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Hegemonía, crisis y movimientos

antisistémicos en el orden mundial

José Manuel González-Casanova

1. INTRODUCCIÓN

El concepto de hegemonía ha sido utilizado con mucha frecuencia en las ciencias


sociales. En campos del conocimiento, tan diversos como las relaciones internacionales, la
sociología, la pedagogía o la cultura, se encuentran numerosas referencias a la idea de
hegemonía; se podría hablar de hegemonía política, económica, cultural, lingüística, etc.
Todas ellas hacen referencia a la existencia de una relación asimétrica y determinada por
algún tipo de supremacía; sea ésta militar, social, cultural o de cualquier otro tipo.
El siguiente trabajo pretende realizar una exploración del término en la disciplina de las
Relaciones Internacionales. Como se verá más adelante, incluso en una misma disciplina
científica, se pueden encontrar lecturas y definiciones muy diferentes sobre un mismo
concepto; éste es el caso de la idea de hegemonía. Teniendo en cuenta diferentes
corrientes teóricas, se tratará de realizar un análisis crítico de sus propuestas y destacar
posibles coincidencias y/o divergencias, con el objetivo final de proponer una definición
acorde a los retos teóricos, que enfrenta la disciplina de las Relaciones Internacionales a
comienzos del siglo XXI.
También se prestará atención a la doble dimensión del concepto; incluyendo una
referencia a la gestación de contrahegemonías. Cuando un orden hegemónico peligra
posiblemente se deba a la aparición de fuerzas contrahegemónicas. No debe pensarse que
éstas son ajenas al orden hegemónico, sino que son parte de él y se generan en su propio
seno. Algunos autores han puesto de relieve la existencia de fases en todo orden
hegemónico, que se van sucediendo y que pueden alterar la configuración del propio
sistema; otros, como los enmarcados en la Teoría Crítica de las Relaciones Internacionales,
creen que el problema del cambio tiene mayor relación con la configuración de fuerzas
sociales antagónicas que desafían el orden establecido. Sin duda, el concepto de
hegemonía no puede entenderse sin prestar atención a su propio revés: la
contrahegemonía.
Por último, se tratará de realizar una aproximación a la consideración del orden
mundial vigente como hegemónico. Se expondrán argumentos que dan fuerza a esta idea y
se tratarán de identificar las principales fracturas o conflictos que configuran el actual orden
mundial.
2. HEGEMONÍA Y ORDEN MUNDIAL

En la Teoría de las Relaciones Internacionales el concepto de hegemonía ha sido


opuesto, de manera reiterada, a la idea de equilibrio de poder. En la literatura
internacionalista se encontrarán numerosas referencias a la teoría del equilibro de poder, sin
embargo no siempre harán referencia a un mismo fenómeno. Algunos autores han
destacado la existencia de definiciones incompatibles en obras dedicadas al estudio de la
realidad internacional1. La presencia de dos conceptos, tan discutidos y difícilmente
definibles como poder y equilibrio, explican la complejidad de alcanzar algún tipo de
consenso. Sin embargo, a pesar de la controversia, se puede destacar como principal
característica del concepto de equilibrio de poder: la inexistencia de una potencia
preponderante. Como describe K. Sodupe:
“En la teoría del equilibrio de poder, el sistema internacional está compuesto por dos o más
Estados significativos. Los recursos de poder están distribuidos de una manera más o
menos uniforme entre ellos. Con arreglo a esta teoría, el rasgo más sobresaliente de la
política internacional reside en la formación recurrente de equilibrios de poder entre los
2
Estados” .
Como se puede intuir al considerar esta definición, el equilibrio de poder sólo puede
establecerse si los Estados tratan de limitar su poder y equipararlo al del resto de Estados
principales. Entre las principales funciones que ha desempeñado el equilibrio de poder en el
sistema de Estados moderno se pueden señalar: en primer lugar, evitar la conformación de
un imperio universal; en segundo lugar, liberar de la absorción a pequeños Estados gracias
a la conformación de equilibrios locales y regionales; en tercer lugar, establecer instituciones
para el funcionamiento del sistema internacional como el Derecho internacional o la
diplomacia; y finalmente, preservar el propio sistema de Estados y el mantenimiento del
status quo. Por último, habría que hacer referencia al problema del mantenimiento de la paz.
Parte de la literatura internacionalista defiende la idea de que el equilibrio de poder es
necesario para el mantenimiento del orden en un espacio considerado anárquico. Sin
embargo, “es necesario recordar que la función del equilibrio de poder no es preservar la
paz, sino preservar el sistema de Estados”3. Incluso se debe recordar que el equilibrio de
poder está íntimamente relacionado con la guerra, siendo el instrumento al que más se ha
recurrido para impedir el acceso a posiciones hegemónicas de algún Estado; las dos
guerras mundiales del siglo XX podrían ser consideradas un ejemplo de esta situación.
Un escenario muy diferente exponen los defensores de la teoría de la hegemonía,
pudiendo ser considerado antagónico al descrito con anterioridad. Siguiendo a R. Gilpin, un

1
Puede consultarse: M. Wright, “The Balance of Power” en H. Butterfield & M. Wright (Eds.), Diplomatic Investigations: Essays
in the Theory of International Politics, London, George Allen & Unwin, 1996; E. B. Haas, “The Balance of Power: Prescription,
Concept or Propaganda”, World Politics, Vol. V, Julio, 1995.
2
K. Sodupe, La estructura de Poder del Sistema Internacional: Del Final de la Segunda Guerra Mundial a la Posguerra Fría,
Madrid, Fundamentos, 2002, p. 37-38.

