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El 1 de agosto de 1944, una niña de quince años llamada Ana Frank, que había
vivido durante dos años escondiéndose de la Gestapo con su familia en la buhardilla de
unos amigos de Amsterdam, confiaba a su Diario:
«...Si me vigilan hasta ese extremo, empiezo por volverme irritable, luego me
siento desgraciada y al final retuerzo mi corazón de modo que lo malo quede fuera y
lo bueno dentro y sigo intentando hallar un medio de llegar a ser lo que tanto me
gustaría ser y que podría ser si... no hubiera otras personas en este mundo.»
Éstas fueron las últimas palabras que Ana Frank escribió en su diario.
Tres días después se producía aquella decisiva llamada que los habitantes de la
buhardilla habían temido durante años, y tras echar la puerta abajo, cinco hombres
con uniforme alemán entraron, dirigidos por un Unterscharführer de la SS. Un
confidente holandés les había vendido.
Todos los ocupantes de la buhardilla —Ana Frank, sus padres y su hermana, otro
matrimonio con su hijo y un dentista— fueron arrestados, enviados a campos de
concentración y de los ocho sólo sobrevivió Otto Frank, el padre de Ana, que vive
ahora en Basilea, Suiza, y que posteriormente relató lo sucedido aquella mañana en
los siguientes términos:
«El Diario de Ana Frank» despertó la conciencia del mundo civilizado por ser la
historia de una muchacha normal y corriente que escribía sobre sus problemas íntimos
(«A veces mamá me trata como si fuera un crío y eso no lo puedo soportar») contra el
fondo de una vida bajo la constante amenaza de terror («Tengo mucho miedo de que
nos descubran y nos maten»).
Hanuka: Fiesta judía de la luz, que se celebra el 30 de noviembre para conmemorar la victoria de los
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macabeos.
A las nueve y media de una noche de octubre de 1958, un amigo llamó muy
excitado a mi piso de Linz. ¿Podía yo acudir inmediatamente al Landestheater?
Una representación de «El Diario de Ana Frank» acababa de ser interrumpida por
demostraciones antisemitas. Grupos de jóvenes entre los quince y los diecisiete años
gritaban: «¡Traidores! ¡Sobones! ¡Timadores!» Las luces se apagaron. Desde las
localidades altas los jóvenes alborotadores lanzaron octavillas sobre el patio de
butacas, en las que se leía:
«Esta obra es un gran timo, pues Ana Frank no existió jamás. Los judíos han
inventado toda la historia porque quieren obtener más dinero de restitución. ¡No
creáis una palabra! ¡Es una patraña!»
Muchos de aquellos jóvenes no habían nacido cuando Ana Frank murió, y entonces
allí, en Linz, donde Hitler había ido al colegio y Eichmann se había formado, se les
enseñaba a creer en mentiras y odio, prejuicio y nihilismo.
Al día siguiente fui a la policía para repasar los nombres de los jóvenes arrestados.
No me fue fácil, pues los padres querían enterrar la cosa y contaban con poderosos
amigos. Al fin y al cabo, no era nada serio, decían: cosa de jóvenes armando alboroto
y divirtiéndose. Me dijeron que darían los nombres de los estudiantes a sus respectivas
escuelas para que contra ellos se siguiera una acción disciplinaria. Pero ninguno de
ellos recibió castigo. Los muchachos de Linz no tenían gran importancia, pero había
alguien que sí la tenía.
Los desórdenes de Linz me parecían algo más serio porque eran sintomáticos.
Aquellos jóvenes alborotadores no tenían culpa; pero sus padres y profesores sí. Los
mayores trataban de emponzoñar las mentes de la nueva generación porque querían
justificar su dudoso pasado, ya que muchos de ellos habían caído en la trampa de una
herencia de ignorancia, odio y fanatismo, sin aprender nada de la historia. Mis
experiencias de estos últimos veinte años me han convencido de que las gentes de
Austria y Alemania están divididas en tres grupos: los culpables que cometieron
crímenes contra la humanidad, aunque esos crímenes no puedan en ocasiones
probarse; sus cómplices, que no cometieron crímenes, pero tuvieron conocimiento de
ellos y no hicieron nada para impedirlos, y los inocentes. Yo creo que es absolutamente
indispensable separar a los inocentes de los demás y la joven generación es inocente.
Muchos de los jóvenes que conozco quieren andar el largo camino de la tolerancia y la
reconciliación, pero sólo si se les da una relación limpia y clara les será posible a los
jóvenes de Alemania y Austria tender la mano para estrechar la de aquellos que se
hallen al otro extremo del camino, aquellos que recuerdan por experiencia propia o por
relatos de sus padres, los horrores del pasado. Ninguna excusa puede acallar las voces
de once millones de muertos, y los jóvenes alemanes que rezan en la tumba de Ana
Frank hace tiempo que lo han comprendido. La reconciliación sólo es posible sobre la
base del conocimiento de la realidad.
