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Volver a la economía política

LA IMPOSTURA DEL CAPITALISMO MORAL

En plena crisis financiera, frente al descaro de los grandes bancos, los líderes
políticos de los países capitalistas, golpearon la mesa. Los más audaces, ante
el temor a cuestionar profundamente el sistema, llamaron a una moralización del
capitalismo. Sin embargo, desde entonces, las promesas han desaparecido; sólo qu
eda la mistificación.

por Yvon Quiniou


Filósofo. Acaba de publicar L’ambition moral de la politique. Changer l’homme?,
L’Harmattan, col. Raison mondialisée, París, 2010.
Traducción: Teresa Garufi

¿No sería tiempo de moralizar el capitalismo? En lo más álgido de la crisis, la


pregunta fue formulada por los dirigentes políticos, con Nicolas Sarkozy a la ca
beza. Es decir, por los mismos que antes se libraban a una irreflexiva apología
del liberalismo que parecía representar el “fin (dichoso) de la historia”. Así f
ormulada, la cuestión es ambigua: si hay que moralizarlo, es porque el capitalis
mo es inmoral; si puede hacérselo, es porque no es intrínsecamente inmoral en su
s estructuras. Sólo se cuestionarían sus excesos. Ahora bien, la inmoralidad es
constitutiva del capitalismo, contrariamente a la concepción que pretende hacer
de la economía una realidad que escapa a la moral.
Ya en el siglo XX, el economista ultraliberal Friedrich Hayek había enunciado es
ta objeción (1): sólo un comportamiento individual intencional podría calificars
e de justo o injusto –no puede ser el caso de un sistema social que, en tanto ta
l, no fue querido por ninguna persona–. Lo que lleva a Hayek a rechazar el conce
pto mismo de “justicia social”, decretado absurdo ya que juzga lo que no puede s
er juzgado. Por ejemplo, escribe: “No existe criterio por el cual podríamos desc
ubrir lo que es ‘socialmente injusto’, porque no hay sujeto que pueda cometer es
a injusticia” (2). Incluso ve allí un vestigio de antropomorfismo de intenciones
humanas que se proyecta sobre una realidad inhumana (en el sentido de impersona
l); este antropomorfismo animaría la corriente socialista y su pretensión de red
istribuir de manera justa la riqueza y los medios de producirla. La concepción d
e Hayek desemboca pues en un total amoralismo en el campo de la organización eco
nómica de la sociedad, e incluso en una forma de cinismo que se adjudica por ade
lantado los medios de enmascarar el mal que alimenta, dado que al quitarle todo
fundamento intelectual, teóricamente lo niega (3).
Recientemente, esta tesis adquirió una nueva juventud gracias a André Comte-Spon
ville con su libro Le capitalisme est-il moral? (4), cuyo éxito mediático –inclu
so cuando su contenido fuera cuestionado por la crisis– traduce bien la imposici
ón de la ideología liberal. Al distinguir en el seno de la vida social el orden
científico-técnico, el orden jurídico-político, el orden moral y el orden ético
(que define por el amor), coloca la economía en el primero: “La moral carece de
toda pertinencia para describir o explicar cualquier proceso que se desarrolle e
n ese primer orden. Eso vale en especial para la economía, de la que forma parte
”, afirma (5).

