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RELATO DE DANIEL G. S.
Todos los derechos reservados 2009
Licencia Atribución-No Comercial-Sin Derivadas 2.0 Chile de Creative Commons
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“Los Hijos del Matuasto”
Autor: Daniel E. Guajardo Sánchez
En la mesa confeccionada con troncos de árboles caídos brilla apenas la mecha de
una lámpara de barro. En la penumbra de la habitación el aroma del aceite quemado inunda
todos los rincones, revolviendo los estómagos de quienes allí moran e impregnando sus
—No quiero —dice el varón de trece años con el cabello cortado a la suerte y el
rostro sucio luego de un largo día removiendo estiércol. Es el último niño en el fuerte
Amanecer, no queda nadie más joven que él y hoy será su primera vez.
tono que no admite negativas. Sus rasgos duros como surcos en la tierra hablan de muchos
—Pero... hace años que no hay noticias del matuasto —murmura el joven en un
sollozo que es ignorado. La madre acaricia la cabeza de su hijo con mano temblorosa y
compasión que le es propia, pero sin poder aplacar el temblor de su voz cercano al llanto—.
—Por favor, no —gime el joven y recibe una fuerte bofetada de su madre. Cae de
espaldas contra las frazadas extendidas en el suelo que son su cama, más ofendido que
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“Los Hijos del Matuasto”
Autor: Daniel E. Guajardo Sánchez
Estamos todos condenados. Malditos sean los supuestos sabios que conjuraron lo que no
podían controlar...
—¡Calla mujer! —ruge el padre implorando silencio. No está enojado, está aterrado.
Ante su puerta acaban de golpear una sola vez, tan levemente que podría haber pasado
inadvertido si no fuera porque están acostumbrados al susurro del viento. Aquel fue
--
Amanece en el valle.
piedras, realizando un arco absurdo a través de rutas poco transitadas, esquivando chatarras
oxidadas de una era más próspera, despistando en la medida de lo posible al horror del que
escapan.
entre dos y tres años. Los víveres son transportados en las carretas menores.
ataviados de negro con corazas acolchadas, cascos, dagas al cinto y lanzas gruesas
través del tupido bosque al tiempo que se esmera en borrar las huellas dejadas por hombres
y carruajes. Ni el mejor cazador del valle podría detectar las señales de su paso en ninguno
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“Los Hijos del Matuasto”
Autor: Daniel E. Guajardo Sánchez
de los senderos transitados.
Dos días atrás dejaron la protección del fuerte Nascimento con el primer rayo de sol
del solsticio de verano. Envolvieron las ruedas de los carruajes con lana y engrasaron sus
junturas para evitar los quejidos del metal y la madera en movimiento, utilizando caballos
mudos con sus espuelas envueltas en ropas viejas, con sacos de cuero colgando bajo ellos
especial, protegida del exterior por varias capas de lana apelmazada y una puerta con una
pequeña abertura para que su madre pueda observarle y evitar que la pequeña se asfixie.
pluma. Abren las mirillas a los costados del vehículo y ven a los hombres gesticulando sin
decir palabra.
Una rueda se ha atascado en una grieta formada por dos rocas enterradas.
Usando los mangos de sus lanzas, cinco hombres hacen palanca sin proferir ninguna
Desde el carruaje la madre de la bebé observa el trabajo de los hombres, porque uno
Logran liberar la rueda de la trampa en pocos minutos. Luego reparan parte del
acolchado que oficia de llanta y aprovechan de revisar el resto de la caravana y engrasar los
ejes.
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“Los Hijos del Matuasto”
Autor: Daniel E. Guajardo Sánchez
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La primera noche luego de un día de viaje ininterrumpido, nadie durmió. Todos los
vehículos fueron cubiertos con ramas mientras los hombres aguardaban ocultos debajo. El
silencio era absoluto y a ratos el viento les traía los gritos de guerra de los que se quedaron
Eran sus padres, madres y abuelos, fieros combatientes que lograron permanecer
con vida a la llegada de la peste ambulante, asegurando el alimento durante las horas de luz,
creando la economía de subsistencia con la que pudieron sobrevivir durante todas sus vidas.
Pero con el paso de los años su número había disminuido y Eso lo sabía. Ya no
La segunda noche estaban bastante lejos como para no oír nada excepto el viento y
el baile de los árboles, pero el horror se encontraba muy cerca. Sintieron los gritos de
hombres y mujeres torturados. Eran la carnada, sus parientes cercanos, una trampa que
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Ahora marchan con la moral por el suelo, incapaces de llorar porque no tienen
—Debemos apurar el paso —dice una voz cansada, rompiendo la regla sagrada del
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“Los Hijos del Matuasto”
Autor: Daniel E. Guajardo Sánchez
Los hombres se miran. Las mujeres desde el carruaje murmuran su asentimiento.
