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REVISTA NEXOS.COM. MEXICO.

01/03/2010

Chávez: “Los Tres Poderes soy yo”


Pedro Salazar Ugarte

Notas de un constitucionalista perdido en Caracas

En los primeros días del mes de diciembre de 2009 viajé a Caracas, Venezuela, invitado por
el Tribunal Supremo de Justicia de ese país para participar en el Congreso conmemorativo
del X Aniversario de la Constitución de la República Bolivariana. La experiencia, por
muchas razones, resultó memorable. A continuación reproduzco mis notas de ese viaje.
Aunque transcribo lo que anoté día a día durante mi estancia caraqueña y, por lo mismo, no
se trata de un texto reconstruido en retrospectiva, sí es la crónica de una experiencia vivida
y narrada con la carga de inevitable subjetividad que traen adheridos los recuerdos. Por lo
mismo, lo que aquí cuento, probablemente, no es idéntico a lo que recuerdan mis colegas
constitucionalistas (españoles, argentinos, ecuatorianos, bolivianos, cubanos y brasileños)
que también fueron convidados a tan peculiar evento. Así es esto de la memoria y sus
bemoles.

Salida de México: Sábado 5 de diciembre de 2009

El aeropuerto de la ciudad de México, a las 23:50 horas, en domingo, es un páramo


desierto. La situación es extraña o, por lo menos, mi sensación lo es. Abordaremos el
último vuelo del día: el MX375 con destino a Caracas. El aeropuerto de una de las ciudades
más grandes y pobladas del mundo, por el que pasan miles de pasajeros diariamente, está
vacío. Las tiendas cerradas, los trabajadores de limpieza haciendo su tarea, los guardias de
seguridad, cansados, bostezan. La terminal 1 del Benito Juárez parece una ciudad que se
acaba de dormir y aún no quiere despertarse. Y el único lugar activo, en el que se encuentra
un grupo de personas sentadas y ansiosas, es la puerta 21 en la que nos han convocado para
abordar el vuelo. Estoy cansado pero curioso porque voy a un país y a una ciudad que no
conozco. Además, tengo la impresión de que soy el único mexicano en la sala de espera.
Así que éste es ya mi primer contacto con Venezuela.

El vuelo, de hecho, está lleno. ¿Qué vinieron a hacer tantos venezolanos a México?
Imagino que están de vacaciones (predomina un perfil de clase media y alta). Yo, al menos
hasta ahora, no habría contemplado la posibilidad de vacacionar en su país. Ya es domingo,
6 de diciembre, el vuelo saldrá a la 1:05 a.m. Nunca había despegado de madrugada. La
situación me desagrada.

Llegada a Caracas: Domingo 6 de diciembre

El vuelo transcurre bien y llegamos a Caracas con media hora de adelanto. Me esperan en
el aeropuerto dos personas de protocolo y me auxilian para salir en calidad de diplomático.
Nada de trámites, nada de aduana, nada de controles. Agradezco la atención sin ningún
reparo. Lo que me desconcierta es el huso horario: vaya usted a saber por qué razón es una
hora y 30 minutos más tarde que en la ciudad de México (6:00 a.m. en el D.F.; 7:30 a.m.
aquí). Así que debo ajustar mi reloj 90 minutos y no 60, 240 o 420 como debemos hacerlo
cuando viajamos a la frontera con Estados Unidos, a Buenos Aires o a Europa.
A la salida me espera una
comitiva de jóvenes de protocolo,
elegantes y amables, con una
batería de automóviles haciendo
guardia cada uno con su
respectivo conductor. Me asignan
un auto que me llevará
directamente al hotel. El chofer
es un personaje de película:
fuerte, moreno, grande,
simpático. Además, como
descubro de inmediato, es un
convencido seguidor de Chávez.
Con un lenguaje popular y
florido me explica los peligros
que enfrenta el régimen
bolivariano: nuestro presidente
tiene muchos enemigos de dentro
y de fuera. Los de dentro son todos golpistas: “Fulano de tal, gobernador de la región tal…
¡golpista!; el otro, gobernador de este otro lugar… ¡golpista!; el diputado „X‟, también él,
¡golpista!”. Y, como una reminiscencia de un discurso congelado en el tiempo, al voltear
hacia el mundo, está convencido de que los americanos tienen la culpa de todo lo malo que
pasa en el continente. La mejor prueba —y en ello lleva razón— son las bases militares
norteamericanas en Colombia: “Los americanos quieren que peleemos con nuestros vecinos
para meterse hasta acá; pero este presidente, Chávez, es muy inteligente. Si se meten con
nosotros, se las verán con nuestros amigos: Rusia, Irán, Bolivia, Ecuador, Brasil y tantos
más. „Nomás con Cuba ya tienen‟ porque los cubanos están esperando el momento de
vengarse de los americanos”. Pasamos unas villas miseria en la montaña de camino a la
ciudad y él me dice que eso no debería estar ahí “porque da una mala imagen a los
visitantes”, pero me cuenta con orgullo que “hay mucho médico cubano trabajando con esa
gente”. No me queda duda, desde mi aterrizaje, que el discurso bolivariano tiene anclaje
(aunque no olvido que se trata de un conductor al servicio del Estado).

Conforme pasan los minutos confirmo que el señor es un seguidor auténtico del gobierno.
Y eso hace la charla más interesante. Me cuenta partes de su vida y destaca el crédito que
obtuvo —“gracias al presidente”— para comprase un departamento. Antes, “uno como yo
—me dice— no hubiera obtenido un crédito, nunca”. En todo momento subraya que, en el
pasado reciente, su país era elitista y excluyente y ahora predomina lo popular.
Obviamente, no es un hombre educado: por ejemplo, me pregunta si el avión que me trajo
desde México puede volar todas esas horas sin tener que cargar gasolina. Pero ostenta un
grado de politización sorprendente y, junto con el mismo, un notable nivel de
ideologización.

Poco antes de llegar al hotel nos cruzamos con un maratón en el que los corredores vestían,
todos y todas, de rojo. “Ese es el color del partido del presidente”, me dijo. “Los
„escuálidos‟, en cambio, se visten de amarillo”. Se despide recomendándome
encarecidamente aprovechar que es domingo para sintonizar, a partir de las 11:00 a.m.,
aproximadamente, Aló Presidente.

El hotel —Gran Meliá Caracas— es el más fastuoso de la ciudad y, como en todas partes,
el lujo es idéntico: grande, majestuoso, elegante. Mi habitación es espaciosa y cómoda. Me
esperan, como bienvenida, dos canastas de frutas y unas nochebuenas, regalo de la
presidente del Tribunal Supremo. El lujo no me apantalla pero me sorprende. Simplemente,
en Venezuela, invitado por el régimen supuestamente socialista (que se empeña en
transmitir, dentro y fuera del país, una imagen popular), no esperaba un hotel en el que, por
ejemplo, puedo elegir “almohadas a la carta”: de “semillas de trigo”, “ortopédica”, “plumas
de ganso”, “almohada de bebé”, “plumas sintéticas”, “anatómica”, “alérgica poliéster &
policron”. Unas semanas antes estuve hospedado, invitado para participar en otro
seminario, en el Hotel Victoria de Turín, Italia. Mi habitación en aquel viaje y el resto de
las instalaciones del clásico hotel turinés medían la tercera parte. ¿De dónde nos viene a los
latinoamericanos esta vocación por lo ostentoso y esta manía por lo monumental? Cuando
algunos amigos europeos visitan México, con frecuencia, si son invitados por las
autoridades me hacen notar el exceso y el dispendio con el que son recibidos. Esta es la
primera vez que vivo esa sensación en carne propia. Y, tienen razón mis amigos, surte el
efecto contrario al que los anfitriones esperan.

