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Capítulo Dos

21 de junio. Hospital Medistra. Yakarta, Indonesia.

Abdel llamó junto a sí al joven Muchtar, que era de buen ver y de ojos vivarachos, de esos
que brotan inteligencia como cascadas de agua. Le hizo el gesto de que se sentara en la cama y
le rogó que le explicara muchas cosas, pero que primeramente él le contaría algunas otras.
—No sé qué es lo que sucede, hijo. Espero que tú me ayudes a salir de este embrollo.
Enseguida le pidió que le relatara, de nuevo, cómo fue que le encontraron, cayendo desde el
cielo en medio de una bola de fuego. Cuando le refirió cómo el Tambora había tenido una
explosión, y cómo lo vieron caer del cielo, y cuando concluyó esta parte, Abdel le preguntó
directamente:
—Por favor, dime: ¿en qué año estamos? Nunca me lo ha dicho nadie y, francamente, me
daba mucho miedo saberlo.
Muchtar sonrió, pero al instante comprendió que no era prudente hacerlo.
—Estamos a 21 de junio del año 2018 —fue su parca, pero precisa respuesta.
El hombre encajó aquello sin mostrar preocupación aparente y respondió al cabo de unos
segundos:
—Gracias. No sé qué significa exactamente. Verás, en mi mundo el calendario del mes
comenzaba con la Luna nueva, y duraba 29 ó 30 días. La última fecha que yo recuerdo era que
estábamos en el año 744 del Profeta.
—¿De Mahoma? —Inquirió el chico—. ¿Te refieres a Muhammed?
—Sí —respondió Abdel con una mirada expectante.
—Eso quiere decir que tú viviste, ahora verás… en el 1367 de nuestra Era.
—¿Cuál Era?
—La Era cristiana. Ahora se cumplen 2018 años del nacimiento del profeta Yéshua.
Nuestro año solar dura 365 días, y uno más para los años bisiestos. Ya te explicaré.
—El nuestro duraba 354 días. ¿Y cuál religión practicas tú, por ejemplo? —Preguntó el
paciente.
—La misma que tú, soy seguidor de Mahoma —respondió Muchtar con una alegría que
parecía como un rayo de Sol entre las nubes—. Por eso me has visto partir a ciertas horas, lo
hago para rezar mis tres oraciones diarias, sin molestarte.
—No entiendo.
—¿Qué no entiendes —preguntó el joven—, que, siendo mahometanos, usemos el
calendario cristiano?; ¿o que me tenga que salir del cuarto para orar hacia la Meca?
—Sí. Que, siendo mahometanos…, eso que dijiste.
—Bueno, es que vivimos en un mundo donde prácticamente todos estamos comunicados, y
aunque algunos siguen usando sus propios calendarios, a nivel del global usamos un solo
calendario, el cristiano.
—¡Aaahhh…!, ya entiendo. Pero no comprendo.
—¡Uh, ah, vaya! Y ahora el que no entiende soy yo —Muchtar mostraba cierto estupor en
su rostro.
—Ya sé… —intervino Abdel— ;… quieres saber cómo es posible que yo haya vivido en el
año 1367… y siga vivo aún.
—Sí. Es imposible.
—No lo sé, exactamente —respondió el hombre de edad madura, que cabe decir solía estar
casi todo el tiempo con una expresión de dolor en su rostro y una rigidez en su cuerpo—; lo
único que me viene a la mente es que para Dios nadie está muerto, y que para Él todo es
posible. Creo…, no puedo asegurarlo, que tengo una misión importante que llevar a cabo, pero
ni siquiera sé si tiene que ver con Él o qué…
De repente, dirigió su mirada hacia la pared de cristal (que en esta ocasión había solicitado
estuviera con las cortinas abiertas) y que daba al pasillo. Una religiosa de toga color vainilla y
de piel blanca como la leche cruzó la zona, y Muchtar alcanzó también a verla cuando giró a su
vez su rostro.
—¿Sabes quién es ella? —Preguntó asombrado.
