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El compromiso social y político de los

intelectuales

Gonzalo Sánchez Gómez


Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales (IEPRI)
Universidad Nacional de Colombia

Los intelectuales constituyen una categoría social de difícil precisión. En


efecto, la relación histórica entre intelectual y vida pública está asociada a
un momento preciso de la cultura eurooccidental: ese momento de fines del
siglo XIX en que la controversia sobre una decisión del Estado, y más
específicamente del poder judicial, provocó la acción colectiva de
reputadísimas figuras científicas, artísticas y literarias de Francia,
encabezadas por Emile Zola, seguido de otros como Anatole France y Marcel
Proust. El episodio es conocido simplemente como el ‘Affaire Dreyfus’, y el
pronunciamiento público como el Manifiesto de los Intelectuales (1898). Los
intelectuales habían puesto en aquellas circunstancias al servicio del
interés general de la sociedad lo que se ha considerado su privilegio, el ser
depositarios de un capital específico, el capital cultural, un capital cuya
característica esencial es que no se gasta tanto a favor de sus propietarios
sino de causas que comprometen la sociedad en un momento determinado.
Los signatarios, convencidos todos de la inocencia del oficial francés de
origen judío, Dreyfus, acusado de espionaje a favor de los alemanes,
tomaron partido por Dreyfus, es decir, le apostaron a la verdad y a la
conciencia, frente a quienes, invocando la razón de Estado, se negaban a
reconocer el error judicial y sus consecuencias. Cuál es su relación con el
Estado, con el pasado nacional, con sus lealtades de clase y de partido, y
cuál el alcance y límites de su autonomía, son las preguntas a las cuales
desde entonces han tratado de responder, con diferentes enfoques teóricos y
metodológicos, autores como Max Weber, Antonio Gramsci, Julien Benda,
Robert Merton, Jean-Paul Sartre, Norberto Bobbio, Pierre Bourdieu y
muchos otros. Más allá de cualquier definición, el tema de los intelectuales
es un tema esencialmente político.
Fue, por consiguiente, un debate decisivo en la lucha por la democracia el
que constituyó a los intelectuales como ‘hombres públicos’, como actor
colectivo que se expresa no sólo a través de la escritura y de la
representación, sino a través de la movilización. Se ha dicho que la
convocatoria como forma típica de protesta de los intelectuales contra la
opresión y la guerra, es lo que la huelga a los obreros.1 Desde luego que

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hubo hombres de letras y escritores desde mucho antes. Pero fue por
primera vez en 1898, y a raíz de aquel episodio, que esos hombres de letras,
científicos e ideólogos hablaron en representación de heterogéneas fuerzas
sociales y de valores históricos de la cultura occidental, como los derechos
del hombre, la verdad y la democracia, valores básicos de la sociedad que
probablemente en una nación en crisis como la nuestra no sean los
dominantes.
Independientemente, entonces, de cualquier definición normativa o
sociológica que se adopte, tres serían, de acuerdo con lo anterior, los
elementos constitutivos de la relación originaria: la interpelación a la
opinión pública, el distanciamiento o ruptura frente al poder estatal, y el
recurso a la acción colectiva, todo ello con el propósito bien definido de
restablecer la justicia quebrantada, por encima de cualquiera otra
consideración.2 Son temas que siguen aún vivos al lado de tendencias que
advierten sobre el declive del poder de los intelectuales. En los Estados
Unidos comenzó a hablarse desde hace un tiempo del destronamiento e
incluso de la desaparición de los intelectuales de la escena pública. Desde
luego es una dramatización de Russell Jacoby en su The Last Intellectuals,
que casos como el de Noam Chomsky, o Edward Said, obligarían a matizar.
Pero no deja de ser una apreciación muy significativa que apunta al
problema mismo de la identidad colectiva de los intelectuales hoy. Muy
diferente es la trayectoria y la perspectiva latinoamericana.

Premisas generales
Antes de adentrarme en el tema, unas breves consideraciones sobre mi
enfoque. En Colombia, y en América Latina en general, la preocupación
reciente pero también creciente en torno a los aspectos culturales de la
política o a la intervención política de los intelectuales, se produce
justamente en un momento de enormes tensiones en la redefinición de su
papel, en la búsqueda de su identidad. Como lo ha señalado Jesús Martín-
Barbero,3 los macrosujetos a partir de los cuales hablaba el intelectual—la
Nación, el Estado, el Pueblo—han entrado en crisis y han dejado al
intelectual en una especie de suspenso. Esta es una primera constatación.
Segunda constatación y premisa esta vez de orden metodológico: cada
momento histórico desarrolla formas características de intervención de los
intelectuales y criterios de validación propios de esa intervención. Esto
quiere decir que la participación y el compromiso del intelectual depende no
sólo de la ubicación de éste como categoría social, sino también del tipo de
sociedad en la cual se materializa su intervención, y de su entronque con la
organización de la cultura. Su historia es parte de la historia social de la
cultura. Tercer presupuesto: vamos a asumir que cuando hablamos de
‘intelectuales’ nos estamos refiriendo a los intelectuales públicos,4 es decir, a

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aquéllos cuyo quehacer opera como referente en el debate y en la formación


de opinión ciudadana.
Retomando los elementos enunciados, se puede afirmar que la categoría
intelectual integra los siguientes componentes: una definición intrínseca a
la propia comunidad de intelectuales (su autopercepción); una organización
para la acción colectiva; y una relación específica con el poder-Estado. Es la
conjunción de los tres la que permite diferenciar al intelectual del simple
académico, científico o artista. Dentro de las anteriores premisas generales,
voy a enunciar e ilustrar un esquema histórico de la relación de los
intelectuales con la política en la era republicana, centrado en Colombia,
pero en diálogo permanente con la historia cultural del subcontinente. Me
voy a referir a cuatro momentos y modalidades de esa relación: los
intelectuales letrados; los intelectuales maestros; los intelectuales crítico-
contestatarios; los intelectuales ciudadanos o intelectuales para la
democracia (los intelectuales mediadores).