A las pocas horas de llegar al hotel tengo la sensación de que nada es lo que parece. El
lugar es igual a los grandes hoteles de todo el mundo —quizá lo único que delata algo de
descuido es el estado de los baños, grandes y viejos—, sin embargo, el ambiente y el modo
de comportarse del personal es singular. Pareciera que, detrás de la fachada del hotel de
cinco estrellas, descansara un fresco latinoamericano. Para muestra un botón: no logro
retirar dinero de un cajero automático (me pide dos números de un carnet de identidad que,
obviamente, por ser extranjero, no tengo). La señorita de recepción —joven, muy guapa y
simpática— me sugiere pedir orientación con el conserje —también joven y simpático—
quien me explica que, tal vez yo no lo sepa, “existe un problema con el tipo de cambio en
Venezuela”. Por aquello de la “falta de divisas”, puntualiza. Así que no me recomienda
seguir intentando obtener dólares en los cajeros (además, apunta, ello supone correr riesgos
innecesarios). Él propone otra cosa: una operación “segura y secreta”, con un tipo de
cambio preferencial, ni más ni menos que del doble a mi favor (el cambio oficial es de 2.5
bolívares por dólar; él me cambia 100 dólares por 500 bolívares). Así, sin más, en el lobby
de un hotel de gran lujo. Por eso no me sorprende la devaluación que anunció Chávez en
enero de 2010 ni me sorprendería un quiebre de la economía venezolana.

Dado que no acepté la generosa oferta del conserje tuve que cambiar unos cuantos dólares
en efectivo por unos cuantos bolívares pagando, además, el 1% de comisión en el hotel.
Todavía recuerdo la cara del conserje y de la recepcionista ante mi decisión (supongo que,
para ellos, absurda). Con ese dinero, después de nadar en la enorme piscina al aire abierto,
decidí ir a conocer el centro de la ciudad. Justo antes de salir de mi habitación recibo las
cartas de invitación para las cenas oficiales y un directorio telefónico en el que —entre
otras cosas— se me indica el número de Protocolo, el de Seguridad y el de Servicio Médico
que están a mi disposición, permanentemente, ahí mismo en el hotel. Todo junto, más el
cansancio, profundizan mi extrañamiento.

Al abandonar el hotel lo primero que noté es que éste estaba custodiado, en su entrada, por
dos destacamentos de tres militares armados. Quizá la explicación reside
en que el mismo se ubica en una zona caótica y popular. Los alrededores de este
majestuoso edificio son muy parecidos al once en Buenos Aires o a la calle de Regina,
antes de su rescate, en la ciudad de México. En pocos minutos me encuentro en el meollo
de una caótica ciudad latinoamericana en la que todo puede pasar. Por ejemplo, la
vendedora del puesto en el que me detengo a comprar dos botellas de agua, antes de
atenderme, con discreción fallida, despacha algo que debe ser droga —por la manera en la
que tiene lugar el intercambio entre el billete y el producto— a una joven veinteañera. Nada
que no suceda en la ciudad de México (o en pleno centro de cualquier ciudad del mundo)
pero que aquí observo con la sorpresa de un visitante que, técnicamente, acaba de llegar.

Viajo en metro, es domingo y aquello está a reventar. La muchedumbre es popular, colorida


y las mujeres —ya me lo habían advertido—, en verdad, son atractivas. Mi primera
impresión es que ésta es una sociedad relativamente igualitaria —con un status de clase
media baja generalizado— que contrasta en su composición con la ostentosa desigualdad
mexicana. Acá todo parece popular, parejo, uniforme. Obviamente, estoy en una zona
popular, en pleno centro de la ciudad, pero no salta a la vista lo que en México o en Río de
Janeiro es común, frecuente y está por todas partes: autos de marca y gente de esa clase alta
latinoamericana, altiva y ostentosa.

El metro de Caracas podría estar en cualquier ciudad del mundo. Nada especial, nada que
merezca un comentario. Pero el centro de la ciudad me parece un sitio desolador. Algún
edificio interesante —el Capitolio— pero, el resto, incluida la plaza Bolívar, en verdad
decepcionante. Cuernavaca es una metrópoli frente a esto. Al menos si comparamos el
centro histórico de aquella ciudad con este lugar caótico, ruidoso y tremendamente sucio.
Me acerco a dos vendedores de artículos varios para preguntar por un restaurante para
comer y, sin satisfacer mi inquietud, me ofrecen dólares, droga, compañía. Constato que mi
condición de extranjero es inocultable. Y eso me desagrada pero, al mismo tiempo, me
consuela. O mejor dicho, me ayuda a soportar mejor mi propio sentimiento de extranjería.
Y aunque eso me puede pasar también en los sitios turísticos de México —“España, olé”
nos gritaban a mí y a mi esposa para llamar nuestra atención los vendedores ambulantes de
Playa del Carmen hace algunos meses—, aquí mi extranjería es real, definitiva. No logro
encontrar en mí —al menos no ahora— la fibra que hace latir los corazones de muchos
amigos y familiares con fervor latinoamericano. Soy extranjero y me siento extranjero en
medio de este caos que mezcla la vitalidad ruidosa con el más desolador deterioro. No me
gusta la arquitectura irregular y sin estilo alguno que hermana a Caracas con Villahermosa,
ni disfruto el escándalo sin censura de decenas de chiquillos que juegan entre las mesas a
arrojarse pequeñas explosiones de pólvora (de esas que en México llamamos “brujitas”).
Hay algo que me impide dejarme abrazar por un sol que, a pesar de ser diciembre, quema.

“Ragazzi, non aborghesatevi”, nos decía Franco, un viejo comunista y amigo italiano, a mi
esposa y a mí hace algunos años. Me doy cuenta que su advertencia, al menos en mi caso,
fue desatendida. O quizá era simplemente imposible de cumplir: cada uno es fruto de su
medio y de su tiempo. Tal vez por ello, observo esta ciudad con una mirada de extranjería
que no tiene su origen en las coordenadas de la geografía sino en los recintos de la cultura,
las concepciones políticas, los gustos y las formas de vida. En medio de una plaza enorme
que descansa detrás del espantoso edificio del Congreso Nacional —decorado con un
enorme cintillo que, por un lado, tiene los retratos de los libertadores de América (Bolívar a
la cabeza) y por el otro dos enormes fotos de un Chávez tomando juramento y saludando a
la masa y que, irónicamente, recoge la consigna “la sede del poder del pueblo”—, ante la
suciedad, el abandono y la indigencia que merodea y escarba en los basureros en busca de
comida, me descubro completamente ajeno, fatalmente distante de esta realidad en la que
no veo ninguna “revolución progresista”. No encuentro un socialismo con rostro moderno
en el que la igualdad social vaya de la mano del progreso ni una democracia en la que el
concepto sea algo más que un recurso legitimador del caudillo en turno.