Muchtar le respondió que no, que la había visto de aquí para allá, pero que no sabía si era
una enfermera (no lucía como tal) o familiar de algún paciente.
—¿Por qué me lo preguntas, Hamîd?
—Es que…, veo en ella una luz en su pecho, que me recuerda algo... Es una luz que no
parece de este mundo, que no he visto en nadie más. ¿Podrías averiguar quién es, por favor?
—¡Claro! —Contestó el adolescente, que hizo ademán de partir en busca de información.
Pero, antes de dar el segundo paso, el hombre le hizo una nueva solicitud:
—Escucha, quiero que me enseñes todo lo que sepas sobre este mundo. Habla con mi
médico, si no lo veo yo antes, y solicítale que te proporcione, si le place, cualquier recurso que
nos sirva para aprender todo, porque sigo profundamente maravillado. ¡Ah!, pero no le digas a
nadie lo de que yo te he contado que viví hace muchos, muchos años. ¡Otra cosa!, antes de
salir, ¿podrías correr las cortinas? ¿Sí?
—Seré prudente y diligente —respondió Muchtar, que partió raudo y alegre, luego de aislar
a Abdel de las miradas curiosas.
La televisión estaba encendida y mostraba las noticias nacionales del momento. Algo le
llamó la atención sobre un candidato a Gobernador (o Presidente, no lo supo con certeza) de la
provincia especial de Yakarta, perteneciente al partido oficialista musulmán, el Gorka (o
Gologan Karja). Le escuchó presentar algunas de sus propuestas, al tiempo que sentía un
profundo desagrado por él, sin saber el porqué, pero ya no pudo escuchar más, puesto que un
acceso de tos le sobrevino y comenzó a escupir sangre.
Coincidentemente, en ese momento entró una enfermera que dio la señal de alarma, y pudo
ser atendido de inmediato. Ella manifestó que escuchó claramente la voz de nuestro hombremîd
hablarle, como si estuviera junto a ella, en la recepción del piso, y que por eso había acudido a
atenderle. Pero Abdel se hallaba a más de 35 metros de distancia y no había pronunciado
palabra alguna.

Más tarde regresó Muchtar y no notó novedad alguna.


—¡Hola!; ¿todo bien? —expresó al llegar.
—Estupendamente, budak.
(Budak, jovencito, chico, chamaco, guaje, chaval... ¿Más?)
—No he localizado al doctor, lo siento.
—No te preocupes, ya hablé con él —dijo el cada vez menos calcinado paciente—. Me dijo
que nos ayudaría. ¿Lograste saber algo de la mujer que te dije?
—Sí. Es una religiosa. Es monja católica. Tiene una compañera suya que está enferma…
—¿Y…?
—¡Kejutan! (¡Sorpresa!) —Exclamo el budak—. Una enfermera me hizo el favor de hablar
con ella, porque es de otro país, de Europa, bueno, ya te explicaré dónde queda.
—¿Y…?
—¡Pues que vendrá a verte!
—¿De veras?
—Como que me llamo Muchtar Pamungkas. —Miró hacia la pared de cristal, que habían
descorrido a causa de la anterior crisis, y de inmediato dijo, más exaltado aún, razando una
reverencia hacia el umbral—: De hecho, aquí viene.
Ambos hombres miraron hacia la puerta. La mujer vestida de religiosa católica se quedó en
el paso y pidió permiso para acceder. Abdel se quedó absorto. Vio en ella una luz que surgía de
su interior, pero no era una luz ‘hacia afuera’, sino interior, como si iluminase lo íntimo de su
cavidad torácica. Pudo vislumbrar sus pulmones, su corazón, sus costillas, como si el interior
del tórax fuera transparente. El foco procedía del centro, a la altura del esternón, que
desaparecía difuminado a causa de la intensidad de aquella luminiscencia extraordinaria. Quedó
completamente sigiloso.
Muchtar reparó en su silencio y dijo, al cabo de unos segundos, en un parco inglés:
—Adelante, por favor, hermana.
