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JILAS
~ Journal of Iberian and Latin
133American Studies, 7:2, December 2001
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hubo hombres de letras y escritores desde mucho antes. Pero fue por
primera vez en 1898, y a raíz de aquel episodio, que esos hombres de letras,
científicos e ideólogos hablaron en representación de heterogéneas fuerzas
sociales y de valores históricos de la cultura occidental, como los derechos
del hombre, la verdad y la democracia, valores básicos de la sociedad que
probablemente en una nación en crisis como la nuestra no sean los
dominantes.
Independientemente, entonces, de cualquier definición normativa o
sociológica que se adopte, tres serían, de acuerdo con lo anterior, los
elementos constitutivos de la relación originaria: la interpelación a la
opinión pública, el distanciamiento o ruptura frente al poder estatal, y el
recurso a la acción colectiva, todo ello con el propósito bien definido de
restablecer la justicia quebrantada, por encima de cualquiera otra
consideración.2 Son temas que siguen aún vivos al lado de tendencias que
advierten sobre el declive del poder de los intelectuales. En los Estados
Unidos comenzó a hablarse desde hace un tiempo del destronamiento e
incluso de la desaparición de los intelectuales de la escena pública. Desde
luego es una dramatización de Russell Jacoby en su The Last Intellectuals,
que casos como el de Noam Chomsky, o Edward Said, obligarían a matizar.
Pero no deja de ser una apreciación muy significativa que apunta al
problema mismo de la identidad colectiva de los intelectuales hoy. Muy
diferente es la trayectoria y la perspectiva latinoamericana.
Premisas generales
Antes de adentrarme en el tema, unas breves consideraciones sobre mi
enfoque. En Colombia, y en América Latina en general, la preocupación
reciente pero también creciente en torno a los aspectos culturales de la
política o a la intervención política de los intelectuales, se produce
justamente en un momento de enormes tensiones en la redefinición de su
papel, en la búsqueda de su identidad. Como lo ha señalado Jesús Martín-
Barbero,3 los macrosujetos a partir de los cuales hablaba el intelectual—la
Nación, el Estado, el Pueblo—han entrado en crisis y han dejado al
intelectual en una especie de suspenso. Esta es una primera constatación.
Segunda constatación y premisa esta vez de orden metodológico: cada
momento histórico desarrolla formas características de intervención de los
intelectuales y criterios de validación propios de esa intervención. Esto
quiere decir que la participación y el compromiso del intelectual depende no
sólo de la ubicación de éste como categoría social, sino también del tipo de
sociedad en la cual se materializa su intervención, y de su entronque con la
organización de la cultura. Su historia es parte de la historia social de la
cultura. Tercer presupuesto: vamos a asumir que cuando hablamos de
‘intelectuales’ nos estamos refiriendo a los intelectuales públicos,4 es decir, a
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obligatoria es quizás la bandera más consistentemente agitada durante el
período liberal-radical que va de 1850 a 1880. La educación, como motor
civilizatorio, jugará un papel central no sólo a lo largo de la segunda mitad
del siglo XIX, sino también en las primeras décadas del XX entre los
sectores populares y revolucionarios, incluidos los anarquistas, no sólo en
Colombia sino en toda América Latina.