Me pregunto si es este caos que se inclina al precipicio lo que emociona a algunos


intelectuales europeos que celebran la revolución bolivariana, denuncian con aburrimiento
el impasse y la mediocridad intelectual en el que —según dicen— está atrapada la sociedad
europea y declaman su encanto por Latinoamérica (pero suelen tener un boleto de avión —
de regreso a casa— en el bolsillo). Yo, definitivamente, no encuentro en lo que veo el
germen de una sociedad moderna, libre e igualitaria. Y me niego a claudicar ante la idea de
que ésta es la igualdad y libertad que nos
toca a los latinoamericanos: una
seudomodernidad folklórica, ad hoc para los
países del tercer mundo. La idea
provinciana de que debemos encontrar
nuestra identidad y destino sin mirar hacia
otra parte siempre me ha parecido mediocre.
Una cosa es aceptar la realidad y sentirse
parte de ella y otra, muy distinta,
conformarse con un estado de cosas en el
que la marginalidad es destino.
Regreso al hotel. Son las 17:10 horas y
prendo la TV. Ahí está, en vivo, Aló
Presidente. Lo que escucho y veo es un adelanto de lo que —sin saberlo— me tocará
presenciar al día siguiente. Reporto solamente un par de imágenes. Hugo Chávez interactúa
con su público y provoca su entusiasmo: habla de un fiscal chavista asesinado “por la
burguesía” y el público de pie, todos de rojo, en un mitin televisivo y televisado, comienzan
a gritar: “¡Honor y gloria a todos los caídos!”. Minutos después, como quien habla de
cualquier cosa, dice que teme por la vida su hermano, Nacho, porque los burgueses podrían
asesinarlo para dañarlo a él. El público, de nuevo, entusiasmado, irrumpe al grito de:
“¡Chávez amigo, el pueblo está contigo!”. Ante las porras, el presidente asegura que seguirá
luchando contra los latifundistas “así me quede solo; moralmente solo”. Y, como si nada,
advierte que, para evitar que eso suceda, es necesario “pulverizar” al enemigo. Este
espectáculo ya ha sido narrado en muchas crónicas y artículos por lo que no me extenderé
en su desarrollo pero, en verdad, no tiene desperdicio: es la personalización mediática del
poder en su máxima expresión. Una forma de demagogia que, según me dicen, comparte
con su enemigo Uribe. Michelangelo Bovero llama, con razón y filo, a esta nueva clase
dirigente, los “caudillos posmodernos”.

El discurso de Chávez reivindica insistentemente lo popular y desprecia todo lo que huela a


burgués: le encanta, por ejemplo, manifestar su desprecio por los que beben whisky. Pero
yo estoy hospedado en un hotel de lujo pagado por el propio Estado venezolano. Alguien
podría apuntar que la invitación proviene del Poder Judicial y no del Poder Ejecutivo pero,
en la Venezuela de Chávez, como confirmaré después, esa distinción no tiene mayor
sentido. Por lo mismo, la habitación me permite palpar el tamaño de la farsa. Y, entonces,
reconfirmo la razón profunda de mi toma de distancia radical con el proyecto bolivariano y
su presunta revolución hacia el socialismo del siglo XXI: detesto a los caudillos. La
simulación, la retórica y el uso y abuso de las emociones con las que alimentan su poder, es
la materialización de las formas políticas que más aversión me generan. Chávez hablando
de Chávez y de su proyecto para el bien de Venezuela activa los resortes más sensibles de
mis convicciones democráticas y me permite confirmar que, en efecto, en mi caso, soy un
demócrata antes que otra cosa. Hijo legítimo de mi tiempo histórico creo en la necesidad de
reemplazar periódicamente a los gobernantes y limitar sus poderes como una condición
para el ejercicio de una verdadera libertad política. Además, la retórica schmittiana —
colorados vs. escuálidos; bolivarianos vs. burgueses—, venga de quien venga, me resulta
violenta, excluyente y peligrosa. La política es conflicto, por supuesto; pero la política
democrática es superación del conflicto. Me pregunto cómo es que no ha estallado la
violencia en este pobre país gobernado durante décadas por una elite clasista y explotadora
y ahora por un general carismático que cuenta con un ejército —diría Bovero— de “siervos
contentos”.

Antes de la cena oficial de bienvenida —que resultará discreta y sin mayores lujos— nos
reunimos en el lobby del hotel los participantes del congreso. La composición es
interesante: académicos de Ecuador, Bolivia, Venezuela, Argentina, España, Cuba.
También hay funcionarios judiciales del más alto nivel. Por ejemplo, están presentes
magistrados de los Tribunales Constitucionales de Chile, Ecuador y Bolivia; el presidente
del Tribunal de Cuba y el secretario del Consejo de Estado de ese mismo país. Seguramente
por ello el aparato de seguridad es impresionante: una decena de hombres de físico
portentoso y actitud vigilante. Ese cuerpo de protección y vigilancia, a partir de entonces,
estará presente en todos los recintos, lo cual no deja de ser desconcertante porque supone
que existe un riesgo real de que se verifique algún tipo de atentado. De lo contrario no me
explico por qué la presidente del Tribunal Supremo está permanentemente rodeada de un
cuarteto de matones que le doblan la estatura y calibran con cara de pocos amigos a todos
los que la rodean.

Durante la cena comparto mesa, entre otras personas, con un juez y un diputado, chavistas
ambos. La defensa del gobierno es excesiva y raya en lo ridículo: la crisis no ha llegado a
Venezuela, el petróleo es sólo una parte de su economía, la popularidad del presidente es
muy alta (las encuestas mienten), la inseguridad es un problema real pero explotado por la
oposición (una de sus causas principales —me explican— es la presencia de colombianos
desplazados que antes se quedaban en la frontera pero ahora llegan hasta Caracas), etcétera.
Ya en el extremo de la complacencia, una joven juez que no quiere quedarse fuera del
concierto, remata: “Venezuela es el mejor país de mundo”. Ni el más mínimo asomo de
crítica. De hecho, el afán por superarse unos a los otros en la celebración de los éxitos del
chavismo llega a extremos patéticos. Reproduzco de memoria dos intervenciones
emblemáticas. La primera es del diputado. Y comienza con el reconocimiento de un dato de
hecho inocultable: el calentamiento global ha provocado una fuerte crisis de agua en el
país. Por lo mismo, reconoce, hay problemas de abasto en amplias regiones. Sin embargo,
Chávez, me explica con una sonrisa socarrona, ha sorteado la crisis de manera ejemplar
pidiendo a los ricos que aprendan a bañarse con jícaras (ellos usan otra palabra pero no
recuerdo cuál es) como siempre lo ha hecho el pueblo. “Fíjese usted”, me dice, hasta “la
naturaleza está teniendo un papel igualador en Venezuela”.

La segunda perla proviene de la boca del juez (un joven simpático, bien enterado,
enamorado de México y muy preocupado porque me lleve una buena impresión de su
gobierno): “La historia de este país es increíble, ¿usted sabe que la historia del Quijote es,
en realidad, venezolana? Un escudero —me explica— la llevó a Madrid y de ahí la tomó
Cervantes”. Me recordó a algunos amigos catalanes que, en su nacionalismo, pierden la
brújula de lo sensato.

Antes de irnos a dormir llegó la noticia de la victoria electoral aplastante de Evo Morales en
Bolivia. El ánimo generalizado es de fiesta. “¡Y luego dicen que estos tíos no lo hacen muy
bien!”, celebraba un colega español muy vinculado con lo que han llamado “nuevo
constitucionalismo latinoamericano”.

