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Roberto Pianelli,

el delegado del
subte

Esteban Schmidt
Sueños subterráneos y espíritu libertario se
cruzan en la vida de Roberto Pianelli, el
delegado que representa como pocos un
nuevo modelo sindical: creativo, idealista y
por fuera del peronismo tradicional. (Copete
original)
Un sábado a mediodía de mitad de diciembre, un
sábado muuuuy tranquilo como alguien dijo por la radio esa
mañana, poquísimo tránsito, templado como se podía
advertir en la piel, en el ánimo de los vecinos de Buenos
Aires, brisa del sur con sol, siete troscos de mediana edad,
con participación en las comisiones internas de distintas
empresas privadas y privatizadas, deliberaban en una
pequeña oficina del edificio de la Central de Trabajadores
de la Argentina en la calle Piedras al 1000, barrio de San
Telmo, iluminados por una luz blanca y titilante y con hilos
de humo de cigarrillos serpenteando el aire y aportando
mística, ensoñación o clima conspirativo a la escena.
Depende quién mire, depende qué busque. Roberto Pianelli,
de 43 años, caucásico, alias “el Beto”, alias “el gordo”,
delegado de la línea E del subte, gran estrella emergente
de la izquierda argentina, terror del sindicalismo peronista,
era el anfitrión de esta cita que debía mantenerse en
secreto puesto que la mayoría arriesgaba mucho al visitar
territorio enemigo de la Confederación General del Trabajo
que es la central de los gremialistas millonarios y madre
tirana y violenta de los sindicatos en los que ellos
despliegan con más o menos suerte su pasión política y
clasista, su hambre de salario y de más días al sol para los
compañeros.

Pianelli vestía una gorra negra en la cabeza, con la


emblemática estrellita roja del desorden estampada a la
altura en que van los tiros en la frente. Una bermuda verde,
una remera negra y zapatos náuticos marrones oscuros, sin
medias, le completaban la facha para ese sábado inglés
que el sindicalista partió en dos, entre reuniones y familia.
La pinta es lo de menos, vos sos un gordo bueno, silba el
sindicalista cuando se viste y hay más sobre eso: a la altura
del tobillo de la pierna derecha tiene un tatuaje en tinta
azul de algo que podría ser una tobillera de espinas o de
alambre de púa (ese invento argentino). La panza le cae a
plomo, flácida, la barba va para adelante y para abajo,
desprolija, moldeada por la gravedad y los masajes
pensativos en el mentón. Y hay más: la presentación puede
complicarse en los días malos cuando tiene conjuntivitis o
cuando su cirrosis crónica, provocada por una hepatitis, le
encoge el hígado, le agranda el bazo, le retiene líquidos y lo
condena a penar con la digestión y a que la cara hable su
padecimiento.

Eso sí, cuando Pianelli sonríe, parece un chico


acariciando un perro por primera vez y todo se compensa. Y
es exactamente así como llegó al fin del año 2009, con el
estilo me cago en la elegancia en su punto más alto y con
una sonrisa que nacía en la nuca y volvía a la nuca tras el
gran triunfo de los delegados del subte que obtuvieron,
mediante un acta firmada con el gobierno nacional,
legitimidad para mantener discusiones salariales pese a
haber sido electos por fuera de los procedimientos de la
UTA, que es el gremio histórico de los trabajadores del
transporte automotor y del subterráneo de Buenos Aires. El
mismísimo ministro de Trabajo Carlos Tomada, el de la
barba candado, les dijo a los delegados del subte:
muchachos, ustedes ganaron.

Hace 16 años los delegados surgieron de la nada


misma, de las costillas de los primeros despedidos sin
defensa, de las madrugadas en las boleterías con
bizcochitos, teniendo ocho horas por delante y respirando
aire inmundo, en la camaradería del comedor, un cuarto
con heladera, televisor y larga mesa de fórmica, un anafe y,
siempre encendida, bajita, una hornalla para calentar el
agua del mate, del té, del café batido, todo bajo las luces
blancas de la cocina del pobre.

