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Capítulo Tres

24 de junio. Hospital Medistra. Yakarta, Indonesia.

Muchtar Pamungkas tenía un verdadero don para la enseñanza. Apoyado por un equipo de
cómputo que le habían proporcionado, pudo poner a Abdel Hamîd al tanto de gran parte de lo
que él necesitaba conocer: el uso de la tecnología moderna, las telecomunicaciones, la carrera
espacial, las diferentes regiones del planeta, la Naturaleza, las Ciencias, las Artes, el
Conocimiento en general.
Lo más sorprendente no fue la forma cómo, a la par que iba mejorando su salud, iba
asimilando lo aprendido, y cómo lograba entender a la perfección cualquier idioma en que
estuvieran escritas las páginas web visitadas.
Esto es algo que Muchtar supo guardar en secreto, ahora especialmente que había entablado
‘amistad’ con la hija de una doctora de aquel Centro de Salud quien, por motivos vacacionales,
debía permanecer en aquel lugar, en vez de en su casa; aunque no era ociosa, pues ayudaba en
las labores de limpieza. Ella se llamaba Tiria, y para Muchtar significaba algo más que una
conocida, aunque no podía esperar nada más por el momento. Ganas de contarle los secretos de
Abdel no le habían faltado, pero sabía que debía ser ‘confiable en lo poco’, si deseaba algún día
poder llevar a cabo empresas más grandes.
También compartían los jóvenes algunos momentos de oración en la mini mezquita del
Hospital Medistra. Podría decirse que había una cierta comunicación psico-afectiva entre Tiria
y Muchtar, aunque él sabía que estaba a mucho más bajo nivel social que su amiga; cosa que a
ella, afortunadamente, le tenía sin cuidado.
Por algún extraño fenómeno que el muchacho tampoco comprendía, Abdel le iba
proporcionando dinero en la medida que lo iba necesitando, y no quiso preguntarle cómo lo
obtenía, puesto que el hombre provenía de otro mundo y otra época. En este asunto, nuestro
hombre ponía totalmente su confianza en la providencia del Creador, y Él se encargaba de ello
a través de su ángel y de gente generosa, que eran sus siervos. Nunca le (o les) faltó nada.
De todas formas, lo que Hamîd le daba como sueldo era mucho más de lo que Muchtar
necesitaba para vivir, puesto que allí no le faltaba nada, ni siquiera ropa, y de buena calidad
para lo que él acostumbraba vestir; así que el muchacho se las ingenió para mandarle a su padre
la mayor parte de sus ingresos, lo cual era, con mucho, más de lo que él hubiera ganado en su
tienda y terreno de Bima. Resultaba, pues, una bendición que él se hubiera quedado en Yakarta,
a pesar de ser tan necesario en su casa.
Entre las cosas que ambos revisaron y estudiaron, hubo algunas que no le agradaron mucho
a Hamîd, y fueron la Historia y la Política. Comprendió que el hombre era más ‘inculto’ en su
época, aunque él recordó haber conocido a ilustres sabios y matemáticos de entonces;
comprendió que las guerras eran poco conocidas, y las noticias tardaban en llegar de una parte a
otra de su ‘país’ en muchísimo más tiempo que hoy en día y, bueno, tal vez los mensajes
recibidos no eran exactamente iguales que los emitidos. Pero le dolió mucho cómo el ser
humano, supuestamente ‘imagen del Creador, era capaz de cometer tanta sarta de
abominaciones, casi siempre por un desmedido amor propio, por un exacerbado y erróneo
sentido de lo religioso y por un desmedido deseo de poder, sea político, económico o social.
Para alguien ‘supuestamente’ del siglo XIV, conocer de golpe y porrazo todas las
innovaciones, cómo lo que antes parecía estable dejó de existir y cómo, en general, el ser
humano había desarrollado una mayor conciencia global y una mejor capacidad de respuesta
ante la adversidad, pero —volviendo al mismo tema—, le sorprendía ver la facilidad con la que
la gente caía en el engaño de los gobernantes y los líderes.
—Tú, lo que tienes es un rechazo hacia toda clase de autoridad —le dijo el ‘joven maestro’
sin ambages—, y eso te va a traer muchos problemas.
—Mi querido budak —respondió él—; poco a poco me está regresando la memoria de lo
que alguna vez fui, no solamente de lo que experimenté entre vida y vida, en todos estos
siglos…
—¿Y?
—Creo que debí ser alguien muy importante en mi reino. No me atrevo a asegurarlo, pero
no logro verme como un simple súbdito, ni tan siquiera como alguien simplemente importante.
—El doctor de los locos te dijo que podría ser que en tu subconsciente rechazaras el haber
sido un don-nadie, y que poco a poco estás formando en tu memoria un ideal del hombre que
hubieras querido ser.
