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LOS HIJOS DEL MATUASTO

RELATO DE DANIEL G. S.
Todos los derechos reservados 2009
Licencia Atribución-No Comercial-Sin Derivadas 2.0 Chile de Creative Commons

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“Los Hijos del Matuasto”
Autor: Daniel E. Guajardo Sánchez
En la mesa confeccionada con troncos de árboles caídos brilla apenas la mecha de

una lámpara de barro. En la penumbra de la habitación el aroma del aceite quemado inunda

todos los rincones, revolviendo los estómagos de quienes allí moran e impregnando sus

ropas con la grasa de diversas frituras.

Junto a la lámpara se destacan la aguja y el frasco recién desinfectados con agua

hirviente, vigilados por una familia de rostros compungidos.

—No quiero —dice el varón de trece años con el cabello cortado a la suerte y el

rostro sucio luego de un largo día removiendo estiércol. Es el último niño en el fuerte

Amanecer, no queda nadie más joven que él y hoy será su primera vez.

—Debes hacerlo, tu madre y yo estamos viejos y cansados —dice el padre en un

tono que no admite negativas. Sus rasgos duros como surcos en la tierra hablan de muchos

días de trabajo ininterrumpido bajo el sol.

—Pero... hace años que no hay noticias del matuasto —murmura el joven en un

sollozo que es ignorado. La madre acaricia la cabeza de su hijo con mano temblorosa y

susurra en su oído palabras de aliento.

—Debemos pagar el Diezmo, hijo —dice el padre y ahora su voz demuestra la

compasión que le es propia, pero sin poder aplacar el temblor de su voz cercano al llanto—.

Debemos honrar el Pacto.

—Por favor, no —gime el joven y recibe una fuerte bofetada de su madre. Cae de

espaldas contra las frazadas extendidas en el suelo que son su cama, más ofendido que

dolorido. De su nariz cae una línea de sangre.

—¡Tu egoísmo nos traerá la desgracia! —grita la mujer y rompe en llanto—.

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“Los Hijos del Matuasto”
Autor: Daniel E. Guajardo Sánchez
Estamos todos condenados. Malditos sean los supuestos sabios que conjuraron lo que no

podían controlar...

—¡Calla mujer! —ruge el padre implorando silencio. No está enojado, está aterrado.

Ante su puerta acaban de golpear una sola vez, tan levemente que podría haber pasado

inadvertido si no fuera porque están acostumbrados al susurro del viento. Aquel fue

inequívocamente un rasguño sobre la puerta.

La primera campana en el reloj del pueblo anuncia la media noche.

--

Amanece en el valle.

La caravana de tres diligencias avanza lenta y silenciosa por el camino de lodo y

piedras, realizando un arco absurdo a través de rutas poco transitadas, esquivando chatarras

oxidadas de una era más próspera, despistando en la medida de lo posible al horror del que

escapan.

En el carruaje principal viajan siete mujeres jóvenes y nueve niños pequeños de

entre dos y tres años. Los víveres son transportados en las carretas menores.

Seis hombres acompañan la caravana avanzando como en una procesión fúnebre,

ataviados de negro con corazas acolchadas, cascos, dagas al cinto y lanzas gruesas

camufladas como ramas de árboles.

Uno de ellos recorre el camino al final de la caravana, olisqueando y observando a

través del tupido bosque al tiempo que se esmera en borrar las huellas dejadas por hombres

y carruajes. Ni el mejor cazador del valle podría detectar las señales de su paso en ninguno

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de los senderos transitados.

Dos días atrás dejaron la protección del fuerte Nascimento con el primer rayo de sol

del solsticio de verano. Envolvieron las ruedas de los carruajes con lana y engrasaron sus

junturas para evitar los quejidos del metal y la madera en movimiento, utilizando caballos

mudos con sus espuelas envueltas en ropas viejas, con sacos de cuero colgando bajo ellos

para recolectar los orines y excrementos.

El único bebé en la caravana, una niña de seis meses, viaja en un compartimiento

especial, protegida del exterior por varias capas de lana apelmazada y una puerta con una

pequeña abertura para que su madre pueda observarle y evitar que la pequeña se asfixie.

De pronto el carruaje principal se detiene en seco. Las mujeres y niños ahogan un

suspiro de angustia al caer de sus asientos, cubriéndose el rostro con almohadones de

pluma. Abren las mirillas a los costados del vehículo y ven a los hombres gesticulando sin

decir palabra.

Una rueda se ha atascado en una grieta formada por dos rocas enterradas.

Usando los mangos de sus lanzas, cinco hombres hacen palanca sin proferir ninguna

exclamación de agotamiento mientras el restante tira de las riendas.

Desde el carruaje la madre de la bebé observa el trabajo de los hombres, porque uno

de ellos es su esposo. Éste, al notar su mirada de ojos grandes y preocupados, se descubre el

rostro sudado y manchado dedicándole una cálida sonrisa.

Logran liberar la rueda de la trampa en pocos minutos. Luego reparan parte del

acolchado que oficia de llanta y aprovechan de revisar el resto de la caravana y engrasar los

ejes.

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La primera noche luego de un día de viaje ininterrumpido, nadie durmió. Todos los

vehículos fueron cubiertos con ramas mientras los hombres aguardaban ocultos debajo. El

silencio era absoluto y a ratos el viento les traía los gritos de guerra de los que se quedaron

en el fuerte a defender lo que ya estaba perdido, otorgándoles tiempo valioso.

Eran sus padres, madres y abuelos, fieros combatientes que lograron permanecer

con vida a la llegada de la peste ambulante, asegurando el alimento durante las horas de luz,

creando la economía de subsistencia con la que pudieron sobrevivir durante todas sus vidas.

Pero con el paso de los años su número había disminuido y Eso lo sabía. Ya no

podían defenderse como antes.

La segunda noche estaban bastante lejos como para no oír nada excepto el viento y

el baile de los árboles, pero el horror se encontraba muy cerca. Sintieron los gritos de

hombres y mujeres torturados. Eran la carnada, sus parientes cercanos, una trampa que

nadie tomaría en cuenta a pesar del hierro candente en sus corazones.

A lo lejos podía verse la luz de un gran incendio iluminando los cerros.

--

Ahora marchan con la moral por el suelo, incapaces de llorar porque no tienen

fuerzas suficientes para ello.

—Debemos apurar el paso —dice una voz cansada, rompiendo la regla sagrada del

silencio—. Esta noche estaremos a su merced y todavía falta un largo trecho.

