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Arte nuevo de hacer comedias
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Arte nuevo de hacer comedias

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Cruce de caminos entre un pasado de tentativas, un presente de evidencias y un futuro de indudables repercusiones, el Arte nuevo de hacer comedias en este tiempo (1609) resume el pulso dramático de una época y la posición estética y vital de su autor. Considerado el primer manifiesto del teatro moderno, Lope de Vega plasmó en él lo que ya había conseguido en escena: que las comedias se convirtieran en el mayor divertimento popular y en la más excelsa manifestación artística. Tan vigente hoy como en el siglo XVII, esta cuidada edición crítica de Evangelina Rodríguez nos permite asistir a las circunstancias y motivos que llevaron a Lope a escribir el Arte nuevo, convirtiéndose, más que en la inauguración de un nuevo teatro, en el apasionante relato de la audacia colectiva que lo impulsó.
LanguageEspañol
PublisherCASTALIA
Release dateJul 23, 2012
ISBN9788497404693
Arte nuevo de hacer comedias
Author

Lope de Vega

Lope de Vega (1562-1635) was Spain's first great playwright. The most prolific dramatist in the history of the theatre, he is believed to have written some 1500 plays of which about 470 survive. He established the conventions for the Spanish comedia in the last decade of the 16th century, influenced the development of the zarzuela, and wrote numerous autosacramentales.The son of an embroiderer, he took part in the conquest of Terceira in the Azores (1583) and sailed with the Armada in 1588, an event that inspired his epic poem La Dragentea (1597). Among his many notable works are Fuenteovejuna (c. 1614) in which villagers murder their tyrannous feudal lord and are saved by the king's intervention, and El castigo sin venganza, in which a licentious duke maintains his public reputation by killing his adulterous wife and her illegitimate son.

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    Arte nuevo de hacer comedias - Lope de Vega

    0.jpg

    COLECCIÓN DIRIGIDA POR

    PABLO JAURALDE POU

    1.jpg

    Retrato de Lope de Vega.

    Grabado en Poema de San Isidro. Madrid, Pedro Madrigal, 1603.

    Debajo, firma autógrafa del escritor.

    LOPE DE VEGA

    ARTE NUEVO DE HACER COMEDIAS

    EDICIÓN, INTRODUCCIÓN Y NOTAS DE

    EVANGELINA RODRÍGUEZ

    2.jpg

    En nuestra página web www.castalia.es encontrará el catálogo completo de Castalia comentado.

    Primera edición impresa: septiembre 2011

    Primera edición en e-book: enero 2012

    © de la edición: Evangelina Rodríguez, 2011, 2012

    © de la presente edición: Edhasa (Castalia), 2012

    www.edhasa.es

    Ilustración de cubierta: Antonio de Pereda: El sueño del caballero (detalle, mediados s. XVII). Academia de San Fernando, Madrid.

    Diseño gráfico: RQ

    ISBN 978-84-9740-469-3

    Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.

    Para Marta J.G. y para Noa y Zoe R.G.,

    futuro de mi memoria.

    INTRODUCCIÓN

    1. EL HOMBRE ADECUADO EN EL MOMENTO ADECUADO

    Dice William J. Bowsma, glosando a Francis Bacon, que «algunos libros hay que catarlos, otros hay que tragarlos y unos pocos hay que masticarlos y digerirlos». Es decir, que algunos han de leerse sólo a trozos; otros han de leerse pero sin curiosidad; y únicamente unos pocos han de leerse completamente: con diligencia y atención[1]. Es indudable que cuando se acomete la tarea de editarlo críticamente, se da por supuesto que el Arte Nuevo pertenece a esta última categoría. Sus trampas de sencillez –cuando no de brillante ironía– no deben engañarnos. Sin embargo, tampoco conviene olvidar lo que escribió Azorín en su Lope en silueta:

    No pensemos en que leemos […] para saber, para hacer crítica luego. Si leemos con este propósito, no nos apropiamos de la sustancia de la obra. Nos hallaremos en guardia, vigilantes, para que no pase inadvertido lo que debemos aprehender. Esta actitud de rigidez nos impedirá abandonarnos a la obra, entregarnos total y definitivamente. (1960: 11)