Está dicho. Ahora viajan a paso rápido. Los carruajes crujen al saltar en los baches
del suelo o rodear las olvidadas máquinas a vapor, pero eso ya no tiene importancia.
carreta repleta de trampas y explosivos junto con todos los sacos de desperdicios,
colocando ese caballo a la cabeza de la caravana mientras el pobre animal cansado queda a
su suerte.
Al poco rato de caer la noche oyen la explosión de la carreta, seguida por los
Dejan otra carreta atrás y uno de los hombres monta el caballo, alejándose al galope
--
Un encapuchado con el oído pegado al suelo siente el eco de los cascos que se
acercan. Hace una seña y dos encapuchados similares a él comienzan a mover las pesadas
Los siete encapuchados salen a recibir al viajero, corriendo a gran velocidad por el
sendero y entre las copas de los árboles para interceptarle a medio camino. A sus espaldas
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Autor: Daniel E. Guajardo Sánchez
la guillotina cae con un estruendo.
El hombre sobre el caballo grita horrorizado cuando es atrapado por seres sombríos
cubiertos con capuchas de lana gastada y olor a queso rancio. Intenta golpearles con su
—Tranquilo, humano —dice uno de ellos con voz rasposa, enseñando la palma de
su mano delgada y dura como la piedra, con dedos escamosos terminados en garras rojas y
afiladas— Estás a salvo. De nosotros nada debes temer. Sabemos qué te persigue y a
—¿Deseas nuestra ayuda? —Dice otra voz más melodiosa, casi amable.
—Somos los Guardianes de Amanecer. ¡Tus seres queridos podrían estar muriendo
—Debo estar seguro que no sufrirán daño —solloza el hombre, implorando, con su
—Hay un precio que pagar —dice otro encapuchado de voz átona y seca—. Es un
precio bajo y nadie tiene que morir. Nadie tiene que humillarse. Nadie tiene que sufrir. Un
—¡Sí!
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Y dicho esto, los siete encapuchados desaparecen en la oscuridad del bosque.
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Los carruajes se detienen cuando los caballos mueren de espanto, cayendo lenta y
Las mujeres ahora gritan a pleno pulmón mientras los hombres mueven sus lanzas
Oyen un quejido precedido por un viento pestilente. Ante de ellos, bañada con la luz
de la luna llena, una criatura tan alta como cuatro hombres respira pesadamente, de espalda
ancha y piernas arqueadas, sus enormes brazos escamosos rematados en púas a la altura de
Nadie se mueve. Por fin pueden apreciar aquello que les ha asechado por años,
aquello que habita en la sombra y se alimenta de carne cruda. Un ser vicioso, cruel e
indestructible.
El hedor de la criatura hace que sus ojos se llenen de lágrimas. Incapaces de ver con
claridad oyen un grito, no de terror sino más bien un llamado a la pelea. Alguien convoca a
—¡Vârcolac!
Todo ocurre muy rápido. Siete figuras encapuchadas, pequeñas en comparación con
el monstruo, le rodean y atacan con garras afiladas. La criatura aúlla de frustración y golpea
a diestra y siniestra sin acertar a ninguna de sus presas, obteniendo a cambio diez o más
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Autor: Daniel E. Guajardo Sánchez
cortes sobre su piel de lagarto herida y chamuscada.
La velocidad de los golpes de Eso puede compararse con las rápidas dentelladas de
un lobo asustado, mientras que sus atacantes son como chacales defendiendo la madriguera.
Luego de un rugido de pesadilla, el ser salta hacia la caravana a pesar de las heridas
bosque sin importarle la lanza que su víctima le ha atravesado en el cuello ancho como un
—Vârcolac —susurran las mujeres. ¿Es así como le han llamado? ¿Cómo pueden
conocerle?
—¡No hay tiempo para preguntas! —ruge él antes de recibir ninguna queja—. Hay
de pesadumbre.
No hay tiempo para lamentos. Con un grito inician la marcha rumbo al fuerte de
A ratos oyen los aullidos de Eso, Vârcolac, o los gritos audaces de los encapuchados
Aún faltan tres horas para el amanecer cuando se detienen ante la pesada puerta de
guillotina del fuerte, una construcción imponente tan alta como los árboles con los que está
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Autor: Daniel E. Guajardo Sánchez
construido, troncos robustos de más de cinco metros de altura adornados con estacas
removibles que apuntan hacia el exterior y algunos incluso tienen ramas verdes en sus
copas.
