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RESUMEN

John Ziman:
La credibilidad de la ciencia

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Título original: Reliable Knowledge - An exploration of the grounds for belief in


science
Traducción: Eulalia Pérez Sedeño

Cambridge University Press, 1978


Ed. cast.: Alianza Editorial, S.A., Madrid, 1981

Los ataques que se hacen a la ciencia proceden de muchos frentes, pero no están bien
coordinados. La opositora miscelánea incluye muchos compañeros de armas que siguen
causas contradictorias. El conservador teme que la ciencia destruya el único mundo que
conoce; el progresista imagina que envenenará el paraíso que ha de venir; el demócrata
es precavido ante las capacidades tiránicas de la técnica; el aristócrata teme la tendencia
igualadora de la máquina.

La ciencia es una actividad humana tan compleja, forma hasta tal punto parte de nuestra
civilización, cambia tan rápidamente en forma y contenido, que no se la puede juzgar
con unas cuantas frases. Sin embargo, observamos que algunos productos de la
tecnología científica han sido perjudiciales al bienestar humano. En esos casos se puede
echar la culpa, por lo general, a factores externos al reino de la ciencia: demasiada
innovación apresurada, subordinación a causas indignas, distorsión de las necesidades
sociales o desplazamiento de los fines auténticamente humanos. Pero ha surgido el
sentimiento de que el factor funesto es el propio conocimiento; se caracteriza a la
ciencia como una fuerza antihumana, materialista, un monstruo de Frankenstein fuera
de control.

Los críticos más sutiles no minimizan el poder instrumental de la ciencia en su


modalidad técnica, material. De hecho no se pone en duda la fiabilidad del
conocimiento científico en la ingeniería, la producción o la medicina. Pero se resisten al
intento de extender la ciencia a las sutilezas de la conducta biológica, la emoción
humana y la organización social. Tales críticos consideran cualquier apelación a la
autoridad científica en esas cuestiones como pretenciosa e intrínsecamente errónea. Se
deben apreciar o buscar otras fuentes de penetración y otra guía para la acción más allá
del alcance del método científico.

Por otro lado, presumir que un «método» que ha probado su valía en el dominio de la
técnica material no nos pueda decir nada de valor sobre el hombre en sociedad, es
prejuzgar el problema. Nosotros los seres humanos formamos parte del orden natural de
las cosas y estamos sujetos a sus necesidades.

Por este motivo, la cuestión de la fiabilidad del conocimiento científico se ha convertido


en un problema intelectual serio. Una vez que hemos desechado la primitiva doctrina de
que toda la ciencia es necesariamente verdadera y de que todo conocimiento verdadero
es necesariamente científico, nos damos cuenta de que la epistemología —la teoría de
«la fundamentación del conocimiento»— no es sólo una disciplina filosófica académica.
En un terreno práctico, en cuestiones de vida y muerte, nuestras bases para decidir y
actuar pueden depender en último término de si comprendemos lo que la ciencia nos
dice y hasta qué punto hemos de creerlo.

El conocimiento científico es el producto de una empresa humana colectiva a la que los


científicos hacen aportaciones individuales que la crítica mutua y la cooperación
intelectual se encargan de refinar y ampliar. Según esta teoría, el fin de la ciencia es
lograr un consenso de opinión racional sobre el ámbito más amplio posible.

Desde este punto de vista se pueden comprender muchas cosas acerca del modo en que
se educan los científicos, eligen sus temas de investigación, se comunican entre sí,
critican y refinan sus descubrimientos y se relacionan entre sí como miembros de un
grupo social especializado.

Sin duda, es de gran valor comprender cómo se construye la ciencia y apreciar el papel
social del científico y de sus instituciones. Pero el desafío epistemológico penetra más
profundamente. ¿Cuáles son los rasgos característicos del cuerpo de conocimiento
científico adquirido de este modo? ¿De qué manera determina el principio del consenso
el contenido de la ciencia? ¿Qué tipo de enunciados sobre qué aspectos de la totalidad
de las cosas son candidatos legítimos para su validación como «conocimiento público»?
Y ¿en qué medida el esfuerzo por lograr el consenso proporciona a la postre bases
adecuadas para la creencia y la acción?

Las imperfecciones en la comunicación o en el análisis crítico reducen la fiabilidad de la


ciencia en cualquier campo. Sin embargo, en la práctica raras veces es éste el factor
dominante que afecta a la credibilidad: la fragmentación y el sectarismo característicos
de algunos campos de investigación (p.e., la psiquiatría) no son tanto síntomas de crisis
social como consecuencias de la enorme dificultad que entraña progresar algo en la
comprensión de la materia.

Aunque los científicos prometen a veces inconmensurables maravillas futuras de


comprensión y verdad, siempre surge el desafío epistemológico en un momento
determinado: «¿Qué podemos creer ahora?»

Por otro lado, no podemos adoptar un modelo «helado-seco» en el que, en la fecha


señalada, unos ángeles examinadores desapasionados, sin prejuicios, bajen volando a
examinar los archivos científicos y hagan una valoración absoluta de cada fragmento de
conocimiento. Como hemos visto, el desafío epistemológico no es sólo una cuestión
académica; surge en una situación humana y a veces se exige que la respuesta trate de
una situación humana difícil.

Yendo más allá de este tópico, asumiremos que el conocimiento científico se diferencia
de otros productos intelectuales de la sociedad humana por el hecho de que sus
contenidos son cosensibles. Con esto quiero decir que cada mensaje no debe ser tan
oscuro ni ambiguo como para que el receptor sea incapaz de asentir entusiastamente o
hacer objeciones bien fundamentadas.

Pero la comunicación y cognición humanas no se limitan a lecturas indicadoras y


fórmulas algebraicas. Gracias a la natural facilidad que tenemos para reconocer pautas
podemos llegar a darnos cuenta de ciertos rasgos significativos de nuestra experiencia y
transferir mensajes cosensibles en la forma de diagramas y dibujos cuyo «significado»
no se puede deducir mediante manipulación lógica o matemática. Por este motivo, el
conocimiento científico no es tanto «objetivo» como «intersubjetivo».

Sin embargo, en su esfuerzo por maximizar la zona de consenso, la comunidad


científica va más allá del simple intercambio de comunicaciones fácticas fácilmente
corregibles. Se postulan sistemas teóricos que explican los hechos reales y que implican
multitud de otros resultados potencialmente observables. Se busca el consensualismo de
esos sistemas mediante estrategias tales como la confirmación de predicciones o
mediante el descubrimiento de fenómenos marginales de los que se pueda probar que
son inconsistentes con teorías aceptadas. Es importante darse cuenta de que, en la
ciencia, la mayor parte de la bibliografía se pretende que sea retórica: que persuada a
otros científicos de la validez de una nueva hipótesis o acabe con opiniones aceptadas.

El conjunto relativamente coherente y consistente de creencias así generado es lo que


denominamos paradigma científico o «concepción del mundo».

La consecución de acuerdo intersubjetivo raras veces es lógicamente rigurosa; hay una


tendencia psicológica natural en cada individuo a estar de acuerdo con la mayoría y a
seguir fiel a un paradigma que anteriormente tuvo éxito, incluso si se encuentra con
elementos de juicio contrarios. Así, pues, el conocimiento científico contiene muchas
falacias: creencias erróneas que se sostienen y mantienen colectivamente y que sólo
acontecimientos fuertemente persuasivos pueden hacer caer, acontecimientos tales
como descubrimientos no esperados o predicciones completamente fallidas (falsadas).

