por los menores; eso los acalló.
Regresé más tarde que los otros días al hotel, y me puse a ver
la tele. El revuelo por la floración de la planta va en ascenso. Hay
un anuncio en el que presentan todo esto como un evento especial.
Termina diciendo algo así: Amorphophallus titanum 1999: en el
Jardín Botánico. Y música de estruendo como fondo. Es ridículo,
todo esto es ridículo, un show es lo que es. También venderán
playeras y otros recuerdos alusivos a la planta. Los odio.
Ojalá pudiera ver a Galia una vez más…

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Mayo 21 11:02
H: 1.87 m
D: 36.0 cm
T: 23.7 oC (media). Máx.: 34.0 oC
T A. titanum: 38.9 oC
Observaciones: El termopar será removido y vuelto a colocar
dentro de tres días. Cuestiones ajenas al estudio. Sigue tempera­
tura ambiental alta.
—Al margen:
Anoche, ya tarde, llamó A. como había prometido que lo haría.
Discutimos, nada serio a fin de cuentas; yo no estaba de humor y
quería descansar, se lo hice ver así. Fui seca, y eso le molestó.
Hablaré con ella a mi regreso.
Tres días han pasado desde que vi a Galia. Tal vez salga a
tomar algo.
La planta ya mide más que yo.

Mayo 22 13:17
H: 2.00 m
D: 38.0 cm
T 22.9 oC (media). Máx.: 33.6 oC
Observaciones: Tres días más para que la espata sea visible, según
botanistas del jardín.
—Al margen:
Feliz, inmensamente feliz. Más de una hora en el paraíso y quizá
haya más esta velada. Galia volvió.
Anoche decidí no salir. Sólo fui al bar del hotel. Había más
gente que de costumbre —más que el sábado pasado—, y bebí un
poco. Luego de un par de horas me había cambiado el ánimo.
Dormí bastante, casi hasta las diez, y de nuevo llegué tarde al
jardín. Pero ya no hay horarios para mí; el itinerario ha crecido en
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integrantes y sigo estando al último, de modo que aún a las doce
no era mi turno.
Laurent, un sociólogo y biólogo francés insoportable, iba a
dictar una conferencia magistral sobre la relación hombre-natura­
leza. Y por si fuera poco, el genetista sueco la comentaría al final.
Stephanenko, estólido, estaba en primera fila al lado del fitólogo
jefe. Yo estaba en la última y al cuarto de hora deserté. Camino a
la salida del jardín me topé sin más con Galia.
No la reconocí, tenía el cabello rojizo y recogido, y traía
ropa muy holgada, zapatos de explorador y gafas color violeta.
Me dijo hola, cómo va la flor. Sólo entonces, cuando habló, supe
que era ella. Le hicieron un cambio de imagen en un desfile.
Fuimos a ver a la Titán arum, y luego caminamos por el arbo­
retum bajo evidente amenaza de lluvia. Dijo que había tenido mucho
trabajo los días previos, por eso no había venido. Se veía más bien
alicaída. Le pregunté si algo le preocupaba, si estaba enferma, des­
velada, triste, si acaso ella… Se detuvo entonces, y se puso más seria.
Sí, era eso, lo temido, lo de siempre, el desencanto de una decepción
amorosa, la primera para ella que es un año menor que yo.
Reconfortar a los afligidos nunca ha sido lo mío. Como pude
le di ánimos, pero fui torpe al hacerlo. Le causaron gracia, quizá
ternura, mis descompuestas palabras; de pronto ambas comenza­
mos a reírnos y Galia dijo que todo aquello era a fin de cuentas
ridículo. (Lo mismo pienso yo.) Luego añadió que los hombres
eran unos condenados —coincido en algo—, unos condenados y
unos cerdos. Y se rió de nuevo. Entonces empezó a llover.
Corrimos hacia un pabellón donde nos guarecimos junto
con otros visitantes. Una pena que no estuviésemos solas. Cuando
la lluvia paró fuimos a comer a la cafetería. Galia come muy poco,
dieta de modelo. Por pudor tuve que moderarme. En la plática de
sobremesa hicimos planes para salir esta noche.
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Pasé luego por mis cosas al auditorio de la conferencia;
el genetista sueco seguía hablando. Camino a nuestros hoteles, le
platiqué a Galia sobre este sujeto, y sobre los otros también. Nos
reímos todavía más.
Esta noche del 22, dos y dos, tengo cita en el paraíso.

Mayo 23 ≈16:00
H: 2.16 m
D: 40.0 cm
T: 22.1 oC (media). Máx.: 33.7 oC
Observaciones: A. titanum está por abrir.
—Al margen:
Domingo, día de descanso, por fortuna.
Pasé la noche del dos y dos en compañía de Galia y algunas
de sus amigas. Fuimos a bailar; habría preferido algo más apacible.
Lo propuse, algo apacible, pero nadie pareció de acuerdo. Hacia
la medianoche entramos a una discoteca, once en total, incluyendo
al italiano pariente de Beccari que lleva la custodia de las mode­
los. Al cabo de un rato desapareció con su musa.
Bailamos y bebimos. Bebimos y bailamos: qué más podía­
mos hacer. Yo siempre junto a Galia, las dos muy juntas al bailar.
En un par de ocasiones intenté besarla, medio en juego medio en
serio; se dejó y la gente a nuestro alrededor nos vitoreó emocio­
nada. Galia estaba contenta. Cree que todo es un juego. Junto con
otras cinco modelos nos fuimos poco después de las cuatro. Para
entonces habíamos bebido demasiado. Tuve que quedarme en el
hotel de las modelos, con Galia, en su cuarto. Pero ya no tenía
fuerzas para nada.
Desperté hoy casi a las dos de la tarde. Dolor de cabeza.
Resaca. Algunas modelos no se cuidan del todo, pensé al ver a
Galia lívida en su lecho, una mancha de vómito junto a ella. Escribí
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una nota donde le decía que la llamaría después. Antes de irme, la
besé en los labios. Tenían un sabor agrio; me sentí mal.
En el jardín procuré no llamar la atención. No quería pasar
demasiado tiempo ahí. Cuando terminé de tomar parámetros,
Stephanenko estaba a mis espaladas. Gran susto, no lo había es­
cuchado aproximarse. Inclinó ligeramente la cabeza a manera de
saludo. Hice lo mismo, y me despedí de inmediato. Intuí que me
seguía con la mirada, inquisidor.
He llamado a Galia. Cenaremos en un sitio que ella conoce.
Irán más modelos.

Mayo 24 10:03
H: 2.29 m
D: 43.0 cm
T: 23.3 oC (media). Máx.: 34.1 oC
Observaciones: Primer vislumbre de la espata; interior escarlata
característico. Emanaciones fétidas en menos de 48 h, según equi­
po holandés.
—Al margen:
Sucedió de pronto, después de la cena y sin alcohol de por medio.
Dos modelos más nos acompañaron a cenar. Una era la musa
del italiano. Se la pasó hablando todo el tiempo. Banalidades. Cosas
sin sentido. No es más una musa para mí. Por fortuna debía reunir­
se con su alpinista en alguna cumbre de papel. La otra modelo se
fue con ella. Entonces propuse a Galia caminar un rato. Aceptó.
Anduvimos por la avenida M., donde están las tiendas caras.
Había poca gente en la calle. Nos detuvimos frente a un vistoso
escaparate de trajes de baño. Dijo que ella los había modelado.
Traté de imaginarla en bikini, y entonces la tomé del brazo. Cami­
namos así un buen trecho. Estaba por decirle de nuevo lo verdes
que me parecían sus azules ojos cuando ella se tornó pensativa y
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me dijo que tenía algo que podría interesarme: un libro sobre in­
sectos. Más intrigada que otra cosa, fui con ella a su hotel. Por un
instante pensé en A., la cazadora.
Para cuando llegamos a su habitación, aún sujetaba a Galia
de la mano. Una vez adentro, antes de que ella encendiera la luz,
la atraje hacia mí y la besé en la boca. Mi alma alterada por la
atracción del cuerpo que yacía contra mi pecho, sintió el dulce
soplo afrutado de su boca. Galia… musa paradisíaca…
Lo del libro era verdad, alguien se lo había recomendado, el
individuo por el cual sufría. Era La vida de las abejas, de Maurice
Maeterlinck.

Mayo 25 10:13
H: 2.41 m
D: ≈50 cm
T: 23.5 oC (media). Máx.: 34.3 oC
Observaciones: A. titanum ha expuesto el espádice. Indicios de
emanaciones fétidas. Fase de polinización próxima. En espera
de mediciones de temperatura con termopar. Observación de po­
linizadores programada.
—Al margen:
Sin haber sido expulsada, el paraíso terminó para mí.
Luego de pasar una noche más con Galia, ella me ha dicho
que pronto partirá. A la pregunta de cuándo lo haría respondió sim­
plemente que mañana. Agregó que le había encantado conocerme y
empezó a hablar a la manera de la musa del italiano, con ligereza,
como si nada tuviese importancia, como si nada hubiese ocurrido.
Todo fue un juego para ella, una diversión, un paliativo temporal…
A., que fue modelo, mencionó alguna vez lo neutrales que
pueden ser estas criaturas. Ahora lo compruebo. Pese a todo, fingí
estar feliz por aquellos días con ella, y me despedí prometiendo
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pasar a verla esta tarde. Por supuesto, no fui; estuve en el jardín
observando y capturando polinizadores bajo el aura pestilente de
la flor cadáver.

Mayo 26 11:14
H: 2.55 m
D: ≈50 cm
T: 23.0 oC (media). Máx.: 33.9 oC
T A. titanum: 40.0 oC
Observaciones: Clímax del crecimiento. Espádice expuesto por
completo. Inflorescencias femeninas listas para polinización,
misma que será manual. Capturados algunos ejemplares de co­
leópteros carroñeros e himenópteros. Incompatibilidades con
otros experimentos han impedido un mejor trabajo.
—Al margen:
Amorphophallus titanum en todo su esplendor. La Titán arum ha
atraído a miles de personas al jardín. 56 000 el día de hoy, según
el fitólogo jefe que parece muy feliz. Este día incluso me saludó y
me preguntó cómo iba eso. Le dije que bien. A pesar de su cambio
de actitud, sigue sin simpatizarme. Pero tanto revuelo en el entor­
no me ha emocionado a fin de cuentas. Nunca había visto a la flor
cadáver, el espádice parece una estalagmita, o un carámbano de
hielo. Aunque venía estudiándola por más de dos semanas, esto es
distinto. El olor a carroña desapareció, la planta lo dio todo. La
apariencia membranosa y escarlata de la espata me hizo pensar en
Galia, en su carne…
Me llamó por la mañana para despedirse y para reclamarme,
en broma, por no haber ido ayer como había prometido. No dela­
taba molestia. Dijo que habían ido a la discoteca de la otra noche.
Bailaron mucho, esta vez con poco alcohol, es modelo, debe cui­
darse. Antes de colgar le dije que la iba a extrañar. Se rió; respon­
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dió que ella también me extrañará, y me mandó un beso. Cuida de
la flor, comentó finalmente, luego colgó.
Antes de partir hacia el hotel, escuché a Laurent decir algo
que me resulta incómodo. Hablaba, haciendo alarde de su reper­
torio de presunciones, a los estudiantes de Wisconsin, a dos mu­
chachos en concreto. Claramente lo escuché decir que el amor
uranista era la caricatura del normal en su aspecto psíquico, tal
cual lo dijo. Y se me quedó grabada su frase, ¡el muy sabelotodo!
Si supiera de verdad…
Un día más y todo habrá acabado.

Mayo 27 10:32
Observaciones: A. titanum ha caído por su propio peso. Personal
del jardín extraerá eventualmente el rizoma.
—Al margen:
Soñé con A., creo que sin merecerlo. Ojalá que ya no esté enojada.
En la recepción había un regalo para mí: el libro de Maeter­
linck; Galia me lo dedicó con un beso de carmín en la hoja del
título.
Espero que el vuelo de regreso sea más tranquilo, no deseo
acabar como la flor cadáver: sin figura.

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Mario Mendoza

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Mario Mendoza (Bogotá, Colombia, 1964). Autor de las novelas La
ciudad de los umbrales, Scorpio City, Relato de un asesino, Satanás
(Premio Biblioteca Breve 2002, y adaptada al cine por Andrés Baiz) y
Cobro de sangre, y de los libros de relatos La travesía del vidente (Pre­
mio Nacional de Literatura del Instituto Distrital de Cultura Turismo de
Bogotá 1995) y Una escalera cielo, de donde rescatamos el presente
cuento. Sobre ese libro, el autor dijo: “Son apartes que intenté incluir en
novelas anteriores pero no pude. Son historias que exigían un trata­
miento independiente, casi como un género diferente. Espero que los
lectores vuelvan a ver la estética que yo he venido desarrollando de libro
en libro, y que llamo una estética de lo grotesco, o lo que algunos soció­
logos y analistas de la literatura llaman realismo sucio o realismo de­
gradado, que es una visión negra sobre la ciudad y la realidad
contemporánea. Una visión un poco pesimista y un poco opresiva”.

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La Revolución

José divisó la casa en el costado izquierdo de la carretera y ami­


noró la marcha del automóvil. Cuando ya había cruzado la entrada,
viró el timón de nuevo a la izquierda y frenó el auto debajo de una
garita con techo de zinc que cumplía las funciones de parqueadero.
Esperó unos minutos para estar seguro de que no lo habían segui­
do, revisó el revólver calibre 38 de cañón corto y lo escondió entre
el pantalón, descendió del carro sin quitar sus ojos de la carretera
por si veía algún movimiento sospechoso, y, con cierta naturalidad
y desenfado, se acercó a la puerta principal de la casa con una
mochila en la mano. Tocó el timbre y esperó. La puerta se entrea­
brió y unos ojos lo escrutaron desde el fondo.
—Soy yo, José.
Una voz respondió con firmeza:
—Ya sé, no estoy ciego.
Gabriel quitó el cerrojo y abrió definitivamente la puerta.
Preguntó de inmediato:
—¿No te siguieron?
—Todo está en orden.
Se estrecharon las manos. Gabriel agarró un maletín de
mano que estaba en un costado del vestíbulo.
—Será mejor que me marche enseguida.
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—¿Por qué tanta prisa?
—Hay cosas pendientes en Bogotá. ¿Le echaste gasolina al
carro?
José asintió y le entregó las llaves.
—¿Cuándo llega mi relevo?
—El domingo en la tarde. Tienes que cuidar al viejo todo el
fin de semana. Sabes lo importante que es para nosotros. Nadie
sabe tanto de explosivos como él.
—¿Recuperará la vista?
—Eso dice el médico. Es cuestión de dos o tres semanas
más. Cuídalo bien. En la cocina hay frutas, verduras, carne, de
todo. Yo mismo hice el mercado.
—Listo.
—¿Estás bien armado?
José suspiró y dijo:
—No soy el Chapulín Colorado.
—Arriba, en el cuarto del viejo, está la metralleta. Úsala si
las cosas se ponen feas.
—Listo.
—Una última cosa: prudencia. Recuerda que la policía está
buscando al viejo por todas partes.
José, con el ceño fruncido, abrió los brazos e inclinó el
cuerpo hasta quedar muy cerca de Gabriel.
—Ya está bien de cantaletas, maestro.
—Te lo advierto para evitar inconvenientes.
—No soy tarado.
—Tienes fama de estar medio loco.
—Loco, no idiota.
—Me voy.
Gabriel salió y José cerró la puerta. Escuchó el ruido del
motor del carro al encenderse, y cómo éste se alejaba con prontitud
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hacia la carretera. Subió las escaleras de tres en tres y, ya con los
dos pies en el segundo piso, vio al viejo con los ojos vendados y
sentado en un sillón de cuero en una de las habitaciones del fondo.
Se acercó lentamente. El viejo esperó unos segundos y, cuando lo
presintió en el umbral, lo saludó:
—Me alegro de que hayas llegado.
—¿Te acuerdas de mí?
—Me serviste de conductor hace seis años, cuando puse las
bombas en los batallones del ejército.
—Qué buena memoria.
Hubo una pausa larga. El viejo buceaba en imágenes del
pasado. Dijo:
—Toda la noche pusiste música de los Rolling Stones mien­
tras íbamos de un sitio a otro.
—Ayuda a calmar los nervios.
Antonio sonrió. José dio dos pasos y preguntó:
—¿Vamos a la cocina a preparar algo de comer? Me tragaría
un bisonte del hambre que tengo.
Bajaron al primer piso muy despacio, Antonio apoyándose
siempre en el hombro de José.
—Detesto estar enfermo y convertirme en un lastre para los
demás —dijo Antonio.
—Me pasa igual.
El viejo se sentó en un butaco. José abrió la nevera y sacó un
pimentón, una cebolla, una zanahoria, una berenjena y una libra de
carne. Lavó las verduras y dejó la carne bajo el chorro de agua
para descongelarla un poco. Cortó los vegetales en pequeños trozos
y luego hizo lo mismo con los filetes de carne. Separó los pedazos
de berenjena y los introdujo en una vasija con agua y sal.
—Carne con verduras.
—¿Sabes cocinar bien?
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José se detuvo y guardó silencio por unos segundos. Al fin
dijo:
—Amo la vida de una forma delirante. Las mujeres, el de­
porte, los libros, el cine, los amigos, mis ideales de cambiar el
mundo, el arte... Pero por encima de todo amo la comida, el placer
de combinar y mezclar sabores, olores y texturas.
—¿Por encima de tus ideales políticos? —preguntó el viejo
escandalizado.
José prendió uno de los fogones y puso encima una sartén de
hierro colado. Roció un hilo de aceite e introdujo primero la za­
nahoria, unos minutos después el pimentón y la cebolla, luego la
berenjena recién pasada por un colador, y finalmente los trozos de
carne. Condimentó con pimienta, cominos, sal, albahaca y yerba­
buena. Buscó unos dientes de ajo, los maceró, y revolvió todo con
una cuchara de palo. El olor se extendió a lo largo de la casa.
—Si no comes no puedes trabajar, ni estudiar, ni amar, ni
nada. Tampoco puedes hacer ninguna revolución. O comes bien o te
jodes. Recuerda el refrán: “Dime qué comes y te diré quién eres”.
—Según eso la gente pobre no es gran cosa.
—Una campesina se alimenta mejor que cualquier anoréxi­
ca histérica de clase alta.
Puso el botón de la estufa en bajo y tapó la sartén cuidando
de que no quedara ninguna abertura por donde escapara el vapor.
Se sentó cerca de Antonio y dijo en voz baja, como si alguien
pudiera escuchar:
—Nos falta una cerveza.
—Está prohibido.
—Ya sé, las reglas estrictas de la Organización...
—¿Puedo hacerte una pregunta?
—Dale.
—¿Tú si crees en lo que hacemos?
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—Te estás poniendo serio.
—Sí, hablo en serio.
—¿Y qué es lo que hacemos?
—Una revolución política en busca de justicia social.
José se recostó en la pared, sopesó bien las palabras que iba
a pronunciar, y dijo:
—Creo en una revolución sexual, gastronómica, amorosa,
económica, lúdica, intelectual... total. Quiero que el mundo sea
distinto.
—Hay que luchar por objetivos concretos, que se puedan
alcanzar —contestó Antonio con dureza.
—¿Y?
—Lo tuyo es muy aéreo, gaseoso, no sé, volátil.
—Por eso me gusta tanto —dijo José con serenidad.
—¿Y si la Organización triunfa y alcanzamos el poder?
¿Qué harás?
—Me rebelaré contra ustedes.
—Si te oyen decir eso te hacen un juicio.
José respiró hondo e intentó adivinar los ojos de Antonio
detrás del vendaje.
—Ya me lo hicieron.
—¿De verdad?
—Yo siempre soy sospechoso.
Se levantó y fue hasta la estufa. Quitó la tapa de la sartén y
con la cuchara de palo revolvió la carne y las verduras. El olor in­
vadió de nuevo el lugar. Extrajo cuatro lulos de la nevera, preparó
un jugo en la licuadora, cortó unas rebanadas de pan y alistó servi­
lletas y cubiertos. Eligió un par de platos y los acercó al fogón.
—¿Tienes hambre? —preguntó José.
—El olor me abrió el apetito.
—Entonces te voy a servir abundante.
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Comieron en medio de anécdotas, recuerdos y reminiscen­
cias de los distintos golpes que había dado la Organización en los
últimos años. José lavó los platos y ayudó a Antonio a subir
las escaleras, lavarse la boca y cambiarse de ropa para dormir.
—Duerme tranquilo, estaré atento —le dijo José mientras
apagaba la luz del cuarto.
—La comida estaba deliciosa.
—Gracias.
Bajó y aseguró la puerta principal. Revisó el revólver y se
acostó en el sofá de la sala con una manta sobre el cuerpo.
A la mañana siguiente se levantó temprano, practicó un
poco de gimnasia, hizo abdominales y flexiones de pecho, y cortó
rebanadas de piña, banano y papaya para el desayuno. Cuando el
viejo se levantó ya la mesa estaba servida. Lo ayudó a arreglarse
y a bajar las escaleras.
—La fruta está lista.
—Me vas a acostumbrar a mal.
—Ya era hora de que alguien te corrompiera.
Antonio se sentó a la mesa y antes de comenzar a comer
dijo:
—Te quería decir que la señal de televisión no entra bien.
Sería bueno que nos enteráramos de las noticias del fin de semana.
Hacia las nueve de la mañana subió al tejado para revisar la
antena de televisión. Estuvo así, yendo y viniendo del techo al
primer piso, hasta el mediodía. Antonio estaba en la sala y, entre
idas y venidas, cruzaban un par de palabras. Cerca de la una de la
tarde se sentó frente al aparato, exhausto, y explicó:
—Las cadenas nacionales no entran. Ni una. Lo que sí se ve
con claridad son varios canales extranjeros, pero sin sonido.
—Qué mala suerte —dijo el viejo golpeándose las piernas
con las palmas de las manos.
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—La ventaja es que en algunos hay traducción escrita al
español.
—De qué me sirve.
—Yo voy contándote lo que pasa.
—Pero no podemos ver noticieros nacionales.
—Lo siento. Hice lo que pude.
Cocinó tallarines, salsa boloñesa con orégano y trocitos de
jamón frito, y añadió en el centro de los dos platos varias cucharadas
de queso parmesano. Almorzaron abundantemente, José lavó la
loza y las ollas, y preguntó al viejo mientras limpiaba la estufa:
—¿Quieres dormir una siesta?
—Me da insomnio por la noche.
—Vamos a ver si hay algo bueno en televisión.
Logró ubicar un programa sobre personas que, de un mo­
mento a otro, decidían cambiar de vida y desaparecían por com­
pleto para amigos y familiares. Había subtítulos en español y
Antonio permanecía atento a la narración y a las continuas aclara­
ciones que hacía José. Esta vez, la historia en cuestión trataba sobre
un canadiense de cuarenta y cinco años que había ido a trabajar a
Venezuela por un año y medio en una compañía que se encargaba
de la construcción de puentes y carreteras en el occidente del país.
Una tarde cualquiera, caminando por una calle céntrica de una
ciudad poco importante, fue testigo del accidente de un autobús, el
cual se volcó y se incendió en un lapso de tiempo que no superaba
los dos o tres minutos. Todos los pasajeros habían muerto carboni­
zados en medio de las llamas. El hombre se acercó y, antes de que
llegaran los cuerpos de rescate y la policía, con el incendio ahí
frente a sus ojos y la gente gritando aterrorizada por los alrededo­
res, sacó su pasaporte y lo arrojó a un costado del autobús, muy
cerca del fuego. Siguió caminando y desapareció entre la multitud.
Durante años la familia creyó que él había muerto y que su cadáver,
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imposible de recuperar, se había convertido en cenizas en medio
de la chatarra chamuscada. Sólo se pudo confirmar la autenticidad
de su pasaporte a medio quemar. Las dudas comenzaron a llegar
cuando varios conocidos, al regresar de unas vacaciones o de un
viaje de negocios a Venezuela, afirmaban haberlo visto en un al­
macén, en un museo o en un aeropuerto. La familia, entonces, había
decidido rastrearlo y por eso acudían a la televisión en busca de
ayuda. El programa estaba a punto de concluir y, de pronto, el
presentador anunció que el hombre estaba en la línea telefónica
llamando directamente desde Caracas. El hombre dijo: “Yo estoy
muerto. Por favor no me busquen más”. Y colgó. El presentador y
la familia del hombre (que estaba en el estudio) quedaron estu­
pefactos, los familiares entre conmovidos e iracundos, entre los
deseos de llorar y las ganas de gritarle al hombre la injusticia y la
crueldad de su determinación.
—Le sobran pelotas al tipo ése —comentó Antonio.
—Recordé la película de Antonioni sobre un tipo que cam­
bia de pasaporte con un muerto en un hotel de Marruecos.
—El pasajero.
—Exacto —dijo José—. Con Jack Nicholson y María
Schneider.
Apagó el televisor y le preguntó a Antonio:
—Anunciaron una pelea de boxeo para esta noche. Oscar
de la Hoya. ¿Nos tomamos un par de cervezas?
El viejo se pasó la mano por el vendaje, cerca de la sien, y dijo:
—Si se llegan a enterar nos linchan.
—Nadie se va a enterar, hombre. ¿Qué dices?
—¿Tienes plata?
—Sí. ¿Hay una tienda por aquí cerca?
—Por la calle de al lado, subiendo tres cuadras, hay un su­
permercado pequeño.
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—No me demoro —dijo José poniéndose en pie y cogiendo
la chaqueta con la mano derecha.
—Ten cuidado.
—¿Tienes la metralleta arriba en tu cuarto?
—Sí.
—¿Puedes subir al segundo piso con rapidez?
—Me conozco ya la casa de memoria.
—Listo. Compro las cervezas y regreso.
Quitó el cerrojo, abrió la puerta y salió.
Quince minutos después, en efecto, José entró y preguntó
enseguida:
—¿Antonio?
—Aquí estoy —respondió el viejo desde la sala—. ¿Todo bien?
—Perfecto.
—¿Qué cerveza compraste?
—Poker en lata, porque no tenemos envases de vidrio.
—Ésa está bien.
—Y compré arequipe y unos chocolates Jet. No hay nada de
dulce en la cocina. Esos cabrones deben creer que el postre es
de pequeños burgueses y de millonarios.
El viejo se rió entusiasmado. Luego preguntó:
—¿Viste algo raro?
—Todo está en orden. Lo que no se me ocurrió fue comprar
el periódico.
Abrió un par de cervezas y le pasó una a Antonio. Se hicie­
ron en la cocina y José preparó unos emparedados con jamón,
queso, lechuga, tomate y mayonesa. Mientras se hacía de noche
intercambiaron opiniones sobre política y actualidad nacional.
Abrieron la segunda lata de Poker y se instalaron frente al televisor
con los emparedados y las cervezas sobre una bandeja, al alcance
de la mano. La pelea estaba a punto de empezar.
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Esta vez José describió en detalle round por round. Los
golpes, los amagos, el estado físico de los contrincantes. Defrau­
dando todos los pronósticos, De la Hoya perdía la pelea contra el
retador J. J. Molina, quien mantenía al campeón a distancia a
punta de directos de izquierda al mentón. En el sexto round Molina
estaba a punto de alcanzar el knock-out y De la Hoya se defendía
como podía desde las cuerdas. En el séptimo round, de pronto, De
la Hoya contraatacó y logró meter dos ganchos de derecha que
dejaron a Molina tambaleante y semiaturdido.
—El tipo está groggy —explicó José.
—Increíble, iba ganando la pelea.
—De la Hoya tomó un segundo aire. Lo va a hacer pe­
dazos.
—¿Lo rompió?
—Le abrió la ceja derecha, sí. Espera, comenzó el octavo
round...
José narró la forma como De la Hoya se había ido encima,
tirando golpes de izquierda y de derecha, y esquivando con faci­
lidad los tímidos rectos de izquierda de Molina. Finalmente De la
Hoya metió un uppercut de derecha y dejó a Molina sobre la lona
con conteo de protección. Molina había intentado levantarse, pero
trastabilló, se agarró de las cuerdas y el árbitro decidió terminar la
pelea para proteger la integridad del pugilista.
—Te lo dije —comentó José.
Apagaron el televisor y el viejo se despidió.
—Yo puedo subir solo, no te preocupes —aclaró.
—Si necesitas algo, avísame.
—Gracias.
José revisó la puerta, apagó las luces y se recostó en el sofá.
Puso el revólver en el piso, muy cerca de su mano que colgaba
desprevenidamente en el aire, y relajó su cuerpo para descansar.
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El domingo lo despertó un sol radiante que entraba a través
de la delgada cortina de la sala. Practicó sus ejercicios de costum­
bre y luego dispuso un desayuno abundante y generoso: jugo de
naranja, tortilla de cebolla, café con leche y tostadas con mante­
quilla y mermelada. El viejo hizo su aparición en la cocina hacia
las ocho de la mañana.
—Buenos días —dijo Antonio buscando a tientas un asiento
para sentarse.
—Hola Antonio, qué tal.
—Dormí como un tronco. Huele delicioso.
José le acercó una silla hasta rozarle los dedos de las manos.
—Gracias —dijo el viejo.
Comieron con apetito voraz. José ordenó la cocina y subió al
baño para ducharse y arreglarse. No se despegó de su revólver.
—Me gritas si sientes algo raro —le pidió a Antonio.
—No te preocupes.
Bajó recién afeitado, el pelo húmedo todavía y una expre­
sión de júbilo en el rostro. Le propuso a Antonio leer en voz alta
algún texto literario.
—Aquí no hay libros —dijo el viejo.
—Yo traje uno —afirmó José mientras esculcaba en su
mochila.
—¿Sobre qué?
—Es una antología de cuentos de varios autores.
Antonio escuchó cómo pasaba las hojas, buscando tal vez
un relato agradable e interesante.
—Listo. Voy a leerte un cuento contemporáneo del mexica­
no Adalberto Ferreira.
Se acomodaron en los asientos y José comenzó a leer. Un
periodista, Carlos Salgar, investiga ciertas desapariciones de
mendigos en ciudad de México. Cree que no se trata de grupos
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de limpieza social, porque hay un elemento misterioso en esas
desapariciones: las víctimas son jóvenes menores de veinticinco
años. Poco a poco, en el transcurso de los días, descubre una pista:
antes de desaparecer los indigentes habían vendido sangre en un
centro de salud de unos sacerdotes católicos, justo al lado de una
iglesia. El periodista Salgar empieza a intuir que se trata de escua­
drones de la muerte camuflados en personajes de apariencia cari­
tativa y bondadosa. No, se trata de una secta caníbal que practica
la eucaristía con cuerpos auténticos, de verdad. La tradición azte­
ca y la tradición cristiana del sacrificio y la comida fusionadas en
un solo ritual. Los curitas devoran pordioseros que son carne y
sangre de su dios crucificado. En las últimas páginas Salgar es
capturado, y, desde unas mazmorras en el sótano de una iglesia
donde él y varios vagabundos aguardan la inmolación, escribe un
diario en el que plasma su desdicha y su desesperación.
José aguardó unos segundos y dejó el libro sobre la mesa.
—Tremendo —comentó Antonio.
—Sí.
—Tal vez un poco amarillista, ¿no?
—La realidad a veces es así.
—Tienes razón.
José se levantó del asiento y dio unos pasos hasta una de las
ventanas laterales de la casa. Miró con cautela hacia afuera y,
bajando el tono de la voz, entre entusiasmado y temeroso, dijo:
—Acércate, Antonio.
—¿Qué pasa?
—Ven.
—¿Nos encontraron?
—No, hombre, tranquilo.
El viejo, palpando el vacío, caminó cuatro o cinco pasos y
apoyó una de sus manos en la pared. José seguía absorto en la
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contemplación de algo que estaba allá, al otro lado, y que exigía
su vigilancia estricta y su concentración.
—¿Qué pasa? —repitió Antonio asustado.
—Tienes una vecina preciosa... Su cuarto queda justo en­
frente...
—¿Para eso me hiciste venir hasta aquí? —dijo el viejo mo­
lesto por la excesiva importancia que José daba a la situación.
—Se está desnudando, hombre...
—¿Y a mí qué me importa? No puedo ver un carajo.
—Se quitó el brasier —dijo José con voz temblorosa, como
si estuviera comenzando a ponerse nervioso—. Qué par de tetas
tiene esta mujer.
Antonio no dijo nada, pero tampoco quiso regresar a la sala-
comedor. Esperó unos segundos, respiró profundo y se atrevió a
preguntar:
—¿Grandes?
—¿Qué?
—Las tetas.
—Son perfectas, Antonio. Medianas, bien paraditas, con los
pezones anchos y bien oscuros.
—¿Cuántos años tiene?
—Unos veinte... Cabello negro, largo... Trigueña... —dijo
José en medio de un suspiro.
—Que no te vaya a ver.
—No, no... Mierda, se va a quitar los calzones...
Antonio tragó saliva. José continuó:
—Qué sexo tiene, no joda... Grande, negro...
—¿Está afeitada?
—Sólo en los bordes.
—Así es que a mí me gustan, bien hembras.
—No te imaginas el cuerpo de esta mujer.
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—¿Puedes verle el culo? —dijo el viejo con ansiedad.
—No, está de frente... Pero debe tenerlo parado, perfecto...
—Llevo semanas sin estar con una mujer —dijo Antonio
con tristeza.
—Se está acariciando las tetas...
—Estará excitada, caliente, con ganas de echarse un polvo
—aseguró el viejo.
—Y nosotros aquí, como un par de idiotas...
—Qué mala suerte.
—Se acostó... Mierda, no veo nada...
José se retiró de la ventana y ayudó al viejo a caminar hasta
la cocina.
—Qué piernas, qué cintura, qué tetas —comentó José mor­
diéndose el labio inferior—. No podía estar más buena.
—No me atormentes más.
Antonio se sentó y José asó dos filetes de carne, preparó
unas papas al vapor con perejil y mezcló una lata de verduras
mixtas con dos cucharadas de mayonesa y un chorro de vinagre.
Cortó dos limones en rebanadas delgadas, puso aparte las semi­
llas, e introdujo la fruta en la licuadora con agua, azúcar y dos
cubos de hielo triturados previamente. Sabía por experiencia que
el secreto de una buena limonada estaba en la cáscara y en el
hielo.
Almorzaron hablando de mujeres: amigas, novias, amantes.
José percibió un hálito de nostalgia en los recuerdos de Antonio.
—¿Nunca te casaste? —le preguntó José en voz baja, apenas
audible.
—Este oficio no te permite hacer un hogar —manifestó el
viejo.
—Puedes buscarte a alguien como tú, con tus mismas ideas
políticas.
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—A mí siempre me gustaron las mujeres femeninas, ele­
gantes, distinguidas.
—Ajá, ya te voy pillando las contradicciones —dijo José
mientras levantaba los platos y comenzaba a lavar vasos, cubier­
tos, sartenes, ollas y bandejas.
—Detesto las mujeres con zapatos de hombre, pantalones
holgados y pelo corto —continuó el viejo.
José sonrió y observó a Antonio con detenimiento. Tenía
rasgos finos y, aunque estaba ya entrado en años, continuaba
siendo atlético. Seguramente de joven, pensó, había dejado más
de un corazón roto.
—¿Puedo pedirte un favor? —preguntó el viejo.
—Lo que quieras.
—¿Por qué no buscas un noticiero en la televisión y me vas
contando lo que dicen?
—Listo.
José secó el lavaplatos y la estufa, le entregó un chocolate
Jet a Antonio (anunciándole antes que se trataba de “un toque
pequeñoburgués”), y sacó a la calle la bolsa de basura con las latas
de cerveza y los desperdicios de comida. Entró, cerró la puerta
con llave y se hizo frente al televisor, cambiando el botón de los
canales una y otra vez. Al cabo de unos minutos dijo:
—Un noticiero francés con subtítulos en español. Es lo
único que hay.
—Algo es algo.
José fue enumerando varias noticias del panorama interna­
cional: refriegas aéreas entre Irak y Estados Unidos, conflictos en
Kosovo, mala salud de Yeltsin, bloqueo económico a Cuba, obs­
táculos para el proceso de paz en Irlanda. Calló unos segundos y,
subiendo la voz, dijo:
—No joda, esto es increíble.
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—¿Qué pasó? —preguntó el viejo alarmado.
—Un grupo terrorista nuevo atentó contra la reina Isabel en
Londres.
—¿La mató?
—Está en el hospital, grave.
—¿Cómo fue?
—Una bomba.
—¿Se sabe el tipo de explosivo? —dijo Antonio intrigado,
curioso.
—No dicen.
—¿Fue en un acto público?
—En la calle.
Antonio golpeó el brazo del asiento con el puño cerrado y
dijo:
—¡Aquí encerrado no me entero de un carajo!
Hubo un silencio.
—Deportes —dijo José—. Hay un resumen de la pelea de
ayer.
—Lo de Inglaterra es importante —anotó el viejo.
—Espera.
—¿Qué?
—No joda, esto es el colmo.
—¿Qué pasa?
—Descubrieron que Mike Tyson es gay. Está enamorado de
su entrenador.
—¿Del entrenador?
—Eso dicen.
Un ruido de automóvil los alertó. José apagó el televisor y
se acercó a la ventana con el revólver en la mano. Antonio se puso
de pie.
—Es mi remplazo —dijo José.
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—¿Quién será?
—No estoy seguro. Creo que es Carlos.
José abrió la puerta y un hombre alto y corpulento entró en
la casa con un maletín de cuero en la mano.
—Aquí están las llaves del carro. Te están esperando en
Bogotá —indicó Carlos.
—Tengo mis cosas listas en una mochila.
—Entonces vete.
José se acercó al viejo, y éste, intuyendo la despedida, se
puso de pie. Se abrazaron.
—Pronto te mejorarás —dijo José.
—Gracias por tus cuidados —declaró el viejo.
José miró a Carlos y, señalando al viejo con la cabeza,
dijo:
—Cuídalo bien.
—No te preocupes.
Cogió la mochila, abrió la puerta y salió. Instantes después
se escuchó el ruido del motor alejándose hacia la carretera princi­
pal. Carlos y Antonio se saludaron con respeto. El viejo dijo:
—José me estaba contando las noticias claves del noticiero
de televisión porque el sonido está fallando. Y entran sólo canales
extranjeros. Con subtítulos en español, claro.
—Podemos terminar de verlo, si quieres.
—Perfecto.
Carlos puso el maletín sobre un asiento y encendió el apa­
rato. Cambió de canales varias veces. Movió el televisor de lugar
y tanteó unos botones en la parte trasera, muy cerca al cable de la
antena.
—¿Qué pasa? —preguntó el viejo.
—Esto está completamente dañado.
—No puede ser.
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—Y es imposible que entren canales extranjeros porque no
hay conexión de antena parabólica.
—Pero si hace un momento...
—El daño es severo, no se ve nada.
—Pero si acabo de enterarme del atentado contra la reina
Isabel.
—¿Atentado?
—En Inglaterra.
—No sé de qué me estás hablando, Antonio. Vi las noticias
antes de venir y oí la radio en el carro durante el viaje. No dijeron
nada de la reina Isabel.
Antonio se puso la mano derecha en la frente y preguntó:
—¿Ayer había una pelea de boxeo importante?
—No que yo sepa —contestó Carlos.
Antonio extendió el brazo izquierdo hacia la mesa de vidrio
que estaba en el centro de la sala.
—Hazme un favor, Carlos. Dime qué libro hay aquí sobre
la mesa.
Carlos se acercó. Abrió el libro y lo ojeó.
—Una agenda con las hojas en blanco —explicó.
Antonio tomó aire y lo exhaló lentamente por la boca.
—Acércate a la ventana de la izquierda, por favor. Al lado
de la cocina.
Carlos obedeció.
—¿Qué ves?
—Un lote vacío. No hay nada.
Antonio hundió la cabeza entre las manos y evocó, de pronto,
las palabras de José: Creo en una revolución sexual, gastronómica,
amorosa, económica, lúdica, intelectual... total. Quiero que el mundo
sea distinto. Ahora entendía mejor esas palabras, y preguntó emo­
cionado con una voz que parecía venir de muy adentro:
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—¿Sabes cocinar?
Carlos levantó los hombros.
—No. Comemos cualquier cosa.
El viejo sintió los ojos humedecidos debajo del vendaje.
Sonrió tristemente.
—Sí, está bien. Igual nos vamos a aburrir.