2
orden hegemónico está caracterizado por la existencia de una potencia dominante que
acumula la mayor parte de los recursos de poder. Frente a la formación continuada de
equilibrios se propone una estructura del orden mundial asimétrica y marcada por periodos
de auge y decadencia de potencias hegemónicas. La guerra, considerada por muchos
inevitable, será el principal motor del cambio en el sistema de Estados. Incluso la
consideración de la guerra es diferente en ambas teorías: mientras que para unos, es una
forma de mantener el status quo; para otros, marca el inicio de una nueva fase hegemónica.
Sin embargo, los partidarios de la teoría de la hegemonía defienden que un orden
hegemónico es más proclive al mantenimiento de la paz. Algunos autores destacan que los
periodos de guerras, que se han sucedido a lo largo de la historia, han coincidido con
momentos en los que se había intentado mantener el equilibrio de poder.
Para sus partidarios, un sistema hegemónico no supone el establecimiento de un
imperio universal y ni muchos menos, pone en riesgo la supervivencia del sistema de
Estados. Existe, en buena parte de la literatura hegemonista, el convencimiento de que la
existencia de un hegemón tiene consecuencias positivas para el resto de Estados. Éste,
para intentar mantener su posición y el orden establecido, adopta una posición defensiva y
respetuosa de la independencia del resto de Estados. No cabe duda de que un orden
hegemónico beneficia principalmente a la potencia dominante; pero ésta, para legitimar su
posición, hace partícipe de los beneficios a los Estados comprometidos con el
mantenimiento del sistema. Asimismo, la potencia hegemónica diseñará las bases del orden
político y económico no sólo para su propio beneficio, sino para poder distribuirlos y legitimar
su dominación. Este escenario es visto por los defensores de la teoría de la hegemonía
como más estable que el propuesto por los partidarios de un sistema de equilibrio de poder.
Respecto a la dinámica del orden hegemónico, R. Gilpin señala la existencia de fases
de auge y declive que determinan las posibilidades del cambio. Las fases de auge aparecen
como consecuencia de la explotación de ventajas económicas y tecnológicas, que permiten
la inversión del excedente en obtener superioridad en el terreno militar. Sin embargo, el
mantenimiento de la dominación genera enormes costes para la potencia hegemónica,
teniendo ésta que maximizar los beneficios que le aporta su supremacía. Con el paso del
tiempo, R. Gilpin sostiene que “una vez que la gran potencia ha alcanzado un punto de
equilibrio entre los beneficios y los costes de la expansión, la tendencia general apunta a
que los costes de mantener la hegemonía crecen más rápido que la capacidad de
financiarla”4. Esta situación marcaría un punto de inflexión que anunciaría el inicio de una
fase de declive hegemónico. Más adelante, se hará referencia con mayor exactitud a las

3
Ibídem, p. 41.
4
Ibídem, p. 44.

3
consecuencias de esta fase y a las posibles alternativas a la crisis que pueden adoptar las
potencias hegemónicas para mantener su dominación.

2.1 La hegemonía desde la visión de la Teoría Crítica

Desde posiciones teóricas diferentes a la anterior se han realizado algunas


aproximaciones al concepto de hegemonía: es el caso de la Teoría Crítica de las Relaciones
Internacionales. Concretamente, autores como R. Cox y S. Gill han introducido esta idea a
partir de la obra del italiano A. Gramsci conformando la denominada vertiente
neogramsciana de la Teoría Crítica.
Los orígenes de lo que hoy se denomina Teoría Crítica se encuentran en el periodo de
entreguerras del siglo pasado y, más concretamente, a partir de la obra de M. Horkheimer.
Su distinción entre teoría crítica y teoría tradicional o teoría social burguesa tendrá una
enorme repercusión en las ciencias sociales y, como no podía ser de otro modo, también en
las Relaciones Internacionales. En palabras de N. Cornago,
“la concepción tradicional de la teoría parte de una abstracción en la que la actividad
científica parece quedar fuera de la vida social, al margen por completo de la división social
del trabajo, desprendida de cualesquiera otros condicionamientos externos que no sean los
de su pretendida adecuación a los hechos, de tal modo que su relación con otras
actividades , o su eventual contribución al conjunto de la vida social no resulta
inmediatamente transparente, y en consecuencia la propia función social de la ciencia -
5
regresiva, o en su caso progresiva- quedaría consciente o inconscientemente oculta” .
Para Horkheimer, cuando la producción científica no tiene en cuenta el carácter
histórico del objeto que estudia ni el del propio investigador la teoría social se convierte en
ideología. El investigador debe ser consciente de que está sometido a condicionantes que
afectan a su propia visión del mundo. De esta forma, Horkheimer se opone a la ilusión
positivista de una ciencia social valorativamente neutral y considera que “el trabajo teórico o
bien deviene cómplice más o menos consciente de tales condicionamientos, y con ello de
las diversas formas sociales de dominación, o toma conciencia de los mismos, e intenta
elevarse sobre ellos, incorporando una dimensión crítica que pueda ayudarle a superar esa
limitación”6. La Teoría Crítica, partiendo de esta oposición a los planteamientos del
positivismo, propone que la ciencia debe obedecer a un ideal emancipador y debe servir
como instrumento para tal fin. Esta declaración formará parte de los ejes ontológicos de la
Teoría Crítica.
En el campo de las Relaciones Internacionales estos planteamientos tienen su
expresión en las obras de R. Cox y S. Gill, entre otros. Cox elaborará una propuesta crítica

5
N. Cornago, “Materialismo e idealismo en la Teoría Crítica de las Relaciones Internacionales”, Revista Española de Derecho
Internacional, Vol. LVII, nº 2, 2005, p. 668.
6
Ibídem.