En segundo lugar, y de modo mucho más significativo, ¿hay alguna defensa contra la
acusación de que todo el paradigma científico es un engaño autosostenido? En nuestro
modelo, casi siempre se entrena deliberadamente a los científicos para tomar una actitud
determinada ante fenómenos naturales. ¿Cómo distinguir sus construcciones
intelectuales de la de cualquier otro grupo social autolegitimado, tal como una secta
religiosa? ¿Qué razón tenemos para preferir el paradigma científico como la única, la
ideal representación del mundo?

Según la ética de «la actitud científica», en principio la ciencia es válida para-todo-el-


mundo, porque, si lo desea, cualquier hombre puede emprender por sí mismo el estudio
de la ciencia y puede, a la larga, persuadirse libremente de su verdad.
Sin embargo, en la práctica esto es casi imposible; y cuando observamos el lavado de
cerebro que hay implícito en el largo proceso que supone convertirse en un experto en
cualquier rama dada de la ciencia, vemos que difícilmente se responde a la objeción:
aquel que surge de este proceso ya no es el inspector independiente e imparcial que
entró diez años antes.

Así pues, el desafío epistemológico que se le presenta a la ciencia conduce a cuestiones


tan profundas como la de cómo adquiere cada persona su visión del mundo, en qué
medida ven todos los hombres el mismo mundo y si puede haber una alternativa
concebible a la «realidad» en la que creen la mayoría de los hombres.

Por supuesto, una aplicación fructífera del conocimiento constituye una demostración
pragmática de su validez, y la mayor parte de aquello a lo que nos referimos como
«observación» o «experimento» deriva, de hecho, de unas prácticas cuidadosamente
registradas.

El lenguaje ideal de la comunicación científica se encuentra en las matemáticas. Por su


propia esencia, la matemática es inequívoca y universalmente válida.

En pos de un consenso, tenemos que alcanzar este mecanismo para construir mensajes
con un grado máximo de claridad y precisión. Aunque podamos sospechar lo que sea
sobre las limitaciones que tendrá una descripción en términos matemáticos de la
experiencia humana, el lugar central de las matemáticas en las ciencias naturales es
merecido y adecuado.

Sin embargo, observemos que este modo de refinar el lenguaje de la comunicación


científica no hace más verdadero ningún mensaje en particular. El enunciado «un átomo
de carbono neutral contiene siete electrones» es preciso, inequívoco, cosensible,
lógicamente autoconsistente, etc., pero es falso. Esta observación parece trivial, pero se
generan bastantes sinsentidos científicos por no apreciar su fuerza.

El lenguaje matemático también tiene poderes descriptivos muy limitados. Un «punto»


euclídeo, sin forma ni tamaño, tiene sentido como «partícula» dinámica, pero es un tipo
de representación pobre para una molécula o un planeta. El proceso de formalización
produce una entidad abstracta que satisface perfectamente sus relaciones definidoras,
pero que ha sido desposeída de cualquier otro atributo. Ésta es una de las objeciones
fundamentales que se hacen a la utilización de las técnicas matemáticas en las ciencias
sociales; los datos, conceptos y demás entidades que se presentan en el estudio del
comportamiento humano nunca son tan simples ni tan sencillos como los objetos que
hemos aprendido a manipular matemáticamente.

El lenguaje natural puede que sea imperfectamente cosensible, pero es infinitamente


más rico en vocabulario que el álgebra. Un dibujo puede llevar mucho más lejos que
una definición geométrica. El objetivo prioritario de la ciencia es que los mensajes
significativos circulen entre los científicos, no que se censuren y conduzcan
erróneamente a trivialidades en nombre de la precisión lógica.

Si quieren llegar a un acuerdo sobre algo, los científicos han de ponerse de acuerdo
sobre muchas cosas. Sin embargo, por ahora no estamos en posición de especificar por
adelantado, ni de delimitar hipotéticamente, el grupo de «principios supremos» de la
esfera cognitiva. En su lugar, descubriremos que dentro de la realidad de la vida
humana, la práctica de la ciencia, individual y colectivamente, desarrolla y refina tales
principios. Ni siquiera podemos estar seguros de que sean objetivos a priori. Gran parte
del mejor conocimiento científico depende de una facultad perceptual humana
ampliamente compartida: la misteriosa habilidad a la que denominamos reconocimiento
de pautas. No obstante, no parece que esta facultad sea susceptible de ser analizada
lógicamente de un modo completo y no es uniforme en todos los hombres.

Para que exista un discurso intersubjetivo fructífero, los participantes deben estar de
acuerdo, de antemano, en varios principios. La comunicación entre científicos que no
comparten ampliamente un marco conceptual categorial es infructuosa. La misma idea
de luchar por conseguir el consenso implica que ya se debe haber logrado en algún
sentido

Por definición, un modelo no es una representación completa y fiel de la realidad. No es


más que una analogía o metáfora. Ello implica una estructura de relaciones matemáticas
y lógicas que posee mucha semejanza con lo que se propone explicar, pero con lo que
no se puede identificar completamente. El teórico juicioso no afirma ni intenta probar la
validez necesaria ni la verosimilitud de su modelo; la experiencia posterior es la
encargada de descubrir eso.

Supongamos por un momento la relativa eficiencia de los procedimientos de


observación y experimentación que proporcionan información, acerca de la cual no hay
duda de que se ha logrado el consenso. Supongamos que podemos hacer predicciones
cuantitativas bastante fiables, cuyos resultados podemos manipular mediante sólidas
técnicas matemáticas. Ni siquiera entonces podemos afirmar que el conocimiento
científico, expresado en modelos teóricos bien articulados, constituye una
representación fidedigna del mundo real.

La dificultad fundamental estriba en que la lógica de enunciados empíricos no es la


lógica de la teoría matemática. Los enunciados sobre el mundo real están sujetos
siempre a duda. No se les puede dar un estatus preciso —«verdadero» o «falso»—, su
lógica posee tres valores: «verdadero», «falso» e «indeterminado».

Por otro lado, lo primero que se requiere para que la comunicación científica sea
cosensible es que sea inequívoca. Las transformaciones matemáticas a las que
proponemos someterla darán, por supuesto, que satisface la lógica bivalente común. Al
establecer una teoría matemática, se excluye por definición el caso de valor
indeterminado (no por razones sutiles que tengan que ver con los fundamentos de la
matemática, sino como una necesidad práctica a la hora de construir y comprobar
teorías que funcionen). De lo anterior se sigue que la identificación del ideal con los
enunciados empíricos no es deductiva. Al haber dejado fuera de nuestras premisas la
incertidumbre, nunca podremos estar seguros de que nuestras conclusiones sean
lógicamente necesarias. Todo cálculo teórico se convierte en algo metafórico; puede
representar la realidad, pero no puede reflejarla.