Inicia el congreso: Lunes 7


de diciembre

Temprano nos reunimos en el lobby del hotel. Nos espera un convoy de seis camionetas,
escoltadas por motoristas (que fueron abriendo el paso) y seguidos por una ambulancia. En
las camionetas delanteras nos acompañaron unos escoltas de físicos, en verdad,
amenazantes. Llegamos al tribunal después de rodear la ciudad hacia lo alto (lo que me
permitió constatar que es más grande de lo que me había parecido el día anterior y que tiene
muchos edificios altos e irregulares, algunos de ellos modernos). Caracas, en definitiva, no
es una ciudad bonita ni ordenada pero ahora descubro que no carece de una cierta
personalidad. A pesar de las favelas que rodean una parte de la montaña que a su vez
circunda a la ciudad (y que es escenario común en toda Latinoamérica), si debo encontrar
un adjetivo, diría que a Caracas la caracteriza más el desaliño que la miseria. Sin embargo,
por lo que puedo apreciar, por desgracia, ya no tendré oportunidad de recorrerla. Un colega
brasileño me comentó que intentó salir a correr por la mañana y no logró evitar que lo
siguiera un guardia de seguridad; algún otro comentó que le sucedió lo mismo la noche
anterior. Se ve que el tema de la inseguridad —y la posibilidad que le pase algo a algún
miembro del congreso— los tiene, en verdad, preocupados. O quizá sus preocupaciones y
las causas de su marcaje individualizado sean otras.

El Palacio de Justicia es grande e imponente. Lo corona un vitral que es orgullo de sus


miembros y que no deja de ser interesante (“es el más grande del mundo” me repiten un par
de veces). La hospitalidad y la atención por parte del personal y del comité organizador
siguen siendo impecables. En el auditorio dos grandes mantas anuncian el propósito del
Tribunal Supremo de Justicia: “Construyendo un Estado Democrático y Social de Derecho
y de Justicia”. Poco a poco el auditorio se llena y se va integrando el presidium con algunos
invitados especiales, los miembros del gobierno y los titulares de los órganos del Estado
bolivariano. Detrás de ellos se sentarán los 31 jueces constitucionales. Junto al presidente
Chávez estará nuestra anfitriona, la presidente del tribunal, Dra. Luisa Estella Morales. A
mí, quién sabe por cuáles suertes del destino, me tocará sentarme en la primera fila,
prácticamente enfrente del presidente. Detrás de mí estarán los embajadores de Cuba, Italia,
Bolivia y Ecuador y, como después constataré, el diputado que conocí la noche anterior.

Chávez llegó 40 minutos tarde y su intervención estaba programada (según consta en el


programa) para durar unos 20 minutos. Nos sorprendió llegando por la entrada principal y,
entre su arribo y el inicio del evento, se detuvo a platicar e intercambiar bromas con
distintos grupos de los presentes. Desde ahí quedó claro que no tenía prisa. Su carisma y
dominio del escenario son indiscutibles, abrumadores. Es la representación del poderoso
que disfruta sus enormes potestades. Un par de invitados le dicen de pasada, ¡venimos de
Cuba!, y él grita en respuesta ¡Viva Fidel!, a lo que le sigue un aplauso espontáneo y
animado por parte del respetable. Ya en el estrado, antes del discurso de la presidente,
escuchamos de pie el himno de Venezuela. El evento inicia con el discurso de la presidente.
A partir de ese momento el evento adquiere un significado y un interés distinto para quien
esto escribe. La Dra. Morales, cabeza del Poder Judicial del Estado venezolano, abre boca
advirtiendo la necesidad de superar la “odiosa separación de poderes”. Lo dice así,
textualmente. Después puntualiza: de lo que se trata es de dejar atrás la barrera clásica
liberal de la separación entre los poderes que ha impedido que el Estado se erija como un
solo ente. Esa concepción “liberal burguesa” debe abandonarse en el “nuevo paradigma
constitucionalista” de Sudamérica. No doy crédito. Frente a ella están sentados sus pares,
los jueces constitucionales, que escuchan (me pareció que algunos con cierta incomodidad
y disimulada sorpresa) su llamado a lograr una dinámica “coordinada, interrelacionada, de
cooperación” entre los poderes estatales. Su adversario, nos dice, es la concepción liberal
—francesa y americana del checks and balances— porque no corresponde a la realidad
actual y a las necesidades de nuestros países. Al menos no, remata, al presente de
Venezuela.
Hugo Chávez Frías comenzó a
hablar a las 11:50
aproximadamente. Se levantó hacia
la palestra y no lo acompañó el
aplauso de algunos de los jueces
constitucionales (a los que él no ve;
pero nosotros sí, desde las butacas
de enfrente). Pero el público lo
recibe con entusiasmo. Y aquí
comenzó una historia aparte. El
presidente nos recetará un discurso
de casi tres horas, que será
interrumpido 30 veces por aplausos
—las conté una a una y participé en
tres de ellas: una por distracción,
otra por prudencia y la última
porque finalmente el martirio se
había acabado— y que contendrá
decenas de —supuestas o reales—
citas de Bolívar (muchas de ellas de
memoria), bromas, anécdotas,
canturreos y, sobre todo, desvaríos. Una breve reseña del contenido me resulta irresistible.
Narraré partes de su discurso en desorden (lo que no altera en nada su sentido porque él
mismo es completamente desordenado) para ofrecer una síntesis sustantiva y no una reseña
periodística (que no sería capaz de hacer). Todo lo que transcribo entre comillas proviene
de mis notas y, por lo mismo, puede tener algunos errores menores pero el sentido es
preciso y en la mayoría de los casos textual.

Para explicar por qué llegó tarde al congreso cuenta que tuvo que atender una llamada del
mandatario de Rusia y, después, se entretuvo jugando con unos niños en la entrada del
auditorio que estaban en una guardería organizada por el propio Tribunal Supremo. Y ahí
deja caer una frase que anuncia su concepción de la autonomía entre los poderes: guardería
que yo celebro “[entre otras razones] porque la organizaron sin pedirme un solo peso
[risas]”. Volteo a ver a los magistrados y magistradas y me da la impresión que muchos de
ellos lo observan cansados, aburridos, con cierto hastío. Él, supongo que lo nota y remata
con actitud burlona: “¡ay, qué severos son los magistrados y yo que llegué tarde por jugar
con los niños y porque tenía que hablar con el primer ministro de Rusia… ¡Viva Rusia!”.
Su auditorio aplaude y alguno deja escapar un par de “vivas”. La autonomía del tribunal, su
independencia frente al Poder Ejecutivo, quedó así arrollada entre la anécdota y la ironía.
Con lo que, de paso, hizo eco directo con el discurso de la presidente Morales.

En su discurso, Chávez, salta de un tema a otro sin aparente coherencia: desde la cumbre en
Uruguay a la que está por asistir, hasta el triunfo de Evo Morales (“Bolivia: Pueblo que se
alza como Lázaro y se reivindica”), pasando por aparentes confesiones retóricas de
humildad (“No quiero parecer presuntuoso ante sabios […] A mí siempre me ha apasionado
esto del derecho pero yo soy solamente un soldado”). Y de ahí construye una implícita
conexión entre él y Bolívar (cita de memoria al libertador): “Yo soy sólo un soldado,
nacido entre esclavos y no he visto más que hombres encadenados y compañeros con armas
dispuestos a romper las cadenas”. No hace falta decir que el tono es histriónico —aunque
no exagerado— y el gesto raya en lo profético.