Los troscos retirados se conocieron en el MAS


(Movimiento al Socialismo) en los años 80 y, por distintas
razones, entendibles en la galaxia de la ultraizquierda
internacionalista, fueron migrando en los 90 hacia otras
formaciones de izquierda o hacia la soledad. En cualquier
caso permanecieron de izquierda, privilegiando la justicia
por sobre el orden, y actuando gremialmente en sus
lugares de trabajo. Esta reunión, la primera, alentada por el
viento favorable al sindicalismo de base y no peronista,
tenía como principal interés recobrar la confianza perdida u
olvidada entre ellos, compartir experiencias para que los
aprendizajes de cada uno sirvan a los demás y para ver qué
más pueden hacer juntos.

“Creo que nuestro gran acierto es haber entendido


que ningún conflicto se gana por nocaut. Que el secreto del
éxito es entrar y salir del conflicto con inteligencia y con
paciencia”, dice Pianelli y revela el secreto de un modelo de
guerrilla sindical que tuvo en estos años a los usuarios del
subte, siempre cebados por los medios de comunicación, en
estado de ira. Lo que los delegados hicieron fue,
simplemente, sortear de la manera más práctica la mala
representación que ejerció la UTA desde su privatización en
1994. Representando bien, los delegados obtuvieron la
recuperación de la jornada de seis horas por insalubridad,
votada por la Legislatura, vetada por Aníbal Ibarra, y luego
consentida mediante la intervención directa de Néstor
Kirchner, que se les apareció de improviso cuando
negociaban con Alberto Fernández en la que era su oficina
en la Casa Rosada, y les dijo: “Yo a ustedes los conozco de
la televisión, jeje”. Antes habían conseguido anular los
reemplazos de los boleteros por máquinas y del puesto de
guarda mediante la duplicación de tareas para el conductor.
Y, siempre, mejorando el salario de cada uno de los puestos
de trabajo. Hoy, ningún empleado de subte gana menos de
tres mil pesos.

La UTA siempre fue ajena a esos reclamos y a esas


conquistas y, en masa, los empleados enviaron el año
pasado un telegrama reclamando la desafiliación de ese
gremio como quien dice contundentemente: no los
queremos. Sin embargo, la UTA es un apoyo del gobierno
nacional, y el gobierno es débil, y un gobierno débil no
puede erosionar a un aliado. El drama de la política: gana
quien puede más, no necesariamente quien tiene razón. Y
por eso los conflictos no se ganan por nocaut. Se ganan en
hemorragias lentas. Para ganar, los sindicalistas se
comprometieron a no suspender el servicio durante un año
por motivos intragremiales.

Luego de la firma del acta en una oficina del piso trece


con vista al río y piso de madera, Tomada se acercó a
Pianelli que estaba en bermudas y con remera y le dijo:

Che, ¿una camisita, no?

Unos meses atrás la onda personal era otra. A un


director de negociaciones colectivas del ministerio, Pianelli
le dijo, ante la negativa a avanzar en la inscripción gremial
de los delegados, y la amenaza de la empresa de echar a
varios de ellos: teee voooy a tapar los agujeros del subte,
entendelo. ¡Comprate un casco porque el subte no anda
más! Y sus compañeros sacaron a Pianelli de la oficina
tironeándolo de los brazos porque era un rumiante
descontrolado.

Entrar y salir.

Ante sus compañeros del viejo MAS, Pianelli habla de


la batalla cultural que también se libró en estos años. “La
empresa decía ‘Metrovías’ y nosotros decíamos ‘subte’,
‘somos del subte’. Porque Metrovías puede estar o no estar,
pero nosotros somos del subte. Al final, en la revista
institucional de la empresa, Notivías, termina aceptando en
los hechos la derrota, en un artículo termina diciendo: ‘al
pan, pan y al subte, subte’. Desde ese momento, Metrovías
cambió su forma de presentarse ante los usuarios. Ahora es
todo ‘subte’. Por ejemplo, cambiaron todas las entradas.
Esto contribuyó a que se afianzara una identidad propia de
los trabajadores del subte. Yo creo que para liquidarnos a
nosotros tienen que barrer, pero barrer con todo. Mañana
nos equivocamos, perdemos, nos echan a cincuenta, pero
al año aparece todo de vuelta. Porque se ha generado una
identidad muy fuerte. Hay una pelea que está ganada”.

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Pasadas las seis de la tarde del jueves 29 de octubre


de 2009, Pianelli se vuelca sobre uno de los asientos del
andén de la Estación Plaza de los Virreyes, cabecera de la
Línea E, y me dice la verdad más profunda de la Argentina:

“Esto es a ver quién es más malo, no quién es más


bueno.”