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Santiago Roncagliolo

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Santiago Roncagliolo (Lima, Perú, 1975). Autor de las novelas El
príncipe de los caimanes, Pudor y Abril rojo (Premio Alfaguara 2006),
y del libro de cuentos Crecer es un oficio triste. Guionista televisivo,
también ha cultivado la literatura infantil: Rugor, el dragón enamorado
y La guerra de Mostark. “A lo largo de mi trabajo creativo, me han
obsesionado dos figuras: los psicópatas y los perdedores. Los psicópatas
están dispuestos a ignorar cualquier norma de convivencia para satisfa­
cer sus apetitos. Los perdedores, de tanto respetar las normas, no satis­
facen ni siquiera sus necesidades emocionales básicas […] Nuestra
comprensión de los conflictos más brutales no suele ser más compleja
que una historieta, con buenos y malos. Con enternecedora inocencia,
siempre consideramos que estamos del lado bueno, que nuestros asesi­
nos son unos héroes y los del otro lado son criminales sanguinarios”,
dijo en su discurso de recibimiento del Premio Alfaguara.

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Asuntos Internos

El fin de semana recordé a mi viejo amigo el Chino Pajares, el que


tiene un revólver y un día casi me dispara en la cabeza.
Me acordé de él porque fui a Albacete con otro amigo, Borja.
Borja es cómico. Presenta el monólogo de un superhéroe fracasado
que se llama Guarromán. Sale al escenario con un calzoncillo rojo
y cuenta chistes durante una hora. Yo siempre lo acompaño en sus
giras y digo que soy su road manager argentino (porque un road
manager peruano suena más falso de lo que ya es). Pero en realidad
no trabajo. Me limito a beber gratis en los bares en que actúa Borja
y a reírme de sus chistes, aunque ya me los sé de memoria.
El caso es que el domingo, después de almorzar, cuando ya
íbamos a regresar a Madrid, descubrimos que la grúa se había
llevado el coche de Borja. Una calcomanía en el suelo donde había
estado el vehículo nos informaba de que ahí estaba prohibido es­
tacionar, pero Borja se puso furioso. Dijo que no había ninguna
señal. Dijo hasta “chuchasumadre”, en perfecto peruano (Borja es
sevillano, pero un día de estos, de tanto andar conmigo, le van a
pedir visa para entrar en su país). Y no paró de insultar a la auto­
ridad en todo el camino hacia la comisaría. Decía:
—Vas a ver cómo le grito a este policía fascista. ¡Esto es
abuso de autoridad, joder!
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Y lo decía en serio. Es una cuestión de temperamento. Cuando
dos españoles chocan entre sí, bajan de sus autos, discuten, se gritan
durante media hora, se echan la culpa mutuamente y luego se to­
man los datos y se van a sus casas. En cambio, cuando dos peruanos
chocan, bajan de sus autos, se fijan si el otro está bien, se disculpan
por el accidente (lo llaman incidente), se tratan con mucha amabilidad
y luego sacan dos revólveres y lo resuelven a tiros. De verdad.
Es que los peruanos son especiales, especialmente los poli­
cías. A mi padre lo detuvo uno una noche. Le pidió la licencia
—que en Perú se llama brevete—, le hizo probar todas las luces,
le abrió la maletera, lo cacheó. Como no encontró nada para
multarlo, le preguntó si llevaba armas. Papá le respondió que no,
y el policía se sorprendió mucho y le puso una pistola en la cara:
—¿Cómo no va a tener, pues, doctor? ¡Si esta zona es peli­
grosísima! Yo le puedo vender ésta para su protección.
Como el cañón de la pistola apuntaba hacia su nariz, mi
papá optó sabiamente por comprarla. Entregó el dinero que lleva­
ba, guardó el arma con cuidado en la guantera y se fue tan pronto
como pudo. Tres calles más allá, lo detuvo otro policía. Le pidió
la licencia, le hizo probar todas las luces del coche —que en Perú
se llama carro—, le abrió la maletera, lo cacheó. Finalmente, le
preguntó si llevaba armas. Mi padre, orgulloso y contento, le res­
pondió que sí y le mostró la que traía. El policía dijo:
—¿Y la licencia para portar armas?
—Es que… Me ha vendido esto otro policía, dos calles más
abajo.
—¿Está seguro de eso?
—Sí, claro.
—O sea que está usted difamando a la autoridad.
—Oiga, esto es una trampa de usted y el otro policía para
robarme.
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—No pues, doctor, no me falte al respeto. Eso es agresión a
la autoridad y desacato.
Papá trató de protestar un poco más, pero pronto se dio
cuenta de que a ese paso acabarían acusándolo de intento de ase­
sinato. Tuvo que ir con el policía hasta un cajero automático, sacar
más dinero y entregarlo con la pistola, para que no quedase huella
de sus crímenes.
Por eso, este fin de semana en Albacete, me daba un poco de
miedo que Borja quisiese gritarle al policía.
Pero en Albacete, a 10 240 kilómetros de Lima, las cosas
son diferentes. Borja llegó al mostrador de la comisaría y le dijo
al policía de guardia:
—Vengo a protestar porque se han llevado mi coche injus­
tamente, malditos franquistas.
Borja estaba de muy mal humor y me instruyó al oído para
que, si el policía lo golpeaba, yo saliese a la calle y trajese civiles
que atestiguasen la agresión. Pero el policía sonreía mientras
buscaba los datos en su computadora. Luego dijo:
—Ya sé cuál es. Ese coche me lo llevé yo personalmente,
porque había un vado.
—¡No había ningún vado! —ya he dicho que Borja estaba
furioso.
—Si quiere podemos ir y verificarlo —respondió el policía
con una sonrisa que no era sarcástica, era sólo amable—. De he­
cho, yo no me lo iba a llevar, pero los vecinos nos llamaron porque
su coche impedía la circulación.
—¡La señal de vado era muy pequeña, entonces!
—Del tamaño oficial de todos los vados de España. Si fuese
más grande, obstruiría la circulación.
—…