Una lección que quedó en el olvido

La moral aparece entonces en una posición de exterioridad, ya que el capitalismo


se sitúa fuera del campo: ni moral ni inmoral, sino amoral. No es que la moral
no pueda intervenir –ya nadie sostiene una posición tan radical–. Pero sólo pued
e hacerlo desde una posición marginal, a través de la política y el derecho, par
a atenuar sus perjuicios, sin poder ni tener, sobre todo, que suprimir sus causa
s. Además, ya que ningún sujeto opera en los procesos económicos, no se puede ju
zgar en nombre de normas que sólo pueden aplicarse a actos subjetivos: de nuevo
mutis a la idea de que habría una significación moral de la justicia o de la inj
usticia sociales, y un deber de modificar la economía si no respondiera a los cr
iterios de la justicia. Sin embargo, Compte-Sponville reconoce que el capitalism
o puede ser injusto, así como la naturaleza cuando distribuye el talento entre l
os hombres, pero no por cierto inmoral, y por lo tanto no puede ser fundamentalm
ente cambiado (6).
Este tipo de discurso no sólo contribuye a declarar inocente al capitalismo por
los considerables perjuicios que tenemos a la vista –y por lo tanto a justificar
lo ideológicamente–, sino que alimenta un cinismo generalizado con respecto a la
política, al quitarle cualquier ambición moral importante. Su justificación se
basa en un error mayor, perfectamente visible en Compte-Sponville y presente en
todos los partidarios del capitalismo: la integración de la economía al orden de
la ciencia y de la técnica, en efecto moralmente neutro. Es olvidar lo que los
separa fundamentalmente.
La ciencia y la técnica (con las cuales la economía está evidentemente articulad
a) son tan sólo medios y sólo puede juzgarse su uso social. Así, una nueva técni
ca de producción que aumenta la productividad del trabajo no es en sí misma caus
ante de desempleo y por lo tanto mala; al contrario, permite disminuir el tiempo
de trabajo y así el sufrimiento del hombre: puede producirse lo mismo en menos
horas, con los mismos trabajadores; o incluso brinda la posibilidad de retribuir
mejor a los asalariados gracias al aumento de productividad. Su valor reside, p
ues, en el uso que se le de.
En cambio –y esta es la gran lección de Karl Marx, ese olvidado de las teorías e
conómicas oficiales hasta la reciente crisis– la economía está constituida por p
rácticas por las que algunos (los capitalistas) se comportan de una determinada
manera con respecto a otros (los obreros y asalariados en general) explotándolos
, sometiéndolos a ritmos infernales, despidiéndolos so pretexto de competitivida
d, u oponiéndolos los unos contra los otros mediante una cultura de resultados o
nuevas reglas de management, que hoy se sabe hasta qué punto generan un sufrimi
ento laboral verdaderamente insoportable (7).
Todo eso no nace de la técnica o de la ciencia sino de una práctica social que o
rganiza el trabajo, que es requerida como tal en base a objetivos mercantiles (l
a ganancia) y que se ofrece pues por definición al juicio moral: práctica humana
o inhumana, práctica moral o práctica inmoral. Marx lo había comprendido con cl
aridad cuando afirmaba que “la economía política no es la tecnología” (8).
¿Qué valores y qué política?

