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GEOPOLÍTICA DEL ARTE

Y ESTÉTICAS INTERCULTURALES1
Néstor García Canclini*

¿Se puede hacer política con el arte? Desde el principio de la modernidad tratamos de salir
del laberinto de esta pregunta. Los artistas tienden a sostener que no se puede programar su
creación, ni asegurar que su comunicación va a ser exitosa, ni entrenar a los públicos como
si se tratara de enseñar conocimientos objetivos. Los sociólogos y antropólogos, en tanto,
afirman que la observación de muchas sociedades demuestra que no hay arte sin algún tipo
de instituciones y ritos, ubicación de la creatividad individual en redes social y
culturalmente estructuradas.
El desarrollo reciente de las artes ha vuelto más compleja la incompatibilidad entre
ambas posiciones. Las vanguardias exacerbaron el individualismo creativo, la transgresión
a las instituciones, y, aun después de declararse el agotamiento de las vanguardias, se
reivindica la originalidad y la innovación personal como criterios valorativos. Al mismo
tiempo, se multiplican los museos, las bienales y los premios que suponen reglas de
comparabilidad, aumenta la competencia en las subastas o por financiamientos para la
creación y la experimentación que también implican jerarquías entre los modos de hacer
arte.
Quizá más que proponerse resolver la discrepancia entre ambas posiciones, sea
productivo examinar los nuevos dilemas. Voy a examinar tres condiciones actuales de la
producción y circulación del arte que vuelven insatisfactorias las soluciones sociológicas o
estéticas ensayadas en las últimas décadas del siglo XX: a) el desdibujamiento de los
campos artísticos y la producción multimedia de la creencia en el valor de los artistas y las
obras; b) las oscilaciones entre la crisis de la nación y la dispersión del nomadismo; c) la
búsqueda de políticas que trascienden lo definido históricamente como artístico y cultural,
y reformulen la parcial autonomía de estos campos en las redes más vastas que hoy
configuran los sentidos sociales.

1
Conferencia dictada en la Universidad de Miami, septiembre 2008
*
Profesor-Investigador Distinguido de la Universidad Autónoma Metropolitana de México.
Del campo artístico a la construcción mediática
La posibilidad de construir políticas culturales especificas para las artes y desarrollar
prácticas críticas ha estado vinculada a la formación de campos artísticos y literarios
autónomos. Pierre Bourdieu mostró que a partir de los siglos XVII y XVIII se fue
instaurando un campo para la producción del arte y otro para la literatura en los cuales los
temas y el sentido de la creación no estaban determinados por encargos de la Iglesia o del
poder político. La consagración de las obras y de los artistas, y por tanto la producción de
una creencia social en su valor, pasó a ser conferida por actores especializados: museos,
editores, críticos, lectores y espectadores.
La producción y circulación del arte, de acuerdo con las estéticas defensoras de una
creación autónoma, se organizarían según el desinterés y en oposición a la economía
material, el comercio o la utilidad práctica. Aun las industrias literarias y artísticas, que
priorizan la difusión y el número de consumidores, y tratan de adaptarse a la demanda
preexistente, lograrían éxito si eufemizan su interés por acumular réditos económicos y lo
subordinan a la promoción del valor estético y la innovación.
Este predominio del valor simbólico sobre el económico parece desdibujarse a
medida que se acentúa la tendencia a mercantilizar la producción cultural. Los museos, por
ejemplo, tienden a interactuar no sólo con los actores comerciales del campo artístico,
como las galerías, sino con el turismo, el urbanismo y las inversiones inmobiliarias, la
moda y la publicidad. Voy a analizar como ejemplo el modo en que se está gestionando la
valorización de una artista mexicana, Frida Kahlo, en exposiciones asociadas a operaciones
multimedia durante 2007, año en que se celebra el centenario de su nacimiento.
La revisión de la obra de Frida Kahlo no se limita a las exposiciones que se realizan
este año en museos mexicanos: la principal, que se presentó de junio a agosto de 2007 en el
Museo del Palacio de Bellas Artes, de la ciudad de México, con 354 piezas (cuadros, fotos,
cartas y documentos), recibió en dos meses 440.000 visitantes, viajará luego al Museo de
Filadelfia y al de Arte Moderno de San Francisco, a Japón y España. Simultáneamente con
las actuales muestras mexicanas se exhiben otras en el Bucerius Kunst Forum de
Hamburgo, y en el Centro Cultural Borges de Buenos Aires (junto con obras de Diego
Rivera).

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Con pocos artistas contemporáneos hay tantas dificultades para decidir qué incluir o
no en una exposición. ¿Es posible hacer una muestra sólo con las obras de Frida Kahlo, o
para comprenderlas son necesarias sus cartas y sus performances públicos, los documentos
en los que figuran amantes, amigos, personajes de sus cuadros o que promovieron sus
exposiciones: Diego Rivera, Trotsky, Henry Ford, Nelson Rockefeller y André Bretón?
¿Podemos desentendernos de sus vestidos indígenas y su adopción por modistas de primera
línea, olvidar que en la subasta de Sotheby’s en Nueva York, en mayo de 2006, su obra
Raíces fue comprada por teléfono pagando 5,6 millones de dólares, la suma más alta
obtenida por una pieza latinoamericana? ¿Cómo deslindar las reinterpretaciones de su
trabajo propuestas en las galerías de la Tate Modern de las exhibidas en las vitrinas de
tiendas londinenses, o los libros de investigación sobre ella de la película con la que Salma
Hayek, al representarla, obtuvo el Oscar en 2002?
¿Favorece o perjudica la obra de Frida Kahlo recordar su militancia comunista, su
inquietante relación entre dolor y placer, la multiplicación de su imagen en números que le
dedicaron Elle, Harper’s y otras revistas para crear el “Look Frida”, su feminismo
adoptado en distintas versiones por mexicanas, chicanas y europeas? ¿Cómo distinguir los
tequilas, anteojos y perfumes, los tenis Converse y los corsés italianos que llevan el nombre
de Frida, del Corsé que ella pintó estampando la hoz y el martillo?
Cada vez que se hace una megaexposición, surgen críticos empeñados en alejar la
obra de las mercancías derivadas, la admiración artística de la fridomanía. Se trata de
conjurar el culto masivo con mesas redondas y conferencias magistrales. Pero al considerar
la recepción de su obra, como la de muchos artistas contemporáneos, con frecuencia siguen
haciendo de “guías” las industrias culturales. Lo comprobamos en los estudios sobre
públicos. En el primer estudio de visitantes a una exposición de Frida Kahlo en México,
(compartida con fotos de Tina Modotti), que se realizó en 1983 en el Museo Nacional de
Arte, se registraron 64,240 asistentes. Más de la mitad de los entrevistados (56%) dijo ir por
primera vez al museo, motivado por la publicidad en radio, televisión, diarios y revistas. A
partir de la publicidad mediática y de sus conocimientos escolares valoraban la relación de
la pintora con “la historia de México”, “su afición por las culturas prehispánicas” y lo
“sobrecogedor” de sus accidentes, operaciones y la relación tortuosa con Diego Rivera. La