    Sucede, en efecto, que ante el Arte Nuevo, imantada en exceso la aguja de navegar Lope que propuso Azorín, hemos adoptado una actitud tensa, reacios a dejarnos seducir por su apariencia de juego o improvisación, por el «cuidadoso descuido» de un tratadillo que, aunque no había de cambiar para siempre el teatro español (porque, como veremos, ya había ido cambiando a través de una creación colectiva) sí que ofrece, en cifra, la historia de la audacia de aquel cambio. De modo que el Arte Nuevo de hacer comedias en este tiempo produce –en el trance de componer su edición crítica– un apreciable estado de alerta. Tal vez porque, como advirtió Montesinos (1969: 2-6), es uno de los escritos menos comprendidos de la literatura española y, con frecuencia, objeto de decepción cuando se busca en él la categoría de un manifiesto al modo del Prefacio de Víctor Hugo a su Cromwell (1827). Para tales pesquisidores, casi seguro que en lo de «encerrar los preceptos con seis llaves» Lope se queda corto (en llaves, se entiende). Ya había acudido al rescate Menéndez Pelayo, escrupuloso ante la levantisca tentación del poeta de burlar la ortodoxia preceptiva, reviviendo en Lope el mito del Dr. Jekyll y Mr. Hyde: un gran artista educado en la tradición clásica y latina –de la que era devoto seguidor fuera del teatro– y que, arrastrado por el viento del vulgo, gimotea una lamentable palinodia[2]. Para segar del todo nuestras ilusiones, el venerable Morel-Fatio (1885: 14), olvidando la mucha oralidad teatral que lo canaliza, invalida el Arte Nuevo sumiéndolo en la inconsistencia de una «disertación pálida y pedante, mal compuesta y confusa», que anuncia con toda suerte de precauciones el advenimiento de una nueva época en la que un obsequioso Lope, en modo alguno irónico y mucho menos novedoso, solemniza dogmáticamente sobre lo obvio.

    ¿No estaría Azorín en lo cierto y habría que leer el Arte Nuevo con menos estrés vigilante? No interrogarlo como la hoja de ruta de una teoría decisiva sino como una poética del rasguño, tramo final del legado de unos «padres fundadores» de la idea de teatro español: algunos, como veremos, oblicuamente asumidos como el batihoja Lope de Rueda; otros sublimados en la anécdota –ese «engañar con la verdad» de Miguel Sánchez–; otros silenciados alevosamente –Cueva o Cervantes–; los más convertidos en futuros agitadores de su causa, desde apologistas secundarios como Carlos Boyl o Ricardo del Turia hasta brillantes arquitectos de dramaturgia como Tirso de Molina. Un mensaje enviado al escrutinio futuro de quienes, como Azorín, se adentran en una lectura placentera, sin atuendos de docta filología, de ese Arte Nuevo, no tanto por sí mismo como por sus resultados en una recepción más amplia y subjetiva del teatro español y europeo: ni manifiesto profético o revolucionario ni ruborosa excusa ante eruditos de una academia. O tal vez las dos cosas. Porque, como también dijera Montesinos (1969: 5) el Arte Nuevo es «un tornasol». Pero en ningún caso un texto incoherente, indigesto de citas de segunda mano o, mucho menos, que pueda causar frustración si se comprenden las claves que abre ante nosotros del esplendente nacimiento del teatro moderno en España. Lo que no obsta para que, al leerlo o tratar de aprehenderlo, tengamos que asumirlo como una de esas ficciones dramáticas que, según comenta el dramaturgo Luis de Tavira (1999: 13), se nos ofrecen como

    moradas agobiadas, estrechos pasillos, empinadas escaleras, puertas que conducen a otros textos que son a su vez moradas, pasillos, escaleras y puertas de otros escritos que refieren libros que muestran y esconden otros libros que apenas se revelan [y que] nos transportan a otras ficciones ora más antiguas, ora más recientes...