Con una perspectiva más extensa –ya que aquí está en juego el poder de la políti
ca–, lo que hay que rechazar es ese tipo de realidad que por lo general se adjud
ica a la economía: una realidad objetiva y absoluta, decretada independiente de
los hombres (cuando son ellos los que la hacen) y sometida a leyes implacables,
análogas a las de la naturaleza y que, por supuesto, no habría que juzgar: no se
critica la ley de la gravedad… incluso cuando ocasionalmente pueda hacer mal. E
sta deriva intelectual lleva un nombre: economismo, que no sólo consiste en erig
ir la actividad económica como valor primordial, subordinando a ella todos los o
tros, sino en considerar que está hecha en lo esencial de procesos sustraídos de
la responsabilidad política.
Sin embargo hay que comprender que, si bien existen muchas leyes de economía cap
italista, éstas son estrictamente internas a un cierto sistema de producción reg
ido por la propiedad privada; pueden ser modificadas e incluso, en un principio,
abolidas si se cambia de sistema. Por ello hay que ver en esas leyes reglas de
funcionamiento de un determinado tipo de economía (que no es el fin de la histor
ia), que organizan un cierto tipo de relaciones prácticas entre los hombres y qu
e tienen, ellas mismas, un estatus práctico. Fueron instituidas (hasta a nivel m
undial, en la actualidad), por lo que pueden ser modificadas. Lo cual significa
que las llamadas “leyes económicas” se someten directamente a la legislación de
las leyes morales, como todo lo que concierne a la práctica.
Por esta razón la propia “ciencia económica” no podría ser una ciencia pura, vir
gen de juicios de valor. Tal como las ciencias sociales en general, y de acuerdo
a la naturaleza de su objeto –están implicadas personas–, la “ciencia económica
” compromete valores, al menos de manera implícita; aprehende la actividad human
a y orienta el análisis de lo real en tal o cual sentido, que puede aprobarse o
no.
El economista estadounidense Albert Otto Hirschman lo señaló al subrayar la comp
lejidad, a menudo inconsciente, de la ciencia económica y de la moral. Observó q
ue “la moralidad… ocupa el centro de nuestro trabajo, a condición de que los inv
estigadores en ciencia social estén moralmente vivos” (9); formula pues el deseo
de que las preocupaciones morales sean explícita y conscientemente asumidas por
la ciencia social –volviendo a Marx, cuando afirma en los Manuscritos de 1844 q
ue la economía es “una ciencia moral real, la más moral de las ciencias” (10)–.
Queda por saber cuál es esta moral que nos pide que nos preocupemos por la econo
mía y no la consideremos como una realidad ante la cual la política debería incl
inarse fríamente. En primer lugar, conviene romper con una visión moral de lo hu
mano replegada a la esfera de las relaciones interpersonales y que sólo se inter
esa por las virtudes y los vicios individuales. En cambio, hay que admitir que,
distinguida de la ética y en consecuencia referida a las relaciones con el próji
mo (11), esta moral debe aplicarse al conjunto y por lo tanto a las relaciones s
ociales en su globalidad, es decir a la vida política (en sentido estricto, a la
s instituciones), social (siempre en sentido estricto, a los derechos sociales)
y económico.
Sin embargo, si bien empezó a ocupar los dos primeros campos desde la Declaració
n de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 hasta la de 1948, sería des
eable que se detuviera ante las puertas de la economía. Hay que eliminar esta pr
ohibición, considerando una política moral que sea también una economía moral, e
s decir una política que cumpla con los valores morales, incluso en el campo eco
nómico.
Pero entonces, ¿qué valores y qué política? La respuesta puede encontrarse en la
fórmula que enunció Immanuel Kant y que se une al sentido moral común: el crite
rio de lo Universal ordena respetar al otro y no instrumentalizarlo, y exige pro
mover su autonomía. Libre de cualquier segundo plano metafísico o religioso, exi
ge que suprimamos la dominación política (ejercida en parte a través de instituc
iones democráticas), la opresión social (hecha en parte a través de los derechos
que el movimiento obrero conquistó a partir del siglo XIX), pero al mismo tiemp
o la explotación económica: lo que todavía no se consiguió. Recién al hacerlo pr
otegerá y profundizará, mediante la política, las adquisiciones morales obtenida
s en los otros campos.
En verdad la moralización del capitalismo se revela rigurosamente imposible, ya
que este es en sí mismo inmoral, se pone al servicio de una minoría afortunada,
instrumentalizando a los trabajadores y negando su autonomía. En realidad, exigi
r su moralización debería llevar a exigir su supresión, cualquiera fuese la difi
cultad de la tarea.

1 Ver en especial Friedrich Hayek, Droit, législation et liberté, Presses Univer


sitaires de France (PUF), Tomo I, II y III, 1980-1983.
2 Op. cit., Tomo II, pág. 94.
3 Interrogado sobre las consecuencias humanas del liberalismo, Hayek pudo decir,
si eventualmente hubiera víctimas, “¡y bien, tanto peor!”.
4 Albin Michel, París, 2004 (reeditado en 2009).
5 Op. cit., 2 edición, pág. 78.
6 Op. cit., págs. 238-239.
7 Ver particularmente los trabajos de Christophe Dejours y de Jean-Pierre Durand
“Nouvelles aliénation”, Actuel Marx, N 39, PUF, París, mayo de 2006.
8 Karl Marx, Contribution à la critique de l’économie politique, Editions social
es, París, 1966, pág. 151.
9 Albert O. Hirschman, L’économie comme science morale et politique, Gallimard-S
euil, París, 1984, pág. 109.
10 Pasado su período juvenil, Marx no teorizó sobre esta complejidad: es una lag
una en su obra.
11 En mi vocabulario, la ética sólo concierne a la vida individual y puede prese
ntarse bajo la forma de una sabiduría, aconsejada pero facultativa.

Y.Q.

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