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importancia del acceso biográfico a la obra se manifestó en la atención mayoritaria a las
cartas y las fotos, que –dijeron- “completan” la muestra.
¿Dónde está Frida: en las obras o en el contexto? A veces irrumpe aun donde no
esperamos encontrarla, como sucedió en una investigación que realizamos en el Palacio de
Bellas Artes en 2004, cuando entrevistamos a quienes iban a ver los gigantescos murales de
Rivera, Siqueiros y Orozco. Al averiguar desde dónde llegan los visitantes, nuevamente
encontramos a la escuela como punto de partida: alumnos a los que encargaron como tarea
describir los murales, adultos motivados por el recuerdo de los textos escolares en los que
supieron de estos artistas: “Esta mujer viene en los libros de historia”, comentó un padre a
su hijo refiriéndose a la Nueva democracia, la pintura de Siqueiros. El martirio de
Cuauhtémoc, las revoluciones mexicana y rusa, el fascismo y las luchas por la
independencia o los enfrentamientos con Estados Unidos son hechos aprendidos desde la
educación básica. Parte de la seducción del Museo provenía de esta complicidad entre lo
que se considera “gran arte” y lo que se estudió en la escuela.
Sin embargo, un buen número de entrevistados hablaron del carácter “intimidante”
del Palacio de Bellas Artes. Un guía dijo que, si bien el Palacio “atrapa visualmente”, la
magnificencia del edificio, los guardias y los detectores de metales en la entrada son
obstáculos para un ingreso más confiado. Otro guía afirmó que la mayoría de los visitantes
tiene pocos años de estudio y ven el Palacio como “elitista”, o creen que es un edificio
religioso, y “a la hora de entrar se persignan.”
En las visitas guiadas, para desolemnizar la relación con el edificio y los murales, se
preguntó a un grupo escolar qué tipo de personas acostumbra vivir dentro de un palacio,
esperando que los niños hablaran de reyes y príncipes. “Aquí vive María Félix”, contestó
un niño, seguramente porque la habían velado poco antes en este lugar y lo vio en
televisión.
No sólo por María Félix los visitantes de los murales relacionaron “el Palacio” con
el cine. Y por allí apareció Frida Kahlo, en este edificio donde faltaban tres años para la
magna exposición de 2007. Niños y adultos encontraron apoyo para leer los murales en
relatos fílmicos que cuentan biografías de los muralistas, sus mujeres y amigos. Al observar
El hombre controlador del universo, de Diego Rivera, buscaron a personajes históricos y
culturales, evocaron la muerte de Trotsky, sus amoríos con Frida Kahlo, los viajes de su

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autor a París. Se acordaron de la película Frida y perseguían en su recuerdo claves para lo
que estaban viendo.
-“¿Saben quién fue Diego Rivera?”- pregunta la guía a un grupo escolar.
-“Sí- responde un alumno-, el novio de Frida Kahlo”.
La incorporación de las artes plásticas a la difusión mediática cambió la jerarquía
oficial entre Diego y Frida, y los patrones estéticos. Cuando los especialistas ya habían
desestimado las nociones de creación excepcional y artistas geniales, aparecen en los
medios relatos que exaltan a los personajes por su biografía, como sufrientes o malditos. A
través de entrevistas a artistas, invenciones sobre su vida personal o sobre el “angustioso”
trabajo de preparación de una obra pictórica, las revistas y la televisión mantienen vigente
los argumentos románticos del creador solo e incomprendido, de la obra que exalta los
valores del espíritu en oposición al materialismo generalizado. El discurso estético idealista
ha dejado de ser una representación del proceso creador para convertirse en un recurso
complementario destinado a “garantizar” la verosimilitud de la experiencia artística en el
momento del consumo.
Frida no fue ajena a la invención biográfica y político cultural que hoy la promueve.
Hija de Guillermo Kahlo, fotógrafo al que el gobierno de Porfirio Díaz le encargó registrar
el patrimonio arquitectónico de la nación, aprendió con él a usar la cámara, retocar y
colorear las fotos. Acompañó a Diego Rivera en su ascenso como pintor y conferencista en
Estados Unidos, y en su fascinación por “el desarrollo industrial y mecánico” de ese país.
Cultivó contactos con mecenas y patronos, vendió sus obras a coleccionistas como Edward
G. Robinson, A. Conger Goodyear, y Jacques Gelman, buscó ser aceptada por los
surrealistas, mostraba con orgullo regalos que le dio Picasso, y cómo Duchamp y Breton
organizaron su exposición en París (aunque acabó detestando a Breton y escribió que
Duchamp era “el único entre los pintores y artistas de aquí que tiene los pies en la tierra y
los sesos en su lugar”). Gran parte de sus obras son autorretratos, y uno -en 1932- lo tituló
“Autorretrato en la frontera entre México y Estados Unidos”. Para sugerir que había
aparecido con la revolución mexicana, sostenía que había nacido el 7 de julio de 1910,
aunque su acta de nacimiento señala el 7 de julio de 1907. Decía Carlos Monsiváis en un
artículo sobre Frida: “A ningún mito lo inventan sin su consentimiento”.