    Se diría que reconocer todo ello (intentar disfrutar de su brillante alegato al mismo tiempo que de su calculada ambigüedad, de su gloriosa reivindicación individual y de su discreto sentido de memoria de un cambio que venía forjándose desde medio siglo antes) es el alivio o coartada para superar el estrés de la responsabilidad de ponerse a editarlo cuando se han cumplido cuatrocientos años de su aparición. No podría hacerse, desde luego, desde la perspectiva sombría de quienes han juzgado la obra como una exposición dogmática del arte nuevo que Lope sustenta. Me gustaría, eso sí, ofrecer una edición «que al estilo del vulgo se reciba». Espero que nadie malinterprete este verso robado a Lope porque la palabra vulgo sí que tiene en él muchas aristas. Como dijo su primer editor, Juan Caramuel, en 1668 «importa sobremanera […] que el poeta se adapte al tiempo y lugar y así acomode su pluma y argumento al sentir común»[3]. Y si Lope de Vega lo hizo, asumiendo que el divulgar, o extender el «sentir común» del vulgo (una forma sana de conocimiento) puede ser bueno para crear un teatro y explicar su porqué, en las páginas que siguen se intentará aproximar el Arte Nuevo a todos los que, de diversos modos, sienten que esa obra pertenece a su patrimonio cultural. Porque hay mucha gente de teatro (utilizo, a propósito, la expresión con la que se me invitó a realizar este trabajo) y, específicamente, del teatro clásico: están quienes lo estudian filológicamente, quienes lo ponen en escena o lo interpretan, quienes lo adaptan, quienes lo ven como alta cultura o como gozoso entretenimiento, quienes lo enseñan en un aula y quienes asisten a ella o quienes cuentan su historia y sus historias. Por tanto era imposible no intentar hacer justicia tanto a quienes lo han enriquecido desde la excelencia académica (esta edición no puede prescindir de esa generosa genealogía de editores que se reseñan puntualmente donde corresponde), como a los otros (que también tienen su particular genealogía que descubrir en nuestros clásicos). Para los primeros se procurará una seria colación ecdótica –no complicada, aunque también tiene algún pasillo angosto–, y un aparato de notas para dar cuenta de «las ficciones más antiguas o recientes» a las que se refería Tavira. Para los demás, esas mismas notas identificarán autores lejanos o vocablos que el tiempo ha confinado al Siglo de Oro. Para los filólogos se incluirá un Registro de variantes y una descripción de las ediciones de referencia (antiguas o modernas) del Arte Nuevo, además de la obligada bibliografía. Para todos, en este estudio introductorio, se intenta narrar su fascinante proceso de creación. Con inevitables saltos hacia delante o hacia atrás, porque probablemente así lo exige la propia composición de la obra, construida con la zigzagueante escritura de Lope de Vega, aunque Rozas (1976) demostró, con la sabiduría del maestro, la posibilidad de su estructura volcada con precisión bajo el modelo retórico de un vehemente soliloquio dramático. En todo caso, con tal relato se pretende que, quienes lo sigan, desdeñen por obsoleta la idea de un dramaturgo más extenso que profundo, más provocador de emociones que de reflexión, como arguyeron Américo Castro y Hugo A. Rennert (1969: 379).

    Por eso, porque es relato, porque es ficción y porque también, como veremos, es teatro, el Arte nuevo de hacer comedias necesita explicarse con toda la llaneza posible. Porque quizá significa más de lo que dice, y porque ese decir se encuentra sembrado de implicaciones, a veces en clave de parodia de lo antiguo y, a veces, en clave de luminosa intuición de lo moderno o de lo que después será definitivamente moderno. Zahorí del futuro o, como se ha dicho a propósito del centenario del tratado, «cazador de tendencias», Lope fue sobre todo un pionero con una sensibilidad prodigiosa para cifrar las condiciones y que requerían una nueva atmósfera crítica y una nueva visión del hecho teatral. Por eso fue el hombre adecuado, en el momento adecuado.

    El Arte Nuevo es, claro está, una cita señera de la biografía real de Lope. Aparece a principios de 1609 en una operación de apresurado oportunismo editorial añadido a sus Rimas. Vive por entonces oficialmente en Toledo, aunque atiende ya, como paterfamilias in itinere, a la prole que mantiene de sus amores con la actriz Micaela Luján en Sevilla o con la habida de sus ya dos matrimonios canónicos (con Isabel de Urbina en 1589 y con Juana de Guardo en 1598). Pero también deambula por Madrid, donde tiene casa alquilada en la calle Fúcar en la que se encuentra su familia ilegítima, y frecuenta el mundillo literario y los mentideros de la farándula a la par que se ocupa de la impresión de sus obras, como es el caso de las citadas Rimas, que saldrán de la imprenta de Alonso Pérez. Hace ya unos cuatro años que ha iniciado una untuosa relación con don Luis Fernández de Córdoba y de Aragón, sexto Duque de Sessa, al que servirá de secretario oficial y de compadre celestinesco como muestra una larga, morbosa y apasionante correspondencia que haría las delicias de cualquier biógrafo. Ha dejado ya de firmar sus autógrafos precediendo a su nombre de la M inicial que delataba su febril intimidad con Micaela Luján[4]. Y ese mismo verano ingresará en la Congregación de Esclavos del Santísimo Sacramento en el oratorio del Caballero de Gracia, una especie de «asociación de seguros mutuos»[5], que denota un deseo de fijar ya su residencia en la villa y corte: al año siguiente, en 1610, comprará la célebre casa de la calle Francos (hoy Cervantes, 11) en donde trascurrirá el resto de la película de su vida. Decimos película no sin retranca. La de Lope es una vida plagada –su extroversión y hasta impudicia sentimental y aventurera reflejada en documentos y en su propia obra así lo corroboran– de acontecimientos que quizá el mismo exageró. Nutrida de ellos y de las hipérboles que su discípulo Juan Pérez de Montalbán vertiera en su Fama póstuma a la vida y muerte del doctor Frey Lope Félix de Vega y Carpio (Madrid, 1636), destila una personalidad avasalladora, a trechos casi cinematográfica. La misma impronta que Menéndez Pidal (1964a: 99) adujera respecto a la trepidante y fogosa celeridad de su teatro al calificarlo de «ilustre cinedrama». No importa que, no fuera con él aquella máxima del cervantino Licenciado Vidriera de que «las luengas peregrinaciones hacen a los hombres discretos» y que, como se ha subrayado, no saliera jamás de los confines ibéricos[6], más que para participar en 1583 en la expedición a las Azores que, al mando de don Álvaro de Bazán, Marqués de Santa Cruz, intentó acabar con la resistencia a las pretensiones de Felipe II para coronarse rey en Portugal o embarcarse en 1588 –aunque sea difícil probarlo– en la llamada Armada Invencible (no lo fue tanto a la postre) contra la pérfida Albión.