4
para el estudio de las Relaciones Internacionales a partir de una interpretación, flexible y
exenta de dogmatismo, del materialismo histórico. En relación con lo anterior, afirmará Cox
que “theory is always for someone and for some purpose. And theories have a perspective.
Perspectives derive from a position in time and space, specifically social and political time
and space”7. Así, frente a un tipo de teoría dedicada a la solución de problemas parciales
(problem solving) que se acerca al mundo sin cuestionar las estructuras de poder o las
circunstancias históricas que le dan forma, “Cox defenderá la idea de una teoría crítica,
caracterizada por el cuestionamiento del orden existente, y por la atención específica a la
historicidad del orden mundial”8. Con estos pilares se tratará de construir una Teoría Crítica
que deberá: en primer lugar, tener en cuenta los diversos intereses a los que una teoría
puede estar sirviendo; en segundo lugar, estudiar los procesos históricos que determinan el
orden mundial; en tercer lugar, prestar atención a la dialéctica histórica de las fuerzas
sociales y de las condiciones materiales que conforman el orden mundial; y finalmente, tener
en cuenta los procesos ideológicos que contribuyen a afianzar la dominación hegemónica.
El objetivo final será la contribución, desde el terreno de la teoría, a la movilización de las
fuerzas sociales que promuevan la emancipación social de la humanidad. Este compromiso
entre ciencia y cambio social queda patente cuando R. Cox afirma que “critical theory allows
for a normative choice in favour of a social and political order different from the prevailing
order, but it limits the range of choice to alternative orders which are feasible transformations
of the existing world”9.
En la obra de R. Cox tiene un papel fundamental el concepto de hegemonía tomado,
como se comentó anteriormente, de la obra de A. Gramsci. Así, la hegemonía es entendida
como la “forma específica de dominación que descansa no tanto en la represión de las
formas de contestación al orden como en la aceptación social de su ejercicio y el
consentimiento de la autoridad”10. En palabras de Gramsci:
“La realización de un aparato hegemónico, en la medida en que crea un nuevo terreno
ideológico, determina una reforma de las conciencias y de los modos de conocimiento (…).
Para decirlo con lenguaje crociano: cuando se consigue introducir una nueva moral
conforme a una nueva concepción del mundo, se termina por introducir también esta
11
concepción, es decir, se determina una reforma filosófica total” .
Esta relación entre las formas de coacción y la aceptación del orden social es la que
permite introducir la obra de Gramsci en el estudio de las Relaciones Internacionales. No es
extraño que, siguiendo a Gramsci, parte de la teoría crítica haya dedicado sus esfuerzos
intelectuales a estudiar las dimensiones ideológicas que contribuyen a legitimar, o en su
7
R. Cox, “Social forces, states, and world orders: beyond international relations theory”, en R. Cox (Ed.), Approaches to world
order, Cambridge, University of Cambridge, 1996, p. 87.
8
N. Cornago, op. cit., p. 676.
9
R. Cox, op. cit., p. 90.
10
N. Cornago, op. cit., p. 678.
11
A. Gramsci, Introducción a la filosofía de la praxis, Barcelona, Ediciones Península, 1978, p. 67.

5
caso deslegitimar, el orden mundial imperante. Sin embargo, no se debe caer en el error de
considerar a la Teoría Crítica como defensores de una ontología idealista, sino como
partidarios de un desarrollo complejo del conocimiento de la superestructura en el marco
general de la tradición del materialismo histórico.
La obra de R. Cox es, en síntesis, un intento de proyección a escala global de la idea
de hegemonía vinculada por buena parte de la literatura internacionalista al Estado. A
diferencia del planteamiento de R. Gilpin, R. Cox no cree que el orden mundial esté
determinado por la existencia de un Estado hegemónico; la hegemonía global se construye
a partir de los Estados, los organismos internacionales, las reglas de funcionamiento de la
economía mundial y del Derecho internacional, las clases sociales, etc. bajo el amparo de
un marco ideológico común. Este sistema hegemónico se construye desde el consenso de
los actores hegemónicos y no por el unilateralismo de un Estado. El multilateralismo será
considerado como el “mecanismo fundamental de adaptación a los crecientes
12
requerimientos funcionales y de legitimidad del orden mundial” .
Siguiendo esta línea de argumentación R. Cox dará una enorme importancia al papel
transformador de la sociedad civil. Las ciencias sociales han dado un significado muy
diverso al concepto de sociedad civil en los últimos siglos. Para Hegel, sociedad civil era
sinónimo de sociedad burguesa y representaba la lucha en defensa de los intereses
privados, frente al poder público que no era otra cosa que el Estado. Un tratamiento más
actual del término, vincularía sociedad civil a la actividad emancipatoria de las fuerzas
sociales frente a las fuerzas del mercado y del Estado. R. Cox asume la doble dimensión del
término:
“Por un lado, la sociedad civil es en efecto el cimiento sobre el que la burguesía mundial (…)
construye la hegemonía; pero por otro, es también el dominio en el que las fuerzas sociales
de oposición (…) elaboran y despliegan las formas de contestación contrahegemónicas que
13
en última instancia pueden contribuir a impulsar la necesaria transformación social” .
De esta forma, R. Cox entiende el orden mundial como el resultado de la combinación
de sus dimensiones objetivas –desigualdad social, proceso de polarización a escala global,
etc.- e intersubjetivas, entre las que están presentes diferentes visiones del mundo que han
sido determinadas por las condiciones materiales de existencia de los diferentes grupos
sociales. Con esta afirmación no se refiere a una mera determinación mecánica de la
superestructura, sino a la “articulación siempre compleja entre las condiciones de posibilidad
que establece la realidad material y la propia autonomía de la conciencia en la esfera del
pensamiento y de la acción”14. Esta compleja realidad es la que deben tener en cuenta

12
N. Cornago, op. cit., p. 679.
13
Ibídem.
14
Ibídem, p. 680.

6
aquellas fuerzas sociales, que pretendan alterar el orden mundial vigente y acometer las
transformaciones sociales más urgentes.