No obstante estos esfuerzos democratizadores, a menudo con efectos
perversos, como en el caso de la educación respecto a los pueblos indígenas,
durante el período de la Regeneración, que cubre las dos últimas décadas
del siglo XIX, se logró tejer en esa Colombia todavía agraria y pastoril, una
estrecha relación entre los letrados dedicados a las lenguas y a la cultura
clásicas, la filología y la gramática en particular, y el ejercicio del poder y el
prestigio social.7 Del bien decir y del bien escribir debía fluir de manera
natural el buen gobernar, parecía ser la concepción de esta mirada elitista
sobre la sociedad, la cultura y la política. Pureza de la raza, pureza de la
lengua y pureza del cuerpo de la nación, eran elementos estructurantes de
la metáfora civilizatoria.8 En la pugna de ordenadores simbólicos de la
cultura terminan imponiéndose pues en el último cuarto del siglo XIX, la
Gramática y la Filología en estrecho maridaje con la política. La figura
emblemática es Miguel Antonio Caro, fundador de la Academia Colombiana
de la Lengua y luego Presidente de la República. Pero no fue el único. La
gramática y el estudio de la lengua en general, sumados a una visión
católica y jerarquizada de la sociedad, eran un componente esencial del
orden socio-político: ‘La letra’, dice el crítico uruguayo Angel Rama en su
Ciudad Letrada, apareció como ‘la palanca del ascenso social, de la
respetabilidad pública y de la incorporación a los centros de poder’.9
La relación entre las letras y la política resultaba tan natural durante el
siglo XIX, y en su forma extrema en Colombia, que los especialistas de las
ramas aparentemente más apolíticas de las letras son los responsables de
las grandes decisiones políticas en el tránsito del siglo XIX al XX. Baste
evocar cuatro filólogos-gramáticos en cuatro momentos cruciales: Miguel
Antonio Caro es el artífice de la Constitución de 1886; José Manuel
Marroquín, presidente de Colombia durante un tramo de La Guerra de los
Mil Días y facilitador del proceso que llevó al desmembramiento de
Panamá; Marco Fidel Suárez, gestor del restablecimiento de las relaciones
con Estados Unidos, deterioradas con la pérdida de Panamá; Miguel Abadía
Méndez, último presidente de la hegemonía conservadora, administrador
durante la crisis económica mundial del 29. Daba la impresión de que estos
personajes, mientras más distantes, evasivos e incomunicados se
presentaran frente a la sociedad real, tanto más exitosos resultaban en sus
pretensiones políticas.
La importancia del idioma, se ha sugerido, estaba dada por el hecho de que
éste constituía para la visión conservadora el vínculo directo con el pasado
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Esta última, sobre todo, marcaba un incipiente desplazamiento hacia
nuevas influencias culturales norteamericanas, creaba bases firmes para la
formación de una élite técnica y empresarial (no necesariamente teórica,
científica o intelectual) opuesta a la hegemonía política y cultural de las
elites bogotanas, aunque estrechamente asociada a los patrones culturales
de la Iglesia católica. Conjuga, entonces, de manera muy original, invención
empresarial con tradición religiosa. El culto a la escritura y a la palabra
siguen latentes, pero comienzan a verse desafiados por una nueva
racionalidad y por el culto a la producción material y a la gestión
administrativa. El papel de los ingenieros, de los técnicos, de los
economistas y de los pedagogos comenzó a ser cada vez más notorio en las
altas esferas político-administrativas del país y en el análisis mismo de la
realidad nacional, en claro reto a la tradicional supremacía de abogados y
de médicos. Ingeniero fue el más influyente líder conservador del siglo XX,
Laureano Gómez; ingeniero y rector de la Escuela de Minas fue también el
posterior presidente conservador Mariano Ospina Pérez; economista fue el
reformador de los años treinta Alfonso López Pumarejo. Perfiles muy
distintos a los letrados del siglo XIX.
La segunda corriente innovadora es la que se insinúa, a comienzos de los
años treinta del siglo XX, con la fundación de la Facultad de Ciencias de la
Educación cuyos efectos fueron mucho más profundos y duraderos en la
cultura nacional y en la formación de las nuevas comunidades científicas
(antropólogos, sociólogos, historiadores). La idea subyacente a esta
propuesta intelectual era la de concentrar en dicha Escuela Normal
Superior los mejores cerebros del país y formar las nuevas generaciones en
ese nuevo espíritu de la época, cuyo momento inaugural para el efecto suele
ubicarse, internacionalmente, en el movimiento reformador de Córdoba
(Argentina) en 1919. Se trataba por lo demás de una gran empresa cultural,
coetánea de otros movimientos militantemente innovadores, en las artes
plásticas, con su sello indigenista, los Bachués, y también en múltiples
variantes del vanguardismo literario, que incluyen a figuras tan dispares
como el poeta León de Greiff, el novelista José Eustasio Rivera (La
Vorágine, 1924), al ensayista Baldomero Sanín Cano (Crítica y arte, 1932) y
a reformadores del sistema educativo como Germán Arciniegas. El tema
omnipresente en las décadas del treinta y cuarenta era el de la pedagogía y
la construcción del Estado, con los intelectuales como mediadores de esa
construcción. Todas estas búsquedas y expresiones eran coetáneas,
finalmente, de un proceso general de ampliación de la ciudadanía en el
plano político, de un tránsito claramente identificable al pluralismo
cultural, étnico y social, en expresa reacción contra las exclusiones y
sectarismos. Como en muchos otros países latinoamericanos, y dentro de las
más variadas vertientes ideológicas, fue éste el período de grandes temas en
el debate intelectual, como la cuestión social (campesina, obrera e indígena),
la pluralidad cultural; la diversidad regional y las condiciones de
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poder hay incluso un intento expreso de romper la continuidad histórica, de
matar la memoria de este período, de hacer de ella un muerto más. En
efecto, por una orden del Ministerio de Gobierno, se declaró en 1967 como
‘archivo muerto’, y aquí el lenguaje burocrático coincide con el simbólico, el
de los años de 1949 a 1958, el período de La Violencia.12 La precisión de las
fechas deja ver claramente que el problema no era el ‘ambiente de olor
insoportable’ y el estado ‘horrible’ de la oficina, como se arguyó, sino la
pestilencia de la época que había que suprimir. El despojo de la memoria
colectiva y por lo tanto de la identidad durante La Violencia hizo muy
arduo, demasiado arduo, el proceso de reconstrucción de los espacios para la
creación y para la crítica.