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Los hombres se miran. Las mujeres desde el carruaje murmuran su asentimiento.

Los niños sollozan por primera vez.

Está dicho. Ahora viajan a paso rápido. Los carruajes crujen al saltar en los baches

del suelo o rodear las olvidadas máquinas a vapor, pero eso ya no tiene importancia.

El caballo de la primera carroza tiembla de agotamiento. Lo liberan, dejan la última

carreta repleta de trampas y explosivos junto con todos los sacos de desperdicios,

colocando ese caballo a la cabeza de la caravana mientras el pobre animal cansado queda a

su suerte.

La gratitud del grupo no es suficiente para lo que le espera.

Al poco rato de caer la noche oyen la explosión de la carreta, seguida por los

alaridos inhumanos de Eso. Se oye tan cerca, ¡tan cerca!

Dejan otra carreta atrás y uno de los hombres monta el caballo, alejándose al galope

hacia adelante, hacia la esperanza de todo el grupo.

--

En el fuerte de Amanecer nadie duerme luego de oír la explosión. Incluso se han

armado de valor y llaman a los Guardianes para que les protejan.

Un encapuchado con el oído pegado al suelo siente el eco de los cascos que se

acercan. Hace una seña y dos encapuchados similares a él comienzan a mover las pesadas

ruedas que alzan la puerta guillotina del fuerte.

Los siete encapuchados salen a recibir al viajero, corriendo a gran velocidad por el

sendero y entre las copas de los árboles para interceptarle a medio camino. A sus espaldas

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Autor: Daniel E. Guajardo Sánchez
la guillotina cae con un estruendo.

El hombre sobre el caballo grita horrorizado cuando es atrapado por seres sombríos

cubiertos con capuchas de lana gastada y olor a queso rancio. Intenta golpearles con su

daga pero es derribado e inmovilizado.

—Tranquilo, humano —dice uno de ellos con voz rasposa, enseñando la palma de

su mano delgada y dura como la piedra, con dedos escamosos terminados en garras rojas y

afiladas— Estás a salvo. De nosotros nada debes temer. Sabemos qué te persigue y a

nuestro lado no sufrirás daño alguno.

—¡Maldita sea mi suerte! —gime el hombre, desprendiéndose de su coraza

maloliente, desarmado e impotente—. Mi familia, mis amigos... Eso nos persigue...

—¿Deseas nuestra ayuda? —Dice otra voz más melodiosa, casi amable.

El hombre no puede distinguir quién de los encapuchados es el que le habla. Todos

tienen la misma estatura y sus rostros están ocultos en la sombra.

—¿Qué son ustedes?

—Somos los Guardianes de Amanecer. ¡Tus seres queridos podrían estar muriendo

en este preciso momento! ¿Deseas nuestra ayuda?

—Debo estar seguro que no sufrirán daño —solloza el hombre, implorando, con su

mente trabajando a gran velocidad—. Por favor...

—Hay un precio que pagar —dice otro encapuchado de voz átona y seca—. Es un

precio bajo y nadie tiene que morir. Nadie tiene que humillarse. Nadie tiene que sufrir. Un

Diezmo, eso es todo lo que pedimos. Ahora, ¿deseas nuestra ayuda?

—¡Sí!

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Y dicho esto, los siete encapuchados desaparecen en la oscuridad del bosque.

--

Los carruajes se detienen cuando los caballos mueren de espanto, cayendo lenta y

silenciosamente como hojas en otoño.

Las mujeres ahora gritan a pleno pulmón mientras los hombres mueven sus lanzas

en todas direcciones, la adrenalina bombeando ante el estrés del peligro inminente,

entregados a esperar una muerte dolorosa.

Oyen un quejido precedido por un viento pestilente. Ante de ellos, bañada con la luz

de la luna llena, una criatura tan alta como cuatro hombres respira pesadamente, de espalda

ancha y piernas arqueadas, sus enormes brazos escamosos rematados en púas a la altura de

los hombros, obstaculizando con su mole toda la extensión del sendero.

Nadie se mueve. Por fin pueden apreciar aquello que les ha asechado por años,

aquello que habita en la sombra y se alimenta de carne cruda. Un ser vicioso, cruel e

indestructible.

El hedor de la criatura hace que sus ojos se llenen de lágrimas. Incapaces de ver con

claridad oyen un grito, no de terror sino más bien un llamado a la pelea. Alguien convoca a

Eso por su nombre y Eso responde con una carcajada eufórica.

—¡Vârcolac!

Todo ocurre muy rápido. Siete figuras encapuchadas, pequeñas en comparación con

el monstruo, le rodean y atacan con garras afiladas. La criatura aúlla de frustración y golpea

a diestra y siniestra sin acertar a ninguna de sus presas, obteniendo a cambio diez o más

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cortes sobre su piel de lagarto herida y chamuscada.

La velocidad de los golpes de Eso puede compararse con las rápidas dentelladas de

un lobo asustado, mientras que sus atacantes son como chacales defendiendo la madriguera.

Luego de un rugido de pesadilla, el ser salta hacia la caravana a pesar de las heridas

infringidas en los recientes ataques, toma a un hombre como a un muñeco y se interna en el

bosque sin importarle la lanza que su víctima le ha atravesado en el cuello ancho como un

tronco de árbol. Inmediatamente es perseguido por los encapuchados.

—Vârcolac —susurran las mujeres. ¿Es así como le han llamado? ¿Cómo pueden

conocerle?

Pronto perciben el sonido de los cascos que se acercan. El emisario ha regresado.

—¡No hay tiempo para preguntas! —ruge él antes de recibir ninguna queja—. Hay

que partir ahora, estamos cerca del fuerte. ¡Venga!

Ponen su caballo a la cabeza del carruaje principal y mueven el cadáver de la

anterior bestia a un lado.

—¿Dónde está mi hermano? —pregunta el emisario y sólo recibe miradas cargadas

de pesadumbre.

No hay tiempo para lamentos. Con un grito inician la marcha rumbo al fuerte de

Amanecer tan rápido como el caballo lo permite.

A ratos oyen los aullidos de Eso, Vârcolac, o los gritos audaces de los encapuchados

alejándose hacia las montañas.

Aún faltan tres horas para el amanecer cuando se detienen ante la pesada puerta de

guillotina del fuerte, una construcción imponente tan alta como los árboles con los que está

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Autor: Daniel E. Guajardo Sánchez
construido, troncos robustos de más de cinco metros de altura adornados con estacas

removibles que apuntan hacia el exterior y algunos incluso tienen ramas verdes en sus

copas.

