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Abraham Sultán S.

Abraham Sultán S.
Dedicatoria :

A mis padres, Shalom y Perla. A mi amada Dora, mi esposa y eterna


compañera. A mis hijos, nietos y bisnietos. Todos…… luz de mi vida.
Primera edición
Caracas, 31 de Octubre 2007
© Samuel Akinín Levy
Hecho el depósito de Ley
Depósito Legal
ISBN
Impreso en Venezuela
Editorial Akinin&Kramer
samuelakinin@gmail.com
Abraham Sultán S.
BIOGRAFIA

Por
Samuel Akinin
Prólogo

He vivido un mundo lleno de ilusiones, sorpresas, aciertos y desaciertos. Me he


puesto metas, unas alcanzadas, otras sin lograr. He sobrevivido a la muerte en distintos
momentos y a diferentes edades. He logrado conocer a casi toda mi familia: bisabuelos,
abuelos, hijos, nietos, bisnietos; he estado en sitios cubiertos de un atraso existencial,
moral, político y económico, como también he podido caminar por las aceras de las
grandes ciudades que me han permitido actualizarme en cuanto a conocimientos
variados, tales como: la moda, la electrónica, el aeroespacio, las comunicaciones. He
convivido con campesinos humildes, poseedores de una moral incuestionable, así
como con gente de cuello blanco con debilidades más acentuadas.
La mezcla de situaciones ha sido constante durante estos noventa años de vida. En
cada uno de ellos tuve la paciencia de esperar resultados y, al fin, me sentí cómodo.
Una vez pasada la tormenta, descansado, vi llegar, aunque con cierta lentitud, la calma.
Esa calma que hoy me permite hablar de mi vida y de mi experiencia.
Muchas veces pensé y, como ven, de un modo u otro dejé para más adelante, el
escribir lo que tengo recopilado en este libro. Hoy, en este día en que mis hijos celebran
mi cumpleaños junto a este hermoso y querido grupo de amigos, quiero compartirlo con
todos ustedes.
Este libro, que es un testimonio escrito de mis vivencias, ha sido elaborado con
toda mi alma, pues es el legado que entrego a mi generación de relevo. En él he puesto
mi corazón. No es algo fácil de hacer, revivir momentos pasados, traer al presente a
nuestros seres queridos, recordar con detalles lo que para nosotros significó y abrir
nuestros secretos a los demás. De algún modo se pierde el color tan especial que posee
la privacidad. Pensando en esto, llegué a la determinación que debería expresarlo,
plasmarlo, hacerlo, esperando que aquellos que me lean, vean otros puntos de vista,
algunas de mis debilidades, fortalezas, temores, alegrías, secretos… silencios.
Cómo no recordar con alegría todos los hermosos años que viví junto a Dora, mi
eterna compañera. Cómo no entristecerme, cuando debo concientizar que ya no está
conmigo. Cómo no sentir la ausencia de tantos de mis amigos que ya han partido.
Cómo no sentir dolor al reconocer esos momentos tan tristes y de terror que vivió mi
madre cuando me detuvieron o más tarde cuando me tocó ir a pelear en una guerra en la
cual no creí. Son tantos los planteamientos, las tristezas, alegrías, sabores y sinsabores,
que hoy quiero dejar en sus manos la respuesta a mis incógnitas, sin preocuparme de si
mis memorias servirán, o al menos serán recibidas con la misma intención con la cual
las entrego; vale decir, que lo hago sólo por amor.
Quiero legar mis recuerdos y experiencias primero a mis padres, a quienes debo
mi vida y mi forma de ser. A mi amada esposa Dora, a quien aún sigo sintiendo a cada
instante, en cada rincón de mi existencia. A mis hijos Perla, Annie, Carlos y Simón,
pues me veo en cada uno de ellos reflejado: su entusiasmo, entrega, sinceridad,
honestidad, dedicación y amor por los suyos y en especial por ser como son. A ustedes
mis nietos queridos, diamantes que hacen brillar mi entorno, mi estancia. Como buen
judío, conocedor de una de nuestras grandes promesas, «Aquél que logre, en vida,
tener un nieto judío, gana de manera automática, su puesto en Gan Eden». Esto lo que
supone en su contexto es que un hombre debe preservar su religión y costumbres, debe
transmitirlas a sus hijos para que éstos a la vez, hagan lo propio y una vez alcanzada
esta meta en la tercera generación, el cielo se encarga de premiar. Por ello, al verlos a
ustedes, mis nietos y bisnietos benditos, me siento orgulloso, feliz, tranquilo y en paz.

Hoy abro mi alma frente a ustedes todos, con el deseo de compartir lo que por
siempre guardé en mi mente y en mi corazón. Con este libro hago pública mi vida y les
doy entrada amplia y querida para que, a través de mis recuerdos, amen a los míos,
como los amo yo.

Abraham Sultán S.
Melilla
Entrado en los noventa años de edad, comienzo a darme cuenta de la
importancia de legar vivencias a nuestros hijos y descendientes. Hasta el día de hoy he
sido un narrador oral de lo existido; cuando tengo un interlocutor me explayo y revivo
con lujo de detalles los días y los años y veo que me ha tocado vivir y formar parte de la
historia universal. Nací en Melilla, una provincia de España enclavada en el norte de
África, que por obra y gracia de un buen alcalde con una visión de futuro, logró, hace
más de doscientos años que la misma se construyera con sentido lógico, con un colorido
muy especial y con unas edificaciones hechas por las manos de los arquitectos más
avanzados de la época, entre los cuales se hallaban los alumnos más destacados del gran
Gaudí.
Hablar de Melilla es permitirle a mis sentidos el goce que nos brinda el buen
recuerdo. Melilla, cuya población llegó a contar con casi cien mil habitantes, estaba a
buen decir muy equilibrada, pues un tercio de la población era cristiana, el otro moro y
nosotros, los judíos.
Para entrar en materia, debo primero decirles que me llamo Abraham
Sultán Sultán , nací un 31 de octubre de 1917 como ya les dije, en Melilla,
una ciudad con historia propia, que fue ocupada por los españoles durante el año 1497
bajo el mando del capitán Estopiñán, quien pertenecía a las tropas del Duque de
Medinacelli. Esto sucedió apenas unos años después del decreto que generó la más triste
de las etapas en la historia del pueblo español, me refiero a la Inquisición Española. Este
evento fue el que motivó a que una gran masa de judíos sefarditas emigrara al norte de
África y allí haya permanecido desde ese entonces.

La ciudad en sus inicios fue construida como un gran castillo y mantiene aún
hoy ese puente levadizo que en la época otorgaba cierta seguridad a sus habitantes. Se
dice que fue durante el mandato del Duque de Medinacelli, cuando éste le cedió la
soberanía de Melilla a España, cuando los españoles construyeron esa fortaleza donde
residían los soldados españoles. De esta manera, evitaban la invasión de los moros,
esos mismos moros que durante más de ochocientos años la habían gobernado, tal y
como a una gran parte del sur de España.
Melilla, en la antigüedad, fue una colonia comercial fenicia conocida como
«Rusadir» y el puerto era estratégico en las guerras entre cartagineses y romanos. Los
romanos le concedieron el estatuto de Colonia y la anexaron a los dominios ibéricos.
Ubicada en la parte oriental de la península de Tres Forcas, su parte más antigua se
halla sobre una gran roca calcárea, de unos 30 metros de altura, que a manera de
pequeña península se interna sobre el mar Mediterráneo.
Hablo de mi ciudad natal y al hacerlo debo dar comienzo con mis padres, a
quienes no sólo les debo la vida, sino todo lo que soy. Mi padre nació en una aldea de
Marruecos llamada Midar, pero al alcanzar su edad de adulto (los trece años según el
rito judaico), sus padres decidieron mudarse a Melilla, pues la población judía era más
significativa y las costumbres se ejercían con mayor libertad. Miro con pasión el pasado
y logro ver a mi padre en su edad juvenil; él era un hombre alto, rubio, de finos
modales, delgado y de unos ojos azules que emulaban a los mares que bordean nuestras
costas.
Mi papá no entró a España con buena suerte ya que luego de reconocer el
negocio que debía hacer, invirtió su dinero en un negocio de alimentos, con la muy mala
suerte de que al poco tiempo, el mismo se quemó. Era una época en que no se
utilizaban, pues ni siquiera se conocían, los seguros contra incendios.
Volviendo a la descripción de mi padre, debo admitir que tanto el color de su
cabello como el azul de sus ojos y su mismo porte, eran atributos suficientes como para
adueñarse de los sueños de muchas de las muchachas jóvenes que, solteras, descansaban
sus ilusiones pegadas a la ventana, a la espera de que pasara su príncipe azul. Y en su
caso, así fue como sucedió entre mi padre y mi madre; mi padre se contentaba con
pasear por la acera de enfrente de la casa y entre ellos se regalaban unas pícaras miradas
que envolvían lo que para el entonces permitía desarrollar el amor, tomando en cuenta
que se vivía durante los días de La Primera Guerra Mundial.
No puedo dejar de lado la belleza de mi madre. Ella era la más hermosa mujer
en toda la cuadra y todos los días contaba con unos minutos para observar a mi padre.
Los hacía por medio de un pistillo en la ventana y con la anuencia de sus hermanas y la
consabida complicidad de los suyos. Así comenzó su relación con mi padre.
A las pocas semanas de haber sembrado esta amistad, ellos se siguieron viendo
como lo hacían todos los jóvenes en Melilla, los Viernes, Sábados y Domingos, cuando
la gran mayoría del pueblo bajaba a la Gran Avenida. Esta era una calle muy ancha con
aceras enormes, que se cerraba al tráfico y permitía a los transeúntes caminar sin las
molestias de los coches o de los carros de carga. Hay que recordar que en esa época se
arreaba la carga por medio de burros y de mulas. Y sobre esto hay un cuento que les
confesaré más adelante, ya que ahora estamos con los jóvenes novios que se cruzaban
en la avenida una y otra vez, pues la práctica era de pasear entre diez y doce veces todo
el trayecto. La gente se saludaba una y otra vez y no era de extrañar que alguien de un
grupo que iba de bajada, se mudara al otro que iba en sentido contrario y a la próxima
vuelta retornaba con su grupo.
Era así como los jóvenes podían «admirarse», mirarse bien. Se puede decir que
el amor a primera vista entre mis padres fue suficiente: esa chispa les duró durante toda
la vida, la misma que más tarde siguió entre mi esposa Dora y yo.
El suegro de mi padre era un hombre rico, se llamaba Semaya y desde que mamá
lo conoció, lo aceptó como algo propio, pues consideraba a mi padre como un hombre
honrado. Hay que tomar en cuenta que, en esos tiempos, a las mujeres no les era
permitido escoger a sus novios y era el padre el que daba o no consentimiento de boda.
Por su modo de rezar, su comportamiento y su atractivo juvenil, además de, como ya les
dije, su honradez probada, mi abuelo dio su visto bueno y se casaron.
Ahora que hablo de ellos, recuerdo que mi padre iba todas las mañanas a la
Sinagoga y tenía la costumbre, como la mayoría de los hombres de esa época, de ir al
mercado. Se encontraba con sus amigos, tomaban el té, hacía las compras, las que su
amanuense, quien tenía un borriquito cargaba en dos canastos en el lomo del animal y
los llevaba hasta la casa.
Mi padre era un hombre espléndido y por su manera de ser, siempre compraba
en demasía; mi madre siempre le peleaba por los excesos y él argumentaba la
importancia de que en un hogar nunca debía faltar la comida. Hay que recordar la
vivencia de pasar hambre durante una guerra, eso deja marcas imborrables en los seres
humanos.
Terminada la primera faena de la mañana, habiendo cumpliendo religiosamente
con sus obligaciones, papá se iba a su negocio, que estaba en la parte de afuera del
mercado del Mantelete. Este mercado era una gran visión de lo que hoy en día son los
centros comerciales. Era el centro de comercio de la ciudad, estaba ubicado muy cerca
del puerto, lo que hacía posible que todo pasajero que llegara al mismo, bajara un par de
horas o más, hiciera sus compras y retornase.
El ajetreo era interesante y puedo recordar que muchos de los grandes
comerciantes que luego vi desarrollarse en Venezuela, poseían grandes cualidades que
habían obtenido del Mantelete. Los dueños de las tiendas empleaban a muchos de los
jóvenes, a éstos que hoy en día son llamados «Tarjeteros», personas que iban al puerto
en busca de posibles clientes y luego de convencerlos, los llevaban directamente al
negocio o tienda con el que tenían convenios, y por ello obtenían una comisión. Estos
vendedores de aire, pues no portaban muestras, se valían de su astucia, su labia y sobre
todo de un poder de convencimiento que se puede decir con toda propiedad es un
«know how» de los Melillenses; a estos hombres se les llamaba Chipichangas.
El negocio de mi padre se especializaba en vender, a los marineros
que iban a Melilla a comprar, a los soldados que estaban asignados en los cuarteles de
Melilla y, en general, al público que venía de España en busca de precios sin impuestos,
de artículos modernos, de ese tipo de cosas que no se necesitan pero que por su precio la
gente adquiría.
Decir o hablar del negocio de relojes, por ejemplo, cuando se manejan las cifras
que se movían, no había proporción alguna con otras ciudades de España. En Melilla se
movía más del doble en cuanto a cantidades, ya que el mercado era por partida triple:
unos, los propios habitantes, luego los turistas y visitantes que procedían del norte y,
por último, uno de los grandes negocios emergentes era la venta al pueblo árabe. Hablar
del negocio de relojes por ejemplo, en donde se manejaban las cifras que allí se movían,
es para asombrar a cualquiera, pues no había proporción alguna si las comparábamos
con otras ciudades de España. Melilla se había convertido en el sitio de abastecimiento
de la gente pudiente de Marruecos. Era tan importante este mercadeo, que mi padre se
ponía un gorro turco, así se destacaba de los demás.
El me contó una vez que lo hacía para que no lo olvidaran, porque ésa era una
característica particular de él. El tiempo rendía de una manera que ahora al escribir me
doy cuenta de que en ciudades modernas no se puede emular y es que él todo esto lo
hacía a tempranas horas de la mañana y a las ocho en punto abría su tienda. Mi papá
trabajaba todo el día, no salía ni para almorzar, era un hombre muy responsable, y
nosotros sus hijos nos turnábamos al mediodía para llevarle la comida. Como la gran
mayoría de sus amigos, en verano solía tomarse unas cervecitas y alternaba con ellos.
Mi padre fue un hombre casero; siempre estaba con su familia y de haber algún acto o
fiesta, iba acompañado de su esposa, con la que vivió un romance eterno. Mi padre era
dadivoso y uno de sus grandes gustos era hacerle regalos a mi madre, se excedía en
ellos; está claro que, al no haber detallado a mi madre, algunos no podrán entender el
por qué.
Mi madre era una mujer muy hermosa, tenía los atributos que toda mujer ansía,
y la fuerza del amor que los unió se denota hasta en la cantidad de hijos que tuvo.
Fuimos nueve hermanos, tres hembras y seis varones; desgraciadamente uno de ellos
murió en la niñez, por disentería. Esa era una época de gran atraso en lo referente a
medicina. Mi madre parió todos sus hijos en la casa con la ayuda de una comadrona y la
orden, que siempre se respetaba, era que debía permanecer cuarenta días en cama luego
del parto, era una cuarentena que hoy no se puede entender.
Como ya dije, éramos nueve hermanos: la mayor, mi hermana Alegría, fallecida
en agosto de 2006 a la edad de 92 años, seguí yo; Raquel fue la tercera, mi compañera
más asidua, mi amiga de siempre y con la que me comunico muy a menudo. Luego vino
Enrique, a quien llamaban Semaya, como el abuelo. El también falleció. Más tarde vino
Pepe, mi muy querido Pepe, tampoco ya con nosotros. Luego Nissim, quien está casado
y tiene hijos y nietos. Sigue mi queridísima Mercedes, que es viuda y trabaja por su
cuenta en una de mis tiendas, tiene 5 hijos. Por último está mi hermano Isaac quien
recibió el mismo nombre de mi otro hermano fallecido.
Mis padres, con gran visión y con un sentir familiar, jamás regatearon
en la educación de sus hijos; por el contrario, siempre nos dieron los mejores colegios,
los mejores vestidos, la mejor presencia y sobre todo un buen nombre, que nos abría
todas las puertas. En mi caso particular, mi cabello me delataba de inmediato; en el de
mis hermanas, ellas contaban con un privilegio muy especial pues mi madre era una
gran costurera y se esmeraba para que mi padre, mis hermanos y mis hermanas y yo
siempre fuésemos muy bien vestidos.

Hablo de mis padres y me viene a la memoria mi abuela materna, mi


querida abuela o como solíamos llamarla Mamá Simi. Ella me contó alguna vez que
cuando tenía catorce años y estaba jugando con sus amigas a las muñecas, su madre la
llamó y le dijo: «Báñate y vístete que te vas a casar». Así sucedió y a su boda ella se
llevó su muñeca, era todavía una niña. Mi abuelo materno era un hombre acaudalado,
era banquero, lo que permitió que la familia de mamá siempre viviese bien y fuese
reconocida como una de las pocas que no tenían escasez en ninguno de los malos
tiempos que se pasaron entonces.
Mis padres hablaban un fluido español, pero cuando no querían que alguno de
los que estábamos supiese lo que hablaban, entonces se comunicaban en «Shelja», una
mezcla de dialecto local y de árabe. Fue cómico, pues con el tiempo aprendimos la jerga
y todos sabíamos sus secretos; ellos sólo tenían palabras dulces, sólo sabían expresarse
bien de la gente, era poco o casi nada lo que los molestaba y no vivían del cuento ni del
chisme, estaban muy claros en sus ideas y conocían sus prioridades, que sus hijos
estuviesen educados con lo mejor.
Hablé de mi Melilla la vieja. Ahora quiero tratar de plasmar mis recuerdos de la
Melilla que me tocó vivir, de esa ciudad construida con un sentido de modernidad, de
ambientes amplios, de jardines, de parques, iglesias, sinagogas, mezquitas,
monumentos, avenidas, puerto, playas, mercado, en fin, una ciudad de avanzada
realizada en una competencia de magnificencia entre los seis o siete grandes arquitectos
que la diseñaron. Podría decir que es una gran ciudad por todo lo que posee, pero sé que
me quedaría corto, ya que mi Melilla ha sido declarada como Ciudad Patrimonio
Universal de la UNESCO.
Cuando miramos en retrospectiva, ventaja que nos dan los años, podemos
denotar cosas que en su momento no tenían importancia, pero que surgen de esa neblina
que perdura en el tiempo y brilla con luz propia. Me refiero a Melilla, tomando en
cuenta la cantidad de gente que ha nacido allí, la importancia universal que posee, los
hechos patrióticos que sucedieron en sus suelos.
Por ejemplo, en 1772, uno de los hombres más importantes durante la época de
independencia de Venezuela, el General Francisco de Miranda, estuvo un tiempo en los
cuarteles de Melilla; él, como General del Ejército de los Zares de Rusia y como
Embajador del Gobierno Francés, en su tiempo reconoció la calma del sitio y por ello
estuvo allí, por eso existe una placa y un monumento que testifican su presencia en la
ciudad. En aquellos años Melilla dependía políticamente de Málaga y Granada y
actualmente cuenta con un perímetro de doce kilómetros cuadrados.
Con el paso de los años y con la ayuda de una universidad inglesa, se construyó
esta nueva Melilla que es orgullo de los que allá nacimos o de los que la conocimos.
Llega a tal el sentido de aprecio que posee la misma ciudad, que hará unos cincuenta
años un venezolano que fue a conocer Marruecos y por accidente, tuvo que quedarse
dos semanas en Melilla y, se sintió tan a gusto, que al nacer su primera hija le dio en su
honor el mismo nombre, Melilla. Hoy por hoy, esta señora, Premio Nacional de
Arquitectura y mujer con una proyección internacional, vive en la ciudad de Maracaibo
y, orgullosa como mi ciudad, con voz melodiosa suele decir su nombre.
Muchos, a sabiendas de dónde soy, preguntan que dónde nací. Nací y viví en la
calle O’Donell, en el número nueve. Detrás se encuentra el famoso Parque Hernández
y es considerado como el sector más céntrico de la ciudad, pues se halla a dos cuadras
de La Avenida Principal. Es tanto el afecto que esta casa nos hizo sentir que, con los
años, junto con mi hermano Enrique, compramos ese edificio para mis padres. Así
quisimos otorgarles seguridad y tranquilidad.
Llegado a los siete años de edad, lo primero que hizo mi papá fue matricularme
en un colegio judío. Al cumplir los doce años fui al Talmud Toráh; éste funcionaba en
un edificio muy grande que permitía albergar a todos los niños de origen hebreo.
Luego, mis padres, no satisfechos con eso, tratando de completar mis estudios y en
busca de una fuente educativa con mayor capacidad, consideraron que lo mejor era
inscribirme en un colegio de curas, en la escuela de los Hermanos de La Salle, para ese
entonces la mejor de Melilla.
Esa experiencia fue un poco difícil, pues era una lucha cotidiana, ya que los
curas que practicaban la docencia eran antisemitas. Un día uno de ellos, en plena clase,
nos hizo ver que había una publicación de una revista denominada «La Luz» y que la
misma se podía obtener por suscripción. Ante lo que veía venir, me adelanté y le dije
que deseaba anotarme. Sin esconder el odio, el cura, lleno de una cólera bien establecida
entre los antijudíos, me gritó: «Tú eres judío, no puedes suscribirte a una revista
católica» y a la par me rompió una regla en la cabeza. Al llegar a mi casa se lo conté a
mi padre y, en medio de mi llanto, salió directamente para el colegio, pidió audiencia
con el director del plantel, le expuso lo que había acontecido y amenazó con retirarme
del colegio y hacer pública la situación.

La comunidad judía residenciada en Melilla tenía mucho peso y, temiendo hacer


un escándalo público y tener que enfrentarse de lleno a la demostrada posición
antijudía, el director prometió retirar al cura, cosa que se realizó y dejó ver que en su
colegio no había ningún tipo de discriminación. Pasado este momento tan oscuro y triste
de mi vida de estudiante, puestos los puntos sobre las íes, tanto el profesorado como los
alumnos se abstuvieron de repetir ese tipo de situaciones. Me esmeré en los estudios y
pude llegar al bachillerato.
En ese entonces me atraía la historia, me permitía volar, vivir en el pasado, sentir
la fuerza de los grandes personajes, entender algunas cosas yéndome un poco más allá
de lo que los textos mostraban y aprendí a apreciar las biografías de los grandes
hombres. Ese fue siempre mi norte, ser alguien especial, porque me deleitaba viéndome
reflejado en el espejo de esos hombres. Entre los personajes que acompañaron mis
sueños se encontraba Abraham Lincoln; me fascinaba su sapiencia y considero que él
fue, de algún modo, al igual que mi padre y mi abuelo, uno de las guías en lo referente a
mi conducta y proceder.
De esas biografías asimilaba y deseaba no sólo lo referente a logros personales,
sino mas bien, el poder haber hecho algo por los demás. Pero tristemente vino la guerra
y me tocó abandonar mis sueños.
Cuánto me duele hoy haber perdido aquella hermosa niñez, en la que podía ser
padre, hermano y amigo de mis hermanos, aquella casa siempre llena de chiquillos, ese
hogar donde sólo se respiraba amor. Que lástima que las cosas más bellas y hermosas
se pierdan. Cuánto no daría por volver a estar con ellos un rato más, abrazar a mis
padres, besar a mi madre y escucharla cuando me llamaba. Ella no me llamaba por mi
nombre, Abraham; siempre lo solía hacer por Alberto, nombre que en muchas partes del
mundo acostumbran, dar, a los Abraham.
Pasear en ese pasado que nunca se olvida, dentro de una ciudad pequeña en la
que la gente se acomoda, se adapta y es feliz; en una ciudad, llena de lugares múltiples
con varios cines, con películas de vaqueros, en donde uno no sabía de quien reír, pues al
estar el cine lleno de moros, sus comentarios nos hacían estallar en risas. Más que nada
cuando al protagonista lo estaban esperando para matarlo, entonces se escuchaban
gritos, tratando de avisarle, para que no lo capturaran. Era el comienzo del cine y a
veces uno de los protagonistas disparaba infinidad de balas, parecía que nunca se le
acababan; veíamos morir a miles de indios y siempre ganaban los blancos. Salíamos del
cine y ése era el tema de discusión, luego a los bares a tomar un jerez, a charlar. Los
más jóvenes se iban a los parques o a pasear por la avenida.

Llegado a mis diez años, me inscribí en los Exploradores, que así llamaban
en España a los Boy Scouts.

Para mí fue algo maravilloso, una experiencia que me trae hermosos recuerdos.
Aunque no era un régimen militar el que teníamos, había orden y obediencia.
Aprendimos a comportarnos en equipo, los juegos eran en grupos y de alguna manera
esto nos ayudó a interrelacionarnos con otros jóvenes a quienes no conocíamos. Era
una fuente de información que no encontrábamos en el hogar, ni en la casa.
Muchas cosas nos enseñaron, como ya dije. Cosas sencillas como formar
fogatas, cantar, ayudarnos los unos a los otros. Con ellos aprendí a manejar el lenguaje
Morse, después de desarrollar la sensibilidad en la mano que se necesita para
practicarlo. Al principio no fue fácil, pero después adquirí la destreza para manejar el
aparato. También aprendí el lenguaje de las banderas, que se utiliza mucho en la marina
y era lo que se empleaba antes de que existiera la radio, para comunicarse a gran
distancia; lo hacían los marineros o los vigilantes que oteaban desde algunas montañas,
para transmitir diferentes mensajes, creo que todavía recuerdo el significado, no con
mucha precisión.
En los Exploradores nos enseñaron a amar la música. Debíamos tocar un
instrumento y escogí el tamboril, que me permitió llegar a ser el tamborilero principal
de los desfiles. No se imaginan el orgullo que sentía, no sólo por haber aprendido a
tocarlo, sino por el hecho de que muchos trataron de emular mi estilo y mi musicalidad.
Mi tambor no era como el de los demás, que sólo tocaban un par de notas, llevando el
mismo compás. El mío era más fino, hacía los dobles y redobles, logrando que la
emoción se sintiera por la sonoridad, destreza y gusto con que lo tocaba. Eso, aunado
al hecho de estar de primero en las filas a la hora de los desfiles, portando y luciendo
un uniforme impecablemente elaborado por mi mamá, me robaba la mirada de la
mayoría de las muchachas. Desde ese entonces empecé a apreciarlas.
Han pasado casi ochenta años de ese entonces y sigo recordando las señas de las
banderitas, las canciones que practicábamos en grupo, el idioma Morse. Me veo
caminando en La Gran Avenida, la que desemboca en la plaza, acompañando a los
tambores. Ahora, al mirarla desde lejos en el tiempo, siento una vibración en mi
estómago, como cuando veía de cerca a la Plaza España.
Es allí donde se amontonaba la población en pleno para disfrutar del desfile y yo
comenzaba el repiqueteo, que le daba un aire muy agradable. De fondo se escuchaban
todos los tambores al unísono. Qué placer sentía en aquel entonces, qué placer siento
ahora al poderlo revivir.
Una vez al año los niños exploradores celebrábamos un «Jamboreé», festividad
en la que varios exploradores de distintas partes del mundo acudían. Nos reuníamos en
una acampada, lo que llamábamos el campo, hacíamos juegos, competencias,
intercambiábamos ideas.
Todo ello fue el conjunto de una instrucción que recibí y que me permitió tener
conocimiento de cómo se puede vivir entre otros, cómo comprender un pensar, vivir,
actuar y hasta comer con unos extraños y, sobretodo, hacer grandes amigos en pocos
días, sentir el orgullo de que te aprecien y de apreciar a los demás. Puedo, sin que me
quede nada por dentro, afirmar que de algún modo esta experiencia me formó como
persona, pues aprendí cosas tales como ser cocinero, dar de comer a grupos. Allí
aprendí lo que en el tiempo se convirtió en mi hobby, hacer paellas para los amigos y
más tarde para mi familia. Fueron tres años de los que no puedo olvidarme y valga este
espacio para compartir con mi gente lo que disfruté esa época de mi vida.
Hablo de ese tiempo de tres años de experiencia, pero no puedo olvidar a la
persona que movía los hilos, al responsable de la magnificencia del grupo. Sucede que
los niños exploradores eran manejados por un presidente, el llamado General Miajas, un
hombre de buen aspecto, noble, cariñoso, entrañable, sabedor de ese secreto tan especial
que es poder tratar con adolescentes y con niños, poniéndose a su altura.
Era tanto lo que este hombre compartía con nosotros, que de haber algún niño
explorador enfermo, él iba a su casa a visitarlo, nos trataba como alguien de la familia.
Más tarde este señor, el presidente de los niños exploradores, llegó a ostentar el cargo
de General en Jefe del Ejército Republicano, el mismo que defendió a Madrid.
Lamentablemente murió en Francia, ya que, al perder la guerra todos los republicanos,
para tratar de salvar sus vidas, buscaron refugio en otras latitudes y muchos de ellos se
fueron con mucho miedo a Francia, que al poco tiempo fue invadida por los alemanes,
amigos de Franco. Quiero no jugar con mis recuerdos, pero ahora que los pongo en
orden me doy cuenta de que este hombre me hizo sentir responsable de mi patria, de mis
amigos, de mi tierra, y de la justicia, cosas que, como verán dentro de poco en las
páginas que vendrán, casi me costaron la vida, pero que gracias a…., eso lo verán
cuando llegue el momento.
Y van pasando los años, sigo como ya dije estudiando en los Hermanos de La
Salle, una rutina de ir y venir, un aprendizaje que no me despertaba de esa melancolía
que nos suele embargar cuando comenzamos a sentirnos hombres. Cuando la ya
mentada adolescencia nos viene a acompañar y surgen esos cambios hormonales que
nos hacen diferenciar a ese niño, de un hombre que aún no conocemos; ese hombre al
que hemos estado esperando pero que nos asusta, nos obliga a retar las circunstancias y
a la gente, ese querer demostrar que podemos más y más y que somos de algún modo
gobernantes de nuestro presente y futuro. Son años en los que cambiamos la soda por el
vino, el cine por el parque, los amigos por las amigas y los gustos se hacen destacar a
extremos que se nos convierten en obligantes.
Comencé a desarrollar el cuerpo y en especial mis espaldas; para ello, dediqué
todo el tiempo que quise al nado. En Melilla, entre las hermosas cosas con que
contábamos, teníamos unas playas increíbles e ir a darse un baño era algo natural en mí.
Fue tal el amor a ello, que me convertí en campeón de natación, disfrutaba los premios
y, sí, me gustaba que los demás pudiesen apreciar mis logros, ya que era una manera de
hacerme querer más por mis padres; no olvidemos que cuando se es uno de nueve
hermanos, se siente que no siempre se es primero, que no siempre se es el más querido
y en los momentos de triunfo, yo lograba no dejar dudas de ello.
Fui creciendo y esa escuela de mi maestro de niños exploradores había logrado,
sin querer, su objetivo. El hecho de sentir orgullo por él, permitió a manera de ósmosis
aceptar conceptos que él tenía bien definidos y, sin saber cómo ni cuándo, me hice
republicano y, no contento con esto, me hice miembro de la juventud del Partido
Izquierda Republicana, fundado por Don Manuel Azaña, quien era un gran político.
Me sentía de algún modo protegido, pues mi tío Sady era un alto miembro de
esta organización, al igual que mi amigo Fortunato Mafoda. Este último era un joven
recién graduado de abogado que fue tomado preso y, sin más juicio que un mandato de
un triste capitán, fue fusilado como si se tratase de un criminal de guerra. Estaba
cercano a cumplir los dieciocho años. Como jóvenes inexpertos y, creedores de un
futuro eterno, no nos percatábamos de lo que hacíamos pués, al fin y al cabo, lo que
pensábamos no era de ninguna manera el ir a las armas, imponer por la fuerza, exigir,
convertir, convencer o mandar. Simplemente, como hace uno ahora, comentábamos
una película, un decreto, un acto político o hasta un discurso de alguno de los tantos que
suponen tener la verdad en sus manos. Jamás medimos los daños que nos podrían
suceder, menos aún cuando lo hablado era entre amigos, entre colegas, compañeros de
estudios, de sueños de natación, vecinos; hablo de esa gente que uno da como
descontado que le pertenece, que es de uno. Ellos eran los hijos de militares y exponían
sus puntos de vista, convencidos de que poseían la razón ante todo lo ocurrido después
del 14 de julio de 1931, fecha en que fue declarada La República.
En mi caso, como buen judío, me la pasaba hablando en contra de los fascistas
como por decir algo, por no dejar, mas ya aprendí que en lugares donde la democracia
deja de existir, donde el caos de la dictadura o de gobiernos duros es lo que manda, uno
está expuesto a ser delatado hasta por quien menos se imagina. No hay que olvidar que
el mismo Francisco Franco había declarado «Si para exterminar a los comunistas debo
fusilar a la mitad de los españoles, juro que lo haré». Como bien pueden entender, no se
estaba jugando, la amenaza estaba sembrada para la mitad de la población y con ese
decir, se daba carta blanca a los de menor rango para cumplir con un deseo del dictador.
Todo aquél que ansiaba brillar, todo aquél que por tiempo no había sido tomado
en cuenta, ahora le estaba llegando su momento, su turno. Qué triste que un hombre
pierda sus principios, que un ser humano, a sabiendas de lo que hará su delación, sin
escrúpulos, ni miramientos, sin sentido, ni corazón, sin ganancias, sin pensarlo, pueda
llegar a ser responsable de la vida de otros.
No pude comprenderlo y aún hoy no lo entiendo; lo peor es que no fui para nada
un caso único, se puede decir que como las plagas de Egipto, este mal sentido de
patriotismo, por llamarlo de alguna manera, se vio crecer sin que la conciencia se
despertara, sin que la sociedad lo repudiara, sin que la Iglesia lo condenara, sin que Dios
lo detuviera.
Y así, demostrando tener la razón con algunos desaciertos hechos por los
militares, perdí a un amigo; éste me delató como uno de esos comunistas que debían ser
perseguidos y fusilados según decreto presidencial. Y con menos de dieciocho años fui
tomado prisionero. Eso ocurrió un 15 de septiembre de 1937, día en que me llevaron
con las manos en alto por toda la calle, como un ladrón o asesino. No sabía qué hacer,
estuve a punto de orinarme en los pantalones, durante todo el trayecto mi mente se
dirigió a mi madre, me apenaba hacerla sufrir por la pérdida de un segundo hijo; tomé
conciencia de que al fin y al cabo las ideas por las que hablaba, lo que decíamos, eran
cosas que en lo personal no poseían gran importancia, que el comunismo era algo
totalmente desconocido por mí y, que si bien me gustaba el concepto de una mejor
distribución de las riquezas, jamás soñé, pensé o creí en quitarle algo al otro, para
quedármelo o repartirlo.

Cada paso me hacía más hombre, ya no había marcha atrás, me supe muerto,
seguí sintiendo pena por mi padre, quien se había hecho grandes sueños de mí y al
llegar a ese punto fui pensando, mientras caminaba, en cada uno de mis hermanos. En
segundos que parecieron siglos, pude rehacer todas las cosas buenas de ellos para
conmigo, vi mis faltas, me convencí de cuáles habían sido mis errores para con ellos,
para con mis abuelos, para con mi intelecto, para con Dios, para con todos.

Pero el camino no se detuvo hasta llegar al cuartel en el que quedé detenido.