Aunque esta objeción fue un clavo del ataúd del positivismo doctrinario, en las ciencias
físicas no tiene gran importancia práctica. Pero cuando pasamos de la biología a las
ciencias sociales y del comportamiento, esta objeción tiene un efecto devastador. La
lógica bivalente que se adscribe inconscientemente a las categorías idealizadas
(«función», «rol», «inteligencia») causa tan grave injusticia al comportamiento y a las
propiedades intrínsecas de éste que convierten en un sinsentido la comunicación
simbólica, lógico-matemática, sobre ellas. El modelo articulado de manera más elegante
y computacionalmente complejo de esos fenómenos no es más fiable ni persuasivo al
representar o decir «la verdad» que el análisis lógico de un estudioso medieval.

Decimos que la física utiliza observaciones cuantitativas; de hecho, en las ciencias


físicas sólo se permiten las cantidades que se pueden representar numéricamente y que
se pueden transformar matemáticamente. No es simple cuestión de buena suerte el que
la física pueda ser interpretada matemáticamente; ello se debe a la cuidadosa elección
del objeto, los fenómenos y las circunstancias. La física se define como la ciencia
dedicada a descubrir, desarrollar y refinar esos aspectos de la realidad que son
susceptibles de análisis matemático.

Es fácil ver cómo funciona esta estrategia en la práctica. Para salvar el vacío lógico
existente entre lo empírico y lo ideal, buscamos categorías de la experiencia en las que
el tertium quid —el indecidible término medio— sea tan pequeño como sea posible.

El supuesto objetivo de la física (la búsqueda de las leyes fundamentales de la


naturaleza) ejemplifica esta estrategia. Dado el confuso y caótico mundo de las cosas
cotidianas, el físico aplica su método peculiar para destilar las esencias
matemáticamente cosensibles.

La precisión extraordinaria y las notables ideas que se pueden obtener mediante la


«irrazonable efectividad que posee la Matemática en las Ciencias Naturales» no se debe
necesariamente a que «Dios sea un matemático». Más bien va unido al hecho de que las
comunicaciones científicas se formulan en lenguaje matemático y que están dirigidas a
la construcción de modelos consensuales regidos por una lógica bivalente. La física es
la pesca del pescador kantiano, cuya red sólo captura peces de un tamaño mayor que el
de su malla y que orgullosamente proclama como «ley de la naturaleza» que todos los
peces son de ese tamaño.

No hay nada que esté fundamentalmente equivocado en la física en sí, pero no es un


modelo adecuado para todo conocimiento cosensible y potencialmente consensual.
Como veremos más adelante, existen otras formas cosensibles de comunicación
intersubjetiva en las que podemos confiar, distintas de las que se ajustan a la lógica de
las matemáticas. Al tratar los fenómenos biológicos y sociales en los que no se puede
ignorar el tercer valor de las categorías lógicas trivalentes, no se debe caer en el
fisicalismo, doctrina que afirma que todo conocimiento científico debe ser, debe
esforzarse por ser, o será a la larga, igual que la física moderna. Eso es simplemente una
forma primitiva y especializada de cientifismo, que mantiene que todo conocimiento
acerca del mundo y de cómo funciona, en el cual podemos confiar, debe ser, debe
esforzarse por ser, o será «científico» a la larga en algún sentido mal definido.

A pesar de la oscuridad que la envuelve a lo largo de su camino, el sendero de la física


ha llevado a la humanidad a tierra muy firme en nuevos territorios del conocimiento.
Aunque no sea el paradigma de toda la ciencia, nos ofrece, ciertamente, los mejores
ejemplos de conocimiento en que podemos confiar, logrado ello gracias al sistema
científico. La elevada cosensibilidad de la comunicación matemática ha facilitado, sin
duda alguna, un consenso casi perfecto con respecto a los modelos teóricos precisos que
explican adecuadamente gran cantidad de datos empíricos. En las áreas de la física en
que se ha logrado este consenso, se han justificado completamente sistemas teóricos
tales como el de la mecánica clásica o la mecánica cuántica no relativista, validación
que va más allá de cualquier sombra de duda, gracias al recurso a la experiencia y a la
observación. ¿Cuáles son las bases de nuestra inusual fe en el producto invencible de
tantos intelectos humanos falibles?

En principio constituye un deber del físico teórico y de su colega experimental


colaborar en el logro de esos momentos en los que un modelo imaginativo pero
calculable es emparejado con una medición experimental elegante pero precisa. En la
práctica, esos momentos son raros. Los datos experimentales se acumulan sin que la
teoría los organice, o proliferan los modelos especulativos sin que evidencia alguna los
afiance. Puede suceder que el experimento de libro de texto que supuestamente valida el
modelo no se lleve a cabo hasta mucho después de que la teoría haya pasado a formar
parte del consenso de la materia, o puede que una teoría elaborada, con muchas
complicaciones innecesarias, se atrinchere sobre la base de datos imprecisos.

La descripción que efectúa el libro de texto de la ciencia física no hace justicia a la red
de modelos, experimentos, conceptos, técnicas matemáticas, instrumentos, materiales,
propiedades, etc., relacionados entre sí, que constituyen el corpus del conocimiento en
esa ciencia. La confianza que tenemos en cualquier elemento determinado de esta
ciencia no puede descansar únicamente en uno o dos elementos, sino que está incrustada
profundamente en la conciencia que poseemos de multitud de hechos y opiniones
relacionados. No todos los elementos de la red tienen igual peso o credibilidad, pero al
valorar la confianza que tenemos en el conocimiento que poseemos de ese campo hay
que tomarlos todos en cuenta.

Ni siquiera en la física se dispone de ningún procedimiento infalible que genere


conocimiento en el que se pueda confiar. El orden tranquilo y la perfección de las
teorías bien establecidas, acreditadas por innumerables elementos de la evidencia,
procedentes de miles de manos, ojos y cerebros distintos, no es característico de la
primera línea de la investigación en la que la controversia, la conjetura, la contradicción
y la confusión abundan. La física que aparece en los libros de texto para estudiantes es
en un 90 por 100 verdadera; lo que contienen las revistas de investigación física es en
un 90 por 100 falso. El sistema científico está tan comprometido en destilar de lo último
lo primero, como en crear y transferir cada vez más cantidad de datos y elementos de
«información».

Lo sorprendente no es que cada uno de nosotros cometa muchos errores, sino que
hayamos hecho unidos un progreso tan notable. Por eso, cuando vamos a examinar el
valor de los modelos matemáticos en las ciencias del comportamiento, no debemos
abandonar nuestras precauciones y nuestro escepticismo sólo porque se asemejen
superficialmente a los modelos históricamente fructíferos de la física. Para Galileo, la
Naturaleza estaba escrita en lenguaje matemático; pero con todo su genio fue incapaz de
leer los mensajes completamente sociológicos de su viejo amigo el Papa.

En las ciencias físicas, por lo general las teorías se articulan en torno a modelos, cuyas
propiedades son susceptibles de análisis matemático relativamente preciso. Pero el
concepto de modelo físico es algo demasiado fuerte y definido como para usarlo como
sinónimo de teoría en muchas ramas de la ciencia. Las condiciones básicas de la
cosensibilidad observacional no exigen en absoluto precisión geométrica ni medición
cuantitativa; el reconocimiento mutuo de patrones significativos puede satisfacerlas
bastante bien. De la misma manera, se puede lograr un consenso adecuado en el campo
de la teoría —en la representación abstracta y generalizada de un cuerpo de información
observacional detallada— en la forma de un «patrón» que se puede aceptar, reconocer y
asimilar intelectualmente sin que tenga que ser necesario un análisis y una definición
completa en el lenguaje formal, lógico o matemático.