Los muros altos del fuerte rodean la falda del pequeño cerro coronado por un

macizo de roca. Y por el tamaño de los árboles cercanos al fuerte, más pequeños que los

árboles del bosque, debió ser construido hace mucho tiempo.

—¿Quién trae la peste a nuestra casa? —grita el vigía en la torre junto a la puerta,

un hombre macizo de rostro duro y bigote cano.

—Somos los últimos sobrevivientes del fuerte Nascimento —dice el hombre a la

cabeza del grupo, el mismo que montara el caballo en busca de ayuda y que a fuerza de

necesidad se ha convertido en líder—. Hemos emprendido este viaje sin retorno a un gran

costo...

—¡Habla simple, extranjero!

—Buscamos asilo y la posibilidad de formar un nuevo hogar. Estamos bajo la

protección de los siete encapuchados. Han sido tres días de viaje y...

Antes que termine su frase la puerta ha comenzado a elevarse con un rechinar de

cadenas.

—Adelante, rápido —dice el mismo hombre que les increpara desde la torre, ahora

hincado al otro lado del portal, su expresión suavizada por la premura. Cuando los troncos

afilados de la guillotina se elevan lo suficiente, el vigía toma las riendas del caballo y guía

la carroza al patio interior—. El matuasto puede estar lejos, pero sabemos que se mueve

rápido como el viento y ya podría encontrarse a poca distancia. Mientras no lleguen los

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Autor: Daniel E. Guajardo Sánchez
Guardianes no podemos confiar en vuestra palabra. Mas... el sentido común nos dice otra

cosa, que me perdonen los Dioses olvidados. Venga, salgan todos de la carroza y entren a

esa cabaña. Allí estarán confortables.

¿El... Matuasto?

Una multitud se ha reunido en torno al carruaje, cinco docenas de rostros adultos

llenos de asombro al ver siete mujeres jóvenes vestidas de negro y un puñado de niñas y

niños con ropas de colores vivos descender tambaleantes e inseguros.

Mayor ha sido su sorpresa al ver al bebé envuelto en ropajes suaves de algodón

limpio que duerme en brazos de su madre, quien no para de sollozar. Algunos observadores

incluso se han cubierto el rostro al sentir el surgimiento de una sonrisa de esperanza.

Las mujeres pierden toda precaución y se acercan a mirar de cerca al pequeño.

—¿Niño o niña?

—¿Cuál es su nombre?

—¿Puedo sostenerlo?

Ninguna de estas preguntas recibe respuesta. La madre y su hija son escoltadas

hacia la cabaña ofrecida, una construcción pobre sin ventanas y techada con pasto seco,

mientras los hombres se sientan afuera en la tierra seca, libres de sus armaduras, pero aún

manteniendo las dagas afiladas en el cinto.

—Mi nombre es Pedro del Páramo —dice el vigía de la torre ante los hombres— y

soy el que toma las decisiones difíciles en momentos de urgencia. A mi derecha está mi

compañera de toda la vida, Rosa Espinosa, quien les trae algo para regresar el alma al

cuerpo.

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Autor: Daniel E. Guajardo Sánchez
La mujer asiente y entrega un cuenco con caldo de pollo caliente a cada uno de los

cuatro hombres allí sentados. La ofrenda es bien recibida entre los viajeros exhaustos.

—Yo soy Raúl Roble —habla el que fuera jinete—. Mi hermano Renato... fue

capturado por Eso. Vârco...

Pedro del Páramo le hace callar dando una fuerte patada al suelo. La expresión de su

rostro no da para interpretaciones: aquel nombre está prohibido. Al mismo tiempo Rosa

junta las palmas de sus manos para elevar una plegaria a los Dioses de la noche, acto que

sólo se invoca por aquellos que han muerto.

—Somos los últimos sobrevivientes de Nascimento —continúa Raúl, frío como la

nieve—. Nuestro hogar yace ahora bajo cenizas...

—No es un buen lugar para hablar de estos temas —le interrumpe Rosa, guiando un

grupo de mujeres vestidas de gris que portan bandejas con cuencos humeantes al interior de

la choza de los recién llegados. Por la cantidad de caldo disponible a esta hora de la

madrugada, Raúl deduce que les estaban esperando.

Pedro del Páramo asiente a su mujer y hace un gesto a Raúl para que le acompañe.

—No es dañino ser cauteloso —se disculpa Pedro, caminando lento por el sendero

empedrado que sube por la pendiente— y en estas tierras hemos aprendido a ser

extremadamente cuidadosos. Somos setenta familias y hace bastantes años se ha

aposentado la desdicha en nuestros hogares. El matuasto se vuelve más fuerte con cada luna

llena, como puedes ver la mayoría de las chozas están vacías, ya nadie tiene hijos... Y

creemos que llegará el día en que derrumbará los muros y entrará a comerse nuestra carne

cansada. Quieran los Dioses que se atore con un hueso...

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Autor: Daniel E. Guajardo Sánchez
—El matuasto... La criatura —interrumpe Raúl, intranquilo por la crudeza de Pedro

del Páramo, impaciente por relatar todo lo que les ha ocurrido y por qué se han decidido a

viajar—, envenenó nuestras fuentes de agua. Todo sabía a meado y excrementos, tanto los

ríos como los pozos. El consumo de esas pestilencias enloquecía al más cuerdo.

»Construimos un resumidero para el agua de lluvia y racionamos hasta la última

gota, pero llegó un día en que el agua supo a animal descompuesto. La criatura se las

ingenió para arrojar desde la distancia varias ardillas agusanadas al interior, ¡por una

abertura del tamaño de mi cabeza! Tuvimos que hervir cada ración, inventando dispositivos

para no perder el agua evaporada. Incluso algunos creativos lograron hacer potables sus

propios orines usando filtros de arena y algodón...

—¿Cuánto tiempo llevan viviendo así? —Pedro del Páramo se percata que el

hombre con el que habla no debe tener más de veinte años, pero las marcas en su rostro

reflejan toda una vida de preocupaciones y de hacerse cargo de los problemas de otros.

Antes que Raúl responda, entran a una choza amplia y acogedora que está repleta de

hombres y mujeres maduros, de rostros preocupados y brazos cruzados. En la chimenea

arde un fuego agradable y sobre él un caldero humea algún brebaje aromático para

mantenerles despiertos.

—Habla libremente —invita uno de ellos con brusquedad, indicando una silla—,

queremos oír tu historia.

Ponen una gran copa de barro cosido en sus manos. Está tibia y contiene la sangre

de la tierra, vino tibio endulzado con trozos de naranja y canela. Raúl Roble se permite

disfrutar, bebe con agrado y guarda silencioso algunos segundos, manteniendo los ojos

cerrados, recordando mejores tiempos.


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Autor: Daniel E. Guajardo Sánchez
—Hace cinco años la criatura envenenó nuestras aguas —relata Raúl al abrir los

ojos—. Hace cinco años que bebemos de la lluvia y nuestros propios orines. Antes de eso

vivíamos intranquilos, pero sin miedo.

»Pero hace cinco años comenzó el asedio de Eso... nunca le dimos nombre. Los

alimentos secos se agotaron al igual que los vinos y los escabeches. Nuestros animales

murieron de hambre o sed. Nos alimentamos de piñones, ardillas y tubérculos. Vivíamos de

noche y apenas nos movíamos para mantener las fuerzas... hasta el verano pasado, cuando

comprendimos que no aguantaríamos más tiempo allí. Una temporada más así y seríamos

huesos sin médula secándose al sol.

»Volvimos a la vida diurna cultivando en lugares secretos, recolectando en el

bosque donde habíamos arrojado semillas la temporada anterior, moviéndonos en silencio,

preparándonos para este día.

—¿Qué ocurrió con los mayores? —pregunta una mujer corpulenta sentada bien

atrás en el grupo de oyentes.

Entonces Raúl se percata del común denominador entre los habitantes de Amanecer:

todos están bien alimentados, la mayoría con sobrepeso, como si la presencia de la criatura

no afectara sus vidas en lo más mínimo. ¿Cómo puede ser?

—Se sacrificaron para darnos tiempo de escapar —Raúl observa a sus

interlocutores, percibiendo expresiones de culpa—. Gracias a ellos avanzamos un gran

trecho, pero no fue suficiente.

—Hace cinco años el matuasto se alejó de nuestras tierras —dice un hombre entre el

grupo, claramente borracho. Los que están sentados cerca de él se mueven incómodos, pero

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“Los Hijos del Matuasto”
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nadie le previene de decir otra cosa—. ¿Qué sabes de él?

Raúl siente que los músculos de su cuello se entumecen, pero no demuestra su

sorpresa. ¿Cinco años? Los mismos cinco años de penuria para Nascimento. Y a juzgar por

las panzas bien alimentadas de estos pobladores, los mismos cinco años de bonanza para

Amanecer. Lo que hayan hecho para ahuyentar a Vârcolac, significó la muerte de toda mi

familia y amigos.

Reconocer a los culpables de su mayor desgracia hace que olvide el cansancio

acumulado durante tres días sin dormir.

—Sabemos que asola la región desde tiempos inmemoriales —Raúl contesta

manteniendo el mismo tono cansado de antes—, que se alimenta con la sangre y carnes

tiernas de seres vivos cuando aún respiran, detesta la luz del sol y es inmortal.

—Hay mucho más por saber —agrega Pedro del Páramo—. Los pueblos que

habitan... habitaban en el Valle de la Calavera, se asentaron en estas tierras malditas hace

más de cien años luego de distintas migraciones, todos escapando de los horrores de la

guerra entre las naciones poderosas del norte.

»Este valle plagado de historias aterradoras era próspero e inexplorado. Y por

alguna razón más fuerte que la codicia y la estrategia, los ejércitos del norte preferían

ignorar su existencia. Así fue que florecieron los pueblos de refugiados.

»Pero apareció el matuasto. Creemos que dormía en alguna de las cavernas que

abundan en el camino angosto que cierra el valle hacia el sur, alimentándose de animales y

soportando el paso del tiempo. Pero llegaron los bárbaros con sus fiestas y alegrías a

despertarle.

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»A los pocos años lo que parecían ser simples crímenes y accidentes en cada luna

llena se transformaron en el motivo de huida para muchos colonos aterrados. Cundió el

pánico y los que se marcharon escapando del terror, regresaron diezmados. El matuasto no

les dejó ir.

»Así fue que se construyeron fuertes en los tres poblados con mayor número de

habitantes: Amanecer, Nascimento y Nightwhale. Cada uno se armó como mejor pudo y

hubo tranquilidad por algunos meses, hasta que el matuasto demostró ser más fuerte y

astuto que nuestros ancestros. Por eso no has oído hablar de Nightwhale, ni siquiera como

mito. Desapareció al cabo de un año.

»Ahora sabemos más sobre el monstruo: no es humano, pero alguna vez lo fue.

Aborrece la luz del sol y en cierta medida también rehuye la luz de las antorchas, aunque

eso no le detendrá. Tampoco ve bien en la oscuridad total y la luz de la luna llena es lo que

mejor le sienta para atacar... Pero no te engañes, se le ha visto de día cubierto con pieles y

ha atacado en luna menguante y creciente.

—¿Qué son los Guardianes? —interrumpe Raúl y todos los presentes palidecen,

congelados por su frialdad ante los temas que a ellos les traen sin sueño desde hace

demasiado tiempo.

—Son... —comienza Pedro del Páramo, pero sus ojos se llenan de lágrimas y sale

de la cabaña.

—Son los hijos del matuasto... un error afortunado —dice Rosa Espinosa de pie

junto a la puerta, tranquila como quien habla del clima—. Los pobladores de Nightwhale,

impotentes ante el portento que se alimentaba de sus hijos, ofrecieron un sacrificio con la

esperanza de aplacar su furia por el tiempo suficiente para fortalecer sus hogares y armarse
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Autor: Daniel E. Guajardo Sánchez
antes del siguiente ataque.

»Un hombre joven se ofreció voluntario. Había perdido a toda su familia y él mismo

estaba enfermo de muerte. Esa noche el matuasto se lo llevó.

»A la mañana siguiente el voluntario regresó. Sus heridas habían sanando

milagrosamente, pero no se trataba de ningún milagro. El matuasto es un monstruo de gran

poder pero jamás se supo por qué le dejó vivir.

»Un año después Nightwhale ardía, sus habitantes marchaban hacia acá y un

Guardián les protegía del monstruo durante el viaje. Ese Guardián era el voluntario.

—El pacto —susurra Raúl Roble al comprender el sentido de las palabras en boca

de Rosa, recordando su primera conversación con los encapuchados—. Hice un pacto con

los Guardianes al pedir ayuda, ¿cierto?

Los asistentes palidecen aún más, asintiendo sin cruzar sus miradas con la de él.

—¿Cuál es el Diezmo a pagar?

Un anciano apoyado en su bastón se acerca arrastrando los pies y coloca un frasco

transparente y vacío en el suelo ante él.

—Sangre —dice un encapuchado con voz gruesa de pie en la puerta de la cabaña,

sobresaltando a todos. Sus ropas están rasgadas y manchadas y el hedor que de él emana es

indescriptible—. Tu sangre y la de tus acompañantes, un frasco por cada tres personas

mayores de trece años. Ése es el precio que deben pagar a cambio de nuestra protección.

Nadie se mueve. Nadie dice nada. El encapuchado descubre su rostro y todos miran

a otra parte asqueados, todos menos Raúl.

—Como ya dije cuando nos encontramos por primera vez —dice la criatura calva

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carente de orejas que le mira fijamente, los ojos encendidos de rojo, la piel verde cubierta

de escamas compactas y lustrosas, los dientes afilados y la lengua bífida en constante

movimiento—, no les haremos daño. Pero si no pagan el Diezmo voluntariamente, tenemos

la autoridad para tomarlo por la fuerza.

»De la misma manera que nosotros fuimos entregados al matuasto para servirle de

alimento —ahora se dirige a los pobladores con un rugido que se transforma en grito—,

¡ustedes son nuestro alimento como pago por ese crimen!

Una mujer solloza escondida en el grupo, pero nadie se mueve ni hace ademán de

defenderse de aquella acusación.

Raúl Roble comprende los horrores con los que ha lidiado esta gente, aunque sin

olvidar los gritos de clemencia de sus padres torturados, rogando por una muerte rápida. Y

todo comenzó en una misma fecha.

—¿Qué ocurrió hace cinco años? —pregunta con los ojos cerrados, calmando su

pulso.

El Guardián se percata del tono seguro y postura tranquila de este hombre y sonríe

complacido.

—Hace cinco años los sabios hombres y mujeres de este pueblo perdieron a su

Guardián —dice el que alguna vez fue hombre, el odio destilado en cada sílaba— y ante

esa terrible pérdida votaron para que otra persona tomara su lugar.

»Pero fueron más astutos aún, oh, grandes sabios. No llamaron voluntarios, nada de

eso. Eligieron siete afortunados, siete hombres despreciados en todo el pueblo por su mala

actitud, por errores imperdonables cometidos en el pasado o por simple codicia o celos,

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para privarles de su contagiosa cercanía. Siete culpables. Siete es mejor que uno, fue su

razonamiento. ¡Imbéciles!

»Uno a uno fuimos entregados al matuasto como ofrenda, ¡contra nuestra voluntad!

Uno a uno fuimos aceptados por el monstruo y perdimos nuestra humanidad por ello.

»Deseábamos llenar de muerte este cínico nido de ratas... pero algunos todavía

tenemos familia o amigos, aunque nos hayan dado la espalda.

»Por ellos y porque no somos monstruos, cobramos el Diezmo cada sábado al caer

el sol desde hace cinco años, dispuestos a dar nuestra vida para evitar que sean alimento de

monstruo.

—El matuasto se vio sobrepasado y simplemente se marchó —dice Pedro del

Páramo, que ha regresado a la choza en silencio, manteniéndose detrás del Guardián.

Ambos se observan intensamente y rompen el contacto sin hablarse.

—Uno de los Guardianes ha muerto —concluye el Guardián sin ceremonia—, el

matuasto le ha partido en dos con sus propias manos. Ahora Él ha regresado para quedarse

en las inmediaciones. ¿Y ustedes no querían pagar el Diezmo, plaga de ratas mezquinas?

El ser se coloca la capucha y sale de la choza, pero el hedor del matuasto

impregnado en sus ropas permanece. Afuera, en pleno patio central del pueblo fortaleza se

reúne con los otros cinco Guardianes y prenden fuego a una pira mortuoria a la vista de

todos.

La peste de la carne chamuscada invade cada rincón.

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Cuando la luz del sol se asoma por las montañas lejanas, los encapuchados dejan el

fuerte. Rosa Espinosa explica a Raúl que hay una choza afuera, no muy lejos junto al lecho

seco de un río. Allí los hijos del matuasto duermen colgados de los muros.

Para Raúl Roble ver el horror en los rostros de sus compañeros al regresar a la

choza donde moran, es como una espina envenenada en la planta de cada pie. Pero no hay

tiempo para saborear miel, no con el conocimiento recién adquirido.

Deja cuatro frascos sobre la mesa mientras relata la nueva historia de su futura

desdicha, mientras las mujeres y hombres presentes irrumpen en llanto, despertando a los

niños que dormían plácidamente sabiéndose seguros, al fin.

Hoy es sábado.

--

Los hombres toman la iniciativa y llenan los frascos viendo su propia sangre brotar

como un lento chorro palpitante de caramelo desde la aguja insertada en sus antebrazos.

Luego caen agotados, anémicos.

Mientras tanto los niños juegan no muy lejos de la choza bajo la celosa mirada de

las mujeres, que al verlos así de felices, libres para gritar y reír a carcajadas como no han

hecho desde que nacieron... algunas hasta pueden imaginar que realmente viven en paz.

Una pobladora se acerca dubitativa con regalos, muñecos recientemente tejidos y

cosidos con lana, pero son rechazados con indiferencia. La mujer se aleja mirando a los

niños sobre el hombro y se queda bajo la sombra de un árbol frondoso, observándoles con

una leve sonrisa en los ojos.

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“Los Hijos del Matuasto”
Autor: Daniel E. Guajardo Sánchez
El día transcurre en silencio. Sólo las risas de los niños rompen la monotonía con su

inocente claridad. Es como si nadie en el fuerte recordara que tiene cosas que hacer,

paseándose de un lado a otro con el único objetivo de observar a los recién llegados.

¿Cuándo nos dirán cuáles son nuestras labores? se preguntan las mujeres y

hombres en la choza, desesperados al no tener nada que hacer. En Nascimento un día sin

trabajar era un día sin comer.

A eso del medio día les traen la primera comida del día, más sopa de pollo

acompañada con pan y batatas cocidas. Nada huele ni sabe a excremento de monstruo,

ciertamente el mejor almuerzo que han tenido en años.

--

Antes del atardecer los Guardianes llaman a la puerta del fuerte. Es tiempo para la

recolección del Diezmo y prácticamente todos los habitantes del pueblo se han escondido,

todos menos los recién llegados de pie ante su choza, más diez hombres pálidos como la

luna, encargados de levantar la pesada guillotina.

Los encapuchados llevan sacos de cuero al hombro repletos con frascos de vidrio

vacíos, uno por cada tres personas mayores de 13 años, no más de 30 frascos que serán

trocados por otros llenos, cada uno con capacidad para un litro y medio de sangre fresca.

Y traen consigo una sorpresa aún mayor, un hombre que se daba por muerto y que

encontraron vagando por el bosque.

Es Renato, que camina entre ellos indiferente a lo que ocurre a su alrededor, como

hipnotizado.

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“Los Hijos del Matuasto”
Autor: Daniel E. Guajardo Sánchez
—¡Hermano! —grita Raúl Roble, que no cabe en su cuerpo de tanto júbilo. Se

acerca tambaleante a su hermano menor acompañado por toda la caravana que llora de

alegría.

El hombre huele pésimo y tiene la mirada vidriosa, insensible a los estímulos.

Intentan llevarle a la choza para que se tienda y descanse, seguramente está hambriento,

pero un encapuchado se interpone.

—Sólo su mujer y hermano pueden hablar con él ahora —dice el Guardián con voz

amable, sosteniendo al recién llegado por el hombro con su garra espantosa.

La protesta general se eleva como una revuelta. Pedro del Páramo acude raudo a

interceder, llamando a la calma.

—Por favor, ya tendrán oportunidad de hablar con él —dice Pedro intentando

aplacar a los manifestantes, indicando con su mirada compungida de hombre cansado que

no tiene autoridad para interferir.

Raúl asiente y junto a Pedro logran guiar al enfermo sendero arriba hacia la misma

choza donde se celebrara la reunión de la noche anterior. Allí Renato es recostado en el

suelo, con su cabeza apoyada en una esterilla y cubierta con paños húmedos.

La mujer de Renato, Luz del Atardecer, entra a la habitación con los ojos llenos de

lágrimas pero sin demostrar de ninguna otra manera la ansiedad que seguramente le corroe

el alma. En sus brazos lleva a su hija, Flor que no Marchita.

—Lo que vamos a hablar aquí concierne sólo a la familia de este hombre —dice el

encapuchado de la voz amable, descubriendo su rostro horrible y mirando fijamente a Pedro

del Páramo— Sabes perfectamente de qué vamos a hablar, anciano. Tu presencia no es

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“Los Hijos del Matuasto”
Autor: Daniel E. Guajardo Sánchez
necesaria. Vete.

El rostro ofendido de Pedro cambia al color del atardecer al mismo tiempo que su

bigote parece desplomarse. Sale de la choza como en una estampida, cerrando la puerta tras

de sí con un fuerte golpe, gritando maldiciones mientras se aleja.

—Mátenme —susurra Renato sin ninguna emoción, con la vista fija en una fisura

entre el pasto seco del techo. Desde esa posición puede ver una estrella asomándose

tímidamente en el paño del cielo que se convierte en noche.

—Hermano —gime Raúl acercándose, sonriendo entre las lágrimas a pesar de lo

que acaba de oír. A cambio recibe una mirada llena de hastío y náusea.

—No se me acerquen. ¡Que nadie me toque! Estoy maldito...

Raúl mira a Luz, que no se mueve desde la esquina sombría donde se ha sentado, la

mirada fija en su esposo. ¿De qué estás hablando, hermano? Y es entonces que Raúl siente

como el conocimiento adquirido la noche anterior cala profundo en sus huesos, restando

latidos a su corazón.

Mi hermano, mi propio hermano...

—Ciertamente habría sido preferible que muriera anoche —dice el Guardián en

medio de un fingido bostezo de aburrimiento—. Les habría ahorrado este mal rato.

Raúl se pone en pie de un salto a pesar del mareo, desenvaina su daga y

aprovechando el impulso de su salto cae sobre el Guardián con el arma apuntando al

corazón.

Nada ocurre cuando le embiste. El Guardián no se mueve y la daga no penetra su

piel.

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“Los Hijos del Matuasto”
Autor: Daniel E. Guajardo Sánchez
—¡Qué hicieron a mi hermano! —exige Raúl, golpeando una y otra vez el pecho del

Guardián con su daga a dos manos, sin hacer mella—. ¡Habla, engendro!

—Vuestro hermano ha sido convertido por el matuasto —dice el Guardián con el

mismo tono de antes, sin rastro alguno ofensa ni compasión— y la razón por la que les he

reunido aquí es para que comprendan qué ocurrirá después.

Raúl cae al suelo, exhausto y abatido. Enjuaga sus lágrimas con una manga y

enfunda la daga. Intenta encontrar la mirada de Luz, pero ella finge ignorarles, enfrascada

en lograr que Flor se duerma prendida de uno de sus pechos.

—Vuestro pariente tiene dos opciones —continúa el Guardián—: vivir y convertirse

en Guardián, o morir y descansar en paz. Su decisión ha sido morir y nosotros la

respetamos, pero no podemos olvidar el dilema en que se encuentra el fuerte tras vuestra

llegada y esperamos que ustedes, su familia, puedan convencerle de continuar con su vida.

»El matuasto volverá a acechar este pueblo con una furia como no se ha visto en

cinco años. Y tarde o temprano todos estaremos perdidos.

—¿Por qué él? —pregunta Luz del Atardecer refiriéndose a su esposo, elevando su

voz por primera vez en mucho tiempo. Renato reconoce ese timbre tenso tan amado y cierra

los ojos en una mueca llena de angustia.

—El matuasto puede convertir a cualquier persona, hombre o mujer —agrega el

Guardián con algo parecido a la vergüenza en su tono en voz—, siempre que ésta se ofrezca

voluntariamente. Y a pesar de su naturaleza perversa y asesina y de la inteligencia maliciosa

de que goza, éste es un rito al que no se puede resistir.

»Vuestro hermano, vuestro esposo... estaba destinado a morir en sus fauces, pero

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“Los Hijos del Matuasto”
Autor: Daniel E. Guajardo Sánchez
algo hizo que el matuasto cambiara de parecer. Tal vez imploró por su vida. Tal vez se

entregó voluntariamente para ser devorado y el matuasto consideró ese acto como una

oferta.

»La manera en que Él transforma una persona en Guardián es... es despreciable —

escupe sin saliva, con una mueca de profundo desagrado—. Para una mujer, como fue mi

caso, resultó una experiencia traumática y desagradable. Pero para un hombre es...

devastadora.

»Sus heridas físicas ya han sanado, tal es el poder del bautizo por semen. Pero las

heridas en su mente no sanarán jamás. A partir de hoy el proceso de deshumanización

durará dos semanas llenas de angustia y dolor, pero después de eso ya no habrá más

preocupaciones, sólo recuerdos sin valor. Y ya no será el hombre que conocen.

Renato se cubre el rostro, bañado en vergüenza. Sodomizado, es la única palabra que

ronda su mente en este momento. Su hermano y mujer han tenido el mismo pensamiento y

son incapaces de articular ninguna frase que pueda servirle de aliento.

—Uno de ustedes llamó al matuasto por su nombre —dice Luz en un quejido—.

Vârcolac.

—Veo que los valientes sabios de este pueblo no les han dicho toda la verdad —se

lamenta sinceramente la Guardián, cubriéndose el rostro con una mano como para limpiar

un sudor que no tiene.

Raúl Roble vuelve a blandir su daga, aunque es incapaz de ponerse en pie.

—¡Habla! Por favor...

La Guardián asiente, coloca la capucha sobre su cabeza y se sienta frente a él,

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“Los Hijos del Matuasto”
Autor: Daniel E. Guajardo Sánchez
situando una mano horrenda sobre la frente de su hermano. A pesar de este contacto, el

hombre no manifiesta desagrado.

—Vârcolac es el nombre del anterior Guardián de este fuerte —dice la

encapuchada. Raúl contiene la respiración y siente que está apunto de perder la consciencia.

Su mente termina de atar los cabos sueltos mientras la Guardián continúa con su historia—.

Y antes de eso fue el Guardián de Nightwhale, ya les han narrado esa parte de la historia.

»Lo que las ratas cobardes no se atrevieron a decir es que el matuasto no es

inmortal, o al menos su carne pestilente no lo es. Hay un momento del día cuando es más

vulnerable, a la hora en que el sol agrede con mayor fuerza la tierra bajo nuestros pies.

»Hace cinco años en un día como hoy, cercano al solsticio de verano, los viejos del

pueblo motivados por Pedro del Páramo y cansados de lidiar con esta amenaza decidieron

que ya era tiempo de poner fin al terror. No más muertes ni sacrificios de animales útiles.

No más pesadillas.

»Guiados por el Guardián Vârcolac se inició la cacería. Deben entender que él y

nosotros como hijos del matuasto, al igual que nuestro incestuoso padre, somos vulnerables

a la luz del sol, pero con la ayuda de ropas blancas húmedas y cristales ahumados sobre sus

ojos, Vârcolac pudo llegar al escondite sin sufrir los embistes del Dios Sol.

»Yo estuve allí cuando todavía era humana y aún no se sabía nada de mi romance

con Pedro del Páramo, o al menos eso pensaba.

»¿Ahora entienden por qué una mujer fue sido entregada al monstruo como

ofrenda? Rosa Espinosa se encargó de convertirme en la bruja que todas las mujeres

casadas odian y por supuesto fui castigada por ello.

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“Los Hijos del Matuasto”
Autor: Daniel E. Guajardo Sánchez
Se detiene un segundo, como intentando encontrar sentido a sus propias palabras.

Luego se sonríe a sí misma con un escalofrío de placer. Esa sonrisa de dientes afilados

crece a medida que continúa con el relato.

—Encendimos una fogata a la entrada del escondite —dice ella—, reconocible sólo

por el fuerte hedor que manaba de allí. No había otra caverna igual. Pronto el matuasto

despertó de su letargo y salió a la luz, cegado por el brillante sol del medio día y

chamuscado por el fuego, pero grande y poderoso como nunca le habíamos visto.

»Su piel, a diferencia de la nuestra, es vulnerable al filo de las lanzas y espadas

porque su coraza de escamas está más distribuida a causa de su gran tamaño. Y aunque las

heridas que son mortales para todo ser vivo a él no le causan daño, sangra como cualquiera

y ése es su único punto débil.

»Le atacamos entre todos al mismo tiempo. Un centenar de lanzas como anzuelos,

con filo hueco y cabezas desprendibles hicieron que se desangrara en pocos minutos.

Muchos hombres y mujeres murieron ese día, pero no fue por causa de Él. Mientras

luchábamos sólo hubo una decena de heridos.

»Cuando la criatura estaba debilitada en el suelo bajo la poderosa luz del sol y con

cientos de lanzas relucientes entre las escamas de su armadura, Vârcolac blandió su gran

espada y le decapitó.

»Todavía no caíamos en la cuenta que el monstruo estaba muerto al fin, conteniendo

los vítores hasta estar seguros, cuando Vârcolac alzó nuevamente su espada y cortó el

cuello al hombre que tenía más cerca, bebiendo su sangre directamente de la herida ante

nuestra mirada estupefacta.

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Autor: Daniel E. Guajardo Sánchez
—Vârcolac se transformó en el matuasto —dice Raúl Roble, helado hasta los

huesos.

—El Guardián Vârcolac desapareció en el mismo instante en que el matuasto moría

a sus pies. Si matas el cuerpo, el alma se transporta al Guardián más cercano. Y por esa

misma razón es que los hijos del matuasto casi somos indestructibles, porque somos su

llave a la inmortalidad.

»Pero ésta es una teoría tardía. No sirvió de nada expresarla en el juicio que nos

convirtió en parias disponibles para el sacrificio. Los sabios del pueblo, esas ratas de cola

pelada lideradas por Pedro del Páramo, no escucharían razones de boca de un muerto.

»No podemos matarle —concluye la Guardián—, solo disuadirle. Y si muere, uno

de nosotros o tal vez todos seremos convertidos y el ciclo continuará eternamente. Ya ves

que no es fácil matarnos y no nos dejaremos asesinar.

—Y tampoco permitirán que muera más gente —agrega Luz del Atardecer, átona—,

porque perderían su fuente de alimento. El cuidado de sus parientes vivos es una excusa.

La Guardián asiente complacida. Estos nuevos colonos no son tan estúpidos como

aparentan. Cuando los habitantes de Amanecer llegaron a la misma conclusión ya era

demasiado tarde para ellos.

Raúl Roble cierra los ojos. La ira y la impotencia nublan su cordura, invitándole a la

desesperación.