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Si su figura de artista está imbricada para el público con el discurso
posrevolucionario, con el del feminismo y con el sentido sacrificial de una parte de las
vanguardias, si ella misma elaboró su personaje para ser la intersección entre esos relatos
del siglo XX, no parece razonable prescindir de los contextos para comprender el
significado cultural de su trabajo y las posibilidades de acceder a él.
Pero la narrativa biográfica y sus condiciones de producción e inserción
sociocultural no acaban de responder por qué pintó así y qué podemos leer en su obra.
Hubo otras mujeres que estuvieron cerca de Diego Rivera (Lupe Marín), que fueron artistas
y bellas (Nahui Ollin), que pintaron trágicamente su cuerpo y fueron amantes de artistas
famosos (María Izquierdo en relación con Rufino Tamayo), pero no hicieron la obra de
Frida.
No es inútil conocer el contexto de una obra y los modos en que un artista construyó
socialmente su lugar. Pero queda la pregunta de por qué fue Frida la que pintó Mi mamá y
yo, La venadita, o Raíces. Las respuestas centradas en los accidentes y las enfermedades, el
narcisismo de los insistentes autorretratos, los amores y la militancia, resultan insuficientes.
Es el momento en el que las explicaciones por los condicionamientos históricos y la
industrialización cultural de las imágenes se detiene: para avanzar debemos confrontarnos
con el trabajo enigmático que por ahora seguimos llamando arte.

¿Un arte postautónomo?


El caso Frida Kahlo, y el de muchos artistas contemporáneos, podría leerse como el
desdibujamiento del programa estético por su incorporación –más allá de lo que el artista
deseaba- a redes extrañas al campo. Pero sabemos que a partir de Duchamp, Beuys y otros
artistas esta “migración” del arte a otras zonas de inserción social es constitutiva del
proyecto creador. El borramiento de la originalidad de la obra, y por tanto la eliminación de
las diferencias entre obra única y reproducciones, entre experiencias artísticas y cotidianas,
posee una historia que han profundizado, con distintas exploraciones, Lygia Clark y Helio
Oiticica en Brasil, el grupo de artistas argentinos que hizo en los años 60 Tucumán arde, y
algunos de ellos, como León Ferrari y Roberto Jacoby, lo prosiguen hasta hoy.
“¿Se pueden hacer obras de arte que no sean obras de arte?” Duchamp buscó
responder a esta pregunta con la Rueda de bicicleta, su primer ready-made, y cuando

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desarrolló esa línea de trabajo con el mingitorio firmado R. Mutt, lo titula Urinario
(Fountain) en 1917 y lo envía al Salón de la Sociedad de Artistas Independientes en Nueva
York. Además de desvanecer la diferencia entre objeto común y obra de arte, estaba
descontruyendo la institución artística como un espacio autónomo y diferenciado.
Como el arte postduchampiano, la literatura también se ha movido fuera de su
campo. Graciela Speranza publicó en 2006 un libro que muestra en la literatura y el arte
argentinos, de Borges a Kuitca, pasando por Julio Cortázar, Manuel Puig, Ricardo Piglia y
César Aira, cómo se expande la interacción de lo visual con lo literario, de lo literario con
lo visual, y de ambos con las culturas populares o mediáticas. Cuando Borges pone a Pierre
Menard a rescribir el Quijote, está diciendo que la copia es indiscernible del original, la
crítica de la ficción, y lleva a los hechos la propuesta enunciada en un ensayo de 1930, “La
supersticiosa ética del lector”, al augurar que “la literatura es un arte que sabe profetizar
aquel tiempo en que habrá enmudecido, y encarnizarse con la propia virtud y enamorarse
de la propia disolución y cortejar su fin.”
En un texto más reciente, Speranza se ocupa de una experiencia más radical, la de
Sergio di Nucci, ganador del premio La Nación-Sudamericana de novela en 2006 con su
obra Bolivia construcciones, relato de experiencias cotidianas de un joven boliviano que
trabaja como albañil en Buenos Aires. Cuando di Nucci recibió los $60,000 del premio
(unos 20,000 dólares) en un elegante salón del Hotel Alvear Palace, pidió que se
mantuviera en la tapa de la publicación el seudónimo Bruno Morales, con el que había
presentado la novela al concurso, y donó el monto completo de la distinción a la Asociación
Deportiva del Altiplano, una organización que había logrado notoriedad después del
incendio de un taller textil en Buenos Aires donde murieron seis bolivianos. El premiado di
Nucci agregó a este mensaje político una extraña declaración literaria: “Hay los fines y hay
los medios”, dijo a la multitud reunida en el salón del Hotel Alvear Palace. “El fin era esta
donación. El medio - Bolivia Construcciones - es sólo una novela. En los años sesenta, un
novelista norteamericano blanco publicó el relato en primera persona de un esclavo. Aspiró
a narrar con una voz que sonara negra, y terminó convirtiendo el libro en una clara
falsificación. Yo preferí reconocer que nunca sonaría como boliviano auténtico. En
literatura, lo verdadero no existe. (…) Ya desde la adopción de un seudónimo para el
nombre de autor, todo es construcción en Bolivia Construcciones, como lo anuncia el título

