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DON QUIJOTE Y LOS LIBROS DE CABALLERIA

«Libros de caballerías: los que tratan de hazañas de caballeros andantes, ficciones gustosas y
artificiosas de mucho entretenimiento y poco provecho, como los libros de Amadís, de don Galaor, del
Caballero de Febo y de los demás.» Así reza la breve definición —elogiosa y despectiva a un tiempo—
que de la literatura caballeresca española propone Sebastián de Covarrubias en su Tesoro de la
lengua castellana de 1611. Publicada entre la Primera y la Segunda parte del Quijote, sus pocas líneas
expresan bien el ambivalente modo de sentir del público de aquellos años frente al género
caballeresco; y bien concuerdan, en lo esencial, con las muchas páginas de la historia del ingenioso
hidalgo que versan sobre los libros de caballerías: esas páginas en que, puestos a discutir de sus
lecturas, los personajes cervantinos se lanzan a enjuiciar a la caballeresca prodigándole
alternadamente alabanzas y críticas, encomios y vituperios, aprobaciones benevolentes y desdeñosas
condenas; y que culminan con los dos capítulos (I, 47 y 48) donde cura y canónigo discurren amplia y
detalladamente de los méritos y las tachas del género, mientras el autor va tomando nota de las
observaciones de ambos con sonriente neutralidad.

Una neutralidad que, al revés de la simple y concisa frase del Tesoro, tiene más vueltas de lo
que parece, pues no impide que, por detrás de sus personajes, Cervantes, lector atento y buen
conocedor de la narrativa caballeresca, exprese con típica ambigüedad sus propias y complejas
opiniones con respecto a ella. Ora le muestra innegable afición, ensalzando liberalmente sus libros de
caballerías predilectos; ora se burla oblicuamente de ella o la ataca frontalmente, manifestándole
marcada hostilidad. Buen ejemplo de lo último son las flechas que le dispara tanto al principio como al
final de la biografía de Alonso Quijano. La burla encubierta viene primero en aquellos altisonantes
sonetos preliminares que, con afectada solemnidad, celebran el advenimiento del heroico manchego
por boca de cuatro conocidas figuras de la caballería literaria, tres hispánicas —Amadís de Gaula,
Belianís de Grecia y el Caballero del Febo— y una italiana, el Orlando furioso de Ariosto. La hostilidad
aparece en las célebres advertencias que enmarcan, a modo de aviso preliminar y de proclama
retrospectiva, las dos partes del Quijote: en el Prólogo de 1605, la declaración del bien entendido
amigo por boca de quien Cervantes nos informa de que su obra es toda ella «una invectiva contra los
libros de caballerías», pues «no mira a más que a deshacer la autoridad y cabida que en el mundo y en
el vulgo tienen» sus «fabulosos disparates» (I, Pról., 17-18); y en el capítulo conclusivo de 1615, las
postreras palabras del apócrifo autor Cide Hamete Benengeli, allí donde afirma que no ha sido otro su
deseo «que poner en aborrecimiento de los hombres las fingidas historias de los libros de caballerías,
que por las de mi verdadero don Quijote van ya tropezando y han de caer del todo sin duda alguna» (II,
74, 1223).

Hace mucho ya que se ha cumplido esta orgullosa profecía cervantina. Relegados al olvido, los
representantes de la considerable producción caballeresca del Siglo de Oro español —descontando
aquellos que con el tiempo se perdieron sin dejar más recuerdo que su nombre— hoy día yacen
sepultados en las secciones de «libros raros» de unas pocas bibliotecas europeas, donde se
conservan silenciosamente en contado número de ejemplares, carcomidos por las polillas y envueltos
en espesa capa de polvo. Verdad es que los ataques de Cervantes no fueron la causa directa de su
desvalorización, que se había iniciado bastante antes de la publicación del Quijote y solo mucho
después acabaría por provocar el derrumbe definitivo del género; pero sí influyeron decisivamente
sobre el destino ulterior de este, contribuyendo a desacreditarlo de modo irremediable, sobre todo a
partir del siglo XIX, cuando, junto con el culto a la obra cervantina, nació y se afianzó la convicción de
que las opiniones expresadas en ella eran punto menos que verdades incontrovertibles. Fruto de esta
actitud es el estado de abandono en que están todavía, salvo raras excepciones, los libros de
caballerías. Solo se acuerdan de ellos, fuera de algunos aficionados dispersos por el mundo, los
manuales de historia de la literatura; allí reaparece periódicamente la caballeresca, no releída por
cierto ni reexaminada, sino despachada en un corto capítulo que, por lo general, suele repetir sin
mayores novedades los antiguos dictámenes enunciados a su respecto en el Quijote y acatados
deferentemente por los eruditos decimonónicos. Entre ellos Clemencín, que se obligó a escudriñar con