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—De todos modos, si cree usted que ha habido una irregu­
laridad, puede interponer un recurso de queja. Yo mismo pondré
a su disposición los papeles necesarios y lo ayudaré a llenarlos si
tiene algún problema.
Dijo todo eso con la misma sonrisa. Y comprendí que yo
llevaba media hora secundando las paranoias de un hombre que
vive de mostrarse en público con un calzoncillo rojo.
La multa nos dejó sin dinero ni para el autobús. Tuvimos que
atravesar la ciudad a pie para ir a buscar el auto en un depósito del
cinturón industrial. Mientras caminábamos y oscurecía y los coches
de la carretera parecían estrellas fugaces, me acordé del Chino Paja­
res, el del revólver, porque él era experto en manejar a los policías.
Al Chino lo conocí en Chorrillos, el año 92, pocos días des­
pués de que un coche bomba volase la calle Tarata. Salimos juntos
de una fiesta en casa de un amigo común. Era de madrugada y ya
estábamos bastante borrachos. Como íbamos al mismo barrio,
atravesamos un puente peatonal para tomar el autobús de la línea
10, la del Cementerio. A la mitad del puente, el Chino pensó que
era un buen lugar para tomarnos una foto. Nos tomamos seis, en
poses varias. Fue divertido.
Pero la diversión duró poco. Abajo del puente nos esperaban
una tanqueta y un carro de combate. Unos infantes de marina nos
pidieron nuestros documentos y la cámara. Nos explicaron que el
flash de las fotos había iluminado la mitad de la villa militar que
rodeaba al puente peatonal. Nos hicieron saber que, a partir de las
diez de la noche, estaba prohibido subir al puente y que estábamos
en estado de emergencia. No nos devolvieron los documentos. Ni
la cámara. En vez de eso, nos hicieron subir a un camión con va­
rios soldados. En la puerta del camión había un conscripto. No
tenía más de dieciocho años, pero tenía un fusil. Un Kalashnikov,
creo. Arrancamos.
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Quince minutos después, como aún no llegábamos al final
del camino, empecé a sospechar que no íbamos a la comisaría de
Chorrillos como en las redadas normales sino a algún otro lugar
más lejos. Discretamente y susurrando, le comenté al Chino mi
preocupación. El Chino asintió con la cabeza y se volvió hacia el
soldado del fusil. Se quedó un rato mirándolo fijamente en silen­
cio. Después le dijo con aire de entendido:
—Creo que el seguro de tu arma está mal puesto, cholo. En
caso de fuego cruzado, se te va a trabar el disparo.
Y le dio unas palmaditas en el hombro. El soldado no supo
si agradecerle el consejo o dispararle de inmediato. Un cabo nos
hizo callar y envió al Chino al fondo del camión. Entonces me
volví a preguntar a dónde íbamos pero, sobre todo, me pregunté
quién era el psicópata imbécil que me acompañaba.
Nos llevaron como sospechosos a la Dirección Contra el
Terrorismo en la avenida España (qué gracioso, qué premonitorio
me parece ahora que la avenida de la dincote se llame España).
Ahí, un teniente llamado Valdivia nos interrogó sobre nuestras
actividades, intenciones, gustos y estado civil. Luego nos envió a
un pabellón lleno de cucarachas, con algunas ratas y alrededor de
cien terroristas. Nos metieron en una celda que tenía un agujero
en un rincón para cualquier necesidad fisiológica. Cuando apaga­
ron las luces, oímos gritar a uno de los reclusos:
—¿Esos pitucos están pitos?
En mi país, es así como se pregunta si esos pijos son vír­
genes.
Al día siguiente, mientras echábamos desinfectante en los
baños por orden superior, conocimos al que había hecho la pre­
gunta sobre nuestra condición sexual. Era un señor llamado el
Mosca, y también limpiaba el baño con nosotros. A pesar de
nuestra primera impresión, el Mosca era buena gente. De entrada,
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como se nos notaba un poco que no éramos terroristas, se sintió
entre amigos y nos confesó su secreto:
—¿Sabes qué, flaco? Yo soy ladrón de casas, de carros, asal­
tante, he matado una vez pero por necesidad, y de vez en cuando,
también sólo por necesidad, me violo a alguna huevona. ¿Pero te­
rrorista? ¡Ni cagando, pues, hermano! Yo soy gente decente.
Estaba indignado, el Mosca. Y tenía sus razones. Los terro­
ristas eran bastante antipáticos. No tenían sentido del humor ni se
mezclaban con nadie que no fuese de su grupo. A los senderistas,
incluso los emerretistas les parecían unos maricones inútiles. Y vi­
ceversa. Nuestra única comunicación con ellos fue leer las inscrip­
ciones de consignas raspadas en las paredes de la celda. Sólo
hablábamos con el Mosca, que le enseñó al Chino Pajares a pelear
con navaja atacando siempre de lado a lado, nunca en punta.
Pasamos encerrados en la dincote cuatro días con sus noches.
Todas las mañanas, el teniente Valdivia nos interrogaba repitiendo
las preguntas para ver si nos contradecíamos. A mediodía, nues­
tros padres nos traían comida que compartíamos con otros presos.
Cuando finalmente nos soltaron, el teniente Valdivia nos devolvió
la cámara de fotos sin rollo. Nos dijo:
—A ustedes no los han encerrado por sospechosos sino por
huevonazos.
Y se rió.
Semanas después, leí en el periódico que durante un confuso
motín en la dincote, uno de los reclusos había muerto como con­
secuencia de seis balazos policiales. Su nombre era Rodolfo Portu­
gal Peña (a) el Mosca. Imaginé al teniente Valdivia apuntando su
revólver contra la cabeza de nuestro amigo, pero el periódico no
decía quién había disparado.
Esa noche, en memoria del Mosca, el Chino Pajares y yo
fuimos a tomar unas cervezas en un bar de Barranco. Conversamos
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ocho horas seguidas. Descubrí que sus hobbies principales eran
escribir poesías buenísimas y conducir borracho. Esa madrugada
fue la primera vez que nos detuvo un policía, no un cuerpo de la
infantería de Marina.
Es que el Chino era bien bruto. Iba por la Benavides a no­
venta y seis por hora con media botella de whisky en la mano y
media más en la sangre buscando a alguna ancianita o cochecito
de bebé para llevárselo de encuentro. Cuando el policía vino a
amonestarnos, simplemente no podía creer que existiésemos:
—Oiga, joven. ¿Usted se ha vuelto loco o qué le pasa?
—dijo.
Entonces descubrí el gran talento del Chino, cuando visi­
blemente nervioso y con lágrimas en los ojos (de verdad, no sé de
dónde las sacó, pero tenía lágrimas) respondió:
—Lo siento, jefe, pero es que mi madre tenía cáncer ¡Y se
ha sanado, jefe! El tumor ha desaparecido. Ha sido un milagro.
Así que, por favor, póngame de una vez la papeleta —o sea, la
multa— porque voy al hospital in-me-dia-ta-men-te.
El policía quedó tan impactado por la noticia que nos dejó
ir. La mamacita de uno es sagrada, argumentó. El Chino hasta se
dio el lujo de pedirle por favor la papeleta —o sea, la multa, qué
pesado es escribir con traducción simultánea—, porque pensaba
que se la merecía a pesar de todo. El policía se negó rotundamen­
te a multarlo, y no se hable más. Antes de irnos, nos regaló un par
de boletos para una rifa de la policía que nunca ganamos.
Con el talento que tenía, el Chino Pajares no tardó en entrar
en política. Mientras terminaba la carrera de derecho se hizo
asesor de un congresista y, con su nuevo sueldo, se compró un
carro más grande. No lo hizo por ostentación, sino porque decía
que en las calles de Lima nadie respeta a los chiquitos. O eso lo
decía de la política, no recuerdo bien.
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El nuevo auto, un Corolla, tuvo dos efectos imprevisibles.
El primero fue que el Chino se puso más bestia para conducir y el
segundo, que dejó de escribir poesía. Era un poeta realmente
bueno y aún leía mucho, de hecho, tenía un enorme afiche de
Bukowski sobre su cama, al lado de la chica Penthouse del 91.
Pero ya sólo escribía para Pasión Popular, la revista de las barras
bravas del Universitario, donde arengaba a los hinchas del equipo
a abollar las cabezas del enemigo y romper todo en caso de derro­
ta, para que el mundo supiese que la U estaba de luto. Yo me reía
mucho con sus textos en Pasión Popular, pero un día le pregunté
por qué no escribía más poemas. Me miró largamente, y en su
mirada leí la compasión que le inspiraba mi pregunta. Aspiró una
gran bocanada de su cigarrillo y me dijo:
—¿No te has dado cuenta de que todos los escritores son
unos maricones sin futuro?
Yo no me había dado cuenta. Aún no me he dado cuenta.
Lo que sí mantuvo siempre fue su habilidad con los policías.
Una vez se metió en sentido contrario por la vía rápida del circuito
de playas. También estábamos borrachos y un poquito pasados de
todo, pero fue divertido. Cuando el policía nos detuvo y le pidió su
licencia, el Chino le alcanzó su carné de abogado. El policía dijo:
—Le he pedido el brevete, joven.
El Chino se disculpó y, de la guantera llena de bolsas de
coca y ramas de marihuana, sacó su acreditación del Congreso
de la República. El policía se molestó:
—Oiga. ¿Qué me está tratando de decir?
El Chino puso cara de que todo estaba muy claro. Para él
siempre estaba todo muy claro.
—Nada, jefe. Sólo le muestro que soy un funcionario públi­
co. ¿Me entiende? Porque en el Congreso cumplo una función
pública. ¿No?
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—Ajá… —el policía trataba de seguir el razonamiento.
—Y usted también es un funcionario público, es un policía,
un guardián de la ley y el orden… ¿Verdad?
—Claro…
—Entonces, como los dos somos funcionarios públicos,
estoy seguro de que nos volveremos a encontrar. ¿No cree?
El policía estuvo de acuerdo. Le perdonó la falta pero que
sea la última vez, y detuvo el tráfico para que el Chino pudiese dar
la vuelta y seguir su camino. Buena gente, el policía.
Unos meses después de eso, el Chino se compró el revólver
que ya dije. Estaba feliz. Tenía el kit completo de limpieza y varios
tipos de balas, algunas de ellas prohibidas por tratados internacio­
nales, como repetía con orgullo. Se pasaba el día puliéndola y
acariciándola. Nunca le vi querer a una mujer como a su arma. A
las mujeres sólo se las tiraba. Todo el día. Una vez pasamos juntos
un fin de semana en la playa. Cada uno llevó a su novia. El Chino
no salió de su dormitorio en todo el viaje. Increíble, de verdad. En
comparación, yo parecía un impotente. Pero se peleaba mucho
con esa chica, cuando no se la estaba tirando. En cambio, nunca
lo vi pelearse con su arma. A ella la quería de verdad. A mí, en
cambio, nunca me han gustado las armas. Cuando le pregunté por
qué se había comprado una, me respondió:
—Tienes que abrir los ojos, huevón. Esto se va al carajo. El
día menos pensado, todos vamos a matarnos entre todos. Y ahí, el
que no tenga un arma, se jodió. Así de fácil.
—¿Estás hablando del país? —pregunté.
—Estoy hablando del mundo —dijo con seguridad.
Siempre que decía esas cosas me miraba con compasión,
porque yo, según él, no entendía nada.
Con el tiempo, prosperó aún más. Tras la reelección de Fu­
jimori, a su jefe lo nombraron viceministro del Interior y el Chino
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Pajares empezó a trabajar cada vez más cerca de los policías. Pasó
un tiempo recorriendo el país inaugurando comisarías a lo largo y
ancho de todo el territorio nacional. Ya a estas alturas, sus compa­
ñeros de promoción ganaban tres mil dólares al mes trabajando en
bufetes privados. Él no cobraba ni la tercera parte de eso. Pero se
divertía. Decía que su máxima aspiración era tener algún día su
propio estudio, trabajar poco para ganar lo suficiente y dedicar el
resto del tiempo a defender a los policías —que sí ganan muy mal—
y a las víctimas de los policías —que la pasan muy mal también.
Sobre todo, al Chino le preocupaba la educación de los po­
licías. Se sentía responsable por sus buenos modales y su urbanis­
mo. Alguna vez, había entrado a una comisaría en la que un
sargento y un cabo recogían el testimonio de una presunta víctima
de violación. El interrogatorio había empezado preguntándole a
la chica si solía ir a fiestas, si usaba minifalda, si bailaba muy
pegada, si provocaba mucho a los varones, si le gustaría que le
hicieran un examen médico exhaustivo, si le gustaban ellos, los
agentes, hasta que empezó a parecer más una segunda violación
que un procedimiento de investigación.
Indignado, el Chino había irrumpido en la oficina de los poli­
cías, había mandado salir a la chica y se había encarado a los policías
con tanto aplomo que ellos hasta pensaron que el Chino tenía alguna
autoridad para hacer lo que estaba haciendo. Le dijo al sargento:
—A ver, usted. Si yo lo violo, ¿es culpa de usted?
—¿Cómo?
—¡Ya me ha oído! Suponga que llamo a dos agentes, lo ama­
rramos contra la mesa y se la metemos por el culo, uno por uno.
—No me falte al respeto, pues, doctor.
—No, no, no, ni respetos ni niño muerto. Le estoy haciendo
una pregunta y quiero una respuesta. ¿Es culpa de usted o no es
culpa de usted si lo violamos?
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—…No.
—¿Y por qué no? ¿No va a fiestas usted? ¿Ah? ¡Contesta,
pues, cara de rata!
—Oiga, no le permito q…
—¿Sí o no?
Éste era el punto en que, para atreverse a hacer eso, el Chino
Pajares tenía que tener autoridad o estar dispuesto, en el media­
no  plazo, a que le arrancasen la piel con una navaja de afeitar.
Pero el policía no estaba en condiciones de arriesgarse a reaccionar
con violencia ante un funcionario de rango indeterminado del mi­
nisterio. Bajó la cabeza y susurró:
—…Sí.
—Ah, vas a fiestas. Y bebes y bailas pegado. Seguro que
hasta metes mano. ¿O no?
—Pero es diferente, pues, doctor…
—¿Qué diferente va a ser, cabeza de mojón? ¿Ah? Tú tienes
el culo gordo. ¿No nos estás provocando? Con ese culo, te tenemos
que violar. ¿O no? Bien apretadito llevas el pantalón, mamacita.
El policía no respondió, pero no le gustaba lo que oía.
—Bueno, pues de ahora en adelante, a las señoritas las vas
a tratar con respeto. ¿Me oyes? Lo que tienes que aclarar es si las
han violado o no. Quién tuvo la culpa ya lo verá el juez. ¡Y no te
quiero volver a ver haciendo cojudeces porque te juro que vengo
y te la meto en persona! ¿Está claro?
—Sí, señor.
—Así me gusta. Y consíguete un uniforme que no te marque
el culo. ¿Ya, hijito?
—Señor…
—¿Qué pasa?
El sargento titubeó un poco antes de decirlo, pero sentía que
tenía que saberlo:
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—¿Quién es usted?
Fue un momento tenso.
El Chino se le acercó, hasta casi respirarle en el cuello. Tenía
la mano muy cerca de la entrepierna del policía —esto me lo ha
dicho él mismo— y parecía que iba a agarrarle los testículos como
si fueran pelotitas anti stress. Antes de tocarlo, el policía ya sentía
esos retortijones que le suben a uno hasta la garganta cuando le
sacuden esas partes. Cerró los ojos y el Chino le dijo:
—No quieres ni saberlo. Cuerpo de Choclo. No quieres ni
saberlo.
Le dio la espalda y se fue. No hizo eso por molestar ni con
la intención de humillar al sargento. Lo hizo para que, en adelan­
te, actuase con mayor dignidad institucional.
El aprecio del Chino por los policías era tanto que pronto
fue nombrado jefe de Asuntos Internos. Era como esos policías
que aparecen de repente vestidos de civil en las películas policia­
les y dicen: “Asuntos Internos” y todo el cuerpo se acojona, sólo
que en vez de ellos, era el Chino Pajares.
Al principio, tuvo algunos problemas para que lo tomasen
en serio en el cargo. No por ser joven ni por ser civil, sino porque
tenía veinticinco años y era soltero y blanco. En consecuencia,
era sospechoso de maricón. Y a los policías no les gusta que los
maricones les den órdenes, y menos todavía que los investiguen.
Sin embargo, cuando se corrió el rumor de que tenía un arma y
golpeaba a su novia, hasta los generales empezaron a respetarlo.
De todos modos, no siguió golpeando a la novia por mucho
tiempo, si alguna vez lo hizo (nunca se lo pregunté). Una noche,
meses después de su nombramiento, el Chino se ofreció a llevar­
me a casa a la salida de un bar. En el camino al carro, se encontró
con su novia, que ni me acuerdo cómo se llama. El Chino me pidió
que lo disculpase un segundo. Durante la siguiente media hora,
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los dos se gritaron en mitad de la calle mientras yo fumaba un
cigarrillo tras otro al lado. Se dijeron de todo. Luego nos fuimos
hacia el carro. Avanzamos seis metros y el Chino se acordó de
unas cosas que no le había gritado y volvió atrás a decírselas. Eso
tomó media hora más de gritos suyos y cigarros míos. Repetimos
la operación cuatro veces hasta que acabé la cajetilla y decidí
irme a casa solo. Nunca volví a ver a esa chica.
Para consolarse de la pérdida, el Chino se compró un perro
llamado Chimbombo y se inscribió en el polígono de tiro de la
avenida Pardo, donde conoció gente con sus gustos y aficiones.
Ahí, un efectivo de la Fuerza de Operativos Especiales, que había
peleado en la guerra con Ecuador y que una vez había matado a
dos ladrones que se habían metido a su casa, le enseñó al Chino lo
que llamaba la “lección número 1”:
—Cuando vayas a dispararle a alguien, no te pongas a dis­
parar a todos lados como una mocosa histérica. Un solo disparo,
entre los ojos, tiene que ser suficiente. En cambio, si disparas
demasiadas veces y el otro tiene un arma, te cagaste, porque él sí
disparará sólo una vez.
Cuando el Chino me repitió a mí la lección, le dije:
—Hablas como si ya hubieras matado a alguien.
—Nunca he matado a nadie —respondió—, pero un día de
estos, con un poco de suerte, la hago.
Tuvo su oportunidad una tarde, mientras tomábamos unas
cervezas con el Zapatón Ronsoco. Ni siquiera habíamos tenido
tiempo de beber demasiado cuando entró en la casa el Mellizo
Cuéllar gritando que al Chino le estaban robando el carro. El
Chino ni siquiera titubeó. Vio la oportunidad de matar legalmente
en defensa propia y corrió a la calle. Los demás lo seguimos.
Llegamos a tiempo de ver cómo los ladrones arrancaban el carro.
El Chino apuntó con cuidado y calma y esperó a que diesen la
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vuelta en la esquina con la intención de disparar de costado y
darle de lleno al conductor. Tuve ganas de decirle que no lo hicie­
se, pero es mejor no interrumpir a alguien que tiene un arma de
fuego en la mano. El coche empezó a doblar, ya estaba casi en la
mira, cuando una viejita salió de la esquina caminando con una
andadera. El Chino le gritó: “¡Fuera! ¡Lárgate!”, pero la viejita ni
siquiera se dio por aludida, se detuvo a tomar aire en la esquina y
sólo se movió muchos, muchísimos segundos después, cuando el
carro del Chino ya se había perdido en el borroso horizonte de
Lima.
Entonces el Chino, furioso, volvió hacia mí el cañón del
arma. Fue un movimiento reflejo, como si una vez que había
apuntado, tuviese que dispararle a alguien. Nada personal, sólo
mala suerte. Tenía el cañón dirigido hacia mi frente. Me aterré.
Otras veces, riéndonos en medio de una fiesta, el Chino me había
puesto el cañón en el cuello para asustarme un poco. Eso ya me
daba miedo, porque me acordaba del Flaco Cacho, un amigo del
colegio, al que una vez le hicieron esa misma broma y por descui­
do le soltaron un tiro. Dice el Flaco que no sintió nada y se fue a
su dormitorio (estaban en un Retiro espiritual del colegio, para
colmo), pero al quitarse la camisa para tomar una ducha, vio que
tenía la espalda llena de sangre. De puro milagro, la bala le había
atravesado el cuello sin tocar ningún órgano vital. Y el Flaco Ca­
cho contaba esto con la cicatriz del cuello y todo el colegio por
testigo, o sea que era verdad. Así y todo, si pongo en la balanza
todas las veces en que el Chino me puso el cañón en el cuello, no
suman tanto miedo como el que sentí ese día, cuando me apuntó
a la cabeza con el gesto de quien realmente te va a descerrajar un
tiro sólo para desahogarse.
Pero no me disparó.
Sólo dijo mierda. Vieja de mierda. Y bajó el arma.
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Un día, colaboré con el Chino Pajares y con mi país para reducir
la corrupción policial. Me lo pidió él en persona, como parte de un
plan que tenía y que, milagrosamente, el ministro había aprobado.
Es que la corrupción policial de verdad, la más gorda, ocurre en
los contratos de venta de uniformes, comida, equipos, armas a cargo
de los altos rangos. Pero la corrupción más visible para los civiles
es la de los policías de tránsito que no llevan grandes contratos, así
que se consuelan pidiéndoles lapiceros y gaseosas a los conducto­
res o, por lo menos, vendiéndoles rifas para que la cosa resulte
una transacción legal.
Por eso, el Chino Pajares convenció al ministro de que, si
mejoraban la imagen de la policía de a pie, habría menos presión
para investigar los grandes contratos. Luego me llamó por teléfo­
no y, dos días después, yo estaba en una sala de espera del Minis­
terio del Interior esperando por una cita con el Asesor Chino
Pajares. A mi lado había un señor calvito, gordito y con un anillo
de oro. Como estábamos aburridos, nos pusimos a conversar.
—¿Y usted qué hace por aquí? —me preguntó.
—Aquí pues, vengo a ver a un asesor.
—Ah, carajo, a un asesor —me dijo con interés.
—¿Y usted?
—Yo tengo un negocio en el aeropuerto internacional. Soy
el que le pone forros plásticos al equipaje.
—Ah, sí, pues. Sí he visto sus máquinas y sus forros.
—Claro, pues, doctor —dijo él. Es que yo iba con corbata,
eso te convierte en doctor—. Estoy tratando de que la dirección
general de aduanas apruebe que el forro plástico sea obligatorio.
Me miró como esperando una felicitación o un sello prees­
colar de sonrisita.
—¿Y por qué tendría que ser obligatorio? —pregunté.

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—¡Porque nos llenamos de plata, pues, doctor! Más bien, si
usted puede mover sus influencias con el asesor, ya nos repartimos
las ganancias.
Me dio su tarjeta. Pero antes de seguir negociando, el Chino
Pajares me hizo pasar a su oficina y me ofreció un whisky. Nos
sentamos y le conté la historia del empresario de los forros. Se rió:
—Ése no va a lograr nada. Si los forros se hacen obligato­
rios, los pondremos nosotros. Mejor que ruegue por que no le
hagan caso.
Luego siguió hablándome del plan de reducción de la co­
rrupción policial. Fijó metas, trazó gráficos, mostró cifras. Yo me
sentí obligado a ser sincero:
—Chino, no entiendo. Todos aquí son una tira de corruptos.
Tú también. ¿De cuándo acá les preocupa la corrupción policial?
—No, pues, hermano. Una cosa es buscarse la vida, otra
muy distinta es mancillar a la institución. Hay que salvaguardar el
honor de la institución.
Lo dijo pleno de respeto y solemnidad. El Chino Pajares
cada día me sorprendía más.
—¿Y por qué esa institución no se puede mancillar? Total,
todas las demás…
—Es que la Policía no es como las otras. ¿No has visto su
lema?: “El honor es su divisa”.
No tuve nada que responder a eso. El Chino continuó ha­
blando, ahora hablaba sobre mi labor. Me preguntó si tenía breve­
te. No tenía. Me preguntó si había conducido un auto antes. Sí lo
había hecho. Y mal. Me preguntó si me interesaba ganarme un
extra. Me interesaba. Sonrió. Me dijo que bebiese más y que, de
ser posible, derramase un poco de alcohol sobre mi ropa. Me ne­
cesitaba apestoso, señaló.

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Esa misma tarde, salí del Ministerio al volante de un depor­
tivo amarillo decomisado a un narcotraficante. El vehículo iba
equipado, además del equipo de música y el clima artificial, con
una microcámara colocada en la puerta del copiloto y dirigida
hacia mi ventanilla. Mis instrucciones eran cometer todos los
desastres posibles al volante para hacerme detener. Y eso era todo.
Cuando el policía me pidiese un soborno, la cámara transmitiría
sus palabras e imagen en vivo y en directo a un fiscal apostado en una
camioneta que seguía a mi deportivo. El Chino Pajares y dos agen­
tes vestidos de civil también estarían en la camioneta —tomándo­
se un whisky, según me había explicado el Chino— y bajarían a
detener al policía bajo cargos de corrupción. Si el experimento
salía bien, las cintas grabadas se ofrecerían a la televisión para
hacer un reportaje de efecto disuasivo para otros policías. Y todo
gracias a mí.
La primera parte del trabajo fue fácil. Conduzco tan mal
que en la primera calle entré contra el tráfico, en la segunda —que
era la calle del hospital Ricardo Palma— bloqueé el paso de dos
ambulancias, y en la tercera me salté una luz roja. Ahí, finalmente,
oculto detrás de un muro en espera de incautos infractores, había
un policía. En cumplimiento de su deber me detuvo.
—Buenas tardes. Su brevete, por favor.
—No tengo, señor policía.
El policía puso cara de preocupación, de gravedad de la si­
tuación, de magnitud de la tragedia.
—Pero se ha saltado una luz roja.
—En efecto, sí.
—¿Y su tarjeta de propiedad?
—Tampoco dispongo de momento, señor policía.
—Mal. Mal. Mal.
—Uy, y aquí huele a trago ¿Ah?
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—Es verdad, estuve bebiendo.
Sonrió satisfecho.
—Le voy a tener que poner una papeleta.
—Ya.
—No me queda más remedio.
—Comprendo.
Se quedó en silencio cuatro minutos y medio. Luego dijo:
—Esto le puede costar doscientos soles.
—Me imagino, sí.
—Ah. Ya veo que le sobra la plata.
—No, señor. De hecho, no tengo doscientos soles.
—Yo no lo quiero perjudicar.
—No, claro. Comprendo.
—Además, tiene que pagarla lejísimos, en El Agustino.
Usted ni va por allá, seguro.
—No sabía que las multas se pagan en El Agustino.
—Es una nueva disposición.
—Fíjese.
Permaneció meditando dos o tres minutos más. Pensé en el
Chino Pajares riéndose con su whisky en la mano. Me estaba
aburriendo. Dije:
—¿Y cómo podríamos arreglar esto?
—Eso será según su criterio. Yo no lo quiero perjudicar.
—Gracias.
Me acercó su reglamento abierto, en una posición que al­
bergaría justo un billete. Pero no me pidió nada que ameritase la
intervención del fiscal.
—Es que ha cometido una infracción muy grave. Mire, aquí
está estipulado lo referente a semáforos.
—Sí, lo veo.
Se aseguró de que lo viese bien.
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—Y aquí lo del uso de estupefacientes. Porque yo no le voy
a hacer un dosaje ahora, pero hay cosas que están claras ¿No?
Entre nosotros, sin ofender.
No dije nada. Luego se despegó del auto y dio algunas
vueltas silbando una canción de Euforia. Cuando vio que yo no
me movía, regresó:
—Mire, usted parece un buen muchacho.
—Gracias.
—Un señor hecho y derecho.
—Gracias.
—Voy a confiar en usted. Lo dejo que se vaya y, ya si usted
buenamente quiere pasarse por acá, yo estaré hasta las ocho de la
noche.
Luego detuvo el tráfico para que yo pudiese salir.
Tratamos con muchos policías más, pero pasó lo mismo.
El fracaso de su proyecto anticorrupción deprimió mucho al
Chino Pajares. Empezó a meterse demasiadas porquerías al cuer­
po. Solía venir a mi casa con un paquete de cervezas. Se sentaba,
dejaba una bolsa de coca en la mesa y se sacaba el arma del cin­
turón. Siempre tenía que recordarle que yo vivía con mi madre y
era mejor que ella no viese esas cosas. Entonces guardaba sólo la
coca, porque el arma tenía licencia y era legal.
Luego se murió su perro Chimbombo y dejé de verlo duran­
te unos meses. Creo que lo pasó muy mal. Quería a su perro como
a un revólver. Además, supe que lo habían echado del Ministerio
por pesado y por sospechoso de maricón. Pensé que eso lo mata­
ría. Pero tras varios meses sin aparecer, pasó una noche por mi
casa. Estaba de buen humor.
—Mañana me voy de fin de semana al Norte, a ver a mi
viejo que vive en Tumbes. Voy con el Mellizo. ¿Quieres venir?
Salimos al día siguiente.
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Yo siempre había pensado que alguien como el Chino Paja­
res no podía tener papá. Quería saber de él, pero en los mil kiló­
metros hasta Tumbes, ni lo mencionó. Aparte de no hablar del
papá, durante el camino disparamos a los pelícanos en la playa,
fumamos y jugamos con el botiquín del Mellizo.
Era bien bestia el Mellizo. Disparaba con armas de fuego por
afición, pero lo suyo eran las drogas de síntesis. Y todas las demás.
Le gustaba llamar por teléfono a una farmacia pidiendo ampolletas
inyectables de un tranquilizante para gatos llamado Ketalar. Metía
el contenido al microondas en una taza. El líquido se evaporaba y
dejaba cristales. El Mellizo los raspaba con una tarjeta de crédito
y los aspiraba. Nada especial, pero el Mellizo estaba contento de
poder pedir sus drogas a la farmacia. Este país avanza, decía.
Durante el trayecto a Tumbes, sólo tuvimos un incidente
con la Policía. Habían montado una redada de rutina y el Chino
Pajares iba como a ochocientos por hora bien pasado de todo,
como le gusta. Cuando vio la cola de la redada, frenó, dejó el
vehículo en la cola y se pasó al asiento de atrás. Cuando el policía
llegó a la ventanilla, el Chino Pajares le dijo que el conductor
había bajado del auto y se había ido corriendo. No. No sabemos a
dónde. No. No podemos mover el auto porque estamos todos
borrachos. Sería ilegal. El policía movió el carro hasta un lado de
la carretera y nos dejó ahí. Y ahí nos quedamos tres horas hasta
que se fueron. Ese incidente ocurrió en Huanchaco, pero no im­
porta porque en Huanchaco siempre ocurren incidentes.
La cosa es que llegamos a la casa del papá ya de noche. El
Señor Chino Pajares tenía una novia morena con un culo enorme
y nos saludó a los tres igual, no como si todos fuésemos sus hijos,
sino como si ninguno lo fuera. Durante la cena, no habló. Y luego
se fue a Ecuador a pasar la noche, porque tenía unos negocios.

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A partir de aquí, narraré según lo que me contaron y lo que
yo mismo deduzco. Ya en Ecuador, como a medianoche, la novia
del culo enorme le dice al papá que sería mejor que viese a su
hijo. Que nunca lo ve. Que el Chino Pajares es un buen chico.
Que conversen ese problema que tienen. O que no lo conversen,
pero que al menos se vean. El papá duda un rato y refunfuña pero
termina por ceder. Le toca el culo enorme, la besa y da la vuelta.
Regresan a la frontera, cruzan el puente apestoso sobre el
río sin agua y se dirigen a su casa. A la mitad del camino, una
camioneta de transporte público empieza a darles bocinazos para
que se quiten de su camino. La vía es angosta, así que el papá no
se aparta. La camioneta —combi la llaman allá— sigue molestan­
do. El papá grita. La novia le pide que se calme. La camioneta
trata de adelantarlos y los empuja fuera del camino. Al sentir el
raspón en la carrocería, el papá da un golpe de timón, se les cruza
y chocan. El golpe no es grave pero bajan a verlo. El papá indig­
nado argumenta que lo han chocado por detrás, así que es culpa
de la camioneta. El de la camioneta le dice que se vaya a la mierda.
Cuando van a llegar a las manos, aparece un patrullero.
El patrullero conversa con uno, luego con el otro. El papá se
niega a darle dinero y luego ve que el conductor de la camioneta
sí le ofrece billetes. Billetes pequeños. El papá se enoja mucho,
pega de gritos, le da un infarto y se muere ahí mismo, en la carre­
tera. Ni siquiera agoniza, se muere nomás.
En consecuencia, el policía abandona el lugar de los hechos
y la camioneta también. La novia se queda sola con el cadáver, la
madrugada y su culo enorme.
El cuerpo llega a la casa a las cuatro de la mañana, ya frío, más
bien duro y con los ojos abiertos. Antes de explicarnos lo ocurrido, la
novia llora y vomita. El Chino Pajares, que sabe de estas cosas, no
llora ni vomita. Dice que es necesario un reconocimiento médico
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y un certificado de defunción para ponerle una denuncia al huevo­
nazo del policía ése que no sabe con quién se ha metido. El Mellizo
Cuéllar le prepara a la novia un combinado de diazepam y ketalar.
Luego tratamos de meter al papá en la maletera del auto del Chino,
pero él dice que mejor lo sentemos en el asiento de atrás, con el
Mellizo sosteniéndolo, para que no se tuerza. Y salimos a buscar
un hospital.
Ahora el Chino conduce como si fuese una nave espacial. Ni
siquiera se ven los árboles al lado del camino, aunque me pregunto
si hay árboles en Tumbes, donde sólo he visto mandarinas y putas.
La cosa es que vamos tan rápido que una sirena policial nos pide
detenernos. El Chino Pajares acata la orden. Reduce la velocidad.
Apaga el motor. Enciende un cigarrillo y espera. Todos esperamos.
El papá espera con los ojos abiertos y sin fumar. El policía baja del
patrullero y camina hacia nosotros. El Mellizo dice, muy bajito:
—Chino. ¿Qué estás haciendo?
—Me han detenido. Me detengo.
El Chino está de mal humor. No le gusta que lo detengan.
Ahora, el Mellizo habla muy lentamente, como le hablaría a un
niño de cinco años.
—Chino, toma consciencia: en este carro hay una bolsa de
marihuana, dos piedras de coca, varias pastillas de todo tipo, tres ar­
mas de fuego y un cadáver. Haz el favor de acelerar ahora mismo.
Y se queda calladito. Todos nos quedamos calladitos, espe­
cialmente el papá. El policía se acerca al auto, desde atrás. Ya casi
puede tocarlo. Llega a decirnos algo. Pero el ruido del motor
apaga su voz. Y el policía empieza a alejarse y hacerse más chi­
quito en el espejo. Y el papá calladito, sin gritarle a nadie.
Entonces empieza una persecución de película gringa, pero
en un barrio de telenovela peruana. Corremos, chocamos contra los
basureros, contra un quiosco, contra un perro, creo. Y los policías
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detrás. Me parece que son varios patrulleros pero no lo sé porque
tengo los ojos cerrados. En realidad, tampoco creo que sea una
gran persecución, ahora que lo pienso, no hay muchos patrulleros
en Tumbes. Pero tengo miedo. Uno de los patrulleros se cruza frente
a nosotros. Ahora tenemos que detenernos o matarlo.
Preferimos detenernos.
El policía baja del auto furioso. Grita algo que no oímos. El
Chino Pajares quiere hacer algo pero no sabe qué. El Mellizo
llora. Sí. Llora. Pero no vomita. El policía se acerca a nosotros. Se
asoma a nuestra ventanilla.
—Chocherita —le dice al Chino—. ¿Tú estás borracho o qué
chucha te pasa?
El Chino, por primera vez, ni siquiera tiene fuerzas para
inventar nada.
—Mire, jefe, es que llevábamos a mi viejo al hospital y te­
nemos mucha prisa.
El policía me mira a mí, mira al Mellizo Cuéllar y, sólo al
final, sus ojos se posan sobre el papá recostado contra el cristal,
rígido. Se queda mirándolo larga y fijamente, al menos eso me
parece a mí. Al final, dice:
—Sí pues. Se ve un poco pálido el señor.
—Sí —dice el Chino.
—Ya —digo yo.
Entonces el Mellizo abraza al cadáver, pone a temblar sus
labios y sus pupilas, acaricia el rostro frío del papá con su mejilla
llena de lágrimas. Dice:
—De repente, se ha puesto pálido y se ha desmayado. No
sabemos qué le pasa.
Todos tratamos de llorar.
—No hay problema —dice el policía—. Si se trata de una
emergencia, sigan adelante. Los escoltaremos hasta la posta médica.
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Y nos escoltaron hasta la posta médica. Y se fueron antes de
que subiésemos al papá por las escaleras de la entrada. El Mellizo
no paró de llorar en todo el camino, abrazado al cadáver.
Al amanecer, mientras esperábamos los papeles del muerto,
le conté al Chino Pajares que me quería ir a España. A vivir. El
Chino Pajares respiró hondo y cerró los ojos para disfrutar los
primeros rayos solares de la mañana.
—España —suspiró—. A mí me habría gustado vivir en la
Guerra Civil Española. No sé en cuál de los dos bandos. En cual­
quiera. Habría sido de la puta madre.
Al día siguiente volvimos a Lima.
Nunca más lo volví a ver.

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Sucios

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Jorge Franco

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Jorge Franco (Medellín, Colombia, 1962). Autor del libro de cuentos
breves Maldito amor, y de las novelas Mala noche, Paraíso Travel,
Rosario Tijeras (Premio de Novela Dashiel Hammett Internacional) y
Melodrama. Su amigo Daniel Samper Ospina, director de la revista
Soho, considera que el autor de Rosario Tijeras es uno de los escritores
más talentosos que tiene el país porque pocos, como él, entienden tanto
de técnicas narrativas. “Jorge Franco narra como si estuviera haciendo
cine, y por eso sus textos son un aluvión en el que uno se mete y no sale
sino hasta que se acabe la última página. Esa velocidad para contar
historias como quien las ve es, creo yo, su mejor cualidad […] Es ex­
cepcionalmente sencillo para tener semejante talento.”

