La identidad es por definición una construcción imaginaria a partir de la
cual se determinan las significaciones tanto individuales como colectivas. Y si bien podemos encontrar una multiplicidad de identidades, desde los inicios de la Modernidad el concepto de Nación se constituye en el principal articulador de identidad. Se trata, en ese sentido, de un concepto que comienza a forjarse en la Revolución Francesa, al ìnstaurarseel estado como el marco político-institucional donde se objetiva la nación. Pero es recién con el romanticismo decimonónico que la nación deja de mostrarse únicamente en el plano de lo simbólico, para adquirir rasgos de total materialidad al confundirse la frontera simbólica que define la identidad nacional con la frontera geográfica. Es decir que la identidad adquiere desde entonces una dimensión territorial, algo que se hace extensivo a otras identidades, por lo que “la existencia de una entidad territorial implica alguna forma de identidad o la atadura emocional a un lugar particular (Merrett:72). La identidad nacional queda así establecida de ahora en más hacia adentro del territorio, diferenciándose de un ‘Otro’ ubicado en un afuera. Este es un modo de construir la identidad que, a partir del nuevo escenario de mundialización, necesita ser superado, ya que los actuales procesos de regionalización y transnacionalización exigen la construcción de identidades que puedan trascender las fronteras geográficas. Volviendo al concepto de Nación, vemos que se trata de una noción que permite articular una identidad común en la que todos, ya en un plano imaginario de igualdad, se identifican con el estado y se reconocen entre sí. Es decir que esa identidad que se construía en la Modernidad a partir de la noción de ciudadano y que suponía el reconocimiento de un derecho universal de ciudadanía pierde eficacia y el Nosotros pasa a construirse en torno a la identidad nacional, es decir, a la construcción de un Nosotros arraigado en un territorio geográficamente delimitado y que reconoce a todos en un plano de igualdad por considerarse todos como hijos de un mismo padre: el Estado. Son estas formas específicas de representar el Yo y el Nosotros, por oposición a un Otro u Otros, las que hoy se han resquebrajado, tratocando la conformación tradicional de las identidades tanto en el plano individual como en el colectivo. Esto se debe en parte a que la globalización ha modificado los referentes negativos a partir de los cuales se articulaba la identidad, liberando otras diferencias, algunas de las cuales incluso cuestionan la integridad del espacio público nacional. Este cambio producto de las transformaciones que se produjeron, requiere de la articulación de nuevas identidades políticas. Y como señalara ya hace varias décadas el antropólogo FrederikBarth, la conformación de nuevas identidades supone siempre la creación de nuevas fronteras en el orden de lo imaginario y de lo simbólico. Por eso, “gran parte de la actividad de los innovadores políticos”en tiempos de crisis y de articulación de nuevas identidadesdebe estar“dirigida a la codificación de modos de expresión: la selección de señales de identidad, la asignación de valor para estos diacríticos culturales y la supresión o negación de vigencia a otras diferencias” (Barth:44). Se trata, en ese sentido, de redefinir el demos, estableciendo qué es lo que lo integra y qué no en el contexto de una confluencia espacio-temporal determinada. De esta forma se establece una especie de parteaguas que instituye fronteras simbólicas inteligibles para esa sociedad particular. Fronteras a partir de las cuales se construye una cierta homogeneidad que se articula en un ‘Nosotros’ que incluye aquellas diferencias consideradas ‘tolerables’, al mismo tiempo que se rechaza por definición lo totalmente heterogéneo, identificado esto último con lo extranjero, es decir, con lo extraño, con lo definitivamente ‘intolerable’. Por eso, el problema central que atraviesa toda construcción identitaria se resume en realidad en dos cuestiones perfectamente relacionadas entre sí: por un lado, decidir qué sucede en una sociedad particular con lo distinto, con lo discordante, es decir, determinar en qué medida la alteridad llega a cuestionar totalmente la politicidad y, en tal caso, cómo lo hace, teniendo siempre presente que es la exclusión la que constituye al sistema en sí, y, por el otro, determinar qué es lo compartido, es decir, aquello que da identidad al grupo político y que conforma el común a todos. Es en este contexto entonces que se puede establecer el grado de homogeneidad exigible en la construcción de un orden político específico. La cuestión, por cierto, no es menor, ya que del grado de homogeneidad exigida depende, en última instancia, el efectivo reconocimiento de la diferencia –y, por ende, del conflicto- en el contexto de sociedades complejas. Así, si tenemos en cuentacómo se construye la identidad en un contexto de pluralidad, veremos que“la homogeneidad consiste no en una identidad plena, sino en la comunidad de los ciudadanos, la instancia de identidad ante la cual se representa a una variedad indeterminada de actores sociales y políticos” (Novaro:227). El hombre cobra así su identidad como ciudadano, que no es más que una continuidad de su condición de hombre. Pero este es un tipo de identidad que particularmente en el contexto de la democracia de masas termina perdiendo eficacia y se ve reemplazada por la Nación. Es justamente este tipo de identidad construida sobre todo a partir de nacionalismos fuertemente homogeneizadores la que entró en crisis junto con el estado, fundamentalmente por haber perdido en el nuevo escenario sus bases materiales de producción. Al alterarse el sentido de pertenencia, se produjo un estallido de las naciones tanto por lo alto como por lo bajo, que permitió liberar una serie de identidades menores. Este quiebre de las identidades nos muestra la fuerte tendencia presente en las sociedades actuales a exacerbar en su seno una serie de fracturas que, al proyectarse sobre la dimensión política, pasan incluso por la posibilidad del sistema de mantener la legitimidad que necesita para poder desarrollarse. Si algo ha caracterizado al desarrollo de los procesos de globalización es, en ese sentido, “la multiplicación de