Los muros altos del fuerte rodean la falda del pequeño cerro coronado por un
macizo de roca. Y por el tamaño de los árboles cercanos al fuerte, más pequeños que los
—¿Quién trae la peste a nuestra casa? —grita el vigía en la torre junto a la puerta,
cabeza del grupo, el mismo que montara el caballo en busca de ayuda y que a fuerza de
necesidad se ha convertido en líder—. Hemos emprendido este viaje sin retorno a un gran
costo...
protección de los siete encapuchados. Han sido tres días de viaje y...
cadenas.
—Adelante, rápido —dice el mismo hombre que les increpara desde la torre, ahora
hincado al otro lado del portal, su expresión suavizada por la premura. Cuando los troncos
afilados de la guillotina se elevan lo suficiente, el vigía toma las riendas del caballo y guía
la carroza al patio interior—. El matuasto puede estar lejos, pero sabemos que se mueve
rápido como el viento y ya podría encontrarse a poca distancia. Mientras no lleguen los
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“Los Hijos del Matuasto”
Autor: Daniel E. Guajardo Sánchez
Guardianes no podemos confiar en vuestra palabra. Mas... el sentido común nos dice otra
cosa, que me perdonen los Dioses olvidados. Venga, salgan todos de la carroza y entren a
¿El... Matuasto?
llenos de asombro al ver siete mujeres jóvenes vestidas de negro y un puñado de niñas y
limpio que duerme en brazos de su madre, quien no para de sollozar. Algunos observadores
—¿Niño o niña?
—¿Cuál es su nombre?
—¿Puedo sostenerlo?
hacia la cabaña ofrecida, una construcción pobre sin ventanas y techada con pasto seco,
mientras los hombres se sientan afuera en la tierra seca, libres de sus armaduras, pero aún
—Mi nombre es Pedro del Páramo —dice el vigía de la torre ante los hombres— y
soy el que toma las decisiones difíciles en momentos de urgencia. A mi derecha está mi
compañera de toda la vida, Rosa Espinosa, quien les trae algo para regresar el alma al
cuerpo.
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“Los Hijos del Matuasto”
Autor: Daniel E. Guajardo Sánchez
La mujer asiente y entrega un cuenco con caldo de pollo caliente a cada uno de los
cuatro hombres allí sentados. La ofrenda es bien recibida entre los viajeros exhaustos.
—Yo soy Raúl Roble —habla el que fuera jinete—. Mi hermano Renato... fue
Pedro del Páramo le hace callar dando una fuerte patada al suelo. La expresión de su
rostro no da para interpretaciones: aquel nombre está prohibido. Al mismo tiempo Rosa
junta las palmas de sus manos para elevar una plegaria a los Dioses de la noche, acto que
—No es un buen lugar para hablar de estos temas —le interrumpe Rosa, guiando un
grupo de mujeres vestidas de gris que portan bandejas con cuencos humeantes al interior de
la choza de los recién llegados. Por la cantidad de caldo disponible a esta hora de la
Pedro del Páramo asiente a su mujer y hace un gesto a Raúl para que le acompañe.
—No es dañino ser cauteloso —se disculpa Pedro, caminando lento por el sendero
empedrado que sube por la pendiente— y en estas tierras hemos aprendido a ser
aposentado la desdicha en nuestros hogares. El matuasto se vuelve más fuerte con cada luna
llena, como puedes ver la mayoría de las chozas están vacías, ya nadie tiene hijos... Y
creemos que llegará el día en que derrumbará los muros y entrará a comerse nuestra carne
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“Los Hijos del Matuasto”
Autor: Daniel E. Guajardo Sánchez
—El matuasto... La criatura —interrumpe Raúl, intranquilo por la crudeza de Pedro
del Páramo, impaciente por relatar todo lo que les ha ocurrido y por qué se han decidido a
viajar—, envenenó nuestras fuentes de agua. Todo sabía a meado y excrementos, tanto los
ríos como los pozos. El consumo de esas pestilencias enloquecía al más cuerdo.
gota, pero llegó un día en que el agua supo a animal descompuesto. La criatura se las
ingenió para arrojar desde la distancia varias ardillas agusanadas al interior, ¡por una
abertura del tamaño de mi cabeza! Tuvimos que hervir cada ración, inventando dispositivos
para no perder el agua evaporada. Incluso algunos creativos lograron hacer potables sus
—¿Cuánto tiempo llevan viviendo así? —Pedro del Páramo se percata que el
hombre con el que habla no debe tener más de veinte años, pero las marcas en su rostro
reflejan toda una vida de preocupaciones y de hacerse cargo de los problemas de otros.