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escrupuloso empeño cuantas ficciones caballerescas le salían al paso en las páginas del Quijote y a
consultar otras muchas que Cervantes no menciona; Gayangos, que se dedicó a inventariar y clasificar
la totalidad de la producción caballeresca sin dejar por ello de censurarla sarcásticamente; y más tarde,
Menéndez Pelayo, a quien le bastó con leer unas pocas obras y con hojear condescendientemente
parte de las restantes para aprobar la rigurosa sentencia pronunciada por el canónigo cuando declara
que los libros de caballerías «son en el estilo duros; en las hazañas, increíbles; en los amores,
lascivos; en las cortesías, mal mirados; largos en las batallas, necios en las razones, disparatados en
los viajes, y, finalmente, ajenos de todo discreto artificio y por esto dignos de ser desterrados de la
república cristiana, como a gente inútil» (I, 47, 549).

Aún no se han apagado los ecos de tan enérgica condena. Por comodidad, por rutina, la crítica y
el público la siguen haciendo suya. No siempre le han prestado suficiente atención a la simpatía que el
canónigo, en otro momento de su plática con el cura, muestra tener por la caballeresca, «largo y
espacioso campo» (I, 47, 549) abierto a todo aquel que sepa escribir «con apacibilidad de estilo y con
ingeniosa invención» (I, 47, 550). Ni siempre han tomado verdadera conciencia del papel que
desempeñan los libros de caballerías en el Quijote, donde no solo son tema de discusión literaria entre
los personajes, sino también fuente de inspiración vital para el protagonista, y, sobre todo, fundamento
de la reflexión de Cervantes sobre las dos caras del mundo en que se mueve Alonso Quijano:
intrepidez guerrera, andanzas heroicas, amores ideales y hermosas ilusiones por un lado, y por el otro,
prudencia burguesa, vida sedentaria, sentido práctico y férrea realidad.

Solo en época reciente —en los últimos veinte o treinta años— empezaron los libros de
caballerías a salir del largo confinamiento al que se los había condenado. Salida lenta y progresiva. Un
pequeño núcleo de investigadores volvió inesperadamente a interesarse por ellos y se dio a estudiarlos
con el fin de levantar nuevo mapa del género rehabilitándolo hasta donde fuera posible. Lo mismo
hicieron varios lectores de fama, entre ellos Mario Vargas Llosa, quien se lanzó a la defensa de la
narrativa caballeresca, señalando el lugar central que ocupa en el Quijote y arguyendo que de ella, de
su venerable materia y su continuada renovación, procede la novela moderna. También se fueron
reeditando, además de dos o tres obras mencionadas por Cervantes, unas cuantas más que no habían
vuelto a salir a luz desde el Siglo de Oro. Pero pese a todos estos esfuerzos no se han disipado hasta
ahora los prejuicios ni la indiferencia casi general de que suelen ser víctimas los libros de caballerías.
Considerados como curiosidades arqueológicas de difícil acceso y fastidioso contenido, desestimados
y desatendidos, siguen gozando de escasa difusión. Apenas sobreviven en la memoria del público de
hoy los títulos de aquellos que tienen la suerte providencial de figurar, aunque sea a poca honra, en el
Quijote.

Actualmente, la literatura caballeresca española es una terra incognita de que los lectores
desertaron para emigrar a otras regiones literarias, un verdadero continente cuyas múltiples provincias
están por redescubrir y explorar nuevamente. Tan desprestigiada se halla, que nos cuesta imaginar la
prodigiosa vitalidad con la que sus representantes fueron multiplicándose durante más de tres siglos:
desde fines del siglo XIII, cuando surgen en España, junto con traducciones de los romans franceses,
las primeras muestras de la novelística peninsular —el Caballero Zifar y el Amadís primitivo—, hasta
principios del XVII, en que se publican la últimas creaciones caballerescas hispánicas, el Policisne de
Boecia castellano y el Clarisol de Bretanha portugués. El género comprende, entre obras impresas y
textos manuscritos, no menos y tal vez más de setenta títulos, si incluimos en él —como solían hacerlo
los lectores del Siglo de Oro, un Juan de Valdés o bien el mismo Cervantes— no solo las narraciones
castellanas, sino también las forasteras que se habían traducido al castellano: las de procedencia
francesa, ya artúricas, ya carolingias; las de nacionalidad valenciana como el Tirant lo Blanch; las de
origen portugués como el Palmerín de Inglaterra, o bien italiano como el Espejo de caballerías,
inspirado en parte por el Orlando innamorato de Boiardo.