Irónicamente, éste quedaba al lado de la casa donde nací. Era como si el círculo se
estuviera cerrando, punto de partida que pareciera ahora ser el de llegada. La meta final.
Me supe incompleto, irrealizado y miré al cielo. ¿Era esto lo que el destino tenía para
mí? No lo podía creer. Para colmo de males, al estar dentro del cuartel sentí una voz
familiar, que de a poco se fue aclarando, era la de mi madre. Sí, ella desde la otra pared,
desde mi casa, sin saber que yo estuviese del otro lado, apenas a unos metros de
distancia, lloraba desconsoladamente; era un llorar, un gemir, que hasta Dios tuvo que
notar la emoción de sus sentimientos.
Seguí de pie, como si fuera un valiente, como si estuviese protegido Dios sabe
por qué, no di signos de saber a quién pertenecían esos lamentos, pero de mis ojos
brotaron lágrimas, que los soldados confundieron con la cobardía humana. Ellos, como
la gran mayoría de los que se enfrentan en ese tipo de calamidades, carecen de lógica.
Supuse sería la última vez que escucharía a mi madre y, con sus lágrimas y llantos,
sentí algo de cobijo, ya estaba listo para lo que estaba por venir. Ya podía entregarme a
la suerte.
El grupo que habían tomado preso para ser condenados ese mismo día hacía de
nosotros un número, demasiado grande, si tomábamos en consideración una ciudad
como Melilla. Éramos en total 18 muchachos; uno de ellos era mi amigo personal, a
algunos de los otros los había visto alguna vez, en un mostrador de un bar, en la
cafetería, saliendo del cine, en fiestas, en algún lugar digno de recordar, más no eran
conocidos. En todos y cada uno se denotaba una tristeza indescriptible, un dolor
insostenible, una duda incontestable, y sobre todo una inocencia pura. Los españoles
que vivimos en Melilla, no conocíamos el comunismo, no fuimos comunistas, quizás
fuimos rebeldes, tal vez supusimos que hablando podríamos corregir al mundo; eso en
esa época era considerado disentimiento y la pena de muerte era la única salida.
Esa noche se hizo larga, la habitación contuvo los dieciocho condenados, no
tuvimos a nadie que nos escuchara, nadie que nos defendiera, nadie que nos demostrara
culpabilidad de algo. Pareciera que esa triste parte de la historia de España se repetía
una vez más, igual que durante La Inquisición Española, cuando con la simple
denuncia, se tomaba la vida del denunciado. La injusticia a brazos rotos se abría lugar
en uno de los sitios más tranquilos de España, en uno de los lugares menos politizados.
Desde las seis de la tarde venía una cuadrilla de falangistas, gritaba el nombre
de uno de nosotros. Éste, se levantaba como pudiese del suelo y una vez de pie, se lo
llevaban. Ninguno volvió. A los pocos minutos, escuchábamos una sarta de disparos y
era que un pelotón con diez soldados y con nueve fusiles armados disparaban a la orden
de «Levanten, Apunten, Fuego». Así cortaban la esperanza de una familia, el desarrollo
de un hombre, los sueños de Dios.
Contarles cada minuto, cada instante, cada llamada, lo que sentía cada vez que
ellos gritaban un nombre, dentro de ese miedo que cala los huesos y el mismo cerebro,
donde uno escucha algo y piensa que es el suyo el nombre que están gritando. Hace
intentos por levantarse y acudir, pero se entera que esta vez no nos tocó, pues otro se
levantó primero y fue a él y no a uno. Digo, uno, debo decir: dos, tres, cuatro, diez,
quince, dieciséis y, llegadas las nueve de la mañana, quedando tan sólo dos vivos, mi
amigo, Fernando Ross y yo, los esbirros ya no volvieron. Nos sabíamos muertos; nada,
ni nadie podría ayudarnos, menos luego de lo que habíamos visto y de lo que ya éramos.
Fuimos testigos presenciales de la masacre que se llevó a cabo contra 16 hombres de
nuestra ciudad, habíamos visto las caras de nuestros verdugos. Ahora ya no había
salvación posible.
Miré a mi amigo; en su rostro, como supongo en el mío, no se reflejaba la
posibilidad de oportunidad alguna. Lo miré con una vista que penetró su cerebro, pues
pareciera entender lo que yo pensaba. Levantó su mano derecha y con respeto y gran fe
se hizo la señal de la cruz; recuerdo que a ninguno de los otros vi hacer lo mismo. Eso
me llevó a imitarlo y como buen judío, con un silencio único, no fuera a ser que mi
madre o alguno de mis hermanos me escuchase e incrementara sus sufrimientos, levanté
mi mano, también la derecha y con una fe inquebrantable en mis costumbres, mis
creencias, la de mis padres y abuelos, con todo el corazón puesto en cada una de las
palabras, dije en voz baja «Shema Israel Adonai Eloheinu Adonai Ehad» (Escucha
Israel Dios es nuestro Rey Dios es Uno). Este es un rito que se realiza para recordar el
episodio de la Biblia en el momento en que Jacob, padre de José, el adivino, el que
podía leer los sueños, cuando se sabía ya pronto a morir y, viendo a su hijo como Virrey
de Egipto, lo mira y pregunta por el futuro de su pueblo, de su religión y José lo
tranquiliza dándole esa respuesta, que significaba que se podía ir tranquilo pues su
pueblo perduraría en el tiempo.
Llegadas las horas matutinas, los nervios nos estaban mostrando lo indefensos
que éramos, recordé que no podíamos seguir así tan tristes y aunque un poco fuera de
lugar, me acerqué a él y casi a la altura de su oreja, le conté un cuento. Su rostro mostró
un dibujo de alegría, yo me sentí bien, recordé otro y otro y nuestro pulso comenzó a
renacer; de nuestra parte, estábamos vivos, con ganas, deseos, con ira, miedo,
esperanzas, amor, lo demás no estaba en nuestras manos. Pero el recuerdo estaba
demasiado fresco, mi mente me traicionaba y regresaba a esa noche fatídica, en la que
veía venir a mis amigos, amigos de farras, de copas, juegos, de clases, pesca,
compañeros de natación, esos que en un solo instante pasaron a ser otros seres. El
uniforme que portaban servía de salvoconducto a lo que estaban haciendo y lo peor,
cada vez que retornaban en busca de uno de nosotros, se jactaban de aquello que habían
hecho, nos obligaban a tocar sus pistolas calibre 9 largo, para que comprobáramos que
aún estaban calientes. Los verdugos insolentes, sin capuchas, ni escrúpulos, los amigos
sin lazos ni deseos, gozaban con el daño que estaban infligiendo.
Del otro lado de la pared, en la casa en que vivíamos, mis hermanos estaban al
tanto de lo que estaba por sucederme. Con cada andanada de disparos, se iba perdiendo
un poco de fe. Presumían calladamente que podría ser yo. La comunidad se trató de
mover, el miedo los gobernaba, mas un hombre no tuvo miedo, uno sólo salió en busca
de todo, estaba dispuesto hasta cambiar su vida por la mía, era mi padre. Al enterarse,
movió cielo y tierra, hasta descubrir que entre sus amistades había un hombre que para
ese entonces era un jefe en la Falange.
El Movimiento Nacional es el nombre que recibió durante el franquismo el
mecanismo totalitario de inspiración fascista, que pretendía ser el único cauce de
participación en la vida pública española. Respondía a un concepto de sociedad
corporativa en que únicamente debían expresarse las llamadas entidades naturales:
Familia, municipio y sindicato. La cúspide sería el propio Franco como Jefe del
Movimiento, secundado por un miembro del gobierno llamado Ministro Secretario
General del Movimiento, llegando hasta el alcalde de cada pueblo que actuaba como
jefe local del movimiento. Los personajes que se identificaban especialmente con la
ideología o la organización del Movimiento Nacional eran denominados coloquialmente
falangistas o azules, por el color de la camisa del uniforme.
Esta vez mi padre, en un acto de sabiduría natural, llevó a mi madre para que lo
acompañara, pues tan solo una madre puede reflejar en su rostro el dolor que siente por
la pérdida de uno de sus hijos, sólo una madre puede conmover a un hombre sin
escrúpulos, pues quiérase o no, todos tuvimos una y eso genera un respeto en lo más
apartado de nuestros corazones.
Lo primero que mi madre hizo fue preguntarle con una gran resignación pero
con la razón por delante, que cuál podría ser el motivo como para fusilar a su hijo. El
hombre le contestó que había sido condenado a muerte porque se les había informado
que yo pertenecía al partido comunista, hecho que era incierto. Recordar las palabras de
consideración, la petición con la tal sensibilidad que haya podido generar, poder
entender la seguridad que le pudieron transmitir sus palabras y al fin, el sentir de una
madre herida por una injusta medida, habría que haber estado presente para al menos
tratar de apreciarla. Ahora, se me hace imposible imaginarla, pero el milagro surtió
efecto y, como último y único deseo de una madre sufrida, sin saber si todavía vivía o
no, él dio la orden de detener mi fusilamiento, al menos por unas horas. El temor era,
según mi padre más tarde me contó, que me dieran El Paseo que, aunque no era un
fusilamiento militar, era por lo tanto permitido y no castigado. A uno lo sacaban de
noche y lo llevaban al campo y en un momento en que se sabían solos, le daban a uno la
orden de echar a correr, para emular una fuga: en cuanto uno salía, antes de llegar a
alguna distancia como para poder fallar con el disparo, apuntaban y ya.
Estoy contando algo y pareciera ser una anécdota, un cuento de viejos, algo sin
importancia, un chisme más de aquél pasado que tan sólo vivimos los que estuvimos
presentes; sin embargo, no les he manifestado la cruda realidad: al igual que a mis
amigos, a todos los que estábamos presos los fusilaron. Aquella noche fatídica, con la
práctica del El Paseo, cegaron la vida a otros 17 jóvenes más.
Y así dieron las diez de la mañana, esa hora pareció todo un siglo, ambos nos
habíamos entregado, el destino ya estaba cumpliendo sus objetivos, mis recuerdos se
centraban en mi familia, en mis padres y en mis hermanos, una gran preocupación de
pensar que ellos no se enterasen de mi muerte, sabía que con sólo gritar ellos se
pondrían al tanto, pero no quise por nada del mundo que los involucraran, que hicieran
algo indebido por tratar de salvarme y que eso les pudiese costar caro. Asumí que lo
correcto era seguir en silencio, ya a esa hora no escuchaba los llantos de mi madre; de
alguna manera, así como ahora, el tiempo la había calmado un tanto, era de suponer que
el mismo sería su medicina.
Llegó el momento: un fascista subió a nuestra celda, supuse que sería a mi
compañero al que llamarían primero, pero no, su grito fue: Sultán, levántese. Mi amigo
y yo nos miramos, no hubo cruce de palabras, tan solo un gesto, una mirada, que aún
llevo grabada en mi mente: uno no puede entenderlo, pero las facciones del rostro se
expresan de la misma manera que lo hacen nuestras palabras, sólo que en un lenguaje
más corto. Sabía lo que me estaba diciendo y él, lo que yo pensaba. Estoy seguro de
que, si alguno de los dos sobreviviera, el otro se ocuparía de llevar un poco de calma a
su familia.
Sin tener otro camino, me levanté, abrieron la puerta y tomé el rutaque ellos
indicaban, no se habló, qué cruel es la vida, uno yendo a la muerte y el otro a sabiendas
de ello, no es capaz de dar algún consuelo, una simple mentira en la que se me ofreciera
cualquier cosa, una tranquilidad espiritual, hubiese bastado con decir que le informarían
a mi familia, no sé, nunca pude entenderlo, ahora menos. Bajamos las escaleras como
aquél que tiene apuros en llegar a algún lado, qué tontería, podría haber reducido mi
velocidad, podría haberme negado, podría…, nada de eso, bajamos y otro oficial estaba
esperándonos, él portaba un cigarrillo, negro, lo, manipulaba al estilo de los cowboys,
era un artilugio que le permitía mostrar su disfraz de hombre fuerte, de hombre bravo.
No quise levantar mi vista más de lo necesario, sí sé que lo vi, lo detallé, quería
recordar cada una de las caras responsables, quería no olvidar, como si en el más allá
eso me sirviera de algo. De repente sentí un grito que reventó mi silencio interno,
destrozó mi serenidad, me hizo retornar al sitio en que me encontraba:
¡Sultán, ven aquí y siéntate¡
por poco me orino.
Como les dije anteriormente, mi padre, al ver a mi madre en la situación en que
se encontraba, llena de dolor, a niveles de casi un luto, no esperó un segundo, movió
todos sus recuerdos, de los días que invitó a algún militar, de la vez que dio algún
descuento especial a uno de ellos, de algún gesto que recordase que podría ser amigo.
Todo era válido y, una vez ya con cierta claridad, escogió con quién debía hablar:
tuvimos mucha suerte, entre los rifados a fusilamiento fui el penúltimo, de haber sido
otro en la fila, no estuviese contándolo en estos momentos.
Volviendo a la cárcel, el que me estaba invitando a sentarme debía cumplir
órdenes superiores, sabía que yo era menor de edad y que quizás eso se le revertiría en
un futuro, mas sus deseos de matar, sus instintos asesinos, su voluntad de mostrar su
destreza y sobre todo, el poder sacar del medio a cualquier testigo. En la Italia de
Musolini y en los tiempos de La Dictadura Franquista en España, la aplicación forzada
de aceite de ricino era un temido método de tortura del régimen, aplicado contra
adversarios políticos, cuyo empleo podía ser mortal.
Con un sistema implantado, con métodos probados y, por supuesto, con los
deseos aflorados por este esbirro, me dijo que había recibido órdenes de ponerme en
libertad. A este punto, ya no dudé que me dispararían por la espalda- pero agregó:
-Judío, si piensas que te vas a salir con la tuya, estás equivocado. Para poder ver
la calle, primero tendrás que tomarte esta media jarra de aceite de ricino.

Levantó la jarra como aquél que apunta un fusil, él por su parte estaba
cumpliendo con lo que se había propuesto, en mi caso no había otra salida, el aceite o
morir. Traté de tomar el primer sorbo, no era como el agua, no era como el aceite de
comer. Este era demasiado pesado, muy pastoso, tuve que succionarlo, el primer trago
me supo a…, vino el segundo, tercero, hasta que me tomé más de la mitad de la jarra.
Recuerdo el sabor amargo, el malestar que sentía, era como si estuviese tragando dagas,
mi garganta no aceptaba más, mi estómago menos. Menos mal que el efecto del mismo
no se siente del todo de inmediato. Cuando el falange se supo seguro de lo que había
logrado, entonces, y no antes, fue cuando me dijo que podía salir.
De allí fui directo a mi casa, que como ya dije estaba en la puerta contigua. Un
complejo de persecución me acompañó hasta sentir la seguridad en los brazos de mi
madre. Le conté todo lo que me habían hecho; ella inmediatamente intuyó que me
habían envenenado, mandó a buscar al médico de familia. Cuando estuvo el médico al
tanto de las cosas dijo: «si no te mueres es de milagro, porque lo que te han dado es
como para matar un caballo». Me hicieron vomitar todo lo que pude: el ricino comenzó
a hacer sus estragos y el doctor terminó diciendo que lo único que podría por largo
tiempo aceptar mi estómago era únicamente caldo de pollo, de alimentarme con algo
diferente, podría morir al instante.
Los fascistas no habían logrado matarme, mas me destrozaron el estómago.
Pasaron muchos, muchos años hasta que pude creer que me sentía bien y, de vez en
cuando, al aparecer un dolor estomacal por causa de indigestión, revivo mi pasado, mi
pena y mi dolor. Y no es para menos, llegué a mi mayoría de edad y los dolores eran
grandísimos, no olviden que para ese entonces no había medicinas que calmaran los
dolores, lo único que podía tomar era láudano, que bebido en cantidad es un veneno,
pero en mí surtía un efecto supongo que psicológico, ya que algo me calmaba.
Si piensan que pasado lo que tuve que pasar ya estaba resuelto, nada que ver: el
miedo se había calado en las venas de cada uno de nosotros. Al hacerse pública la
noticia de los fusilados, muertos y desaparecidos, fue cuando comprendimos de lo que
nos habíamos salvado, fueron meses en que mis hermanos se abocaron a complacerme,
a quererme, a mimarme: Mis propios padres me miraban como quien ve a un alma, a un
desaparecido, a alguien del otro mundo. Y no sólo esto, por recomendación de mi padre,
se me prohibió salir de la casa por meses. El estaba claro de la intención del falangista:
al haberme dado el veneno aquél, no quería correr el riesgo de que me viesen sano y, en
venganza, me detuviesen o algo peor.
Cuando empezó la guerra yo tenía diecinueve años. Se conoce comúnmente
como Guerra Civil Española, el conflicto bélico que estalló tras un fallido golpe de
estado de un sector del ejército contra el gobierno legal de La Segunda República
Española y que asoló al país entre el 17 de Julio de 1936 y el 1 de Abril de 1939,
habiendo concluido con la victoria de los rebeldes y la instauración de un sistema
dictatorial a la cabeza del cual se halló el general Francisco Franco.Era el año de 1937,
me llamaron al ejército, lo cual atendí sin dudarlo, pues de no hacerlo ni les cuento. Me
destinaron al Cuerpo de Sanidad; éste se encargaba de los hospitales, los heridos y,
como meta final, del desalojo de los muertos. Para esos días ya había subido mi ración
de láudano a 20 gotas diarias, (había comenzado con 3) pues con nada podía quitarme el
dolor. Aquellas palabras que expresó el médico en mi casa se estaban cumpliendo a
cabalidad. La mala alimentación estaba rematando mi adolorido estómago.
Como en todas partes, la corrupción galopaba sin respiro, el sargento que se
ocupaba de la intendencia, de la compra de la comida, no era la excepción. Él adquiría
la basura que podía a unos precios muy interesantes y se quedaba con parte del dinero.
Traté de no comer, eran horas y horas que permanecía en ayuno, cuando ya no
soportaba, caía en la tentación, y con tan sólo meter un bocado en la boca retornaban los
dolores. También el frente fue un sitio que visité muy a menudo, heridos, cuerpos
mutilados, gente desfigurada, quemada o muerta, todo fue dantesco, todo ello causó en
mi vida momentos llenos de pesadilla, pero los dolores, la intensidad de los mismos,
podría decir que fue la peor experiencia que tuve en lo referente a mi vida militar.
Debo decirles que en el cuartel estuve solamente un año, ya que después me
mandaron al interior de Marruecos, a una meseta llamada Dar Drius. Allí existía un
destacamento de Sanidad porque había fuerzas regulares árabes. Tengo recuerdos que
luchan en mi mente, unos simpáticos, los otros increíbles; uno piensa cosas que sólo
existen en el pensamiento humano, cosas que para la mayoría de nosotros creemos
simplemente sean historias, relatos, cuentos, mitos. Pero al que ha tenido que vivir algo
tan extraño, le queda marcado, interioriza que la verdadera maldad del ser humano
existe y eso lo hace a uno verse más normal, menos pecador.
Los árabes se reunían haciendo un mercado que ellos llamaban Zoco, era un sitio
bullicioso, movido, colorido y a la vez extraño, se vendía de todo y para todos. Había
alimentos, alfombras, palanganas, de todo. Antes de ello, acá vale la pena recordar ese
cuento que dije al comienzo en mis primeros párrafos les iba a relatar.
Este es un recuerdo no grato. Uno de esos días, en pleno zoco, uno de los moros
trajo a una niña no mayor de doce años. La exhibía como se acostumbra a hacer con
animales, mostrando sus partes, su rostro, su cabello, toda ella. La niña estaba amarrada
a una cuerda que mantenía con toda fuerza una anciana; ésta soltaba de a poco la
cuerda y permitía que la niña se acercara a los mirones.
Ella era una criatura, me veo ahora y sé que quedé petrificado, no supe qué
hacer. Antes de despertar de mi asombro llegó un moro, la tocó, la hizo dar vueltas,
preguntó por el precio, la anciana le dijo que costaba 12 duros. (Duro es el nombre
informal de la moneda española de cinco pesetas y fue para muchos la moneda más
pequeña que se utilizaba en España).
De inmediato se entabló un tira y afloja, la mujer estaba decidida a cobrar por la
niña lo que exigía y no dio su brazo a torcer. El hombre, luego de tratar de conseguir
alguna rebaja, se dio cuenta de que era un buen producto lo que estaba comprando, sacó
de su chilaba las monedas, las contó y se las dio a la vieja. Ella, ipsofacto, colocó un
duro en el dedo pulgar y con ése golpeaba los demás duros para asegurarse de que
ninguno de ellos era falso, logrando diferenciarlos por el sonido que producían. Una vez
que estuvo conforme, se desató de sus manos la cuerda y la entregó, casi sin requerir
mirar lo que estaba entregando y, sin poder aún creerlo, presencié cómo vendieron a una
niña de doce años por doce duros.
Ese día fue otro de esos días en que sentí dolor, mucho más al ver que una
criatura era vendida. Este tipo de gente la tenía como se tiene a un animal, la criaba para
ser sirvienta y cuando era púber, le quitaba la virginidad, de manera que ella nunca
pudiese disfrutar del acto sexual pero sí para que, por el contrario, satisficiera los deseos
carnales de sus dueños.
Allí estuve como en Marruecos, dos meses y me llamaron para que me fuera a
la Península, a la guerra. Llegué a Melilla, saludé a mis padres. Recuerdo que mi padre
me dio un paquete de cigarrillos marca Búfalo. El nunca fumó, pero me los dio por si yo
quería hacerlo; supongo que fue su manera de aceptar mi entrada de lleno a la
responsabilidad que un hombre debía tener en la guerra. Los dos días que estuve en
Melilla me permitieron volver a sentir el significado de la familia, el valor de comer
caliente, de tener a alguien al lado y en mi caso ese alguien fueron mis padres y mis
hermanos, una bendición y a los dos días me embarqué.
Se me ha preguntado cuánto tiempo estuve en el ejército. Pues bien, pasé cuatro
años en el ejército, el tiempo justo hasta que terminó la guerra, pero como existía la
sospecha de una Segunda Guerra Mundial, el gobierno español decidió suspender los
permisos que nos correspondían y lo hizo en el año 1941, cuando ya España había
decidido no participar en esa contienda. Los que nos salvamos de esa etapa vivimos una
situación de terror.
El primer día de regreso al ejército, tomamos el tren, viajamos hasta Cataluña,
que está al noreste, frente al Mar Mediterráneo; pero no fuimos a Barcelona, que era
todavía republicana; llegamos a orillas del Río Segre, posición que ya pertenecía a las
fuerzas de Franco. Allí me quedé como dos meses, no me la pasé mal,
afortunadamente, porque cuando vino el comandante de Sanidad me designó como su
asistente. Lo primero que él me preguntó fue qué sabía hacer y, para salvarme de ir al
frente, le dije que sabía escribir a máquina. Al otro día me puso un papel en la mano y
se dio cuenta de que no era verdad, yo no sabía escribir a máquina. Con todo y eso, me
dijo: -Ya que no sabes escribir a máquina, voy a tenerte como mi asistente- . Eso sí
sabía hacerlo, pues constaba en limpiar su vaso, asear un cuarto, lustrar sus botas, hacer
una cama.
Esa experiencia me duró tres meses. Al cabo de ese tiempo lo cambiaron y
efusivamente me recomendó con el que vino. Este era un Teniente Coronel dos veces
laureado con la medalla de San Fernando, tenía las dos medallas más importantes que
concede el ejército al valor. Franco no las tenía.

Nuestra primera conversación fue:


-El Teniente Coronel Ruigómez me lo recomendó y usted me lo va a probar.
Le voy a dar una oportunidad- me dijo con voz aguda.
Era un reto sumamente importante; este hombre era respetado por todos los
generales. A Franco lo llamaba Paco, que es el diminutivo de Francisco y éste lo
respetaba mucho. De a poco logré que me tomara cariño, puso a mi cargo a todos los
cocineros que eran de las Islas Canarias y es que en el batallón donde yo iba, la mayoría
era de allá.
Seguí con él, puedo decir que al igual que yo lo cuidaba y lo atendía, él cuidó de
mí. Él era bajito y tenía carácter, era un hombre recto. En algún momento se enteró que
yo era judío, proveniente de África y nunca me dijo nada que me pudiese ofender,
recuerdo que gastaba muchas bromas. En especial cuando se reunía a almorzar con
varios generales muy conocidos, ellos me llamaban hebreo, y solía abrirse un tema de
conversación.

Me preguntaban:

-¿De dónde eres, hebreo?


-Soy de Melilla.
-¡Qué lástima! Yo fui General en Ceuta.
Esa etapa de la guerra la pasé muy bien.
Llega el mes de diciembre de 1938, los republicanos trataron de dividir a España
en dos para aislar a Franco. Ellos hicieron una ofensiva maravillosa, pero no les
alcanzaron las fuerzas, porque Franco siempre recibía ayuda de Alemania, en cuanto a
aviones y destructores, tomando en cuenta que la marina española no se adhirió al
alzamiento.
Para esos días España sólo contaba con dos buques de guerra, uno se llamaba
Baleares y el otro Canarias. Este último fue hundido por la marina republicana; luego de
ello, Franco recibió ayuda de Italia, llegaron soldados. Esas eran las provisiones que
Franco recibía desde el primer día.
De allí nos fuimos a Granada y después a Linares, a un pueblo muy célebre
porque después de la guerra allí murió el mejor de los toreros: Manolete. Lo corneó un
toro miura de unos 700 kilos llamado Isleño el 28 de agosto de 1947.
Como ya les dije, muchas cosas extrañas fueron las que vi y viví durante mi
estadía en Linares y ésta fue una de ellas. Eso, sin tomar en cuenta que la guerra en sí
era ya algo extraño, todos los días los partes de guerra erizaban nuestros vellos y me
consta que el conocimiento de un parte negativo, bien fuera de uno u otro lado, me
afectaba. Era una época loca, a mí me iban a fusilar por contrario y ahora estaba
luchando en el frente que estuvo a punto de quitarme la vida y peleando al lado de mis
supuestos aliados. Era todo un sin sentido, una ausencia de lógica.
De paso por una calle de Linares, vi a una niña rubia como de unos diez añitos,
lucía desamparada; algo noté en su rostro y en sus ojos que me decía requerían de mi
ayuda, no me aguanté y pregunté:

-¿Qué haces aquí?


-¿Usted me puede dar algo de comer?- me dijo.
-¿Tienes familia?- insistí.
-Tengo mi mamá y mi hermanita, pero mi papá se tuvo que ir antes de que lo
mataran porque él era republicano, nos quedamos solas, no tenemos con qué comer.
Le dije:
-Yo quiero conocer a tu mamá y a tu hermana.
La niña lo pensó unos segundos, notó que no debía de temer de mí y con la
inocencia de esa edad, dijo:
-Ellas viven cerca de aquí.
-Quiero que me lleves.
Y asintió en llevarme.
Al llegar al lugar, abrí la puerta, las dos mujeres se asustaron al verme vestido de
soldado, pero algo las tranquilizó, estaban conscientes que los soldados españoles no le
hacían daño a nadie, tan sólo eran los legionarios y los moros. Nosotros en particular,
los españoles, no necesariamente estábamos con Franco; estábamos allí porque no
teníamos más remedio, no podíamos desertar, porque nos mataban.
Cuando se supo segura, la madre llorando me dijo que no tenían qué comer; a
mí me conmovió mucho y al día siguiente cuando fui a hacer las compras para los
oficiales, utilicé mi dinero para llenar un canasto con alimentos. Fui para allá. Subí las
escaleras; la señora me abrió y le dije:

-Esto es para usted, para que no pase hambre.

Ella tenía otra hija de 15 años, una niña preciosa, también cubierta con mucho
miedo; en un momento en que la miré, cosa que hice con ojos de bondad, la madre sin
pensarlo más, sin medir consecuencias, me la ofreció.

Había que vivir para ver.


Este episodio nos demuestra la degradación humana, lo que fuerza a hacer la
necesidad, el hambre, el deseo de supervivencia. No se me puede olvidar el diálogo
aquél en ese día, una madre que en agradecimiento a poder saciar un poco el hambre,
era capaz de ofrecer como recompensa a su hija mayor. Su pregunta y mi respuesta me
acompañarán como tantas otras cosas durante toda mi vida:

-¿Usted, no se quiere cobrar con mi hija?

-Señora, yo no he venido a eso.


¡Era La Guerra!

La guerra

Yo había superado una etapa terrible, porque lo peor de la guerra para un simple
soldado, son los piojos. Y es nada menos que, como no puedes bañarte todos los días y
estás en la trinchera, cualquiera que los porte, te pega los pedículos. Para controlarlos,
antes de dormir tomaba una tapa de betún donde colocaba los bichos, hacía un trípode,
debajo ponía una vela y con el calor éstos explotaban. No llevaba camiseta ni interior,
porque hacerlo significaba tener un almacén de piojos. Sólo me ponía la camisa y el
pantalón, que lavaba en agua hirviendo una vez a la semana, mientras que me quedaba
con la otra muda que tenía.
Eso en lo personal fue lo más desagradable. Por supuesto que el primer lugar lo
ocupa la muerte innecesaria. Luego la miseria en la que debes vivir. Aquello, aunque
no lo crean, no se puede describir, porque aprendemos en la vida que las comparaciones
son las que nos permiten reconocer la diferencia entre una cosa y otra para decidir mas
tarde por la mejor. En mi caso, ni les cuento, ya que al haber vivido en mi casa, estaba
acostumbrado a bañarme todos los días. De pronto te encuentras en el frente y sientes
que te pica, que no lo aguantas, ves a los demás en lo mismo y tienes que soportarlo.
Recuerdo que el ataque de esos desgraciados fue múltiple, desde entonces los
aborrezco, y es que hay dos clases de piojos, esos que se asientan en la cabeza y los
inmutables, que se pegan a la ropa; éstos últimos eran horribles, ya que cuando nos
invadían eran miles y miles y, sin importar lo que uno hiciera, no podíamos acabar con
ellos. Así que la guerra como ven fue contra tres bandos, los republicanos, los piojos
del cabello y los piojos de la ropa.
Llega el hombre a unos niveles de increíble falta de humanidad, donde se
pierden hasta los mínimos escrúpulos. Recuerdo que una noche estaba en la trinchera,
era el mes de Diciembre; después acabar con mi guerra personal de matar piojos, me
tomó el sueño y me acosté, habiéndome quedado adormecido. Las botas que nos daban
en la guerra no eran hechas a la medida, ni contaban con el mejor de los cueros. La
gran mayoría de los que tuvimos esa experiencia quedamos con juanetes en los pies,
pues apretaban hasta más no poder; por ello, me dormía sin botas, las ponía muy cerca a
mi lado, para que no me las robasen. De pronto escuché un ruido como de un roedor.
Me levanté, prendí la vela y había una rata enorme comiéndose mi pan, que lo tenía en
la mochila; por suerte tomé una bota, se la lancé y le pegué, se marchó. Al día siguiente
mi desayuno fue ese pan. Esa es la degradación del hombre. Ya no hay más. En el
momento en que te comes un pan que ya lo ha roído una rata, tú dirás: ¿Y este señor,
quién es?
Les cuento que en una oportunidad, estando en el frente de Cataluña, en la
40ava División , adherido al Comando de tropas voluntarias a la orden del General
Gambara, nos encontramos en una orilla del Río Segre; la otra orilla estaba ocupada por
los republicanos. En esos momentos se sospechaba una invasión a Barcelona. Estaba
con mis compañeros escuchando en la radio noticias provenientes de Ginebra, Suiza;
era el mes de Diciembre, el ambiente era promisorio de un inmediato ataque. Estando
temerosos por lo que nos estaba ocurriendo, quedé completamente sorprendido pues la
noticia era clara, el parte decía que se había firmado un pacto de no agresión, instaban a
que las partes dejaran la contienda e informaba que ya se habían alejado los países
extranjeros que estaban involucrados.
Una noticia que sonaba como música a los oídos, pero que en realidad carecía de
verdad alguna. Qué ironía, pensar en justicia, en ecuanimidad y en alguna esperanza de
paz, qué ilusos son los pueblos. Me reí, sí, me reí, pues lo que anunciaban eran todas
mentiras, los alemanes estaban cerca de nosotros, de hecho, más de lo que cualquiera
pudiese imaginarse; simplemente estaban engañando al mundo entero. Los alemanes
eran los refuerzos con que contaba Franco, y ellos lo hacían basados en la esperanza de
que Franco se convirtiera más tarde en un aliado incondicional, pues se acercaba lo que
ellos ya tenían en mente, el comienzo de la II Guerra Mundial, y estaba en juego el paso
de sus barcos y submarinos por los mares de España al igual que la misma aviación,
todo el esfuerzo se justificaba y les servía a ellos para poder probar sus armamentos en
plena guerra, cosa que estaban haciendo.
Un par de noches más tarde, el Teniente Coronel Ruygómez, me mandó a
llamar. Esa noche debía cumplir con uno de los trabajos más peligrosos en los que me vi
envuelto: me dieron un sobre lacrado, era un parte de guerra que debía entregar a los
alemanes, a los mismos que se encontraban en otro lado del frente: el Teniente fue muy
claro en cuanto a la orden, «Mire, Sultán, este parte debe ser entregado en las manos del
comando alemán. Si por casualidad usted es detenido por el enemigo, deberá comerse el
parte, más de ningún modo puede ser detectado». Nunca me sentí un héroe, me supe en
una misión de no retorno.
No puedo decir que sentí orgullo alguno por haber sido escogido, la realidad fue
todo lo contrario, me llené de temores, de miedos, de esos que calan hasta los huesos,
pero no podía negarme, pensé de nuevo en mis padres, en mis abuelos, en mis
hermanos, en todo, la vida de alguna manera estaba como jugando con mi vida y me
hacía ver lo sutil entre el disfrute de la vida y la posibilidad buscada de la muerte.
Negarse a cumplir una misión en combate, simplemente era castigada con la
muerte, no había alternativas. Esa noche, apenas entrada la media noche, cogí rumbo al
otro lado; mientras caminaba, a veces mis piernas flaqueaban, pero el deseo de vivir las
impulsaba y retornaba mi ánimo a seguir adelante. El parte debía ser entregado al
comando aéreo alemán, y así lo hice. Lo entregué en las manos del Teniente Coronel de
las fuerzas aéreas y, con las mismas, regresé a mi puesto, a dar el parte de que todo
estaba bajo control.
Otro detalle del momento es que en todos los trenes, el personal que ejercía el
control pertenecía a la fuerza de guerra italiana, pues Musolini, al igual que Hitler, le
hacían ver al mundo entero, de qué lado estaban. Ambos dictadores con su manera de
ser, sus escandalosos discursos públicos y, sobre todo, su despampanante manera de
mostrar a sus ejércitos, flaqueaban las fuerzas del enemigo. La guerra estaba planteada
no como una guerra civil entre españoles, había dos potencias que no ocultaban por
nada del mundo cuál era su lado amigo y la fuerza total de sus apoyos.
Como había sido asignado a Sanidad, a mi retorno a Melilla presté servicios en
el Hospital Militar, donde me destinaron al Pabellón de Venéreos; allí estaban soldados
que tras copular con muchachas en el interior del país, cuando llegaban ya tenían el
pene gangrenado. Yo era el ayudante del que curaba, quien no era militar. Era un
hombre muy preparado. Allí estuve cerca de dos meses. Aprendí a poner inyecciones y
a atender las heridas. Tanto en mi casa de Melilla como en la de Venezuela, quien
ponía las inyecciones era yo.
Luego pasé a un pabellón de medicina general. Después al de los tuberculosos.
En esa época había mucha tuberculosis porque no existían medicamentos para curarla.
El primer consejo que me dio una hermanita,
es que nunca me pusiera de frente a uno de esos enfermos.
Estando en el hospital hubo una epidemia de tifus exantemático, causada por
piojos; mató a una monja y nos tuvieron que poner unas botas plásticas para no
infectarnos. También me salvé de esa.
Cada cuerpo del ejército, un día a la semana, tenía que nombrar 10 soldados para
fusilar a un republicano. Esa semana le tocó a Sanidad y me escogieron a mí en un
grupo de diez. Yo me enfermé. No podía concebir matar a nadie, aunque sabes que entre
los diez soldados hay uno que tiene un fusil sin balas.
Llamé al cabo y fingí que estaba enfermo, yo mismo me creé una calentura, hice
que mi cuerpo no estuviera bien. Vino el sargento. Me tomaron la temperatura y me
encontraron con 39 de fiebre.
Ese día, gracias a Dios, me libré de matar.
En el cuartel no se está bien, porque cuando no tienes que hacer una trinchera,
tienes que lavar platos y ollas, o debes ir a la cuadra a mirar los caballos. Cada tres o
cuatro días debes hacer guardia. Yo seguía con mi enfermedad del estómago que no me
dejaba vivir. Menos mal que tenía el láudano.
En la guerra tuve la suerte de estar bajo la autoridad de dos comandantes que se
encariñaron conmigo. Sólo estuve una vez en el frente, en una cabeza de puente. En esa
ocasión me tocó ver a un muchacho que le cayó una bomba y le destrozó el estómago;
el sargento me dijo que me fuera a recogerlo, con mi compañero de camilla, pasamos
agachados y lo recogimos arrastrándolo. El pobre iba injuriando a todo el mundo por los
dolores tan grandes. Lo llevamos al primer puesto de socorro. Hicimos todo lo que
pudimos, arriesgamos nuestras propias vidas, no lo dudamos ni un segundo, pero como
resultado absurdo de todo ello, se nos murió en el camino.
Allí fue donde me encontré a mí mismo, me alegré de estar vivo. Al llegar lo
pusimos en un lugar y encima de una camilla estaba otro soldado que había muerto. Yo
me sentía aterrado. Lo sacamos y me acosté en la camilla del muerto porque estaba muy
cansado. Por la mañana vino el comandante y allí empezó la bondad de mi suerte
porque no volví al frente; pero, aún así, muchas veces tuve que estar en las trincheras
porque recibíamos esa orden.
Contar los pormenores de la guerra sería convertir este libro en un motivo más
de dolor, de tristeza. Esa no es ni ha sido la intención por la que quise dejar escritas mis
memorias, pero no puedo tampoco pasar ese capítulo como si no hubiese dejado huellas
en mí, en mi familia, en mi pueblo, o en mi país; eso tampoco. La guerra fue uno de
los episodios más tristes que España haya podido pasar; no hay que olvidar que muchas
familias por motivos variados y lógicos, no se encontraban en las mismas ciudades, a
veces unos vivían en el norte y a otros les tocó vivir en el sur; tomando esto en cuenta,
vemos que a veces hasta hermanos se encontraban en el frente luchando unos contra
otros. Puedo decir que una guerra no tiene justificación alguna, pero una guerra civil
mucho menos. Lástima que la historia no haya castigado a los culpables de esta
masacre.
Como les venía diciendo me encontraba en el frente, sin los míos, enfermo
gracias a ese veneno que me hicieron tomar y que dañó mis órganos y me dejó
sufriendo de grandes dolores estomacales, los mismos que me han acompañado hasta el
día de hoy.
Como soldado uno transmitía sus angustias a sus padres. En ese entonces
escribía cartas y más cartas, para que sirvieran de compañía a mi familia, en especial a
mi madre, quien sabiendo mi estado de salud debía estar sufriendo.
Uno se levantaba en la mañana con el deseo de recibir correspondencia, de saber
de los suyos, pero el correo no llegaba y a veces pasaban hasta dos meses sin saber de
ellos y viceversa. Esa situación me hizo valorizar el significado de la familia, los
valores de saber que contamos con ellos y ellos con nosotros. Luego nos explicaron en
mi división que no se podía recibir correspondencia alguna, para que no las tomara el
enemigo, y mis cartas no las dejaban pasar por la misma razón. Cuando más tarde llegué
de vuelta a Melilla con permiso, después de varios meses, me enteré de que mi madre
lloraba todos los días, de que se la mantenía rezando y hasta ayunando para que no me
pasara nada.
Estábamos metidos en una lucha que no entendíamos, peleábamos contra
nosotros mismos. Hoy con el paso del tiempo, veo que fue una guerra innecesaria que
llevó a España a vivir por años en la miseria, pero no dependía de nosotros los soldados;
eran los generales llenos de ambiciones y de cosas que nadie me ha sabido explicar, los
que decidían por nosotros. Me consta que de alguna manera muchos de los mejores
cerebros de España se fugaron y no retornaron, la mayoría jamás; la pérdida de
cerebros no se podría cuantificar, pero el daño social, cultural y económico, lo pagó el
país por muchos años. Ha sido tan solo la democracia la que nos ha permitido
desarrollarnos, comprendernos, hacernos trabajar unidos, la que le dio ese empuje que
requería, y lo vemos hoy en día cuando miramos a la nueva España desarrollando
empresas en todo el mundo, abriendo bancos internacionales, exportando maquinarias,
tecnología propia, todo gracias a la paz y a la libertad.

