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ENSAYO

FEDERICO CHOPIN
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EL POETA
DEL PIANO
POR
JUAN JOSE OPPIZZI
JUAN JOSE OPPIZZI
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l 8 de febrero de 1810, en un pobla-


do cercano a la ciudad de Varsovia, Polonia, nació un
niño de contextura muy débil, hijo de un inmigrante
francés y de una mujer natural del país. Fue
bautizado como Federico Francisco Chopin. Dotado
de inclinaciones prematuras hacia la música, sólo
pudo comenzar los estudios a los nueve años, dada su
vacilante estabilidad física. Sus extraordinarias
dotes lo condujeron a los palacios de varios mecenas,
entre ellos el príncipe Czetwertynsky, que le
facilitaron el inicio de una carrera como precoz
concertista. A los diez años deslumbró a los públicos
de Berlín, Dresde, Praga y Viena, ciudades
consideradas consagratorias para cualquier músico
de la época. En 1831 partió a Londres, pero al pasar
por París, su figura quedó engarzada en los
ambientes artísticos y fijó allí su residencia.
Franz Liszt, otro extraordinario músico y ser
humano, le abrió las puertas de los salones más
famosos de la capital francesa, dándole al joven
polaco la oportunidad de que, al mismo tiempo de
exhibir sus dotes técnicas, pudiera ser conocido
como autor. Se cuentan varias historias sobre el
modo en que el colega húngaro lo introdujo ante la
escudriñadora mirada de la sociedad parisina, no
siempre dotada para apreciar la verdadera calidad,
pero sí eternamente dispuesta, como un jurado
fanfarrón, a hundir o elevar a quien se pusiera a tiro
de nota, pincel o palabra. Vale la pena mencionar la
que habla de una treta armada por Franz durante una
actuación suya: hizo apagar los candiles con el
pretexto de ejecutar un nocturno, y en la oscuridad
sentó en su lugar a Chopin al piano; terminada la
pieza, el público aplaudió a rabiar –por costumbre,
por inercia o por vanidad–, creyendo que era Liszt el
intérprete; el reencendido de las candelas reveló el
trueque, sin la posibilidad de echarse atrás en la
aprobación.
Entonces, la Europa refinada y despiadada de
esos tiempos escuchó creaciones de un estilo
completamente nuevo, llenas de nostalgia por la
lejana tierra polaca, pero también repletas

Una partitura de La polonesa (arriba), y el


monumento en el cementerio de Père-Lachaise, París.
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de un sentimiento universal, a veces desgarrante, a


veces heroico. Sus nocturnos, estudios, polonesas,
preludios y baladas son la orfebrería de un
especialista en la forma breve. Luego haría un aporte
notable: mudaría el vals –género asfixiado por las
modas bailables, especialmente en las plumas
reiterativas de la glamorosa familia vienesa Strauss–
de los salones danzantes a las salas de concierto; esto
es: de música de fondo para los pomposos
deslizamientos de parejas tilingas a la reconcentrada
elaboración que exige escucharlos.
La declarada admiración de Chopin por Mozart
no se refleja en su obra. Fue un romántico en todo el
sentido con que la palabra define la estética del siglo
XIX. Sus piezas carecen de esa hermosura superficial
del clasicismo, de esas ornamentaciones agradables
que sólo un genio como Mozart pudo imbuir de
grandeza. Al contrario, tienen oscuridades
sugestivas, tempestades estremecedoras y lamentos
que rajan las entrañas. Su belleza nace de la
profundidad. Los grandes pianistas saben que para
interpretar a Chopin son necesarias cargas
equivalentes de sabiduría técnica y de sensibilidad.
Sin ese equilibrio, tan refinado, no es posible
transmitir lo que él dejó escrito. Cuando se escucha el
discurso aparentemente simple, lo que el auditor
capta es producto de combinaciones muy complejas.
Escasos compositores logran, como el joven polaco, LOS ROSTROS DE CHOPIN.
que la densidad se traduzca en sencillez, porque se El rostro Chopin a través de diversos artistas.
trata de un signo genial.
Un poco para desmentir su fama de autor
minimalista y otro poco para estar a la altura de los
tiempos, Chopin creó algunas obras de largo aliento:
tres sonatas para piano, dos conciertos para piano y
orquesta, una página llamada “Andante Spianatto y
Gran Polonesa Brillante” y unas variaciones
bautizadas como “Gran fantasía sobre aires polacos”.
En ellas sale airoso de la prueba. Las sonatas para
piano se incorporaron al repertorio mundial, excepto
la primera, que sufrió un raro olvido, tal vez fundado
en que se empequeñece junto a la segunda, con su
“Marcha fúnebre”, competidora de la de la sinfonía
“Heroica” de Beethoven en cuanta gran ocasión
mortuoria se presenta, y a la tercera, que brilla por su
elaborada trama virtuosística. Los dos conciertos
para piano y orquesta poblaron de
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bandas sonoras buena parte del cine y discos, cd y


dvd, en tecla de los concertistas más afamados,
Aunque sus ángulos orquestales a menudo hayan
sufrido la crítica por no ser de la misma calidad que
los pianísticos. En cuanto a los “Gran”, puestos en los
títulos de las otras dos piezas, revelan sólo una
costumbre del momento, no la necesidad de inducir a
una valoración que es obvia.
En 1836 se produjo el rompimiento de Chopin
con su prometida María Wodzinsky, lo que le acarreó
una intensa pena. En medio de ella, conoció a quien
sería la persona que más iba a pesar en el resto de su
vida: Aurora Dupin (George Sand para la literatura).
Un año después se unió a la famosa escritora y
ambos realizaron una vida de periplos artísticos,
curas de reposo y lapsos creativos. La debilidad
constitucional de Chopin había dado lugar, desde
varios años antes, a una tuberculosis que se revelaría
incurable. La convivencia con Aurora es el período
de la vida de este gran músico sobre el que se han
escrito mayor cantidad de historias, aunque éstas
son meras fantasías hechas sobre escasos indicios.
El aislamiento de la pareja en Mallorca no permite,
objetivamente, deducir nada, salvo que hubo en
Aurora una actitud de protección, muy lógica en
quien valoraba a Federico con la exactitud de otra
alma sensible.
Habiendo mejorado de su mal, Chopin volvió a
París. Ese regreso fue un error: la enfermedad
recrudeció. Igualmente él tuvo fuerzas para realizar,
en 1848, un viaje por Inglaterra y Escocia, donde se le
brindó una irrestricta admiración y multitudinarias
ovaciones. Su nivel había alcanzado la talla que lo
pondría, junto con Liszt, en la cumbre del mundo
pianístico de todos los tiempos. La vuelta a París fue
agónica: el 17 de octubre de 1849 fallecía, rodeado
por la pena de músicos, escritores, pintores y de
quienes simplemente lo admiraban. Nunca pudo
regresar a Polonia. Junto a su cuerpo se dejó un
puñado de su tierra natal. No faltó luego la historia
pintoresca: la de un ramo de flores frescas que una
ignota mano –presuntamente femenina– dejó por
muchos años sobre la tumba.
Hoy Chopin es parte de los valores de la cultura
moderna. Sus melodías se escuchan en todos los
países del mundo.

LOS AMORES DE CHOPIN. De arriba hacia abajo:


María Wodzinski, Pauline Viardot y Aurore Dupin,
más conocida como George Sand.

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