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Intelectuales para la democracia
El tipo de intelectual, crítico de la sociedad y deliberadamente marginado
de la actividad estatal, que era el que había campeado en el panorama
cultural desde los años sesenta, comenzó a ser desplazado desde comienzos
de los años ochenta, a raíz de algunos virajes importantes en la política
nacional y en el contexto internacional.14 El principal de ellos en el plano
nacional, tiene que ver, por supuesto, con el replanteamiento de las
relaciones entre la insurgencia y el Estado (iniciación del proceso de
reconciliación) que llevó también a los intelectuales a establecer nuevas
representaciones de la sociedad, nuevas representaciones de las relaciones
entre los intelectuales y el Estado, y nuevas alternativas para enfrentar la
crisis de legitimidad de las elites y las instituciones vigentes. Fue, en efecto,
la iniciación del proceso de reconciliación política durante el gobierno del
presidente Belisario Betancur el que permitió que se aflojaran los vínculos
orgánicos, las colaboraciones o las simpatías, de numerosos núcleos
intelectuales con la insurgencia. Aquí está probablemente el meollo de
muchas de las recientes transformaciones en nuestra cultura política: el
comienzo de un nuevo pacto político de la insurgencia con el Estado
preparaba un nuevo pacto cultural, el de los intelectuales con el Estado, sin
que el primero, el de la insurgencia con el Estado, implicara renuncia a las
pretensiones de transformación de la sociedad por parte de los antiguos
insurgentes, ni el segundo, el de los intelectuales con el Estado, implicara
una abdicación de la función crítica o de sus vínculos orgánicos con
proyectos alternativos por parte de los intelectuales.
En este contexto, muchos intelectuales empezaron a ejercer su poder
simbólico de manera muy distinta a como lo habían hecho en las décadas
precedentes e incluso entraron a jugar un papel, de facilitadores informales
de la comunicación entre el Estado y la insurgencia, o de actores
comprometidos con la consolidación de los procesos ya formalizados de
pacificación. Desde este punto de vista, no disimulan ellos su pretensión,
por limitada que sea, de incidir en las políticas estatales (‘intelectuales del
Estado’), en los actores políticos y en la construcción de instituciones
democráticas (‘intelectuales en la política’), o en el acompañamiento a los
nuevos movimientos sociales (‘intelectuales de la nueva ciudadanía’), o
intelectuales societarios, que pretenden convertirse en los voceros de los
marginados. Todo esto sin menoscabo necesariamente de la autonomía que
les confiere su pertenencia al campo cultural.15 Esta confluencia de
funciones de los intelectuales quizás esté asociada también con las
transformaciones que se han producido en los contenidos de la política.