    Es lógico que Ruiz Ramón (1992: 150-151) contraponga la «biografía del silencio» de Calderón de la Barca a la «biografía del trabajo» de Lope de Vega, no sólo por su peripecia sentimental (a fin de cuentas dijo de sí mismo que, como los ruiseñores, «tenía más voz que carne») sino porque, incluso en los momentos más tormentosos, «sabe retirarse, hurtando horas al sueño o dedicando largas jornadas de su existencia» al aposento donde están sus libros y sus papeles. Pero mientras Calderón viaja por una realidad que somete a matemática siempre recluido en su gabinete, Lope abrazó el aire de las calles y de la historia o microhistoria con las que se rozó para reescribirla, a veces con vertiginosa celeridad, en los distintos gabinetes que habitó[7]. De esta guisa debemos suponerlo componiendo, en las circunstancias que se relatarán, su Arte Nuevo. Pero lo hace, en afortunada frase de Maria Grazia Profeti, «con una più che ventennale pratica di scritura per la scena alle spalle»[8].

    Y es que Lope había nacido en Madrid en 1562 (tal vez el 25 de noviembre o acaso el 2 de diciembre, que en eso aún hay pesquisas), fruto del matrimonio de Francisca Fernández Flórez y del maestro bordador Félix de Vega: un origen de burguesía artesanal que intentó aliñar con ensueños de nobleza: son famosas las diecinueve torres del escudo de los Carpio que mandó imprimir en su Arcadia (1598). Como presumirá indirectamente en su Arte Nuevo de que a los diez años, «tirón gramático», ya se desenvolvía en la gramática y retórica juntando «libros de odas y letras y lenguas, que después de la griega y ejercicio de la latina, supe bien la toscana y de la francesa tuve noticia»[9]. Su presumible formación con los jesuitas es decisiva para entender la importancia que el sistema pedagógico por ellos implantado (la Ratio Studiorum que unía la disciplina de pensamiento y del lenguaje en el lema del «homo peritus bene dicendi») tuvo para su teatro y para la conformación formal y de contenido de su tratado. Estudia luego, quizá patrocinado por don Jerónimo Manrique, Obispo de Ávila e Inquisidor General, en Alcalá de Henares entre 1577 y 1581 y luego, tal vez, en Salamanca. Y mientras –signo de los tiempos– busca de nuevo mecenazgo con el Marqués de Navas (1583-1587) y surge su relación con Elena Osorio, hija del autor de comedias Jerónimo de Velázquez. Ello daría lugar, tras desavenencias más monetarias que sentimentales, al famoso proceso por los libelos contra la familia de la joven por los que fue arrestado, en el mismo corral de comedias de la Cruz, en 1587. Lope daría cuenta de esta borrascosa relación en múltiples poemas y series de romances que transparentan sus muchos yoes y, años después, en su innovadora «acción en prosa» La Dorotea (1632). El proceso, rigurosamente conservado en sus protocolos, muestra el tipo de relación siempre entreverada de intereses pecuniarios que habría de mantener a lo largo de su existencia profesional como dramaturgo con los autores y representantes que se disputaron sus obras. Son reveladoras sus palabras transcritas en el interrogatorio que sufre en prisión a causa de la demanda de la familia Velázquez:

    Preguntado si es verdad que este confesante trata en hacer y hace comedias, y las ha hecho y dado a algunos autores de comedias –dijo que tratar no trata en ellas, pero que por su entretenimientos las hace, como otros muchos caballeros de esta corte […] y que es verdad que ha hecho algunas y las ha dado a Velázquez, autor de comedias, y otros autores para que las representen...[10]

    Donde tratar no debe entenderse en el sentido de «discurrir o disputar» sobre una materia sino en el de «comerciar con géneros y mercaderías, comprando, vendiendo y trocando». Lope reniega –las circunstancias le obligan– de una dedicación profesional a la escena que progresivamente se convertirá en tensa relación respecto a una creación literaria más canónica y ennoblecedora; una tensión de la que no estará exento el Arte Nuevo. Como consecuencia, Lope sería desterrado de la corte el 7 de febrero de 1588. En Lope todo fue accidentado y providencial. En el curso de ese oficioso destierro tiene tiempo de embarcarse en Lisboa, en mayo del mismo año, en la Gran Armada y en julio se casa por vez primera. Lo hace, después de otro lance teatral –un supuesto rapto– con Isabel de Urbina, hija de un regidor y hermana de un pintor de cámara real. Y lo hace en la iglesia de San Esteban de Valencia, donde se establece como lugar de obligado exilio a partir de 1589[11]. De la importancia de esta estancia se dará cuenta después. Lope envía desde allí las comedias que le reclaman autores como Gaspar de Porras para representar en Madrid. Cumplidos apenas dos años de destierro de Castilla, se traslada a Toledo como gentilhombre de cámara de don Antonio de Toledo y Belmonte, duque de Alba. Y en la corte ducal de Alba de Tormes, donde reside desde 1592, escribiría su Arcadia. Perdonado por la familia Velázquez, se instala en Madrid en 1595. En su perpetuo peregrinar sirviendo a protectores, en 1598 recalará como secretario del Marqués de Sarriá (sobrino del Duque de Lerma) con quien viajará otra vez a Valencia para asistir en 1599 a los festejos con motivo de la boda de Felipe III e Isabel Clara Eugenia. Entre tanto (hacia 1593) ha conocido a Micaela de Luján (la Camila Lucinda de sus poemas) con la que, en Sevilla, como ya hemos visto, y hasta que desaparezca de su vida, tendrá numerosos hijos, aunque sólo Marcela (que ingresaría años más tarde como monja en el Convento de las Trinitarias) y Lope Félix llegaron a adultos. En 1598 se había casado, en matrimonio ventajoso, con Juana de Guardo, la hija del mayor abastecedor de carne de Madrid y madre de Carlos Félix y Feliciana. Y llegamos así a los años (1608-1609) en los que, puestos bajo su jurisdicción todos los representantes –como diría Cervantes–, compone el Arte Nuevo, el punto desde el que hemos remontado el curso de su vida.

