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Los avances de la investigación biomédica han sido muy grandes en las últimas
décadas. La expectativa de vida de las personas ha aumentado
considerablemente, más allá de las fantasías de muchos expertos en prospectiva
y futurología. Mientras que al comienzo del siglo XX, era muy poco frecuente que
una persona viviera más de los 60 años, hoy, abundan las personas mayores de
100, y ese porcentaje de ancianos tiende a crecer. La tendencia es clara en el
mundo: cada día hay más ancianos y menos niños, en términos relativos y
comparando con datos demográficos recientes.
Muchas especies animales viven siete veces la cantidad de tiempo que les toma
llegar a la vida adulta. Si consideramos que un ser humano es adulto a los 20
años, esto significaría que nuestra expectativa de vida es de 140 años. En muchos
países, hoy, la experiencia de vida es de 75 años y más, mientras que unos
pocos, siguen rondando los 50 años, como era a comienzos del siglo XX. Pero en
ninguna parte es de 140 o 150 años. Los especialistas consideran que esto se
debe a la genética y al estilo de vida, de modo que nuestras potencialidades de
larga vida no se alcanzan por tales razones.
Los avances de la medicina hacen que la vida se prolongue, que se controlen los
males tradicionales (enfermedades agudas y, especialmente crónicas). Cada día
vivimos más años y esto cambia el sentido del tiempo, la urgencia de tener hijos y
de controlar la reducida expectativa de vida que poseemos. No es preciso
casarnos demasiado pronto, como se hacía hace pocas generaciones, ni
engendrar hijos inmediatamente. Podemos considerar que la expectativa de vida
va a seguir aumentando y aumentando… ¿llegaremos a ser inmortales? ¿a vivir
para siempre?
La posibilidad de una larga vida es una realidad y lo es cada vez más para
millones de personas. Morir a los 30, a los 60 ó a los 100 años, no depende de
nuestro destino biológico, sino de una completa interacción de factores
genéticos, psicológicos, culturales y de otra índole. El autor de estas líneas,
siempre tuvo la fantasía de que había personas que nunca iban a morir; una de
ellas era Bertrand Russell, quien murió a los 97 años, en pleno uso de sus
facultades psicológicas. Otra era su padre, quien murió a los 84 años, tan alerta al
mundo como lo fue durante toda su vida.
ARDILA, Rubén. En: Innovación y ciencia. Vol. IX, No. 4 (2000); p. 4-10