Antes que Raúl responda, entran a una choza amplia y acogedora que está repleta de
arde un fuego agradable y sobre él un caldero humea algún brebaje aromático para
mantenerles despiertos.
—Habla libremente —invita uno de ellos con brusquedad, indicando una silla—,
Ponen una gran copa de barro cosido en sus manos. Está tibia y contiene la sangre
de la tierra, vino tibio endulzado con trozos de naranja y canela. Raúl Roble se permite
disfrutar, bebe con agrado y guarda silencioso algunos segundos, manteniendo los ojos
ojos—. Hace cinco años que bebemos de la lluvia y nuestros propios orines. Antes de eso
»Pero hace cinco años comenzó el asedio de Eso... nunca le dimos nombre. Los
alimentos secos se agotaron al igual que los vinos y los escabeches. Nuestros animales
noche y apenas nos movíamos para mantener las fuerzas... hasta el verano pasado, cuando
comprendimos que no aguantaríamos más tiempo allí. Una temporada más así y seríamos
—¿Qué ocurrió con los mayores? —pregunta una mujer corpulenta sentada bien
Entonces Raúl se percata del común denominador entre los habitantes de Amanecer:
todos están bien alimentados, la mayoría con sobrepeso, como si la presencia de la criatura
—Hace cinco años el matuasto se alejó de nuestras tierras —dice un hombre entre el
grupo, claramente borracho. Los que están sentados cerca de él se mueven incómodos, pero
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“Los Hijos del Matuasto”
Autor: Daniel E. Guajardo Sánchez
nadie le previene de decir otra cosa—. ¿Qué sabes de él?
sorpresa. ¿Cinco años? Los mismos cinco años de penuria para Nascimento. Y a juzgar por
las panzas bien alimentadas de estos pobladores, los mismos cinco años de bonanza para
Amanecer. Lo que hayan hecho para ahuyentar a Vârcolac, significó la muerte de toda mi
familia y amigos.
manteniendo el mismo tono cansado de antes—, que se alimenta con la sangre y carnes
tiernas de seres vivos cuando aún respiran, detesta la luz del sol y es inmortal.
—Hay mucho más por saber —agrega Pedro del Páramo—. Los pueblos que
más de cien años luego de distintas migraciones, todos escapando de los horrores de la
alguna razón más fuerte que la codicia y la estrategia, los ejércitos del norte preferían
»Pero apareció el matuasto. Creemos que dormía en alguna de las cavernas que
abundan en el camino angosto que cierra el valle hacia el sur, alimentándose de animales y
soportando el paso del tiempo. Pero llegaron los bárbaros con sus fiestas y alegrías a
despertarle.
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“Los Hijos del Matuasto”
Autor: Daniel E. Guajardo Sánchez
»A los pocos años lo que parecían ser simples crímenes y accidentes en cada luna
pánico y los que se marcharon escapando del terror, regresaron diezmados. El matuasto no
»Así fue que se construyeron fuertes en los tres poblados con mayor número de
habitantes: Amanecer, Nascimento y Nightwhale. Cada uno se armó como mejor pudo y
hubo tranquilidad por algunos meses, hasta que el matuasto demostró ser más fuerte y
astuto que nuestros ancestros. Por eso no has oído hablar de Nightwhale, ni siquiera como
»Ahora sabemos más sobre el monstruo: no es humano, pero alguna vez lo fue.
Aborrece la luz del sol y en cierta medida también rehuye la luz de las antorchas, aunque
eso no le detendrá. Tampoco ve bien en la oscuridad total y la luz de la luna llena es lo que
mejor le sienta para atacar... Pero no te engañes, se le ha visto de día cubierto con pieles y
—¿Qué son los Guardianes? —interrumpe Raúl y todos los presentes palidecen,
congelados por su frialdad ante los temas que a ellos les traen sin sueño desde hace
demasiado tiempo.
—Son... —comienza Pedro del Páramo, pero sus ojos se llenan de lágrimas y sale
de la cabaña.
—Son los hijos del matuasto... un error afortunado —dice Rosa Espinosa de pie
junto a la puerta, tranquila como quien habla del clima—. Los pobladores de Nightwhale,
impotentes ante el portento que se alimentaba de sus hijos, ofrecieron un sacrificio con la
esperanza de aplacar su furia por el tiempo suficiente para fortalecer sus hogares y armarse
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Autor: Daniel E. Guajardo Sánchez
antes del siguiente ataque.