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de la novela. Construcción, antes que homenaje a una realidad que ninguna empatía nos
permitirá representar.”i
Varios críticos literarios escribieron que esta novela era un ejemplo de literatura
“postautónoma”. Según Josefina Ludmer, la novela de Di Nucci, como otras de Daniel Link
(Monserrat), de César Aira (La villa) y de Fabián Cazas (Ocio), son escrituras que “no
admiten lecturas literarias”, “no se sabe o no importa si son o no literatura”, ni “si son
realidad o ficción”; “atraviesan la frontera de la literatura y quedan afuera y adentro, como
en posición diaspórica”. “Aparecen como literatura pero no se las puede leer con criterios o
categorías literarias como autor, obra, estilo, escritura, texto y sentido.
Este debate se volvió aún más problemático unos meses después cuando un lector
encontró en la novela de Di Nucci párrafos enteros copiados del libro Nada de Carmen
Laforet, publicado en 1944. El otro oculto del relato de Di Nucci no era un inmigrante
boliviano en tiempos de Evo Morales, sino una catalana de provincia llegada a Barcelona
durante el franquismo. El desafío a la identidad, la propiedad y el reconocimiento literarios
¿se reducían a simple plagio? El jurado decidió revocarle el premio, y di Nucci declaró que
desde la primera entrevista con la prensa había hablado de reescritura como un principio
constructivo de la novela, que por eso se llamaba Bolivia construcciones. La polémica
desbordó el ámbito literario, se propagó en el periodismo, en blogs, implicó declaraciones
de ONG y del cónsul boliviano en Buenos Aires que pidió al gobierno de Evo Morales que
condecorara a di Nucci. Éste, entre tanto, celebraba el haber desplazado la novela hacia el
contexto de la migración y los prejuicios que suscitaba, y se asombró de que se lo acusara
de robo si en la solapa de la novela decía que el ganador del premio era Bruno Morales y el
dinero había sido donado a una ONG boliviana. Para jugar aún más con el desdoblamiento
de identidades y el cruce de fronteras, luego de la polémica publicó una nota en el diario
La Nación, firmada por Sergio di Nucci y titulada “Bruno Morales no soy yo”, y otra en el
diario Página 12, firmada por Bruno Morales, como “derecho de réplica” al texto publicado
por La Nación. En suma: no hay obras originales y las que preexisten cronológicamente
pueden usarse para otros relatos y para fines no literarios; autor “real” y autor “ficticio”
intercambian papeles como parte de la polémica literaria-periodística-jurídica-económica.
Graciela Speranza menciona otros ejemplos literarios y de las artes visuales que
transitan caminos análogos. Santiago Sierra recibe dinero de instituciones artísticas y lo usa

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para remunerar acciones que exhiben la mercantilización del cuerpo de los trabajadores y
los vínculos siniestros entre identidad, dinero y etnias, por ejemplo cuando pagó a 133
vendedores ambulantes ilegales de cabello oscuro, senegaleses, bengalíes, chinos e italianos
del sur, para teñirse el cabello de rubio durante la Bienal de Venecia de 2001, o cuando
remuneró a 11 mujeres indias tzotziles, de Chiapas, que desconocían la lengua española,
para repetir la frase: “Estoy siendo remunerado para decir algo cuyo significado ignoro”.
También en estos casos el artista y su autoría se desvanecen creando juegos de espejos que
ponen en escena al otro, se burlan de la corrección multicultural y reorientan la identidad y
el lugar del artista para evidenciar los privilegios y la opresión en ámbitos extrartísticos.
¿Qué nueva relación entre arte, sociedad y política se abre? ¿Qué posibilidades
críticas ofrece un arte que deslegitima no sólo instituciones como los museos y las bienales,
sino los muros que las distinguían del trabajo, de la política y de la cotidianeidad? El
trabajo crítico se ve en la necesidad de trascender los “círculos de reconocimiento”
específicamente artísticos señalados por Alan Bournes: el de los otros artistas, el de los
comerciantes del arte, el de los curadores y críticos, y el de los públicos. En la fortuna
crítica de las obras necesitamos incluir las redes mediáticas, los horizontes y fracasos de las
acciones sociopolíticas, las controversias culturales más amplias con las que artistas e
instituciones artísticas están interactuando. Se trata de reconcebir el papel del arte más allá
de la museificación y la bienalización.

Nomadismos centrales y nacionalismos periféricos


La erosionada autonomía de los campos artísticos se interrelaciona, como vemos, con la
reorganización transnacional de la circulación del arte, tanto de los artistas y las obras como
de las exposiciones y los criterios de conceptualización y valoración. Nuevos modelos de
financiamiento de las muestras y de interrelación entre mercados del arte de Estados
Unidos, Europa y Asia, de los países centrales y los periféricos, sacan a las artes de sus
contenedores nacionales.
El conjunto de procesos económicos, tecnológicos y comunicacionales que
llamamos globalización nos ha alejado de la época en que las tendencias artísticas se
nombraban con apellidos nacionales: el barroco francés, el muralismo mexicano o el pop
americano. Ni siquiera estamos en el periodo en que las obras de Jaspers Johns, Claes