A lo largo del discurso regresará, una y otra vez, sobre otra conexión —digamos ideal—
con Bolívar que parece obsesionarlo: la derrota y traición por su pueblo. En algún momento
defenderá la necesidad de educar al pueblo —“educación, moral y luces deben ser los polos
de una República”— para evitar que, desde la ignorancia, “sea un instrumento ciego de su
propia destrucción” (esta frase es repetida a sotto voce por el diputado con el que cené la
noche anterior y que está sentado detrás de mí). Me siento en el ritual de una secta cuyo
guía teme que le suceda lo mismo que al profeta: a Bolívar, insiste, lo acechó la “Crónica
de una muerte anunciada, para citar al Gabo”. Y al igual que el libertador y supuestamente
como él decía, Chávez se declara: “una débil paja arrastrada por el vendaval
revolucionario” (esta clase de frases le encantan porque las repite dos o tres veces
modulando tonos distintos). Pero, cuando expulsaron a Bolívar de Venezuela, se pregunta
preocupado: “¿dónde estaba el pueblo que no salió a defenderlo?”.

Al hablar de Bolívar adquiere un tono místico-religioso: Bolívar, como él mismo, fue


“crístico”; “vivió cual Cristo y murió crucificado”; a los venezolanos “nos guía su fata
morgana”. Así, tal cual. Y, para rescatar a su otro pilar ideológico, remata: Fidel también es
“crístico en lo social” (y lo repite un par de veces en voz más baja). El tono mesiánico y
profético se expresa en esta y otras frases más adelante (él mismo ironiza sobre el hecho de
que la oposición lo pinta como un predicador protestante “puertorriqueño”): “yo soy
católico pero, sobre todo, soy cristiano”. Más adelante, en medio de una frase, advierte que
construir una patria verdadera es “una tarea homérica y bolivariana”. Y mucho después, en
la tercera parte del discurso, citando a un tal Mesaro, advierte: “¿Cómo conciliar la vida del
individuo humano limitada en el tiempo con el carácter radicalmente ilimitado del tiempo
histórico?”. Recupero una última anécdota —que él narra entre bromas, chistoretes y
calculados titubeos de (falsa)memoria— para redondear el tono profético y mesiánico del
discurso: dice que un día, en Cuba, se encontró a unos niños que lo saludaron (“Hola,
Chávez”, dice que le dijeron) y le contaron que iban a la escuela; al poco rato, por el mismo
camino, se encontró a un pastor evangélico que también lo reconoció y dijo con tono
severo: “Chávez, te exhorto a que continúes y dile a Fidel que es un cristiano en lo social”.
Después, como es debido, juntos, “terminamos orando”.

En su discurso los conceptos de “occidente”, “liberalismo”, “capitalismo”, “revolución


francesa”, “revolución americana” —todos juntos— forman parte del mismo proyecto que
debe abandonarse y superarse. En un momento exclama con voz convocante: “Jamás
volveremos [a ese modelo], cueste lo que cueste y pasé lo que pasé”; “por nuestros niños,
¡no podemos volver atrás!”. El auditorio lo premia con un aplauso. Su discurso, a partir de
este momento, incluirá reflexiones seudofilosóficas alrededor de un dilema supuestamente
bolivariano: ¿en dónde será posible desentrañar la “misteriosa incógnita del hombre en
libertad”? De vez en vez, entre anécdotas, desvaríos y chascarillos, regresará al punto para
concluir que eso sólo es posible en la América Latina que su proyecto revolucionario
encarna. En paralelo, su arenga va y viene sobre los males del capitalismo. Ese capitalismo
que produce una televisión que “corrompe la mente” y que activa “lo que Fidel llama „los
reflejos condicionados‟ ” (la referencia a Pavlov no puede faltar y no falta). Acto seguido,
cierra la pinza de su razonamiento: “¡O el imperio yanqui o el mundo; los dos no caben en
este planeta!”.

Para aterrizar esa retórica advertencia en tierras venezolanas advierte que la oligarquía
engaña a los venezolanos diciéndoles que Chávez (se refiere a sí mismo como Hugo
Sánchez, en tercera persona) regala casas a los bolivianos (mientras los venezolanos viven
en la pobreza). Ésa, nos dice para retomar su tesis, es una estrategia científicamente
diseñada: “¡están haciendo activar los reflejos condicionados!”. Nos quieren vender un
lenguaje y unas ideas sugerentes y peligrosas: “¡cuidado con la igualdad de oportunidades”;
“¡necesitamos la igualdad de condiciones!”. Detrás de mí, el diputado, de nueva cuenta,
repite en voz baja las frases de Chávez: ¿cuántas veces las habrá escuchado? Se me antoja
voltearme y decirle que entendió muy bien; que precisamente ésos son los “reflejos
condicionados”. Obviamente, me abstengo.
No es difícil adivinar la otra veta de su
argumento: la burguesía venezolana es el
enemigo “movido por el imperio” y por
eso “necesitamos educación”. “Hay
muchos jóvenes venezolanos —explica—
que no saben en dónde está Quito pero sí
en dónde queda Miami”. Aprovecha la
idea para jugar con nombres de
localidades y bromear con la incapacidad
de los ignorantes oligarcas imaginarios
para pronunciarlos. Es, en verdad,
simpático: el público ríe, yo mismo
sonrío. Aprovecha el aplauso que levanta
su chascarrillo para continuar el
espectáculo: “apláudanme más porque
voy a tomar café” (y le da un sorbo al café
que le han puesto en atril). Por un
segundo me siento en una trova o en una
peña. Pero estoy en el auditorio del
Tribunal Supremo de Justicia de la República de Venezuela. Y, por lo mismo, el
espectáculo resulta tragicómico.

Pero Chávez recupera mi atención porque sube el tono de manera alarmante: “si la
burguesía recupera el poder acabará con la constitución”. Y narra que Fidel le ha hecho una
advertencia muy severa: “Chávez: es bueno que los venezolanos sepan que, con el odio que
tienen acumulado, si la burguesía recupera el poder cometerá un genocidio de proporciones
enormes”. A mí se me hiela la espalda cuando alguien del público —una voz de mujer—
grita: “¡lo sabemos, presidente!”. Esta escena me vendrá a la mente al día siguiente cuando,
como narraré a continuación, acudimos al Cuartel San Carlos y en la fachada divisé una
gran manta que decía: “Todos de pie; presidente Chávez, ordene!”.

De la constitución, Chávez tiene una idea meramente política: lo que importa no es su


contenido, ni los límites institucionales que pudiera contener, sino el proceso que llevó a
ella. Por eso, con tintes rousseaunianos, advierte que no pueden ponerse límites al poder
transformador del pueblo. “¿Qué constitución es inamovible?”, pregunta. “¿Qué
constitución no debe adaptarse al ritmo de los tiempos?”, remata. Y como el tema de la
reelección está implícito en el circunloquio justificativo, continua: “en España se puede
reelegir el presidente todo lo que quiera; ¡ah!, pero aquí no, ¡los indios no podemos
hacerlo!”. De ahí desarrolla una veta más de su discurso: “¡el constitucionalismo [del siglo
XXI] nació en Caracas!”. Para él, de hecho, el tiempo que vivimos es maravilloso: “una
ideología que se apodera de las masas y que se convierte, de nuevo, en ideología”. Marx y
“su dialéctica” son invocados para celebrar la fiesta.