»Un hombre joven se ofreció voluntario. Había perdido a toda su familia y él mismo
»Un año después Nightwhale ardía, sus habitantes marchaban hacia acá y un
Guardián les protegía del monstruo durante el viaje. Ese Guardián era el voluntario.
—El pacto —susurra Raúl Roble al comprender el sentido de las palabras en boca
de Rosa, recordando su primera conversación con los encapuchados—. Hice un pacto con
Los asistentes palidecen aún más, asintiendo sin cruzar sus miradas con la de él.
sobresaltando a todos. Sus ropas están rasgadas y manchadas y el hedor que de él emana es
mayores de trece años. Ése es el precio que deben pagar a cambio de nuestra protección.
Nadie se mueve. Nadie dice nada. El encapuchado descubre su rostro y todos miran
—Como ya dije cuando nos encontramos por primera vez —dice la criatura calva
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Autor: Daniel E. Guajardo Sánchez
carente de orejas que le mira fijamente, los ojos encendidos de rojo, la piel verde cubierta
»De la misma manera que nosotros fuimos entregados al matuasto para servirle de
alimento —ahora se dirige a los pobladores con un rugido que se transforma en grito—,
Una mujer solloza escondida en el grupo, pero nadie se mueve ni hace ademán de
Raúl Roble comprende los horrores con los que ha lidiado esta gente, aunque sin
olvidar los gritos de clemencia de sus padres torturados, rogando por una muerte rápida. Y
—¿Qué ocurrió hace cinco años? —pregunta con los ojos cerrados, calmando su
pulso.
El Guardián se percata del tono seguro y postura tranquila de este hombre y sonríe
complacido.
—Hace cinco años los sabios hombres y mujeres de este pueblo perdieron a su
Guardián —dice el que alguna vez fue hombre, el odio destilado en cada sílaba— y ante
esa terrible pérdida votaron para que otra persona tomara su lugar.
»Pero fueron más astutos aún, oh, grandes sabios. No llamaron voluntarios, nada de
eso. Eligieron siete afortunados, siete hombres despreciados en todo el pueblo por su mala
actitud, por errores imperdonables cometidos en el pasado o por simple codicia o celos,
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Autor: Daniel E. Guajardo Sánchez
para privarles de su contagiosa cercanía. Siete culpables. Siete es mejor que uno, fue su
razonamiento. ¡Imbéciles!
»Uno a uno fuimos entregados al matuasto como ofrenda, ¡contra nuestra voluntad!
Uno a uno fuimos aceptados por el monstruo y perdimos nuestra humanidad por ello.
»Deseábamos llenar de muerte este cínico nido de ratas... pero algunos todavía
»Por ellos y porque no somos monstruos, cobramos el Diezmo cada sábado al caer
el sol desde hace cinco años, dispuestos a dar nuestra vida para evitar que sean alimento de
monstruo.
matuasto le ha partido en dos con sus propias manos. Ahora Él ha regresado para quedarse
impregnado en sus ropas permanece. Afuera, en pleno patio central del pueblo fortaleza se
reúne con los otros cinco Guardianes y prenden fuego a una pira mortuoria a la vista de
todos.
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Autor: Daniel E. Guajardo Sánchez
Cuando la luz del sol se asoma por las montañas lejanas, los encapuchados dejan el
fuerte. Rosa Espinosa explica a Raúl que hay una choza afuera, no muy lejos junto al lecho
seco de un río. Allí los hijos del matuasto duermen colgados de los muros.
Para Raúl Roble ver el horror en los rostros de sus compañeros al regresar a la
choza donde moran, es como una espina envenenada en la planta de cada pie. Pero no hay
Deja cuatro frascos sobre la mesa mientras relata la nueva historia de su futura
desdicha, mientras las mujeres y hombres presentes irrumpen en llanto, despertando a los
Hoy es sábado.
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Los hombres toman la iniciativa y llenan los frascos viendo su propia sangre brotar
como un lento chorro palpitante de caramelo desde la aguja insertada en sus antebrazos.
Mientras tanto los niños juegan no muy lejos de la choza bajo la celosa mirada de
las mujeres, que al verlos así de felices, libres para gritar y reír a carcajadas como no han
hecho desde que nacieron... algunas hasta pueden imaginar que realmente viven en paz.
cosidos con lana, pero son rechazados con indiferencia. La mujer se aleja mirando a los
niños sobre el hombro y se queda bajo la sombra de un árbol frondoso, observándoles con
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El día transcurre en silencio. Sólo las risas de los niños rompen la monotonía con su
inocente claridad. Es como si nadie en el fuerte recordara que tiene cosas que hacer,
paseándose de un lado a otro con el único objetivo de observar a los recién llegados.