Abdel seguía mudo. Se fijó en el ser de luz que acompañaba a la monja. Sabía lo que eso
significaba: Aquella mujer estaba llena de Dios. Ella captó el asombro de nuestro hombre y se
ruborizó, al tiempo que avanzaba tímidamente. Tenía el cabello como los campos de trigo que
ondeaban ante la brisa de verano, cortos, sobresaliendo un poco de su velo improvisado para
poder servir en el Hospital a su hermana de religión, aquejada de una afección lumbar.
Fue Abdel quien comenzó diciendo, en el mismo idioma que había pronunciado Muchtar:
—Disculpe, hermana, mi nombre es Abdel Hamîd Mahomar Al Kafati, o eso creo…
—Yo soy Sor Gertrudis. Encantada de conocerle, señor…
—Dígame Abdel. Pero, ¿no siente un poco de aversión por mi…, digamos condición?
—Al contrario, hermano Abdel, lo que siento es compasión por su sufrimiento, que no es lo
mismo que lástima…
—Sí, conozco la diferencia —aceptó él—; pero, ¿por qué me llamó «hermano»?
—Seguramente, por su nombre —aclaró ella—, usted debe ser árabe, y de seguro seguidor
del profeta Mahoma. —Él no hizo ademán alguno, mas ella prosiguió—: Pienso y creo que
todos los hombres somos hermanos y hermanas, hijos de nuestro padre Dios; solamente que
parece que preferimos vivir como perros y gatos. Además, Muchtar me llamó “hermana”, así
que, ¿qué otra cosa puede ser usted, sino hermano?
—Estoy completamente de acuerdo —completó Abdel, que no cesaba de contemplar la
luminiscencia de aquella mujer con pasmosa admiración—. Hermana Gertrudis, verá, quisiera
hacerle un par de preguntas, si no tiene inconveniente.
—No, ninguno —accedió ella—. Adelante.
—Bueno, no sé si le hayan dicho algo de mí…
—Algo, y el propio muchacho aquí presente, tuvo a bien completar la información que,
someramente, de lo que sé es que, al parecer, usted cayó literalmente del cielo, en las faldas del
volcán Tambora, envuelto en una bola de fuego, lo que le dejó completamente calcinado. ¿Qué
hacía usted en el cráter, hombre de Dios? Seguramente el Tambora tocó el tambor y lo escupió
hacia el cielo. —Estas últimas palabras de la mujer hicieron que los dos varones pusieran los
ojos como ensaladeras, como si en ellas estuviera la clave de todo—. Lamento mucho por lo
que ha tenido que pasar. ¿Le molesta si me siento un momento?
—¡Pero qué torpeza la mía, discúlpeme Sor Gertrudis!
Miró en dirección al joven, que no tardó en poner a su disposición un asiento.
—Hermana, en cuanto a lo que dice que yo estaba en el cráter, bueno, no lo creo, pero
podría ser, porque hubo una explosión justo antes de caer en aquella bola de fuego. Pero
dígame, ¿de dónde es usted? —Preguntó Abdel.
—Soy holandesa. Nacida en Holanda. ¿Y usted?
—Pues, a decir verdad, no lo recuerdo muy bien… ¿Dónde está Holanda?
Muchtar se apresuró a responder:
—En Europa. Ya te dije que te lo mostraré.
—¡Ah! ¿Es un país bonito?
—¡Oh, desde luego que sí! —Dijo ella con alegría—. Es mi tierra tan hermosa, que tendría
que ponerme a cantar para poder alcanzar un ápice de su belleza. Sus campos de tulipanes de
colores parecen arcoíris pintados en la fértil tierra, sus molinos son tan imponentes que los
fuertes vientos sólo logran hacerlos girar, para molienda de grano y acarreo de agua. ¡Oh, cómo
describir la hermosura, sin errar una en sus palabras!
Abdel guardó silencio. Pero al cabo dijo, mientras ella miraba un punto lejano,
rememorando su patria chica:
—Hermana, ¿Qué idiomas habla usted?