El poder de los letrados y los letrados en el poder


En América Latina la inserción de los intelectuales en la política requirió
menos argumentos que en otras latitudes. Desde el momento de la
Independencia la asociación e incluso la fusión entre elites culturales y
políticas fue manifiesta. La formación de una conciencia americana y
nacional es el punto de condensación de esas recíprocas influencias, y se la
puede rastrear, como lo ha hecho el crítico uruguayo Angel Rama en su
notable La Ciudad Letrada, en próceres como Antonio Nariño, divulgador
de los fundamentos democráticos de la emancipación, y en la tarea de
educadores tan notables como Andrés Bello y Simón Rodríguez, este último
el maestro de Bolívar. Los caudillos culturales de entonces luchaban por
romper el desencuentro entre, por un lado el mundo de la gramática y el
orden jurídico formal, que era el mundo de los abogados, escribanos y
burócratas, y, por el otro lado, la ‘confusa realidad social’.5
Desde esta perspectiva resulta apenas lógico pensar que, si las letras (a
menudo asociadas a las leyes) eran la fuente del poder, el medio más idóneo
para contrarrestarlo, sin subvertirlo, era también educarse: ‘paz,
instrucción y progreso material bajo la Constitución de Rionegro’, fue uno de
los lemas de la era radical. Como lo han señalado Aline Helg y Jaime
Jaramillo Uribe, la creencia en el poder rectificador de la educación se
manifestaba, por ejemplo, en el hecho de que después de cada guerra se
formulara frecuentemente una reforma educativa,6 y de ser posible, para
guardar el culto a las formas, una nueva Constitución, desde luego.
Educación para la democracia, es una consigna típicamente republicana, y
como instrumento de promoción y nivelación compite con, o se constituye en
alternativa a, la fortuna y el linaje. Instrucción pública, gratuita y

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obligatoria es quizás la bandera más consistentemente agitada durante el
período liberal-radical que va de 1850 a 1880. La educación, como motor
civilizatorio, jugará un papel central no sólo a lo largo de la segunda mitad
del siglo XIX, sino también en las primeras décadas del XX entre los
sectores populares y revolucionarios, incluidos los anarquistas, no sólo en
Colombia sino en toda América Latina.
No obstante estos esfuerzos democratizadores, a menudo con efectos
perversos, como en el caso de la educación respecto a los pueblos indígenas,
durante el período de la Regeneración, que cubre las dos últimas décadas
del siglo XIX, se logró tejer en esa Colombia todavía agraria y pastoril, una
estrecha relación entre los letrados dedicados a las lenguas y a la cultura
clásicas, la filología y la gramática en particular, y el ejercicio del poder y el
prestigio social.7 Del bien decir y del bien escribir debía fluir de manera
natural el buen gobernar, parecía ser la concepción de esta mirada elitista
sobre la sociedad, la cultura y la política. Pureza de la raza, pureza de la
lengua y pureza del cuerpo de la nación, eran elementos estructurantes de
la metáfora civilizatoria.8 En la pugna de ordenadores simbólicos de la
cultura terminan imponiéndose pues en el último cuarto del siglo XIX, la
Gramática y la Filología en estrecho maridaje con la política. La figura
emblemática es Miguel Antonio Caro, fundador de la Academia Colombiana
de la Lengua y luego Presidente de la República. Pero no fue el único. La
gramática y el estudio de la lengua en general, sumados a una visión
católica y jerarquizada de la sociedad, eran un componente esencial del
orden socio-político: ‘La letra’, dice el crítico uruguayo Angel Rama en su
Ciudad Letrada, apareció como ‘la palanca del ascenso social, de la
respetabilidad pública y de la incorporación a los centros de poder’.9
La relación entre las letras y la política resultaba tan natural durante el
siglo XIX, y en su forma extrema en Colombia, que los especialistas de las
ramas aparentemente más apolíticas de las letras son los responsables de
las grandes decisiones políticas en el tránsito del siglo XIX al XX. Baste
evocar cuatro filólogos-gramáticos en cuatro momentos cruciales: Miguel
Antonio Caro es el artífice de la Constitución de 1886; José Manuel
Marroquín, presidente de Colombia durante un tramo de La Guerra de los
Mil Días y facilitador del proceso que llevó al desmembramiento de
Panamá; Marco Fidel Suárez, gestor del restablecimiento de las relaciones
con Estados Unidos, deterioradas con la pérdida de Panamá; Miguel Abadía
Méndez, último presidente de la hegemonía conservadora, administrador
durante la crisis económica mundial del 29. Daba la impresión de que estos
personajes, mientras más distantes, evasivos e incomunicados se
presentaran frente a la sociedad real, tanto más exitosos resultaban en sus
pretensiones políticas.
La importancia del idioma, se ha sugerido, estaba dada por el hecho de que
éste constituía para la visión conservadora el vínculo directo con el pasado

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hispánico y colonial. La Iglesia podía encargarse de hacer el resto. En


efecto, a las restricciones y al elitismo que imponía el culto al idioma, se
sumaba otro factor de selección cultural: el que la Iglesia realizaba a través
del fatídico Índice, uno de los más poderosos y abusivos instrumentos de
control ideológico, pariente de la Inquisición, y mediante el cual se decidía
sobre lo que podía o no leerse o almacenarse en las bibliotecas o exhibirse en
las librerías. La Regeneración y, a la larga, la República Conservadora,
significaban por consiguiente una incuestionable interrupción en el proceso
de acercamiento al mundo experimental que se había iniciado desde los
tiempos de José Celestino Mutis y de Francisco José de Caldas, en las
postrimerías de la era colonial. Una verdadera transición regresiva, un
contragolpe cultural, con su visión tiránica y homogeneizadora de la cultura
y de la sociedad. Los fundamentos materiales de ese tipo de visión, que se
vieron reforzados por el formalismo y la retórica de los hombres de leyes,
sobrevivieron con el cambio de siglo. Gramaticalidad y formalidad jurídica
eran componentes indisociables del mismo universo mental. Había desde
luego opciones estéticas, idiomáticas y culturales alternativas, como las que
irrumpían en Antioquia en confrontación abierta con el centralismo político
y cultural de Bogotá; pero eran sólo destellos, sin continuidad estructural.
Frente a esa transición regresiva en Colombia surgió el paradigma
latinoamericano más generalizador de la transición de la hegemonía
cultural francohispana a la anglosajona ejemplificada en Ariel (1900) de
José Enrique Rodó.10 El panamericanismo aparece en la coyuntura de fin de
siglo XIX simultáneamente en su doble expresión: como factor liberador (en
la guerra hispanoamericana que da la independencia a Cuba), y como nueva
expresión del expansionismo, especialmente para Colombia, con el papel
decisivo de los Estados Unidos en la desmembración de Panamá. José Martí
en Cuba y José María Vargas Vila en Colombia actuarían como guardianes
y voceros de la integridad latinoamericana.