Es natural referirse a tal representación como un mapa. Es importante subrayar que esta
referencia es en sí misma metafórica. […] Pero la metáfora es extraordinariamente
poderosa y sugerente. Hay buenas razones para creer que los seres humanos están
adaptados psicológica y neurológicamente para comprender la información que se
presenta en forma de mapa. Así pues, difícilmente pueden evitar dar esta forma a los
principios ordenadores que aplican al conocimiento adquirido en la investigación
científica. Los procesos intelectuales que van asociados a la «lectura» de un mapa
ocurren tan fácil y naturalmente como los que están conectados con el habla; cualquier
representación alternativa parecería mala e incapaz de lograr el consenso.

Al subrayar la semejanza que hay entre una teoría científica y un mapa, se está
sugiriendo algo mucho más profundo que el que a menudo se almacene y presente en
forma diagramática la información científica. Llevando la metáfora adelante,
descubrimos muchas características importantes del conocimiento científico en el
dominio cognitivo en el que, por así decir, se separa temporalmente de la objetividad
observacional.

Por ejemplo, hay que dibujar un mapa que cuadre con los datos del cuaderno del
topógrafo, información que siempre es incompleta y está sujeta a error. Por esta razón,
en muchos detalles no se puede confiar en el mapa más que en una conjetura inteligente
o en una interpolación aproximativa. De la misma manera, una teoría científica es un
intento de cuadrar la evidencia experimental, imperfecta e incompleta, y contiene,
necesariamente, muchos elementos conjeturales e inciertos.

Pero cuando tratamos de mejorar o corregir un mapa —quizá para dar cabida a nueva
información— observamos que tiene múltiples conexiones: no puede ser alterado
significativamente en un punto sin que repercuta en su alrededor. El topógrafo recoge de
forma deliberada datos redundantes de modo que se resalten las localizaciones de las
principales características del mapa. De manera análoga, el conocimiento científico se
convierte, a la postre, en una telaraña o red de leyes, modelos, principios teóricos,
fórmulas, hipótesis, interpretaciones, etc., que están tan estrechamente entretejidos que
todo el montaje es mucho más fuerte que un solo elemento.

La metáfora del mapa con relación a la ciencia nos protege de una falacia vulgar: la
tendencia a confundir el conocimiento científico con la realidad material que se propone
describir. Ninguna persona sana supondría que un mapa es idéntico al país que
representa. Tal y como lo entendemos en la práctica (aunque sería difícil de definir
formalmente), un mapa es necesariamente una representación abstracta cuyos rasgos
son esquemáticos y bastante diferentes a los objetos de los que se deriva.

Toda esta cuestión de la naturaleza de las teorías científicas y de la relación que hay
entre el conocimiento científico y los contenidos cognitivos de la mente humana
individual posee una dificultad filosófica extrema. El objeto de la ciencia es tan diverso,
los poderes conceptuales de la mente son tan libres, que no hay modo de fijar los
elementos de la relación mediante una definición generalizada, en abstracto. Sólo la
demostración analógica puede hacérnoslo comprender. Pero a la luz de la metáfora del
mapa vemos que el conocimiento científico es necesariamente esquemático y «teórico».
Debido a que sus contenidos deben ser consensuales para una comunidad enorme y muy
crítica, no puede representar todos los detalles misceláneos y adventicios de la vida real,
tal y como la experimenta un individuo. Esto es lo que queremos decir cuando hacemos
hincapié en la objetividad de la ciencia: hace mapas para informarnos, no imágenes que
nos produzcan compasión y terror.

Cualquier estudio serio de la credibilidad de la ciencia debe enfrentarse con el hecho de


que incluso las ciencias «duras» son falibles. Los científicos tienden a suponer que la
información incompleta o defectuosa es la que siempre origina este hecho. El modelo
convencional del cambio científico permite que una hipótesis falsa reciba apoyo
provisional en las primeras etapas, cuando la evidencia es fragmentaria. Pero la
investigación posterior revela defectos y contradicciones; después de un período de
confusión y conjeturas, hay una revolución intelectual en la que el paradigma previo es
reemplazado por una síntesis más satisfactoria, que es sustancialmente correcta a la luz
del conocimiento de que se dispone en ese momento.

Quizá ésta sea una hermosa explicación del progreso de la ciencia en muchos campos,
aunque los hechos históricos no justifican esta representación de la ciencia como una
actividad automática y rápidamente autocorrectora. Hay que subrayar que se pueden
llegar a establecer firmemente como conocimiento científico puntos de vista
completamente erróneos, sin que sean eliminados a pesar de que se disponga de fuerte
evidencia en su contra.

A pesar de todas sus sutilezas y maravillas, nuestro sistema científico no nos dice
necesariamente la verdad. El modelo social, con sus instrumentos experimentales, sus
científicos perceptivos y mentalmente dinámicos, sus medios de comunicación, sus
teorías, mapas e imágenes, podría no ser más que un juguete, el aparato de un juego
muy largo y elaborado que no tiene ninguna otra función que la diversión de participar
en él o de mirarlo mientras se está jugando.

Los científicos son simplemente especialistas en la adquisición de conocimiento, que es


uno de los muchos propósitos humanos: vivir y amar, comer, beber y divertirse,
comprar y vender, construir y mejorar. Preguntar si se ha de creer en la ciencia es
preguntar si hay una conexión válida entre el conocimiento científico y la acción en
otras esferas.

Pero el mensaje científico no es prescriptivo. Ni es una orden de un superior social, ni


un imperativo moral. La influencia que tiene el conocimiento en la acción proviene de
su poder predictivo. Tomar una decisión es elegir entre caminos ramificados hacia el
futuro, a la luz de sus puntos finales imaginados o calculados. Con la ayuda del
mapamundi de la ciencia hacemos una extrapolación modesta y confiada al futuro
próximo y esperamos alcanzar nuestro fin deseado. El conocimiento científico es fiable,
hay que creer en la ciencia, en la medida en que esté justificada esta confianza —por
supuesto, no simplemente en la experiencia personal de cada uno de nosotros, sino
como consecuencia del modo en que la sociedad lo ha creado para ese propósito y nos
proporcione un consejo sabio y prudente—.

Y la fuerza retórica que tiene una predicción fructífera y sutil al validar una teoría
científica, está íntimamente relacionada con una necesidad práctica que tenemos de algo
que nos guíe con confianza en la oscuridad del futuro desconocido.

El fundamento primario de la creencia en la ciencia reside en la impresión tan extendida


de que es objetiva. En contradicción con lo que se podría llamar «subjetivo», es un
«conocimiento sin conocedor», es un «conocimiento sin sujeto cognoscente». Ya se ha
rechazado la primitiva idea de validar la ciencia mediante un censor no humano. La
objetividad del conocimiento científico reside en que es un constructo social, sin que su
origen pertenezca a ningún individuo determinado, sino que se crea cooperada y
comunalmente. A pesar de toda la glorificación de los individuos por sus grandes
descubrimientos, el producto final, la teoría establecida y su evidencia confirmatoria,
pertenecen, por así decir, a «la humanidad». La física newtoniana hace de Newton un
gran científico, pero el mero hecho de que Newton la descubriera no convierte a la física
newtoniana en una gran ciencia.