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Eva, la sucia

—No me voy a bañar, no me voy lavar el pelo ni a cortar las uñas,


ni a cepillar los dientes hasta que vuelvas —le dijo Eva a mi foto.
Lo había jurado y lo estaba cumpliendo, y todas las tardes
ponía a prueba su protesta, a la misma hora, sentada frente a la
ventana, mirando las bombillas que empezaban a alumbrar.
—Cuando la noche está limpia se juntan las estrellas con las
luces y todo parece un solo cielo, abajo con los vivos y arriba con
los muertos —me dice y se dice ella, mirándome en la foto.
Sostiene el retrato con las manos manchadas y me lleva a su
pecho. Aprieta para que la foto no se suelte o para que el corazón
no se salga. Intenta decir algo pero no dice nada, trata de moverse
pero es como si mi foto le pesara. O le pesa por mi ausencia, y
porque ya es de noche y todas las noches llora.
—Quisiera oír algo distinto —me dice al fin.
Metido en la foto no puedo decirle nada. Pero me gustaría
contarle una mentira distinta a las que le han dicho en estos seis
meses; decirle: no te amargues, Eva, que el día menos pensado
llego; decirle: no llores más que no vale la pena; ve y báñate, Eva,
que ya hace muchos días que fue lunes.
De pronto un grito oscuro: es Eva quien grita, a sí misma, a
la ventana, a las luces y a mí. Ruge mi nombre como si mi ausen­
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cia fuera por mi culpa. Todas las noches grita a la misma hora,
apenas se confunden noche y montaña.
—¡Y hoy voy a gritar más duro! —amenaza Eva, y pega su
frente contra la mía y con su boca babea mi foto. Yo quisiera lamer
lo que ha mojado. Sé que mil veces ha querido rasgarme en peda­
zos, pero en lugar de hacerlo me come a besos, y no le importa
que su boca sepa a sales y a dektol. Un sabor más para la colección
de olores en su boca.

—¿En qué habíamos quedado, Eva?


—En nada —me había dicho, pero luego añadió—: en todo, en
que nos iríamos, en que viviríamos juntos, en que todas las noches
nos acostaríamos temprano.
—Lo dices porque tienes sueño.
—Lo digo —me había contestado— porque me gusta estar
en la cama.
Lo decía agazapada a mi lado, los dos apestando porque no
habíamos pasado por la ducha en todo el fin de semana y porque
nos gustaba quedarnos así: dos días encerrados, sin lavar platos,
sin recoger la ropa, sin lavarnos las bocas ni los sexos, sin des­
odorantes ni perfumes; los dos malolientes y excitados.

Eva mira la foto y me dice:


—Ahora debes estar inmundo.
Levanto los brazos y me huelo las axilas, paso mi mano
sobre la cara y la barba me raspa, me toco el pelo y siento la grasa
y los nudos, con la lengua repaso mis dientes y me digo: sí, estoy
bastante sucio, pero eso no importa.
Lo que importa es que Eva está sola a estas horas, que lleva
meses sola y que no sabemos cuántos le faltarán.

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—No lavo los platos, no saco la basura, no me cambio de
ropa hasta que vuelvas —jura Eva con rabia, con su voz saliéndo­
le a pedazos de su boca pastosa. Con la ventana cerrada para que
los olores se concentren pero atenta a cada luz nueva, como si
adivinara en cuál de todas ellas podría estar yo. Sé que hoy todo
va a empeorar apenas comience la bulla y las luces artificiales no
dejen ver las otras donde me busca Eva. Quisiera decirle: cierra la
cortina, vete a tu cuarto y enciérrate; tómate un somnífero, duér­
mete ya, Eva. Sé que Eva va a angustiarse cuando todos comiencen
a festejar.

—Si algún día me pasara algo, Eva.


Para que no hablara me vaciaba leche en el pelo.
—Si alguna vez...
Y para que no siguiera me tiraba espaguetis a la cara.

Eva grita de nuevo, grita duro y se dobla sobre mi foto. Es un


chillido largo que no dice nada, que sólo saca el dolor que le lleva
las manos al pelo y la hace enmarañar los cadejos que ya ha for­
mado la mugre. Zapatea como si el piso tuviera la culpa y sin
pensarlo me arroja sobre los periódicos, la ceniza, las botellas y
los platos sucios. También hay comida por todo el piso.
—¡Y no me limpio la nariz ni los oídos, ni me cambio las
medias hasta que aparezcas!
Va a la cocina y sirve agua de la llave en un vaso sucio. Eva
bebe el agua turbia y cuando termina sirve más. Camina por la
cocina con el vaso lleno. Camina por toda la casa con un vaso en
la mano. Gime y bebe y se echa en el piso junto a mi foto, me
levanta con cariño, me toca con su nariz y gime; afuera se oyen
los primeros fragores de la pólvora. En un golpe apresurado, Eva
ha derramado el agua sobre la baldosa.
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Se desliza entre el desorden hacia la ventana y arrastra mi
foto. Estira el cuello y primero asoma los ojos, entonces ve lo que
no quería, lo que yo tanto temía que llegara, la explosión de luces,
los destellos en lo negro. Pega la boca al borde de la ventana,
lame el polvo y escucha los estruendos, los coscorrones secos de
la pólvora contra el cielo.
Yo espero el grito anunciado, pero abrazada a mí se da vuelta
y queda de espaldas al festejo. Recoge del piso una colilla, gatea
hasta donde están desparramados los fósforos. Todavía no grita.
—Hoy no vale la pena gritar —dice—. Hasta Dios anda en su
cuento.
Quisiera decirle: eso es, Eva, piensa que es lunes y que ya
estamos limpios, que ya recogimos el desorden, que ya nos baña­
mos, me afeité y te arreglaste y todo quedó en su sitio como si
aquí no hubiera pasado nada. Decirle: hasta la próxima vez, Eva,
cuando volvamos a encochinarnos con restos de comida, con licor
y saliva, con pegotes y sudores de nuestros propios cuerpos.
—¡Y no cambio las sábanas y las toallas, ni lavo el baño!
Cuando nos despedimos los dos estábamos limpios, su boca
olía y sabía a menta, y su pelo lavado había recobrado el color. Su
cuerpo olía a jabón, el cuello a perfume y la ropa a detergente. Era
lunes y todo volvía a empezar. La casa se sentía fresca, las venta­
nas estaban otra vez abiertas y el aire nuevamente se dejaba res­
pirar. Todo volvía a ser perfecto y era imposible presentir que ese
lunes yo no iba a regresar.
Entonces esa noche lanzó su primer grito, no pegó los ojos
y no dejó de llamarme hasta el amanecer. Y esa mañana frente al
espejo, con los párpados abultados, la nariz dilatada, la piel enro­
jecida y los labios mordidos, sentenció:
—Así me vas a encontrar.

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Lo repitió mirándome a los ojos en la foto que rescató de su
cajón: así me vas a encontrar, como si el tiempo no hubiera pasado.
A la misma y única foto que no ha soltado desde entonces.
Una foto inútil, sin esperanza, la misma que ha aparecido en pe­
riódicos y pancartas, la misma con la que Eva ha enarbolado su
dolor. El retrato de un olvidado, de un secuestrado, de un desapa­
recido. O en unos días, o tal vez en horas, la foto de un muerto.
—La Navidad engorda las penas —dice Eva.
Muy despacio se deja caer. Como si ya no fuera suyo aban­
dona la firmeza de su cuerpo, y estirada y larga esconde la cara
entre sus brazos.
—A mí qué me importa que mañana sea otro día, otro año u
otro siglo si me voy a levantar igual —dice Eva sin esfuerzo.
Afuera la fiesta se desmanda. El cuarto ha sido invadido por
las luces y las descargas. Cualquiera pensaría que el mundo está a
punto de reventar. Eva me toca con su boca. Quisiera decirle:
mañana nada va a ser igual.
—Mañana todo va ser igual —me dice Eva—. Únicamente
estaré más sucia.

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Pedro Juan Gutiérrez

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Pedro Juan Gutiérrez (Matanzas, Cuba, 1950). Escritor, poeta y pintor.
Se le ha comparado con injusticia y miopía con Charles Bukowski de­
bido a sus frescos de los bajos mundos habaneros y de las más sucias
pasiones humanas. Su principal trabajo narrativo se encuentra en la
Trilogía sucia de La Habana, que incluye las novelas Anclado en tierra,
Nada que hacer y Sabor a mí. También es autor de El Rey de La Haba­
na, Animal tropical (Premio Alfonso García-Ramos de Novela 2000),
El insaciable hombre araña y Carne de perro (Premio Narrativa Sur del
Mundo). Ha visitado el género policial con “Nuestro GG en La Habana”
y la literatura memoriosa con El nido de la serpiente: memorias del hijo
del heladero. “Trilogía sucia de La Habana me parece un libro deter­
gente, limpiador. Muchos lo leen por sus pasajes escabrosos, por su
priapismo elocuente. Yo lo encuentro refrescante, es un baño que re­
mueve todo los excesos ideológicos, moralistas, sociológicos, toda la
retórica, de lo realmaravilloso, la verborrea literaria de los últimos
cuarenta años. Pedro Juan Gutiérrez nos devuelve al escepticismo puri­
ficador de la novela picaresca, tal vez la más genuina creación literaria
de la narrativa en lengua española”, opinó el escritor cubano Edmundo
Desnoes. El cuento que aparece en esta antología pertenece al libro
Trilogía sucia de La Habana.

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Yo, el más infiel

Lo grandioso de la cárcel es que aprendes a estar tranquilo, solo


contigo mismo, en un pequeño espacio, y no necesitas más. Al
mismo tiempo despliegas toda tu astucia de lobo solitario para
que los otros hambrientos no te canibaleen e invadan tu espacio.
Aprendes a quedarte quieto, sin hacer nada, sin esperar nada, y te
olvidas del tiempo y de todo lo que sucede allá afuera. Eso mismo
hacen muchos animales. Entrar en letargo. Invernar.
De ese modo, inconscientemente, construyes un caparazón
que te protege. Un duro cascarón protector que aprendes a usar
con mucha eficacia. De repente, un día te llaman a una oficina, te
hacen preguntas estúpidas para rellenar un papel, y entonces te
dicen: “Su condena queda reducida en cinco años y seis meses.
Prepare sus pertenencias. Esta tarde será puesto en libertad”.
No lo hacen por buenos y nobles. Están obligados a escarbar
entre lo mejorcito que tienen aquí y soltar un poco porque ya esta
cárcel tiene el doble de reclusos de los que admite. Además, no
tienen comida, ropa, zapatos, ni trabajo para tanta gente.
Bueno, me liberan esa tarde. Salgo a la calle. Voy al mismo
cuartucho donde viví siempre. Llevo dos años y medio ausente.
Llego silencioso, me paro en la puerta y miro en la oscuridad in­
terior. Las cosas han cambiado un poco. Isabel tiene otro hombre
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y están ocupando los dos cuartos: el de ella y el mío. No perdió
tiempo. Se asustan. Parece que he salido de la cárcel con la expre­
sión amenazadora, sombría y calculadora que forma parte de
aquel cascarón. Dicen cosas incoherentes. No les entiendo. Isabel
dejó de ir a verme a la prisión a los tres meses. Es decir, hace dos
años y tres meses que no nos vemos ni sabemos nada uno del otro.
Ni recordaba bien su cara. Ahora no sabe qué hacer y pide discul­
pas. No me interesa nada. Sólo estuvimos juntos unos meses. Tal
vez un año, no recuerdo. Me agarraron atrás de aquel hotel, ense­
ñándole la pinga a una turista vieja, anhelante de sexo duro, y me
jodí. No tengo nada que ver con Isabel, sólo que a ella le encanta
hacerse la esposa. Cuando me visitaba en la cárcel me decía cosas
como “cuando hacíamos el amor”, “te voy a esperar siempre”. Yo
me reía en su cara y le decía: “¿En qué tú andas que hablas tan
fino? Pareces una señora elegante. Tú estás empatada con algún
tipo educado que te habla así y lo repites como una cotorra de
mierda.” Ella se ponía colorada, bajaba la vista, y negaba. Pero al
poco tiempo se perdió. Hasta hoy. Se deshace en explicaciones.
—Ya Isabel. No tienes que explicarme nada. No te he pre­
guntado ni cojones. Desocupa esto. Voy a dar una vuelta y regreso
dentro de una hora.
—No te vayas, Pedro Juan. Enseguida desocupamos.
—Me voy. Te voy a dar tiempo para que limpies bien y
quites esta peste a perfume de maricón que hay aquí.
El tipo ni se dio por enterado. Me gusta andar belicoso,
como buen hijo de Oggún. Cuando me vean tranquilo ya estoy
apestando.
Bajé la escalera y me senté en el muro del Malecón. Estoy
demasiado silencioso y solitario para quedarme en la azotea del
edificio, con el barullo de los vecinos en cuanto me descubran:
“Ah, Pedro Juan, al fin regresaste”. Enseguida aparecen las botellas
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de ron y las tumbadoras y se arma la fiesta. No. No estoy para
fiesta ni para ron. Para ser exacto: llevo dos años y medio sin
probar el ron, sin tocar los tambores batá, sin probar mariguana ni
café. Y sin templar mujeres. Cogerle el culo a un maricón o rayar­
me una paja no es igual. En fin, estoy amargado. Lo mejor es
quedarme solo porque si me pinchan salto. Y no me conviene te­
ner ni el más mínimo problema.
Ya es casi de noche y es el último día de agosto. Un calor y
una humedad sofocantes. De repente el tiempo comienza a cam­
biar. El cielo se cubre de nubes negras, macizas y pesadas. Un
viento norte repentino refresca y trae un olor ligero. Una extraña
luz plateada se apodera del mar y de los edificios. Jamás había visto
esto desde que nací aquí mismo hace cuarenta años. Arriba todo ne­
gro, brutal, como chorros de plomo. Abajo todo luminoso, plateado
y leve. Es un saludo bello para Oggún. Y siento un escalofrío. Me
pide ron y tabaco. Ya se lo puedo dar. De algún lugar tengo que
sacar un vaso de aguardiente y un buen puro para compartirlo con
él en mi cuarto. Espero que Isabel no haya tocado el caldero y los
hierros de Oggún porque la mato.
De repente empieza a llover. Con mucho viento. Un diluvio.
Me empapo en un segundo. El agua me refresca y me quedo
sentado en el Malecón. El mar está tranquilo como un plato y la
luz plateada va desapareciendo poco a poco. La lluvia arrecia
mucho más. Cierro los ojos y sólo siento y oigo el agua cayendo.
Y la libertad. En este momento me doy cuenta de que estoy libre
otra vez y que puedo hacer lo que quiera. Puedo moverme, salir
corriendo. Puedo decirle algo seductor a una mujer, seguirla,
enamorarla y acostarme con ella esta misma noche.
Me siento libre y feliz y me invade la alegría. Y sigue llo­
viendo a cántaros sobre mí. La lluvia y la oscuridad de la noche
avanzan.
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Al rato amaina un poco. Ya es de noche. Voy al edificio. Subo
los ocho pisos, hasta la azotea. Ya el cuarto está libre. Isabel me da
la llave y trata de conversar de nuevo conmigo. Me tiene miedo:
—¿Por qué te mojaste así?
—¡A ti qué te importa!
—Déjame buscarte una toalla.
—No. Vete.
—Bueno...
Entro al cuarto. No hay nada. Sólo el mismo colchón destripa­
do que dejé sobre un camastro. En un rincón, dentro de una caja de
madera, están los hierros de Oggún. Voy hasta allí, golpeo tres veces
la madera, saludo, le pido perdón por no salir a buscarle ron y tabaco.
Le digo que espere hasta mañana. Apago la bombilla. Me tiro sobre
el colchón. Cierro los ojos y ahí está Isabel otra vez, llamándome y
tocando en la puerta. Le abro. Me alcanza un vaso de aguardiente
y un tabaco. No se atreve a entrar y se queda en la puerta:
—¿Y esto?
—A mí no se me olvidan tus costumbres.
Intento rechazarlo, pero ya ella regresó a su cuarto. Cómo
sabe esta cabrona. Tanteo en medio de la oscuridad y enciendo de
nuevo la bombilla. Voy hasta el cajón de Oggún. Los hierros están
cubiertos de polvo y telarañas. Los rocío con un buche de aguar­
diente y los saludo. Hay que entrar en confianza de nuevo. Otra
vez Isabel en la puerta:
—¿Tienes fósforos?
—No.
—Toma.
Me los alcanza. Y se queda. Le encanta hacer la mamita
buena, zorra de mierda.
Doy fuego al tabaco y soplo humo sobre los hierros. El
resto es para mí. Isabel está de pie, mirándome:
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—Me gusta verte así. Bebiendo ron y fumándote un tabaco.
La miro y no le contesto.
—Ese muchacho ya se fue. No era nada serio.
—No me interesa tu vida. No me hagas más cuentos.
—Te guardé un plato de comida. Para luego.
—¿Tienes más aguardiente?
Fue a su cuarto y regresó con media botella. Me sirvió.
—¿Tienes miel de abeja?
—¿Pa’ los hierros?
—Sí. La está pidiendo desde que entré aquí.
—No tengo. Pero mañana salgo temprano y te la traigo.
Me quedé en silencio, disfrutando el placer de estar en mi
cuarto, con la cazuela de Oggún, bebiendo aguardiente, fumando,
y con una buena hembra a mi lado, loca porque yo le dé un pinga­
zo esta noche. Empezó a tronar. Me asomé a la puerta. Mi cuarto
y el de Isabel son los únicos que tienen vista al Caribe en esta
azotea. El resto es un laberinto construido con tablas podridas y
pedazos de ladrillos, donde la gente se asfixia de calor entre la
mierda y el hambre.
Había una tormenta eléctrica a lo lejos, sobre el mar. Sólo
se veían los relámpagos de luz. El diluvio se había transformado en
una llovizna espesa, sin viento. Sobre las tejas de fibrocemento
de mi cuarto se escuchaban esas gotas como un suave chaparrón.
Una música imperturbable. Me pareció que hacía muchísimos
años que mi alma había abandonado mi cuerpo y ahora estaba
regresando. La sentía invadiendo cada rinconcito de mi sangre y
mi carne.
Isabel se había sentado en la cama. Esperaba por mí. Sólo
de mirarla tuve una erección instantánea. Me seguía gustando esa
mulata. Después de todo, ¿qué fidelidad puedo exigir yo? El más
infiel de los mortales.
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Cerré la puerta. Nos desnudamos despacio. Nos abrazamos
y nos besamos. Estrechados bien juntos. El corazón se me aceleró y
casi se me sale una lágrima. Pero la contuve. No puedo llorar delante
de esta cabrona. La penetré muy despacio, acariciándola, y ya
estaba húmeda y deliciosa. Es igual que entrar en el paraíso. Pero
tampoco se lo dije. Es mejor quererla a mi manera, en silencio, sin
que ella lo sepa.

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Rafa Saavedra

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Rafa Saavedra (Tijuana, México, 1967). Narrador. Es autor de los li­
bros de cuentos Esto no es una salida, Postcards de ocio y odio, Buten
smileys y Lejos del noise. Asiduo blogero, Rafa Saavedra parece un
escritor multimedia de pensamiento multimedia. Una blogera apunta
sobre Lejos del noise: “Originalmente subtitulado Amigi drinks and
loops, sigue practicando malabares con la vida, la fiesta y la ciudad
como temáticas recurrentes, en un mix de imágenes que presenta al
lector en plural de tercera persona, incluyéndolo así en un viaje con
múltiples retornos y loops que parecen no tener rumbo. En él mezcla
constantemente el inglés, el español, el italiano y cualquier otro lengua­
je, hasta inventar uno que parezca adecuado para decirnos “eso” que le
es necesario. Muchos de sus textos no desarrollan una historia, ni tienen
personajes, y muchas veces ni siquiera sucesos, ¿por qué se les cataloga
como cuentos?”

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Ultrapop

Ultrapop registra con su cámara nuestro furor en carrusel. Cada


vez que nos mira, habla el demoledor deseo de imprimirse como
big star, en decenas repetidas, colores primarios y ampliaciones
bancarias. Es un héroe de ocaso y sentimiento, uniforme 501 y
grandes agujeros que se reconforta en el desliz de una chica: mi
chica cuya sonrisa, subrayada como fuerza de oposición, me escan­
daliza a las cinco en punto y que, sin exageraciones, borda en mí
cicatrices antiguas.
Mi chica es toda lluvia dorada, prime choice, reportaje
nickel de portada y páginas interiores, divino lustre que besa mis
heridas sin demasiado artificio. Ultrapop la capta abierta, emer­
giendo en super slow motion con su cara de discordia; me capta
en buenas vibraciones, buscando un show de talento tendido en la
cama. Es ella, mi chica de calma rota; soy yo, una sierra, apenas
desajustes al enchufar una armonía que hace ver el fracaso como
algo positivo. Somos dos disparando vagas cenizas en dirección a
un vencimiento logrado a priori. Juntos, mi chica y yo, damos
vida o idea de una mentira como veleta que no deja de girar: so­
mos un fomento de fondo diverso, el reflejo de unos cursos con
diplomas y medallitas, una maniobra de 17 años que hasta ayer
fue fiel a sí misma como el ruido diabologum en los noventa [Una
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voz en off que no reconocemos se sitúa inquieta en la escena
como rayo de luz].
Ultrapop nos absuelve con movimientos rápidos y el fulgor de
su flash, vitaminado hasta la última fila por nuestra dicha de sal, nos
envuelve en crudo efecto celofán. Es caribe tornasol y suicida.
Mi chica y yo no paramos de fornicar al lente de garage interior. Mi
chica moderna devora todo lo que poseo, le saca jugo a mis entrañas
en un tilt up; cree que soy un ticket premiado, un disco de doce pul­
gadas. Yo le hago sentir desdichada, boxeo, muerdo sus pechos de
bronceado veraniego y terapeo todos sus temores en víspera de terapia
antes de girar en dirección a su culo ye-yé. Me enciendo, la enciendo
fácilmente: soy tan violento y simple como tambor de contingencia
urbana, el disparo inocente que inició nuestra plegaria en delay.
Ultrapop nos amenaza con su armada de cables y micrófonos,
su aullido es la señal de corte. Al escapar del encuadre, siento la
presión legal de ser protagonista con el uno por ciento de proba­
bilidades y el escote triangular de mi chica, empapado, sudoroso,
pegado como pesadilla a mi piel con luces de avión. Somos bum­
pos, estamos encandilados por el último secuestro, semilla de
noche vieja y triste cuarto de hotel sin estrellas. Imaginándonos,
sensibles, la muerte de Poch; en el escaparate, saludando a Balthus;
en Nueva York, desnudos tomando el sol; aquí, rompiendo números
sin suerte.
Ultrapop sigue en marcha, el close up de nuestros periféricos
lo recrea en stamina, respira profundo y grita: “¡Sois perfectos!”
[La voz, cada vez más próxima, enlista sus cosas favoritas]. Mi
chica se ríe, yo pongo mis cojones candado en el piso. Ultrapop
quiere diálogos calientes, oraciones a María, desatinos azules. Yo
quiero beber y mi chica se divierte al decir palabrejas en francés.
“No me jodas con tu cultura de barrio fino”, le contesto. Si somos
idénticos, ¡qué más da hacerlo o no!
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—Detesto el cierre de tu boca, ¡qué pálida luz!
—Inserta esquizo un edema de Kostabi —grita mi chica
pegada al estéreo.
—Pelea o finge. Give me good clean fun.
Nos separamos muertos de risa. Mi chica y yo. Ella, trans­
gresora como ensueño, se levanta y camina segura, desnuda noticia
que carcome, con destino a la mesa. Yo la sustituyo con la firmeza
del puño de Dios. Enfermo de monotonía, Ultrapop nos pide más.
Una pelea de fondo, algo que explote en el momento justo, bofe­
tadas o sangre, otras sonrisas que destruyan el optimismo. Ultrapop
es experto en su negocio. Nada de tomas aburridas, paisajes muer­
tos o pirotécnicos dobles de tinte fluorescente. No, Ultrapop quiere
nuestra cercanía entablada en el videojuego y puesta al día. Apa­
sionada e irritada, dolorosa y punzante, coloquial y certera como
poema de Panero; lo demás, asegura, siempre serán filtros de azar
que no sirven de nada.
—¿No te parece que ya fue suficiente? —inquiere mi chica.
Voy por ella. Sin tropiezos, erecto, ruidoso como libido chupa-
chup. Ultrapop tira otra cinta por uno de sus agujeros. Me emo­
ciona su dirty entusiasmo. Mi chica atrapada en la mesa, en pose
ciudadana, se dispone a decidir su tragedia carcelera. Mi chica es
una diosa clavada a punta de martillo; mojada en espíritu y con
mis dedos incrustados hasta el fondo de su pubis indigente. Otra
vez, soy yo un rimadero de la clase priviligiada en sintonía tóxica.
—¡Qué bonitas lágrimas vierten tus nalgas! —le dice Ultra­
pop a mi chica.
Ella responde con el timbre de fax japonés y yo, congelado,
no sé si creérmelo o no. Un descuido placentero para decir: “Al­
gunas cosas vienen de la nada”, modifica nuestra situación.
Ahora es ella, en primer plano, el ángel que domina las esposas y
juguetes de amarre esperanto. Es un feeling tan divertido ver a mi
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chica perturbada, deleitándose en los afeites, veloz y sensual en el
propósito de malas maneras. Ella marca el ritmo y yo, como James
a los quince, pido más tensión, más madrugadas de primavera y
verano que desafíen cualquier demanda política. Una bendición
del consumismo industrial: soy esbozo solidario con mi placer
calabozo. [La voz desconocida aplaude primero y luego, al sentir­
se comprimida, detecta el peligro]. Ultrapop sigue diciendo:
“¡Sois perfectos!”. Los golpes no ahogan mil atracos citadinos,
soy un tipo sencillo con sólo un vicio: mi chica alias galore toda
agujas, que persigue el bienestar en un lugar equivocado.
—Baby, you’re the best...
Poco a poco nos hacemos viejos reciclando impulsos. Predi­
camos nuestra urgencia de cambio trenzados como parias. Un dolor
pequeño de bolas chinas en camino al orificio. ¡Qué sorpresa!, mi
chica envuelta en fuego encontró en mí su punto g y la salida de
emergencia. Nada la detiene, se consume a cachitos. Ultrapop nos
mira al revés por el monitor, no puede contenernos. Somos cerdos
de museo interactivo, somos historia viva, somos algo más que
stills hechos de frío. Ultrapop se lanza al ruedo sin idea, tartamudo
e infantil. Ya nadie nos dirige, somos diminutas semillas lanzadas
al aire a pesar de los llamamientos a la resistencia social.
Encarnizados, perdiendo el equilibrio por las fuertes quema­
duras e iluminados en el ajetreo manual de 100 dólares por hora,
escribimos la nueva historia. Un plus de autoenfoque visceral que
mejor nos retrata en perspectiva hardcore. Ponemos la marca,
creamos un mosaico de oportunidades y anotamos al instante.
Ultrapop no es como nosotros, es débil piel blanca, tierna y
nerviosa. Alguien que nunca se había puesto en línea de combate.
Ingenuo jail bait de cadencia sin sentido, un noble candidato al
date rape de música disco. Ya nos cansamos de tatuarlo, de man­
darlo sin lubricación por los extremos, de convertirlo en nuestra
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mascota y joven bidet. Exige, reclama, suplica su año sabático. [La
voz se aleja, camina presurosa hacia la salida, sus ojos expresan
cierto miedo y no poca repulsión]. Sin embargo, nosotros le admi­
nistramos disciplina inglesa del tipo colegial, reconocemos sus
espacios de saliva, lo conectamos con sus miedos y lo encerramos
por ahí para que lo muerda fuerte la oscuridad. Como debería ser.
Mi chica y yo volvemos a la colección de juegos e ítems
opuestos, rellenamos otra hora en referencia y agonía estética que
nos muestra un poco vulnerables. Vibramos, hacemos un squish
que nos sale perfecto, estrenamos servicios que reciclan viejos
placeres y celebrando la diferencia que nos une, oprimimos el
botón de stop antes que el dolor real llegue sin explicación. Des­
pués ya recuperados de pelear con rubios insectos, mi chica y yo
nos ponemos la camiseta de Juventus Laika para tratar de resolver
el crucigrama del periódico de hoy.
Es tan complicado que en ello se nos va el resto del día.