Los intelectuales maestros − la lucha por la autonomía


cultural
Subterráneamente a la cultura elitista y dogmática de las postrimerías del
siglo XIX hay dos corrientes que van a comenzar a diferenciar y a cambiar
de manera decisiva el panorama cultural colombiano, los sistemas de
representación y las sensibilidades. La primera corriente cultural es la que
el historiador norteamericano Frank Safford hace remontar a los esfuerzos
borbónicos por introducir en la Nueva Granada los llamados ‘conocimientos
útiles’. Se trata, en el esquema de Safford, de la consolidación de un ‘ideal
de lo práctico’, cuyos valores y condiciones económicas sólo vinieron a
cristalizarse, inicialmente, con la creación de la Universidad Nacional
(1867) y, luego, con la fundación de la Escuela de Minas de Medellín (1888).

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Esta última, sobre todo, marcaba un incipiente desplazamiento hacia
nuevas influencias culturales norteamericanas, creaba bases firmes para la
formación de una élite técnica y empresarial (no necesariamente teórica,
científica o intelectual) opuesta a la hegemonía política y cultural de las
elites bogotanas, aunque estrechamente asociada a los patrones culturales
de la Iglesia católica. Conjuga, entonces, de manera muy original, invención
empresarial con tradición religiosa. El culto a la escritura y a la palabra
siguen latentes, pero comienzan a verse desafiados por una nueva
racionalidad y por el culto a la producción material y a la gestión
administrativa. El papel de los ingenieros, de los técnicos, de los
economistas y de los pedagogos comenzó a ser cada vez más notorio en las
altas esferas político-administrativas del país y en el análisis mismo de la
realidad nacional, en claro reto a la tradicional supremacía de abogados y
de médicos. Ingeniero fue el más influyente líder conservador del siglo XX,
Laureano Gómez; ingeniero y rector de la Escuela de Minas fue también el
posterior presidente conservador Mariano Ospina Pérez; economista fue el
reformador de los años treinta Alfonso López Pumarejo. Perfiles muy
distintos a los letrados del siglo XIX.
La segunda corriente innovadora es la que se insinúa, a comienzos de los
años treinta del siglo XX, con la fundación de la Facultad de Ciencias de la
Educación cuyos efectos fueron mucho más profundos y duraderos en la
cultura nacional y en la formación de las nuevas comunidades científicas
(antropólogos, sociólogos, historiadores). La idea subyacente a esta
propuesta intelectual era la de concentrar en dicha Escuela Normal
Superior los mejores cerebros del país y formar las nuevas generaciones en
ese nuevo espíritu de la época, cuyo momento inaugural para el efecto suele
ubicarse, internacionalmente, en el movimiento reformador de Córdoba
(Argentina) en 1919. Se trataba por lo demás de una gran empresa cultural,
coetánea de otros movimientos militantemente innovadores, en las artes
plásticas, con su sello indigenista, los Bachués, y también en múltiples
variantes del vanguardismo literario, que incluyen a figuras tan dispares
como el poeta León de Greiff, el novelista José Eustasio Rivera (La
Vorágine, 1924), al ensayista Baldomero Sanín Cano (Crítica y arte, 1932) y
a reformadores del sistema educativo como Germán Arciniegas. El tema
omnipresente en las décadas del treinta y cuarenta era el de la pedagogía y
la construcción del Estado, con los intelectuales como mediadores de esa
construcción. Todas estas búsquedas y expresiones eran coetáneas,
finalmente, de un proceso general de ampliación de la ciudadanía en el
plano político, de un tránsito claramente identificable al pluralismo
cultural, étnico y social, en expresa reacción contra las exclusiones y
sectarismos. Como en muchos otros países latinoamericanos, y dentro de las
más variadas vertientes ideológicas, fue éste el período de grandes temas en
el debate intelectual, como la cuestión social (campesina, obrera e indígena),
la pluralidad cultural; la diversidad regional y las condiciones de

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explotación de los recursos energéticos. Se trataba de temas dominados por


preocupaciones en torno a la identidad y la cuestión nacional, cuya
centralidad en la agenda de los intelectuales ya se había hecho patente
desde el siglo XIX.11
El intelectual de esta generación (estamos en los años treinta) y de los
perfiles que hemos ilustrado, era cada vez más autónomo de los partidos y
del poder estatal y tenía obviamente mayores vínculos orgánicos con la
sociedad que los letrados, pero centraba su mirada en la perspectiva de la
transformación, no de la sociedad en su conjunto, sino de uno de sus
mecanismos de reproducción, el aparato educativo, como punto estratégico
para la transformación de la sociedad. La Escuela Normal Superior, ideada
sobre el modelo de su contraparte francesa, formaba maestros, Intelectuales-
Maestros. No era función exclusiva pero sí distintiva de la Escuela Normal
Superior. Allí, abanderada de esta mutación cultural, se vincularon
maestros de varias generaciones, dentro de los cuales numerosos
extranjeros, algunos de ellos fugitivos del Nazi-fascismo-franquismo
europeo. Entre maestros y alumnos, la Escuela Normal Superior albergaba
a la mayor parte de las grandes figuras de las ciencias sociales
contemporáneas en el país. Hay que insistir que se trata, en general, y a
diferencia de los letrados, de figuras más bien esquivas a la política, y en
cambio muy receptivas y propensas a la indagación científica y a la
secularización.
En todo caso, el movimiento de renovación cultural es abruptamente
interrumpido el 9 de abril de 1948, día del asesinato del candidato
presidencial Jorge Eliécer Gaitán, que es también un hito en la
confrontación de mentalidades. La intemperancia política y cultural de La
Violencia obliga al cierre de centros de debate intelectual y de prestigiosas
publicaciones y provoca el retorno a sus sitios de origen de algunos de los
inmigrantes extranjeros que en décadas precedentes habían llegado a
Colombia perseguidos por los gobiernos de sus propios países. Este
estrangulamiento cultural podría asimilarse a una especie de contra-
revolución preventiva, que es la caracterización que del fascismo hacían los
anarquistas italianos. Y se produce en el preciso instante en que florecían
los centros académicos de otros países latinoamericanos, como El Colegio de
México, fundado en 1940; o se afirmaban tempranos procesos de
institucionalización de las ciencias sociales, como el de Brasil, que había
contado con el apoyo directo de figuras como Fernand Braudel, Claude Lévi-
Strauss y Roger Bastide. Colombia, por el contrario, entraba en un silencio
cultural de casi dos décadas, entre 1945−1965, y eso, en el contexto de la
aceleración temporal del siglo XX, era mucho tiempo.
Para la cronología intelectual, La Violencia representa simplemente un
elevadísmo ‘lucro cultural cesante’, una generación perdida, o al menos una
‘generación invisible’, como la llamó el poeta Jorge Gaitán Durán. Desde el