Chávez, afirma, pertenecen a una corriente llamada “el historicismo” que consiste,
simplemente, en ser parte de la historia. Y hoy, en la Venezuela bolivariana, la división de
poderes es una institución del pasado. La razón es simple: esa medida liberal y burguesa,
debilita al Estado. Aunque “los reaccionarios nos quieren hacer pasar como dictadores”,
dicho principio debe ser sustituido por el de la “autonomía entre poderes”, que es propio del
“constitucionalismo popular”. Un constitucionalismo “histórico y bolivariano” al que,
según asegura, “le tienen pavor los yanquis y sus lacayos”. Yo no podía dejar de pensar en
el texto del artículo 16 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de
1789 (y que sería el eje de mi intervención del día siguiente): “una nación en la que los
poderes no están divididos y los derechos no están garantizados, no tiene constitución”.
Pero lo que pudiera pensar quien esto escribe y los otros constitucionalistas, magistrados y
profesores extranjeros, invitados (y a quienes llamó “sabios” al iniciar su arenga) lo tenía
completamente sin cuidado. No es mi interpretación, el propio Chávez se tomó la molestia
de aclararlo: “prefiero las opiniones del pueblo que las de los sabios”. Por eso —y aunque
no soy sabio— escribo esta crónica sin cargo de conciencia.

Chávez dejó de hablar después de más de 180 minutos de perorata. Estoy convencido que el
despotismo también descansa en esos detalles (aparentemente sin importancia): el tirano se
apodera de nuestro tiempo a capricho; obliga a escucharlo hasta que se agota el caudal de
sus ocurrencias. Cuando miraba hacia el presidium me dio la impresión de que más de un
magistrado, durante el discurso, pensaba lo mismo. Cuando lo hice notar en una sobremesa
recibí una respuesta cerrada: en efecto, algunos de ellos son “escuálidos”, de derecha. El
blindaje ante cualquier crítica, por mínima que sea, es absoluto. Yo no soy de derecha y
celebro no tener que soportar otro discurso de esos, nunca más en mi vida. En la noche, con
malicia y sarcasmo, un colega español, en el lobby del hotel, ante un pequeño grupo de
invitados y funcionarios de diversos países (Venezuela incluida) me disparó a quemarropa:
“¿Calderón también hace esos discursos?”. Mi reacción fue a bote pronto: “No —le dije—,
Calderón, seguramente, no sería capaz”. Pero, “sobre todo —rematé consciente de lo que
hacia—, nosotros no le tenemos tanta paciencia”. Sé que es estúpido pero me sentí
infantilmente complacido con mi respuesta.

Cuartel San Carlos:


Martes 8 de diciembre

Temprano nos trasladan, de nueva cuenta y como todos los demás días, escoltados
(seguridad, motocicletas, ambulancia, etcétera) a la sede del Tribunal Supremo de Justicia.
Sin embargo, un pequeño grupo nos separamos para participar en una reunión programada
con la finalidad de analizar el proyecto de una red de constitucionalistas “por un nuevo
constitucionalismo” que impulsan algunos colegas desde hace tiempo. En abstracto la idea
de la red tiene aristas interesantes. No existe algo así en el continente y, en principio, podría
ser una plataforma para promover la idea de que el derecho puede ser un instrumento para
transformar a la realidad y no necesariamente para conservarla. El manifiesto en el que se
recogen los principios básicos de la propuesta no está mal: habla de democracia, justicia
social, división de poderes, circulación de los gobernantes. Por eso acepto asistir al
encuentro.

La reunión tendrá lugar en el Cuartel San Carlos, ubicado a unos 200 metros del Palacio de
Justicia y que fue una cárcel durante varios años. Se trata de un edificio cuadrado y amplio
con un enorme patio central —bien podría haber sido una hacienda mexicana— en cuyo
centro colocaron algunas sillas alrededor de una mesa, con un toldo y un equipo de sonido.
Todo rigurosamente de rojo. En el fondo del patio, sirviendo de telón al encuentro, cuelga
una enorme manta con una foto de Chávez deteniendo en su mano una pequeña
constitución bolivariana y rematada con la frase “Nuevo Constitucionalismo del Pueblo
Bolivariano”. La puesta en escena es burda y, a mis ojos, constituye una provocación.
Solamente acepté ser fotografiado —junto con un grupo de colegas extranjeros— dando la
cara a la manta para evitar que ésta coronara la imagen. La reunión, a mi juicio y a juzgar
por el tinglado, desde su inicio, se precipitaba al fracaso.

Antes del encuentro un par de guías populares —uno de ellos ex presidiario— nos cuentan
que el recinto fue “rescatado por el pueblo” porque el Ministerio de Cultura quería
convertirlo en una escuela. La historia suena inverosímil en la Venezuela chavista pero ésa
es la versión oficial. Y el valor del lugar, nos dicen, reside en que ahí fueron encarcelados
muchos luchadores sociales. Uno de ellos —“el último gran soñador que pasó por aquí”—
fue preso por “el imperio y la oligarquía criolla servil”. Por supuesto, se trata del
mismísimo Chávez, quien estuvo encarcelado ahí mismo después de intentar dar un golpe
de Estado. La historia la escriben los vencedores, no cabe duda: el intento de golpe chavista
es celebrado como un acto heroico; el golpe en contra de Chávez, en cambio, es muestra de
la falta de escrúpulos de la oligarquía. Defino, de inmediato, mi postura en este tema:
ningún golpe de Estado es aceptable. En todo caso, en situaciones de opresión, es legítimo
el derecho de resistencia.

La reunión, finalmente, bajo un sol insoportable, inicia en el templete del patio (yo me
siento intencionalmente en la esquina de frente a la manta chavista). El coordinador, el
colega español que se divirtió provocándome la noche anterior, narra los objetivos de la
iniciativa en términos básicamente académicos. Sabe, supongo, que está en medio de una
emboscada política. Los venezolanos presentes están, de hecho, esperando que su líder,
Carlos Escarrá —el diputado del que ya he hablado en un par de ocasiones—, tome la
palabra. Él mismo, con orgullo, dice ser el coordinador del movimiento de
constitucionalistas bolivarianos. En su primera intervención se declara “militante de la
esperanza” y habla de actividades e iniciativas populares venezolanas (como la
“parlamentarización social de calle”) que se orientan a una “apropiación popular de la
constitución”. Mientras habla cita a Chávez reiteradamente y su tono, no sé por qué, me
parece amenazante.
Será unos minutos después, en una segunda intervención del mismo diputado, cuando la
baraja quedará expuesta. En respuesta a la lectura de una relación de nombres de posibles
integrantes de la red —el Dr. Fulano, la Dra. Mengana— a cargo del coordinador del
encuentro, el diputado Escarrá, desenvainó la espada bolivariana (cuya réplica en miniatura,
por cierto, nos había sido regalada la noche anterior): “el lenguaje que se está usando en
este encuentro es capitalista; porque „red‟ es un concepto capitalista” y porque en la
presentación de los nombres se incluyó el grado académico de los mencionados. Mirando
con desprecio a los presentes, remató: “Yo no puedo participar en una organización de elite
—aunque no perdió la oportunidad para recordarnos que él tenía un doctorado, tres
maestrías y 31 años de experiencia en la docencia— porque yo estoy por un
constitucionalismo mestizo”. La perorata es interesante por exagerada y, a mi juicio, resulta
demoledora para la reunión. Su discurso es delirante: “en Venezuela el derecho
constitucional se está haciendo en las calles y no en la academia”. Y lo dice, nos advierte,
un profesor que en el pasado fue “discriminado por no ser blanco” y que, “aunque no es un
chavólogo”, tiene muy presentes las enseñanzas del presidente. Sobre todo la que ya
conocemos y que él repite: “es menester escuchar más al pueblo que a los sabios”.