Había comenzado un paro de cinco horas en los subtes


de Buenos Aires. En la televisión en vivo, un movilero de
TN simplificaba el conflicto en una pregunta delirante que le
hacía a un usuario acalorado que se había perdido el último
subte: “Señor, transpiración, ¿resignación?”

Pianelli usaba sus anteojos de sol como vincha y


llevaba una mochila con: folletos, cargadores de celulares,
gas paralizante, Propanolol, la medicación que toma para
su cirrosis, y un buzo azul. Se levantaba repetidamente
para saludar a compañeros de trabajo con un besito, y lo
llamaban a sus dos celulares en forma permanente, la
prensa, la familia, los amigos, los otros delegados. Uno de
ellos lo sobresaltó al avisarle que en la estación Emilio
Mitre, Varguitas, un conductor rubio, tímido y callado,
quedó atrapado entre dos pánicos: a la turba que le pedía a
los gritos que vuelva a arrancar el subte y a los compañeros
que esperaban que cumpliera con su parte y suspendiera
las actividades. Pianelli dice: concha de la lora. Los coches
no debían tener pasajeros a la hora de inicio del paro. Un
inconveniente logístico provocado por una interrupción
técnica del servicio, media hora antes, había arruinado los
horarios de salida de las formaciones. La tira de vagones
comandada por Varguitas venía desde la cabecera de Plaza
de Mayo y había quedado a sólo tres paradas de Virreyes.
Se inquietó Pianelli por la posibilidad de que en esa
pequeña masa loca que atrapó al conductor hubiera
infiltrados metidos a provocar un conflicto mayor. Había
que mover a Varguitas.

El gordo dejó su mochila en el cuarto de descanso,


también llamado comedor, donde los compañeros miran la
transmisión en vivo desde Constitución, cabecera de la
línea C, la más cercana a los canales de televisión, y que
miran como se mira la tele, con costumbre e inocencia, con
la seguridad de no ser lastimados, mientras la tele presenta
la noticia del día con total malicia, el sonsonete del millón
de rehenes y el caos en la ciudad. Vamos ya, dijo Pianelli,
mientras se escuchaba cómo otro delegado hablaba con
Varguitas por teléfono: Varguitas, varguitas no seas cagón,
salí del volante, abrí la ventana y saltá a la vía, corré para
el túnel, metete en el túnel, Vargas, la gente no te va a
seguir hasta ahí, está oscuro, loco, la gente cree que se
electrocuta, andate Vargas. Para sacarlo a Varguitas del
quilombo en el que se metió, Beto, alguien llamado “el
gallego” y este cronista, salimos a los pedos en auto pero
respetando los semáforos a Emilio Mitre donde encalló el
subte. El gallego es el hombre duro de los delegados,
alguien que llegado el caso será claro a las trompadas
cuando todo esté perdido desde lo argumental. Tiene un
tren superior contundente, es un ropero blanco.

Caímos a la estación, bajamos la escalera al trotecito


y fuimos a ganar el primer vagón, abriéndonos paso entre
el público, de buena manera y de mala manera, de
cualquier manera. “Llegó la patota”, dijo para provocar una
chica redondita con folios bajo un brazo y una cartera
mínima apretada bajo el otro, y se removió a las personas
que le cacareaban a Varguitas y que le habían tomado la
cabina del conductor. El gallego saca también a Varguitas
maniobrándolo desde el cuello y salen poniendo quinta de
la escena. Pianelli, sin embargo, queda preso dentro de la
cabina porque Varguitas en el apuro se llevó la manija para
abrirla. Pianelli quedó entonces a merced de la masa a la
que ayudó a sublimar su locura. No sabían su nombre, así
que lo bautizaron hijo de puta. ¡Hijo de puta, arrancá!, le
gritaban.

En el pequeño tumulto se destacaba un muchacho alto


que dijo llamarse Mariano y se movía en el andén como un
títere electrificado, sin control, declamando con el brazo
derecho en alto y alentado por el bochinche sísmico de la
coreografía irracional montada al lado del vagón.
Argentinos de metro setenta nacional se desgarraban,
aplaudían en protesta, pateaban las puertas. La señorita
redonda, y baja, informó a sus perfectos desconocidos, yo
soy abogada y esto no se puede creer. Hablaba del paro.
Luego apoyó sus carpetas en un asiento, tomó una escalera
de emergencia y la lanzó contra los pasamanos, unos
señores feos con caras comidas por el sol y la psoriasis
aprobaron la demostración y una pareja enamorada y joven
de estudiantes que hacía su Mayo Francés al revés le
reclamaba al sistema que por favor funcione y al
sindicalista que se deje de joder; el chico, en particular, se
desgañitaba en su reclamo, tanto que la novia lo retenía de
los hombros, admirada.