Cuando me dieron permiso, estuve con mis padres quince días. El reencuentro
con los míos fue un motivo festivo y, al verme, mi madre me miró de arriba abajo,
toda temerosa, pendiente de mi estado físico y con miedo me preguntó:

- Mi vida, ¿no tienes nada?-, Ella estaba angustiada y feliz a la vez. No dejaba
de mirarme, era como si se encontrara con un fantasma, era como si su milagro se
hubiese realizado, no paraba de dar gracias al cielo. Mi padre me miraba orgulloso, su
forma de verme ya era otra, era como si estuviese viendo a su ídolo. No hay que olvidar
que la guerra sirvió como acelerador en la transformación de cada uno de nosotros, nos
tuvimos que desarrollar, crecer y ser hombres mucho antes de la cuenta. Estuve con
mis padres 15 días. Pude, mientras tanto, explicarles con detalles lo que nos había
sucedido, lo que habíamos visto, mas no lo que habíamos hecho. Eso era un secreto
que, aunque nadie nos exigió guardar, nuestra conciencia y nuestra mente no nos
permitían hacer público. ¿Para qué íbamos a maltratar a los nuestros?¿Con qué
intención les íbamos a envenenar con las imágenes dantescas que nos tocó vivir?
¿Acaso ya no era suficiente con el que nos hubiesen separado de ellos, manteniéndolos
desinformados de las cosas mínimas como, por ejemplo, si seguíamos con vida o no?
Ya ellos habían sufrido demasiado y al ponerme a ver en retrospectiva, me doy cuenta
que nosotros no teníamos las mismas dudas; de algún modo, el saber que ellos sí
estaban bien, que la guerra no había llegado a nuestras casas, que nuestra familia estaba
en su hogar, nos daba un gran alivio. Sí, definitivamente, era otro el sufrimiento; la duda
y la incertidumbre a veces hacen mas daño que una misma bala.
Pasadas mis vacaciones, volvimos a nuestros lugares de origen. Digo volvimos
ya que mis hermanos Enrique y José también estaban en el frente en el Cuerpo de
Infantería.
Al término de la guerra me destinaron a un hospital militar en Melilla que tenía
muchos pabellones; entonces nos turnaban, pasando toda una semana en cada uno de
ellos, hasta llegar al último, que era de presos y dementes; yo pasé por todos. En este
último se podían ver los estragos que generaron esa guerra, el dolor y la marca que
quedaría en esos seres humanos. Era un espectáculo dantesco. Recuerdo ver a alguno
de los presos, nos cruzábamos la mirada y puedo testificar que ninguno de ellos sentía
odio por nosotros; pareciera ser que la guerra, la lucha, los daños, lo hubiesen ejercido
los falangistas, sobre ellos la situación era otra.
En el hospital había monjas y una de ellas, llamada Sor María, me mostraba
mucho afecto. Al saber que yo era judío, se impuso como tarea personal el convertirme
y a cada momento lo intentaba; en su mente debía existir algún tipo de lucha interna,
pues me decía:
-Si tú eres tan buena gente, cómo voy a concebir que seas judío. Y jocosamente
le respondía:
-Sor María, no se preocupe, que siendo judío soy tan bueno como cualquier
cristiano.
La triste realidad era que los médicos casi nunca iban a ver a los enfermos. Tan
sólo dependían de nosotros dos, quienes nos ocupábamos de ellos. Y en lo referente a
los locos, locos que fueron trastornados por la misma guerra, a ellos nada más había que
darles de comer. Los otros, los que se enfermaban, eran porque venían de campos de
trabajo forzado y cuando llegaban al hospital eran unos esqueletos. Actuábamos
mancomunadamente. Veía ese drama de los soldados republicanos que estaban
famélicos, enfermos, agotados por el sol de África y yo les daba las medicinas con que
contábamos.
Un día, un preso de apellido Caballero me pidió que me acercara a él y, una vez
a su lado, me dijo:
-Mire, señor Sultán, yo sé que usted es una buena persona, no me quiero morir
aquí. Yo vivo en Madrid y mi familia tiene una fábrica de velas. ¿Usted no podría hacer
algo por mí?
-Tenga paciencia- le contesté.
Hablé con Sor María y le dije que era un crimen que ese hombre se nos muriera
en el hospital. Lleno de gran coraje y recordando mi propia situación antes de la guerra,
tomé fuerzas y le transmití mi deseo.
-Vamos a hacer algo para sacarlo- afirmé. Entonces, en el historial del paciente
alteramos los valores de la fiebre. A veces le poníamos sal en la boca y el resultado de
su análisis mostraba signos alarmantes; al final, pudimos llenar para él un historial
clínico en el que su estado de salud se podía considerar casi como en estado terminal.
Se acostumbraba que una vez cada quince días venía un medico y una de esas
veces, tomé coraje y en un atrevimiento que me podía haber costado la cárcel, le
presenté la hoja de Caballero. Al tomarla en sus manos, le increpé:
-Comandante, este hombre se nos muere aquí. Vamos a enviarlo a su casa.
-Bueno, voy a conseguir que tú te lo lleves para su casa antes de que se muera.
A los pocos días me dijo lo que yo estaba esperando:
-Ya tenéis los permisos para que este hombre muera en su casa.
Me dieron los pasajes. Me embarqué con él y con otro enfermo más. Era el año
1940 y primero fui a Palma de Mallorca para dejar al otro, después seguí hacia Madrid
y lo dejé en su casa.
Las atenciones que recibí de parte de sus hermanas, fueron muchas. Era una
familia a la que le iba muy bien económicamente, porque entonces
se iba mucho la luz y por suerte, ellos eran fabricantes de velas. Me quedé unos días por
allá, la pasé de maravillas, colmado de todas las atenciones y después me volví al
cuartel.
La vida retornó a su estado normal, el mismo hospital, más heridos de guerra, los
mismos locos. Cuando llegué sufrí una condena, porque un día repartieron las hebillas
de los cinturones, que llevaban los escudos de Sanidad; se los dieron a la mayoría, pero
no alcanzaron para mí y me dieron una hebilla lisa, sin el logotipo. A las seis de la tarde,
que era cuando se salía en verano, regresando como a las ocho, dos sargentos estaban
sentados en la puerta del cuartel y uno de ellos me dijo:
-¡Firme! Media vuelta a la derecha. ¿Qué es eso que lleva usted ahí?,
refiriéndose por supuesto a mi cinturón y a la hebilla que no portaba señal alguna.
-¿Usted no sabe que pertenece al Cuerpo de Sanidad?
-Mi sargento, lo que me han dado es esto. Yo no he escogido nada-, le repliqué.
Y sin pensarlo dos veces, como sintiéndose dueño del mundo y de uno, cogió el
sargento y me pegó una patada en el trasero que todavía me está doliendo.
Lleno de ira, de vergüenza y de rabia, ante lo que me había pasado, fui y se lo
dije al teniente, que se llamaba Pino:
-Mire teniente, yo estoy aturdido, estoy cansado, ya no sé que hacer, en los
cuarteles lo que se hace es sufrir.
Aproveché mi perorata para denunciarlo.
-Hay un sargento que me tiene la vista puesta y me pega patadas, me insulta y no
me deja salir.
El me creyó y dijo:
-Primero, te voy a mandar «castigado» a la cuadra de caballos. Allí nadie te va a
molestar.
En la cuadra me encontré con un grupo de muchachos vascos; eran gente muy
generosa. El castigo era de 15 días y me hice muy amigo de ellos. Nos la pasábamos
hablando. Nos teníamos que levantar a las cuatro de la mañana, con una escoba de
ramas teníamos que sacar todo lo que defecaban los caballos que, por fortuna, no era
maloliente. Les poníamos paja para que comieran y se acostaran. Los llevábamos a los
abrevaderos. Mientras tanto terminábamos de arreglar la cuadra.
Allí concluía nuestro trabajo, a las cinco de la mañana. Entonces yo le pedí a
mi papá que me mandara unos potes de leche condensada. Como teníamos una fragua,
metíamos en una cacerola con agua el pote de leche condensada, como a la hora lo
abríamos y encontrábamos una crema riquísima, con eso completábamos nuestro
desayuno.
Pero las cosas buenas tienden a terminarse pronto; vencieron los 15 días y el
teniente Pino, a quien le habían impactado mis reclamos, me llamó de nuevo y me dijo
que me iba a mandar a Chafarinas, que es una isla desierta. Antiguamente, ésta había
sido hospital para suboficiales del ejército y también era una prisión. Allí estaba un
farero y un pelotón de 6 marinos. Llegué como comandante del lugar, porque era el
único soldado de sanidad destacado en la isla, por lo tanto era yo mi propio jefe.
Me pasaba todo el día leyendo a orillas del mar. Dormía solo en un pabellón que
tenía más de cincuenta camas.
Pienso que en ese tiempo, rodeado de mar por los cuatro costados, en una isla
casi como Napoleón, y sin miedo a nada ni nadie, con una visión diferente a la que
forzado me había visto en los últimos cuatro años, comprendí que la vida tiene otros
colores, que los distintos matices forman en conjunto un cuadro más real, más
romántico y que el hombre requiere de información de la misma manera que se
alimenta. Fueron meses que me permitieron incrementar mi conocimiento, en todo el
sentido; por un lado ante aquella tranquilidad, pude cernir mis experiencias y de ellas
sacar lo bueno, lo que hace a un ser diferente de los animales. Pude darle el justo valor
a la familia, mirar la naturaleza como algo digno de ver, no con aquel temor de
encontrar en cualquier esquina o en cualquier punto a un desconocido que, sin saber ni
siquiera el por qué, me pudiese haber quitado la vida, y no menos importante, el
desarrollo del no hacer nada, como dicen los italianos, il dolce far niente, me forzó a
buscar algo que hacer y fue allí donde comprendí que debía instruirme, debía saber más,
porque avizoraba un mañana y quería llegar a él con las herramientas necesarias. Sí, a
mí no me iban a recibir con la insatisfacción que genera la falta. Fue un tiempo que leí
y leí, sin parar; era tal la angustia por saber, por conocer, por aprender, que mis amigos,
los que me acompañaron en la isla, me prestaron todos sus libros y pienso que de algún
modo contaminé sus mentes, pues los veía a ellos en el mismo plan.
En la isla había un hombre, el llamado farero, que debía estar pendiente del faro,
para poder guiar a las embarcaciones durante la noche en momentos de aguas
turbulentas y demás. Este hombre, se ganaba la vida pescando de noche con un
palangre. Me tomó como su ayudante en los momentos en que iba a pescar y alguna vez
quiso pagarme por la venta que obtenía del pescado en tierra, pero me negué a aceptar
una sola peseta. Pero gracias a él puedo considerarme un buen pescador con palangre.
Esto me hace viajar libremente en el tiempo y retornar a mi colegio, y me doy
cuenta de que fui muy mal alumno. Yo vivía muy cerca del colegio y la playa me
quedaba en el camino. Muchas de las veces, miraba a la playa y, como si se tratase de
una mujer, ésta me seducía, me escapaba y me iba a nadar. Mi madre jamás me pegó,
ella tan solo amenazaba.
La cosa fue empeorando, pues en vez de ir al colegio todos los días, solamente
iba dos y me iba cuatro días a la playa a practicar lo que amaba y con lo cual a la larga
me convertí en campeón de natación. Eso me dio una fortaleza muy grande, porque me
la pasaba nadando y haciendo ejercicio; pero me perjudicó en mi educación. Gracias a
Dios que me llevé a Chafarinas dos bibliotecas en dos cajas grandes de cartón, que me
prestó mi gran amigo (ya fallecido) Samuel Salama, a quien recuerdo siempre. En los
dos o tres meses que viví allí me leí todos los libros. Me llevé un diccionario y un
cuaderno; cuando me encontraba con una palabra que no entendía, la buscaba en el
diccionario y la anotaba en el cuaderno. Esa fue la instrucción que recibí.
Así fui aprendiendo la gramática española. En esa isla casi desierta fue cuando tomé
conciencia y yo mismo me criticaba:
- ¡Dios mío, qué mal he hecho, he tenido la oportunidad de que mis padres me
pagaran un colegio para que me educara y no lo hice! Al menos cuando salí del
Ejército, a los 24 años, ya no era una persona inculta.
Luego de la tormenta viene la calma. Entré a ese pandemonium, con justo
dieciocho años; ahora contaba veinticuatro, tenía la mente destrozada, me sentía muy
mal y los malestares estomacales cada vez eran más frecuentes y dolorosos. Salía a
caminar por la avenida, mirando los negocios, mirando al cielo, viendo a nada, muchas
preguntas sin respuestas, demasiada incertidumbre. Me iba al puerto, podía pasar horas
contando peces, mirando al fondo del mar, viendo igualmente nada; de allí, era posible
que me fuera hasta la misma playa, un sitio que otrora me atraía, y pareciera que me
encontrase en otro mundo, en otra dimensión, nada podía satisfacer una necesidad
oculta.
Mi padre no me podía ver de ese modo, estaba triste, lo veía hablar con mi
madre, como si le estuviese pidiendo consejos, como si ella fuese la dueña de alguna
solución. Y así pasaban los días, uno jalando de un lado y el otro para el opuesto.
Cuando creyó saber la respuesta a mi tristeza, por de algún modo llamar al estado en
que me encontraba, sugirió, primero con suavidad, que me fuera a trabajar a su negocio.
Yo ya era todo un hombre, podía y debía producir, pero mi mente y cuerpo no me
ayudaban, me era imposible complacerlo; el solo echo de pensarlo me atolondraba y fue
hasta tal extremo, que tuve que pedirle a mi madre para que intercediera por mí, que
defendiera mi decisión. Le hice ver que no estaba en posición de encargarme de nada,
yo creo que no enloquecí de puro milagro.
En Melilla hay un parque decorado con baldosines de colores como los que
proyecta y pinta ahora Cruz Diez, el mismo se llama el Parque Hernández. En él hay
grandes caminos y se encuentran varias avenidas. Para que la gente pudiera disfrutar
del mismo en el lugar que apeteciera, existía el alquiler de sillas, cobraban quince
céntimos de peseta por el uso de ellas durante todo el día.
Al final, mis padres lograron entrar en razón, más aún cuando mi madre le hizo
ver a mi padre que yo acababa de llegar de la guerra, que mi cuerpo estaba lleno de
sufrimiento, que no podía hacerme cargo de nada que requiriese tener responsabilidad.
Aceptaron que necesitaba un descanso para poder oxigenarme un poco y ambos
acordaron dejarme a mi antojo, aunque siempre desde la otra orilla estaban pendientes.
Apenas desayunado en la mañana antes de las diez, me iba a la librería, veía
todos y cada uno de los libros. Solamente adquiría biografías de hombres célebres; en
mi yo interno quería aprender de ellos, emularlos dentro de mis posibilidades. Quizás
esa ambición, ese deseo de ser más, de llegar a más y al fin de lograr algo y de ser
alguien pienso que fue mi mejor medicina.
Comprado el libro de la semana, como ya dije, a eso de las diez alquilaba una
silla y me quedaba leyendo el libro hasta la hora del almuerzo; me levantaba, iba a casa,
donde nos sentábamos todos a la mesa, mis hermanos respetaban mi estado, comíamos
y era poco o casi nada lo que expresaba. Tomaba un pequeño descanso y me levantaba:
como a las dos de la tarde retornaba al parque, tomaba mi silla y seguía con mi lectura
hasta las seis de la tarde.
Fue una época difícil de mi vida, a muy pocas personas dejé acercarse a mí.
Uno de ellos, era Salomón Benarroch, mi gran amigo, quien murió hace poco en
Barcelona; él era un hombre sumamente culto, se podría decir que era un genio, a
extremos que con su conocimiento y poder de convencimiento logró que la Real
Academia Española eliminara del Diccionario de la Lengua Española palabras
ofensivas y discriminatorias contra el pueblo judío.
Ese hombre que se ganó mi amistad por su sapiencia y determinación, me
enseñó a escoger los libros adecuados.
Como todo, también llegó el momento en que estuve en posición de trabajar. Lo
hice, mas sin interés alguno por el dinero. Mi padre me mandó a la tienda, llegaba como
a las nueve de la mañana, abría la misma, tomaba un libro y a leer. Si llegaba alguien en
algún momento importante de la lectura, simplemente le contestaba que no había lo que
estaba buscando, lo sacudía y seguía compenetrado con lo que estaba haciendo.
El dinero que producía por simple ósmosis era suficiente para mí. En mi casa no
me faltaba de nada. Entonces se estilaban los cuellos duros de las camisas. Yo
disfrutaba mostrando mis ropas, costumbre que nos enseñó mi madre con las cosas que
nos cosía y como me gustaba vestir bien, busqué y conseguí la representación de una
casa inglesa que vendía cortes de casimir. Como era tan barato, escogía varios y se los
daba a un sastre que me los confeccionaba. Mi mamá me hacía las camisas, así vivía
feliz y me iba deslastrando de las tristezas de la guerra. Cerraba el negocio a las seis de
la tarde iba y con mi amigoa los bares a tomar el vino blanco de jerez y nos llenábamos
de pasapalos. Esa era mi manera de pasar la semana de Lunes a Viernes; por ser mi
padre muy religioso y tratando de complacer sus requerimientos, el Viernes era
diferente, pues mi padre no comenzaba a cenar hasta que el último de sus hijos estuviese
sentado a la mesa. No puedo dejar de mencionar que algunas veces todos estuvieron
esperándome, pues siendo el más sinvergüenza, llegaba como ya deben saber un poco
tarde.
No había reclamos. Mas sentía la manera de descontento de mi padre cuando al
comenzar el rezo, lo hacía con mucho brío, con mayor fuerza de lo acostumbrado,
luego se iba calmando y ya no podía esconder el amor que me profesaba. Dulcemente,
sonsacaba alguna sonrisa de mi parte al hacerme alguna pregunta simple, pero bien
infundada. Era, como les dije, un sabio.
Una nueva vida
Al empezar la rebelión en España, yo me había ido a vivir con mi tío Sady; él
vivía en la casa número 9 de la misma calle O’Donnell. Era un hombre rico, mas
padecía del corazón. Preocupadas mis tías y mi madre por su salud, para que no
estuviese solo en las noches, sin tener a quien pedir auxilio, me pidieron que lo
acompañara y lo hice con gusto, pues él era muy simpático y un ser del que uno se
apega en corto tiempo. La ocupación era simple, acompañarlo por la noche y por las
mañanas a desayunar, almorzar y cenar a mi casa. Dormía a su lado por si acaso tenía
algún problema y, de haberlo, debía avisar a mis padres. Mi tío vio con la abnegación
que hice mi papel y me tomó mucho cariño que fue recíproco.
Mi tío era propietario de una tienda que se ocupaba de vender telas a los árabes,
tenía representaciones del mundo entero. Ahora que recuerdo, teníamos
representaciones japonesas; entre las cosas inéditas que nos enviaron como muestrarios
para que les compráramos, había hasta bizcochos metidos en latas. Para mí fue algo
nuevo, abrir una lata y encontrarme con unos bizcochos que parecían recién sacados del
horno. Lo increíble era los precios que ellos ponían a todos sus productos, carecían de
competencia, eran un precio mínimo; aparte de ello, descubrimos un poco tarde que
ellos aceptaban lo que les ofrecían por sus productos, no entendimos en ese momento la
verdadera razón de ello. Hoy cuando debo prestar atención con más detalle a mi
pasado, razono y me doy cuenta de que ellos se estaban preparando para entrar a la
guerra, requerían divisas y esa razón era motivo suficiente para hacer lo que estaban
haciendo. El tiempo que estuve en la tienda con mi tío fue de aprendizaje
total, la mezcla de acciones a realizar, el tener que estar pendiente de las aduanas, los
impuestos, las compras, las divisas y tantas cosas, robó mi atención y, sin darme cuenta,
comencé a ser normal. No sólo eso, me gustaba y disfrutaba lo que hacía, nos iba muy
bien, yo era su secretario y, aunque no lo crean, no obtenía sueldo alguno. El era
republicano.
El alzamiento militar fue el 17 de julio. Días después del mismo, entraron a la
casa de mi tío unos conocidos suyos que eran falangistas. Llegaron mostrando sus
uniformes. Hablaron con mi tío con un tono amenazante, en el que no dejaban
posibilidad de malos entendidos. Le dijeron que requerían 60 mil pesetas, cantidad ésta
que para la fecha era toda una fortuna, tomando en cuenta que una casa costaba entre
30.000 y 40.000 pesetas. Le avisaron, sí, creo que es la palabra adecuada a lo que ellos
hicieron, le exigieron que lo hiciera lo más pronto posible. En fin, le ordenaron que las
buscara, ellos le habían hecho ver que conocían de sus comentarios, de su modo de
pensar y con ello estaba claro que era un vil chantaje, querían dinero o su vida. Mi tío
no contaba con esa cifra en efectivo, pero sí era respetado por su nombre y trayectoria.
Se fue al Banco de Bilbao, el mismo que ahora es el mayor accionista del Banco
Provincial de Venezuela y les pidió una hipoteca por la casa. Al ser una persona
solvente, no tuvieron inconveniente en dársela.
A los dos días los falangistas volvieron, tomaron el dinero y sin más, sin
escrúpulo alguno, manifestaron que eso era sólo el principio, porque estaba comenzando
una guerra y no sabían cuándo iban a necesitar más. Mi tío, que se sabía enfermo,
inmediatamente llamó a su médico, Don José Linares, y le dijo:

-Usted tiene que salvarme la vida. Necesito salir de Melilla, ayúdeme.

El doctor le mandó un récipe donde expresaba la necesidad de que mi tío debía


marcharse a la zona francesa, a tomar unos baños para recuperar su salud. La autoridad
franquista lo autorizó y al día siguiente me pidió un colchón. Yo lo tomé, lo amarré y se
lo llevé al autobús que lo trasladó a Uxda, ciudad del Marruecos francés. Allí vivía su
primo Moisés Harrar, eran como hermanos y le facilitó un trabajo. Estuvo dos años y en
1938, presintiendo que venía una guerra mundial, le dijo a su hermana Sol que le pidiera
una visa, quería viajar a Venezuela, en virtud de que sentía amenazada su seguridad por
las fricciones entre Francia y Alemania. Era un hombre enfermo, pero sus deseos de
vivir lo mantuvieron firme y dispuesto a todo, inclusive a empezar una y otra vez.
Uno piensa que los negocios son los que hacen a las personas, pero la vida me ha
mostrado que es al revés, un hombre es capaz de hacer negocios donde quiera, si se lo
propone, y así fue con mi tío Sady. Dejando sus haberes en Melilla, mas tarde en
Uxda, se embarca para Venezuela y, aprovechando de la fama de mis tíos que acá
vivían desde hacía tiempo, abrió un negocio y empleando sus apellidos lo nombró «S.
S. Bendayán». Era un ser tan inteligente que con un pequeño capital, enfermo y ya
mayor, hizo una fortuna vendiendo mercería.
Estuvo seis años bregando solo, haciendo todo lo que requería para ser alguien
en un país extraño, lo hizo y lo logró pero, a pesar de que le estaba yendo tan bien, su
enfermedad del corazón seguía presente y él, como ya se habrán podido dar cuenta era
previsor, sabía que en cualquier momento no podría atender su negocio. En diciembre
de 1944 me mandó una carta donde me pedía que me viniera a Venezuela para
enseñarme su oficio y me manifestó que aspiraba a que yo lo llevara en algún momento.
Mi vida había sido una vida mas bien normal, mis ambiciones eran pocas, mis ganas de
experimentar no habían surgido, el apego a mi familia era un lazo demasiado fuerte
como para pretender soltarlo; la verdad es que en mi casa no me faltaba nada, pero
también debo reconocer que carecía de capital. Me pregunté sobre mi futuro en Melilla.
En ese momento España atravesaba una crisis económica terrible y, pensando en los
míos, en su futuro y el mío, no lo dudé más, había que saltar el charco, le contesté que
sí.
Varios factores sirvieron como motivos. En primer lugar porque quería mucho a
mi tío: yo no sabía ni pensaba en fortuna y además, de seguido, estaba la realidad. Si
me estaba llamando, era porque me necesitaba.
Para ese momento, ya tenía novia, una hermosa muchacha de muy buena
familia, que me quería bien. Hay que hacer notar que la vida en aquella parte del
mundo era completamente distinta a la de hoy en día; un joven con dieciocho años era
un imberbe aún y sus amoríos no llevaban la intensidad que ahora poseen los jóvenes.
Uno se conformaba con salir a pasear a la avenida, a veces durante el verano íbamos a
visitar las ferias y alguno que otro Domingo nos encontrábamos en la playa.
Puedo decir que sentí un gran afecto, cariño y de algún modo, que aprendí a
quererla, pero cuando cambiaron mis planes, cuando me tocó partir a otro mundo
lejano, sin fecha de retorno, sin garantías, le hablé y fui sincero. Le hice saber que era
una gran mujer, que me gustaba mucho, pero que el proyecto que se avecinaba no me
dejaba otra alternativa más que darle libertad plena, pues mi situación económica no me
permitía pensar en más allá y hablarle de otro modo, era simplemente engañarla. Esa
tarde rompimos, la vi llorar, yo lo hice hacia adentro. Hoy, al ver el cuadro en
retrospectiva, sé que hice lo adecuado, ella al corto tiempo se casó y me consta fue feliz
y formó a una buena familia. Y hablando de mí, Dora fue en mi vida, la luz que reinó
mi estancia: Dora lo sigue siendo, porque aunque se haya marchado hace un tiempo,
ella sigue dentro de mi mente y corazón. Ella fue la mujer a la que debo cada minuto de
alegría, cada motivo de placer, cada uno de los cuatro hijos que tengo y también los
nietos y bisnietos.
Mi amor por Dora se ha incrementado en el tiempo, a niveles que una vez viudo,
muchos me hablaron de encontrar otra compañera, no lo hice, nadie puede ni podrá
reemplazar a la que acompaña mis recuerdos, ella está siempre en mí, a flor de piel, mis
labios disfrutan cada vez que la menciono, mi rostro esboza una sonrisa y, cómo no
hacerlo, sabiendo todo lo que tuvo que hacer para complacerme, para adaptarse a mí,
luego, ya noté sus cualidades, que son innumerables. Dora tenía la paciencia de Job, la
sabiduría de Salomón y el amor incomparable del Rey David.
Quisiera acotar que nuestra familia está en Venezuela desde el siglo XIX. Don
José Bendayán, el tío de mi mamá, fue el primero de nosotros que vino a este país.
Emigró en 1880. Su destino inicial era Argentina, pero al llegar a La Guaira, que era un
puerto de toque, el barco atracó para reabastecerse después de 22 días de travesía;
estando en esta ciudad se desató una epidemia. Detuvieron el barco en La Guaira
durante 40 días. Al terminar la cuarentena, por cosas del destino, un grupo de amigos se
quedó, entre los que estaba mi tío, junto a los Taurel, los Benarroch y otros.
Aquel tío puso un negocio de telas al que le fue muy bien. La tienda se llamaba
La Linda y quedaba en la Esquina de San Jacinto; él era un conocedor, un hombre que
sabía y quería vivir, y como ganaba tanto dinero, se pasaba seis meses trabajando y el
resto del año lo pasaba en París, porque en esa época toda la gente pudiente viajaba
mucho a Francia. Cuando se iba dejaba a cargo un sobrino que ya era su
socio, el señor Isaac Bendayán, quien también hizo una fortuna aquí y se fue a Melilla a
buscar novia, como era la costumbre; se enamoró de mi tía Sol (por cariño la llamamos
Solita), la hermana de mi mamá, quien al mismo tiempo era su prima hermana. Ella
todavía vive y es como una madre para mí. Tuvo tres hijas, cuando ellos viajaban yo las
cuidaba.
Pero entre tanto querer contar, se me olvidó decirles que salí de mi casa el Día
de Reyes, el 6 de enero de 1945. De allí fui a Cádiz vía Málaga. Me presenté en el
consulado de Venezuela solicitando mi visa, que apareció, pero a nombre de Alberto
Sultán porque mi tío siempre me llamó así. Tuve que ir a un notario con dos testigos,
quienes afirmaron:
«El ciudadano español Abraham Sultán toda su vida ha sido conocido como Alberto
Sultán, por lo tanto testificamos que se trata de la misma persona».
Sí, sé que lo están pensando, no me olvidé. Al tomar mi decisión, chocaron dos
sentires en mi casa, uno el de la creencia y como los judíos suelen decir, será por bien, y
el otro, el despedirse de alguien con el que uno se siente tan unido, un hijo o hermano
con el que se siente tan querido y no tener una respuesta del cuándo nos volveríamos a
ver. Nada, nadie, podía decir y de hecho, no nos lo preguntamos. Fueron días de miedo,
mezclados con alegrías, fueron días que mi casa se abría para los amigos; pienso que de
alguna manera estábamos tanteando, a ver si la decisión sobrepasaba las primeras
pruebas, si era determinante o no. Los días transcurrieron, mi padre de a poco me iba
diciendo cosas que yo sabía todo el tiempo que existían, pero me supo bien el saber que
me amaba, me echarían de menos, que todos me querían y que no me perdiera, cosa que
entendí y cumplí.
Fin de La II Guerra Mundial

La II Guerra Mundial terminaba, los estragos de la misma se veían y escuchaban


por doquier, el hambre que durante algún tiempo había dominado a Europa y también a
España, predecía que los tiempos por venir serían peores. La promesa estaba en el
Nuevo Mundo, en la América y con ese panorama como esperanza propia, me monté en
un barco que atracó en Puerto Cabello el día primero de febrero de 1945. Tenía 26
años, un pasado lleno de angustias, recuerdos insanos de una guerra sin sentido, mi
estómago enfermo, y con el conocimiento que dejaría de ver a mi familia por unos años.
La primera impresión que como se dice es la que tiene mas valor, fue increíble,
como si se tratase de alguna estrella de cine; vino toda la familia al puerto a recibirme.
Noté desde ese mismo instante la gran diferencia entre lo que dejaba y lo que estaba por
encontrar. Mi tío tenía un carro grande y cuando nos montamos para hacer le viaje, él
iba adelante con el chofer y en el asiento de atrás, íbamos mi primo Alberto, quien
estaba a la derecha, mi tía en el puesto del centro y yo, a la izquierda. Fue en esos
momentos, apenas llegados a Caracas cuando tomé mi apodo, pues como a ambos nos
llamaban Alberto, cada vez los que contestábamos creyendo se trataba de uno de
nosotros. Entonces, Solita, mi tía, en mitad del camino, con gran rigidez dijo:
-Se acabó, tú eres el negro y tú eres el catire. Y es que mi primo tenía el pelo
negro y yo de un color bermejo y, desde ese instante, la gente me conoce como el
Catire.
El primer día estuvimos en su casa; de nuevo la diferencia entre los espacios, las
comodidades, la modernidad entre Melilla y Caracas. En este país, el cuarto de baños
era una pieza importante y cada dormitorio contaba con uno de ellos, no era igual en
Europa. Tuvimos un desayuno en el que todos querían estar al tanto de la familia, de
mis padres, de mis hermanos, de los primos y hasta de los vecinos. Como si se tratase
de un periódico, les hablé, les conté, les transmití, dejé que saciaran sus interrogantes y,
poco a poco, ellos hicieron lo propio. Me manifestaron lo que hacían, cómo era la
idiosincrasia del venezolano, las oportunidades que se me abrían y, de nuevo como si
mi propio padre les hubiese encomendado, me hicieron saber y entender mis
responsabilidades para con los míos y para conmigo. En esa casa respiré aires de familia
y por todos lados me hacían ver que existía un gran afecto, que era bien recibido.
Tomado el descanso que sirvió en parte para alejar un poco de mi mente el
vaivén de las olas del mar, ese que se nos incrusta en el cerebro luego de una larga
travesía y que aun estando en tierra firme seguimos sintiendo, llegó el segundo día. La
casa estaba de fiesta, nos despertamos, desayunamos en familia y ese mismo segundo
día, para no perder el tiempo, mi tío me llevó a su negocio.
Con su acostumbrada voz de mando, sin tomar en cuenta que el sobrino ya había
crecido, que estaba hablando no con el niño, sino con el hombre, mi tío con gran
expectación dijo:
- Has venido aquí a Venezuela, a aprender una profesión. Te vas a quedar en el
detal, que es donde se conoce el negocio. Yo me quedo con el mayor –

Fue un paso interesante en lo que se refiere a mi experiencia, me tocaba tratar a


los clientes del día a día, a los que tenía y debía de convencer para que compraran mis
productos. Puedo decir que durante ese tiempo aprendí muchas cosas. Primero que
nada, la adaptación a mi nuevo pueblo, a mi nueva gente, entender los modismos, las
palabras, el léxico; después, denoté la nobleza, la tolerancia y, sobre todo, descubrí en
ellos que poseían una paciencia única.

El negocio estaba situado en pleno centro de la ciudad capital, que para ese
entonces era apenas un diez por ciento de lo que hoy contiene. Estábamos situados
frente al Mercado de San Jacinto y a la parada del tranvía. Sí, yo pude vivir y disfrutar
de esos maravillosos tranvías con que contaba nuestra capital, en los que los caraqueños
se montaban luciendo sus mejores galas, en el que las niñas de la aristocracia caraqueña,
vestidas con sus uniformes colegiales, pasaban por allí y, como yo tenía el pelo rojizo,
les llamaba la atención; me venían a ver como si de algún artista se tratara, ellas no me
creían que era español, pues se suponía que todos los españoles tenían el cabello negro.

Fui, por mucho, centro de atención de estas hermosas niñas que se paraban allí y
siempre daban comienzo a conversaciones que hoy, al mirar atrás, sirvieron para
actualizarme de manera agilizada en lo concerniente a mi desconocimiento de muchas
de las nuevas cosas que se presentaban en este mi nuevo mundo. También recuerdo que
de vez en cuando recibía de alguna de ellas una llamada para invitarme a un baile, a una
fiesta o celebración que acá era algo normal y continuo. A eso debía sumar el hecho de
que las empleadas de los negocios cercanos organizaban los sábados «picoteos», ellas
ponían el pick up -de allí se originaba el nombre de la reunión-, los pasapalos y los
discos; nosotros poníamos la cerveza.
De nuevo cuando en pleno desarrollo del reagrupamiento de mis recuerdos, al
mirar con afecto, noto que aquellos fueron los años más felices de mi vida. Claro que
habría que entender lo que me había ocurrido y por lo que había pasado; ahora todo era
una gran fiesta, todo era excusa suficiente para vivir, disfrutar y no pensar en los
problemas que ya para ese entonces estaban enterrados en la profundidad de mi mente.
Y, qué les cuento, si el día a día era festivo, ni se diga cuando llegaban los Carnavales;
esta vez les dejo a su intelecto que se apliquen e imaginen lo que nos divertíamos. Lo
mismo sucedía en Diciembre durante las navidades; en ese entonces comprendí que el
venezolano disfruta dando, compartiendo, recibiendo, conociendo y sobre todo
entregando. Sus habitantes me recibían como alguien propio y aunque alguno que otro
me llamaba Musiú, que deriva de la palabra en francés Monsieur, mi señor, no
guardaban resquemores.
El amigo era sin límites, sin exigencias, sin compromisos. Y de ello quiero dejar
constancia, pues Venezuela, siempre fue un país muy alegre y si debo explayarme en lo
concerniente a su gente debo resumir que teníamos excelentes amigos.
Mi inclusión en la sociedad fue de inmediato: eso hizo que tuviera muchas
amistades. Me invitaban a sus casas y, como era la costumbre, con los padres siempre
de chaperones. Además debo admitir que en Venezuela el extranjero era muy respetado
porque venía con una cultura distinta y los padres aceptaban casar a sus hijas con
extranjeros. Las muchachas me invitaban a menudo.
Una joven de apellido Pietri, luego de haber bailado conmigo unas cuantas
veces y, déjenme decirles que aprendí y pronto me convertí en un buen bailarín, me dijo
que se quería casar conmigo. Ella era una muchacha como pocas, de buena familia,
costumbres y demás, pero cumpliendo con la promesa que hice a mi padre, tuve que
decirle que no; nuestras religiones eran diferentes, nuestro modo de pensar también y la
aceptación de los míos, era inadmisible, además de tomar en cuenta, que en mi época
eso no era normal.
Había venido a hacer fortuna y ayudar a los míos, la posibilidad de una boda, en
esos momentos estaba descartada. Entonces yo no tenía novia fija, tenía amigas que
cuando salíamos la pasábamos muy bien y como vivía en casa de mi tía no me faltaba
nada. Quizás esto hizo que no pensase en ahorrar, vivía con plenitud el momento y me
estaba recuperando del tiempo lleno de tristeza, soledad y falta de interés; había vuelto
a la vida y con toda la intensidad redescubrí las cosas buenas. Desde ese entonces me
he apegado a ellas y he tratado de que los míos las valoren y disfruten de igual modo.
Cuando repicotea
un alma
en nuestros corazones

Llegamos a Julio de 1945. Un día, como cualquier otro, no había hecho planes,
pues estaba al tanto de que mis tíos esa noche tenían salida, por lo que suponía debería
quedarme a cuidar a mi primita Silvia, que estaba recién nacida, hoy una gran mujer.
Mi tío se me acercó y me dijo que me vistiera, que me pusiera un flux oscuro, que me
iba a llevar a una fiesta. Fue como quien dice, mi presentación en sociedad. La fiesta
era en la casa de la familia del Sr. Bibas; vivían en la Avenida Francisco de Miranda,
en un terreno de unos diez mil metros cuadrados; lo sé pues ocupaba toda una manzana.
Su hija Estrella cumplía 15 años, fiesta en la que se acostumbraba presentar a las niñas
en sociedad.
Eran fiestas que emulaban a las bodas por la pomposidad, el cuidado y el esmero
con los cuales las hacían. Llegamos, y mis tíos, luego de las presentaciones de rigor,
siguieron saludando a sus amigos; mientras tanto, me fui adaptando a la misma. Era un
sitio soñado, una casa con todos los adelantos y adornos que permitía la época; en el
fondo toda un orquesta, y ésta había sido contratada tan solo para celebrar los quince
años de una jovencita: todo lo que veía me era de algún modo extraño, me sentía así.
Di vueltas, saludé a uno que otro amigo, pero sin intención alguna de quedarme
estacionado en un punto específico. Me mantuve dando vueltas, admirando la mesa con
el bufé, la de los dulces, las miles de flores que adornaban la sala de fiesta y la gran
terraza, con sus jardines. A lo lejos una luna llena nos acompañaba como si fuera parte
de la decoración y de pronto, a unos pasos de donde me encontraba vi a un grupito de
jovencitas: las miré con cuidado, sin disimulo, se podría decir que detallaba en cada una
lo que más se notara. Una de ellas portaba un librito colgando de la muñeca; cuando
sentí que la orquesta estaba por comenzar, pues había movimiento en la tarima, me
acerqué y le pregunté si podía bailar con ella.
Con gran parsimonia revisó su librito y me dijo que tenía libre un pasodoble.
-Eso es lo mío, le respondí. Como si me hubiesen escuchado, la orquesta empezó
a tocar con un pasodoble y bailamos. Ella bailó conmigo toda la noche, ya no le prestó
atención al librito ni a las promesas que otros tuvieron, estuvimos hablando sin parar,
supe que se llamaba Dora, Dora Abadí, que vivía en Maracaibo y que había venido a
pasar unos días de vacaciones en la capital. No dejamos nada sentado, no hicimos
promesas, no enseriamos la relación. Fue un día, una fiesta, unos bailes, un sembrar, y
al terminar la fiesta nos despedimos. Ella se fue a Maracaibo y ya no nos volvimos a
ver.
Pasaron los días como pasan, sin uno percatarse de muchas de las cosas que nos
suceden o transitan nuestra existencia y así llegamos al año de 1947. La mamá de Dora
quería un mejor futuro para sus hijas, quería que cada una de ellas formara un hogar
judío y todas eran poseedoras de lo mejor que una mujer pueda tener. Buen físico,
belleza esplendorosa, un hablar particular, meloso, cariñoso, atractivo y, en especial, un
alma de buena gente. Indiscutiblemente que el paso por ella a dar estaba más que
justificado. Sabía a conciencia que las niñas no tenían futuro, pues en el Zulia no había
muchos muchachos judíos.
Un buen día, estando en mi oficina, que quedaba en la mezzanina de La Linda,
revisando unos papeles, noté que algo o alguien me observaba, levanté la vista y la vi,
me miraba con afecto. Dejé lo que estaba haciendo y me dediqué a ella, a preguntar
sobre su vida; quería saber cuántos días pasaría en Caracas y, primero y principal,
quería saber si tenía novio o no. A su respuesta negativa y, al enterarme que sus
vacaciones eran ilimitadas, que se había mudado, que ahora su residencia fija era en
Caracas, lancé desenfrenada a toda mi caballería y noté que ella también estaba muy
interesada.