3. CRISIS DE HEGEMONÍA Y MOVIMIENTOS ANTISISTÉMICOS EN EL ORDEN


MUNDIAL

Hasta aquí se ha hecho referencia al tratamiento del concepto de hegemonía en la


disciplina de las Relaciones Internacionales, a partir de este momento se tratará de realizar
una aproximación a las ideas referidas a las crisis y a la formación de movimientos y fuerzas
contrahegemónicas. Como se explicaba con anterioridad, no se puede concebir un sistema
hegemónico sin tener en cuenta su temporalidad o, si se quiere, caducidad; los periodos de
crisis hegemónica se han sucedido a lo largo de la historia de manera aparentemente
inevitable. A continuación, se expondrán algunas de las aportaciones al estudio de las fases
críticas de la dominación hegemónica y a la construcción de movimientos antisistémicos.

3.1 Fase de declive hegemónico y guerra en R. Gilpin

Para R. Gilpin, como se expuso en el capítulo anterior, la aparición de un actor


hegemónico en el sistema internacional de Estados está relacionada con el
aprovechamiento de ventajas económicas y tecnológicas que faciliten el ejercicio de la
dominación. El excedente obtenido, a partir de su posición privilegiada, determinará las
posibilidades del mantenimiento de un orden mundial hegemónico. Sin embargo, R. Gilpin
advierte que, a largo plazo, los costes del ejercicio del poder crecen a mayor velocidad que
los beneficios que pueden obtenerse. Así, las potencias hegemónicas tenderán a una
situación de equilibrio entre costes y beneficios que marcará el inicio de una fase de crisis o
declive hegemónico. La financiación de la dominación y los compromisos adquiridos tienden
a verse como una “pesada carga”15.
R. Gilpin llamará la atención sobre factores internos y externos que explicarán la fase
de declive de una potencia hegemónica. Entre los factores internos destacan: en primer
lugar, la pérdida de vigor del crecimiento económico; en segundo lugar, el enorme costo de
una actividad política orientada hacia el exterior; en tercer lugar, el incremento del consumo
–tanto público como privado- en detrimento de la inversión; y finalmente, lo que R. Gilpin
denomina el deterioro moral de la sociedad que hace referencia a la inmovilidad y
decadencia reinantes en las sociedades en crisis. Entre los factores de orden externo,
menciona R. Gilpin, los altos costes de la dominación política. Se hace referencia,
particularmente, a la necesidad de invertir continuamente en armamento, a la aparición de
nuevos actores que puedan desafiar la hegemonía y a las dificultades para mantener el

15
K. Sodupe, op. cit., p. 44.

7
compromiso de otros Estados con el mantenimiento del sistema. Otro de los riegos externos
para el mantenimiento de la hegemonía lo constituye la pérdida del liderazgo económico y
tecnológico. La redistribución necesaria de recursos económicos y tecnológicos hacia otros
Estados, necesaria para legitimar el orden hegemónico, tiende a socavar sus propias
ventajas comparativas respecto a los demás actores. Esta tendencia igualitaria puede
incentivar la aparición de Estados que desafíen la hegemonía y el orden mundial
establecido.
Ante el surgimiento de este nuevo escenario, la potencia hegemónica tiene ante sí dos
alternativas de acción. La primera consistiría en aumentar los recursos que le permitan
seguir financiando su dominación. Esta opción podría consistir en elevar los impuestos, las
prestaciones que se exigen a otros Estados o impulsar la eficiencia de los recursos propios
por medio de la innovación técnica, organizativa, etc. Estas propuestas suponen ciertas
dosis de sacrificio y compromiso para todos los componentes de la sociedad que quizás no
se sientan motivados a actuar, siguiendo a R. Gilpin, en virtud del círculo vicioso de
decadencia e inmovilidad que toda sociedad en crisis experimenta. La segunda alternativa
posible a la fase de declive hegemónico consistiría en la reducción de los costes de la
dominación. Esto podría realizarse de diversas formas: en primer lugar, iniciando una guerra
hegemónica, aprovechando la superioridad militar aún vigente, contra la potencia desafiante;
en segundo lugar, iniciando una fase de expansión estratégica que, a pesar de suponer una
considerable inversión inicial, otorgue beneficios a medio y largo plazo al conseguir un
perímetro defensivo más sólido; en tercer lugar, reducir los compromisos internacionales y
velar por un clima de estabilidad del sistema. Algunas de estas propuestas podrían ser
interpretadas por el resto de Estados como síntomas de debilidad y en inicio de su inevitable
declive. En el caso de que estas reformas no tengan éxito el inicio de una guerra
hegemónica será inevitable. Como explica K. Sodupe, “la consecuencia más importante de
la guerra hegemónica es que cambia el sistema con arreglo a la nueva distribución de poder
internacional y provoca una reordenación de los componentes básicos del sistema”16. Como
resultado de la guerra, la nueva potencia hegemónica establecerá las bases del orden
político y económico internacional adaptándolas a sus intereses particulares. Se iniciará una
nueva fase de auge hegemónico y una transformación significativa del orden mundial.

