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El Sabio Valle y el Santo Oficio es como decir la luz y las tinieblas. Muerto el rey
Carlos III, monarca de la Ilustracin, un ao antes de la Revolucin Francesa y
ascendido al trono su hijo Carlos IV, ste hizo regresar a los jesuitas desterrados
de los reinos espaoles, haca ms o menos unos veinte aos.
El Santo Oficio llevaba libros en que anotaba diariamente los informes de los
sospechosos. Tambin levantaba por cuantos, claro est, en el mayor secreto.
Hablamos en Derecho Cannico, desde luego. Eran delitos de presidio o reclusin
mayor, y hasta de muerte en la hoguera, los culpables de materialismo, atesmo y
divulgaciones de doctrinas parecidas. La quema de personas no se llev a cabo
en el tiempo a que refiere este relato. Los sentenciados eran conducidos a Mxico.
Al darse cuenta Valle del acoso de que era objeto de parte del Santo Oficio,
recurri a una argucia ingeniosa. Se vali del cura de su parroquia para invitarlo a
l y a los inquisidores a que comparecieran a su casa de habitacin, donde se les
hara conocer un hecho digno de ser visto.
La visita tendra que hacerla a las cinco de la maana en punto, con mucha
cautela. l los esperara en la puerta principal, entraran sin hablar y sin hacer
ruido. Y hombres aquellos que cultivaban su ocio, fueron puntuales en la cita.
Vengan
Anduvieron buen trecho entre numerosos y gruesos naranjos, viendo que en aquel
momento se levantaba el disco magnfico del sol glorioso. Luego Valle les dijo:
Y los jesuitas, confundidos de lo que haban visto, sin decir palabra, regresaron a
su Santo Tribunal.
La virgen de los quince aos, que nunca haba amado, en una tarde escarlata
interrog al hombre taciturno sobre algunas cosas del alma. Le interrog ms bien
con la mirada profunda que con los labios floridos.
-He sido amado locamente por mujeres blancas y tristes, por vrgenes morenas y
ardientes. He sido amado por muchas criaturas seductoras. Las he sentido
sollazar en mis brazos y jugar con mis cabellos y cubrirme de besos apasionados.
Pero en el fondo de mi alma he permanecido impasible, fro ante sus caricias.
No conoce usted- dijo ella gravemente- el palcer de ser amado. O quiz no habr
sentido el amor.
-No conozco ese placer. Es decir, conozco, ahora, el amor; pero no la felicidad de
sentirme amado. Diera la vida por una hora de esa felicidad. Usted es la nica en
el mundo que pudiera drmela.
Ella no contest.
Pero entre la llama violeta del crepsculo, la vi temblar y ponerse plida.