Pocos días después del alboroto del Landestheater, di una conferencia sobre
neonazismo en el departamento principal de la archidiócesis de Viena. La discusión que
siguió se prolongó hasta las dos de la madrugada. En el curso de la misma, un
profesor contó el incidente ocurrido a un amigo suyo, un sacerdote que daba clase de
religión en el Gymnasium de Wels, Alta Austria, no lejos de Linz. Al hablar el sacerdote
de las atrocidades nazis cometidas en Mauthausen, uno de los estudiantes se puso en
pie:
—Padre, de nada sirve hablar asi porque sabemos muy bien que las cámaras de gas
de Mauthausen sólo sirvieron para desinfectar trajes.
El sacerdote se sorprendió:
—Pero si habéis visto los noticiarios en el cine, las fotografías, si visteis los cuerpos.
El sacerdote había dado cuenta del incidente al director del Instituto y se inició una
investigación y un examen de la zona. Más del cincuenta por ciento de los estudiantes
de aquella clase tenían padres que habían pertenecido activamente al movimiento
nazi, a quienes encantaba contar a sus hijos las heroicas y gloriosas hazañas de su
pasado: cómo se habían alistado en el Partido nazi a principios de los años treinta,
cuando en Austria era ilegal; cómo habían ayudado a hacer volar puentes y trenes,
impreso y distribuido libelos ilegales contra el gobierno de Dollfuss. Luego aquellos
padres se habían convertido en orgullosos SS. Sería imposible que los jóvenes
crecieran en tal ambiente sin ser afectados por él. Los padres habían tenido miedo y
habían guardado silencio en los primeros años de la posguerra; pero a finales de los
años cincuenta, empezaron a hablar nostálgicamente de su gran pasado y los
muchachos les escuchaban excitadisimos. Los profesores de su escuela, muchos de
ellos antiguos nazis, no rebatían las gloriosas historias que los padres de los
estudiantes contaban.
Dos días después del incidente del Landestheater, estaba con un amigo en un café
de Linz, donde todo el mundo comentaba el alboroto. ¿Podían los muchachos ser
culpados por los pecados de sus progenitores? Ciertamente no eran ellos los
responsables.
—Por desgracia, no, pero algunos compañeros de curso sí estaban. A dos de ellos
los detuvieron —dijo Fritz lleno de orgullo.
—Bueno, pues sencillamente que no hay ninguna prueba de que Ana Frank haya
existido.
—El Diario puede ser una inteligente falsificación que, desde luego, no prueba que
Ana Frank existiera.
iPrueba! Hubiera sido necesaria una prueba, suministrar una indudable prueba que
convenciera a aquellos jóvenes escépticos. Bastaría con echar abajo uno solo de los
ladrillos con que el «edificio de mentiras» había sido construido para que la estructura
entera se derrumbara. Pero para dar con ese ladrillo...
—Oyeme, si te pudiéramos probar que Ana Frank existió, ¿aceptarías que el Diario
es original suyo?
Me miró y preguntó:
—Espera. Su padre declaró a las autoridades que fueron arrestados por la Gestapo.
Tenía, pues, poca cosa como punto de partida. Sabía que el SS en cuestión era un
vienes o un austríaco, ya que muchos austríacos, cuando están en el extranjero, se
dicen vieneses. Además su graduación debió de ser baja, ya que se dedicaba a arrestar
a la gente: un Schutze de la SS, un Rottenführer o a lo sumo un Unterscharführer.
Esto estrechaba el cerco. La «v» de «Silvernagl» era probablemente un error de
Kraler; podía tratarse muy bien de «Silbernagel», apellido muy corriente en Austria.
Siete personas llamadas Silbernagel constaban en el listín telefónico de Viena, y casi
un centenar más en diversos registros de la ciudad. El nombre era también muy
corriente en las provincias de Corintia y Burgenland. ¡Si por lo menos hubiera conocido
el nombre de pila del hombre en cuestión!
Proseguí la búsqueda. Entre todos los Silbernagel debía de haber uno que tuvo baja
graduación en la SS durante la guerra y que sirvió en Holanda con la Gestapo. Fuimos
investigando y eliminando nombres. Comprobamos rumores, verificamos los hechos.
Fue un largo y aburrido proceso y yo tenía que andarme con mucho tiento: si
implicaba
a un hombre inocente, podían demandarme por difamación.