Lo que decimos siempre: yo a un argentino lo distingo


a tres cuadras. Y estábamos a un metro. Así que vimos al
pueblo de la nación en su detalle e intensidad, golpeando
chapas del vagón con los zapatos, los vidrios con los
llaveros, quejándose con sus bocas deformadas,
desgarradas, como en una película de zombis, con las
peores razones: ¡Loco, ustedes ganan más que yo; loco,
ustedes, trabajan seis horas! Los dos mayores logros de los
trabajadores del subte. Desde la cabina, Pianelli alentaba
sin querer las pasiones de los ciudadanos transportables, al
imponerse un silencio de Kung Fu, porque nada podía hacer
para complacerlos; no es chofer, es boletero, y aunque
supiera manejar un subte no lo iba a hacer porque el paro
total de actividades durante cinco horas era innegociable.
Quedó atrapado, entonces, para que arrancara o se muriera
en ese metro cuadrado.

El hijo de puta de Pianelli usaba ese día remera roja y


un jean reventado que resaltaban su belleza marginal bajo
la luz de los andenes. Callaba el sindicalista pero a las siete
menos cuarto alzó las cejas cuando estallaron las ventanas
del coche delantero y la pequeña masa hizo bailar el vagón
de acá para allá, como quien quiere que vuelque, para
luego ir seriamente por la demolición de la puerta del
conductor, la parte de la muerte de Pianelli. La abogada
redonda, mediadora, se acercó a la ventana a inducirlo:
dale, llevanos, dejate de hinchar, después parás y ahí es
cuando el huelguista, líder y maestro de los huelguistas del
subte, sí habla y dice: el semáforo está en rojo. Mariano
sintió en ese momento que podía coronar su gesta
reaccionaria y usó los resortes de Meteoro para lanzarse en
palomita y escupirle a Pianelli su saliva residual de
sediento, a la barba y a la remera. “Quiero volver a mi casa,
puto de mierda”, le solicitó. Lubricándolo, quiso
convencerlo. Grave error.

Pianelli se levantó del asiento y pareció decir con la


mirada: eh, escupidas, no…, juguemos limpio en esta
batalla entre explotados y explotados y sacó la cabeza por
la ventana exponiéndose a la decapitación o a la mordida
de carótida para mirarlo a los ojos y decirle a Marioneta: “Si
me ves en la calle y solo, ¿también me escupís?” La lógica
inapelable atontó al joven exaltado e hizo meditar un
segundo a la indiada violenta y colectivizada sobre la
cobardía puesta en escena. Desde la pared del andén, un
agente de policía jovencísimo, verde, también meditaba,
con su expresión humilde y marrón, sobre qué debería
ocurrir para que él intervenga, encontrándose en
inferioridad numérica y con la ley del lado de nadie.
Mientras, por la vía y custodiado, reaparecía Varguitas con
la llave que faltaba para liberar a Pianelli.
Con el timing de un guerrero, Pianelli, con la palanca
en su poder, advirtió de pronto que los pasajeros ofendidos
por el paro de trabajadores ya habían alcanzado su pico
glucémico y dejado pasar el momento de matarlo y,
entonces, se puso de pie, abrió la puerta y se abrió paso
entre quienes se habían apostado para condenarlo a
manejar o morir. Encaró el pasillo, serio, y miró a los ojos a
cada uno de los que le decían algo. A la fauna argenta que
es tan expresiva siempre, las caras de merecer más, de me
podría haber ido mejor, mientras se preguntan cómo es que
le fue al otro y por qué y que estudiaron a Pianelli a su
paso, le miraron la mano derecha y la estrellita de cinco
puntas tatuada justo donde van los clavos de la crucifixión
y el aro dorado en la oreja izquierda donde no pasa nada
porque en los cartílagos, compañeros, no pasa nada nunca.