¿Cuándo nos dirán cuáles son nuestras labores? se preguntan las mujeres y
hombres en la choza, desesperados al no tener nada que hacer. En Nascimento un día sin
A eso del medio día les traen la primera comida del día, más sopa de pollo
acompañada con pan y batatas cocidas. Nada huele ni sabe a excremento de monstruo,
--
Antes del atardecer los Guardianes llaman a la puerta del fuerte. Es tiempo para la
recolección del Diezmo y prácticamente todos los habitantes del pueblo se han escondido,
todos menos los recién llegados de pie ante su choza, más diez hombres pálidos como la
Los encapuchados llevan sacos de cuero al hombro repletos con frascos de vidrio
vacíos, uno por cada tres personas mayores de 13 años, no más de 30 frascos que serán
trocados por otros llenos, cada uno con capacidad para un litro y medio de sangre fresca.
Y traen consigo una sorpresa aún mayor, un hombre que se daba por muerto y que
Es Renato, que camina entre ellos indiferente a lo que ocurre a su alrededor, como
hipnotizado.
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Autor: Daniel E. Guajardo Sánchez
—¡Hermano! —grita Raúl Roble, que no cabe en su cuerpo de tanto júbilo. Se
acerca tambaleante a su hermano menor acompañado por toda la caravana que llora de
alegría.
Intentan llevarle a la choza para que se tienda y descanse, seguramente está hambriento,
—Sólo su mujer y hermano pueden hablar con él ahora —dice el Guardián con voz
La protesta general se eleva como una revuelta. Pedro del Páramo acude raudo a
aplacar a los manifestantes, indicando con su mirada compungida de hombre cansado que
Raúl asiente y junto a Pedro logran guiar al enfermo sendero arriba hacia la misma
suelo, con su cabeza apoyada en una esterilla y cubierta con paños húmedos.
La mujer de Renato, Luz del Atardecer, entra a la habitación con los ojos llenos de
lágrimas pero sin demostrar de ninguna otra manera la ansiedad que seguramente le corroe
—Lo que vamos a hablar aquí concierne sólo a la familia de este hombre —dice el
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necesaria. Vete.
El rostro ofendido de Pedro cambia al color del atardecer al mismo tiempo que su
bigote parece desplomarse. Sale de la choza como en una estampida, cerrando la puerta tras
—Mátenme —susurra Renato sin ninguna emoción, con la vista fija en una fisura
entre el pasto seco del techo. Desde esa posición puede ver una estrella asomándose
que acaba de oír. A cambio recibe una mirada llena de hastío y náusea.
Raúl mira a Luz, que no se mueve desde la esquina sombría donde se ha sentado, la
mirada fija en su esposo. ¿De qué estás hablando, hermano? Y es entonces que Raúl siente
como el conocimiento adquirido la noche anterior cala profundo en sus huesos, restando
latidos a su corazón.
medio de un fingido bostezo de aburrimiento—. Les habría ahorrado este mal rato.
corazón.
piel.
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—¡Qué hicieron a mi hermano! —exige Raúl, golpeando una y otra vez el pecho del
Guardián con su daga a dos manos, sin hacer mella—. ¡Habla, engendro!
mismo tono de antes, sin rastro alguno ofensa ni compasión— y la razón por la que les he
Raúl cae al suelo, exhausto y abatido. Enjuaga sus lágrimas con una manga y
enfunda la daga. Intenta encontrar la mirada de Luz, pero ella finge ignorarles, enfrascada
respetamos, pero no podemos olvidar el dilema en que se encuentra el fuerte tras vuestra
llegada y esperamos que ustedes, su familia, puedan convencerle de continuar con su vida.
»El matuasto volverá a acechar este pueblo con una furia como no se ha visto en
—¿Por qué él? —pregunta Luz del Atardecer refiriéndose a su esposo, elevando su
voz por primera vez en mucho tiempo. Renato reconoce ese timbre tenso tan amado y cierra
Guardián con algo parecido a la vergüenza en su tono en voz—, siempre que ésta se ofrezca
»Vuestro hermano, vuestro esposo... estaba destinado a morir en sus fauces, pero
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Autor: Daniel E. Guajardo Sánchez
algo hizo que el matuasto cambiara de parecer. Tal vez imploró por su vida. Tal vez se
entregó voluntariamente para ser devorado y el matuasto consideró ese acto como una
oferta.
escupe sin saliva, con una mueca de profundo desagrado—. Para una mujer, como fue mi
caso, resultó una experiencia traumática y desagradable. Pero para un hombre es...
devastadora.