Igualmente impresionante es la enorme difusión que alcanzaron muchos de estos setenta libros,
reeditados algunos de ellos varias veces, no solamente a lo largo del Siglo de Oro, sino incluso
después de 1650: cerca de veinte ediciones totaliza el Amadís de Gaula durante el siglo XVI, y unas
sesenta y seis el conjunto de sus continuaciones; doce el Palmerín de Oliva, once el Caballero de la

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Cruz; diez las Sergas de Esplandián, siete y seis respectivamente el Amadís de Grecia y el Caballero
de Febo, cuya última reimpresión data de 1617; y nada menos que nueve entre 1500 y 1590 y otras
tantas entre 1600 y 1705 la Historia del emperador Carlomagno y los Doce Pares de Francia (cuya
longevidad, dicho sea de paso, muestra cuán infundada es la idea de que Cervantes logró, según se lo
proponía, acabar brusca y definitivamente con la boga de los libros de caballerías; en 1653 Gracián
todavía hostiga ásperamente en el Criticón a aquellos que leen estos «trastos viejos»). Verdad es que
el ritmo al que fueron saliendo todas estas ediciones, muy acelerado antes de 1550, se hizo bastante
más lento después de esta fecha, aminorándose aún más a partir de 1600, disminución que indica a
las claras el debilitamiento progresivo sufrido por el género en los decenios posteriores al nacimiento
de Cervantes. Pero ello no quita que globalmente las cifras editoriales resulten elevadísimas, viniendo
a ser la caballeresca el sector más importante en cantidad de toda la literatura del Siglo de Oro.

Y uno de los más importantes en cuanto a número y a variedad de lectores. Tanto en España
misma como en las colonias americanas de la monarquía española, la larga y abigarrada lista de los
aficionados a libros de caballerías se nos presenta como un desfile de todos los estamentos de la
sociedad. A la delantera están los reyes y reinas: Pedro IV de Aragón, el Ceremonioso, que en 1361 le
reclama a su capellán el «librum militi Siffar»; Isabel la Católica, en cuyo inventario de bienes figuran
versiones hispánicas de las principales narraciones artúricas francesas, un Merlín, una Ystoria de
Lanzarote, una Demanda del Santo Grial; Carlos V, que gusta del Belianís de Grecia y, en compañía
de la Emperatriz, suele hacerse leer alguna obra caballeresca a la hora de la siesta. En pos de las
figuras regias vienen los santos y santas: Teresa de Ávila e Ignacio de Loyola, encandilados ambos en
su juventud por las aventuras de la caballería libresca; los grandes señores y los hombres de letras, un
Diego Hurtado de Mendoza, un Fernando de Rojas, que en sus bibliotecas disponen de respetable
cantidad de libros de caballerías; la gente menuda, a quien también deleita la materia de estos libros y
que, de una forma u otra, consigue acceder a ella; oscuros oficiales como aquel enfermero del hospital
de Santiago de Compostela que a su muerte, en 1543, posee un ejemplar del Amadís, o aquel
pregonero valenciano que en 1558 lega a sus herederos un Caballero de la Cruz y un Valerián de
Hungría; artesanos y aprendices desocupados como los que alrededor de 1550 se reúnen los
domingos en las gradas de la catedral de Sevilla para atender a la lectura en voz alta de algún episodio
caballeresco escogido; estudiantes modestos, como ese hijo de labradores de Cuenca que hacia 1579
se acuerda de las Sergas de Esplandián; curanderos de pueblo, como el morisco aragonés Román
Ramírez, en cuyo proceso inquisitorial de los años 1590 se declara capaz de recitar de memoria todo
el Clarián de Landaniso y el Florambel de Lucea. Y, por fin, surgidos de todas estas capas sociales, las
altas y las bajas, los conquistadores y los primeros colonos emigrados a América, quienes se llevaron
a Ultramar las muestras más antiguas del género caballeresco, dejando al cuidado de sus
descendientes la adquisición de las más recientes. De esa adquisición son testimonio las nóminas de
encargos enviadas desde México o Lima a los impresores peninsulares a lo largo de los siglos XVI y
XVII. Y de la difusión ultramarina de los libros de caballerías quedan indiscutibles huellas en la
toponimia americana del norte y del sur: la California debe su nombre al del imaginario reino de las
Amazonas evocado en las Sergas de Esplandián, y la Patagonia el suyo al de una tribu de salvajes
monstruosos descritos en el Primaleón.