La objetividad de la ciencia bien establecida es, pues, comparable con la de un mapa


bien hecho, dibujado por una gran compañía de topógrafos que han trabajado el mismo
terreno siguiendo caminos muy diferentes. En primer lugar, puede parecer que este
mapa no está de acuerdo con el pequeño trozo del mundo que vemos por nosotros
mismos; pero con la experiencia de los viajes, en ausencia de evidencia perturbadora en
contra, llegamos a aceptar sus rasgos característicos. A la postre proporciona su propia
apariencia a nuestra imagen del mundo. La consonancia así lograda entre la
representación mental que tenemos de lo que nos rodea y nuestro movimiento en ello es
la misma esencia de la relación que hay entre la acción y la creencia bien fundada. Ésta
es la base de la confianza que tenemos de vivir en un entorno «objetivo», cuya
existencia es independiente de nuestras propias percepciones y concepciones.

En nuestra sociedad está muy extendida esa actitud hacia la ciencia. Pero, no obstante,
no se pueden desechar los demonios de la duda. La ciencia es demostradamente falible.
Se ha descubierto que principios científicos ampliamente enseñados y mantenidos con
firmeza eran completamente erróneos: «cuarenta millones de franceses» pueden estar
equivocados. Al igual que el autor de una fantasía literaria puede proporcionarnos un
mapa imaginario que evoque todas las respuestas mentales normales de un paisaje
objetivo, todo un cuerpo científico puede ser una ilusión que enmascara una realidad del
todo diferente. No hay nada en el aparato cognitivo de la mente humana, ni en la
comunidad de los científicos, que pueda protegernos del error o la incertidumbre. Parece
que lo mejor que podemos hacer es ser eternamente críticos, eternamente vigilantes,
eternamente escépticos.

Una actitud de escepticismo total no es filosóficamente insostenible; de hecho, esta


actitud es más fácil de apoyar de un modo argumentado que el ingenio positivista
radical que acepta la ciencia como la verdad desnuda. Pero considerada de un modo
absoluto, es una actitud negativa, estéril, que paraliza la mente y la voluntad y que va en
contra del espíritu de la propia ciencia. O toda nuestra discusión acaba en esa
conclusión desalentadora, o nos armamos de un compromiso general con «la actitud
científica» en los dominios del conocimiento y la creencia y hacemos una incursión en
cuestiones más delicadas que la cruda realidad del «sí» o el «no» como respuesta a la
pregunta: «¿Hay que creer en la ciencia?» Debemos preguntar en qué medida debemos
confiar en la ciencia; debemos investigar sus limitaciones prácticas; debemos
informarnos cuidadosamente con respecto a las credenciales de los sistemas de
creencias que compiten; debemos explorar casos en los que aún está por lograr un
consenso científico o en los que se han expresado dudas perturbadoras.

La aplicación estricta de los principios de la sociología del conocimiento parece


conducir a la conclusión ineludible de que la ciencia no es más que una de las
representaciones del mundo que compiten en el dominio noético y no tiene ningún
privilegio en comparación con cualquier otro esquema sistemático que pueda suscribir
un grupo social, tal como las famosas creencias mágicas de los azande. Pero el
relativismo cultural total, al igual que el escepticismo filosófico completo, es una
doctrina estéril que inhibe posteriores investigaciones interesantes y valiosas.

La evidencia disponible no nos proporciona razones graves para dudar de que hay un
consenso humano casi universal sobre ciertos aspectos del dominio material. Toda la
humanidad, a través de sus lenguas naturales, muestra su adhesión a ciertos principios
elementales de la lógica, y a través de sus sentidos descubre un mundo mentalmente
coherente de objetos invariantes y relaciones espaciales, patrones de sonido y color,
permanencia y movimiento, tiempo y cambio. […] Si tenemos que dar algún sentido a
la ciencia, primero tenemos que estar de acuerdo en que el sol está caliente y que la luna
brilla, que las piedras se hunden y la madera flota, que quien se cae de un árbol se puede
romper los huesos y que quien no come se morirá de hambre. La «mente del salvaje» no
está peor informada, no está más confundida sobre esas materias que el producto más
brillante del Cambridge Natural Sciences Tripos, con su conocimiento de la teoría
cuántica, de la relatividad y de la estructura del ADN.

Una cuestión que debe quedar abierta es la de si el marco conceptual categorial del
realismo cotidiano es el único esquema posible para describir o comprender la
naturaleza en sus aspectos físicos. El predominio de la lógica bivalente en la estructura
profunda gramatical de todas las lenguas naturales es muy conveniente para cuestiones
prácticas, pero parece que no está prescrita de modo absoluto. Es una cuestión
interesante si una comunidad de medusas inteligentes, o «Baleles» o «Nubes negras»,
viviendo en condiciones en las que objetos independientemente invariantes y
fuertemente definidos no fueran familiares, desarrollaría necesariamente una lengua
basada en los mismos principios lógicos. Una lengua basada en, por ejemplo, una lógica
trivalente («sí», «no», «tal vez») nos parecería muy forzada y artificial, pero no
parecería mucho más difícil de aprender o de usar en la vida cotidiana si realmente la
necesitáramos. Una ciencia comunicada por medio de esa lengua quizá sería más fiable
en sus conclusiones firmes, más honestamente insegura que el material toscamente
desmenuzado que ahora tendemos a obtener. O todas nuestras conjeturas, todos nuestros
datos, todas nuestras predicciones se disolverían y marchitarían en la duda y el
escepticismo, sin ofrecer más guía para la acción que la paradójica poesía de un Koan
Zen.

Entretanto, debemos aceptar el hecho de que todas nuestras creencias sobre la ciencia
están sujetas a estos misterios. Ni la lógica de la comunicación inequívoca, ni la
instrumentación mecánica, ni las normas ideales de la investigación científica, nos
pueden salvar de la incertidumbre y del error en la manera de representar el mundo que
tenemos alrededor nuestro. Pero ¿qué habría para nosotros en la ciencia si no
pudiéramos vivir en ella tan peligrosamente como en otros reinos del ser?

Toda la estrategia de la ciencia está dirigida hacia un máximo consenso en el dominio


público. Ese consenso debe basarse en, y mantenerse unido por, una armonía mental
preexistente entre los seres humanos independientes, sobre al menos algunas cuestiones
de interés común. En las ciencias naturales, se puede disponer inmediatamente de esta
base consensual en el mundo cotidiano del que pronto todo niño es consciente a través
de la experiencia y del medio social del lenguaje natural.

A menos que haya sido estropeado por la filosofía, el testigo científico normal está
preparado para jurar que su rama de la ciencia es sólo sentido común. Puede estar de
acuerdo, por supuesto, en que puede que él mismo sea un tipo de persona inusual, que
posee una educación muy especializada; sin embargo, no traza ninguna distinción
mental entre su conocimiento científico y su conocimiento práctico directo de las cosas
cotidianas y, engañosamente, afirmaría que sus modos científicos de buscar evidencia y
argumentar en las inferencias no son diferentes, en principio, de lo que haría si tuviera
que reparar su motocicleta o detectar a un asesino. Y no considera que los electrones,
los aminoácidos, los genes o los homínidos extinguidos de los que se ocupa su
investigación sean menos «reales» que las pastillas de jabón que hay en su cuarto de
baño o su precioso hijo.