Tuvimos un coloquio muy bonito. En aquellos tiempos se acababa de inaugurar


la Plaza Altamira, que era al fin y al cabo el final, el extremo de la ciudad. Dora me
hizo saber que los jóvenes acostumbraban, los Jueves en la noche, a poner música
clásica hasta las once de la noche, que ella solía ir con su prima hermana luego de
terminada la cena: me invitó, me pareció interesante y acepté.
Llegó el Jueves y nos encontramos en la Plaza Francia de Altamira.
Empezamos a hablar de varios temas, mientras tanto las otras personas también
hablaban. Caminábamos de un extremo al otro; esto de algún modo me recordaba a mi
Melilla, en la avenida, yendo y viniendo. Hablábamos, cada vez compartíamos más
secretos, más conocimiento el uno del otro, cada vez nuestra amistad crecía y, aunque
no lo crean, al ver el ir y venir de tantas parejitas, uno sentía un algo. La hora había de
ser cumplida a cabalidad, las leyes no permitían el juego y al acercarse las once nos
despedimos, comenzó mi otro día, y yo me entregué en cuerpo y alma al trabajo. La
verdad es que no tuve tiempo como para recordar. Sin embargo, ella ese día siguiente
me llamó, me dijo que lo había pasado muy bien y que si no me importaba, deseaba que
se repitiera.
Empezamos a vernos de ese modo todos los Jueves, pero también en varias
ocasiones la invité al Cine Lido, que era lo mejor que había en esa época. Para esa fecha
ya tenía 31 años, conocía mejor Venezuela, era el gerente del negocio de mis tíos,
vendíamos al mayor y al detal.
Entonces empecé a entrar en su casa y fue tan buena la acogida que tuve de su
madre y de sus hermanas, que nos dejaban solos. Dora era una mujer muy dulce, culta,
preparada, ella aprendió de su madre los buenos modales y, en particular, el saber dar al
hombre su mérito y su puesto. Me servían como a los dioses y, con todo lo que las
rodeaba, le fui tomando cariño, uno de esos que al crecer cambia de nombre y se
convierte en amor. Llegado a este punto, nos comprometimos, fue en el mes de Abril
de 1948. Tal y como lo había imaginado y como después descubrí, ella tenía todas las
cualidades que yo buscaba en una mujer.

Nos casamos el 22 de Diciembre de ese mismo año, que fue cuando


mataron a Delgado Chalbaud. Había toque de queda y tuvimos que hacer
la fiesta en el pent house del Edificio Sady, que era de mi tío Isaac, edificio en el que yo
ya había alquilado un apartamento para cuando me casara. De nuestro matrimonio
nacieron cuatro hijos: Perla, Annie, Carlos y Simón.
Ella era una buena madre, sabía qué y cómo hacer, qué y cómo solucionar, era
una gran costurera como mi misma madre y esa práctica la ejerció con nosotros como lo
hacía mi madre en nuestra casa en Melilla.
Dora no tomaba riesgos, era prudente y su amor por sus hijos no le permitía
aceptar récipes de amigos o familiares. Yo la admiraba, pues ante el hecho de que
alguno de mis hijos se sintiera mal, sin necesidad de pensarlo dos veces, enseguida
llamaba al médico, el Dr. Pastor Oropeza, quien además de ser nuestro doctor era una
excelente persona, lo que en la época se llamaba un bonachón; en mi casa todos lo
queríamos mucho. Es de notar que en esa época, los médicos eran quienes visitaban a
los enfermos en sus casas.
Dora, como ya dije, no permitía que la suerte de por sí se encargara de las cosas.
Ella ponía su impronta y cuando la situación nos lo permitió, contratamos una
enfermera de niños que vino con muy buenas referencias. La presencia de esta
enfermera alivió un poco su tarea de madre. Mi esposa Dora me hizo aprender a ser
padre, a reconocer los beneficios de ello y, en particular, a apreciar el desarrollo y
crecimiento de mis hijos. Recuerdo que cuando invitaban a las niñas a una piñata nos
poníamos de acuerdo los dos sobre el disfraz que usaría cada una. Entonces, yo le
compraba los cortes para los disfraces y aunque no se crea, quien las llevaba a la piñata
era yo, porque las adoraba y siempre estaba pendiente de ellas. Mi esposa les cosía los
trajes y mis niñas despertaban la admiración de todas las señoras que estaban en el acto.
Dora le cortaba un mechoncito a cada uno de sus hijos y lo guardaba como una
reliquia.
Mi esposa y la paternidad

Hablé de mi familia y sin querer pasé por alto uno de los eventos más
maravillosos de mi vida, fue en el año de 1949. Mis cosas en el trabajo no andaban bien
del todo, pero eso lo veremos más adelante. Ahora, les estoy hablando de milagros, de
cosas bellas; luego de la espera acostumbrada de nueve meses, mi esposa entró en
dolores de parto. El tiempo de espera era interminable, lleno de dudas, incertidumbres,
miedos. Al poco rato, mi suegra y mis hermanas me trajeron la hermosa noticia, mi
primer hijo había nacido, corrijo mi primera hija. Sin haber podido verla aún, ellas me
la detallaron: mi hija tenía unos ojos verdes como faroles, su piel era blanca como la
mía; todo, según ellas, era igual a mí. No tuve dudas en cómo llamarla, ese amor que
vi y viví en mi casa, esa pasión que desde que tengo uso de razón existió entre nosotros,
debía tener una retribución y yo quise que fuese de por vida, mi primera hija se
llamaría Perlita, como mi madre. Esa fue mi manera de hacerle saber el amor que por
ella profesaba y aún sigo teniendo hoy por su memoria.
Vivir la experiencia de ser padre es una de las mas importantes del mundo, más
en un hombre que había tenido que vivir en y con la guerra, uno que tuvo que ver tantas
injusticias y muertes. Ahora el panorama se perfilaba completamente diferente, ahora
era parte de la creación de una nueva rama de mi familia.
Ese sentimiento es único, es un placer incomparable con cualquier otro
conocido, es un momento que encierra tantas cosas disímiles, pues mientras
aguardábamos en la sala de espera del hospital Centro Médico de Caracas, vestía de un
nervio irreconocible, mi estado anímico vivía momentos de ajetreo, una mezcla de
placer, dolor y dudas. Uno no puede creer que va a ser padre, hasta el instante preciso
en que viene alguien y nos anuncia: «Señor, usted es padre de una hermosa niña». Es
en ese entonces cuando nos damos cuenta de que somos nosotros y no otros los que
estábamos esperando, somos nosotros los afortunados y el premio mayor lo obtenemos
al ver a esa criaturita completamente formada, asomando ciertos rasgos que emulan a
nuestras familias. En ese instante, uno se siente el hombre más feliz del mundo.
Recuerdo que llegamos al hospital con nervios como cualquier padre primerizo
podría tener; también recuerdo que Dora iba tranquila, sosegada, asumiendo su gran
responsabilidad, ella iba a cumplir con su parte. Lo estaba haciendo con honores. Esta
manera de ser de ella, fue otro gran descubrimiento y disfrute en nuestra pareja. Desde
ese instante, me prometí que pasara lo que pasase, primero estarían mis hijos; sí, me dije
que estaría presente en cada uno de los partos, que no importara el negocio o los
negocios que estuviese generando, mi esposa y mis futuros hijos sabrían siempre que su
padre no los abandonó en el momento más importante y grande del mundo. Tampoco
iba a permitir que me contasen, yo no me perdería el protagonismo de cada uno de esos
eventos que, como ya les dije, fueron cuatro, los cuatro en el mismo hospital, todos
dentro de los parámetros que podrían ser considerados como partos normales. Lo
anormal venía luego, cuando la alegría desbordaba a la familia en pleno, pues todos
disfrutamos con la llegada de mis hijos.
Tuvimos la suerte de que nuestra hija Perla, la mayor, tenía mucha autoridad
sobre sus hermanos; ella, más que una hermana era como una segunda madre,
circunstancia que aliviaba la misión de Dora. La madurez y cordura que ostentaba nos
permitía hacer viajes a menudo pues sabíamos que los niños con ella y las domésticas
estarían bien cuidados. Vino la llegada de Annie y, al crecer, enviamos a mis dos niñas
a un kinder inglés; sabíamos que el futuro del mundo sería manejado por gente
políglota, apostamos a ello y, allí, ellas aprendieron a hablar el idioma con la fluidez
natural, como si hubieran nacido en Inglaterra.
Este paso dado en el pasado afortunadamente les sirvió mucho cuando se
casaron, pues por un lado tuvieron que acompañar a sus esposos a otros lares para hacer
sus postgrados y, al hacerlo, disfrutaron la facilidad que tenían de expresarse en otra
lengua. Hablé de Dora y, es acaso su ausencia la que frena mi mente, es quizá el dolor
de no tenerla a mi lado, el que calla tantas verdades, es de seguro el temor a despertarme
y descubrir que sí es verdad, que ella no está, el que no me ayuda a nombrarla, a
decirles a ustedes quién fue ella para mí, para mis hijos, para mi familia y, luego, para la
comunidad.

Ella era dadivosa en extremo en todos los sentidos: además de sus cualidades
como madre debo resaltar que Dora fue para mí una bendición, porque no le regateaba
su cariño ni a su familia ni a sus amistades. Ella vivía pendiente de todos. Jamás faltó a
ningún acto social ni familiar, bien fuera una circuncisión, una boda o un duelo.
Dora era una madre comunitaria, estaba pendiente de su madre, de sus
hermanas, de las mías, de sus amigas, de cualquier persona que en nuestra comunidad
requiriese de algo. Ella era una de las mejores amas de casa, disfrutaba tener a todos y
cada uno de los suyos en su hogar; la gente sabe sin que yo tenga ahora que explicar
cómo organizaba sus open houses, cómo amigos y amigos de nuestros amigos eran
bienvenidos a nuestro hogar; la gente sabe cómo y con qué felicidad les daba el
recibimiento, como si en persona los hubiese invitado uno a uno. Ella aceptaba mis
obligaciones, las entendía y gracias a su bondad y cariño pude colaborar con diferentes
instituciones, tales como el Colegio Comunitario, la misma comunidad, el apoyo a
nuestra Sinagoga y otras más. Mi paso y apoyo dentro de la Asociación Israelita de
Venezuela, Hebraica, la cofundación de La Confederación de Asociaciones Israelitas de
Venezuela, una de las labores más difíciles, de la cual me siento orgulloso de haber
colaborado. Ser uno de los judíos que más personas trajo a Venezuela de esas regiones
con economías pobres, con poco desarrollo y que en su llegada los albergó con trabajo y
aprecio. Cada uno de ellos antes que nada era, fue y es mi amigo.

Por la manera de ser de Dora y su comprensión, pude ser el miembro número


uno del Rotary Club, Vicepresidente de la Asociación Israelita de Venezuela. Fui una
de las seis personas que adquirió los terrenos de Hebraica, junto con John Benaim y
David Katz. Para adquirirlo firmé a nivel personal un grupo de giros por un valor
equivalene a un millón y medio de dólare, respondiendo ante el Banco por dicha
negociación.
Habiendo en la época varios periódicos dirigidos a la comunidad y, en aras de
que hubiese uno que representara a todos en su conjunto, estuve meses en charlas y
meditaciones con mi gran amigo el Dr. Rubén Merenfeld, hasta que convinimos con la
anuencia de ambas instituciones para que se creara el Nuevo Mundo Israelita, periódico
que sigue dando la pauta y nos mantiene al día con la información que requiere una
sociedad comunitaria como la nuestra.
También Dora me acompañó cuando fui Presidente de la logia Simón Bolívar de
la B’nei B’rith: en la directiva del club que siempre he amado, el Club Puerto Azul y
tuvo la paciencia de acompañarme en todas y cada una de las firmas comerciales y
empresas que fundé y en las que di trabajo a mis paisanos.
Entre las empresas que quisiera mencionar por lo que me consta fueron bases
de apoyo para otras familias, están, sin que necesariamente tengan un orden
cronológico:
Las cincuenta y tres tiendas de adornos que sembré por toda Venezuela, siendo
nosotros los primeros en dar apoyo a las mujeres, su costura y la moda. Creaciones
Roca, Perfumería Pachulí, Facitex, Pasinca, Tejidos de Punto Crea Punto. La empresa
66/12, Niki Centro, Chantilly, La Modista, Marabú, Hermanos Sultán, Casa Sultán, una
sociedad en Guadalajara, México, una fábrica de bisutería Finzi, la Galería de Arte
Contini, Bordados Lafayette, Alice Export en Hong Kong y Graffiti, que actualmente es
llevada por mis hijos.
Cuando debo retornar a esas épocas, recuerdo que en los comienzos debía
emprender largos viajes de negocios en barco, pues los aviones no eran el método de
transporte utilizado en mi tiempo. Con Dora a mi lado, con sus ganas de vivir y con su
apreciada manera de hacer amistades, de mantenerlas, de apoyarlas y de estar pendiente
de ellas, aprendí la parte que me había faltado en aquellos días en que me encontraba
enconchado conmigo mismo, en un parque, sentado siete horas al día, solo con mis
libros, sin deseo alguno de hablar con nadie.
Ahora, con el paso de los años, con el cambio que ejerce el matrimonio, ustedes
me conocen; vivo por y para mi familia, me gusta socializar, soy un gran conversador y
gozo cuando alguien me alegra con sus chistes, cuando uno de los míos comparte sus
logros, cuando me llaman mis hijos, cosa que sucede todos los días del año, pero que
recibo como algo único.
Pero decir nada más esto de Dora no sería justo; ella además de madre, esposa y
dama, confeccionaba vestidos de mucha calidad. Mis múltiples obligaciones en China,
en donde años más tarde y esto lo contaré a su tiempo, abrí una oficina, que aún
funciona, atendiendo las necesidades de nuestra empresa y la de mis hijos.
En esos viajes, yo le compraba sedas lisas y estampadas en suficiente cantidad y
se las enviaba a Caracas en los contenedores de mercadería que iba para mis negocios.
En ellos siempre había una o varias cajas marcadas con tres equis que, al llegar a mi
almacén, los empleados automáticamente las hacían llegar a mi casa sin abrirlas.
A veces mandaba una cantidad grande de cierta agua que, por su particularidad
servía para dietas, para alguna cura o simplemente como obsequio para mis amigos.
Otras veces mandaba té verde, miles de cajas de té verde; esto en especial era traído
para mis amigos de Melilla, para que no les faltase ese té que fue costumbre en nuestras
casas. Muchas y muy variadas fueron las encomiendas que al fin y al cabo se traían con
la única intención de ser repartidas y, es que dar, querer y compartir, se convirtieron en
los verbos más practicados en mi hogar.
Pero volviendo a lo primero, al llegar la caja con las sedas, ella se pasaba todo el
día en el cuarto de costura que mandó a hacer en la casa. Además ella contaba con la
compañía de una señora española que la ayudaba para hacer los vestidos y las faldas.
Cuando en Caracas había una boda, la mamá de la novia la llamaba para que le hiciera
la almohada donde irían los anillos de los contrayentes. Dora era una mujer única,
nunca fue exigente. Esa era una de sus cualidades. No ambicionaba nada y cuando
viajábamos yo le insistía en que se comprara ropa, le hacía ver que la que estábamos
mirando, no se conseguía en Caracas. Ante mi insistencia, me aceptaba el ofrecimiento,
pero nunca se compró más de una prenda.
Era tan habilidosa que hacía sus propios vestidos en un solo día y al llegar la
noche, ya estaba listo para ser modelado. Recuerdo que en una fiesta de carnaval en Río
de Janeiro donde fuimos con un grupo de amigos, uno de ellos, de buen gusto, le dijo:
«Dorita, me encanta verte vestida como lo haces, que bellos son tus vestidos, supongo
que son de Christian Dior» Cuando ya se sintió feliz de haber acertado en su
apreciación, se sorprendió al comentarle que ese traje había sido hecho por ella misma.
No puedo dejar de mencionar que ella provenía de una familia de ocho
hermanos: Clemen, viuda de Alberto Levy; seguía Dora y después
Loris, viuda de León Cohén; Eli , casado con Clemy Abbo y Judith,viuda de Gonzalo
Benaim; Isaac, casado con Betty Bekerman:, Lily, viuda de Mauricio Monk, y por
último Tiki, casada con Isidoro Weitzman. Siempre estaba en contacto con ellos por
teléfono o personalmente. Todos la respetaban. Además, mis cuñados y yo siempre nos
hemos llevado muy bien.
Pienso que por satisfacerme, Dora aprendió a cocinarme todos los platos que
hacía su madre, quien era una excelente cocinera. No niego que al principio tuve que
disimular cuando me preguntaba si me gustaba la comida y, aunque no estaba del todo
bien hecha, apreciando su esfuerzo, le contestaba que era una delicia. Más tarde, por su
persistencia, cada uno de sus platos fue tornándose en lo que al final se convirtió en lo
normal, pues ya todos eran deliciosos.
En mi casa nunca ha habido discusiones, siempre hemos tenido una vida muy
sosegada, íntima, eso es producto de que mi señora amaba a su familia. Nadie fuma en
mi casa, porque desde pequeños les enseñamos que eso era veneno y sólo toman licor
los muchachos. Cuando nuestros hijos crecieron, ella estableció la tradición de que
asistieran a la casa todos los sábados al mediodía en compañía de sus familias. Les
preparaba todas las cosas que sabía hacer y que ellos comían con mucho deleite. De esta
manera se lograba que los hermanos se vieran por lo menos una vez a la semana y así
intercambiaban ideas. Además los primos se conocían y jugaban toda la tarde. Eso
evitaba que se criaran como primos distantes y permitía que fueran amiguitos, que con
mucho entusiasmo esperaban el día sábado para comer y entretenerse. Esto se mantuvo
hasta su muerte.
Me independizo
Durante más de un año estuve con mi tío Sady. El por su enfermedad, pensaba
de una forma; yo, en cambio, venía con todo el ímpetu que permite la juventud. Tenía
deseos de comerme el mundo, de algún modo América me estaba enseñando que aquél
que se lo proponía, lo lograba y mi proposición estaba bien clara. No pensaba ser la cola
de nadie, mis sueños ahora eran ser cabeza de león. Fue durante 1946, a raíz de una
discusión con mi tío, cuando decidí retirarme. Mientras desperté y quise pensar en lo
que me iba a dedicar al día siguiente, ya estaba empleado por mi otro tío, por Isaac
Bendayán.
Pensé que me contrataba por mi experiencia, mi capacidad, mas la verdadera
razón me la dio mi tía tiempo después. Estábamos en su casa tomando una taza de té
verde con hierbabuena y, como un baño de agua fría, sin medir consecuencias dijo:
-¿Sabes por qué te ha empleado tu tío? Por que él cree que eres honrado, sabes
llevar un negocio y porque tenemos 15 años que no viajamos por no poder dejarle la
tienda a nadie.
La tienda de mi tío, La Linda, era muy conocida en Caracas; estaba en la esquina
de San Jacinto. El departamento más grande que tenía era el de telas. El socio fundador
iba poco por la tienda.
Tomé eso muy en serio porque yo quería aprender ese negocio. Trabajé muy
duro, hasta que aprendí mi profesión. Tres años entregado a ello, tres años sin exigir
nada, hasta que llegó el momento de tomar una decisión. Ya para entonces estaba
casado y estaba por nacer mi hija. Vi que mi familia estaba creciendo y me di cuenta de
que no podía permanecer en el negocio de mi tío. El, al ver la cantidad de cosas que
requeríamos, no aceptaba mis pedidos de mercadería. Ante tal negativa, le mencionaba
que yo tenía ya los productos vendidos y, aún así, lo refutaba.
Al ver que eso seguía, aunque los quería con todo el corazón, debía hacer algo y
pensé que yo no había venido a Venezuela a liquidar un negocio, sino a labrarme un
porvenir. De ello estaba más que convencido y, una vez tomada mi decisión, fui hasta
su hogar, hablé con ellos y les dije:
-Voy a cesar mis servicios en la tienda el 31 de Octubre de este año. (En Noviembre
nacería mi hija Perlita). Hablaron, me explicaron, trataron de convencerme, me
ofrecieron, prometieron, pero ya era tarde. Toda mi vida he sido un hombre de una sola
palabra y ya la había dado, para nada habría marcha atrás. Con la ayuda de Dios, me
entregué a mi nuevo reto.
El panorama que se avecinaba era de plena incertidumbre. Para mi decisión no
participó nada exógeno, simplemente sabía lo que quería, ambicionaba y no estaba
dispuesto a fracasar. La realidad es que no tenía ni un centavo ahorrado, pues ese
sentimiento de seguridad para con nuestros padres, nos había inducido a mi hermano
Enrique y a mí, a que todo lo que ganáramos lo teníamos ya comprometido. Habíamos
decidido regalarles el edificio en que vivían en Melilla.
Tenía, a decir verdad, unos centavitos que le daba a mi esposa para que los
guardara, pero no era una cantidad como para establecerse. Entonces, ante la realidad,
se me ocurrió llamar a todos los representantes establecidos en Caracas, que eran con
los que yo trataba en La Linda. Uno a uno les fui contando la verdad: «Señores, me voy
de la empresa, no porque me hayan echado, no porque me hayan descubierto algo malo.
La decisión la he tomado yo, pero necesito de ustedes una colaboración».
Les pedí que escribieran a sus representados diciéndoles que Abraham Sultán se
iba a independizar el primero de Enero de 1950, para que ellos me mandaran mercancía
a crédito y les aseguré que trabajaría sin descanso, que no los defraudaría. Para orgullo
mío, los vendedores sabían y creían en mi verdad, ninguno se negó, algunos hasta se
atrevieron a decir en sus cartas de recomendación: «Al señor Abraham Sultán, dénle lo
que él quiera».
Palabras mágicas, que puedo expresar he escuchado en cientos de oportunidades.
La gente siempre ha tenido fe en mí, pienso que podría ser una aureola de bondad que
mi madre generaba con su rezos y pedimentos, la que siempre me ha acompañado y
debo hoy testificarla y agradecerle por su constante apoyo. Es cierto que el triunfo
amerita de un gran esfuerzo, pero con tan sólo eso no se logra; en la gran mayoría de las
veces, un poco de buena suerte es el aditivo primordial del éxito.
Una vez con el apoyo de ellos, a comienzos de 1950, siendo ya tres los que
conformábamos mi familia (mi esposa, mi hija y yo), nació mi primera firma en las
esquinas de Dr. Paúl a Salvador de León. Para la apertura de la misma, se contaba con
la posibilidad de que mi hermano Enrique fuera mi socio. Ambos íbamos a poner la
cantidad de 72 mil bolívares, pero sorpresivamente dijo que ya no le interesaba, porque
su suegro le había hecho una oferta muy buena y por lo tanto él se llevaba su capital.
Desde esa fecha empecé a recibir mercadería. Era un negocio que respiraba
aires de triunfo, la verdad es que tuve mucho éxito en el primer trimestre del año.
Pasaron los tres meses supuestamente más difíciles de una empresa y
continuaron los otros, siguió yéndome bien. Se avizoraba buen tiempo, el camino se
notaba despejado y el éxito se podía apreciar desde lejos. Sin embargo, detuve mi
marcha. Mi hermano Enrique, quien había recibido una oferta mejor que la mía, había
sido engañado, su suegro no cumplió su palabra y cuando lo vi sin hacer nada, sin
pensarlo, sin consultar con nadie, con mi corazón lleno de contento, lo llamé e invité a
que entrara en las mismas condiciones del principio. Le ofrecí la mitad de las ganancias
obtenidas hasta el momento. Mi bandera, a la cual siempre he sido leal, es mi familia;
estaba feliz por tener a mi hermano a mi lado, no mirábamos los intereses creados.
Éramos la misma sangre.
Acordamos que yo sería el comprador y él atendería a los clientes. Nunca supe y
creo que jamás sabré qué sucedió, pero, por razones personales a corto plazo, él volvió
a retirarse de la empresa. A la salida de Enrique, León Cohén, mi concuñado, quien era
como mi hermano, le preguntó al señor Chonchol, su cuñado, si estaba interesado en
hacer conmigo una sociedad en comandita, que quiere decir que sería mi socio, sin
responsabilidad alguna. Puso treinta mil bolívares y no tuve más remedio que aceptar
esos términos porque yo no tenía el dinero. Eso me dio un respiro para poder pagar mis
obligaciones.
Nos mantuvimos de ese modo casi tres años y yo veía que mi negocio
crecía. Me estaba matando y un día hablé con él, le dije que iba a pedir un pagaré al
banco para aumentar mis importaciones y que me gustaría que fuera el fiador. Su
respuesta fue inusitada, hasta me insultó como si yo le hubiera quitado algo. La cosa se
puso tan tensa que él mismo decidió por esa razón salir de la empresa. Le firmé su parte,
lo hice con unos avales que yo conseguí y, una vez tranquilo con su dinero seguro, se
marchó.
Por ese tiempo yo sólo tenía un mayor, pero quería pulsar la opinión del
comprador al detal y le pedí prestado a mi concuñado Alberto Levy, esposo de Clemen,
la hermana mayor de Dora. Hablé con el papá del Dr. Nussembaum, quien era un buen
amigo y en su tienda vendía casimires. Como les comenté hace rato, se presentó una
oportunidad que tan sólo la suerte empuja, pues el señor se sentía cansado y deseaba
retirarse. Por su local me pedía treinta mil bolívares y yo no contaba con ellos. Se lo
comenté a Alberto Levy y por supuesto que me los prestó. Contando con el apoyo
económico, adquirí mi segundo negocio. La casita era de bahareque y estaba ubicada en
la esquina de Dr. Paúl. El punto quedaba al lado de la Farmacia Belloso y el resultado
final es que me fue muy bien.
El beneficio de ese primer detal lo reinvertí en crear otro detal. Entré en una
cadena y con los beneficios de un negocio, abría el otro y así sucesivamente hasta contar
con 23 tiendas de mercería esparcidas por toda la República. Fueron tiempos buenos,
tiempos en que las cosas se daban cada vez con mayor facilidad, se abría una tienda y
celebraba por partida doble con el nacimiento de otro de mis hijos. Dios estaba a mi
lado. Fueron años de gran placer. Quizás fue por esto que nunca compré un terreno ni
una casa, porque pensaba que el dinero, que era escaso, estaría mejor invertido en mi
negocio, pues me daba mayor beneficio. Podría comprar algo cuando tuviese
más capital. De ese modo vi que a fin de año había obtenido un excelente resultado
económico. Como dije, con el dinero de la primera tienda, que se llama Chantilly, abrí
la segunda, Niki. Ambas funcionaban de una manera única; eran tiendas, pero en
realidad se comportaban como hermanas, pues una ayudaba a la otra y viceversa, no
había rivalidad. La manera de trabajar fue tan noble, que yo no desembolsaba dinero
alguno, cuando sobraba dinero era para comprar otro punto.
Un buen día pedí un pagaré de treinta mil bolívares al Banco de Venezuela, que
nunca me negaba nada. Cancelé el pagaré y pedí otro que, para mi sorpresa, me fue
negado. Fui al banco a preguntar la razón, no obtuve respuesta. En La Junta Directiva
estaba de asesor Don León Taurel, quien me recibió con mucho cariño.

Yo me sentía agredido, desarmado y con gran malestar le dije:


-He venido para que me explique por qué el Banco de Venezuela me niega un
pagaré, cuando yo nunca les he fallado en un pago.
Su respuesta fue sencilla y sin muchos miramientos:
-Mira, Abraham, en la Junta Directiva opinamos que el que tiene un negocio
que lo atienda, si no que lo venda. Vemos que te estás extendiendo mucho. Puedo decir
que noté en él, hasta cierto celo. Denotaba con su habla que no tenía fe en las
personas que se abrían, que multiplicaban sus negocios. Esto no iba cónsono con el
crecimiento del mismo banco, que ya tenía sucursales en casi todo el país.
-No es así. Yo he creado una familia, entre ellos van creciendo y cada día tengo
más capital. El resultado fue que me negaron el crédito. Me dije a mí mismo que los
bancos eran más conservadores que ahora. Me puse a pensar, saqué cuentas, dirimí mi
ampliación para un futuro cercano y, por lo tanto, tuve que reajustarme un poco.
En esa época tenía a mi hija Perla, quien había nacido el 21 de Noviembre de
1949. Mi hija Annie nació el 26 de Junio de 1951, Carlos el 30 de Octubre de 1952 y
Simón el 20 de Febrero de 1956.
Tuve tanto éxito con mi negocio principal que llegó un momento en que me
sobraba el dinero en la chequera. Un día el presidente Rómulo Betancourt dio una
alocución por televisión, en la que decía que si los empresarios de este país no invertían
en industrias, Venezuela se iba hacia el comunismo al no haber empleo. Se pensaba que
los obreros se iban a alzar. Yo no era industrial y, a pesar de no haber nacido aquí, su
discurso me llegó, quería colaborar.
Pero, desde el comienzo, yo era comerciante. Conocía en detalles el manipuleo
de la compra venta, del tira y encoje, mas no era industrial. Por ese llamado que ya
mencioné y por mi nueva actitud nacionalista, ya me sentía como ciudadano.Las arepas
pasaron en mi hogar a cambiar las costumbres alimenticias, el frío invierno se notaba
como de un pasado lejano, las aguas del Caribe con esa brillantez de nuestro sol patrio
oscurecían nuestra piel. Por lo que decidí incursionar en ese campo. Atiborrado de
grandes fantasías, puse varias empresas que lucían y eran muy bonitas, pero seguí
atendiendo a lo que había sido el amor de mi vida: los adornos. A las demás empresas,
no las atendía.
Monté una fábrica de vestidos de niña, tipo español. Traía las telas y los encajes.
Contaba con una mujer catalana que moldeaba bellezas, múltiples maravillas. Era tal la
calidad que cuando existía la famosa tienda Sears éramos los únicos a los que le
compraban vestidos de niña. Era una manera de trabajar que
aprendimos de ellos. En nuestras muestras había vestiditos que costaban unos veinte y
otros treinta. Nos sorprendimos cuando nos exigieron que unificáramos los precios y
así, de una manera muy simpática, cuando el comprador de Sears veía las prendas, él
establecía un solo precio. Nos indicaba qué debíamos quitar o poner en cada pieza, ya
que debían costar igual. Y yo me ajustaba. Pero al igual que yo, por ayudar, por
colaborar con el gobierno y la estabilidad económica, abrí una fábrica de confección,
durante la misma época comenzaron a florecer las textileras venezolanas. De repente,
sin mucho pensar, sin tomar en cuenta que las cosas hay que hacerlas de manera
escalonada, sin aviso y sin pretexto, sacaron un decreto. La idea era para ayudarlas a
crecer, pero de la noche a la mañana se nos informó que cerraban la importación de
telas. Traté de comprar géneros en las fábricas nacionales. Eran niños de pecho, su
calidad dejaba mucho que desear, los colores, las pintas y todo en sí ayudó a tener que
reconocer que no podíamos seguir compitiendo con estas nuevas reglas de juego y
fracasé. Cómo no hacerlo con las herramientas con que contábamos.
Un buen día me llamó la gerente de mi empresa, Creaciones Roca, la señora
Roca:
-Señor Sultán, hemos metido la pata.
Estábamos comprando batistas hechas en Venezuela. Hicimos un vestido que era
de cuerpo blanco y la espalda de un blanco sucio. En esa fecha teníamos hechos mil
vestidos, porque la cortadora no se dio cuenta de que había dos tipos de blanco.
-El frente del vestido es blanco, pero la espalda es cruda y me lo mandaron todo
como si fuera blanco.
Tuvimos que regalar los mil vestidos a unas monjas . Viendo que no podía
contar con las telas tan finas que acostumbraba usar, no tuve más remedio que cerrar la
fábrica. También intenté instalar una fábrica de tejidos de punto con unos muchachos
españoles, pero, al parecer, ellos no tenían ni idea de la galga (aguja) que tenían que
usar en Venezuela.
Como yo no entendía de eso, ellos trajeron máquinas con la galga más ancha, la
que da para tejidos gruesos, que sirve en Europa para invierno. Cuando empezaron a
sacar las telas les dije que si estaban locos, no se habían dado cuenta de que estaban en
Venezuela. Eso me ocasionó una pérdida muy grande. Después le puse una fábrica de
perfumería a un amigo de Melilla. Le coloqué todo y eso me costó otra fortuna, pero lo
que este hombre sabía hacer era perfume pachulí. Después se dio cuenta de que no era
competitivo y cerré.
Eran los años 60. Siempre quise producir, lo que vendía mucho, que eran cintas.
Me puse en contacto con una gran empresa de Barcelona, España, les propuse hacer la
fábrica acá en Venezuela, les ofrecí el cincuenta por ciento por el «know how» y en el
convenio, ellos tenían que facilitar los obreros. Aceptaron porque no arriesgaban nada,
pero lamentablemente fueron unos sinvergüenzas que cobraron como nuevos unos
telares de segunda mano que me mandaron. Esa mala experiencia en la industria me
costó más de diez millones de dólares, porque yo era un hombre que tenía posibilidades.
Esa fábrica todavía la tengo, está en Maracay, antes se llamaba Facitex, hoy en día lleva
el nombre de Facintex. En aquél entonces, me descapitalicé totalmente. Los dos
gerentes que tenía llamaron un Viernes y me dijeron:
-Usted está quebrado. Hoy es Viernes y el Lunes, señor Sultán, ya no pensamos
regresar, pues tenemos una serie de obligaciones que no se pueden pagar -, dijeron.
Entraron en lujo de detalles, argumentaron, me mostraron que los gastos nos
habían devorado y viendo fenecer esa industria, con gran tristeza les contesté que tenían
razón.
Como yo no poseía capital, para no perder todo lo que les debía, los bancos me
hicieron firmar giros. Ellos descontaban giros hasta por un plazo de un año. Ese día me
encontraba resignado, mi obra se caía y no sabía ni tenía con qué detenerla. Por más que
pensé, no vi solución inmediata, la próxima semana sería pública mi quiebra. Ya estaba
resignado. Recuerdo que el Viernes me fui a la Sinagoga de Maripérez como era por
años mi costumbre, vestido con mi mejor traje, mi sonrisa habitual y mi sombrero.
Recé con la misma pasión y fe de siempre. El Sábado comí en casa de mi madre
una buena adafina y todo esto ocurrió sin que alguno de ellos supiera la pena que estaba
viviendo. Pero hay un dicho famoso: Dios aprieta pero no ahoga. El Lunes por la
mañana, fui a mi oficina como de costumbre, no quería desprenderme ni despegarme de
mi empresa. Recuerdo que estaba solo y un amigo, como caído del cielo, vino y me
dijo:
-Alberto, tengo 500 mil bolívares que estoy dispuesto a prestarte al 12 por
ciento anual. Quisiera los tomaras y por ello vengo a ofrecértelos.
Yo, que no tenía ni dónde caerme muerto, se los acepté de inmediato y eso me sirvió
para pagar las deudas. Pero la situación seguía mal porque todo lo que ganaba lo
invertía en la fábrica de cintas. Las industrias estaban acabando con todo lo que había
hecho, todo era un desastre. Me quedé otra vez sin dinero y de nuevo esa suerte de la
que les hablé se presentó en la forma de otro amigo que me pidió un favor.
-Sultán, tú eres fabricante de cintas y usas una materia prima que se
importa de Estados Unidos. En ese país exigen de vuelta los carretes, que son tubos de
plástico, pero no puedo devolverlos porque los estoy vendiendo a Colombia de donde
no tengo retorno. Como tú tienes una fábrica que consume esto, si me das un papel
certificando que usas este producto en el año, te presto medio millón de bolívares sin
interés. Así fue como me salvé la segunda vez. Por esas
coincidencias de la vida. Pero al contar en este momento, como ven, los logros
simplemente los enuncié. Esos logros los obtuve por medio de lo que conozco y de lo
que sé, por mi trabajo y por la venta de mis adornos. Detallarlos, ya eso es del dominio
público. El negocio que comencé en 1950 hoy, pasados cincuenta y siete años, sigue
siendo un negocio próspero. Muchos amigos, ex-empleados y vecinos siguiendo mis
pasos, viven de ese renglón que fue y sigue siendo una mina, un filón que descubrí y al
que profeso respeto. Pero he querido compartir esa parte que uno no acostumbra a
contar. Lo hago con la intención de que pueda servir de lección a los míos y a aquellos
que algún día me lean.
En otra oportunidad yo tenía registrada una acreencia, cuyo monto yo ya había
pagado a mis acreedores en otros lares y que el gobierno nacional me debía. Un día
llamó el Banco Central de Venezuela para informarme que ya podía disponer de 237
mil dólares que me pertenecían de cuando esta moneda estaba regulada. Le dije al
gerente de la fábrica Pasinca, que marchaba muy bien y que yo no tocaba, que me
adelantara los bolívares necesarios para retirar los dólares. Con ese dinero le dije a
Rubén, un empleado que había traído de Melilla, que me acompañara a Nueva York a
comprar. Era el mes de Julio. En el mes de Agosto tuve que volver porque lo vendí
todo. Compraba adornos, encajes, pasamanería, sombreros para damas, y otras cosas
que sólo se conseguían en el mercado norteamericano, porque nosotros no teníamos
capacidad para ir a otro país. Por ejemplo, si querías comprar en Japón debía ser una
cantidad grande y yo no tenía ese capital. En tres viajes multiplicamos el dinero y
empecé a respirar y a crecer.
Les he manifestado que la suerte ayuda, la experiencia también. Resulta que
durante el primer gobierno del Dr. Rafael Caldera se decretó a Margarita como Zona
Franca; esto quiere decir que el Gobierno Nacional exoneraba del pago de impuestos a
toda la mercancía que se importara para la isla. No se olviden de que nací en Melilla,
una ciudad en la cual existía ese régimen desde hacía mucho tiempo. Haber vivido esa
experiencia en mi juventud, me dejaba ver la gran ventaja económica que esto
representaba frente a otras ciudades.
Uno de mis pasatiempos favoritos, con los que he podido obtener grandes
satisfacciones y mejores amigos, ha sido con el dominó, lo he practicado desde muy
joven, lo sé jugar y lo amo. Con él tuve la oportunidad de conocer a muchos hombres.
Algunos de ellos más tarde brillaron en el comercio, en los clubes sociales, en la banca,
en la economía y hasta en cargos políticos.
Una de estas personas por casualidad de la vida, llegó a desaempeñar el cargo
de Ministro de Hacienda durante el mandato del Dr. Caldera. Como solíamos hacer los
buenos jugadores de dominó, el poder no era excusa suficiente como para alejarnos, por
lo tanto seguíamos siendo buenos amigos y muy a menudo nos encontrábamos. A una
invitación que me hizo a su ministerio, aproveché y le dije que quería una licencia para
establecerme en Margarita. Acostumbrado a que sus amigos pidiesen cosas casi
imposibles y, sabiendo él, mi amor por el mar, la playa y demás, de inmediato llamó a
la secretaria para que me preparara el documento.
Al día siguiente ya estaba hecha la licencia. De nuevo en una mezcla de
experiencia y de suerte, se fueron cumpliendo mis deseos. La misma secretaria me dijo:
«Señor Sultán, usted está recibiendo el mejor regalo de su vida». Ella no me mentía,
esta licencia me fue otorgada bajo la promesa de que me residenciaría en la Isla, cosa
que desde ese mismo momento hice y que sigo haciendo hasta el día de hoy, pues
Margarita, la Isla de las Perlas, encierra para mí recuerdos que reviven cuando vuelvo a
visitar los lugares. Es mi sitio de descanso, donde tengo mi casa y allí me siento «El
Sultán», tengo amigos en casi todos los rincones de la isla y los nativos me consideran
como uno más de ellos. En Margarita hemos realizado infinidad de open houses, en el
mes de Diciembre, cuando se reúne toda mi familia y con ella sus amigos. Por
costumbre este evento, que se realiza desde que vivía mi esposa Dora, es la fiesta que
no tiene fin. Sabemos cuándo damos comienzo, mas nunca cuando acaba, no tanto por
la comida o por la bebida, sino que la gente nos llega a cada momento. Es una fiesta que
casi dura un día completo
El clima de Margarita es la medicina que me recetó mi médico y con él, siento
una gran felicidad. Muchas veces resuena en mis oídos el cuento aquél del extranjero y
del nativo, cuando éste acostado a la orilla del mar tenía amarrado un hilo de pescar en
uno de los dedos de su pie. El extranjero le hizo ver que si amarraba uno en cada dedo,
tendría la oportunidad de pescar diez peces, en vez de uno. Que se quedara con uno y
vendiera los demás y así podría rápidamente ahorrar y comprar varios botes de pesca,
para con ellos repetir la acción y comprar toda un flota pesquera. Cuando el nativo le
preguntó para qué serviría todo ese esfuerzo, entonces el extranjero le hizo ver que
luego de amasar una gran fortuna, podría ir a una playa, acostarse y simplemente
dedicarse a pescar como hobby. El nativo le argumentó que eso era justamente lo que
él estaba haciendo en ese momento.
Esa es mi respuesta a la misma pregunta. En Margarita, vivo, camino, respiro,
nado y sigo vivo, disfrutando de este trópico, de esta gente, de estas bellas amistades y
de tantos lugares nuevos y atractivos que nos brinda la Isla.
Pero hablábamos de aquella época, de ese entonces en que era muy difícil
conseguir la licencia, ya que les daban prioridad a los nativos de la Isla. Para dar
cumplimiento con lo que exigían las leyes, contacté a una joven, cuya madre había sido
mi empleada. Era como hija mía porque el padre había abandonado a la familia. Como
ya había decidido instalarme en la isla, la llamé y le dije:
-Mercedes, ¿Tú y tu marido quisieran venirse conmigo a Margarita?
¡Tengo mucha esperanza de que eso marche bien!
-¡Cómo no, señor Sultán!, Sí, mi marido y yo estamos desesperados porque
donde estamos, nos están dando un sueldo miserable.
-Muy bien, ustedes dos irán como gerentes. Conseguí en la Esquina de San
Rafael, en Porlamar, una casita de un maracucho que era excelente persona y me los
traje. La tienda se llamó Niki. Entonces empecé a comprar en Miami mercancía
económica. No hay que olvidar que el poder adquisitivo de la isla era muy bajo y que
las empresas desde Caracas carecían de interés en enviarles mercaderías por los altos
costos del transporte, así que me convertí desde ese entonces en un proveedor fiel con
mi gente y siempre me ocupé de comprar para ellos lo mejor al mejor de los precios.
Fue tan buena mi incursión en la plaza que otros siguieron mi ejemplo y en corto plazo
los papeles dieron un cambio brusco.Ahora grandes comerciantes de Caracas venían con
sus esposas y familias enteras a adquirir nuestros productos, eran mejores y más baratos
que en cualquier otro punto del país.
Al cabo de esos dos primeros años y viendo las posibilidades que nos brindaba
la isla, le propuse a Mercedes que me acompañara a Nueva York. Estando en
Manhattan, me di cuenta de que la gran mayoría de los productos que nos estaban
vendiendo los americanos provenía de Asia, mas los precios eran muy altos, como si se
tratase de productos elaborados en América. El representante que me vendía en Canadá
nunca me permitía ver o conocer al fabricante. Descubrí de que tenía miedo que ellos
me dieran el verdadero precio. En otro de los viajes, aunque no lo puedan creer,
Mercedes fue conmigo a Canadá. Cuando ella entró a la habitación donde estaban
exhibidas todas las piezas, me llamó a un lado y casi con temor me dijo que nada le
gustaba. Quise entender lo que me estaba tratando de decir y no lo podía creer.
Me dijo: -No me gusta nada.
-¡Pero Mercedes, si yo me surto de esto!
-No me gusta nada, si usted quiere que yo compre, compro sólo lo que a mí me
guste. Fue tal la determinación de ella, que el vendedor, viendo que podría perder su
venta y de hecho su comisión, nos llevó a otro cuarto, donde había ropa más fina. Ella
escogió algunas prendas, éstas eran de otra calidad y precio. Regresamos y de
inmediato fue todo un éxito. No me quedaba mas remedio que dar un vuelco a mi teoría
anterior y abrir un nuevo horizonte en mi camino al éxito.
A pesar de mis años, con mi experiencia y, con todo lo supuestamente vivo
que puedo considerarme, también he pecado por inocente. La vida me ha enseñado que
uno debe ser más cuidadoso, que los instintos funcionan y que, ante una duda, uno debe
hacer caso al color amarillo de su semáforo y estar pendiente.
A la conquista de Asia