—Verá, este que hablo es inglés, pero pertenezco a una zona donde se habla el frisón, o
frysk, que mezcla palabras del escocés y el inglés. Pero también hablo el idioma oficial de mi
país, el Neerlandés, por Nederland, o País Bajo, que es como se conoce a Holanda. Y también
el alemán y el flamenco, por si cabe decirlo. ¿Por qué lo pregunta, hermano Abdel?
—Porque me gustaría que me hablara, que me dijera, algunas frases en esos idiomas…
—Bueno, ahí va: “Hoe hytsto?” —Ella preguntaba: “¿cómo te llamas?”
Él le respondió en perfecto frisón.
Ella se quedó muda de asombro.
—No es posible —dijo en el mismo idioma.
Lo cual él aclaró de igual manera. Muchtar estaba ‘oyendo visiones’, de tan aturdido que
estaba por el descubrimiento. De repente, ella comenzó a decir unas palabras en lengua
flamenca (de Bélgica), y él respondió de igual manera.
Fue el propio Abdel quien regresó al inglés, para no dejar fuera a Muchtar.
—Hermana Gertrudis, necesito su ayuda.
En seguida pasó a explicarle lo del cálculo que hicieron de que él había vivido en 1367,
aunque no estaba seguro en dónde, pero cada vez recordaba más que tal vez hubiera sido un rey
o alguien importante en un reino de Oriente Medio, o del norte de África, de cuyo nombre y
ubicación exacta no lograba acordarse.
—Quiero que ore por mí, para que logre recuperar mi memoria y sepa, al fin, por qué estoy
aquí y ahora.
Ella, sin manifestar externamente su extrañeza por lo insólito del caso, tuvo una idea:
—Hermano Abdel, conozco un pastor cristiano que podría ayudarle. Es un excelente
psicólogo y un gran terapeuta. Podríamos concertar una cita para vernos aquí, a él Dios lo usa
mucho, y tiene un don especial para casos que requieren un conocimiento diferente de las
cosas, ya sea por ocultas o por difíciles. Pero nunca, ¡jamás!, he sabido de alguien que tenga el
don de hablar otros idiomas. En la Sagrada Escritura, en nuestra Biblia, se nos habla del “don
de lenguas”, pero sirve para dirigirse a Dios en oración, aunque al principio fue para transmitir
el mensaje de salvación a gentes de diferentes naciones; mientras que, así, como el suyo, pues
no, nunca he sabido de algo semejante.
Iban a despedirse cuando en esto hizo acto de presencia un médico de guardia, quien, al ver
a la hermana, con sumo desdén le expresó claramente que no debía estar allí. Abdel vio una
forma obscura sobre su hombro, que le decía estas palabras, de lo cual él hacía eco:
Otra vez esta blancucha católica.
—¿Qué hace usted aquí, señora? —dijo el aprendiz de médico, en inglés.
Debería empujarla a patadas.
—Creo que ya me iba, no se moleste conmigo, doctor.
Ella fue sumamente cortés ante semejante desconsideración. Abdel echaba chispas por los
ojos. Se despidieron en frisón, quedando en volver a verse de nuevo. Ella se marchó algo
apenada.
Mándala a volar. Dile al chico que no quieres volverla a ver. Amenázalo.
El doctor le susurró a Muchtar en bahasa:
—La próxima vez que la veas, avísame, soy el doctor Megawati Bambang. Si no lo haces,
veré que te expulsen de este cuarto, jovencito.
Abdel Hamîd, que había escuchado todo lo que el demonio del doctor le sugería a éste y la
amenaza a Muchtar, cerró los ojos y aguantó unos segundos, hasta que la luz de la monja
desapareció por el umbral. El doctor, en cambio, no tenía luz alguna en él. En cuanto el ser
angelical caído que pululaba en torno suyo le sugirió hacer mención de los infieles (los no
creyentes en Alá y en Mahoma, son “infieles” para los mahometanos, en especial para los
radicales intolerantes); el galeno novato no evitó expresarlo en voz alta:
—¡Infieles cristianos! Estaríamos mejor si no existieran.