3.2 Crisis y contradicciones sistémicas: S. Amin e I. Wallerstein

Hasta ahora se ha vinculado el inicio de una fase de declive hegemónico a la


desmembración de la dominación ejercida por un Estado en el sistema internacional. Desde
otras posiciones teóricas se ha defendido que, en los últimos años, se está asistiendo una

16
Ibídem, p. 46.

8
fase de declive que no está protagonizada por un único Estado sino por un sistema global: el
sistema capitalista. A continuación, se expondrán los principales argumentos de algunas de
estas líneas de pensamiento, representadas por S. Amin e I. Wallerstein.
S. Amin parte de la idea de que el capitalismo contemporáneo se ha visto envuelto en
una crisis de carácter estructural que puede ser definitiva. Esta crisis estructural no cree que
pueda ser superada por una nueva fase de expansión; “lo que parece diseñarse son signos
indicativos de la „senilidad‟ del capitalismo y por ello la necesidad objetiva para la humanidad
en su conjunto de comprometerse en la „vía‟ del socialismo”17. Para S. Amin el socialismo no
representa la única salida a la crisis, pero si la considera la más deseable. Nunca puede
descartarse la peor de las hipótesis, que llevaría a la “catástrofe y al suicidio de la
humanidad”18.
Según S. Amin el capitalismo está mostrando sus principales rasgos de senilidad. El
primero de ellos lo constituiría el largo plazo de la revolución científica en curso. Esta
revolución –sobre todo en la informática y en la automática- pretende conseguir una mayor
producción material invirtiendo, simultáneamente, menos capital y menos trabajo. Si esta es
su pretensión habrá que concluir que el capitalismo está agotando su papel histórico, pues
se basa en el dominio del capital sobre el trabajo. En palabras de S. Amin:
“Las relaciones sociales capitalistas ya no permiten continuar una acumulación continua que
definía históricamente su función. Tales relaciones constituyen un obstáculo para proseguir
enriqueciendo a las sociedades humanas. Otras relaciones, basadas en la abolición de la
propiedad privada del capital, se han convertido desde ahora en una necesidad objetiva. No
para „corregir‟ el esquema de reparto del ingreso (favoreciendo al trabajo), que el
capitalismo tiende por sí mismo a tornar más y más desigual; sino sobre todo para permitir
la recuperación del crecimiento de la riqueza material, tarea imposible si se basa en las
19
relaciones sociales capitalistas” .
El segundo rasgo que determina la senilidad del sistema lo constituye la imposibilidad
de que el imperialismo colectivo de la Triada –EEUU, UE y Japón- pueda mantener el
desarrollo capitalista de las periferias. El imperialismo de etapas anteriores se caracterizaba
por la exportación de capitales desde el centro hacia la periferia, estableciendo un
capitalismo asimétrico y dependiente. Esta inversión en la periferia permitía la extracción de
excedentes provenientes de la explotación del trabajo; este reflujo de beneficios podía
equilibrar, incluso superar, los flujos de la exportación de capitales. En los últimos años esta
dinámica ha cambiado. La Triada ya no es exportadora de capitales hacia la periferia y los
excedentes que absorbe ya no son “la contrapartida financiera de inversiones productivas
nuevas”20. La inversión productiva en la periferia ha sido sustituida por la absorción de

17
S. Amin, Más allá del capitalismo senil. Por un siglo XXI no-americano, Barcelona, Viejo Topo, 2003, p. 153.
18
Ibídem, p. 151.
19
Ibídem, p. 153.
20
Ibídem, p. 154.

9
distintos tipos de excedentes del sistema, como por ejemplo la deuda de los países
subdesarrollados21. En definitiva, para S. Amin “el carácter parasitario de ese modo de
funcionamiento del sistema imperialista es, en sí, un signo de senilidad que sitúa en primer
plano de la escena la contradicción creciente centros-periferias, llamadas también „Norte-
Sur‟”22. Estos dos rasgos de senilidad del capitalismo anuncian su incapacidad para generar
riqueza productiva; es lo que S. Amin denomina “un modo de destrucción no creadora”23.
Desde el análisis que propone I. Wallerstein, también el sistema capitalista estaría
iniciando el camino hacia su desaparición; si bien, los argumentos que aporta difieren de los
anteriores. Para defender la decadencia del sistema capitalista invita a “fijarnos en sus
contradicciones ya que todos los sistemas históricos (…) tienen contradicciones internas,
razón por la cual tienen vidas limitadas”24. Según Wallerstein, las contradicciones básicas
que socavan las perspectivas futuras del capitalismo histórico son: el dilema de la
acumulación, el dilema de la legitimación política y el dilema de la agenda geocultural. Estas
contradicciones forman parte del sistema capitalista desde sus inicios pero se está llegando
a un punto en que no pueden mantenerse; es decir, “al punto en el que los ajustes
necesarios para mantener el funcionamiento normal del sistema tendrían un coste tan alto
que no podrían devolverlo a un estado de equilibrio siquiera temporal”25.
El dilema de la acumulación vendría determinado por la tensión entre dos fuerzas que
genera el propio sistema: la que conduce al establecimiento de monopolios y la que genera
la competencia en los mercados. Para I. Wallerstein la acumulación incesante de capital es
la principal razón de ser del sistema capitalista y para maximizarla se requiere cierto nivel de
monopolio en la producción. Cuanto mayor sea el nivel de monopolización más ventajosa
será la relación entre costes de producción y precios de venta. Sin embargo, estas
perspectivas de éxito son, a menudo, imitadas por otros actores y generan la competencia
en los mercados. Esta relación sugiere que los monopolios incitan la aparición de la
competencia, minando las posibilidades de mantenimiento del propio monopolio y sus
beneficios asociados. Ahora bien, cada vez que las posibilidades de beneficios elevados se
disipan, los capitalistas buscarán nuevas fuentes, es decir, nuevas oportunidades de
monopolizar otros sectores de la producción.
“Esta tensión entre la necesidad de monopolizar y su carácter autodestructivo explica la
naturaleza cíclica de la actividad económica capitalista y da razón de la subyacente división
del trabajo entre productores centrales (altamente monopolizados) y productos periféricos
26
(altamente competitivos) en la economía-mundo capitalista” .

21
Sobre este aspecto puede consultarse: S. Gill, “Las contradicciones de la supremacía de Estados Unidos”, Socialist Register,
Noviembre 2005, disponible en www.bibliotecavirtual.clacso.org.ar.
22
S. Amin, op. cit., p. 154.
23
Ibídem, pág. 155.
24
I. Wallerstein, El futuro de la civilización capitalista, Barcelona, Icaria, 1999, p. 69.
25
Ibídem, pág. 70.
26
Ibídem.