Una actitud semejante constituye una afrenta a la inteligencia de la persona común. Ésta
sabe que los científicos usan aparatos muy complicados y que se comunican con
símbolos matemáticos. Le han dicho, con toda seriedad, que una mesa es «realmente»
un zumbante enjambre de electrones y núcleos, que el espacio está impregnado de
inmensas corrientes de neutrinos enormemente energéticos que casi nunca se pueden
observar, que toda la vida es simplemente el modo de autoduplicación del ADN y
maravillas similares. El lego acepta lo que el científico le dice con el mismo espíritu de
asombrosa credulidad con que anteriormente aceptó las especulaciones teológicas del
sacerdote, pero no está tan loco como para confundir el «misterioso universo» que la
ciencia le revela con su propio mundo familiar. En otras palabras, confía en el científico
que tiene acceso a formas de pensamiento que son fundamentalmente distintas de las
suyas; está convencido de que tiene que creer en la ciencia no por el peso de la
evidencia que hay en los archivos científicos, sino a la luz de la autoridad intelectual del
experto científico.

Debido a la división social del trabajo, la sociedad moderna confía el cultivo de la


ciencia a un grupo profesional sumamente especializado, que se caracteriza por su
pericia y su extremo compromiso con la ciencia como institución social. Lo que, según
el principio filosófico, debería ser realizado por todos los hombres, se pone en manos de
apoderados que poseen colectivamente los poderes y responsabilidades de la ciencia
dentro de la sociedad en general.

La calidad del conocimiento acumulado en los archivos científicos depende mucho


menos de las paradojas filosóficas o de las peculiaridades psicológicas que del
entrenamiento dado a los científicos, sus relaciones mutuas en la red académica y el
lugar de la ciencia en la sociedad en general. La sociología de la ciencia es relevante
para nuestra discusión no sólo porque la ciencia es un factor transformador sumamente
activo en nuestra sociedad, sino porque los contenidos cognitivos de la ciencia
dependen en su forma e integridad de la manera en que forma y gobierna esta
institución social a sus miembros.

Esta forma de adoctrinamiento pragmático, ilustrado, es casi esencial si ha de haber


progreso en la ciencia. El científico recién educado debe estar listo para realizar nuevos
descubrimientos y para explorar nuevas regiones de la naturaleza; no puede pasarse
años de su vida volviendo a trazar y comprobando todos los viejos mapas para estar
completamente seguro de que no está equivocado. Sería pedirle demasiado que
imaginara su camino a través de los sucesivos niveles de ignorancia de sus antecesores y
que luego siguiera cada penoso paso adelante de observación o interpretación. Ni es
factible montar un currículum completo de experimentos y trabajos teóricos que cubran
todos los aspectos de una materia, que se enfrente con toda crítica potencial y que
satisfaga toda duda razonable del estudiante más escéptico. Es imposible aprender una
ciencia sin tener bastante fe en la competencia y sinceridad de los propios profesores y
sin aceptar su palabra en aquello que no parece obvio ni cierto.

Por esta razón, la cuestión de la fiabilidad de una rama particular de la ciencia no se


puede resolver solamente sobre la base de las opiniones personales de los científicos
individuales de esa disciplina. El proceso educativo es demasiado incompleto; es
demasiado fácil ser adoctrinado para conferir atributos de realidad a una falacia
socialmente conformista. El escepticismo organizado y la crítica competente son las
normas de la comunidad científica, pero la mayoría de los científicos creativos son
personalmente optimistas sobre el consenso actual en su campo y sobreestiman la
permanencia de lo que creen que ya está firmemente establecido. También en este
sentido, las enseñanzas oficiales de las instituciones educativas no proporcionan
ninguna guía satisfactoria con respecto a lo que es realmente digno de ser creído en la
ciencia.

La autoridad intelectual de la ciencia no reside en la habilidad técnica de los individuos


que la practican ni en los vastos archivos a los que su aprendizaje les permite el acceso;
se basa en los procesos mediante los que se crea y acredita el conocimiento científico.
Las fuentes de su fiabilidad no son simplemente que se exprese en un lenguaje
inequívoco y que sea susceptible de ser verificada experimentalmente; se han de basar
en los procesos históricos de su desarrollo y en las relaciones sociales de quienes le dan
el ser.

La red de científicos no es tan sólo un aparato observacional ampliado; es un


instrumento que analiza y selecciona para preservar solamente aquellos mensajes que
reciben un apoyo consensual aplastante. Además de las teorías que se establecen gracias
a las predicciones confirmadas, hay numerosas hipótesis, conjeturas, observaciones
irreproducibles y descubrimientos erróneos de los que han informado los científicos,
pero que la comunidad no valida. A partir de una mezcla de mensajes imperfectamente
expresados, argumentados de forma inconsistente, inexplicables e inesperados, sólo se
retiene lo que es plenamente convincente. Arrastrado hacia el fin inalcanzable de un
completo consenso, el conocimiento científico se desarrolla gracias a la selección
crítica.

Al hacer hincapié en este principio, centramos la atención en dos aspectos opuestos de


la ciencia como institución social: la tolerancia de la disensión y la evaluación critica de
todas las contribuciones al conocimiento. Es una cuestión a debatir si estas
características de la «sociedad abierta» se basan en la primitiva cultura humana o en
otras civilizaciones, o si únicamente se combinan en la sociedad europea después del
Renacimiento: sigue presente el hecho de que son los principios constitutivos alrededor
de los cuales funciona hoy en día la moderna comunidad científica.

Los científicos experimentados saben que en la investigación el progreso real es lento y


penoso y que a veces es mejor publicar una idea nueva e interesante, aunque explorada
de forma incompleta y comprendida de forma inadecuada, que mantenerla en secreto
hasta que se hayan entendido todas sus implicaciones. Si el conocimiento científico se
ha de desarrollar, necesita algo más que la acumulación de nuevos «hechos» avivados
por ocasionales descubrimientos accidentales; debe haber un fondo público de
sugerencias, indicaciones, modelos posibles, fórmulas heurísticas, analogías fructíferas
y demás componentes de la teoría que estimulen nuevas formulaciones y «nuevos
mapas» de los datos observacionales existentes. Para que la ciencia pueda atravesar
continuamente las barreras invisibles de sus propias categorías paradigmáticas, se anima
a cada científico para que sea una fuente imaginativa de interpretación, tanto de sus
propias contribuciones como del trabajo de los otros científicos.

No obstante, a medida que la práctica de la ciencia como un todo se limita a un grupo


profesional que debe someterse a un largo y riguroso entrenamiento antes de que se les
reconozca como contribuyentes o críticos cualificados, debe existir siempre la sospecha
de que ellos son los únicos que han perdido el contacto y que, o se engañan
colectivamente, o todos ellos conspiran para mantener la verdad lejos de la gente.

Para rechazar esta acusación debemos examinar de nuevo la educación científica. Hay
una diferencia significativa entre el adoctrinamiento ilustrado y el «lavado de cerebro»
sin escrúpulos. El supuesto fundamental de todo profesor de ciencias es que el
estudiante puede usar libremente sus propios ojos, manos y cerebro, tanto para observar
y experimentar por sí mismo como para comprender las interpretaciones teóricas de lo
que se supone que ha visto. Siempre se presenta la evidencia en favor de la actual
imagen científica del mundo dentro del marco conceptual categórico del realismo
cotidiano. No se considera que la ciencia sea un modo de ver las cosas esotérico o
especialmente privilegiado; de hecho, se dice que no es más que «la gran Biblia del
sentido común». De este modo, el científico entrenado puede actuar con cierta
justificación como un apoderado de «cualquier hombre razonable», porque sus
paradigmas de verificación y prueba siguen siendo esencialmente los del mundo
cotidiano.