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poder hay incluso un intento expreso de romper la continuidad histórica, de
matar la memoria de este período, de hacer de ella un muerto más. En
efecto, por una orden del Ministerio de Gobierno, se declaró en 1967 como
‘archivo muerto’, y aquí el lenguaje burocrático coincide con el simbólico, el
de los años de 1949 a 1958, el período de La Violencia.12 La precisión de las
fechas deja ver claramente que el problema no era el ‘ambiente de olor
insoportable’ y el estado ‘horrible’ de la oficina, como se arguyó, sino la
pestilencia de la época que había que suprimir. El despojo de la memoria
colectiva y por lo tanto de la identidad durante La Violencia hizo muy
arduo, demasiado arduo, el proceso de reconstrucción de los espacios para la
creación y para la crítica.

Los intelectuales críticos − la misión profética


Cerrado el paréntesis de La Violencia, se inicia en los años sesenta y
setenta un proceso de modernización de la sociedad (educación,
secularización, clases medias) y del aparato productivo y cultural, un
proceso que también se observa a lo largo del continente, pero sobre
premisas diferentes. Dichos procesos están acompañados a su vez de por lo
menos tres grandes signos de renovación, que en diferentes momentos han
caracterizado el desarrollo intelectual latinoamericano: (1) una ampliación
de las instituciones culturales (universidades, bibliotecas, museos,
editoriales, revistas); (2) una ampliación del mercado de bienes simbólicos
(libros, prensa cultural, galerías, cineclubes, discos, etc.); (3) una ampliación
de la demanda de analistas sociales y políticos.
Estos, podríamos decir con el sociólogo Lewis Coser, son los nuevos
escenarios democratizadores a partir de los cuales los ‘hombres de ideas’ se
relacionan ahora con sus pares y con la opinión pública, que constituye su
razón de ser.13 Ellos, los hombres de ideas, recordémoslo, son
simultáneamente producto y productores de opinión pública. En todo caso,
en Colombia, después del eclipse de La Violencia, los años sesenta
restablecen la continuidad perdida con la Escuela Normal Superior con los
maestros y estos encuentran el espacio para la institucionalización de
nuevas disciplinas sociales que rompen su cordón umbilical con la matriz
jurídica. La Universidad puede volver a indagarse sobre su papel en la
producción de ciencia, cultura y tecnología. Es también el despuntar de las
más notables figuras contemporáneas de las artes y las letras colombianas:
Alejandro Obregón, Edgar Negret, Ramírez Villamizar, Fernando Botero,
Gabriel García Márquez.
En el contexto de liberalización relativa y de evidente modernización
cultural, se abre paso un tercer tipo de intelectual, el Intelectual Crítico,
independiente de los partidos y del Estado. En el caso concreto colombiano,
el intelectual crítico es el intelectual que ha asimilado la experiencia

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histórica de La Violencia, que la ha vivido como barbarie cultural, y que se


propone en cierto modo disecarla. Es lo que se hace desde la Facultad de
Sociología de la Universidad Nacional, con la cual se inicia lo que podríamos
llamar la anatomía de La Violencia. Y, es preciso recordarlo, en su momento
la sola descripción tenía una fuerza demoledora, subversiva. Sociólogos,
antropólogos y geógrafos confluyen en La Violencia: disecan, diagnostican y
proponen, en general para instituciones públicas, como el Instituto
Colombiano de Reforma Agraria y otros. Desarrollo agrario y desarrollo
industrial, movimiento campesino y movimiento obrero, fueron los ejes del
diálogo más o menos fecundo de economistas, sociólogos e historiadores.
Por la vía de la aproximación crítica a La Violencia, este intelectual se
encuentra y choca con la realidad externa al mundo universitario, al
sistema educativo. Se encuentra con partidos, con campesinos, con
hacendados, con guerrilleros, con clases, con estructuras sociales, con un
poder político. Su blanco y también su reto es la sociedad global. Su
compromiso político es una clara prolongación de sus actividades
intelectuales. Es el momento de surgimiento de una nueva conciencia
política de los intelectuales, de la crítica política del orden existente y de la
aspiración a erigirse, como lo quería Wright Mills, en conciencia moral de la
sociedad. Es también, para ponerlo en términos de Jack Newfield, el
momento de las ‘minorías proféticas’, que hablan a nombre de los
desheredados, llámense obreros, campesinos, indígenas o pobladores de las
barriadas. El intelectual de los años 60 está ligado, mucho más que hoy, a
una intensa vocación de poder, de poder alternativo, incluso en su
manifestación más descarnada de poder armado.
Es pues en esta atmósfera cultural de la época en donde, casi sin advertirlo,
se encuentran el intelectual y el guerrillero. Pero no es, desde luego, la
única forma de compromiso o de fusión de la teoría y la práctica. El
compromiso asume también variantes inéditas como la de ‘los pies
descalzos’ (los intelectuales que se unen a las masas) y la de la
‘investigación-acción’. En Colombia, las fronteras entre el pensamiento
crítico del académico y la acción revolucionaria del guerrillero llegan a su
máxima tensión precisamente en la vida y obra de Camilo Torres, el cura al
mismo tiempo profesor de la Universidad Nacional, analista de La Violencia
y combatiente. Tal tipo de desarrollo no dejó de tener su efecto perverso: la
debilidad de una intelectualidad de derecha. La ausencia de una
intelectualidad orgánica de la derecha en la Universidad, a mi modo de ver,
afectó profundamente la maduración de la intelectualidad de izquierda. La
intelectualidad de izquierda no tenía contendientes en los estrados
universitarios. En consecuencia no había debate. Y en consecuencia la
intelectualidad de izquierda hablaba para sí misma, aunque su pretendido
interlocutor fuera el ‘pueblo’.