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Vida doméstica

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Fabio Morábito

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Fabio Morábito (Alejandría, Egipto, 1955). Poeta, narrador, ensayista
y traductor. Vive en México desde 1969. Autor de los libros de cuentos
Gerardo y la cama, La lenta furia, La vida ordenada y Grieta de fatiga
(Premio de Narrativa Antonin Artaud 2006, libro al que pertenece el
cuento que ahora antologamos); del ensayo Los pastores sin ovejas; del
libro memorioso También Berlín se olvida, y de los poemarios Lotes
baldíos (Premio Nacional de Poesía Carlos Pellicer 1985), Caja de he­
rramientas, De lunes todo el año (Premio Nacional de Poesía Aguasca­
lientes 1991), El buscador de sombra y Alguien de lava, que se
encuentran reunidos en La ola que regresa. En palabras de Sergio Pitol,
“desde sus iniciales ejercicios literarios se reveló como uno de los ‘ra­
ros’ de la lengua. Desconcertó a algunos y fascinó a otros cuantos.
Quien pretenda imitarlo se arriesga a cometer un suicidio. Su prosa
elegante y exquisita es irrepetible”.

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El tenis de los viernes

Los viernes, después del partido de tenis, Arraiza, un hombre que


se acercaba a los sesenta, me invitaba a tomar unos tragos en la
alberca cubierta donde Lisa, su joven mujer, leía un libro o una
revista mientras tomaba whisky. Esa tarde, como siempre, nos
preguntó quién había ganado y cuando Arraiza le comunicó su
enésima derrota, ella me reprochó que, en vista de mi juventud, no
me dejara ganar de vez en cuando para darle gusto a su esposo.
—Su esposo no necesita que lo ayude, ha mejorado mucho
—dije, sentándome a su lado, mientras Arraiza preparaba nuestras
bebidas junto al carrito de los licores.
—¿Ya le contó de los suizos? —dijo ella.
—¿Qué suizos?
—Vamos a tener a unos nadadores en la casa —intervino
Arraiza.
Me explicó que una pareja de suizos que daba clases de
educación física en la escuela de un amigo suyo, se había quedado
sin trabajo y él los había contratado para que nadaran en la alber­
ca. Era una nueva terapia distensiva que estaba ganando adeptos
en Estados Unidos, donde incluso había nadadores a domicilio.
—Más que nada, es para hacerle un favor a mi amigo, mien­
tras encuentra dónde colocarlos —dijo Arraiza poniendo en mi
mano el gin tonic.
Vida doméstica / 395

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—¿Es todo lo que harán, nadar en la alberca? —pregunté.
—¿Le parece poco, Ricardo? —exclamó Lisa.
Entre los dos, quitándose la palabra, como ocurría a menu­
do, me explicaron el principio de la terapia, que era muy simple:
el nado y el ruido del agua crean en el ser humano una hipnosis
relajante, porque nuestra primera experiencia vital, en el útero de
nuestra madre, es una experiencia natatoria.
Me limité a asentir con la cabeza, pensando que era una más
de esas panaceas naturistas que se ponen de moda y luego caen en
el olvido. Lisa me dijo que la pareja de suizos ocuparía los dos
cuartos con cocina y baño que había atrás de la alberca. El que no
tuvieran hijos, añadió, simplificaba las cosas.
Además de los muslos de Lisa me atraían el confort y el
ambiente impecable y anodino que se respiraba en esa casa.
Arraiza la había comprado un año atrás, ya amueblada, y no
había introducido ningún cambio en la decoración, cosa que procla­
maba con orgullo, como si renunciar a imponer un estilo fuera un
rasgo de distinción. Uno se acostumbra a todo, los cambios se hacen
al principio o no se hacen, me dijo la primera tarde que me invitó a
jugar tenis. Pero ellos no daban la impresión de haberse acostumbra­
do. Sus gestos y su manera de moverse por la casa carecían de la ro­
tundidad con que un propietario emplea las cosas que le pertenecen.
Más de una vez los había visto mirar algún rincón de su
residencia como si acabaran de descubrirlo. El mobiliario tenía el
aire impersonal de un hotel de categoría y el aire que se respiraba
en toda la propiedad era de un hospedaje de lujo, no de una casa;
creo que fue esto lo que me impulsó a frecuentarlos.
Cambié al miércoles mi partido de los viernes con Edmundo
Palacios, quien aceptó a regañadientes, y comencé a ir todos los
viernes a casa de Guillermo Arraiza, que sólo ese día podía con­
cederse una tarde de asueto.
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Después supe por Amador García, que me invitaba a jugar
todos los sábados y conocía a Arraiza desde la secundaria, que
Arraiza quería tener hijos, pero Lisa tenía problemas para retener
el feto. Habían comprado esa casa la última vez que Lisa se había
embarazado y, una vez más, había perdido el niño. Tal vez, me
dije, la falta de aplomo en los gestos de los dos se debía a que no
le encontraban sentido a vivir sin hijos en una casa tan grande.
El siguiente viernes no fui a casa de los Arraiza porque
viajé a Guadalajara, donde me entrevisté con el director general
de una compañía de seguros tapatía. Iban a abrir una filial en la
capital y querían que yo la dirigiera. El sueldo era excelente, pero
durante la entrevista me di cuenta de que ya no quería trabajar en
los seguros. Dejé de prestar atención a las palabras del director y
regresé a México sin quedar en nada, con la promesa de que le
daría una respuesta en unos días.
Llevaba tres meses sin empleo, viviendo de mis ahorros, en
busca de un trabajo que me gustara, harto como estaba de la rutina
de escritorio. No regresé a casa de los Arraiza hasta el otro viernes,
a la hora de costumbre. Mientras me esperaba, Arraiza solía ca­
lentar con Fidencio, el hijo del jardinero, que jugaba tenis más
que aceptablemente y nos recogía las pelotas. El ruido del peloteo
se oía desde el estacionamiento.
Ese viernes, cuando apagué el motor del coche, noté que el
ritmo de los golpes era más intenso. Me acordé de los suizos, bajé
del auto con cierto malestar y cuando llegué a la cancha vi que no
me había equivocado. Arraiza no estaba calentando con Fidencio,
sino con un hombre alto y moreno de unos treinta años. Al verme,
me dijo que me acercara y me presentó a Gérard. Fidencio estaba
de recogebolas. Le di la mano a Gérard, que me saludó sin entu­
siasmo, sonriendo con las comisuras de la boca. Fue una antipatía
instantánea y recíproca. Ellos reanudaron el peloteo mientras yo
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hacía unas flexiones para calentar. Saqué mi raqueta de la bolsa y
entré en la cancha, en el mismo lado de Arraiza.
El suizo jugaba suelto, devolviéndonos las pelotas con pe­
tulancia. Poco a poco fui aumentando la intensidad de mis res­
puestas, y cuando le lancé una pelota venenosa que rebasaba la
ética del calentamiento, no le alcanzaron las piernas para devol­
verme el tiro y por poco se cae en la línea de fondo. Se recobró
con una sonrisa y él mismo fue hasta el alambrado a recoger la
pelota, cosa que Arraiza aprovechó para preguntarme qué me
parecía su nivel.
—Bueno —contesté.
—¡Yo diría que excelente! —dijo él—. He matado dos pá­
jaros de un tiro. Me salió tan buen tenista como nadador.
—Si quiere empezar, yo ya estoy listo —dije.
El suizo nos miraba, esperando reanudar el peloteo, y Arrai­
za dudaba. Comprendí que no se atrevía a decirle a Gérard que el
peloteo había terminado y que debía retirarse.
—Hay que bolear un poco más —me dijo.
Calentamos otros diez minutos, después de lo cual Arraiza
se acercó para preguntarme si no me molestaba que jugáramos
todos contra todos, en tres sets. Era lo que me había temido. Le
dije que, en ese caso, sería más divertido jugar un doble, aprove­
chando a Fidencio.
—¿Y quién nos recoge las pelotas?
—Nosotros mismos.
—Ni pensarlo —dijo, y añadió—: Empiecen ustedes —se
salió de la cancha y fue a sentarse en la silla elevada del árbitro.
El set con el suizo fue un desastre. No pude concentrarme.
Estaba molesto por toda la situación y sólo en dos o tres pe­
lotas profundas, subiéndome a la red, le hice ver a Gérard cuál era
mi verdadero nivel. Perdí rápidamente el set, Arraiza entró al relevo
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y yo fui a sentarme en la silla a contar los puntos. Mientras ellos
jugaban, Fidencio se paró junto a mí y, sin mirarme, me dijo:
—Habría sido más divertido jugar dobles.
—Sí —dije yo.
—Les habríamos ganado —dijo, como dando por hecho
que habríamos jugado los dos del mismo lado, y sentí lástima por
él, porque jugaba mejor que Arraiza y, si hubiéramos jugado do­
bles, nos habría demostrado a todos su verdadero nivel.
—Usted juega mejor que el señor Gérard —añadió.
—Pero me acaba de ganar —dije.
—Porque no estaba usted concentrado. Él es rápido, pero
no tiene estilo.
Pensé que el chamaco no era tonto. Probablemente, desde
que el suizo estaba en la casa, él ya no podía jugar con Arraiza y
tenía que limitarse a recoger las pelotas.
—¿Y tú has jugado con el señor Gérard? —le pregunté.
—No, él sólo juega con el señor, de noche, cuando el señor
vuelve de la oficina. Bolean un rato y el señor Gérard le corrige el
estilo.
Arraiza volteó en ese momento hacia Fidencio y le dijo:
—¿Qué haces ahí como un palo? Muévete —y Fidencio
corrió a recoger las pelotas.
Comprendí por qué Arraiza no había querido pedirle al suizo
que se retirara de la cancha. Gérard se había vuelto prácticamente
su entrenador. Observé cómo jugaban. El suizo no se empleaba a
fondo como lo había hecho conmigo. Le tiraba a Arraiza unas pelo­
tas accesibles, sin dejar de mantener el control del juego. De golpe
caí en la cuenta de que llevaba quince días de no venir a esta casa y
que habían cambiado muchas cosas. No había tenido la cautela
de hablarle a Arraiza para confirmar nuestra cita; tal vez él no me
esperaba y mi repentina aparición lo había obligado a abandonar su
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entrenamiento con el suizo e inventar aquel minitorneo de tres. En
otras palabras, no era Gérard el intruso sino yo.
Cuando terminó el set, el suizo miró su reloj y le dijo a
Arraiza que tenía que nadar “para la señora”, pero Arraiza le dijo
que se esperara un poco, pues quería que yo asistiera a la sesión
de nado, además de que él y yo todavía teníamos que jugar un set.
Gérard puso cara de sopesar aquel imprevisto.
—Me gustaría respetar el programa —dijo con su fuerte
acento.
—Una hora antes o después no cambia nada —replicó
Arraiza; el otro aceptó posponer su routine y me pareció que había
puesto aquella objeción únicamente para darse importancia.
Había en él una aridez escalofriante y le di la espalda para
que advirtiera mi desprecio, pero mi golpe no llegó al blanco,
porque él pretextó algo que tenía que ver con Úrsula, su mujer, y
lo vimos alejarse por el jardín en declive, exonerado de la obliga­
ción de contarnos los puntos.
—¿Cómo es ella? —le pregunté a Arraiza.
—¿Físicamente? —dijo él, que jadeaba todavía por el set
recién terminado.
—Sí.
—Rubia, mayor que él. Tiene buen cuerpo.
Empezamos a jugar y yo gané el set sin pena ni gloria.
No quise esforzarme y procuré no disimularlo, pero Arraiza
estaba tan cansado por el set jugado contra Gérard, que dudo de
que notara mi falta de empeño.
Lisa, para variar, estaba con su vaso de whisky en la mano
cuando la alcanzamos en la alberca. Nos preguntó quién había
ganado y cuando Arraiza la puso al tanto de mi derrota frente al
suizo, exclamó:
—¡Entonces este Gérard es realmente bueno!
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—Tiene velocidad, lo que le falta es estilo —dije yo, repi­
tiendo el juicio de Fidencio.
Arraiza, que estaba preparando nuestras bebidas, evitó mi­
rarme, como si mis palabras no le hubieran gustado. Me sirvió un
gin tonic muy cargado. Lisa dio un último trago a su whisky y le
pidió a su marido que le sirviera otro. Él tomó el vaso vacío de la
mano de su mujer y le preparó un jaibol.
A continuación sacó su celular y habló brevemente con
Gérard para avisarle que estábamos listos.
Gérard tardó unos diez minutos en asomar por la puerta del
vestidor, que en realidad no tenía una sino dos puertas de vidrio
esmerilado, situadas a un metro de distancia una de otra, forman­
do un pequeño compartimiento estanco, tal vez para evitar que
quien se estuviera desnudando dentro del vestidor quedara a la
vista de los de afuera en el momento de abrir la puerta. En traje de
baño, el suizo me pareció más alto y más atlético, pero no tan jo­
ven como en la cancha. Tal vez rozara los cuarenta. Tenía la gorra
puesta y unos goggles en la mano.
No tenía cuerpo de nadador sino de atleta de gimnasio:
cultivado con minucia, músculo por músculo, y cuando se subió
al banco de salida, en el carril del medio, presentí un estilo rela­
mido como el que había mostrado en el tenis. Se tiró un clavado
aparatoso y avanzó por abajo del agua hasta más allá de la mitad
de la alberca, lo cual me pareció de una presunción insoportable.
Nadaba peor de lo que había imaginado. Su cabeza salía
demasiado del agua, pataleaba salpicando mucha espuma y en
lugar de darse la vuelta sumergiéndose, se la daba por fuera, em­
pujándose con la mano contra la orilla.
—¿Qué le parece, Ricardo? —me preguntó Arraiza.
—Es mejor como tenista —dije.
—¿No le parece que nada bien?
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—Saca demasiado la cabeza y no sabe darse la vuelta de
campana.
—Es usted demasiado exigente, como todos los jóvenes
—dijo Arraiza, y puso su mano sobre el vientre de su mujer.
Ella puso la suya sobre la de él, presionándola un poco, un
gesto que me llamó la atención porque casi no se tocaban cuando
yo estaba presente. Parecían alelados mirando al suizo.
Lisa me preguntó si sabía darme la vuelta de campana y le
contesté que sí.
—¿Por qué no nos enseña? Guillermo le puede prestar uno
de sus trajes de baño.
—No hace falta, traigo puesto el mío. Siempre me lo pongo
para jugar tenis.
—Con más razón, anímese.
Miré de reojo a Arraiza, que se llevó el vaso a la boca sin
despegar los ojos de Gérard. Ganas no me faltaban. Mi estilo era
bastante superior al del suizo. Podría desquitarme de su intrusión
en el tenis y hacerles ver a Arraiza y a su mujer que habían con­
tratado a un nadador mediocre, quizá a un charlatán.
—No me vendría mal un chapuzón —dije, terminándome
de un trago mi gin tonic.
—Adelante, entonces. ¿No te parece, cariño? —dijo ella
volteando hacia su esposo.
—Mejor esperemos a que Gérard acabe —dijo Arraiza.
—Nadie lo va a molestar —dijo ella.
—Está trabajando.
—Pero hay espacio suficiente en la alberca, ¿no crees?
—No es cuestión de espacio.
Era evidente que Arraiza temía que Gérard se fuera a mo­
lestar al ver que alguien más usaba la alberca durante su sesión
terapéutica.
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—Sí, tal vez sea mejor que termine de nadar —dije yo.
—No se amilane, Ricardo —dijo Lisa—. Mi marido es de­
masiado formal. No puede mezclar el trabajo con la diversión.
Ándele, quítese la ropa, con confianza.
Al decir eso cruzó sus muslos de esa manera que me produ­
cía siempre una sacudida interna. Se hizo otro silencio y supe que
me estaba jugando mi permanencia en esa casa.
Sin mirarla, dejé mi vaso vacío sobre la mesa y me quité la
camiseta, que dejé sobre la silla; luego me despojé de los calceti­
nes, de los tenis y del short. Cuando me quedé en traje de baño y
nuestras miradas se cruzaron, la suya, densa y glotona, me abarcó
de la cabeza a los pies, mientras Arraiza evitaba mirarme.
Escogí uno de los carriles de la orilla y penetré en el agua con
un clavado discreto, deslizándome un buen trecho al ras del piso de
mosaico. Allí, al amparo de las miradas de los habitantes de aquella
casa, en la claridad espaciosa del nuevo elemento, anhelé poder
deslizarme en el fondo durante largos minutos, horas enteras, toda
una vida bajo el agua, lejos de las palabras, de los Arraiza y de los
Gérard, de los muslos de las mujeres y de las mansiones de los ricos.
Afloré a media alberca, comencé a nadar de crawl y cuando llegué
a la pared me di la vuelta de campana, disimulando la fuerza de mis
siguientes brazadas con un ritmo suave y lacónico, como creía que
tenía que ser un verdadero estilo terapéutico.
Me propuse alcanzar al suizo sin esforzarme, por pura poten­
cia intrínseca; lo conseguí después de dos vueltas y él empezó a
patalear más fuerte para que no lo rebasara. Nadamos emparejados
unos veinte metros, y cuando llegué a la otra orilla sólo necesité
darme una impecable vuelta de campana para dejarlo atrás. A los
pocos minutos me di cuenta de que Gérard se había salido de la
alberca. Él y Arraiza ya no estaban. Lisa, en cambio, seguía sentada
en el mismo lugar y me miraba con su vaso en la mano, pero tam­
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poco tardó en marcharse. Entonces me detuve y me quedé junto a
la orilla, donde esperé que alguno de ellos regresara. Uno o dos
minutos después se abrió la puerta del vestidor y salió Fidencio
cargando una toalla. Le pregunté si había visto a la señora.
—Sí, me dijo que le trajera una toalla.
Parecía tener prisa, dejó la toalla sobre el respaldo de una de
las sillas y regresó al vestidor. Cuando abrió la primera puerta
alcancé a ver detrás del vidrio esmerilado de la segunda puerta la
silueta de una mujer en traje de baño. Pensé que era Lisa, pero re­
cordé que ella nunca se echaba al agua. Salí de la alberca, cogí la
toalla para secarme y me preparé otro gin tonic. Entonces oí el
zumbido del alambrado que rodeaba la cancha de tenis y los golpes
de las raquetas. Se abrió la puerta que conectaba la alberca con la
casa y apareció Lisa, que vino a mi encuentro tocándose la cabeza.
—Ricardo, me ha dado una jaqueca horrible y fui a acostar­
me unos minutos, discúlpeme.
Se dejó caer en la tumbona a mi lado, frotándose la sien, y
me explicó que a Gérard le había dado un calambre en la pierna
y por eso había interrumpido la sesión de nado. Su marido le había
propuesto que fueran a jugar tenis para que se le quitara el calam­
bre. Tenía la expresión lánguida que provocan los dolores de ca­
beza, pero dudé de que le doliera de verdad, igual que dudé del
calambre de Gérard.
—Vaya a acostarse —dije—, no se preocupe por mí.
—Gracias, pero no me sirve.
Me preguntó si de casualidad había visto a Fidencio. Le dije
que me había traído la toalla hacía unos diez minutos.
—Sí, yo se lo ordené, pero ahora no está en ningún lado y
debería estar recogiendo las pelotas en la cancha. Hasta su padre
lo está buscando. Últimamente se desaparece a cada momento. Se
ha pegado a Úrsula y ella le ha tomado cariño.
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Tomé un trago largo y pensé en lo ansioso que estaba Fiden­
cio por regresar al vestidor y en la silueta femenina que había
visto atrás del vidrio.
—¿En qué piensa? —me preguntó Lisa.
—En que debería tomarse unas aspirinas.
Agachó la cabeza y su pelo tocó mis rodillas. Había puesto
su dolor al alcance de mis manos, terminé de otro trago el gin
tonic, que dejé sobre la mesa, luego puse mis manos sobre su pelo
y empecé a frotarle la nuca. Ella se aflojó sin oponer resistencia.
—¿Le ayuda esto? —dije.
—Sí.
Era la primera vez que estábamos solos y cobré conciencia
de mi semidesnudez. Ni siquiera me había puesto la camiseta
después de secarme.
—¿Sabe? —dije—. Me gustaría tener un trabajo como el de
los suizos: nadar en una alberca para que otros se relajen.
Quería recordarle mi desempeño en el agua para arrancarle
unas palabras de halago, pero ella estaba pensando en otra cosa,
porque dijo:
—Guillermo los contrató para ver si esta vez logro comple­
tar el embarazo.
—¿Está embarazada? —y recordé la mano de Arraiza sobre
su vientre y el gesto de ella presionándose la panza.
—Sí, de dos meses. Parece que esta terapia ha dado buenos
resultados en los casos de dificultad para retener el feto... no me
pregunte por qué... tiene que ver con la relajación.
—¿Con sólo mirar a alguien nadando?
—Sí, a un buen nadador.
—¡Pero Gérard no lo es! —dije.
—Y unos masajes —añadió ella.
—¿Y quién le hace los masajes?
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—Úrsula, dos veces al día. Es muy buena. Puedo llamarla
para que le haga uno ahora mismo, así se convencerá. Admito que
Gérard es un poco flojo, pero ya lo sabíamos —y me explicó
que Úrsula había iniciado todo aquello con su primer marido, que
era campeón olímpico de natación, o algo así; luego se habían
separado y ella había tenido que buscarse a otro nadador, pero al
parecer ninguno quería ese trabajo, hasta que encontró a Gérard.
—Creía que eran marido y mujer.
—No sé qué son. Son raros —dijo ella.
—¡Pues él es un desastre nadando!
—Lo hago por Guillermo —dijo ella en voz baja, y añadió—:
Gracias, Ricardo, es suficiente. Esta jaqueca necesita no un masaje,
sino dinamita. Sírvase otro gin.
Levantó la cabeza y yo dejé de masajearle el cuello. Le
pregunté si quería tomar algo e hizo un gesto negativo. Me pre­
paré otro gin tonic mientras escuchaba el peloteo que venía de la
cancha. Se detenía por largos intervalos y comprendí que Arraiza
y Gérard no tenían quién les recogiera las pelotas.
—Creí que Gérard se había salido de la alberca por mi culpa
—dije.
—Sí, estaba furioso —reconoció ella sin rodeos—. Se quejó
de que usted quería competir con él, y mi marido, para que se
calmara, le propuso que fueran a jugar tenis.
—No debí haberme echado al agua —dije.
—Fui yo quien se lo pedí. Quería que se desquitara de su
derrota en el tenis.
—¿Sintió lástima por mí?
—No, pero Gérard es muy presuntuoso y quería que viera
que conocemos a nadadores mejores que él.
Tomé un trago y dije:
—¿Piensa que soy mejor nadador?
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—Salta a la vista, Ricardo. Cuando lo vi nadar a usted
comprendí que podía haber mucho de verdad en esta terapia.
Me pregunté si aborrecía a Gérard. Tal vez estaba celosa de
cómo su marido lo mimaba. Dos horas atrás, en la cancha de tenis,
Arraiza había tenido el mayor cuidado de no pedirle a Gérard que
se retirara después del calentamiento, y ahora lo había secundado
como a un niño, llevándoselo a la cancha de tenis para que se le
quitara el enojo por mi conducta en la alberca. Comprendí que se
habían acabado mis días en esa casa. Arraiza lo tenía a él como su
entrenador de planta, por eso lo aguantaba como mal nadador, y
yo salía sobrando. Tomé otro trago y le pregunté:
—¿De verdad se relajó al verme nadar?
—Sí.
—¿Quiere que nade otro poco? Tal vez así se le pase el
dolor de cabeza. Ella me miró a los ojos, frotándose el cuello.
—No sabe cómo se lo agradecería —dijo.
—Es un placer.
Al dejar el vaso semivacío sobre la mesa sentí que estaba
mareado. Escogí el carril de antes y, desde el mismo clavado, traté
de parecerme lo menos posible a Gérard, reforzando esa concisión
en los movimientos que a ella le había impresionado.
Sin embargo, tres vueltas después, ella ya no estaba.
Iba a detenerme, pero seguí nadando, pues pensé que tal vez
sólo había ido por un vaso de agua y unas aspirinas. Nadaba para
que no perdiera el feto, haciéndole recuperar el tiempo perdido
con Gérard, y habría nadado para ella todos los días si me lo hu­
biera pedido, rechazando la oferta de la gente de Guadalajara. Oí
que se abría la puerta del vestidor y cuando me di la vuelta de
campana, vi a la mujer junto a la tumbona, que me miraba. Traía
puesto un traje de baño negro. Me la había imaginado más rubia.
Me detuve llegando a la orilla y ella dijo:
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—Me dijo la señora que viniera a darle un masaje.
Tenía un acento menos marcado que el de Gérard.
—Eres Úrsula, ¿verdad?
Asintió tímidamente y sonrió, como si la halagara que su­
piera su nombre. No era guapa, pero tenía un cuerpo macizo y
bien proporcionado. Cuando salí del agua, los gin tonics habían
hecho su efecto. Apenas pude mantenerme parado en la orilla de
la alberca, pero ella ya estaba junto a mí dándome el brazo y
sentí la fuerza que emanaba de su cuerpo pequeño y compacto.
—Tiene que acostarse —me dijo, y me condujo con mano
firme hasta la tumbona—. Póngase boca abajo.
Obedecí. Empezó a secarme con la toalla con movimientos
vigorosos. No sé en qué momento dejó de secarme y empezó el
masaje propiamente dicho.
—Hay que quitar esto, puede resfriarse —dijo y, poniéndo­
me una toalla encima de los glúteos, me deslizó el traje de baño
con un gesto veloz y delicado. Desnudo, me sentí desvalido, pero
placenteramente seco. Sus manos iban de mi espalda a mis pier­
nas, alternando compases enérgicos con otros más suaves. Al
llegar a la cintura, se brincaba las nalgas cubiertas por la toalla
para proseguir el frotamiento en los muslos.
Sin embargo, en uno de aquellos descensos, sus manos no
quisieron u olvidaron dar el brinco, se siguieron de frente, dete­
niéndose unos segundos en el culo y, tan pronto como bajaron a
los muslos, me volvió a cubrir con la toalla. Repitió lo mismo
varias veces, deteniéndose cada vez más en las nalgas.
En el momento en que se abrió el vestidor, tenía las manos
ahí, y las retiró de inmediato. Era Fidencio. Traía un maletín en la
mano, que depositó en la mesita junto a la tumbona.
Ella lo abrió y sacó unos frascos. Empezó a untarme aceite
en la espalda y a dar órdenes a Fidencio, que iba sacando unas
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ampolletas del maletín y se las pasaba. Los gin tonics, el masaje,
el murmullo del agua de la piscina, el sentirme desnudo y el ruido
de la pelota que venía de la cancha, todo me tenía felizmente nar­
cotizado. Le oí decir a ella, dirigiéndose a Fidencio en voz baja:
—En un nadador de larga distancia hay que cuidar sobre
todo los músculos del cuello, deben conservarse flojos. Mira, toca
aquí...
Fidencio me tocó el cuello y le dijo algo a Úrsula que no
escuché. De repente, abriendo los ojos, vi que había anochecido.
Era la hora en que solía marcharme. Me despertó, al otro
día, el peloteo proveniente de la cancha. La luz de la mañana en­
traba en la pequeña habitación y lo primero que hice fue tocarme
abajo. Traía mis calzones puestos y me pregunté quién me los
habría puesto. ¿Úrsula? ¿O ella le habría pedido a Fidencio que lo
hiciera? Descarté a Lisa. Mi ropa estaba acomodada sobre una
silla y recordé que era sábado. También me di cuenta de que me
encontraba en uno de los dos cuartos con cocina y baño donde se
alojaban Úrsula y Gérard.
Al levantarme de la cama me sorprendió la laxitud de mi
cuerpo y moví la cabeza en círculos. La rotación me resultó asom­
brosamente liviana y recordé lo que me había dicho Lisa acerca de
los masajes de Úrsula. Busqué mi reloj, pero no estaba. Entonces
tocaron a la puerta en la habitación contigua. Era Fidencio. Me
traía el desayuno en una charola y me preguntó cómo me sentía.
—Bien. Estaba muy borracho anoche, ¿verdad?
Se limitó a sonreír. Le pregunté quién me había puesto los
calzones.
—Tal vez usted mismo, y no se acuerda.
—Es verdad —y volví a pensar que era un muchacho listo.
En eso reparé en un camastro en un rincón del cuarto, con
las sábanas revueltas. Le pregunté quién había dormido en él.
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—La señora Úrsula —dijo.
—¿Y Gérard? —pregunté.
—Durmió en el bungalow —contestó.
—¿Quiénes están jugando?
—El señor Guillermo y Gérard.
—¿Y por qué no estás atajando?
—Tengo que acompañar a la señora Úrsula al centro a
comprar unos aceites. Si va sola, se pierde.
Se despidió y salió del cuarto. Ni siquiera pude preguntarle
qué hora era. En la charola había jugo de naranja, café y tostadas
con mantequilla y mermelada. Mientras comía de pie, seguí bus­
cando mi reloj, yendo de una habitación a otra.
Eran dos cuartos decorados sin pretensiones. Había unos
pocos libros en francés, la mayoría sobre masajes y terapias de
relajación, y una que otra novela. El baño estaba lleno de produc­
tos cosméticos, una gran cantidad de frascos y ampolletas como
los que la tarde anterior Fidencio había sacado del maletín de
Úrsula. No abrí ninguno de los dos clósets porque no me gusta
hurgar en las cosas de otros. Renuncié a seguir buscando mi reloj,
salí al jardín y me dirigí hacia la cancha de tenis.
Arraiza y Gérard, cuando me vieron, dejaron de jugar y me
saludaron con efusión. Se acercaron a darme palmaditas y a pre­
guntarme cómo había dormido. Parecían contentos de verme.
Entonces noté que Gérard traía puesto mi reloj. Iba a preguntarle
qué hacía con mi reloj en la muñeca pero vacilé, porque me sentía
atontado por la cruda. Calculé que había dormido más de doce
horas. Los dos estaban tan amables conmigo, sobre todo Gérard,
y era una mañana tan asoleada y hermosa, que decidí dejar lo del
reloj para más tarde.
Les pregunté quién iba ganando. Arraiza me dijo que era
puro calentamiento, que me esperaban a mí para empezar el partido.
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Supuse que se refería a que jugaríamos otro minitorneo de tres.
Empiecen ustedes mientras voy por mi raqueta, dije. Arraiza me
miró:
—¿Tu raqueta?
—Sí.
Gérard volteó la cara hacia otro lado, con esa sonrisita suya
que ya le conocía.
—No necesitas tu raqueta para recogernos las pelotas —dijo
Arraiza. Era la primera vez que me hablaba de tú.
Lo miré, luego miré a Gérard que, dándome la espalda, fue
a colocarse en la línea de fondo y empezó a dar unos brinquitos de
calentamiento, listo para iniciar el partido.
Volví a mirar a Arraiza, que dio un paso hacia mí y, bajando
la voz para que Gérard no oyera, me dijo:
—Úrsula ya habló con él y lo convenció de que tú nadas
mejor. Debes entenderlo. Le daremos el bungalow del jardín, para
que no los moleste. Es mejor muchacho de lo que crees —y agregó,
bajando aún más la voz—: ¿Sabes? Lisa está encantada con el
cambio. Anoche me dijo que siente que esta vez lo vamos a lograr.
—Trae puesto mi reloj —dije.
—¿Cuál es el problema? No lo vas a necesitar aquí. No te
va a faltar nada. ¿O vas a armar un escándalo por un reloj? Yo
te compro otro.
Se dio la vuelta y fue a colocarse él también en la línea de
fondo. Le hizo una señal a Gérard de que estaba listo y enseguida
lanzó su primer saque. La pelota salió desviada, yendo a estrellarse
contra el alambrado, a espaldas de Gérard, y Arraiza me miró:
—¿Qué haces ahí como un palo? Muévete.
Fui a recoger la pelota desganadamente, mientras él volvía
a sacar.
Con las siguientes pelotas me moví más rápido.
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Jorge F. Hernández

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Jorge F. Hernández (ciudad de México, 1962). Historiador y escritor.
Su novela La emperatriz de Lavapiés fue finalista del Premio Interna­
cional de Novela Alfaguara en 1998. Autor de los ensayos Réquiem
taurino, Espejo de historias y otros reflejos, Las manchas del arte y el
misterio de la insinuación, Signos de admiración y La soledad del si­
lencio. Microhistoria del Santuario de Atotonilco, y de los libros de
cuentos En las nubes y Escenarios del sueño. “Noche de ronda” mereció
el Premio Nacional de Cuento Efrén Hernández.