»Sus heridas físicas ya han sanado, tal es el poder del bautizo por semen. Pero las
durará dos semanas llenas de angustia y dolor, pero después de eso ya no habrá más
ronda su mente en este momento. Su hermano y mujer han tenido el mismo pensamiento y
Vârcolac.
—Veo que los valientes sabios de este pueblo no les han dicho toda la verdad —se
lamenta sinceramente la Guardián, cubriéndose el rostro con una mano como para limpiar
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Autor: Daniel E. Guajardo Sánchez
situando una mano horrenda sobre la frente de su hermano. A pesar de este contacto, el
encapuchada. Raúl contiene la respiración y siente que está apunto de perder la consciencia.
Su mente termina de atar los cabos sueltos mientras la Guardián continúa con su historia—.
Y antes de eso fue el Guardián de Nightwhale, ya les han narrado esa parte de la historia.
inmortal, o al menos su carne pestilente no lo es. Hay un momento del día cuando es más
vulnerable, a la hora en que el sol agrede con mayor fuerza la tierra bajo nuestros pies.
»Hace cinco años en un día como hoy, cercano al solsticio de verano, los viejos del
pueblo motivados por Pedro del Páramo y cansados de lidiar con esta amenaza decidieron
que ya era tiempo de poner fin al terror. No más muertes ni sacrificios de animales útiles.
No más pesadillas.
nosotros como hijos del matuasto, al igual que nuestro incestuoso padre, somos vulnerables
a la luz del sol, pero con la ayuda de ropas blancas húmedas y cristales ahumados sobre sus
ojos, Vârcolac pudo llegar al escondite sin sufrir los embistes del Dios Sol.
»Yo estuve allí cuando todavía era humana y aún no se sabía nada de mi romance
»¿Ahora entienden por qué una mujer fue sido entregada al monstruo como
ofrenda? Rosa Espinosa se encargó de convertirme en la bruja que todas las mujeres
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Autor: Daniel E. Guajardo Sánchez
Se detiene un segundo, como intentando encontrar sentido a sus propias palabras.
Luego se sonríe a sí misma con un escalofrío de placer. Esa sonrisa de dientes afilados
—Encendimos una fogata a la entrada del escondite —dice ella—, reconocible sólo
por el fuerte hedor que manaba de allí. No había otra caverna igual. Pronto el matuasto
despertó de su letargo y salió a la luz, cegado por el brillante sol del medio día y
chamuscado por el fuego, pero grande y poderoso como nunca le habíamos visto.
porque su coraza de escamas está más distribuida a causa de su gran tamaño. Y aunque las
heridas que son mortales para todo ser vivo a él no le causan daño, sangra como cualquiera
»Le atacamos entre todos al mismo tiempo. Un centenar de lanzas como anzuelos,
con filo hueco y cabezas desprendibles hicieron que se desangrara en pocos minutos.
Muchos hombres y mujeres murieron ese día, pero no fue por causa de Él. Mientras
»Cuando la criatura estaba debilitada en el suelo bajo la poderosa luz del sol y con
cientos de lanzas relucientes entre las escamas de su armadura, Vârcolac blandió su gran
espada y le decapitó.
los vítores hasta estar seguros, cuando Vârcolac alzó nuevamente su espada y cortó el
cuello al hombre que tenía más cerca, bebiendo su sangre directamente de la herida ante
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Autor: Daniel E. Guajardo Sánchez
—Vârcolac se transformó en el matuasto —dice Raúl Roble, helado hasta los
huesos.
a sus pies. Si matas el cuerpo, el alma se transporta al Guardián más cercano. Y por esa
misma razón es que los hijos del matuasto casi somos indestructibles, porque somos su
llave a la inmortalidad.
»Pero ésta es una teoría tardía. No sirvió de nada expresarla en el juicio que nos
convirtió en parias disponibles para el sacrificio. Los sabios del pueblo, esas ratas de cola
pelada lideradas por Pedro del Páramo, no escucharían razones de boca de un muerto.
de nosotros o tal vez todos seremos convertidos y el ciclo continuará eternamente. Ya ves
—Y tampoco permitirán que muera más gente —agrega Luz del Atardecer, átona—,
porque perderían su fuente de alimento. El cuidado de sus parientes vivos es una excusa.