Aquello fue la gota que derramó el vaso.
—Muchtar, por favor, déjanos solos al doctor y a mí.
Así lo hizo el budak. En cuanto quedaron solos los dos hombres, el demonio del doctor
Bambang (que no se había dado cuenta de la capacidad de Abdel para captar sus ‘sugerencias’
hacia su pupilo) le susurró que le hiciera daño al ‘maldito carbonizado éste’.
El curador, que era de mente débil, comenzó a provocarle a Abdel, haciéndole retorcerse,
pero éste se aguantó ‘como los meros machos’. Interiormente, agradeció a Dios por la
oportunidad de estar vivo, lo cual el dolor se encargaba de recordarle.
—En cuanto termine conmigo, doctor, le ruego que me permita comentar con usted algo, si
no le molesta.
Una afable petición, imposible de rechazar.
—Desde luego… ¿cómo se siente?
Abdel sudaba en frío, a causa de los espasmos que el otro le estaba provocando.
—Bendecido, doctor —le respondió al fin—. Me siento bendecido. Gracias.
Una enfermera penetró en la habitación, hizo unos ajustes, corrigió otros que el doctor había
errado a propósito, lo cual Abdel percibió claramente, y desapareció. Cuando quedaron solos,
nuestro hombre prosiguió.
—Doctor, ¿sabe algo? Yo creo que el Islam es una bendición enorme para este país y para el
mundo entero. Pero si hacemos de nuestra religión un motivo para atacar a los creyentes de otra
fe, despreciándolos como se desprecia a un perro, entonces, perdóneme que se lo diga tan claro;
entonces, doctor, el Islam deja en ese momento de convertirse en una bendición. ¿Acaso no
dice el Corán que los caminos de Dios son diversos y que no importa cuál tomar, que todos
conducen a Él?
El galeno estalló en cólera.
—¡Los cristianos son una amenaza para el Islam!
El paciente hizo una pausa. A su mente vinieron recuerdos de las Cruzadas, que habían
terminado casi 100 años antes de lo que él definía como “mi época”. ¡Cuánto dolor! ¡Cuánta
sinrazón! ¡Tantas vidas segadas en nombre de Dios! ¿Qué Dios podía querer aquello? Algo le
había comentado Muchtar cómo aquel período era conocido en los libros de Historia, así que
hizo referencia a ello, pronunciando con toda calma:
—Doctor, ya no estamos en La Edad Media.
—¡Las palabras del Corán son muy claras!
—Doctor, le acabo de citar nuestro sagrado libro, y usted ni siquiera escuchó.
—Como dijo el Sheik Imán Al-Azhar —el galeno seguía a lo suyo—: “Los sionistas y
cruzados son descendientes de monos y puercos, son la escoria de la raza humana, las ratas del
mundo, los violadores de los pactos, y asesinos de profetas”.
—No creerá usted en esa mentira, ¿verdad? ¿Acaso no dice el Corán que “Dios (Alláh) es
amor”? ¿Por qué se empeña en convertirlo en un Dios que odia? ¡Ese no es Alláh!
—Nosotros aplicamos el nasikh (los textos más nuevos substituyen a los antiguos) en el
Corán. El Sura 9 dice claramente: “Alláh no es responsable de los ‘asociadores’ (cristianos y
judíos), y su Enviado (Mahoma) tampoco. Si se arrepienten será mejor para ustedes. Pero si
no obedecen y toman la espalda, sepan que no escaparán de Alláh. ¡Anuncia a los infieles un
castigo doloroso!”
—No, doctor, el Corán en su origen predica el amor y la paz, no la guerra y el odio, aunque
el Enviado realizó acciones, en nombre de Dios, que un Dios de amor no pediría.
—¡Es usted un infiel! ¿Cómo se atreve? ¡La Biblia cristiana también predica la guerra! —
volvió a gritar el médico.