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True friendship

Para D.G.E.

You may still think true friendship is a lie. But then, you’ve never
met Bill Burton repetía con frecuencia Samuel Weinstein. De he­
cho, la frase podría considerarse su rúbrica. La soltaba al justificar­
se ante su esposa por algún olvido y ante los compañeros de
oficina la utilizó más de una vez como excusa ante cualquier des­
cuido. De hecho, Weinstein empezó a glorificar su amistad incon­
dicional con Burton desde los tiempos en que aún vivía con sus
padres, cuando era soltero y apenas cursaba el High School. Su
hermana Rachel siempre dudó de la sinceridad de su declaración y
consta que fue la única que llegó a cuestionar la existencia misma
de Burton; para ella, la supuesta fidelidad de su hermano Sam al
desconocido Bill Burton no era más que una ingenua —y rápida­
mente trillada— artimaña para evadir cualquier responsabilidad.
Que si Samuel llegaba tarde a la mesa para cenar, que si decidía
faltar a la sinagoga, que si no estaba libre algún sábado por la ma­
ñana,… todo se explicaba por vía de Bill: que lo había invitado a un
juego de béisbol y no calcularon el tiempo, que siendo sábado
habían decidido estudiar para un examen concentrados en todo me­
nos en recordar que Sam se había comprometido a lavar el coche
o pasar por un mandado o también que fue Bill Burton quien le
pidió —aun a costa de faltar a la sinagoga— que lo acompañase a
New Jersey para cobrar un dinero que le debían a su madre.
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En realidad, la vida de Sam Weinstein no tiene ningún viso
de anormalidad y su biografía —plain and simple— transcurre
estrictamente dentro de lo convencional, salvo las muchas y repe­
tidas ocasiones en que aludía a Bill Burton y las veces en que
se enredaba justificando la muy notable ausencia constante de su
entrañable amigo, siempre apelando a su rúbrica de que “podrás
pensar que la amistad verdadera es una mentira, pero bueno, es
que no conoces a Bill Burton”. Samuel Weinstein nació en Nueva
York, en octubre de 1926, en el seno de una familia judía, segunda
generación de emigrados lituanos y albaneses, cuya pequeña for­
tuna se debía más al esfuerzo tenaz y compartido de sus padres
que a la cómoda herencia o el abuso fiduciario que tanta seguridad
económica le brindó a muchos conocidos de la familia. Sam era
el primogénito de Baruj Weinstein y Sarah Elbasan, ambos sobre­
vivientes del paso de entrada por Ellis Island por donde llegaron
sus respectivas familias casi al mismo tiempo, aunque según unas
viejas fotografías en sepia, Sarah venía en brazos de su madre,
mientras que Baruj bajó andando del barco.
Algún psicoanalista podría intentar explicar la exagerada
filiación de Samuel Weinstein por su amigo invisible en el hecho
traumático que marcó su vida a la temprana edad de cuatro años.
Sam se perdió entre cajones de verduras y desperdicios de pescado
allá en los oscuros y sórdidos callejones del Bowery, habiéndose
soltado de la mano de su madre apenas durante unos segundos.
Los suficientes para que la robusta albanesa gritase lamentos a
voz en cuello que rápidamente atrajeron la improvisación de un
escuadrón de rescate: cuatro judíos ortodoxos, seis cargadores
chinos, una panda de estibadores irlandeses, tres alemanes semi-
embriagados y algunos policías de uniforme a la Keystone Cops
se entregaron a la tarea de peinar cada metro inmundo de la zona,
hasta que finalmente una costurerita polaca encontró al niño Sam
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Weinstein, acurrucado entre botes de basura, susurrando lo que
parecía una canción de cuna a los andrajos desmantelados de lo
que pudo haber sido en algún momento un oso de peluche.
A los cinco años llegó a la familia su pequeña hermana
Rachel, que sería para él foco de adoración y objeto de absoluto
cariño hasta que Sam se halló ya bien entrado en sus años mozos.
De hecho, coincide su adolescencia con las primeras ocasiones en
que llegó a casa mentando hazañas y compartiendo maravillas de
Bill Burton, a true friend and that’s no lie. Consta que desde el
principio de su obsesión tanto la madre de Sam como su padre y
más de un familiar le sugirieron que invitase a Bill Burton a casa,
que no se avergonzara de sus raíces ni de su credo, pero por una u
otra razón nunca se daba la oportunidad o la ocasión para que
Weinstein lo presentara entre los suyos.
Conforme avanza la vida de Weinstein se acumulan, aunque
sabemos que no con exagerada frecuencia, los episodios de Burton.
Sus padres, hermana y demás familiares llegaban incluso a saber
como ciertas las anécdotas que ampliaban el aura de Bill y en más
de una ocasión —quizá luego de un letargo sin rúbricas de por me­
dio— ellos mismos inquirían o insistían en saber por dónde andaba
Burton, que si Sam no traía alguna buena nueva o si planeaba algún
pretexto para invitarlo a cenar con ellos. Durante el verano inmedia­
tamente anterior a su ingreso en la Universidad de Wesleyan (donde,
but of course, también se había inscrito su incondicional Burton)
Samuel prefirió faltar a las vacaciones en la playa con toda su fami­
lia, argumentando que Bill lo había invitado a una cabaña con todo
el clan Burton en las montañas de Vermont. En este punto, la historia
que intento narrar aquí cobra un giro trascendental, pues Sam volvió
de esa estancia no solamente cargado con más hazañas a presumir de
su amigo, sino también con una fotografía donde aparecen ambos
sonrientes al pie de un hermoso lago que parece pintado al óleo.
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Por la fotografía, que pasó de mano en mano con avidez y
curiosidad de todos los miembros de la familia Weinstein, podemos
afirmar que Bill Burton era un norteamericano prototipo y digno
de cinematografía: alto como de dos metros (muy por encima de la
digamos chata estatura de Sam), con una cabellera rubia que le
cubría la perfección de sus facciones, el enigma de sus ojos claros
y la medida sonrisa que apenas revelaba una envidiable dentadura
perfectamente alineada. Aunque Bill aparece enfundado en un
jersey con una inmensa letra W cosida al frente, todos los que he­
mos visto la fotografía podemos afirmar que se trata de un atleta,
orgulloso de su tórax y condecorado por dignas musculaturas en
ambos brazos. Según Weinstein, aquellos días en Vermont habían
significado para él las mejores vacaciones de su vida: que si la fa­
milia de Bill era no sólo millonaria en bienes raíces, sino afortuna­
da y pródiga en hospitalidad y afecto; que si la hermana mayor de
Bill era de una belleza indescriptible y que, además, había invitado
a su mejor amiga —una tal Jane Scheller— que había logrado más
que enamorar, embelesar a Bill Burton. Weinstein confió a su padre
y los hombres de su familia —una vez que las mujeres se habían
entretenido en la cocina— que con sólo haber sido testigo de las
formas y maneras con las que Burton había logrado cortejar a Jane
Scheller, allá en el paisaje de Vermont, él también podría sentirse
ya preparado para hacerse de una novia.
Sabemos que se tardó, pues no fue sino hasta su tercer año
en la Universidad de Wesleyan cuando Samuel Weinstein volvió
a su hogar de Manhattan con la noticia (y fotografías que lo con­
firmaban) de su noviazgo, y mejor aún, profundo enamoramiento con
Nancy Lubisch, que a la larga se convertiría en su esposa. Apenas
dos meses después de haberla mostrado en fotografía, Weinstein
presentó en persona, en vivo y a todo color, a Nancy con todo el
clan Weinstein y sobra mencionar que el comentario que más risas
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provocó en la sobremesa fue el que brotó cuando Rachel, con toda
la sorna de su mirada profunda, preguntó con tono de clara envidia
que si Nancy estudiaba también en Wesleyan, “pues seguramente
tú sí que tienes el honor de conocer al famosísimo Bill Burton”.
Nancy, perpleja quizá por no conocer los muchos antecedentes,
contestó entre risas que “the funniest thing es que cada vez que
vamos al dormitorio donde vive Bill o cada vez que Sam queda en
que salgamos los tres juntos —o los cuatro, cuando Bill ha andado
de novio— siempre se nos cruza algo o alguien, y en los diez
meses que llevo con Sam nunca se me ha dado conocerlo en per­
sona”. Dijo que había visto fotografías de él apostadas afuera de
la cafetería y una breve entrevista que apareció publicada en el
periódico de la Facultad, a raíz de un ensayo sobre economía con
el que Burton había logrado aumentar su leyenda. But I have to
say that sometimes I almost feel Sam’s talking about a ghost.
Cuando el clan Weinstein subió en tren a Connecticut, hasta
las puertas mismas de la Universidad de Wesleyan, para atestiguar
a mucha honra la graduación de Samuel, se toparon con la mala,
muy mala noticia, de que el padre de Bill Burton había fallecido
el día anterior y se podría afirmar que todos —el viejo Baruj, la
robusta y albanesa Sarah e incluso la incrédula Rachel— habían
sentido verdadera tristeza por su pérdida, aunque su congoja se
fincaba en encontrarse una vez más sin la anhelada posibilidad
de conocer en persona a Bill Burton. Pero aquí, otro dato notable:
consta que durante la entrega de diplomas, el rector de la univer­
sidad leyó en voz alta el nombre de William Jefferson Burton y
que entre las sillas de los graduados hubo un lugar vacío, al lado
de Sam Weinstein, donde los estudiantes habían tenido a bien
colocar la toga y el birrete del ausente. Consta también que en los
poco más de doscientos años que llevaba de haberse fundado
la distinguida Universidad de Wesleyan jamás se había visto un
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homenaje de tamaña solidaridad con ninguno de sus muchos no­
tables graduados. Incluso, dicen que fue Weinstein, junto con no
pocos com­pañeros de devoción, quien propuso ondear a media asta
los colores rojo-negro-blanco del Alma Mater en señal de luto.
Ahora bien, moving right along, ¿qué vida se le planteaba
a Samuel Weinstein, recién graduado, al arrancar el verano de
1941? Easy… easy, además de obvio: pronto anunció su compro­
miso formal con Nancy, ingresó como asistente del editor en una
nada desdeñable revista literaria de Manhattan (donde llegaría a
jubilarse cuarenta años después) y prosiguió en su ya muy cono­
cida rúbrica de que You may still think true friendship is a lie. But
then, you’ve never met Bill Burton.
En las pocas, pero significativas ocasiones en que llegó
tarde a la redacción de la revista, Sam justificaba sus errores ante
el jefe Smithers con referencias a Bill Burton. Que si le había
llamado desde Grand Central Station, con apenas el tiempo sufi­
ciente como para invitarle un trago en el Oyster Bar, pues salía en
el primer tren a Philadelphia con negocios trascendentales que
involucraban a los Rockefeller; que si se lo había encontrado en
la esquina de Lexington y la 51, sin poderlo desviar de su trayec­
to, pero tampoco sin poder dejar de acompañarlo. Digamos lo
mismo, or better yet, digamos que lo mismo sucedía en casa:
Nancy llegó a hartarse de que Sam no llegara a cenar, hablando
desde un teléfono público para avisarle que allí mismo estaba Bill
y que no podían desperdiciar la oportunidad de una damn good
night out on the town. Cualquiera diría que Nancy ya debía estar
acostumbrada —tal como su robusta suegra albana o como suce­
dió con el viejo Baruj Weinstein, quien murió tranquilamente en
su cama, rodeado de los suyos más íntimos, aunque sin dejar de
mencionar que se iba de este mundo sin haber conocido al mejor
amigo de su hijo— y más, pues me faltó mencionar que el día de
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la boda de Nancy y Samuel, donde parecía infalible la presencia
de Bill Burton ya que iba como best man de su amigo incondicio­
nal, no sólo se tuvo que retrasar la ceremonia por más de cuarenta
minutos, sino que además nunca llegó el anhelado fantasma,
amigo de su ahora marido, pues se presentó a las puertas del
templo un bombero uniformado con casco y botas para informar
en persona que Bill Burton había salido herido en un accidente
del subway y que, antes de ser llevado en ambulancia, había insis­
tido en que alguien tuviera la bondad de avisarle a su amigo Sam
and his lovely bride. Sin embargo, el bombero no supo decir a qué
clínica se lo habían llevado ni qué tan graves eran sus heridas.
Pensar que Sam estuvo por unos segundos dispuesto incluso a
posponer el matrimonio y que, pasados ya varios años, Nancy
siguiera intolerándose e inconformándose con el recurrente pre­
texto o excusa de que se aparecía Bill Burton —ante Sam y nadie
más— como salido right out of the blue justo cuando ella ya había
preparado una cena especial o se había hecho a la idea de que
podrían ir al cine o ambos habían acordado invitar a sus amigos
los Mertz o la pareja de recién casados que vivían en el departa­
mento de abajo.
Desde luego, but of course, que Weinstein tenía otros ami­
gos. Junto con Nancy se podría decir que los Mertz completaban
un cuarteto imbatible en cualquier boliche de Manhattan y todos
podríamos jurar que la relación que sostuvo Sam Weinstein con
muchos de sus compañeros en la revista literaria, hasta el día
exacto de su jubilación, era de amistad íntima y camaradería a
toda prueba y, sin embargo, quizá sobra decirlo, hubo más de una
noche a punto de dormir o durante el trayecto en taxi de regreso a
casa, y luego de una velada agradable con los otros amigos, en
que Weinstein volteaba hacia Nancy y le soltaba —quizá más
despacio que cuando lo decía de joven— aquello de que You may
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still think true friendship is a lie. But then, you’ve never met Bill
Burton.
To make a long story short o vámonos que nos vamos y a lo
que vamos: Bill Burton, aunque un invento cómodo y multicitado
ya no sólo por Sam Weinstein, sino por todos quienes entraban a
su entorno, llegó a convertirse en un mito convencional y prede­
cible. Todo mundo que tuviese algo que ver con Weinstein ya sabía
que Burton era quizá el mejor de los amigos posibles, pero impo­
sible de conocerse en persona. Siempre que pasaba por Nueva
York era con prisa, apenas con el tiempo justo y medido para
verse con Weinstein. Una copa fugaz al filo de una larga barra de
bar, un café sin muchas interrupciones en mesitas al paso, pero
jamás el espacio de tiempo suficiente como para acompañar a
Sam a casa, conocer finalmente a su familia, esposa o incluso al
pequeño Baruj, que nació en 1946 y a cuya circuncisión todo el
clan Weinstein instó e insistió a Sam para que asegurara la pre­
sencia de Bill Burton, aunque todos supieran de antemano que ese
día tampoco se aparecería el más que famoso, ya misterioso, true
friend of mine.
En realidad, la historia concluye en donde comienza. Samuel
Weinstein llegó a convertirse en editor de la revista Manhattan
Letters y asumiría su próxima jubilación con resignada serenidad
y diversas satisfacciones si no fuera por el hecho de haber vivido
lo que algunos consideran una epifanía: la tarde del 27 de sep­
tiembre de 1966 entró a la oficina de Weinstein un hombre de
complexión atlética, estatura al filo del quicio de la puerta, impe­
cablemente vestido en un blazer inmaculado. Se sentó en el sillón
de cuero verde, esquinado en la oficina de Weinstein al filo de la
ventana que mostraba como pintura el paisaje entrañable de Man­
hattan, prendió un cigarro y, entre la primera nube de humo, dijo
como un susurro: “I’m Bill Burton”.
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Tras un silencio instantáneo, Weinstein empezó a sudar con
tartamudeos… Who let you in?… What are you doing here?…
Who are you?... This just can’t be… Why is your name Bill Burton?
Y el hombre, cruzando la pierna derecha, retrajo su mirada de la
ventana y viendo directamente a los ojos de Weinstein, contestó:
You tell me.

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Ana García Bergua

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Ana García Bergua (ciudad de México, 1960). Autora de los libros de
cuentos El imaginador, La confianza en los extraños y Otra oportunidad
para el señor Balmand, de las crónicas Postales desde el puerto, Cua­
derno de viaje y Pie de página, y de las novelas El umbral. Travels and
adventures, Púrpura, Rosas negras e Isla de bobos. En su narrativa las
reglas del mundo cotidiano son transgredidas y burladas para intentar
comprender los aspectos más desconcertantes de la naturaleza humana.
Entre personajes que se ríen de la muerte o sobreviven a inundaciones
que recuerdan el famoso diluvio universal, se puede detectar una ima­
ginación rica y auténtica que, ávida de curiosidad, escarba en terrenos
reflexivos con la pala de la sátira.