Y entonces sí le pidió a Varguitas que llevara la


formación hasta Virreyes, lo que de todos modos debía
ocurrir en un momento u otro. Fue uno de esos viajes cortos
de vuelta de un asado con vino. ¡Un silencio! Pianelli se
sentó a mi lado y yo le convidé un Tic Tac. Se rió. Y,
entonces, le sonó su segundo celular. Su madre, para
preguntarle cómo iba todo.

Cuando lo más miserable de lo más miserable del ser


humano se pone arriba de la mesa, los revolucionarios no
pueden flaquear, porque si flaquean ahí, en la
contemplación de la estupidez, chau. Un revolucionario
pone el plus de vida necesario para que ganar más, trabajar
menos, y otros delirios, se concreten. Las personas que no
son revolucionarias son más de mirar la historia y
aguantarse los efectos y, quién sabe si por envidia o por
sadismo, se ponen locos con los superhéroes cuando estos
tienen que hacer el trabajo sucio por toda la comunidad.

Pianelli tiene dos hijos. Siro, de 3, intolerante a la


frustración, según le dijeron las maestras jardineras y
Florencia, de 12 (hija de su anterior mujer), que tiene de
este padre ensamblado la timidez y el don de la
observación. De sus propios padres hereda Pianelli el
fastidio por las situaciones rígidas. “Mi papá (también
Roberto) es protesista dental y trabaja en relación con
odontólogos, pero el tipo no se banca ni se bancó nunca
tener que laburar para ellos y que ganen más, entonces el
tipo les toma directamente las impresiones a los pacientes.
Nunca pudo aguantarse tener empleados tampoco, porque
le fastidiaba saber que les iba a pagar menos de lo que
correspondía por el valor que producían. En fin, un drama.
Así cambió de laburo muchas veces, tuvo kiosco, taxi, y se
escolaseó lo que ganaba. Conclusión, no tiene nada, como
yo no tengo nada”.

El Beto ingresó a Metrovías en 1994, durante el primer


reclutamiento que hizo la empresa tras su privatización.
Vivía con unos amigos y, para entonces, ya se había
separado dolorosamente de dos mujeres, se le habían
muerto dos de sus mejores amigos, de muerte natural, y
venía de abandonar el MAS donde había militado sin
interrupciones desde el año 82, cuando era un adolescente
de pelo larguísimo que había ido a todos los recitales de la
época, incluido aquél mítico de Los Violadores en el
Auditorio de Belgrano donde fueron presos tantos y él no,
porque se escapó de la redada por los techos, así como
había probado todas las drogas, de las fumables a las
inyectables y sus combinaciones, incluso la falopa de Perón,
que no se le niega a nadie, porque antes de ser quien iba a
ser, militó unos meses, a los 15 años, en el peronismo
revolucionario.

Dejar el trotskismo atrás después de tantos años de


militancia abnegada, religiosa, sectaria, es “equivalente a la
orfandad”, dice Pianelli y con la orfandad tuvo la obligación
de iluminarse solo el camino por delante. El MAS
contemplaba la proletarización de sus militantes para que
influyeran entre los trabajadores no ideologizados. Por el
partido incluso se había ido a vivir a Córdoba. Cuando
abandonó el MAS por una discusión terrible sobre la
posición oficial sobre el conflicto en los Balcanes, “ni más ni
menos que por eso y no puedo recordar cuál era
exactamente mi opinión”, dejó también su trabajo de
acomodador en el teatro Broadway. Tenía 28 años y fue a
concretar algo que él llama un sueño del pibe, trabajar con
los subtes. Su mitología personal dice: “de chico me volvían
loco los subtes, siempre quise darme ese gusto”.

La calle, además, y el colectivo, le habían provocado


uno de los momentos más amargos de su vida, a los 14
años, cuando yendo a la escuela, perdió el equilibrio en el
estribo y se cayó. Con fractura de tibia, inmovilizado en la
casa, encontró la excusa para abandonar el primer año de
la secundaria en el Pio Nono y, así, alterar por primera vez
el recorrido clásico del hombre que se porta bien y hace
aquello que lo presente más prestigiosamente ante los
demás. De ahí en más siguió a contramano.