Venía hablando de mis negocios en Margarita, de lo bien que me iba, subían las
ventas como suele hacer la espuma al batir la leche.
Fue entonces y no antes cuando me puse a reflexionar que debía incursionar en
Asia. Quería conocer los precios, las posibilidades, los surtidos. Quería conocer hasta el
último rincón de los recovecos de mi nuevo negocio, algo me estaba diciendo que
cometía errores, algo no me olía bien. Los años en la isla y las ventas al detal de la
mercancía que importaba me habían convertido ya no sólo en un detallista, era un
mayorista muy importante. Decidido, llamé a mi distribuidor de Canadá, le dije que este
nuevo viaje lo haría directamente a Asia, que iba a ver a mis suplidores y tratar
directamente los precios. No supuse que se iba a negar, pues el trato era que él obtenía
una comisión de todo aquello que yo comprara.
Sabiéndo él que de seguro yo iría a Hong Kong, se ofreció para acompañarme y
se lo acepté. Desde el primer día noté lo que yo había supuesto: a cada momento le
llegaban muestras al hotel, las cuales me dejaba ver, me informaba de precios, tallas,
surtido de colores, etc. Pero no pude conocer a ninguno de los fabricantes, era como un
viaje estúpido, estéril, en el que el resultado parecía ser el mismo de antes. «Aquí tiene
que haber gato encerrado, este tío me está ganando mucho más de lo que acordamos
como comisión, me está timando, veo que él está obteniendo más de lo que dice ganar».
Ya el daño estaba hecho, supuse que los beneficios que él había recibido de mí y los
años con que nos manejamos juntos, debían servir, para medir sus escrúpulos. Como
ven, me equivoqué, siempre hay en el camino de la vida un tipo que es más vivo que
uno. No podemos ejercer las reglas de humanidad, nuestros estudios de conducta, ni
sospechar de la buena fe de la gente; en todo momento, el dinero corrompe a quien
menos nos imaginamos.
Estaba claro; sin embargo no quise romper mis relaciones, ni mi amistad durante
ese viaje. Opté por no hacer nada, pero la lección estaba aprendida, no volvería a caer
jamás en el mismo error. Para el próximo viaje llevé, como de costumbre, a Mercedes, a
mi hija Perla y a mi señora. Carlos todavía estaba estudiando. El aprendizaje de Perla
cuando niña, le permitía hablar mejor el inglés que el castellano. Durante el trayecto, se
empapó con las revistas que dan en el avión y, una vez al tanto de todo, como
asombrada de mi inexperiencia me dijo:
-Mira papi, en Hong Kong hay dos sectores bien demarcados. Uno es donde
funciona el gobierno y la banca. Desde el primer instante noté que Hong Kong no era
donde estaban las industrias, que estábamos equivocados en cuanto al viaje que
suponíamos debíamos hacer. De inmediato siguió explicando que era en Kowloon
donde estaban casi todos los fabricantes.
-¿Por qué no vamos a Kowloon? Allí hay un señor que hace franelas. Como dije
hace rato, se debe seguir los instintos y algo me decía que ése era el camino correcto.
Con la seguridad de estar bien encaminados y como no soy escéptico, acepté. Llegamos
sin dilación a la fábrica que le llamó la atención a Perla, trajeron cientos de muestras de
franelas, una más bella que la otra. Mercedes escogió las prendas que más le gustaban y
las puso sobre una mesa. Quería antes de anotar o pedir, conocer el precio de cada una
de ellas: mas para nuestra sorpresa, el chino tomó un grupo de ellas, las amontonó, las
metió en una pesa y, viendo los kilos que marcaba, sacó su calculadora, hizo unos
cuantos números y me dio un precio que era casi la mitad de lo que yo estaba
acostumbrado a pagar.
Mi mente emuló al chino. Sin tener que sacar una calculadora, miles por no
decir millones de números pasaron por ella y saqué la conclusión del total de la estafa
que por años me habían hecho. Ese día y en ese viaje en especial rompimos y batimos
nuestros cálculos de compras, pues duplicamos y hasta triplicamos lo que solíamos
pedir. El chino lleno de alegría se convirtió en amigo, colaborador y consejero nuestro.
Esa experiencia me abrió los ojos, fuimos en busca de nuevos proveedores, ahora el
negocio era más promisorio aún. Allí se puede decir que empecé mis negocios con la
China, hasta ahora era con timadores.
Pasaron los años y mi hijo Carlos ya se había graduado con honores en
«Business Administration» en Boston. Como regalo de graduación, me lo llevé junto
con mi esposa a Hong Kong. Noté de inmediato que él había obtenido de manera
natural ese olfato, ese tacto y mucha inteligencia para los negocios. Cuando vi su
desenvolvimiento, cuando noté cómo se expresaba, cómo regateaba después de que
Mercedes había escogido, cómo asumía, decidía y al final obtenía lo que quería, supe
en quién delegaría el trabajo. Desde ese mismo momento, mi hijo Carlos se hizo cargo.
En el segundo viaje que hicimos juntos, me pidió que lo dejara intentar comprar, ya
tenía conocimiento de lo que se llevaba, de la moda, de los colores y de las tallas. No
tuvo que pedirlo dos veces. Él empezó a hacerlo y sus logros fueron mucho mejores que
los nuestros, porque regateaba los precios, era más joven y tenía una visión de
avanzada. En su mente, que trabaja a una velocidad superior a la de muchos, veía a
quién y qué iba a vender lo que estaba comprando, parecía que trabajaba con un rango
de motivos mayor que el de cualquiera. Carlos era y es el hombre especial para esos
negocios de gran envergadura.
Las cosas mejoraban de tal modo que un viaje al año no era suficiente. Ahora,
aunque las órdenes de compra se habían incrementado, siempre nos quedábamos cortos
y la nueva estrategia era hacer al menos dos viajes al año. Decidimos que no nos
quedaba otra salida: si queríamos pescar, debíamos mojarnos los pantalones. Sin
pensarlo dos veces señalé que debíamos abrir una oficina en Hong Kong; eso nos daría
más posibilidades, estarían nuestros empleados durante todo el año buscando
mercancías, muestras, modelos y calidades y, una vez al llegar nosotros, la escogencia
sería mucho más simple, pues todo estaría casi listo, esperando nuestra decisión.
Entre las fábricas que visitamos, nos encontramos con una en especial que
confeccionaba blue jeans; en ella había una secretaria que nos trataba con mucha
gentileza y vale la pena acotar que la mayoría de la gente con la que nos topamos en
Asia, así se comportaba y así se comportan todavía. Pero ésta, era como más sincera,
más sentimental, sus ojos, tal y como dice el refrán, la hacían ver de una gran
transparencia. Mi hijo Carlos entendió mi pensamiento y mientras yo me fui a
descansar y a cambiar al hotel, él le habló, le dijo nuestros planes, le hizo saber que
teníamos una seria intención de establecernos en la isla y que requeríamos para ello de
una buena gerente, algo así como ella misma, que se encargara de todo lo referente a
nuestros futuros negocios. Sin pensarlo dos veces, le dijo que no debería seguir
buscando, pues ella era la persona que nosotros requeríamos, que estaba a nuestra
disposición y que podría comenzar a trabajar para nosotros de inmediato.
Ella, como les dije, era china y se encargaba de las ventas; con todos los
importadores que llegaban a la fábrica era sumamente activa. Carlos la invitó a nuestro
hotel, en ese entonces estábamos hospedados en el Sheraton. Estando ambos en el bar,
yo llegué y, una vez puesto al tanto de lo que ellos habían convenido, le di un abrazo en
señal de aprobación y de bienvenida a nuestra organización. Y de una vez le di las
instrucciones sobre mis prioridades.
Le hice saber que quería que ella dirigiera todo lo concerniente a la oficina, ella
me repitió que era la persona indicada. Entonces le expliqué:
-Para yo emplear a una gerente necesito que sea metódica y que sepa lo que está
administrando: le voy a dar un plazo de una semana para que haga los estudios y me
busque el local y el personal necesario.
Tomó nota de todo lo que yo quería. A los tres días nos estaba esperando en el
bar y me mostró la carpeta, no le faltaba una coma.
Esta jovencita se llama Alice y todavía, luego de treinta años, ocupa ese mismo
cargo. Le di mi aprobación y alquilamos las oficinas en un centro comercial muy grande
que queda donde desembarcan los buques que vienen de Hong Kong. Hoy en día hay
dos túneles que comunican la isla con tierra firme.
De nuevo veo y lo subrayo que fui el primer industrial de Latinoamérica en
instalarme en ese lugar. Allí pasé a ser célebre. No podemos olvidar que yo hice mis
negocios cuando todavía Estados Unidos no había reconocido a China. Eran pocos los
países que confiaban en su modus operandi; en mí vieron un gran aliado, mas cuando
con el transitar del tiempo vieron que muchos de los nuevos importadores venían
referidos por nosotros, de algún modo les abríamos las puertas a mercados tan distantes
y pequeños que, de no haberlo iniciado en ese entonces, el desarrollo con Latinoamérica
se pudo haber dejado esperar por una decena de años. Mis proveedores, los chinos, me
llamaban «el cónsul» y me ofrendaban en agradecimiento, cenas maravillosas. En ese
entonces sus ferias de ventas eran muy pequeñas.
Lo primero que hicimos Carlos y yo fue entrar en China. Los chinos no nos
odiaban, pero conscientes que su sistema era anticapitalista, en el que el poder y la
riqueza eran tildados de maldad, ellos, al comienzo, no colaboraban. De todas formas
me atreví. Me enteré de que a los chinos les gusta mucho los dulces les compraba los
famosos caramelos Fauchon de Francia, que los vendían en una tienda japonesa de
Hong Kong. Cuando llegábamos y colocaba los caramelos en la mesa, ellos, al probar la
fruta prohibida, saltaban como niños a tomarlos.
En Pekín había una fábrica de camisas. Decir con cuántas costureras contaban,
cuántas máquinas tenían o cuántos empleados en total trabajaban en la misma, de seguro
me llevaría a un error; por lo tanto, sólo me limito a mencionarlo. Pero a mi manera de
ver, por la gran diferencia entre nuestros mercados, sus productos, que eran de primera
calidad, a nosotros no nos servían. Lo supe luego de probarme una de las muestras que
me dieron. No se olviden de que los asiáticos son más pequeños y tienen los brazos más
cortos que los occidentales.
Menos mal que pude detectar el fallo a tiempo (eso, gracias a experiencias ya
pasadas); les indiqué que estábamos muy interesados en su producto, pero que debían
hacer ciertos cambios en la estructura de los moldes para que fueran acordes a las tallas
que de alguna manera diferían de las suyas. Las grandes diferencias estaban centradas
en el cuello y, como ya dije, en las mangas. Me tocó enseñarles que a nuestros pueblos
se les vendía por los ojos, que el producto debía ser presentado de una manera que
luciera como en una caja de regalos y, al hacerme caso, me convertí en el nuevo
diseñador de empaques de los chinos. Ellos siguen practicando mis consejos y desde
ese día ellos colocan cada camisa en una caja que contiene una pequeña ventana de
celofán en la tapa, para que sin necesidad de abrirla, la gente puedanotar el color y el
diseño de la misma.
Pasamos a ser sus primeros clientes y los pedidos que generaban divisas para
ellos, hicieron que al poco tiempo se despertaran de su letargo y desde ese día aceptaron
todo tipo de sugerencias, porque estaban locos por vender.
Su forma de enviarme los productos en su fase inicial fue en cajas de madera,
no contaban con las cajas de cartón que ahora emplean con una gran diversidad de
espesores. Pareciera que fuera algo de más valor. Me las mandaban en cajas CIF El
Guamache. Cada camisa me salía en ocho bolívares, dos dólares para la época. Después
fui incrementando mis compras allá. Un día les llevé de España un pantalón de pana.
Cité a los posibles fabricantes y les puse el pantalón encima de la mesa. Lo miraron,
hablaron entre ellos, eran tres. Me contestaron que a pesar de que tenían la tela no
podían hacerme el pantalón, porque no contaban con ninguno de los accesorios que
llevaba la pieza. «Por eso no se preocupen», les dije. Llamé a mi oficina de Hong Kong
y ordené la compra de las máquinas de poner ojetes y el material correspondiente.
Todo me salió como por dos mil dólares. Me lo mandaron a Shangai y se los
puse a su disposición sin cobrarles nada. Llenos de alegría, el día que recibieron esa
ayuda, nos dijeron que ahora sí nos podrían hacer los pantalones. Y otra vez se repite.
Ese día en China, gracias a la acción rápida de un melillense, fue la primera vez que
hicieron algo con materiales que desconocían. Cuando llegaron a Margarita las mil
docenas que encargué, se vendieron muy bien.
Cuando comencé a importar los pantalones de China, me di cuenta de que la
marca que empleaban, Rose, era conocida como de fuera de moda. No quise que mis
prendas llevaran esa marca, pues sería cuesta arriba tratar de cambiar la imagen que en
el mundo había de ellos. Por lo tanto, debíamos hacer un cambio para que la estrategia
con los pantalones funcionara como era debido. Me estoy refiriendo a los años 70 y por
esas fechas, estando en la ciudad de Milán con mi hijo Carlos, a él le llamó la atención
los graffitis, el nombre tenía una buena sonoridad, aposté a ello y la registramos en el
mundo entero. Ya con todos los hierros en la mano, le dijimos a los chinos que
queríamos llamar a nuestros pantalones y a nuestras prendas con ese nombre, que hoy
es conocido y reconocido en muchos países y en especial en el que vivo, en Venezuela.
Cuando fundé la primera tienda Graffiti, yo era el comprador y, por la
importancia que cobró la empresa, no tuve más remedio que viajar por el mundo entero
buscando productos de buena calidad. Di y di vueltas por doquier, pero en verdad donde
mejor los conseguía era en Hong Kong, porque todo lo que se producía en China pasaba
por sus puertos. Nosotros salimos favorecidos al comienzo, ya que muy pocos países
mantenían relaciones con ellos y por lo tanto pasamos a ser uno de los grandes
importadores.
Los chinos se las juegan el todo por el todo, ellos tienen una espada de
Damocles todo el tiempo, pues en esa época, cuando estaban abriendo sus
exportaciones, trabajaban como una sola empresa. Si de alguna de sus plantas, sus
productos salían defectuosos, de mala calidad, o tenían algún tipo de impedimento para
ser vendidos, se perjudicaba toda la nación. Por lo tanto, ellos escogían entre su
gente a los mejores y la misma necesidad de trabajo hacía que lo que producían lo
hicieran bien, de allí que uno comentaba, que los chinos tienen unas manos de oro. No
les quedaba más remedio, se la jugaban el todo por el todo. En lo personal, nunca he
recibido una mercancía venida de allá de segunda mano, de baja calidad, o con defectos
ocultos. Ellos son sus primeros críticos y censores, no admiten que una prenda
destinada a la exportación tenga algún defecto.
Les estoy contando de mis años buenos, de mis tiempos de abundancia y es en
ellos y gracias a mi estatus que puedo ir a mercados tan lejanos. Los chinos me atendian
a cuerpo de rey pues siempre les pagué de contado y eso ellos lo apreciaban mucho. El
sistema era simple, si querías que te cumplieran y atendieran, les colocabas el pedido y
les abrías una carta de crédito. Los banqueros no son tontos y al ver el auge de las
tiendas y de mi persona, me daban todo lo que les pedía y más, me llovían ofertas de
muchos bancos, era una época dorada, en la que sin tener cuentas en algunos bancos, se
me acercaban para ofrecernos interesantes líneas de crédito. Ese nuevo poder, la
liquidez, fue algo que me hizo subir mucho en el ranking de los compradores.
Seguimos disfrutando del buen riego, todo, hasta que Estados Unidos
reestableció relaciones y Europa, para no quedarse atrás, se animó también a comprar a
los chinos. Debo decirles sin temor a exageración alguna, que la práctica que nosotros
les dimos, la confianza que les otorgamos, los pedidos de tantas cosas variadas con las
que solíamos tratar, ayudaron de algún modo al desarrollo industrial de esta nueva
emergente y pujante China. Y es a ella, a la que humildemente, en unión de mi mis hijos
que siempre me acompañaron, me tomo la libertad de reconocer nuestro apoyo a sus
logros por nuestra fe, entusiasmo y visión.

Dicen los que saben, de los buenos toreros, que una vez en el ruedo, uno debe
hacer lo propio para que la corrida brille; por lo tanto, ya no me conformaba tan sólo
con la ropa, además de eso ligaba mis compras con mi negocio original. Contaba con
los cuatro elementos que nos acercan al éxito. Tenía juventud, equipo de relevo, capital
y tiempo. De a poco, todo lo que iba necesitando se lo compraba a China y con un
resultado fantástico.
La mercería era una tienda a la que iban todas las mujeres, a comprar una aguja,
una cinta, una tiza de marcar, tiras bordadas, pedrerías y demás; eran negocios muy
prósperos, además por lo rápido del movimiento del capital, se obtenía muy buen
beneficio, sin competencia.
Como de costumbre, algunos copiaron mis pasos, mis negocios, otros hasta
tuvieron la capacidad de saber descubrir dónde compraba, a quién le compraba y hasta
qué comprábamos. Como dije, salieron algunos competidores, pero no con el éxito que
teníamos nosotros. El secreto radicaba en dos factores, uno de ellos el afecto que nos
tenían y el otro y no menos importante, el volumen con el que trabajábamos.
En una época llegué a ser en Venezuela, el importador más grande de botones.
Los compraba hasta en Holanda, donde la calidad es tal y la materia prima tan
diversificada, que hasta me consta hacen unos botones con material que proviene de la
leche.
Con este tipo de mercancías seguí y con ellas estoy, dejé a mis hijos el total
desenvolvimiento de Graffiti y yo me mantuve vendiendo otros productos similares.
Últimamente agregué una nueva serie de productos, entre ellos, encajes lycrados,
canutillos y lentejuelas, artículos todos que están muy de moda; también vendo
imitaciones de encaje, mucha tira bordada y todo lo que desde mis comienzos vendí.
Todo esto me hace sentir orgulloso y me da la tranquilidad de saber que la línea que
escogí en el año de 1950 sigue tan viva como yo. Por ello aprovecho el espacio y doy
públicas gracias a Dios.
Puedo y como hombre experto me atrevo a decir a mis noventa años que la vida
tiene un eje central que nos ha servido y nos ayuda a disfrutarla, ése es el que ejerce la
familia. Una buena esposa, una buena madre, una buena amiga, que además nos regala
un manojo de buenos hijos, son la energía que se requiere para aprender a respetar las
cosas buenas que están en la naturaleza, pero que a veces no las podemos notar.
Ese primer paso de alguno de nuestros hijos, ese adelanto en cuanto al balbuceo
de alguna palabra y, más aún, si ella es papá o mamá, ese primer boletín con excelentes
notas, los quince años de mis hijas, la primera boda de uno de los nuestros, el primer
nieto, el primer bisnieto, todo ello es la valía más importante que está depositada a
tiempo completo en nuestros corazones. No quiero mencionar pérdidas, porque este
párrafo es uno que lo considero debe ser constructivo, de enseñanza, seguimiento,
continuidad, esperanza. Luego de mencionar a mis hijos, están mis padres, sus
ejemplos, su visión, sacrificio y entrega.
Mis hermanos. Aquí noto que, por la manera de desenvolverse el castellano, me
toca pluralizar pero, tomando la batuta, voy a desdoblar esa palabra y hacerla más real:
mis hermanos y mis hermanas, a quienes he querido, hasta más allá, a los que están y
otros que se fueron; a los que sentimos cerca, como a los que se alejaron, pero que
sabemos están siempre allí, a nuestro lado, a nuestro entorno.
Y para terminar la idea, recomiendo a los hombres que trabajen, que no cesen,
que el hacer es el alimento tanto del cuerpo como del alma. Esta entrega al trabajo que
hice desde mis tiempos juveniles y que por más de setenta y cinco años he realizado, ha
logrado el milagro que aún hoy cuando hablo con mis hijos, amigos o vecinos, ellos me
oyen y escuchan, me saben apto para las recomendaciones que hago y valoran mi
lucidez, premio que sé, debo a mi entrega incondicional al trabajo.
Mi entrada al campo comunitario

Desde los primeros días de mi llegada a Venezuela traté de ponerme en contacto


con la comunidad judía. Me informé que los primeros hebreos de origen sefardí que
inmigraron a Venezuela vinieron del África del Norte en el siglo XIX y, como este país
brindaba muchas oportunidades (inclusive antes de haberse descubierto el petróleo),
ellos se asimilaron y se dedicaron al comercio. Sin embargo, hubo un divorcio entre
ellos y los posteriores judíos llegados de Europa que estaban acá antes de La II Guerra
Mundial. Se decía que tenía mucho que ver con las diferencias que existían entre ellos
por sus costumbres, por su cultura y por los idiomas que hablaban. De hecho, ellos
profesaban un rito religioso distinto al nuestro.
Hay que entender que, por los rezos, ellos habían sido perseguidos, que sus
cantos eran casi sin música, sus oraciones apenas se podían escuchar; de algún modo, el
tener que ejercitar la religión a escondidas, en sótanos y sin que se diesen cuenta los
demás, se había convertido con el paso de los años en una nueva manera de rezar. Muy
por el contrario, los judíos que veníamos de España, en la que los moros y sus
ochocientos años de dominio influenciaron, en donde los gitanos y su cante hondo nos
caló hasta en los huesos, nuestros rezos parecían un canto a Dios con parlantes de alto
voltaje. Para ellos nuestras costumbres no eran bien vistas. Cuando vemos nuestro
templo, el que está erguido en Maripérez, de seguida notamos esas grandes diferencias:
el nuestro tiene una cúpula para ampliar los cantos, el de ellos (que aún existe en la
Gran Sinagoga) es más sencillo. Estas grandes diferencias de antaño, hoy ya no son tan
visibles.
Pero en mis tiempos eran dos comunidades completamente alejadas la una de la
otra y no había la unidad que se suponía debía existir. Haciendo un poco de historia,
recordemos que La Asociación Israelita de Venezuela, AIV, se funda en 1919. Estaba
conformada por sefardíes muy respetables, pero muy conservadores. Fue a finales de los
años cincuenta cuando la inmigración comenzó a llegar. Esta primera tanda estaba
constituida por jóvenes sin recursos, pero dispuestos a progresar. La misma continuó
durante el comienzo de la siguiente década y por ese entonces yo formaba ya parte de la
nueva inmigración que generó ciertos cambios. Como primer vicepresidente de la AIV
noté que la mensualidad que se pedía a los socios era muy alta para aquel entonces y
propuse a mis compañeros que a los recién llegados se les cobrara una tarifa mínima,
unos diez bolívares mensuales, esperando que con el tiempo ellos fueran prosperando y
empezaran a pagar la cuota normal de treinta bolívares.
Alguno discutió, argumentó, no estuvo de acuerdo y hasta puso algunas
condiciones; la mayoría, después de mucho discutir, acordó aceptarlos, sin que
tuviesen derecho a voz ni voto. A mí me pareció que entre nosotros no debía haber esas
diferencias. Ellos sabían lo que frenaban, yo no lo sabía, por mi ingenuidad. Al ver que
se estaba cometiendo una injusticia y que eran inflexibles, dimití.
Tuve que esperar dos años. Fueron dos años en los que me ocupé de hacer
contactos con la gente que venía con ideas renovadoras, con el corazón abierto para los
seres humanos, sin tomar en cuenta su estatus económico. Formamos grupitos, que se
fueron convirtiendo en grupos y estos, en la voz, la nueva voz de la comunidad.
Para el próximo período lanzamos a nuestro candidato, el señor José Benatar y
una junta directiva menos conservadora. Ganamos por un buen margen de votos y el
nuevo equipo logró eliminar ciertas directrices dejadas por las juntas anteriores.
Habíamos de alguna manera sembrado las bases para remodelar nuestras
organizaciones; ahora podía hablar y decidir la mayoría.
No hay que olvidar que en los primeros estatutos, el peso de las decisiones
estaba en la cabeza de la Junta Directiva, los demás eran considerados como
colaboradores.
Teniendo la casa en orden, debíamos ver qué nos separaba de nuestros vecinos,
los venidos de Europa. Menos mal que en las fiestas, en los bailes, no había diferencias:
éramos hombres y mujeres. La música, la charla y, quizás el pensamiento, eran lo único
que nos diferenciaba.
Durante algunas de estas tertulias logré hacer un amigo, que luego lo fue de por
vida. Él pertenecía a la Unión Israelita de Caracas. Éramos como dos hermanos, él era
el doctor Rubén Merenfeld, quien murió de un ataque al corazón siendo joven. Nuestro
ideal siempre fue que hubiera un acercamiento en nuestra comunidad.
Lo primero que se hizo fue crear La Confederación de Asociaciones Israelitas de
Venezuela, CAIV, en la que participamos miembros de La Asociación y de La Unión.
Esta nueva organización representaría a toda la comunidad ante el gobierno o cualquier
otra instancia pública con una sola voz. En esa iniciativa colaboramos todos, pero en lo
interno todavía no había coordinación.
Siempre quedaba algo sin pulir, se sentía en la misma piel. Las diferencias no
nos estaban acercando, la situación tan embarazosa hizo que Rubén por su parte y yo
por la mía, consultáramos con nuestros compañeros hasta convencerlos de nuestro
proyecto.
Hicimos un esfuerzo muy grande y convencí a varios jóvenes de lo injusto que
sería que las dos comunidades no coordinaran sus acciones y no colaboraran con las
obras que se emprendían. Al fin se nos escuchó y llegó el momento en que se unieron y,
sin importar el número de miembros de cada una, hubo logros. Por ejemplo, si se
construía un colegio, se costeaba a partes iguales.
Así vimos crecer a una comunidad que puede verse bien reflejada en mis hijos,
pues ellos se casaron con descendientes de judíos europeos, cosa que en el momento en
que llegué a Venezuela era impensable. Así, querido amigo Rubén, sin importar dónde
te encuentres, sí que valió la pena nuestra lucha, teníamos razón y la historia nos lo
demuestra.
Hoy por hoy la interrelación comunitaria, los matrimonios mixtos entre los de
una comunidad con los de la otra son cosas normales; nadie, nadie sin excepción, se
molesta en aclarar a qué comunidad pertenece el novio o la novia. En este país hemos
demostrado una hermandad que ha sido copiada y ha servido de estímulo a otras.

Mi amor por la comunidad nació de ipsofacto, era una efervescencia que nos
forzaba a un empuje sin descanso, ni respiro. La mayoría de las instituciones no
existían y había que crearlas, en algunos casos no se retrataba ni en los sueños de los
más creativos. Surgir, hacer, lograr, era el pan nuestro de cada día y alcanzarlo
conllevaba a un gran esfuerzo. Pero la juventud nos embriagaba con energía y nos
permitía seguir soñando.
Mi entusiasmo y deseo de hacer, aparte de mi elocuencia, me ayudaron a
convertirme en presidente de la Fundación Amigos del Instituto Científico Weizmann,
nombrado en honor de uno de los sabios que convenció al mundo entero de la
posibilidad de la creación de un Estado de Israel. Los judíos colaborábamos mucho con
esta institución. Cuando el Dr. Rafael Caldera llegó de su primer viaje a Israel,
organizamos un acto en el Hotel Tamanaco para realzar ese gesto de acercamiento.
También como ya conté fui Primer Vicepresidente de La Asociación Israelita de
Venezuela, Maestro de Ceremonias en todo evento importante que tuvo la Comunidad
de Venezuela durante muchos años. Tuve el honor de conducir un homenaje que le hizo
la Comunidad a Don Rómulo Gallegos, cuando se tradujo Doña Bárbara al idioma
hebreo. Allí se encontraban Rómulo Gallegos, Rómulo Betancourt, Raúl Leoni, y
Wolfang Larrazabal.
Durante esos años también me ocupé de la organización del Baile Anual de
Presentación en Sociedad de las quinceañeras de nuestra comunidad .Tuve el gran
honor de recibir en casa a personalidades del mundo judío, Presidentes de
Universidades israelíes, a varios Ministros, a Abba Eban, Haim Herzog. Esto permitió a
mis hijos disfrutar de unas experiencias que, además de ser muy interesantes y
didácticas, les ha servido para reforzar el apoyo y el sentimiento hacia el Estado de
Israel.
Puedo dar fe de ello de muchas maneras, pero pienso que sería bueno y
emocionante compartir con ustedes la experiencia que junto con mi esposa y gracias a
mis hijos pudimos vivir. Cuando Daniel, mi nieto, el hijo de Simón, hizo su Bar Mitzva
en Israel, mis cuatro hijos y sus cónyuges nos dieron una sorpresa. Nos dedicaron El
Jardín de los Justos entre las Naciones, en Yad Vashem, en Jerusalén. Es el único lugar
de este Museo que celebra la vida, pues gracias a más de 20.000 justos (no judíos) se
salvaron miles de judíos durante el Holocausto. Fue una ceremonia muy conmovedora,
estaba el Alcalde de Jerusalén, personalidades del gobierno, sobrevivientes salvados por
justos y también varios de los justos. Además, por supuesto, toda la familia que había
asistido a la Bar Mitzvá. Este jardín es visita obligada de muchísimas personas que
acuden a Yad Vashem, especialmente de los grupos que vienen de Venezuela.
Estoy de nuevo rememorando el pasado y lo vivo como si fuese en presente. Me
veo en mi hogar, con mi familia, hablando de cosas comunitarias con mi gran amigo
Rubén Merenfeld. Trato de hacer un recuento de todas y cada una de las instituciones
que ayudamos a nacer, que vimos eran necesarias para poder lograr que nuestra
comunidad perdurara en el tiempo y, además de complacido, quedo sorprendido. El
colegio comunitario, el periódico comunitario, Hebraica, CAIV, las carnicerías kasher.
Recuerdo las noches, que se hacían cortas, cuando hablábamos de los problemas
comunes y siempre estábamos de acuerdo porque teníamos las mismas ideas y los
mismos proyectos. Me llamaba hasta las once de la noche para consultarme ideas. Nos
queríamos como hermanos porque era muy grande la similitud de pensamiento y acción.
Si él tenía una idea yo lo acompañaba para fructificarla y hacerla posible. En una
oportunidad fuimos directores del Instituto Cultural Venezolano Israelí, que cuenta con
algunos de los hombres más eminentes de Venezuela. Y, me pregunto, ¿en cuál
reunión no estuvimos, en cuál no participamos? No lo sé, pienso que en todas o al
menos en la gran mayoría. Rubén era insaciable, era entregado a los suyos, no dejaba
pasar una, él pudo hacer mucho, muchísimo más de lo que tenemos, pero la suerte no lo
acompañó. Mi amigo el Dr. Rubén Merenfeld murió y yo lloré como un niño.
Era un hombre tan humilde en todo lo que hacía. El fundó la mayoría de las
cosas que tiene hoy en día la comunidad judía en Venezuela.
Club Puerto Azul

El haber nacido en Melilla, en donde en el mar me sentía como en mi mejor


elemento, hizo que ahora en mi Club Puerto Azul pudiese revivir todo aquello en
Venezuela. Me permitió disfrutar de sus playas, de ese ambiente tan cálido, de su gente,
de esa sede que abrió sus brazos a tantos y tantos eruditos que, huyendo de las
persecuciones, fundaron sus bases y legaron tantas costumbres, tanta memoria. Allí en
Puerto Azul, las familias eran muy unidas, las fiestas se debían de ampliar mucho más
allá de los linderos familiares. El contacto era más frecuente, por lo reducido del
espacio, por los lugares comunes y por la gran cercanía que había entre cualquiera de
sus puntos más distantes.
Todo esto lo reviví y sentí como propio a mi llegada al Club Puerto Azul. Fue el
sentir tan sincero y agradable, que cuando mis hijos estaban pequeños, nos íbamos a
pasar nuestras vacaciones a Puerto Azul.
Este es un club de playa ubicado en Naiguatá, del cual fui miembro de su junta
directiva durante diez años. Para mi familia fue una época de la vida muy grata.
Vivíamos una experiencia familiar, dentro de un club. Sus comodidades eran tales, que
yo me regresaba para Caracas todos los Lunes a cumplir con mis obligaciones y mi
señora se quedaba con los niños.
Alquilábamos un apartamento de tres habitaciones con cocina y todas las
comidas las hacíamos allí. Una de las grandes ventajas era que podíamos dejar a
nuestros hijos solos. La verdadera expresión era que podíamos soltar a los niños, sin
tener problemas de seguridad. Mientras tanto, los mayores nos dedicábamos a conversar
formando grupos, las señoras se quedaban en la playa hablando de sus cosas y los
hombres jugábamos dominó o barajas. Al atardecer, los niños jugaban bowling y
después se iban al cine que era al aire libre. Yo tenía establecido que las niñas
estuvieran en el apartamento, a más tardar, a las 8 de la noche y los niños a las 9. Por mi
parte, algunas veces me quedaba toda la noche jugando dominó y en ocasiones
amanecíamos. En la comunidad había bastantes buenos muchachos que sabían jugar
dominó. Recuerdo esta anécdota: un día terminamos de jugar a las 5 de la mañana
desde las 3 de la tarde del día anterior cuando habíamos empezado. Cuando me dirigía
con el periódico a la recepción, siempre me encontraba con amigos que me decían:
-Señor Sultán, usted sí madruga. Les contestaba socarronamente que sí era
cierto.
Además de los amigos de Caracas, tenía el placer de hacer amigos entre los
miembros del propio club. A veces nos quedábamos toda la noche pescando con
anzuelo, en el faro, rememorando con ello los deleites de mi niñez y juventud y la
pasábamos conversando hasta amanecer. En Puerto Azul pude por muchos años seguir
mi práctica de natación, la misma que me ha permitido ser un hombre fuerte y sano, que
se convirtió en mi vicio y que ahora con mis años sigue viviendo en mí y forma parte de
mi ilusión cada mañana.
En mi calidad de director, todos los empleados me conocían y me
apreciaban porque siempre los trataba con mucha educación. Todos me respetaban.
Fueron años muy felices porque de algún modo el club nos ayudaba y permitía
que viviéramos lo mejor de la infancia de nuestros hijos. El trato con ellos era muy
apegado y podíamos notar su crecimiento y desenvolvimiento día a día. Mientras
disfrutábamos del club y de sus instalaciones, el problema del aburrimiento de los niños
lo teníamos resuelto en las vacaciones. El club organizaba bailes con orquestas y cenas
donde acudíamos todos los amigos y nos reuníamos alrededor de una misma mesa. Eso
lograba acrecentar y a la vez estrechar cada vez más los lazos con nuestras amistades.
Para no citar nombres, diré que entre mi nuevo círculo de amigos estaban
abogados, ingenieros y médicos: poder corresponder a sus invitaciones, me dio la
oportunidad de hacer muchos contactos y más amistades. Eso a veces forzaba a tener
más compromisos y obligaciones, el círculo crecía y yo lo alimentaba con mi presencia.
Además debía ocuparme de las reuniones de junta directiva de las diferentes
instituciones que me tocó el honor de dirigir o de participar como directivo de ellas. Eso
me generaba que pasara muchas noches ocupado. Mi señora nunca me objetó esas
obligaciones. Pienso que desde esos días mi reloj biológico tuvo un cambio que aún
mantengo y mi vida comienza no al amanecer, sino un poco más tarde y termina a altas
horas de la madrugada. En resumen, soy un noctámbulo por excelencia, lo soy y lo he
sido, en verdad lo disfruto y los que me conocen, respetan mi horario.
Rotary Club
de Chacao

Formé parte del Rotary Club de Chacao cuando se constituyó en el año


1951 y tengo el orgullo de decir que fui el miembro número uno de esa organización.
Allí también tuve la oportunidad de hacer amigos. Sería largo y no justo, tener que
recordar todas las buenas amistades que hice en el Rotary y olvidar alguno de sus
nombres. Llegué a ser presidente de esta organización en el período 1957–1958, que
casualmente fue cuando cayó la dictadura, el régimen de Pérez Jiménez. Me encontré
en el dilema de atender a varios diputados y senadores que también eran miembros del
club, para que no sintieran el desprecio de sus compañeros. Ellos seguían siendo
rotarios y éramos amigos, no dudé en cuanto a mi actitud para con ellos, ya que no era
quién para tratar de juzgarlos. En el Rotary teníamos la costumbre de hacer reuniones
en nuestros hogares y durante el año teníamos asambleas nacionales a las que todos los
rotarios del país acudíamos para cordializar y tratar los asuntos que considerábamos
pendientes para la comunidad.
Nuestra gestión no era política, ya que en el Rotary lo que existe es hermandad y
nunca tratábamos asuntos de interés político. Es una institución creada en Estados
Unidos en 1905, en la que sólo se admitían presidentes de compañías o propietarios.
Esto se debía a la función rectora que cumplíamos en la comunidad a través de nuestra
influencia. Así pudimos contribuir con la construcción de la Estación de Bomberos del
Este, como es el caso del Estado Miranda, donde en ese entonces no la había.
El Dr. Alfredo Acuña donó una biblioteca en La California Norte, que le hizo
mucho bien a ese sector, sobre todo a los muchachos. Nosotros teníamos la obligación
de señalar al gobierno la necesidad de mejorar los hospitales, abrir escuelas, limpiar las
calles, crear policías y nunca nos negaban nuestras peticiones por el alto cargo que
desempeñábamos. No se hacía una solicitud de manera individual sino como lo que
éramos, una gran institución.
En 1951 no teníamos sede, sesionábamos en el Restaurante Tarzilandia, pero
cuando abrieron el Hotel Tamanaco nos mudamos para allá. Casualmente, el gerente
general del hotel había sido rotario en Francia y eso facilitó la instalación de nuestra
sede allí. Todos los jueves al mediodía nos reuníamos en el Tamanaco hasta el día de
hoy. Allí invitábamos a alguna persona para que nos diera una charla, que siempre
resultaba amena. A veces acudían ministros, diplomáticos y hombres muy cultos que
tenían mucho que enseñarnos. En el Rotary a nivel mundial existe la obligación de
asistir a todas las reuniones semanalmente, si no la cumples sin una buena justificación
no eres buen rotario.
Cuando empecé a viajar al exterior y porque no domino sino mi lengua, en cada
país que visitaba cuando mi presencia coincidía con la fecha que se realizaba la sesión
de Rotary, yo asistía. Había la costumbre de tener una mesa redonda donde se colocaba
un cartel con esta palabra «Overseas». Portábamos banderines de nuestro club para
ofrecérselas al club anfitrión. Por asuntos comerciales y en virtud de que me la pasaba
hasta 5 meses al año viajando, no me fue posible cumplir con mi obligación de asistir a
cada reunión semanal. Eso me empujó a presentar mi dimisión al Rotary Club de
Chacao, al cual pertenecía, pues al no poder cumplir a cabalidad con mis compromisos,
quise con ello no perjudicar al club.
Anteriormente, el Rotary estaba constituido sólo por hombres, pero tengo
entendido que de acuerdo con nuevas disposiciones, ahora sí hay Rotary de mujeres.
Desde que me marché nunca más he tenido contacto, a pesar de que me han invitado
varias veces. Por una u otra causa no he podido asistir; una de esas razones es que
acostumbro levantarme tarde.