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Oldenburg y Rauschenberg, aunque ya remitían al imaginario del consumo transnacional
(bebidas emblemáticas, actores y actrices de cine), privilegiaban los símbolos
estadounidenses.
Pierden consistencia, por tanto, las políticas culturales nacionales. ¿Cómo refundar
las políticas y el pensamiento crítico sobre el arte? La ideología estética que quiso expresar
esta condición globalizada fue, durante la hegemonía del pensamiento posmoderno, el
nomadismo, o sea la exaltación de desplazamientos de todo tipo, una desterritorialización
en la que ya no importarían las naciones ni lo local. Muchas obras artísticas se
concentraban en los viajes y las fronteras. Los museos, aun los creados para exhibir culturas
de su región, pasaron a registrar los cruces y mezclas entre imaginarios alejados, se
reformularon como salas de tránsito: a veces en sentido literal, como en instalaciones que
convierten los edificios de museos y galerías en aeropuertos o escenas multilocalizadas.
Sin embargo, el nomadismo no opera del mismo modo en los circuitos de los países
centrales que respecto de los artistas y las exposiciones de zonas periféricas. Si se analiza a
artistas nacidos en Francia, Gran Bretaña o Alemania, no se les pide el pasaporte ni se
espera que representen su cultura local. En cambio, si un país “no central” es invitado a un
acontecimiento global, como ocurrió con México en la feria de ARCO en Madrid, en 2005,
se dedican artículos en catálogos y revistas a valorar si sus artistas representan los
estereotipos de la mexicanidad.
La tendencia a interpretar las artes periféricas por la adecuación con su contexto no
desaparece ni siquiera con los artistas globalizados. En el libro sobre Gabriel Orozco,
editado por Turner con artículos y entrevistas que le realizaron críticos europeos y
estadounidenses que a menudo proclaman su desconfianza hacia el nacionalismo, se trata
de averiguar en qué sentido Orozco representaría a México, o “lo latinoamericano”. Según
Jean Fisher, la “recuperación y reciclaje, improvisación y aprovechamiento de situaciones
inmediatas”, surgen de “la experiencia vivida por las sociedades latinoamericanas”, “brotan
de una sensibilidad y punto de vista” (Fisher, 2005: 26-27) no apropiables con las
categorías de los países culturales. Encuentra en las obras de Orozco una “conexión íntima
entre el sexo y la violencia” que “alude a su vez al trauma de la conquista” (p. 27), o
“confusión y energía caótica” que corresponderían a “los estados constantes de decadencia
y renovación característicos de la vida cotidiana en la ciudad de México” (p. 29). Afirma

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que en México “los artefactos culturales, desde la arquitectura y los muebles caseros hasta
la cerámica, poseen una geometría vigorosa que organiza la forma y el espacio en relación
con las demandas del cuerpo humano en lugar de con algún ideal de forma pura
independiente de cualquier realidad concreta, tan característica de la tradición
euroamericana” (p. 29). No sé bien qué quiere decir Fisher cuando habla de geometría
vigorosa, pero me produce vértigo que agrupe a toda la arquitectura, los muebles caseros y
la cerámica bajo la tarea de adecuar la forma y el espacio a las demandas del cuerpo y sin
preocuparse con ideales formales independientes de la realidad concreta: ¿es posible
amontonar así la arquitectura precolombina, colonia y neocolonial, de Barragán y de
Norten, la cerámica de Ocumicho, Jalisco y Oaxaca?
La solución fácil sería decir que Orozco es un artista universal y quejarse de que se
empecinen en hallar para el arte de América Latina justificaciones localistas, que serían
insignificantes en artistas metropolitanos. Es más interesante preguntarse por qué aparece
en la crítica un descontento con la desaparición de contextos nacionales, por qué las
diferencias nacionales persisten a veces, no sólo debido a la asimetría entre producir arte
desde el sur o desde el norte. Después de la celebración posmoderna del nomadismo,
vuelve el tiempo de interrogarnos por los lugares y los hogares. Algunos nómadas
preguntan cuánto falta para regresar.
En esta línea, me resulta atractiva la propuesta de Benjamín H.D. Buchloh de
interpretar las obras de Orozco como un diálogo con el pasado, de México y otros lugares,
que busca un continuo distanciamiento. Dice Buchloh que “cada uno de los objetos de
Orozco tiene una honda resonancia de referencias a las antiguas culturas mexicanas: la bola
de hule a los juegos de pelota mayas, el corazón de barro rojo a los rituales y simbolismo
donde se fundieron las mitologías india y española, la bola negra de plastilina y su peso
hermético que inevitablemente toma la forma de las terribles calaveras de piedra esculpida
que conocemos, casi siempre, a través de fotos en blanco y negro, y la escultura distributiva
que construye con cucharitas para helado que ciertamente recuerda la ornamentación
hierática de las complejas esculturas talladas de algunos templos... Pero la obra niega estos
referentes tan explícitamente como los sugiere”. (Buchloh, 2005)
En efecto, no es indiferente la relación de la calavera presentada por Orozco en
Documenta X con la cultura visual mexicana, pero también remite a Cézanne, a Picasso, y,

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como subraya Orozco, en Nueva York, donde hizo la pieza, se vincula al mundo del rock y
al heavy metal. ¿Por qué esta maniática persecución de las raíces nacionales en un artista
que usa bicicletas procedentes de Holanda, un elevador de Chicago, un billar francés,
motonetas alemanas e italianas o lo que encontró en un cementerio en Mali? ¿Será porque
resulta difícil soportar el trauma de que la cuna nacional se vuelva relativa? Me acuerdo de
algo que dice Hal Foster: la desconstrucción del sujeto y de los órdenes nacionales, que a
fin del siglo XX era vivida como liberación, ahora es experimentada como trauma. No nos
mostramos tan satisfechos con la muerte del arte y el desvanecimiento de la nación. ¿Estará
ocurriendo como afirma Jacques Rancière, una metamorfosis del pensamiento crítico en
“pensamiento de duelo” como forma de elaborar el fin de las utopías políticas? (Rancière,
2002:11).
Últimamente, se nota cierto cansancio de ser viudos – viudos del arte, del sujeto, de
la nación y de todos los otros post –, por lo cual comienza a hablarse de la necesidad de
dejar el velorio. Foster proclama “la muerte de la muerte del sujeto”. Danto pide que
pensemos “el arte después de la muerte del arte”. La etapa anterior, en plan de lucidez
psicoanalítica, era no negar la pérdida, hacer del arte una elaboración constante de la
desaparición del arte, del sujeto y de lo real. Ahora, la pregunta es cómo salir del duelo. No
se simpatiza con los gestos voluntaristas, pero se trata de reconstruir sujetos de
comunicación locales, étnicos, nacionales o de género.
Tal vez sea una hipótesis fecunda para explicar la generalización del nomadismo
pensar que la sustitución de lo local fue un intento de desprovincializar las artes, competir
en los mercados internacionalizados y encontrar un recurso temático e iconográfico en el
drama de las fronteras y las crecientes migraciones masivas. Sin embargo, el nomadismo
como núcleo conceptual de la globalización no corresponde a lo que revelan los estudios
demográficos, ni al estado actual de internacionalización del arte.
El 97% de los habitantes del mundo viven en el mismo lugar en que nacieron. El
80% de la producción mundial es consumida en los propios países que la generan. El
informe de la Comisión sobre Población y Desarrollo de la ONU de 2006 registra 191
millones de inmigrantes, más que una década antes, pero apenas 3% de la población
mundial: “el planeta nómada”, afirma la demógrafa Gildas Simon, “sobre el cual uno se
desplaza y circula efectivamente cada vez más rápido, con un costo globalmente