La Guardián asiente complacida. Estos nuevos colonos no son tan estúpidos como
Raúl Roble cierra los ojos. La ira y la impotencia nublan su cordura, invitándole a la
desesperación.
se convertirá en otro tipo de monstruo en poco tiempo. Tal vez algún día se transforme en la
bestia de la que intentaban escapar con tanto ahínco. Tal vez asesine a su propia esposa o a
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su hija o a los hijos de su hija, cegado por un instinto bestial sin freno.
Y la causa primera de su desgracia fue la decisión negligente de los sabios del fuerte
Raúl observa a su hermano sin poder contener el temblor en sus brazos y éste le
devuelve la mirada, leyendo sus gestos intranquilos que conoce tan bien desde que eran
niños.
absoluta, indicando con la nariz el arma empuñada por su hermano mayor —. Hay una sola
Raúl asiente. Luz del Atardecer sorbe sus lágrimas, se acerca a ellos y coloca a Flor
que no Marchita a la altura del rostro de su padre para que éste pueda apreciar su carita
Me reuniré con nuestros ancestros ahora y les estaré esperando cuando mueran ancianas en
—Lo que van a hacer es un error —gruñe la Guardián—. Pero es vuestra decisión.
Dicho esto la encapuchada les deja solos. La oscuridad es casi absoluta salvo por
una lámpara encendida junto a la puerta. Luz se aleja con Flor hacia un rincón de la choza y
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Autor: Daniel E. Guajardo Sánchez
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El matuasto ataca desde el sur embistiendo los gruesos muros de madera repletos de
estacas que apuntan hacia afuera. Su apestoso cuerpo herido sangra, pero eso parece no
afectarle.
Intenta escalar aferrándose a las estacas, pero éstas se desprenden fácilmente con su
peso incomparable. Su rostro de reptil cambia del verde al rojo y regresa al verde. Está
Vuelve a atacar siempre en el mismo punto, una y otra vez durante muchas horas.
Logra astillar y demoler el primer tronco, encontrando detrás de él otro tronco igual de
robusto.
espaldas con el pie derecho mutilado. Un artefacto metálico automático se escondía entre
los troncos.
—Está enojado y no volverá a caer en la misma trampa otra vez —dice el Guardián
apostado en la cornisa del muro. Su voz es transportada a través de un bambú hueco hacia
los Guardianes que aguardan abajo, que esperan impacientes con su carga de frascos llenos
de sangre—. Por la expresión en sus ojos... está desconcertado. Se quita la trampa del pie.
Pedro del Páramo asiente orgulloso, manteniéndose a una distancia prudente de los
Se aleja para informar a su compañera Rosa, quien le espera de pie fuera de una
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choza cercana, cuando ve a Raúl Roble acercándose tambaleante, el rostro pálido,
Los Guardianes descubren sus rostros, alertados por el olor de la merienda. Raúl
—Lamento sinceramente todo lo ocurrido —dice Pedro juntando sus palmas para
elevar una oración a los Dioses. Está verdaderamente atribulado, pero también sabe que la
falta de un Guardián pondrá en peligro la seguridad del pueblo. Deberán encontrar otro
—Estás matando a mi primo más querido —dice uno de los Guardianes con una
sonrisa sádica llenando su rostro al tiempo que sostiene el cuerpo de Pedro, que se agita con
las convulsiones de su último aliento. En los ojos del moribundo puede leerse el horror que
—Y seré condenado por ello —sentencia Raúl. Retira su daga y se queda a observar
como los Guardianes se turnan para beber del cuello del moribundo, ansiosos, alegres. No
Rosa Espinosa grita, el rostro descompuesto y los ojos desorbitados. Corre hacia su
compañero muerto pero es retenida del cuello por otro Guardián, presumiblemente la
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Autor: Daniel E. Guajardo Sánchez
El cuerpo vacío de Pedro del Páramo se derrumba sin ceremonias. Su mujer cae
Tres Guardianes escoltan a Raúl y elevan la puerta guillotina lo suficiente para que
el condenado pueda arrastrarse fuera. Raúl deja la daga dentro del fuerte y sale a la luz de la
luna sin mirar atrás, con los brazos extendidos y las rodillas en el suelo. Allí el matuasto le
observa desde no muy lejos, oculto entre los árboles con una sonrisa grotesca.
Seré otro hijo del matuasto, piensa al tiempo que deja su miedo y su virilidad en el
pasado. Encontraré la manera de desmembrar a los Guardianes, esas lagartijas sin alma.
Y cuando quedemos sólo él y yo, iré por Vârcolac y prometo por todo lo que me es sagrado
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