Sultán independiente,
Graffiti en tierra firme

En el pent house de mi edificio ubicado en La Trinidad, mis hijos pusieron una


fábrica de confecciones y les fue muy bien, porque en esa época se llevaban los
pantalones jeans blancos bordados y estampados. Las secretarias de las fábricas vecinas
se la pasaban yendo al edificio para ver si conseguían ropa. Noté en ellos las molestias
que ocasionaban con esas entradas y salidas y se me ocurrió disponer del depósito que
tenía en la parte baja. Se los presté, para abrir una tienda donde se vendería la
mercancía que se fabricaba arriba. Antonio era un señor que se ocupaba de lavar y
limpiar los carros de los empleados de la oficina. Yo lo quería mucho, éramos muy
amigos y cuando se me ocurrió esa idea, él me dijo que me iba a ayudar a tener
clientela. Mandé a imprimir unos volantes para promocionarnos entre todas las
muchachas que trabajaban en las tiendas y fábricas cercanas. También se les entregaban
a todos los chóferes que pasaban frente el edificio. El negocio tenía una empleada y era
tanto el éxito, que pensamos mudarnos a un local mayor. Entonces un jefe de
vendedores que trabajaba conmigo nos sugirió ponerlo en el primer piso de mi edificio
(cada planta tiene 500 metros). La idea funcionó, el movimiento de gente era cual una
feria.
Al ver y sentir con el gran olfato de Carlos el crecimiento, mi hijo tuvo el
atrevimiento de comprar la planta baja de un edificio industrial en la misma
urbanización, por 78 millones de bolívares. Nos mudamos y al lado quedaba otra
construcción donde funcionaba una fábrica de químicos que estaba parada, pero no tenía
estacionamiento. Entonces Carlos se puso de acuerdo con el dueño y le compró el
terreno donde estaban unos galpones desocupados; ese espacio se habilitó como
estacionamiento para la tienda. En la parte alta aprovechamos la capacidad de mi hija
Annie para comprar artículos de regalo. Al principio, en verdad yo pensaba que estaban
locos, pero ellos demostraron tener una visión que uno no tiene.
La tienda fue, como se suponen, un éxito, siempre estaba llena. Claro, teníamos
mercadería muy bonita, muy barata y de muy buena calidad, como sigue siendo en la
actualidad. Tiempo después se me ocurrió la idea de las franquicias. Al ver que la idea
funcionaba, pero que, por pensar
en singular, no podíamos aprovechar el conocimiento, vi que había un modo de cómo
estar en capacidad de ampliar. Me siento orgulloso de poderles decir que soy el
iniciador de ese concepto en Venezuela. Pusimos a volar la idea y llegamos a tener 350
franquicias en el país, cometimos a mi modo de ver un grave error, y es que desde que
lo planeamos, no cobrábamos el flete para ninguna de las franquicias. Teníamos 28
cavas propias y no nos alcanzaban. El depósito estaba en Guarenas, donde trabajaban
más de tres mil jovencitas que se encargaban de recibir y seleccionar todos los
productos y además elaboraban los pedidos para su distribución.
Cada año hacía con mi señora y a veces con mis hijos, viajes a Europa o a
Estados Unidos. Los mismos tenían una duración de hasta tres meses y esto lo
lográbamos hacer porque contaba con muy buena gente que dejaba a cargo. Eran
amigos míos o discípulos y nunca tuve queja de la dirección de mis negocios mientras
yo no estaba. Desde que me inicié como empresario tomé la costumbre de traer
muchachos a Venezuela. Lo hice al comienzo, porque me lo pedían sus madres, por la
miseria que se padecía en España. Al llegar, los colocaba directamente en mi negocio.
Fueron muchos y puedo resumir que todos fueron muy buenos. Ellos venían, como ya
les conté anteriormente, con una educación comercial obtenida por la universidad de la
vida y el deseo de progresar que se mantenía como preso en Melilla.
Yo era como el Rey Midas, lo que tocaba lo volvía oro – pero, eso sí, tan sólo
tratándose de negocios-. Cada vez que puse una fábrica. Fracasé y, como buen tozudo
judío y andaluz, con un orgullo que nos recubre el cuerpo y hasta la mente, seguí yo
empeñado en tratar de lograr lo que no pude. Como ven me daba cuenta del error, mas
algo me empujaba a seguirlo haciendo. El éxito se me volteaba; la razón, muy simple;
no soy y no fui fabricante. Además en Venezuela no había seriedad con los sindicatos.
Se nos hace cuesta arriba, es difícil cuando tu empresa no depende de ti, sino de ellos.
Hacen cosas bárbaras, impensables. Todo ello, hasta que me cansé un buen día, tomé
unos cuantos millones y le dije a mi abogado:
-Vete a Maracay y liquida a todo el personal.
Me quedé con una fábrica en Caracas que hacía cierres automáticos, con los que
tuve mucho éxito. Pero el éxito es la madre de la envidia. Bastó con que la situación
fuera mejorando, para que el señor propietario del edificio (yo lo arrendaba completo)
donde funcionaba mi fábrica, Pasinca, me informara que sin aviso ni protesta, quería
aumentarme el canon de alquiler a 50 millones de bolívares mensuales. Aquello era una
barbaridad, era otro choque frontal como cuando lo de los sindicatos, era una petición
de imposible complacencia. No opté, como hacen muchos, en meterme en una pelea que
me permitiera quedarme unos meses y hasta unos años más. Preferí, como ha sido mi
costumbre, cortar por lo sano. Le informé que no le aceptaba su petición, le dije que
podía disponer de su edificio y, sin mirar nada más, decidí llevar toda la maquinaria a
Maracay, donde estuvo dormida durante algún tiempo.
Debí hablar más de Graffiti, pero pienso que lo principal de ello ya esta dicho.
Esta empresa es otro de mis hijos, que sigue dando la hora, que hoy ya no cuenta con las
franquicias, pues todas las tiendas que poseemos son nuestras. Ahora tenemos abiertas
23 tiendas a nivel nacional y seguimos creciendo, tanto como la situación económica y
política del país nos lo permita.
Además, en este nuevo año de 2007 uno de mis hijos se asoció en un nuevo
negocio que tiene que ver con lo actual, con la computación y todo aquello que una
oficina demande. Son momentos que requieren una actualización de las ideas y de ello
estoy seguro que mi hijo Carlos sabe lo que hace y le deseo el mejor de los éxitos en su
incursión en las tiendas Compumall.

B´nai B´rith

Pertenecí a B´Nai B´Rith, una asociación que fue fundada finalizando el siglo
XIX, por judíos de origen alemán y austríaco que cumple una misión similar a otras
asociaciones, la de hermanar a todos los judíos que quieran colaborar con sus ideas. En
Caracas se fundó la primera sociedad que tenía los mismos principios que la original: B
´nai B´rith Caracas, que se dedicaba a hacer buenas obras y a aclarar la posición judía
en el mundo. Es una organización muy importante en los Estados Unidos, donde tiene
un puesto no activo dentro de La ONU y una autoridad moral muy enorme.
Mis amigos contemporáneos. Mis compañeros me eligieron presidente de otra sección
que se llamó Logia Simón Bolívar, constituida por jóvenes con ganas de colaborar
también. Y me place recordar que allí hice muy buenos amigos. En aquella época,
siendo yo presidente, el Dr. Bendayán propuso que hiciéramos la donación de un
terreno para un campo deportivo en la Urbanización San Luis. Recuerdo esa entre otras
muchas obras. Una de las cosas que más me enorgullece es que contribuimos a la
creación de un edificio en Altamira, donde hoy se celebran bodas, ceremonias de B’rith
Milas y de Bar Mitzvah. Nuestras señoras organizaban allí reuniones sociales en
beneficio de personas necesitadas y afortunadamente recavábamos suficiente dinero.
En el tercer piso de la sede, La Unión Israelita de Caracas ha abierto una
Sinagoga para que la juventud que vive por esa zona no tenga que caminar hasta San
Bernardino para acudir a los oficios religiosos.

El Estado de Israel
En 1917, el canciller inglés Balfour prometió en las Naciones Unidas,
que Gran Bretaña concedería a los judíos un Estado para acogerlos a todos.
Hagamos un poco de memoria y recordemos que en el Holocausto mataron a
más de siete millones de judíos y previamente les habían despojado de todas sus
pertenencias. De los pocos que quedaron vivos, los que pudieron liberarse de los
campos de concentración, después de la llegada de los americanos y de los rusos no
tenían nada, quedaron solos, porque les habían matado a sus familias e inculcado el
miedo.
Europa, que de algún modo se había convertido en cómplice silencioso de esa
gran barbarie humana, ya no les daba seguridad, los recuerdos y los traumas estaban a
flor de piel y el llamado bíblico comenzaba a funcionar. Así, sin mucho por escoger, la
gran mayoría de ellos emigraron a Israel, su tierra prometida que, aún no habiendo sido
liberada, era la única esperanza que les quedaba. Veamos que la creación del Estado
Judío se logra en mayo de 1948, tres años después de terminada la Primera Guerra
Mundial. Sin embargo, conociendo lo que estaban por conocer, el deseo y la añoranza
de volver a la Tierra Prometida tal y como canta el Himno Nacional, fue más fuerte y
así lo hicieron.
En 1947, en la ONU se presentó un proyecto de la creación del Estado Judío,
que fue sometido a votación en Noviembre de ese año. Se requería el consentimiento de
las dos terceras partes de los miembros. Gracias al voto favorable de los países de
Latinoamérica se aprobó la creación del Estado de Israel y se le otorgó el territorio que
hoy tiene esta nación; sin embargo, hay que resaltar que Rusia fue el primero que apoyó
esta acción. El segundo fue Estados Unidos, que todavía dudaba; pero un viejo judío
que tenía una tienda de ropa, amigo personal del Presidente Truman, lo visitó y
convenció de que Los Estados Unidos de América debía ser el segundo país en
reconocer al Estado de Israel. Después se adhirieron todas las naciones que compartían
su política. Israel es un ejemplo para el mundo, porque ha superado tantas dificultades.
La entrega se hizo sin mucho dolor de parte de los que no estaban acordes con
ello, pues sabían que lo que heredaban los judíos era un desierto. Nadie suponía que
esos hombres y mujeres, en su mayoría sin fuerzas, podrían convertir ese terreno
desolado en lo que es hoy en día.
Por fortuna, una parte dominada por el Protectorado Inglés ya empezaba a ser un
vergel, ya que judíos de Europa y Rusia, que habían emigrado en los siglos IXX y XX,
prepararon muchas tierras, formando los Kibbutzim.
Hoy, por todos lados se denota un vergel donde antes había tierras áridas del
desierto. Nuestros correligionarios, con fe y con el apoyo de una comunidad foránea
que nunca los abandonó, han hecho de nuestro estado en definitiva el más bello jardín
del Medio Oriente. Mas no sólo eso, aún careciendo de petróleo como todos sus
vecinos, con el estudio, sí, con su libro que es el emblema de nuestro pueblo, con La
Torá y el deseo, más la anuencia del Creador, ellos han logrado sacar agua desde las
partes más profundas de los desiertos. Han tenido el poder de convertir un sueño en
realidad, hacer que el agua salada se convierta en dulce y potable y que los hijos de esa
generación, la que emuló cuando Moisés los sacó de Egipto, se preparasen, educasen y
hoy son en todos los campos, figuras prominentes, ingenieros de punta, arquitectos
brillantes, químicos ejemplares y médicos de avanzada.
Esos judíos recién salidos de los campos de concentración y, como ejemplo de
cómo estaban, puedo emplear palabras de nuestro Libertador «Cadáveres Insepultos»,
eran, y que me perdonen la expresión, un saco con huesos. Ellos, junto con sus hijos,
tuvieron que inventar cómo hacer para rendir el agua. Hoy, Israel posee millones de
árboles y por ello somos considerados el pueblo del árbol. Tan sólo en la antigüedad
era el pueblo judío el que se ocupaba de sembrar árboles de dátiles, nadie veía en ellos
un negocio, pues desde la siembra hasta que llega la cosecha se requiere de sesenta años
y, como ven, quien piensa a futuro sin interés de lucrarse, a sabiendas de que él no
podrá gozar de su fruto ni de su ingreso, es sin dudas el pueblo judío. Es tan seria esa
acción, que inclusive existe un bosque que se llama Simón Bolívar, en honor al prócer
venezolano y a la bondad de su pueblo que siempre nos apoyó.
El Estado de Israel se creó para que todos los judíos que lo desearan hicieran de
él su hogar. El antisemitismo en el mundo, lamentablemente no ha desaparecido.
Recuerdo una vez que estaba en el aeropuerto de Milán, había un señor alto, muy fino,
muy bien vestido. Hubo un retraso del avión que pensaba tomar y al hombre no se le
ocurrió decir otra cosa sino:
¡Qué judiada!
Me acerqué a él y le dije
«Mire señor, yo soy judío y qué culpa tengo yo de que se haya retrasado el
avión».
Todo viene porque en el diccionario de la lengua española existía esa palabra y
la gente la asimilaba como algo normal. Me miró, se dio cuenta de lo que acababa de
hacer, pidió disculpas, prometió no volver a emplear la palabra.
Un amigo que ya murió, Salomón Benarroch, escribió a la Real Academia de la
Lengua Española y argumentó para que fuera eliminada esa palabra, entre otras, porque
tenían un contenido antisemítico. El error fue corregido y en esa ocasión fueron
eliminadas otras similares.
He estado varias veces en Israel: primero porque estaba emocionado por el
Estado, y luego porque, como presidente de varias organizaciones judías, tuve la
oportunidad de visitarlo de vez en cuando, además de los muchos viajes que hice con mi
señora.
El país se ha industrializado de tal forma que mantiene negocios con muchas
naciones del mundo. Causa asombro que este país tenga el ejército mejor organizado del
mundo, cuya característica principal es la premisa de no dejar un solo soldado en
terreno enemigo, aunque esté muerto. En el sector civil son famosos por sus productos y
cuentan con cosechas de naranjas que compiten con los mejores productores. Además,
venden grandes cantidades de flores naturales al mundo entero, sobre todo en época de
invierno. Israel tiene un parque industrial que provee todas las necesidades del país y
exporta sus productos, principalmente a Estados Unidos. Con orgullo puedo decir que
este país tiene que importar mano de obra europea bajo contrato para poder seguir
creciendo porque el gobierno se ocupa de todos los problemas que presenta el Estado:
por ejemplo, tiene industrias de tan alta categoría que varios países envían sus aviones
para modernizarlos allí.
También en Tel Aviv existe uno de los edificios más altos donde se procesan los
diamantes y se distribuyen al mundo entero. Me complace relatar de manera somera
todo el adelanto de este país, que con tan poca edad ha logrado que sus productos
tengan una demanda universal.
Mis amigos

Me siento en la paz que nos llega con los años, en la tranquilidad que nos da el
bienestar, en la seguridad que descubrimos al ver a nuestros hijos orientados y con la
alegría que nos invade el ver a nuestros nietos y bisnietos encauzados por el camino del
bien. Uno como hombre realizado comienza a buscar motivos, razones, causas,
nombres, y gente. Mi corazón está colmado de placer por buenos momentos, por bellos
detalles, por tan hermosos seres que habiendo pasado en mi vida, dejaron una impronta
muy clara. Ellos legaron cosas que pasan a ser el capital y las reservas de un ser que ha
sabido apreciar a sus amigos, a extremos que no hay un sólo día que no piense en ellos.
Mis amigos son y han sido parte de mi familia, por ellos y con ellos he aprendido y
hecho cosas que solo, quizás ni las hubiera pensado.
Cada uno de ellos requeriría un capítulo separado, pues en sí, parte de mi vida,
de mis recuerdos, de mis momentos más felices, los compartí y viví con ellos.
Samuel Salama

Mi muy querido Samuel, amigo de mi juventud, ese hombre fiel que por años
demostró con su esfuerzo, dedicación y tiempo, lo que es un amigo de verdad. Había
terminado la guerra, el dolor que se reflejaba en mi cuerpo y en mi alma no me dejaba
un espacio como para pensar en el futuro, en mi porvenir. Era tal la rabia, que no
sabría ni cómo expresarla. Los malestares ocasionados por el veneno que me hicieron
beber, que aún siguen haciendo estragos, no ayudaban a mi confort. Pero estaba él. Mí
amigo, ése que no dejó que me fuera a una isla solo, que me obsequió toda su biblioteca
para que sirviera de compañía a mi soledad y que me abrió el apetito por los buenos
libros, las biografías y la historia.
Remembranzas encontradas en una persona, la misma que durante otro de los
tristes recuerdos que invaden mi pasado, fue de nuevo el «salvador» y, cómo no
detallarlo de esa manera. Mi tío Sady ya estaba en Venezuela y, al pasar unos años me
mandó a llamar. Quizá fue mi estado de ánimo, quizá el sentimiento de pena o de culpa,
o tal vez todo unido a que, siendo el mayor de mis hermanos, debía de pensar en un
porvenir, no sólo para mí, para ellos. Me hizo meditar que un «salto al charco» era una
puerta abierta a muchas cosas, que un país como el nuestro, en donde recién acababa la
guerra, no era el mejor sitio para nosotros. Y quién mejor que yo, para servir de guía a
los demás. Había que hacer todo lo posible por dar comienzo a una nueva vida, a una
nueva historia. Tomada la decisión, aceptada la invitación, me dirigí en busca de un
pasaporte para poder viajar.
Llegué a la oficina donde se expedían, un policía me reconoció como judío.
Leyó algunos expedientes, miró con lupa mi pasado y, sin saber ni cómo, sin tomar en
cuenta mi tiempo en el ejército, mi lucha por la patria, mi defensa obligada con Franco,
de inmediato me volvía a sus ojos, como un judío traidor. Según me lo hizo ver, en ese
momento no me enviaba preso, tan sólo por lástima, pero me dijo que nunca obtendría
el pasaporte, que ese documento estaba vedado para mí. Salí cabizbajo, su ofensa había
logrado herir mi alma y un manto de tristeza cubrió mi cuerpo: ya fatigado y sin
ánimo alguno tomé rumbo desconocido. Quería ir… a ninguna parte, quería hablar…
con nadie.
Ya no supe ni qué hacer. Entonces me di cuenta de que estaba parado frente a
mi madre, a mi bella Perla. No aguanté más. Las lágrimas corrieron por mis mejillas y
ella, sin medir palabras, me abrazó, en un abrazo de madre, de protectora. Siguió un
silencio, no hubo necesidad de decir nada, de hablar.
Ella desconocía lo que me había ocurrido pero, era consciente que primero debía
de mitigar mi pena. Cuando me vi protegido, conté mi pasada experiencia, no en la
espera de que me solucionara: era como una descarga, donde vaciaba mis ambiciones,
mis sueños más recientes y hasta mi futuro inmediato.
Me recosté, dejé que mi dolor de a poco fuera saliendo de mi cabeza, de mi
cuerpo. Me di cuenta de lo rápido que un sueño se encoge y así compungido me quedé
dormido. Por la tarde, como de costumbre, salí a tomar aire; a verme con mi amigo de
siempre, con mi amigo Samuel. Mi rostro era un retrato de mi manera de sentir, apenas
nos miramos, descubrió mi malestar. Le conté lo que me había sucedido y sin darme
cuenta seguí sus pasos, losque nos llevaron a la oficina de Don José Salama, padre de
mi amigo.
Me llevé una sorpresa. Samuel sabía que, de existir alguien con poder para
solucionar mi problema, era su papá y no lo dudó ni un instante. Ambos le hablamos de
una manera singular, no hubo necesidad de muchas explicaciones, ni de súplicas. Don
José tomó el teléfono, comenzó a hablar. Era tal mi sistema de nervios, que no recuerdo
lo que dijo, sólo pude enterarme de que no solicitaba, él demandaba, exigía. Era un
hombre con un sentido de poder, que nos llenó de confianza tanto a mí, como a su hijo,
quien con una sonrisa traviesa, me hacía ver que estábamos en buenas manos.
Sin terminar de hablar, me dijo que volviera a la oficina, que preguntara por el
jefe de la misma y le hiciera saber lo que yo estaba requiriendo. Recuerdo que lleno de
miedo por la amenaza que había recibido en la mañana de parte del policía, traté de
negarme, le hice ver que correría peligro, que hasta me podían dejar detenido. Fue tal su
certidumbre de lo que estaba por hacer, que no me dejó excusas vivas, fui hasta la
oficina, llegué, vi al mismo policía de la mañana, me miró de arriba a bajo, noté que su
ira iba creciendo. Me acerqué hasta el escritorio del que sabía fungía como jefe, sin
tener que hablar me hizo señas para que tomara asiento ya que continuó con una
conversación. Por lo que dijo me di cuenta de que mantenía la misma con Don José
Salama. Al despedirse, noté el respeto que le profesaba; apenas terminó de hablar, se
dirigió a mí en otro plano, como si se tratase de otra persona, de alguien muy
importante.

-Usted debe ser el Sr. Alberto Sultán?


-Sí,- respondí sin más adornos
-¿Y qué es lo que usted requiere de nosotros?
-Vine a solicitar un pasaporte-
-¿Con qué fin?
-Pienso viajar a América.
-Muy bien-
Miró a su subordinado, el mismo policía que mencioné he venido hablando y le
dijo, ¡Haga usted el favor de expedir un pasaporte al Sr. Alberto Sultán!
El otro de una buena vez objetó la orden
El jefe, por segunda vez repitió la indicación
Y éste refunfuñando, le quería decir que yo era tal o cual cosa.
Sin dudarlo ni un solo segundo y de manera ya tajante, dijo:
Le he dicho que le expida al Sr. Alberto Sultán su pasaporte y punto.
Unos minutos más tarde salí como si lo hiciera de una pastelería con una bandeja
llena de dulces. Iba contento y campante con mi nuevo pasaporte, con mi ticket directo
a mi futuro, al encuentro de lo que estaría por venir. Qué maravilla sentí, me di cuenta
de que el hombre olvida, de que uno no debe llenarse de pena por los demás y de que en
el momento menos pensado la suerte puede cambiar. Aprendí que uno debe llenarse de
energía positiva y que la contraria debe siempre fluir hacia fuera, pues dentro es dañina.
Entendí que el problema más grande siempre y cuando no se tratase de la salud, era
relativo, que con paciencia y con las correctas herramientas todo se puede solucionar.
Ese día descubrí que un buen amigo es para toda la vida : por ello y mucho más,
Samuel Salama está y estará en mi corazón por siempre. Con Samuel y nuestras
esposas viajamos parte de este mundo. Ellos vinieron a visitarme a Venezuela, yo tuve
la oportunidad de pasear con ellos por mi país, fuimos al Salto Ángel, pasamos dos
maravillosos días con mi otro amigo David (Baby) Cohen Zrihen y su señora. Hace
unos meses mis hijas Perla y Annie, junto con Oscar, el esposo de esta última,
estuvieron en Melilla, en el cumpleaños de mi amiga, la Sra. Solipi Salama, la que hoy
es viuda de Samuel, demostrando que su amor y su amistad sigue incólume al igual que
el mío.
Alberto Levy

Alberto Levy y su esposa mi querida cuñada Clemen Abadí. Con ellos pasamos
muchas festividades en unión de nuestros hijos, muchos años de apoyo mutuo, de
buenos consejos, de atenciones que sólo se ven entre familia. Un hombre de buen
corazón, que supo aglomerar a la familia como un todo, que sabía dar consejos cuando
le eran requeridos, que no se atrevía a cambiar el curso de los acontecimientos sin la
aprobación de los suyos. Él era mayor que yo, pero eso no hizo diferencias a la hora de
nuestra amistad, a él en especial le debo un gran favor. Era el momento en que me
quise independizar. El Sr. Alberto Beer, padre de Dr. Nusen Beer, tenía una sastrería
que deseaba traspasar, estaba dispuesto a retirarse, fui, me gustó el lugar y me pidió
treinta mil bolívares por el punto. Sin pensarlo, y sabiendo con quien contaba, le dije
que sí, que me la quedaba. Acto seguido fui donde mi concuñado Alberto y tal y como
lo imaginé, no dudó en darme el dinero que para aquél entonces era una buena cantidad.
Él siempre me apreció y creyó en mí, era alguien muy especial. Un hombre que
al mudarse a Europa nos dejó con un vacío difícil de cubrir y que con su retorno, nos
devolvió aquello que habíamos echado de menos. Entre mis amigos Alberto Levy es
uno de esos especiales, de esos hombres que compartieron sus experiencias para
beneficio de todos los suyos. Lo recuerdo, lo hago como se hace con los grandes
hombres, con gente digna, con la familia.

León Cohén

Como ya conté, al llevar un poco más de dos años de haber llegado, comencé a
salir con Dora. Juntos íbamos a la plaza Francia de Altamira, los Jueves escuchábamos
música clásica y como solían hacer los jóvenes de la época, emulando en parte a nuestra
costumbre en Melilla de ir a pasear por la avenida. Íbamos de un lado a otro, hablando
de todo tipo de temas, de la música de moda, a veces de la ropa, de los gustos, de la
familia. Los tópicos eran muy variados, pero en sí ninguno se acercaba a lo íntimo, a lo
que podríamos estar cada uno de nosotros pensando del uno sobre el otro.
Reconozco que yo estaba montado en los treinta años, pero había obligaciones,
estaba mi familia en otros lares, que contaban conmigo, y a la que no estaba dispuesto
en dejar al olvido. Así salimos una, otra y varias semanas más. De repente un buen día,
recuerdo era Lunes, apareció León Cohén. Se presentó y me hizo saber que estaba
casado con Loris Abadí, la hermana de Dora. Me habló de la familia de la esposa, dijo
que ellos eran una familia tradicionalista y como parte de la familia, quería saber cuáles
eran mis intenciones para con Dora.
Me quedé mirándolo, busqué en mí una respuesta y me di cuenta de que hasta la
fecha la había mirado como una amiga. Supe que hasta ese momento no tenía ningún
tipo de pensamientos hacia un futuro inmediato: mis responsabilidades no daban cabida
a otro tipo de pensamientos. Sin embargo, luego de una pausa y de tomar algo de aire, le
contesté mi verdad. Le dije:
-Mira León, te agradezco por tus intenciones, tu responsable actitud. La verdad
es que hasta este momento en que me preguntas, no me había fijado en Dora de otra
manera más que una buena amiga y, de hoy en adelante, miraré con detenimiento el
desarrollo de nuestra amistad. Te prometo que no levantaré falsas expectativas. Y en
cuanto sienta algo concreto te lo haré saber. Mi respuesta fue clara, sincera, mi modo
de hablar de algún modo coincidía con el de León, quien era recto, directo y claro. Ese
día dio comienzo una amistad que perduró a través de los años, hasta que nos dejó.
Desde mis primeros días en este nuevo país, sentí una devoción hacia Israel, que
vive en mí por siempre: había estado presente en una guerra, había vivido el momento
de la independencia de Israel y con ello vislumbré mi pasado pudiendo al mismo
momento entender lo que podría sucedernos en un futuro, si los judíos del mundo no
apoyábamos a ese recién nacido estado. En mi sangre bullía un fuego, nunca jamás
permitiría que nadie a manera de ofensa me llamara judío, como algo despectivo. Para
lograrlo, era lógico que una bandera, un país con fuerza, generara respeto. Mis
concuñados habían sido picados por ese sentimiento sionista. De a poco nos fuimos
metiendo más y más. La historia nos demuestra que cada uno de ellos a mediano plazo
fue no sólo adalid, fueron modelos a seguir, sus nombres quedaron impresos para la
historia en todos y cada uno de los actos, eventos y lugares, en los cuales participaron,
no sólo con su voluntad, sino con su trabajo, tiempo y dinero.
Era muy raro no encontrarnos en las reuniones comunitarias, defendiendo los
mismos ideales y, entonces y no antes, ya todos sentíamos lo mismo. Ya todos
habíamos aprendido y entendido la lección: hoy nuestros hijos disfrutan sin esfuerzo y
nuestros nietos pueden sentir el orgullo de tener no tan sólo una patria, sino también una
de las naciones más adelantadas del planeta en la que todos los judíos hemos colaborado
de una u otra manera.
Para la época de 1948, estando en la avenida Fuerzas Armadas, muy cerca de mi
almacén, me encontraba con mi primo Alberto Chocrón y de pronto un carro se paró
ante nosotros, un pasajero se bajó del mismo. Era el propio, el escritor y poeta Andrés
Eloy Blanco, quien para ese entonces fungía como Ministro de Relaciones Interiores,
quien con gran sorpresa nuestra, se acercó a mi primo Alberto Chocrón y abrazándolo le
dijo:
Alberto, hemos logrado que las Naciones Unidas otorguen la independencia al
Estado de Israel: él, como uno más de nosotros, demostraba una gran alegría y
celebraba como un ciudadano más este gran paso, el de la Independencia. Esa
oportunidad de conocer la historia en primer plano, de ver a un venezolano con el
conocimiento y la calidad humana de Andrés Eloy Blanco, me dejó ver claramente que
éste era un país para querer, para amar.
Hablar de mi amigo y cuñado León Cohén, es traer a mi memoria esa parte de
mi historia en la que nos entregamos sin medir, es ver desde el balcón de mi retiro, la
fuerza con que nos dimos y sentir que la llama que prendimos en aquella antorcha
comunitaria, sigue iluminando.
Con mi bueno y querido León Cohén aprendí muchas cosas. Él era un hombre
de una sola palabra, lo que ofrecía, lo cumplía a cabalidad. Esperaba lo mismo de los
demás, no se conformaba con menos. Su trabajo comunitario era impecable, daba
lecciones de orden, justicia y amor. Para él, los pobres eran una prioridad. Israel pasó a
ser su hogar, a niveles que dejó todo temporalmente y se estableció en uno de los
lugares más sagrados. Desde el balcón de su casa se podía observar como primer plano
la Universidad de Jerusalem y todo el Campus. León fue un hombre que logró en sus
negocios llegar a, donde se proponía, su casa allí fue su meta más preciada. León Cohén
supo pasar a su hijo la batuta, tanto comunitaria como empresarial. Fue un gran maestro
y, por lo tanto, puedo dejar constancia no sólo de mi amistad, de mi satisfacción de
haberlo conocido, convivido con él, trabajado codo a codo, sino que también aprendí de
él su constancia, su serenidad y su entrega.
Fuimos dos vendedores que coincidimos varias veces en el interior, dos
comerciantes que teníamos nuestras tiendas una cerca de la otra, Gina y Casa Sultán.
Fuimos dos trabajadores que dimos todo por nuestras familias, dos directivos
comunitarios, dos compañeros, dos concuñados, dos amigos, dos hermanos.
Gonzalo Benaím Pinto

Al pasar a formar parte de la familia, al estar casado con Dora, comprendí el


papel que le había tocado hacer a mi concuñado León. Ahora era mi turno. Conocía
bien a los Benaím, fui amigo de los padres y de cada uno de los hijos: Carlos, Henrique,
Víctor, Gonzalo, John y de su única hija Odette. Los Benaím tenían una quincalla
cercana a mi negocio; supe que mi cuñada Judith gustaba de Gonzalo, aprovechando mi
acercamiento, de alguna manera hice que naciera algo entre ellos. Cabe destacar que
todas y cada una de mis cuñadas son mujeres excepcionales. El tiempo y la historia lo
han demostrado. Todas fueron madres inmejorables, mujeres que se ocupan no sólo de
los suyos, sino también de todo aquel que lo requiere. En el caso de mi esposa, ella
siempre estaba dispuesta a hacer fiestas y comidas. Mi casa, hasta el día de hoy, es una
casa que no requiere de invitación, todos son bienvenidos. En la casa de mis hijos, la
costumbre se ha mantenido de igual modo.
Mis cuñadas siempre estaban listas para apoyar a una familia en época de bodas,
bien fuera en la preparación de los dulces, en la decoración, haciendo lo que fuese
necesario, todas estaban educadas con el mismo patrón: una mujer pertenecía a su
familia y por ende a su comunidad.
Como les comencé diciendo, el saludo de cada día con los Benaím me permitía
decir, desde muy pronto de mi llegada a Venezuela, que ellos fueron unos de mis
primeros amigos, amistad que dio comienzo con su padre más tarde en con su mamá.
Con ella que pasé muchas tardes de Sábado y Domingo jugando cartas, con cada uno de
los hermanos, con mi otro gran amigo y médico privado el bien recordado y querido
Henrique Benaím Pinto. Son muchos los recuerdos con ellos en conjunto o por
separado. Pero debo referirme a Gonzalo, un hombre que aprendió a querer a su
comunidad de la misma manera que ella lo quiso a él.
Con Gonzalo y su familia estamos unidos no sólo por lazos de familia. Durante
más de diez años vivimos en Las Mercedes, en dos casas que estaban pegadas la una
con la otra. Las casas tenían como cosa normal, una pared que las separaba y nosotros
hicimos un pasillo entre ambas casas, de manera que para nuestros hijos, las dos
conformaban una sola. Mis hijos y sus hijas convivían como hermanos y nuestras
esposas que, además de hermanas, eran buenas amigas, rememoraban su infancia en
Maracaibo. Fueron años increíbles, momentos todos festivos, recuerdos todos gratos,
era tal la alegría que se respiraba que a la larga, nuestros otros concuñados se fueron
mudando a nuestros alrededores y, de nuevo, los niños iban y venían de una casa a la
otra. Éramos una familia numerosa, alegre y muy festiva.
Gonzalo Benaím Pinto fue uno de los grandes hombres a los que he admirado
por varias razones. En particular, él era un hombre sumamente culto. No había en él
límite para lo que se debería de aprender. Era un abnegado e insigne trabajador, que dio
todo lo que pudo por lograr lo que hoy es un hecho, la educación en Hebraica. Este
objetivo costó muchas noches de insomnio, pero con valientes soldados como él y otros,
pudo concretarse el sueño en una realidad.
Gonzalo Benaím Pinto tiene un espacio muy grande en mi corazón, en mis
recuerdos y en la parte más dulce de mi mente. Hablar con Gonzalo era apreciar la
buena dicción, el buen talante, la mesura. Era un hombre que vivía para aprender y lo
que sabía lo compartía, un hombre simple de gustos muy criollos que sabía apreciar el
cómo crecía el pasto, del mismo modo que estaba al tanto de las novedosas tecnologías.
Pienso que si se hubiera dedicado a escribir, hoy tendríamos una riqueza literaria, pues
sabía interpretar, deducir, discernir y plasmar las cosas de una manera natural. No
requería de altavoces, no vibraba en su lenguaje, mas, sin embargo, lo que decía
quedaba grabado en los oyentes. Tenía un modo especial de hacerse entender y querer.
Gonzalo Benaím Pinto, mi concuñado y muy buen amigo, donde quiera que estés, sabes
que te amé como se hace con un hermano, un padre, un hijo. Que Dios te tenga en la
gloria.
José (Pepito) Levy

En uno de los viajes en que acostumbraba visitar a mi ciudad natal, Melilla,


estando acompañado de mi esposa Dora, cuando ya iba de regreso, en el preciso
momento en que subía las escalerillas y que mi esposa ya había pasado, desde el mismo
anden del puerto, escuché unos gritos, ¡Don Alberto, Don Alberto! Era un jovencito al
que no conocía quien requería de mi presencia, miré adelante a ver si mi esposa no se
había marchado, ella ya no estaba. Sin más regresé y al verlo nervioso, le pregunté qué
era lo que deseaba. Se me presentó: me llamo Pepito Levy, soy hermano de su amigo
Moisés Levy. Tengo 19 años, me van a meter en caja y yo no quiero ir al ejército. Por
favor, señor Alberto, lléveme con usted a América. Le dije que me mandara los papeles,
que contara conmigo, que lo haría. Este paso es uno de esos que uno siente, a lo largo de
los años, que se hizo bien, que no deja dudas, que se aprecian de una manera vigente.
Pepito fue uno de mis más cercanos colaboradores, fue un hombre honesto a
carta cabal. Siempre estuvo y está dispuesto a complacerme, siempre me acompañó
hasta en aquellos momentos en que pareciera que el barco se iba a pique. Él como
colaborador del capitán, seguía en cubierta, dispuesto a todo.
A Pepito, mi buen amigo, ayudé con la presentación formal de la que sigue
siendo su esposa, Jeanette. Me siento honrado de ello como de su amistad, que mantiene
lazos que el tiempo ha soldado con una fuerza hercúlea.
Han pasado muchos años desde ese encuentro en el puerto, desde ese instante en
que, por segundos, ambos estuvimos a punto de no habernos conocido y de, por ende,
no haber establecido nuestra amistad, pero el destino nos acercó y nos unió. Pepito cada
vez que viene a Venezuela para cualquier cosa, desvía su viaje a Margarita y pasa tres
días con sus noches en mi casa, a mi lado, como cualquier hijo querido,
compartiéndome sus secretos, dándome esa señal de amor como la que recibo de
cualquier otro de mis hijos, cuando me hablan, me visitan o me invitan.