    Hacia 1612 Lope recibe el primero de los golpes que acompañarían las desdichas de su madurez: muere Carlos Félix y, al año siguiente, su mujer. Se consuela, como siempre, con amoríos: la «entretenida y hermosa» Jerónima de Burgos, otra cómica con la que se le relaciona desde 1607 y a la que años después llamará, inclemente, «nariz sobre picote y panza con escapulario» cuando se decida a meterse monja[12]. Sin empacho de convivir todavía con ella, comunica desde Toledo al Duque de Sessa su disposición a ordenarse sacerdote, lo que hace el 24 de mayo de 1614. Lope se escurre como una anguila en manos de quienes han intentado dar explicación a este repente. Los imponentes sonetos de sus Rimas sacras (que se imprimen ese mismo año) avalan la vocación del fogoso poeta. Pero lo cierto es que, desde entonces, se le abrirán puertas de medro a base de sinecuras eclesiásticas, sin perjuicio de seguir controlando de cerca la vida literaria y teatral de Madrid. Y siguen los amoríos: hacia 1616 aparece brevemente en su vida otra comedianta, Lucía Salcedo (en sus cartas, La Loca o Truchas). Pero, sobre todo, aparece Marta de Nevares, la venturosa Amarilis de sus más sentidos poemas o la Marcia Leonarda a la que dedicó unas impagables novelas para mostrar que tienen «los mismos preceptos que las comedias, cuyo fin es haber dado su autor contento y gusto al pueblo, aunque se ahorque el arte» (2007: 107). Casada con el adusto Roque Hernández, éste, espoleado por el flagrante escándalo, les haría la vida imposible hasta que murió en torno a 1620, lo que Lope celebró con crueldad en su dedicatoria a la Nevares de La viuda valenciana (1620): «La señora muerte, en figura de redentor de la Merced, la sacó […] de un hombre que comenzaba a barbar por los ojos y acababa en los dedos de los pies» (2001: 94). Con ella tuvo a su hija Antonia Clara. Es la época de los más crudos enfrentamientos literarios del Fénix: continuaba la vieja rivalidad con Miguel de Cervantes y con el atrabiliario Góngora, mientras se levantaban, bien tardíamente, contra su ruptura de las reglas los clasicistas Pedro Torres Rámila (y sus Spongia de 1618), Cristóbal Suárez de Figueroa o Esteban Manuel de Villegas. Aupado por sus triunfos en las tablas e indispensable en justas y certámenes literarios, fracasa, sin embargo, en su intento de verse reconocido públicamente como autor de prestigio. Ni obtiene en 1620 el cargo de Cronista Real al que siempre aspiró ni logra el mecenazgo de la nueva era que se abre en 1621 con el reinado de Felipe IV y la privanza del todopoderoso Conde Duque de Olivares. Tan sólo el poema épico religioso sobre la vida de María Estuardo Corona trágica (1627) le valdrá por parte de Urbano VIII el título de doctor en Teología y la Cruz de la Orden de San Juan de Malta que le permitirá anteponerse el título de Frey. Como escribiría en el Laurel de Apolo (1631), soñó con ser un Virgilio pero hubo de conformarse con ser, codo a codo con Homero, un aedo de las masas populares[13]. Hacia 1621 Marta de Nevares se queda ciega y en 1628 enloquece. Moriría en 1632. En 1634 fallece Lope Félix en una absurda expedición a la isla Margarita. Sumido, como dicen sus biógrafos, en la paciente melancolía morirá, en su casa de la calle Francos, el 27 de agosto de 1635 y fue enterrado en olor de multitud.

    Era obligado este paseo por los avatares de una biografía en la que, a propósito, se han subrayado los lances más vitalistas y dramáticos de quien tantos enredos y tragedias escribió para la escena. Pero no es sólo eso. El hombre que incluye apresuradamente en la edición de las Rimas de 1609 un breve e insólito texto será proclamado por Vélez de Guevara en El Diablo Cojuelo «prodigioso monstruo español y nuevo Tostado en verso». Y el frustrado Cervantes no dudará en llamarlo en 1615 «monstruo de la Naturaleza». Él mismo cultiva su leyenda de prolífica creatividad en la Égloga a Claudio:

    Mil y quinientas fábulas admira,

    que la mayor el número parece;

    verdad que desmerece

    por parecer mentira,

    pues más de ciento en horas veinticuatro

    pasaron de las Musas al Teatro.

    Lope puede ser todo eso –monstruo de la Naturaleza, Tostado en verso– pero nunca –debe quedar claro, porque también es hacerle justicia– «el Adán de la comedia», como escribió un oscuro poeta en 1656[14]. Lope es todo menos un milagro. Porque la defensa de su genio dramático, que protocoliza en el Arte Nuevo, puede expresarse también en el momento adecuado. En 1604, fecha de la publicación de la Primera Parte de sus comedias, ofrece en la novela El peregrino en su patria una enorme lista de doscientas treinta (ampliadas a cuatrocientas setenta y dos en la edición de 1618), escritas con o sin las antiguas reglas aristotélicas, porque advierte que «las comedias en España no guardan el arte y que yo las proseguí en el estado que las hallé, sin atreverme a guardar los preceptos, porque con aquel rigor de ninguna manera fueran oídas de los españoles»[15]. Algunas de ellas tan estimables, en una primera versión o refundidas por él mismo cuando después tome el control de las impresiones de las diversas Partes, como Los locos de Valencia, El perro del hortelano, Fuenteovejuna, La dama boba, El anzuelo de Fenisa, De cuándo acá nos vino, La villana de Getafe o La discreta enamorada. Lope escribe para el teatro, sí, pane lucrando. El momento lo exige: son varios los factores que concurren para ello.