10
Ante la imposibilidad de conseguir establecer monopolios en el mercado, aspecto muy
difícil dada la propia naturaleza del mismo, los productores tratarán de involucrar a otras
instituciones. I. Wallerstein destaca aquí el papel del Estado y de la “costumbre”,
considerada como sistema de valores que reproduce pautas de consumo, como
instituciones que tratan de facilitar, en la medida de lo posible y con los riesgos que ello
conlleva, la acumulación de capital por la vía de la monopolización. Es todo este entramado
de contradicciones y sus consecuencias al que se refiere I. Wallerstein cuando habla del
dilema de la acumulación como uno de los principales retos que debe afrontar el
capitalismo.
Por otro lado, I. Wallerstein llama la atención sobre el denominado dilema de la
legitimación política del capitalismo histórico. Se refiere a que “todos los sistemas históricos
sobreviven recompensando a los cuadros del sistema; [y por otro lado] han tenido que
mantener a raya a amplias capas de la población que no estaban siendo bien
recompensadas material y socialmente”27. Algunas de las reformas que se han llevado a
cabo, durante los últimos siglos, como el reconocimiento de derechos individuales y
sociales, la extensión de la democracia o los Estados de bienestar, han formado parte de
esa estrategia de contención de las aspiraciones de los sectores insuficientemente
recompensados de la sociedad. Este tipo de reformas tuvieron éxito durante siglos pero, a
finales de los años 70 del siglo XX, el sistema se mostró incapaz de generar los suficientes
recursos como para redistribuir la riqueza desde el centro hacia la periferia del sistema. La
estrategia que había funcionado en el marco de los Estados no podía aplicarse en el
escenario internacional sin que los cuadros beneficiados del sistema renunciaran a la parte
que tenían reservada. La estrategia reformista ha sido abandonada desde entonces y el
sistema está viendo mermada su legitimidad al no poder dar respuesta a las enormes
fracturas económicas, políticas y sociales que están teniendo lugar.
Por último, I. Wallerstein se refiere al dilema de la agenda geocultural. Esta
contradicción sistémica básica tiene como punto de partida la concepción individualista que
ha fomentado el capitalismo desde sus inicios. El individualismo “fomenta la competición de
todos contra todos de forma particularmente virulenta ya que legitima esta competición no
para una reducida elite sólo sino para toda la humanidad”28. Sin duda, en el capitalismo el
individuo es el actor principal y de él depende su posición en el sistema. Para justificar y
legitimar las desigualdades se han desarrollado dos discursos aparentemente
contradictorios pero complementarios. El primero es el del “universalismo”, que tiende a
justificar cualquier privilegio con el argumento de una teórica igualdad de oportunidades. El
segundo de los discursos es el del “racismo-sexismo”, que trata de justificar lo mismo a

27
Ibídem, p. 77.
28
Ibídem, p. 82.

11
partir del argumento contrario: la ausencia de privilegios se debe a la incompetencia –
justificada biológicamente unas veces, culturalmente otras- de los individuos. Siguiendo a I.
Wallerstein:
“El modo en que cada una de estas prácticas contiene a la otra es lo que siempre ha hecho
posible usar la una contra la otra: usar el racismo-sexismo para impedir que el universalismo
avance demasiado en la dirección del igualitarismo; y usar el universalismo para impedir
29
que el racismo-sexismo avance demasiado en la dirección de un sistema de castas” .
Este sistema de contención que ha servido para el mantenimiento del sistema, según
la opinión de I. Wallerstein, se está resquebrajando. Los dos discursos ya no se limitan
mutuamente y están tomando una mayor autonomía, produciéndose una colisión entre dos
concepciones del mundo antagónicas: universalismo y particularismo. Esta será una de las
fracturas que pondrán en riesgo la estabilidad del sistema.
Como se ha intentado describir, más allá del espacio reservado a la concurrencia de
los Estados, se plantean luchas y contradicciones que pueden determinar el declive de un
orden hegemónico; planteado éste en términos de sistema capitalista, sistema-mundo o
civilización.

3.3 Movimientos antisistémicos y desafíos a la hegemonía

Desde hace años, algunos autores han dirigido su atención hacia el fenómeno de la
formación y dinámica de los movimientos antisistémicos. La aparición de estos movimientos
contestatarios debe relacionarse con la existencia de un orden hegemónico que se
considera injusto. Siguiendo a Wallerstein, siempre han existido fuerzas sociales que
confrontan la dominación y en el capitalismo histórico éstas han evolucionado a partir de dos
formas básicas: los movimientos sociales y los movimientos nacionales30. Los primeros
tuvieron como objetivo principal intensificar la lucha de clases; sindicatos y partidos
socialistas fueron sus formas de organización. Por otra parte, los movimientos nacionales
aspiraban a la creación de un Estado nacional; bien por la vía de la unificación de unidades
políticas separadas -la unidad italiana-, o bien por medio de la secesión de Estados
imperiales y opresivos -descolonización africana-. En la década de los años 70 del pasado
siglo, I. Wallerstein acuñó el término de movimientos antisistémicos “con el fin de disponer
de una formulación que agrupara los dos tipos específicos de movimiento popular existentes
analítica e históricamente”31. Partiendo de esta definición se podrá realizar un acercamiento
a las formas de resistencia que han actuado durante el siglo XX y los primeros años del siglo
XXI.

29
Ibídem, p. 84.
30
I. Wallerstein, Capitalismo histórico y movimientos antisistémicos, Madrid, Akal, 2004, p. 464.
31
Ibídem.