—No lo sé, Muchtar —Abdel no quería discutir lo que no entendía—. En todo caso, siento
que fue precisamente desde mi posición que yo realicé cosas que me llevaron a vivir la terrible
experiencia que tuve en el más allá, de lo que cada vez estoy más convencido.
Toc, toc…
Se escuchó en la puerta. Los dos se miraron. ¿Sería la tan esperada visita?
—¡Adelante! —Dijo Muchtar, caminando hacia la puerta, donde una personita de ellos
conocida asomaba la nariz.
—¡Sor Gertrude! —Dijo un Abdel Hamîd alborozado. Observó que no venía sola—.
Bienvenidos, pasen, por favor. Muchtar, por favor, ponlos cómodos.
El muchacho, haciendo gala de su formación, acudió a un armario y sacó unas botellas de
agua y unos sobres de café, más sus aditamentos, cosa que ellos agradecieron.
Después de la monja, penetró en el cuarto un hombre muy alto, robusto, algo panzón,
pegado a una sonrisa sincera, sencillo como un pajarito, imponente como un rey.
Ella lo introdujo, no sin antes comentar lo bien que se veía nuestro hombre, que ya
presentaba algún que otro mechón de cabello aislado y su rostro ya no se veía tan ‘deformado’
por las quemaduras:
—Éste es Charles Knüpp, de quien les hablé, es un muy buen amigo mío, y reside en
Yakarta. Tiene un don para ayudar a las personas que no saben lo que les sucede o ha sucedido
en su vida. Es psicoterapeuta, especializado en hipnosis.
Abdel extendió su mano, sintió su toque y experimentó una tenue oleada de paz. Notó cómo
el terapeuta se ruborizaba un tanto por las últimas palabras de la madre Gertrude. No pudo
evitar el ver que la luminosidad interior del visitante era menos intensa, extensa y radiante que
la de la monja, pero la había, y se concentraba principalmente en su cabeza y algo en su pecho.
Percibió también la forma obscura que pululaba en torno al hombre, que le insinuaba ideas
como de que estaba perdiendo el tiempo con un caso perdido, pero el hombre lo ignoraba y,
además (cosa que le sorprendió), parecía rechazar interiormente estos pensamientos del
enemigo, e incluso se repetía a sí mismo palabras como: “Es un pobre hombre, me necesita”, y
cosas parecidas. Hamîd se congratuló de ello, y le sorprendió el poder leer sus pensamientos,
no así los de la madre.
Lo que no captó fue la incomodidad de Muchtar, y sobre todo porque su ‘pupilo’ se sentía
más descontento con estos cristianos (no los consideraba ‘infieles’, como algunos les tildarían)
que con él, cuando de asuntos religiosos se trataba. Sin embargo, Abdel sí dedujo la
intranquilidad del muchacho, por lo que le dijo con calma, en idioma indonesio, no sin antes
disculparse por ello:
—Jika, budak, Anda merasa tidak nyaman, Anda dapat meninggalkan…
(—Oye, si te sientes incómodo, puedes marcharte…)
Muchtar declinó la invitación a retirarse y se disculpó diciendo: “Maaf” (lo siento). Es que
se supo descubierto.
Acto seguido, ella expresó en voz suave, cerca del oído de Abdel:
—Que conste que yo no creo en la reencarnación.
Abdel no supo de qué le estaba hablando.
—Que no creo que hayas vuelto a nacer, a ‘re-encarnar’. Muchos, en Oriente, creen en ello,
pero mi fe no me permite aceptar semejante idea. Tenemos que averiguar qué te sucedió y
cómo es que llegaste en esa “bola de fuego”. ¡Pero bueno! —palmeó—. ¿Qué idioma
empleamos para comunicarnos los cuatro?
—¿Saben bahasa? —Adujo Abdel.
—No mucho —dijo Charles—. Lo siento.
—No importa —dijo Abdel—; el asunto es más bien entre nosotros tres, y tal vez le cuente
luego al budak lo que necesite saber.
—Aquí hay unos asuntos de no menos importancia. —El pastor trató de expresar sus
inquietudes—. Traje el cartel de “Pendeta” (que significa “Capellán”), para poder estar en
privacía; así no nos molestarán. Segundo, creo que podemos comunicarnos en neerlandés.
Bueno, de hecho ya lo estamos haciendo, ja, ja…
Abdel volteó a ver a Charles:
—Charles, ¿tú eres creyente?
El interpelado se ruborizó. La madre agradeció la valiente pregunta; ¡tanto le había tratado
de evangelizar, según ella, y no había conseguido gran cosa!
—Creo, pero no practico.
—No te entiendo.