    El teatro que, como veremos en el apartado siguiente, busca asentarse desde la mitad del siglo XVI en un definitivo sistema de producción, conoce un éxito espectacular promoviendo su condición de entretenimiento al rango de verdadera industria cultural. Las compañías de actores profesionales surgen bajo la consolidación de la demanda de un público heterogéneo que habita mayoritariamente, como señaló Maravall (1980: 161 y ss.) en un espacio, el de las ciudades, en el que se promociona por vez primera una cultura urbana –sin la ciudad no puede entenderse la revolución teatral que supuestamente validó el Arte Nuevo–; cultura que es, a su vez, masiva y tal vez convenientemente dirigida (aunque no indefectiblemente conservadora). Al antiguo patrocinio de gremios, municipios y cabildos sucederá, sobre todo en Madrid, una regularización institucionalizada de los espacios escénicos y de su administración (el Corral de la Cruz se abre en 1579, el del Príncipe en 1580) que culminaría años después (en 1638) con el control centralizado de los Ayuntamientos y del Consejo Real del Teatro. El entramado organizativo de arriendo de los corrales y sus beneficios (a cuenta de la coartada moral de asistir económicamente a Cofradías y Hospitales) responde a ese éxito de público y éste impone a quienes ya vivían de él como profesionales remunerados una demanda de repertorio que necesitaba renovarse vertiginosamente. Los autores de comedias, una suerte de mezcla de empresarios y de directores de escena –no pocas veces, asimismo, actores– buscaban afanosamente comedias nuevas o comedias famosas (en la terminología de entonces) para mantener la atención de unos espectadores que aseguraban, quizá por vez primera en nuestro país, una economía de la cultura. De hecho, era ese repertorio –custodiado celosamente en los originales obtenidos por privilegiadas relaciones con los poetas– el patrimonio esencial de los autores de comedias y de las compañías. El dramaturgo se convierte así en eslabón de una cadena de producción que supone un estatus, aunque todavía precario, de escritor profesional. Sobre todo cuando recupere los derechos sobre sus textos para abastecer otro mercado incipiente: la impresión y venta de las comedias, que convertirá al público en un potencial doble consumidor. Los más pagando su entrada para verlas en los corrales; otros, después, reviviéndolas en la lectura. Todo ello explica la estratégica importancia de la composición y publicación del Arte Nuevo: la reivindicación de un modelo de preceptiva portátil, adaptada a las necesidades del momento y que avalaba una forma flexible y experimental de escribir teatro mirando por vez primera no a los libros mudos de la autoridad erudita sino a las condiciones pragmáticas de la representación. Pero asegurándose de paso –Lope es consciente de ello– de producir también creación artística, arte. Por tanto el Arte Nuevo no es sólo un ingrediente de su «biografía real» sino, como se ha dicho, un documento excepcional de su «biografía intelectual». Escrito a los 47 años, presumiendo de 483 comedias a sus espaldas, ofrece un radiográfico estado de la cuestión del gusto de sus contemporáneos (García Santo-Tomás [2006: 45]). También, en parte, de unas generaciones precedentes de dramaturgos cuyo legado pulula, aunque silentemente, por las moradas y pasillos de 389 versos.

    2. DE LOS PRIMEROS INVENTORES A LOS BÁRBAROS DE AHORA: LA SÍNTESIS LOPESCA

    Si privamos al Arte Nuevo, al menos provisionalmente, del aura romántica de gesto fundador de un imprevisto otro teatro y atendemos a sus indicios (pocas veces explícitos) de una memoria de lo anterior, nos encontramos con la posibilidad de hacernos una idea más coherente de su importancia. Usamos la expresión hacerse una idea al modo de Ferdinando Taviani (1986: 27): no en el sentido de una visión imprecisa, aproximada o vaga, sino como el intento de reconstruir algo que por sí solo tiene una consistencia material dispersa en fragmentos. De hecho, Lope sólo entonará proclamas de su condición de fundador de la comedia española a finales de la segunda década del siglo XVII[16], cuando, absoluto triunfador, se concierte el círculo crítico contra sus rupturas de la preceptiva a cargo de los Spongia de Torres Rámila y Suárez de Figueroa en El Pasajero (1617) o de Esteban Manuel de Villegas en sus Eróticas o Amatorias (1618). En el prólogo dialogístico a la Parte XIV (1620) dice el Teatro que al autor de las comedias que contiene el volumen debe «si no mis principios, mis aumentos en la lengua de España, facilitando el camino a los demás raros ingenios que me ho[n]ran con sus escritos y le han seguido. Mayores cosas se pueden esperar de ellos; porque ya es tan fácil escribir una comedia de las q[ue] se usan fuera del Arte, que no se pueden librar los autores de la inoportunidad de los poetas»[17]. Más tarde, en La Circe (1624) Lope afirma que tales comedias «las saqué de sus principios viles, / engendrando en España más poetas / que hay en los aires átomos sutiles». Y, en fin, si en su Égloga a Claudio reconoce: «Débenme a mí de su principio el Arte, / si bien en los preceptos diferencio / rigores de Terencio, / y no negando parte / a los grandes ingenios, tres o cuatro, / que vieron las infancias del teatro» (vv. 469-474), ya había insistido en la dedicatoria de Virtud, pobreza y mujer (en la Parte XX de 1625) que «en España no se guarda el arte, ya no por ignorancia, pues sus primeros inventores Rueda y Navarro le guardaban, que apenas ha ochenta años que pasaron, si no por seguir el estilo mal introducido de los que le sucedieron» (Case [1975: 256]). Sobre Rueda tendremos que volver más tarde.

