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A mediados de noviembre de 2007, una de las certezas más antiguas que tuve
en la vida murió entre las palabras Rivulus Marmoratus. Pez, y de los buenos,
el Rivulus es mejor conocido como almirante de manglar en Cuba, Guatemala
y las costas de Quintana Roo y Tabasco… y a diferencia de la canción que
aprendí de mi abuelo, este lindo pescadito puede vivir fuera del agua. Me cae.
No otra cosa pensé que podría explicar mi oficio de editar libros en Bolivia,
prácticamente fuera del mercado y con la fundamental intención de contribuir
a la lectura general. Trataré de contarlo rapidito…
Chilango, sin título pero lleno de mañas, llegué a este país hace 12 años para,
justamente, ofrecer junto con un amigo diseñador gráfico lo que por entonces
llamamos “servicios editoriales”. El amigo me reclutó para el empeño
sabiendo que en La Paz hay decenas de autores, cientos de libros producidos
por las élites blancas y las inteligentsias cada año. O sea que parecía haber
nomás chamba, porque en general el oficio de editar (armar, diseñar, ordenar
y corregir) un libro se ha perdido y casi nadie sabía cómo hacer su libro… y
dentro de esas élites, la verdad, casi ninguno sabía escribirlos.
Periodista por elección, lector enfermizo y necio, pude con los años dedicarme
a escribir y a conocer este territorio, a estas personas. Y uno de los primeros
hallazgos que recuerdo fue el infinito afán por leer que los más jodidos tienen
en este país. El ejemplo más notable de esto ocurre todos los días en el centro
de La Paz, donde cada diario local pega las páginas del periódico de hoy
sobre un vidrio que da a la calle: decenas de peatones se toman el tiempo de
revisar lo que han visto o escuchado en las noticias, de masticarlo
gratuitamente. La mayoría, por cierto, con el español como segundo idioma:
en este país más del 80 por ciento de la población es indígena y más del 56 por
ciento vive con menos de dos dólares por día, es decir por debajo del límite
aceptado de pobreza por las Naciones Unidas.
Con los libros es un tanto distinta la cosa, porque en Bolivia hay cuando más
70 librerías establecidas para casi diez millones de personas. Las editoriales
que son o fueron negocio publican tomos con precios que pueden significar
más o menos el ingreso familiar de una semana (digamos 15 dólares). Por otro
lado, entre importaciones y piratería, aunque es verdad que existe bastante
oferta foránea, libros sobre Bolivia al alcance de todos los presupuestos hay
muy pocos.
Estoy hablando entonces de una sociedad marcada históricamente por el
racismo y la discriminación como sello de la casa. Hace sesenta años un
indígena no votaba y no iba a la escuela. El analfabetismo era hasta hace unos
meses un mal endémico, la pobreza lo sigue siendo. Pero al mismo tiempo,
como han demostrado las diversas y victoriosas luchas que pude atestiguar
en Bolivia, las mujeres y los hombres de abajo poseen un conjunto sólido de
tradiciones comunitarias, originarias, que les han permitido no solamente
sobrevivir la Colonia y una era republicana dolorosa, gracias a ellas también
construyeron una ciudad, tumbaron gobiernos y han alterado para siempre el
flujo de su historia.
A fines de mayo de 2004, cuando presenté mi libro “El Alto de pie, una
insurrección aymara en Bolivia”, el dólar se cotizaba como a 8 bolivianos. La
edición, de mil ejemplares, costó 900 dólares y, gracias al intermedio de
muchos cuates que cooperaron en una “vaca”, pudimos sacarla pagando
apenas 550, con el compromiso de vender para conseguir el dinero que faltaba
al impresor.
Por entonces, no tenía un trabajo estable. Sin embargo era muy claro para mí
que tenía una deuda y que mi libro, producto también de mi enamoramiento
con los aymaras del campo y de la ciudad (los alteños), tenía que llegar a
cuantas manos fuera posible. No solamente por consecuencia política,
también porque mi propia experiencia me decía que esa gente, pobre y
marginal, indígena, quería leer, quería leer-se.
Como podrá notarse, voy del singular al plural en este testimonio. Porque la
verdad es que para algunas formalidades “textos rebeldes” soy yo, pero para
muchas actividades varias hermanas y hermanos ponen su aporte para que
exista: el dinero para arrancar, las palabras, el sudor y las manos que hacen de
esta editorialita boliviana un placer, a veces una fiesta.
Por esa razón, y porque de los aymara aprendí que las cosas y los
sentimientos fluyen en todas direcciones, me da una cierta vergüenza no
poder compartir nuestros libros con ustedes en esta ocasión. O no todos:
queda en manos del Cesol un pdf con los interiores de “El Alto de pie”, que
pongo a disposición de la gente acá reunida, a modo de pequeña ofrenda y
como promesa de llevar los de papel, alguna vez, hasta ustedes.
En todo caso sí creo esto: en el momento que nos toca en Oaxaca o en El Alto,
y mirando cómo se nos cae encima el mundo de los de arriba, quien quiera
hacer libros tendrá que romper cánones (incluidos los propios), reinventar
procesos y recuperar saberes… el editor de abajo tendrá que moverse en su
hacer como el almirante, como pez en el árbol.