—Creo lo mismo que la hermana Gertrude, soy igualmente católico bautizado —Charles
deseaba dejarlo en claro—; pero no vivo mi fe como ella lo vive. No sé si me explico…
Ellos sonrieron con agrado, y Abdel completó:
—Sé en «lo que creen», pero no de igual manera cómo lo creen ni cómo vive su fe cada uno
de ustedes. Sólo espero que me ayuden a averiguar de dónde vengo, cómo llegué a este mundo
y, lo más importante, cómo viví y quién fui en lo que yo pienso fue mi anterior vida. —Luego
dijo, mirándola a ella—: No recuerdo haber nacido de nuevo, así que pierda cuidado, hermana.
—El ‘buen’ Charles —adujo ella, como pretendiendo desviar un tanto la cosa— tiene una
licenciatura en psicoterapia y, además, un don muy grande de conocimiento de las cosas
ocultas; me refiero a traumas escondidos, situaciones olvidadas, no a cosas de ‘brujería’. Así
que, si no les importa, si no te importa, Abdel, quisiera invocar a Dios a mi manera, y cada uno
hágalo a la suya —ellos aceptaron—:
In de naam van de Vader, en Kind,
en de Heilige Geest.
Amen.
(En el nombre del Padre, y del Hijo,
y del Espíritu Santo.
Amén).
Solamente sor Gertrude se santiguó.
Con los ojos cerrados, excepto los de Muchtar, que no perdía detalle, los otros tres elevaron
sus súplicas.
En cuestión de segundos, fueron entrando en una atmósfera más relajante profunda y (¿por
qué no?), luminosa. Abdel, al escuchar las palabras relajantes del licenciado, cayó sumido en
un profundo sueño. Con el incalculable poder de la palabra, Charles fue introduciéndolo en un
estado cada vez más relajado, al tiempo que la madre rezaba, rosario en mano. Estas palabras
lograron poner a Abdel en un profundo descanso: "...Tu sangre está moviéndose ahora con
fluidez. Llega a todos y cada uno de los más alejados rincones de tu cuerpo, alimentando cada
tejido. Tus pies ahora son livianos. Igual pasa con tus piernas..., tus gemelos..., tus muslos..., y
tu frente está ahora relajada. Cada vez está más lejos esa sensación de cansancio y dolor..."
En un momento dado, al comprobar el estado catatónico de su paciente, Knüpp preguntó de
manera directa:
—Abdel Hamîd… ¿dónde estás?
Ante el sobresalto de todos, Abdel Hamîd lanzó un largo y desgarrador grito, como si
estuviera aullando de terror.
Acto seguido, comenzó a hablar, pero cambiando de voces, unas veces gritando, otras
llorando, siempre explicando lo que veía o sentía. Lleno de un terror antinatural, dijo hallarse
en un lugar horroroso en ese preciso momento.
Y comenzó a relatar la siguiente descripción de donde se hallaba…:

Primera descripción del Inframundo

«…Escucho gritos y lamentos por doquier. Estoy en el Infierno. Estoy


muerto, sé que es así, que mi vida en la tierra terminó, y ahora… ésto.
¡Tengo miedo!
«Veo un brasero inmenso, enorme. Las llamas llegaban a una altura
como de veinte metros, era como un horno donde quemábamos la ropa
de los enfermos infectados durante una peste que padecimos alguna
vez en mi país, y la parte del fondo es toda de azufre, un olor sofocante,
no se puede respirar, mi garganta se quema.
«Veo con horror multitudes ardiendo de dolor dentro del lago,
aullando pidiendo auxilio, pero nadie los escucha. Unos blasfeman, otros
van vestidos con todo lujo, exactamente como yo iba vestido; otros
están desnudos. Me deshice de mis lujosos ropajes. Presiento que ellos,
así como están, así los enterraron. Veo al rey Mustafá Al Barraicín, quien
había muerto muchos años antes que yo, enemigo mío, que al verme
me reconoció y me suplicaba que lo sacara de allí, sus manos llenas de
oro, pero éste se consumía en ellas y de inmediato sus manos
desaparecían, absorbidas o destruidas por el mismo fuego. Entiendo que
él fue un avaro.
«El suplicio es terrible, no hay paz, ¡aaahhh…! ¡Oigo el rechinar de
dientes, así: tch, tch, tch, tch…! ¡Aayy…!
«Alrededor del lago y de la hornilla hay… ¡horror!, seres, demonios,
apoyados en enormes tridentes, con las patas cruzadas, como
descansando. ¡Son horrorosos! Sus ojos brillan con un color rojizo, y
cuando te miran brillan con mayor intensidad y sabes que van a por ti.
Sus bocas son engendros de sapos, sonríen pero de maldad, esto lo he
visto muchas veces. Fuman algo que huele a rancio, algo que les excita
y envalentona, ¡como si no fuera suficiente el odio que se transpira por
doquier! ¡Ah! También veo que su corazón es negro y rojo, lleno de
soberbia, y toman algo de ese color.