A Metrovías ingresó, entonces, políticamente


desmadrado y a trabajar para ganarse la vida en plena
cópula de los sectores medios con el gobierno de Carlos
Menem que había hecho funcionar los teléfonos de línea
mientras la segunda generación de celulares se
popularizaba. Pianelli ingresaba a las 4.15 a la estación
Independencia del subte E con los ojos cerrados. Sus
compañeros, en los primeros tiempos, tenían una gran
ilusión acerca de las posibilidades de desarrollo personal en
Metrovías, una empresa privada, con lo bien que se hablaba
de las empresas privadas no los iba a condenar a pasar por
empleados grises. Esa creencia, como diría un modisto, fue
tan noventa. Pero los brochures de papel ilustración, las
capacitaciones con videos, la señalética renovada en los
andenes, pretendieron darle un color a un trabajo que ese
trabajo, en sí, no tuvo, no tiene, no va a tener. Son trabajos
donde no está en juego ningún aspecto creativo para los
trabajadores. No es una fiesta ser boletero. Nunca lo será.
No tener partido donde rascarse no volvió a Pianelli un
negador de la evidencia de que un sistema que tiende a
maximizar ganancias a cambio de reducir mano de obra o
achicar salarios es perjudicial para el ser humano. Su
condición de militante y de marxista había quedado en
estado de latencia, conservó los tics del cuadro político,
recomendar libros, explicar por qué las cosas son como son
y no como parecen, creer que las cosas se pueden cambiar
y hacer algo con eso, el enamoramiento con la política. ¡Ja!,
la ilusión había ilusionado tanto que los propios ilusionistas
no pudieron ver cómo se les colaban militantes de izquierda
en todas las líneas. Cuando peleaban por la jornada de seis
horas, un gerente de la empresa lo chicaneó a Pianelli:
“Ustedes quieren las seis horas para después beneficiarse
con las horas extras”. A lo que Pianelli contestó: “Eso es lo
que harías vos, nosotros no queremos embrutecernos
trabajando”. Tampoco previeron los empresarios que las
ilusiones morirían demasiado pronto entre los miles de
nuevos empleados de 18 a 20 años, que la desilusión se
volvería rencor y que el rencor sería sublimado y superado
por conciencia de clase y una conducta política que Pianelli,
junto a otros, se empeñó en difundir y consolidar.

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El mundo, como todo el mundo sabe, es injusto, pero


la tendencia natural es a acostumbrarse. Sin embargo,
algunas personas, en razón de unas combinatorias de
historias personales y familiares, condiciones psíquicas,
clima de época, se vuelven rebeldes, ven que las cosas
funcionan mal, y de ahí en más ya no se pueden aguantar
dejarlo así o tan solo callarlo. Ese es Pianelli. Que de todos
modos se ríe si algo es muy sentencioso, que hace un culto
de no tomarse en serio y que lleva un llavero enorme, casi
lo olvidamos, en cualquier circunstancia, con llaves para
entrar a más de una casa, como un objeto contrafóbico que
le asegura que hay una red donde caer en el peor de los
casos; o como un cencerro, para decir acá estoy, el que
avisa no es traidor, parte de la banda de sonido de un
superhéroe sindical que se completa con el sonido de los
pasos que se escuchan en la trasnoche solitaria de la
avenida Independencia cuando vuelve al modesto PH que
comparte con su esposa Cecilia, y con Siro, con una mano
en la cachiporra para defender su casa, su familia y su
propia humanidad de los villanos. Un hombre que ha
influido sobre un conjunto de trabajadores que se basaron,
como él dice, “en un justo odio de clase a una patronal
parasitaria y negrera, esperanzada sólo en los subsidios y
en la aceptación de las injusticias, para trabajar espalda
con espalda y por el bien común”.

Cuando la turba de la estación Emilio Mitre llegó a la


terminal de Virreyes, una hora después de iniciado el paro,
se retomó el murmullo rencoroso sólo que, entonces, ante
la vista de unos veinte empleados que mateaban y comían
galletitas con sus camisas celeste subte todavía puestas.
Mariano ganó la escalera de salida subiendo atléticamente
de dos en dos y gritando putos, putos, putos en cada
zancada; la abogada, condenada al tránsito lento entre
zombis más ágiles que buscaban la calle, el aire de la calle,
insistió con su jactancia profesional. “¡Soy abogada
administrativista y gano 2.500 pesos, hijos de puta!”, les
gritó, como para que los huelguistas se pusieran en su
lugar. Una de las trabajadoras, que no es delegada, que es
boletera, gana cuatro mil pesos, trabaja seis horas y tiene
tiempo para estudiar fotografía, la miró y le dijo en voz alta:
“Luchá, boluda, luchá”.-

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