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REFLEXIONES EN TORNO A LA IDENTIDAD POLÍTICA

María de los AngelesYannuzzi

La identidad es por definición una construcción imaginaria a partir de la


cual se determinan las significaciones tanto individuales como colectivas. Y si bien
podemos encontrar una multiplicidad de identidades, desde los inicios de la Modernidad el
concepto de Nación se constituye en el principal articulador de identidad. Se trata, en ese
sentido, de un concepto que comienza a forjarse en la Revolución Francesa, al ìnstaurarseel
estado como el marco político-institucional donde se objetiva la nación. Pero es recién con el
romanticismo decimonónico que la nación deja de mostrarse únicamente en el plano de lo
simbólico, para adquirir rasgos de total materialidad al confundirse la frontera simbólica que
define la identidad nacional con la frontera geográfica. Es decir que la identidad adquiere
desde entonces una dimensión territorial, algo que se hace extensivo a otras identidades, por lo
que “la existencia de una entidad territorial implica alguna forma de identidad o la atadura
emocional a un lugar particular (Merrett:72). La identidad nacional queda así establecida de
ahora en más hacia adentro del territorio, diferenciándose de un ‘Otro’ ubicado en un
afuera. Este es un modo de construir la identidad que, a partir del nuevo escenario de
mundialización, necesita ser superado, ya que los actuales procesos de regionalización y
transnacionalización exigen la construcción de identidades que puedan trascender las
fronteras geográficas.
Volviendo al concepto de Nación, vemos que se trata de una noción que
permite articular una identidad común en la que todos, ya en un plano imaginario de
igualdad, se identifican con el estado y se reconocen entre sí. Es decir que esa identidad que
se construía en la Modernidad a partir de la noción de ciudadano y que suponía el
reconocimiento de un derecho universal de ciudadanía pierde eficacia y el Nosotros pasa a
construirse en torno a la identidad nacional, es decir, a la construcción de un Nosotros
arraigado en un territorio geográficamente delimitado y que reconoce a todos en un plano
de igualdad por considerarse todos como hijos de un mismo padre: el Estado.
Son estas formas específicas de representar el Yo y el Nosotros, por
oposición a un Otro u Otros, las que hoy se han resquebrajado, tratocando la conformación
tradicional de las identidades tanto en el plano individual como en el colectivo. Esto se
debe en parte a que la globalización ha modificado los referentes negativos a partir de los
cuales se articulaba la identidad, liberando otras diferencias, algunas de las cuales incluso
cuestionan la integridad del espacio público nacional. Este cambio producto de las
transformaciones que se produjeron, requiere de la articulación de nuevas identidades
políticas. Y como señalara ya hace varias décadas el antropólogo FrederikBarth, la
conformación de nuevas identidades supone siempre la creación de nuevas fronteras en el
orden de lo imaginario y de lo simbólico. Por eso, “gran parte de la actividad de los
innovadores políticos”en tiempos de crisis y de articulación de nuevas identidadesdebe
estar“dirigida a la codificación de modos de expresión: la selección de señales de identidad,
la asignación de valor para estos diacríticos culturales y la supresión o negación de vigencia
a otras diferencias” (Barth:44).
Se trata, en ese sentido, de redefinir el demos, estableciendo qué es lo que lo
integra y qué no en el contexto de una confluencia espacio-temporal determinada. De esta
forma se establece una especie de parteaguas que instituye fronteras simbólicas inteligibles
para esa sociedad particular. Fronteras a partir de las cuales se construye una cierta
homogeneidad que se articula en un ‘Nosotros’ que incluye aquellas diferencias
consideradas ‘tolerables’, al mismo tiempo que se rechaza por definición lo totalmente
heterogéneo, identificado esto último con lo extranjero, es decir, con lo extraño, con lo
definitivamente ‘intolerable’. Por eso, el problema central que atraviesa toda construcción
identitaria se resume en realidad en dos cuestiones perfectamente relacionadas entre sí: por un
lado, decidir qué sucede en una sociedad particular con lo distinto, con lo discordante, es decir,
determinar en qué medida la alteridad llega a cuestionar totalmente la politicidad y, en tal
caso, cómo lo hace, teniendo siempre presente que es la exclusión la que constituye al
sistema en sí, y, por el otro, determinar qué es lo compartido, es decir, aquello que da
identidad al grupo político y que conforma el común a todos. Es en este contexto entonces que
se puede establecer el grado de homogeneidad exigible en la construcción de un orden político
específico.