Don Quijote, Caballero Andante


La figura de don Quijote corresponde a la de un hidalgo de nivel medio, de vida austera, volcado en la
lectura de romances y libros de caballería. Su descripción física podría inspirarse en el Examen de
Ingenios (1575) de Huarte de San Juan. Don Quijote camina en busca de aventuras imaginando el
estilo grandilocuente con que su futuro cronista las narraría. En una venta, que toma por castillo, pide
al ventero, a quien considera un castellano, que le nombre caballero, a lo que éste accede, y en una
ceremonia burlesca, ya con el supuesto título de caballero, le recuerda a don Quijote la necesidad de
llevar equipaje y, sobre todo, dinero.

En su primera aventura, el caballero Don Quijote libra a un muchacho de la paliza que le está
dando su amo por un sueldo que el muchacho le debe. Ante la espantosa presencia de don Quijote,
Andrés queda libre, pero al irse el caballero, el amo sigue con el castigo.

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A unos mercaderes, don Quijote les exige afirmar que Dulcinea del Toboso es la mujer más bella
de la tierra, a lo que responden apedreando al hidalgo y dejándolo en el suelo, casi muerto. Un
labrador vecino lo recoge y escucha los romances que recita sobre su caso.
¿Era nuestro don Quijote un loco? Nos inclinamos a pensar que El Caballero de la Triste Figura fue el
primer romántico, el eje central de la literatura de una centuria que ha pasado a la historia cómo Siglo
de Oro.

Cervantes aprovechará la quema de libros de don Quijote para mostrar las lecturas que realizó
en su vida, como los libros de caballerías. Crítica a la novela de Caballerías en el Quijote
La novelas de los Siglos de Oro tiene su santo y seña en Miguel de Cervantes Saavedra, máximo
exponente de las letras hispánicas y tal vez de las universales. Su novela El Ingenioso Hidalgo Don
Quijote de la Mancha le ha hecho alcanzar las cimas de la inmortalidad.

Su obra cumbre y por la que se le conoce universalmente es El Ingenioso Hidalgo Don Quijote
de la Mancha. En ella narra la vida de un hidalgo manchego que se vuelve loco a causa de sus
lecturas. Fue un firme ataque a las novelas de caballerías muy de moda en su época. Nuestro
protagonista pierde la cabeza, se hace nombrar caballero y convence a su vecino Sancho a que lo siga
a través de un fabuloso viaje que les llevará a conquistar la gloria para ennoblecerse él y su dama
Dulcinea. Comienza sus andanzas por tierras manchegas donde lucha con todo tipo de enemigos
imaginarios.

Hasta ese momento la novela o las historias noveladas nos narraban la vida del protagonista
desde su nacimiento. Cervantes cambia esa tendencia comenzando su novela en el momento en el
que los hechos se nos hacen importantes en la trama. No sabemos nada del nacimiento o infancia del
protagonista, porque no es importante para los hechos que van a suceder a continuación. No hay
hechos anteriores al momento en el que se vuelve loco.
El quijote hace una crítica velada a las novelas de caballería que para Miguel de Cervantes eran
verdadero veneno para la conciencia, el sano juicio y el espíritu.

La crítica comienza a tomar forma al principio de la obra cuando Alonso Quijano yace en la cama
enfermo, provocando su delirio el temor de sus sirvientes. Tras leer un sinfín de novelas caballerescas,
nuestro hidalgo decide hacerse caballero andante, ante el pesar y el asombro de sus amigos que, en
vano intentan hacerle entrar en razón. En su locura envolverá a su fiel escudero, Sancho Panza, que
será la cordura personificada durante buena parte de la obra.