En ese momento caigo en cuenta de que, en ese país, todos los poderes y todos los sectores
—en este caso la academia y los estudios constitucionales— han ido perdiendo autonomía
y se están alineando, paulatinamente, con el proyecto del comandante. Soplan aires
totalitarios. De hecho, el diputado aprovecha para expresar su total “coincidencia” con la
presidente del Tribunal Supremo: “el poder del Estado es uno sólo; el poder es sólo uno”;
“por eso hay un jefe de gobierno que también es un jefe de Estado”. Y concluye sonriente y
con turbia mirada: “¿hasta cuándo seguiremos con las vetustas ideas del Espíritu de las
Leyes?”. Es ahí cuando decido abandonar la reunión e irme al hotel. Estoy cansado y me
siento profundamente incómodo. Me levanto y, caminando hacia la salida, veo apostado en
el fondo del patio un equipo de grabación con dos grandes antenas que captan todo lo dicho
en la mesa. Ahora entiendo la insistencia del diputado en hacer recurrentes y redundantes
muestras de lealtad presidencial. Sé que es absurdo pero, en ese momento, padecí un
sentimiento de pérdida de libertad. Mismo que se incrementó cuando me comunicaron —
con amabilidad pero de manera tajante y definitiva— que no podía irme en un taxi, por mi
cuenta.

Deseo abandonar el lugar de inmediato porque no quiero legitimar con mi presencia un


minuto más esa farsa y tengo que esperar a un chofer/escolta. Mientras espero resignado su
llegada, leo distraído unos carteles en los que se pide la inmediata liberación de Illich
Ramírez Sánchez, alias Carlos o El Chacal, terrorista detenido en Francia que, en el lugar
en el que me encuentro, es considerado “un luchador social”. Es inagotable la capacidad
que tenemos los seres humanos para manipular los hechos. Eso pienso cuando llega el auto
que me llevará al hotel. Lo conduce el mismo chofer que pasó por mí al aeropuerto.
Aprovecho la confianza que ese encuentro previo me brinda para enterarme que es un
instructor de boxeo; que él y todos sus colegas son guardias de seguridad; que tiene
instrucciones de llevarme o seguirme a todas partes; que es responsable por mi integridad
física, y que no puedo abrir las ventanas del auto. El tipo —como ya he tenido oportunidad
de reportar— es bonachón, simpático y platicador pero no me cuesta trabajo imaginarlo
“obedeciendo órdenes”, incluso, sobre mi persona. Sobra decir que es enorme: pesa 105
kilos, según me cuenta. Decido quedarme toda la tarde en el hotel, antes de regresar para
las mesas de trabajo al tribunal. La noche siguiente descubriré que en el mismo piso en que
estaba mi cuarto —el piso 12—, a dos puertas de distancia, dos habitaciones idénticas a la
mía, una frente a la otra, estaban ocupadas por el personal de protocolo y de seguridad.
Hasta ese momento entendí cómo era posible que, cada que salía de la habitación y
caminaba a los elevadores, invariablemente, aparecía un escolta a mis espaldas.

La mesa de trabajo vespertina del martes es interesante porque en las intervenciones de los
participantes —público inscrito compuesto por estudiantes o funcionarios judiciales en su
mayoría— es palpable un orgullo sincero por su constitución. Obviamente, aquí sólo están
presentes los que piensan eso (el evento es una celebración de su documento constitucional)
pero el dato, para mi sorpresa, es real. La constitución bolivariana tiene una base social
indiscutible. Existe una apropiación popular de algunas de sus normas y un sentido de
reivindicación política representado por su texto. No puedo dejar de pensar en el tipo de
oligarquía que debió gobernar a este país y que logró generar este sentimiento de
emancipación simbólica en los jóvenes estudiantes que —según narran— participan en las
misiones populares y se sienten orgullosos de promover el socialismo por todo el país. Al
contestar una pregunta del público expreso una banalidad: eso que llamamos pueblo no
existe en cuanto tal y, en todo caso, con frecuencia “se equivoca”. La respuesta no tarda en
llegar: “como ha dicho el presidente Chávez, el pueblo educado nunca se equivoca”, me
dice un joven funcionario judicial. Ese mismo muchacho, más adelante, en un significativo
desliz, me llama el “camarada norteamericano que viene de México”. A pesar de este
episodio, al final, mi sensación es que el nivel de la discusión, desde un punto de vista
académico, fue elevado.

La cena, ese día, tendría lugar en un bonito jardín ubicado a la mitad de la ciudad que fue
recuperado como espacio cultural “abierto al pueblo”. La tranquilidad del lugar, sus más de
cinco hectáreas de verde y el canto de los grillos, contrastan radicalmente con el caos y el
desorden de la ciudad que nos rodea, que nos atrapa. Mi lugar en la mesa está ubicado junto
con un colega argentino y otros dos cubanos en la mesa de la presidente del tribunal. La
charla resulta amena e interesante. La Dra. Morales cuenta que es de una provincia pobre y
de origen popular. Mi tierra, nos dice, no sin un dejo de orgullo, “siempre fue cuna de
guerrilleros”. Su historia es ejemplar:
abogada en Venezuela, estudiante de posgrado en Italia y Francia (vivió en Europa ocho
años), experta en derecho agrario y juez por mérito propio (de hecho, años atrás, antes de la
llegada de Chávez al poder, la expulsaron del Poder Judicial por conceder un amparo, en
aplicación directa de la constitución, para proteger unas tierras comunales). No me queda
duda que es una persona inteligente y calculadora. Y, al narrar su experiencia como
presidente, destaca un dato verdadero en el que yo no había reparado: cuatro de los cinco
titulares de los poderes en Venezuela son mujeres. Ningún otro país en América Latina
puede presumir un dato como éste. Es cierto.

Pero, al entrar al terreno de la política, cae el telón. Su independencia frente a Chávez es, a
todas luces, inexistente. Y, sin un Poder Judicial independiente, como nos enseñó
MacIlwain, no hay espacio para las libertades. La Dra. Morales conoció a Chávez cuando
éste la invitó a asesorarla para hacer la Ley Agraria (según escuché en diversas
oportunidades, el presidente, al menos al inicio de su gobierno, mostró un inteligente
talento para allegarse de consejeros valiosos) y, después, la convirtió en juez constitucional.
De ahí, el paso a la presidencia —con el apoyo del comandante— fue sencillo. El colega
argentino se interesa por las tesis que expuso en su discurso inaugural y ella, sin reparos,
confirma lo dicho: la división de poderes, al menos en la Venezuela bolivariana, debe
superarse. “En mi país —nos dice—, ahora, no miramos hacia Europa”. Su posición es
nítida: el Estado debe tener objetivos únicos y comunes y todos los poderes deben abonar
en esa dirección; lo contrario debilitaría su capacidad transformadora. Y, en Venezuela, no
hay duda, “Hugo Chávez es el jefe de ese Estado”. Yo no logro contenerme y, con cierto
maquillaje teórico pero sin rodeos, le recuerdo una obviedad: el poder corrompe y que los
seres humanos no tenemos llenadera. Nunca un lugar común tan manoseado me había
resultado tan pertinente. Su rostro permaneció inmutable.