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Los conservadores

Cuando murió Pablo en el hospital, la señora Marta no dudó un


instante en conservarlo. Tuvo la suerte de que su sobrino Ignacio
se lo ofreciera, pues era embalsamador, uno de los mejores del
país. Trabajaba para los cazadores, para zoológicos, y también, a
veces, para algunas agencias funerarias que ofrecían el embalsa­
mamiento como un servicio para guardar posteriormente al difun­
to en un ataúd, ya fuera con una ventana para mirarle la cara en
una cripta, o bien cerrado al alto vacío y enterrado, pero ya con la
tranquilidad de que así no se lo comerían los gusanos. Ignacio
insistió en que con toda confianza ella podía pedirle que le con­
servara a Pablo para luego disponer qué hacían con él. El precio
que le dio resultaba de lo más módico, pues sólo le cobraba los
materiales. La señora Marta se encontraba un poco triste y con­
fundida en ese momento, pero aceptó el ofrecimiento de buena
voluntad. Ignacio le avisó que se iba a tardar un poco, pues tenían
que escurrirle bien unos líquidos, y ella le respondió que no im­
portaba, que se tomara el tiempo que quisiera. A fin de cuentas,
Pablo no se le iba a volver a morir. Mientras Ignacio trabajaba con
el cadáver en una funeraria donde le prestaban las planchas y el
lugar donde se hacían esos trabajos, la señora Marta pasó toda la
semana buscándole a su esposo el mejor traje que pudo conseguir,
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de talla ligeramente menor que la habitual, pues Ignacio le había
avisado que el tío Pablo encogería, y que esa sería su tendencia a
lo largo del tiempo.
El día que se lo presentó en la plancha de la funeraria, ya
conservado, arreglado y con el traje puesto, a la señora Marta
le pareció que Pablo se veía esplendoroso: llenaba el traje por
completo; hasta se le habían alisado algunas arrugas del rostro.
Ignacio le preguntó en qué cripta lo querría guardar o si lo pen­
saba enterrar, y después de muchas cavilaciones, la señora Marta
decidió que mejor lo sentaría en su cuarto de costura: tan bien
que se veía, tan guapo, propio y arreglado, ¿cómo era posible
que terminara encerrado en una caja, como si fuera un bombón o
una galleta? Primero le comentó a Ignacio que lo quería poner en
la sala, frente a la televisión, como siempre estaba, pero Ignacio
se asustó.
—Imagínese tía Marta, qué dirá la gente, luego hay quienes
se espantan de que tenga usted un muerto en la sala.
—Pero si no es un muerto —respondió ella—, si es mi
marido, ¿pues qué no puede quedarse conmigo?
Ignacio se quedó sin argumentos. Tenía que irse al zoológi­
co a realizar un trabajo.
—Piénselo, tía, yo no se lo conservé para que lo tuviera en
la casa.
La señora Marta pasó la tarde sola, caminando por un par­
que cercano a la funeraria. Concluyó que la gente, su sobrino
incluido, era muy rara; nunca les espantó que Pablo viera la tele­
visión todo el día, aunque no dijera nada o casi nada. Pero que no
lo vieran respirar y entonces se pondrían a hacer aspavientos. Esa
especie de rabia afirmó su decisión, y cuando Ignacio volvió a bus­
carla, se lo hizo saber con tan terca seguridad, que él no encontró
manera de contrariarla.
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Para traerlo a la casa, hubo que tomar muchas precauciones:
hacerlo de noche, casi en la madrugada, antes de que se despertara
el portero del edificio donde vivía la anciana, y darles dinero a los
de la funeraria por su presente ayuda y su silencio posterior, que
Ignacio debió ir asegurando con más dinero y algunas amenazas
de las que ya no habló a la señora Marta. Decidió que, en caso de
que surgiera algún problema, lo mandaría enterrar con toda cele­
ridad, para salvaguardar su honor profesional y la poca cordura
que, pensaba, le quedaba a su tía. Ambos convinieron en avisar a
la escasa familia que quedaba, muy lejana, que habían incinerado
a Pablo y que en la casa guardaba Marta las cenizas, para quien
quisiera ir a visitarlas. Nadie se animó a hacerlo. Todos pusieron
excusas para buscarla tiempo después, cuando calcularon que el
asunto estaría olvidado y las cenizas bien ocultas.
La primera cosa que hizo la señora Marta ya con Pablo en
la casa fue sentarlo en el costurero y encenderle el televisor. Fue
tal la tranquilidad que sintió después de hacerlo, que cenó bien
por primera vez en muchas semanas, mientras escuchaba el mur­
mullo del noticiero y sentía de nuevo a aquel que había estado ahí
durante tantos años. Aun así, pasó un poco de miedo al apagar el
televisor, cerrar la puerta e ir a acostarse, dejando a Pablo sentado,
solo y tieso en la penumbra. Pero la rutina le fue quitando poco a
poco esos resquemores. A lo largo del día, la señora Marta le ponía
a Pablo la televisión en el costurero, sus programas favoritos, o
los que ella creía que le irían a gustar cuando cambiaban la pro­
gramación. Y aunque no le dijera ninguna de sus frases, se las
imaginaba perfectamente bien; el no te tardes cuando iba a salir,
el ya tengo hambre a mediodía. Si la visitaba alguna vecina, le
decía que había convertido el costurero en bodeguita; entonces lo
mantenía cerrado y a nadie le interesaba entrar, y menos con el
olor de los líquidos conservadores, que primero justificó diciendo
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que había puesto insecticida, y que con el tiempo se esparció por
toda la casa como un tufo leve y perpetuo a azúcar, alcohol y vina­
gre. Nada más se iba la visita y la señora Marta abría enseguida
la puerta del costurero, le prendía la televisión a Pablo y se discul­
paba. Perdóname, Pablo, le decía, pero ya sabes cómo es la gente.
Con el tiempo le comenzó a incomodar tenerlo ahí de traje,
como si fueran a salir a una boda o a un velorio, él que ni siquiera
había protagonizado el suyo, y pensó que quizá también le estor­
baría estar tan formal en su propia casa. Además, el traje se le
empezaba a escurrir un poco, producto del encogimiento anuncia­
do por Ignacio; era como si fuera viviendo y desgastándose igual
que ella. Así es que un día la señora Marta le pidió a Ignacio que
la ayudara a cambiarlo, porque Pablo se había puesto muy duro y
seco. Juntos le pusieron una pijama de seda de color marrón subi­
do, parecida a la que solía vestir en los últimos tiempos y que era de
hecho la que traía cuando murió, por supuesto más pequeña que
aquélla. Así se acomodó tanto a su presencia que hasta se sentaba
junto a él todas las tardes a tejer manteles de crochet para adornar
todos los muebles de la casa: la mesa, la consola, el trinchador.
Después decidió que le lavaría el pijama regularmente y se lo
cambiaría por uno azul, cosa que paulatinamente se fue haciendo
más fácil, debido a su propensión a hacerse más ligero y más
pequeño. También se esmeraba en peinarlo diario y asearlo perió­
dicamente de la manera en que Ignacio le había indicado, con una
sustancia que él traía y unos algodones.
Mientras tanto, la vida de Ignacio cambió, pues conoció a una
mujer y comenzó a verse con ella periódicamente, hasta poderle
anunciar un día a la señora Marta que por fin tenía novia. Con
ninguna duraban sus relaciones: las mujeres solían horrorizarse
de su profesión, y las que no lo hacían de entrada terminaban ale­
jándose de una u otra manera. De hecho, ya se había acostumbrado
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a ser un soltero con relaciones intermitentes y a frecuentar prostitu­
tas, cuando fue a hacer un trabajo a una funeraria en la calzada de
Tlalpan y el dueño le presentó a Marisa, su hija. Marisa había cre­
cido entre muertos y ataúdes; se preciaba de no asustarse de verlos, e
incluso se interesaba por los pormenores del oficio de Ignacio.
No era especialmente hermosa, pero gustaba mucho de arreglarse,
salir y hacer bromas. Conforme su relación se hacía más cotidiana
y profunda, Ignacio sintió que por fin había encontrado a su
me­dia naranja, y se animó a hablarle de su familia, es decir de
su tía Marta que era la única que le quedaba, pues sus padres y su
tío Pablo habían muerto ya y no tenía primos ni hermanos. Marisa
deseó conocer pronto a la tía de aquel al que ya casi consideraba
como su esposo, e Ignacio le prometió que arreglaría una visita.
Fue entonces cuando le avisó a la señora Marta que tenía novia, y
le explicó que lo mejor sería que la primera vez se vieran en un
restaurant. La señora Marta se dio cuenta de que quería evitar que
viera a Pablo.
—Claro —le respondió—, ni ese gusto le vas a dar a tu tío.
Yo sé que a él le gustaría conocerla.
—Más adelante lo organizamos, la preparamos bien —le
suplicó él. Añadió—: Está acostumbrada a ver muertos. —Y le ex­
plicó que el padre de Marisa tenía una funeraria.
A la señora Marta le molestó mucho que Ignacio dijera de
esa manera tan cruda que Pablo estaba muerto. Y aquella noche,
mientras veían un programa de revista en la televisión, le habló
de los viejos rencores de su familia, como si quisiera distraerlo de
aquello tan hiriente que quizá él podía haber escuchado.
A los pocos días, Ignacio presentó a Marisa con su tía en el
Shirley’s de Reforma. La señora Marta estuvo un poco fría al prin­
cipio, pero el comedimiento de Marisa para traerle servidos los
distintos platillos del bufet, su simpatía, su amabilidad, su interés
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por sus pequeñas dolencias, le bajaron la guardia. Ignacio procuró
llevar la conversación hacia temas generales, para evitar las ex­
plicaciones. Cuando Marisa le preguntó a la señora Marta por su
vida, ésta habló de la muerte de su esposo con una naturalidad no
exenta de amargura, como estuviera contando falsedades sólo
para complacer a su sobrino. Marisa mostró mucho interés por la
anciana mujer y ésta por ella. Quedaron muy contentas de haberse
conocido y ambas desearon volverse a ver pronto.
—A ver si ahora sí vienen a la casa y les preparo un brazo
de gitano —dijo al despedirse la señora Marta, mirando con sorna
a su sobrino.
Ignacio no tuvo que pensarlo mucho. Aquella noche, mien­
tras disecaba la cabeza del mejor toro de la última corrida de la
Plaza México, la cual se iba a colocar en la cantina de un funcio­
nario, decidió decirle a Marisa la verdad. A la noche siguiente la
invitó a cenar y le explicó la situación lo más escuetamente que
pudo: él mismo había embalsamado a su tío Pablo, y su tía Marta
había insistido en tenerlo en la casa. Marisa se lo quedó mirando
muy seria. Después le dijo:
—Tu tía me da mucha ternura; es bien romántica. Lo ha de
amar infinitamente, imagínate, para no quererse separar de él.
Y añadió que ella, de verse en el caso, probablemente haría lo
mismo. Ignacio no supo qué pensar. Después rememoró la vida de
sus tíos y no le pareció especialmente apasionada, si acaso práctica,
pero se imaginó que Marisa seguramente era más lista para esas cosas,
y no la contrarió. Quedaron de ir una tarde de aquella misma semana
a visitar a los tíos —así acabaron expresándolo— y aquella noche fue
la primera en que se acostaron, en el departamento de Ignacio, junto
a su gabinete donde yacía la cabeza del toro ya secándose.
Para la señora Marta, preparar la casa para aquella visita fue
como una fiesta. Quería que la casa perdiera el aire un poco lúgubre
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y descuidado que había adquirido en los últimos meses, así que
pasó la aspiradora con mucho esmero, lavó los manteles de cro­
chet que cubrían los muebles y compró flores para adornar la
consola. Les iba a ofrecer café y un brazo de gitano que compró
en la mejor pastelería del rumbo, en lo que quedaba de una antigua
vajilla de plata de su madre que cuidó de pulir. Cuando casi estaba
todo listo, se puso a arreglar a Pablo. Le apagó el programa de
televisión, pues imaginó que debía estar tomando su siesta, y con
mucha delicadeza le volvió a poner el traje. Como había encogido
mucho, tuvo que ajustarlo con alfileres y zurcidos hasta que le
pareció que se veía bien. Después lo limpió con los algodones,
le recortó el cabello y lo peinó.
Lo iba cargando hacia la sala como si fuera un niño peque­
ño, cuando sonó el timbre. Lo sentó en el mejor sofá y se apresuró
a abrirles la puerta a Ignacio y a Marisa. Marisa no lo vio al entrar;
abrazó efusivamente a la señora Marta y le entregó un ramo de
rosas. Terminados los saludos, la señora Marta la tomó de la mano
y la llevó hacia el sillón:
—Hija, permíteme presentarte a mi esposo Pablo.
Ignacio se sorprendió mucho cuando Marisa le tomó la
mano a Pablo y le dijo:
—Encantada de conocerlo.
La señora Marta, en cambio, se quedó mirando la escena
muy complacida. Charlaron durante toda la tarde, tomaron el café
y degustaron el pastel que la señora Marta juró haber preparado
ella misma. Ignacio no pudo dejar de vigilar a Marisa, pues su
naturalidad parecía estudiada: de vez en cuando se dirigía a Pablo,
o lo miraba como asintiendo a una risa de él, a algún comentario.
La señora Marta estaba exultante; hacía muchísimo, muchos años
antes de que ocurriera lo de Pablo, que no estaba en una reunión
animada. Tanto, que puso unos discos de música clásica en la
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consola y les contó algunas anécdotas divertidas de su juventud.
Marisa, por su parte, resultó ser toda una entendida en música
clásica, y adivinaba el autor de cada disco que ponía la señora
Marta. En algún momento, ésta comentó que Pablo había sido un
entusiasta de la música hasta que perdió la audición en el oído
izquierdo. Entonces Marisa le puso a Pablo la mano en la rodilla
y exclamó:
—Ahora venden unos aparatos buenísimos para la sordera.
Ignacio y la señora Marta se miraron y hubo un pequeño
instante de incomodidad que Marisa no pareció notar, ocupada en
terminarse su café. Pocos minutos después, la pareja se despidió
de la señora Marta. En el automóvil, Ignacio le preguntó a Marisa
por qué había actuado de aquella manera tan extraña con la momia
de su tío, y ella le reprochó que lo llamara así. Le explicó, simple­
mente, que el amor de su tía por Pablo le insuflaba vida, y que era
injusto no ayudarla con esta ilusión que le hacía más fáciles sus
últimos años. En cambio, aquella noche, después de lavar los
platos, la señora Marta apagó la luz de la sala y dejó a Pablo
sentado con su traje, sin siquiera voltear a verlo. Se metió en la
cama y se acostó.
Poco después, Marisa llevó a Ignacio a pasar un domingo
con sus padres y hermanos, y su relación se volvió más próxima
y estable. Cuando Ignacio pasaba a ver a su tía, Marisa solía
acompañarlo, e incluso algunas veces se presentó sola para traer­
le a la señora Marta algún obsequio. Todas las veces actuaba con
Pablo de la misma manera afectuosa y cercana. En una ocasión en
que la pareja fue a la casa de la anciana, Ignacio y su tía comen­
zaron a discutir sobre un viejo pleito entre ésta y la madre de
aquél. Marisa, en un tono un poco socarrón, les dijo que si iban a
pelear así, ella prefería meterse con Pablo a ver la televisión. Tía
y sobrino dirimieron sus diferencias, al cabo de lo cual entraron
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en el costurero a buscar a Marisa. Marisa estaba sentada en el
brazo del sillón de Pablo mirando un programa, abrazándolo a él.
No se había percatado de que la observaban. De repente le acarició
el pelo y luego apoyó ahí su mejilla.
—Viejito chulo —le dijo.
Ignacio no pudo evitar reírse, pero la señora Marta se quedó
muy ofuscada. Durante los días subsiguientes no podía dejar de
pensar en el asunto. Esta niña se estaba pasando de la raya, pen­
saba; le voy a decir a Ignacio que ya no me la traiga tan seguido.
Mientras tanto, descuidaba a Pablo como si lo estuviera castigan­
do: lo dejaba en el costurero con la puerta cerrada, o se ponía a
ver documentales a sabiendas de que Pablo los detestaba. Aunque
le costara trabajo aceptarlo, en realidad estaba más enojada con él
que con Marisa. Un día incluso le dio un empujón con el pie,
aparentemente sin querer, y Pablo casi se vino abajo como si
fuera un muñeco de cartón. La señora Marta se sintió muy culpa­
ble. Fue a dar una vuelta por Paseo de la Reforma, y mientras
caminaba mirando a los turistas, decidió desterrar esas ideas ton­
tas de su cabeza. Si Marisa se había encariñado con Pablo, ¿qué
podía tener eso de malo? Podía ser como su abuelito. Siguieron
otras visitas de Ignacio y Marisa; Marisa siempre terminaba yén­
dose a ver la televisión al lado de Pablo, abrazada de él, y la señora
Marta hizo un esfuerzo concienzudo por acostumbrarse, sobre todo
porque a su sobrino más que nada le daba risa. Me he de estar
volviendo loca, pensaba.
Hasta un día en que, cuando fueron a buscar a Marisa al
costurero, encontraron que la puerta estaba cerrada con seguro.
Ignacio y su tía golpearon la puerta y Marisa tardó en salir.
—No me di cuenta de que cerré —dijo.
La señora Marta creyó verla un poco nerviosa, aunque para
Ignacio los encierros de Marisa parecían ser algo corriente.
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—Siempre le pasa, tía. Se queda encerrada en todos lados
como los gatos.
Después de que se fueron, la señora Marta se puso a llorar.
Sentía una angustia incontenible, por no saber qué había estado
haciendo Marta durante la tarde, ahí encerrada con Pablo. O quizá,
qué estaban haciendo los dos. Pasó toda la tarde dándole vueltas al
asunto en el sillón de la sala. Oscureció y no se molestó en prender
la luz, hasta que en un momento de calma y de lucidez, pensó que
tal vez le haría bien que lo abrazara ella también: ¿por qué no?
Desde que estaba en esa situación lo había cuidado con veneración
exagerada, con distancias que le dictaba un raro pudor. Lo había
cuidado como un hijo al cambiarlo de ropa y limpiarlo, al tratar de
mantenerlo feliz, y simplemente había dejado de pensar en sus
deberes conyugales, como si realmente no los recordara. Es mi
marido, le había dicho a Ignacio cuando decidió traerlo a la casa,
pero lo cierto era que ni siquiera se había animado a darle un beso.
Se levantó pesadamente del sillón en medio de la penumbra que
sólo alumbraban la luz de la televisión y la lámpara encendida en
el costurero. Se acercó a su marido, muy apenada por pensar tan
mal, por ser tan egoísta, con la vista un poco nublada por el llanto,
dispuesta a las caricias que tanto había reprimido. Pero no pudo ni
siquiera tocar a Pablo porque le pareció que estaba sonriendo.
Sinvergüenza, pensó. Y esa misma noche lo mandó a incinerar.

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Ana Lydia Vega

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Ana Lydia Vega (Santurce, Puerto Rico, 1946). Autora de Encancara­
nublado y otros cuentos de naufragio (Premio Casa de las Américas
1982), Pasión de historias y otras his­torias de pasión (Premio Juan
Rulfo Internacional de París 1984), Falsas crónicas del sur y Esperando
a Loló y otros delirios generacionales. De acuerdo con el crítico puer­
torriqueño Carlos Alberty Fragoso, Ana Lydia Vega “no ha escapado a
las clasificaciones y ha sido adscrita a la llamada generación del setenta
[…] En sus cuentos, la ironía funciona tanto en el acto de la enunciación
como en la historia enunciada. La narradora está consciente de su acto
de narrar y de la tradición literaria sobre la cual reescribe, y victimiza a
sus personajes y lectores por medio de la ironía”.

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Tríptico de alcoba

I. Celebraciones

Recuerdo exactamente el día, el mes, el año. Fue la tercera noche


de agosto y nuestro décimo aniversario de bodas. Habíamos cenado
fuera, alzado copas, renovado votos eternos. Por fin, tirados en la
cama, con la luna mirona asomada a la ventana, tocó la hora de
la intimidad.
Mi marido, que no es hombre de prólogos, se volteó hacia
mí. Su pierna derecha cruzó por encima de mis muslos, su brazo
izquierdo preparó el impulso y su cuerpo, todavía esbelto y muscu­
loso a los cuarenta, quedó eficazmente tendido sobre el mío. Con la
destreza que da la costumbre, buscó y encontró. Yo, como siem­
pre, resistí justo lo suficiente antes de abrirle paso.
De repente, sin previo aviso ni razón evidente, una presión
insoportable me aplanó sobre la sábana. Se hundió el colchón.
Chillaron los resortes. Flaquearon las patas de la cama. Para con­
trarrestar aquella fuerza incontenible venida de arriba, contraje el
vientre y traté en vano de arquear la cintura. Mis costillas crujieron.
Una punzada aguda me atravesó la espalda.
Quise hablar, gritar, aullar, pero la voz no respondía. Atento
sólo al gusto, él seguía empujando. Apenas alcancé a arañarle el
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cuello con la poca energía que me quedaba. El contacto de mis
uñas aumentó su excitación, y su peso se volvió aún más aplas­
tante. Mis huesos estaban a punto de ceder, mis pulmones a punto
de estallar. Con la vista nublada, alcé la cabeza buscando el aire
ralo que entraba por la ventana.
Entonces fue que lo vi. Su melena flameaba como una an­
torcha negra. La luna le plateaba los dientes y le encandilaba la
mirada. Oí el resoplar de narices, el chasquido de cascos sobre las
piedras. Desear montarlo y encontrarme en su lomo fueron un
solo movimiento.
Levantó las patas delanteras. Soltó un relincho resonante. Y
nos largamos juntos por un sendero ancho, oloroso a tierra mojada.

Desde aquella noche sofocante de agosto han pasado ya diez años.


Hoy, otra vez, cenaremos fuera, alzaremos copas, renovaremos
votos eternos.
Me visto, me peino, me perfumo. Me estudio en el espejo y
apruebo el resultado. La voz de mi marido sube impaciente. Ca­
mino hacia la puerta. Echo un último vistazo.
Hay un detalle que no puedo olvidar. Tengo que abrir de par
en par esa ventana.

II. El experimento

Estabas imposible. No tenías otro tema. Sería —repetías muy se­
rio— el “test definitivo” de nuestra relación, el riesgo calculado
que definiría, de una vez por todas, nuestro “espacio erótico”.
Yo te escuchaba en silencio con mi mejor cara de circuns­
tancia. Siempre has tenido —para qué negarlo— una labia de
barricada. Invocaste la gesta subversiva de nuestra generación.
Denunciaste mi patética conversión en ama de casa. Llamaste al
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trastoque radical de las mentalidades. ¡Hay que desestabilizar la
ecuación matrimonial! ¡La Revolución comienza en la cama!
Cuando me aburrí de los eslogans, me puse en piloto auto­
mático. Produje mi sonrisa de emergencia, entre divertida y resig­
nada. Lo que me decidió, pensándolo bien, no fue la sobredosis
de argumentos. Fue más bien —perdonando la franqueza brutal—
el cansancio.
Y así fue como nos dio por apostarlo todo al trío aquella
tarde. No fue muy fácil que digamos pasar de la teoría a la praxis.
¿Te acuerdas que estuvimos mirándonos por horas como tres
idiotas sin que ninguno se atreviera a dar el primer paso? El vino
no ayudó. Tampoco los chistes sucios. Para romper el hielo, hasta
desempolvaste aquellos viejos vídeos triple equis que acabaron
de quitarnos las ganas.
Jamás me cansaré de repetir que lo que pasó después no fue
culpa de nadie. Aunque fuera tuya la idea de tirar los dados para
resolver el tranque, si la memoria no me falla. ¿Quién hubiera
podido predecir que sacaríamos, ella y yo, el mismo número?
¿Cómo íbamos a saber que nos tocaría sacrificarnos juntas en
nombre de la Ciencia y de la Patria?
Pobrecito, te veías tan triste esperando solito al pie de la cama…

III. Día de cobro

Los fines de semana siempre salen. Por eso anuncio que voy
viernes y me presento jueves. Se pasman.
Ésta no. Abrió la puerta y la sonrisa. Dientes blancos. Ojos
verdes. Piel tostada. Descalza. El kimono negro le iba dibujando y
borrando las caderas. Díficil ser profesional, bajo las circunstancias.
Sala ancha. Plafón alto. Ventanales nublados de salitre. Piso
de cedro encerado y brisa marisquera soplando. Me mostró un
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sofá de felpa blanca. Las dos hojas del kimono se apartaron. Im­
posible controlar el subibaja de la vista. Piernas infinitas, pies de
miniatura, uñas pintadas.
—¿Puedo ofrecerle algo?
Ya lo creo, pensé.
No se moleste —dije.
Se fue a buscarme el trago con el kimono abanicándole los
muslos.
—¿Le gusta el kir? —dijo y me tendió la copa.
Alcé las cejas y chocamos cristal. Empiné tan de golpe que
me mojé la barbilla. Ella tomaba sorbitos elegantes y me calaba a
través de las pestañas.
Solté la copa sin poder disimular el temblor de la mano.
—¿Le sirvo otro?
El segundo kir me desenredó la lengua:
—¿Y qué, ¿consiguió la plata?
—¿La quiere ahora?
No era eso lo que preguntaba su sonrisa complaciente. Ni
su voz, tan baja.

Habitación minúscula. Apenas cabían la mesita de noche y la
cama de una plaza. Imposible imaginar que hubiera podido com­
partirla con el gordo. La llama de la vela temblaba en el cristal del
retrato. Ella, una virgencita de traje blanco y corona. Él, una sal­
chicha enorme en etiqueta alquilada.
El kimono se tendió en el piso como un gato persa. Me arran­
qué el pantalón y la camisa. Se acostó boca abajo en la cama. Mi
lengua fue abriéndose camino desde los piececitos de geisha hasta el
nacimiento abrupto de las nalgas. Respiraba corto y se movía, pero
no se quejaba. Seguí escalándole la espalda. Grupa de yegua. Cuello
de bailarina. Se lo mordí con gusto y escondió la boca en la sábana.
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Estaba estrecha como una primeriza. Duré lo que pude, que
no fue tanto. Al final, me miró de reojo y me enseñó esos dientes
deslumbrantes.

Después, me dio café y un sobre bastante abultado. Me pareció de
mal gusto abrirlo frente a ella. Nos acercamos a la puerta. En los
labios llevaba pintada la pregunta de todas. Y, como siempre, tuve
que mentir:
—Una sola bala, créame. Su esposo no sufrió.
—Qué lástima.
Acarició la perilla con las uñas. Salí como un sonámbulo.

Cuando caí en cuenta, por poco me estrello contra un poste eléctrico.
Di un reversazo loco en una curva y me tragué la carretera de regreso.
El ascensor estaba detenido en el sótano. Subí, casi sin aire,
por la escalera de servicio. Tiré toda mi fuerza contra la puerta y
me fui de boca hasta el sofá de felpa blanca.
Llegué al cuarto con el corazón en la garganta. En la mesita
de noche, la vela gastada. Ni huella del retrato de boda. Sobre la
cama, el kimono abrazado a la almohada.
En la sala, vacié el sobre y lo arrugué en el puño. La brisa
del Atlántico regó por todas partes las hojas de periódico recorta­
das al tamaño de billetes.
Me preparé un kir y me lo di de pie. A la salud del difunto.
Las luces de la ciudad me hicieron guiños por la ventana.

Cada tanto, regreso. La puerta sigue abierta y el piso cubierto de


hojitas voladoras. Del bar me voy al cuarto, que todavía huele a
cera quemada.
Recuesto la cara en la almohada. El kir me pesa en los ojos.
La seda negra del kimono me refresca la frente.
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Palimpsestos

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Jorge Volpi

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Jorge Volpi (México, D. F., 1968). Una de las constantes en su escritu­
ra ha sido el análisis del papel que los intelectuales han tenido en la
sociedad a la que pertenecen y el influjo que sus reflexiones han tenido
en el mundo entero En 1994 formó el grupo del Crack al lado de otros
novelistas jóvenes quienes reivindicaron un tipo de novela ambiciosa,
de estructura compleja y a la vez alejada del neorrealismo norteameri­
cano y de los imitadores del realismo mágico. Saltó a la notoriedad in­
ternacional con En busca de Klingsor, novela galardonada con el
renacido Premio Biblioteca Breve en su primera reedición de 1999 y
que ha sido traducida a diecinueve lenguas. Es autor también de: A pesar
del oscuro silencio (1992), Días de ira (1994), La paz de los sepulcros
(1995), El temperamento melancólico (1995), Sanar tu piel amarga
(1997), En busca de Klingsor (1999) y El fin de la locura, de volúmenes
de cuentos y de los ensayos La imaginación y el poder. Una historia
intelectual de 1968 (1998) y La guerra y las palabras. Una historia inte­
lectual de 1994 (2004).

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Ars poetica

Para los otros

Voy a iniciar este relato con una declaración de principios: yo


soy un personaje y me dispongo a hablar (mal) del autor de los
libros en que aparezco. Sé muy bien que el procedimiento es
poco novedoso —a diferencia suya, no utilizo gafas con montura
de carey o chalecos de lino para dármelas de genio—, pero no es
mi culpa haber sido imaginado por un mequetrefe de menos de
treinta y cinco años que, tras haber conseguido quién sabe con
qué oficios el premio Esfinge de Novela Corta (de entendimiento,
supongo), piensa que puede echar mano de los recursos de Cer­
vantes o Unamuno sólo porque figuran en el último film de Woody
Allen.
Para saber a que clase de individuo me refiero, basta echarle
un rápido vistazo a su currículum (retocado por él cada mañana,
antes de bañarse):

Santiago Contreras (Texcoco, México, 1971). Realizó estudios


de medicina, derecho y antropología antes de tomar la determina­

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ción de dedicarse por completo a la literatura.1 Ha participado en
más de un centenar de concursos literarios nacionales; sin embar­
go, su primer reconocimiento provino del extranjero, cuando en
1995 recibió un accésit en el premio de cuentos Ciudad de Alcor­
cón, siendo el primer latinoamericano en obtenerlo. A este estí­
mulo le siguió, un año después, el premio Juan Rulfo por su
relato “Conjeturas sobre el doctor Arístides Kapuchinski”, publi­
cado recientemente por la editorial Sin Tinta (Toluca, 1997).2
Es autor de los siguientes libros: Escupiré sobre tu tumba
(Libros del Papagayo, Texcoco, 1994) y ¿Puedo ir al baño, por
favor? (Cuadernos Cruzados, Xalapa, 1995), correspondientes a
su primera etapa narrativa, y de las novelas La musa del juego
(Joaquín Mortiz, México, 1996) y Teoría de las mujeres (Tierra
Adentro, México, 1997), que señalan el inicio de su madurez
creativa. Próximamente, la editorial Alfaguara publicará, en
México y en España, La aporía de Zenón, merecedora del premio
Esfinge de Novela Corta.
Ha sido becario, cuatro veces, del Fondo Nacional para la
Cultura y las Artes. Aunque se declara enemigo de las clasifica­
ciones y no piensa que su éxito se deba a ser un “autor joven” sino
a su empeño de muchos años, se le considera el novelista más

1
Esta heroica decisión sólo significa dos cosas: a) Santiago estudió dos carreras
y en ninguna de ellas pasó del segundo año (el curso de antropología sólo duró un mes);
y b) con el pretexto de su amor al arte, confía en que lo mantengan sus padres hasta que
lo puedan mantener sus hijos, es decir, sus libros. (N. del P.)
2
El Ciudad de Alcorcón es uno de los 527 certámenes censados en la Guía de
concursos y premios literarios en España (Fuentetaja, Madrid, 1996). Se concedía por
primera vez. En cuanto al otro, en México existen tantos premios que utilizan el nombre
del autor de Pedro Páramo como continuadores del realismo mágico. En esta ocasión,
valga aclarar que se trataba del premio Juan Rulfo de Relatos sobre Aviones, patrocina­
do por Mexicana de Aviación y la cervecería Corona. (N. del P.)

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prometedor de su generación. Actualmente prepara su autobiogra­
fía y el guión de una película basada en La musa del juego.3

Yo, en cambio, ni siquiera tengo un nombre. O, en otro


sentido, poseo más de los que quisiera: aunque con apelativos
distintos, Santiago me ha incluido en tres novelas y en una docena
de relatos. Cuando se ha mostrado ingenioso, me ha bautizado
como Arístides Kapuchinski o Gilbert O’Sullivan —en un texto
sobre la Irlanda medieval—, pero la mayor parte de las veces he
debido suplantar a Silvestre Cabrera, Saturnino Corominas, Saúl
Camacho y otras agudas variantes de sus iniciales. Pero esto sería
lo de menos. Lo peor es que, me llame como me llame, siempre
me distingue con la misma personalidad: una combinación, no
muy afortunada, entre lo que Santiago es y lo que ya nunca será.
Uno juraría que un autor, cuando se retrata en sus libros, vive
existencias que le están vedadas, cumple sus más arbitrarias fan­
tasías y conquista aquellas metas que siempre se le han escapado;
no comprendo, entonces, por qué razón, texto a texto, sigo com­
partiendo su misma estupidez.
A pesar de que en su opera omnia puedan contarse más de
cuarenta muertes violentas —entre las cuales se incluyen un des­
cuartizamiento (que hizo vomitar a su hermana y lo condujo a
dos años de psicoanálisis), varios duelos, una tortura china en
homenaje a Salvador Elizondo e incluso una minuciosa autopsia
practicada por el impávido doctor Kapuchinski—, en realidad
Santiago nunca había visto un cadáver, y mucho menos el de uno
de sus colegas. Más tarde, en La aporía de Zenón, me hizo descri­
3
¡Seis libros antes de los treinta y cinco años! ¡Y dos “etapas narrativas”! Los
comentarios salen sobrando. Sin embargo, tengo una pregunta qué hacer: cuando dice
“se le considera el novelista...”, etcétera, ¿podría alguien informarme quién pronunció
estas palabras? (N. del P.)