David (Baby) Cohén Zrihen


Otro de mis amigos y grandes colaboradores, David Cohén Zrihen, quien por
muchos años estuvo a mi lado. Dejó su marca, su estilo de trabajo y su empeño. Con él
hubo muchos almuerzos entre días de semana, muchas conversaciones que nos
permitían ver lo que se avecinaba, intercambio de ideas y dentro de todo, una buena
relación de amigos que se ha mantenido en el tiempo.
Cuando vi a Baby Cohén supe que era el hombre a quien se podía encargar de
las compras, sabía quién era, de qué familia venía y acertadamente lo coloqué en el
puesto que desempeñó durante muchos años. Con el paso del tiempo, mis
colaboradores, la gente que hizo grande a la firma Abraham Sultán y Cía., pasaron a
ser grandes amigos, pues trabajamos en todo momento en un ambiente de cordialidad,
donde la voz de cualquiera era escuchada. Gracias a los consejos de los que tenían
experiencia, pudimos abrir tiendas en muchos estados de Venezuela. Ya lo he
comentado anteriormente, mis negocios, en los que siempre fuimos triunfadores, fueron
los adornos. Cada vez que intenté en otros campos, el resultado fue desastroso. Bien lo
dice el refrán «zapatero a su zapato». Hoy, al igual que ayer, vale la pena acotar que
contando con gente como la de antaño como Baby Cohén y muchos más, mi firma
vuelve a tener el brillo que otrora lucía y, sin duda, veo que durará en los años como
una representación fiel de lo que fundé hace más de cincuenta años.
Irenita Sultán

Quiero muy a propósito incluir en este capítulo a Irenita Sultán. Ella, la hija de
mi hermano ya desaparecido, Pepe, una niña a la que he querido como a una más de mis
hijas. Una niña, ahora mujer, que me ha enseñado ese lado hermoso de la vida, que ha
hecho nacer en mí un sentimiento muy especial, que requería de alguien como ella para
lograrlo. El tiempo me ha demostrado que la escogí bien, que la aprecié en su total
dimensión desde sus primeros días, que porta un apellido que nos honra cuando la
nombran, que su cualidad y calidad humana es especial.
Irenita debería estar en el sitio en el que menciono a mis hijos, pero como ya
dije, este lugar es preferencial pues, además de considerarla como hija, ella, cuando me
ve triste, sabe cómo darme alegría. También sabe cómo complacerme con una bella
sonrisa, cómo agradarme con un cuento, cómo enternecer a un anciano con las historias
de sus hijos, cómo hacerme revivir cada momento de alegría que en algún momento
pasamos juntos. A Irenita Sultán, mi otra hija, mi sobrina querida, mi amiga del alma,
gracias por ser como eres, por tu fuerza, por tu voluntad, por tu coraje, por tu temple.
Gracias por pertenecer a los miembros más cercanos de mi familia, que Dios te bendiga.
Momy Sultán Sultán

Hijo de mi hermana Alegría, Momy es además de mi sobrino, un colaborador


con el que cuento desde hace muchos años, él ha sabido manejar de una manera
excelente mi mayor de adornos Niki. Con el paso tardes muy agradables, pues es un
hombre que domina el verbo y ha corregido sobre el tema tratado, a personeros que,
por un motivo u otro, vinieron a darnos conferencias o charlas. No habiendo estudiado,
por motivos conocidos, él tiene la suficiente fuerza y conocimiento, a menudo proyecta
sus ideas en nuestro semanario Nuevo Mundo Israelita. Logrando que nosotros, los
lectores, sigamos con detenimiento lo que escribe, por su sagacidad, la perspectiva con
que nos refleja las diferentes posiciones y la diáfana claridad de sus comentarios
personales. Momy es un buen sobrino y mejor amigo.
Elías Sultán Morely

Cuando llegado el momento en que Pepito Levy decidió retirarse de mis


empresas, pues se iba a establecer en otros lares y, viendo que me quedaba sin un
gerente de ventas, una vez llegado a ese punto, trás conversar con mi sobrino Momy, él
me hizo ver que su hijo, aún cuando era muy joven e inexperto, podría servirme para
el puesto que quedaba vacante. No sólo dijo eso, sino me recalcó que aunque él lo
estaba empleando en mi otra empresa en Niki, el desempeño que podría ejercer a
mediano plazo en toda la organización nos garantizaba a todos una larga continuidad.
En verdad, nada más acertado que el comentario que hizo Momy a manera profética.
Lo mandé a llamar . Luego de entrevistarlo en mi oficina, me causó una buena
impresión. Creí en él; para entrenarlo lo llevé durante dos o tres veces de viaje a Asia,
con la finalidad de que conociera a nuestros proveedores, su idiosincrasia y su estilo.
Han pasado años y Elías, como su padre, es uno de mis colaboradores más brillantes:
además de mi mayor de adornos que él maneja desde hace años, ha repotenciado mi
fábrica de cintas, Pasintex, nombre que él mismo escogió. Gracias a su eficacia, mi
fábrica tiene exitosamente en este momento, todas sus máquinas funcionando. Estos
serían suficientes motivos para mi agradecimiento, pero además el vínculo de familia
nos mantiene tan cerca que lo quiero como a otro más de mis hijos.
Nathalio Glijanski

Don Nathalio Glijanski es un personaje de esos que pocas veces se repiten. Un


hombre de una manera de trabajar envidiable, que en labores comunitarias trabajaba
hasta cierta hora sin descanso y llegada ésta, detenía su marcha, la que había anunciado
con tiempo. Él tenía una visión muy clara de lo que nuestra comunidad requería, era
claro en sus comentarios, no guardaba nada bajo su manga, todo estaba a flor de piel.
Era un amante de la educación y siempre se esmeró en la búsqueda de la excelencia.
Nuestra comunidad tuvo una producción de jóvenes brillantes, ya que no se escatimaba
en los gastos que la educación requería.
Don Nathalio Glijanski logró los puestos de mayor importancia que había dentro
de la comunidad. Una vez terminado su período, él seguía colaborando como cualquier
miembro más de esa organización. No requería de títulos para hacer, entregar, dar,
colaborar, aconsejar. Su corazón era inmenso, su voluntad comunitaria se sigue
sintiendo por todos los rincones de nuestra comunidad.
Puedo dar constancia y fe de que en la unión que logramos entre los judíos
venidos de muy diferentes regiones, se sentía a todos como una sola comunidad, en las
que nuestros rabinos eran respetados en todas las sinagogas. Nuestros estudiantes
jamás sintieron diferencias entre los judíos venidos de uno u otros lares. Puedo decir
que en ese aspecto Venezuela, gracias a los pioneros que tuvimos la suerte de tener, es
uno de los pocos países del mundo donde tales diferencias no existen. Donde los
matrimonios entre unas y otras comunidades es algo por lo demás normal y corriente.
De Don Nathalio guardo exquisitos recuerdos, por su sobria, pausada y gran
elocuente manera de ver el mundo. Es un hombre digno de elogios, por su generosa
manera de recibir a amigos y conocidos y es un hombre que logró transmitir a sus hijos
ese amor que sentía por la educación. Por ello, hoy más que nunca quiero desde este
espacio honrar a quien honor merece. A mi buen y querido amigo, Don Nathalio
Glijanski.
Rubén Merenfeld
Mi querido Rubén Merenfeld está detallado en varias de las páginas de este
libro. Con él, como les he dicho, se tejieron lazos de confraternidad y hermandad que ni
la muerte ha logrado separar. Su memoria la tengo muy presente, pues considero que
fue uno de los pilares que permitió el desenvolvimiento unísono de nuestras
instituciones, la aceptación de ambas partes en logros que hoy vemos como algo
normal, pero que en su fecha estaban sumamente alejadas. Con él uno sentía el deseo de
hacer, de lograr. sus sueños se convertían en los sueños de muchos. Su mesura era
dinámica, pues la readaptación en momentos de crisis, era singular. La amistad con
Rubén llegó, no sólo al plano comunitario, era una amistad de familias, éramos como
hermanos.
Walter Czentojowski

Cuando se habla de judaísmo, sionismo, Israel, de Aliá, automáticamente viene a


mi mente ese hombre poseedor de unos ojos claros extraordinarios. Hombre de ideas
fijas, que defendía su posición a capa y espada, que fue noble, creativo, inventivo y
sagaz . Walter, como solíamos llamarlo, era un hombre que contagiaba su sensibilidad
hacia el Estado de Israel. Para él estaba claro lo que significa un judío apátrida y lo que
hoy somos. Es por gente como él que se pudo sembrar en desiertos. Es con gente como
él como se logra hacer surcos, caminos y avenidas en el mar. Es con gente como él que
los imposibles no existen. Es por gente como él que las cosas hoy casi se hacen solas,
cuando se refiere, al apoyo que de manera incondicional, tenemos todos sembrados en
nuestros corazones. Todo eso sucede y sólo puede darse cuando hay gente como Walter
Czentojowski

Salomón y Dita Cohen

Hablar de Salomón y Dita Cohen es uno de los placeres grandes de mi vida. Ellos
fueron muy especiales y ocupan en mi corazón y en el de mí familia un puesto de honor.
Algunas de mis propiedades más preciadas, me las construyó Salomón, casi como quien
dice, sin costo alguno. Era tal la amistad que nos unía que él buscaba los medios y las
maneras de complacer mis exigencias, las cuales carecían de garantías en proporción al
valor de las mismas. Tan sólo un amigo como él podía haber hecho lo que hizo. Y,
como ya dije, dos de mis propiedades, un edificio y un gran galpón, él me los fabricó
en una época en que el dinero tenía un costo alto y que era difícil de encontrar. Lo hizo
casi de una manera gratuita. Me bastó firmarle unos giros y él se desenvolvió con los
bancos, consiguió financiamiento y en nada me entregó las llaves de ambos.
Su corazón era tal que, sabiendo que le iba bien, que su futuro en la construcción
ya estaba claro y definido, me pidió que me asociara con él en un proyecto. Hoy y desde
hace muchos años, me arrepiento de no haberlo hecho. La causa era que no tenía el
dinero en aquellas fechas. Salomón es el hombre que como Rey Midas convierte en oro
todo aquello que toca. Y así fue con nosotros y nuestra amistad, en la que él y Dita, su
esposa, merecen medalla de oro. Tanto él, como Dita, han sabido ganarse el amor de
toda aquella institución que los requiera, ellos están para servir, para dar, para enseñar.
Debo reconocer que las tertulias en la playa con ellos, las salidas con la familia y
los viajes que tuvimos la suerte de compartir, llenaron esos espacios de afecto que nos
quedan para gente especial y por ser tanto Salomón como Dita Cohen gente especial y
querida, los quiero hoy colocar en este mi sitial de honor, de mis buenos amigos.
Héctor y Gladys Hernández Carabaño

Héctor y Gladys Hernández Carabaño siguen siendo excelentes amigos. Este


hombre de una fuerza de convencimiento muy propia, este apreciado e ilustre personaje,
fue y sigue siendo uno de mis mejores amigos. Pertenecí a la junta que él presidió
durante dos períodos en el Club Puerto Azul y, por su manera de ser, entró en el círculo
de mis amistades con tal fuerza que juntos fuimos de vacaciones a Israel. Era tanto lo
que había escuchado de nosotros, que tenía ganas de vivir esa experiencia.
Héctor fue ministro durante tres oportunidades: una vez de Agricultura, en esa
oportunidad, fue quien declaró al Ávila como pulmón y zona verde, lo que ha permitido
a Caracas mantener su belleza en el tiempo, preservar su clima y evitar que los ranchos
no hayan proliferado en él. La segunda vez, fue Ministro de Educación y, luego,
Ministro de Fomento. Con él en un cargo político o sin él, era sumamente balanceado,
hombre probo que ama a su país, honesto a carta cabal.
Con él vimos crecer a nuestros hijos dentro de un paraíso como es el Club Puerto
Azul: con él disfruté con orgullo mostrar mi país a gente de otra religión, de otro
pensamiento y logramos en conjunto sellar para siempre ese lazo que hoy hago público,
pues considero a Héctor Hernández Carabaño uno de mis grandes amigos.
Dr. Aníbal J. Latuff

El Dr. Aníbal J. Latuff, médico y amigo personal, quien por años fue rector de la
Universidad José María Vargas, miembro del C.S.E. Consejo Supremo Electoral,
Director del diario El Globo y Presidente de la junta directiva del Club Puerto Azul.
Menciono a algunos de los exdirectivos de Puerto Azul, pues en ese maravilloso lugar
en el que vi crecer a mis hijos, en ese paraíso disfruté del mar, de la pesca, de la paz, de
mi querido dominó y de tantos y tan buenos amigos que el lugar me acercó, como
suelen hacer las olas al llegar a la orilla.
Aníbal Latuff, un hombre muy competente, entregado de lleno a sus
responsabilidades, con una manera de ser autóctona, capaz de manejar varias empresas a
la vez y tener el tiempo y la paciencia para sembrar y cosechar buenas amistades.

Josefina Herranz
A Josefina de Herranz la conocí en 1946, hasta el día de hoy han corrido sesenta
y un años, trabajaba ella en La Linda. Como cosa curiosa, en ese trabajo conoció al que
fue luego su esposo, Julio Herranz, coterráneo conmigo, pues habiendo nacido también
en Melilla, se vino a Venezuela por la cantidad de amigos que acá tenía. El trabajó con
mis tíos como contable de la firma y a su fallecimiento en el año de 1957, mi amiga
Josefina se retiró de La Linda.
Un año más tarde le pedí se uniera a mi grupo de colaboradores y así lo hizo al
pasar su período de luto, por el amor y la pasión que, sé, siente desde hace años. Por lo
tanto, ella estuvo desde el año 58 hasta su retiro definitivo en el 2003. Hablar de ella
como una colaboradora no sería hacer justicia a la verdad Ella era y es parte de mi
entorno familiar, llenó las tarjetas de invitaciones para mi boda, fue amiga muy cercana
a Dora y, como una hija o una hermana más, cada cumpleaños de Dora, ella era una de
las primeras personas en llamar. Su sensibilidad hacia nosotros es digna de elogio.
Recuerdo la vez que fui junto con Dora padrino de su boda. Ella firmó en la partida de
nacimiento de mi hija. Está y ha estado pendiente de mi salud, de la de mi familia y de
la de mis hijos.
Los conoce a todos por nombre y apellidos, sabe quién es hijo, nieto o sobrino
de quién y domina maravillosamente nuestro árbol genealógico. No es de extrañar una
llamada de ella, a cualquiera de nosotros, para saber de nuestro estado de salud. Nos
hace ver, y así lo demuestra, que nos quiere como propios y nosotros hacemos lo
mismo. A Josefina Herranz le dedico estas letras en señal de mi gratitud por su
honradez, por su amistad, confianza, fidelidad y, en especial, porque el amor que nos
manifiesta no es de una sola vía. Mis hijos la quieren como algo propio y, en lo
personal, la considero un ser que se merece este pequeño sitial de honor. Josefina,
gracias por ser quien eres y por ser como eres.
Mis hijos
He hablado de mi persona, de mi familia, de mis raíces, de mis padres, de mis
hermanos, de mis tíos. También lo he hecho con bastante lujo de detalles de mis
empresas, unas más prosperas que otras. He compartido con ustedes los secretos que
guarda mi mente, en cuanto a mi trabajo comunitario, mi desempeño dentro de la
sociedad.
He detallado con gran exquisitez mi entrada al Asia, y así también como que les
he dejado constancia del gusto que me da el poder decir que fui el primer comerciante
de Latinoamérica que creyó en ese negocio. Lo hice a niveles sin tener ni idea del
idioma, ni de la misma idiosincrasia de la gente. Mi olfato me hizo ver con muchos años
de anticipación que ése sería el futuro del comercio del mundo y, como ven, no me
equivoqué.
He narrado mi trato con dos de mis tíos más queridos, Sady e Isaac. Me consta
que hay algunos cabos sueltos que en pocas palabras dan por concluido el tema y es que
mi retiro de la empresa que me trajo a Venezuela, la de mi tío Sady, se debió a que una
persona le dijo una gran mentira de la que en verdad ahora no recuerdo, pero que en su
momento fue suficientemente importante para mí como para tomarla como bandera,
defender mi orgullo y mi honor y salir de esa empresa.
Mi tío en esos años tenía una sola hija, su mujer estaba embarazada y la mala
suerte fue que él enfermó y murió. El tiempo transcurrido desde mi partida no fue
suficiente como para reencontrarnos. Yo, y lo digo henchido de placer, lo amé toda la
vida, lo respeté y lo sigo haciendo.
En lo referente a mi otro tío, Isaac Bendayán, casado con Sol, una hermana de
mi mamá, puedo resumir en pocas palabras que por años viví en su casa, que era como
la mía, sus hijas fueron las primeras hijas que eduqué o al menos cuidé. Él siempre está
en mi corazón y cuando no lo mencioné en momentos de alguna debilidad económica,
fue porque simple y llanamente, de nuevo mi orgullo no me permitía ir a donde mi tío,
del cual comercialmente yo era su competencia. Fuera de esto, tan sólo amor nos unió.
Que Dios guarde sus almas.
En algún momento del libro, continúo sin mencionar a mi hermano Enrique: él
tiene su propia historia. A él le costó lo mismo que a mí abrirse camino en Venezuela
y, tal como yo, dejó esa puerta abierta para que sus hijos siguiesen su camino. De mi
hermana, Alegría, la mayor de todos, el recuerdo; para Raquel y Mercedes tan solo
tengo flores que salen de mis labios,pues de ellas, aunque menores que yo, aprendí que
el amor de hermanos trasciende en el tiempo y rompe todo tipo de barreras. A ellas les
agradezco el hermoso trato que siempre me dieron, sus cariños, mimos y cuidos.
Pero no puedo ni quiero hablar de mis memorias sin lo que en realidad me hizo
escribirlas, sin detallar la fuente y deseo de inspiración de las mismas. No quiero
terminar este libro en esta página. Muy por el contrario, quisiera que ésta sirviera como
preludio del próximo libro que escribirán si Dios quiere, mis hijos, a quienes les debo
lo que hice, lo que hago y lo que haré.
Por ello, aún en poco espacio y ya un poco cansado, quiero hablarles de cada
uno de ellos para que ustedes, quienes no han tenido el mismo privilegio mío de
conocerlos, lo hagan con esta pequeña ayuda que hoy les doy. Lo hago sin su
consentimiento, pero con mi amor, el mismo que siempre les he profesado.
No hay que olvidar que cuando un padre escribe sobre sus hijos, es natural que
se ufane de cada uno de ellos; pero no quisiera terminar este relato sin señalar sus
cualidades particulares.
Perlita
Es mi primera hija y me cuesta trabajo evitar las alabanzas que tengo acerca de
ella. Los extraños van a creer que me estoy excediendo, pero ella es la persona que tiene
más autoridad con sus hermanos. Se graduó de médico en Venezuela, pero no ejerció
nunca. A los 17 años entró a trabajar en la Creole Petroleum Corporation (filial de
Exxon) y fue secretaria de un Gerente. Ella era una muchacha muy aplicada y
responsable.
Con ella y Annie, a quien nombramos por la mamá de mi esposa Dora, en el año
1969 hicimos un viaje a Europa, donde no escatimamos en darles y mostrarles todo lo
que ofrece el Viejo Continente. Ambas dominan el inglés a la perfección, pues
estudiaron en un colegio británico y cuando viajábamos a los Estados Unidos, su
dominio llegaba a tal destreza que los mismos americanos no podían creer que
veníamos y vivíamos en Venezuela.
Desde el primer momento deseé que fuera ella y no otro mi primer hijo, pues
tenía fe en que una mujer tendría cuidado de su madre, lo cual siempre hizo. Ahora soy
yo quien disfruta de esa dicha, pues sin importar en qué lugar del mundo ella se
encuentre, siempre se comunica conmigo y de Perla siempre espero su llamada con
mucha impaciencia.
Ella, poseedora de una alegría inmensa, siempre ha sido callada, tranquila,
sosegada, metódica, ordenada, responsable, cumplidora de todas las obligaciones
sociales, tanto suyas como de la empresa. En especial puedo decir que tiene control
sobre todo y sobre todos, es la fuerza que nivela los ánimos, la que aplaca mareas. Ella
se desempeña como compradora en Graffiti, en el departamento de calzados y trajes de
baño.
Estuvo casada con Daniel, de quien se enamoró a los 14 años. Siendo tan
jóvenes, esperaron que pasara el tiempo para poder casarse. Ellos vivieron muy felices
durante 35 años, pero lamentablemente, como a veces sucede, el matrimonio terminó.
Sus hijas son Natalie y Tammy, quienes les han dado unos nietos que son una
preciosidad y Perlita, quien esta nombrada por mi mamá, como abuelita es algo
excepcional.
Natalie está casada con Alex y de ellos nacieron Dora Gabriela, Alan y Andrés.
La última en dar a luz fue Tammy, hace unos meses tuvo a Adam, nombrado en honor a
su abuelo paterno, con su esposo David.
Mi preocupación por Perla es que ella sea feliz y siempre viene con mucha
alegría frente a mí. Se parece a su madre, no en la cara sino en el cuerpo; hace unos
meses, cuando vivía en la otra casa, ella estaba bajando por el jardín y me pegué un
susto muy grande porque me pareció que era mi esposa Dora. También se parece en el
carácter, es muy sumisa y es una persona que atiende a todo el mundo. Además estoy
muy orgulloso de ella porque en su club de bridge ocupa uno de los primeros lugares, a
pesar de que no tiene muchos años jugando.
Mi segunda alegría vino cuando nació mi hija Annie. Desde sus comienzos
demostró ser muy extrovertida, poseedora de una mente creativa. Es capaz de producir
una obra de teatro en días, su capacidad la esboza a cada momento en su trabajo; antes,
en sus estudios y en su manera de ser.
Ella siente orgullo de pensar como autóctona, muy criolla, es espontánea y de
saber que alguno de sus hermanos la va a requerir, antes de mencionarlo, ya se está
ofreciendo. Por su carisma, ella estudió en la Escuela de Diseño fundada por Hans
Neumann. Pone en práctica todos sus conocimientos en nuestra empresa, pues el
departamento de hogar así como la decoración y distribución de las tiendas es su labor.
Mi hija Annie
Mi segunda alegría vino cuando nació mi hija Annie. Desde sus comienzos
demostró ser muy extrovertida, poseedora de una mente creativa. es capaz de producir
una obra de teatro en días, su capacidad la esboza a cada momento en su trabajo; antes
también lo hacía en sus estudios y en su manera de ser.. Ella siente orgullo de pensar
como autóctona, muy criolla, es espontánea y de saber que alguno de sus hermanos la
va a requerir, antes de mencionarlo, ya se está ofreciendo. Por su carisma ella estudió en
la Escuela de Diseño fundada por Hans Neuman. Pone en práctica todos sus
conocimientos en nuestra empresa, pues el departamento de hogar así como la
decoración y distribución de las tiendas es su labor.
Ella está casada con Oscar Cohén y tiene tres hijos: Jonathan, casado con
Anabelle,padres de Jordan; Andrés, quien se casó con Karina Israel y tienen a Bryan,
Jack y Alex: Michael todavía está soltero. Sus cuatro nietos son hermosos. Dos de ellos
son morochos.
Ella, es un espíritu muy independiente y aborrece todo acto que no sea legal. Si
cree que tiene razón se impone.
La gente que me conoce sabe que soy de raíces profundas. He vivido en la
misma casa por decenas de años; mi residencia estaba en Las Mercedes y cada vez que
mis hijos querían visitarme, les llevaba mucho tiempo, por eso me propusieron
mudarme más cerca. Ahora vivo en el mismo edificio que Annie, somos vecinos y
cuando nos encontramos en Caracas, no hay día que no hablemos.
Ella tiene tanto para decir, contar, compartir. Se ocupa de todos los detalles.
Quiero decirles, que ella se ocupó de decorar mi casa, mi nuevo apartamento, que no se
cómo lo logró, pero me siento como si siguiese en mi mismo hogar. Es tan cálido que
me cuesta pensar y creer que vivo en otro lugar. Y en justicia debo admitir, que desde
que me invitó a vivir en un apartamento al lado suyo, en la parte este de Caracas, tengo
con ella y su marido una compañía excelente y la mayoría de las veces voy a cenar a su
casa o ellos vienen a la mía. Oscar ha pasado a ser para mí, por su manera de ser, otro
buen hijo.
Carlos
No sé si deba ser yo quien hable de él, pues estos últimos años ha demostrado
con suficientes pruebas que él no necesita ser presentado. Sus logros, ideas, maneras de
hacer negocios, su entrega desenfrenada al trabajo, a sus hijos. Su infancia prometía en
él muchas cosas, como las que pude apreciar luego en aquella oportunidad en Asia,
donde dejó claro que en casa de gato se caza ratón. Tiene el coraje y atrevimiento de un
jugador avezado, sabe hasta dónde puede tirar sin romper la cuerda y, al hacerlo, deja
claro que ya la misma no cederá ni un centímetro más. Es consecuente con su trabajo el
cual adora y al ver un producto reconoce de antemano a quién, puede servirle. En la
mayoría de las ocasiones lo que va a comprar, en su mente está tan bien colocado, y
luego la experiencia viene y lo certifica.
Carlos es a mi entender el empresario más dinámico de este país; ponerle los
calificativos que se merece, no es fácil, pues no son los normales. En los campos en que
se desenvuelve es el mejor y los que puedan estar leyéndome entenderán que hay ciertos
personajes a quienes, sin importar lo que se diga de ellos y, me refiero a lo bien, los
comentarios no le son justos en su totalidad.
Recuerdo el día de su nacimiento como si fuese en este momento. Su llegada fue
motivo más que de fiesta en mi hogar y familia. El fue el primero de los varones, nos
hacía mucha falta y cuando vino lo hizo con alegrías. Estábamos en el Centro Médico
de San Bernardino. El ambiente, con el anuncio de su llegada fue festivo. Sus cabellos
eran castaños, casi rojizos, sus ojos azules, su piel blanca. Lo miraba, veía y pedía para
él lo mejor y puedo decir, sin que me quede nada por dentro, que se cumplió.
Es un hombre íntegro, trabajador, buen hijo, buen hermano, mejor amigo, gran jefe,
noble, hasta unos niveles insospechados. Alegre, bullicioso, carismático, muy criollo,
dominante. De pocas, pero claras palabras, siempre me ha manifestado y demostrado
su respeto y amor hacia mí y hacia a los suyos. De niño en el colegio, Carlos tenía un
desenvolvimiento histriónico, vivía dentro de un estado de comicidad permanente, le
gustaba reír y hacer reír.
Cumplidos los trece años y una vez hecha su Bar Mitzvá, lo enviamos a los
Estados Unidos y su educación duro ocho años. Allí aprendió a dominar el idioma
como cualquier americano, con sus acentos, visiones, pero con un sentido de la
practicidad muy judío.
Para él, el tiempo es demasiado valioso, sino que lo digan sus hermanas, a
quienes luego de no verlas durante algunas semanas, se acerca a ellas, les da como de
costumbre un beso y luego de un par de minutos, no más, se marcha a su mundo, a su
propio mundo.
Carlos tuvo con su primera esposa, Tania, tres hijos, un varón y dos hembras.
Tuve el honor de que le pusiera mi nombre al varón, quien ahora es un excelente
hombre de negocios en Estados Unidos; está recién casado con Angie y están esperando
un bebé. Es un muchacho muy inteligente y estoy muy orgulloso de él. Sigue Valerie,
esposa de Mario, que en Agosto tuvieron su primera hija, Vicky. Por ultimo, la menor,
Karina, que ya tiene novio; ella me adora y no hay día en que no me llame.
Su segunda esposa, Jordana, es muy bella y tiene una gran capacidad creativa,
como su marido. Le gustan los negocios. Juntos tienen dos hijos: Tiffany, quien tiene
una cara tan bella y un carácter tan dulce, no hay quien esté cerca de ella que no quede
cautivado por su manera de ser. También tienen a David, el menor, que es muy
inteligente, con un porte de príncipe; además posee un corazón que no le cabe en el
cuerpo.
Simón
Para complementar mi cuadro familiar, termino mis memorias y lo hago
hablando del menor y no menos importante de mis hijos, Simón.
Éste vino al mundo con una fuerza no vista en los demás de mis vástagos. Por
ser el menor, desde que tuvo uso de razón dio por descontado que todo le pertenecía, me
refiero a la casa y todo lo que había en ella.
Ni hablar de los juguetes, era dominante, soberbio, fuerte de carácter, siempre le
embelesaban las matemáticas. Perla, su hermana mayor, dominaba a los demás, pero a
éste, le costaba hacerlo. Su hermano Carlos, siendo mayor que él, temía de sus
arrebatos, de su ataque, el cual era desproporcionado. No media en la fuerza, con un
palo salía a golpearlo y el otro, sabedor que no le podía contestar con la misma rudeza,
prefería evitarlo. Pero como dice el dicho, luego de la tormenta viene la calma.
Simón creció y en la medida que esto sucedía, mejoraba en todos los aspectos.
Él siempre fue un niño sincero, no sabía ni practicaba la mentira, lo que nos hacía
confiar en todo lo que nos decía. Esta conducta ha permanecido de tal manera que es el
que maneja todas nuestras cuentas, en él depositamos toda la confianza y él es quien se
ocupa de mis cosas personales.
Es un hombre de honor, un poco parco, pero sincero, un buen hijo en todo el
sentido de la palabra, que se toma el tiempo que requiere el poder mantener las buenas
relaciones con sus amistades, cumple con ello como algo sagrado. Mantiene un espíritu
propio de deportivismo, es capaz de hacer un viaje a Europa y si el tiempo y la familia
le permitieran, creo que daría la vuelta al mundo en bicicleta.
Su pasión, el basquetball. Su amor, su esposa y sus hijos, a los que va a menudo a ver
en otros países. Su creencia, firme, y su entrega tan amplia que cumple con la
comunidad y con los compromisos comunitarios. Actualmente es Presidente de nuestro
club Hebraica.
A Simón nunca le gustó el negocio y estudió en la Universidad Simón Bolívar
la carrera de Ingeniería Eléctrica. Cuando se graduó vino a decirme que iba a ser
contratado por la Electricidad de Caracas con un sueldo inicial de seis mil bolívares.
Por aquella época no era poco. La señora y él estaban felices. Yo sabía el potencial con
que contaba, pero quise fuera él, quien propusiera la idea. Le dejé ver que no tenía nadie
que se encargara de la administración, le pregunté si conocía a alguien confiable que lo
pudiera desempeñar. El me preguntó:
-¿Y cuánto le vas a pagar?
Le dije que para comenzar le daría 40 mil bolívares. Me respondió:
-¿Qué has dicho papá? ¿Cuarenta mil bolívares mensuales? Yo no voy a perder
ese empleo».
Me dijo que no estaba preparado para tomar el puesto pero que sí quería
aprender, me pidió permiso para ir a los Estados Unidos a doctorarse en
Administración. El matrimonio se fue y al volver, Simón se colocó como administrador,
tanto de la empresa Graffiti como de otras, gestión que todavía está dirigiendo con
éxito.
Simón tiene cuatro hijos. La primera, Yael, está casada con Miguel Chocrón, un
muchacho muy inteligente, viven en los Estados Unidos y son padres de Eithan. Ella
está trabajando para una compañía en ese país. Parece que en poco tiempo se va a
independizar porque es muy preparada.
El segundo hijo de Simón es Daniel, también está graduado, tiene un excelente puesto
en una empresa venezolana. Después viene Adriana (la llamamos «La Pichi»), que se
parece mucho a mi mamá, tiene el mismo color en la cara y la misma alegría del rostro;
es un amor de criatura. Es muy independiente y de vez en cuando enseña su carácter.
Pero yo la adoro, porque no tiene malicia. Siempre es muy espontánea. El menor,
Gabriel («Lucho») tiene 14 años cumplidos; es tan inteligente que yo lo admiro, porque
a su corta edad ya parece un hombrecito. Es muy amable y cariñoso y actúa como si
tuviera 25. Está en todo, lo capta todo. Lo quiero mucho, como a todos los demás.
Mi hijo Simón, desde pequeño prefirió siempre a las muchachas rubias. Su
esposa, Mariana, lo es. Son afortunadamente muy felices. Simón tiene una colección de
pinturas Naif, que creo que es una de las más importantes de Sudamérica. Cada vez que
se entera que hay un pintor Naif en cualquier parte del mundo, va, se entrevista con el
pintor y le compra la obra que le gusta. Da placer ir a su casa y ver todos esos cuadros.
Además es un buen catador de vinos tintos. De hecho, ése es el único vicio que tiene.
Dora, el amor de mis amores
He querido dejar casi para al final uno de los temas que más me duele recordar,
he querido que la tristeza que me embarga no nublara mis recuerdos mientras escribía lo
anterior. No hay palabras en el mundo que puedan decirse para transmitir el dolor que
causa la pérdida de un ser querido y más aún, el de la compañera de toda la vida. Pero
es justo y necesario que hablemos de mi querida e inolvidable esposa Dora.
Saben, como les conté, que ella vino de Maracaibo. nos conocimos y, sin querer,
dejamos pasar un par de años hasta nuestro nuevo encuentro. Me aceptó como marido a
sabiendas de que estaba dando los primeros pasos para independizarme.
Ella fue el motor que no se ve, pero que empujó mis ilusiones, ella con su suave
manera de tratarme, con aquella hermosa paz espiritual que la invadía y que nos
contagiaba, ella, y no otra persona, debería ser la protagonista de este libro.
Dora, fue no sólo compañera, una madre como pocas, una esposa abnegada,
dispuesta, complaciente y capaz de mover el sol, para tan sólo darme un gusto. Desde
que nos casamos hasta los últimos días se esmeró siempre en hacerme platillos que
complacieran mis apetencias. Desde siempre, Dora con aquel corazón inigualable, hacía
sentir nuestro hogar como el rincón más solícito y cálido. Cada semana se esmeraba en
preparar las comidas, que sabía eran las favoritas de cada uno de sus hijos y hasta de los
nietos.
Ella supo dar las lecciones justas, para ver lo que hoy disfruto en sus hijas e
hijos, esa moral de una calidad envidiable, ese don de dar, con un sentir judío, esa
manera de hacer, de coser, para orgullo de los suyos. Ella nos enseñó
mucho, todo. De ella aprendimos que el placer y la satisfacción de los demás hay que
lograrlos con la entrega sincera, con la carencia del tiempo, con afecto y con amor. En
cada rincón, en cada sitio, en cada espacio de mi casa está ella, siempre nos acompaña
en su memoria, en sus dichos, en su dulce toque, en su exquisita manera suave de hablar
y hacerse sentir. Vivimos con la riqueza de su recuerdo, de sus hechos, de su amor y
sabemos que fuimos afortunados por habérnosla dado Dios.
Pero un día como los habituales, mirando la televisión, sintió mucho frío. Dora,
como maracucha, sufría por ello y se fue a dormir al cuarto de huéspedes, pues suponía,
que me quedaría viendo un par de películas. Era sábado, terminé de ver la televisión
entrada la madrugada, fui como de costumbre a mirarla, a verla, a llenarme con su
presencia. La vi dormida, tranquila, plácida, dulce, viva. Para no molestarla me fui a
nuestro cuarto que estaba al lado y al poco, cansado, me dormí.
Recuerdo al despertar y recibir la noticia, no lo podía creer, me acerqué a su
cama, no como un marido, como alguien pretensioso, puedo asegurarles que en ese
momento me sentí como su hijo. La vi, su rostro mostraba una serenidad angelical,
parecía una niña, el viaje a dar la hizo rejuvenecer, no mostraba signos de miedo o
dolor. Nos comenzaba a mostrar ternura, paz, y exigía de nosotros lo mismo. La abracé
en un abrazo eterno, sin temporaneidad, absorbí en ese instante la suficiente energía de
vida para poder seguir adelante, entendí que debía seguir apoyando a los míos, cosa que
sigo haciendo, como también, que sigo sintiendo.

Ella me acompaña cada día más


Epílogo

Terminada de escribir esta parte de la biografía del señor Abraham Sultán, este
gran hombre, empresario visionario, amante esposo y mejor padre, me doy cuenta de
que algo nos hace falta. Tan sólo cuando logramos cerrar el círculo de familia, entonces
podemos comprender en su dimensión real a nuestro protagonista, su visión personal de
las cosas. Para poder completar su entorno, abrimos el corazón y la mente de sus hijos y
nietos para que, desde otro ángulo, podamos entrar en ese espacio íntimo que, por
modestia, Don Abraham mantiene en silencio. Es por ello que como tributo a quien dio
sin medir, pueda, por este mismo medio, recibir el gran amor que sus hijos y nietos
quieren hacer público.