12
Durante la primera mitad del siglo XX las fuerzas de resistencia tuvieron,
mayoritariamente, la forma de movimientos sociales o nacionales. Esta diferencia tiene que
ver con la situación concreta que enfrentaba cada uno en el contexto general de la
confrontación contrahegemónica. Sin embargo, el origen y el desarrollo de estos
movimientos revelan características comunes. En primer lugar, ambos tipos de organización
se definieron a sí mismas, con frecuencia, como revolucionarias. Su objetivo final era el de
la transformación de las relaciones sociales existentes; lo que supuso, en ambos casos, la
represión por parte de las fuerzas defensoras del status quo. En segundo lugar, los
movimientos antisistémicos protagonizaron, desde sus inicios, un debate en torno a la
orientación de su acción hacia el Estado o hacia la transformación individual; las escisiones
entre socialistas y anarquistas son un ejemplo. Con el tiempo se afianzaron más las
opciones que se orientaron hacia el control del poder del Estado; los intentos en sentido
contrario fueron condenados al fracaso. En tercer lugar, durante la confrontación muchos
movimientos socialistas adoptaron el discurso nacionalista y viceversa. En Europa algunos
movimientos socialistas se conformaron como fuerzas de integración nacional y también
muchos movimientos de liberación nacional estuvieron conformados, con frecuencia, por
partidos comunistas y socialistas. Esta indistinción, en palabras de Wallerstein, “fue mayor
de lo que jamás reconocieron sus partidarios”32. En cuarto lugar, ambos tipos de movimiento
se organizaron a partir de estructuras similares. Usualmente, partiendo de un pequeño
grupo de intelectuales a los que se sumaba un número mayor de militantes, fueron
creciendo y conformando un tejido social de base popular que les permitía confrontar a sus
oponentes. Sin embargo, aún partiendo del mismo tipo de estructura organizacional, los
movimientos socialistas tuvieron mayor presencia en los Estados del centro de la economía-
mundo capitalista y los movimientos nacionalistas se concentraron el las zonas periféricas y
semiperiféricas; no cabe duda, que si bien los objetivos estratégicos podían coincidir, las
apuestas tácticas para acceder al poder tenían que ser diferentes en función de cada
contexto. En quinto lugar, todo movimiento debatió, en algún momento, sobre qué forma de
transformación era la más adecuada: la reforma o la revolución. Probablemente, ninguno
halló una respuesta satisfactoria: por un lado, los revolucionarios una vez en el poder, en
algunos casos, dejaron de ser tan revolucionarios; y por otro lado, los reformistas no
pudieron, con frecuencia, aplicar sus programas debido a la resistencia del propio sistema
en que confiaron. Por último, la mayoría de movimientos antisistémicos optaron, para la
realización de sus aspiraciones, por una estrategia constituida por dos fases: “primero,
conquistar el poder en el interior de la estructura estatal; después, transformar el mundo”33.
Tras la conquista del poder estatal muchos tomaron conciencia de que el poder del Estado

32
Ibídem, p. 465.
33
Ibídem.

13
era muy limitado para realizar las transformaciones que deseaban. Como apunta
Wallerstein, “cada Estado se halla constreñido por el hecho de que forma parte del sistema
interestatal, en el cual la soberanía de ninguno de los Estados que lo componen es
absoluta”34. Ante esta situación, muchos de estos movimientos perdieron su carácter
antisistémico y se limitaron a mantenerse en el poder; cambiando sus objetivos iniciales.
Esta configuración de los movimientos de resistencia empezó a resquebrajarse a
finales de los años sesenta, coincidiendo con la revolución mundial de 1968, debido a la
desilusión que provocó la izquierda tradicional una vez en el poder. A pesar de las
numerosas reformas, que mejoraron los sistemas de salud pública, educación y empleo, la
aspiración de cambiar el mundo de base nunca llegó. Esta decepción tuvo dos
consecuencias principales: la primera, que la izquierda tradicional empezó a perder la
legitimidad de sus bases; y la segunda, que el Estado empezaba a verse como un
instrumento no adecuado de transformación. Paralelamente, comenzaron a surgir nuevos
movimientos antisistémicos que renunciaban al modelo de organización tradicional y
proponían un nuevo horizonte de transformación.
El primero de estos esfuerzos lo constituyó el surgimiento de diferentes organizaciones
de orientación maoísta. Se defendía que la izquierda tradicional había abandonado el
carácter revolucionario “puro” que ellos encarnaban. Sin embargo, la mayoría de estas
organizaciones no llegaron a generar movimientos de masas y, tras la muerte de Mao Tse-
Tung, el maoísmo fue abandonado en China y perdió fuerzas en el resto del mundo. Otra
iniciativa en el mismo sentido fue protagonizada por la irrupción de los nuevos movimientos
sociales: ecologistas, feministas o grupos representativos de minorías étnicas y raciales.
Estos movimientos sólo tuvieron una presencia significativa en los países del centro y se
caracterizaron por un rechazo a la estrategia de las dos fases; no estaban dispuestos a
relegar sus aspiraciones a un segundo lugar y esperar a “después de la revolución”. Con el
paso de los años el reformismo que propugnaban fue evolucionando hacia posiciones
socialdemócratas; algunos de ellos aún se mantienen activos y otros desaparecieron como
consecuencia de la adopción de sus reclamaciones por otros partidos de la izquierda.
Durante la década de los 80, un nuevo tipo de organización antisistémica logró alcanzar
niveles de significación importantes: las organizaciones defensoras de los derechos
humanos. Éstas se presentaron como las defensoras de la sociedad civil organizada y
tuvieron éxito al conseguir que muchos Estados realizaran reformas en materia de derechos
humanos. Estos movimientos también surgieron, mayoritariamente, en los países del centro
pero trataron de llevar a cabo sus programas en la periferia; por esta razón, en muchos
lugares fueron confundidos con los propios Estados del centro. Tampoco consiguieron, y
quizás nunca lo pensaron, construir movimientos de masas de carácter transformador. El
34
Ibídem, p. 467.