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decreciente, está de hecho poblado por sedentarios, y la imagen de un mundo atravesado
por olas migratorias incontrolables está destinada a la gran tienda de los clichés.” (Simon,
1999:43).
En cuanto al desarrollo globalizado del arte habría que analizar qué volumen del
arte europeo y latinoamericano sigue haciéndose hasta hoy como expresión de tradiciones
iconográficas nacionales y circula sólo dentro del propio país, compitiendo en el mercado o
en circuitos independientes o alternativos. Aunque algunas figuras líderes se han
internacionalizado, fragmentos de las artes plásticas permanecen como fuentes de lo que
queda del imaginario nacional, son aún escenas de consagración y comunicación de los
signos de identidad regionales. Algunas bienales en Asia, África y América latina expresan
la formación de circuitos de interconexión regional con lógicas diversas de las que manejan
la Documenta Kassel o la Bienal de Venecia.
En la década pasada tuvo cierto éxito la fórmula “glocal” para matizar la
globalización. Un trabajo más sutil requiere examinar los muchos modos de combinar lo
global con lo local, las interdependencias globales con la diversidad interna de cada nación.
Se requeriría trabajar en una variedad de escalas. Las megapolíticas de las bienales, ferias y
los circuitos globalizados han construido –sólo para una minoría de artistas, museos y
galerías- reglas inestables de competencia y consagración dentro de lo que aparenta ser un
campo artístico mundial, no autónomo a la Bourdieu sino entremezclado con los circuitos
de la moda, la publicidad, los medios y las inversiones financieras especulativas.
Necesitamos estrategias críticas y políticas que se hagan cargo de las nuevas condiciones de
visibilidad y comunicabilidad de las artes.
Ni deslocalización absoluta, ni mero regreso a la exaltación nacionalista. Los
circuitos globales son poderosos pero no abarcan todo, la problemática migratoria crece y
apela con fuerza a los imaginarios, pero en muchas regiones las identificaciones étnicas,
nacionales o simplemente locales siguen siendo significativas. Quizá necesitamos, tanto en
los megacircuitos como en los de escala pequeña y mediana, analizar, como sugiere Daniel
Mato, no la desterritorialización sino la “transterritorialización” o “multilocalización”
(Mato, 2007). Agregaría, por mi parte, la localización incierta de muchos procesos
culturales. Veo en esta noción una potencia poética y hermenéutica atractiva para la
producción y la comunicación artística.

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Además, la idea de localización incierta sintoniza con el cambio de la noción de
lugar en la producción y circulación electrónica de imágenes. Los modos de creación y de
distribución en pantallas reducen, aunque no eliminan, la sacralización de lugares de
exhibición como los museos y las bienales, y crean otros modos de acceso y socialización
de experiencias artísticas. Producen también una relativa homologación del arte con otras
zonas de la cultura visual. Los videos, Internet y otros soportes actuales hacen posible
repensar la tarea de los museos, como propone el director del MACBA, Manuel Borja
Villél, no como propietarios de las obras sino como custodios que facilitan su
comunicación, no definiendo sus colecciones en función de la escasez de picassos o
pollocks en el mercado, sino como colecciones-archivos compartidos. La crítica debería
operar, entonces, no sólo sobre obras sino sobre imágenes, no únicamente sobre imágenes
sino sobre los acontecimientos que ocurren en su circulación, en las interacciones y
reapropiaciones de públicos diversos.

Artistas y críticos como traductores interculturales.


¿Hacia donde se abren el arte y la literatura postautónomos que pretenden borrar las
diferencias? Lo que aparenta ser fascinación por el abismo se abre, en realidad, a una nueva
organización de los vínculos entre realidad y ficción, entre poderes y creatividad. El arte y
la literatura postautónomos no se realizan sólo como una vocación estética de los creadores.
Actúan en un tiempo en el que la cultura letrada es reorganizada por empresas
trasnacionales de la edición y las artes visuales son reubicadas por la concentración de
medios y la proliferación de redes digitales.
Los artistas, curadores y críticos, observa Cuauhtémoc Medina, ya no dicen “vivir”
o “habitar” en ciudades y países particulares, sino estar “basados”, “tener su base”
temporalmente en un lugar. To be based en tal sitio sugiere una permanencia efímera, un
paso dentro de una carrera. Sin embargo, reconoce Medina, sería falso considerar al sistema
global como una convergencia justa de particularidades. Hay estructuras (y no sólo flujos)
que diferencian por lo menos dos elementos: “el (private) jet set” y “el jet proletariat”. El
jet set del arte es copartícipe de las transacciones de las clases altas y de las instituciones de
punta que inflan lo precios de las inversiones artísticas, que producen “el