Su hermano menor, un hombre adulto y valiente, ha sido violado por un monstruo y

se convertirá en otro tipo de monstruo en poco tiempo. Tal vez algún día se transforme en la

bestia de la que intentaban escapar con tanto ahínco. Tal vez asesine a su propia esposa o a

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“Los Hijos del Matuasto”
Autor: Daniel E. Guajardo Sánchez
su hija o a los hijos de su hija, cegado por un instinto bestial sin freno.

Y la causa primera de su desgracia fue la decisión negligente de los sabios del fuerte

de Amanecer, liderados por Pedro del Páramo.

Raúl observa a su hermano sin poder contener el temblor en sus brazos y éste le

devuelve la mirada, leyendo sus gestos intranquilos que conoce tan bien desde que eran

niños.

—Ya estoy muerto —susurra Renato con un último gesto de determinación

absoluta, indicando con la nariz el arma empuñada por su hermano mayor —. Hay una sola

cosa que puedes hacer por mí.

Raúl asiente. Luz del Atardecer sorbe sus lágrimas, se acerca a ellos y coloca a Flor

que no Marchita a la altura del rostro de su padre para que éste pueda apreciar su carita

regordeta por última vez. La niña duerme plácidamente.

—Raúl se hará cargo de ustedes, mis estrellas en el firmamento —dice Renato—.

Me reuniré con nuestros ancestros ahora y les estaré esperando cuando mueran ancianas en

sus camas, rodeadas por sus bienamados.

—Lo que van a hacer es un error —gruñe la Guardián—. Pero es vuestra decisión.

Y es una lástima que no me pueda quedar, pero la sangre contaminada de tu hermano no es

buena para la digestión.

Dicho esto la encapuchada les deja solos. La oscuridad es casi absoluta salvo por

una lámpara encendida junto a la puerta. Luz se aleja con Flor hacia un rincón de la choza y

dan la espalda a los hombres en el centro de la habitación.

Raúl eleva su daga y ve que su hermano sonríe al fin.

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Autor: Daniel E. Guajardo Sánchez
--

El matuasto ataca desde el sur embistiendo los gruesos muros de madera repletos de

estacas que apuntan hacia afuera. Su apestoso cuerpo herido sangra, pero eso parece no

afectarle.

Intenta escalar aferrándose a las estacas, pero éstas se desprenden fácilmente con su

peso incomparable. Su rostro de reptil cambia del verde al rojo y regresa al verde. Está

furioso, más furioso que nunca.

Vuelve a atacar siempre en el mismo punto, una y otra vez durante muchas horas.

Logra astillar y demoler el primer tronco, encontrando detrás de él otro tronco igual de

robusto.

Intenta subir aprovechando el escalón que provee el tronco destrozado y cae de

espaldas con el pie derecho mutilado. Un artefacto metálico automático se escondía entre

los troncos.

—Está enojado y no volverá a caer en la misma trampa otra vez —dice el Guardián

apostado en la cornisa del muro. Su voz es transportada a través de un bambú hueco hacia

los Guardianes que aguardan abajo, que esperan impacientes con su carga de frascos llenos

de sangre—. Por la expresión en sus ojos... está desconcertado. Se quita la trampa del pie.

Deja algunos dedos en ella. Se marcha sin cojear hacia el bosque...

Pedro del Páramo asiente orgulloso, manteniéndose a una distancia prudente de los

encapuchados. Lo de las trampas ocultas fue idea suya.

Se aleja para informar a su compañera Rosa, quien le espera de pie fuera de una

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“Los Hijos del Matuasto”
Autor: Daniel E. Guajardo Sánchez
choza cercana, cuando ve a Raúl Roble acercándose tambaleante, el rostro pálido,

empuñando su daga ensangrentada.

Los Guardianes descubren sus rostros, alertados por el olor de la merienda. Raúl

acaba de matar a su hermano.

—Lamento sinceramente todo lo ocurrido —dice Pedro juntando sus palmas para

elevar una oración a los Dioses. Está verdaderamente atribulado, pero también sabe que la

falta de un Guardián pondrá en peligro la seguridad del pueblo. Deberán encontrar otro

voluntario y pronto—, yo...

No termina la sentencia. La daga de Raúl Roble ha entrado por su garganta

lentamente, avanzando sin piedad hasta tocar una vértebra.

—Estás matando a mi primo más querido —dice uno de los Guardianes con una

sonrisa sádica llenando su rostro al tiempo que sostiene el cuerpo de Pedro, que se agita con

las convulsiones de su último aliento. En los ojos del moribundo puede leerse el horror que

viene con el conocimiento de su destino a manos de los Guardianes, que no desperdiciarán

ni una gota de su sangre.

—Y seré condenado por ello —sentencia Raúl. Retira su daga y se queda a observar

como los Guardianes se turnan para beber del cuello del moribundo, ansiosos, alegres. No

se debe desperdiciar el alimento.

Rosa Espinosa grita, el rostro descompuesto y los ojos desorbitados. Corre hacia su

compañero muerto pero es retenida del cuello por otro Guardián, presumiblemente la

Guardián de la voz amable. Rosa no puede articular palabras, al borde de la asfixia.

—Abran la puerta —ordena Raúl y es obedecido—. Debo pagar por mi delito.

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“Los Hijos del Matuasto”
Autor: Daniel E. Guajardo Sánchez
El cuerpo vacío de Pedro del Páramo se derrumba sin ceremonias. Su mujer cae

tendida a su lado, inconsciente pero sin daño permanente.

Tres Guardianes escoltan a Raúl y elevan la puerta guillotina lo suficiente para que

el condenado pueda arrastrarse fuera. Raúl deja la daga dentro del fuerte y sale a la luz de la

luna sin mirar atrás, con los brazos extendidos y las rodillas en el suelo. Allí el matuasto le

observa desde no muy lejos, oculto entre los árboles con una sonrisa grotesca.

Seré otro hijo del matuasto, piensa al tiempo que deja su miedo y su virilidad en el

pasado. Encontraré la manera de desmembrar a los Guardianes, esas lagartijas sin alma.

Y cuando quedemos sólo él y yo, iré por Vârcolac y prometo por todo lo que me es sagrado

que moriremos juntos...

Cuando el matuasto se acerca visiblemente excitado, Raúl comprende con una

arcada que la experiencia será más dolorosa de lo que había imaginado.

--

[fin del relato]

Puede contactar al autor en su correo electrónico guajars@gmail.com

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