Como ha señalado insistentemente Norbert Lechner, la ‘política ya no es lo
que fue’, ya no representa ‘el vértice ordenador de la pirámide social’, las
‘luchas políticas ya no logran representar a la diversidad de intereses
focalizados’. Lo cual de paso transforma también el contenido del ‘ser
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contrasentido. Las preguntas del gran sociólogo americano Robert Merton, a
fines de los años 40, siguen siendo muy válidas:
¿Qué roles están llamados a cumplir los intelectuales? ¿Qué conflictos y
frustraciones han experimentado en sus esfuerzos por desempeñar esos
roles? ¿Qué presiones institucionales se ejercen sobre ellos? ¿Quién
define sus problemas intelectuales? ¿Cuáles son los típicos problemas
que resultan de mantener líneas de comunicación entre los políticos y los
intelectuales.19
En la segunda mitad del siglo XX y hasta el presente, Colombia ha estado
en permanente desfase con el resto del continente. Si se piensa en los
contextos político-culturales que han amenazado la estabilidad de muchos
de los grandes centros o al exilio de sus líderes intelectuales, puede
constatarse que en Colombia vivimos tempranamente bajo La Violencia, el
autoritarismo anti-intelectual, que luego se difundió por gran parte de la
geografía latinoamericana, alimentado directamente por el Estado o por
actores estatales. Observemos también que en Colombia la expansión de
centros, actores y productos culturales se produce en los 70 y 80, en
contravía de las tendencias de los países del Cono Sur y de los
centroamericanos que pasan por las peores dictaduras. La misma asintonía
se detecta en los últimos lustros: en el momento en que se expanden y
consolidan los procesos de democratización en América Latina, en Colombia
resurgen las amenazas al mundo cultural. Lo que hace también que La
Violencia se viva como una experiencia ininterrumpida.20
No se aboga desde luego por una defensa corporativa de los intelectuales en
contraposición a otros sectores que se van organizando cada día en
Colombia para ponerse al margen del conflicto, reclamando especificidades
o privilegios frente a los señores de la guerra. Tampoco se olvidan de los 25
mil muertos al año por la violencia, que se traducen en la más alta tasa de
homicidios en el mundo después de El Salvador; tampoco del millón y medio
de desplazados de la última década que nos ponen al lado de Sudán,
Afganistán y Angola; ni de los secuestrados cuyas cifras en Colombia
ascienden al 50 por ciento del total de secuestrados en el mundo; tampoco se
ignoran las continuas y flagrantes violaciones a los derechos humanos de los
que no tienen voz; y mucho menos podría omitir entre los datos estratégicos
de la guerra en este momento, que Colombia fue en 1999 el tercer más
grande receptor en el mundo de asistencia militar americana, después de
Israel y Egipto, con una ayuda equivalente a la recibida por toda la América
Latina y el Caribe juntos; y en el horizonte inmediato cuenta con 1.600
millones de dólares para el llamado Plan Colombia cuya aprobación está a
consideración del Congreso de los Estados Unidos, bajo el escrutinio de los
mas diversos sectores de la sociedad americana y colombiana.
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los intelectuales tal vez tengan importantes tareas que cumplir como
actores de la esfera pública, mucho más desde luego en sociedades como las
latinoamericanas que aún conservan una saludable carga de politización de
la cultura.
Un buen punto de partida para repensar las funciones del intelectual es
quizás la categoría que el filósofo y a la vez militante político italiano
Norberto Bobbio ha llamado los intelectuales como mediadores dinámicos,
intelectuales específicos para una sociedad en abierta confrontación. Su
tarea, dice Bobbio precisando la propuesta, es situarse, no por encima de la
lucha, ni siquiera fuera, sino en el fondo de la misma, con el fin de buscar
entre los contendientes, en la medida de lo posible, una solución pacífica.23
No es desde luego una tarea fácil, un espacio ya ganado, pues la situación
de guerra suprime de hecho las dinámicas propias del despliegue de la
acción de los intelectuales, a saber, la disidencia y la controversia. El punto
es claro: si se pierde este espacio de autonomía, de intervención sin ser
sujeto a la mordaza o a la liquidación física, la reconstrucción de nuestra
posguerra, el diseño de la nueva sociedad serán elaborados a punta de fusil
y de balas, no de ideas, concepciones o modelos. No se sabe hasta qué punto
los intelectuales colombianos estén entrando en una etapa de silencio
táctico mientras la sociedad civil toma el relevo haciendo escuchar su voz en
la movilización callejera.
Pero lo que sí es seguro es que la academia y el mundo cultural
norteamericano en particular, pueden jugar un papel muy importante en la
generación de esos espacios, que necesitamos preservar y fortalecer en
América Latina, con dos condiciones mínimas: por un lado, que Colombia y
América Latina rompan con esas imágenes ya instaladas e interiorizadas de
periferias mirando al centro y se proyecten, por el contrario, como potencial
cultural para los Estados Unidos, como factor dinamizador de preguntas, de
enfoques, de actitudes frente a la sociedad; y, por otro lado, que los analistas
norteamericanos se decidan a repensar el largo trecho que existe entre
intelectuales y académicos.24 Mirado desde América Latina, el mundo
universitario americano da la impresión de haber aceptado
confortablemente un creciente empobrecimiento de su lugar en la sociedad.