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Intelectuales para la democracia
El tipo de intelectual, crítico de la sociedad y deliberadamente marginado
de la actividad estatal, que era el que había campeado en el panorama
cultural desde los años sesenta, comenzó a ser desplazado desde comienzos
de los años ochenta, a raíz de algunos virajes importantes en la política
nacional y en el contexto internacional.14 El principal de ellos en el plano
nacional, tiene que ver, por supuesto, con el replanteamiento de las
relaciones entre la insurgencia y el Estado (iniciación del proceso de
reconciliación) que llevó también a los intelectuales a establecer nuevas
representaciones de la sociedad, nuevas representaciones de las relaciones
entre los intelectuales y el Estado, y nuevas alternativas para enfrentar la
crisis de legitimidad de las elites y las instituciones vigentes. Fue, en efecto,
la iniciación del proceso de reconciliación política durante el gobierno del
presidente Belisario Betancur el que permitió que se aflojaran los vínculos
orgánicos, las colaboraciones o las simpatías, de numerosos núcleos
intelectuales con la insurgencia. Aquí está probablemente el meollo de
muchas de las recientes transformaciones en nuestra cultura política: el
comienzo de un nuevo pacto político de la insurgencia con el Estado
preparaba un nuevo pacto cultural, el de los intelectuales con el Estado, sin
que el primero, el de la insurgencia con el Estado, implicara renuncia a las
pretensiones de transformación de la sociedad por parte de los antiguos
insurgentes, ni el segundo, el de los intelectuales con el Estado, implicara
una abdicación de la función crítica o de sus vínculos orgánicos con
proyectos alternativos por parte de los intelectuales.
En este contexto, muchos intelectuales empezaron a ejercer su poder
simbólico de manera muy distinta a como lo habían hecho en las décadas
precedentes e incluso entraron a jugar un papel, de facilitadores informales
de la comunicación entre el Estado y la insurgencia, o de actores
comprometidos con la consolidación de los procesos ya formalizados de
pacificación. Desde este punto de vista, no disimulan ellos su pretensión,
por limitada que sea, de incidir en las políticas estatales (‘intelectuales del
Estado’), en los actores políticos y en la construcción de instituciones
democráticas (‘intelectuales en la política’), o en el acompañamiento a los
nuevos movimientos sociales (‘intelectuales de la nueva ciudadanía’), o
intelectuales societarios, que pretenden convertirse en los voceros de los
marginados. Todo esto sin menoscabo necesariamente de la autonomía que
les confiere su pertenencia al campo cultural.15 Esta confluencia de
funciones de los intelectuales quizás esté asociada también con las
transformaciones que se han producido en los contenidos de la política.
Como ha señalado insistentemente Norbert Lechner, la ‘política ya no es lo
que fue’, ya no representa ‘el vértice ordenador de la pirámide social’, las
‘luchas políticas ya no logran representar a la diversidad de intereses
focalizados’. Lo cual de paso transforma también el contenido del ‘ser

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ciudadano’, amplia su sentido, porque ya no se refiere tan sólo a la política


institucional, al Estado y al sistema político, sino progresivamente a la vida
social.16
El replanteamiento de las relaciones Estado-Intelectuales-Universidad que
ha facilitado el reencuentro de la academia con la política, a partir de un
concepto abierto de intelectuales para la democracia, o de intelectuales
ciudadanos, como diría Chomsky, (ligados ya sea al Estado, a la política o a
los movimientos sociales) que piensan que la actividad de diagnóstico de un
programa o gestión gubernamental, e incluso la vinculación a una función
pública, no presupone necesariamente la renuncia a una posición
contestataria. Se trataría de una perspectiva en la cual no importa
exclusivamente el lugar de su actuación (Estado, Academia, sociedad) sino,
y de manera decisiva, su función. Esto es porque, contra toda visión
esencialista, es preciso reconocer que desde el Estado se pueden cumplir
tareas democratizadoras (en los entes de fiscalización, como la
Procuraduría, en las Consejerías de Paz y en las oficinas de Derechos
Humanos), que por lo demás no implican abandono de los quehaceres
intelectuales y que a la inversa, desde la insurgencia, pueden alimentar y
de hecho alimentan actitudes, prácticas y visiones despóticas de la sociedad.
Sobre la base de este reconocimiento se diversifica enormemente el abanico
de posiciones intelectuales. Claro, todo ello con extrema precaución, porque
como diría Coser, si antes la queja era por el rechazo de la sociedad oficial,
ahora deben temer que se les acepte con demasiada rapidez.17
Al reflexionar sobre estas diversas formas históricas del papel de los
intelectuales, no se está estableciendo una secuencia lógica según la cual las
nuevas formas supriman las anteriores, sino que se está subrayando las
formas dominantes en cada momento. De hecho, la presencia múltiple de
todas ellas es deseable y necesaria. Más claro aún: no se puede prescribir
que la función del intelectual deba ser revolucionaria, pero a nadie debería
prohibírsele o inhibírsele adoptar una posición revolucionaria; tampoco
sería aconsejable prescribirle a nadie ser conservador; pero debería
facilitárseles a los intelectuales expresar esa posición. Como dijo Karl
Manheim, por allá en los lejanos años treinta del siglo XX, en su famosa
Ideología y utopía, el hecho de que los intelectuales no estén socialmente
adscritos a una determinada clase o sector de la producción, les permite
hacer una verdadera elección: o tomar partido o aprovechar su ventaja
estratégica de la equidistancia para construir una perspectiva total sobre la
estructura social y política. Pero en cualquier caso las fuerzas de uno y otro
bando deberían permitir que los conflictos de intereses se convirtieran en
conflictos de ideas,18 porque cuando los conflictos de intereses no se pueden
transformar en conflictos de ideas, como es el caso en la Colombia de hoy, el
conflicto de intereses se vuelve confrontación armada, terror, exilio
intelectual. Asimismo, una negociación sin controversia sería un