    Lo interesante, de momento, es comprender el porqué de esas reiteradas referencias a principios viles, a los tres o cuatro grandes ingenios que vieron «las infancias del teatro» o, sobre todo, qué quiere decir con lo de primeros inventores. Lope tiene inclinación por ponderar, con más o menos solemnidad irónica, esta condición de «padres fundadores» de la comedia o de quienes conservan sus esencias. También es el prólogo de la Parte XII (1619) se había referido a las razones que «algunos Padres de la antigüedad escriben de ellas, como si fueran de aquel tiempo las de España, no siendo más antiguas que Rueda, a quien oyeron muchos que hoy viven». Aunque puedan remontarse indirectamente a los clásicos grecolatinos, de frecuente alusión en el Arte Nuevo, lo cierto es que Lope alude implícitamente a la generación de dramaturgos españoles de mediados del siglo XVI[18].

    Puede resultar una sorpresa acudir a buscar el significado de nuevo en el Diccionario de Autoridades y encontrar con que, además del sentido esperable de «lo que se ve u oye por primera vez», contiene el de «lo repetido o reiterado para renovarlo» y, sobre todo, el de «lo que sobrevive o se añade a otra cosa que había antes». De modo que Lope no nos está engañando con el título del tratado. Simplemente lo encabeza con una ambigüedad. En todo caso se trataría de innovar no desde una actitud acrítica sino desde la percepción subjetiva de lo reconocido previamente. No es el Arte Nuevo un texto-milagro sino, como enuncia García Santo-Tomas (2006: 19) un texto-bisagra. Pero bisagra ¿entre qué o quiénes? Primero, entre poéticas o preceptos precedentes y las que se debaten en su tiempo. Ya había escrito casi un siglo antes Bartolomé de Torres Naharro en su Propalladia (1517) que meterse en prolijas genealogías clásicas de la comedia «me parece más largo de contar que necesario de oír» porque «son tantas las opiniones que es una confusión» (Sánchez Escribano y Porqueras Mayo [1972: 64-65]); y apenas hacía unos años, Luis Alfonso de Carvallo en su Cisne de Apolo (1602) anota que, desde su origen, los poetas «las pusieron en estilo dramático y representativo, yendo con el tiempo perfeccionándose, como las demás cosas». Incluso Alonso López Pinciano en su Philosophia Antigua Poética (1596), que codifica la tradición crítica renacentista[19], responde a los escrupulosos respecto a la diferencia dogmática de géneros que «para mí muy poco hacen las autoridades no fundadas en razón» (1973: III, 20). Y, después, lógicamente, bisagra entre comentaristas o creadores de la materia dramática. No hay duda, pues, que la llamada comedia nueva es el resultado de un proceso de experimentación progresiva forjada más colectiva que individualmente. Por eso una serie de autores (en el cambio del siglo XVI al XVII) no identifican exclusivamente a Lope (o ni siquiera refieren su nombre) como la figura clave de su nacimiento (Canavaggio: 1995). Juan Rulfo en sus «Alabanzas de la comedia» dentro de Los seiscientos apotegmas y otras obras en verso (1596) señala como uno de esos primeros inventores a Lope de Rueda (ca. 1510-1565): «... inimitable varón / nunca salió de un mesón, / ni alcanzó a vestir de seda; / seis pellicos y un cayado, / dos flautas y tamborinos, / tres vestidos de camino / con sus fieltros jironados». Rulfo tampoco siente la necesidad de remontarse al prestigio de lo antiguo sino de hacer patente el interés crematístico-benéfico del negocio teatral: «... pero no Eurídices sacamos / fabulosas y fingidas, / sino limosnas crecidas / para pobres que ayudamos; / no piedras materiales / damos al mundo tebano, / sino alivio más que humano / a los píos hospitales…»[20]. Por su parte Agustín Rojas (1572-ca.1635) en su Loa de la comedia de 1603 (Cotarelo [1911: 347-349]) realiza su particular viaje por la memoria de «... aquellos varones /

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