«¡Ahora se ponen de pie, todos a una! ¡Los condenados tiemblan de
miedo! Además del inmenso dolor del fuego (estoy admirado porque se
queman, pero no se consumen, no desaparecen), se estremecieron de
pavor al ver a los ángeles caídos ponerse en formación, y todo el
Infierno tiembla ahora, ¡yo deseo que todo sea un sueño!
«Ahora veo aparecer a un demonio enorme, más horrible aún, con
cuernos, garfios en las manos, dos colas, alas parecidas a las de los
murciélagos; no era como los otros. Comprendo que es el Satán, el rey
de aquellos territorios de fuego inconsumible. Es la causa del temor
reverencial que sienten los demás demonios.
«Acaba de dar una orden y todos corren hacia él, ¡no sólo le temen,
también lo odian! Quedan en perfecta formación, con su trinche cada
uno, como soldados. Eran cientos de demonios.
«Algo dijo el Satán, y todos miraron hacia mí. ¡Auxilio, me quieren
matar! ¡Pero si ya estoy muerto! Echo a correr y huyo con todas mis
fuerzas, siento una fuerza indescriptible en todo mi cuerpo. Me enfrento
con dos de los demonios más veloces, uno me clava su tenedor,
¡aaayyy…! Pero me le enfrento y lo golpeo con su misma arma, y al otro
también. Me escondo detrás de unas rocas, y los demás pasan de largo,
sin verme. ¡Qué alivio! Me doy cuenta que estoy lleno de orines y de
heces, tanto es el miedo que me posee, pero que a la vez me impulsa a
sobrevivir.
«Pero esa tregua es falsa, aquí no existe la compasión, es el odio
hecho aire, hecho destrucción. Todos los despreciables, los que
practicaron el desprecio, los que no quisieron amar en vida, aquí están;
los que se amaron a sí mismos más que a Dios y al prójimo, aquí están,
porque así lo quisieron. ¿Pero yo? ¿Qué ‘neuken’ (carajos) hago aquí?
«Aquí nada muere, aunque es la muerte eterna, fuego
inextinguible…»
Abdel sudaba profusamente. Abrió los ojos. Charles Knüpp estaba junto a él, sosteniéndole
la cabeza, con un trapo en la mano a guisa de toalla, pues Abdel lloraba profusamente. Sor
Gertrude también sollozaba. El hombre respiró con alivio. Pero, hipando, alcanzó a decir:
—Yo estuve ahí, y lo siento como si fuera ahora mismo. ¿No se supone que uno no puede
escapar jamás del Infierno, o de los tormentos eternos? ¿Acaso yo fui ya juzgado? ¿No debería
ser que uno no va al Infierno sino hasta el Día del Juicio Final?
—Eso es cierto —dijo la madre, como buenamente pudo pronunciar—; o al menos, eso es lo
que creemos (aunque no sé si fuiste juzgado). Los católicos tenemos muchas revelaciones sobre
el Infierno —añadió—; pero han sido relatados no por condenados, sino por almas agraciadas,
por una gracia especial de Dios, con el fin de darnos una enseñanza.
—¿Y se parece a lo que escuchamos? —Preguntó Charles.
—Absolutamente. —Continuó ella—. Pero les confieso que me estoy agarrando del rosario,
porque siento dolor por lo que estabas describiendo, hermano Abdel. Compasión por esas
pobres almas. Y por ti mismo.
—Por eso brillas tanto. —A Abdel se le escaparon estas palabras entre un bufido de aire.
—Bedoel Je? (¿Qué quieres decir?)
—Niets (nada).
Ellos no insistieron. Fue el paciente quien rompió el silencio:
—Hermanos, creo que es suficiente por hoy, no puedo resistir esta angustia, siento que si
cierro los ojos, me perseguirán todos esos demonios de nuevo.
—Voy a pedirle al Señor que te sane y te libre de todo mal.
—Mucho se lo agradeceré, hermana.
A los pocos minutos, cuando acabaron de rezar, Abdel quedó dormido con una plácida
expresión en su rostro.
—¿Y Muchtar?
—Muchtar, ¿di mana kau? (¿dónde estás?) —Preguntó la madre en bahasa.
Escucharon rezongar al muchacho, quien, escondido en un rincón, daba señales de haber
estado llorando. Quizás al haber visto sufrir al hombre de aquella manera. Pero, cuando vio la
paz de su rostro ahora que descansaba, se sintió con fuerzas, se incorporó y corrió a los brazos
de la religiosa, que lo estrechó con cariño, le acarició la cabeza y lo consoló.
Acto seguido, ya separados y disponiéndose a partir, entró un doctor y su comitiva, y los
visitantes os partieron de allí sin decir más que un quedo: “selamat tinggal” (hasta luego), al
despedirse.
Abdel ya no despertó sino hasta el día siguiente.

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