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contrasentido. Las preguntas del gran sociólogo americano Robert Merton, a
fines de los años 40, siguen siendo muy válidas:
¿Qué roles están llamados a cumplir los intelectuales? ¿Qué conflictos y
frustraciones han experimentado en sus esfuerzos por desempeñar esos
roles? ¿Qué presiones institucionales se ejercen sobre ellos? ¿Quién
define sus problemas intelectuales? ¿Cuáles son los típicos problemas
que resultan de mantener líneas de comunicación entre los políticos y los
intelectuales.19
En la segunda mitad del siglo XX y hasta el presente, Colombia ha estado
en permanente desfase con el resto del continente. Si se piensa en los
contextos político-culturales que han amenazado la estabilidad de muchos
de los grandes centros o al exilio de sus líderes intelectuales, puede
constatarse que en Colombia vivimos tempranamente bajo La Violencia, el
autoritarismo anti-intelectual, que luego se difundió por gran parte de la
geografía latinoamericana, alimentado directamente por el Estado o por
actores estatales. Observemos también que en Colombia la expansión de
centros, actores y productos culturales se produce en los 70 y 80, en
contravía de las tendencias de los países del Cono Sur y de los
centroamericanos que pasan por las peores dictaduras. La misma asintonía
se detecta en los últimos lustros: en el momento en que se expanden y
consolidan los procesos de democratización en América Latina, en Colombia
resurgen las amenazas al mundo cultural. Lo que hace también que La
Violencia se viva como una experiencia ininterrumpida.20
No se aboga desde luego por una defensa corporativa de los intelectuales en
contraposición a otros sectores que se van organizando cada día en
Colombia para ponerse al margen del conflicto, reclamando especificidades
o privilegios frente a los señores de la guerra. Tampoco se olvidan de los 25
mil muertos al año por la violencia, que se traducen en la más alta tasa de
homicidios en el mundo después de El Salvador; tampoco del millón y medio
de desplazados de la última década que nos ponen al lado de Sudán,
Afganistán y Angola; ni de los secuestrados cuyas cifras en Colombia
ascienden al 50 por ciento del total de secuestrados en el mundo; tampoco se
ignoran las continuas y flagrantes violaciones a los derechos humanos de los
que no tienen voz; y mucho menos podría omitir entre los datos estratégicos
de la guerra en este momento, que Colombia fue en 1999 el tercer más
grande receptor en el mundo de asistencia militar americana, después de
Israel y Egipto, con una ayuda equivalente a la recibida por toda la América
Latina y el Caribe juntos; y en el horizonte inmediato cuenta con 1.600
millones de dólares para el llamado Plan Colombia cuya aprobación está a
consideración del Congreso de los Estados Unidos, bajo el escrutinio de los
mas diversos sectores de la sociedad americana y colombiana.

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Sánchez Gómez: El compromiso social y politico de los intelectuales

La importancia de los intelectuales, si alguna les queda frente a este


panorama, está en la capacidad que tengan para convertirse en agentes del
ensanchamiento de la sociedad civil, de ese centro del cual ellos son parte, y
que ha venido creciendo tímida pero persistentemente a través de múltiples
formas de acción colectiva: llámense pronunciamientos, protestas, marchas,
incluidas las multitudinarias contra el secuestro. Era la perspectiva por la
que abogaba el historiador y economista asesinado Jesús Antonio Bejarano.
Claro que hay signos contrarios que apuntan más a la defección o
contracción de la sociedad frente a los actores armados, que a una
expansión de sus recursos de poder y de su autonomía. Asediada por la
violencia, la sociedad cada vez hace más concesiones: (1) negociación en
medio de la guerra, es decir resignación frente a la violencia; (2) si no se
puede ganar la guerra, hay que civilizarla, pobre papel para el Derecho
Internacional Humanitario; (3) se agotaron los argumentos políticos y
militares, hay que convencer y convencernos de que ‘la paz es rentable’, es
decir, pongámosle una buena dosis de utilitarismo al proceso; (4) ruptura de
todas las barreras éticas frente a fenómenos como el secuestro, al cual se
acepta ponerle sólo restricciones nominales de edad (los ancianos y los
niños) y hasta se acepta considerar la posibilidad de prolongarlo hasta que
no se obtengan recursos alternativos para sus ejecutores.
En América Latina, y especialmente en la Colombia de hoy, con realidades
como éstas, para el intelectual no es una opción sino una necesidad estar en
la política. Incluso la neutralidad se les enrostra a los intelectuales y se les
cobra como traición. No se les acepta al margen de la polis. Por eso, a los
intelectuales se les intimida hoy no tanto por estar de un lado o del otro,
sino porque no quieren estar ni con el uno, ni con los otros. Lo cual se
asociaba también a un hecho central en las dos últimas décadas: el déficit
de intelectuales en los actores armados e idéntico déficit en el
Establecimiento. Asistimos así a lo que podríamos llamar una ‘des-
substanciación’ de la confrontación, es decir, a una guerra sin política y a
una política sin ideas.21 Con todo, resultaría apremiante la necesidad de
pensar en una categoría o función propia de intelectuales para el momento
actual, que pudieran inscribir su acción y su pensamiento no en la
perspectiva de legitimación y conservación de una sociedad en crisis y
tampoco del escalamiento de la guerra sino de negociación, superación de la
crisis y terminación de la guerra. Es posible que los intelectuales ya no
puedan, como en los tiempos del ‘Affaire Dreyfus’, apoyados por la opinión
pública, prevalecer sobre los hombres del poder y de las armas. Tal vez sea
demostrable que efectivamente han sido desplazados en muchos aspectos
por la mediatización y privatización de la cultura y por las formas de
comunicación audiovisual que los han atomizado y les han anulado en parte
su carácter colectivo y su función de guías de costumbres y valores de la
cotidianidad privada y política,22 aunque a decir verdad estos recursos
también han potenciado su visibilidad. Pero aún así, con sus limitaciones,