identidades nuevas –y no tan nuevas— como resultado de la disolución de los lugares desde los cuales los sujetos universales hablaran” (Laclau:45), producto de la quiebra de las estructuras simbólicas e imaginarias a partir de las cuales se conforma la identidad común que define la unidad sobre la cual se articula la legitimidad del estado. Se trata de una instancia imaginaria de homogeneización en la que se conforma lo común. Esto nos lleva directamente al problema de la construcción de la identidad y, por consiguiente, de la Nación. Pero sostener, como hicimos antes, que la identidad nacional, tal como se constituyera en la fase industrial del capitalismo, ha perdido las bases materiales de producción no significa en ningún momento que estas identidades, en tanto que formas de hacer inteligible el mundo circundante, hayan necesariamente perdido toda su eficacia social como instancia de construcción de las identidades colectivas. Por el contrario, rememorando a Pareto, se trata de formas que todavía tienen una alta utilidad social, ya que en tanto que construcción identitaria que se reconoce, continúa asegurando, entre otras cosas, la cohesión y la movilización social. Y así lo demuestran los que fueran llamados oportunamente los nuevos nacionalismos, que recuperaron viejas identidades que habían sido subsumidas en un concepto mucho más abarcativo de Nación. Al entrar en crisis las identidades sobre las cuales se articulaba en el estado-nación el sentido de pertenencia, se produjo un estallido de las naciones tanto por lo alto como por lo bajo, que permitió liberar una serie de identidades menores. Justamente esas identidades menores afloraronoriginariamenteen tanto resistencia manifiesta al tipo de homogeneización que se había impuesto en el siglo XX desde el estado. Pero si bien la cuestionan al punto de quebrarla totalmente, también la reproducen. Lo que fue entonces recibido por muchos intelectuales en su momento de manera optimista como un intento por recuperar la diversidad que había sido anulada por el estado-nación, no hizo más que reproducir la misma característica homogeneizadora propia del estado-nación en su forma democrática, con el agravante que lo hace sobre un universo menor. Estos grupos políticos tienden así a legitimarse a partir de un discurso que, lejos de incorporar la diferencia como co-constitutiva de la politicidad, la constituyen en línea demarcatoria de la exclusión, fundando así su propio desarrollo en el presupuesto inicial de la indiferenciación. Por eso algunos autores como Fernando Savater, por ejemplo, tienden a calificar a estos nacionalismos de manifestación más reciente simplemente como pre- estatales, es decir, como anteriores al estado moderno, ya que la constitución de la nación en la Modernidad, al contrario de lo que ocurre hacia el final del siglo XX, se caracterizó por conformar identidades amplias que permitían superar las parcialidades étnicas, lingüísticas y religiosas insertas en la sociedad. Esa forma de entender la identidad, que llevó a homogeneizar todo, anulando en su interior toda diferencia, no hace más que reducir hacia adentro la política a guerra. Este quiebre de las identidades nos muestra la fuerte tendencia presente en las sociedades actuales a exacerbar en su seno una serie de fracturas que, al proyectarse sobre la dimensión política, pasan incluso por la posibilidad del sistema de mantener la legitimidad que necesita para poder desarrollarse. Hoy los estados se ven ante la necesidad de conformar nuevos sujetos políticos y, por consiguiente, nuevas identidades, al mismo tiempo que ellos mismos se transforman. Sin embargo, y dado que “una de las cualidades más sorprendentes acerca de la globalización es la persistencia de la diferencia (…) la centralidad continua de las nociones de ‘nosotros y ellos’ en la construcción de la identidad, de los valores, de los intereses, de las normas y por lo tanto de la acción apropiada” (Beeson/Bellamy;344), se instala como riesgo permanente la posibilidad de fomentar enfrentamientos que se instituyan de modo totalmente inconciliables. Como señala Ernesto Laclau en Emancipación y diferencia, la convivencia entre muchos Otros diferenciados solamente es posible en la medida en que todas estas identidades acepten en un punto negarse como particularidad absoluta para reafirmarse después como parte de un todo más complejo. Por eso, si una minoría “intenta afirmar su identidad en un nuevo contexto social, tendrá que tomar en consideración circunstancias nuevas que transformarán inevitablemente a esa identidad”, porque “no puedo destruir un contexto sin destruir al mismo tiempo la identidad del sujeto particular que lleva a cabo la destrucción” (Laclau:50;55). Pero esto supone un juego que, en definitiva, exige como condición necesaria la previa aceptación de las distintas minorías para reconocerse en un todo mayor que las contenga a todas. Es decir que lo que está ya supuesto es ese espacio común al que, en todo caso, habrá que darle una significación particular. Esto es lo que hace que la democracia sea un orden particularmente conflictivo. Entre otras cosas porque lo que también está en juego en esto son los valores en torno a los cuales las distintas minorías construyen su propia cosmovisión del mundo. Por eso mismo las formas de racionalización del conflicto, necesarias para construir pacíficamente la unidad, no podrían arbitrar en principio una definición valorativa específica que tomara status definitivo, ya que toda definición valorativa que delimite fronteras estrechas simplemente institucionaliza la guerra en la organización por excelencia, el estado. Tomar partido por una concepción en particular -generalmente la propia- considerada como mejor, supondría hacerlo en detrimento de otras que, por esta misma razón, deberían ser excluidas o, incluso, eliminadas. Se trata de instituir esas significaciones, producto de las distintas particularidades, de modo transitorio. Este carácter contradictorio inherente a la democracia moderna constituye uno de los mayores riesgos a los que se deben enfrentar las sociedades contemporáneas, ya que según como se lo resuelva será la dinámica de exclusión e inclusión que opere en cada sociedad particular. BIBLIOGRAFÍA
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