14
último tipo de movimiento antisistémico, y el más reciente, es el constituido por el
movimiento antiglobalización. Puede decirse que su nacimiento tuvo lugar al calor de las
protestas contra la cumbre de la OMC celebrada en Seattle en 1999. Tras estos
acontecimientos se han sucedido nuevas acciones de protesta en muchos lugares del
mundo, que condujeron al nacimiento del Foro Social Mundial en la ciudad brasileña de
Porto Alegre. Estos encuentros se han repetido en otras ciudades y la organización
mantiene una actividad cada vez más intensa. Las características que definen a este
movimiento difieren de las anteriores: el FSM intenta agrupar a todo tipo de organizaciones y
movimientos -desde la izquierda tradicional a las nuevas expresiones resistencia local o
transnacional-. El elemento aglutinador del movimiento es el rechazo a las consecuencias
de la aplicación de la agenda neoliberal por parte de instituciones como el BM, el FMI y la
OMC. En esta labor de resistencia antisistémica están involucrados movimientos, tanto del
Norte como del Sur, bajo el lema de “Otro mundo es posible”. El principal reto del FSM es
elaborar un programa claro y positivo. “Si puede hacerlo y, sin embargo, mantener el nivel
de unidad actual y la ausencia de una estructura omnicomprensiva (inevitablemente
jerárquica) [será] la gran cuestión de los próximos diez años”35. Esta forma de movimiento
antisistémico es la que goza de mejor salud en la actualidad; habrá que esperar para ver
que capacidad tiene de enfrentar y contribuir a socavar las bases del orden hegemónico
vigente.

4. CONCLUSIONES

Después de lo expuesto debo expresar mi acuerdo en calificar el actual orden mundial


como hegemónico. Sin embargo, desde mi punto de vista, no todas las definiciones que se
han aportado de hegemonía describen con suficiente rigor el estado actual.

En la obra de R. Gilpin, se presenta un tipo de hegemonía vinculada a la existencia de


una única potencia hegemónica. No creo que genere demasiada controversia el considerar
que existe algún país que aporta un mayor número de efectivos –sean estos militares,
tecnológicos, económicos, etc.- al mantenimiento de la hegemonía, pero más difícil
resultaría el aceptar que un solo Estado puede imponer su voluntad por la fuerza al resto. En
el orden mundial presente ni las ventajas tecnológicas, ni las económicas y tampoco la
superioridad militar pueden otorgar la oportunidad de ejercer algún tipo de dominación si no
es aceptada. En segundo lugar, siguiendo con el comentario sobre R. Gilpin, me parece
difícil aceptar que la fase de declive de una potencia hegemónica tenga lugar, únicamente,
como consecuencia de la incapacidad de financiar la dominación. Como han expresado
otros autores, la hegemonía no es sólo económica y/o militar; una fase de declive debe tener
35
Ibídem, p. 472.

15
en cuenta las demás dimensiones de la dominación: económica, militar, cultural, valorativa,
tecnológica, científica, política, etc. En tercer lugar, parece poco probable, que el desenlace
final de la fase de declive hegemónico sea la guerra. Ninguna potencia presente, aunque
tuviese mayores ventajas en un orden hegemónico alternativo, desencadenaría una guerra
para conseguirlo. La primera razón, la encuentro en la capacidad de destrucción del
armamento actual; si hace 50 años era posible destruir varias veces el planeta hoy día esa
capacidad se habrá multiplicado. La vía de la fuerza no parece ser la más adecuada. Sin
embargo, encuentro otra razón que me parece más acertada: el orden mundial vigente
descansa sobre el consenso de las elites y su proyecto ideológico. Ningún Estado, con
posibilidades reales de desafiar la hegemonía, ni sus gobernantes, están en disposición de
alterar una situación que les es favorable. Frente a una teórica dominación hegemónica
estadounidense, no será la UE, ni Japón, ni probablemente China quienes tratarán de
disputarle la hegemonía porque indudablemente son también parte de ella. A pesar de
posibles desencuentros puntuales las principales potencias mundiales participan de un
orden hegemónico que, podría decirse, abanderan los EEUU. En definitiva, creo que la
lectura que hace R. Gilpin de la hegemonía no nos permite hacer un diagnóstico acertado
del orden mundial presente.

Por otro lado, me parecen más sugerentes las propuestas elaboradas por la Teoría
Crítica y otros autores mencionados como S. Amin e I. Wallerstein. En primer lugar, por la
visión de conjunto que aportan sobre el sistema internacional; a pesar de las diferencias
notables que hay entre sus propuestas. Sus análisis sobre las múltiples contradicciones
presentes en el orden mundial proporcionan un diagnóstico más elaborado y sistemático. En
segundo lugar, porque entienden la construcción de la hegemonía como algo complejo, que
incluye muchas dimensiones, desde lo económico a lo militar y desde lo político a lo
ideológico. En último lugar, teniendo en cuenta desde donde están llegando las principales
expresiones de resistencia contrahegemónica, me refiero al movimiento antiglobalización,
creo que sus planteamientos pueden explicar esta reacción de una parte de la sociedad civil
organizada. En los próximos años, habrá que atender a la evolución de las fuerzas
antisistémicas que se están gestando y al tratamiento de las contradicciones que puedan
poner en riesgo el actual orden mundial. Alejándome de las posiciones más pesimistas, que
advierten del peligro de un suicidio de la humanidad, espero que estos enfoques analíticos
contribuyan a la construcción de ese otro mundo posible, más justo, igualitario y libre.

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BIBLIOGRAFÍA

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