La cuestión, por cierto, no es menor, ya que del grado de homogeneidad
exigida depende, en última instancia, el efectivo reconocimiento de la diferencia –y, por ende,
del conflicto- en el contexto de sociedades complejas. Así, si tenemos en cuentacómo se
construye la identidad en un contexto de pluralidad, veremos que“la homogeneidad consiste
no en una identidad plena, sino en la comunidad de los ciudadanos, la instancia de
identidad ante la cual se representa a una variedad indeterminada de actores sociales y
políticos” (Novaro:227). El hombre cobra así su identidad como ciudadano, que no es más
que una continuidad de su condición de hombre. Pero este es un tipo de identidad que
particularmente en el contexto de la democracia de masas termina perdiendo eficacia y se
ve reemplazada por la Nación.
Es justamente este tipo de identidad construida sobre todo a partir de
nacionalismos fuertemente homogeneizadores la que entró en crisis junto con el estado,
fundamentalmente por haber perdido en el nuevo escenario sus bases materiales de
producción. Al alterarse el sentido de pertenencia, se produjo un estallido de las naciones
tanto por lo alto como por lo bajo, que permitió liberar una serie de identidades menores. Este
quiebre de las identidades nos muestra la fuerte tendencia presente en las sociedades actuales a
exacerbar en su seno una serie de fracturas que, al proyectarse sobre la dimensión política,
pasan incluso por la posibilidad del sistema de mantener la legitimidad que necesita para poder
desarrollarse.
Si algo ha caracterizado al desarrollo de los procesos de globalización es,
en ese sentido, “la multiplicación de identidades nuevas –y no tan nuevas— como resultado
de la disolución de los lugares desde los cuales los sujetos universales hablaran”
(Laclau:45), producto de la quiebra de las estructuras simbólicas e imaginarias a partir de
las cuales se conforma la identidad común que define la unidad sobre la cual se articula la
legitimidad del estado. Se trata de una instancia imaginaria de homogeneización en la que
se conforma lo común. Esto nos lleva directamente al problema de la construcción de la
identidad y, por consiguiente, de la Nación.
Pero sostener, como hicimos antes, que la identidad nacional, tal como se
constituyera en la fase industrial del capitalismo, ha perdido las bases materiales de
producción no significa en ningún momento que estas identidades, en tanto que formas de
hacer inteligible el mundo circundante, hayan necesariamente perdido toda su eficacia
social como instancia de construcción de las identidades colectivas. Por el contrario,
rememorando a Pareto, se trata de formas que todavía tienen una alta utilidad social, ya que
en tanto que construcción identitaria que se reconoce, continúa asegurando, entre otras
cosas, la cohesión y la movilización social. Y así lo demuestran los que fueran llamados
oportunamente los nuevos nacionalismos, que recuperaron viejas identidades que habían
sido subsumidas en un concepto mucho más abarcativo de Nación. Al entrar en crisis las
identidades sobre las cuales se articulaba en el estado-nación el sentido de pertenencia, se
produjo un estallido de las naciones tanto por lo alto como por lo bajo, que permitió liberar
una serie de identidades menores.