—Y, por desgracia —asintió Abdel—, muchos cristianos han creído que les asistía el
derecho divino de subyugar a los pueblos y las razas. De donde yo vengo, créame, aprendí que
es más grave el mal cometido por el cristiano, que sabe que Dios es un Dios de paz y de amor,
pero no lo practica, que el cometido por el musulmán que cree y hace lo mismo que dicho
cristiano.
“Sin embargo, por lo que también aprendí, los cristianos han estado cambiando poco a poco.
Y nosotros, en cambio, seguimos haciendo de nuestra maravillosa religión un instrumento de
opresión y de terror. El lenguaje del islam está lleno de odio, de racismo, furia, violencia. Pero
yo creo en el amor y el respeto. Por unos pocos que han deformado las palabras del Corán, a
base de amenazas y dolor, la pagamos todos los hombres de bien que intentamos practicar
nuestra religión con un corazón sincero.
—¡Blasfema usted, señor! —El demonio del médico le hostigaba con palabras de encono.
—Apreciable doctor Megawati Bambang —el árabe controló el tono de su voz como si
tuviera en ellas una espada afilada que apuntase directamente al corazón del torpe médico—.
Usted debería ser un hombre de bien. Espero que lo sea. Al decidirse por la carrera de
Medicina, sin duda que ha buscado una forma de aliviar el sufrimiento de sus semejantes, y
además una muy loable forma de subsistencia. Pero eso le convierte en alguien que hace hasta
lo imposible por darle una mejor calidad de vida al ser humano.
—G-gracias —dijo el otro, que comenzó a calmarse.
—Pero eso no significa que tenga derecho a condenar a nadie simplemente porque no es, o
piensa, como usted. Eso, estimado amigo, a nadie beneficia, ni a usted, ni a los que pensamos
diferente, ni tan siquiera a sus pacientes.
Antes de que fuera interrumpido, prosiguió:
—Hace rato, en cuanto despaché al jovencito que me acompaña, usted ya había echado fuera
a una santa mujer, ¡ya quisiera yo tener la milésima parte de la bondad que ella transpiraba por
sus poros! Ante su descortesía, ella mostró amabilidad. Me pregunto si usted hubiera hecho lo
mismo. Luego amenazó a Muchtar. ¿Con qué derecho? Y para colmo de males, se empeñó en
hacerme daño, mientras escuchaba a esa voz interior que le susurraba que yo era un ‘maldito
carbonizado’ (el otro agachó la cabeza de vergüenza). Estoy seguro de que, si se lo hiciera
saber al Consejo de este Hospital, usted no duraría ni un segundo más en este lugar; y lo haré si
le vuelvo a ver con esa actitud déspota y poco profesional. Si de veras quiere honrar el Islam,
aprenda lo que es la tolerancia y el respeto, el amor y el diálogo, la paz y la solidaridad.
Entonces, sepa poco o sepa mucho en cualquier campo, estoy seguro que llegará muy lejos en
la vida; tal vez entonces se convertirá en un gran cirujano, o quizás en un gran político. Pero
todo empezará porque usted, un día como hoy, decidió dejar atrás todo aquello que le sobraba,
para convertirse en un digno seguidor del Profeta..., y en un excelente profesional, además.
“Usted decide, doctor Bambang”.
Esta vez, Abdel ya no vio al ser obscuro rondando cerca de su protegido. Al contrario, una
pequeña luz vino a ocupar el centro de su pecho. No era tan intensa como la de Sor Gertrudis,
“…pero es un buen comienzo”, pensó.
El doctor calló por un momento. Algo, muy adentro, le decía que aquel “pobre infeliz” era
un buen hombre, a fin de cuentas. Entonces, se acercó al paciente, le tocó el hombro con la
palma y agradeció sus palabras con la mirada. Partió de allí sin decir nada más.
Ni falta que hacía.
En silencio, Abdel Hamîd cerró los ojos y dio gracias a Dios porque sabía que él mismo era
diferente. Si este episodio hubiera sucedido en su “época”, el doctor habría sido degollado por
su alfanje Torín, que partía en dos un velo con sólo dejarlo caer sobre su filosa hoja.
Mas ahora ya no era posible dar marcha atrás.

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