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bir sus impresiones con un lenguaje frío y sórdido, influido
—según él— por Raymond Carver: “Lo vi. Estaba tendido en el
suelo como una de las barbies de mi hermana. Su vientre abierto
me recordó a las ranas del colegio. No me acerqué a mirarlo por­
que detesto manchar mis calcetines de rombos” (pág. 14). En la
vida real, la escena fue menos glamorosa: Santiago salió corrien­
do de la habitación y, una vez en la calle, se desmayó en los gordos
brazos de Susana Ruvalcaba, la célebre autora de Falos.
A raíz de su deceso, la prensa descubrió que Juan Jacobo
Dietrich usaba un seudónimo: en su cartera había una licencia de
conducir, a nombre de Juan Jacobo Reyes, con una foto que reve­
laba que aquel insólito apellido no era más que otra de las manías
filogermánicas del cuentista muerto. Mientras tanto, el rijoso mé­
dico norteamericano que lo había atendido no tardó ni dos segundos
en confirmar que, a causa del veneno, su próximo libro —en caso
de haberlo— debería llevar un cintillo con el lema “póstumo”.
Santiago y Juan Jacobo eran compañeros desde la secunda­
ria. Se habían conocido a raíz del primer concurso literario en que
participaron. Su escuela, administrada por hermanos maristas, no
se caracterizaba por su amor a las letras, pero por alguna razón
había conservado un premio de cuento que, se decía, había ganado
Carlos Fuentes. La leyenda era, de hecho, más ampulosa: el joven
Fuentes, que aparece en los anuarios con una tez lampiña, unas
gafas anchas y una imagen de santidad que tardó poco en perder,
no se había contentado con ganar el primer lugar, sino que, con
tres nommes de plume distintos, se había hecho con las tres meda­
llas. Aunque entonces Santiago era un chico tímido, de los que se
sientan en las últimas filas del salón de clase, por dentro era altivo
y soberbio: no iba a conformarse con emular la hazaña del autor
de Aura, sino que se proponía ridiculizarla: de este modo, envió diez
relatos distintos, dispuesto a ganar, de un tirón, los diez primeros
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sitios. Casi logró su propósito: el día que se anunció el fallo se
enteró de que sus narraciones habían ocupado del segundo al un­
décimo puesto; un desconocido, de nombre Juan Jacobo, le había
arrebatado el primero.
En “La virgen y la serpiente”, uno de esos primitivos esbo­
zos, Santiago me hizo nacer con la intención de que yo encarnase,
en una bella alegoría, todos los padecimientos históricos del
pueblo mexicano (por desgracia, se parecían demasiado a los de
un impúber algo neurótico). Pronto le perdoné este desliz: a pesar
de su inocencia —o quizás debido a ella— en esas páginas escritas
a mano hasta que le dolían los dedos, yo poseía una pasión que,
pobre de mí, he visto disolverse poco a poco. No me malinterpre­
ten: el cuento era malo, muy malo; lo triste es que, en mi opinión,
los siguientes no han sido mejores.
Sea como fuere, a partir de entonces Santiago y Juan Jacobo
se volvieron inseparables. En un ambiente dominado por mucha­
chos que triunfaban en el futbol, ellos se sentían como los últimos
sobrevivientes de una civilización desaparecida: los dos eran
feos —Juan Jacobo un poco más—, los dos eran vírgenes —San­
tiago un poco menos— y ambos compartían una extraña afición
por los libros de alquimia, las uñas renegridas, los zapatos sin
bolear y las burlas de los chicos normales. Marginados de las
puyas colectivas, las fiestas y las pintas, pronto se dieron cuenta
de que su destino era convertirse en intelectuales. La tarea les
venía como anillo al dedo: lo único que tenían que hacer era me­
morizar impronunciables apellidos rusos —de escritores, directo­
res de cine y amantes de poetas— y tener la capacidad de discernir,
sin dudarlo, entre lo fenomenal y lo pútrido. En aquellos años, lo in
eran los muralistas, Nicaragua, Fidel y, por encima de todos ellos,
ese dios rollizo y tropical que había inventado Macondo; lo out, los
gringos, el pri y, en especial, ese diablo rollizo y altanero llamado
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Octavio Paz (en los años subsecuentes los elementos se intercam­
biarían con una rapidez pasmosa).
—¿De veras está muerto?
—Más que un indígena chiapaneco en un campamento mi­
litar —le respondió Susana, sin dejar de mascar chicle—. Y más feo
que tu puta madre. (Si opinan que la célebre autora de Falos fue
un tanto grosera, sólo échenle un vistazo a su último libro).
En La aporía de Zenón, el resto de la escena se transfigura
del siguiente modo: Susana se llama Gloria y, en vez de su cutis
de rallador de queso, tiene el semblante de Maribel, una vecina
que jamás venció el asco de besar a Santiago; yo me he converti­
do de la noche a la mañana en crítico musical y Juan Jacobo, en
cantante de ópera. (A Santiago le pareció muy posmoderna la
idea de insertar la estructura de un drama lírico en una novela
negra.) Otros detalles: la reunión de escritores latinos (hispanic
writers) organizada por la Universidad de Utah se convierte en el
montaje de La fanciulla del West de Puccini en escenarios natu­
rales (el desierto de Arizona) y, por cierto, Susana ha perdido la
mitad de sus preferencias, conformándose con una típica —aunque
algo arrebatada— heterosexualidad. Lo que viene a conti­nuación
no sólo es predecible, sino francamente absurdo: en ese momento,
yo, un simple crítico musical que nunca he salido de mis partitu­
ras, me transfiguro, como exigen los cánones del gusto contem­
poráneo, en un sobrio detective, listo para resolver el enigma del
tenor asesinado.
Gracias a mis conversaciones con los personajes de otros
autores jóvenes, he aprendido que en su repertorio sólo hay tres
tipos de narraciones: policíacas (cada vez más sofisticadas para
que nadie las compare con Agatha Christie sino con Umberto
Eco), autorreferenciales (en ellas sólo aparecen adolescentes
idiotas, como quienes las escriben, en vez de adolescentes idiotas
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disfrazados de adultos, como en los otros dos géneros) y femeni­
nas (sea lo que fuere esto último). Si tuviese que hacer una esta­
dística de la obra de Santiago, las historias de detectives serían las
más recurridas, con un 67 por ciento, frente a un 31 de autorrefe­
renciales —en especial cuentos influidos por la Onda, cuando era
in, ahora revitalizados por la moda pulp— y un dos por ciento de
temas varios (aún no se ha atrevido con las femeninas, pero quién
sabe). Los sociólogos explican este fenómeno de muchos modos:
la televisión, el cine, la violencia callejera, el desencanto, la caída
del Muro, etcétera, aunque yo pienso que si hay tantas novelas
negras se debe a la ley del mínimo esfuerzo: basta con llenar el
molde, como hacen un malos poeta con un soneto o un heladero
con un cucurucho. Sea como fuere, tras la muerte de Juan Jacobo,
Santiago decidió invertir los papeles e imitar lo que tantas veces
había hecho conmigo: asumirse como un sobrio investigador a
pesar de la oposición de la escandalizada Chair-person del depar­
tamento de lenguas romances de la universidad. En La aporía...,
me obliga a explicar sus motivos con hondura dostoyevskiana:
“Tenía que hacerlo” (pág. 32).
—Para mí que era maricón —añadió Susana, acariciándose
la babosa que se había tatuado en la nuca.
—¿Y eso qué tiene qué ver? —preguntó Santiago.
—En Estados Unidos la mitad de los crímenes son por
motivos raciales y la otra mitad son delitos sexuales. Tú escoges.
La lógica de Susana era imbatible. No por nada había sido
capaz de escribir un desternillante catálogo de penes —muchos
de ellos de escritores famosos y no tan famosos—, que la había
convertido en la autora más vendida del año.
En su primera novela, La musa del juego —escrita durante
las dos febriles semanas posteriores a su descubrimiento de Paul
Auster—, Santiago ya me había obligado a representar un papel
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de Sherlock Holmes improvisado, esta vez bajo la identidad de
Seymour Compton, en un escenario que, por obra de un más que
veleidoso azar, me llevaba de Brooklyn a Ciudad Neza. En ella,
yo seguía un plan cuidadosamente trazado: a) identificaba el ca­
dáver (un estraperlista que, ¡vaya coincidencia!, había estudiado
conmigo en la primaria); b) reconstruía la escena del crimen; c)
elaboraba una lista de sospechosos (entre los cuales se hallaba la
famme fatale que, por casualidad, se convertiría en mi amante); y
d) los entrevistaba uno por uno hasta que, gracias a un último
golpe de suerte, descubría al criminal.
Cuando decidió investigar la muerte de su amigo, Santiago
no recordaba este esquema, pero su instinto literario lo llevó a
repetirlo con una minuciosidad que hubiese sorprendido al propio
Auster. Los dos primeros pasos estaban prácticamente concluidos
—nadie dudaba que Juan Jacobo estaba bien muerto y el crimen
se había consumado, como todos sabían, en la habitación que éste
compartía con Santiago—, de modo que hubo de comenzar por el
punto c), la elaboración de una minuciosa lista de sospechosos.
Aunque la intención de Ms Ellen Cunningham, la Chair-
person, había sido convocar a la crema y nata de la intelectualidad
hispánica, el escaso presupuesto la obligó a conformarse con quin­
ce autores menores de treinta y cinco años que, en conjunto, a pesar
de las interminables rondas de bourbons, costaban menos que una
sola conferencia de Isabel Allende. Además, podía sentirse orgullo­
sa de contar, en su staff de profesores, con la doctora Elida Garcia­
bonilla, una perfectamente legal ciudadana norteamericana que, si
bien apenas balbuceaba el español de sus padres, era la máxima
autoridad mundial en la materia, esto es —no van a creerlo—, en
escritores latinoamericanos menores de treinta y cinco años.
El espectro de posibles culpables no era, pues, muy amplio.
Pero, si ustedes hubiesen tenido oportunidad de mirar los rostros
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de los invitados al encuentro, sin duda hubiesen imaginado un
crimen colectivo. Los trece asistentes que quedaban vivos (San­
tiago excluido) eran criminales en potencia: dos peruanos que
sólo escribían sobre homicidios (el asesino siempre era oriental);
una dramaturga argentina; tres cuentistas venezolanos; tres co­
lombianos; un exclusivo grupo de poetas formado por una uru­
guaya, una chicana y un dominicano; dos críticos y una novelista
(Susana) de México; y un narrador oral costarricense. Desde
luego, tampoco se podía excluir a Ms Cunningham y menos aún
a la doctora Garciabonilla.
Las trayectorias literarias de Santiago y Juan Jacobo co­
menzaron a bifurcarse al salir de la preparatoria. Dietrich (ya había
empezado a firmar en alemán), más aventurado o más irresponsa­
ble, decidió estudiar filosofía, en tanto que Santiago, con más
sentido común, osciló durante algunos meses entre las profesiones
de su padre y de su abuelo: los anfiteatros de la Facultad de Me­
dicina y las aún más sórdidas aulas de Derecho. El resultado fue
obvio: mientras su amigo se rodeó de una panda de inexpugnables
poetas puros y amantes de la literatura mitteleuropea, él se con­
virtió en un precoz exponente del dirty realism, la segunda vuelta
de la Onda, la resaca de la movida española y la literatura vómito,
con las respectivas dosis de sexo, drogas & rock’n’roll que cada
una de estas corrientes exigía a sus cultivadores.
Pero entonces su amistad aún era más fuerte que sus diver­
gencias estéticas y, contra todos los pronósticos, se decidieron a
fundar un nuevo movimiento literario, al cual llamaron generación
kaboom. Tras una intensa labor proselitista —que incluyó la redac­
ción del célebre “manifiesto kaboom”—, al grupo se unieron otras
dos jóvenes promesas de la literatura mexicana: Paco Palma (Eca­
tepec, 1973), ahora preso en la prisión de Cerro Hueco, en Chiapas,
y Clementina Suárez (Jiquilpan, 1974-Morelia, 1996), fallecida
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prematuramente en un accidente automovilístico (el crack le hizo
comprobar que los postes de luz no son amistosos a las tres de la
madrugada). A pesar de la incomprensión de los críticos, en espe­
cial de Jacinto Tostado, quien se refirió a ellos como “cártel del
golfo de la literatura”, sus consignas eran claras: luchar, a brazo
partido, contra la literatura light o, en otras palabras, tratar de es­
quilmarle algún que otro lector a Como agua para chocolate.
Tras integrar su relación de sospechosos, Santiago decidió
iniciar las pesquisas, siempre auxiliado por la gentil Susana.
—Tás pendejo, güey —le dijo ella—. Sí, como no, muy
machín, muy gallito, yo investigo y ustedes se callan, putos. Tú
aquí no pintas nada, papito, estos pinches gringos no van a dejar
que metas tus nalgas. Si no estamos en Joligú.4*
Pero Santiago estaba decidido. Copiando mi papel de tipo
rudo, se presentó de improviso en uno de los bares que rodeaban
al campus y, tal como esperaba, se encontró con la silueta enteca
de Jacinto Tostado, el cual no había asistido a una sola de las se­
siones del encuentro. “Si ya sé que son una mierda, ¿qué necesidad
tengo de oírla?”, le decía a los dos borrachos negros con los que
compartía su erudición. “Un buen vaso de bourbon es más inteli­
gente que cualquier cosa que hayan escrito esos mamarrachos.”
Intrigado, el barman le preguntó si había leído las obras de aque­
llos muchachitos latinos. “Ni muerto”, respondió Jacinto. “Si ya
sé que son una mierda, ¿qué necesidad tengo de leerlos?” y, en un
súbito arranque de generosidad, invitó otra ronda. En La aporía...,
el diálogo entre los dos personajes se desarrolla como sigue:
“—¿No lo habías dejado? —le pregunté a Giacinto Brucciato sólo
para incomodarlo. —Vete a la mierda, Cameron —me respondió

4
Ésta es una transcripción precisa del habla de la escritora, idéntica a las que ella
realiza, con abrumadora fidelidad lingüística, con los diálogos de sus personajes (N. del P.)

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con sus ojos de anguila. —¿Te has enterado de lo de Turchini?
—Una lástima, ¿no? El pobre tenorcito muerto. Y una mierda,
Cameron. —¿Puedo preguntarte adónde estabas ayer por la tarde?
—Aquí, tragándome esta mierda. Pregúntaselo a mis amigos —y
las socarronas bocazas de los negros se abrieron como si fuesen
las mismas puertas del infierno” (pág. 56).
Como ustedes ya habrán imaginado, Santiago se limitó a
corregir un poco el episodio original: “—¿No lo habías dejado,
Jacinto. —Ni loco, amigo. Sólo así se soporta una mesa redonda
en la que leas tú. —¿Te has enterado de lo de Juan Jacobo? —Una
lástima, ¿no? El pobre cuentista muerto. Y una mierda, Contreras.
—¿Puedo preguntarte adónde estabas ayer por la tarde? —Co­
giendo con Susana. Pregúntaselo si quieres...” (Si hubiese escrito
esto, se arriesgaba a verse incluido en la séptima edición aumen­
tada de Falos, así que lo dejó pasar.)
Una espesa sombra de rivalidad se había establecido entre
Juan Jacobo y Santiago por culpa del crítico. En efecto, éste escri­
bió en una reseña que la prosa del primero era “como una mezcla
de Joyce y el pato Lucas” (un comentario decididamente ambi­
guo) mientras que, al referirse a Santiago, no habían quedado
dudas: “sin duda”, escribió Tostado, “se trata del peor escritor de
1996”. Tras esta declaración, el movimiento kaboom murió para
siempre: aunque trataron de ocultarlo, la amistad entre sus funda­
dores no volvió a ser la misma.
—Yo escuché por ahí que estabas peleado con el nazi —así
apodaban a Juan Jacobo unos cuantos envidiosos, como Susana y,
a veces, el propio Santiago.
—Tonterías.
—¿Entonces por qué te obsesionas con esto, Santi? —odia­
ba que ella lo llamara así tanto como yo detesto sus metáforas—.
¿Qué más te da?
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Como si se tratase de una respuesta directamente importada
de La aporía..., Santiago respondió de nuevo: “Tengo que hacer­
lo”. (En Escupiré sobre tu tumba, la frase que da título al libro se
repite cuarenta y ocho veces, a fin conseguir un estilo similar al de
Javier Marías.)
Contra sus expectativas, los dos babuinos de la policía esta­
tal de Ohio encargados del caso le impidieron entrar en la escena
del crimen (no es que pensara revisarla: también era su habitación
y necesitaba calzoncillos limpios); no lo dejaron tomar huellas y
le dijeron, en un dialecto macarrónico, que los demás artistas
estaban muy nerviosos y no iban a tolerar que él, Santiago, los
molestase con sus absurdos interrogatorios.
La distancia entre Santiago y Juan Jacobo se ensanchó aún
más cuando este último obtuvo una beca para estudiar en Alema­
nia, en donde se proponía escribir unos relatos sobre los soldados
de las SS. Entonces Santiago transformó sus celos en condena
ética: “¿Cómo puedes?, los nazis, Dios mío, Juan Jacobo, tendrías
que renunciar por dignidad...” Pero Juan Jacobo no renunció: es­
cribió un breviario de 38 páginas, También había héroes, que le
ganó el aplauso de los críticos mexicanos —Santiago llegó a decir
que el éxito se debía a que éstos nunca leían más de cuarenta fo­
lios— y una traducción al inglés (en Alemania fue prohibido).
La brutalidad del mundo real se introdujo, de pronto, en las
investigaciones de Santiago. No se le habría ocurrido ni en el peor
de sus relatos: dos días después del homicidio, y ante la mirada
atónita de los invitados al congreso, los dos policías detuvieron a
Jacinto Tostado, lo esposaron, lo introdujeron en un coche patru­
lla, no sin antes leerle sus derechos, y lo llevaron a la cárcel del
condado. La imagen evocaba las peores películas hollywoodenses
pero no había un Tarantino que inventase algún diálogo chispean­
te para salvar la situación.
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—Como el mayordomo, el crítico siempre tiene la culpa
—musitó, al cabo, Susana.
En realidad, ella era la menos indicada para decirlo. Mien­
tras la mayor parte de los miembros de su generación debía sopor­
tar estoicamente los insultos y las diatribas de los reseñistas —por
lo general no se trataba de autores frustrados, como se suele pensar,
sino de algo peor: escritores en activo deseosos de exhibir su talen­
to analítico—, ella recibía invariablemente halagos y mimos. Y lo
más extraño era que éstos no se debían a su belleza (más bien es­
casa), ni a su disposición innata a conceder favores sexuales (aun­
que lo hacía a menudo) y mucho menos a sus dotes de narradora
(los cuales, según todos, eran nulos). El suyo era uno de esos pe­
queños misterios que anidan en toda pequeña comunidad literaria.
—¿Y por qué iba a hacer algo semejante? —preguntó
Santiago.
—La doctora Garciabonilla halló el motivo. En un cuento
que Juan Jacobo se disponía a leer la noche del crimen, el narrador
homodiegético es, según ella, un trasunto de Tostado.
—No entiendo nada.
—La profesora asegura que Juan Jacobo se disponía a bur­
larse del crítico.
—¡Pero si yo leí ese cuento y el narrador es Heinrich Himmler!
—Y yo qué voy a saber —concluyó Susana—. Ella es la
experta y dice que, al deconstruir al personaje, aparecieron los
rasgos de Jacinto.
—¡Pues está equivocada! —Santiago se mordía las uñas—.
¡Y tú lo sabes! ¡Jacinto no pudo haberlo hecho porque a la hora
del crimen estaba contigo, Susana!
—¿Conmigo? —a veces conseguía ser encantadoramente
pícara.
—Él me dijo que había..., bueno, que ustedes dos...
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—¿Así que soy su coartada? —la narradora se rió como no
lo había hecho desde que terminó de escribir el capítulo de Falos
que le reservó a Camilo José Cela.
—Vamos, debemos ir a la comisaría —la urgió Santiago.
—¿Para qué?
—Tienes que probar su inocencia.
—¿Yo? —sonrió de nuevo—. Si lo hiciera la comunidad
literaria no me lo perdonaría jamás. Lo siento, pero no. Es palabra
contra palabra. Y, ¿te confieso una cosa? Es mucho mejor como
crítico...
No necesito añadir que, en La aporía..., esta discusión ha
sido trastocada hasta volverse irreconocible, pero es tan pobre
que no hace falta repetirla. Santiago no se había sentido tan an­
gustiado desde que terminó de leer la primera novela de Paco
Palma (se había dado cuenta, con horror, de que era mucho mejor
que las suyas; prudentemente le recomendó dejarla madurar en un
cajón). Decidido a salvar a Tostado —Susana pensó que acaso
más tarde querría cobrarle el favor—, Santiago burló a un guardia,
rompió los precintos y se introdujo a hurtadillas en su habitación
en busca de una prueba que demostrase la inocencia del crítico.
Por lo que pudo comprobar, los policías gringos no eran como los
mexicanos: todo seguía en su lugar —es decir, en el mismo des­
orden previo al homicidio— y la única novedad era la cinta adhe­
siva que dibujaba en el piso la silueta de Juan Jacobo. Quizás
porque no entendían español, o porque eran tan indiferentes a la
literatura como Ms Cunningham, los policías habían olvidado
revisar las decenas de papeles firmados por Juan Jacobo que po­
dían hallarse en todas las esquinas. En busca de una pista, Santia­
go los revisó uno a uno hasta cansarse de los uniformes negros,
las svásticas, los bigotitos de Charlot y las cruces de hierro que
inundaban la última producción del ahora occiso. Por fin, sobre la
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tapa del wc, encontró lo que necesitaba: una hoja suelta, escrita a
mano con la disparatada caligrafía de Juan Jacobo. Se trataba de
una indudable nota suicida:

A quien corresponda:
Cuando encuentren esta nota será demasiado tarde para
mí. Me encontraré ya en el mudo territorio del vacío. Yo mismo
me encargué de suministrarme el veneno. ¿Por qué? Ése es justo
el problema: no hay un porqué. Simplemente me he dado cuenta
de que prefiero el silencio. Mas no piensen en la callada vejez de
Rulfo o de Arreola. Ellos se dieron cuenta, de pronto, que ya no
tenían nada más que decir. Yo, en cambio, he descubierto que
nunca lo he tenido. Como dije en una entrevista, yo escribo por­
que no sé hacer nada mejor. Pero ello no quiere decir que lo haga
bien. No se culpe a nadie de mi muerte.5
J. P. Dietrich

En La aporía..., Santiago copió el párrafo textualmente, sólo


sustituyendo el verbo “decir” por “cantar” y a Rulfo y Arreola por
María Callas y Giuseppe di Stefano (pág. 77). ¡Lo había logrado!
Tantos años de leer y escribir relatos policíacos habían servido
para algo!
Esa misma mañana, Santiago se presentó en la comisaría.
Lo acompañaban Susana (a regañadientes pero, eso sí, luciendo
un escotadísimo vestido magenta), Ms Cunningham y el resto de
los escritores latinos (sólo la doctora Garciabonilla se había excu­
sado, pues creía que Santiago quería desacreditar sus investiga­
ciones filológicas).

5
¿Es que ni siquiera en el último momento podía ser original? (N. del P.)

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—Su Señoría —comenzó a decir en inglés, aunque se dirigía a
un simple celador—. He venido a impedir que se cometa una injus­
ticia terrible. Ése hombre —y señaló a Tostado, quien desde antes
de su detención permanecía borracho, sin darse cuenta de que estaba
entre barrotes— es inocente. Así es, señoras y señores, inocente.
Y luego dicen que los literatos serios no tienen influencia de
John Grisham.
—¿De qué diablos está hablando? —respondió el celador.
—Jacinto Tostado puede ser un miserable crítico de quinta,
un hombre que ha vendido su pluma al mejor postor, un mercena­
rio y un canalla sin principios pero él, señoras y señores, no ase­
sinó a Juan Jacobo Reyes (a) Juan Jacobo Dietrich.
—Ah, ¿no? —se escuchó a coro, como si se tratase de la
ópera introducida por Santiago en su novela.
—No. Aquí tengo la prueba —y comenzó a agitar una hoja
de papel en las barbas de uno de los policías.
—¿Qué es eso? —preguntó el celador con repentino interés.
Y entonces Santiago respondió con una voz enérgica y fir­
me, la voz que debió alzar Émile Zola al esgrimir su j’accuse:
—Mi confesión firmada —dijo y, tras una larga pausa,
añadió—: Yo maté a Juan Jacobo Dietrich.
Si en ese momento yo hubiese podido salir de los mohosos
libros que me aprisionaban, lo hubiese abofeteado sin contempla­
ciones. ¿Por qué lo hiciste, hijo de puta?, le hubiera dicho a San­
tiago como un personaje de Escupiré sobre tu tumba. Por
desgracia, tales empresas me están vedadas. Soy un simple perso­
naje y, como se enseña en la primeras lecciones de crítica literaria,
nunca hay que confundir al narrador con el autor.
Sólo ahora, al terminar este relato —y al compartir, por ello,
la actividad y los sueños de Santiago—, al fin creo haberlo com­
prendido. Quizás sólo por esto ha valido la pena el esfuerzo. El
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diálogo que sigue es, pues, doblemente imposible: no tiene que
ver con mi realidad ni con la realidad de Santiago y, por tanto,
tampoco con sus ficciones ni con las mías. No es más que un
sueño. El eterno sueño de la literatura:
—¿Por qué, Santiago? ¿Por qué lo hiciste?
—¿Matar a Dietrich?
—Los dos sabemos que no fuiste tú. Encontraste su nota,
¿no es verdad?
—Quizás sí y quizás no. Como has dicho, sólo tú y yo lo
sabemos.
—Te han echado treinta años de cárcel, Santiago.
—Los mismos que a ti, querido amigo. De ahora en adelan­
te compartirás tus días con los personajes de Revueltas y Solzhe­
nitsin. ¿No te parece apasionante?
—No lo sé.
—Sólo mírate. Ve cómo has crecido en las últimas semanas.
Antes eras un estúpido muchachito disfrazado del doctor Kapu­
chinski, o de crítico musical, o de mí mismo. Ahora, en cambio,
eres un gran personaje. Autónomo, redondo, lleno de matices.
Jacinto Tostado ha escrito que posees el carácter más rico de la
literatura contemporánea.
—Te lo debe. No se puede confiar en uno solo de sus juicios.
—De acuerdo. Pero por primera vez tienes cosas valiosas
que decir. ¿No es eso lo que querías? ¿No te quejabas de ser estú­
pido y vacío? Ahora eres inteligente, perverso, temeroso, sutil,
triste, inocente y criminal, como todos los seres humanos...
—¿Por eso lo hiciste? ¿Para conseguir una experiencia que
te convirtiese en un escritor de verdad?
—Te agradezco la confianza, pero me sobrestimas. Nunca
pensé que esto ocurriría. Al menos no lo tenía planeado. Ha sido
un consuelo de última hora.
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—¿Entonces?
—¿Es que no me conoces? No podía permitir que Juan Ja­
cobo se convirtiese en una leyenda. ¡Un joven literato que se
suicida antes de los treinta y cinco años en una universidad norte­
americana! ¿Cómo decía su nota? El mudo territorio del vacío.
¿No te jode? Un Jorge Cuesta, un Raymond Radiguet, un Kurt
Cobain latino. ¿Qué más quieres? No, amigo mío. Ahora ya nadie
se acuerda de él. Nadie. ¿Lo oyes? ¿Y sabes cuántas tesis se escriben
sobre mi obra? ¿Cuántos reportajes, cuántas biografías, cuántos
ensayos, cuántas películas, cuántos libros? No podía darle ese
gusto. Simplemente no podía hacerlo.

Salamanca, 13 de agosto-28 de septiembre, 1998.

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Índice

Prólogo
Rosa Beltrán v

Intervenciones

Sergio Pitol
De cuando Enrique conquistó Asjabad y cómo la perdió 5

Vicente Leñero
A la manera de O’Henry 31

Hoguera de las vanidades

Enrique Serna
La vanagloria 45

José Joaquín Blanco


El reportero del diablo 75

Índice / 467

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Fernando Iwasaki
El Derby de los penúltimos 87
Gerardo Cifuentes
Miki nos odia 107

Hacia lo ignoto

Clara Obligado
Exilio 119

Ignacio Solares
La instrucción 135

Aeropuertos
{viajes/encuentros y desencuentros}

Cristina Rivera Garza


El rehén 147

Luis Felipe Lomelí


Gente sencilla del campo 163

Hernán Lara Zavala


A Ronchamp 185

Juan Villoro
Coyote 201

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Urbes fantásticas

Gonzalo Soltero
Maduro 223

Daniel Rodríguez Barrón


En casa 233
Fernando de León
Manual del comportamiento fantástico 239

Hospital

Antonio Ortuño
Pseudoefedrina 251

Ana María Shua


Los días de pesca 265

Alejandro Toledo
Y de pronto anochece 275

Mayra Santos Febres


Goodbye, Miss Mundo, Farewell 283

Negros

José Abdón Flores


La floración 295

Índice / 469

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Mario Mendoza
La Revolución 319

Santiago Roncagliolo
Asuntos Internos 341

Sucios

Jorge Franco
Eva, la sucia 369

Pedro Juan Gutiérrez


Yo, el más infiel 377

Rafa Saavedra
Ultrapop 385

Vida doméstica

Fabio Morábito
El tenis de los viernes 395

Jorge F. Hernández
True friendship 415

Ana García Bergua


Los conservadores 427

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Ana Lydia Vega
Tríptico de alcoba 439

Palimpsestos

Jorge Volpi
Art poetica 449

Índice / 471

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Sólo cuento. Antología de los mejores cuentos
en lengua española. Tomo I, de la Dirección de Literatura
de la Coordinación de Difusión Cultural de la unam,
se terminó de imprimir en octubre de 2009
en Formación Gráfica, s.a. de c.v., Matamoros 112,
Col. Raúl Romero, C.P. 57630, Cd. Nezahualcóyotl,
Estado de México. La composición se realizó en tipos
Times de 12/14 y se utilizó papel cultural de 90 gs.
Se tiraron 1 000 ejemplares. Leyó Álvaro Uribe y
Cuidaron la edición Ana Cecilia Lazcano y
Gabriela Ordiales.

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