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sobrecalentamiento cultural global”. El jet proletariat está compuesto por los artistas,
curadores y críticos que viajan en clase turista, de vez en cuando forman parte de
exposiciones colectivas y a veces tratan de “inyectar una dosis de tensión crítica” a ese
circuito global (Medina, 2007).
¿Hacia dónde se abre el nomadismo? No hacia los viajes de todos, ni hacia
el cruce libre y festejable de las fronteras. ¿Todo lo que se mueve, viaja? ¿Todo lo que
viaja, migra? ¿De qué se habla cuando se exalta indiferenciadamente el “nomadismo” de
turistas, estudiantes, empresarios, migrantes legales como si fueran semejantes a los
indocumentados, exiliados y buscadores en otras tierras de experiencias sorprendentes?
La preocupación por los viajes y las migraciones, si es rigurosa, conduce a
reconocer las diversas formas de interculturalidad y los conflictos diferentes que las
acompañan. Termino con tres tipos de trabajos artísticos que han problematizado
críticamente, a propósito de las relaciones interculturales, el sentido de las bienales, los
museos y las interacciones con redes externas a los campos artísticos y las escenas
nacionales.
a) La mesa de negociación, de Antoni Muntadas. Una mesa circular de gran
tamaño, seccionada en doce módulos de diferente longitud, “como si fueran tajadas de un
pastel”, se nivelaba gracias a pilas de libros cuyos lomos mostraban títulos sobre las luchas
en el mercado comunicacional. La superficie de la mesa exhibía doce mapas iluminados
representando la distribución de la riqueza entre países. Expuesta en la Fundación Arte y
Tecnología de Madrid, situada en el edificio de Telefónica, en los meses en que se
encrespaba la disputa entre corporaciones nacionales y globales por la televisión digital en
España, la pieza evocaba las descompensaciones en la negociación, lo que ésta tiene de
circularidad ensimismada, de fragilidad y arreglos rengos.

b) Muro cerrando un espacio, de Santiago Sierra. La obra de este artista en la


Bienal de Venecia de 2003 consistió en cerrar el pabellón de España y sólo permitir la
entrada por la puerta trasera, vigilada por guardias armados, a quienes exhibieran el
documento español de identidad. Ni los críticos, ni siquiera los jurados de la Bienal,
pudieron ingresar. En la superficie, el gesto metaforiza la exclusión de los indocumentados
en España; también es posible leerlo como la dificultad de mostrar una cultura nacional.

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El conflicto intercultural estaba representado no sólo por la distancia entre los
españoles que podían ingresar y los excluidos, sino por lo que se ocultaba a quienes
quedamos fuera. Como no pude entrar, transcribo la descripción del crítico español Juan
Antonio Ramírez: relata que en el interior se veía un edificio abandonado, “con grandes
habitaciones desnudas, y los restos de la anterior exposición, con los textos de ésta en una
de las paredes.” El pabellón, destaca el crítico, no está vacío, sino “ocupado por los restos,
aparentemente azarosos, del trabajo humano: un cubo de pintura, papeles, huellas de
pisadas sobre el polvo, paquetes de cigarrillos, antiguas etiquetas, etc. Los dos vigilantes
uniformados tienen órdenes de impedir que los visitantes alteren esos restos o que se hagan
graffitis en las paredes, por ejemplo. O sea, que si esas huellas han de ser tratadas con el
respeto debido a las “obras de arte” es porque esos residuos son las creaciones que contiene
el pabellón. La parte del pabellón veneciano reservada a los visitantes españoles aparece,
por lo tanto, como una gran instalación dedicada a los restos del trabajo humano. Para
darnos más pistas sobre ello Santiago Sierra hizo que su tercer proyecto allí, Mujer con
capirote de cara a la pared, se ejecutase el primero de mayo de 2003, día del trabajo, y
festivo en países como Italia y España. En cualquier caso, el resultado visual es
impresionante. Las salas (como consecuencia de la restricción de la entrada) están casi
siempre vacías y silenciosas; las paredes pintadas de negro (un estupendo “color
encontrado” de la anterior exposición), con la luz cenital, sin ventanas hacia el exterior,
crean un espacio de rara solemnidad, elegante y macabro, como si aquello revelara una
grandeza o un pasado glorioso irremediablemente perdido....No me parece casual que la
mujer de la tercera obra veneciana haya sido una vieja, a la que sólo vemos de espaldas en
la foto del catálogo, sentada sobre una banqueta baja, con los pies estirados hacia delante y
con un puntiagudo capirote negro sobre su cabeza. Pensamos inmediatamente en los gorros
de los condenados por la inquisición (hay reproducido en el catálogo oficial algún cuadro
de Goya con ese asunto) y en los nazarenos de nuestra Semana Santa. Pero colocar a
alguien de cara a la pared era una forma de castigo muy popular en las escuelas del
franquismo. Es otra forma de oclusión, la tachadura del rostro, una manera de encarcelar la
identidad. Se diría que la España secreta de este pabellón, la de los nativos, la de “los muros
de la patria mía”, castiga a la mujer trabajadora con un tocado ominoso, teniendo como

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espectáculo para la meditación la negrura de su rincón. ¿No es ésta la verdadera “noche
oscura del alma”? (Ramírez y Carrillo, 2004: 295-299)

c) A estas obras desconstructivas quiero agregar otro tipo de trabajos en los que los
artistas no se proponen interpelar o transgredir las instituciones artísticas o políticas, sino
explorar conversaciones, formas de organización o “comunidades experimentales”. Primer
ejemplo: en Hamburgo, en el barrio de St. Pauli, artistas, arquitectos y vecinos desplegaron
juntos una serie de acciones de protesta demandando que, en vez de conceder un terreno
público a contratistas privados, se construyera un parque; los artistas y los vecinos fueron
ofreciendo charlas con información sobre parques alternativos, convocaron a las tiendas
que rodeaban el sitio, a grupos de niños y vecinos a elaborar y debatir proyectos, a crear
una comunidad de diseños o, como decían, una “producción colectiva de deseos”; la suma
de colaboraciones hizo posible realizar exposiciones ambulantes para difundir la propuesta,
que se extendieron a Viena, Berlín y la Documenta 11, de Kasel, en 2002; el evento
culminante, en Hamburgo, titulado “Encuentros improbables en el espacio urbano” reunió a
los promotores de este proyecto con grupos alemanes y de otros países: a la Plástica de
Argentina; Sarai, de Italia, Expertbase, de Ámsterdam.
Segundo ejemplo: en Argentina, Roberto Jacoby, un artista que había integrado
desde los 60 la vanguardia del Instituto de Tella, y desde entonces había preferido, en vez
de realizar obras, intervenciones en calles, teléfonos y prensa, lo que llamaba “un arte de
los medios de comunicación”, inició en los años 90 un sistema de intercambio de objetos y
servicios entre unos 70 artistas plásticos, músicos, escritores y no artistas, que luego
llegaron a 500. Todo se anunciaba en un sitio de Internet y quienes se asociaban recibían
una dotación de la moneda Venus (nombre del programa), con la que pagaban los bienes o
servicios intercambiados en la red: se trataba, decía, de “hacer existir un lugar no ‘afuera’
de la ‘sociedad’ sino con los elementos que esa misma sociedad promueve” y suscitando
“una interrogación práctica sobre la monetarización” de las relaciones sociales. Afirma
Roberto Laddaga, en su examen comparativo de estos dos movimientos, que quisieron
producir una “ecología cultural” donde los artistas hacen alianzas con los demás para
producir “modos experimentales de coexistencia” (Laddaga, 2006:94 y 22).