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~ Journal of Iberian and Latin American Studies, 7:2, December 2001
los intelectuales tal vez tengan importantes tareas que cumplir como
actores de la esfera pública, mucho más desde luego en sociedades como las
latinoamericanas que aún conservan una saludable carga de politización de
la cultura.
Un buen punto de partida para repensar las funciones del intelectual es
quizás la categoría que el filósofo y a la vez militante político italiano
Norberto Bobbio ha llamado los intelectuales como mediadores dinámicos,
intelectuales específicos para una sociedad en abierta confrontación. Su
tarea, dice Bobbio precisando la propuesta, es situarse, no por encima de la
lucha, ni siquiera fuera, sino en el fondo de la misma, con el fin de buscar
entre los contendientes, en la medida de lo posible, una solución pacífica.23
No es desde luego una tarea fácil, un espacio ya ganado, pues la situación
de guerra suprime de hecho las dinámicas propias del despliegue de la
acción de los intelectuales, a saber, la disidencia y la controversia. El punto
es claro: si se pierde este espacio de autonomía, de intervención sin ser
sujeto a la mordaza o a la liquidación física, la reconstrucción de nuestra
posguerra, el diseño de la nueva sociedad serán elaborados a punta de fusil
y de balas, no de ideas, concepciones o modelos. No se sabe hasta qué punto
los intelectuales colombianos estén entrando en una etapa de silencio
táctico mientras la sociedad civil toma el relevo haciendo escuchar su voz en
la movilización callejera.
Pero lo que sí es seguro es que la academia y el mundo cultural
norteamericano en particular, pueden jugar un papel muy importante en la
generación de esos espacios, que necesitamos preservar y fortalecer en
América Latina, con dos condiciones mínimas: por un lado, que Colombia y
América Latina rompan con esas imágenes ya instaladas e interiorizadas de
periferias mirando al centro y se proyecten, por el contrario, como potencial
cultural para los Estados Unidos, como factor dinamizador de preguntas, de
enfoques, de actitudes frente a la sociedad; y, por otro lado, que los analistas
norteamericanos se decidan a repensar el largo trecho que existe entre
intelectuales y académicos.24 Mirado desde América Latina, el mundo
universitario americano da la impresión de haber aceptado
confortablemente un creciente empobrecimiento de su lugar en la sociedad.
Encerrados en su torre de marfil, el compromiso de los académicos se limita
en buena medida a su reproducción: conseguir fondos para producir y
publicar para conseguir más fondos, o en el mejor de los casos, a la
búsqueda de una verdad sectorial, o territorializada, de manera honrada y
modesta, pero poco imbuida del espíritu de comprender el mundo de
relaciones en que se desenvuelve su vida. Hay que aspirar a más. Si algo
pertenece al sentido y a la tradición de lo que es ser un intelectual, es
precisamente la capacidad y la voluntad de enunciar preguntas y de tratar
de responderlas a una audiencia que no es exclusivamente académica, y la
generosidad para actuar independientemente o aún a costa de sus propios
intereses. ‘Quien habla sólo de sus intereses’, nos dice Beatriz Sarlo, ‘no es

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Sánchez Gómez: El compromiso social y politico de los intelectuales

un intelectual sino el portavoz de una fracción social o de sí mismo’.25 Los


intelectuales, son ‘anfibios culturales’ que se mueven en muy distintos
planos y diferentes niveles de discurso.26 No son simples expertos,
funcionarios o burócratas; no permiten que otros definan por ellos las metas
de sus actividades y los problemas a resolver, sino que son, en todo el
sentido de la expresión, ‘diseñadores de modelos culturales’, que elaboran
principios de acción. A la politización de los intelectuales en América Latina
en décadas recientes ha correspondido una institucionalización y
academización de los intelectuales en los EEUU, y más grave aún una
hiper-especialización que ha llevado a lo que podríamos llamar una
‘balcanización del conocimiento’.
Este panorama sobre la historia política de los intelectuales en Colombia se
debe ver como una invitación a los colegas americanos a repolitizar la visión
de su papel y de su objeto. Y puesto que el objeto fundamental se llama aquí
América Latina, cabría una segunda cadena de reflexiones, ligadas a las
anteriores: América Latina puede ser abordada, por los académicos, como
caso o desviación de un modelo, o como ilustración de una hipótesis, con
mediaciones que pueden incluir o no, la política, pero que no la reclaman.
Para los intelectuales, por el contrario, las preguntas estarían
intrínsecamente ligadas a valores ético-políticos, como la democracia, los
derechos humanos, las reformas económicas y los efectos de la guerra. El
día en que se asuma de manera plena y generalizada que ser estudiosos de
América Latina conlleva compromisos éticos inevitables, ese día habrá
empezado a cambiar, al menos en un terreno específico, la relación centro/
periferia. Ese día también habrá empezado a cambiar la conciencia y la
identidad colectiva de los intelectuales norteamericanos. Es la aproximación
que de alguna manera ya se ha iniciado con el plan integrado de reflexión y
de acción que está poniendo en marcha el Instituto Kellogg sobre Colombia,
en campos como los señalados, perspectiva que uno quisiera ver
multiplicada en otros centros de Estados Unidos. Si iniciativas de éstas
prosperaran y si logramos universalizar la crisis colombiana, en el sentido
de asociarla a las experiencias traumáticas de otros pueblos, Colombia
dejaría de ser vista como la rara excepción de América Latina, y afloraría en
su lugar, por un lado, ciertamente el papel de prefiguración de los males
que habría que evitar en otras latitudes; pero, por otro lado, también
Colombia habría sido la ocasión para el redescubrimiento de las bases de un
nuevo y fecundo diálogo interamericano. Eso contribuiría a la superación
del desencuentro entre las dos Américas, mediante la construcción de una
nueva relación y una nueva mirada sobre América Latina. Con el tiempo
quizás también los latinoamericanos, puedan construir una nueva mirada
sobre los Estados Unidos.