Por tanto, hay que distinguir la ciencia de otro conocimiento sistemático, no sólo por la
estructura de sus instituciones sociales, sino también por su metafísica o ideología. Se
ha intentado varias veces definir o caracterizar esta ideología, pero toda nuestra
discusión actual sugiere que ese empeño debe ser infructuoso. Todo lo que se puede
obtener es una argumentación circular en la que las diversas categorías reales del
conocimiento científico se manifiesten sucesivamente, justificando al final su propio
derecho a existir. Tal y como se ha subrayado repetidamente, los principios
constitutivos del «método científico» no se han de descubrir mediante el análisis lógico
de los mensajes que hay en los archivos científicos, sino que residen en los dominios
mentales de los científicos y demás personas que dan su asentimiento colectivo a estos
mensajes.
La ciencia evoluciona continuamente. El conocimiento científico está bajo constante
revisión a la luz de nueva evidencia. Desde un punto de vista práctico, lo que importa no
es la verdad última de la imagen científica del mundo, sino las respuestas científicas a
determinadas cuestiones, como, por ejemplo, «¿por qué es azul el cielo?», o el grado de
credibilidad de determinadas teorías científicas, tales como la de que la vejez biológica
es debida a la acumulación de mutaciones aleatorias durante sucesivas divisiones
celulares. Tanto al profano como al científico le interesa el estatus epistemológico de la
información que hay en los archivos científicos.

La idea de un archivo de conocimiento científico fiable es demasiado esquemática. No


hay ninguna Enciclopedia en la que se pueda consultar toda la ciencia bien establecida y
sólo la ciencia bien establecida. Si existiera una institución semejante, estaría en
constante agitación según se fuera añadiendo nueva información y se eliminaran los
viejos hechos y afirmaciones. Y ni siquiera la Real Academia Sueca, cuyas
responsabilidades incluyen la concesión de los premios Nobel, desearía tener el odioso
deber de decidir, día tras día, lo que habría que incluir y lo que tendría que quedar fuera.

Entre los científicos profesionales, el cuerpo de lo que se denomina la bibliografía de


una materia consiste en artículos publicados en revistas acreditadas, catalogados
regularmente, por ejemplo, en una revista extractada. Pero el profano que intente
consultar todos los artículos relevantes para determinada cuestión científica se cansa y
aterra pronto por la confusión y diversidad de hechos y de opiniones que encontrará. En
la frontera de la investigación, el conocimiento científico está sin contrastar, sin
seleccionar, es contradictorio y aparentemente caótico; sólo el experto puede leer,
interpretar y sopesar ese material.

Cuando pierda la esperanza, el investigador serio debería entonces volver a las lecciones
y a los libros de texto de los profesores de ciencias, donde un aire de claridad y
certidumbre le devolverá la confianza. Suponemos que allí se encuentran los profundos
fundamentos del conocimiento, que probablemente nunca serán perturbados. Es
reconfortante aprender y aceptar los principios constitutivos, el marco conceptual
categorial, el paradigma dominante de la actual imagen científica del mundo (aunque la
historia pueda sugerir que esos fundamentos raras veces son tan firmes como profesores
y estudiantes suponen fervorosamente).

Pero el saber de los libros de texto es una pequeña fracción de lo que se sabe y se
entiende muy bien. Los resultados de la investigación reciente deben seguramente tener
relevancia para decidir y actuar. Frente a una cuestión científica contemporánea, tal
como «¿tiene la fluorización masiva de los suministros de agua efectos nocivos sobre la
salud humana?», buscamos el consejo de un experto en la materia o leemos a nuestro
aire monografías de investigaciones, artículos de revistas, actas de coloquios y
conferencias, no esperando una respuesta definitiva, sino con la esperanza de lograr una
valoración del «peso consensual» de los diversos puntos de vista.

Una vez más, al perseguir la certidumbre, el profano se encuentra con que la ciencia no
procede mediante el recuento de votos. Ni siquiera se proclama o determina
públicamente un completo consenso; lo mejor que podemos esperar es una respuesta
que se dice que es «la opinión casi unánime de los expertos», respaldada por lo que se
describiría como el «peso aplastante de la evidencia».
Una respuesta semejante sería seguramente fiable como fundamento de la inmediata
actuación práctica o como uno de los vínculos en una cadena de razonamiento sobre
algún otro problema específico. No obstante, observamos la acostumbrada precaución
del investigador, dejando lugar para la posibilidad de error, no excluyendo la necesidad,
quizá, de posterior investigación sobre la materia. El científico que es demasiado
optimista sobre la validez de sus supuestos fundamentales es muy probable que limite
sus apuestas cuando llegue a cuestiones que él mismo ha ayudado a resolver gracias a la
propia investigación. Está demasiado familiarizado con las deficiencias de la técnica y
las falacias de las argumentaciones, y puede atribuir un peso exagerado a la crítica
adversa que no puede rebatir con facilidad.

Aunque debemos confiar en las «autoridades científicas», ya sea en sus obras


publicadas o en la consulta personal, por lo que se refiere a los contenidos reales de los
archivos científicos, es esperar demasiado de ellos que nos garanticen la verdad de todo
lo que nos dicen. Lo que puede ser decepcionante es el grado de credibilidad que los
propios expertos asignan a determinadas proposiciones científicas. El conocimiento
científico es demasiado grande y se acumula y valora demasiado fortuitamente para que
cualquiera tenga una percepción correcta del estatus relativo de todas las pequeñas
piezas de información que constituyen una disciplina científica.

Parece injusto recordar la historia de la ciencia y centrarse en los errores y locuras


ocasionales de los honestos y trabajadores hombres y mujeres que la formaron. Pero de
qué otra manera podemos apreciar que bajo la prosa seria, sincera, pueden ocultarse
trampas en las que tanto el científico como el profano pueden caer con facilidad. El
estudioso que planifica su investigación debe valorar por sí mismo el estatus
epistemológico de todo lo que es relevante para su materia.

La estrategia de la investigación nunca es ciega al ensayo y el error, pero está gobernada


por la apreciación inteligente de las posibilidades y «solubilidades». Preguntar «¿en
cuánto podemos creer?» es invitarse a uno mismo a entrar en el proceso científico e
intentar contribuir uno mismo a la evolución del conocimiento.

Por eso es por lo que el profano, que busca ansiosamente consejo o justificación de la
«ciencia», sale frustado y escéptico. ¿Por qué «ellas» —las autoridades científicas— no
le dicen simple y claramente lo que puede o no puede creer? ¿Por qué le persuaden
fraudulentamente de aceptar generalidades, o vagas posibilidades o especulaciones
contradictorias? Éste no es lugar para seguir al conocimiento científico más allá del
dominio noético, a través de la fachada, al dominio de la acción, a la larga donde se
originan todas las cuestiones de aplicación, de responsabilidad social, de política
científica. Es importante observar que usar el instrumento científico no es tan fácil como
consultar un diccionario para averiguar el significado de una palabra, o resolver un
problema aritmético con una regla de cálculo. Para descubrir lo que un científico hace
en realidad, es necesario sentir en uno mismo la tensión crítica-imaginativa que
gobierna su mente y arte.

