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LA CONJURA DE TLATELOLCO
-Oquilhuique in itlatocahuan: (Le respondieron los nobles:) “Ma ompa yeti in tepetitlan
in nican Tizaapan” (“Que vayan a estar junto al cerro, aquí en Tizaapan.”)
Fuga, noche en la laguna sin luna ni estrellas, las nudosas ramas de los árboles,
desgarran la espesa bruma de la madrugada. Las corrientes de aire impulsan los
neblinosos jirones que juegan a espantar a los hombres.
De entre el ulular de las cañas brota la niebla, que crea el apretado celaje que oculta la
huida.
Con el agua hasta la cintura se desplaza el grueso de la población. Al frente, los águilas
y ocelotes (jaguares) se deslizan entre el cañaveral. ─Rostros anegados en lágrimas y
desesperanza tras la derrota─ Los apátridas cargan con los heridos y la certeza de que
para ellos no habrá mañana. La entereza del teomama Atl Tenoch, es el soporte que, en
estos momentos de infortunio, los sostiene. Entumidos por el frío, buscan un lugar alto
para salir del agua helada. Sin posibilidad de encontrar un mejor refugio, y ante el temor
de ser muertos en la orilla, obedecen la orden de Atl Tenoch y nadan hacia la isleta
situada al centro de la laguna, donde se aloja el antiguo centro ceremonial otomí que los
habitantes de la cuenca llaman: “México”. ¡Ahí se les revela el prodigio! Y sucede que,
frente a los derruidos templos del sol y la luna, encuentran la cueva donde se alza el
uéxotl (sauce) de hojas blancas; sus albas raíces, como la profecía lo indica, se refrescan
en un manantial de aguas cristalinas. Más tarde, los dirigentes: Atl Tenoch, Ahuéxotl,
Xomimitl, Quauhtlecóhuatl, Mexitl, Quauhtliyolqui, Tenzacátetl, Tzompantzin,
Izhuactláxquitl, Ocomecatzin, Chicopachmani, Quauhcóatl, Xiuhcaque, Cocihuatli,
Axolohua, Meci, Cuauhtloquezqui, Ocócal, Chachaláyotl, Tecineutl, Ahatzin,
Ocelopán, Acacitli, Xocoyol, Xiuhcaqui, Atototl y sus guerreros, hallan al águila
nopalera, cuyo nido es un hermoso ramillete de plumas, parada sobre el tenochtli, el ave
apresa con sus amarillas garras la serpiente de cascabel y la desgarra con el curvo pico.
A consecuencia de la consumada profecía, los aztecas se establecieron en la isleta
llamada: “El ojo del teporingo” (“El ojo del conejo”), a la que rebautizaron con el
nombre de: “Tenochtitlan Cuauhtli Itlacuayan” (donde está el águila que devora parada
en el tenochtli). ─Tenochtli es una clase de nopal que nace en la piedra─.
Los tenochcas, para pagar la renta de la isla, durante ciento cuatro años se emplearon
como mercenarios al servicio del poderoso señorío de Azcapotzalco y, obligados por las
circunstancias, participaron en decenas de guerras sangrientas. Sin embargo, las afrentas
que les infligían los poderosos tecpanecas, no cesaban, porque además de darles el trato
de chichimecas apátridas y de aumentar la tributación anual, los acosaban con demandas
gravosas e inverosímiles, a suerte que una ocasión exigieron se les entregara junto con
la tributación una pata y una garceta incubando. Lo insólito de la petición consistía en
que los patitos y garcetillas debían picar el cascarón justo en el instante en que el rey
Tezozómoc recibiera el nido en sus manos. Y hasta ahí esta bien, se podía cumplir; el
problema radicaba en que los tecpanecas, para forzar más la situación, establecieron la
hora y fecha de entrega del nido. Vanidades así de extravagantes solicitaba el rey de
Azcapotzalco para regodear su ánimo lleno de soberbia. Los teomama (ancianos que
llevan a cuestas a los dioses) de Tenochtitlan, cansados de ver el sufrimiento que estos
desplantes generaban entre la población, en cerrada ceremonia abrieron el libro de los
sueños, despiertaron al tetzahuteótl de Huitzilopochtli, y le suplicaron recordara la
palabra que les empeñó cuando los hizo salir de Aztlán (1064d.c.) debido a que ya no
deseaban seguir por el camino de desprecio, sometimiento y humillación a que se veían
reducidos.
Sobre cualquier otra consideración, a Maxtla le indigna que los aztecas divulguen a los
cuatro vientos que la isla y las tierras de la cuenca se las obsequió su Dios de nombre
Hutzilopochtli (el portento nacido de un ramillete de plumas), motivo por el cual,
proyecta destruir la isla hasta sus cimientos.
Los aztecas, por su parte, no actúan con malicia y sí por celo y devoción al Dios de la
guerra, porque cuando vieron el sauce de hojas blancas y el águila posada sobre el nopal
devorando la serpiente de cascabel, tuvieron por consumada la profecía que les prometía
una heredad. A resultas que, desde ese momento, consideraron a Tenochtitlan: “Tierra
santa”.
Las noticias que llegaban al templo de Coatlicue en Míxquic, eran alarmantes. Los
sacerdotes, encargados de registrar con tinta roja y negra los eventos políticos que
atañían a la cuenca, percibíamos con azoro cómo la violencia se incrementaba en el
Anáhuac, y temíamos que de continuar con el enfrentamiento de intereses económicos
se terminarían por exacerbar los ánimos, de por sí ya caldeados entre los xenófobos
ciudadanos de los viejos pueblos, quienes no toleraban ingerencias de ningún tipo, por
eso, especulábamos que no tardarían en proceder como en el pasado, cuando para
defender sus derechos armaron un gran ejército, el cuál precipitaron contra el
inoportuno enemigo azteca. Este era el temor principal, y más al considerar que los
aztecas-tenochcas, debido a la profecía, habían evolucionado en su desarrollo, y ya no
eran, desde ningún punto de vista, el grupo de chichimecas arrojados por la fuerza de
Techcatitlan, Chapultepec. La sociedad militar tenochca, en un siglo, definitivamente
había cambiado, y ese era el pequeño inconveniente que los vecinos de la isla tendrían
que considerar al detalle antes de tomar cualquier resolución, porque en este asunto de
la violencia, los aztecas-tenochcas-mexicas eran expertos; a tal grado, que cuando
entraban en querella o se juzgaban, lastimados en el orgullo se convertían en gente fiera,
salvaje, cruel y sanguinaria; hombres inflexibles que no cedían en su empresa hasta
salirse con la suya.
Como corolario de estos hechos, en el año 5-pedernal, los aztecas, tras derrotar a los
cuitlahuacas, llegaron a Mixquic, considerada por muchos el último bastión de la
resistencia, pero en un abrir y cerrar de ojos, y después de una homicida guerra de
conquista, sometieron el pueblo a su voluntad. Los tlacatecutlis (generales) de nombre
Macce Ocotl, a quien los tecpanecas apodaban el benigno protector de aztecas, y Comitl
Acatzin, el mal llamado suicida belicoso en potencia, dirigían a los bárbaros y entraron
a Mixquic con la orden expresa de destruir el templo de Coatlicue y a los sacerdotes
naguales que lo habitábamos, pues nos consideraban un peligro para su imperio. Baste
decir, que ni con todos nuestros poderes pudimos detenerlos.
Pero, voy muy rápido, ha sido mucha historia... y, Hummm..., para no aburrirte, creo
que después de esta introducción, debo proseguir así: