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El avance:

Dicen que la juventud es un divino tesoro. Puede que lo sea, pero no creo que ningún dios nos
regale menos cuando nos hace avanzar en el tiempo. Bueno, un dios generoso o el orden natural de
las cosas, claro está.
La juventud sin embargo ha ido prolongándose en estas últimas décadas, y tal vez aquí es donde la
intervención divina tenga más sentido. La evolución humana para un profano deja a veces muchos
episodios de nuestra Historia en una amenazadora zona de luces y sombras, hasta crear serias dudas
de si no estarían en lo cierto nuestros abuelos en su concepto cíclico de la Historia de la
Humanidad.
En las últimas décadas, básicamente tras las convulsiones atronadoras de las grandes guerras, los
seres humanos nos enfrentamos a la necesidad de una nueva primavera, y con ello una nueva
juventud de la que borrar los traumas del horror y con la que forjar las esperanzas cuya derrota
hedía por doquier. La vuelta a la juventud como la terapia necesaria en el psiquiátrico del mundo,
cuyo perímetro se había expandido hasta casi límites planetarios. El joven que comprende su fuerza
aniquiladora y entiende que ese no es el camino.
Acostumbramos tal vez, en el día a día, a olvidarnos que no somos más que un sistema celular a
gran escala, que nuestra condición de componentes nos obliga, más tarde o más temprano, a temer
los efectos colaterales de una medicina que puede confundirnos con el enemigo, o de una alergia
que nos irrita aún cuando no haya peligro para tanta reacción. Es fácil la comparación, el cuerpo
sufre de tumores, la sociedad de bellacos y la civilización de periodos absolutamente oscuros. Pero
igual que el ser humano se aferra a la vida hasta la última esperanza, la humanidad va avanzando a
modo de un Sísifo gigantesco, por más que no tenga claro (y no quiera saber lo que nunca pudo
olvidar) si no encontrará, una vez más y para siempre, el abismo al final de la cuesta.
En definitiva, avanzamos porque no podemos hacer otra cosa, conseguimos ascender, abolir penas
de muerte, defender lo indefendible por lealtad a un derecho de amparo, conservar el principio de
inocencia como el último rescoldo que un día podrá salvarnos también a nosotros, inocentes, como
el explorador avanza a través de los hielos empinados. Mañana el camino será casi igual de largo, la
meta siempre está un poco más lejos, pero ¿qué otra cosa podemos hacer?
No es paradójico, es nuestra condición, procrearnos en la misma forma que lo fuimos nosotros, los
matices mutados son tan leves, que hacen falta miles de años para apreciar realmente la mejora,
pero aún así seguimos en un movimiento que creemos de avance, aunque necesitemos de unos
padres que teman nuestros errores perpetuando los suyos, unas tradiciones que nos protejan de las
ideas revolucionarias de la pasión adolescente, una Historia que nos presente como viejas las luchas
más actuales, y como enormes monolitos la grava del camino de la evolución. En los últimos siglos
nos vanagloriamos de haber progresado más que en decenas de miles de años. Pero, ¿es eso así?
¿No quiere el niño afeitarse como su padre la pelusa de la inocencia? ¿Habremos cambiado tanto, o
hemos perdido en el camino de subida la cantimplora de nuestra esperanza? El péndulo del tiempo
avanza muy lentamente, más que el eje magnético de la tierra, y sin embargo nuestra insolencia
juvenil lo ve todo con ojos claros.
Pero las sombras existen, acechan a quienes ya sufren cataratas, aquellos que han empezado a
perder la esperanzas, aquellos que recuerdan el final, o la falta de final, de la triste historia de Sísifo.

María Algarra Cullell

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