Enfrentado a observaciones en las que puede ser que no distinga ningún patrón, puede
resultar aconsejable que el científico del futuro medite, o quizá que tome drogas
psicotrópicas para adquirir un «estado alterado de conciencia» en el que algunos
aspectos de la realidad con los que armonizan sus sentidos primarios y los niveles más
profundos de su cerebro puedan flotar libres de las redes inhibidoras de la verbalización,
y que revelen nuevos modos de pensamiento científico que no serán tan personales
como en principio imagina, sino que podrán encontrar su eco en las mentes de otros
hombres y mujeres.

Creer en la ciencia es tener alguna confianza en su poder predictivo. Para hacer una
predicción fiable es necesario tener en la cabeza un modelo o mapa correcto de ese
aspecto de las cosas. Por consiguiente, la credibilidad de cualquier ciencia del
comportamiento depende del estatus de sus teorías —la selección y comunicación de los
datos observacionales, su organización mental en patrones significativos y la validación
de las conjeturas e hipótesis mediante la actividad colectiva de la comunidad
científica—. El problema fundamental con relación a las ciencias del comportamiento es
si el proceso de construcción de una teoría puede producir un fuerte marco conceptual,
seguro e inequívoco de conceptos y relaciones tan fiables en su propio dominio como
las ciencias físicas y biológicas en los suyos.

Sin embargo, hay que subrayar que el hombre no necesita la «ciencia» para vivir. Desde
tiempo inmemorial, la tradición, la emoción, la poesía y el mito le han proporcionado
esquemas comprehensivos de creencia y motivación. Hasta época muy reciente, la
humanidad ha conseguido sobrevivir muy bien, muchísimas gracias, sin el beneficio de
ningún estudio conscientemente científico de su propio comportamiento. Lo que
pedimos a la ciencia de la sociedad es un cuerpo de conocimiento, una guía para la
acción, que sea significativamente más fiable, significativamente más amplia y profunda
en alcance que las acumulaciones de sabiduría práctica con la que todavía se decide la
mayor parte de lo que hacemos.

El hecho es que no poseemos un marco conceptual taxonómico para el comportamiento


humano, bien sea individual o social, en el que las categorías sean a la vez significativas
y distintas. Para nosotros, la cuestión no es si un esquema semejante es en principio
inalcanzable; es simplemente si se ha encontrado en realidad esta base esencial para una
ciencia consensual. Sin eso, debemos andar con pies de plomo ante cualquier intento de
analizar esos temas dentro de los límites de la lógica bivalente. En todo sistema social o
comportamental debe haber elementos que evidentemente no se puedan categorizar, de
modo que todas las implicaciones lógicas, tablas de verdad, etc., se deben tomar con una
gran pizca de sal a causa de las clases inciertas, improbables de los «no sabe». Éste no
es un obstáculo absoluto para el discurso cosensible, ni siquiera para algún
conocimiento consensual fiable en este campo. Pero no hay que oscurecer ni ignorar la
lógica trivalente subyacente de la argumentación.

Desafortunadamente, el comportamiento humano es siempre tan complejo y variado que


raras veces podemos hacer una predicción fuertemente confirmable (o disfirmable) a
partir del modelo. A lo mejor, la cadena de inferencia sólo se puede comprobar
estadísticamente; la maquinaria oculta del modelo no produce más que «tendencias» en
determinadas direcciones, con pocos resultados estrictamente deterministas. El camino
lógico desde los datos observables, con mucha variación incontrolada, hasta las
«fuerzas» o «disposiciones» supuestamente más simples y más mecánicamente afines,
es muy incierto.

De hecho, se puede decir que la propia ciencia, basada de manera deliberada en el


principio del consenso, se ha convertido en la cultura central, de variación mínima, de la
sociedad moderna. A medida que los sistemas tradicionales éticos y conductuales se
desintegran, dejando fragmentos que se diversifican y sufren mutaciones sin fin,
solamente los principios de la racionalidad material y de la competencia técnica
permanecen y forman un conjunto sólido. Los fenómenos del cientificismo y del
paracientificismo surgen en cuanto las personas atribuyen poderes de cosensibilidad
conductual, moral, social, a un cuerpo de conocimiento cuyo dominio de validez se
limita realmente a una extensión más estrecha.

Dicho de otro modo, el «mapa» de la ciencia natural se convierte en un paradigma que


en apariencia abarca un dominio mucho más amplio de la realidad que el que se ha
examinado estrictamente. Este paradigma, introyectado por la educación formal en las
mentes de todos nosotros, ha transformado nuestras imágenes individuales de la
realidad social, dotándolas de falsa coherencia y simplicidad. Puede ser necesaria una
considerable experiencia personal de la vida y una actitud escéptica hacia muchas de
nuestras propias presuposiciones, antes de que podamos ver nuestro propio mundo
social y psicológico como una «cosa muy espléndida» que no se puede reducir
fácilmente a temas biológicos o mecánicos.

Y de todas las actividades sociales y psicológicas del hombre, pocas son tan sutiles, tan
complejas, exigen tanto juicio crítico, imaginación, coraje e intuición como la búsqueda
del conocimiento de uno mismo. Ésa es la razón por la que no podemos aprender el arte
de la investigación por referencia a las filosofías formales, sociologías y psicologías de
la ciencia. La epistemología —la valoración del conocimiento organizado— es una
habilidad que se adquiere con la experiencia de disciplinas determinadas y de la
vida misma.

John Ziman

John Michael Ziman (1925-2005), físico y humanista, trabajó en el área de la física de


materia condensada. Destacó como conferenciante sobre temas científicos y fue un
consumado profesor y autor. Nació en Nueva Zelanda y recibió su primera formación en
Hamilton y Wellington. Obtuvo su Doctorado en Física en el Balliol College de Oxford,
realizando su primera investigación sobre la teoría de electrones en metal líquido en
Cambridge. En 1964 se trasladó a la Universidad de Bristol, y sus intereses se
desplazaron hacia la filosofía de la ciencia. Desarrolló apasionados argumentos acerca
de la dimensión social de la ciencia y de la responsabilidad de los científicos en
numerosos ensayos y libros. Falleció a la edad de 79 años.

Bibliografía seleccionada:

Principles of the Theory of Solids, Cambridge University Press (1972)


Electrons and phonons: The theory of transport phenomena in solids, Clarendon (1960)
Electrons in metals: A short guide to the Fermi surface, Taylor & Francis (1963)
Public Knowledge: Essay Concerning the Social Dimension of Science, Cambridge
University Press (1968)
The Force of Knowledge: the Scientific Dimension of Society, Cambridge University
Press (1976)
Reliable Knowledge: an Exploration of the Grounds for Belief in Science, Cambridge
University Press (1978)
Models of Disorder: the Theoretical Physics of Homogeneously Disordered Systems,
Cambridge University Press (1979)
Teaching and Learning About Science and Society, Cambridge University Press (1980)
An Introduction to Science Studies: The Philosophical and Social Aspects of Science
and Technology, Cambridge University Press (1984)
Is science losing its objectivity? (shortened version of 1995 Medawar lecture) Nature
382, 751-754. (1996)
Real Science: What It Is and What It Means, Cambridge University Press (2000)

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