Samuel Akinín

A mi papá
Hoy es un día especial, estamos acá todos reunidos para celebrar los primeros
noventa años de mi papá, Abraham Sultán Sultán. Siendo la mayor de los hermanos,
me he acostumbrado a hablar y pensar en plural, en mi nombre y en el de ellos.
Llegando ya a las páginas finales, estoy consciente de que por mucho que se
diga o se escriba, nada de ello puede, de manera fiel y exacta, plasmar lo que fue y es
su vida, que todos hemos compartido y aprendido de él.
He tenido el placer de vivir con mi papá y conocerlo en muchos aspectos: de
padre; al ir creciendo, de compañero, amigo y consejero. Siempre ha estado presente
cuando lo he necesitado.
Sentí una emoción muy grande cuando fui madre, pues le pude brindar tanto a él como a
mi mamá, una alegría inmensa. Yo era la primera hija y di a luz su primera nieta. Me
expreso así, pues me imagino que es la misma emoción que sentí yo cuando mi hija
Natalie tuvo a Dora Gabriela, mi primera nieta.
Al transcurrir los años y, habiendo yo estudiado y culminado mi carrera de
Medicina, empecé a ocuparme y a veces preocuparme por la salud de los míos,
especialmente de papá y mamá.
Papá siempre fue el que más cuidados requería. Mami llevaba sus problemas
de salud de una manera más silenciosa, no quería preocuparnos y muchas veces nos
ocultaba lo que sentía. Ella siempre estaba pendiente de papá y de su salud. De
brindarle todo lo que él pudiese necesitar.
Gracias a estos cuidados, al amor por la vida tan inmenso que él tiene, y a su
fuerza de voluntad tan grande como para someterse a cualquier régimen que pueda
beneficiarlo, es como podemos estar compartiendo con él, de una manera tan
completa, con una salud y lucidez a todo dar y, sobre todo, con una memoria
inmejorable.
Al hablarles de él, pienso que mi sentimiento no es ni ha sido único, es algo que
se repite con la misma alegría en todos nosotros y hoy quiero hacer público lo que ha
significado para nosotros ser hijos de Abraham Sultán Sultán.
Indiscutiblemente, para poder tener una visión como la que ahora poseo, primero
he debido ser madre y abuela. Es solamente ahora cuando la experiencia vivida me ha
venido a mostrar las bondades que genera la familia, cuando puedo decir sin temor a
equivocarme, que no existe un placer mayor que el de apreciar, en su verdadera
dimensión, a un ser humano y, sobre todo, si se trata de un padre o de una madre.
Nací con ventajas y con mucha suerte: tuve la dicha de ser la primera hija.
Gracias a ello y, por la educación que mis padres me brindaron, asumí muy en serio el
rol de ayudar en el cuido y en la crianza de mis hermanos.
Ahora, cuando pienso en el pasado, en aquellos tiempos, puedo decir con toda
certeza que fueron años de placer, pues pude vivir una infancia llena de logros y
fantasías, en la cual aprendí a disfrutar, estudiar y compartir en familia. Cuando digo
familia, me refiero a la de ellos por numerosa, ya que en casa de mi papá eran ocho
hermanos y en casa de mi mamá también.
El haber tenido una infancia y juventud como las nuestras, tan plenas de
vivencias, hicieron forjar en nuestras personalidades ese deseo de tratar de ser cada vez
mejores. De superarnos. Estoy convencida que esa manera de ver el mundo, la hemos
venido logrando gracias al ejemplo que nos han dado nuestros padres.
Mi papá siempre nos ha hecho sentir seguros de nosotros mismos, apoyándonos
en cuanto proyecto hemos emprendido. En mi caso, siempre tuve curiosidad por saber y
aprender, investigar, cuestionar el por qué de las cosas. Ellos, papi y mami, siempre
nos facilitaron las herramientas para que desarrolláramos aquello que nos interesaba.
Por supuesto que también guiaban nuestros pasos, los estudios y nuestra
formación general. Pero si teníamos inclinación por algún deporte, alguna actividad,
algún instrumento musical, allí estaban ellos para brindarnos
la posibilidad de explorarlos. Esa manera de ser tan propia de ellos, es el motivo de
nuestra fortaleza, es la causa que nos impulsa a tratar de hacer las cosas, sin olvidarnos
jamás de los nuestros, del prójimo, del que necesita.

Hablar de Papi se torna muy difícil, cuando los calificativos que debemos
emplear son sólo superlativos. Cómo se puede hablar de un gigante que a la vez se
convierte en nuestro mejor amigo cada vez que lo requerimos. Cómo se puede hablar de
un hombre que es y siempre ha sido una enciclopedia abierta.
Cómo podemos decirles que no hubo distancias entre nosotros, pues desde
siempre hemos contado con su voz, su apoyo, su cariño y, sobre todo, su amor. Cómo
les podríamos detallar sus cualidades específicas, cuando antes de haberle solicitado
cualquier cosa, siempre estaba al tanto y buscaba la manera de ayudarnos.
Cómo se puede hablar de un hombre que cuidó, respetó y amó a su esposa como
él hizo y continúa haciéndolo. Cómo podríamos expresar en papel algún sentimiento
hacia él, si lo único que de nuestro corazón emana es amor. Cómo pretender hablar de
él, cuando no sabríamos por dónde empezar y mucho menos, qué decir. Lo que sí
sabemos y de lo que no nos queda la menor duda, es que el mejor regalo que nos ha
brindado la vida es tener unos padres como los que nosotros hemos tenido.
Lo que deseo dejar sentado en esta oportunidad que se me brinda, es mi
agradecimiento a Dios por permitirnos tener a papá junto a nosotros todo este tiempo,
compartiendo tantas alegrías, tantas experiencias, tantos momentos. Papi, con sus
enseñanzas y sus consejos, ha tratado de inculcarnos los valores y principios por los
cuales él se ha regido toda la vida, el amor a la familia y al prójimo, el respeto, el
trabajo, el esfuerzo, el entregarse siempre en forma incondicional.
Cada vez que ha tenido la oportunidad, nos ha dicho que la mejor herencia que
le puede dar un padre a sus hijos es transmitir experiencia. Parece ser que a los hijos no
nos gusta oír consejos y aprovecharnos de esa sabiduría y, por no hacer caso,
tropezamos.
Cuando pienso en nuestros hijos y nietos, sus nietos y bisnietos, cuando veo el
amor que le profesan, el cariño que le brindan, la ternura con la que lo cuidan, entiendo
el verdadero significado de la vida. Cuando trato de describir la mirada de papá, su
sonrisa, sus palabras, cuando comparte con ellos, sus nietos y, sobre todo, sus bisnietos,
no encuentro las expresiones necesarias para describirlo. Cada palabra, cada gesto, cada
sonrisa es un poema.

Para mí, todo esto se traduce en un camino de vida: Amar, dar, sembrar, enseñar
con el ejemplo, para luego, con la bendición de Dios, poder recoger hermosos frutos.

Miro a mi papá ; me parece leer en su rostro, en su dulce mirada, en su tierna


sonrisa, lo que piensa que todo ser humano debería poder decir que:

«Valió la pena haber vivido, me siento agradecido y orgulloso de todo lo que


tengo y no podría haber pedido más. Gracias»

Perlita
UN GRAN PAPÁ
Papi, si yo me preguntase en este momento ¿Cuáles serían las enseñanzas que
un padre podría transmitirle a una hija?
Diría:
El saberse cuidada, protegida y amada.
Hacerle creer que es importante.
Darle seguridad de sí misma y dirección en la vida.
Transmitirle principios y valores para con los demás.
Darle herramientas para seguir un camino justo y respetuoso.
Saber ser escuchada.
Aceptarla como es y saber aceptar a los demás como son.
Hacerla sentir especial.
Haberle enseñado a ser sencilla, gentil y con calidez humana.
Andar siempre con la verdad y defender la justicia.

Papi, no sólo son esas las cosas que aprendí y que llevo conmigo. Podría seguir
escribiendo tantas otras enseñanzas y valores que me has dado, pero creo que todo lo
antes dicho, queda en minúsculas ante estas mayúsculas:

TE QUIERO MUCHISIMO
Gracias por ser parte de mi vida
Annie
| Papá:
«Cada vez que pienso en Papá, lo primero que siempre recuerdo, lo que durante
toda mi vida más he admirado en él, es la forma de comportarse con la familia, aún en
medio de las mayores dificultades.
Lo esperábamos en casa todas las noches, porque cada vez que regresaba de su
trabajo, entraba con una gran sonrisa y con su cara de felicidad contagiaba a todos por
igual. Él podía estar atravesando por los momentos más difíciles con su fábrica textil,
que le trajo muchísimos problemas y muchos dolores de cabeza, pero siempre nos decía
que todo estaba bien y cuando en casa nos enterábamos de que no era así, entonces nos
decía: «No te preocupes, hijo mío, todo se está resolviendo favorablemente». Con esa
actitud nos dio toda la felicidad del mundo a los cuatro hermanos y nos enseñó que no
importa cuán grandes puedan ser los problemas que uno tiene, lo más importante es la
familia. que debemos dejar en la oficina los problemas, que no los llevemos a casa, para
que cuando estemos en familia compartamos y disfrutemos de ese momento.
Especial recuerdo tengo de la forma como nos cuenta sus chistes, sus anécdotas
y sus experiencias, que todos compartimos en familia y que por esa forma de contarlas
muchas veces no queríamos que terminara de hablar por esa facilidad de expresión que
siempre le ha caracterizado.
La otra cosa que recuerdo mucho, son las visitas que él me hacía cuando yo
estudiaba en los Estados Unidos: la emoción que él me irradiaba cada vez que llegaba.
Me sacaba a pasear y, como si fuera Diciembre, quería comprarme todo lo que veíamos
en las tiendas, ésa era su mayor felicidad y, por supuesto, la mía.
También recuerdo cuando comencé a trabajar con él. Al principio fue muy
difícil, creí que era muy duro, pero hoy me he dado cuenta de lo mucho que he
aprendido de él y de lo importante que fueron sus enseñanzas. Él supo balancear el
cariño y el amor hacia la familia con la disciplina y lo hizo siempre pensando en nuestro
bienestar.
Todo lo que tengo se lo debo a Papá y a nuestra querida Mami. Debemos dar
gracias a Dios por lo maravillosos que fueron con nosotros, dos seres muy especiales.
Podría continuar diciendo muchas cosas...pero ésta no es mi historia, sino la de Papá.
Gracias, Papá, eres y seguirás siendo el ejemplo de mi vida, de mis hijos y de
muchos más.»
Carlos
Querido papá:
No es fácil plasmar en palabras lo que significas para mí:¡¡¡Abraham
Sultán!!!¿Tú debes ser hijo de Abraham Sultán? ¿Qué eres tú de Alberto Sultán? Te
pareces al Catire, ¿Eres algo de él? Estas preguntas son unas constantes en mi vida y
supongo que en la de mis hermanos.
Vine al mundo en los momentos en que te absorbían tanto los negocios, como
también la comunidad. Creo que al haber sido el benjamín de la familia, durante esas
épocas tan duras y difíciles que pasaste, en mi óptica de niño pensé que no era
suficiente el contacto, (padre – hijo), que tuvimos.
En esas épocas tempranas, a mi manera de ver, me sentí más como el hijito
de mamá. Sin embargo, esta percepción, al dejar el tiempo correr y en la madurez
que se gana con los años, veo que estaba equivocada.
Esto ocurrió mientras iba creciendo, en mi adolescencia. Fue allí cuando, sin
dudas, me fui dando cuenta de la gran influencia que has tenido en mí. Del legado
que recibí de ti, de tu ética como padre, de tu bondad como amigo, de tu
voluntariado comunitario, del hacer el bien a los tuyos, del proteger a cualquier
precio a tu familia.
Padre, qué orgulloso me siento de saber todo lo que silenciosamente me
enseñaste, pero lo que más te agradezco, es el haber estado en los momentos más
importantes de mi vida. El haberme dado los jalones de oreja que me hicieron
madurar. El haber estado allí en mis momentos más difíciles.
Hoy, y lo digo pleno de orgullo, veo que, sin quererlo, te imito: como padre,
como persona, como amigo y eso dice todo lo que siento por ti. Espero, y sería mi
mayor logro, de que mis hijos concibieran un poquito de lo que yo siento, cuando
escribo estas palabras. Eso sería la gran recompensa de mi vida. Quiero acá y ahora,
dar gracias a la vida por haberme dado la oportunidad de estar tan cerca de ti.
Gracias a la vida por poder celebrarte estos preciosos 90 y pido y espero que
sigamos muchos años más en alegrías.

Tu hijo
Simón

Querido Abuelo

En este día tan especial en el que celebramos tu 90 cumpleaños sólo quiero


recordarte lo muchísimo que te quiero.
Eres un abuelo muy especial, siempre pendiente de todos tus nietos y ahora
sobretodo de tus bisnietos, mis hijos, Gabi, Alan y Andrés (el Morely) te adoran, al
igual que yo.
Cada vez que vamos a Margarita nos encanta ir a cenar a tu casa y disfrutar de tu
compañía, tus anécdotas de cuando estabas en el servicio militar, cuando llegaste a
Venezuela y sobre todo tus chistes que nunca pueden faltar en una sobremesa. Para mis
hijos, jugar en la sala de tu casa y tirar todos los cojines al suelo o agarrar tu bastón es
su mejor diversión. Para Alex y para mí, ir contigo al Gambero Rosso es siempre un
placer.
Abuelo, me siento muy afortunada de tenerte junto a mí, siempre amoroso,
dándome consejos y sobre todo tu cariño.
Palabras nos faltan para expresarte lo mucho que te queremos y admiramos,
Tus nietos,

Natalie, Alex, Gabi, Alan y Andrés

Querido Bisabuelo Alberto,


Como tengo sólo 14 meses y aún no sé escribir le pedí a mi papá que escribiera
estas líneas para mí. Te cuento Alberto que aunque te conozco por poco tiempo no te
imaginas cuánto te quiero. Te quiero más que a mis chupones, más que mi cobija
preferida, más que comer helado (y no sabes cuánto me encanta comer helado) y hasta
más que una rubia de 13 meses que siempre está en el parque y comparte sus juguetes
conmigo. Pero sobretodo te quiero tanto porque veo cuánto te quieren mis padres.
Siempre me hablan de ti y mi papi a veces para dormirme me cuenta tus
historias. También me cuenta tus chistes y me río. No sé si aún los entiendo pero como
él se ríe tanto al contarlos pues eso me da risa. Me cuentan lo bondadoso y sabio que
eres. Que te encanta leer. A mí también me encanta leer. Acabo de terminar un libro
buenísimo de una niña que le roban su fruta unos animales sin que ella se de cuenta.
Termina bien, así que mejor no te lo cuento por si acaso te lo quieres leer.
Bueno, creo que me toca que me bañen así que te dejo con unas últimas palabras
que me pidieron mis padres que incluyera.
Abuelo, en todas las etapas de nuestras vidas tu presencia ha dejado su huella
junto a innumerables recuerdos. Recuerdos como jugando en la grama frente a el
Trapiche, cenas maravillosas y paseos por las calles de Nueva York, infinitos partidos
de dominó, nuestro amor común por el cine español, celebraciones de año nuevo en
Margarita y tu gran pasillo de fotos familiares que hasta el día de hoy sigue creciendo.

Eres una persona increíble. Gracias por todo lo que nos has dado y enseñado a
través de los años.

TE QUEREMOS,
Jordan, Annabelle y Jonathan
Abuelo:

Antes que nada quería felicitarte por tus excepcionales 90 años. Son bastantes
ya los años transcurridos en tu vida, pero tus enseñanzas,
experiencias, logros, orgullos, éxitos, historias y anécdotas quedaran grabadas y
contadas por cientos de años más.
Dicen que el valor y el nombre de una persona se miden no por lo que tiene, sino
por sus acciones y el legado que va dejando. Personalmente te puedo decir que eres la
persona más valiosa que conozco – siempre nos has ayudado a todos sin pedir nada a
cambio y, todos los que te conocemos se sienten orgullosos de poder nombrarte como
amigo.
Quiero sepas, que para mí eres una persona digna, íntegra, admirable y sobre todo
honorable. También, que para mi es una bendición el decirle a la gente que soy nieto de
Abraham "Alberto" Sultan, es algo que me llena de orgullo, alegría y honor. Sin olvidar,
que tu sabiduría y experiencia hace que me quiera siempre esmerar para lograr ser como
tú.
Mil gracias te quiero dar por todo lo que nos has dado y ayudado. Las historias, los
recuerdos, las bromas, las risas, el tiempo compartido,
han sido tan maravillosos que quedarán grabados en la cabeza para toda la vida. El
poder compartir contigo es un placer, sobre todo cuando ves jugar a tus bisnietos, el
"Chinito" y los Morochos. La emoción y felicidad en tu cara se propaga y nos cubre a
todos!!
Quiero detallar, algunos recuerdos que por siempre quedaran grabados en mí: los
almuerzos tradicionales de los sábados en tu casa de El Trapiche – la mejor comida, la
mejor compañía y los mejores tiempos que he pasado junto a la familia; los aperitivos,
las cenas y los shabats en tu casa de Margarita – sentarse en esa mesa llena, oyendo tus
cuentos y muertos de risa oyendo tus chistes; los viajes que hicimos juntos a Miami y a
Israel – la abuela Dora tan bondadosa y adorable, que hacía que uno se sintiera como el
rey del mundo; y todas las tardes compartidas contigo – oír la pasión con que cuentas
tus recuerdos, la emoción con que echas los chistes, ver tu cara de satisfacción cuando
ves la energía de tus bis-nietos, el orgullo de ver como tus nietos han crecido y formado
familias y hogares, y ver el orgullo que sientes al ver a uno de tus hijos entrar por la
puerta.
Abuelo Alberto – te queremos muchísimo, eres súper especial para
nosotros, te mereces esto y mucho más!
Andrés, Karina, Bryan, Alex y Jack.

Querido Abuelo, tocayo


Quiero por este medio decir, que eres una persona muy especial para mí y para
todos, los que te rodean. Quererte no es sólo fácil, es inevitable. De ti no solo recibí mi
nombre, recibí un conjunto de valores y tradiciones que han pasado de generación en
generación y con las cuales trato de regir mi vida cada día.
Las circunstancias no nos permiten pasar más tiempo juntos, pero tú mejor que
nadie sabes que me encanta estar contigo. El estar a tu lado es entretenerse horas con tus
interesantes cuentos, es aprender historia (entre otras cosas), reírse con tus chistes y
disfrutar el comer siempre rico y en familia.
Abuelo, no sabes el orgullo que siento de llamarme Abraham Sultán y de ser tu
nieto; por ello prometo que me esforzaré siempre para que tú te sientas orgulloso de mí
y de mí familia también. Está de más decirte que te quiero muchísimo y que, por lo
tanto, ocupas un espacio muy importante en nuestros corazones.
Te queremos mucho,

Los Sultán-Osers
(Abe, Angie y tu futura bisnieta).

Abuelo:

No es fácil poner por escrito el sentimiento que tengo el día de hoy. A parte
de felicitarte y darte un muy fuerte abrazo por tu cumpleaños, me pareció importante
también aprovechar para dedicarte unas palabras. No todo el mundo tiene la suerte de
poder compartir con su abuelo tanto tiempo (90 años). Son muchos los recuerdos y
momentos que tengo para contigo, los almuerzos en tu casa, todos los diciembres en
Margarita, tus chistes, tus consejos, tus bromas, tu cariño, los viajes que hemos
compartido juntos (El crucero por Turquía con toda la familia; Las Vegas, cuando
fuimos la abuela Dora, tú, Tammy y yo) y, personalmente tuve la suerte de también
vivir contigo (cuando con Miguel vivimos en tu casa un mes, de recién casados).
Te quiero muchísimo, y no sabes como me encantaría poder estar viviendo en
Caracas para compartir más tiempo contigo. Espero que te guste este regalo porque
creo que no debe existir nada mas satisfactorio que poder estar sentado desde donde tú
estas y ver una familia tan grande y tan bonita como la que nosotros tenemos. Eres un
ejemplo a seguir.

Feliz Cumpleaños te deseo todo lo mejor y hasta los 120 que vivas

Te Adoro

Yael, Miguel y Eithan


Abuelo

No existen palabras para decirte cuanto Te Queremos…


La Vida nos ha dado la oportunidad de estar a tu lado y disfrutar especiales momentos
contigo…
Nos has enseñado que la vida es bella y hermosa con tan sólo ver tu sonrisa…
Has sido una alegría en nuestras vidas…

Eres una bendición y una lección de Vida para nuestra Familia…

Te Queremos!!!

Mario, Valerie y Vicky Kahn

Querido Abuelo:
Feliz cumpleaños!!! Son pocas las personas que logran compartir junto a sus
abuelos los noventa años, y me siento privilegiado por ser yo una de ellas y sobre todo
por compartirlos con un abuelo tan especial. Es un orgullo poder decir que soy nieto de
Abraham Sultán. Gracias por siempre empaparnos con tu espíritu alegre, haciéndonos
reír a todos a cada momento con tus cuentos y chistes.
Gracias por siempre compartir tu inagotable sabiduría haciendo de cada uno de
nosotros una mejor persona. Ojala algún día pueda llegar a ser, lo que tú eres. Te quiero
mucho y felicidades otra vez.

Danchi

Abuelo:
90 años, 32.871 días, 788.923 horas, 47.335.389 minutos, 2,84012334 x 109
segundos, mejor lo traducimos! 8 hermanos, 1 esposa, 4 hijos, 14 nietos, 10 bisnietos.
Seguimos contando??? Seguro que sí, pero por ahora dame dos segunditos pa respirar....
Cuento años, días, horas, minutos, segundos... pero de qué valen?, si sólo sirven
cuando vemos el reloj? Yo cuento mejor en hermanos, esposa, hijos, nietos y bisnietos.
Son lo que veo, lo que aprecio, lo que conozco. Las horas se fueron y volvieron, pero
los demás siguen, así sea únicamente en nuestro recuerdo, pero vale más que cualquier
día en un calendario.
Abuelo, mira a todos lados, has creado un mundo tuyo, una familia que gira
entorno a lo que nos diste, nos das y nos darás. Siempre has sido determinante en tus
consejos y abrazos, siempre sabes que es lo mejor para todos sin tener que haber
escuchado una palabra... eso se llama experiencia, VIDA y amor, mucho, mucho amor...
Podría escribir un libro, intentando darte las gracias y de brindarte el amor que tú
me has dado, pero sería imposible! Tendría que escribir algo por ahí del tamaño de una
enciclopedia... Que para serte sincero... No me daría ni chance!
Con estas últimas palabras, te deseo todo lo mejor... te lo deseo? no sé si haga
falta, creo que ya está cumplido!
Un abrazote abuelo!
Mil Felicidades!
Los 90 mas jóvenes que has cumplido!
Michael!
Abuelo:
Quiero empezar esta carta felicitándote por tu cumpleaños, muchísimas
felicidades!!! Voy a aprovechar esta oportunidad para decirte que te quiero demasiado,
que me encanta compartir contigo que sepas que eres una persona muy especial para
mí. Eres lo que por excelencia se puede o se debe llamar: abuelo. Tú eres una persona
atenta, cariñosa, sabia, dulce, alegre, simpática, pendiente siempre de tu familia; tus
opiniones y comentarios son siempre los apropiados.
Quiero recordarte que siempre te querré y me acordaré de ti, porque sin duda
alguna eres una persona imborrable, tienes y das tanto que los 365 días del año no son
suficientes para recibir absolutamente todo lo que tú puedes dar, aunque sé y estoy
segura de que siempre estás dispuesto a darlo.
Eres un ejemplo a seguir y el mayor logro que yo creo, haz hecho a lo largo de tu
vida, es la familia que creaste con la abuela Dora, que en paz descanse.
Hoy en día ya es difícil encontrar familias como la nuestra, en las que todos se toleran,
se respetan, se aprecian y se quieren. Gracias a las enseñanzas y ejemplos que nos ha
dado, que no se nos borrarán de la memoria de ninguno de los Sultán, por la educación
que nos diste y con las que por siempre nos van a mantener unidos, como familia.
Abuelo, cada momento que yo comparto contigo, para mí, es único e irrepetible.
Son momentos en los que aprendo, disfruto, me río, reflexiono, pongo todas mis
capacidades a tono, porque para poder estar presente frente a una persona como tú hay
que poner esas cosas a funcionar, para así aprovechar al máximo cada una de tus
enseñanzas.
Me encanta cómo compartimos en tu casa, cada cena, cada chiste. Y quiero
sepas, que los comentarios quedarán por siempre incrustados en mi memoria.
Me fascina que mi parecido a ese ser tuyo tan especial que te acuerde a tu madre,
porque de esa manera siento que tengo más afinidad contigo.
Abuelo, te vuelvo a repetir que te quiero muchísimo, que siempre te querré y que
nunca serás apartado de mis memorias y de mi corazón.
Felicidades por tu cumpleaños y por todos los grandes logros que tienes.
Con muchísimo cariño.
Tu Nieta Pichi o La Rusa!!!

Querido Abuelo!
Aprovecho esta oportunidad para felicitarte y desearte que tengas el mejor de los
cumpleaños y que cumplas hasta los 120 y más rodeado de tus seres queridos; pero más
que felicitarte en tu día, quiero decirte lo muchísimo que te quiero y te admiro.
Desde muy chiquita siempre me ha encantado escuchar tus sabias palabras y tus
interesantísimos cuentos que me llenan y me enseñan tanto. Todas las oportunidades
que comparto contigo vivo alguna aventura, historia, chiste o anécdota que con tu gracia
cuentas a la familia. Puedo pasar horas escuchándote feliz y encantada de las tantas
maravillas que has vivido.
Por otra parte quiero felicitarte por el gran trabajo que como papá y hombre has
desempeñado a lo largo de tus años ya que has dejado una huella y rastro espectacular
en todos tus hijos, nietos y bisnietos. Eres un hombre que sin duda ha marcado nuestras
vidas y las de muchos con tu encanto y simpatía. Te quiero muchísimo, abuelo y estoy
orgullosa y muy feliz de pertenecer a una familia tan bella y especial como la que tú
con la abuelita Dora (que en paz descanse) formaron con tanto amor.
Espero poder tener durante muchos más años la dicha de estar y compartir
contigo. Te agradezco todas la cosas bellas que nos has brindado y enseñado y me
gustaría poder devolvértelo con amor todos los días.
Nuevamente felicidades en tus 90 años y deseando que se multipliquen por
muchos años más.
Con todo el amor y cariño del mundo.
Tu nieta
Karina.

Hola Abuelo

Te escribo para celebrar contigo tu cumpleaños numero noventa!!! Gracias a D-


os que estás con nosotros y pido que estés muchos cumpleaños más.
Lo hago, porque hoy además quiero recordar los momentos que pasamos juntos,
en los que nos reímos muchísimo y de los que no puedo olvidar los cuentos que cada
vez que recuerdo, me río como cuando en British Airways no encontrabas cómo poner
el asiento en posición vertical y no veías la manera de cómo decírselo a la aeromoza. Ni
cómo olvidar el de tu amigo Satanás que se lanzó por el muelle en Melilla y se fracturó
casi todo el cuerpo. Y tantos otros cuentos más que me han dado mucha risa y que
siempre recuerdo.
Abuelo, quisiera agradecerte por haber sido para mí quien eres, por tu amor, tus
recuerdos, tus regalos y por tantas y tantas cosas.
También voy a felicitarte por haber formado una familia tan grande, en la que
cuentas con diez bisnietos y dos más en camino, también tienes trece nietos de los
cuales muchos ya están casados y tienen sus propias familias y sin olvidar a tus cuatro
hijos exitosos y sus familias.
Quisiera que todos pudieran seguir tus pasos y que la suerte que te
ha acompañado siga a tu lado como te mereces. Feliz cumpleaños, abuelo.
Tu nieto:
Gabriel Sultán (Lucho)

Querido abuelo,
Primero que nada te quiero decir feliz cumpleaños y también te quiero mucho
no sólo por que eres mi abuelo sino porque eres un hombre muy ejemplar para toda la
familia y también para todo el mundo.
Te quiero mucho.

Tiffany Sultán

Querido abuelo
Te quiero felicitar en tu cumpleaños. No puedo creer que ya vas a tener 90
años. Estoy muy feliz que estés aquí conmigo. Tú has sido uno de los mejores ejemplos
para toda la familia y, por qué no, para el mundo entero. Te quiero mucho y que
cumplas hasta los 120 o más porque 120 es muy poco para un hombre tan bueno como
tú.
Feliz cumpleaños.

David Sultán

Querido suegro:
Quiero aprovechar esta magnifica oportunidad para expresarle lo que siento. Y con ello,
voy a comenzar contándoles a todos, una anécdota: hace años, fui invitado a comer en la casa
de los padres de Annie. Para mí ese evento me hizo sentir muy alegre, era la primera vez que me
sentaría en la misma mesa y en la casa de «Don Alberto» como todos lo solían llamar. Me sentí
nervioso, pues él, era una figura que infundía respeto.
En mi casa gozaba de ciertas prerrogativas y en cuanto a gustos culinarios era por de
algún modo decir, muy escaso en lo referente al surtido. Retumban en mis oídos sus palabras,
cuando con aquella voz portentosa, el preguntó ¿Para quién es ese bistec? La señora Dora le
respondió: para Oscar, él no come estas otras cosas. Sin medir ni esperar en su respuesta, de
modo tajante y contundente dijo: Si Oscar se quiere sentar en esta mesa con nosotros, deberá
comer lo que todos estemos comiendo. Y continuó ordenando que se llevaran el bistec a la
cocina. Fue un aprendizaje y, desde ese día, comencé a comer de todo. Don Alberto, a quien he
aprendido a querer como a mi segundo padre, me ha enseñado muchas cosas en la vida. Él me
dio una gran oportunidad de trabajar a su lado y, sentado al frente de su escritorio, fue como
pude absorber todo un mar de conocimientos.
Él, un hombre que fue autodidacta, no temía en traspasar sus experiencias, me hizo
partícipe en sus conversaciones, transacciones y trato con sus semejantes. De más está que les
hable de su memoria, para todos es conocido esa prodigiosa mente que posee. Lo vi como se
desenvolvía en su forma de actuar, ese razonamiento tan exacto y justo, la manera de ver los
negocios, la vida, la familia y, no menos importante, su actitud, todos ellos fueron y siguen
siendo mis directrices.
Me siento entre los pocos de la familia con el privilegio de haber compartido muchos
años de mi vida con una persona tan respetada, a quien la gente reconoce como Patriarca, pues
siempre ha estado dispuesto a tender una mano a sus amigos.
Puedo y debo decir que con su familia ha sido bondadoso, generoso y cariñoso, donde
siempre nos muestra que el respeto es la piedra fundamental para una relación.
Quiero terminar diciendo que le agradezco me haya permitido entrar en su familia y que
me siento feliz y realizado por la esposa que tengo, los hijos y la suerte de poder sentirme como
un miembro más de su familia, pues lo he aprendido a querer con el tiempo, su paciencia y mi
amor.
Felicidad y larga vida.
Oscar

Sr. Alberto
He tratado de resumir en pocas palabras el sentimiento que nace en mi corazón y
que siento por usted y, créalo, no lo he podido lograr. Han sido tantos los momentos y
la dicha que sentí desde que lo conocí, que no estaría haciendo justicia a lo que ha sido
para nosotros. Debo decir que en los momentos en que se requiere de un padre, de un
buen amigo y o hasta de un buen consejero, siempre usted ha estado allí.
Hay un punto cierto en usted y es que siempre lo hemos visto tras esa sonrisa
que lo caracteriza, con buenos modales y siempre atento para con los suyos. Esa sonrisa
que es su sello personal y de la cual comentan mis familiares y junto con ellos, mis
amigas. Ellas me hacen ver que con su edad ha logrado mantenerse bien, que luce
buenmozo y que siempre nos llama la atención con su aroma, pues siempre huele rico.
Qué mejor hablar un hijo de un padre, cuando puede decir que jamás lo conoció
bravo. En lo personal, yo no le he llegado a conocer ni siquiera una mala cara. Eso es
algo que puede hablar bien de Don Alberto, como me consta que hablan los suyos y los
que pasaron o tuvieron algún trato con usted.
Hoy es otro día de fiesta, y espero lo disfrute como todos lo estamos haciendo.
Como regalo, me comprometo a no distraerme cuando estemos jugando dominó y haré
lo propio con mi padre, quien por mi voz, le manda un besote, al igual quiero reciba los
míos y los de mi familia.
Que siempre el amor que irradia nos acompañe como hasta ahora lo sentimos.
Lo quiero
Jordana

Querido Sr. Alberto

!!!!!!Feliz cumpleaños !!!!!!!!

Ciertamente noventa años merecen ser celebrados. ¡Pero 90 años de Abraham


Sultán es un festejo mayor!
Qué alegría siento en poder acompañarlo. Me siento a escribirle esta pequeña
dedicatoria y me viene a la memoria la entrevista que le hicieron al Arq. Frank Lloyd
Wrigth por motivo de sus también 90 años.
El joven entrevistador, al finalizar el programa, se despide, diciéndole que espera
volver a verlo el próximo año. A lo cual el arquitecto contestó: «No veo
porque no, usted es joven y se ve que goza de buena salud»
Me sonrío yo sola, imaginándome a todos nosotros en su casa. Me recuerda a
usted, a usted en ese gesto tan suyo: acomodándose los lentes; puedo ver su cara,
sonriendo pícaramente, tratando de responder, alternando palabras con risas; donde ya
no importa la pregunta ni la respuesta porque todo es una fiesta!!!
Esa risa tan suya, tan contagiosa, alegre, franca. Me hace sentir en casa. No
quisiéramos estar en ningún otro lugar, sino ahí con usted, cobijados por su cariño y
por su hospitalidad.
Señor Alberto, gracias por abrirme las puertas de su casa, por brindarme un
hogar lleno de afecto, para mí y para mi familia; por compartir conmigo sus consejos,
memorias y anécdotas, tan inteligentes, enriquecedoras y divertidas.
Cómo no halagar su mesa, siempre llena de las mejores exquisiteces; para
complacernos; invitándonos a volver una y otra vez. Usted ha logrado que cada reunión
familiar supere la anterior y cada vez salimos de su casa literalmente: «Con la barriga
llena y el corazón contento».
La Toráh enseña que los hombres vienen con tres nombres a este mundo:
El que le dan sus padres: «Abraham Sultán»
El que le dan sus amigos: «El Catire»
Y el que se hace con el paso por la vida: y es a ese nombre: «Señor Alberto»:
(Sinónimo de trabajo arduo y honrado, amor por su familia y dedicación a su
comunidad), es al que hoy quiero rendirle homenaje: decirle que lo quiero mucho, que
es un honor para mí ser parte de su familia; agradecerle tantos bellos detalles para
conmigo a lo largo de todos estos años. Y asegurarle que en mi corazón, ése que usted
alegra, siempre habrá un lugar muy especial para usted.

Con todo mi cariño


Su hija,

Mariana

Nota del escritor


Hoy, hemos podido apreciar y disfrutar de la biografía de Don Abraham
(Alberto) Sultán S. Hemos recorrido juntos etapas de su vida que nos han hecho unas
reír y otras llorar a través del resumen que hemos presentado, ya que noventa años de
las aventuras de un hombre como Don Abraham, requerirían, como lo suelen hacer con
las grandes sagas, de parte una, dos y quizás hasta diez. Hemos visto la manera
voluntariosa, honesta y de responsabilidades en la vida de cómo un joven se convierte
en un gran empresario y cómo un soltero no muy preocupado en su juventud, por el
tema del deporte, pasa a ser uno de los mejores esposos y padres que hemos conocido.
Don Alberto, como lo llaman sus seres más cercanos, no es sólo lo que se graba
o pinta en blanco y negro en estas escuetas páginas. Es mucho más que la suma de las
partes. Con él tuve el placer de hablar en distintas oportunidades, en diferentes sitios y a
diversas horas. Tuve el maravilloso privilegio de estar dentro de su mundo de privacía,
en la que se regodea con sus libros, sus fotos (miles de ellas) y sus famosas biografías,
que aún hoy día lo acompañan y sirven como farol de sus instantes oscuros. Lo hicimos
en su biblioteca, pudimos apartarnos del mundo, mas no de los recuerdos, ni de él ni de
su gente, tampoco del día a día que le tocó vivir. Una vez adentrado en su mundo
particular y privado, me permití el lujo de hacer preguntas, algunas hasta irreverentes.
A cada una de ellas, él contestó como tan sólo pueden hacerlo aquellas personas sagaces
y muy preparadas, jóvenes de mentes brillantes, con una energía especial y gente con
una memoria extraordinaria. Como ven, he dado un abanico de posibilidades que casi
siempre son únicas en alguno de nosotros. En él, puedo dar fe que todas en sí siempre
lo acompañaron.
Sentado tras su escritorio lo vi como se ve a los que uno quiere bien. Miré sus
ojos claros y también noté algún chispazo de afecto, pues como la fruta Israelí, la sabra,
él parece duro por fuera pero es dulce y tierno por dentro. Una de las tardes, estaba él
muy bien arropado, cubría como de costumbre su cabeza con una boina gris, clásica
vestimenta de campesinos y norteños en España. Daba la impresión de sufrir de frío, sin
embargo y, para mi extrañeza, al dar comienzo a la conversación, la habitación
transmitía por medio de él un calor que sólo se logra con alguien muy querido y cercano
a uno. Puedo decir que quedé extrañado por muchos de sus detalles. Él estuvo pendiente
de cómo me trataban, compartimos un almuerzo y la mesa lucía impecable. disfrutamos
del orden y la buena mesa, pues contábamos con siete cubiertos, era en sí todo un
banquete. Y es ahora que puedo entender con lujo de detalles los comentarios que al
final de la obra salieron de boca de casi todos los suyos. Se ve que Don Abraham le da
mucha importancia a ello, es como si estuviésemos hablando de un gran sibarita, así lo
sentí.
Con el paso de las horas y la costumbre que genera confianza, fui dándome
cuenta de muchas cosas como, por ejemplo, la particular manera con que mueve sus
manos, de una forma lenta y acorde, sin altibajos. Nada es impropio, por el contrario, es
hasta podría decirse que muy placentera, pues lo hace como quien ejecuta y dirige una
danza suave, creativa, armónica y casi nos confunde. Pareciera que con su humanidad,
nos tratara de bendecir o santificar.
Durante partes de la entrevista, lo forcé a cambiar de épocas. Don Alberto
lograba hacerlo de una manera y a una velocidad digna de encomio. Anduvimos juntos
por los caminos cercanos; la familia, la de antes, la de ahora, la que en conjunto forman
una multitud y cuando le tocaba hablar de alguno de ellos en especial, lo hacía con
conocimiento de causa, con afecto, con amor, con mucho amor. Debimos mencionar a
amigos y seres que han tejido sus más gratos recuerdos, en los lugares en donde guarda
a su familia y casi al final, al mencionar a sus empleados, nos tocó ver y sentir la
defensa que ejerció ante ellos, cuando me dijo: «Yo nunca tuve empleados, todos los
que trabajaron conmigo, fueron mis colaboradores». Para él, lo poco o mucho que
aprendió en su infancia le ha permitido entender el trabajo como una función de aspecto
social.
Llegamos a comprender a un Don Alberto padre, por la manera tan justa y
apropiada como cuidó y educó a los suyos. Pasamos a aprender de Don Alberto esposo,
un hombre que mantiene la llama de esperanzas y de recuerdos de y con su compañera
de toda la vida, Dora. Luego lo hicimos como el empresario: decenas de empresas a las
que dio vida y en la que ofreció honorables puestos de trabajo a cientos y luego a miles
de sus colaboradores. Seguimos con Don Alberto comunitario y de nuevo descubrimos
que su palabra, consejo, trabajo, aporte y dinero personal son testigos mudos de
entidades, asociaciones, periódicos comunitarios, colegios, sinagogas, juventud, apoyo a
Israel, y paro de contar, donde su impronta lo certifica en el podio de los triunfadores.
Quiero en este instante decirle tanto a él como a todos los miembros de su
familia, que Don Alberto, por su manera de ser, por su forma de actuar, por su pasado y
por su presente logró hacer de mí a unos de sus admiradores más fervientes. Que me
place decir que me siento sumamente orgulloso de haber tomado este trabajo, el cual
disfruté desde la primera hasta la última línea.
Samuel Akinin

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