—Diecinueve años son mucho tiempo —me dijo—. Me parece imposible averiguarlo
ya.
—Nada hay imposible —le contesté—. Suponga que damos con el hombre que la
arrestó y que confesara que fue él quien lo hizo.
Pensé que lo mejor que podía hacer era ir y hablar con Otto Frank, el padre de Ana,
porque quizá recordara el hombre que fue a buscarlos aquella mañana del 4 de agosto
de 1944; quizá pudiera describírmelo, ya que cualquier indicación sería útil. El SS en
cuestión habría cambiado en todos aquellos años, pero puede que existiera algo que
permitiera reconocerlo.
No me puse en contacto con el señor Frank. Admito que no sólo fue debido a mis
pocas ganas de molestar a aquel hombre que había sufrido tanto y obligarle a remover
sus recuerdos otra vez, sino a algo más. ¿Y si el señor Frank me pedía que no hiciera
nada? Ya había yo conocido a otras personas que se oponían a que buscase a los
asesinos de sus padres, de sus madres, de sus hijos. Me decían que descubrir quién
había sido era más de lo que podían soportar y me preguntaban:
Estaba todavía sin saber qué hacer, cuando leí en los periódicos que el señor Frank,
en una reunión tenida en Alemania, había hablado en favor del perdón y la
reconciliación. Los diarios alemanes elogiaban su magnanimidad y tolerancia y yo
respeto el punto de vista de Otto Frank, que ha demostrado poseer la ética de un
hombre que no sólo predica el perdón, sino que lo practica. La conciencia del señor
Frank le permite el olvido. La mía me obliga a hacer comparecer a los culpables ante
un tribunal. Evidentemente operamos de acuerdo a distintos niveles morales, seguimos
caminos distintos, pero en algún punto esos caminos coinciden y entonces nos
complementamos.
Recuerdo una discusión que tuve, recién terminada la guerra, con un sacerdote
católico, que me dijo:
—Padre —le contesté—. ¿Por qué será que los criminales que no creen en Dios
siempre intentan evadirse de la justicia humana y prefieren esperar al día del Juicio
final?
No me contestó nada.
Unos amigos holandeses me dijeron que el SS que yo andaba buscando puede que
no se llamara «Silbernagel», sino «Silbertaler». Varias personas de nombre
«Silbertaler» habían vivido en Viena antes de la guerra, pero eran judíos y habían
desaparecido. Hallé tres distintos Silbertaler en Viena y otros lugares de Austria, pero
los tres fueron descartados. Empecé a darme cuenta de que era muy improbable hallar
jamás el testigo histórico que necesitaba y empecé a preguntarme si aquel testigo
viviría aún.
IV Sonderkommando
IV B 4, Juden (judíos)
Y a continuación se leía:
Kempin
Buschmann
Scherg
Silberbauer
—Eso será fácil de averiguar, no tiene usted más que releerse sus historiales.
Quiero al hombre que estuvo en la Sección IV B 4 de Amsterdam en agosto de 1944.
—Lo siento —dijo el doctor Wiesinger—. Todavía no hemos terminado con este
asunto.
Todo el mundo se interesó, excepto las autoridades austríacas que decían que no
podían comprender «por qué tanto alboroto» (palabras de un alto oficial). Los
periodistas querían interrogar a Silberbauer pero el Ministerio del Interior se negó a
proporcionar fotografías de Silberbauer y trató de mantenerlo incomunicado. No me
conformé y di la dirección de Silberbauer a un periodista holandés, con el
convencimiento
de que los holandeses tenían derecho siquiera a una sola entrevista.
—¿Por qué meterse conmigo ahora después de tantos años? Yo no hice más que
cumplir con mi deber. Ahora acababa de comprarme unos muebles a plazos y van y
me dejan sin empleo ¿cómo voy yo a pagar los muebles?
—Claro que lo siento y a veces me siento humillado. Ahora, cada vez que tomo un
tranvía tengo que pagar billete como todo el mundo, porque ya no tengo pase.
—Compré el librito la semana pasada para ver si salgo yo. Pero yo no salgo.
El periodista añadió:
—Millones de personas han leído ese libro antes que usted, y usted hubiera podido
ser el primero en leerlo.
—Y que lo diga. Es verdad. Nunca se me había ocurrido. Quizá debí recogerlo del
suelo.
Cuando se pidió al señor Otto Frank que hiciera una declaración sobre el hombre
que los había capturado dijo «que se había limitado a cumplir con su deber y que había
actuado correctamente».
—Lo único que pido es no tener que ver a ese hombre otra vez —dijo el padre de
Ana Frank.