Justamente esas identidades menores afloraronoriginariamenteen tanto
resistencia manifiesta al tipo de homogeneización que se había impuesto en el siglo XX
desde el estado. Pero si bien la cuestionan al punto de quebrarla totalmente, también la
reproducen. Lo que fue entonces recibido por muchos intelectuales en su momento de
manera optimista como un intento por recuperar la diversidad que había sido anulada por el
estado-nación, no hizo más que reproducir la misma característica homogeneizadora propia
del estado-nación en su forma democrática, con el agravante que lo hace sobre un universo
menor. Estos grupos políticos tienden así a legitimarse a partir de un discurso que, lejos de
incorporar la diferencia como co-constitutiva de la politicidad, la constituyen en línea
demarcatoria de la exclusión, fundando así su propio desarrollo en el presupuesto inicial de
la indiferenciación. Por eso algunos autores como Fernando Savater, por ejemplo, tienden a
calificar a estos nacionalismos de manifestación más reciente simplemente como pre-
estatales, es decir, como anteriores al estado moderno, ya que la constitución de la nación en
la Modernidad, al contrario de lo que ocurre hacia el final del siglo XX, se caracterizó por
conformar identidades amplias que permitían superar las parcialidades étnicas, lingüísticas y
religiosas insertas en la sociedad.
Esa forma de entender la identidad, que llevó a homogeneizar todo,
anulando en su interior toda diferencia, no hace más que reducir hacia adentro la política a
guerra. Este quiebre de las identidades nos muestra la fuerte tendencia presente en las
sociedades actuales a exacerbar en su seno una serie de fracturas que, al proyectarse sobre la
dimensión política, pasan incluso por la posibilidad del sistema de mantener la legitimidad que
necesita para poder desarrollarse. Hoy los estados se ven ante la necesidad de conformar
nuevos sujetos políticos y, por consiguiente, nuevas identidades, al mismo tiempo que ellos
mismos se transforman. Sin embargo, y dado que “una de las cualidades más sorprendentes
acerca de la globalización es la persistencia de la diferencia (…) la centralidad continua de
las nociones de ‘nosotros y ellos’ en la construcción de la identidad, de los valores, de los
intereses, de las normas y por lo tanto de la acción apropiada” (Beeson/Bellamy;344), se
instala como riesgo permanente la posibilidad de fomentar enfrentamientos que se
instituyan de modo totalmente inconciliables. Como señala Ernesto Laclau en
Emancipación y diferencia, la convivencia entre muchos Otros diferenciados solamente es
posible en la medida en que todas estas identidades acepten en un punto negarse como
particularidad absoluta para reafirmarse después como parte de un todo más complejo. Por
eso, si una minoría “intenta afirmar su identidad en un nuevo contexto social, tendrá que
tomar en consideración circunstancias nuevas que transformarán inevitablemente a esa
identidad”, porque “no puedo destruir un contexto sin destruir al mismo tiempo la identidad
del sujeto particular que lleva a cabo la destrucción” (Laclau:50;55).
Pero esto supone un juego que, en definitiva, exige como condición
necesaria la previa aceptación de las distintas minorías para reconocerse en un todo mayor
que las contenga a todas. Es decir que lo que está ya supuesto es ese espacio común al que,
en todo caso, habrá que darle una significación particular. Esto es lo que hace que la
democracia sea un orden particularmente conflictivo. Entre otras cosas porque lo que
también está en juego en esto son los valores en torno a los cuales las distintas minorías
construyen su propia cosmovisión del mundo. Por eso mismo las formas de racionalización
del conflicto, necesarias para construir pacíficamente la unidad, no podrían arbitrar en
principio una definición valorativa específica que tomara status definitivo, ya que toda
definición valorativa que delimite fronteras estrechas simplemente institucionaliza la guerra
en la organización por excelencia, el estado. Tomar partido por una concepción en
particular -generalmente la propia- considerada como mejor, supondría hacerlo en
detrimento de otras que, por esta misma razón, deberían ser excluidas o, incluso,
eliminadas. Se trata de instituir esas significaciones, producto de las distintas
particularidades, de modo transitorio. Este carácter contradictorio inherente a la democracia
moderna constituye uno de los mayores riesgos a los que se deben enfrentar las sociedades
contemporáneas, ya que según como se lo resuelva será la dinámica de exclusión e
inclusión que opere en cada sociedad particular.
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