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Notas
This paper was presented as the Diskin Memorial Lecture for the Latin
American Studies Association and Oxfam America, ‘For the Integration of
Scholarship and Activism’, Miami, March 2000.
1 Norberto Bobbio, La duda y la elección. Intelectuales y poder en la sociedad
contemporánea, Barcelona, Paidós, 1997, p. 47.
2 Para una genealogía del concepto, véase: Christophe Charle, Naissance des
<<intellectuels>> 1880−1900, París, Editions de Minuit, 1990; Humberto
Quiceno, Los intelectuales y el saber, Cali, Colombia, Centro Editorial
Universidad del Valle, 1993, pp. 9−16, especialmente.
3 Jesús Martín-Barbero, Conferencia en el Instituto de Estudios Políticos,
Bogotá, 1997.
4 Jacoby Russell, The Last Intellectuals, New York, The Noonday Press, 1987,
p. 221.
5 Angel Rama, La Ciudad Letrada, Ediciones del Norte, 1984, p. 49.
6 Jaime Jaramillo Uribe, Manual de Historia de Colombia, t. III., Bogotá,
Colcultura, 1980, p. 260.
7 Véase de Malcolm Deas, El poder y la gramática, Bogotá, Tercer Mundo
Editores, 1993; y de Marco Palacios, Estado y clases sociales, especialmente el
primer capítulo ‘La clase más ruidosa’, Bogotá, Procultura, 1986.
8 Jean Franco, ‘Latin American Intellectuals and Collective Identity’, en Luis
Roniger and Mario Sznajder (eds), Constructing Collective Identities,
Brighton, Sussex Academy Press, 1998.
9 Ibid., p. 74.
10 Para una visión panorámica de estos temas, véase el libro de la historiadora
suiza Aline Helg, La educación en Colombia 1918−1957, Bogotá, Fondo
Editorial CEREC, 1987. El título en francés es más diciente: Civiliser le
peuple et former les élites.
11 Fernando Uricoechea, ‘Los intelectuales colombianos: pasado y presente’, en
Análisis Político, No. 11, Bogotá, Instituto de Estudios Políticos y Relaciones
Internacionales, Universidad Nacional de Colombia, 1990, p. 62.
12 Los ejecutores de esta determinación fueron: la Jefe del Grupo de Archivo
Elvira de Chaparro; el Jefe de División Administrativa Gerardo Vesga
Tristancho y el Secretario General del Ministerio, Jacobo Pérez Escobar, entre
otros.
13 Lewis A. Coser, Hombres de ideas, México, Fondo de Cultura Económica,
1968, pp. 19−25.
14 Se retoman aquí algunas de las ideas esbozadas en la sesión inaugural del
Simposio ‘Democracia y Restructuración Económica en América Latina’,
celebrado en Villa de Leyva en abril de 1994, y convocado por el IEPRI de la
Universidad Nacional de Colombia.

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Sánchez Gómez: El compromiso social y politico de los intelectuales

15 José Joaquín Brunner & Alicia Barrios, Inquisición, mercado y filantropía,


Ciencias Sociales y Autoritarismo en Argentina, Brasil, Chile y Uruguay,
Santiago, Flacso, 1987, p. 183.
16 Norbert Lechner, ‘Nuevas ciudadanías’, en Revista de Estudios Sociales,
Facultad de Ciencias Sociales Uniandes/Fundación Social, No. 5, p. 25.
17 Coser, Hombres de ideas, p. 371.
18 Karl Manheim, Ideología y utopía, México, Fondo de Cultura Económica,
1941, p. 141.
19 Robert Merton, ‘Role of the Intellectual in Public Bureaucracy’, en Social
Theory and Social Structure, New York, The Free Press, 1957, pp. 262−63.
20 Permítanme ser un tanto personal para ilustrar ésta que es una vivencia
colectiva: nací en plena Violencia a fines de los años 40 en una de las zonas
más convulsionadas del país, el Tolima, y creo que sobreviví por azar. No
podría contar hoy los vecinos y coterráneos muertos. Dos de mis compañeros
de salón en la Universidad, el senador Ricardo Villa Salcedo y el defensor de
presos políticos Eduardo Umaña Mendoza, fueron asesinados en distintos
momentos de la década del noventa; dos compañeros de generación estudiantil
universitaria, el antropólogo y profesor de la Universidad de Antioquia,
Hernán Henao, y el economista y ex-Consejero de Paz, Jesús Antonio
Bejarano, fueron asesinados en su oficina y en el aula respectivamente en el
segundo semestre del 99; un alumno, a quien dirigí su tesis de Maestría,
Darío Betancourt, fue desaparecido y salvajemente asesinado a mediados del
año anterior; colegas del Instituto donde trabajo han salido del país por
amenazas de distinta procedencia, y el Director del mismo Instituto aquí
presente, Eduardo Pizarro, sufrió un atentado en vísperas de Navidad, al cual
sobrevivió de milagro. Por eso nadie se sorprendió cuando a raíz de uno de
estos episodios nuestro Instituto levantó esta consigna: ‘que el pensamiento
deje de ser objetivo militar’. Difícil por tanto para las gentes de mi generación
escapar a la idea de que hemos vivido casi sin pausa la violencia a lo largo de
la segunda mitad del siglo XX.
21 Gonzalo Sánchez G., ‘Los intelectuales y la política’, en Análisis Político, No.
38, Bogotá, Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales,
Septiembre/Diciembre 1999, pp. 37−38.
22 Régis Debray, Le pouvoir intellectuel en France, Paris, Editions Ramsay,
1979. Ver también Beatriz Sarlo, ‘Intelectuales, un examen . . .’, en Revista de
Estudios Sociales, Facultad de Ciencias Sociales Uniandes/Fundación Social,
No. 5, enero 2000, p. 12; y Jean Franco, ‘Latin American Intellectuals and
Collective Identity’.
23 Norberto Bobbio, La duda y la elección. Intelectuales y poder en la sociedad
contemporánea, Barcelona, Paidós, 1998, p. 10.
24 Las observaciones que siguen surgieron de una comunicación con Juan
Gabriel Gómez.
25 Beatriz Sarlo, Revista de Estudios Sociales, Facultad de Ciencias Sociales
Uniandes/Fundación Social, No. 5, enero 2000.

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26 Antanas Mockus, ‘Anfibios culturales y divorcio entre ley, moral y cultura’, en
Análisis Político, Instituto de Estudios Políticos, Universidad Nacional de
Colombia, No. 21, enero/abril de 1994, pp. 37−48.

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