El libro retrata todo el ideario de su época. Hemos hablado de la crítica que se realiza de los
libros de caballerías, pero la temática es muy variada. Cervantes vive en una época de crisis, de
grandes cambios que se plasman en su obra. La literatura está pasando de ser algo oral, que se lee en
voz alta, a ser algo que se lee en silencio. Cervantes pensó, o era una opinión general, que la lectura
silenciosa podía provocar la locura.

Don Quijote representa el idealismo. Se mueve por un ideal de gloria y honor, imagen del propio
autor en sus aventuras. En el siglo XVI la Reconquista ha terminado y la península ha quedado llena
de soldados sin trabajo. Muchos de ellos se marchan a la conquista de América, lugar en el que aún
podían conquistar la fama. Se dice que los conquistadores son los últimos caballeros andantes que
quedaban.

Sancho Panza es el incondicional acompañante de Don Quijote, y a la vez es su contrapunto. Él


es un admirador de su señor y le va a ser fiel hasta la muerte, pero también es el que va a poner
sensatez a las locuras del hidalgo. Así, el escudero es el que nos va a contar lo que son en realidad las
visiones de su amo, los gigantes que no son gigantes sino molinos de viento

En los últimos momentos de la vida de Don Quijote aparece el drama. Su cordura vuelve y se da
cuenta de que todo ha sido en vano. Al mismo tiempo que él recobra la sensatez, Sancho va perdiendo

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la cabeza. Los papeles cambian. La locura de Don Quijote le sirve de excusa para plasmar estos
hechos, porque Sancho Panza da la explicación desde el plano racional para todo lo sobrenatural. Con
ello Cervantes se adelanta a su época poniendo todo lo fantástico en los ojos de un loco, con lo cual
queda en el plano de la irrealidad.

La novela de Caballerías, fundamentos.


Las novelas de caballerías tuvieron gran auge en España durante el siglo XVI y fueron leídas con
avidez. Se cuenta que el propio emperador Carlos V, Santa Teresa de Jesús y San Ignacio de Loyola
se entusiasmaron con esa literatura de imaginación.
Amadís de Gaula, publicado en 1504, es el más original, importante y famoso de los libros de
caballerías españoles, género que se cierra con Don Quijote, una burla ingeniosa e implacable. Se
supone, sin embargo, que desde el siglo XVI ya circulaban versiones de estos relatos. En las novelas
caballerescas sobreviven los temas y actitudes de la Edad Media: la defensa del honor, la idealización
de la mujer, el ejercicio individual de la justicia. Construida con personajes planos, diseñados a partir
de una rígida visión casi siempre maniquea, héroes y villanos componían la estructura esencial de esta
narrativa histórica. El héroe es un paladín que va en busca de aventuras, dispuesto a sostener con las
armas y contra cualquier tipo de enemigos, los principios por lo que lucha. El ámbito en el que se
mueve el caballero es fantástico; sus hazañas son extraordinarias, sobrenaturales: vence a gigantes y
a seres monstruosos; castillos, ínsulas, encantamientos y hechos sobrehumanos aparecen
constantemente en el mundo novelesco de los caballeros andantes; su vida es una cadena
interminable de hazañas. Héroes más importantes: Amadís de Gaula, Palmerín, Tristán
El código de valores de estas novelas lo forman todas las virtudes que el héroe debe manejar para
llegar a ser un modelo de conducta para el pueblo que lo rodea. Estos dones pueden ser competitivos,
los cuales le permiten ganar batallas y enfrentarse a sus enemigos, satisfacen el "yo" del héroe y su
fuerza física. El otro tipo de virtudes que conforman al héroe son las cooperativas, en las cuales el
héroe demuestra sus sentimientos de bondad, de solidaridad, de amor al que lo necesita; estos dones
enriquecen su espíritu. Amadís de Gaula
Una de las obras más importantes de la literatura caballeresca en España es Amadís de Gaula.
Amadis es un caballero que realiza en forma sucesiva gran cantidad de aventuras para lograr el amor
de una hermosísima dama llamada Oriana. Amadís recoge en su figura todos los valores que debe
ostentar un caballero andante: valiente, cortés, defensor de los desvalidos, enamorado de su dama.
Amadís, lanza en ristre, irá desarrollando un sinfín de aventuras de las que saldrá victorioso y tras las
cuales demostrará al mundo ser merecedor de la mano de Oriana.

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