Intervención y clausura: Miércoles 9 de diciembre

El día de mi exposición en el pleno el ambiente fue amable. Leí, sin mayores ajustes, el
texto que había escrito en México y que se publicará en la Revista Internacional de
Filosofía Política. Mi tesis central venía como anillo al dedo y era todo menos obsequiosa:
las constituciones no son —al menos no solamente— proclamas políticas, sino un conjunto
de normas vinculantes, y parte de esas normas, junto a los derechos fundamentales y como
una garantía de protección para los mismos, es la dimensión orgánica de la constitución que
se funda en el principio irrenunciable de la separación/división de los poderes. El auditorio
me acompañó con atención y con un aplauso prudente, moderado y en ese contexto y a la
luz de mis tesis, generoso. Al terminar se acercaron algunos magistrados de dos de los tres
países aludidos —Venezuela, Bolivia y Ecuador— y me pidieron que les envíe mi
ponencia. Los tres, cada uno por su parte, me solicitan que no lo hiciera a sus correos
oficiales. Una señora —que se quedó mi ponencia con anotaciones— se acercó para
decirme: “gracias, porque nos trajo un poco de oxígeno”. Lo más gratificante fue el abrazo
de un magistrado que me felicitó por el valor para decir lo que dije en el contexto en el que
lo expuse. Al escucharlo no pude dejar de pensar con cierto orgullo nacionalista —poco
común en mi caso— que, a pesar de nuestros múltiples problemas, en México los
profesores universitarios no necesitamos valor para decir este tipo de cosas.

Después de mí, para cerrar el evento, expuso el colega español al que he hecho más de una
mención y que ha jugado un papel importante en la confección de las constituciones
venezolana, ecuatoriana y boliviana. Su ponencia me pareció sólida. Y me resultó
particularmente interesante porque, al ser un promotor del “nuevo constitucionalismo
latinoamericano”, delineó algunas de sus tesis principales: la importancia de las asambleas
constituyentes populares; el peso de la fuerza democrática sobre las instituciones elitistas de
garantía (cortes constitucionales); la participación ciudadana constante; el referéndum
como instrumento de consulta de todas las reformas a la constitución; la iniciativa popular;
el poder constituyente recogido en la propia constitución, básicamente. Al escucharlo me
acordé de los dilemas que ocuparon mis reflexiones cuando escribí mi tesis de doctorado,
precisamente sobre las tensiones entre el constitucionalismo y la democracia. Y no pude
dejar de sorprenderme ante lo mucho que nos cuesta entender que el poder, en las manos de
quien sea, si no se limita, se vuelve tiránico.

Después de pasar por el hotel partimos hacia la cena de clausura. Para llegar subimos por
un teleférico durante 20 minutos, lo que me permitió divisar una bella vista de esa ciudad
desordenada, ruidosa y ajena con la que no logré conectarme. En el hotel en el que tendrá
lugar la cena nos espera un recibimiento cálido y discreto que promete una velada tranquila.
Sin embargo, una desafortunada intervención de la presidente del tribunal me regresa a la
realidad: esto es la Venezuela de Chávez. Narro solamente la médula de la anécdota.

Aunque el viejo hotel en el que estamos no reviste el mayor interés turístico, dado que solía
ser un sitio lujoso y elitista, nos anuncian que tiene un valor simbólico. Convencernos de
ello será la tarea encomendada a una joven trabajadora del lugar. Su misión parecía simple:
contarnos en dónde existía una pista de baile, cómo era el bar de los años setenta, etcétera.
Pero la presidente del tribunal esperaba otra cosa. Así que, cuando la muchacha se disponía
a concluir, la Dra. Morales le preguntó a bocajarro: dinos, por favor, ¿quién está
recuperando y remodelando el lugar? A lo que la chica, que no dio muestras de aptitudes
para la esgrima mental, respondió: “pues…, unos trabajadores”. La tensión se dejó sentir de
inmediato y la presidente no contribuyó a diluirla: “sí, claro, pero ¿cuál es la autoridad que
decidió recuperarlo?”. En respuesta, la muchacha, balbuceó: “el ministerio del poder
popular para el turismo”. La contestación, obviamente, fue insatisfactoria: “y…, quién está
por encima de ese ministerio”, reclamó sin tapujos la anfitriona del evento. “Ah —alcanzó
a mascullar la niña—, el presidente Hugo Chávez Frías”. El silencio fue general y la escena
fue patética. Pero lo fue todavía más la preocupada intervención del jefe de protocolo del
Tribunal Supremo de Justicia de la República Bolivariana, quien se aprestó a confirmar
que, en efecto, el presidente había ordenado la recuperación del hotel y también había
decretado que éste ostentara el nombre indígena del parque en el que está ubicado: Waraira
Repano.

Finalmente, pasamos a cenar —una comida, como la de todos los días, buena y austera—
amenizados por una estupenda banda integrada por músicos que habrán tenido una edad
promedio de 65 años. Al término de la cena, con la hospitalidad de siempre, nos regalaron
recuerdos y materiales gráficos del evento y nos acompañaron a presenciar un espectáculo
de fuegos artificiales en la cúspide del monte en el que nos encontrábamos. El congreso,
ahora sí, había terminado.

Epílogo

En el aeropuerto, a las 5:00 a.m. del 10 de diciembre, aumentó mi deseo de volver a casa.
Me parecía extraño que entre ciudad de México y Caracas sólo existieran cinco horas de
vuelo (y una hora y media de diferencia). Para mí la distancia era más grande: representaba
dos modos de vida y dos proyectos de futuro diametralmente distintos. Nuestro país, con
sus miles de defectos, a contraluz con Venezuela, se me antojaba como una bocanada de
oxígeno para el devenir latinoamericano; una promesa que no se ha cumplido pero que, si
logramos atender los rezagos sociales sin abandonar las libertades, todavía puede
materializarse.

Quizá por ello pagué sin mayores reparos los 120 dólares que me costó salir de aquel país.
Los primeros 60 me los cobró un personaje vulgarmente sentado en un banco, enfrente del
mostrador de Mexicana, con una pequeña caja de madera abierta y repleta de dinero y
dedicado a la tarea —a todas luces oficial— de cobrar un impuesto para el turismo. A
cambio del dinero, como si fuera mi tarjeta de embarque, me entregó, nada más y nada
menos, que la forma migratoria de salida.

Obviamente, aunque lo intenté, no fue posible pagar con tarjeta de crédito. La sensación de
estafa fue fuerte pero eran más intensas mis ganas de regresar al Distrito Federal. Y eso que
todavía tuve que pagar 60 dólares más: antes de entrar a la sala de espera que, para nosotros
los ponentes era una sala VIP tapizada con fotos de Chávez (una de las cuales encabezaba
una curiosa “cadena de mando” y venía acompañada por los retratos de sus inferiores,
obviamente, colgadas en secuencia descendente), tuve que desembolsar, ahora, el impuesto
de aeropuerto. También en efectivo.

Por eso y porque el amable personal de protocolo que nos acompañó en el aeropuerto
retuvo nuestro pasaporte hasta el último momento, cuando por fin nos acompañaron a la
sala de espera general, un simpático y ocurrente profesor brasileño —con el que, ante la
experiencia, desarrollé una relación de complicidad y camaradería— me abrazó bromeando
al grito ¡libres!, yo, en verdad, celebré la broma. Y, en efecto, al despegar el avión hacia
México, mi país, con sus miles de problemas y su indignante injusticia social, se me antojó
moderno, democrático y libre. Lástima que no lo sea tanto.

Pedro Salazar Ugarte. Investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la


UNAM. Es autor de El derecho a la libertad de expresión frente al derecho a la no
discriminación.

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