Encerrados en su torre de marfil, el compromiso de los académicos se limita
en buena medida a su reproducción: conseguir fondos para producir y
publicar para conseguir más fondos, o en el mejor de los casos, a la
búsqueda de una verdad sectorial, o territorializada, de manera honrada y
modesta, pero poco imbuida del espíritu de comprender el mundo de
relaciones en que se desenvuelve su vida. Hay que aspirar a más. Si algo
pertenece al sentido y a la tradición de lo que es ser un intelectual, es
precisamente la capacidad y la voluntad de enunciar preguntas y de tratar
de responderlas a una audiencia que no es exclusivamente académica, y la
generosidad para actuar independientemente o aún a costa de sus propios
intereses. ‘Quien habla sólo de sus intereses’, nos dice Beatriz Sarlo, ‘no es
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Notas
This paper was presented as the Diskin Memorial Lecture for the Latin
American Studies Association and Oxfam America, ‘For the Integration of
Scholarship and Activism’, Miami, March 2000.
1 Norberto Bobbio, La duda y la elección. Intelectuales y poder en la sociedad
contemporánea, Barcelona, Paidós, 1997, p. 47.
2 Para una genealogía del concepto, véase: Christophe Charle, Naissance des
<<intellectuels>> 1880−1900, París, Editions de Minuit, 1990; Humberto
Quiceno, Los intelectuales y el saber, Cali, Colombia, Centro Editorial
Universidad del Valle, 1993, pp. 9−16, especialmente.
3 Jesús Martín-Barbero, Conferencia en el Instituto de Estudios Políticos,
Bogotá, 1997.
4 Jacoby Russell, The Last Intellectuals, New York, The Noonday Press, 1987,
p. 221.
5 Angel Rama, La Ciudad Letrada, Ediciones del Norte, 1984, p. 49.
6 Jaime Jaramillo Uribe, Manual de Historia de Colombia, t. III., Bogotá,
Colcultura, 1980, p. 260.
7 Véase de Malcolm Deas, El poder y la gramática, Bogotá, Tercer Mundo
Editores, 1993; y de Marco Palacios, Estado y clases sociales, especialmente el
primer capítulo ‘La clase más ruidosa’, Bogotá, Procultura, 1986.
8 Jean Franco, ‘Latin American Intellectuals and Collective Identity’, en Luis
Roniger and Mario Sznajder (eds), Constructing Collective Identities,
Brighton, Sussex Academy Press, 1998.
9 Ibid., p. 74.
10 Para una visión panorámica de estos temas, véase el libro de la historiadora
suiza Aline Helg, La educación en Colombia 1918−1957, Bogotá, Fondo
Editorial CEREC, 1987. El título en francés es más diciente: Civiliser le
peuple et former les élites.
11 Fernando Uricoechea, ‘Los intelectuales colombianos: pasado y presente’, en
Análisis Político, No. 11, Bogotá, Instituto de Estudios Políticos y Relaciones
Internacionales, Universidad Nacional de Colombia, 1990, p. 62.
12 Los ejecutores de esta determinación fueron: la Jefe del Grupo de Archivo
Elvira de Chaparro; el Jefe de División Administrativa Gerardo Vesga
Tristancho y el Secretario General del Ministerio, Jacobo Pérez Escobar, entre
otros.
13 Lewis A. Coser, Hombres de ideas, México, Fondo de Cultura Económica,
1968, pp. 19−25.
14 Se retoman aquí algunas de las ideas esbozadas en la sesión inaugural del
Simposio ‘Democracia y Restructuración Económica en América Latina’,
celebrado en Villa de Leyva en abril de 1994, y convocado por el IEPRI de la
Universidad Nacional de Colombia.
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26 Antanas Mockus, ‘Anfibios culturales y divorcio entre ley, moral y cultura’, en
Análisis Político, Instituto de Estudios Políticos, Universidad Nacional de
Colombia, No. 21, enero/abril de 1994, pp. 37−48.
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