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Se nos propone repensar las tareas de los artistas y críticos como artes de la
organización experimental de la sociedad y de la traducción intercultural. No significa
regresar al crítico como traductor entre las obras y el público. Más bien se trata de situar a
los críticos, y a los propios artistas, instituciones y movimientos en las interacciones y
desentendimientos entre culturas, en las controversias por los usos y sentidos de las
representaciones sociales.
Serán útiles, entonces, algunas reflexiones de los últimos años sobre la traducción
como práctica en la que hacemos la experiencia de lo que no puede ser trasladado a otra
lengua, de lo que se salva y lo que se pierde. Todo trabajo de traducción, dice Paul Ricoeur,
es un trabajo de duelo, como lo saben los traductores de lenguas y los mediadores políticos,
cuando comprueban que gran parte de los mensajes no se pueden comunicar. Las
traducciones lingüísticas e interculturales ofrecen dos experiencias, según Ricoeur: cuando
logramos pasar un significado de una lengua a otras, experimentamos la “hospitalidad
lingüística”; “el placer de habitar la lengua del otro” y de “recibir en la propia casa la
palabra del extranjero” (Ricoeur, 2005: 28); pero al reconocer lo que es intraducible
comprendemos que la diferencia entre lenguas y entre culturas es insuperable, vivimos la
distancia entre lo propio y lo extraño. Intentar la traducción es hacer la experiencia de la
heterogeneidad radical y por tanto de la imposibilidad de lograr una equivalencia perfecta
entre una lengua y otra. Sin embargo, existen personas multilingües, intérpretes y
traductores. Quienes realizan estos trabajos saben que no existe traducción perfecta, pero
no renuncian al deseo de conocer lo diferente y buscar una equivalencia que no es una
identidad. Aun quienes son perfectamente bilingües saben que no pueden decir de modo
idéntico en distintos idiomas, pero encuentran valor en decirlo de otro modo.
Hay, entonces, una tercera experiencia. Además de la traducción feliz, que logra
trasladar un significado de una lengua a otra, y la experiencia de la distancia insuperable,
existe la búsqueda de cómo decir algo equivalente. A veces ocurre, señala Ricoeur, que en
nuestra propia lengua necesitamos decir lo mismo de otra manera, porque dentro de la
misma cultura descubrimos a extranjeros. Cada vez que nos preguntamos ¿qué quiso
decir?, estamos reconociendo la pluralidad de sentidos que puede tener una expresión en la
misma sociedad. Prestar atención a la experiencia de lo extranjero es lo que nos vuelve
perceptivos a la extranjeridad que puede irrumpir en la propia cultura.

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Podemos aplicar lo que enseñan los estudios sobre traducción a la reflexión sobre el
arte y la crítica. No puede haber obras comprensibles por todos, de modo semejante a como
no existe una lengua universal, ni siquiera oculta, que permita reducir a un denominador
común el sentido y eliminar las diferencias. Si puedo interesarme, comprender y valorar –
siempre de modo imperfecto- formas diversas y lejanas de expresión cultural no es porque
todos seamos humanos y pertenezcamos a un mismo mundo. La unidad de la condición
humana no está dada a priori; puede ser una tarea, posible a partir del momento en que veo
con curiosidad a los otros y me pregunto qué quisieron decir. Una tarea siempre deficiente,
en la que la traducción pasa a formar parte de las obras.
En el esfuerzo de traducir, de hallar otro modo de decirlo, descubrimos lo que
advirtió Borges: que la traducción puede implicar pérdidas pero también inesperadas
ganancias. No somos conscientes de las virtudes de esta tensión si pensamos sólo en
nuestra propia cultura y nuestra propia lengua, que tendemos a sacralizar: no puedo
concebir, decía Borges, otro inicio del Quijote, al que los hispanohablantes valoramos
como “monumento uniforme”, sin variaciones posibles. En cambio, agregar las muchas
traducciones de la Odisea y la Ilíada, en vez de entregarnos versiones empobrecidas crean,
“gracias a mi oportuno desconocimiento del griego”, “una librería internacional de obras en
prosa y en verso”, “un largo sorteo experimental de omisiones y énfasis” (Borges, 1996 I:
239-240). En la base de esta valoración de la multiplicidad de versiones está la provocadora
idea de Borges de que no hay obras originales y definitivas: “El concepto de texto
definitivo no corresponde sino a la religión o al cansancio” (Borges, 1996, I: 239).
En sociedades laicas, en un mundo plural, es posible concebir todas las obras
culturales como “borradores”, tentativas de decir. Los artistas, al tratar con lo indecible,
instauran un leguaje que busca nombrar, más que lo que es y puede comunicarse, su
persecución de un misterio o un secreto. Los críticos son los que se preguntan cómo decirlo
de otro modo: la crítica de arte como trabajo sobre los deslizamientos y conflictos de la
interculturalidad.

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